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Comunidades imaginadas, reflexiones sobre el origen y la difusión del

nacionalismo
Benedict Anderson

Estudiantes:
- Mateo López Agudelo
- John Fredy Colimba
- Carlos Andrés Chapid

Información del autor:


Benedict Richard O ‘Gorman Anderson (Kunming, 26 de agosto de 1936 - Batu, Java
Oriental, 13 de diciembre de 2015). Fue un historiador, politólogo y escritor, estudioso
del nacionalismo y de las relaciones internacionales, y uno de los más reconocidos
especialistas sobre la Indonesia del siglo XX.
Era hermano del historiador Perry Anderson. Se crio principalmente en California, y
estudió en Cambridge doctorándose posteriormente en Ciencias Políticas en la
Universidad de Cornelle. Su tesis de graduación en política por Cornell (conocida como
Cornell Paper) detallaba la situación política en Indonesia, lo que le conllevó la enemistad
de las autoridades de ese país.
Fue principalmente conocido por su obra Comunidades Imaginadas, en la que describe
sistemáticamente, utilizando la metodología del materialismo histórico, los principales
factores que contribuyen al surgimiento del nacionalismo durante los últimos tres siglos.
Anderson definía la nación como una comunidad política imaginada [que es] imaginada
tanto limitada inherentemente como soberana. Anderson era profesor emérito de estudios
internacionales en Cornell, y dirigía su programa sobre Indonesia.

Capítulo 1. Introducción:
En un primer momento hay que destacar la importancia que le da el autor a la nacionalidad
en esta obra, para él la nacionalidad es “El valor más universalmente legítimo de la vida
social y política de nuestro tiempo”. El autor menciona esto luego de analizar dos cosas:
primero que después de la segunda guerra mundial toda revolución política y social tiene
carácter nacional y transforma política y socialmente el territorio heredado. En segundo
lugar, el autor toma en cuenta el concepto de nación y nacionalidad en toda revolución y
conflicto armado luego de ver la transformación de una ideología como la marxista en
guerras y conflictos armados como las que existieron en China, Camboya y Vietnam.
Analizando esta parte se llega a la idea de que el nacionalismo está lejos de terminarse.
Esta obra intenta ofrecer en medio de la anomalía que posee y de la falta de
interpretaciones que tienen, una definición de nación y/o de nacionalismo. Las
dificultades pueden ser: en primer lugar, la modernidad objetiva de las naciones ante la
vista de un historiador. En segundo lugar, La universalidad formal de la nacionalidad
como un concepto sociocultural frente a la particularidad irremediable de sus
manifestaciones concretas. En tercer lugar, El poder “político” de los nacionalismos,
frente a su pobreza y aun incoherencia filosófica.
Ante estas problemáticas el autor define la nación como una “comunidad política
imaginada como inherentemente limitada y soberana”. Es imaginada, dice el autor,
porque aun con la tecnología que existe, es imposible conocer a todos los miembros de
una nación, es decir a nuestros compatriotas. Es limitada porque incluso la mayor de ellas
tiene fronteras finitas, aunque elásticas, más allá de las cuales se encuentran otras
naciones. Es soberana porque el concepto nació en una época en que la Ilustración y la
Revolución estaban destruyendo la legitimidad del reino dinástico jerárquico y es
comunidad porque independientemente de la desigualdad y la explotación que en efecto
puedan prevalecer en cada caso, la nación se concibe siempre como un compañerismo
profundo, horizontal.
Capítulo 2. Las raíces culturales
Comunidades imaginadas entiende la nación, la nacionalidad y el nacionalismo como
“artefactos” o “productos culturales” que deben ser estudiados desde una perspectiva
histórica que nos muestre cómo aparecieron, cómo han ido cambiando de significado y
cómo han adquirido la enorme legitimidad emocional que tienen hoy en día.
