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EXCUSATIO NON PETITA, PECCATA MANIFESTA

La rotonda de Puente La Noria había caído en poder de la Resistencia. Claro está,


costaba reconocer ese pavimento, ferozmente picoteado por las granadas; los triángulos
de césped mustio donde aquella especie de baba translúcida, la sangre de los invasores,
impedía descubrir el verde. Además tanto cadáver mutilado por ahí.

El payo Aravena, en arrejunte con otros (pocos), acababa de enfrentar el horror de una
escaramuza sin experimentar horror alguno. El primer choque contra el ejército alienígena
después de la destrucción de Buenos Aires, la declaración como Zona Roja del inmediato
cinturón conurbano. Pero no era el espacio lo único que se había tornado ajeno; tampoco
los sobrevivientes podían hallarse. Bancarios, torneros, profesores, soldados se
sorprendían plantando cara a monstruos que no poseían la terribilidad de los tiranosaurios
ni la trágica dignidad de los vampiros, sino el grotesco de una absurda pesadilla infantil.
Sintiéndose algo así como perversos iconoclastas que, al bombardear las calles que apenas
horas atrás recorrían pacíficamente, buscaban tan sólo refutar cuentos de hadas, develar
los trucos del mago. Lomas luchaba por seguir siendo, mientras para Aravena, Battista,
Molina, Poldsky, Peña, Puig, Álvarez el calificativo de lomenses no sólo había perdido
su carácter de identidad, sino que carecía ya de todo valor descriptivo. Lo impensado
obligaba a ser pensado, lo malo era bello, cualquier certeza dudosa.

Aravena sabía que debían ponerse en movimiento de inmediato. Que esas navecitas que
parecían budineras no tardarían en llenar el cielo sobre él y su grupo, para incinerarlos o
capturarlos. Pero una inexplicable abulia le hacía penoso aun el más nimio gesto. Buscó
un inexistente cigarrillo en un bolsillo que nunca había existido, contemplando casi con
exquisita lejanía al bicherío muerto ahí nomás, despatarrado sobre calle y aceras, flotando
en el zanjón. En vano intentó obligarse a sentir asco, a asustarse. Vamos: que daba un
poquito de bronca que ellos, los culpables de empujar la civilización humana al borde de
la extinción, tuvieran un aspecto tan poco… aterrador. Resultaba hasta insultante. Tenían
ocho ojos, igual que las arañas… pero eran ojos de animé o de koala, grandes y levemente
ovales, con un negro cristalino, suave, dulce, que guardaba cierto fulgor recóndito y
húmedo; siempre daban la impresión de hallarse a punto de llorar. La verdad: no era fácil
dispararles si se les miraba a la cara. Además, su cuerpo rollizo y redondeado, blando,
cubierto de fino y sedoso pelaje, evocaba irresistiblemente al de los pandas. No eran
mayores que un caniche toy, y sus seis patas remataban en deditos delgados, delicados,
translúcidos como anténulas de caracol. Qué acertado el bautizo de los primeros que
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lograron ver con claridad a estos invasores: los peluches. ¡No rugían, no berreaban… ni
siquiera gruñían! Es más: cuando caían no había gritos ni gemidos ni ayes. Tampoco se
retorcían en los estertores de la agonía: simplemente se iban, con melancólica elegancia.
Aravena meneó la cabeza: de pronto había recordado a Asseff, el farmacéutico, que se
sintió tan culpable por haber acribillado a un peluche, que ese mismo día, a la nochecita,
se suicidó pegándose un tiro en la sien. En las humeantes ruinas de la Capital, las mujeres
y los niños – decían – solían recoger a los peluches heridos para curarlos con solícito
amor; y aquellas criaturas que no dudaron en arrasar medio planeta con sus misteriosos
rayos… ¡se acurrucaban mimosas en sus brazos, emitiendo un sordo ronroneo, tan
placentero y sedante que inadvertidamente conducía a la somnolencia!

– ¡Rajemos de una buena vez! – gritó Battista pero con voz exangüe, desinflada. Nadie
semejó haberlo escuchado. Se quedaron así, como congelados, unos sentados sobre los
escombros, otros de pie con los brazos colgando a los lados, vencidos, flojos, los índices
enganchados en los gatillos de las armas, como si fueran ellos los derrotados, como si
estuvieran ya muertos y justo entonces comenzaran a darse cuenta de ello. Un tanto
apartado del resto, Poldsky lucía particularmente desolado. “¡Qué hicimos… por qué lo
hicimos!”, Aravena lo escuchó murmurar entredientes. Cuando las budineras por fin
oscurecieron el azul sobre sus cabezas, ni siquiera alzaron la vista. Sólo sabían que allí
estaban por la súbita sombra, el zumbido del desconocido modo de propulsión y ese
característico olor a ozono. De improviso las ventanas de los lejanos edificios duplicaron
un destello, y entonces sí, uno del grupo, tal vez Battista, más probablemente Poldsky,
arrojó su rifle, se hincó de rodillas, abrió los brazos como un cristo blasfemo, y con la
barbuda cara bañada en lágrimas, aulló: – ¡Me lo merezco! Enseguida los otros imitaron
su abandono, como si un brusco chicotazo hubiera desencadenado el contagio de alguna
inconcebible epidemia. Cinco bocas aullaron cinco veces su voluntaria entrega a una
punición tan inexorable como deseada. Todavía no se apagaban los ecos cuando el
destello adquirió singular viveza, y algo así como un halo de lancinante blancura rodeó
uno a uno a los hombres rendidos, oscuramente desgarrados por un soterrado
remordimiento. Un tremolar como de aire caliente sobre el asfalto, y los combatientes de
la Resistencia simplemente perdieron sus siluetas, se enervaron en un único resplandor,
para desaparecer al cabo.

A solas consigo mismo, Aravena por fin entendió. Arrojó lejos su metralleta, asumió la
vastedad de su pecado, su vergüenza cósmica, y cayendo de rodillas, esperó la redención.

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