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Medio siglo de historia colombiana: notas para un relato inicial

Jorge Orlando Melo


Publicado en Revista de Estudios Sociales, Universidad de los Andes, No 4,
1999.

I. La historia entre la ciencia y la política.

La historia es una ciencia difícil de conceptualizar: se mueve en un espacio


fronterizo entre las ciencias sociales y las humanidades. En cuanto ciencia
social, su estatuto epistemológico es incierto: ¿debe buscar su solidez en la
adopción de los principios y fundamentos propios de las ciencias sociales, y
aspirar a desarrollar un saber basado en leyes y regularidades, en cierto
modo afín a las ciencias naturales, o su única posibilidad de ser reconocida
como ciencia depende de la definición de un tipo especial de conocimiento,
cuyas operaciones de aprehensión de la realidad se apoyan, más que en la
ley y la búsqueda de la generalidad, en la comprensión, la interpretación, la
descripción, delgada o profunda, o la tipificación? En cuanto rama de las
humanidades, es una forma de conocimiento en el que la forma narrativa
que predomina en su estilo de exposición la acerca a los procedimientos de
la literatura, a una retórica particular que parece ajena a la ciencia y
justifica muchas de las argumentaciones que, en años recientes, reducen la
historia a un discurso indemostrable y en buena parte arbitrario.

Un debate amplio sobre estos temas no se ha dado nunca en Colombia,


aunque los historiadores han usado con prolijidad argumentos provenientes
de una y otra vertiente. Sin embargo, independientemente de que pueda
argumentarse sólidamente el carácter científico de la ciencia, la primera
comprobación que vale la pena hacer, al intentar ofrecer una imagen de
conjunto de las formas que ha adoptado la historiografía colombiana en los
años posteriores al restablecimiento democrático de 1958, es que, al menos
hasta ahora, ha dominado la idea de que la historia es una práctica
científica, y que la adopción de procedimientos y métodos científicos
diferenciaba las nuevas formas de trabajo histórico de los tipos de narración
histórica que caracterizaron la historiografía tradicional o académica. La
historia hecha en las universidades a partir de la década del 60, la historia
recogida en las nuevas revistas académicas, de una y otra forma
reivindicaba su carácter de conocimiento objetivo y verificable y su
inscripción en el mundo de las ciencias sociales.

La tensión entre lo que vino a conocerse como “nueva historia” e historia


académica fue por ello uno de los elementos centrales del desarrollo de la
disciplina histórica: los “nuevos historiadores” –que en general, aunque con
algunas excepciones, eran los historiadores que trabajaban en las

1
universidades- se sentían miembros de un grupo que seguía procedimientos
rigurosos y metodologías sólidas, mientras que veían a los historiadores
académicos como aficionados dedicados a una práctica histórica elemental,
de un empirismo ingenuo, guiada por curiosidades frívolas usualmente
motivadas por el origen familiar o por el interés de promover valores
sociales entre los lectores, más que por el de conocer verdaderamente el
transcurso de nuestra historia. Mientras tanto, los historiadores ajenos a la
Universidad tendieron a ver en los nuevos historiadores un grupo aún más
empeñado que ellos en una prédica ideológica, en la medida en que los
identificaron con posiciones políticas radicales o revolucionarias, y
asumieron con vigor la defensa de supuestos valores tradicionales del país,
amenazados por las visiones económicas o sociales de nuestro pasado.

Esta tensión –que sólo en muy contados momentos se convirtió en


confrontación abierta, y que estuvo matizada por la existencia de múltiples
puntos de contacto y encuentro- encontraba su sentido en los rasgos
básicos del proceso político colombiano entre 1957 y los ochentas: los
sectores académicos más activos en las universidades, docentes o
estudiantes de las áreas de ciencias sociales, compartían un diagnóstico
político que consideraba profundamente injusta la sociedad colombiana y
predicaba su transformación radical. La historia, al adoptar una metodología
científica, descubría las estructuras profundas de nuestro desarrollo y al
hacerlo contribuía a crear herramientas para su transformación. Para
algunos historiadores y lectores, más vinculados a las organizaciones
políticas, la historia podría llegar a ofrecer incluso, al caracterizar
adecuadamente el país, al definir su carácter feudal o capitalista, guías
concretas para la acción. Para otros la función de la historia, aunque hacía
parte de un proceso de crítica cultural, no podía llegar tan lejos: en vez de
ello los historiadores críticos, al reelaborar el pasado del país, construían
una visión que, en la misma medida en que era más exacta, superaba los
mitos y las formas de manipulación que hacían de la historia académica una
herramienta en manos de los grupos dirigentes. Una sociedad con
conciencia histórica, era el supuesto, podría escoger en forma más libres
sus alternativas políticas, podía elegir su destino superando los
condicionamientos del pasado.1

La profunda crisis de los proyectos políticos de izquierda ha tenido sin duda


efectos muy notables sobre este proceso, y el trabajo histórico de la última
década parece moverse en un terreno totalmente diferente al que existió en
los años de relativo predominio de la “nueva historia”. Al perderse la visión
del papel de la historia en el cambio social, el elemento que creaba tensión
entre un polo científico y un polo académico se debilitó. Mientras que

1
La primera visión provenía de lecturas que he llamado positivistas del marxismo: la idea de
que el conocimiento histórico permite definir las leyes que rigen el cambio social y en esa
medida permite prever las transformaciones del futuro. La segunda se apoyaba en general
en vertientes críticas del marxismo, de Sartre y Marcuse a Gramsci. Entre los historiadores
marxistas, Pierre Vilar parecía más afín al primer planteamiento, mientras que Edward
Thompson o Raymond Williams ofrecían argumentos a la visión más cultural del marxismo.

2
muchos historiadores formados en los sesentas y setentas siguen haciendo
una práctica histórica que todavía se inspira en los modelos de esos años,
aunque en buena parte desprovistos de sus aristas más combativas, las
nuevas generaciones parecen bastante alejadas de cualquier perspectiva
política y no comparten los viejos paradigmas de interpretación ni enfrentan
los mismos problemas analíticos. 2 Pero si ideas como la de la “historia
total”, la historia como ciencia social, la pretensión del historiador de
representar una realidad independiente de la estructura del discurso que
elabora, ya no obtienen el consenso, tampoco se han consolidado
paradigmas alternativos. Coexisten, muchas veces como capas
generacionales, corrientes y orientaciones diversas, los temas
investigadores son cada día más variados, hasta el punto de que es difícil
hoy decir qué define la historia como disciplina o como práctica académica –
hacer parte de un departamento de historia en la universidad, estudiar el
pasado, parecen ser los únicos rasgos de identidad-, la tradicional relación
de la investigación histórica con unos procedimientos de validación
documental parece haberse debilitado radicalmente y los historiadores
escriben cada vez más para un público conformado por ellos mismos, en la
medida en que las ambiciones de influir el proceso social se han debilitado,
para quedar en manos de politólogos y violentólogos.

La multiplicidad de tendencias y su carácter todavía embrionario hace muy


difícil captar el sentido de lo que está ocurriendo actualmente entre los
historiadores. Por otra parte, estos cuarenta años finales del siglo han visto
una expansión muy notable de los volúmenes de producción del área: ahora
existen cuatro o cinco revistas académicas especializadas, se elaboran
decenas de tesis de pregrado y postgrado al año, los libros de tema
histórico proliferan. Nadie puede pretender conocer siquiera una parte
significativa de esta producción, y por ello el lector de estas notas debe
aceptar que se basen en el desordenado muestreo de un lector habitual de
textos del área, que inevitablemente prefiere dedicar su tiempo de lectura a
las áreas que más le interesan y a los autores que cree más interesantes,
sugestivos o sólidos.

II. Las historia académica

Durante la primera mitad del siglo XX la escritura histórica colombiana


estuvo dominada por lo que se ha denominado la historia académica: un
trabajo centrado en la historia militar y política, con énfasis en los períodos
del descubrimiento, conquista e independencia, dominado por una
2
Por supuesto, existen excepciones a esto. Pero aunque muchos historiadores mantienen su
fidelidad a una perspectiva alternativa a través de la elección de temas vinculados a las
luchas populares o al conflicto social, son pocos los que hacen explícito su compromiso con
una visión revolucionaria o marxista. Para una excepción interesante, ver Renán Vega
Cantor, Colombia entre la democracia y el imperio: aproximaciones históricas a la turbulenta
vida nacional del siglo XX, Bogotá, El Buho, 1989. Allí hay un vigoroso debate con los
representantes más conspicuos de la nueva historia, cuyas afirmaciones no es posible debatir
aquí.

3
concepción moralista y de educación cívica de la historia, que llevaba a
privilegiar las biografías de figuras con rasgos heroicos o ejemplares,
desarrollado con una perspectiva metodológica relativamente ingenua y
basada en la visión de que la realidad histórica existe independientemente
del historiador, que la encuentra y narra con base en el testimonio del
documento, y escrita ante todo por aficionados, usualmente vinculados a
familias destacadas en el acontecer político nacional o regional. Las
academias de la historia, regionales o nacional, congregaban a la mayoría
de estos historiadores, y en sus boletines y revistas se publicaban sus
trabajos. Su visión histórica se difundía al público general a través de la
prensa y las revistas, y sobre todo por la adopción simplificada de sus
versiones por el sistema escolar, a través de los manuales de estudio. Los
manuales, en cierto modo, constituían la culminación lógica de su esfuerzo:
mediante ellos se cumplía la función formadora de la historia, que debía
expresarse en la promoción de valores morales y comportamientos cívicos
entre la población. Desde 1910, cuando había ganado el concurso
convocado con ocasión del primer centenario de la declaración de
independencia, la Historia de Colombia de José María Henao y Gerardo
Arrubla representaba el mejor ejemplo de estos textos escolares y era el
más usado de todos, aunque los de Julio César García, entre los laicos y
más neutrales, y Rafael Granados y Justo Ramón entre los religiosos,
lograron también amplia difusión. En todos ellos predominaba la narración
de los hechos heroicos de la conquista, que había traído la civilización, la
lengua y la religión al país, y de las peripecias de la independencia, que
había consolidado una nación pacífica, progresista y bien gobernada: el
recuento de los actos de cada administración era un elemento central en la
organización de estos materiales. La visión crítica se reducía a ocasionales
lamentaciones sobre los excesos de uno u otro partido, o sobre la
arrogancia de algún caudillo que había tratado de romper el orden
democrático. 3

Esta visión predominaba en forma muy clara, y aunque algunos


historiadores podían romper los marcos de una definición muy estricta, eran
pocas las excepciones. Las que vale la pena subrayar son las que, al romper
las camisas de fuerza de la temática o la simplicidad metodológica, se
distanciaron de la historia académica. El libro de Luis Eduardo Nieto Arteta

3
Jesús María Henao y Gerardo Arrubla, Historia de Colombia, Bogotá, 1911. Una breve
caracterización de la historia académica se encuentra en mi artículo “Los estudios históricos
en Colombia: situación actual y tendencias predominantes” (1969), reeditado en
Historiografía Colombiana, realidades y perspectivas (Medellín, Seduca, 1996). Sobre el texto
de Henao de Arrubla, ver Bernardo Tovar, “el pensamiento historiador colombiano sobre la
época colonial”, ACHSC 10 (Bogotá, 1982), y sobre todo Germán Colmenares, “La batalla de
los manuales en Colombia”, en Michael Rickenberg (comp.), Latinoamérica, enseñanza de la
Historia, libros de texto y conciencia histórica, Buenos Aires, Alianza Editorial y Flacso, 1991.
Colmenares señala que el texto equilibraba la visión conservadora “que ponía énfasis en la
empresa de cristianización y en la misión civilizadora de Europa en los períodos de la
conquista y la colonia, con la insistencia liberal en el perro de la independencia”. El libro del
conservador Julio César García, publicado en 1942, mantiene la neutralidad y tolerancia
partidistas, a pesar de los agudos enfrentamientos entre el liberalismo y el conservatismo
durante el gobierno de Alfonso López.