El nacionalismo, dice el autor, debe entenderse no solo con ideologías políticas, sino
también con los grandes sistemas culturales lo precedieron, de donde surgió por
oposición: la comunidad religiosa y el reino dinástico Estos dos sistemas eran en su
apogeo marcos de referencia que se daban por sentados, como ocurre ahora con la
nacionalidad.
En la comunidad religiosa las grandes culturas sagradas incorporan concepciones de
comunidades inmensas. Pero eran imaginables en gran medida por medio de una lengua
sagrada y una escritura. Todas las grandes comunidades clásicas se concebían a sí mismas
como cósmicamente centrales, por medio de una lengua sagrada ligada a un orden de
poder ultraterrenal. Pero tales comunidades clásicas, ligadas por lenguas sagradas, tenían
un carácter distinto de las comunidades imaginadas de naciones modernas. Una diferencia
esencial era la confianza de las comunidades antiguas en el carácter peculiarmente
sagrado de sus lenguas, y por ende sus ideas acerca de la admisión a la comunidad. Como
lenguas verdaderas, imbuidas de un impulso en gran parte ajeno al nacionalismo, tienden
hacia la conversión. Por conversión no se refiere a la aceptación de lemas religiosos
particulares, sino la absorción alquímica. Pero, aunque las lenguas sagradas hicieran
imaginables unas comunidades como la cristiana, el ámbito real y la verosimilitud de
estas comunidades no pueden explicarse sólo por la escritura sagrada: después de todo,
sus lectores eran pequeños enclaves de gente alfabetizada entre grandes multitudes de
iletrada. Sería un error considerar a los letrados como una especie de tecnocracia
teológica. Más bien, los letrados eran estratos estratégicos de una jerarquía cosmológica
cuya cúspide era divina. Pero a pesar de toda la grandeza y el poder de las grandes
comunidades religiosamente imaginadas, su coherencia inconsciente se desvaneció a
partir de fines de la Edad Media. Entre las razones de esta declinación, dos se encuentran
directamente relacionadas con la peculiar calidad sagrada de estas comunidades. En
primer lugar, está el efecto que causaron las exploraciones del mundo no europeo, que
sobre todo en Europa ampliaron el horizonte cultural y geográfico y, por ende, la
concepción que tenían los hombres de las posibles formas de la vida humana. En segundo
lugar, había una degradación progresiva de la propia lengua sagrada. La caída del latín
era ejemplo de un proceso más amplio en el que las comunidades sagradas, integradas
por antiguas lenguas sagradas, gradualmente se fragmentaban, pluralizaban y
territorializaban.
En el Reino Dinástico el reino lo organiza todo alrededor de un centro elevado. Su
legitimidad deriva de la divinidad, no de las poblaciones, cuyos individuos, después de
todo, son súbditos, no ciudadanos. En la imaginería antigua, donde los estados se definían
por sus centros, las fronteras eran porosas e indistintas, y las soberanías se fundían
imperceptiblemente unas en otras. Así se explica la facilidad con la que los imperios y
los reinos pre modernos podían sostener su control sobre poblaciones inmensamente
heterogéneas, y a menudo ni siquiera contiguas durante largos períodos. Estos estados
monárquicos se expandieron no sólo por la guerra, sino también por la política sexual. A
través del principio general de la verticalidad, los matrimonios dinásticos unían a
poblaciones muy diversas bajo nuevos ápices. Sin embargo, durante el siglo XVII inició
su lenta declinación en Europa occidental la legitimidad automática de la monarquía
sagrada.
Seria miope la concepción de las comunidades de naciones imaginadas como algo que
simplemente surgió de las comunidades religiosas y los reinos dinásticos para sustituirlos.
Debajo de la declinación de las comunidades, las lenguas y los linajes sagrados, estaba
ocurriendo un cambio fundamental en los modos de aprehensión del mundo que, más que
cualquiera otra cosa, permitía “pensar” a la nación.
