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Meditación ante el icono de la Trinidad

de Andrei Rublëv
CARLOS EYMAR
(Madrid)

La relativamente reciente valoración de los iconos en la Iglesia


católica ha venido acompañándose de una constante preocupación
teórica por destacar su fundamento teológico, su valor estético y,
sobre todo, su carácter de medio espiritual para la oración del cre-
yente. La intuición de ese algo misterioso que portan los iconos,
envueltos en una atmósfera sagrada, en la penumbra de la luz de las
velas, en los cantos graves de la liturgia ortodoxa, ha servido tam-
bién para aproximar a los católicos a las riquezas de las iglesias de
oriente y erigir sobre ellos, sobre su indiscutible belleza y sobre la
oración y el silencio que inspiran, las bases de un diálogo ecuméni-
co. De entre todos los pintores de iconos quizás sea Andrei Rublëv
el más conocido y el icono de la Trinidad, sin duda, el mejor de los
que él realizó. Se trata, por tanto, para muchos críticos y expertos,
del icono de iconos, uno de los más perfectos y sublimes jamás
pintados, lo cual justificaría de por sí una especial consideración
que, efectivamente, algunos ya le han dedicado. A ese interés obje-
tivo he de añadir que las líneas que siguen se inscriben en un largo
proceso de descubrimientos y búsquedas personales que, teniendo
como motivo el icono de Rublëv, se inició hace muchos años.
La primera vez que lo vi en una reproducción no conocía a su
autor, ni sabía que representaba a la Trinidad, pero mis ojos fueron
poderosamente atraídos por esa imagen. Fue en un pequeño taller de
un monje, en un recoleto monasterio de Mallorca. Aparte de vender
REVISTA DE ESPIRITUALIDAD (62) (2003), 499-556
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pan integral cocido en un horno de piedra y algunas hierbas para


tisana cultivadas en la huerta, los monjes trataban de subvenir a sus
necesidades reproduciendo figuras de iconos clásicos sobre planchas
de madera según técnicas aprendidas en monasterios griegos. Entre
la rica variedad de motivos y de imágenes no tuve mayor duda en
adquirir inconscientemente el de Rublëv, que, desde entonces, he
conservado. Tuvieron que pasar varios años hasta que en 1984, con
motivo de un ciclo de la Filmoteca española dedicado al director
ruso Andrei Tarkovski, pude ver por vez primera su impresionante
film Andrea Rublëv, una personal interpretación de la vida y obra
de este monje pintor de iconos que vivió entre 1375 y 1430 en una
Rusia agitada por las guerras con los tártaros y azotada por el ham-
bre. La película en blanco y negro, trata de recrear la búsqueda de
Dios y de la belleza por parte de un monje artista en unas circuns-
tancias históricas especialmente duras. Al final, la película pasa al
color para detenerse con morosidad en los detalles y el conjunto de
la obra de Rublëv, culminando en un recorrido por los colores y
trazos de su obra maestra, la Trinidad. Pasaron cerca de quince años
hasta que tuve la ocasión de ver el icono original en la galería
Tetriakov de Moscú. Su sala dedicada a los iconos no está especial-
mente concurrida y permanece en una relativa calma ocasionalmente
rota por el breve paso de algún disciplinado grupo de turistas que,
deseosos de verlo todo, pierden la oportunidad de saborear cualquie-
ra de las tablas individuales que se les ofrecen. El icono de la Tri-
nidad ocupa en la sala un lugar preeminente pero no por ello deja
de ser discreto; no concita multitudes a su alrededor, por el contra-
rio, parece querer ofrecerse serenamente al visitante para arrancarle
una oración silenciosa o un pensamiento elevado. Como suele suce-
der a todo espectador que ha visto muchas veces la reproducción de
un cuadro, el encuentro con el modelo le produce una extraña sen-
sación de sorpresa. El cuadro original se le presenta al mismo tiem-
po igual y diferente a como lo había visto hasta entonces. Las imá-
genes y la composición se reconocen como las mismas, si bien se
percibe algo completamente distinto, algo indefinible que otorga al
cuadro su valor único. Ante todo está el tamaño del que no dan idea
sus reproducciones fotográficas, aunque especifiquen puntualmente
sus medidas: 142 x 114 cm. La impresión que produce es la de
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poseer unas dimensiones mayores de las imaginadas, dimensiones


que parecen agrandarse por el efecto de que el icono no está colgado
en la pared, sino colocado en el medio de la sala, protegido por una
mampara de cristal que se alza desde el suelo. Luego está el color
de una sutileza indescriptible de la que no pueden dar cumplida
cuenta las modernas técnicas de impresión y reproducción fotográ-
fica. Pero, quizá, como señaló Kojève, los dos elementos que per-
miten distinguir a un cuadro de sus reproducciones fotográficas y
justificar su superioridad estética sobre ellas son dos ausencias, algo
que ya no está presente y, sin embargo, gravita sobre la pintura: el
paso del tiempo y la mano del pintor. Desde el siglo XV, en que fue
pintado, hasta nuestros días, el mero paso del tiempo ha actuado
sobre el icono recubriéndolo de una pátina de misterio, llenándolo
de oraciones pero también de heridas. Las más evidentes son los
múltiples agujeros que en las reproducciones aparecen como punti-
tos negros que motean el icono y en la realidad son auténticas per-
foraciones que fueron producidas por los clavos que se le introdu-
jeron para sujetar los numerosos adornos metálicos con los que se
pretendió realzar su belleza. Lo cierto es que en lugar de realzarla
la ocultaron y, así, cuando en 1908 la comisión de restauración
decidió quitar aquellos recubrimientos, el humo de las velas acumu-
lado sobre la superficie de la tabla, los retoques de colores y formas
añadidos, el icono apareció en la prístina sencillez con que Rublëv
lo concibió e hizo que los restauradores se estremecieran de emo-
ción ante su singular belleza. En cuanto a la mano del pintor, habría
que subrayar con Ortega que todo cuadro es vida humana objetiva-
da, un ente surgido de la realidad primaria que es la vida, la vida del
pintor. Por eso Ortega afirma que para comprender un cuadro, para
tratar de saber lo que dice, es preciso revivirlo, procurar meterse en
la vida del que lo pintó y reproducir las emociones que sintió al
crearlo 1. También Kandinski afirma que «cada cuadro encierra mis-
teriosamente toda una vida, toda una vida con muchos sufrimientos,
dudas, horas de entusiasmo y de luz» 2. La vida de Rublëv está
1
ORTEGA Y GASSET, Velázquez, Madrid, Revista de Occidente, 1968, pág
67.
2
VASILY KANDINSKI, De lo espiritual en el arte, Barcelona, Barral, 1978,
pág. 24
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concentrada en su mano, en esa mano ausente que nos ha dado el


icono de la Trinidad y que es, al mismo tiempo, mano de santo
porque, casi con la evidencia de la belleza que creó, fue canonizado
en 1984 con motivo del milenio de la creación de la iglesia orto-
doxa.

1. EL VIDENTE, EL ARTISTA Y EL HERMENEUTA

«A Dios nadie lo vio jamás. Lo reveló el Hijo unigénito que está


en el seno del Padre» (Jn 1, 18). Y a pesar de esta radical afirmación
de San Juan, las Sagradas Escrituras están llenas de versículos que
expresan el deseo del orante y de todo buscador de Dios por religar-
se con El, por contemplarlo cara a cara. El corazón humano siente
el deseo de buscar la faz del Señor (Sal 27, 8) y por eso trata de
apelar a los sentimientos de Yahvé para que se enternezca y se
muestre: «¿Por qué ¡oh Yahvé! te mantienes tan alejado y te escon-
des en el tiempo de la angustia? (Sal 10,1), ¿hasta cuando esconde-
rás de mí tu rostro? (Sal 13, 2). El buscar el rostro de Dios, el llegar
a la visión que hace innecesaria la fe, es el fin de todo creyente, la
representación de la eterna bienaventuranza. Con esta recomenda-
ción a la búsqueda del rostro del Señor comienza San Agustín su
Tratado sobre la Trinidad 3. Y, sin embargo, San Juan es concluyen-
te: «A Dios nadie lo vio jamás», como también son concluyentes los
testimonios de muchos que dicen haber visto a Dios: Isaías, Eze-
quiel, Daniel..., Jacob cuyo nombre Israel significa «el que ha visto
a Dios». Si todos esos —comenta San Juan Crisóstomo— hubieran
visto propiamente la sustancia divina, no la habría visto cada uno de
modo diverso, pues esa sustancia es simple, sin figura ni composi-
ción 4. La multiplicidad de las visiones es compatible con la radical
invisibilidad de Dios pues es éste por boca de Oseas el que dice: He
multiplicado mis visiones y he sido representado por las manos de
los profetas (Os 12, 11).
3
SAN AGUSTÍN, La Trinidad, Obras Completas, t.5, Madrid, BAC, 1985,
Libro I, Cap 3
4
SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre el Evangelio de San Juan, Madrid,
Ciencia Nueva, 1996, t.1, p. 193
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En el intento por acercarse a la visión del rostro de Dios, no


todo creyente por muy sincero que sea y por mucho que perdure
en su búsqueda, puede llegar a las mismas aproximaciones. Existe
una verdadera jerarquía de los videntes que se presume paralela a
las mismas jerarquías angélicas que permanecen presentes en el
imaginario colectivo. El propio San Pablo nos dice que fue arre-
batado al tercer cielo (Cor. 2, 12) como dando a entender implí-
citamente tal jerarquización. Lo encontramos claramente expresado
en el libro del Éxodo cuando Yahvé se revela al pueblo de Israel:
«Yo vendré a ti en densa nube, para que vea el pueblo que yo
hablo contigo y tengan siempre fe en ti» (Ex 19, 9). La nube es
una primera manifestación pero dentro de ella oculta, a su vez,
otros misterios y manifestaciones. El pueblo de Israel, que es un
pueblo escogido entre todos, es el único que puede ser testigo de
esa manifestación de Dios. Pero el pueblo escogido solo puede ser
testigo de aquella visión a una cierta distancia. Moisés, por orden
de Yahvé, establece un límite que el pueblo no puede traspasar.
«Guardaos de subir vosotros a la montaña y de tocar el límite,
porque quien tocare la montaña morirá» (Ex 19, 12). Un poco más
se podrán acercar Aarón, Nadab, Abiú y los setenta ancianos que
adorarán desde lejos. (Ex 24, 1). La gloria de Yahvé, se aparecía
a los ojos del pueblo como un fuego devorador sobre la cumbre
de la montaña. Solo Moisés penetró dentro de la nube y subió a
la montaña quedando allí cuarenta días y cuarenta noches (Ex 24,
18). La misma manifestación la volvemos a encontrar cuando
Moisés penetra en su tienda a alguna distancia del campamento y,
una vez que entraba en ella, la columna de nube se paraba a la
entrada de la tienda como cerrando el paso a cualquier otra per-
sona. En ella (Ex 33, 10), «Yahvé hablaba a Moisés cara a cara
como habla un hombre a su amigo». Sin embargo el hablar cara
a cara no significa que Moisés viera la faz del Señor, pues, aún
en el diálogo íntimo de la tienda, Moisés pretende ir más allá y
pide a Yahvé: «muéstrame tu gloria» (Ex 33, 19), pero Yahvé le
dice: «mi faz no podrás verla porque no puede hombre verla y
vivir» (Ex 22, 10). Lo máximo a lo que puede llegar Moisés es
a ver la espalda de Dios porque Él le cubre con una mano mientras
pasa (Ex 33, 22). Solo con la visión de la espalda de Yahvé el
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rostro de Moisés queda transfigurado, resplandeciente y, por eso,


el pueblo tenía miedo de acercarse a él. Moisés tiene que ponerse
un velo sobre el rostro que solo se quitaba cuando entraba a hablar
con Yahvé (Ex 34, 33 - 35). A pesar de esa evidencia, María, la
hermana de Moisés, pone en tela de juicio ese privilegio: ¿Acaso
solo con Moisés habla Yahvé?, ¿No nos ha hablado también a
nosotros? (Num 12, 2). Aquí el propio Yahvé tiene que poner las
cosas en orden y ratificar que Moisés es su hombre de confianza
con quien habla cara a cara y claramente, es decir, sin figuras,
mientras a los profetas les habla en visiones y en sueños (Num 12,
6-8). Parece existir un deseo de Yahvé tanto por revelarse a sus
elegidos como el de graduar con velos y distancias la pureza de
su revelación. Límites y prohibiciones en el ascenso a la montaña,
la mano sobre el rostro de Moisés, el mismo velo sobre el rostro
de éste, las prescripciones en torno a las diez cortinas que cubren
la morada o habitáculo del templo (Ex 26) y del velo de lino torzal
que separa el lugar santo del lugar santísimo (Ex 26, 33).
Si bien todos aspiran a la visión, sólo un elegido, Moisés, lo
verá cara a cara. Quienes lo vean de lejos tendrán que completar esa
visión con la palabra de Moisés. En aquella jerarquía existe una gran
diferencia entre quien tiene conocimiento de Dios por la palabra de
otro y quien realmente ha visto. La visión es siempre superior a la
palabra. Del discurso a la visión existe un camino ascendente como
lo expresa la evolución de Job que concluye con: «Solo de oídas te
conocía pero ahora te han visto mis ojos» (Job 42, 5). Entre quien
habla de Dios sin haberlo visto y quien ha conversado con El cara
a cara o incluso quien ha sido testigo de alguna teofanía, media una
gran distancia, la misma que media entre el vidente y el artista y
entre éste y el hermeneuta.
El artista que pretende aproximarse a lo sagrado, que quiere
revelarnos con su obra el rostro de Dios, tiene que alimentarse ne-
cesariamente bien de su propia visión, bien de los detalles que otros
videntes dieron de la suya. En el Antiguo Testamento vemos cómo
el artista es un diseñador de velos. Son personas como Besabel y
Oliab en quienes Yahvé puso inteligencia y sabiduría para esculpir
y tejer en diversos dibujos el jacinto y la púrpura, el carmesí y el
lino (Ex 35, 30 - 35). Esos velos y formas que siguen en todo las
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prescripciones de Moisés, a la vez que velan, denotan la proximidad


de Dios, son signos de cercanía, que buscan expresamente colores y
calidades angélicos (Ex 35, 31).
En el Nuevo Testamento, aún siendo válidos los anteriores es-
quemas, se produce un tremendo cambio de perspectiva. La Encar-
nación supone la definitiva entrada de la imagen, de la forma, en la
esencia divina. La Encarnación —dirá Von Balthasar— es insupera-
ble, no hay otra forma más bella, otra posible visión de Dios 5. Es
la Encarnación la que, mejor que cualquier discurso, justifica la
valoración de la imagen como mediación hacia el rostro de Dios. El
cristianismo, como indica Débray, es la única religión en la que la
imagen toca en lo más vivo la esencia de Dios 6. Dios tiene imagen,
tiene figura y ahí se basará San Juan Damasceno para fundamentar
su decisiva defensa de las imágenes como mediación necesaria hacia
Dios. Jesucristo es una revelación, un des-velamiento de Dios y por
eso, cuando exhala su espíritu, el velo del templo se rasga (Mt 27,
51). Al Dios invisible «lo reveló el Hijo unigénito que está en el
seno del Padre», es Él el que, al humanizarse, rompe cualquier dis-
tancia entre Dios y el hombre. San Pablo, en el comentario al Éxodo
que realiza en 2 Cor, 3, enfatiza sobre la novedad que supone el
Nuevo Testamento. No se trata como hacía Moisés de ocultar su
rostro refulgente con un velo incomparable con el rostro descubierto
de Cristo. La obsesión, fundada en el miedo, que tenían los judíos
por velar un rostro de belleza caduca como el de Moisés, se ha de
trocar por un espíritu libre que alza los velos y que pretende que
nuestros rostros sean espejos que reflejen la imagen del Señor.
También los velos se refieren no solo a la visión de la imagen, sino
a la interpretación y lectura de la palabra del Antiguo Testamento,
es decir, a la hermenéutica. Los judíos siguen leyendo el Antiguo
Testamento con velos en sus ojos y en sus corazones, pero solo la
imagen de Cristo nos ayudará a desvelar el sentido de las palabras
veterotestamentarias. «Dichosos los ojos que ven lo que vosotros
veis, porque yo os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver
lo que vosotros veis y no lo vieron» (Lc 10, 23 -24).
5
URS VON BALTHASAR, Gloria. Una estética teológica, Madrid, Encuentro,
t1. La percepción de la forma, p. 83
6
RÉGIS DEBRAY, Vie et Mort de l’image, Paris, Gallimard, 1992, p. 101.
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No obstante, a pesar del rasgamiento y de la eliminación de


velos, el rostro de Dios sigue sin descubrirse en el rostro de Cristo.
Evidentemente Jesús mismo en el Evangelio de Juan dice: «Quien
me ve a mí, ve al Padre», pero esa afirmación viene precedida de
una expresión de extrañeza: «¿tanto tiempo hace que estoy con
vosotros y no me habéis conocido? (Jn 14, 9). Todo el proceso de
visibilidad cotidiana, de contacto con el rostro de Cristo, con los
frecuentes milagros, no es suficiente para que sea reconocido como
Dios. Aunque los velos hayan desaparecido, y tal vez precisamente
por eso, Jesucristo sigue siendo el Dios escondido del que hablaba
Isaías (Is 45, 15). Un Dios que se oculta en su misma cercanía y
accesibilidad. La respuesta que Pascal ofrece al salmista ¿por qué
me escondes tu rostro?, es que Dios quiere disponer más la voluntad
que el espíritu. La claridad perfecta serviría al espíritu y perjudicaría
a la voluntad. Si no hubiera oscuridad el hombre no sentiría su
corrupción, si no hubiera luz no esperaría remedio. Así que —con-
cluye Pascal— no solo es justo sino útil para nosotros que Dios esté
oculto en parte y descubierto en parte ya que es igualmente peligro-
so al hombre conocer a Dios sin conocer su miseria que conocer su
miseria sin conocer a Dios 7. La efímera visión de Dios tiene la
función de espolear el deseo de verlo más: ¿adónde te escondiste
Amado y me dejaste con gemido? La visibilidad de Dios tiene como
trasfondo lo invisible. «Él es la imagen del Dios invisible, primogé-
nito de toda criatura» (Col 1, 15), pero como, con toda lógica, co-
menta San Juan Crisóstomo: «Quien es imagen de alguien que es
invisible es también él invisible. De lo contrario no sería su ima-
gen» 8. El mismo San Pablo en otra de las paradojas a las que nos
tiene acostumbrados afirma: «No ponemos nuestros ojos en las co-
sas visibles sino en las invisibles, pues las visibles son temporales
y las invisibles eternas» (2Cor 4, 18). En un sentido lógico, poner
los ojos en las cosas invisibles es absurdo a no ser que se esté
hablando de otro modo de percepción, de otro órgano de la mirada
capaz de penetrar en lo invisible y descubrir otras realidades.

