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Día Internacional de la Felicidad.

En una sociedad atribulada y melancólica prosperan sonrisas impostadas y gestos de falso


entusiasmo bajo el imperio ideológico del pensamiento positivo. La felicidad, que constituyó
una idea nuclear de la política aristotélica – aunque propiamente atribuida sólo a Dios – ha
quedado reducida, en las democráticas sociedades de mercado, a categoría psicológica y
económica. Se miden estándares que determinan índices de calidad de vida, rúbricas que
permiten hacer operativa – se dice – una categoría que, pese a todo, escapa a su
determinación positiva porque esconde un elemento metafísico insoslayable. Basta ver la cara
de perplejidad del experto que apenas puede aceptar el hecho de que las sociedades
económicamente más prósperas del planeta estén siendo tomadas por una epidemia de
depresión y una angustiosa marea de suicidios. La solución se ofrece en términos biomédicos
que se quieren fundados en la nueva ciencia de la felicidad.

En efecto, se ha desarrollado una presunta ciencia de la felicidad cuya mera existencia es índice
del terrible abuso de la idea de ciencia y de la urgencia política de una eficaz filosofía de las
ciencias. Pero cualquier filosofía de las ciencias se asfixia hoy bajo la masa ideológica de los
discursos espurios, pero copiosos, de la era de la post-verdad. Su ausencia ha facilitado la
floración de una abundantísima variedad de pseudociencias, con sus técnicas derivadas, que
oscurece la fuente de la que brota esta tribulación destructiva y ocupa prácticamente todo el
espacio ideológico como una plaga devastadora, hasta el punto de que, en mitad de este
cementerio social, barrido por el espíritu desolador del tedium vitae, hemos celebrado, el 20
de marzo, el día de la Felicidad. Fecha instituida por la ONU en 2012.

Las críticas que se oponen a la ideología de la felicidad apenas logran hacer mella en el
poderoso frente social del pensamiento positivo y el éxtasis felicitario. El vigor real de esta
crítica, combinado paradójicamente con su ineficacia social, podría llevarnos a admitir la
impotencia socio-política de la crítica y del contraste de ideas en las condiciones de esta
democracia de mercado.

En el orden de liberalismo antropológico – al que apenas escapa nadie – la felicidad se concibe


como un atributo universal e individual o subjetivo. Confundido con un estado de ánimo que se
asimila a menudo a la salud biológica, se aproximan felicidad y bienestar, hasta resultar una
noción roma y despreciable que hace del problema de la felicidad apenas una cuestión
bioquímica. Fármacos ansiolíticos, antidepresivos y euforizantes, ganan la mano a los ridículos
libelos de la felicidad auto-construida y al alcance de nuestra propia práctica sugestiva. Es
cierto que a veces logran hacernos reír y en esa medida podrían valer como fuentes de
felicidad, si nuestra sonrisa no fuera de amargura sardónica.

En estos panfletos se presentan – siempre embutidos en esferas aislantes – miríadas de egos


diminutos que respiran en su atmósfera propia, individual, incontrastable. Sujetos
autoconscientes mastican con deleite productos de pureza ecológica, notan y anotan sus
tendencias anímicas, sus ritmos circadianos, registran las fases de su sueño o el compás de su
pulso, se complacen en la observación de un entorno definido al menor detalle en función de
su bienestar… consciencias cosmopolitas que ejercitan una minuciosa auto-observación en
busca del equilibrio perdurable que hace girar en torno a sí el mundo entero. Falsas religiones
de la autoconciencia que expresan con exactitud los “milagros” de la egolatría y su forma
atomizada de felicidad universal distributiva.

Pero la persona y su conciencia subjetiva ni llegan a ser, ni se sostienen, sobre sí mismas; sino
que exigen su esencial vinculación con terceros. La identidad personal resulta de nuestra
pertenencia a una estructura común o comunicativa, lo que manifiesta la imposibilidad de ser
persona si no es en comunicación con personas. Y esa comunicación se articula en esferas
culturales diferenciadas. La misma idea de felicidad es un producto histórico circunstanciado y
no una idea universal y abstracta aplicable a todo hombre. La felicidad se dice de muchas
maneras y no son todas ellas conmensurables. Añoro el tiempo en que la feliz melancolía de
los españoles no podía confundirse con el optimismo vacuo del pensamiento positivo que
define la actual happiness.

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