El cristianismo asumió su forma universal a través de una miríada de especificaciones y
particularidades: este sermón, esa reliquia, etc. Esta yuxtaposición de los cósmico-
universal y lo mundano-particular significaba que, por vasta que fuese la cristiandad, y
por vasta que se creyera, se manifestaba diversamente a las comunidades o andaluzas
como reproducciones de sí mismas. Lo que ha llegado a tomar el lugar de la concepción
medieval de la simultaneidad a lo largo del tiempo es una idea del “tiempo homogéneo
vacío” donde la simultaneidad es transversa, de tiempo cruzado, no marcada por la
prefiguración y la realización, sino por la coincidencia temporal, y medida por el reloj y
el calendario. Podrá entenderse mejor la importancia de esta transformación, para el
surgimiento de la comunidad imaginada de la nación si se considera la estructura básica
de dos formas de la imaginación que florecieron en el siglo XVIII: la novela y el
periódico.
Estas formas proveyeron los medios técnicos necesarios para la “representación” de la
clase de comunidad imaginada que es la nación. La estructura de la novela es un
instrumento para la representación de la simultaneidad en “tiempo homogéneo, vacío”, o
un análisis complejo de la palabra “mientras tanto”. El hecho de que los actos de los
personajes se realicen a la misma hora y en el mismo día, pero con actores que podrían
estar en gran medida inconscientes de la existencia de los demás, revela la novedad de
este mundo imaginado, evocado por el autor en la mente de sus lectores. La idea de un
organismo sociológico que se mueve periódicamente a través del tiempo homogéneo,
vacío, es un ejemplo preciso de la idea de nación, que se concibe también como una
comunidad sólida que avanza sostenidamente de un lado a otro de la historia. ¿Cuál es la
convención literaria esencial del periódico? Una yuxtaposición de eventos. ¿Qué los
conecta entre sí? La arbitrariedad de su inclusión y yuxtaposición revela que la conexión
existente entre ellos es imaginada. Esta conexión imaginada deriva de dos fuentes
indirectamente relacionadas. La primera es simplemente la coincidencia en el calendario.
La segunda fuente de conexión se encuentra en la relación existente entre el periódico
como una forma de libro y el mercado. En un sentido bastante especial, el libro fue el
primer producto industrial producido en masa, al estilo moderno. El periódico es sólo una
forma extrema del libro, un libro vendido en escala colosal, pero de popularidad efímera.
La obsolescencia del periódico al día siguiente de su impresión crea esa ceremonia masiva
extraordinaria: el consumo casi precisamente simultáneo (“imaginario”) del periódico
como ficción.
En síntesis: la mera posibilidad de imaginar a la nación surgió sólo cuando tres
concepciones fundamentales perdieron su control axiomático sobre las mentes de los
hombres. 1- La idea de que una lengua escrita particular ofrecía un acceso privilegiado a
la verdad ontológica, porque era una parte inseparable de esa verdad.2- La creencia de
que la sociedad estaba organizada alrededor y bajo centros elevados: monarcas que
gobernaban mediante alguna forma de dispensa cosmológica.3- La concepción de la
temporalidad donde la cosmología y la historia era indistinguibles, mientras que el origen
del mundo y del hombre eran idénticos en esencia. La declinación lenta y desigual de
estas certezas interconectadas bajo el efecto del cambio económico, los
“descubrimientos” y el desarrollo de comunicaciones cada vez más rápidas, introdujeron
una dura cuña entre la cosmología y la historia El capitalismo impreso permitió que un
número creciente de personas pensaran acerca de sí mismos, y se relacionaran con otros,
en formas profundamente nuevas.
