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TEORÍA DEL CANGREJO de Julio Cortázar

Habían levantado la casa en el límite de la selva, orientada al sur para


evitar que la humedad de los vientos de Marzo se sumara al calor
que apenas mitigaba la sombra de los árboles. Cuando Winnie
llegaba

Dejó el párrafo en suspenso, apartó la máquina de escribir y


encendió la pipa. Winnie. El problema, como siempre, era Winnie.
Apenas se ocupaba de ella la fluidez se coagulaba en una especie de

Suspirando, borró en una especie de, porque detestaba las facilidades


del idioma, y pensó que ya no podría seguir trabajando hasta
después de cenar; pronto llegarían los niños de la escuela y habría
que ocuparse de los baños, de prepararles la comida y ayudarlos en
sus

¿Por qué en mitad de una enumeración tan sencilla había como un


agujero, una imposibilidad de seguir? Le resultaba incomprensible,
puesto que había escrito pasajes mucho más arduos que se armaban
sin ningún esfuerzo, como si de alguna manera estuvieran ya
preparados para incidir en el lenguaje. Por supuesto, en casos así lo
mejor

Tirando el lápiz, se dijo que todo se volvía demasiado abstracto;


los por supuesto, los en esos casos, la vieja tendencia a huir de situaciones
definidas. Tenía la impresión de alejarse cada vez más de las fuentes,
de organizar puzzles de palabras que a su vez

Cerró bruscamente el cuaderno y salió a la veranda.

Imposible dejar esa palabra, veranda.

La escritura del abismo – Taller de Antonio Rojano


LA CIUDAD OSCURA de Antonio Rojano
SEGUNDA PARTE: ESCENA (6) - QUINIELISTA

[VEGA conduce, ahogada en sus pensamientos. NIETO completa una quiniela. Llueve fuera.]

NIETO.— Córdoba-Atlético de Madrid. Es un dos fijo, ¿verdad? Tal y como está mi Atleti
este año, por supuesto que gana... (Pausa.) Yo siempre hacía la quiniela a pachas con un
chaval de la academia. Si quiere, podríamos...

VEGA.— (Da un frenazo.) Bájate aquí.

NIETO.— ¿Qué...? ¿Qué he dicho ahora?

VEGA.— Ve a la comisaría y busca en internet. Debe haber alguna página, alguna base de
datos que contenga los nombres de todos esos caballos. Estudia los de la carrera.

NIETO.— ¿Pero qué estamos buscando?

VEGA.— Ya. Bájate. Tengo un asunto pendiente.

NIETO.— ¿Es por lo de su hija? (Pausa.) Siempre se deja el ordenador encendido...

VEGA.— ¿Me has...? ¿Me has espiado el correo?

NIETO.— Si se lo deja encendido, tengo que apagarlo... Nadie nos prohíbe hablar de
nuestra vida privada. ¿Quiere que yo empiece? Casado. Mi mujer se llama Carmen y trabaja
en un hospi... En un hos... En un...

[NIETO se queda bloqueado. Es incapaz de terminar su frase. Casi sin darnos cuenta, viajamos
al apartamento del AUTOR, que se encuentra confuso frente a la pantalla. Se levanta de un salto buscando
a su hija. La lluvia se interrumpe.]

AUTOR.— Dakota...

DAKOTA.— (Trata de evitarle. ) Déjame.

AUTOR.— Tengo una duda... Escucha. ¿Cómo se llama ese sitio donde hay médicos y
prestan atención médica pero que no es un hospital?

DAKOTA.— What-the-fuck!

AUTOR.— Sí, mierda. Esa palabra que usan los abuelos cuando van a la farmacia. Y dicen,
oiga, boticario, que vengo de...

DAKOTA.— Clínica.

AUTOR.— No, la otra.

DAKOTA.— (Consciente de su poder.) ¿Te refieres a ese establecimiento destinado a prestar


asistencia médica y farmacéutica a enfermos-que-no-se-alojan-en-él?

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La escritura del abismo – Taller de Antonio Rojano
AUTOR.— (Confuso.) Sí, creo que sí.

DAKOTA.— Ambulatorio.

AUTOR.— Eso es, joder. Ambulatorio. Lo tenía en la punta de la lengua. (Pausa.) Gracias,
cariño. (Va a salir.) Eh, ¿y por qué no me ayudas a terminar esto?

DAKOTA.— A terminar qué.

AUTOR.— Mi obra.

DAKOTA.— Really? ¿Ahora me necesitas?

AUTOR.— Tú eres buena con las palabras y yo... Necesito un corrector. Necesito tu ayuda,
de verdad. (Sincero.) Por favor, Dakota, por favor...

DAKOTA.— Está bien, papá. Está bien.

AUTOR.— Oye, ¿tú has visto un libro que tenía por aquí encima de Historia
Contemporánea de España?

DAKOTA.— No. (Pausa.) Espera. Quizás te lo dejaste esta mañana en la cocina, ¿puede ser?

AUTOR.— ¿Podrías traérmelo? Creo que tengo una idea.

DAKOTA.— Ok, marchando.

[El AUTOR vuelve a su escritorio. DAKOTA sale. NIETO y VEGA se hallan de nuevo en el
interior del automóvil y la escena arranca desde el lugar en que quedó atascada. Vuelve la lluvia.]

NIETO.— Casado. Mi mujer se llama Carmen y trabaja en un ambulatorio. Ya sabe, ese


lugar al que van los abuelos a echar la tarde. Sin hijos —por ahora—. Mi padre...

VEGA.— Sé quién es tu padre.

