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Dado que me ocupo de nuestra sociedad, permítanme que haga unas observaciones, bastante elementales,

acerca del papel del Estado, de su probable evolución y de los supuestos ideológicos que acompañan a esos
fenómenos y, a veces, los disfrazan. Para empezar, podemos distinguir dos sistemas de poder: el político y
el económico. El primero lo constituyen, en principio, unos representantes que elige el pueblo para que
decidan la política pública; el segundo, también en principio, es un sistema de poderes privados -un sistema
de imperios privados- que están exentos del control del pueblo, excepto en aquellos aspectos remotos e
indirectos en los que incluso una nobleza feudal o una dictadura totalitaria deben responder a la voluntad
popular. Esa organización de la sociedad tiene varias consecuencias inmediatas. La primera es que, de una
manera muy sutil, induce a gran parte de la población, sometida a decisiones arbitrarias tomadas desde arriba,
a aceptar la mentalidad autoritaria. Y, en mi opinión, eso tiene un efecto muy profundo sobre el carácter
general de nuestra cultura, que se manifiesta en la creencia de que hay que obedecer órdenes arbitrarias y
plegarse a las decisiones de la autoridad. Y, también en mi opinión, uno de los hechos más notables y
apasionantes de los últimos años ha sido la aparición de movimientos juveniles que se enfrentan a esas
pautas de conducta autoritaria e incluso empiezan a resquebrajarlas.

La segunda consecuencia importante de esa organización de la sociedad es que el ámbito de las


decisiones sujetas, en teoría, al menos, al control democrático popular es muy reducido. Por ejemplo, en
principio, quedan excluidas legalmente de él las instituciones fundamentales de cualquier sociedad industrial
avanzada, es decir, los sistemas comercial, industrial y financiero en su totalidad.

Y la tercera consecuencia importante es que, incluso dentro del reducido ámbito de las cuestiones
que se hallan sometidas, en principio, a la toma de decisiones democrática, los centros privados de poder
pueden ejercer, como bien sabemos, una influencia desproporcionadamente grande utilizando métodos que
resultan obvios, como el control de los medios de comunicación o de las organizaciones políticas, o, de un
modo más sencillo y directo, por el simple hecho de que, habitualmente, las figuras más destacadas del
sistema parlamentario proceden de ellos. (…)

En resumen, en el mejor de los casos el sistema democrático tiene un ámbito de actuación muy
reducido en la democracia capitalista, e incluso dentro de ese ámbito tan reducido su funcionamiento se ve
tremendamente obstaculizado por las concentraciones de poder privado y por la manera de pensar
autoritarias y pasivas que inducen a adoptar las instituciones autocráticas, como las industrias. Aunque sea
una perogrullada, hay que subrayar constantemente que el capitalismo y la democracia, en último extremo,
son incompatibles. Creo que un estudio cuidadoso de la materia reforzará aun más esa conclusión. Tanto en
el sistema político como en el industrial tienen lugar procesos de centralización del control. (…)

Un estudio cuidadoso de las decisiones civiles y militares tomadas desde la Segunda Guerra
Mundial demuestra que esa descripción es, básicamente, correcta. Hace veinte años, el senador Vandenberg
manifestó su preocupación ante la posibilidad de que el presidente de Estados Unidos pudiera convertirse "en
el principal señor de la guerra del mundo". Eso ya ha ocurrido. Lo demuestra la decisión de iniciar la escalada
militar en Vietnam, tomada en febrero de 1965 y que despreciaba cínicamente la voluntad expresada por el
electorado. Ese incidente hace patente con toda claridad el papel del pueblo en la toma de decisiones acerca
de la guerra y de la paz, así como acerca de las líneas principales de la política general; y también hace
patente la irrelevancia de la política electoral a la hora de tomar decisiones de política nacional.

CHOMSKY, Noam: “El capitalismo y la democracia, en último extremo, son incompatibles”

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