7
PASCAL, Pensées C. IV, 335 en Oeuvres Complètes, Paris, Gallimard,
1954
8
SAN JUAN CRISÓSTOMO, Op. cit., p. 194
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Es esta posibilidad la que se desprende de todo el Evangelio y


las Escrituras. La visión de lo invisible es posible, ante todo por la
voluntad inescrutable de Jesucristo: «Nadie conoce al Padre sino el
Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelárselo» (Lc 10, 22) y así,
Jesús solo se transfigura ante tres apóstoles. Pero también puede
llegarse a la visión tratando de enternecer a Dios con un ruego como
el del ciego Bartimeo: ¡Señor que vea! (Mc 10, 51) en cuyo caso se
nos exigirá un largo proceso de purificación de la mirada, que lave-
mos nuestros ojos en la piscina de Siloé (Jn 9,7). Ya en el Éxodo,
antes de la manifestación de Yahvé en forma de nube, el pueblo
debió lavar sus vestidos y prepararse durante dos días (Ex 19, 10).
La posible visión de Dios exige purificar el corazón: «Bienaventu-
rados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8).
La mirada arrastra a todo el individuo hacia la salvación o la per-
dición. «si tu ojo derecho te escandaliza, sácatelo y arrójalo de ti,
porque mejor es que perezca uno de tus miembros que no que todo
tu cuerpo sea arrojado en la gehenna» (Mt 5, 29). «La lámpara de
tu cuerpo es tu ojo; si tu ojo es puro todo tu cuerpo estará ilumina-
do» (Lc 11, 34). La mirada pura que exige el Evangelio es una
mirada intencional, dirigida por el corazón, por el deseo de Dios,
por una especie de eros divino. El corazón está allá donde está su
tesoro, aquello que considera más preciado, más bello, y no es ca-
sual que San Mateo relacione este pasaje con el de la pureza de la
mirada (Mt 6, 19 - 23). Solo un corazón puro es capaz de orientar
la mirada hacia lo invisible. Cuando San Juan de la Cruz habla de
«los ojos deseados que tengo en mis entrañas dibujados» está refi-
riéndose al deseo de hablar con Dios cara a cara. Dios puede ser
encontrado en el dibujo que de sus ojos tenemos en lo más íntimo
de nuestro corazón. Un proceso que es el mismo que describe San
Pablo: «Todos nosotros a cara descubierta, reflejamos como espejos
la gloria del Señor y nos transformamos en la misma imagen de
gloria en gloria como movidos por el Espíritu del Señor» (2 Cor 3,
18). La imagen que reflejamos, el dibujo de los ojos por los que
deseamos ser mirados es lo más parecido a una definición del icono.
El iconógrafo, el artista divino, parte del presupuesto de que la
imagen es una mediación, un puente hacia las realidades invisibles.
Por otra parte, sabe que la realización de la imagen no depende solo
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del dominio de una técnica pictórica o el manejo de unos materiales,


sino, sobre todo, de la purificación del corazón. A diferencia de
cualquier obra de arte, más que establecer un vínculo entre el artista
y el espectador, el icono lo que pretende es desaparecer, constituirse
como vía estética hacia el prototipo, hacia una imagen que está
reflejada en nuestro interior y a la que aspiramos asemejarnos. Es
como esas aguas del Mar Rojo que desaparecen para llevarnos a una
tierra prometida. Para llegar a esa imagen interior y prototípica, el
iconógrafo necesita una larga labor de ascesis, de oración y de es-
tudio. Su aspiración, como dice Máximo el Confesor, es la de mirar
con el ojo de Dios 9. El icono surge, pues, de la oración y su fina-
lidad es la de constituirse como lugar de oración para elevarnos
hacia Dios. Prepararse para pintar un icono es hacerlo para la cele-
bración de una sagrada liturgia 10. Antes de iniciar su actividad el
iconógrafo debe realizar sus oraciones, encomendarse a San Lucas,
patrón de los artistas, y pedir a Dios que ilumine y dirija su alma
para la realización de su tarea. También ruega por todos aquellos
que oren ante el icono que se está preparando para realizar 11. La
oración antes de iniciar la obra tiene que continuarse a lo largo de
todo el proceso creativo y, en particular, se ha de concentrar en la
invocación del santo o misterio que va a tratar de representar. Man-
tener el silencio, pedir consejo a Dios sobre la elección de los co-
lores, darle gracias cuando el icono ha sido concluido, hacerlo bende-
cir para ponerlo sobre el altar o ser el primero en rezar ante él, son
otras tantas normas que el pintor de iconos debe seguir 12.
Algo similar a lo que hace el iconógrafo tiene que ser realizado
por el crítico o hermeneuta de un determinado icono. Aunque más
alejado de lo invisible que el vidente o que el artista que ha ensa-
yado su representación, el hermeneuta de iconos comparte con aque-
llos una misma fe. Su misión, al igual que la del testigo de una
teofanía, o que la del iconógrafo es la de servir de mediador entre
el orante y lo invisible. La hermenéutica de un icono no puede

9
Cit. por Paul EVDOKIMOV, Teología de la belleza, Madrid, Publicaciones
Claretianas, 1991, p. 10
10
JIM FOREST, Orar con los iconos, Santander, Sal Terrae, 2002, p. 42
11
Ibid, p.45
12
Ibid, p. 45 y 47
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prescindir de la pretensión sagrada que preside todo proceso de


creación. El hermeneuta no debe ser un crítico de arte al uso que se
limita a resaltar los aspectos formales de una obra. Para ayudar a ver
el sentimiento místico de unión con Dios que ha impulsado la crea-
ción del icono, el hermeneuta tiene que ser él mismo un fervoroso
creyente, un orante que hace camino junto a otros orantes. Como ha
señalado Corbin, «La posición del hermeneuta espiritual - la de
aquel que da a los versículos de las escrituras o a vestigios y formas
del mundo sensible una interpretación más profunda que la letra o
apariencia ¿no es semejante a la del artista que tiene que hacer
aparecer sobre una superficie plana una tercera dimensión? La tarea
del hermeneuta espiritual implica también una profundización de
perspectiva» 13. Por esta razón, también el hermeneuta, tanto al ini-
cio como en el transcurso de su actividad interpretadora debería
someterse a las mismas normas de ascesis y de oración que el pintor
de iconos. Ha de pedir ayuda para saber discernir la verdadera ima-
gen de las imágenes engañosas, sin dejarse llevar tampoco por un
escepticismo disolvente. La tendencia contemporánea hacia una teo-
logía negativa, fundada en la sospecha hacia las imágenes, tiende a
resolverse en la afirmación de la abstracción como única forma de
expresión de lo sagrado. Así, por ejemplo, lo hace Amador Vega,
interpretando la dimensión mística de la pintura de Rothko 14. Tal
visión puede aludir a una rica tradición que se remonta hasta Ec-
khart y su concepto de Entbildung o de desnudamiento de las imá-
genes 15 (15). «El arte abstracto —dice— en su más alto grado vuel-
ve a encontrar la libertad, libre de todo prejuicio o academicismo»,
pero, para él, esa libertad con respecto a la forma figurativa externa,
con la correspondiente búsqueda de una figura interna, portadora de
un mensaje secreto, representa la muerte del arte. Solo un arte epi-
fánico cuya expresión culminante es el icono, podría hacerlo resu-
citar 16. En el mismo sentido, Corbin señala que la «desmaterializa-

13
HENRY CORBIN, Templo y contemplación, Madrid, Trotta, 2003, p. 186
14
AMADOR VEGA, Zen, mística y abstracción, Madrid, Trotta, 2002, p. 109
y sgs
15
WOLFRANG WACKERNAGEL, Ymagine denudari. Ethique de l’image et
métaphisique de l’abstraction chez Maître Eckhart, Paris, Vrin, 1991.
16
EVDOKIMOV, Op. cit., p. 69
MEDITACIÓN ANTE EL ICONO DE LA TRINIDAD ANDREI RUBLËV 511

ción liberadora» de la abstracción que tiene como fin la abolición de


formas y figuras, es una ilusión engañosa. Para él, por el contrario,
la figura y el objeto, lejos de ser una coerción, liberan a aquel que
contempla y medita 17. ¿En qué se convertiría un mundo sin faz, sin
rostro, es decir, sin mirada? La abstracción no tiene por qué ser
incompatible con la evocación de un mundo suprasensible de formas
espirituales, no tiene por qué identificarse con el agnosticismo o con
el rechazo de un mundus imaginalis de formas y figuras de pureza
arquetípica. Hay que recordar, sin embargo, que el pintor de iconos
en su época dorada medieval, mantiene un arte conscientemente
simbólico que aspira a un realismo místico. La labor del hermeneuta
será la de trasladar al mundo de hoy la experiencia y el mensaje del
iconógrafo.

2. ABRAHAM, RUBLËV, NOSOTROS

Siguiendo el esquema de los principios trazados, vamos a apli-


carlos a continuación al icono de Rublëv. Su visión de la Trinidad
está inspirada en el capítulo 18 del Génesis que nos relata la apari-
ción de Yahvé a Abraham en el encinar de Mambré. Abraham es,
pues, el vidente, el centro de un relato que luego tenderá a ser
representado; veámoslo: «Aparecióse Yahvé un día en el encinar de
Mambré. Abraham estaba sentado a la puerta de la tienda a la hora
del calor y alzando los ojos, vio parados cerca de él a tres varones.
En cuanto les vio, salióles al encuentro desde la puerta de la tienda
y se postró ante ellos diciéndoles: Señor mío, si he hallado gracia a
tus ojos, te ruego que no pases de largo « (Gn 18, 1-2). La tradición
teológica ha estado de acuerdo en considerar que esta aparición es
una prefiguración de la Trinidad, pues, efectivamente, se dice pri-
mero: aparecióse Yahvé y luego se presenta bajo la forma de tres
hombres a los que Abraham se dirige utilizando el singular: Señor.
Puede observarse también que se da una confluencia entre la libre
decisión de Yahvé de aparecerse: «aparecióse», y una actitud recep-
tiva de Abraham. Él es ya un hombre muy mayor, a punto de cum-

17
CORBIN, Op. cit., p. 188
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plir noventa y nueve años, a quien ya se ha aparecido Yahvé en dos


ocasiones anteriores, que los Capítulos 15 y 17 del Génesis nos han
relatado. En la primera, Yahvé, aparecido en una visión, le ha pro-
metido, una descendencia numerosísima como las estrellas del cielo
y Abram le creyó (Gn 15, 1 - 16). Poco después, a los ochenta y seis
años, a Abram le nació su hijo Ismael engendrado con su esclava
Agar (Gn 16, 16). Trece años más tarde, cuando tiene noventa y
nueve, Yahvé vuelve a aparecerse a Abram y sella con él una alian-
za, le cambia de nombre a él y a su mujer, que en adelante pasarán
a llamarse Abraham y Sara, y les promete que Sara dará a luz un
hijo. Abraham no acaba de creerse la palabra de Yahvé y se reía en
su interior de esa promesa: ¿conque a un centenario le va a nacer un
hijo y Sara ya nonagenaria va a parir? (Gn 17, 17). Es en esa situa-
ción, de nuevo inicio, de cambio de nombre, cuando tiene lugar la
visita de los tres varones. Abraham se encontraba a la puerta de su
tienda, en una actitud meditativa, casi somnolienta, mirando al sue-
lo, a la hora del calor y de la siesta. Por su mente pasarían los
acontecimientos más recientes, la promesa de Yahvé cuya realiza-
ción no acaba de comprender. El es un hombre de fe que, al menos
desde que cumplió setenta y cinco años, cuando Yahvé le pidió que
levantase sus tiendas para dirigirse a la tierra de Canaán (Gn 12, 4),
siempre había estado dispuesto a seguir sus más mínimas indicacio-
nes. Ahora, no puede tomar a broma la promesa de que tendrá un
hijo, pero se le escapa en qué forma, dada su ancianidad y la de su
mujer, podrá eso realizarse. Su reciente circuncisión, como la del
resto de los varones de su casa, para sellar el pacto con Yahvé
posiblemente le resultaría una exigencia difícil de comprender. Pon-
derando todos esos acontecimientos, buscando su luz y su sentido,
preguntándose cuáles serían los designios de Dios para con él que
acababa de cumplir cien años, Abraham se hallaba sentado a la
puerta de su tienda junto al encinar de Mambré. Cuando hete aquí
que, levantando los ojos, vio a tres varones como dando una res-
puesta a su oración. Abraham supo descubrir enseguida que esos
tres varones formaban una unidad divina y, por esta razón, se postró
por tierra en signo de sumisión y se dirigió hacia ellos en singular:
«Señor mío» les dijo. A continuación, ya utilizando el plural les
trató de retener, ofreciéndoles su hospitalidad: «Haré traer un poco
MEDITACIÓN ANTE EL ICONO DE LA TRINIDAD ANDREI RUBLËV 513

de agua para lavar vuestros pies y descansareis debajo del árbol y


os traeré un poco de pan y os confortareis; después seguiréis pues
no en vano habéis llegado hasta vuestro siervo» (Gn 18, 4-5). Abra-
ham les dio de comer pan tierno cocido por Sara, ternero asado,
leche cuajada y recién ordeñada, y poniéndoselo todo delante, «se
quedó junto a ellos debajo del árbol mientras comían» (Gn 18, 8).
Uno de ellos le dijo: «Dentro de un año por esta época volveré sin
falta y ya tendrá un hijo Sara tu mujer» (Gn 18, 10). Sara que oía
desde la puerta de la tienda al varón que hablaba y que estaba bajo
la encina, de espaldas a ella, se rió, como antes lo hiciera Abraham,
diciendo: ¿Cuando estoy ya consumida voy a rejuvenecer siendo ya
también viejo mi señor? (Gn 18, 12). Pero Yahvé reitera su prome-
sa: «¿Hay algo imposible para Yahvé? El próximo año por este
tiempo volveré y Sara tendrá un hijo» (Gn 18, 14).
Este episodio delicioso nos remite a un mundo primitivo y naïf,
en el que la cercanía con Yahvé y sus emisarios llega hasta el punto
de que Abraham y Sara se comportan ante ellos como niños travie-
sos que ocultan sus risas. Sabemos de la seriedad de Abraham y de
lo terrible que puede ser la cólera de Yahvé que, en el capítulo
siguiente del Génesis, procederá a la destrucción de Sodoma y
Gomorra. Pero, precisamente por eso, el capítulo de la visita de los
tres varones, resulta como un paréntesis enternecedor, como un re-
manso de paz, un momento de contemplación. Podríamos hablar de
algún otro vestigio del Dios trino en el Antiguo Testamento, pero
esta irrupción de los tres varones es quizás el más explícito de todos.
Lo más destacable es que esta teofanía de la Trinidad se manifiesta
como una experiencia existencial de Abraham. La Trinidad irrumpe
en un determinado momento de su existencia para anunciarle el
cumplimiento de una promesa de vida, de fecundidad y de esperan-
za. Abraham, antes de ver a los tres varones, estaba en una actitud
de completa apertura, de total disponibilidad, de siervo. Su sensibi-
lidad para percibir a Dios en su nueva manifestación se une a su
deseo de retenerlo, ardores de posesión lo llamará San Agustín. Es
una experiencia común a todos los místicos el deseo de retener la
visión que saben provisional: ¡Quédate con nosotros porque la tarde
cae!, dicen los discípulos de Emaús; ¡Qué bien se está aquí, haga-
mos tres tiendas!, dicen los discípulos en el Tabor. Abraham retiene
514 CARLOS EYMAR

a sus tres huéspedes festejándolos con sus mejores presentes. Sólo


después de haber sido agasajados realizan el anuncio de su promesa.
La escena tiene el sabor inequívocamente oriental de estética nóma-
da del desierto, del mundo semítico y rural del que surgirán las
parábolas de Cristo. Recuerda al cuento de Tagore del rey que pide
trigo al campesino y le devuelve en oro el pequeño grano que éste
le dio. Recuerda también el episodio de Eliseo que también, después
de haber recibido hospedaje por un matrimonio de Sunam, pagó a
sus anfitriones con el nacimiento de un niño y, luego, con su pos-
terior resurrección (Reyes 4, 8 - 38).
La tradición teológica discutió mucho sobre la verdad de aquella
manifestación trinitaria. En especial San Agustín en el De Trinitate,
se detiene con morosidad en el análisis de la manifestación. Como
luego hará San Juan Crisóstomo, San Agustín afirma que en su
esencia la divinidad es invisible. «Nosotros sentenciamos —dice—
que Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo jamás se aparecieron a los
ojos del cuerpo, a no ser mediante la criatura corpórea sujeta a su
dominio» 18. Así, por ejemplo, las epifanías del Espíritu en forma de
paloma, de fuego, no significa que el Espíritu Santo beatificase a la
paloma, al soplo o al fuego, o que los uniese eternamente a su
persona. En su sustancia el Espíritu es tan invisible e inmutable
como el Padre y el Hijo. Sin embargo, tales manifestaciones cum-
plen una función. «Porque los corazones de los hombres, movidos
por los prodigios de las epifanías corporales vinieron a la contem-
plación de aquellos sucesos siempre presentes en la misteriosa eter-
nidad» 19. Esto es lo que pasa con la teofanía de los tres varones. La
dificultad que se plantea al intérprete en el caso de la aparición en
el encinar de Mambré es la de explicar cómo si los tres varones eran
Padre, Hijo y Espíritu, pudo el Hijo adoptar una forma humana.
¿Cómo pudo antes de su encarnación ser visto en condición de
hombre?, ¿cómo le fueron lavados los pies y pudo participar en
banquetes humanos? San Agustín afirma que esas preguntas podrían
plantearse con sentido si a Abraham solo se hubiese aparecido un
hombre y este fuera el Hijo de Dios. Pero al haberse aparecido tres