4
Economía y Cultura en la Historia de Colombia, publicado en los últimos días
de 1941, constituyó el primer intento de aplicar una metodología de
orientación marxista para comprender el pasado colombiano. Nieto Arteta
se enfrentaba conscientemente a lo que veía como una historia que debía
superarse –“la historia colombiana está por hacer”, decía en una carta de
1938- y ofrecía una visión en la que la economía, usualmente ignorada,
tenía una función central en la interpretación del pasado. 4

En los años siguientes otras obras empezaron a modificar en diversas


direcciones la metodología de la investigación histórica. En 1944 Juan Friede
hizo un trabajo temprano de etnohistórica, El indio en lucha por la tierra, y
en 1949 Guillermo Hernández Rodríguez, uno de los primeros dirigentes del
Partido Comunista de Colombia, publicó su libro sobre las sociedades
indígenas. Con ello, se intentaba, muy de acuerdo con Mientras tanto, un
joven historiador, Indalecio Liévano Aguirre, había publicado una biografía
en muchos sentidos novedosa, la de Rafael Núñez.

Tres o cuatro libros en una década no parecen mucho. Pero son señales de
un cambio que tenía otras manifestaciones, como la presencia de profesores
europeos con formación histórica sólida en la Escuela Normal Superior y la
Universidad Nacional (Gerhard Masur y José María Ots Capdequi, quien hizo
uno de los primeros usos sistemáticos de la documentación del Archivo
Histórico Nacional) y que sin duda se expresaba en una insatisfacción
amplia aunque difusa, entre los intelectuales, con el estado de la
historiografía colombiana.5 Sin embargo, el interés por la investigación
histórica era marginal, y los 1000 ejemplares de la primera edición del libro
de Nieto Arteta tardaron casi veinte años para venderse. Lo mismo ocurrió
con otra obra, de calidad sorprendente, y que colocaba en el centro de la
investigación el problema del crecimiento industrial del país: el libro de Luis
Ospina Vásquez. 6 Aunque el libro no tenía ninguna influencia marxista, la
seriedad con la que se abordó el tema económico y la solidez de la
investigación lo convirtieron, años después, en uno de los libros favoritos de
los jóvenes historiadores de inclinación marxista. Sin embargo, se publicó
durante la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla, en un período de relativo
encerramiento cultural, y la filiación conservadora de su autor puede haber
alejado a los lectores a los que los historiadores antes mencionados habían
preparado para una nueva orientación. Pero entre sus pocos lectores
4
Una caracterización de la obra de Nieto puede verse en Melo, “Los estudios históricos...”,
29. El estudio más sólido sobre este libro es el de Gonzalo Cataño, “Un clásico de la
historiografía nacional: Economía y cultura de Luis Eduardo Nieto Arteta”, en Historia Crítica,
Bogotá, 1977, No 15. El libro había sido ya publicado en gran parte, a partir de 1938, en
periódicos bogotanos. Cataño destaca, además de la influencia marxista, que incluía a José
Carlos Mariátegui, la de José Ingenieros.
5
Los libros citados son Juan Friede, El indio en lucha por la tierra (Bogotá, 1944); Guillermo
Hernández Rodríguez, De los Chibchas a la Colonia y a la República (Bogotá, 1949),
Indalecio Liévano Aguirre, Rafael Núñez, (Bogotá, 1943). Ots Capdequi publicó Aspectos del
siglo XVIII español en la Nueva Granada. En los textos de Hernando Téllez, de Baldomero
Sanín Cano e incluso de Germán Arciniegas, quien elogió en 1942 el libro de Nieto Arteta por
su orientación marxista, se advierte este descontento con la historia más convencional.
6
Luis Ospina Vásquez, Industria y Protección en Colombia 1810-1930, Medellín, 1955.

5
estuvieron algunos de los jóvenes científicos sociales que se habían formado
en la Escuela Normal Superior y en la Universidad Nacional en los cuarentas
y que serían los protagonistas de los cambios en la orientación de la
disciplina durante los primeros años del frente nacional.

III. La modernización de la historia

La caída de la dictadura de Rojas Pinilla, en 1957, creó en forma casi


inmediata un nuevo clima cultural e intelectual en el país. Grupos que
realizaban su tarea en forma algo subterránea –como la revista Mito,
fundada en 1955, en medio de la dictadura- salieron a la luz pública. El arte
académico fue rápidamente desplazado por el arte abstracto o por nuevas
formas de figuración (en 1958 Botero ganó el salón nacional de artistas) y
se produjo una gran efervescencia política, creada por la necesidad de
consolidar la democracia recién recuperada, y muy marcada por el ejemplo
de otros países cuyas dictaduras habían caído, como Venezuela y sobre todo
Cuba. En las universidades, que iniciaron un proceso de rápida expansión
cuantitativa, los nuevos estudiantes, con una representación mucho mayor
de la provincia y de clases sociales medias que antes, encontraban un
ambiente en el que la revolución y el marxismo eran el tema de cada día.

Ante la crisis de la Normal Superior, que había sido cerrada por el gobierno
de Laureano Gómez, para el que era un foco de corrupción, marxismo y
coeducación, la Universidad Nacional se convirtió en el centro de formación
en ciencia social. En la Escuela de Filosofía y Letras, convertida luego en
Facultad, la enseñanza de historia estuvo, desde finales de los 50s, a cargo
de historiadores de formación profesional como el español Antonio Antelo
Iglesias, que dejó entre sus estudiantes una imagen de profesor erudito y
exigente, y orientó los primeros trabajos históricos de Germán Colmenares,
y de Jaime Jaramillo Uribe, quien dictaba los cursos de Historia de Colombia
y Filosofía de la Historia. Jaramillo, graduado de la Normal Superior –en
cuya revista reseñó en 1942 el libro de Nieto Arteta- acababa de regresar
de un período de estudio en el exterior, en el que estuvo en Paris y
Alemania. Las obras de los historiadores sociales alemanes y sobre todo del
grupo de Annales, en particular de Bloch, Febvre y Braudel, iban a ser parte
de la lectura habitual de sus alumnos. Igualmente promovía el estudio de
los historiadores sociales y de la cultura, como Pirenne, von Martin,
Trevelyan, Cassirer o Huizinga, y teóricos alemanes de las ciencias del
espíritu o de la cultura, como Cassirer, Rickert y Windelband. Conocedor de
la sociología alemana, Simmel, Sombart y Weber ofrecían nuevas
perspectivas de historia social. Probablemente el momento fundador de la
nueva orientación histórica puede datarse con la creación en 1963 del
Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, cuyo nombre
anunciaba una orientación contrapuesta a la historia político-administrativa
tradicional.

Bajo la orientación de Jaramillo se creó en 1964 la carrera de historia,


independizándola de Filosofía y Letras. Aunque algo se perdía de visión

6
universal –los anteriores estudiantes de historia, como un simple énfasis
dentro de la carrera de filosofía y letras, tenían formación más sólida en
idiomas y en filosofía – esto promovía la especialización, ampliaba el
número de cursos de contenido histórico y en particular los relativos a la
historia de Colombia. En la vieja facultad de filosofía, mientras se tomaban
ocho semestres de historia universal, solo se tomaba uno de historia de
Colombia; la proporción se invirtió casi radicalmente, y además se crearon
clases de historia de América y otras historias especializadas, además de un
conjunto de seminarios de formación en el trabajo y la metodología
históricos. Colmenares, Margarita González y Jorge Orlando Melo se
graduaron como filósofos, mientras que entre los primeros graduados de la
carrera de historia estuvieron Hermes Tovar, Jorge Palacios y Víctor
Álvarez. Mientras esto ocurría, en la facultad de sociología, orientada por
Orlando Fals Borda, el profesor de historia era Juan Friede, a quien debe
considerarse también como un representante de un estilo nuevo de
investigación histórica, y quien había tenido problemas por sus posiciones
políticas durante el gobierno conservador.

La existencia de una formación profesional para historiadores, en la que los


alumnos se familiarizaban con métodos exigentes de análisis del
documento, utilizaban el Archivo Nacional, y conocían la literatura histórica
contemporánea, coincidió con procesos culturales externos que reforzaron
el impacto de las nuevas corrientes.. La euforia por la caída de la dictadura,
el impacto de la revolución cubana sobre los sectores más radicales del
liberalismo o sobre los simpatizantes del socialismo contribuyeron a una
radicalización acelerada de los sectores de estudiantes que estaban
engrosando una universidad que se abría en forma amplia a capas sociales
medias. La misma universidad inició un proceso de desarrollo y crecimiento
cuantitativo que se expresó en la creación de los campus de las
universidades regionales, como la del Valle y la de Antioquia, y en un
proceso de ampliación y reforma en la Universidad Nacional, que elevó
súbitamente el número de profesores de tiempo completo y alteró el viejo
sistema de facultades para dar prioridad a los departamentos, a los que se
atribuían ante todo funciones de investigación. En este contexto, la historia
adquirió fuerte visibilidad como elemento de cultura política y de debate
social. La primera señal de esto la dio el éxito de la serie de Indalecio
Liévano Aguirre Los grandes conflictos sociales y económicos de nuestra
historia publicada en la revista La Nueva Prensa en 1961. Su acogida entre
los lectores llevó a una edición en libro, que llegó a la entonces impensable
cifra de 10.000 ejemplares. (En un país que tenía unos 20.000 estudiantes
universitarios). El gran éxito mostraba la aparición de un nuevo público para
la historia, que esperaba algo diferente a la historia académica. Esperaba,
creo, ante todo una cierta visión de compromiso social, un cierto carácter
de desafío frente a la historia oficial.