Capítulo 3. El Origen De La Conciencia Nacional
Si el conocimiento manuscrito era algo escaso y arcano, el conocimiento impreso
sobrevivía por su capacidad de reproducción y diseminación. Como una de las primeras
formas de la empresa capitalista, la actividad editorial experimentó la busca incesante de
mercados. El mercado inicial fue la Europa alfabetizada, un estrato amplio pero delgado
de lectores de latín. La lógica del capitalismo significaba entonces que, una vez saturado
el mercado elitista del latín, llegaría el momento de los mercados potencialmente enormes
representados por las masas monolingües. El impulso revolucionario de las lenguas
vernáculas por el capitalismo se vio reforzado por tres factores externos, dos de los cuales
contribuyeron directamente al surgimiento de la conciencia nacional. El primero, y en
última instancia el menos importante, fue un cambio en el latín mismo. Gracias a los
esfuerzos de los humanistas por revivir la literatura de la Antigüedad precristiana, el latín
se volvió cada vez más ciceroniano y, por la misma razón, cada vez más alejado de la
vida eclesiástica y cotidiana. El segundo factor fue la repercusión de la Reforma, que al
mismo tiempo debía gran parte de su éxito al capitalismo impreso. Lutero se convirtió en
el primer autor de éxitos de librería hasta entonces conocido.
La coalición creada entre el protestantismo y el capitalismo impreso, que explotaba las
ediciones populares baratas, creó rápidamente grandes grupos de lectores nuevos y al
mismo tiempo los movilizó para fines político-religiosos. El tercer factor fue la difusión
lenta, geográficamente despareja, de lenguas vernáculas particulares como instrumentos
de la centralización administrativa, realizada por ciertos aspirantes a monarcas
absolutistas privilegiados. El nacimiento de las lenguas vernáculas administrativas
antecedió a las revoluciones de la imprenta y la religión del siglo XVI y por lo tanto debe
considerarse como un factor independiente en la erosión de la sacra comunidad
imaginada. Sin embargo, la elevación de estas lenguas vernáculas a la posición de lenguas
del poder, cuando eran en cierto sentido competidoras del latín hizo su propia
contribución a la decadencia de la comunidad imaginada de la cristiandad. Lo que hizo
imaginables a las comunidades nuevas era una interacción semifortuita, pero explosiva,
entre un sistema de producción y de relaciones productivas (el capitalismo), una
tecnología de las comunicaciones (la imprenta) y la fatalidad de la diversidad lingüística
humana.
Estas lenguas impresas echaron las bases de la conciencia nacional en tres formas
distintas. En primer lugar, crearon campos unificados de intercambio y comunicaciones
por debajo del latín y por encima de las lenguas vernáculas habladas. En segundo lugar,
el capitalismo impreso dio una nueva fijeza al lenguaje, lo que a largo plazo ayudó a forjar
esa imagen de antigüedad tan fundamental para la idea subjetiva de la nación. Tercero, el
capitalismo impreso creó lenguajes de poder de una clase diferente a la de las antiguas
lenguas vernáculas administrativas. La convergencia del capitalismo y la tecnología
impresa en la fatal diversidad del lenguaje humano hizo posible una nueva forma de
comunidad imaginada, que en su morfología básica preparó el escenario para la nación
moderna.
Capítulo 4. Los Pioneros Criollos
Los nuevos Estados americanos de fines del siglo XVIII y principios del XIX despiertan
un interés desusado porque parece casi imposible explicarlos en términos de dos factores
que han dominado gran parte del pensamiento europeo acerca del surgimiento del
nacionalismo. En primer lugar, la lengua no era un elemento que los diferenciara de sus
respectivas metrópolis imperiales. En segundo lugar, hay razones para dudar de la
aplicabilidad, en gran parte del hemisferio occidental, de la tesis de Nairn, que afirma
que: “el surgimiento del nacionalismo, en un sentido distintivamente moderno, estaba
ligado al bautismo político de las clases baja”. Lejos de tratar de “llevar a las clases bajas
a la vida política”, uno de los factores decisivos que impulsaron inicialmente el
movimiento de independencia en casos como los de Venezuela, México y Perú, era el
temor a las movilizaciones políticas de la “clase baja”, como los levantamientos de los
indios o los esclavos negros.
