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SER Y HACER EN TERAPIA FAMILIAR SISTÉMICA

LA CONSTRUCCIÓN DEL EQUIPO TERAPÉUTICO

M. Ceberio y J.L. Linares


Paidós, TF. Barcelona, 2005

1. LA RELACIÓN TERAPÉUTICA

No cabe duda de que la comunicación humana es un fenómeno de la más alta


complejidad. Nadie, ni desde la ignorancia ni desde la ingenuidad, podría
definirla como simple. Pero ¿existe algo definible como simple si el caos, la
incertidumbre y la entropía parecen describir un universo desordenado al cual
el hombre se ha empeñado vanamente en controlar?

La comunicación, como matriz, núcleo y germen de las interacciones en la vida


misma, se constituye en uno de los canales posibles y vitales de una pauta
negentrópica en el constante y desorganizado fluir de la experiencia humana. Y
uno de los espacios donde se vehiculiza esta dinámica es la psicoterapia. El
espacio terapéutico es un ámbito donde, mediante la comunicación entre
terapeuta y pacientes o familias, se trabaja acerca de la comunicación de éstos
con su contexto. Los planos cognitivo, emocional y pragmático (Linares, 1996)
pueden ser considerados los ejes que enmarcan la vida relacional humana y,
por tanto, también la psicoterapia. Ejes que se sinergizan, se potencian y se
entrelazan de acuerdo a las circunstancias que se construyan, pero estando
siempre los tres presentes. Alguien siente, piensa y hace. Hace, siente y
reflexiona sobre lo que hace. Piensa y siente mientras hace. Sea como fuere, la
secuencia es recursiva y se particulariza de acuerdo a las personas y
situaciones.

Valores, creencias, pautas socioculturales y familiares, entre otros, son los


elementos que componen la estructura cognitiva personal, andamiaje que
posibilita obtener mapas de la realidad real. Es éste el nivel donde le ponemos
nombre a las cosas, inventamos el mundo construyendo realidades y trazamos
distinciones que conllevan, en proceso simultáneo, descripciones,
comparaciones y categorizaciones, aunando distinciones similares en una
clase (Whitehead y Russell, 1910-1913). Categorías que son atribuciones de
segundo orden y que dependen del modelo de conocimiento en el contexto que
se aplique.

Todos estos elementos, en el acto de conocer, generan la producción de


abstracciones. Y son éstas el pasaporte para estructurar hipótesis que, como
esquemas conceptuales, una vez elaborados acentúan la realización de
nuevas abstracciones. Estas abstracciones confirmarán o desconfirmarán las
hipótesis, pero siempre bajo el marco de un modelo conceptual previo. Cuando
actuamos, hablamos o comunicamos, estas construcciones en el ámbito de lo
pragmático establecen secuencias de interacción con nuestros interlocutores.
Por lo tanto, entramos en el terreno de la cibernética de las relaciones.

Así, cognición e interacción se unen en un todo complejo con el objetivo de


construir realidades, puesto que, dependiendo de las interacciones que se
desarrollen, se trazarán distinciones que puntuarán al hecho observable del

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cual somos partícipes. Se describirá, se comparará y se realizarán


abstracciones, todo ello desarrollado en le marco de las interacciones.

Pero los procesos cognitivos e interactivos adquieren un nivel de mayor


complejidad. Clásicamente se ha planteado este esquema recursivo sin la
presencia de un tercer componente: las emociones. Sin embargo, es arduo
relegar el plano emocional en el acto preceptivo, ya que cada distinción en la
observación del hecho provoca sensaciones y afectos concomitantes, que
delimitan las futuras descripciones y distinciones que se tracen. De lo contrario,
cabría pensar el ser humano como una tan perfecta como limitada maquinaria
de inputs y outputs en la comunicación.

Las hipótesis construidas, y las abstracciones que las componen, producen


diferentes efectos en el observador según involucran al plano emocional, y, a
su vez, son precisamente los sentimientos emergentes los que también
modifican la percepción. Las resonancias emocionales forman parte de los
mapas, ya que las realidades construidas mediante el ensayo y el error, al ser
interactivas con el entorno, van acompañadas de emociones que se acoplan al
proceso de aprendizaje. Las rectificaciones y correcciones que realizan los
padres en la experiencia de construir la realidad del niño introducen las
vivencias con diferentes tonos emocionales. No será lo mismo una madre que,
frente al intento y equivocación de su hijo, lo reprenda severamente, gritándole
o utilizando la fuerza, que una madre que explique con paciencia el porqué del
error y cómo superarlo. Son distintas formas que cocrear sentimientos
asociados a la experiencia que, isomórficamente, podrán trasladarse a otras
situaciones o a otros períodos de la vida.

Pero, aun contando con la asociación del plano emocional con las experiencias
cognitivas y pragmáticas de construir el mundo, es posible conducirse más
disociadamente de la emoción, desplazándola y actuando más racionalmente,
en las situaciones menos involucradas afectivamente. En cambio, en presencia
de un vínculo afectivo profundo, como una relación de pareja o una relación
materno o paterno-filial, se ve más evidente la repercusión emocional sobre
determinados contenidos, con lo que la emoción desplaza en mayor o menor
grado al manejo racional. En este caso, la relación fluye de forma más sencilla
y previsible, pero también está expuesta a reacciones más viscerales.

Resumiendo, la construcción de realidades puede ser entendida como un juego


de recursividades que involucren tres planos: el racional o de pensamiento, el
cibernético o pragmático y el emocional. Tales recursividades se producen en
el proceso narrativo: observamos lo que nosotros mismos construimos y
construimos lo que estamos observando. De ahí que, cuando nos proponemos
conocer nuestro conocer, es decir, cuando nos preguntamos acerca de nuestra
epistemología, el resultado es nuestro modelo de conocimiento.

Las atribuciones semánticas que devienen de dicho modelo de conocimiento


impregnan las interacciones desarrolladas en la pragmática. Y no hay que
olvidar que, en ésta, las conductas y acciones de un sujeto no son
independientes de las acciones y conductas de los interlocutores. Razón más

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que suficiente para entender que el sujeto es partícipe y productor de


realidades coconstruidas en un juego interactivo de complementariedades.

Pero este juego dependerá de las atribuciones de significado con que cada
interlocutor revista las acciones del otro. ¿Qué es lo que construyo de lo que el
otro me intenta transmitir? Las cogniciones delimitan las interacciones de la
misma manera que estas últimas pautan la elaboración de determinadas
cogniciones. Pero las emociones también delimitan perímetros de acciones y
cogniciones. Las reacciones emocionales pueden ser el resultado de las
atribuciones semánticas que se elaboran de las conductas y actitudes del
partenaire. Por lo tanto, los sentimientos influyen en las reacciones de la
interacción.

Circularmente, las emociones no sólo emergen de dichas construcciones


cognitivas, sino que también las pautan. Un sentimiento lleva a ejecutar o
impregna una determinada percepción, que tendrá sus implicaciones en la
pragmática. Se trata de un juego de tres planos de recursividades que se
sinergizan, incrementando la complejidad, y la complejidad de la complejidad, y
la complejidad de la complejidad de la complejidad, tal como dos espejos que
se enfrentan y presentan una sucesión de imágenes infinita.

En consecuencia, cabe concebir la relación terapéutica como una coreografía


donde se implementan intervenciones dirigidas a estos tres planos, lo cual no
quiere decir que un terapeuta deba manejar con igual pericia toda la gama de
técnicas correspondientes a los tres planos citados. Seguramente algunas
serán de su predilección y tendrán su sello de fábrica, implicando en el
terapeuta una habilidad natural para aplicarlas, mientras que otras serán
incorporadas mediante formación clínica y otras podrán ser ignoradas toda la
vida. Lo importante en esta danza de intervenciones, que requiere un agudo
entrenamiento, no es tanto aprender un número ingente de técnicas, sino
incorporar la habilidad de detectar cuáles son las indicadas, en función de las
propias capacidades y de las características y el ciclo vital de la familia.