NIETO.— Pues eso, ya sabe más de mí que yo de usted.

VEGA.— ¿Por qué no te ahorras este tipo de conversaciones, Nieto?

NIETO.— ¿Qué?

VEGA.— Bájate del coche. Ve a comisaría y revisa los caballos de la carrera... Bájate. A-ho-
ra.

NIETO.— Pero, jefa, está lloviendo... (Largo silencio. NIETO se baja del coche.)

VEGA.— Espera a que vuelva.

NIETO.— ¿Y cuándo va a volver?

[VEGA cierra la puerta del pasajero y acelera sobre el asfalto mojado.]

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La escritura del abismo – Taller de Antonio Rojano
LA PARANOIA de Rafael Spregelburd

ESCENA 4: ELIJA ISLA


Hagen carga a Beatriz como un maniquí descompuesto y la deja en cualquier lugar.
Todos lucen bastante agotados.

Beatriz: ¿Te cuento lo que estuve elaborando, con la máquina de café, yo solita, por mi
cuenta? Me refiero a una encuesta popular. Fue el modelo de la televisión. (Imita una
llamada telefónica.) “Hola, soy la tele, ¿qué estás viendo?, ¿te gusta? Muy bien.” Por
eso funcionó una eternidad. ¿Me pueden decir qué tiene de malo?
Coronel: Julia, ustedes son nuestro grupo de élite. Les pido que lo intenten.
Julia: Pero, ¿qué quiere que hagamos? ¿Que inventemos una ficción con otras
categorías, reglas que nadie conoce, que hagamos títeres para selenitas? ¿Y quién nos va
a entrenar para esto?
Coronel: Nadie. Haga lo que ya sabe.
Julia: ¿Ah, sí? Yo le diré lo que sé, vea cómo trabajo yo. Para que entienda que no es
mala voluntad. ¿Quiere un éxito? (Se sienta a pensar. Todos la observan. No se le
ocurre nada.) A ver, deme lo que tiene en esa cartera. (Se refiere a un maletín.)
Coronel: ¿En ésta? ¿Qué necesita?
Julia: Cualquier cosa. Lo que tenga más arriba.
Coronel: Un mapa. (Se lo da.)
Julia: Un planisferio. Genial. (Pone el dedo en cualquier parte. Luego se lo pasa a
Beatriz) A ver, Beatriz, ¿me ampliás esto? (Beatriz sube a una bicicleta fija, pedalea un
poco y luego proyecta el mapa sobre la pared. Es una porción de las Guayanas y el
Caribe.) ¿Qué es esto, cómo se llama? ¿Guya… Guaya…?
Coronel: Venezuela.
Julia: Perfecto. Venezuela. A ver… un par de clichés… Caribe. Petróleo. Miss
Venezuela. ¿Qué más? (Observa a los presentes.) ¿Alguien quiere colaborar?
Claus: Bueno. (Saca un pastillero y se toma una píldora.)
Hagen: ¡No, Claus! ¡Acá no! ¡Qué vergüenza!
Claus: Un enigma policial.
Hagen: (Desautorizándolo.) No perdamos tiempo. Toma esas cosas y…
Claus: Perdón. Claro. Yo soy astronauta. Yo no sé qué hago acá. (Pero sigue
imaginando cosas en voz alta.) Una chica venezolana, tímida, morena, es tomada por el
estado…
Hagen: Son esas pastillas. Es adicto y…
Coronel: No, no. Déjelo.
Claus: Mejor es una Corporación…con fuerte vinculación estatal… Una corporación
paraestatal venezolana.
Julia: Bien. A la chica la eligen entre muchas otras venezolanitas… Mh. Esto funciona.
La pequeña ha nacido en un sitio turístico, digamos… (viendo el mapa) ¿qué dice aquí?
Barquisimeto.
Hagen: Pésima elección. Elija mar, Julia.
Julia: ¿Mar? ¿Por qué?
Hagen: Si hay que elegir, elija mar. Es narrativamente mucho más inestable. Un 17%
más dinámico que en los cerros bajos de Barquisimeto.
Coronel: Hágale caso.

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La escritura del abismo – Taller de Antonio Rojano
Julia: Le hago caso. Cumaná.
Hagen: No. Elija isla. Una isla es un 28% más interesante que una costa, salvo que me
hable de una costa fiordosa, cosa que no va encontrar en el Caribe, mucho me temo.
Coronel: Háganle caso.
Julia: Perfecto. Elijo isla. Isla Margarita. Ahí nació. Y desde que empieza la escuela
primaria…
Claus: (Siempre tomado por su imaginación sensible.) Con tanta tiza…
Julia: …se le empiezan a hacer cirugías. Y esta Corporación la prepara para ser Miss
Venezuela y lógicamente después Miss Mundo. Fin. ¿Ve, Coronel? Me rijo por el cliché
y el capricho. ¿Qué le hace pensar que voy a poder construirle una ficción que sus
amigas extranjeras no se hayan fumado todavía?
Coronel: Lo que veo es que usted se rige por el capricho, y eso está muy bien. Pero
ellas no.
Hagen: Yo, jamás.
Claus: Yo… tiendo a ver de manera sensible todo lo que usted me presenta, Julia.
Hagen: Pero eso es porque estás consumiendo y aún no se sabe si no hay
contraindicaciones que…
Claus: ¡Mire lo que le digo! Imagino que hay todo un mercado alrededor de Miss
Venezuela. Se agotó el petróleo. ¿Qué van a hacer?
Hagen: ¿Qué?
Claus: Venden belleza.
Hagen: La belleza es el único mercado importante que les queda.
Beatriz: ¡Pobre gente!
Hagen: Es genial. Combinemos Belleza y Mercado. B y M. Eso puede dar réditos.
Julia: ¿Usted qué me dice? ¿Que yo debo articular caprichosamente lo que ellos me
digan?
Coronel: No. Sí. No sé. Haga algo. Como ellos.
Julia: A ver. Déjeme probar. Ya tengo el conflicto. ¡Falta mucho para que la niña
desfile! Y no se puede predecir hoy qué les va a gustar a los hombres en una mujer para
ese momento… Así es que nuestra pequeña heroína, llamémosla… llamémosla…