Éste es entonces el enigma: ¿por qué fueron precisamente las comunidades criollas las
que concibieron en época tan temprana la idea de su nacionalidad, mucho antes que la
mayor parte de Europa? Los dos factores más comúnmente aducidos en la explicación
son el fortalecimiento del control de Madrid y la difusión de las ideas liberalizadoras de
la Ilustración. El éxito de la rebelión delas Trece Colonias a fines del decenio de 1770, y
el estallido de la Revolución francesa a fines del decenio de 1780, ejercieron una
influencia poderosa. Pero la agresividad de Madrid y el espíritu del liberalismo, siendo
fundamentales para toda comprensión del impulso de resistencia en las Américas
españolas, no explican por sí mismos el hecho de que entidades como Chile, Venezuela
y México fuesen posibles en el terreno emocional, y viables en el terreno político. El
principio de una respuesta se encuentra en el hecho notable de que cada una de las nuevas
repúblicas sudamericanas había sido una unidad administrativa desde el siglo XVI hasta
el XVIII. La misma vastedad del imperio hispanoamericano, la diversidad enorme de sus
suelos y sus climas, y, sobre todo, la dificultad inmensa de las comunicaciones en una
época preindustrial, tendían a dar a estas unidades un carácter autónomo. Además, las
políticas comerciales de Madrid convertían las unidades administrativas en zonas
económicas separadas. Para entender como las unidades administrativas pudieron llegar
a ser concebidas a través del tiempo como patrias, se debe examinar las formas en que los
organismos administrativos crean un significado.
El impulso interior del absolutismo era la creación de un aparato de poder unificado,
controlado directamente por el gobernante contra una nobleza feudal particularista y
descentralizada. Los funcionarios absolutistas emprendían así viajes que eran
básicamente diferentes de los viajes de los nobles feudales. En su viaje de ascenso en
espiral el funcionario encuentra como compañeros de viaje ansiosos a sus colegas
funcionarios, provenientes de lugares y familias de los que apenas ha oído hablar. Al
tenerlos como compañeros de viaje, surge una conciencia de conexión, sobre todo cuando
todos comparten una lengua de Estado.
En principio, la expansión extra europea de los grandes reinos de comienzos de la Europa
moderna debió de haber extendido simplemente el modelo anterior en el desarrollo de las
grandes burocracias transcontinentales. Pero esto no ocurrió en realidad. La racionalidad
funcional del aparato absolutista operaba sólo irregularmente más allá de las costas
orientales del Atlántico.
Las peregrinaciones de los funcionarios criollos no sólo estaban obstruidas en sentido
vertical. Si los funcionarios peninsulares podían viajar de Zaragoza a Cartagena, Madrid,
Lima y de nuevo a Madrid, el criollo “mexicano” o “chileno” servía únicamente en los
territorios de México o Chile. En esta forma, la cúspide de suascenso en espiral, el más
elevado centro administrativo al que podría ser asignado, era al capital de la unidad
administrativa imperial en la que se encontraba. Pero en este peregrinaje obstruido
encontraba compañeros de viaje que llegaban a sentir que su camarería se basaba no sólo
en esa peregrinación particular sino en la fatalidad compartida del nacimiento
transatlántico.
Los criollos disponían en principio de los medios políticos, culturales y militares
necesarios para hacerse valer por sí mismos. Constituían a la vez una comunidad colonial
y una clase privilegiada. Habrían de ser económicamente sometidos explotados, pero
también eran esenciales para la estabilidad del imperio. Indirectamente, la Ilustración
influyó también sobre la cristalización de una distinción fatal entre los metropolitanos y
los criollos. Las peregrinaciones virreinales, llenas de obstáculos, no tuvieron
consecuencias decisivas mientras su alcance territorial no pudiera imaginarse como una
nación, es decir, mientras no llegara el capitalismo impreso. El uso de la imprenta se
extendió muy pronto a la Nueva España, pero durante dos siglos permaneció bajo el
estricto control de la Corona y la Iglesia. En la Norteamérica protestante casi no hubo
ninguna imprenta durante ese siglo. En el curso del siglo XVIII, sin embargo, ocurrió una
revolución en la publicación de periódicos. ¿Cuáles fueron las características de los
primeros periódicos norteamericanos? Las primeras revistas contenían noticias
comerciales, además de los nombramientos políticos coloniales, los matrimonios de los
ricos, etc. Un aspecto fecundo de tales periódicos era siempre su provincialismo. Otro
aspecto era el de la pluralidad. Se escribían con plena conciencia de los provincianos
acerca de mundos semejantes al suyo. Así se explicaba la conocida duplicidad del
temprano nacionalismo hispanoamericano, su alternación de gran alcance y su localismo
particularista.