18
De Trinitate, Libro II, Cap. 8
19
Ibid, Libro II, p.191
MEDITACIÓN ANTE EL ICONO DE LA TRINIDAD ANDREI RUBLËV 515

mancebos, no siendo ninguno de ellos superior a los demás en porte,


edad o poder, ¿por qué —concluye San Agustín— no ver aquí vi-
siblemente insinuada mediante la criatura visible, la igualdad suma
de la eternidad, y en las tres personas una misma naturaleza? La
voluntad de Dios reina sobre todas las formas, sobre todas las cria-
turas espirituales y materiales, que puede utilizar para manifestarse
cuando lo juzgue oportuno, aunque nunca se revele en su esencia
por ser esta inconmutable y más íntima y misteriosamente sublime
que todos los espíritus creados 20. Así pues, en la manifestación de
los tres enviados, ángeles de Yahvé, a Abraham tenemos una forma
que prefigura la Trinidad y que enciende nuestros corazones en el
deseo de una profundización en ese misterio inabarcable.
Como para Abraham, la Trinidad se presenta a San Agustín
como una experiencia existencial, como un misterio que, tarde o
temprano, aparece en la pregunta sobre el yo. En general, en la
tradición patrística, la doctrina de la Trinidad, lejos de ser una forma
de especulación abstracta, fue siempre una cuestión de experiencia
religiosa tanto litúrgica como mística y, muchas veces, incluso poé-
tica 21. En las primeras formulaciones tras el Concilio de Nicea,
hechas por los padres Capadocios en el siglo IV, lo que estaba
presente no era una preocupación especulativa, sino una preocupa-
ción por la salvación del hombre 22. San Agustín, aparte de sus con-
sideraciones originales, en diálogo con los principales autores de su
tiempo, comienza su prodigiosa reflexión sobre la Trinidad en el
año 400 cuando tiene cuarenta y seis años, y solo la concluirá en el
416, a los sesenta y dos, en el año en que también concluye la
Ciudad de Dios 23. Se trata, por tanto, de una obra de madurez,
cuando no de vejez, que expresa la dificultad de la reflexión. Es una
empresa personal, alimentada por su experiencia mística de Ostia
relatada en las Confesiones, y el anhelo de situar el amor por encima
de todos los conceptos. Las consideraciones sobre la Trinidad jamás
se sitúan en un mundo descarnado que prescinda del hombre y de la
historia. Muy al contrario, Agustín, al tratar de explicar e iluminar
20
Ibid, p. 296
21
JOHN MEYENDORF, Teología bizantina, Madrid, Cristiandad, 2002, p.33
22
Ibid
23
LUIS ARIAS, Introducción a La Trinidad, Op. cit., p. 24
516 CARLOS EYMAR

la vida interior de Dios, está arrojando luz al mismo tiempo sobre


el alma humana y sobre el sentido de la historia. En su Libro XI que
principia la Segunda Parte de la Ciudad de Dios, se sugiere (Capí-
tulo 13) que la semilla de la Ciudad de la Buena Esperanza como
final de la historia está en el imperativo del amor y de una vuelta
a la casa paterna, a la imagen de la Trinidad en la que el amor no
tiene tropiezo 24. La concepción trinitaria de Agustín es, pues, muy
próxima a la vida y muy sensible al orientalismo y las teofanías del
Antiguo Testamento.
La proximidad entre Oriente y Occidente, los elementos de diá-
logo que se dan inicialmente entre los Padres griegos y latinos, va
a resquebrajarse. Como ha señalado Guerra, el proceso de heleniza-
ción de la Trinidad lleva a una concepción de Dios que se hace más
sustancia y naturaleza que persona y, por tanto, a una teología tri-
nitaria lógica e inevitablemente desligada de la historia 25. Hay, cier-
tamente una diferente perspectiva entre la filosofía latina que inter-
preta la persona como un modo de naturaleza, y los griegos, que
piensan la naturaleza como el contenido de la persona. La diferencia
teórica se traduce en la práctica en que para el cristianismo bizan-
tino, la Trinidad constituye una experiencia primaria y concreta,
mientras que para los latinos la unidad del ser divino sirvió como
punto de partida a una teología trinitaria 26. El aliento místico que
sostiene la teología de Agustín, su equilibrio entre la razón y la
voluntad, entre verdad y amor, se romperá más tarde en otros auto-
res latinos que se inclinarán hacia una concepción de la Trinidad
eminentemente intelectualista. A esta divergencia hay que añadir la
polémica desatada en torno a la interpolación que hicieron los lati-
nos del término Filioque en el Credo, la cual se introdujo por pri-
mera vez en España en el siglo VI como medida para reforzar la
postura anti-arriana de la Iglesia española 27. Que el Espíritu Santo
procede solo del Padre como sostienen los griegos o del Padre y el
Hijo como se acabó aceptando en Roma en 1014, fue uno de los

24
La Ciudad de Dios en Obras de San Agustín, t. 16, p.739
25
SANTIAGO GUERRA, «El misterio trinitario como tema teológico-espiri-
tual» en Revista de Espiritualidad nº 238, p.63
26
MEYENDORF, Op. cit., p. 335
27
Ibid, p. 172
MEDITACIÓN ANTE EL ICONO DE LA TRINIDAD ANDREI RUBLËV 517

motivos principales del Cisma. Los argumentos de Focio dados en


866: «El Filioque es una interpolación ilegítima, destruye la monar-
quía del Padre y relativiza la realidad de la existencia personal o
hipostática en el seno de la Trinidad», resumían el núcleo de una
discusión acentuada por una disputa en la interpretación de textos de
los Padres que ni siquiera como San Agustín se habían pronunciado
expresamente sobre el tema 28. De lo que no cabe duda es de que en
el pensamiento occidental se reconoce la primacía ontológica de la
unidad esencial sobre la diversidad personal en Dios, mientras que
para la religiosidad bizantina la Trinidad se sitúa en el centro de su
experiencia religiosa como una realidad incomprensible, no reducti-
ble a simple esencia que se revela actuando en el ámbito de lo
inmanente 29.
La distinta perspectiva teológica tiene su incidencia en el ámbito
de la representación estética. Hasta los siglos XI y XII, la cercanía
estética de Oriente y Occidente es una evidencia. Como ha señalado,
la Edad Media se extingue cuando desaparecen los ángeles, cuando
el icono deja paso a la imagen alegórica y el pensamiento indirecto
al directo. El fin del arte románico, radicalmente iconográfico, se-
ñala el momento en que Occidente abandona Oriente 30. Por influen-
cia de la adopción de la física de Aristóteles en el siglo XIII, las
cosas pierden su dimensión trascendente. El realismo perceptivo y la
influencia de la poética aristotélica, basada en la imitación, condu-
cen a la búsqueda de una imagen naturalista que pierde su sentido
simbólico. Desde el punto de vista del arte religioso supone también
un cambio. En el arte románico, como sucede en el oriente bizan-
tino, predominan los intentos por representar los misterios gloriosos,
a un Dios triunfante sobre el sufrimiento o la muerte. Occidente, por
el contrario, acabará por gravitar exclusivamente alrededor de la
cruz 31.
Son estas tradiciones las que pueden ayudar a explicar la inspi-
ración de Andrea Rublëv (1360 - 1430). En el siglo XIV en el
mundo ortodoxo, la teología trinitaria está dominada por el gran
28
Ibid, p. 172 y sgs
29
Ibid, p. 341
30
EVDOKIMOV, Op. cit., p. 172
31
Ibid, p. 174
518 CARLOS EYMAR

Gregorio Palamas que trata de aplicar a Dios la clásica distinción


aristotélica entre naturaleza y energía. La energía divina refleja la
vida común de las Tres Personas, expresa el amor perfecto entre
ellas, la llamada pericóresis o co-inherencia entre ellas, la perfecta
unidad de energías que no implica fusión. Es el amor el que une las
tres hipóstasis divinas y, por medio de su «energía» o «acción»
común se derrama sobre los que son dignos de recibirlo 32. El pen-
samiento bizantino, al rechazar una reducción del ser de Dios al
concepto filosófico de simple esencia, afirma al mismo tiempo la
realidad plena de la Trinidad ad intra, igual que su multiplicidad
como creador ad extra 33. La posibilidad de participar en la totalidad
de Dios, en la vida trinitaria, implica también que lo trascendente
actúa en lo inmanente. La raza humana que está en continuo proceso
de fragmentación y multiplicación solo podrá recuperar su unidad
por una adopción por el Padre en Cristo, es decir, convirtiéndose los
hombres en hijos de una hipóstasis que genera, sin fragmentación o
multiplicación 34. En la línea de Palamas, el teólogo laico, Nicolás
Cabasilas (1320 - 1390) defendió una teología de comunión con
Dios sin caer en el escolasticismo o en la polémica con los latinos.
Lo que Palamas había expresado en términos conceptuales, Cabasi-
las lo expuso como una realidad existencial no solo para los monjes
hesicastas, sino al alcance de cualquier cristiano 35.
La inspiración de esos grandes teólogos de Bizancio en el siglo
XIV, la encontramos llevada a la práctica por San Sergio (1313 -
1392). Su nombre de pila era Bartolomé, pero el 7 de octubre de
1937, fiesta de los santos Sergio y Baco, hizo profesión de fe mo-
nástica ante el presbítero Mitrofán, adoptando el nombre del prime-
ro. La devoción a San Sergio, joven sirio, oficial del ejército, mar-
tirizado en el siglo IV por defender su fe, estaba muy extendida en
Rusia. La adopción de ese nombre, aparte de su vinculación al fer-
vor popular, significó para Bartolomé el deseo de hacer de su exis-
tencia monacal un martirio constante aunque sin necesidad de derra-
mar su sangre. El cambio de nombre tuvo lugar en una ermita que
32
MEYENDORF, Op. cit., p. 345
33
Ibid, p. 346
34
Ibid, p. 340
35
Ibid, p. 201 y sgs
MEDITACIÓN ANTE EL ICONO DE LA TRINIDAD ANDREI RUBLËV 519

Bartolomé había edificado junto con su hermano mayor Esteban en


un pueblecito llamado Radonez, en la región de Moscú. Desde muy
joven había sido amante de lo que la tradición rusa conoce con el
nombre de pustinia, es decir, desierto. Para un ruso —dice Catherine
Hueck— la expresión significa algo más que un simple lugar geo-
gráfico. Designa un lugar tranquilo y solitario donde se desea vivir
para encontrar a Dios, a ese Dios que mora en nosotros; designa
también lugares auténticamente solitarios y aislados a los que se
retiran buscando a Dios en soledad, silencio y oración durante toda
su vida algunos hombres» 36. No es lo mismo el pustinik que el
eremita. El pustinik es un hombre hospitalario y acogedor, cuyos
ojos brillaban de alegría cada vez que recibía a un huésped, era un
hombre de pocas palabras, pero que escuchaba con profunda aten-
ción 37. La vocación de servicio hacia los demás sin dejar la vida
eremítica fue atrayendo a otras personas que fueron poblando el
desierto de Sergio. Es así como éste decide fundar en 1340 la Laura
(monasterio) de la Santísima Trinidad de la que se hace cargo como
higúmeno (abad) el presbítero Mitrofán 38. La Troitskaia Sergiev
Laura se convierte en el periodo de pocas décadas en un espectacu-
lar centro de vida espiritual, en parte por la atracción ejercida por
San Sergio que, desde el año 1354, con motivo de la muerte de
Mitrofán, se hace cargo de la dirección del monasterio. La invoca-
ción de la Santísima Trinidad es todo un programa espiritual y
político, que Sergio da al pueblo ruso como una invitación a vivir
en la vida trinitaria, fundamento de la hospitalidad del pustinik, y a
superar las diferencias y la desunión de los príncipes rusos. La
devoción a la Santísima Trinidad en torno a cuya Iglesia, donde hoy
se veneran las reliquias de San Sergio, se fueron añadiendo la cate-
dral de la Dormición con su cinco cúpulas azules punteadas de es-
trellas de oro y la cúpula central enteramente de oro, y otras iglesias,
constituye aún hoy el centro de la vida espiritual rusa. También
tiene un claro significado político, pues los higúmenos de Zagorsk,
en su búsqueda de la unidad y de superación de las luchas de los

36
CATHERINE HUECK DOHERTY, Pustinia, Madrid, Narcea, 1980, p.30
37
Ibid
38
JOAN LLOPIS, San Sergio el monje ruso, Barcelona, CPL, 1997
520 CARLOS EYMAR

señores feudales, siempre apoyaron sin reservas a la familia princi-


pesca de Moscú en su ascensión al poder absoluto. Por esta razón
los príncipes la frecuentan. En 1380, Dimitri Douskoj va a pedir la
bendición de San Sergio antes de la célebre batalla de Kulikovo
frente a los tártaros, y la tradición rusa lo presentará como una
especie de Moisés en su lucha contra los amalecitas. Dimitri vencerá
en la primera gran batalla para la liberación rusa, Iván el Terrible
fue a Zagorsk en una de sus crisis de arrepentimiento y también allí
está enterrado Boris Godunov bajo cuyo mando, al final del siglo
XVI, desaparece la familia de los ruríkidos 39 (39). La vinculación
entre San Sergio, el pueblo, la Trinidad y los príncipes de Moscú
marca toda la historia rusa. Es esta inspiración y mezcla la que hace
que, en 1815, el zar Alejandro I redactara el Tratado de la Santa
Alianza, el cual se firmaba bajo la advocación de la Muy Santa e
Indivisible Trinidad, símbolo de fraternidad 40.
Cuando San Sergio muere en 1392, Andrei Rublëv tiene treinta y
dos años. El se ha formado en la Laura de la Trinidad bajo la inspira-
ción mística de San Sergio que le ha transmitido una honda devoción
a la Trinidad. Sin embargo Rublëv abandona el monasterio de la Tri-
nidad en una especie de ejercicio de teología negativa, de Entbildung,
y así es como comienza la película de Tarkovski, con el inicio de un
viaje místico y una aventura estética que desembocará en la realiza-
ción del icono de la Trinidad. El propio San Sergio, debido a las di-
ficultades crecientes en el gobierno de la Laura de la Trinidad, la
abandonó en el año 1358 para entregarse durante cuatro años a la vida
eremítica de la que solo le volvieron a sacar los ruegos apremiantes
de los monjes y de los jerarcas de la iglesia ortodoxa 41. El espectácu-
lo de los conflictos y de las miserias humanas, de celos en el mismo
interior del monasterio, se acumulan a las terribles visiones de la
crueldad de las guerras de los príncipes rusos y a las humillaciones
impuestas al pueblo ruso por la dominación tártara, especialmente tras
su derrota en Kulikovo. Rublëv es testigo, en sus viajes alrededor de
Moscú, del modo de ser del pueblo ruso, de sus mezquindades, gran-
39
BEPPE DEL COLE, Olga y Gorbachov. Mil años de cristianismo en Rusia,
Madrid, Ediciones Paulinas, 1989, p.99
40
Vid. mi libro De la historia y concepto del desarme, Madrid, 2001, p. 65
41
LLOPIS, Op. cit., p.12
MEDITACIÓN ANTE EL ICONO DE LA TRINIDAD ANDREI RUBLËV 521

dezas y, en especial, de su paciencia ante el sufrimiento. A esas expe-


riencias se une la maduración en su lenguaje pictórico, gracias al
magisterio de Teófanes el griego y de su mirada purificada por un
prolongadísimo voto de silencio. Tras muchos años de vida austera,
de oración y penalidades en el monasterio Andronikov de Moscú,
Rublëv ya tiene sesenta y cinco años. Es entonces cuando recibe el
ruego de Nicon, el que fue su higúmeno y seguía siéndolo de la Laura
de la Trinidad, para que pintara un icono en memoria de San Sergio
dedicado precisamente a la Trinidad. Para Rublëv la realización de
ese icono al final de su vida significa un ensayo de testamento espiri-
tual, de reconciliarse con su pasado y con sus antiguos detractores. Es
también una afirmación del sentido del arte y del icono, un reconoci-
miento de que sus dotes artísticas tienen un sentido social al servicio
del pueblo. Es, sobre todo, una vuelta a la Trinidad de donde salió,
una acción de gracias a San Sergio que le introdujo en aquellos mis-
terios. La representación de la Trinidad en forma de ángeles que rea-
liza Rublëv adquiere, por tanto, una densidad biográfica e histórica
que la entroncan con toda esa rica tradición teológica bizantina que
ya hemos visto. También la elección de la Trinidad como tema funda-
mental manifiesta la tendencia de los iconógrafos hacia la expresión
plástica de los misterios gloriosos. Podía haber acentuado Rublëv el
dramatismo o el dolor de la oscura época que le tocó vivir, eligiendo
la expresión sufriente del crucificado. Pero en lugar de ello, e incluso
cuando representa al Cristo Juez, Rublëv opta por transmitir un men-
saje de misericordia y bondad. Asimismo, el icono de la Trinidad es
un prodigioso equilibrio de serenidad que irradia confianza en el des-
tino último, individual o colectivo, del ser humano, si bien no se pue-
da obviar la profunda melancolía que se desprende de la mirada de
los ángeles.
La representación de la Trinidad en forma de tres ángeles hecha
por Rublëv siguiendo el modelo de la aparición a Abraham y que,
como vimos, el mismo San Agustín consideró como una teofanía de
la Trinidad, fue erigido por el Concilio de los Cien Capítulos en 1551
como modelo de iconografía y de todas las representaciones de la
Trinidad 42. El mundo católico, sin embargo, siguió empeñado en

