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EDITORIAL # 7

Nuestro número anterior ha levantado una pequeña polvareda que,


paradójicamente, clarifica el panorama de la crítica musical entre nosotros y da
pie a un par de reflexiones sobre el asunto. Trataré de abordarlas sin ofender a los
involucrados, pero es fácil que fracase.

Limpieza de oídos #6, la columna firmada con el seudónimo de Martín Olivo, ha


provocado, entre otros, al periodista musical Diego Londoño, que en redes sociales
y en su columna ha hecho públicas dos consideraciones sobre el respeto a los
lectores y a los músicos. Me remito a la primera y los invito a que lean su artículo
reciente, “Si va a hacer crítica, o como quiera que le quiera llamar, por respeto a los
lectores (…) muéstrese, diga quién es, y asúmase como humano, no se esconda en un
seudónimo para evitar también ser criticado”. Al respecto debo decir que el autor
de ese artículo está enterado de las reacciones más ruidosas; el seudónimo no lo ha
protegido de la crítica, que la naturaleza vegetal de su nombre no lo absuelve de
su humanidad, y que el texto es respetuoso con el lector porque está bien escrito y
argumenta cada idea que expone.

No me siento vulnerado con el juicio crítico al trabajo de Puerto Candelaria, a


quienes cuento entre mis afectos, por el contrario, estoy de acuerdo en casi todo lo
que plantea Olivo, tampoco me siento ofendido con las observaciones de Diego
respecto al uso de un seudónimo, las comparto un poco y las agradezco como el
ejercicio de una lectura crítica de nuestro contenido. Yo, en cambio, me siento un
poco ofendido cuando encuentro faltas ortográficas o gramaticales en El
Colombiano, así sea en su versión digital, porque es el escenario de profesionales
que cifran su oficio en el buen uso de la palabra, y no puedo evitar la contrariedad
al enfrentarme a una columna que parece dirigida a músicos, porque aborda
reiteradamente asuntos de autogestión, pero que rara vez habla de música, y hace
homenajes a personajes que, a mi juicio, no son los más valiosos entre nosotros.
En el caso de sus elogiosas semblanzas, sin embargo, debo darle la razón, porque
elogiando a Rodolfo Aicardi, Los Yetis, Juanes, Frankie ha muerto, o Tr3s de
Corazón, es difícil hablar de música.

Sé que Diego entiende que una crítica puede ser constructiva sin ser elogiosa, por
eso espero que reciba mis palabras de la mejor manera, al igual que las personas
mencionadas en este texto que, por razones de espacio, hoy se queda muy corto.

David Robledo.