Claus baja la cabeza, balbucea poco convencido nombres que no llegamos a entender,
Hagen intenta algo, pero no sale nada. Beatriz, un poco ausente, en cambio, toma té de
una taza, que curiosamente lleva escrito el nombre “Brenda”. Lo lee en voz alta.

Beatriz: Brenda.

El nombre invoca una aparición rapidísima, espantosa por fugaz, por inasible, de la
temible Brenda en la pantalla. Mientras, todos anotan entusiasmados.

Julia: Bien, Brenda…


Beatriz: Perdón. Me distraje. Leía de la taza…
Julia: Brenda vive una vida de intervenciones quirúrgicas. De clases de francés. Y la
diseñan.
Claus: La arrancan de su isla paradisíaca…
Julia: Y se juega su suerte. Porque le deciden un tipo de nariz, un color de ojos, una
proporción equis entre cadera y busto. Pero todo es apuesta y riesgo…
Claus: Claro, pobrecita. Digo, si yo fuera ella, y me piden que me haga otra
operación… porque soy muy linda… que Venezuela me necesita… yo lo hago. Y

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La escritura del abismo – Taller de Antonio Rojano
padezco el postoperatorio, internada, solita, en Maracay, que es feo, miro la tele, pienso
tonterías, dolorida, paso la infancia…
Beatriz: …sin amiguitos…
Claus: …entre una anestesia y la otra.

Silencio fascinado.

Julia: Excelente.
Coronel: Excelente.
Beatriz: Yo una vez vi una cosa muy parecida. Pero ojo: era con lobos marinos.
Julia: (Hagen grafica rápidamente en la pantalla/pizarra, en números y coordenadas,
lo que Julia va diciendo.) Esto me gusta. Distintos grupos de inteligencia –distintas
Corporaciones paraestatales- engañan niñas, convencen padres, firman cosas, y diseñan
Brendas en secreto. Y obrando en nombre de una idea vaga pero fuerte: (contemplando
el gráfico de Hagen) Venezuela. Sí. Y luego de mucho tiempo y veinte cirugías, el
drama: se apostó en la dirección equivocada. Claus, ejemplos.
Claus: Y… Miss Guatemala es rubia, Miss Puerto Rico es rubia, Miss Zimbabwe es
rubia platinada…
Julia: ¿Y Brenda?
Claus: ¡Morocha como un tordillo!
Julia: Entonces el proyecto Brenda es abandonado a mitad de camino…
Claus: …un punto flotante entre la belleza posible y el horror absoluto… Negra y sola
como la noche, Brenda es una bomba de tiempo.
Julia: ¡Y ya tenemos el detonante! (Silencio general, nadie sabe cuál pueda ser el
detonante.) ¡Hay otras! ¡Hay otras chicas! ¡La engañaron! ¡No es la única! Brenda
busca venganza…
Claus: (En una suerte de éxtasis producido por la pastilla, cuyo efecto llega a su fin
luego de enunciar lo siguiente.) ¡Asesina médicos, mata policías!
Hagen: ¡No…! ¡Esperen! Esto es… esto no…
Julia: ¡Ella sola contra el Sistema!
Beatriz: ¡Les va a encantar!
Julia: ¡Listo! ¡Vamos a la playa!
Beatriz: ¡Es súper clásico!
Coronel: Ah, no. Momento, señoras. ¿Súper clásico? No me hagan perder mi tiempo. A
mí me encantaba la historia de la chica, pero si ya se hizo así, olvídense, porque esto ya
lo consumieron. (Se dispone a salir en busca de otra taza de café.) A ver, piensen algo
nuevo, algo que Beatriz no tenga en su… (la mira, se corrige.) Que Beatriz no haya
escuchado… ¿Y mi café, Hagen?
Hagen: Yo conté cinco.
Coronel: Contó mal, no me lo trajo.
Hagen: No puede ser… Si traje cuatro veces uno…
Coronel: Le faltó el mío.
Hagen: Pero Julia pidió té… ¿No ven?, no se pueden sumar en la misma columna cafés
y tés y vasos de agua. Esto es poco orgánico.
Julia: Venga, Claus. ¡Coronel! Escuche una variante que se me ocurre…
Coronel: ¿Qué?
Julia: Imagine esto… A ver, Beatriz, pedalee, por favor.
Beatriz: ¡Yo anoto! (Durante las líneas siguientes, Beatriz intenta imaginar,
pedaleando y corrigiendo cada vez que sea necesario, cada una de las cosas que se

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La escritura del abismo – Taller de Antonio Rojano
mencionan, pedaleando y proyectando en la pantalla un boceto de cosas que vendrán
luego: Lázaro, el muelle, los transexuales, etc.)
Julia: Un investigador… (imagen)
Beatriz: ¡Anoto!
Julia: Un policía… (imagen)
Beatriz: ¡Sí!
Julia: Venezolano (imagen), de Maracaibo, honesto, pero con algún desorden atípico…
Claus: …una bulimia… (imagen)
Julia: …eso, bulimia no se usó… producto de una emboscada criminal…
Claus: …en un muelle… (imagen)
Julia: …en el que varios agentes pierden la vida por culpa de… bueno, ya veremos.
Este policía es adicto a la morfina (imagen), lo trasladan a Archivo. Y se codea con
prostitutas… (imagen)
Claus: ...transexuales… (imagen)
Julia: …¡Sí!, que han oído del caso de Brenda en alguna de sus operaciones. Esto
funciona. La casualidad pone a nuestro policía a investigar, y entonces…
Coronel: No entendieron. Claro, ustedes no vieron la planta, ¿no? Vengan a ver la
planta.