42
EVDOKIMOV, Op. cit., p. 248
522 CARLOS EYMAR

mantener una concepción de la Trinidad mucho más teórica que, en el


aspecto plástico, se mostraba reticente a aceptar cualquier representa-
ción de la Trinidad en forma de tres varones. El Papa Benito XIV en
su carta Sollicitudini Nostri, se oponía a cualquier representación de
la Trinidad en aquella forma 43. La cuestión ha ido cambiando en las
últimas décadas con una creciente apertura hacia una concepción de
Dios más radicalmente trinitaria y hacia una mayor valoración de una
estética gloriosa. Guerra reconoce la esterilidad de esa teología trini-
taria construida a base de sutilezas racionales y abstraída de la histo-
ria salvífica, fuera o más allá de la cual no hay en ningún caso acceso
al misterio inmanente de Dios, destacando a este respecto el axioma
de Rahner: «La Trinidad económica es la Trinidad inmanente» 44.
Asimismo, en cuanto a la valoración de la dimensión estética hay que
destacar la ingente obra de Von Baltahasar en cuya Estética Teológi-
ca, así como en su Teodramática, la dimensión trinitaria ocupa un
lugar central 45. Pero, sobre todo, ha sido el Papa Juan Pablo II quien
en su carta Tertio millenio adveniente quiso que el año 2000, tras el
trienio dedicado respectivamente al Hijo Jesús, al Espíritu Santo y al
Padre, estuviese consagrado a la Santísima Trinidad. En un hermoso
librito que lleva por título ¿Qué belleza salvará el mundo?, el carde-
nal Martini expresa en pocas palabras el cambio de perspectiva en la
consideración católica del misterio trinitario: «La Trinidad —dice—
no es ya un teorema abstracto ni una serie de simples relatos, sino
algo que sentimos dentro y que nos hace vibrar al unísono con el
misterio divino. Desde este centro espiritual es posible reconsiderar
las preguntas sobre el mundo y sobre la historia, no para obtener res-
puestas teóricas y más o menos desconectadas de nosotros, sino para
intuir cuál debe ser nuestra implicación personal de amor y de mise-
ricordia con la que la Santísima Trinidad ha creado el mundo y lo
ama para conducirlo a su plenitud» 46. En lo que respecta a la valora-
43
Cit. por ROLAND MAISONNEUVE, Les mystiques chrétiens et leurs visions
de Dieu un et trine, Paris, Cerf, 2000, p. 188
44
GUERRA, Op. cit., p. 69
45
Vid. por ejemplo el último tomo de su Teodramática t.5 cuyo título es
El último acto y que consagra todo un capítulo al Mundo desde la Trinidad, p.
61 y sgs
46
MARTINI, ¿Qué belleza salvará el mundo?, Estella, Verbo Divino, 2001,
p.20
MEDITACIÓN ANTE EL ICONO DE LA TRINIDAD ANDREI RUBLËV 523

ción de los iconos también es Juan Pablo II el que ha definido un


cambio de perspectiva. En 1987, con motivo del XII centenario del
Concilio de Nicea II, que declaró el fin de la lucha iconoclasta, Juan
Pablo II publicó la carta Duodecimum saeculum que constituye una
auténtica invitación a saber descubrir la belleza de los iconos, que
habrá de llevarnos hasta el autor de la belleza. En ese mismo año el
Patriarca de la iglesia ortodoxa, Dimitros I, publicó también una En-
cíclica con el mismo propósito, con lo cual la oración ante los iconos
se convierte en un punto de convergencia espiritual entre Oriente y
Occidente.

3. EL ICONO DE LA TRINIDAD: COMPOSICIÓN, COLOR Y EXPRESIÓN

Puede uno imaginar el estado de espíritu de Rublëv cuando re-


cibió el encargo del higúmeno Nicon de pintar un icono para la
Laura de la Trinidad. Él ya es un hombre de edad avanzada para la
época. Posiblemente, de creer la versión que nos da Tarkovski, lle-
vaba ya muchos años de silencio absoluto sin coger los pinceles. Tal
vez llegara a plantearse la cuestión: ¿cómo un hombre a mis años
puede afrontar semejante reto?, ¿cómo sacar la suficiente energía
creativa de un cuerpo desgastado? Su situación era análoga a la de
Abraham cuando recibió la visita de los tres ángeles que le prometen
que va a engendrar un hijo a los cien años. La Trinidad es manifes-
tación de la belleza suprema cuya contemplación engendra capaci-
dad de vida, de creación estética. Tras la contemplación de sus tres
huéspedes bajo la encina de Mambré, Abraham es capaz de engen-
drar a Isaac con su mujer Sara. Es un hombre nuevo al que Yahvé
acaba de dar un nuevo nombre, por eso es visitado por la Trinidad,
por eso, contra toda esperanza, es capaz de dar vida. Lo mismo pasa
con Rublëv para quien el encargo de Nicon es el anuncio providen-
cial que pone a prueba toda su capacidad creativa. Tal vez, como
San Agustín que solo culminó su De Trinitate a los sesenta y dos
años tras un largo proceso de más de quince, Rublëv haya ido
madurando en su interior la imagen de la Trinidad hasta que se le
brinde la ocasión vital de ensayar su representación. Antes de pintar
este icono Rublëv era un célebre iconógrafo que había realizado
524 CARLOS EYMAR

obras de una gran belleza como el sublime Salvador de Zvenigo-


rod 47. No obstante, la Trinidad es su indiscutible obra maestra como
El Quijote, escrita a los cincuenta y cinco años, fue la novela que
transformó a Cervantes de gran novelista en escritor genial univer-
salmente reconocido. Así el icono de la Trinidad tiene el carácter de
hijo de la fe que testimonia un renacimiento espiritual. ¿Cómo pue-
de nacer el hombre siendo viejo? es la pregunta de Nicodemo cuya
respuesta conocemos: por el agua y el espíritu (Jn 3, 5). Hay que
nacer de arriba para entrar en el Reino de los cielos (Jn 3, 7). El
renacimiento espiritual se realiza siempre sobre las cenizas de un
hombre y de un mundo antiguos. Isaac se estaba gestando en el
vientre de Sara cuando Sodoma y Gomorra eran destruidas por una
lluvia de azufre y fuego (Gn 19, 24), Agustín concluye el De Tri-
nitate cuando hacía poco que las huestes de Alarico habían incen-
diado Roma, y, en la memoria de Rublëv cuando iniciaba el icono
de la Trinidad estaban las guerras civiles de los príncipes rusos y las
batallas contra los tártaros; también la dolorosa hoguera que hicie-
ron con sus iconos en la catedral de la Anunciación. De las cenizas
del pasado, el hombre que nace de arriba puede extraer la fuerza
suficiente para volver a crear vida y remontarse a una unidad supe-
rior, a una nueva síntesis fundada, casi en términos hegelianos, en
la memoria de lo quemado.
Ante todo es esta pretensión de unidad la que hemos de resaltar
en el icono de la Trinidad de Rublëv. Es una representación en la
que prevalece la voluntad de síntesis, de unidad, de simplicidad,
como las del propio misterio que se trata de representar. La Trinidad
es unidad de la multiplicidad, de tres personas distintas e iguales.
Por tanto la representación debe buscar una forma cuya percepción
unifique la mirada del espectador o del orante. Ello solo es posible
si, a su vez, el artista parte de una mirada unificadora. Rublëv quiere
encontrar este foco unificador en la mirada del vidente, en aquél que
realmente vio a los tres ángeles bajo la encina de Mambré. En la
tradición iconográfica rusa, y concretamente en la escuela de No-
vgorod, se había acudido a la representación de la escena de la visita

47
Un comentario sobre este icono puede verse en HENRI NOWEN, La belleza
del Señor, Madrid, Narcea, 2000, p. 55 y sgs
MEDITACIÓN ANTE EL ICONO DE LA TRINIDAD ANDREI RUBLËV 525

de los tres varones a Abraham pero partiendo de un punto de vista


objetivo. Es decir, aparecen en ese icono los tres ángeles en torno
a una mesa sobre la que se posan tres copas y, en un nivel inferior
fuera de la mesa, se representan a Abraham y Sara formando parte
de la escena. La genialidad de Rublëv consiste en haber transferido
el punto de vista del espectador ajeno al punto de vista de Abraham.
Sin duda Rublëv, antes de pintar el icono, habría dado muchas
vueltas al Capítulo 18 del Génesis y habría reparado en ese versícu-
lo 8 donde se dice que Abraham «se quedó junto a ellos debajo del
árbol mientras comían». Sara estaba más alejada, en la puerta de la
tienda desde la que solo podía ver sus espaldas. Rublëv se identifica
con Abraham y se imagina el espectáculo que éste presenció: cómo
los tres ángeles comían y conversaban entre ellos, una pura contem-
plación de la teofanía de la Trinidad. Rublëv quiere reproducir esa
escena sublime que vio Abraham y, para ello, comparte con él un
elemento de identificación. Así como la Trinidad le anunció a Abra-
ham el nacimiento del hijo de su vejez, así también se presenta al
viejo Rublëv para anunciarle la realización de su último icono, aquél
que atraerá hacia ella una innumerable descendencia de orantes. La
mirada unificadora de Rublëv suprime elementos accidentales, redu-
ce las tres copas de la anterior iconografía a una sola copa, excluye
a Abraham y Sara y lo enfoca, como casi todo el arte iconográfico,
desde una perspectiva inversa, sin efecto de profundidad ni líneas de
fuga hacia la lejanía, que contribuye a resaltar la cercanía de los
personajes 48.
Es a la unidad a la que hay que dirigir la primera mirada del
espectador del icono, antes de que pueda perderse en consideracio-
nes de detalle. Con el icono sucede algo parecido al efecto de una
pieza musical. Si llegamos a un análisis detallista de cada compás,
de cada nota, el efecto armónico que ejerce sobre el espíritu queda
perdido por completo. Esos son los peligros de la deconstrucción,
del desmontaje que, a veces, se transforma en una destrucción del
objeto. La verdad, como ha señalado Von Balthasar, es sinfónica.
En toda la creación, la pluralidad de elementos que componen la

48
Sobre esto puede verse PINO PARINI, Los recorridos de la mirada, Bar-
celona, Paidos, 2002, p. 142 y sgs
526 CARLOS EYMAR

orquesta adquieren sentido cuando interpretan, bajo la dirección de


Cristo, la sinfonía de Dios. La unidad de la composición procede de
Dios 49. Dios es fuente de unidad y lo mismo cabría decir del artista
religioso, del iconógrafo que trata de aproximarse a la imagen divi-
na. Y, sin embargo, es preciso acudir también a los detalles. Para
poder desarrollar la riqueza de la totalidad musical que el composi-
tor tiene en su mente, la orquesta ha de reunir la mayor pluralidad
instrumental posible. Dios, la Trinidad, es unidad, pero, al mismo
tiempo, es riqueza. Como señala Fray Luis de León en los Nombres
de Cristo: «Porque se ha de entender que la perfección de todas las
cosas y señaladamente de aquellas que son capaces de entendimien-
to y razón, consiste en que cada una de ellas tenga en sí a todas las
otras, y en que siendo una, sea todas cuanto le fuere posible, porque
en esto se avezina a Dios que en sí lo contiene todo» 50. La infinita
riqueza de Dios jamás podrá ser apresada por el teólogo o por el
artista, pero lo será tanto más cuanto su obra sea más rica y abar-
cadora. La difícil síntesis de riqueza y unidad la realiza de forma
genial el icono de Rublëv y, al hacerlo, se «avezina» más a la rea-
lidad a que nos quiere conducir: La Trinidad una e infinitamente
rica, sinfonía suprema que aglutina a todas las criaturas del uni-
verso.
A la hora de analizar los elementos que integran la unidad del
icono de la Trinidad, no podemos más que mencionar los puramente
materiales: madera, preparación de la superficie, calidad de las pin-
turas etc. Es sabido que el icono no se pinta directamente sobre la
madera, sino que ésta exige un largo y complicado proceso de pre-
paración. Luego, el esbozo preliminar del dibujo tiene que transfe-
rirse a la superficie ya preparada del icono donde luego comenzará
el proceso de dar el color con témpera al huevo, mezclado con
pigmentos naturales reducidos a polvo 51. El tablero del icono de la
Trinidad, como por otra parte solía suceder con otros muchos, está
rebajado con respecto a los márgenes que le sirven de marco y
protección. Ese marco se nos aparece hoy suavemente desgastado
49
VON BALTHASAR, La verdad es sinfónica, Madrid, Encuentro, 1980
50
FRAY LUIS DE LEON, De los nombres de Cristo, Madrid, Espasa, 1977,
p.20
51
FOREST, Op. cit., p. 42 y 43
MEDITACIÓN ANTE EL ICONO DE LA TRINIDAD ANDREI RUBLËV 527

por el paso de los siglos contribuyendo a una acentuación del valor


estético del icono. Luego vendría el esbozo del dibujo que se realiza
antes de ser transpuesto al soporte. Aquel esbozo, algo así como el
esqueleto del dibujo y que sirvió de base a la pintura definitiva
realizada por Rublëv, sería algo así como una tupida red de líneas
y formas geométricas a la que después se irían adaptando las figu-
ras. Si cualquier observador toma una reproducción del icono de
Rublëv y, con un papel de calco, dibuja los contornos o ensaya
reconstruir las figuras geométricas que lo enmarcan, la innumerable
red de diagonales, ejes verticales y horizontales que lo atraviesan, se
quedará sorprendido de la maraña aparentemente ininteligible que lo
entreteje. Es una composición que recuerda una tela de araña y más
antes de ser transpuesta a la superficie preparada. Una tela de araña
que adquiere todo su significado simbólico, pues el propósito de
Rublëv es tejer sus redes para atrapar al espectador, para que su
mirada quede atraída, hipnotizada, quede pegada a esa red invisible
como queda la mosca en el tejido de la araña. Rublëv fue atrapado
en las redes de la Trinidad, en la imagen que a lo largo de su vida,
desde su ingreso en la Laura de San Sergio, se fue haciendo patente
en su interior. Esa misma imagen tejida con el mismo sentido geomé-
trico de la araña, es la que nos atrapa a nosotros, la que hace que,
después de haber contemplado este icono, no se pueda uno sacudir
su poder hipnótico. Cuando sea levantado sobre la tierra atraeré a
todos hacia mí. El poder de atracción de la Cruz, integrada como
veremos en el icono de la Trinidad, tiene que ver con la misión de
Cristo que conduce todo hacia el Padre, pero también con la condi-
ción de punto, de lugar geométrico situado en lo más alto. El alma
necesita geometría para elevarse, resbalar por las líneas, abismarse
en el centro. ¿Qué sino puntos son las estrellas del firmamento que
engendran nuestros deseos más altos (de-siderium)? El icono de la
Trinidad de Rublëv es, en este sentido, un importante ejercicio de
geometría, de estudio de la proporción y de la medida al mismo
tiempo que, como todo icono, tiene un carácter primario de tela, de
velo. El protoicono es el velo de la Verónica sobre el que se impri-
mió el rostro de Cristo. Todo icono es una impresión en el doble
sentido del término. Impresión indeleble de una imagen en el alma
del artista e impresión o cuasi impresión del esbozo por él dibujado
528 CARLOS EYMAR

sobre la superficie preparada de la madera. El icono tiene una tex-


tura ideal de velo que sugiere la posibilidad de ser arrancado de la
superficie en que está pintado para ser utilizado como velo del tem-
plo, y no otra cosa es en el fondo el iconostasio. El icono de la
Trinidad es fácil imaginarlo como el último velo, tejido con plumas
angélicas, ondulado por un suave soplo, que oculta al Dios invisible
en el recinto más secreto del templo.
Pero pasemos al análisis concreto de toda esa oculta geometría.
En primer lugar. siguiendo el sentido del exterior al interior, tene-
mos los propios límites del tablero que, como ya hemos señalado,
están laminados por el tiempo de modo que sus aristas, suavemente
onduladas, atenúan la geometría del conjunto, la humanizan como el
viento del desierto hizo con las pirámides de Egipto. Tras el marco,
la figura geométrica más exterior de la composición de la superficie
rebajada del icono, es un octógono irregular, cuatro de cuyos lados
coinciden con los bordes interiores de aquél. La forma del octógono,
solo sugerida, es fácilmente observable si damos la vuelta a cual-
quiera de las reproducciones del icono. Tres de los lados del octó-
gono coinciden con las líneas del estrado sobre el que reposan los
pies de los ángeles. El octógono es una forma muy utilizada en
arquitectura antigua y medieval. Se han relacionado las plantas oc-
togonales con la figura del emperador 52 (52), aunque otros también
lo han considerado como un símbolo de regeneración espiritual en
cuanto que el octógono representa un intermedio entre el cuadrado
y el círculo 53. En la idea de renacimiento espiritual estarían inspi-
rados los numerosos baptisterios de base octogonal, como el de la
Iglesia de San Esteban, que establecen así un vínculo simbólico
entre el agua, el cirio y el octógono 54. Ese simbolismo que se ajusta
muy bien a la idea de nacer de arriba por el agua y el espíritu, se
completa muy bien con una hermosa definición que del icono nos
ofrece: El icono como ventana abierta al octavo día 55 (55). El octó-
gono que utiliza Rublëv para delimitar sutilmente su Trinidad es una

