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Biología e igualdad de género

Publicado por Marta Iglesias Julios

Fotografía: dmagarityjr (CC).


Hombres y mujeres no tenemos las mismas características biológicas, producimos cantidades
diferentes de hormonas y tenemos algunos genes distintos alojados en los cromosomas
sexuales, esto nos resulta obvio. Sin embargo, ¿somos diferentes desde una perspectiva más
íntima, en nuestros intereses y pretensiones y en el comportamiento que de ellos se deriva?
Esto ya no es tan obvio y por ello prefiero acudir a la ciencia empírica para dar una respuesta,
antes que a la introspección o a la observación de casos particulares.

Existe una tendencia a creer que animales y seres humanos estamos sometidos a diferentes
reglas debido a la cultura o a nuestra «inteligencia». Esto hace que dejemos de considerarnos
seres vivos como los demás. Sin embargo, esta idea no resiste el escrutinio. Pensemos que el
conocimiento sobre nuestros rasgos ha progresado investigando animales. Nos parecemos
tanto que hemos podido entender cómo funcionan nuestras neuronas porque alguien lo estudió
en babosas marinas; sabemos cómo se desarrollan nuestros embriones pues lo aprendimos
estudiando erizos de mar y codornices; comprendemos cómo funciona el aparato circulatorio
porque lo estudiamos en cerdos y perros. Todos estos conocimientos se aplican diariamente en
nuestras vidas. ¿Por qué habría de ser diferente en lo que respecta a nuestro comportamiento?
Los modelos animales nos dan también información al respecto; nos dicen que machos y
hembras somos distintos no solo en nuestro físico, sino también en nuestro comportamiento,
por una diferencia biológica fundamental.

¿De dónde vienen las diferencias entre los sexos?

Para dar respuesta a esta pregunta hay que pensar en nuestra historia evolutiva. Todos los
seres vivos tenemos algo en común: somos hijos. Somos el resultado de individuos que lograron
reproducirse, hijos a su vez de otros hijos que lograron reproducirse: un linaje que viene desde
nuestro origen común. Los que no se reprodujeron no dejaron copias relativamente parecidas
de sí mismos, y sus linajes ya no existen. Cada ser vivo es, en potencia, un reproductor eficaz
por haber heredado las características de su antecesor, que indudablemente fue un reproductor
eficaz. Además, en los seres vivos con reproducción sexual, como nosotros, dejar descendencia
no solo depende de uno mismo, sino de la pareja.

Desde el punto de vista reproductivo, sabemos que hay dos sexos: uno genera gametos
grandes, inmóviles (relativamente costosos), y el otro produce gametos pequeños, rápidos (más
«baratos» para el metabolismo). En muchas especies, el sexo de los gametos «caros» se ocupa
de otros aspectos «costosos», como cruzar el océano para enterrar huevos, transportar a la
descendencia en la espalda para que acabe devorándolo, o dar de mamar a la cría a las tres
de la mañana.

Gracias a Robert Trivers sabemos que el sexo que tiene más gastos es más selectivo al elegir
pareja, y esto suele generar una competencia más intensa en el otro sexo.

A ese respecto, el animal humano no tiene por qué ser diferente. Somos una especie típica
desde las neuronas, los embriones y el corazón hasta las cuestiones relacionadas con los
mecanismos que llevan a cada individuo a ser un reproductor eficaz. Los mecanismos
subyacentes que guían las decisiones al buscar pareja están sometidos a una fuerte presión de
selección. Como en otras especies, es lógico que la diferencia en el coste reproductivo (mayor
para la mujer) haya conducido a que esos mecanismos sean distintos en los sexos, afectando
qué es preferible elegir y cómo conseguir ser elegido. Gracias al trabajo de investigadores —
como David Buss y Anne Campbell— sabemos que aún son parte importante de nosotros las
estrategias reproductivas llevadas a cabo por nuestros predecesores, cuyo éxito se certifica
porque hoy estamos aquí.

Cultura, biología y feminismo

¿Y la cultura no afecta? Aunque con certeza nuestra dimensión cultural afecta nuestro modo de
reproducirnos, no puede modificarlo demasiado. Porque nuestros mecanismos dirigidos a elegir
pareja y reproducirse son consecuencia de nuestra biología (o, al menos, seguro que la biología
tiene bastante que decir al respecto, o no seríamos descendientes de un largo linaje de
reproductores exitosos).

Las diferencias morfológicas siguen ahí; ¿por qué no habrían de permanecer las relacionadas
con las preferencias y los intereses? Lo esperable como descendientes de reproductores
exitosos es que muchas de nuestras preferencias y decisiones estén influidas por la necesidad
de garantizar que dejemos descendencia capaz de reproducirse. Esto ocurre a pesar de que
nuestras motivaciones conscientes no busquen explícitamente tales cosas. El proceso para
llegar a ser un reproductor eficaz es distinto en machos y en hembras; por tanto, es previsible
que nuestros rasgos biológicos produzcan modos de actuar diferentes en muchos aspectos
entre hombres y mujeres.