Tal vez la manera más sintética y sencilla de definir la psicoterapia sea como
una relación humana, sostenida por una instancia terapéutica y otra que solicita
su ayuda psicológica. El hecho de que el terapeuta sea en realidad un par de
profesionales o de que haya un terapeuta de campo y un equipo detrás del
espejo unidireccional, o que quien solicita ayuda sea una familia, una pareja o
un individuo, son aspectos secundarios, de gran importancia, a su vez, en la
configuración del modelo de abordaje.

La persona que asiste para ser ayudada da en llamarse paciente, en usanza


tradicional heredada de un vocabulario médico. Pero este término forma parte
de un glosario de conceptos que muestran sobradamente los modelos teóricos
e ideológicos que imperan en el mundo de la psicoterapia. En principio, la
linealidad o unidireccionalidad de la relación terapéutica. Una definición como
la que sugiere el término paciente, donde un profesional presta asistencia,
solamente acusa un polo de la interacción, que es por naturaleza circular. La
complementariedad está dada a partir de la recursividad de dos funciones, la
de un prestador de servicios y la de alguien que los requiere.

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La palabra paciente denuncia una pasividad (el que espera ser atendido)
inexistente. Nada más activo que una persona que asiste a consulta. El
paciente piensa, reflexiona, llora, se angustia, se contenta con encontrar
respuestas a sus interrogantes, se emociona, realiza tareas, pero, además, le
da trabajo a un profesional. Tan activa es su participación que podría pensarse
la relación terapéutica como la interacción entre un técnico o entrenador (el
terapeuta) y el jugador (el consultante). El técnico diseñará estrategias y
tácticas de solución y el jugador desarrollará lo aprendido en el campo de la
práctica concreta. En este sentido, la psicoterapia es un trabajo en equipo,
donde los participantes se sinergizan de manera equilibrada: pautando
tácitamente roles, lejos de las funciones oficiales de terapeuta-paciente,
cimentando un código de funcionamiento e imponiendo pautas, más allá de las
oficiales que sugieren el encuadre. Existe, por tanto, un esquema oficial de la
relación terapéutica, casi estereotipado, de cómo debe desenvolverse la
relación. Pero lo que le da la verdadera identidad y el carácter original al
vínculo es el marco tácito que se dibuja en él, con esa persona que consulta y
ese terapeuta, en el momento único e irrepetible de cada sesión.

En efecto, el consultante es tan activo que con su problema genera una


dificultad o un problema en el profesional (de acuerdo al grado de obstáculo
epistemológico que le produzca). Es decir, la actividad del paciente también
radica en producir el cuestionamiento y la incertidumbre en el vínculo
terapéutico mediante el planteamiento de su motivo de consulta. Cuando la
persona resuelve su problema, el terapeuta soluciona el propio (el problema de
resolver con el paciente el problema de éste).

La relación terapéutica, entonces, puede ser entendida como un todo, donde


tanto las conductas del terapeuta como las del paciente o los miembros de la
familia se influencian de manera recíproca. En este sentido, recursivamente,
cualquier intervención de unos o de otros pautará el juego de las interacciones,
de la misma manera que dichas intervenciones surgen como resultado de tales
interacciones desarrolladas. Quiere ello decir que, en la secuencia cibernética,
tanto las acciones del terapeuta como las de sus pacientes tienen por finalidad
perturbar el sistema del interlocutor en el intento de transformar sus
comportamientos, de modo que cada uno resuelva su problema. De esta
manera, la situación terapéutica se constituye en un espacio de aprendizaje de
doble juego: después de interactuar en cada sesión, en un intercambio
comunicacional donde transitan emociones, prácticas y reflexiones, ni el
terapeuta ni el paciente son los mismos, puesto que ambos han resuelto
situaciones en la relación. Por tanto, han pasado por una experiencia de
aprendizaje poniendo en marcha una acción de crecimiento.

No obstante, es necesario aclarar, sin abandonar la concepción epistemológica


desarrollada desde otro nivel lógico, que en el juego dialéctico de la sesión el
terapeuta sistémico desarrolla una función más directiva. En este sentido, otras
corrientes tradicionales mantienen una posición que propugna la asociación
libre y un juego terapéutico donde el profesional es poco intervensionista,
dejando a la persona a su libre discurso y pautándola lo menos posible. Esta
línea de trabajo no concibe la relación terapéutica-paciente como una

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conversación terapéutica y, en su postura más fundamentalista, puede llegar a


criticar a los terapeutas sistémicos como manipuladores, en el sentido
peyorativo del término. A propósito, en el año 1981 Lynn Hoffman, en un libro
Fundamentos de la terapia familiar, señalaba específicamente en el modelo
estratégico de Palo Ato que:

Para los terapeutas estratégicos, el arte de la terapia se convierte en el arte de la


retórica, y en realidad los terapeutas estratégicos tienen la misma mala reputación que
tuvieron los sofistas en la antigua Grecia. No importa, dicen nuestros amigos de Palo
Alto, si creemos o no en la ingeniosa razón que dimos al cliente para hacerle cambiar
de costumbres; mientras las cambie, nuestra misión está cumplida. A esta posición han
hecho objeciones los terapeutas más tradicionalistas, quienes sienten que el uso de
tales trucos rebaja la profesión. Se han oído acusaciones de “manipulación” y de
“ingeniería social”, que han sido alegremente aceptadas por los estratégicos. Ellos sólo
afirman ser hábiles artesanos que resuelven los problemas de la gente de las maneras
más expeditivas (y menos costosas). (L. Hoffman, 1981, pág. 260.)

Si no remitimos al significado del término manipular, el diccionario de la Real


Academia Española, lo define como “operar con las manos”, alejándose de una
acepción cultural que lo asimila con una actitud que raya con lo psicopático. Se
hace necesario, tal vez, acuñar un nuevo término que identifique el operar con
la palabra, por ejemplo, hablipular o verbipular. En esta dirección, el terapeuta
sistémico puede ser considerado hablipulador, puesto que conduce la sesión
planteando un desarrollo cibernético, cognitivo y emocional de la problemática
en el intento de focalizar cuál es el problema y, eventualmente, cuáles son los
intentos fracasados por resolverlo. Y más directivo se vuelve cuando sus
preguntas rompen con el convencionalismo de la linealidad de los
cuestionamientos tradicionales de las personas. Por lo general, la gente se
cuestiona de una manera individual, sin implicar a los otros en un juego
interaccional. Preguntas que devienen del principio explicativo, que buscan el
porqué, el origen y la causa interna y objetiva de los fenómenos.

Esta estructura de conocimiento, que, como señalábamos anteriormente,


constituye todavía la epistemología de una mayoría, hace muy útil el recurso a
las preguntas circulares. Éstas no sólo permiten recoger información sino
introducirla, abriendo el horizonte a nuevas reflexiones. Las preguntas
circulares permiten el ingreso de una reflexión interactiva, que posibilita la
autorreflexión sintiéndose involucrado en un circuito de acciones y
retroacciones con otro interlocutores.

Pero, además, el terapeuta sistémico es directivo y hablipulador planteando


objetivos a corto término, introduciendo intervenciones que reencuedran la
situación y actuando desde lo pragmático, prescribiendo tareas que redefinan
las acciones. Todo con la finalidad del cambio. Aunque esta directividad puede
ejercerse si existe un interlocutor que se deja dirigir, pues, de lo contrario, se
corre el riesgo de entrar en confrontación mutua o escalada simétrica.
Pacientes resistentes a resolver su problemática, los que siempre son líderes,
los que son excelentes ayudadores pero que, a la hora de dejarse ayudar, no
logran colocarse en receptores, etc., son algunos de los casos en que resulta
difícil aplicar la directividad. Son los pacientes que intentan derrotar al experto,
como señala Paul Watzlawick, demarcando un perfil de consultantes que
compiten con el terapeuta por la sapiencia y pericia en la conducción del

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problema por el que consultan. Y no es que ante ellos se carezca de recursos,


puesto que el terapeuta podrá, en el fluir de la sesión, posicionarse
estratégicamente por arriba y por debajo, acoplándose estructuralmente a la
danza de la interacción.