52
SANTIAGO SEBASTIAN, Mensaje simbólico del arte medieval, Madrid, En-
cuentro, 1996, p. 159
53
CIRLOT, Diccionario de símbolos, Barcelona, Siruela, 1997
54
SEBASTIAN, Op. cit., p. 158
55
EVDOKIMOV, Op. cit., p. 72
MEDITACIÓN ANTE EL ICONO DE LA TRINIDAD ANDREI RUBLËV 529

alusión indirecta al octavo día, día de gloria, de humanidad nueva,


de transfiguración de todas las realidades negativas ante la mirada
de Dios. La ventana octogonal que Rublëv ofrece para vislumbrar el
«octavo día de la creación», no nos presenta, sin embargo, a la
Trinidad como una realidad alejada en el tiempo y en el espacio. Por
efecto de la perspectiva inversa, las figuras de los ángeles se nos
echan literalmente encima, y la cercanía del día de gloria parece
decirnos que la ventana es al mismo tiempo un espejo. El adveni-
miento del octavo día, la revelación de la Trinidad, es el reflejo de
nuestro renacimiento espiritual por el agua, es decir, por la limpieza
de nuestro corazón y por el Espíritu de la verdad que «nos comunica
las cosas venideras» (Jn 16, 13).
En otro espacio más reducido de composición, pero cuyos lími-
tes también coinciden con tres de los bordes interiores del marco del
icono, tenemos un cuadrado cuya línea superior queda definida a la
altura del extremo superior del sitial del ángel de la izquierda. Toda
la escena se concentra en el área de ese cuadrado, un símbolo cla-
ramente terrenal que coincide con algunas representaciones medie-
vales de la tierra. Es la expresión geométrica de la cuaternidad, de
todos los procesos de ordenación en los que el cuatro ocupa un
papel decisivo. Las figuras geométricas cuaternarias, frente a las
ternarias, tienen un carácter más estático y definido. El mundo está
orientado gracias a los cuatro puntos cardinales, a las cuatro estacio-
nes, a las cuatro edades del hombre 56. Al integrar el cuadrado en la
representación de la Trinidad, Rublëv parece decirnos que la Trini-
dad no es ajena al mundo ni a sus esquemas de ordenación. Esque-
mas cuaternarios y ternarios pueden completarse. Panikar ha ex-
puesto una concepción cosmoteándrica de la Trinidad, según la cual
ésta sería una síntesis dinámica del cosmos, de Dios y del hombre 57.
Pero, a su vez, en cada uno de esos ámbitos podemos definir mode-
los de orden cuaternario. Como criterio ordenador del cosmos tene-
mos los cuatro elementos: aire, agua, tierra y fuego, o la sucesión de
las cuatro estaciones. Como ordenador de la vida del hombre tene-
mos sus cuatro edades: infancia, juventud, madurez y senectud.
56
CIRLOT, Op. cit.
57
RAIMON PANIKAR, La Trinidad y la experiencia religiosa, Barcelona,
Obelisco, 1989
530 CARLOS EYMAR

Como base de la vida de religación con Dios tenemos la cuatro


virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza o los
cuatro Evangelios, asociados a la visión de los cuatro tetramorfos
con los que comienza la profecía de Ezequiel: hombre, león, toro y
águila. Esos tetramorfos son como una delimitación simbólica del
Paraíso terrenal que, como nos dice el Génesis (Gn 2, 12-14) estaba
rodeado por cuatro ríos. La Trinidad aparece ubicada así en ese
espacio paradisíaco de esplendor, en el trono de gloria que, según
Ezequiel (Ez 1, 26-28), enmarcan las figuras angélicas de los tetra-
morfos. Al mismo tiempo que celeste, la Trinidad aparece cercana
a la tierra en virtud de los mecanismos de asociación que se pueden
establecer entre los esquemas de ordenación cuaternarios. Así, por
ejemplo, además de a cada uno de los Evangelios, cada tetramorfo
puede asociarse a un elemento, el águila al aire, el león al fuego, el
buey a la tierra y el hombre al agua 58.
Como figura geométrica más interior tenemos un círculo, inscri-
to en el cuadrado, cuyo centro está en la mano del ángel situado en
el medio. El círculo como símbolo de perfección, de plenitud, donde
coinciden principio y fin, la ida y la vuelta, el alfa y el omega. A
diferencia de muchos maestros italianos que inscribían a sus ángeles
en marcos circulares y dorados, Rublëv prefiere dejar al espectador
que adivine el círculo formado por los propios contornos de los
ángeles, como si quisiera decir que son ellos mismos y no el pintor
la fuente de su perfección 59. Además, lo decisivo no es tanto el
círculo como el centro que permite el trazado de círculos cada vez
más amplios que van más allá de la representación del propio icono
y que engloban a todas sus figuras geométricas. A partir de la mano
del ángel del centro, la llamada del icono se propaga como la onda
expansiva del agua tranquila en la que se ha arrojado una piedra,
como las ondas sonoras que se propagan por el aire desde el badajo
que tañe la campana. Es una llamada general a la perfección que
quiere ofrecer como modelo el círculo íntimo de la vida trinitaria.
No se acaba ahí la presencia del círculo en el icono. Lo encontramos
de forma manifiesta en los tres halos que, en igualdad de tamaño y

58
CIRLOT, Op. cit.
59
EVDOKIMOV, Op. cit., p. 272
MEDITACIÓN ANTE EL ICONO DE LA TRINIDAD ANDREI RUBLËV 531

color, rodean como símbolo de santidad y perfección las cabezas de


los tres ángeles. Tres intensos focos de luz, tres soles que unen su
luz gozosa e inmortal en un solo círculo de gloria que es cantado
perpetuamente por voces de santos a la hora de las vísperas 60. Por
último, el perfil de los tres cuartos, habitualmente utilizado en
muchos iconos y que Rublëv aplica en el suyo, se inscribe también
en un esquema circular. La cabeza y la cara corresponden a dos
círculos secantes. La unión de los centros de esos círculos constitu-
ye el eje en el que se sitúan los ojos. La dirección de la nariz se
consigue trazando un ángulo recto con respecto al eje de los ojos.
Como ha señalado Zibawi, la fina mirada icónica encuentra en aquel
esquema circular su fundamento interno 61.
Inscrito en el círculo, hay trazado un hexágono regular que tiene
su vértice superior en la cabeza del ángel central. De ahí, descienden
sus lados siguiendo la dirección de las miradas y los respaldos de los
sitiales. Puede descubrirse otro hexágono, esta vez irregular, cons-
tituido por la línea superior del altar y las líneas de los estrados
comunes al octógono exterior. El significado del hexágono no apa-
rece tan claro como el de las otras figuras geométricas, aunque ya
veremos que el hexágono regular está producido desde dentro por el
giro de un triángulo equilátero. San Agustín tanto en el De Trinitate
como en La Ciudad de Dios trata de demostrar siguiendo, compli-
cados cálculos numéricos, que el número seis es la base para calcu-
lar el tiempo de gestación del cuerpo de Cristo y el tiempo de la
edificación del templo de Jerusalén. Como estuvo Jonás en el vien-
tre de la ballena tres días y tres noches, así estará el Hijo del hombre
en el seno de la tierra tres días y tres noches (Mt 12, 40), tres más
tres, indica el tiempo de la resurrección, de la nueva creación, así
como la primera tuvo lugar en seis días 62. También me atrevería
aquí a aventurar una nueva hipótesis. Toda la composición del cua-
dro apoya una continua invitación a entrar en la Trinidad: el octó-
gono, el cuadrado, el círculo constituyen otras tantas ventanas o
puertas hacia ella. El hexágono tiene la forma de una peculiar puer-
60
Así en el Himno de Basilio de Cesarea cit por MAISONNEUVE, Op. cit., p.
69
61
MAHMOUD ZIBAWI, Iconos. Sentido e historia, Madrid, Libsa, 1999, p.143
62
De Trinitate, Libro IV, Cap.5, Ciudad de Dios, Libro XI, Cap.30
532 CARLOS EYMAR

ta, la de la celdilla de la abeja en su enjambre. Algún Padre del


desierto llegó a comparar la actividad del ermitaño con la de la
abeja. Entrando en su celda, en la soledad y en la oración, el eremita
elabora en su corazón la miel del espíritu. El hexágono que sugiere
la Trinidad es pues una invitación a una vida de recogimiento, una
vida de ascesis que trata de imitar el tiempo que Jonás estuvo en el
vientre de la ballena, que Jesús estuvo en el sepulcro, y que prefi-
gura una nueva creación, una promesa de dulzura, de una tierra que
mana leche y miel.
Del hexágono pasamos al rectángulo que está solamente intuido
en la mesa que tapan, en parte, las túnicas de los ángeles. Al igual
que el cuadrado, tiene un significado claramente terrenal, tanto en el
sentido geográfico puesto que en algunas topografías antiguas la
tierra se representa como un cuadrado largo 63, como en el de ser una
forma querida por el hombre. De hecho, el rectángulo es considera-
do como la más racional, segura y regular de todas las formas
geométricas que el hombre prefiere a la hora de construir sus espa-
cios vitales y elaborar objetos para la vida, empezando por la mesa 64.
En el icono hay también un pequeño rectángulo debajo del altar, de
gran importancia simbólica. Como las otras figuras geométricas
comporta una invitación a entrar, aunque en este caso se trate de una
verdadera entrada al interior pues es el único elemento del icono que
sugiere un doble plano, un fondo invisible. Es una puerta abierta al
misterio, una vía de comunicación con la Trinidad. Algún escritor
como Nowen ha señalado que «ese espacio rectangular habla del
camino estrecho que conduce a la casa de Dios. Es el camino del
sufrimiento...su posición en el altar significa que hay un lugar en la
mesa divina para aquellos que quieren participar en el sacrificio
divino ofreciendo su vida como testigos del amor de Dios» 65. Por
ser el lugar de las reliquias de los mártires, esa entrada rectangular
es, al mismo tiempo, una invitación a llevar el sacrificio hasta el
extremo. Solo el que muere a sí mismo puede penetrar en el misterio
de lo invisible, un mensaje que reduplica con otros matices el que
63
Cosmas Indicopleustres en el siglo VI, cit por EBDOKIMMOV, Op. cit, p.
251
64
Vid. CIRLOT, Op. cit.
65
NOWEN, Op. cit., p.27
MEDITACIÓN ANTE EL ICONO DE LA TRINIDAD ANDREI RUBLËV 533

vimos a propósito del hexágono. También puede reconocerse en esa


entrada rectangular un abstracto símbolo mariano. Efectivamente
María está asociada a la Trinidad por estrechos vínculos, y volvere-
mos a ver su presencia en el icono. Es ella la ianua coeli, la puerta
del cielo, la llave del paraíso que quedó cerrado por el pecado de
Adán. La importancia que a María concede la Iglesia ortodoxa se
manifiesta en que el año litúrgico comienza con la Natividad de
María y concluye con la Asunción. María es pues el comienzo, la
entrada hacia nuestra salvación, un bálsamo para aliviar la dureza de
nuestro necesario sacrificio.
Para concluir con la serie de polígonos tenemos el triángulo,
figura tradicionalmente asociada en todas las iconografías a la repre-
sentación de la Trinidad. En concreto el triángulo equilátero ejem-
plifica de forma intuitiva la unidad de las tres personas divinas a
través de los tres lados iguales de una sola figura geométrica. En la
composición del icono de Rublëv, el triángulo equilátero se puede
descubrir si de los extremos de la mesa trazamos dos líneas a la
cabeza del ángel central, pero, al mismo tiempo, encontramos otro
triángulo equilátero opuesto con el vértice hacia abajo. La represen-
tación de la Trinidad como dos triángulos equiláteros opuestos, pri-
mero separados pero que al final acaban por unirse responde literal-
mente a la visión de la mística húngara Gitta Malaz 66 (66). El sentido
de la representación estriba en que el triángulo equilátero con el
vértice hacia arriba expresa un movimiento ascensional, en direc-
ción al cielo, mientras que el que tiene el vértice hacia abajo quiere
significar cómo las gracias de la Trinidad se derraman sobre la tie-
rra. En este sentido, en el pequeño triángulo invertido y truncado
que se encuentra en la parte inferior del icono, hallamos la mejor
muestra gráfica de esta idea. No hay otra palabra mejor que derra-
mamiento, que sugiere nuevamente la presencia indirecta del agua y
del bautismo, para descubrir el efecto del triángulo abierto hacia
abajo. Recordemos que una de las teofanías de la Trinidad en el
Nuevo Testamento la hallamos precisamente en el bautismo de Je-
sús. Tenemos aquí una nueva apertura de la Trinidad hacia la huma-

66
GITTA MALAZ, Les Dialogues tels que je les ai vécus, Paris, Aubier, 1984,
p. 191
534 CARLOS EYMAR

nidad, una nueva invitación para participar en ella, para nacer desde
arriba 67.
Pero no acaba ahí la presencia del triángulo en la composición.
Podemos encontrar de nuevo, reduplicando el simbolismo, dos trián-
gulos de mayor superficie cuyos vértices opuestos coinciden con los
vértices del hexágono regular que ya describimos y que se cortan
entre sí para formar una estrella de David. El significado de esta
estrella volvemos a descubrirlo de nuevo en el Apocalipsis: «Yo soy
la raíz y el linaje de David, la estrella brillante de la mañana» (Ap.
22, 16). María es esa stella matutina que se oculta como un secreto.
También la estrella nos remite a aquella estrella que supieron des-
cubrir los Reyes Magos de Oriente. Rublëv nos invita a descubrir
esa estrella de Oriente, y por tanto orientadora, en el interior de la
composición de su icono, como signo que puede conducirnos al
descubrimiento de la Epifanía. Uniendo los vértices de la estrella
volvemos a encontrarnos con el mismo hexágono inscrito en el cír-
culo. Recobran así todas las figuras geométricas un nuevo sentido
del interior al exterior que las engarza de una forma orgánica y
dinámica. El triángulo equilátero, girando hacia abajo, da origen a
la estrella la cual, al unir sus vértices, genera el hexágono que es
inscrito en el círculo que, a su vez, es inscrito en el cuadrado de
cuyos lados participa el octógono que enmarca el conjunto.
Sin tratarse de polígonos, hemos de tratar, por último, de dos
figuras que desempeñan un decisivo papel en la composición: la
cruz y el cáliz. La cruz está inscrita en el círculo. El tronco estaría
representado por la línea vertical que coincide con el diámetro del
círculo hasta la cabeza del ángel central, la línea transversal la ten-
dríamos a la altura de las aureolas de los dos personajes laterales.
No hay que menospreciar todo el simbolismo metafísico al que se
asocia la cruz. Dada la pretensión de Rublëv de transmitir un sen-
timiento de armonía y unidad, no cabe duda de que la cruz sirve
a esos fines. Como ha señalado Guénon, la cruz es un símbolo de
la unión de contrarios, la línea vertical representa un principio
activo y la línea horizontal el principio pasivo que, por analogía

67
En este sentido vid. Jesús CASTELLANO, Oración ante los iconos, Barce-
lona, CPL, p. 166
MEDITACIÓN ANTE EL ICONO DE LA TRINIDAD ANDREI RUBLËV 535

con el orden humano, pueden designarse como principio masculino


o femenino, que corresponden con el Purusha y Parktriti de la
tradición hindú o el Ying y el Yang de la tradición china. La unión
de los complementarios serviría para constituir así el «Andrógino»
primordial del que hablan todas las tradiciones 68. La Cruz como
símbolo metafísico estaría así asociada a la idea del ángel cuya
presencia resulta tan decisiva en el icono de Rublëv, o al concepto
de cuerpo glorioso que nos remite a una plena reconciliación
cósmica de todos los conflictos individuales o colectivos, engen-
drado por la separación de lo masculino y lo femenino 69. Pero,
sobre todo, la integración de la cruz en el icono de la Trinidad nos
está diciendo que la crucifixión de Jesús constituye un aconteci-
miento intratrinitario y, por ello mismo, no puede ser considerada
de forma aislada y absoluta. Sin la Trinidad y, por tanto sin la
resurrección, la muerte de Jesús en la cruz sería puro fracaso y
negación que haría vana nuestra fe. A la luz de la Trinidad, el
sacrificio y el dolor son asumidos y superados, son transfigurados
y glorificados. Ello no quita para que tanto desde un punto de vista
teológico, como desde el de la composición del icono, la cruz
desempeñe un lugar central. Si consideramos los perfiles de tres
cuartos a los que nos hemos referido, vemos cómo cada personaje
en el centro de su frente, entre las líneas que marcan sus ojos y
el eje de su nariz, se forma una cruz. La mirada de los ángeles
tiene pues su origen en la cruz aunque ésta esté inscrita en el
círculo que forman sus cabezas.
En cuanto al cáliz, Rublëv nos obliga a descubrirlo formado por
los contornos interiores de los ángeles de la izquierda y la derecha.
El gran cáliz que forman esas túnicas está inscrito en el círculo y
contiene la cruz. Nos sugiere, por tanto, una idea de sufrimiento
universal, de sacrificio expiatorio, pues la copa es siempre el recep-
táculo que recoge la sangre de las víctimas sacrificiales. De esta
forma gráfica, haciendo crecer la cruz del interior de la copa, Ru-

