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El Tercer Reich como obra de arte total del Occidente pervertido. Hemos
tomado la costumbre de sonreír ante el capitulo «Hitler y el arte», o de
relegar a un segundo plano su arquitectura, su pintura, su literatura o
su música, comparadas con las vanguardias artísticas. Pero, como para
tantos otros fenómenos del Tercer Reich, es justamente en esta mate-
ria capital para él donde podemos observar la unión de la tradición y
de los signos anunciadores del arte por venir.
Podemos también reconocer la voluntad artística del Tercer Reich
en algo completamente ajeno, por ejemplo, en la disposición de sus
autopistas. Hemos mantenido desde siempre el hábito de difamar
estas autopistas, un producto, a nuestro modo de ver, del socialismo
que pretendía seducir haciendo desaparecer el desempleo, un progra-
ma de creación de puestos de trabajo; o, entonces, de rebajarlas al
rango de refinadas vías estratégicas en previsión de guerras futuras. El
problema del desempleo y de su reducción merece por sí solo toda
nuestra atención, y si hay un punto sobre el cual Hitler no pueda ser
condenado o refutado es justamente éste. Por otra parte, las operacio-
nes militares han despertado interés en genios como Leonardo da
Vinci y muchos más. Pero dejándolos a un lado, examínese, obsérvese
la inserción de las autopistas en el paisaje: son las rutas y los caminos
modernos de un país que Hitler concebía como una obra de arte total,
de un gran parque en el seno de una cultura industrial y campesina.
Con esta perspectiva, estas autopistas se extienden a través del paisaje
de la sociedad industrial de masas como paseos entre los jardines de
los castillos de la época feudal o los parques municipales de la época
burguesa, por ejemplo.
La Riefenstahl. Hitler sabía lo que representaba esta película. Pues
bien, también nos acostumbramos a no tener por la película sino un
interés meramente peyorativo, como si se la hubiera querido utilizar
exclusivamente con fines propagandísticos. Y podemos preguntarnos
si él no quiso en realidad organizar Nuremberg tan sólo para la Rie-
fenstahl, como ciertos elementos permiten suponer y, yendo un poco
más lejos, si toda la Segunda Guerra Mundial no habrá sido dirigida
como una película de gran presupuesto para ser proyectada junto con
las noticias vespertinas en su búnker. [...] La organización artística de
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y cómo explicármelo a mí, y a los jóvenes, y a los niños que no han conoci-
do la vida de antes, que todo el mundo ha olvidado, envenenada por la
nueva herencia de tu época: el nuevo avatar del antiguo pequeño burgués.
[...] Todo ha sido imposibilitado. Las palabras como magia, mito, servir,
dominar, guía, autoridad, están destrozadas, esfumadas, borradas para la
eternidad. Y nosotros estamos extinguidos. Aquí ya nada brota. Un pueblo
entero ha dejado de existir en la diáspora del espíritu y de la élite». Hitler, un
film d'Allemagne, trad. Franco i s Rey y Bernard Sobel, Seghers/Laffont,
1978, pp. 188-189).
5Hitler, un film d'Allemagne, trad. Francois Rey y Bernard Sobel, Seg-
hers/Laffont, 1978, p. 181.
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Leyes dirige a los poetas trágicos que piden tener acceso a la ciudad, que él
define? «¡Oh los mejores de entre los extranjeros! [...] componemos un
poema trágico en la medida de nuestros medios, a la vez el más bello y el
más excelente posible: dicho de otro modo, nuestra organización política
toda ella consiste en una imitación de la vida más bella y excelente; y es jus-
tamente por eso que afirmamos, nosotros, constituir realmente una trage-
dia, ¡la tragedia más autentica! En estas condiciones, si sois poetas, también
nosotros lo somos, componiendo una obra del mismo género que la vuestra,
vuestros rivales profesionales así como vuestros competidores, siendo los
autores del drama más magnífico, ¡aquél precisamente en que sólo un códi-
go autentico de leyes es el conformador de la puesta en escena natural, y en
ello tenemos puesta la esperanza!» Leyes, VII, 817 b; trad. Léon Robin in
Platón, CEuvres completes, Gallimard, 1950, tomo II, p. 906).
Esta vieja escena, por no decir esta archiescena, de la «rivalidad miméti-
ca» entre el artista y la política es retomada en el Hitler de Syberberg. Al
narrador Koberwitz, que le reprocha haber destruido el cine alemán, la
marioneta de Hitler le responde: «¡Ah, te lo tomas con ese tono! Como
Murnau, Lubitsch, Sternberg y Fritz Lang. Sabíamos que estabas en la Aca-
demia de Viena. Has podido convertirte en artista, arquitecto, cineasta.