Por otra parte, el uso del término paciente también arrastra una serie de
términos heredados del modelo médico, tales como tratamiento y curación. La
base en la que se gestan dichos conceptos encuentra su explicación en la
psicopatología y, más precisamente, en la teoría psicoanalítica, que indica que
todos somos neuróticos, un punto de partida que convierte a todo el mundo en
enfermo.

Esta concepción organicista o biologicista del proceso del enfermar y de la


salud halla su paralelismo y contrapartida en los criterios de normalidad y
anormalidad, pero desde otro baremo: el social-estadístico, es decir, que son
referentes del contexto donde se desarrolla la desviación de la norma (actos
anormales) los que imponen el rótulo. En tal caso, la enfermedad, entendida
como degeneración biológica, si evoluciona en un ámbito determinado, por
ejemplo porque la padecen la mayoría de las personas, pasa a ser parte de la
normalidad.

Para esta concepción, tributaria de la psicoterapia clásica, es coherente que a


una persona enferma se le aplique un tratamiento enfocado a la cura, como
también que se explique que su conflicto es originado por alguna experiencia
traumática.

Las nuevas psicoterapias, de las que el modelo sistémico se haya en la


vanguardia, parten de un punto de vista de la salud y no de la enfermedad. Es
un giro copernicano entender al ser humano no como un enfermo, sino como
una persona con problemas que hay que resolver, sin que ello, obviamente,
niegue la existencia de la patología.

Es indudable que este punto exige entrar en otras cuestiones de orden


nosográfico. Para muchos, y principalmente sistémicos en sus posiciones más
ortodoxas, las patologías psiquiátricas no son consideradas enfermedades, y
menos problemas de un individuo, sino conductas resultado de
disfuncionalidades en las interacciones de las personas con su entorno.

Los manuales de diagnóstico psicopatológico conciben al ser humano de


manera lineal y monádica y central la patología en la persona, lejos de
entender a la sintomatología como causa y efecto del entorno. Poco, en
realidad, se ha investigado acerca del diagnóstico relacional, aunque algunos
autores, con la venia de la pragmática sistémica, han creado modelos de
trabajo clínico y descripciones relacionales sobre, por ejemplo, los trastornos
distímicos y las depresiones (Linares y Campo, 2000), los trastornos
psicosomáticos (Onnis, 1996), los trastornos esquizofrénicos (Selvini Palazzoli
y otros, 1974 y 1988) y alimentarios (Selvini Palazzoli y otros, 1998), etc.

Permutar el concepto de enfermedad por el de problema implica entender al


hombre en relación con y no como un sujeto aislado, comprendiendo los

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diferentes entrelazados de complejidad en los que se encuentra inmerso.


Complejidades que crean dificultades que pueden complicarse rápidamente y
transformarse en problemas que bloquean los desarrollos evolutivos
individuales y del sistema donde la persona se inscribe. Aparte de que hablar
de personas con problemas suena menos descalificante que hablar de persona
enferma, y más aún en un contexto familiar. Tengamos en cuenta, además,
que hay pacientes que padecen alguna enfermedad orgánica o psicosomática
(úlceras, alergias, asma, cáncer, etc.) y, si bien la enfermedad incidirá o creará
un trastorno psicológico, tal vez no sea el centro de su motivo de consulta.

Cambiar el término tratamiento por trabajo terapéutico va de la mano con la


distinción anterior. La palabra tratamiento se halla en relación directa con las
expresiones curar y enfermedad, es decir, la trilogía enfermedad, curación y
tratamiento pertenece a la misma concepción médica de los problemas
psicológicos. Hablar de trabajo terapéutico sugiere una planificación estipulada
que tiene como objetivo el cambio y la modificación del problema que lleva a la
crisis de la persona.

A pesar de que a lo largo del texto se desliza la palabra paciente, se la


redefine, actualizándola en esta moderna concepción, lejos de la pasividad. No
obstante, existen otros términos que parecen más afortunados y acordes en su
semántica con las psicoterapias actuales. Por ejemplo, cliente, en contra de su
acepción consumista, fue implementada por Rogers y por los teóricos de Palo
Alto. Estos últimos identificaron el término paciente con el miembro sintomático,
mientras que otros miembros, no necesariamente con síntomas pero sí
involucrados en su producción.

Consultante resulta también una palabra clara, que define al que realiza una
consulta por su problema. De la misma manera que usuario describe a la
persona que utiliza un servicio, en este caso, el terapéutico. Este último fue
aplicado en la desindustrialización psiquiátrica italiana (Basaglia, 1968), con la
finalidad ideológica de desestructurar el verticalismo psiquiátrico e intentar
horizontalizar la pirámide institucional.

Desde esta perspectiva, la terapia puede ser concebida como un acto de


aprendizaje. La experiencia lleva a que, en ambos integrantes de la relación, se
ingrese información nueva que rectifique el error ajustado el objetivo (la
solución), información que se transforma en abstracciones que se capitalizarán
en futuras experiencias. En el paciente, para ser aplicadas en otras situaciones,
isomórficas o iguales, y en el terapeuta, para que ejerzan una influencia en su
vida y en las experiencias con otros pacientes.

Pero esta complementariedad relacional se fundamenta, entre otras cosas, en


la asimetría, si bien el modelo sistémico se asienta en una relación entre
terapeuta y paciente que se entiende como diálogo terapéutico, simétrico y
horizontal, en el intento de suprimir el juego de poderes que sitúa al profesional
en una posición superior, frente a una posición inferior del paciente. Este
interjuego, que refleja una concepción no solamente teórica sino ideológica,
permite establecer un compromiso más sólido por ambas partes y una
conversación más distendida y afectiva. No obstante, desde la práctica clínica,

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la relación entre el profesional y el consultante siempre está teñida de


asimetría, porque, de entrada, se apoya en un juego de dos, donde existe uno
que recibe (el paciente) y uno que da (el profesional), aceptando ambos estas
posiciones.

Además entre las razones que justifican tal asimetría relacional, se halla, por
ejemplo, la figura del médico o del psicólogo como profesionales universitarios,
a los que se les adjudica mayor capacidad que al común de la gente hasta
llegarse, a veces, a la idealización. También, la urgencia de ser ayudado del
que consulta lo posiciona en el lugar que uno de los interlocutores es el que
presenta el problema y el otro las herramientas para solucionarlo.

Pero una cosa es que la relación terapéutica de por sí sea asimétrica y otra que
el terapeuta incentive con sus comportamientos tal diferenciación de niveles,
mediante, por ejemplo, el trato de usted como toma de distancia rígida, el uso
de la bata para marcar una distinción con el paciente, el gesto impertérrito
cuidándose de no reacción ni siquiera con una mueca que altere la neutralidad,
negarle al paciente ir al lavabo si lo solicita, falta de permiso para el humor, etc.
Es importante calibrar el punto justo, sin que la asimetría se hipertrofie, pero
conservándola, ya que es ella la que permite que la palabra del profesional esté
revestida de un mayor potencial de persuasión. La atribución semántica que el
paciente le otorga al mensaje de su terapeuta posee un nivel de jerarquía que
produce un mayor resultado en dirección al cambio.

La psicoterapia es una prestación de servicios, y esto no implica una relación


fría y distante. La modalidad que implemente el profesional dependerá que
adopte y del estilo que desarrolle. El terapeuta podrá introducir los afectos y
emociones en la relación pero no deberá confundir al consultante con un
pariente ni con un amigo. En la práctica privada, uno de los aspectos que
delimitan la prestación del servicio es el honorario. El pago de la sesión marca
la pauta de que la relación es un trabajo terapéutico, un ejercicio profesional
que se cobra. De ahí que un terapeuta se forme e informe acerca de su
profesión, capacitándose en un modelo de trabajo psicológico compuesto por
una serie de procedimientos, técnicas y estrategias clínicas, que se hallan
sistematizadas y que se aplican de acuerdo a los particulares de cada
situación.