Sin embargo, de entrada los historiadores más profesionales, así se


sintieran afines a los proyectos políticos de Liévano Aguirre (que para
entonces era un importante ideólogo del Movimiento Revolucionario

7
Liberal), manifestaron sus desacuerdos con Los grandes conflictos...
Jaramillo Uribe, que había sido al mismo tiempo elogioso y muy crítico de
Nieto Arteta, tampoco compartía el populismo y la falta de rigor documental
de Liévano Aguirre. Una reseña de Germán Colmenares, publicada en 1961
en Esquemas, mostró el distanciamiento de los historiadores universitarios
con la obra de Liévano, que mantuvo a partir de entonces un gran
seguimiento entre los universitarios, pero un rechazo entre los que se
vinculaban profesionalmente con la historia.

En 1964 apareció el libro de Jaime Jaramillo Uribe El pensamiento


colombiano en el siglo XIX. Era un trabajo extraordinario, de una calidad
muy superior a cualquier otro trabajo histórico anterior, solamente
comparable con Industria y Protección. Sin embargo, se publicaba en un
momento en el que la mayoría de los estudiantes y recién graduados
dedicados a la historia se interesaban por una historia más comprometida
con la visión política. Por ello, aunque Jaramillo estaba formando a la
mayoría de los historiadores, estos mismos se distanciaban
aceleradamente, de él, más que todo por razones ideológicas, y la historia
de las ideas fue un área en la que pocos lo siguieron. Por ello, creo que
pocos de los historiadores formados en los 60s hubieran leído este libro.
Colmenares, en su obra sobre partidos políticos y clases sociales, que fue su
tesis de doctorado como abogado, presentada en la Universidad del Rosario
en 1962 y publicada en 1965 y 1966 en el Boletín Cultural y Bibliográfico,7
no menciona ni una sola vez a Jaramillo Uribe, a pesar de la afinidad de los
temas. Sin duda había leído los capítulos y textos que se publicaron en Eco
y otras revistas, pero no se sintió obligado a revisar un texto ya escrito y
realizar un diálogo con el pensamiento y las interpretaciones de Jaramillo,
metodológicamente pertenecientes a la historia de las ideas, con sus
análisis de influencias y semejanzas. Colmenares quería plantear una
historia más cercana a la recepción de las ideas, a partir de intereses y
configuraciones políticas locales, algo que viera en que medida las formas
de pensamiento y representación se volvían herramientas al ser adoptadas
por razones diversas por los grupos sociales locales. 8

Por otra parte, los cambios en la estructura universitaria favorecieron a los


universitarios recién graduados. Por una parte, las posibilidades de estudio
en el exterior se habían ampliado substancialmente, y muchos, apoyados en
becas o comisiones de estudio, pudieron utilizarlas. A Paris, donde estaba el
centro de influencia de Annales, en busca de Fernand Braudel o Pierre Vilar,
viajaron Colmenares y años después Alvaro Tirado; a Chile, donde
enseñaban discípulos de Braudel, viajaron Colmenares y Hermes Tovar.
Otros fueron a Estados Unidos, Sevilla o México. A su regreso al país, las
7
No conozco el texto de la tesis, y por lo tanto no puedo evaluar que tanto cambió el texto
final entre 1962 y 1965. Tampoco he comparado sistemáticamente el texto del Boletín con el
de la primera edición en libro,
8
Por lo demás, las divergencias entre los discípulos y el maestro fueron tempranas y
substanciales. Un ejemplo es el tema de la población indígena en el momento de la
conquista, que para Jaramillo no llegaba al millón de habitantes. Friede, Colmenares, Tovar y
Melo se inclinaron por cifras substancialmente mayores.

8
universidades pudieron vincularlos a la docencia: en todas partes
aumentaba el profesorado de tiempo completo, las ciencias sociales estaban
en auge y dentro de las ciencias sociales era necesario dictar cursos de
historia. Incluso en algunos casos, como en la Universidad de los Andes, se
organizaron programas de investigación, que pretendían conducir a la
utilización amplia de los archivos y a ambiciosos programas de ediciones de
documentos. 9

Al regreso de los estudios en el exterior comenzó la primera presencia de


libros de estos historiadores. Germán Colmenares publicó, al regresar de
Paris en 1964, su Partidos Políticos y Clases Sociales, y al volver de Chile en
1969, Las Haciendas de los Jesuitas. Margarita González, el Resguardo en el
Nuevo Reino de Granada y Hermes Tovar su trabajo sobre los chibchas.

Aunque los niveles de producción de los historiadores académicos eran aún


incipientes, y las publicaciones de las academias eran aún más numerosas,
la autodefinición como un grupo diferente, a partir de la crítica de la historia
académica fue temprana. Una de las primeras caracterizaciones polémicas
de la “versión oficial de la historia”, la hizo Germán Colmenares en Partidos
Políticos y Clases Sociales, publicado por capítulos a partir de 1965 en el
Boletín Cultural y Bibliográfico de la Biblioteca Luis Ángel Arango. “La
reconstrucción histórica está sometida en Colombia a las reglas de un
empirismo bien probado pues se escamotea de antemano todo intento de
interpretación. Los hechos no trascienden jamás la versión oficial del
documento que los contiene. El invest10igador reduce de ordinario su tarea
a hilvanar documentos de prosa oficial y a traducirlos a prosa cotidiana.
Este procedimiento, familiar a todos aquellos que han leído un manual
escolar, da como resultado la enumeración interminable de actos oficiales”.
Allí critica además el predominio de una visión de la historia como relato de
las funciones burocráticas del estado, la emisión de juicios de valor, el
sometimiento a la tradición partidista y concluye que “el análisis de la
imagen petrificada de la historia que ofrecen los manuales escolares podría
conducirnos a examinar otros aspectos de se deriven de su carácter
didáctico, de su tendencia apologética y de su falta absoluta de
imaginación”. Antes, en 1964, Juan Friede había publicado en el mismo
Boletín Cultural un texto en el que, en el que defendía la historia social y
económica y criticaba la historia académica. 11 De estas manifestaciones,
que se reducían a caracterizar y criticar la historia convencional, a la

9
Germán Colmenares y Jorge Orlando Melo prepararon para la Universidad de los Andes, en
1966, tres volúmenes de documentos históricos que deberían servir para que todos los
estudiantes se familiarizaran con los documentos originales en el proceso de su formación
(Lecturas de Historia Colonial, 1966) Y en 1968 Colmenares y Margarita González publicaron
las Fuentes para la Historia del Trabajo, que debía ser el primer volumen de un esfuerzo tan
ambicioso como el Silvio Zavala en México. El segundo viaje de Colmenares a Paris y la
negativa de la Universidad a vincularlo nuevamente, en 1971, tuvieron que ver con las
dificultades de este proyecto.
10
Colmenares, “Partidos políticos…” Boletín Cultural y Bibliográfico (1965)
11
”La investigación histórica en Colombia”, Boletín Cultural y Bibliográfico, vol. VII; No 2
(1964)

9
afirmación de que se estaba haciendo un trabajo diferente claramente
definido no había gran distancia. El artículo publicado por Jorge Orlando
Melo en 1969, 12señalaba ya algunos elementos de identificación positiva:
los historiadores que se contraponían a la historia académica, y que incluían
tanto los formados en la Nacional como economistas y sociólogos de
diferentes proveniencias, compartían una visión teórica compleja, el interés
por la historia económica, social y cultural, la apertura a las ciencias
sociales, la definición como historiadores profesionales y el hecho de
dirigirse a las nuevas capas intelectuales conformadas alrededor de las
universidades. Aunque no se atribuía ninguna identidad metodológica, se
señalaba el peso de la influencia de escuelas como el marxismo, Annales y
la “New Economic Hístory”: no se trataba de un grupo, de una escuela, de
una corriente unificada, sino simplemente del proceso de surgimiento de la
historia como disciplina con pretensiones e ciencia. En este sentido, el
proceso que se estaba dando en la disciplina histórica era sin duda paralelo
al que estaba ocurriendo en sociología, alrededor de Orlando Fals Borda y al
que había ocurrido, casi dos décadas antes, en la antropología, alrededor de
Paul Rivet y el Instituto Etnológico Nacional.

Los historiadores, sin embargo, disfrutaron de algunas circunstancias


favorables para una divulgación mucho mayor de sus resultados y para
lograr un impacto aparente más fuerte. La historia tenía un status
privilegiado en las visiones marxistas de la sociedad, tanto como la
economía política. Esto ayudo a convertir al público políticamente motivado
en publico lector de la disciplina. Por otra parte, los historiadores tuvieron
papel importante en la conformación de una red de editoriales pequeñas
que comenzó en 1968 con la Oveja Negra y se amplió rápidamente a otros
proyectos similares. Los éxitos editoriales de algunos proyectos y la
tolerancia de las divergencias metodológicas que caracterizo desde el
comienzo a los historiadores, facilitaron luego la elaboración de proyectos
colectivos de divulgación, que representaron uno de los rasgos sociales
distintivo del desarrollo de la historia durante las décadas siguientes. 13

En forma paralela al interés en la economía derivado de las perspectivas


marxistas, se desarrolló un área de investigación en historia económica que
respondía también a visiones menos políticas. En la Universidad de los
Andes se hicieron tesis de grado como las de Darío Bustamante y Luis

12
Jorge Orlando Melo, “Los estudios históricos en Colombia, situación actual y tendencias
predominantes”, Revista UN, No 2, Bogotá, 1969.
13
La Oveja Negra fue fundada por Moisés Melo, y entre sus accionistas estuvieron Salomón
Kalmanovitz y Jorge Orlando Melo; en la Carreta participo Mario Arrubla. Jorge Orlando Melo
y Mario Arrubla fueron editores de la Universidad Nacional entre 1968 y 1971 y publicaron la
primera edición de la Introducción a la Historia Económica de Alvaro Tirado, así como obras
de Jaime Jaramillo Uribe y otros historiadores. Un temprano trabajo histórico en el que
participaron historiadores de muy diferente perspectiva ideológica, fueron las Estadísticas
Históricas de Colombia, editadas por Miguel Urrutia y Mario Arrubla en 1970.