68
HENRY GUENON, El simbolismo de la Cruz, Barcelona, Philosophia Peren-
nis, 2003, p. 49
69
Vid. P. EVDOKIMOV, La mujer y la salvación del mundo, Salamanca,
Sígueme, 1980 o Norman O. BROWN, Eros y Tanatos. El sentido psicoanalí-
tico de la historia, Mexico, Joaquín Moritz, 1980.
536 CARLOS EYMAR

blëv nos presenta el universo como un inmenso recipiente que reco-


ge la sangre de Cristo, que se derrama desde la cruz. El sufrimiento
de toda la creación, los dolores de parto que padece todo lo creado,
se asocian a la cruz, encuentran en ella la respuesta al dolor, se
revisten, gracias a ella, de una enorme fuerza purificadora que afir-
ma y espera la vida: «La sangre de Cristo que por el Espíritu eterno
a sí mismo se ofreció inmaculado a Dios, limpiará nuestra concien-
cia de las obras muertas para dar culto al Dios vivo» (Heb 9, 14).
El misterio del cáliz lo presenta Rublëv siguiendo el procedimiento
de una muñeca rusa, llevándonos hacia una miniaturización. Dentro
del gran cáliz se encontrará otro cáliz más pequeño que también
forman los cuerpos de los ángeles sobre los bordes de la mesa, cáliz
altar de la tierra donde se concentran todos los dolores, donde se
inmolan todos los mártires, donde Abraham, el caballero de la fe se
dispone a sacrificar a Isaac, el hijo de la promesa. El último cáliz,
el que se halla sobre la mesa, el cáliz expreso, es el que parece
contener la solución: un cordero en miniatura que descubrieron los
restauradores al quitar los torpes añadidos realizados por pintores
posteriores. El agnus, el ignoto, el ignorado, el misterio, es el último
desvelamiento, un cántico apocalíptico de bienaventuranza: «Bien-
aventurados los invitados al banquete de las bodas del Cordero» (Ap
19, 9). Mediante el cáliz los cristianos tiene otra puerta de entrada
en el misterio de la Trinidad.
El tema del cordero nos sirve de punto de enlace para abordar
el significado del color en el icono de Rublëv. El sentido sacrificial
de la cruz y el cáliz, todas las implícitas referencias al dolor y la
sangre no se traducen apenas en la presencia del color rojo, salvo en
la túnica del ángel del centro, de color púrpura que simboliza el
amor divino, y el bermellón de los casi imperceptibles báculos. Toda
la sangre parece concentrarse, como si se tratara de un coágulo, en
el interior del cáliz, en la figura del cordero como si éste fuera el
lugar donde desembocan todos los dolores y sacrificios. La sangre
del cordero tiene tal poder de purificación que, a partir de él, todos
los colores se transfiguran y se hacen celestes. El color en Rublëv
se mueve en una exquisita gama de matices, rosa pálido y lila, verde
plateado, aunque, en general, en las vestiduras de los ángeles, pre-
domine el azul. Es el llamado azul Rublëv que traduce el color del
MEDITACIÓN ANTE EL ICONO DE LA TRINIDAD ANDREI RUBLËV 537

cielo, de la Trinidad y del Paraíso 70. También hallamos el oro puro


con diversos matices de dorados que están vinculados a la santidad,
al esplendor, lo imperecedero, la energía divina, la gloria de Dios y
la vida en el reino de Dios 71. Si bien la iconografía tiene un lenguaje
propio, resulta de gran fuerza interpretativa la teoría intuitiva de los
colores esbozada por Kandinski para el que el azul y el amarillo son
los dos colores principales que producen efectos contradictorios.
Existe un parentesco físico entre el azul y el negro y el amarillo y
el blanco. El color azul puede evolucionar hacia el negro, haciéndo-
se más profundo, o bien puede aclararse y evolucionar hacia el blan-
co. En cualquier caso, el azul ejerce sobre el hombre una llamada
infinita que despierta en él su deseo de pureza e inmortalidad. El
azul —dice Kandinski— es el color del cielo y así es como nos lo
imaginamos al oír la palabra cielo 72. Por otra parte, la evolución del
amarillo nos lleva hacia el blanco que se considera, a veces, como
el no color. Es el símbolo de un mundo donde han desaparecido
todos los colores como cualidades y sustancias materiales. En el
icono de Rublëv el movimiento circular del cuadro tiene un cierto
sentido hacia el blanco de la mesa. Es el altar el que atrae la vista
del espectador. El blanco en el lenguaje iconográfico se asocia al
mundo divino, a la pureza y la inocencia, pero también a la luz
tabórica. Ese blanco que, al decir de San Marcos, ningún lavandero
sobre la tierra podría conseguir (Mc 9, 3). En el icono de Rublëv,
la blancura del altar adquiere un sentido apocalíptico, una referencia
casi literal a aquellos que venían de la gran tribulación y que «blan-
quearon sus túnicas en la sangre del cordero» (Ap. 7, 14). El con-
traste entre el rojo-sangre del cordero y la blancura de la mesa,
contribuye a ilustrar esa tensión de todo el icono en que el dolor y
la tribulación están presentes, aunque sean superados y transfigura-
dos en pureza y serenidad.
Resulta también interesante tratar de encontrar la música del
icono a partir de los colores, según la asociación intuitiva planteada
por Kandinski. Para él, el azul claro corresponde a una flauta, el
70
Vid. EVDOKIMOV, Op. cit., p. 257. También sobre el carácter místico del
azul Vid Alois HASS, Visión en azul, Madrid, Siruela, 1997.
71
FOREST, Op. cit., p. 48
72
KANDINSKI, Op. cit., p. 82
538 CARLOS EYMAR

oscuro a un violonchelo y el más oscuro a los maravillosos tonos del


contrabajo, en su forma más profunda y solemne, el azul puede
compararse a los sonidos del órgano 73. El azul lapislázuli de Rublëv,
según esta peculiar versión, tendría elementos de violonchelo y de
flauta. En cualquier caso, a pesar de la compleja composición de
Rublëv, una verdadera sinfonía de líneas y colores, el icono des-
prende una música íntima, de cámara, la verdadera música callada
de la que habla Juan de la Cruz. Y todo ello por la influencia do-
minante del blanco. El blanco, según Kandinski, nos remite a un
mundo tan por encima de nosotros que no nos alcanza ninguno de
sus sonidos. De él nos viene un gran silencio que no está muerto,
sino lleno de posibilidades. Quizás —dice Kandinski— la tierra
sonaba así en los tiempos blancos de la era glacial 74. No sería ca-
prichosa, para aplicarla al icono de Rublëv, la comparación de la
mesa con una tierra nevada. Rublëv ha experimentado la larga du-
ración de los inviernos en Moscú donde la nieve cae como un manto
de silencio, un velo de pureza que oculta la miseria de la tierra y de
los hombres, haciéndolos iguales, blancos. La nieve viene a ser como
un bautismo desde arriba, un poder transfigurador que cae serena-
mente sobre los hombres como la gracia trinitaria, como el maná
sobre el desierto. Llegaríamos así a lo que Michel de Certeau ha
llamado un éxtasis blanco: «Ver a Dios —dice— es finalmente no
ver nada, es no percibir ninguna cosa particular, es participar en una
visibilidad universal que no conlleva ya el recorte de escenas singu-
lares, múltiples, fragmentarias y móviles de los que se forman nues-
tras percepciones». No hay distinción entre vidente y visto, al no
existir distancia, al no existir oscuridad donde refugiarse. Algunos
de los caminantes que salieron en busca de la visión, llegan al «des-
lumbramiento del fin». Todas las fatigas, todos los trabajos desapa-
recen dulcemente en ese éxtasis silencioso. «Es la blancura que
excede toda división, el éxtasis que mata la conciencia y apaga los
espectáculos, una muerte iluminada» 75. No está Rublëv entre aque-
llos pintores cegados por la pasión de ver, de hacer todo visible. Su
73
Ibid, p.83
74
Ibid, p. 85
75
MICHEL DE CERTEAU, La faiblesse de croire, Paris, Seuil, 1987, p. 315 y
sgs
MEDITACIÓN ANTE EL ICONO DE LA TRINIDAD ANDREI RUBLËV 539

sentido de la geometría y abstracción, el ejercicio del silencio, le ha


llevado a intentar divulgar el poder revelador del blanco.
Tenemos por último que analizar el sentido expresivo de los per-
sonajes y, en este aspecto, todos los intérpretes convienen en destacar
la tristeza, una tristeza inefable al decir de Evdokimov 76. En los ros-
tros de los ángeles —afirma Castellano— se descubre, en un imper-
ceptible halo de tristeza, un amor misericordioso, sacrificado, de do-
nación 77. ¿Cuál es el sentido, cuál el origen de la serena melancolía
que rezuma el icono? Indudablemente, la tristeza puede arrancar del
alma del propio Rublëv y de su experiencia biográfica. Él ha visto
miles de crueldades, ha sido testigo del sufrimiento del pueblo ruso y
tal vez haya tenido que padecer en carne propia las envidias e intrigas
de sus hermanos de religión. A pesar de todo, desde la distancia de
los años, cuando todo ha pasado, Rublëv es capaz de combinar en su
mirada la serenidad equilibrada con el recuerdo del dolor. Quizá sea
ese dolor de Rublëv, que se transmuta en misericordia, una de las
causas de la inefable belleza de su icono. ¡Cuánto debió sufrir el pue-
blo griego para crear tanta belleza!, dijo Nietzsche. Y nosotros pode-
mos imaginar también, a partir del icono de la Trinidad, las noches
oscuras de Rublëv, que, como en el caso de San Juan de la Cruz, se
padecieron cuando ya su alma estaba sosegada. El sosiego y el dolor
propios es lo que Rublëv supo transmitir a la mirada de sus tres ánge-
les, especialmente al del centro. Una mirada que, como ya vimos, tie-
ne en la cruz su composición, nace en el interior del cáliz y a la som-
bra del crucificado y se concentra sobre la sangre del cordero. No son
los ojos sufrientes y llenos de angustia que hicieron clamar a Cristo:
¡triste está mi alma hasta la muerte! (Mt 26, 38), pero es como si en
la misma gloria y en el diálogo intratrinitario aquella mirada de an-
gustia, aunque haya sido superada, siga presente en algún modo, trans-
mutada en melancolía. Podemos ofrecer también otra interpretación
de la tristeza divina del icono inspirándonos en la concepción de un
dios patético que Henry Corbin descubrió en la doctrina de Ibn Arabí
y en la gnosis ismaelí y que resulta perfectamente extrapolable al Dios
cristiano 78. Pues, efectivamente, han sido solo los filósofos quienes
76
EVDOKIMOV, Op. cit, p. 256
77
CASTELLANO, Op. cit., p.166
78
HENRY CORBIN, La imaginación creadora, Barcelona, Destino, p. 136
540 CARLOS EYMAR

han querido subrayar la inmutabilidad de Dios. El Dios revelado y


personal, Yahvé, es un ser compasivo y misericordioso, lento a la
cólera y rico en piedad, como lo es Allah cuyo nombre tiene el senti-
do de «desear, suspirar, sentir compasión» 79. La compasión de Dios
por el mundo y por sus criaturas le lleva a ser afectado por ellas, como
se es afectado por la suerte de un hijo. El amor del Padre nos transfor-
ma en hijos (1Jn 3, 1). Y el deseo de Dios es ser amado por sus hijos.
Como dice una máxima incansablemente meditada por los místicos
del Islam: «Yo era un tesoro oculto y quise ser conocido. Por eso he
creado a las criaturas, a fin de ser conocido por ellas» 80. Entre Dios y
sus criaturas existe una relación simpatética. El corazón del hombre
no está satisfecho hasta entrar en el descanso de Dios. El espíritu del
místico está herido de amor, suspira por el Dios vivo y le entristece
profundamente el que la mayoría de los hombres no lo deseen, se
aparten de Él, como sucede en el libro del desconsuelo de Ramón
Llull. Toda la creación —dice San Pablo— gime y nosotros gemi-
mos, anhelamos, suspiramos por Dios con gemidos inefables (Rm 8,
22-27). Pero Dios es también un ser que suspira, que quiere que todas
sus criaturas se unan, que quiere recapitular en Cristo todas las cosas
del cielo y de la tierra (Ef 1, 10). Dios es, pues, deseado pero también
es deseante de ser conocido y amado, de que todos seamos santos e
inmaculados ante Él por el amor (Ef 1, 3). Hasta tanto no actualice-
mos esos designios, nombres divinos inscritos en nosotros, Dios sus-
pira, lleno de compadecimiento, por nuestra causa. Es una idea que se
traduce en ese profundo lamento de Jesús sobre Jerusalén en Mt 25,
¡Ay, Jerusalén!, ¡cuántas veces quise reunirte bajo mis alas como una
gallina a sus polluelos, pero tú no quisiste! Dios suspira por la uni-
dad, exhala el deseo de conducir a todo y a todos hacia la unidad,
pero no encuentra sino discordia. La unidad íntima de la Trinidad es
también llamada a la unidad: que todos sean uno como nosotros so-
mos uno. Llamada que no es ni grito ni orden, sino un suave y com-
pasivo lamento.
Después de haber sugerido numerosas pistas y puertas para en-
trar en ella, la Trinidad de Rublëv emana su inefable tristeza que

79
Ibid
80
Cit. por HENRY CORBIN, Op. cit., p. 137
MEDITACIÓN ANTE EL ICONO DE LA TRINIDAD ANDREI RUBLËV 541

parece surgir de la ceguera de los hombres para descubrirla. El


icono de la Trinidad es un espejo de compasión que invita al orante
al amor por todo y por todos y a fijar sus ojos en ella para suspirar:
Haz de mí, ¡oh Santa Trinidad!, un ser compasivo como Tú eres
compasiva.

4. LOS TRES PERSONAJES: ROCA, ÁRBOL, CASA

Según el mismo Rublëv lo titula, y conforme ya hemos explica-


do, su icono se concibe como una representación de la Trinidad en
forma de ángeles. Estos son enviados, mensajeros que, con sus
maravillas, nos anuncian y nos remiten a quien los envía. El único
que tiene poder, el señor de todas las criaturas espirituales y mate-
riales, las utiliza para difundirse en sus movimientos, para manifes-
tarse aunque, como dice San Agustín, nunca se revele en su esencia
por ser ésta inconmutable y más íntima y misteriosamente sublime
que todos los espíritus creados 81. Los ángeles son realidades media-
doras entre el Dios escondido y el hombre y, por ser mediadoras,
son símbolos de aquella realidad invisible que quiere comunicarse
porque ama a sus criaturas. ¿No son todos ellos —pregunta San
Pablo— espíritus administradores, enviados para servicio en favor
de los que han de heredar la salud? (Heb 1, 14). El ángel es una
imagen divina, una creación, un fruto de la imaginación de Dios, un
símbolo de salvación que cuando habla no enuncia su propia pala-
bra. Por eso el ángel, a veces, se llama Señor pues es éste el que
habla por medio de él (Ex 3, 2 - 22). También el profeta y el artista
pueden crear símbolos de Dios y en esto la acción del ángel y la del
hombre tienen una cierta analogía, puesto que el objeto significado
es el mismo en ambos. Existen, no obstante, entre ellos profundas
diferencias ya que el signo del ángel y el signo del hombre, tienen
distinto valor. «Es —dice San Agustín— como si se escribiera el
nombre de Dios con letras de oro y en tinta: la materia de la primera
escritura es preciosa, vil la segunda» 82. La pobre creación humana