Por esta razón, cuando se establece el contrato terapéutico, se imponen (o al


menos se intenta) reglas claras que eviten futuras confusiones en una relación
tan humana como la terapéutica, donde ambos entregan al otro algo importante
de sí. El paciente da parte de su vida, sus afectos, sus problemas, sus cosas
cotidianas, entre otras. El terapeuta, por su parte, entrega su sapiencia, sus
conocimientos, su afecto y su experiencia, pero también parte de su intimidada.
Sin embargo, el medio que inicia la interacción, más allá del problema de
consulta, es el económico.

En la relación terapéutica el profesional pautará con sus intervenciones la


interacción. Provocará a veces mediante la ironía, contará una historia con
miras a introducir información hablando de terceros, connotará positivamente,
seducirá y menguará la angustia con el recurso del humor. Contendrá a la

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persona en momentos de recogimiento y angustia o mandará una tarea para


alterar secuencias de interacción rigidizadas. Intentará, por diversas vías,
desestructurar las resistencias y generar el cambio tan ansiado.

Todas estas intervenciones son pautadas, a su vez, por la interacción que se


desarrolla en las sesiones, junto al contexto donde se desenvuelve la consulta,
la persona del paciente y del terapeuta y la historia de ambos, entre otros
elementos.

El hecho de conducirse de manera eficaz dependerá del grado de


responsabilidad y compromiso ético que se adopte en el proceso. El terapeuta
deberá conocer cuáles son sus limitaciones y su capacidad, haciendo, incluso,
una renuncia que atente contra su narcisismo si se da cuenta de que no puede
ayudar al paciente ya que su experiencia o conocimientos teóricos no alcanzan.

1.1. ASPECTOS COGNITIVOS Y CIBERNÉTICOS DE LA RELACIÓN


TERAPÉUTICA

La psicoterapia puede ser entendida, en términos cibernéticos, como un agente


estabilizador del desequilibrio. Es un instrumento técnico que opera
negentrópicamente. O sea, trabaja como un núcleo corrector de las
amplificaciones o fugas que el sistema genera mediante el problema. Más
precisamente, y sólo eso, también desestructura la estabilidad homeostática
generada por el fracaso de los intentos de solución del problema.

La epistemología sistémica le otorga fundamento a las interacciones que llevan


a que un terapeuta realice ciertas intervenciones con un paciente que,
obviamente, serán diferentes a las que desarrollará con otro. Si la psicoterapia
es una relación humana, los seres humanos no reaccionan de la misma
manera en sus diversos vínculos: una persona no es la misma, por así decirlo,
en la relación con padre, con la esposa, con un jefe o con cada uno de sus
hijos. Pero más allá de estas distinciones (consabidas y conocidas por los
terapeutas constructivistas, cognitivos y sistémicos), en el espacio
psicoterapéutico coexisten múltiples factores que inciden en la relación, tales
como el contexto donde desenvuelve la sesión, la cantidad de personas que la
integran, el ciclo vital de los pacientes y del terapeuta, etc. Factores que, en sí
mismos, producen efectos en la interacción y llevan a que un terapeuta observe
lo que él mismo ayuda a construir en la cibernética de la interacción
terapéutica.

Discriminar únicamente los aspectos cibernéticos de la relación terapeuta-


paciente parece desarrollar tan sólo una parcialidad en la dialéctica de la
psicoterapia. En esta dirección, y para incrementar el grado de complejidad en
el cual se encuentra inmersa tal relación, debemos sumarles las atribuciones
cognitivas que devienen de los mapas que construyen los participantes de la
sesión.

Las intervenciones que realiza un terapeuta durante la consulta, si bien son


pautadas por las interacciones a la vez que pautan a éstas, dependerán de los
marcos semánticos que aquél atribuya a las acciones descritas, historias

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contadas y actitudes del paciente. Estas interpretaciones de las acciones


surgen de la estructura conceptual del profesional. Pero su modelo de
conocimiento no sólo está conformado por la línea terapéutica a la cual se
adhiera, sino también por los diferentes componentes que intervienen en la
construcción de su mapa cognitivo: históricos, intreraccionales, de valores,
creencias, etc.

Resultaría una ingenuidad pensar que, cuando se desenvuelve una sesión,


únicamente se activa el modelo teórico que guía la atención terapéutica. Nunca
se funciona tan disociadamente, y, cuando se actúa el rol profesional, se
sucumbe, en mayor o menor medida, a constructos históricos, familiares y de
valores personales. De ahí que se logre tomar mayor distancia con respecto a
algunas temáticas que poco tienen que ver con las experiencias personales o
que, en todo caso, han sido revisadas y elaboradas, en comparación con otras
que se acercan o producen una repercusión emocional por hallarse
históricamente próximas o porque confrontan valores particulares, entre otros
aspectos.

Las intervenciones psicoterapéuticas siempre serán tendenciosas. Lejos


estamos de la objetividad, a pesar de que intentemos acercarnos a lo que
creemos verdadero. La subjetividad podría ubicarse en un nivel lógico superior,
donde la objetividad correspondería a los diferentes grados de distancia con el
objeto de estudio; es decir, existirían diferentes formas de objetividad dentro de
la subjetividad del vínculo terapéutico.

Una estrategia terapéutica intenta ser consecuente con las hipótesis que el
terapeuta construya del caso. Una hipótesis se estructura partiendo de
premisas que se elaboran mediante distinciones, descripciones y abstracciones
consecuentes. Se focalizará, de esta manera, creando la realidad del problema
de consulta, y se proyectará la posible tentativa de solución. Ero un intento de
solución también implica crear una realidad alternativa. Fundamentalmente,
sugiere exceder el marco referencial-conceptual del consultante,
incrementando las variables de outputs de cara al problema.

Pero, por otra parte, estas hipótesis nacen de la interacción que se desarrolla
en ese día y esa hora, con ese paciente o familia y en un contexto
determinado, o sea, un momento único e irrepetible. Por lo tanto, en la sesión
se realizan abstracciones sobre una situación en la cual el terapeuta es parte
activa. Por ejemplo, no sólo se ve este fenómeno por las descripciones o
definiciones que se expresan a través de la afirmación: una manera clara de
trazar distinciones es mediante las preguntas. Si bien son producto de una
coconstrucción, la interacción va pautando las diferentes formulaciones. En tal
proceso, se edifica la corroboración o descarte del esquema conceptual del
terapeuta, que no es sino una hipótesis o, en definitiva, un mapa de lo que le
sucede al consultante. Un mapa que es el resultado de los saberes adquiridos
mediante la experiencia, del modelo teórico del profesional y de su historia, en
conjunción con la interacción con el paciente.

Esto explica por qué algunos terapeutas tienden a prestar más atención a
ciertos miembros de una familia, establecen alianza con algún integrante de la

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pareja, son más confrontativos con otros o, frente a algunas expresiones, se


excitan, se enojan, se adormecen o se aburren. Puede suceder que se
pregunte o se enfoque el diálogo poniendo mayor énfasis en algunos temas en
detrimento de otros, como también que se eviten algunas historias. En última
instancia, el ciclo vital, el sexo, las situaciones particulares del momento de
vida del terapeuta, etc., son factores delimitantes de construcciones de
realidades, y el espacio de la psicoterapia es un lugar más de su manifestación.

La labor de un equipo sistémico, por medio del espejo unidireccional, permite


realizar diferencias en el trazado de distinciones y su correlación en las
puntuaciones de secuencia de interacción. De esta manera, se cuenta con una
gama más variada de descripciones que posibilitarán coconstruir las hipótesis.
No obstante, ello no quiere decir que tales hipótesis se constituyan en la verdad
última. La diferencia con otros modelos de psicoterapia es que éstas resultan
de la confluencia de numerosos puntos de vista con respecto a lo que sucede
con la familia. De igual forma, las hipótesis pueden ser ampliadas, redefinidas o
confirmadas en el espacio de supervisión.