10
Fernando Sierra,14 en buena parte bajo la orientación de Alvaro López Toro,
quien había publicado en 1968 su Migración y Cambio Social en Antioquia
durante el siglo XIX. Miguel Urrutia había publicado un poco antes su tesis
sobre historia del sindicalismo (1968). 15 Pero lo que puso de moda la
economía fue el éxito editorial de los Estudios sobre el Subdesarrollo
Colombiano –un buen ejemplo de la historia conceptual que esperaban los
activistas políticos- de Mario Arrubla, cuya primera edición en libro (había
sido escrita en 1962 y 1963) salió en 1968, y la publicación, en 1970, de los
Apuntes para una Historia Económica de Colombia de Alvaro Tirado Mejía,
convertido a partir de 1971, con el nombre de Introducción a la Historia
Económica de Colombia, en un bestseller que transformó los contenidos de
la enseñanza secundaria y universitaria en muchos sitios: fue el primer
desplazamiento de los manuales tradicionales por un manual que ofrecía
una visión radicalmente diferente del pasado colombiano.

Los primeros años de la década del setenta fueron difíciles: las


universidades públicas, e incluso algunas privadas, vivieron años de intensa
agitación estudiantil, de huelgas, conflictos violentos y cierres continuos.
Aunque esto estimuló la producción histórica más orientada a la acción
política, y el entusiasmo radical permitió la creación y supervivencia de
revistas de buena calidad como Cuadernos Colombianos e Ideología y
Sociedad, pronto la agitación política y universitaria comenzó a obstaculizar
el trabajo académico. Mucho tiempo se dedicaba a esfuerzos por manejar,
reorganizar, reformar o simplemente abrir la universidad, y varios de los
historiadores se vincularon a la administración universitaria. Los que se
mantuvieron alejados de esto, como Germán Colmenares, mantuvieron la
mayor productividad, y en cierto modo la década del setenta es, desde el
punto de vista científico, una década dominada por el trabajo de este
historiador. Entre 1970 y 1979 publicó tres libros fundamentales: la Historia
Económica y Social de Colombia 1537-1719, Cali: Terratenientes, mineros y
comerciantes y Popayán: una sociedad esclavista 1680-1800. Sin embargo,
en estos años se publicaron algunos otros textos importantes, como el libro
de Jorge Palacios sobre la trata de esclavos, el libro de Marco Palacios sobre
el café, el estudio sobre la conquista de Jorge Orlando Melo y el libro de
Gerardo Molina sobre la historia del partido liberal.16

En general, la producción de los historiadores profesionales y de


economistas y sociólogos dedicados al estudio histórico estuvo orientada a

14
Darío Bustamante, “Efectos del papel moneda durante la regeneración”, en Cuadernos
Colombianos No 7, Medellín, 1974; Luis Fernando Sierra¸ El tabaco en la economía
colombiana del siglo XIX, Bogotá, 1971.
15
Historia del Sindicalismo en Colombia, Bogotá, 1979..
16
Jorge Palacios, La trata de negros por Cartagena de Indias, Tunja, 1973; Marco Palacios,
El café en Colombia (1850.1970); una historia económica, social y política, Bogotá, 1979,
Jorge Orlando Melo, El establecimiento de la dominación económica, Bogotá, 1977 y Gerardo
Molina, Las ideas liberales en Colombia¸ 3 vols, Bogotá, 1970-1976. Además, Jaime
Jaramillo Uribe recogió en libro algunos de sus artículos de historia social y cultural y se
publicaron varias traducciones de autores norteamericanos, como Frank Safford y William
Paul McGreevey.

11
hacer una historia económica de fuerte orientación social e institucional. Se
hicieron, es cierto, algunos esfuerzos de reconstrucción de series
cuantitativas, como las referentes a producción colonial de oro o a pago de
diezmos, pero el énfasis estaba en las estructuras económicas y en los
procesos sociales que las acompañaban. La historia política, que se
identificaba con los rasgos negativos de la historia tradicional, desapareció
casi por completo de la investigación: apenas pueden citarse el libro de
Molina sobre el liberalismo, que es ante todo una historia del pensamiento
liberal, y el ambicioso intento sociológico de Fernando Guillén Martínez, que
no ha tenido ni la discusión ni la influencia que merecería. 17 Por otra parte,
la historia regional, que tenía amplios antecedentes en la historia
tradicional, comenzó a reformularse drásticamente, con base en trabajos
como los de Colmenares sobre el occidente colombiano. La existencia de un
departamento de historia sólido en Cali reforzó esta tendencia, como lo
haría desde finales de la década la existencia de los departamentos de
Historia de la Universidad de Antioquia y la Universidad Nacional de
Medellín. En efecto, desde entonces los trabajos históricos en ciudades
diferentes a Bogotá han estado caracterizados por una gran especialización
en el estudio de la historia regional o local. En años más recientes, algo
similar se ha producido en Santander, alrededor del departamento de
historia de la UIS, y en la Costa Atlántica.

Quizás valga la pena destacar como la práctica histórica colombiana,


aunque mantenía cierta atención por los debates que se estaban dando en
Europa alrededor de problemas como el del estructuralismo, el humanismo,
el papel del sujeto en la historia, la constitución teórica del objeto de las
ciencias, etc., se mantuvo bastante cerca de las corrientes que ya hoy
habría que llamar más convencionales. Frente a algunos pocos científicos
sociales que esgrimieron a Althusser y sus discípulos para objetar los
procedimientos supuestamente empiristas de los historiadores, o frente a
las estrategias investigativas derivadas de Foucault, hubo al mismo tiempo
interés y reticencia. Mientras Althusser y sus seguidores, caracterizados por
un estructuralismo radical que parecía contradecir todos los supuestos de la
investigación histórica, no tuvieron ninguna acogida entre los historiadores
practicantes –aunque si muy grande entre estudiantes y otros grupos- la
obra de Foucault comenzó a influir a algunos grupos de investigadores,
sobre todo los que comenzaban a trabajar en áreas como historia de la
educación y de la ciencia, cuyos resultados comenzaron a conocerse ya en
la década siguiente.

Un buen ejemplo de la actitud de los historiadores hacia esta polémica


puede ser el siguiente texto de Colmenares, en el que hizo una vigorosa
17
Guillén Martínez, Fernando, 1925-1975. El poder político en Colombia, Bogotá: Ed. Punta
de Lanza, 1979. Como lo señalé en la apertura del Congreso de Historia de Cali en 1979, era
lamentable que un “aspecto del pasado nacional cuya reformulación es hoy urgente, ante la
persistencia de los más injustificados mitos y ante el uso puramente polémico y partidista
que se hace de la historia política siguiera en manos de los historiados menos preparados y
menos sistemáticos”. “Los estudios históricos en Colombia 1969-1979”, Revista de Extensión
Cultural¸ Universidad Nacional, Sede de Medellín, No 9-10, 1980-81, p 104.

12
crítica de la metafísica antiposivista, de la “propensión libresca por los
conceptos puros”: “Lo propio de la realidad inmediata no es proporcionar el
principio mismo de su explicación. De acuerdo. ¿Pero quiere decir esto que
tengamos que regresar a explicaciones de tipo metafísico o teológico,
construidas sobre la base de confusiones lógicas? Porque lo cierto es que,
dado un sistema de explicaciones coherentes, la realidad inmediata no
puede ser sencillamente escamoteada. Aún las realidades aparentes, es
decir, recubiertas por una ficción ideológica, pueden ser descubiertas –o
desveladas- una vez que se acceda a un marco de explicaciones más
amplio. En otras palabras, toda concepción teórica tiene que ir a los hechos
para explicarlos, aún si no se ha partido de ellos. La desvalorización
absoluta de los hechos es lo propio de toda concepción teológica o
metafísica... Todo el mundo sabe que la elaboración de marcos teóricos se
ha convertido en el pasatiempo universitario por excelencia. El marco
teórico resulta no ser otra cosa que la búsqueda de un mutuo
reconocimiento colectivo de habilidades ergotistas... En el curso de los
últimos años, la preocupación por la investigación ha matado a la
investigación en Colombia”18.

A los procesos de institucionalización señalados antes se añadió, en la


segunda mitad de la década, la equivoca agrupación de los historiadores
universitarios bajo el nombre de “nueva historia”. El término, que había sido
utilizado en otros países para muy diferentes cosas, fue generado por el
título de un libro en el que se seleccionaban trabajos de algunos de los más
visibles historiadores universitarios. 19Aunque el libro publicaba artículos de
las más variadas y hasta contrapuestas orientaciones teóricas, la idea de
que se trataba de un grupo homogéneo, de una escuela histórica, se impuso
entre el público menos informado, y se reforzó cuando se inició, en mayo de
1977, bajo la orientación de Jaime Jaramillo Uribe, el proyecto del Manuel
de Historia de Colombia, dirigido a un público no especializado. Este
manual, que era en buena medida una respuesta a la “Historia Extensa de
Colombia”, que desde 1964 publicaba la Academia Colombiana de la
Historia, fue publicado en tres volúmenes aparecidos en 1978, 1979 y 1980,
y tuvo una respuesta muy favorable de los lectores, con excepción de los
grupos más tradicionalistas, que la consideraron un ataque a los valores del
país, y de los grupos marxistas más ortodoxos: Nicolás Buenaventura
anticipó que se trataba de una nueva historia oficial, escriba por
historiadores escogidos por el ejecutivo, y que expresaba el triunfalismo
provocado por las bonanzas cafeteras y exportadoras; “el capitalismo
colombiano se renueva, se siente con ánimo emprendedor y piensa
honradamente que es hora de hacer una “nueva historia”. 20

18
Germán Colmenares, “Por donde comenzar”, Gaceta, No 13, 1977, p 7
19
Darío Jaramillo, ed. La nueva historia de Colombia¸ Bogotá, 1977.
20
Estudios Marxistas No 14, Bogotá. 1977. Estas afirmaciones aparecen en una reseña al
“texto tan reaccionario de Melo”, a saber El establecimiento de la dominación española.