Ambos salen detrás del Coronel.

Hagen: No está bien manipular así las cosas. Los números no cierran. Va a haber… una
hecatombe. (Sale.)
Beatriz: Voy a anotar lo que se me ocurre. ¿Alguien tiene papel?

Beatriz observa la escena venezolana que está por comenzar entre la fiscal Lorna
Cifuentes y el Comisario Kendry Morales. Más que observarla, la “produce”, la
proyecta. Beatriz es una máquina algorítmica y logra darle forma a las especulaciones
azarosas de su ecléctico grupo de trabajo.

ESCENA 7: DESBARRANCO / NORUEGA


Beatriz vuelve a su bicicleta. Pedalea y proyecta. Un cabaret en el puerto de La
Guaira: El “Desbarranco”, más bien un minúsculo prostíbulo. Se escuchan sonar los
primeros acordes de un bolero grabado. Mirko El Lechuga es un travesti con acento
levemente húngaro. Hace melancólico playback sobre el bolero “Dormir en casa”, y
ensaya un baile con paraguas con sus socias: Zusanna y Mischi, travestis. Mischi tiene
la nariz penosamente vendada. Como suele ocurrir en estos casos, el show carece de
gracia. El glamour es sólo una convención.

Mirko El Lechuga:
Cuesta más dormir casa,
Contar las horas que nos separan, y no hacer nada.
Mientras afuera, presa en la noche,
Mientras afuera, fútil la noche, teje y desteje una infamia
Y me regala olor a otras
Que en la penumbra… no están…
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La escritura del abismo – Taller de Antonio Rojano
Lázaro es espectador del ensayo. Acaba de levantarse. Lentamente, se va vistiendo. Se
abanica con la carpeta del caso Brenda. Bebe ginebra con azúcar, bebe lo que
encuentra mientras dura el hermoso, hermosísimo bolero. Mirko se harta de la torpeza
de sus amigas y detiene el ensayo.