El supervisor, como profesional de mayor formación y experiencia, trabajará


desde su modelo intentando construir el problema del consultante del terapeuta
supervisado. Pero la narración de lo le sucede al paciente o a la familia resulta
de la comunicación entre éstos y el terapeuta. Es el cuento que se cuenta y
que cuenta el terapeuta de sus clientes, sobre la base de lo que éstos
construyen y le intentan transmitir. El término intenta no es casual, ya que
traducir ideas o vivencias en palabras encuentra limitaciones en las reglas
sintácticas de la lengua, en la retórica de la persona y en el contexto, razones
más que suficientes para no dar crédito absoluto al mensaje emitido. A ello se
añade la decodificación por parte del interlocutor, o sea, lo que el terapeuta
construye a partir del mensaje recibido, mediante el filtro de su propio modelo
narrativo. Y esto es lo que cuenta el terapeuta, lo que él construyó
tendenciosamente a partir de la trasmisión tendenciosa de su paciente.

Lo que en realidad evalúa un supervisor es, pues, una narración compuesta por
la intersección de dos mapas, el del terapeuta y el de su paciente (e incluso
varios mapas más si se trata de una familia) y las consecuentes interacciones.
De ahí la importancia de que el supervisor conozca la historia de su
supervisado, con un acceso a su narrativa personal y a su mitología familiar
que le permita incrementar la comprensión del problema.

De acuerdo con nuestra concepción, que desarrollaremos más extensamente


en el capítulo 3, el supervisor trabaja en la conjunción de tres niveles:

- La problemática del paciente o de la familia, intentando describir los


juegos y estilos relaciones y consecuentes atribuciones de significado.
- El problema del terapeuta, reconociendo algunos aspectos de su mapa en
el intento de destrabar y posibilitar el libre fluir de las interacciones con
miras a eliminar los posibles obstáculos existentes.
- Por último, los aspectos relacionales entre el terapeuta y los miembros de
la familia, si es en ese nivel donde se sitúan tales obstáculos.

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La relación terapéutica
M. Ceberio y J.L. Linares

No obstante, como se señalaba anteriormente, el juego de distinciones es


infinito, puesto que el supervisor, también desde su mapa, traza distinciones y
establece descripciones y comparaciones. Se encuentra, pues, escuchando
desde su estructura conceptual un cuento que se cuenta un terapeuta del
cuento que le cuenta su paciente acerca de lo que le sucede. Por lo tanto,
explica y devuelve, tratando de ampliar el mapa del terapeuta, el cuento que se
cuenta él del cuento que se cuenta el terapeuta del cuento que le cuenta su
paciente.

Este juego de recursividades no termina nunca. Si existiese un


suprasupervisor, evaluaría todo este interjuego y agregaría un cuento más a la
secuencia. El cuento al que nos referimos está constituido por una serie de
puntuaciones que revelan la existencia de un libreto interno. Es un cuento
autorreferencial, que habla del modelo del que describe pero que, a la vez,
surge de la observación en la cual el terapeuta está inmerso y es parte activa.
Las hipótesis, entonces, son producto de dicha interacción, razón por la que la
lectura no es unidireccional: en el contexto terapéutico, terapeutas y clientes
coconstruyen realidades, a pesar de las diferentes distinciones epistemológicas
que establecen y más allá de la directividad de los terapeutas.

1.2. FACTORES COGNITIVOS Y CIBERNÉTICOS QUE REGULAN LA


PERCEPCIÓN DEL TERAPEUTA

Desde esta perspectiva de análisis es posible discriminar una serie de factores


que, a la hora de intervenir terapéuticamente, ejercen su influencia en la
cognición del profesional y en la del paciente. Por lo general, todos estos
elementos aparecen en el trabajo clínico, tanto estimulándolo como
entorpeciéndolo. Algunos, según los casos, predominan sobre otros, pero de la
sinergia de todos surge el rango característico del modelo de intervención del
terapeuta.

Es preciso aclarar que los puntos que discriminaremos a continuación hacen


referencia a la influencia de ciertos factores sobre la epistemología del
terapeuta. Esto quiere decir que se trata de variables cognitivas y cibernéticas
que generan determinadas distinciones. Más adelante –en el capítulo 2-
desarrollaremos los factores personales y contextuales que provocan que un
modelo terapéutico se modifique. Téngase en cuenta, pues, que, pese a la
similitud de los ítems, se hace referencia a dos niveles lógicos diferentes. Se
observará, además, que la división no es tan estricta en la práctica, donde se
producen numerosas superposiciones y coincidencias, teniendo, sobre todo, un
sentido didáctico.

Uno de los elementos básicos que muestran la influencia de los terapeutas en


la relación con sus pacientes es, nada más ni nada menos, que su presencia
física. Más allá de lo que transmitan, de cómo lo transmitan y de sus
gestualidades, es decir, más allá de lo verbal y lo paraverbal, la sola presencia
física del profesional incide sobre las conductas del paciente.

En este sentido, existe una diferencia en términos de lo cuantitativo. No será lo


mismo un solo terapeuta que una pareja que un terapeuta con un equipo detrás

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La relación terapéutica
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del espejo unidireccional, y ello es aún más cierto si el objeto de las


intervenciones es una familia, un grupo terapéutico o una pareja. La presencia
física es generadora de respuesta y excede el marco de la comunicación de un
contenido.

Cuando, por ejemplo, se le pide a una familia o a una pareja que discuta acerca
de un tema determinado, podrá observarse la matriz de sus estilo de discurso
con el objetivo de detectar las pautas que rigen su juego interaccional. Una
buena acomodación y un vínculo terapéutico sólido que les reporte confianza
permitirá que se conduzcan con mayor libertad en su dramatización. No
obstante, resulta imposible que funcionen con la misma naturalidad que cuando
se encuentran solos y en su propio contexto. ¿Cómo una familia podría
interaccionar de la misma manera con una pareja de terapeutas en frente y, por
si fuese poco, un grupo asesor detrás del espejo unidireccional? A pesar de
estos elementos, que pueden resultar ajenos al ámbito habitual, en general las
personas comprometidas con la terapia consideran que es un espacio donde
pueden expresarse de manera libre, e incluso llegar a disfrutarlo como un
verdadero lujo. Pero estos sentimientos, que dependen en gran medida de la
estrategia de los profesionales, no se producirán con la misma espontaneidad
que cuando se hallan solos. Y, si la sola presencia de los terapeutas ejerce
influencia en las interacciones desarrolladas con los pacientes, ello implica que
es susceptible de ser analizada en función de los numerosos factores
relacionales que juegan un papel importante en el vínculo. Por ejemplo, la
estética de los terapeutas.

Provocará diferentes reacciones y no será lo mismo para un señor de 60 años


la presencia de un terapeuta joven, con un look más bien adolescente, que la
de un terapeuta maduro cuyas canas y gafas acentúan una imagen de
experiencia y, por lo tanto, de confianza (aunque también cabe la posibilidad
que éste pudo haber finalizado sus estudios pocos meses antes). De manera
inversa, el adolescente que asiste a consulta tal vez un poco inducido o hasta
obligado por sus padres espera encontrarse a un doctor prototípico de gafas,
barba y calvo (fumando en pipa, por supuesto). Seguramente se sentirá más a
gusto si el profesional ronda los 30 años y viste con ropa sport y a la moda. Y,
más todavía, si emplea oportunamente y con naturalidad algunas muletillas
propias de la jerga de su entorno.

De la misma manera, una terapeuta embarazada podrá causar la envidia de


una señora que ha intentado tener hijos y ha fracasado. O una profesional
joven y atractiva podrá constituirse en el blanco de seducción de un padre
divorciado o en la envidia de la señora que está alrededor de los 50 y siente
que nadie la mira. Tampoco resultará muy efectiva relacionalmente la imagen
de una terapeuta que, excedida notablemente en su peso, intenta desarrollar
tratamientos eficaces con jóvenes anoréxicas y bulímicas. Más allá de que el
síntoma de éstas pueda expresar una disfunción del grupo familiar, la simple
estética de la terapeuta estará sugiriendo algo a lo que ellas no desean llegar.