13
IV El auge de la historia

A partir de la publicación del Manual de Historia de Colombia los


historiadores vivieron un breve período de auge y reconocimiento social. Las
universidades reforzaron su apoyo al trabajo en estas áreas y crearon
nuevos departamentos o ampliaron los existentes. En términos de
aceptación pública, los años culminantes del desarrollo de la historia fueron
probablemente 1985-88, cuando se inundó el mercado con productos
editoriales de gran aliento, que trataban de seguir el ejemplo del Manual.
Desde 1984 se habían iniciado los trabajos de preparación de una historia,
denominada Nueva Historia de Colombia, de Editorial Planeta, y poco
después Salvat y la Oveja Negra comenzaron trabajos similares, que
condujeron a la publicación, en fascículos, de los trabajos de las dos
últimas, entre 1985 y 1987. Planeta decidió aplazar su salida al mercado y
publicó la obra en 1988. Podemos suponer que las ventas conjuntas de
estas obras pasaron de los 100.000 ejemplares, y quizás más que doblaron
esta cifra. Otros trabajos colectivos de estos años fueron Colombia Hoy, la
Historia de Antioquia publicada en edición también cercana a los 100.000
ejemplares por El Colombiano de Medellín (1987) y en 1988 en formato de
libro, La historia de Bogotá (1988)¸ y la Historia Económica de Colombia
obra colectiva coordinada por José Antonio Ocampo, que ganó el premio de
ciencia Alejandro Angel Escobar en 1988: la primera obra histórica en
recibir este reconocimiento. En el plano de las monografías investigativas,
las publicaciones más notables de los ochentas, en las áreas de historia
económica y social las hicieron José Antonio Ocampo, Hermes Tovar, Jesús
Antonio Bejarano, Salomón Kalmanovitz, Mauricio Archila, Orlando Fals
Borda, Bernardo Tovar, Alberto Mayor y Alberto Aguilera. La historia política
comenzó, tímidamente, a revivir: Alvaro Tirado, Gonzalo Sánchez, Carlos
Miguel Ortiz y Medófilo Medina hicieron contribuciones importantes al
conocimiento de la historia política y la violencia durante el siglo XX. Y la
lista podría ampliarse muchísimo: ahora, cada año, aparecían varios libros
significativos. A los colombianos se añadieron varios extranjeros, entre los
que vale la pena citar, por su especial significación y por esbozar varias
modificaciones substanciales en los puntos de vista convencionales, Orden y
Violencia: Colombia 1930-1954, un complejo análisis del poder y el estado
en Colombia realizado por Daniel Pecaut. Surgían también los primeros
estudios de historia de la vida cotidiana, de historia de la mujer, de historia
de la infancia.

Los modelos teóricos de trabajo seguían siendo previsibles: la historia


económica se apoyaba con frecuencia en la teoría de la dependencia,
mientras el marxismo parecía irse reduciendo a una orientación
metodológica que buscaba ante todo hacer visibles los conflictos de clase y
a mirar el mundo, en forma a veces algo populista o reivindicativa, desde la
perspectiva de los sectores más explotados o marginados de la población. El
ideal seguía siendo el de la tradición francesa: una historia total, en la que
los procesos políticos o culturales pudieran enmarcarse en las estructuras
económicas y los conflictos sociales. Quizás lo más novedoso era el tono

14
cada vez menos ideológico, la visión más desligada de cualquier visión
sobre el presente que comenzaba a advertirse en los estudios históricos de
las generaciones más jóvenes, y las innovaciones teóricas que sugerían
algunos libros de Germán Colmenares, en especial su estudio sobre algunos
historiadores hispanoamericanos del siglo XIX: allí comenzaba a advertirse
el interés por el análisis de las formas retóricas del discurso histórico,
inspirado parcialmente en teóricos como Hayden White, quien tendría, en el
mundo norteamericano, una gran influencia en el surgimiento de lo que,
simplificando, puede denominarse el paradigma postmoderno de análisis
histórico, el “giro lingüístico” de la escritura histórica. Sin embargo,
Colmenares, aunque apelaba a los recursos de White, los reinscribía dentro
de una visión todavía remota del radicalismo lingüístico que roería la solidez
de los discursos históricos algunos años más adelante.21

Todos estos trabajos reforzaban los niveles de institucionalización de la


historia. De alguna manera, permitieron verificar la transformación que se
había dado en la forma de escribir historia y sus alinderamentos
ideológicos: Salvat recurrió a un equipo vinculado en buena parte a la
Academia de Historia, que dio énfasis a la historia colonial y ofreció una
imagen hasta cierto punto hispanista de nuestro pasado, aunque sin lograr
–ni buscar, probablemente- una visión muy homogénea. La Oveja Negra
recurrió a un núcleo de historiadores jóvenes cercanos al marxismo,
tratando de ofrecer una visión coherente del pasado, que subrayara ante
todo las luchas sociales populares: tampoco logró una gran homogeneidad
ideológica. La Nueva Historia de Planeta, que se apropiaba en cierto modo
de un nombre que cobijaba otros grupos, tuvo una orientación bastante
ecléctica y adoptó, voluntariamente, una estructura poco rígida; incluso le
dio cabida a varios historiadores vinculados con la historia tradicional y con
los que muchos de los colaboradores habían polemizado en otras ocasiones;
fue también la primera que acogió a los historiadores vinculados con el
Partido Comunista de Colombia, que habían quedado por fuera del Manual
dirigido por Jaramillo Uribe. Casi en la misma medida en que estas
ediciones confirmaban el grado de institucionalización social de la disciplina,
mostraban el acomodamiento al que se había llegado con la realidad del
país: ya era evidente que el intento de cambiar radicalmente el país no era
más que un débil rescoldo del pasado, que además se mantenía más vivo
en los trabajos monográficos que en las obras de síntesis.

La institucionalización la reforzó el establecimiento de los Congresos de


Historia de Colombia: el primero se realizó en Bogotá en 1977, y el último,
el décimo, se hizo en Medellín en 1997: son eventos en los que se
presentan rutinariamente más de 100 ponencias, usualmente de
investigación, y que permiten el encuentro periódico de los principales

21
Colmenares, Las convenciones contra la cultura, Bogotá, 1987. Jesús Martín-Barbero
consideró que este texto representaba una “propuesta postmoderna”. Historia y Espacio, No
14, Cali, 1991.

15
historiadores del país y de algunos historiadores del extranjero.22

Dentro de la lógica crítica de estas corrientes históricas, uno de los


objetivos principales era llegar al público escolar. La transformación que se
había producido era radical. El pasado colombiano había cambiado
substancialmente. De una historia en la que los 50 años de la conquista y
los 30 años de la independencia se apoderaban de la totalidad de las
páginas del texto escolar, se había pasado a una en la que el privilegio de
estos momentos había desaparecido y la historia reciente ganaba terreno.
Antes apenas existían la esclavitud, el trabajo forzado de los indios, las
encomiendas, las revueltas populares, los artesanos; ahora la historia se
detenía en todos estos temas. Antes los temas polémicos se eludían, para
evitar la confrontación: ahora las historias estaban llenas de guerras civiles,
de violencias, de guerrillas de errores y mentiras. Como lo dijo Álvaro
Gómez Hurtado, los nuevos historiadores habían arrojado montones de
basura a la historia del país. Pero todo lo anterior era inocuo si los textos de
la enseñanza elemental y secundaría seguían iguales. Sin embargo, era
difícil que, con un profesorado que crecientemente compartía las nuevas
interpretaciones, pudieran sostenerse los viejos textos. Por ello, no hubo
una gran sorpresa cuando en 1983 apareció un texto en el que todos estos
temas hacían su entrada, y en el que las ilustraciones incluían fotografías de
personajes como Guadalupe Salcedo o Camilo Torres Restrepo. Fue el de
Margarita Peña y Carlos Alberto Mora Historia de Colombia (Bogotá,
1983),23 al que siguieron Rodolfo Ramón de Roux, Nuestra Historia, en 1984
y en 1985, la Historia de Colombia de Silvia Duzán y Salomón Kalmanovitz.
El primer libro produjo, en 1985, una amplia polémica, que se prolongó
hasta 1989, cuando su adquisición por el Ministerio de Educación llevó a
una serie de artículos de protesta, encabezada por el presidente de la
Academia Colombiana de Historia, Germán Arciniegas.24 Esta polémica ha
continuado en forma esporádica, reforzada por las protestas por los cambios
en los programas educativos, que han reducido substancialmente el tiempo
dedicado a la enseñanza de historia. No ha sido un debate serio, y en
general las acusaciones han tergiversado radicalmente lo que aparece en
los textos, que se limitan en general –tal vez con la excepción del de Roux,
que tiene ambiciones educativas más radicales- a introducir, en forma
bastante neutral, los aportes menos controvertibles de la investigación
histórica reciente. La defensa de los textos tradicionales y el ataque a la

22
Germán Colmenares hizo en dos ocasiones un balance del desarrollo de la actividad
profesional de los historiadores y del desarrollo de la disciplina. Ver "Estado de la Desarrollo
e Inserción Social de la Historia en Colombia", en Misión de Ciencia y Tecnología, La
conformación de comunicación científica en Colombia, Tomo II, vol. 3, Bogotá, Colciencias,
1990, y "Perspectiva y Prospectiva de la Historia en Colombia", en Ciencias sociales en
Colombia, Bogotá, Colciencias, 1991.
23
Lo sorprendente era quizás que fuera la Editorial Norma la que encabezara este proceso de
modernización.
24
Germán Colmenares, “La polémica de los manuales...” y J. O. Melo, “Arciniegas versus
Kalmanovitz: una polémica mal planteada”, en El Tiempo, 1989, disponible en
http://www.jorgeorlandomelo.com/arciniegaskalma.htm Ver también Nuestra historia, a
propósito de una polémica, Bogotá, 1989.

16
enseñanza materialista reaparece periódicamente, pero el consenso es hoy
general y buena parte de los historiadores que hacen parte de las
academias se han sumado a los puntos de vista renovadores. 25 Sin
embargo, no estaría fuera de lugar un debate amplio sobre estos textos y
sobre las formas de enseñanza de la historia en la escuela básica y
secundaria. A la vieja rutina, con memorización de batallas y hechos
administrativos, parece haberla reemplazado una nueva forma de rutina,
que aunque supero la memorización de “modos de producción” sigue
basada en el aprendizaje de un saber hecho, y no en el desarrollo de
capacidades de análisis histórico.

