Artículo escrito en coautoría por José Garriga, Diego Murzi y Sebastián Rosa.
“Estamos cansados de ser el ‘pato de la boda’”, repetían cansados unos cuantos policías
encargados de la seguridad en eventos deportivos en una reunión. Siempre responsabilizados de
todo lo que sale mal en el mundo del fútbol: un lugar inmerecido. Los malos de la película. Entre
los repertorios de quejas surgió un tema sustancial. “Es hora de sincerarnos”, dijo uno de los más
experimentados. “Nosotros negociamos con las barras”, y pasó su mano por entre las canas. El
grupo de agentes reunido para pensar cómo abordar el problema de la violencia en el fútbol
empezó a contar, en un derrotero catártico, cómo hablaban con los “barras”. Que el jefe de una
“barra” era un “señor” comparado con otro que era un “barrilete”, que “los tipos cumplen lo
pactado” y que era más fácil -mucho más fácil según varios- hablar con los “barras” que con los
dirigentes.
Al analizar esta sesión catártica recordamos que hace muchos años, cuando uno de nosotros
hacía el trabajo de campo entre “barras” – o “barras bravas” según su denominación extendida-,
fuimos junto con algunos encumbrados miembros de la “barra” a una comisaría, nos sentamos con
el comisario y mientras tomábamos un café planificamos juntos el operativo policial. En esa
oportunidad el comisario estaba preocupado por la llegada de la “barra” ya que muchas veces,
cuando visitaban ese estadio, pasaban frente a la tribuna popular local produciendo incidentes
varios. El policía los convenció de hacer un recorrido más largo para llegar hasta el estadio, y les
prometió que si hacían eso les permitiría ingresar con banderas, que en esos días estaban
prohibidas. Por aquel entonces analizamos el episodio como un ejemplo, evidente, de los usos
racionales de la violencia y de las capacidades de los llamados “violentos” de utilizar sus prácticas
distintivas según sus intereses, tomando distancia de cualquier acusación de irracionalidad. A ese
análisis le podemos ahora agregar otra dimensión, que aquí queremos desarrollar: los policías
negocian- sotto voce, tras bastidores- con las “barras”.
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adopta regularmente dos posturas. En ocasiones se mantiene al margen de los conflictos y las
guerras intestinas a la espera de que una de las facciones prevalezca sobre las otras para erigirse en
el interlocutor con el cual negociar. Y otras veces toma partido por una facción extremando el
control sobre la otra a fin de debilitarla. En la intervención policial -o en la falta de intervención-
respecto a las peleas entre facciones es donde se visualiza más cabalmente la existencia de un pacto
que permite la gestión de la seguridad. A la policía no le interesa perseguir ni conjurar los delitos
de la “barra” sino que aspira a que ésta sea su socio de la gestión.
En la misma línea, los dirigentes de los clubes tampoco desean el desgobierno de la “barra”.
Igual que la policía, prefieren tener un interlocutor único y legítimo, a fin de asegurar el “buen
gobierno” al interior del club.
Analizando las interacciones entre estos tres actores podemos decir que hay dos características
que priman en sus relaciones: la invisibilidad y el intercambio.
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La percepción policial del trabajo en los estadios es heterogénea: para algunos policías es una
forma de obtener ingresos extras haciendo adicionales, para otros es la forma de insertar sus
empresas de seguridad en relaciones comerciales, mientras que también hay quienes están en
desacuerdo con la labor pero son obligados a realizarla. Así, la relación entre dirigentes y policía
es de mutua conveniencia pero a la vez de mutuo control.
La interacción entre la policía y las “barras” se caracteriza por las prácticas que ambos actores
despliegan en el estadio y sus adyacencias. Pactan en los días previos al espectáculo, muchas veces
dentro del mismo club, la logística del evento: cómo y por donde ingresará la “barra”, qué objetos
pueden llevar y cuáles no, qué recorrido urbano harán los micros que trasladan a los hinchas, etc.
Para la policía el dialogar con “los radicalizados”- en lenguaje policial- permite conocer y anticipar
conflictividades y controlar, así, al actor más riesgoso. Pero al mismo tiempo, este vínculo le
permite a la policía participar de negocios ilegales a partir de los cuales, asociada a la “barra”,
obtiene cuantiosas ganancias a partir de actividades que rodean al espectáculo. Un ejemplo de ello
es el control conjunto de la recaudación del estacionamiento en los alrededores del estadio.
Para la “barra”, mantener relaciones fluidas con la policía es sustancial para su perpetuación
como grupo organizado. En este diálogo la “barra” regula la gestión de los elementos ligados a la
“fiesta” dentro del estadio (bombos, grandes banderas, etc.). Mantener el monopolio del control de
estos elementos, prohibidos para el resto de los espectadores, le proporcionan a la “barra” buena
parte de su legitimidad como actor principal de la tribuna. Y esa gestión no puede darse sin la
negociación con la policía, que es quien determina lo que se puede ingresar al estadio y lo que no.
Además, cabe repetir, que la “barra” se favorece de su relación con la policía por la participación
en economías ilegales e informales, muchas de las cuales se despliegan en el espacio del estadio y
para las cuales es imprescindible contar con la venia policial.
En varias oportunidades escuchamos que dirigentes del mundo del fútbol y autoridades de
primera línea de los clubes negaban ante la opinión pública todo tipo de relación con las “barras”.
Lo sorprendente era que en otros contextos compartían variadas interacciones con ellos: comían
asados, facilitaban entradas o dinero y, muchas veces, los vinculan con otras personas para
satisfacer necesidades. Los dirigentes deportivos necesitan negociar con las” barras” para, al
menos, asegurar el “buen gobierno” de sus instituciones. Luego el grado de involucramiento entre
estos actores varía según los casos y oscila en un abanico que va desde la simple negociación a la
connivencia en actividades informales e ilegales (reventa de tickets, apriete de jugadores, control
de puestos comerciales).
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Pero este pacto está lleno de grietas. La más visible quedó al descubierto con la muerte del
hincha de Belgrano de Córdoba Emanuel Balbo. La regulación de las violencias que implica esta
interdependencia entre policías, barras bravas y dirigentes no fue suficiente para garantizar la
“seguridad” y un espectador murió asesinado por otros espectadores. Mientras tanto, las
explicaciones estatales sobre la violencia en el fútbol siguen estando vinculadas exclusivamente a
las acciones de las “barras”, proponiendo nuevas leyes iguales a las que tenemos hace más de
treinta años. Así, se reduce la violencia en el fútbol a la existencia de las “barras”. Debemos ser
capaces de reconocer la complejidad de este escenario para comprender de forma más amplia y
generar políticas de control y prevención eficaces.