Otro de los factores que inciden en las interacciones son las expresiones
faciales. El lenguaje de los gestos acompaña a las alocuciones o a la recepción
de lo que se nos trasmite, constituyendo reacciones que escapan al control

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La relación terapéutica
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voluntario y al dominio consciente. Los rictus en los rostros generan, analógica


y verbalmente, las más diversas interacciones en los pacientes. Existen neutras
caras de póquer, así como signos omegas pronunciados, que pueden dar una
imagen de seriedad o dureza en las intervenciones cuando a lo mejor lo que se
busca es el efecto contrario. Ojos cansados que denuncian que al terapeuta no
lo ha dejado dormir su bebé o que quizás es demasiado aficionado a la juerga
(y aquí, por supuesto, atribución de significado por parte del paciente),
bostezos que pueden mostrar aburrimiento o sobrecarga, gestos de sorpresa
frente a situaciones de logros anticipados o de impacto porque algo del relato
del paciente ha golpeado con fuerza en la historia del terapeuta. Y éstas son
sólo algunas de entre las muchas reacciones paraverbales que pueden ejercer
una influencia sobre lo que el terapeuta intenta transmitir.

Estos signos provocan que los pacientes proyecten diferentes construcciones


que, como categorizaciones, son conceptos de segundo orden y dependen de
la atribución que genere el interlocutor. Se trata de un territorio cibernético que,
más adelante, desarrollaremos hacia la categorización de la comunicación.

Las expresiones verbales, como los tonos de voz y el énfasis que se pone en
las palabras, también tienen una repercusión importante en la esfera relacional
con los clientes. Existen terapeutas monocordes en un discurso –discurso
soporífero, más que dormitivo- que, en vez de estimular la interacción, la
aplaca. Luego le señalan a sus pacientes su aburrimiento o pesadez alegando
que huyen o que tienen resistencias a abordar ciertos temas en las sesiones.
Los hay demasiado catedráticos, que emplean términos rebuscadamente
académicos. Son aquellos que después se preguntan por qué a sus pacientes
les cuesta tanto conectarse con las emociones. Otros, por el contrario, utilizan
términos vulgares que, eventualmente, causan en la señora bien que asiste a la
consulta malhumor e irritación. Después le señalan su constante queja, su
sensación de malestar o sus resistencias a la sesión.

Los hay que poseen un estilo crítico en sus comentarios, por más que en el
contenido de su intervención se encuentren lejos de la crítica. Este mecanismo
se activa con mayor fuerza en aquel paciente que en sus relaciones siempre se
coloca en asimetría, ocupando el lugar del desvalorizado. Con tono crítico, el
terapeuta le señala al paciente su susceptibilidad a ser criticado.

Todos estos elementos analógicos, junto a los verbales, son tan sólo algunos
detalles dentro de los muchos que, en el curso de la psicoterapia, aparecen de
la mano de los terapeutas, convirtiéndose en interacciones y generando
conductas en los pacientes. De estas reacciones observables, surgirán nuevas
hipótesis que irán configurando la planificación estratégica.

Téngase en cuenta que solamente se ha explorado, y aún de forma sintética,


una polaridad de la interacción (el polo del terapeuta). Es importante tener en
cuenta que el estilo de interacción del profesional coexiste con el del paciente.
Esta influencia recíproca de conductas detona, aplaca, exacerba, potencia,
apacigua, neutraliza y estimula las actitudes en cualquiera de los interlocutores.

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La relación terapéutica
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Por otra parte, resulta interesante realizar una reflexión sobre lo no verbal, ya
que la descripción de la psicoterapia discurre habitualmente por el contenido de
lo que se dice. Parece ser que transitara tan sólo por el contenido de lo que se
dice. Por lo general, en la pragmática de comunicar se ha privilegiado el canal
de lo verbal y relegado el paraverbal, siendo así que, paradójicamente, los
estudiosos del grupo de Palo Alto describieron con mucha precisión la
importancia del lenguaje analógico en la comunicación humana, destacando
sus características y estableciendo diferencias con el digital.

Algunos profesionales se constituyen en especialistas en el tratamiento de


ciertas patologías. La especialidad clínica elegida no es azarosa y resultaría
ingenuo atribuirla solamente al interés teórico o clínico. Incluso la misma
elección de un modelo de psicoterapia tampoco es fruto del azar. Parece, pues,
razonable aventurar que se produce cierto acople estructural entre el estilo del
terapeuta y el estilo relacional que de la patología surge. El hecho de nadar en
aguas conocidas, en ciertos casos, depende de la selectividad de la estructura
cognitiva. Nuestra historia relacional, de alguna manera, recorta nuestros
gustos y pasiones, delimitando un perímetro en el cual transita la elección.

La dinámica de interacciones que se establece con estos casos es coincidente


con las características generales de personalidad y con las atribuciones
singulares del terapeuta. Y es obvio que, cuando hacemos referencia a
términos como características del terapeuta o tipología de pacientes, de ésta
surgen determinadas construcciones pragmáticas. Esto no significa que los
seres humanos reaccionan bajo es mismo patrón todos con todos, pero sí que
existe cierto estilo relacional de base que se estimula o se inhibe según el
interlocutor, el contexto, la situación, etc. La consecuencia es un desarrollo
fluido de las interacciones y una potenciación de la eficacia de los tratamientos,
siendo corresponsables el terapeuta y el paciente o la familia.

De la misma manera se delimita la elección de la forma de trabajo. Algunos


terapeutas se desenvuelven con mayor elasticidad y atención con pacientes en
forma individual. Otros, que tal vez fueron triangulados por los padres o se
sintieron curiosos y entrometidos en la pareja parental, o sufrieron las más
arduas pasiones en sus relaciones maritales, terminan convirtiéndose en
expertos en el tratamiento de parejas. Los que poseen especial predilección
por las reuniones sociales, que resultan grandes animadores de fiestas o
encuentros sociales, líderes natos en el manejo y conducción de personas,
resultan exitosos ejerciendo la coordinación de grupos. Mientras que los que se
han sobreinvolucrado en funciones en su propia familia, han tenido una
especial preocupación por los problemas familiares, han experimentado
dificultades de algún familiar o vivido situaciones de parentificación más o
menos prestigiosa pueden inclinarse por la terapia familiar como especialidad.

Los que no logran manejar su cuerpo en el espacio con facilidad, duros en sus
movimientos y más bien rígidos corporalmente, mientras que se sienten
cómodos con la palabra, tenderán a desarrollar un estilo que dará prioridad a la
expresión verbal y difícilmente abandonarán el sillón durante las sesiones. Por
el contrario, los que tienen experiencia en grupos de teatro o en ciertos
deportes, aficionados a la música y el baile, o que manejan confortablemente

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La relación terapéutica
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los gestos, comunicándose con facilidad con ellos y acoplándose con facilidad
con ellos y acoplándolos al lenguaje verbal, hacen de su propio cuerpo una
herramienta de intervenciones.

Todos los ejemplos de las características de pacientes y terapeutas, así como


de su interacción, tienen un grado importante de relatividad. Resulta dificultoso
generalizar situaciones tan particulares como la relación terapeuta-paciente. Se
corre el riesgo de caer en estereotipos que simplifiquen la comunicación, y
conviene recordar que la comunicación es un proceso de alta complejidad de
interacciones, cogniciones y emociones, con el que resulta imposible
establecer baremos fijos. Solamente deseamos mostrar cómo las distinciones
que se ponen en juego en la cibernética de cada sesión. Pero dichos
constructor varían de acuerdo al paciente con el cual se interaccione.

El momento evolutivo también es uno de los factores que inciden en el trazado


de distinciones, puesto que las percepciones varían de acuerdo con los
estadios del ciclo vital.