En las universidades, después de las dificultades de los setentas, cuando se


cerró el pregrado de historia de la Universidad Nacional, se fue
reconstruyendo gradualmente la enseñanza de historia en la última década.
Nuevas carreras de abrieron, y en la actualidad existen carreras en Bogotá
(Nacional, Javeriana y Andes), Medellín (Nacional y Antioquia), Cali (Valle),
Bucaramanga (UIS) y Cartagena. La Nacional inició una maestría en Bogotá
a mediados de los ochentas, y la Universidad del Valle ofreció una maestría
en colaboración con FLACSO a fines de la década. La Nacional de Medellín,
después de consolidar su pregrado, abierto en 1978, inició también una
maestría, y probablemente existen hoy otras. Además, la Nacional de
Bogotá ha abierto un programa de doctorado. El profesorado de las
instituciones, cada vez más, ha hecho una carrera convencional en la
Universidad y ha realizado estudios de postgrado. De este modo, la historia
es una disciplina con todos los rasgos y características de las disciplinas
académicas universitarias, con todas las implicaciones, negativas y
positivas, que esto tiene.

Las perplejidades de los noventas

Consolidada la disciplina en términos de su instalación en el mundo


universitario –carreras, maestrías, doctorados, congresos, muchas revistas,
aunque a veces pocos estudiantes-, después de años de amplia acogida por
parte de los lectores, la historia parece, en los noventas, enfrentar una
crisis, cuyo diagnóstico aún no se ha hecho. Una mirada a los trabajos
históricos más importantes obliga a comprobar varias cosas, todas más o
menos preocupantes. Una es que cada vez son más raros los trabajos de
envergadura, que traten de dominar un período amplio o se mantengan
dentro de las líneas de la “historia total”. Por supuesto, una razón está en la
proliferación de publicaciones, que hace cada vez más difícil dominar la
amplia literatura.

25
Por ejemplo, en 1996 se reunió en Cartagena una conferencia sobre educación,
patrocinada por el Convenio Andrés Bello y Unesco, que hizo una nueva crítica a los textos
tradicionales. El secretario de la Academia Colombiana de Historia, volvió a defender tales
textos y a criticar las innovaciones materialistas (Roberto Velandia, BHA, 796 (feb-marzo
1997). Si miramos los textos actuales, probablemente mantienen visiones sociales y políticas
más radicales que las de los historiadores de la universidad.

17
Esta abundancia ha sido estimulada por la aparición de nuevas revistas
académicas. De la década inicial subsisten el Anuario Colombiano de
Historia Social y de la Cultura, que ha logrado sacar unos 20 números en 35
años, y el Boletín Cultural y Bibliográfico, del Banco de la República y
fundado en 1958, que aunque no es muy especializado, ha publicado
muchos artículos de investigación histórica, sobre todo a partir de 1983,
cuando fue reorganizado. A ellos se han sumado algunas revistas de
vocación histórica: Estudios Sociales creado en 1986 por la Fundación
Antioqueña de Estudios Sociales, Historia y Espacio, de la Universidad del
Valle, Historia Crítica, establecida en 1989 por la Universidad de los Andes,
Historia y Cultura, en Cartagena en 1993 e Historia y Sociedad, (1994), de
la Universidad Nacional de Medellín y Memoria y Sociedad, (1995) de la
Universidad Javieriana, para no hablar de las más recientes y aún no
consolidadas. Sin embargo, otras revistas han sido canal de expresión de
los historiadores universitarios: Huellas, de la Universidad de Norte, donde
se ha recogido mucho material sobre la historia regional, Revista de
Extensión Cultural de la Universidad Nacional, sede de Medellín y Revista de
Ciencias Humanas¸ de la misma universidad

Esta abundancia de publicaciones cubre un abanico temático cada vez más


amplio, sobre todo en los historiadores más jóvenes. De algún modo, los
estudios de historia económica, social y política estaban referidos a objetos
históricos relativamente unificados: los recursos productivos, los conflictos
entre grupos sociales, el poder. Los modelos teóricos, marxistas o no,
ofrecían algunas hipótesis integradoras, que permitían relacionar los
distintos niveles del proceso social y establecer lo que podrían llamarse
ciertos grados de primacía ontológica o temporal entre ellos: la economía
era determinante, o condicionante, o al menos tenía un ritmo de cambio,
una duración, que le daba una función explicativa y sugería, como
estrategia razonable de investigación y exposición, la búsqueda de
interpelaciones entre lo económico, lo social y lo político. La historia cultural
y la historia social reciente, orientada en buena parte a la vida cotidiana, al
análisis de las costumbres, definen a cada momento sus objetos, y crean, al
mismo tiempo que una terminología nueva, núcleos de análisis cuyas
relaciones con otros elementos del proceso histórico no pueden definirse
fácilmente. El estudio de las “mentalidades” y los “imaginarios” (preferibles
a las ideas o representaciones), las maneras de la mesa o el vestido, de los
rituales, las imágenes y las formas del discurso, invita en cierto modo a la
fragmentación y atomización de los textos históricos y a la substitución de
unas estrategias expositivas por otras: la descripción impresionista, más o
menos espesa, la frase paradojal, resultan más aptas que la interpretación
causal o las narrativas lineales. Es posible, es cierto, inscribir el análisis de
estos objetos, que en buena parte son construidos y carecen de un
referente externo determinable, en procesos de construcción de identidad, o
en estrategias de afirmación de grupos sociales o étnicos, pero esta
tentación, que tiene mucho de convencional, cada día parece resultar
menos efectiva.

18
Algunos ejemplos pueden ilustrar esta tendencia: en 1990 el Congreso de
Historia tuvo siete ponencias sobre “cultura y mentalidades”, y en sus
títulos aparecía una vez la palabra “imaginario”. En 1997, el X congreso
escuchó más de 20 ponencias sobre este tema. En forma similar, crecieron
los estudios de historia de la familia, mientras se mantenían constantes los
de historia regional y aunque aumentaban levemente los estudios de
historia económica, ya muy débiles en 1990, se concentraban en estudios
empresariales. Otras áreas en auge son la historia de las ciencias (pasó de
3 a 9 ponencias) y la historia de la educación.

Los trabajos históricos más significativos de los años recientes –y que


reflejan a veces las orientaciones en boga hace una década, pues
representan usualmente esfuerzos de varios años- ocupan también un
amplio abanico temático. Los libros más ambiciosos son probablemente los
de Marco Palacios sobre el siglo XX, Eduardo Posada Carbó sobre la historia
económica de la costa atlántica y Efraín Sánchez sobre Codazzi y la
geografía en la Nueva Granada. Pero igualmente valiosos son estudios como
el de Catalina Reyes sobre vida cotidiana en Medellín o el de Beatriz Patio
sobre violencia en Antioquia en el siglo XVIII y los libros de Mario Aguilera,
Pablo Rodríguez, Margarita Garrido, Alfonso Manera o Mauricio Archila.
Estos libros, y muchos otros que podrían citarse con iguales valores,
constituyen la maduración de proyectos de largo plazo, muchos de ellos
bajo la forma de tesis de doctorado o maestría. Ya no esgrimen las armas
de cruzados de una lucha cultural contra una visión tradicional que en gran
parte se ha deshecho, ni están al servicio de proyectos de cambio social:
ofrecen una visión tranquila de sus objetos de estudio (quizás con excepción
del libro, en algunos aspectos brillantemente polémico, de Palacios). Entre
ellos hay estudios de historia económica, social, política y cultural, pero aún
quienes hablan de costumbres o imaginarios políticos siguen fieles a una
historia que se centra en la lucha por el poder o la riqueza. Son una
muestra de la vitalidad del trabajo histórico que se hace en el país.

Sin embargo, hay señales contradictorias. La lectura de los artículos y


ponencias de los historiadores más jóvenes revela una fascinación a veces
poco crítica por nuevas modas, por nuevos lenguajes. La jerga se impone
en muchos textos, y con frecuencia el manejo de los conceptos es de una
imprecisión abrumadora. Se dice imaginario, para tomar un solo ejemplo,
para referirse a idea, a representación, a imagen, a mentalidad, a forma de
pensamiento, o a sus formas plurales: las palabras se estiran para abarcar
cualquier cosa. Aunque la importación de los modos de argumental de las
corrientes postmodernas más radicales es aún limitada, no están del todo
ausentes las alusiones al fin de los grandes relatos, a la crisis de la
racionalidad, ni las insinuaciones de que el discurso racional convencional
esconde visiones etnocentristas, imperialistas o machistas.

Estos temas han recibido un debate incipiente entre los historiadores. Jesús
Antonio Bejarano, en una ponencia presentada en Medellín, ofreció una
imagen bastante pesimista del trabajo histórico de la última década. Los

19
rasgos negativos podrían resumirse en la disminución y decadencia de las
investigaciones de historia económica y social, en el abandono del vínculo
entre historia y ciencias sociales y en una fragmentación temática que
conduce a un abandono de los esfuerzos por explicar los procesos históricos
y que no ofrece, en campos como historia de las mentalidades y de la
cultura, productos serios y rigurosos. No es el momento de discutir esta
caracterización en detalle, y probablemente puede matizarse en el sentido,
que confirma su línea de argumentación, de que los dos o tres libros de
historia de historia cultural o de la vida cotidiana importantes se inscriben
todavía en la tradición histórica racionalista y explicativa más convencional,
y son además buenos ejemplos de investigación erudita. Y debe subrayarse
también que lo que aparece como historia política de épocas recientes, en
las ponencias de los congresos o los artículos de las revistas, y que
mantiene en general cierta motivación política, falla por la ausencia de un
manejo adecuado de la documentación, y se reduce a la paráfrasis polémica
de unos pocos textos que revelarían las conductas opresivas o represivas
del establecimiento.

Por lo anterior, es preciso concluir en un tono ambiguo. Aunque se siguen


escribiendo muy buenos libros de historia, son obra de autores con una
larga carrera académica. Los historiadores más jóvenes, con pocas
excepciones, parecen estarse dejando llevar por las voces atractivas de
teorías que harían cada vez más irrelevante a la historia, y alejando el
análisis de la búsqueda de interpretaciones amplias sobre problemas
centrales de la formación del país. Donde este interés parece subsistir –la
historia política reciente- la calidad de las herramientas de investigación
parece muy precaria. Si las señales son contradictorias, por lo menos es
posible expresar la esperanza de que, frente a la magnitud de los problemas
de la sociedad colombiana, la investigación histórica no abandone sus
ambiciones explicativas. Un texto ya viejo puede servir para cerrar esta
argumentación:

La historia es una disciplina contingente y suprimible. Las


ciencias que nuestra sociedad juzga inevitables y cuya validez no
se discute sin poner en cuestión los fundamentos mismos de
nuestras formas de vida, son aquellas que pueden fundar una
tecnología, que conducen a intervenciones sobre la naturaleza o la
sociedad. La historia no pertenece a estas ciencias, y por ello
puede verse como algo prescindible, o como un simple adorno de
la vida.

