En efecto, se ha desarrollado una presunta ciencia de la felicidad cuya mera existencia es índice
del terrible abuso de la idea de ciencia y de la urgencia política de una eficaz filosofía de las
ciencias. Pero cualquier filosofía de las ciencias se asfixia hoy bajo la masa ideológica de los
discursos espurios, pero copiosos, de la era de la post-verdad. Su ausencia ha facilitado la
floración de una abundantísima variedad de pseudociencias, con sus técnicas derivadas, que
oscurece la fuente de la que brota esta tribulación destructiva y ocupa prácticamente todo el
espacio ideológico como una plaga devastadora, hasta el punto de que, en mitad de este
cementerio social, barrido por el espíritu desolador del tedium vitae, hemos celebrado, el 20
de marzo, el día de la Felicidad. Fecha instituida por la ONU en 2012.
Las críticas que se oponen a la ideología de la felicidad apenas logran hacer mella en el
poderoso frente social del pensamiento positivo y el éxtasis felicitario. El vigor real de esta
crítica, combinado paradójicamente con su ineficacia social, podría llevarnos a admitir la
impotencia socio-política de la crítica y del contraste de ideas en las condiciones de esta
democracia de mercado.
Pero la persona y su conciencia subjetiva ni llegan a ser, ni se sostienen, sobre sí mismas; sino
que exigen su esencial vinculación con terceros. La identidad personal resulta de nuestra
pertenencia a una estructura común o comunicativa, lo que manifiesta la imposibilidad de ser
persona si no es en comunicación con personas. Y esa comunicación se articula en esferas
culturales diferenciadas. La misma idea de felicidad es un producto histórico circunstanciado y
no una idea universal y abstracta aplicable a todo hombre. La felicidad se dice de muchas
maneras y no son todas ellas conmensurables. Añoro el tiempo en que la feliz melancolía de
los españoles no podía confundirse con el optimismo vacuo del pensamiento positivo que
define la actual happiness.