Construir mundos con el arte. Pero yo he debido realizar los míos en la polí-
tica. No eres tú el que se ha sacrificado para dirigir los sucios asuntos de la
política. Yo no lo eludí y he cumplido esta tarea lo mejor que pude, en con-
formidad con nuestras disposiciones y nuestras viejas tradiciones». (Op. cit.,
p. 143). Pero evidentemente el tono ya no es el mismo...
7 En Poésie et Revolution, trad. M. de Gandillac, Denoél, 1971.
82 P^iíippe Lacoue-Labartlpe
con devoción, otros con maliciosa ironía. Él que fue, lo sé, el mayor
cineasta de todos los tiempos .
La crítica concuerda aquí con la que en los años sesenta los situa-
cionistas dirigían, desde el punto de vista marxista, a la «sociedad
espectacular-mercantil». Syberberg hace decir a la marioneta de
Luis II de Baviera: «Yo, Luis II, les había advertido. Advertido con-
tra el business, los asuntos, el cine, el porno, la política como
espectáculo, como espectáculo para la muchedumbre. Esparcimien-
to. El dinero debe volver, es una necesidad»12. Los situacionistas, no
obstante, cual haya sido la radicalidad de sus análisis, permanecían
prisioneros de una especie de ensoñación rousseauniana de la apro-
piación —opuesta simplemente, finalmente, a todas las formas de
representación (desde la imagen a la delegación del poder). No hay
ningún simplismo de este tipo en Syberberg, sino un pensamiento
riguroso de la irreversibilidad de la técnica. El simplismo es el pre-
cio, sin duda, de la virulencia revolucionaria y era, indiscutible-
mente, necesaria para la puesta en evidencia de lo espectacular como
tal13. Pero la lógica de la téchne es —siempre— más retorcida que el
sistema de oposiciones simples en los que se pretende —siempre—
encerrarla; es incluso lo que, por definición, destituye todo sistema
de oposiciones, y es lo que Syberberg —desde su arte, que es tam-
bién una técnica— no puede ignorar.
Pero por detrás de esta puesta en tela de juicio del devenir-cine del
mundo y de la política, así como por detrás de las declaraciones enfá-
ticas de Goebbels y de algunos otros, Syberberg tampoco ignora que,
en efecto, se perfila una tradición bimilenaria, o al menos el sueño de
2. Los griegos son el pueblo del Arte y, por este motivo, el pueblo
político por excelencia. En Hegel, en sus cursos sobre Filosofía de la
Historia15, se encuentra la versión definitiva, por así decir, de esta
proposición. En su determinación fundamental, explica Hegel, el
genio griego es tal que «la libertad del espíritu está condicionada y se
relaciona, en lo esencial, con un impulso de la naturaleza»: «La acti-
vidad del espíritu no posee aún en sí misma la materia y el órgano
para manifestarse, pero tiene necesidad del estímulo y de la materia
de la naturaleza, no es aún la espiritualidad libre determinándose por
sí misma, sino lo natural formándose en espiritualidad». Por eso «el
genio griego es el artista plástico que hace de la piedra una obra de
arte». Formulado de otra manera, esto conduce a afirmar que Grecia
es sencillamente el lugar mismo de la téchne (o bien de la mimesis, es
igual). Hegel, a fin de cuentas, lo dijo, y Alemania lo habrá pensado
con él. Pues bien, las tres manifestaciones del genio griego así defi-
nido, en la presentación sistemática de Hegel, culminan en lo que
Hegel denomina «la obra de arte política»: la obra de arte subjetiva
es, en efecto, «la formación del propio hombre», la «bella corporali-
dad» que moldean, por ejemplo, los juegos en los que el cuerpo se
17 Ello es válido, en todo caso, para el «joven Hegel» que deploraba el que
Me imagino que es inútil recordar hasta qué punto Marx, por las mismas
razones, se adhiere por completo a tal protesta.
18 Esta ambigüedad nunca será aclarada: en el agón mimético que sostie-
ner. Y es así como Heidegger, que tenía todos los motivos para des-
confiar de Wagner, le concederá el crédito de ser quien ha buscado la
restauración en su posibilidad —a pesar del veredicto hegeliano de
la «muerte del arte»— de algo así como un «gran arte»: «Relativa-
mente a la posición histórica del arte, el esfuerzo tendiente a la obra
de arte total permanece esencial. Sólo el nombre es significativo. Ello
quiere decir, en primer lugar: las artes no deben ya realizarse unas
junto a otras, sino concurriendo todas para formar indisolublemen-
te una sola obra. Pero más allá de esta unión, mas bien cuantitativa y
acumulativa, la obra de arte debe constituir una celebración de la
comunidad popular: la religión misma» 19 .