Los historiadores creemos, sin embargo, que para la sociedad es


importante conocer su pasado, a pesar de que en la realidad casi
nadie conoce más que unas cuantas imágenes y unos cuantos
datos aislados de él. Podemos atribuir a esta ignorancia de nuestro
pasado algunos de los males del presente, pero creo que sería muy

20
pretencioso atribuirle una importancia muy grande a esta causa.
Las fuerzas que mueven un país, que lo sacan adelante o lo
precipitan en la violencia son otras.

Pero hay algo de irrenunciable en la pasión de conocer, y de


conocer al hombre y sus construcciones sociales. Este afán
intelectual que nos lleva a escribir sobre el pasado crea entonces
una retórica, un discurso ideológico, que hace parte de la materia
de la vida política y social de un país, aunque no defina sus
intereses centrales. ¿En qué medida hace parte de la
predisposición a actuar violentamente la memoria de la violencia,
más o menos en bruto, más o menos inscrita en intentos de
explicación contextual? ¿En qué medida la aceptación de los
partidos tradicionales se apoya en un discurso polarizado
transmitido como saber acerca del pasado? Es posible que estas
relaciones existan, y que la disciplina histórica influya en alguna
medida en el presente. Ningún discurso actual permite formular
esta conexión en forma asertiva. Ha caído la confianza marxista en
el papel de la teoría -del materialismo histórico- como herramienta
para prever y orientar el desarrollo de la sociedad: se apoyaba,
paradójicamente, en un tipo de determinismo económico que
pocos comparten actualmente y en perspectivas teleológicas que
suponían una racionalidad externa a la historia. Se ha roto al
mismo tiempo la confianza elemental de las sociologías positivistas
en la posibilidad de actuar sobre la sociedad. Lo que quedaba -la
confianza en una racionalidad interna de la historia, la posibilidad
de crear un discurso que relacione los hechos del devenir en un
proceso inteligible- ha sido puesto en cuestión por los teóricos del
postmodernismo que pretenden colocarnos en un ámbito en el que
es imposible comparar la democracia y los campos de
concentración, la tecnología moderna y la medicina egipcia: no hay
una razón válida universalmente; nada permite valorar una cultura
fuera de sus propios parámetros.

Este resurgimiento radicalizado del historicismo me parece


fenómeno temporal: es la protesta angustiada de quienes en los
años sesenta soñaron con un socialismo que no tuviera nada de
barbarie, y que, rotos sus sueños, quieren romper con todas las
esperanzas. Yo confío en que esta gesticulación indignada contra la
tradición de la Ilustración se convertirá pronto en una actuación
teatral lateral y que nuestras sociedades continuarán debatiendo

21
los problemas del desarrollo, de la democracia, de la libertad, de la
racionalidad, dentro de un contexto que no puede renunciar a la
herencia ilustrada.

Y dentro de esos debates, el discurso histórico, en la medida en


que mantenga alguna pretensión de coherencia, de ‘historia total’
—para usar un término que empieza a parecer una mala palabra—
seguirá siendo un polo unificador, un lugar de atracción de las
preguntas aún no resueltas. Además, porque el discurso histórico
en sentido estricto, en mi opinión, lucha permanentemente contra
su conversión en ideología o en mito: impedir que los textos o los
hombres o los incidentes o las encrucijadas del pasado se
conviertan en ejemplos a seguir o evitar, en tema de
identificaciones más o menos conscientes, superar toda tentación a
fijar la historia actual en un proceso irremediable y determinado
que se origina en el pasado, reconocer la incertidumbre del
presente y el futuro, promover, en fin, una conciencia histórica,
para la cual el pasado sea ante todo una fuente de experiencia
compartida pero no una mano muerta que agarre al presente. 26

Bogotá, mayo de 1999

POST SCRÍPTUM: UNA MUESTRA DE LA PRODUCCIÓN HISTÓRICA EN


LA ÚLTIMA DÉCADA27

Teniendo en cuenta que el artículo sobre el desarrollo de la historia hace


una presentación muy somera de la producción histórica de la última
década, que no permite siquiera registrar los principales trabajos
publicados recientemente, este anexo hace una especie de inventario
selectivo de ellos. Es una lista inevitablemente incompleta y algo arbitraria,
que recoge a manera de muestra algunos de los libros más importantes
publicados desde 1990 y que infortunadamente debe renunciar, por
simples limitaciones de espacio, a la revisión crítica de las posiciones de
sus autores28 •

26
Jorge Orlando Melo, "Las perplejidades de una disciplina consolidada", en Carlos B.
Gutiérrez A. La investigación en Colombia en las artes, las humanidades y las ciencias
sociales. Bogotá, Uniandes, 1991, págs. 54-55.
27
Este post-scriptum fue hecho después de publicado el artículo “Medio siglo de historia
colombiana: notas para un relato inicial” en la Revista de Estudios Sociales no. 4. Apareció en Germán
Leal Buitrago y Germán Rey, editores, Discurso y Razón: una historia de las ciencias sociales
en Colombia, TM Editores, 2000
28
Muchos de los trabajos más interesantes se están publicando en las memorias de
congresos y revistas históricas. Algunos serán reseñados en una versión más amplia de
este texto que publicará próximamente en el Boletín Cultural y Bibliográfico

22
Los investigadores extranjeros, como ha ocurrido e1n forma constante
desde la década de 1940, han hecho notables contribuciones al
conocimiento del pasado nacional. El decano de ellos, David Bushnell,
publicó una síntesis de la historia nacional, equilibrada, lo menos polémica
posible: Colombia, una nación a pesar de sí misma (Bogotá, Planeta, 1996). El
más conocido, Malcolm Deas, completó una cuidadosa y precisa biografía
de William Wills, quien vino como representante de los tenedores de
deuda inglesa y terminó vinculado a la política, la economía y la sociedad
locales (Vida y opiniones de Mr. Wills, Bogotá, Banco de la República,1996).
Deas publicó también Del poder y la gramática (Bogotá, Tercer Mundo,1993)
un magnífico trabajo, en el que aparecen las mejores virtudes del autor:
la agudeza. la capacidad de ver lo inesperado, el ingenio, el amplio
conocimiento de las fuentes, el rechazo a las explicaciones simplistas. Por
su parte, William Lofstrom publicó La vida i n t i m a de Tomás Cipriano de
Mosquera (1798-1830) (Bogotá, Banco de la República,1996) que presenta su
agitada vida familiar con base en la correspondencia personal. Jean
Rausch continúo desarrollando su ambiciosa historia de los Llanos
Orientales, en dos volúmenes que se tradujeron rápidamente, Una
frontera de la sabana tropical: los llanos de Colombia: 1531-1831 (Bogotá, Banco
de la República, 1996) y La frontera de los Llanos en la historia de Colombia
(1830-1930) (Bogotá, Banco de la República,1999). La obra de Antony
Mcfarlane, Colombia antes de la Independencia: economía, sociedad y política bajo
el dominio de los Borbones (Bogotá, Banco de la República,1997), sin duda, el
mejor tratamiento de conjunto de la sociedad neogranadina de la segunda
mitad del siglo XVIII. El libro de Hans König se enfrenta al difícil problema
de la formación de la nación, En el camino hacia la nación: nacionalismo en el
proceso formación del Estado y de la nación de la Nueva Granada, 1750 a
1856 (Bogotá, Banco de República, 1994). Libros ya antiguos y conocidos
lograron al fin su traducción, como el amplio estudio de Robert Gilmore
de la polémica entre federalismo y centralismo en la primera mitad del
siglo XIX El federalismo en Colombia: 1810-1858 (Bogotá, Externado
deColombia, 1995), publicado casi 50 años después de haber sido
escrito. Dos extranjeros residentes en Colombia -quizás ya deberíamos
llamarlos colombianos- hicieron importantes contribuciones: de los
trabajos de Giorgio Antei se destaca Guía de forasteros: viajes ilustrados por
Colombia, 1817-1857 (Bogotá, Seguros Bolívar, 1995), trabajo en el que,
como en sus estudios de Codazzi, logró descubrir una documentación
importante olvidada en oscuros archivos y museos de Europa, mientras
que Jacques Aprile publicó tres libros sobre historia urbana -de las
pequeñas localidades urbanas, para ser más precisos (La ciudad
colombiana: siglo XIX y siglo XX (Bogotá, Banco Popular, 1992), La ciudad
colombiana prehispánica, de Conquista e indiana (Bogotá, Banco Popular,1991) y
La ciudad colombiana (Cali, Universidad Santiago de Cali, 1997). Una nueva
recopilación de ensayos de historiadores estadounidenses complementa
la conocida antología de Jesús Antonio Bejarano: Germán Mejía Pavony,
Colombia en el siglo XIX (Bogotá, Planeta,1999).
En historia social, fuera de los excelentes trabajos de Mauricio Archila,
se publicaron algunos esfuerzos por elaborar la visión ideológica de