Limpieza de Oídos #7

Desde hace unos años se viene gestando en la ciudad un interés por las prácticas
sonoras contemporáneas, la música experimental o el arte sonoro. Cuál es la
manera correcta de nombrarlo es una discusión bizantina. Aquí preferimos hablar
de ello en términos musicales.
Asistimos el pasado mes de mayo en la universidad Eafit al concierto Bicicletas,
Música Visual y solistas del ensamble [expr] Taller de prácticas sonoras. Se trata de
una agrupación de música nueva que empieza a figurar dentro de la escena
mencionada de la ciudad de Medellín. Reseñaremos en esta ocasión algunas de las
obras más destacadas del concierto:
Sobre textos de Bernardo Soares es un performance para voz recitada y
procesamiento de audio del compositor Sebastián Orejarena que evoca la forma
compositiva del Ommagio a Joyce de L. Berio, pero que se ve enriquecida con
respecto a este por la presencia de intérpretes en vivo (Alejandra Montes y
Alejandro Bernal) que aprovechan la acústica y los medios digitales para proponer
una deformación de la lectura según el desarrollo tímbrico que la obra va
proponiendo.
Variaciones sobre un nombre de Johann Hasler fue la única pieza interpretada que
no fue compuesta por alguno de los integrantes del taller. Ejecutada de manera
correcta por Gustavo Tapias en la viola y José Gallardo en los medios electrónicos,
la obra se enmarca dentro de la forma de variaciones tímbricas, sobre un motivo
de notas largas que van siendo modificadas por el intérprete electrónico, lo cual
genera una agradable sensación acústica binaural entre lo que suena desde la caja
de la viola y lo que se suma en los parlantes de la sala. La obra fue acompañada por
un video de mala factura modificado en vivo por el intérprete visual Diego Molina,
que poco aportaba a la puesta en escena de la obra. Aspecto que se repitió en todo
el concierto, donde unas imágenes que nada tenían que ver con la música
reaccionaban a las transientes que un micrófono captaba.
El compositor e intérprete Alejandro Bernal presentó Danza, variaciones sobre un
tema de Leo Brouwer. Obra que utiliza un disco de vinilo que reproduce una obra
del compositor cubano y acude a los timbres sintéticos para crear un paisaje
sonoro que acompaña los procesos que va sufriendo la reproducción. La obra se
queda corta en el aspecto formal. Es una repetición de recursos efectistas sobre un
trazado armónico impecable que no llega a ningún climax y cuyo final no se
entiende como tal.
La segunda parte del concierto presenta la obra Bicicletas en dos movimientos,
composición colectiva donde participan como intérpretes todos los integrantes del
ensamble. En esta obra se evidencia un trabajo juicioso de composición y ensayo
donde a partir de un concepto -recorrer la ciudad en bicicleta y realizar una
grabación- se propone una composición mixta al estilo espectral. La obra se
enmarca dentro de un lenguaje tonal donde el primer movimiento evoca el
formato de trío con corno francés, piano y violín utilizado por Brahms y Ligeti y le
añade un chelo. Es una forma libre que se sostiene sobre un obstinato de 3 acordes
que va marcando el piano ad libitum. El segundo movimiento amplía la paleta
orquestal con guitarra eléctrica, bajo, sintetizador y voz. Está escrito en un
lenguaje minimalista con melodías pentatónicas que resuenan una y otra vez sobre
un bajo obstinato que despierta una similitud con el sonido post rock islandés.
Finalmente, y con el cuerpo un poco cansado por la longitud del concierto, llega la
última parte y clímax de la velada. Música visual, homenaje a Norman McLaren, es
una musicalización en vivo de 4 cortometrajes del director de cine canadiense,
donde se vislumbra la capacidad para improvisar del ensamble al estilo del
colectivo italiano Musica Elettronica Viva. Si bien el material fílmico ya es bastante
atractivo, el ensamble responde en una suerte de sinestesia a lo que propone la
pantalla. Hay momentos de sincronización con la imagen y momentos de
improvisación libre, ruidosa, tonal y rítmica.
Aprovecho esta reseña para decir que hacen falta más talleres como este y menos
talleres de circuit bending, más conciertos de ensambles de música nueva y menos
conciertos de orquestas de juguetes, más interés por la historia y la interpretación
de la música del siglo XX hacia acá y menos grupos de aparaticos 8 bits.

Martín Olivo

SINVERGÜENZAS

Sinvergüenzas los que se burlan de sus padres por guardar con celo los discos de
Richard Clayderman; un rubio buenmozo de mirada perdida, inválido de gusto y de
la mano izquierda, una versión amable para un escucha perezoso, desinteresado y
aparente. Esos, los sinvergüenzas, burleteros y contemporáneos, hoy se ocupan de
lo mismo, recorren el mismo surco, no saben de canciones, ni de arreglos. Con
facilidad toman nota de movimientos histriónicos, vestuarios llamativos o
tonificación muscular, pero nunca de música, porque a esta la dejaron tras las
faldas de un teatro económico.

La música es música y el teatro teatro, ablandar la carne para los muecos no es


menester del carnicero, es el comprador quien sabe qué corte busca, si lo maja o lo
echa en papaya. Incluso puede elegir no comérselo. La pirotecnia cansa por la
posición del cuello mirando al cielo, por la estridencia y lo efímero de la pólvora,
mientras los intentos por hacer música se convierten en molinos con cara de
gigantes, esfuerzos que por imposibles y sin sentido se vuelven fantasmas sin
gracia en el escenario, espíritus errantes de rueda en rueda explicando el porque
de su parquedad.