Una familia podrá ser observada desde una perspectiva diferente por una
terapeuta madre de familia y por otra soltera y con pocas aspiraciones a
conformar una pareja. Un terapeuta podrá acercarse con cierta predilección al
niño problema de la familia si se encuentra en un período en que acaba de ser
abuelo o padre, o está deseoso de serlo y se halla imposibilitado, a diferencia
del que sólo entiende de niños en función de la teoría que ha estudiado en los
libros. O, por el contrario, podrá sentirse incómodo si vive conflictualizada su
relación con los niños. Quien ha sufrido muertes relevantes en su vida tal vez
pueda acompañar de una manera más intensa y profunda al paciente
moribundo o a aquel que ha perdido a su madre y necesita resolver el duelo, en
contraste con el terapeuta que sólo sabe de muertes lejanas, en las cuales no
se encontró involucrado.

Es decir, que el ciclo vital conlleva el trazado de diferentes ópticas, y no es para


menos. Las diversas experiencias a las que el ser humano se encuentra
sometido en las etapas de su desarrollo introducen informaciones nuevas en su
cognición y evocan nuevas reacciones emocionales. Estas experiencias
constituyen un verdadero proceso de aprendizaje, por lo que, en cierta manera,
ensanchar y reformulan el perímetro de su mapa personal haciendo que se
elaboren otras construcciones de las que se generan otras distinciones.

Esto quiere decir también que pueden modificarse parcial o sustancialmente el


sistema de creencias del terapeuta. Lo esperado, en la actuación terapéutica,
muestra a un profesional que no pone en juego sus valores personales y cuyas
acciones correctas consisten en realizar intervenciones dentro del sistema de
creencias del consultante. En la práctica concreta esta idea se revela casi
utópica, ya que resulta imposible operar con tal grado de disociación. Siempre,
de alguna manera, se filtran en las devoluciones los valores y creencias del
terapeuta, ya desde el trazado de una primera percepción, donde un
profesional adjudica un mayor énfasis a un detalle de la vida del paciente, a
una determinada interacción o la figura de alguno de los miembros de la
familia.

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La relación terapéutica
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Un hurto por parte de un adolescente dentro del grupo familiar puede resultar
de poca relevancia para un terapeuta, mientras que para algunos miembros de
la familia puede constituir un acto primordial y de extrema gravedad. Para la
hipótesis de un profesional, el consumo de fin de semana de marihuana de un
adolescente puede ser un detalle anexo, que no requiere gran atención, de una
situación de mayor complicación, pero para otro terapeuta puede ser la puerta
de entrada para elaborar y abordar el problema.

Las creencias y los valores de la familia deber ser claramente focalizados por el
terapeuta, de forma que le sea posible intervenir jugando desde dentro de las
construcciones del sistema. El terapeuta debe estar abierto a otras creencias
distintas de las suyas, aprenderlas, entender si resultan beneficiosas para la
familia y si se hace necesario introducir modificaciones en pos del cambio. Los
valores, o la jerarquía que de ellos se establece, muestran un perfil del sistema
de donde proviene el consultante. El profesional deberá respetarlos, lo cual no
quiere decir que no intente cambiarlos si resulta el foco del problema.

Al hablar del ciclo vital y del sistema de creencias, inevitablemente hay que
referirse a la historia del terapeuta.

Más allá de los momentos evolutivos, los sucesos de la vida de un terapeuta,


como pueden ser las experiencias y las situaciones de fuerte impacto
emocional, también delimitan sus percepciones. Por ejemplo, una separación
litigiosa puede provocar en el desarrollo de la terapia inconscientes alianzas o
coaliciones con un o de los partenaires de una pareja en crisis.
Desvalorizaciones internalizadas por un terapeuta de su experiencia con un
padre descalificador puede provocar actitudes de búsqueda de afecto y
reconocimiento por parte de sus pacientes, principalmente masculinos y de
edad avanzada. De esta manera, corre el riesgo de convertirse en un gran
dador y contenedor, evitando intervenciones fuertes y conflictivas por miedo a
que lo rechacen. Las reflexiones de un paciente acerca de la muerte de su
madre pueden causarle profunda pena al terapeuta por hacerle presente la
muerte de su propia madre (la mayoría de las muertes movilizan las de la
propia historia). Y también una situación vivenciada como traumática puede
crear escotomas o puntos ciegos en el tratamiento, bloqueando la posibilidad
de encontrar la estrategia eficaz.

La historia personal del terapeuta, eventualmente, pauta e influencia su


cognición, sus emociones y, por supuesto, su manera de conducirse,
centralizando aún más ciertos temas de la terapia y haciéndole olvidar otros, o
activando la euforia que estimula o la angustia que bloquea o desorganiza el
normal desarrollo de las sesiones.

Un terapeuta, por lo tanto, no está exento de encontrarse confuso ante


situaciones isomórficas con circunstancias de su historia. Pero estas
situaciones no son patrimonio individual de un terapeuta. A veces se observa
que el grupo de profesionales detrás del espejo unidireccional discute o no
logra ponerse de acuerdo sobre la hipótesis de lo que sucede con la familia en
el setting terapéutico. Con notable claridad, aparecen en el seno del equipo

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La relación terapéutica
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escaladas simétricas entre algunos miembros, caras de disgusto en unos y


expresiones de marginalidad en otros, señales que no hacen más que
reproducir las interacciones de la familia durante la sesión. Estas situaciones
isomórficas, que representan en la sesión en repertorio de narraciones
significativas de la historia de los terapeutas, se remiten tanto a la reproducción
de estilos interaccionales como a constructos propiamente dichos. En cierta
manera, los isomorfismos introducen una variable relevante en tanto conllevan
indiscriminación y aglutinamiento, y constituyen el campo propicio para las
proyecciones personales.

Resulta interesante destacar el axioma de la comunicación humana que


distingue dos niveles lógicos: el contenido y la relación. Esta distinción posibilita
destrabar y comprender las numerosas oportunidades en que las personas
coinciden en puntos de vista, pero sin embargo discrepan. En el nivel del
contenido puede existir el acuerdo, pero en el otro, el relacional, mantienen una
conversación tan áspera, descalificatoria y poblada de agresiones que la
discordancia en la interacción no permite registrar el acuerdo existente sobre el
tema discutido. Como, de manera inversa, dos personas pueden no estar de
acuerdo con respecto a algún tema y, sin embargo, mantener el respeto y la
calma en la controversia. No existiría problema si las personas coincidieran
tanto en sus puntos de vista como en la exposición de los mismos, pero la
confusión aparece cuando contenido y estilo relacional divergen.

Estos mecanismos, que se observan en las familias, son también frecuentes en


las reacciones del terapeuta en la dialéctica de la sesión. Cabría identificar,
entonces, cuáles son los temas y cuáles las relaciones, interacciones o, más
precisamente, los estilos relaciones que conectan al terapeuta con sus
experiencias personales, provocándoles diversos emergentes emocionales.

Tanto los estilos de interacción como los contenidos que afectan al terapeuta
conforman el repertorio de lo que los psicodramatistas latinoamericanos
llamaron las escenas temidas por el terapeuta del grupo. Si bien, como
terapeutas grupales, las atribuyeron al coordinador de grupo, también parece
apropiada la aplicación de este término al resto de las especialidades.

Situaciones de muerte, cambios evolutivos bruscos, separaciones, robos,


violaciones, etc., que por sí mismas poseen una atribución traumática colectiva
y otras de significación semántica individual, son algunos de los contenidos que
delimitan recortes particulares de hipótesis o provocan bloqueos en la dinámica
cibernética. Timbres de voz, distancias gélidas, actuaciones impulsivas,
aglutinamientos afectivos, ironías, sarcasmos, tendencias invasivas de la
intimidad del terapeuta, muletillas, posturas corporales, actitudes
descalificatorias, etc., son algunas de las interacciones que, en el plano
relacional, pueden crear dificultades en la sesión y conducir a trazados
particulares en las distinciones.