Mirko El Lechuga: ¡No quiero los paraguas! Yo vine al Caribe a hacer algo con frutas.
Zusanna: ¡Así sí que nos vamos a luquear1, eh! No le pegaste a uno sólo de los coros,
maleta, patosa, tarúpida2.
Mischi: No estoy pa’ coros, yo. ¿No ves que aparezco y el público se jurunga3 el bulto?
Zusanna: Será algún jala bola4, un landro5 que no entiende nada de arte.
Mirko El Lechuga: ¿Vas a quedarte?
Lázaro: ¿Mh? ¿Voy a quedarme?
Mischi: Quédese, John Jairo. Si está enchavaísimo6. ¿Otra vez enpiernao7 con El
Lechuga?
Mirko El Lechuga: Te procuré más.
Mischi: (A Lázaro.) ¡Date con furia8, cascoblanco9!
Lázaro: Mh. Esto ya es una relación.
Mirko El Lechuga: No me importa cómo quieras llamarla. (Le da unos frasquitos,
metadona, drogas varias.)
Mischi: ¡Métame en el perolón10, paquirri11!
Mirko El Lechuga: Y ustedes no hagan zaperoco12 y vengan a rajar-caña13.
Zusanna: Ya voy como un pepazo14, que el policía no es pichirre15 a la hora de pagar
unas pasitas16. Sírvame un palo17.
Lázaro: ¡Tome, hombre!
Zusanna: Ay, se peló18, me llamó “hombre”, Mischi.
Lázaro: ¡Vengan pa’ acá, que hoy el guachimán paga!
Mischi: ¡Pero si el guachimán pingón19 está para pulir hebilla20! ¿Nos echamos un pie,
convive21? (Lo fuerza a bailar.)
Mirko El Lechuga: Lázaro, acá nos armamos un cacho22, que yo hoy no ensayo más.
Mischi: ¡Pero déjemelo, Mirko, a ver si me quiere hacer de esta cuca23 una cuchara24!
1
Venezolanismo: “llenarse de dinero”.
2
Venezolanismos: los tres significan “torpe”.
3
Venezolanismo: “tocar, palpar”.
4
Venezolanismo: “un adulador, individuo complaciente y sin personalidad”.
5
Venezolanismo: “un landro, o malandro: criminal de poca monta, consumidor de drogas o alcohol”.
6
Venezolanismo: “persona bajo el efecto de las drogas”.
7
Venezolanismo: “relacionado sexualmente”.
8
Venezolanismo: “expresión para incitar a alguien a hacer algo”.
9
Venezolanismo: “policía”.
10
Venezolanismo: “furgón policial, camión siempre muy deteriorado usado para redadas”.
11
Venezolanismo: “policía”.
12
Venezolanismo: “despelote, desorden”.
13
Venezolanismo: “beber con exceso”.
14
Venezolanismo: “una bala”.
15
Venezolanismo: “tacaño”.
16
Venezolanismo: “licor de cambur”.
17
Venezolanismo: “vaso o medida de bebida alcohólica”.
18
Venezolanismo: “se equivocó”.
19
Venezolanismo: “bien dotado”.
20
Venezolanismo: “bailar muy pegados”.
21
Venezolanismo: “amigo”.
22
Venezolanismo: “porción de marihuana lista para ser consumida”.
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La escritura del abismo – Taller de Antonio Rojano
Lázaro: Gracias, Mirko.
Mirko El Lechuga: Llámame El Lechuga, como llaman todos.
Lázaro: No, gracias. Mejor no. ¿Qué le pasó a Mischi?
Mirko El Lechuga: Nada.
Zusanna: ¿Nada? Está desfigurada.
Mischi: ¡Cónchale, vale25! ¡A ver si te tragas el gargajo26 antes de hablar así de mí!
Zusanna: Mujer, que te dejaron la nariz vuelta verga27.
Mischi: Vuelta verga tendrás la pinga, eres un güevo-pelao28 pa’ decir güevonadas29.
¡No me hables gamelote30! ¡Mira si ésta no es bemba31 para darle una buena lata32! (Se
va, muy ofendida.)
Mirko El Lechuga: La operaba el doctor Naudi. Pero desapareció. Le dejaron todos los
puntos dentro. Fuimos a preguntar a la clínica, y nos dicen: “Acá no hay ningún doctor
Naudi, acá no se opera a maricos”.
Zusanna: Ese laboratorio es una fachada. Cirugía barata. Los Laboratorios Maracay.
Lázaro: Tranquilas. Conmigo están seguras. Seguros.
Mirko El Lechuga: ¿Ah, sí? ¿Está enhierrao33? (Insinuante.) No me siento nada seguro
con el guachimán en mi propia cama.
Lázaro: Ah, no, ¿no? (Parece recordar.) ¿Por qué? ¿Yo pasé la noche aquí?
Mirko El Lechuga: ¿No te acuerdas de nada, salvaje? (Saca una pluma.) Mira quién
está aquí. Cuchi, cuchi, cuchi. La pluma con la que nos divertimos tanto anoche. Te la
regalo.
Lázaro: (Está muy desorientado. Bebe.) Muchas gracias. (Guarda la pluma en la
carpeta de Brenda, y se queda observándola un rato.)
Mirko El Lechuga: ¿Qué hay? ¿Qué es eso?
Lázaro: No sé. Tengo una vaga idea… Sí, yo tenía que archivarlo. ¡Lo olvidé! Ya ves.
Ni para esto sirvo. Me han quitado la placa.
Mirko El Lechuga: ¿Por eso vienes aquí? ¿Qué soy yo para ti, tu fracaso?
Lázaro: No lo sé. ¿Importa? (Lee el archivo.)
Mirko El Lechuga: Mh. ¿Brenda?
Lázaro: (Encuentra algo que le llama la atención.) Espera, espera. ¿Cómo me has
dicho que se llamaba el cirujano ése?
Mirko El Lechuga: El Doctor Naudi. ¿Por qué? ¿Vas a irte?
Lázaro: Tal vez tenga un caso. Un caso mal cerrado. Puedo volver a la central y
archivar esto. Pero también podría hacer que me regresaran mi placa. No será fácil hacer
méritos en Archivo. ¿Te sientes mal?
Mirko El Lechuga: No. Tengo que vomitar lo que comí a las ocho. ¿Vamos?
Lázaro: No. Yo ya vomité. ¿Sabes qué es exactamente lo que me pasa?
Mirko El Lechuga: No tengo idea. Yo tengo una figura que mantener. Es mi negocio.
Mi figura. Y mi encanto. Dios bendito, ¡qué greñas! Tengo que hacerme peluquear. Y
quiero que conozcas a Astrid, mi peluquera. ¿Qué ocurre?
23
Venezolanismo: “órgano sexual femenino”.
24
Venezolanismo: “órgano sexual femenino, sobre todo cuando se come de él”.
25
Venezolanismo: “expresión irremediablemente venezolana, no quiere decir nada”.
26
Venezolanismo: “la saliva”.
27
Venezolanismo: “destrozada”.
28
Venezolanismo: “experto”.
29
Venezolanismo: “estupideces”.
30
Venezolanismo: “hablar en vano”.
31
Venezolanismo: “boca”.
32
Venezolanismo: “beso de lengua”.
33
Venezolanismo: “armado”.
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La escritura del abismo – Taller de Antonio Rojano
Lázaro se agarra nuevamente la cabeza. El mundo da vueltas a su alrededor. El
prostíbulo desaparece.
Cuando vuelve en sí, el Doctor Barragán está frente a él. Esconde la mano faltante, el
muñón, en un bolsillo del guardapolvos.