81
De Trinitate, p. 246
82
Ibid, Libro VII, Cap.10
542 CARLOS EYMAR

de un símbolo religioso siempre aspiró a identificarse con las subli-


mes teofanías angélicas y es esto lo que, de forma mas o menos
fallida, ha intentado el artista desde los primeros momentos de la
edad cristiana hasta el mundo contemporáneo 83. Es también lo que
trata de hacer Rublëv que por muchos ha sido considerado como un
pintor de ángeles y se le ha comparado con su contemporáneo Fray
Angélico (1395 - 1455), aunque entre ambos existan notables dife-
rencias de enfoque. Quizá, como ha señalado Evdokimov, en la
visión de Fray Angélico, fuertemente influido por el intelectualismo
dominicano, se empieza a desarrollar un arte autónomo que ya no
está integrado en el misterio litúrgico. Los ángeles aparecen como
seres de carne y hueso bajo cuyos vestidos, a la moda renacentista,
no pueden admirarse ya los cuerpos espirituales 84. En él, al contrario
que en Rublëv, encontramos un predominio de los elementos alegó-
ricos sobre los simbólicos. La alegoría viene a ser una operación
racional que no implica el paso a otro plano del ser, mientras que el
símbolo propone un plano de conciencia que no es el de la evidencia
racional. Como si fuera una partitura musical el símbolo exige ser
continuamente interpretado, descifrado por quien lo ejecuta 85. En la
ejecución de su icono, en su tarea de aproximarse a la teofanía de
los ángeles que visitaron a Abraham, Rublëv se rige por el propósito
de simbolizar la Trinidad. Pues también, como afirma San Agustín,
«entre los ángeles ciertamente encontramos al Padre, al Hijo y al
Espíritu Santo y unas veces es el Padre, otras es Dios sin distinción
de personas el que se revela por medio de sus ángeles, apareciéndo-
se en forma tangible y visible, pero siempre mediante la criatura,
jamás en su esencia 86.
Tomados individualmente los ángeles son representados de for-
ma asexuada, lo cual encuentra su fundamentación en el Evangelio:
«en la resurrección ni se casarán ni se darán en casamiento, sino que
serán como ángeles en el cielo» (Mt 22, 30). En las teofanías a
través de ángeles, Cristo no es el Cristo encarnado, ni el crucificado,
es el Cristos angelos, el puer aeternus al que se refieren algunas
83
Vid JOSÉ JIMÉNEZ, El ángel caido, Barcelona, Anagrama, 1982.
84
EVDOKIMOV, Op. cit., p.78
85
Vid. en este sentido CORBIN,Op. cit.
86
De Trinitate III, 11, 26
MEDITACIÓN ANTE EL ICONO DE LA TRINIDAD ANDREI RUBLËV 543

visiones místicas 87. El sentido del ángel como ser andrógino reside
en que él es una manifestación de la coincidentia oppositorum, de
una idea de totalidad. Significa decirnos, como ha indicado Mircea
Elíade, que «para aprehender a Dios o la realidad última, es preciso
renunciar, aunque fuera por unos instantes, a pensar e imaginar la
divinidad en términos de experiencia inmediata, una tal experiencia
solo podría percibir fragmentos y tensiones» 88. Al hablar del simbo-
lismo metafísico de la cruz, latente en el icono, hemos indicado ya
esta idea de la coincidencia de los opuestos, que queda reflejada en
los ángeles que, si bien por su porte sugieren una forma varonil, por
sus rostros podrían ser considerados como muchachas 89. En cuanto
a sus cuerpos, enormemente alargados en relación con su cabeza, y
salvo las manos y los pies, solo aparecen sugeridos bajo sus vesti-
duras vaporosas y tornasoladas. Esquemáticamente podrían ser re-
presentados bajo la forma de triángulos isósceles de base pequeña y
largos lados capaces de ondular en el aire acariciados por el viento.
La espiritualidad de los cuerpos, creados por un antiguo pintor de
iconos como el Greco, o bien las criaturas volantes del ruso Chagall,
guardarían un secreto parentesco con estos etéreos ángeles de Ru-
blëv. A diferencia de Fray Angélico cuyos ángeles están adornados
con unas alas de plumas casi tangibles, Rublëv opta por representar-
las de forma casi esquemática, pero sus contornos, la ondulación de
crestas y senos, nos sugieren un movimiento ascensional. Como
comenta Evdokimov: «Los pies de los ángeles solo tocan los esca-
lones, su perspectiva invertida da la impresión de ligereza privada
de todo peso material y el conjunto hecho aéreo se eleva hacia la
altura» 90. Efectivamente, el trono no parece reposar sobre una base
sólida, sino flotar en el aire o en el agua, agua del firmamento. Esas
aguas originarias sobre cuya superficie se cernía el espíritu de Dios
antes de que se iniciara la creación (Gn 1, 2). Los estrados hexago-
nales del trono cuya forma vuelve a sugerir los seis días de la crea-
ción, tiene la consistencia de isla en el origen del mundo antes de

87
Vid. CORBIN, Op. cit, p. 320
88
MIRCEA ELIADE, Méphistophèles et l’ Androgyne, Paris, Gallimard, 1962,
p. 117
89
Así lo ve FOREST, Op. cit., p. 130
90
EVDOKIMOV, Op. cit., p.254
544 CARLOS EYMAR

que fueran separadas las aguas del cielo y la tierra en el segundo día
de la creación. Mas, al mismo tiempo, tiene un sentido glorioso de
punto omega, que San Juan nos describe con detalle en el Capítulo
4 del Apocalipsis. San Juan ve una puerta abierta en el cielo y oye
una voz que le invita a subir. «Al instante —dice— fui arrebatado
en espíritu y vi un trono colocado en medio del cielo y sobre el
trono uno sentado» (Ap 4, 2). Es indudable el parentesco de esta
visión con la representación de Rublëv que, sin embargo, ahorra los
detalles de la abigarrada visión apocalíptica de San Juan, limitándo-
se en algunos casos a leves sugerencias. Así, en lugar de representar
a los tetramorfos que rodeaban el trono, inscribe a éste en el cuadra-
do cuyo significado ya analizamos. Inicialmente, el color azul,
ambivalente para el cielo y el agua, le basta a Rublëv para sugerir
la explícita visión de San Juan: «Delante del trono había como un
mar de vidrio semejante al cristal» (Ap 4, 6). La visión del trono en
que se asienta la Trinidad, en medio de las aguas celestes del origen
y el fin del universo, vuelve a asociarse con el ángel cuya mano es
el centro del círculo, como para ratificarnos que la Trinidad es el
alfa y omega. Se puede hacer notar también una significativa varia-
ción del icono con respecto a la visión de San Juan, pues el trono
que éste nos presenta es el del Juez supremo, mientras que Rublëv,
si es cierta la versión de Tarkovski, es incapaz de pintar el Juicio
final. Para él, y es esto lo que transmite el icono, lo esencial es la
misericordia divina que encuentra su fundamento en el mismo Evan-
gelio de Juan: «Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para
juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3, 16
- 17).
El concepto teológico de la igualdad de las tres personas divi-
nas, aparece magníficamente representado en el icono de Rublëv.
Ninguno de los ángeles puede considerarse superior al otro. Los tres
tienen los mismos atributos de poder y dignidad representados por
los tres cetros cuya forma les quita cualquier connotación de prepo-
tencia. Son, sobre todo, un símbolo claro de verticalización que
indica una dirección ascensional que converge con los otros símbo-
los ascensionales presentes en el icono, como puedan ser las alas.
Todo en el icono invita a la elevación mística, a vencer la natural
tendencia a la horizontalidad y evitar así los riesgos de la pérdida y
MEDITACIÓN ANTE EL ICONO DE LA TRINIDAD ANDREI RUBLËV 545

de la caída 91. La Trinidad, al representarse en el lugar más alto, en


la altura insuperable del último cielo, se asocia a la idea de majes-
tad. Ahora bien, el fino cetro que simboliza el poder y que nos
señala el camino a seguir es, al mismo tiempo, la vara del pastor que
sosiega el alma humana y que la conduce hacia fuentes tranquilas
(Sal 23). La majestad, llena de belleza de aquellos tres hermosos
pastores que señorean sobre el universo indicándole el camino de la
unidad, se acentúa con las tres auras de igual tamaño que envuelven
sus cabezas. El símbolo de la aureola se liga al poder que representa
el sol. Sin embargo, aquí el poder supremo se espiritualiza por la luz
blanca, luz tabórica y transfiguradora de la que están tejidas. Esas
coronas de luz blanca que rodean las cabezas de los tres ángeles
condensan, de nuevo, todo el simbolismo de la elevación. Como
indica Bachelard, la dinámica de la aureola no es sino una conquista
del espíritu que toma poco a poco consciencia de su propia claridad
y triunfa sobre todas las resistencias que se oponen a la ascensión 92.
La Trinidad irradia su blancura sobre la tierra y con su luz ilumina
a todos los espíritus para que tomen conciencia de sí mismos y se
eleven hacia ella.
Además de la igualdad de dignidad de los tres ángeles es nece-
sario resaltar el movimiento que los une y que traduce, en formas y
colores, el concepto abstracto de pericóresis con que los teólogos
tratan de explicar una de las notas más características de la Trinidad.
Esto significa que cada una de las personas está presente tanto en el
entramado de relaciones entre ellas, cuanto en las demás personas.
Así, el Concilio de Florencia definió que en esta unidad el Padre
está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo; el Hijo todo en el
Padre, todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo todo en el Padre,
todo en el Hijo 93. Quiere decirse que la esencia de Dios coincide
con la comunión, con el entramado de las relaciones entre las per-
sonas divinas. Dios es amor, no solo para nosotros, sino «en sí», y
expresa en sí toda la dinámica del amor. Como muy bien señala

91
Vid. GILBERT DURAND, Les structures anthropologiqques de l’imaginaire,
Paris, 1984
92
GASTON BACHELARD, L’Air et les songes, Paris, Gallimard, p. 67 - 68
93
Cit. por GISBERT GRESHAKE, El Dios Uno y Trino, Barcelona, Herder,
2003, p. 247
546 CARLOS EYMAR

Greshake, el acontecer trinitario es una eterna «rítmica de amor» y


cada persona ejecuta en ella su propio ritmo. «Cada una de las
personas existe de una manera peculiar, totalmente a partir de las
otras dando/recibiendo, recibiendo /dando, uniendo/recibiendo/de-
volviendo, de tal manera que cada una de ellas es ella misma en las
otras, entrañando y abrazando (pericóresis) en sí misma a las otras
en el ejercicio de su propio ser persona» 94. La dinámica rítmica y
amorosa de la Trinidad queda expresada en Rublëv a través de un
sutil juego de curvas cóncavas y convexas que expresan acogida,
obediencia o donación. Los contornos de los tres personajes unidos
por sus alas en una sola forma, nos sugieren una cordillera de tres
cimas, una hoguera con tres lenguas de fuego, tres espumosas ondas
sobre la superficie del mar. Evdokimov ha hecho ver que por el
color y las formas de los ángeles, el icono parece arder con una
llama roja y azul. No puede menos que invitarse a releer la Llama
de amor viva, el más trinitario de los escritos de San Juan de la
Cruz, para ayudarnos a captar este ardiente flujo del amor en el seno
de la Trinidad expresada por Rublëv. Pero, también, como hemos
dicho, el icono tiene un movimiento de ola que se inicia en el pie
izquierdo del ángel de la derecha, que continúa su sentido circular
con la inclinación de su cabeza, se prolonga en la inclinación del
ángel del centro y es absorbido finalmente por el ángel de la izquier-
da que parece retornarlo nuevamente a su origen. El llamear y el
fluir parecen sucederse eternamente según una rítmica espontánea,
lejos de cualquier inmutabilidad o pauta mecánica, dando razón de
la dinámica del amor intradivino. El agua, el fuego, las tres eleva-
ciones de tierra, los tres halos de luz blanca que flotan en el aire,
asocian a la Trinidad con los cuatro elementos primordiales, con el
libro divino de la creación. Pues la Trinidad se expresa en las cria-
turas, es comunión y, por tanto, comunicación consigo misma, con
el hombre y con el cosmos. Con el diálogo callado, tejido con las
miradas de los tres ángeles, Rublëv expresa de forma magistral ese
estar de todos en todos en la comunidad trinitaria.
Aparte de la igualdad de las tres personas y de su unidad esen-
cial en el amor, cada una de ellas conserva también su diferencia, su

94
Ibid, p. 233
MEDITACIÓN ANTE EL ICONO DE LA TRINIDAD ANDREI RUBLËV 547

propia personalidad, y esto queda reflejado también en el icono. ¿A


cuál de las tres personas divinas simboliza cada uno de los tres
ángeles? Cualquiera que sea la respuesta nunca será unánimemente
aceptada, lo cual pone de manifiesto una vez más el sentido simbó-
lico del icono que exige ser continuamente interpretado y descifrado
como una partitura. Evdokimov, siguiendo la tradición iniciada en
San Esteban de Perm, contemporáneo de Rublëv, afirma que el ángel
del centro es el Padre, el de la izquierda el Hijo y el de la derecha
el Espíritu Santo. Por el contrario otros como Garhib, Lazarev,
Passarelli o Castellano, son de la opinión de que el ángel de la
izquierda es el Padre, el del centro el Hijo y el de la derecha el
Espíritu Santo, basándose principalmente en los colores: indefinido
transparente en el Padre, azul y rojo símbolo de las dos naturalezas
en Cristo y verde símbolo de la juventud y fuerza creadora en el
Espíritu Santo 95. No acaban ahí las divergencias pues Greshake, por
consideraciones teológicas, afirma que la figura que se encuentra en
el centro de la imagen es el Espíritu Santo como el resumen de la
Trinidad. El Espíritu Santo es la persona en la cual la communio del
amor divino alcanza su figura plena y, más aún, en la cual el Padre
y el Hijo son arrastrados más allá de sí mismos. La figura de la
izquierda sería el Padre y la de la derecha el Hijo. Greshake cree ver
en esa interpretación gráfica el rechazo ortodoxo del filioque, ya que
el Espíritu Santo no mira al Padre y al Hijo, sino junto con el Hijo
(ambos inclinados profundamente de la misma manera) al Padre 96.
Lo cierto es que cualquiera de las anteriores interpretaciones
aporta argumentos plausibles que se enriquecen mutuamente y que,
en el fondo, no son contradictorios sino expresivos de una teología
negativa. Aunque cada persona divina goce de su autonomía y de su
personalidad, el icono parece decirnos que en el interior de la Tri-
nidad, sumergidos en la dinámica y en el movimiento circular del
amor divino, no es posible al ojo o el entendimiento humanos, dis-
tinguir con claridad a cada una de ellas. Personalmente, mantenien-
do un apofatismo de fondo, desde un punto de vista arqueológico,

95
Cit. por GAETANO PASSARELLI, El icono de la Trinidad, Madrid, Publica-
ciones Claretianas, 1990, p.21
96
GRESHAKE, Op. cit., p. 260 y 641
548 CARLOS EYMAR

me inclinaría por la versión de Evdokimov, teniendo en cuenta


además que, dado el rigor escriturístico del icono, no pueden pasarse
por alto los numerosos pasajes incorporados al Credo, según los
cuales el Hijo está sentado a la derecha del Padre. No viene a so-
lucionar la cuestión el análisis de los símbolos que se vinculan por
sus respectivos báculos a cada una de las tres figuras y que aparecen
en la parte superior del icono: la roca, el árbol y la casa. Si bien,
como veremos, esos símbolos tienen significados polivalentes, ori-
ginariamente se podrían atribuir la roca al Espíritu, el árbol al Padre
y la casa (iglesia) al Hijo.
La roca de la parte superior del icono es una elevación del te-
rreno, una montaña que, en una primera mirada, se puede llegar a
confundir con el ala del Espíritu. Es otro claro símbolo ascensional
entre los muchos que pueblan el icono, otra invitación a subir pel-
daño a peldaño como si se tratase de la rampa que se presentó en
sueños a Jacob, la cual se apoyaba sobre la tierra y llegaba a los
cielos, por donde bajaban y subían los ángeles de Dios (Gn 28, 12
- 19). Jacob llamó a aquel lugar casa de Dios y puerta del cielo y
consagró la piedra sobre la que había dormido. La constancia de
todos los místicos y de todos los santos por subir a los montes es
verdaderamente sorprendente. Los cánticos graduales de los Salmos
(por ejemplo el 120 y el 121) implican esta idea de ascenso grado
a grado que, como comenta San Agustín, tiene que ser una subida
desde la humildad, desde el valle del llanto. Los montes son el lugar
donde se posan los ojos, son el lugar de esperanza desde donde
viene el auxilio del Señor (Sal 121), donde habita el Espíritu de
Dios que desciende como rocío del Hermón. Tiene un sentido apo-
calíptico y glorioso expresado en la profecía de Isaías: Sucederá a
lo postrero de los tiempos que el monte de la casa de Yahvé será
consolidado por cabeza de los montes y vendrán muchedumbres de
pueblos diciendo venid, subamos al monte de Yahvé (Is 2, 2 - 3). Un
anticipo de ese monte lo tenemos en la transfiguración del Tabor,
aunque el camino que conduce a él sea largo y doloroso. El Calvario
es ese camino, la escala de ascesis que nos descubre San Juan Clí-
maco, o las noches oscuras que nos es preciso padecer según San
Juan de la Cruz, para subir al monte Carmelo. En la atmósfera
abrahámica que envuelve el icono de Rublëv, ese monte roca tiene
MEDITACIÓN ANTE EL ICONO DE LA TRINIDAD ANDREI RUBLËV 549

implícita una connotación de sufrimiento puesto que alude a la


montaña de Moriah sobre la que Abraham, obedeciendo a Dios,
ofreció en sacrificio a su hijo Isaac. La roca del sacrificio que marca
el inicio de la fe de todos los creyentes de las religiones del libro,
sobre la que se construyó la iglesia octogonal de cúpula dorada que
aún hoy podemos ver en Jerusalén, prefigura la tumba, excavada en
roca del Hijo de Dios entregado en sacrificio por el Padre 97. Rublëv,
a pesar de que tenga presente esta dimensión de sacrificio y de
esfuerzo, la atenúa por la forma de ala, de ola de piedra conformada
por el viento del Espíritu, que da a su montaña. De la roca del monte
Horeb, en pleno desierto, Dios hace manar agua a través del báculo
de Moisés para saciar la sed del pueblo de Israel (Ex 17, 1 - 7). En
el monte roca de Rublëv hay también agua, todo él es agua maleable
por el batir de las alas del espíritu. A diferencia de otras posteriores
versiones, el icono de Rublëv no representa peldaños en su monte,
porque el fuerte viento del Espíritu los hace innecesarios. Es un
potente soplo que nos eleva, nos empuja hacia lo alto siguiendo el
movimiento circular que inicia su impulso en el ángel de la derecha.
El viento desde la cima del monte se desplaza con fuerza hacia
la izquierda hasta cimbrear el árbol que se sitúa por encima del
ángel del centro. El árbol, al igual que pasaba con la piedra, es un
símbolo que tiene que ver con la escena de la visita de los tres
ángeles a Abraham. Es el reflejo especular de la encina de Mambré,
aunque haga inequívoca referencia al árbol de la vida, situado en el
centro del Edén junto al árbol de la ciencia del bien y del mal (Gn
2, 9). Del río que atravesaba el jardín fluían cuatro brazos: Pisón,
Guijón, Tigris y Éufrates, división cuadrangular que, como vimos,
se superpone a la composición cuadrada de la parte central del ico-
no. El árbol de la vida es no solo el centro del Paraíso, sino el eje
del mundo, axis mundi que también se convierte, desde la vertical
trazada desde su punto más alto, en eje del icono. El árbol es un
símbolo de gran riqueza en toda la tradición mística universal y de
la cristiana en particular en la que adquiere especiales connotaciones
trinitarias. Así, el árbol une los tres niveles del cosmos: subterráneo,
terrestre y aéreo. Ireneo de Lyon compara al Padre con la raíz, al