Y todo ello no significa que no existan terapeutas expertos en manejar


relaciones o temáticas difíciles. De lo contrario no se encontrarían especialistas
en áreas como violencia y maltrato, abusos sexuales y violaciones, estrés
postraumático, enfermedades terminales, etc., por resultar demasiado

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La relación terapéutica
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conflictivas. Pero también es cierto que se trata de especialidades que exponen


al terapeuta a un nivel de riesgo emocional más intenso que en otro tipo de
temas.

En muchas oportunidades, un trabajo riguroso del terapeuta sobre sus propios


elementos conflictivos y la consecuente comprensión y redefinición de sus
dificultades pueden convertirle en experto en el trabajo de situaciones de alto
nivel de perturbación. No solamente ha logrado sistematizarlo de manera
teórica, sino que, vivencialmente, ha pasado por la experiencia. La
comprensión más completa del problema de consulta se produce cuando el
terapeuta encuentra en su reservorio de significaciones personales y de
situaciones redefinidas las estrategias para un manejo más idóneo de la
situación.

Entrar en este territorio de análisis invita a pensar cómo las narraciones de un


terapeuta se desencadenan recursivamente y con diferentes resonancias frente
a pacientes y familias. Las características del consultante, tanto a nivel
relacional como a nivel de contenido del problema, condicionarán las
distinciones que realice el profesional a nivel cognitivo, emocional y pragmático.

Las actitudes relacionales del paciente se pondrán en juego en la dinámica


cibernética, generando diferentes emociones y cogniciones en el terapeuta,
que a la vez influirán en el plano pragmático. Por ejemplo, es el caso de un
terapeuta con características maternales. En su historia se registra el hecho de
que, desde muy temprano en su familia de origen, frente a la muerte de su
madre ha debido hacerse cargo de los hermanos al ser la hija mayor. En su
familia creada ha sido abandonada por su marido, responsabilizándose de la
crianza de dos hijos pequeños y del mantenimiento económico del hogar. A
partir de esta situación, no sólo ha logrado salir adelante, sino que se ha
convertido en una mujer con fuertes tendencias a la protección y a hacerse
cargo de los problemas de los otros, también como búsqueda de
reconocimiento y protección. Esta terapeuta correrá el riesgo de involucrarse
afectivamente en una relación donde aparezcan elementos de desprotección y
abandono. La proyección e identificación de su historia en la de su cliente,
sumadas a los mecanismos relacionales que ella ha desarrollado, no formarán
la ecuación más apropiada para crear en aquél los recursos que le ayuden a
remontar la situación.

Determinadas constelaciones de contenidos y actitudes relacionales en los


pacientes conllevan una contrapartida en los contenidos y las actitudes del
terapeuta. Entonces, ¿cuáles son los temas que provocan en el terapeuta
sensación de comodidad o de incomodidad?, como también, ¿cuáles son los
tipos de relaciones que el terapeuta considera agradables o desagradables?

Cada una de estas adquisiciones entre aspectos interaccionales y de contenido


generan diferentes atribuciones de sentido establecidas desde la narrativa del
terapeuta. Estos marcos semánticos, como hemos visto, son producidos por el
mapa de constructos personales, en el cual uno de los elementos es su modelo
teórico de abordaje en psicoterapia.

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La relación terapéutica
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Y, como se infiere de todo este desarrollo, el nivel emocional se encuentra


aunado a cada construcción que elabora el terapeuta en la interacción con su
paciente. El marco de las emociones es relevante, puesto que condiciona la
elaboración de las construcciones cognitivas y pragmáticas, y también de éstas
surgen diferentes emociones. De una u otra forma, se verán implicadas en la
escena de las interacciones.

Un terapeuta sumamente ordenador, para quien cada elemento de su vida se


halla correctamente pensado, puede sumirse en la mayor confusión cuando su
paciente presenta ciertas desorganizaciones en su historia. Cuando el
supervisor cuestiona circularmente, explorando los tres planos, cognitivo,
emocional y pragmático, encuentra que el terapeuta construye una hipótesis de
desorganización de la vida del paciente, con toda la atribución semántica que
para él implica esto. Frente a tal construcción de desorden, siente confusión y
ansiedad. Cuando el supervisor se dirige al ámbito pragmático, la confusión y la
ansiedad le provocan paralización de la inventiva, de la creatividad y de la
iniciativa en las acciones. Esto responderá al cuestionamiento del terapeuta,
que no encuentra razón para que la terapia no funcione o se encuentre
empantanada, teniendo una excelente relación con el paciente.

La terapia sistémica ha evolucionado y no se la puede fijar en la década de


1960, cuando la caja negra delimitaba y concebía al ser humano como una
máquina de outputs e inputs. Las atribuciones narrativas de dichas entradas y
salidas dependen de un complejo de interacciones, de las cuales el terapeuta
también forma parte. La psicoterapia es un espacio relacional, donde tanto el
terapeuta como el paciente sienten, piensan y actúan de manera recursiva.

El psicoanálisis calificó la contratransferencia a los sentimientos que inducía el


paciente en el terapeuta. Mony Elkaïm acuñó el término resonancia para definir
los ecos interiores del terapeuta en relación con las interacciones y contenidos
de las sesiones. Desde diferentes epistemologías, se plantean los impactos
emocionales en la figura del profesional. Pero esta repercusión emocional
influye indefectiblemente en los otros dos planos. Cognitivamente, la emoción
pautará el trazado de distinciones y descripciones, potenciando el marco de
comprensión o generando puntos ciegos, que influyen en la construcción de
hipótesis. En la pragmática, se traducirá en acciones que activen y reactiven la
cibernética, como también que la entorpezcan, bloqueándola, fracasando en
los intentos de solución y estancando el proceso terapéutico.

Por último, el contexto es otro de los elementos que hay que considerar,
regulando la cibernética y las narrativas de la psicoterapia. El hecho de
desarrollar una terapia en un marco privado, donde el hábitat resulta acogedor
y la estética del lugar es agradable, condiciona las interacciones de manera
diferente a si se realiza en un manicomio o en un destartalado instituto de
rehabilitación.

En algunos lugares, la sobrecarga de pacientes obliga a los terapeutas a


amoldarse a tales circunstancias, llegando a atender en salas de espera, bares
o hasta el jardín del hospital. Estas situaciones regulan mecanismos
cibernéticos muy distintos, tanto en los pacientes como en los terapeutas.

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La relación terapéutica
M. Ceberio y J.L. Linares

El espacio donde se juega la relación no sólo delimita un perímetro de


acciones, sino también de construcciones. Si tanto los terapeutas como los
pacientes, no gozan del confort que permita un buen desarrollo de la sesión, de
alguna manera estos factores inciden en el recorte que se establecerá de la
problemática. Un lugar que no cuente con los requisitos necesarios para una
sesión roba territorio a la creatividad.

También, y por qué no decirlo, si un profesional está mal pagado, se verá


influenciado negativamente en su iniciativa y creatividad, redundando en una
disminución de su eficacia terapéutica.

Sintetizando, una relación psicoterapéutica puede concebirse como el


ensamblaje cibernético y narrativo de dos instancias reales y de múltiples
fantasmas. La acomodación de sistemas de creencias, de historias personales,
de contenidos y tipos de relaciones y de ciclos vitales, enmarcados en un
interjuego de atribuciones semánticas y de emociones que se influyen
mutuamente. Un circuito de interacción, donde se introduce información nueva
que genera diferencias, en un proceso de aprendizaje bidireccional. Un todo
relacional complejo, donde se trazan distinciones, descripciones,
comparaciones y se construyen hipótesis que corroboran, certifican o
desconfirman acciones y resultados. Un espacio destinado a ayudar al ser
humano a disminuir razonablemente sus sufrimientos. Incluyendo lo que
convencionalmente se entiende por curar enfermedades, así como resolver
problemas o, simplemente, cambiar para mejorar la calidad de vida.

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