Barragán: Así que el departamento de cirugía del Laboratorio Maracay se cerró hace
tiempo. Era un emprendimiento del Doctor Naudi, y sin él... ¿Se siente bien?
Lázaro: ¿Hace mucho que estamos hablando?
Barragán: ¿Perdón?
Lázaro: Nada, nada. Lo siento. ¿El Doctor Naudi, me dice?
Barragán: Sí. Pero él decidió terminar. E irse.
Lázaro: Y sigue desaparecido.
Barragán: Bueno, esperaba que eso me lo dijera usted.
Lázaro: ¿Ah, sí? Porque entiendo que eso es lo que le dijeron a uno de sus pacientes.
Barragán: Mh. Veo que conoce el bajomundo.
Lázaro: Es mi trabajo. Es mi chamba34.
Barragán: Naudi usaba estas instalaciones y los quirófanos para ganarse un dinero
extra. Los transexuales jugaban marullo35, esto era un bululú36 de plumas, imposible
dejar pasar la oportunidad. Operaciones sencillas, por otra parte. (Le muestra una
cajita.) Si le hacen falta un par de bolas extra. Aquí quedaron un montón.
Lázaro: No, guárdese esa vaina37.
Barragán: Igualmente, nada que pueda considerarse un delito, comisario. Pero ahora
cambiamos de ramo. No más cirugía estética. Sólo hemodiálisis, investigación,
docencia. En fin… Lo digo por si ha venido a matraquearme38.
Lázaro: No.
Barragán: Ah. Disculpe. ¿Por qué se reabrió el caso, comisario? ¿Alguna pista nueva?
Lázaro: No. No se reabrió. Digamos que estoy revisando algunas incongruencias de
archivo.
Barragán: Ah. No es un policía-policía.
Lázaro: No. Supongo que no.
Barragán: Es como un secretario… discapacitado. Esto es… ¿burocracia?
Lázaro: Sí, claro. Esto es burocracia. ¿Así que tanto usted como el Dr. Naudi son
cirujanos?
Barragán: Sí. Y era un gran colega.
Lázaro: ¿“Era”? Nadie ha dicho que estuviera muerto.
Barragán: ¿Ah, no? (Saca sin querer las manos de los bolsillos.) Mucho mejor, así.
Lázaro: Cónchale, ¿qué le pasó en la mano?
Barragán: ¿A quién?
Lázaro: A usted. (Barragán no contesta.) Está mocha.
Barragán: Oh. Un accidente. Jugando béisbol.
Lázaro: Entiendo. (Ve restos de acrílico roto.) ¿Qué es esto?
Barragán: ¿Qué? ¿Alguna pista?
Lázaro: No lo sé. Parece… es un material que… Aquí se rompió algo. Puede haber
habido una pelea…
Barragán: No lo creo. En todo caso, no hay mucha evidencia, ¿no?
34
Venezolanismo: “trabajo”.
35
Venezolanismo: “abundaban”.
36
Venezolanismo: “aglomeración, tumulto”.
37
Venezolanismo: “objeto o utensilio de cualquier índole”.
38
Venezolanismo: “sobornarme”.
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La escritura del abismo – Taller de Antonio Rojano
Lázaro: Justamente. Si ha habido jaleo, alguien trató de borrar la evidencia. Y cerrar el
departamento. ¿Le molesta si llevo una muestra de esto?
Barragán: No, adelante.

Ingresan Julia y el Coronel.

Julia: ¿Para qué me quiere llevar a revisar unas piedritas? Además yo ya avisé que
después del almuerzo yo tenía una actividad.
Coronel: ¿Qué almuerzo! ¡Se acaba el mundo, Julia!
Julia: Yo necesito una horita para mí.
Coronel: ¿Qué es? ¿Un tema médico?
Julia: No, es una conferencia. Que me invitaron. En Noruega.
Coronel: ¿Cómo se va a ir a Noruega, Julia?
Julia: No, no, yo me escaneo en la pieza. Ni me maquillo. Me escaneo y estoy con
ustedes.
Coronel: ¡De ninguna manera, Julia! (Salen Julia y el Coronel.)

Beatriz: Ah, Noruega. Yo conocí un


camionero, de Trondheim, que si lo
hubiera atendido ahora estaría allá.
Lázaro: ¿Me deja ese bolso?
Barragán: Claro. (Le da un bolso
turquesa.)
Lázaro: ¿Qué le pasó en la mano?
Barragán: Ya me lo preguntó.
Qué lindo, la nieve,
Lázaro: Ah. ¿Y qué me dijo?
Barragán: Un accidente.
los patines…
Con unos patines.
Lázaro: ¿Patines?
De hielo. Barragán: De hielo…
Lázaro: ¿Aquí en el Caribe?
No. En Noruega. Barragán: No. En Noruega.
Durante un congreso.
De Trondheim, era. El camionero.

Lázaro: ¿Trondheim?
Barragán: ¿Perdón?
Lázaro: ¿Eh? ¿Perdió la mano en Trondheim, en Noruega?
Barragán: Ah, no. No fue en Trond…
Lázaro: ¿Dónde fue?
Barragán: ¿Cómo?
Lázaro: ¿Dónde?
Barragán: Usted me está preguntando… en qué otra ciudad de Noruega… yo… otra
ciudad de Noruega que no sea Trod… Trond… Igual, es todo burocracia y papeleo…
Lázaro: ¿En Gotemburgo?
Barragán: Claro…
Lázaro: Mh. Entonces fue en Suecia.
Barragán: No. No.
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La escritura del abismo – Taller de Antonio Rojano
Lázaro: Porque Gotemburgo es en la costa oeste de Suecia
Barragán: ¿La costa oeste? Ah, ya entiendo. Es una pregunta tramposa, y usted se me
está haciendo el Willy May39 a ver si caigo. Suecia no tiene costa oeste, comisario. La
costa oeste de Suecia se llama Noruega, ja, ja.
Lázaro: Mh. ¿Dónde fue?
Barragán: En… Oslo. En Oslo, fue. Un congreso… Liposucciones en tejidos de riesgo.
Oslo. La capital.
Lázaro: La capital… de la liposucción…
Barragán: (Superpuesto.) …de Noruega.

Julia: (Ingresa, muy angustiada.) Ni me hables de Noruega, Beatriz, no me pude ni


escanear.