Esa cuestión está detrás, al menos parcialmente, de muchas diferencias entre los sexos,
presentes en nuestro día. Estas van desde los juguetes que tendemos a preferir de pequeños
hasta los productos que consumimos de mayores. Las observamos también en el modo en que
se ejerce el bullying y en la gravedad de sus consecuencias, en la probabilidad de provocar un
accidente de tráfico o en la importancia que le damos a los puestos «altos» en el trabajo.

Hay quien cree que algunas de esas diferencias dificultan lograr lo que las personas feministas
buscamos: la completa igualdad de derechos y oportunidades. A otras nos parecen simplemente
anecdóticas. En cualquier caso, es importante tener claros todos los factores situados detrás de
las diferencias si consideramos necesario corregirlas.
Según algunas corrientes del feminismo, lo que he expuesto no vale para la especie humana
pues únicamente la cultura genera las diferencias entre los sexos. Afirmar la existencia de
diferencias genéticas y fisiológicas que afectan al comportamiento se considera «determinista»
o «biologicista», y esto sería nocivo pues, al parecer, justificaría las desigualdades, la inequidad
o la violencia de género.

Las reacciones contra las explicaciones biológicas del comportamiento se producen porque se
temen las consecuencias de vincular estas diferencias a dos conceptos claramente erróneos:
que lo natural es bueno o correcto, y que lo que tiene una base biológica es imposible de
modificar. El carácter incorrecto de lo primero —la denominada falacia naturalista— es obvio si
pensamos en todas las cosas «naturales» que no son «buenas» (como las infecciones o los
terremotos) o «correctas» (como la caza indiscriminada). Con respecto a si algo de base
biológica es inalterable, podemos pensar en los comportamientos instintivos que «enseñamos»
a controlar a nuestros animales domésticos (y también a las personas).

La igualdad de género es sencillamente una cuestión de respeto al otro. Este podría imponerse,
pero desde mi punto de vista es más fácil combatir los problemas de género asumiendo que
hay diferencias de base sobre las que trabajar, en lugar de obligar a seguir reglas que aumentan
la incomprensión, basadas en falacias, promoviendo el miedo como motor del cambio. Ignorar
las diferencias dificulta la comprensión sobre su origen y los métodos para minimizarlas.

En el camino por lograr la plena igualdad encuentro muchas mujeres que creen que, por ser
mujeres, comprenden las causas, las razones y las motivaciones de todas las demás.
Basándose en ejemplos particulares, normalmente no evaluados sistemáticamente, generalizan
y promueven políticas. Creo que sería más eficaz basar nuestras decisiones en observaciones
lo más ajustadas a la realidad. El objetivo que pretendemos lograr es político; queremos que
afecte a cada uno de nosotros. Por tanto, el objetivo será más eficaz cuanto mejor se comprenda
la realidad que quiera modificarse. Por ello, no es buena idea sustentar nuestra acción
reivindicativa en opiniones personales, sino en evaluaciones lo más precisas posible del mundo
en que vivimos, útiles para construir sobre ellas un cambio sólido.

¿Cómo podemos emplear este conocimiento?

Pese a lo expuesto, podemos preferir creer que las diferencias que nos llevan a comportarnos
de manera sexista vienen exclusivamente de la cultura. Haciéndolo seguiremos tratando de
imponer normas que no serán compartidas, que seguirán aumentando las tensiones entre
nosotros y que convertirán la sociedad en un mundo más hostil, fundado en relaciones humanas
artificiales. Estas normas impuestas no tendrán ninguna eficacia a mediano plazo, no
promoverán el cambio. Los procesos internos —producto de nuestra evolución biológica—
seguirán manifestándose en cuanto tengan oportunidad.

Para lograr un cambio, en primer lugar, hemos de estudiar qué somos y por qué nos
comportamos como lo hacemos. Alcanzado ese punto, opino que el motor del cambio está en
instruir y aumentar nuestro autoconocimiento. Debemos aprender a distinguir cuál parte de las
cosas que deseamos, que hacemos y en las que creemos tienen como motor una causa
biológica subyacente, y cuáles son, realmente, frutos de nuestros intereses libremente
escogidos y conscientes.

Si la base no es fomentar el conocimiento sino creer que solo la socialización genera el sexismo,
me temo que el techo de cristal se mantendrá sobre nosotras, el número de feminicidios seguirá
inalterable y nuestros esfuerzos por corregir tales situaciones serán una fuente de decepción
constante. Hay que lograr una síntesis entre el conocimiento científico de las causas de nuestro
comportamiento y los objetivos políticos del feminismo. En nosotros está tener la mente abierta
para entendernos y así crear las condiciones necesarias para una equidad real.

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