23
grupos subordinados, como los de Mario Aguilera, del que merece
destacarse Insurgencia urbana en Bogotá (Bogotá, Colcultura, 1997).
Francisco Gutiérrez hizo un análisis algo gramsciano de los conflictos
neogranadinos en Curso y discurso del movimiento plebeyo: (1849-1854)
(Bogotá, Iepri, 1985). La historia urbana está en un indudable período
de auge: fuera de un proyecto colectivo sobre Medellín (Jorge Orlando
Melo (ed.), Historia de Medellín, 1995), Julián Vargas publicó un brillante
texto, La sociedad de Santafé colonial (Bogotá, Cinep, 1990) y Germán Mejía
P. Los años del cambio, historia urbana de Bogotá, 1820-1910 (Bogotá, UPJ,
1999). Por su parte, Catalina Reyes, en Aspectos de la vida social y cotidiana
de Medellín: 1890-1930 (Medellín, Tercer Mundo, 1996), presenta una
visión compleja y un poco menos positiva que la usual de los problemas
de la ciudad a comienzos de siglo. Fernando Botero Herrera, en Medellín
1890-1950: historia urbana y juegos de intereses (Medellín, U de A,
1996), subraya ante todo la utilización del proceso de planeación y
desarrollo por urbanizadores y empresarios privados. Un libro sólido,
excelentemente escrito, es La ciudad en la colonización antioqueña: Manizales,
de Jorge Enrique Robledo Castillo (Bogotá, UN, 1996).
Otros campos de la historia social se han venido consolidando. La
historia familiar estuvo representada por Guiomar Dueñas, Los hijos del
pecado. Ilegitimidad y vida familiar en la Santa Fe Colonial (Bogotá, UN, 1997),
el libro, menos convincente, de Miguel Ángel Orrego Sexualidad,
matrimonio y familia en Bogotá 1880-1930 (Bogotá, Ariel, 1997) y los sólidos
estudios de Pablo Rodríguez, del cual mencionamos Sentimientos y vida
familiar en el Nuevo Reino de Granada (Bogotá, Ariel, 1997). En Extravíos: el
mundo de los criollos ilustrados (Bogotá, Tercer Mundo, 1996) Aída
Martínez muestra, con base en un caso, las tensiones y opciones de una
mujer.
En la historia temprana y colonial aparecieron algunos trabajos de primer
nivel. Hay que destacar, por su madurez y claridad conceptual, y por un
amplio trabajo de archivo, Frontera Fluida entre Andes, piedemonte y selva:
el caso del Valle de Sibundoy, siglos XVT-XVIII (Bogotá, ICCH, 1996), de
María Clemencia Ramírez de Jara, y Poder local, población y ordenamiento
territorial en la Nueva Granada; siglo XVIII (Bogotá, Archivo General de la
Nación, 1998) de Marta Herrera Ángel. Podrían mencionarse con justicia
cuatro o cinco trabajos más, muchos de los cuales reflejan la orientación
de Hermes Tovar, quien publicó La estación del miedo o la desolación dispersa:
el Caribe colombiano en el siglo XVI (Bogotá, Ariel, 1997).
En historia cultural lo más sugestivo, pero todavía inicial, se ha hecho en
historia del arte. Álvaro Medina realizó una exploración básica de las
manifestaciones artísticas del período en El arte colombiano de los años
veinte y treinta (Bogotá, Colcultura, 1995); también el libro de Santiago
Londoño Vélez, Historia del grabado en Antioquia (Medellín, U de A, 1996)
realiza una exploración competente a un territorio apenas conocido,
como lo hace el libro de Gilberto Loaiza Cano, Luis Tejada y la lucha por una
nueva cultura: (Colombia, 1898-1924)(Bogotá, Colcultura, 1996).
La historia de la ciencia pareció consolidarse en estos años, pero se
advierte cierto freno. Lo más ambicioso fueron los 10 volúmenes de la

24
Historia Social de la Ciencia (Bogotá, Colciencias, 1993), muy desiguales,
como era inevitable. El libro de Renán Silva Las epidemias de la viruela de
1782 y 1802 en la Nueva Granar11l: contribución a un análisis histórico de los
procesos de apropiación de modelos culturales es otra muestra de la
seguridad metodológica y de la finura de lector y analista de su autor.
Una buena entrada a aspectos sociales del proceso científico es
Sociedades científicas en Colombia: la invención de una tradición,1859-1936
(Bogotá, Banco de la República, 1992), de Diana Obregón.
Ha habido algo de sexo, que no cito, más mentalidades e imaginarios
que antes, más historia de la vida cuotidiana y de las formas culturales
populares, y algo de historia de la religión, área en la cual hay algunos
trabajos ambiciosos y bien hechos, como La mentalidad religiosa en
Antioquia: prácticas y discursos 1828-1885 (Medellín, UN, 1993) de Gloria
Mercedes Arango y los libros basados en documentación de la
Inquisición de Diana Luz Ceballos Hechicería, brujería e inquisición en el
Nuevo Reino de Granada. Un duelo de imaginarios (Bogotá, UN, 1994) y
Jaime Humberto Borja Gómez, Rostros y rastros del demonio en la
Nueva Granarda: indios, negros, judíos, mujeres y otras huestes de Satanás
(Bogotá, Ariel, 1998). Afines a estos trabajos, que ven el documento más
como un texto que como un testimonio, son los brillantes trabajos de
Álvaro Félix Bolaños Barbarie y canibalismo en la retórica colonial: los indios
pijaos de fray Pedro Simón (Bogotá, Cerec, 1994) un excelente ejercicio de
lectura crítica, y el Bestiario del Nuevo Reino de Granada: la imaginación
animalística medieval y la descripción literaria de la naturaleza americana de
Hernando Cabarcas (Bogotá, Caro y Cuervo, 1994). La historia de la
vida cotidiana, en el que puede mencionarse la monografía de Aída
Martínez La prisión del vestido: aspectos sociales del traje en América (Bogotá,
Planeta, 1995) fue objeto de un intento de síntesis, dirigido por Beatriz
Castro Carvajal, como lo fue la historia de las mujeres, en la obra en
tres volúmenes dirigida por Magdala Velásquez, Las mujeres en la historia
de Colombia (Bogotá, Norma, 1995).
Ha continuado el auge de la historia regional: en Santander, bajo la
orientación de Armando Martínez, Jairo Gutiérrez y Amado Guerrero, se
hizo una exploración sistemática de las provincias. Cartagena ha sido
también muy estudiada, y en general la Costa Atlántica: el libro de
Eduardo Posada Carbó, El Caribe colombiano: una historia regional (1870-
1950) (Bogotá, Banco de la República, 1998) es una obra del más alto
nivel. La investigación de Alfonso Múnera, El fracaso de la nación, clase y raza
en el Caribe colombiano: 1717-1821 (Bogotá, Banco de la República, 1998),
hace un análisis simultáneo de los aspectos étnicos y regionales. Resulta
imposible citar la multitud de trabajos de Adolfo Meisel, Gustavo Bell,
Sergio Paolo Solano sobre otros aspectos de la historia costeña, o de
Alonso Valencia o Albeiro Valencia Llano sobre historia del Cauca y de la
región cafetera. La historia de varios procesos de colonización de Hermes
Tovar, Que nos tengan en cuenta: colonos, empresarios y aldeas, Colombia
1800-1900 (Bogotá, 1995) es un sofisticado ejercicio de historia social
regional. Y dos historias regionales colectivas lograron editarse, Historia
general del Huila, dirigida por Bernardo Tovar y Carlos Eduardo Amézquita

25
(Neiva, Academia de Historia, 1995, 5 vols.) y la Historia del Gran Cauca,
dirigida por Alonso Valencia (Cali, Universidad del Valle, 1996).
La violencia es el tema por excelencia de las ciencias sociales en
Colombia. No son muchos los trabajos históricos que ponen el foco en él.
Darío Acevedo en La mentalidad de las élites sobre la violencia en Colombia
1936-1949 (Bogotá, Áncora, 1995) abre una interesante perspectiva, al
analizar los lenguajes y discursos que estimularon la violencia. Las
organizaciones violentas y sus ideologías apenas comienzan a
estudiarse, aunque se destacan los audaces libros de Darío Betancourt,
Matones y cuadrilleros: origen y evolución de la violencia el Occidente
colombiano 1946-1965 (Bogotá, IEPRI y Tercer Mundo, 1990),
Contrabandistas marimberos y mafiosos: historia social de la mafia colombiana
(1965-1992) (Bogotá, Tercer Mundo, 1994), Mediadores, rebuscadores,
traquetos y narcos: las organizaciones mafiosas del Valle del Cauca entre la
historia, la memoria y el relato,1890-1997 (Bogotá, Anthropos, 1998), los de
Eduardo Pizarro Las FARC: (1949-1966), de la autodefensa a la combinación
de todas las formas de lucha (Bogotá, IEPRI, Tercer Mundo, 1991) e
Insurgencia sin revolución: la guerrilla en Colombia en una perspectiva
comparada (Bogotá, lEPRI y Tercer Mundo, 1996) y el trabajo, muy
cercano a una descripción de denuncia, de Carlos Medina Gallego,
Autodefensas, paramilitares y narcotráfico en Colombia: origen, desarrollo y
consolidación. El caso "Puerto Boyacá" (Bogotá, Documentos periodísticos,
1990). De las armas a la política (Bogotá, IEPRI y Tercer Mundo, 1999)
recoge las ponencias presentadas al simposio que se realizó en el
Congreso de Historia de Medellín, en 1997 y Los años del olvido. Boyacá y los
orígenes de la violencia (Bogotá, IEPRI y Tercer Mundo, 1991) de Javier
Guerrero, estudia el conflicto político durante los años treinta.
Tampoco son muchas las biografías, aunque hubo al menos tres o cuatro
de primera línea, Juegos de rebeldía: la trayectoria política de Saúl Charris de
la Hoz (Bogotá, UN, 1997) de Medófilo Medina, interesante por narrar la
vida de un político secundario, la de Víctor Álvarez Gonzalo Restrepo
Jaramillo: familia, empresa y política en Antioquia (Medellín, FAES, 1999) y
el Retrato de un patriarca antioqueño: Pedro Antonio Restrepo Escovar, 1815-
1899, abogado, político, educador y fundador de Andes de Jorge Restrepo. La
biografía de estos dos últimos personajes (abuelo y nieto) la hizo
posible una excepcional documentación familiar, que normalmente las
mismas familias destruyen, sobre todo cuando el político o empresario
no alcanzó los más altos niveles de la vida nacional.
La historia económica, como lo señaló Jesús Antonio Bejarano, no ha
producido obras de tanto impacto como las de José Antonio Ocampo o el
mismo Bejarano publicadas en los ochenta. Sin embargo, ha habido
trabajos de interés, como el de Eduardo Sáenz Rovner, La ofensiva
empresarial: industriales, políticos y violencia en los años cuarenta en Colombia
(Santa Fe de Bogotá: Ediciones Uniandes y Tercer Mundo, 1992), que
presenta una visión crítica del papel de los empresarios, y el libro de
Juan José Echavarría, Crisis e industrialización: las lecciones de los treinta
(Bogotá, Tercer Mundo y Banco de la República, 1999). Se ha escrito
bastante en historia bancaria, algo en historia empresarial y ha habido

26
una interesante reflexión sobre los problemas económicos de la Costa
Atlántica hecha por Gustavo Bell, Eduardo Posada y Adolfo Meisel.
Y la reflexión sobre la historia, la serpiente que se muerde por la cola, ha
producido fuera de artículos y capítulos en libros de alcance más amplio,
al menos un libro especializado, editado por Bernardo Tovar, La
historia al final del milenio: ensayos de historiografía colombiana y latinoamericana
(Bogotá, UN, 1994, 2 vols).

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