Lázaro: Lo siento mucho. La mano. ¿Le dice algo el nombre Brenda?


Barragán: Nada
Lázaro: ¿Ninguna paciente… ninguna consulta? ¿Brenda?
Barragán: No, me acordaría.
Lázaro: Claro. ¿Puedo ver al director, ahora?
Barragán: Por supuesto, sígame por aquí, él lo espera en su despacho… Por aquí…

ESCENA 15: UN EDIFICIO QUE SÍ SE QUEMA


En la pantalla, la escalera de un edificio en llamas. Lázaro trata de subir, luchando
contra el humo, y aún empapado de combustible.

Lázaro: ¡Basta, Brenda! ¡Acabemos con esto! ¡Baja, no te haremos daño! (Se escuchan
gritos confusos, sirenas de bomberos, radios policiales.) ¡Tienes mi palabra, Brenda!
(Cae un cadáver. Se trata de una niña operada, una futura Miss Venezuela malograda
por Brenda.) ¡Cónchale! ¡Deja ir a las otras niñas!
Kendry: Acaba de lanzar otra niña, esto es una carnicería.
Lázaro: ¡No! ¡A mí me va a escuchar!
Kendry: ¡Se acabó, Brenda!
Lázaro: ¡No le disparen!
Kendry: ¡Estás rodeada por tres cuerpos de élite! Y vamos a subir. Aleja a las otras
Miss Venezuelas del fuego. (Cae otro cadáver.) ¡Mierda, está loca!
Lázaro: ¡Déjeme a mí!
Kendry: ¡No moleste, Lázaro! Vaya, cómase un chocolatín en silencio. (Lázaro lo
trompea, toma su arma, y sube las escaleras.) ¡Alto! ¡Detengan a ese hombre!

Kendry sale tras él. Ahora vemos la azotea, un detalle cualquiera de la azotea, una
chimenea, una manifestación decorativa indefinible. La situación ocurre detrás,

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Venezolanismo: “hacerse el tonto sin serlo”.
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La escritura del abismo – Taller de Antonio Rojano
relativamente fuera de foco. Lázaro abre la puerta. Se escucha un disparo. De pronto,
Lázaro cae. Está herido de bala. Detrás de él, Brenda lo apunta con un arma.

Lázaro: Lo siento mucho, Brenda.


Brenda: Me diste tu palabra.
Lázaro: Mi palabra, hoy por hoy, está muy devaluada.
Brenda: No me dejes. (Le arroja un cuaderno.)
Lázaro: ¿Y este cuaderno, Brenda? ¿Es el plan?
Brenda: ¿Tú crees… que yo… tenía un plan?
Lázaro: ¿Un plan para vengarte de todos? ¿Un plan para acabar con Venezuela?
Brenda: ¿Qué plan? ¿En serio parece un plan, todo esto?

Se escucha un disparo. Brenda ha sido herida de muerte por Kendry.

Lázaro: ¡No!
Brenda: Un plan.
Lázaro: Se acabó, Brenda. ¿Cuál era el plan?
Brenda: Un plan.
Lázaro: Aún puedo salvar vidas inocentes. ¿Venezuela está en peligro?
Brenda: Un plan.
Lázaro: ¿Es un plan para matar a Chávez? ¿Eres agente gringa? ¿Está en este
cuaderno? ¿Qué quieres de mí?
Brenda: Este amor fulminante tiene tu nombre, John Jairo.
Lázaro: ¿Qué? No te entiendo.
Brenda: Que este amor lleva tu nombre, your name…
Lázaro: ¿Qué?
Brenda: Ton nom…
Lázaro: ¿Una bomba?
Brenda: Ou nom40…
Lázaro: ¿Bomba? ¿Dónde? ¿Es Chávez?
Brenda: Que te quiero.

Silencio. Muere. Pausa. Lázaro abre el cuaderno. Lo lee. En el escenario ingresa


Alicia, el robot de reemplazo, fina y letal, precisa e indiferente.

Kendry: ¡Salven a las otras Miss Venezuelas! ¿Puede caminar, Lázaro? ¡Entonces
corra! ¡El edificio se quema! (Huye.)

Lázaro observa a Alicia, fuera de la pantalla. Por primera vez los mundos se cruzan:
Lázaro y Alicia se observan. Lázaro lee del cuaderno. Algo en Alicia pertenece
inequívocamente a Astrid (¡es la misma actriz, bah!), pero es Alicia, el gélido robot.

Alicia: Vaya que le llevó tiempo, comisario. Ahora lo entiende, ¿verdad?

Lázaro se aleja, cuaderno en mano. Las sirenas ceden, o se escuchan más lejanas.
Lázaro sale de la pantalla, e ingresa al mundo “físico” del escenario. Con él entran
Claus, el Coronel y Julia. No parecen verse entre sí, sólo Alicia oficia de médium entre
ambos mundos. Lázaro los está “leyendo” del cuaderno.