La “incapacidad” de la experiencia hispanoamericana para producir un nacionalismo
propio permanente refleja el grado general de desarrollo del capitalismo y de la tecnología
a fines del siglo XVIII, así como el atraso “local” del capitalismo y la tecnología
españoles en relación con la extensión administrativa del Imperio. Los criollos
protestantes de habla inglesa, en el Norte, estaban más favorablemente situados para la
realización de la idea de “América”, y en efecto lograron apropiarse finalmente el
gentilicio común de “americanos”.
A manera de conclusión provisional, convendría destacar al contenido limitado y
específico del argumento hasta este punto. Se trata menos de explicar las bases
socioeconómicas de la resistencia a la metrópoli en el hemisferio occidental que de
discernir por qué la resistencia se concibió en formas “nacionales”, plurales, y no en otras.
Lo que propone es que ni el interés económico, ni el liberalismo o la Ilustración, podrían
haber creado por sí solos la clase o la forma de la comunidad imaginada que habrá de
defenderse contra las depredaciones de estos regímenes; dicho de otro modo, ninguno de
estos conceptos proveyó el marco de una nueva conciencia por oposición a los objetos
centrales de su agrado o aversión. Al realizar esta tarea específica, los funcionarios
criollos peregrinos y los impresores criollos provinciales desempeñaron un papel
histórico decisivo.
V. LENGUAS ANTIGUAS, MODELOS NUEVOS.
El quinto capítulo (Lenguas antiguas, modelos nuevos) está destinado a analizar el otro
gran antecedente del nacionalismo. En donde cambia de escenario y regresa a Europa en
la que puede observar cómo una lengua impresa nueva se lograba constituir como lengua
nacional antigua, a partir de una invención consciente (“pirateada”) de ese pasado. En ese
sentido, los textos impresos (y la alfabetización) funcionaron como base de apoyo de la
soberanía de una colectividad de hablantes y lectores. Se discurre la nación observada
desde “la lengua impresa y la piratería” (p. 102). Mientras América culminaba sus pugnas,
Europa arrancó las suyas y emprendió un nacionalismo que se abría paso conforme se
multiplicaban los “descubrimientos” (en vigor desde el Siglo XVI) en zonas cuasi
inverosímiles del mapamundi.
Los “descubrimientos”, en suma, “habían acabado con la necesidad de buscar modelos
en una Antigüedad desaparecida”; las “sociedades contemporáneas” fueron criticadas por
las utopías de autores como Jonathan Swift y Tomás Moro. El pluralismo, aparte de
socavar el “eurocentrismo”, ensanchó el conocimiento de las lenguas; la filología y la
gramática comparada (e.g., William Jones estudió el sánscrito; Jean Champulón descifró
los jeroglíficos egipcios) llenaron los espacios vacíos de la historia e igualó las “antiguas
lenguas sagradas” al mezclarlas con “una variada multitud plebeya de rivales vernáculas”
(pp. 104-107). Sobran los trabajos científicos que reencuentran a rumanos, húngaros,
checos, rusos, griegos, finlandeses, noruegos, ucranianos, afrikáners y árabes con su
legado cultural y literario, con su “conciencia nacional” estimulada por las lenguas
oficiales.