La palabra erudito ya parece un diminutivo y a casi nadie le gusta que le llamen así,
después de un tiempo se volvió un insulto, corresponde a personajes chiquiticos
que se reconocen, principalmente, porque no se molestan con este título. Se
preocupan por todo; lo que leen, lo que ven, lo que visten, todo, menos lo que
oyen. Estos pequeñitos, detrás de la espalda, esconden libros de superación
personal, películas con tono de comedia romántica y, por cierto, están a la moda.
¿Pero qué oyen? Nada! Todas las manifestaciones son curables, menos la música,
esa es de todos y para todos, oyen cualquier cosa, rescatan la anécdota por encima
de la calidad y la defienden de cualquier agresor. Según esto, si Pablo Cohelo fuera
enano lo leerían.

Terminé cansado, siento que grité este texto. Querido lector, olvide que le dije
sinvergüenza, no fue más que un artilugio para llamar su atención. Si es de su
interés, intente las siguientes recomendaciones: evite los lugares comunes, son
sofocantes y costosos, critique sin vacilar, usted está en todo su derecho; recuerde
que la juventud no dura y la vejez disminuye las capacidades de tonificación y
potencia el pudor y, si por si acaso es usted ecologista, recuerde que hay letras
biodegradables y que la proxemia no es orgánica.
José Julián Villa.

La Boa que aprieta de principio a fin

En el Corrientazo anterior manifesté mi inquietud sobre la falta de oficio en


muchos de los cantantes de la actualidad de nuestro país, tanto en el ámbito
comercial como en el independiente. Destaqué algunas famosas e inolvidables
voces de la música colombiana y me quedé corto mencionando aquellas adscritas
al circuito cultural, espero que más por desconocimiento que por escasez; sin
embargo y fruto de un impecable concierto que pudimos presenciar en La Pascasia
hace unos días, en la lista de cantantes independientes a escuchar y disfrutar está a
partir de ahora la voz de Deimar “Pío” Molina, cantante de La Boa (Bogotá
Orquesta Afrobeat).

Conocidos por sus discos con la cantadora Nelda Piña, La Bogotá Orquesta
Afrobeat llegó a La Pascasia para presentar Volumen, su segundo disco “en
solitario” –entre comillas porque son once músicos- y de principio a fin capturan a
un público que, sin darse cuenta, se pone a bailar con sus poderosos mambos y
atrapantes ritmos. Se destacan en La Boa dos figuras bailantes al frente del
escenario: sus cantantes Deimar Molina y Diana Sanmiguel, con instrumentos de
percusión propios del afrobeat y coordinados pasos que no llegan a ser
coreografías, confirman que definitivamente estamos ante muy buena agrupación,
ya incluso logran lo que muchas pecan: tener unos cantantes tan buenos como los
demás músicos.

Si bien Diana Sanmiguel más que cantante es percusionista, y de las buenas –a


propósito de Martín Olivo y su estereotipo de cantante femenina con percusión
menor en mano que claramente encuentra aquí su excepción, o su contraparte-,
cuando canta lo hace muy bien, pero está claro que su fuerte es la percusión y se
nota, tanto que en un momento me di cuenta que llevaba una canción completa
mirándola tocar las claves, pero quien se roba el show de La Boa es su cantante
Deimar Molina y de eso quería hablar.

Para no extenderme mucho y profundizar lo expuesto en el primer párrafo;


Deimar, aparte de tener una muy bonita voz, la domina a su antojo e incluso tiene
el buen gusto de saber cuándo rasgarla o cuándo hacer agudos, sin abusar de estos
recursos, y aunque alguna de esas notas altas no le suenen perfectamente afinadas,
no importa, se entiende que son casuales y seguramente fruto de estar bailando
con sus contagiosos y alegres pasos que evocan a James Brown o a un joven Joe
Arroyo. Deimar tiene esa rara mezcla de talento, buen gusto y alegría que hace que
el público desprevenido se enganche y reciba de muy buena manera su música.

Espero sea suficiente para sembrar en ustedes la inquietud de buscar la música de


La Bogotá Orquesta Afrobeat o de ir a verla si tienen la oportunidad, déjense
apretar por La Boa, lo peor que les puede pasar es que se queden sin aire, pero de
bailar.

Juan Camilo Orózco.

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