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Está en créole.
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La escritura del abismo – Taller de Antonio Rojano
Claus: Escúcheme, Alicia: ¿Inteligencia no será una palabra como “playa”, como
“cerro”?
Alicia: ¿Qué querés decir?
Claus: ¿Las llamamos inteligencias? ¿O se llaman inteligencias? ¿Hay pruebas de
semejante inteligencia?
Lázaro: (Lee.) “El orden del cosmos”.
Coronel: Bueno, el orden del cosmos.
Julia: ¿Orden? ¿Cosmos? ¿A vos nunca se te ocurre pensar que está todo mal, no?
Coronel: Ya le dije que no respondo preguntas que no me sean dirigidas de manera
protocolar.
Julia: Mh. A lo mejor deba dirigirme entonces a su hermana.
Lázaro: (Lee.) “¡Farsante!”
Julia: (Le arroja la sotana de María Martha.) ¡Farsante!
Coronel: Yo… Mi hermana ha debido partir.
Julia: ¡María Martha no existe! ¡María Martha es él! ¡Encontré la sotana en su cuarto!
Coronel: ¿Entró a mi cuarto?
Alicia: Ay, no lo puedo creer. ¿Todavía los entrenan con el Protocolo de la Monja
Loca? Los militares no evolucionan más.
Coronel: ¿Y qué querían que hiciera?
Alicia: Es un Protocolo lleno de fallas.
Coronel: Denme un Protocolo que no tenga fallas y yo me regiré por él.
Claus: ¿Cómo? ¿María Martha y él son la misma persona?
Coronel: Eso no cambia las cosas, ni los exime de su responsabilidad.
Lázaro: (Lee.) “¿Y Hagen y yo somos la misma persona?”
Claus: ¿Y Hagen y yo somos la misma persona?
Julia: No, ustedes no.
Claus: ¿Cómo sabés?
Julia: A ustedes se los vio juntos.
Claus: ¿Cuándo? (Huye lloriqueando.) ¡Hagen!
Coronel: ¡Basta, Claus, no llore! Acabemos con esta caza de brujas. (Sale tras él.)
Julia: Sí, ¡acabemos! (Sale. Sólo queda Alicia. Y Lázaro, que agoniza.)

El edificio en llamas desaparece, y en su lugar vemos el sótano del laboratorio, que ha


servido de guarida a Brenda en estos años difíciles. La habitación está decorada con
muchos elementos infantiles. Ingresan Claus, Julia, Hagen y el Coronel, sotana en
mano, tal como han salido del escenario. Alicia está también allí. Está en ambos lados
a la vez. Lázaro los observa, lleva la vista del cuaderno hacia ellos sin poder detenerse.

(…)

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La escritura del abismo – Taller de Antonio Rojano
LA NOCHE BOCA ARRIBA de Julio Cortázar (en Final del juego)

Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;


le llamaban la guerra florida.

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir
a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le
permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos
diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos
edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía
nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba
entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con
brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable
del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con
poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras,
apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por
la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve
crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le
impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se
lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones
fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito
de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de
golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban
sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y
cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo
derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo
alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de
que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer,
tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban
boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no
tenía más que rasguños en la piernas. “Usté la agarró apenas, pero el golpe le
hizo saltar la máquina de costado…”; Opiniones, recuerdos, despacio,
éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber
un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla
blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que
estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo
acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba
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La escritura del abismo – Taller de Antonio Rojano


sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se
sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El
vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. “Natural”, dijo
él. “Como que me la ligué encima…” Los dos rieron y el vigilante le dio la
mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a
poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del
fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar
dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a
hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa
grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las
enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las
contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía
húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de
operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar
la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban
de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo,
con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una
seña a alguien parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba
olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada
empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el
olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche
en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir
de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de
esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la
estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del
sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no
había participado del juego. “Huele a guerra”, pensó, tocando instintivamente
el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido
inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no
era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas
de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado
del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía
esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama
quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se
enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como
el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al
corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada
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La escritura del abismo – Taller de Antonio Rojano


instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera
querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el
sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor
que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque
tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga
sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la
última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con
pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero
no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche.
La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero
saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el
diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna
pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una
enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una
gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido
opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó
al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba
arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como
de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes;
como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle
es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil.
Un trocito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando
poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían
suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los
ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba
a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la
lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de
felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un
instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena
oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro
que el resto. “La calzada”, pensó. “Me salí de la calzada.” Sus pies se hundían
en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de
los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado
a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la
calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía
ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del
puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde
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La escritura del abismo – Taller de Antonio Rojano


colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria
del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora
de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le
estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del
chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había
empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía
refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la
región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la
cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba,
sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la
señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo
sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se
incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy
cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al
cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo
rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces,
y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me
operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció
deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un
ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja.
Todo era grato y seguro, sin acoso, sin… Pero no quería seguir pensando en
la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del
brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían
puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete,
golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los
armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La
ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel,
sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba
de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como
un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento
en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba
ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada,
había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese
hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El
choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del
pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del
suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en
la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y
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La escritura del abismo – Taller de Antonio Rojano


auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora
volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan
blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera
descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en
lo alto se iba apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a
reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de
filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos
y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso
enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado
en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda
desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su
amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna
plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las
piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli,
estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando
en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo,
todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final
inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los
que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente,
casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si
fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El
chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose,
luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo
derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que
ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que
la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los
sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en
los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en
su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado,
siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el
pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente
el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían
agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un
metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo
de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él
la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa
nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas,
pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo
brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el
amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
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La escritura del abismo – Taller de Antonio Rojano


Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra
blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos
dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de
burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales.
Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que
seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía
formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez
del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba
a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes,
sin nada… Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte
que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la
botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez
negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas
fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba
a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se
enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los
ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar
al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez
que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora
con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas
columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre
que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para
tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó
los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo
lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo
cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura
ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en
la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no
iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el
otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por
extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que
ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo
sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del
suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él
tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

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La escritura del abismo – Taller de Antonio Rojano

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