Como las ideas carecen de patente, éstas se pueden “piratear”, se pueden convertir en
conceptos adaptables a la consecución de unos planes específicos contrapuestos a otros
que le adversan. Las “realidades imaginadas” representan los valores que se apartan del
pretérito, aunque no del todo: los sectores reaccionarios siempre eluden cualquier
desviación notoria de las normas a las cuales están acostumbrados. Los “modelos nuevos”
de los primeros nacionalismos (tanto en Europa como en América) pululaban de
conservadurismo, populismo y demagogia en sus líderes más prominentes.
(EL NACIONALISMO OFICIAL Y EL IMPERIALISMO) retoma la revolución de
Europa, mediante la cual las lenguas se habían convertido en propiedad personal de
grupos muy específicos. Partiendo de aquí, entra en la cuestión referente a los
nacionalismos oficiales, retenciones del poder dinástico bajo el principio nacional. Estos
nacionalismos, surgidos desde mediados del S. XIX, podían funcionar en dos esferas. La
externa (colonialista-imperialista) implicaba una aculturación (“mestizaje mental”, p.
153) de los habitantes/ nativos de los territorios colonizados, con una subsiguiente
jerarquización y subordinación de éstos a la metrópoli. En el plano interno, daba pie para
una diferenciación entre el nacionalismo oficial y los nacionalismos lingüísticos
populares, estos últimos caracterizados por ser la respuesta de grupos nacionalistas
emergentes, narra la imposición de un dictamen que agrupó la nación con el imperio
dinástico, tratando de asentar (y alargar) su lugar en el globo terráqueo.
Oficialización: la nacionalidad se homogeneiza en el país, sobre todo mediante el idioma.
El sentimiento del estado se hace “oficial” y encarna la imagen que ha de ser transmitida
al extranjero. La simpatía de unos y la antipatía de otros genera tensiones civiles, las
cuales pueden “incendiar” la estabilidad de las conexiones recién creadas en el territorio
en el que viven. O bien, estas divergencias pueden disolverse y cooperar en la formación
de la nación. Como: el imperio austro-húngaro, alemán y ruso.
Expansión: se asegura un poder internacional, fuera de sus confines “normales” situados
en la metrópoli, subordinando a los habitantes de las áreas dominadas a través de la
política, la economía o el ejército. La soberanía es elástica para los conquistadores y
estrecha para los conquistados. La tolerancia cultural es parcial como: el imperio
británico, holandés y japonés.
(LA ÚLTIMA OLEADA) se parte de la premisa de que “tras el cataclismo de la Segunda
Guerra Mundial, la marea de la nación-Estado alcanzó su máximo nivel”. Para sostener
esto, Anderson argumenta que el nacionalismo imperialista es una adaptación del
dinastismo decimonónico, fundando su legitimad ahora no en un poder divino sino en una
base popular. Si se recuerda una de las afirmaciones del autor en la introducción (la
relativa al carácter modular la “nación”), el nacionalismo en el siglo XX se hace adaptable
mediante la articulación entre nacionalidad y conciencia política.
cuenta su estrepitosa decadencia (p. 161) y la aparición de los nacionalismos postrimeros
que recorrieron sendas similares a las de sus homólogos americanos. En Asia, Suwardi
Surjaningrat protestó contra la celebración de la independencia holandesa en Indonesia
(1913); Birmania fundó la Asociación Budista de Jóvenes de Rangún (1908); en Malasia
(1938), la Unión de la Juventud Malaya alzó su voz; lo mismo hizo Sun Yat-sen en China
y Son Ngoc Thanh en Camboya. En Europa, Suiza recibió el nacionalismo en 1892,
debido a su atraso socioeconómico y al arribo tardío del “capitalismo impreso”
Cabe destacar que estos movimientos fueron “una reacción al imperialismo mundial de
nuevo estilo hecho posible por los logros del capitalismo industrial”, los cuales fueron el
epicentro de inesperadas comunidades imaginadas que emergieron como naciones
independientes émulas de otras (pp. 197-199).
Generalmente, el “despertar” nacionalista parece intrínsecamente bueno por haber
empujado los reinos dinásticos al precipicio.