97
Sobre esto es interesante el libro de MISRAYAN, La Roca, Madrid, 2003
550 CARLOS EYMAR

Hijo con las ramas y al Espíritu Santo con los frutos y una misma
sustancia para los tres. Otros ven la Trinidad en forma de un árbol
de tres ramas que representan al Padre —Poder, al Hijo— Sabiduría
y al Espíritu —Amor 98. Para Evdokimov en el árbol cruz, el tronco
correspondería al Padre y cada uno de los dos brazos al Hijo y al
Espíritu 99. Con todo, el sentido esencial del árbol de la vida es que
produce frutos de inmortalidad. De hecho, Yahvé expulsó al hombre
del Paraíso para que éste no tendiera su mano al árbol de la vida y,
por eso, para cerrar al hombre el camino al árbol de la vida, puso
delante al querubín de espada flamígera (Gn 3, 22 - 24). En el icono
de Rublëv el árbol de la vida, inclinado por el viento, tiene el follaje
en forma de serpiente sobre un estandarte, como la que hizo cons-
truir Moisés por orden de Yahvé para que aquellos heridos mortal-
mente por la mordedura de serpiente, sanasen elevando la mirada
hacia ella (Nm 21, 4 - 9). Mirar al árbol de la vida es ya un fruto
de inmortalidad. El árbol de la vida se volvió inaccesible, invisible
para el hombre que perdió el sentido de la eternidad y de la uni-
dad 100. Rublëv parece decirnos en el lenguaje cifrado de los tres
símbolos de la parte superior del icono, que, impulsados por el soplo
del Espíritu, podemos llegar al centro, retornar al origen, al Paraíso,
al Árbol de la Vida. El Espíritu es vivificador y creador de unidad.
Él, como en la bella imagen del profeta Ezequiel, tiene el poder de
dar vida y recomponer lo disperso: ¡Ven oh Espíritu de los cuatro
vientos y sopla sobre estos huesos muertos y vivirán! (Ez 37, 9). El
sentido crístico del Árbol de la Vida es tan fuerte que, frente a lo
que dijimos, puede avalar por sí mismo la tesis de que el personaje
del centro es el Hijo. Pues la cruz ha sido considerada como lignum
vitae y a Cristo se le ha presentado también bajo forma de serpiente
que, a diferencia de Satanás, serpiente que mata, es una serpiente
que da la vida. «Dios enviando a su propio Hijo en carne semejante
a la del pecado, y por el pecado, condenó al pecado en la carne»
(Rm 8, 3). Dios se hace pecado, se hace serpiente, para liberarnos
del pecado y del poder de Satanás, porque, mientras el precio del

98
Cit. por MAISONNEUVE, Op. cit., p. 89
99
EVDOKIMOV, Op. cit., p. 254
100
Vid. GUENON, Op. cit., p. 74
MEDITACIÓN ANTE EL ICONO DE LA TRINIDAD ANDREI RUBLËV 551

pecado es la muerte, el don de Dios es la vida eterna en nuestro


Señor Jesucristo (Rm 6, 23). Jesús es la Vida y con su muerte nos
abre el camino cerrado desde antiguo hacia el Árbol de la Vida.
El impulso del viento continúa más allá del árbol para llegar
hasta la casa, la figura más alta en el ángulo izquierdo del icono. La
casa, sin ninguna perspectiva, en el mismo plano del icono, tiene
dos entradas, una superior y otra inferior, sin puertas. Su significado
múltiple, puede aludir tanto a la casa del Padre donde hay muchas
moradas (Jn 14, 2), como a la Iglesia cuerpo de Cristo (Cor 12),
como a la Jerusalén celeste del Apocalipsis (Ap. 21). El hecho de
tener dos pisos, como aquella en que se celebró la última cena (Lc
22, 17 - 25), nos invita a conferir a esta casa un significado euca-
rístico, indudablemente presente en todo el icono. Su entrada, estre-
cha y abierta, como una invitación a penetrar en el interior del
icono, nos introduce en el misterio del Dios trino, en el punto de
llegada, al descanso de Dios, al seno del Padre, a la casa del Amor,
que culmina nuestra búsqueda más allá de cualquier imagen 101. Es
la casa del Padre que el hijo pródigo anhela en el tiempo de la
miseria, como también nosotros, según San Pablo, la anhelamos en
el momento en que se deshace nuestra mansión terrena: «Tenemos
de Dios una sólida casa no hecha por mano de hombre eterna en los
cielos» (2Cor 5, 1). Es la casa eterna, no el templo perecedero que
David pretende construir a Yahvé, sino la casa que Yahvé construye
a David (2Sam 7, 2 - 14). Hildegarda de Bingen nos habla en estos
términos de su visión de un Edificio de Salvación: «Sobre el monte
se alzaba un edificio cuadrangular, a semejanza de una ciudadela de
cuatro esquinas: la bondad del Padre edifica buenas obras sobre la
fe, reúne muchos fieles de los cuatro ángulos de la tierra y los atrae
hacia lo celestial para que, afianzados en la firmeza de la virtud, el
Padre Supremo los coloque benignamente en su seno en su secreta
potestad y místico designio» 102. Asimismo, dentro del significado
apocalíptico del templo se ha visto por Evdokimov una referencia
mariana en la parte dorada que se adelanta como una potencia de

101
Sobre este concepto de casa de amor en relación con el icono vid.
NOWEN, Op. cit., p. 19 y sgs
102
HILDEGARDA DE BINGEN, Scivias, Madrid, Trotta, 1999, p. 285
552 CARLOS EYMAR

protección maternal que representa el velo de la Virgen, el Pokrov 103.


María es puerta del cielo, casa de oro y torre de David, tres advo-
caciones que, traducidas plásticamente, hacen pensar en que Rublëv
las tuvo en cuenta al pintar el icono. María, como ya vimos al hablar
del rectángulo que se encuentra en el altar, es algo más que un
elemento decorativo. aparece unida íntimamente a la Trinidad hasta
el punto de que en muchas representaciones posteriores, en lugar de
hacerlo de forma abstracta como en Rublëv, la Virgen se incorpora
a la Trinidad de un modo expreso, coronada como un símbolo de la
creación y de la Iglesia enteras 104. Es en este sentido eclesial de la
representación, en el que hay que insistir para cerrar el comentario.
Pues la Iglesia, en cuanto communio, en cuanto vinculación orgánica
de muchos miembros diferentes, trata de mirarse en el espejo de la
Trinidad, como síntesis perfecta de la diversidad y la unidad. La
Trinidad es la imagen de la Iglesia al tiempo que la Iglesia es, en el
marco de la creación, el más claro icono de la Trinidad 105. La Iglesia
es, como dijo Cipriano de Cartago, «el pueblo unido por la unidad
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» 106. Esta idea se expresa en
el icono de Rublëv por la presencia de las tres columnas, dos junto
a la puerta y otra en un plano inferior, a modo de arbotante, que
sustentan todo el edificio el cual puede soportar todo el peso del
universo, la entrada de todos los pueblos de la tierra que suben
alegres a la casa del Señor pues dentro de sus muros reina la segu-
ridad y la tranquilidad en sus torres (Sal 122).
Analizados los tres símbolos a los que apuntan las varas de los
tres personajes, no hemos podido alcanzar mayor claridad sobre su
respectiva identidad ya que cada uno de ellos tiene, a su vez, un
sentido trinitario. El monte, aunque en forma de ala y roca de la que
emana agua apunta hacia el Espíritu, es también el monte santo de
Yahvé, Dios Padre, el monte en que se inmola el Hijo o la roca que
acoge su cuerpo sacrificado. El árbol es también un símbolo trini-
tario (raíz, ramas, fruto) con elementos que se asimilan tanto al

103
EVDOKIMOV, Op. cit., p. 252
104
Vid GRESHAKE, Op. cit, p. 646
105
Ibid, p. 448. También B. FORTE, La Iglesia icono de la Trinidad, Sala-
manca, 1997.
106
Cit. por GRESHAKE, Op. cit., p. 448
MEDITACIÓN ANTE EL ICONO DE LA TRINIDAD ANDREI RUBLËV 553

poder del Dios creador, al Cristo redentor o a los frutos del Espíritu.
Y, por último, el edificio en lo alto puede ser tanto la casa del Padre,
la Iglesia cuerpo de Cristo o el templo del Espíritu. Pero es que,
además, los tres símbolos no pueden concebirse aisladamente y el
propio icono los une y envuelve en un mismo movimiento circular
de izquierda a derecha de Oriente a Occidente. A este respecto son
muchos los pasajes bíblicos en que monte y árbol o monte y casa
unen sus significados. Así, Ezequiel da voz a la promesa del Señor
de plantar un pequeño esqueje de cedro en el monte más encumbra-
do de Israel, allí echará ramas, se pondrá frondoso y llegará a ser un
cedro magnífico, anidarán en él todos los pájaros, a la sombra de su
ramaje anidarán todas las aves (Ez 17, 22). Es, sin duda, el mismo
monte que aparece unos capítulos más tarde cuando el profeta es
arrebatado en éxtasis: «Me dejó en un monte muy alto, en cuya cima
se erguía una mole con traza de ciudadela» (Ez 40, 2). Del templo
manaba un potente torrente a cuyas orillas crecían árboles eternos de
frutos inmortales porque los regaban las aguas del santuario (Ez 47,
12). El sentido del descenso de estas aguas vivificadoras, hacia el
levante, hacia el Oriente, coincide con el del icono, como si el agua
invisible que desciende de la casa templo fuera hasta las raíces del
árbol y los pies de la roca para completar el círculo y responder así
al fuerte soplo proveniente de la cumbre. En el Apocalipsis, la Nueva
Jerusalén es vista desde la cima de una montaña grande y alta (Ap
21, 10); una ciudad en la que nada impuro podía penetrar, atravesa-
da por un río de agua viva, luciente como el cristal, que salía del
trono de Dios y del Cordero. A ambos lados crecía un árbol de la
vida, cuyas hojas sirven de medicina a las naciones (Ap. 22, 2).
Todos los elementos de esa visión los tenemos presentes en el icono.
La mención al agua nos vuelve a remitir al primer plano del icono,
al trono de la Trinidad y del Cordero del que brota ese agua de
cristal, vivificadora, que cae sobre los hombres, sobre toda la crea-
ción, gracias a que el triángulo se ha quebrado por su vértice, en
expresión del deseo de que nadie muera, de que todos se salven.
554 CARLOS EYMAR

5. CONCLUSIÓN: LO ESTÉTICO, LO ÉTICO Y LO RELIGIOSO EN EL ICONO

Según Balthasar, la belleza es la última palabra a la que puede


llegar el intelecto reflexivo ya que es la aureola de resplandor im-
borrable que rodea la estrella de la verdad y del bien y su indisocia-
ble unión 107. Sin embargo, si nos situamos fuera de la reflexión, en
el ámbito de la experiencia, el sentimiento estético es lo primero, lo
inmediato. Llegamos a la verdad y al bien arrastrados por la atrac-
ción del esplendor que los rodea. El problema es que no siempre la
belleza conduce a la verdad y el bien, que tiene una poderosa ten-
dencia a la autonomía, a la rebelión. La belleza es seductora, con-
duce hacia ella misma y tiende a no aceptar ningún otro señorío, a
pronunciar como Satanás un non serviam perpetuo. Muchos artistas
son deicidas, seductores, aprendices de Satán que como él dicen:
«Soy un dios, habito en la morada de Dios, en el corazón de los
mares» (Ez 28, 1), y también de ellos diría el profeta: «Engrióse tu
corazón de tu belleza y se corrompió su sabiduría por tu esplendor»
(Ez 28, 17). Rublëv, como todo auténtico artista, es un seductor y
su obra, independientemente de que se tenga fe, es portadora de
belleza intramundana, de unos valores genuinamente estéticos. La
armonía de las formas, la sutileza y la complejidad de los colores,
nunca alcanzada por los copistas, la expresión, la complejidad de la
composición, suscitan la admiración de cualquier espectador sensi-
ble. Más que bello, el icono de la Trinidad es sublime porque con-
mueve por su seriedad, por su melancolía, por su asombrosa sereni-
dad 108. Mas la belleza del icono no se detiene en ella misma, seduce
para el bien y es en este sentido en el que los griegos utilizan el
término kalokagathia que denota la unión de la belleza y la bondad.
El icono de la Trinidad contiene un profundo mensaje ético, ante
todo por su imperativo de fidelidad a la tierra. El ángel del centro
y el de la derecha indican con sus manos la dirección del altar-tierra
donde se debe concentrar nuestra actividad. Es una exhortación a
bajar del monte, tal y como los ángeles aconsejaron a los hombres

107
La Percepción de la forma, p. 222
108
Esas características de lo sublime las da KANT en Lo Bello y lo Sublime,
Madrid, Espasa, 1972, p.14
MEDITACIÓN ANTE EL ICONO DE LA TRINIDAD ANDREI RUBLËV 555

de Galilea en el momento de la Ascensión de Jesús (Act 1, 11). No


hay que quedar paralizado en el momento contemplativo del éxtasis.
En el Tabor no se pueden levantar tiendas, sino que es preciso bajar,
dispuestos a acudir a la llamada de los hombres. Todo en el icono
es un canto a la hospitalidad, a la acogida del otro, del extranjero,
y por esta razón la escena ha recibido el nombre de la filoxenia de
Abraham. Ningún mensaje puede ser más actual: filoxenia frente a
xenofobia. Parecería como si Rublëv hubiera leído a Kant, cuando
éste recoge como un requisito necesario de la paz perpetua el que se
creen las condiciones de una universal hospitalidad 109.
La consumación de la ética nos introduce en el ámbito estricta-
mente religioso. Acoger al extranjero y darle de comer es acoger y
dar de comer al mismo Dios. Alimentar a Dios o a su ángel con sus
criaturas es lo mismo, según Ibn Arabí, que alimentar a éstas con
Dios 110. En el icono de la Trinidad, como ya hemos repetido varias
veces, hay un claro sentido especular, es una transfiguración de lo
reflejado, incluidos los dones que Abraham ofrece a los ángeles. Les
da de comer y a cambio recibe el alimento espiritual de la Eucaris-
tía, les lava los pies y, a cambio, los pies de los mensajeros le
anuncian la paz y la buena nueva de su numerosa descendencia (Is
52, 7). El estrado donde reposan se sustenta sobre el agua viva que
caerá sobre él como cayó sobre los pies de los apóstoles en la última
cena. Les ofrece la sombra de la encina que se trocará para él en el
fruto del árbol de la vida. Les dará, incluso por anticipado, la dis-
posición de sacrificar al hijo cuyo nacimiento le anuncian, para
recibir en recompensa el sacrificio del Cordero de Dios. Y, por
último, la humilde tienda desde la que Sara les observa se transfor-
mará en una Iglesia, amparada por el manto protector de la Virgen,
a la que acudirán todos los pueblos de la tierra. Ser hospedado y
alimentado por Dios ya no puede ser entendido prescindiendo de
una actitud de acogida que nos enseña la Trinidad. Si alguno me
ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y
en él haremos morada (Jn 14, 23). Vivir la dimensión trinitaria de
la Eucaristía, como afirma el teólogo ortodoxo Bobrinskoy, es des-

109
KANT, La paz perpetua, Madrid, Espasa, 1972 p. 114
110
Cit. por CORBIN, Op. cit., p. 156
556 CARLOS EYMAR

cubrir y anunciar que desde la Encarnación del Verbo eterno y desde


el Pentecostés del Espíritu, no hay ya distancia entre el misterio de
la Trinidad y el destino del hombre 111. Las condiciones de la hos-
pitalidad universal se transforman en el nivel religioso en un men-
saje ecuménico, en el deseo de que lo múltiple sea reconducido
hacia la misma unidad y belleza que nos muestra la Trinidad, que
nos invita a entrar en ella. Y allí nos entraremos...

111
BORIS BOBRINSKOY, Le Mystère de la Trinité, Paris, Cerf, 1996, p. 168

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