Para el caso de las colonias asiáticas y africanas, Anderson, apoyándose en múltiples
ejemplos, concluye que sus nacionalismos surgieron como reacción al imperialismo
mundial, mientras que en Europa los nacionalismos se debían, por el contrario, a una
“naturalización de las dinastías”.
En el capítulo siguiente, “patriotismo y racismo” comienza el autor enunciando que los
cambios sociales y la conciencia temporal no son suficientes para explicar cómo es que
tanta gente está dispuesta a morir por las imaginaciones nacionales. Desde una
concepción europea ya conocida se ha insistido en el carácter patológico de los
nacionalismos, en lo que respecta con el racismo y en el hecho de que sus raíces sean el
miedo y el odio hacia el otro. Sin embargo, el discurso del nacionalismo no es el odio
sino el amor y el sacrificio.
Más adelante el autor discrepa a Thomas Nairn, quien había dicho que el racismo y el
antisemitismo se originan del nacionalismo. Según Anderson, el nacionalismo piensa en
términos de destino histórico mientras que el racismo piensa en términos de
contaminaciones eternas. Por otro lado, el racismo no se encuentra en la nacionalidad
como en la clase social.
Seguidamente Anderson analiza tres nuevas instituciones en la era de la reproducción
mecánica, el censo, el mapa y el museo. Los cuales contribuyeron a dar forma al modo
en como las metrópolis coloniales empezaron a imaginar sus dominios. Donde se formaba
una clasificación con el fin de darle un solo lugar, uno solo a todas las cosas. Estos
nacionalismos postcoloniales heredaran la peculiar manera de imaginar la historia y el
poder. El censo produce una serializacion que se funda en el presupuesto de que el mundo
está compuesto por conjuntos organizados por oposiciones: negro/blanco.
El mapa por otro lado, no es una representación objetiva de realidad sino un modelo que
sirve para formar una realidad que aún no existe, un modelo para burócratas y militares.
Dirá Anderson, con la narrativa biográfico-políticas propias del nacionalismo colonial,
demuestran la antigüedad histórica de las fronteras en cuestión. En segundo momento se
convierte el mapa en un logotipo, donde se pinta cada país de un color y representándolo
de forma separada de su contexto geográfico, con la finalidad de naturalizar las fronteras
administrativas de la colonia. Cabe señalar, aunque la masiva reproducción del mapa-
logo, logre que el contorno del país se haga reconocible y penetre en la imaginación
popular, también generara un nacionalismo anticolonial. En lo que respecta al museo, la
aparición de una imaginación museificadora tiene un claro origen político. Para Anderson
la museificacion de lugares sagrados no puede explicarse solo en términos de un exotismo
orientalista inconsciente sino del consiente interés político. Por así decirlo, la
reconstrucción museificadora, llevada a cabo por los colonizadores, a su vez impone una
cierta jerarquía ya que afirma desde un principio, que los nativos ya no son capaces
siquiera de conservar lo que hicieron sus antepasados. Cabe tener en cuenta, sin embargo,
que esta actividad museificadora será heredada por los estados poscoloniales, tras sus
respectivas independencias.
En el último capítulo, “memoria y olvido”, se analizan las diferentes concepciones
históricas que ha tenido las sucesivas generaciones de nacionalismos. Se recuerda que la
declaración de independencia americana no se recurre a ningún tipo de legitimación
histórica. Sin embargo, posteriormente las rupturas revolucionarias de 1776 y 1789
terminaran por reintegrarse en la historia, consolidándose y convirtiéndose en modelos.
Por otro lado, los nacionalismos que aparecieron en Europa entre los años 1815 y 1850,
contemplaban el nacionalismo de manera genealógica. Se trataba de un nacionalismo de
un pasado de glorioso y sometido, y no más por su origen de una revolución de una ruptura
histórica. El nacionalismo europeo se verá como una recuperación, como un retorno a la
esencia, por eso se ha dicho que es más conservador y menos revolucionario.

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