Por
entonces narrarlo era uno de los proyectos
con menor sentido entre tantos que se podían
concebir. El mundo y la ciudad donde todo
ocurrió estaban saturados de historias. Cual-
quiera de ellas era más atractiva y prometía
mejores resultados: mas fáciles de narrar
unas, otras más seductoras para la crítica, y,
en general, todas mas ajustadas a lo debido.
Nadie que se preciara de estar a tono con la
época apostaba al realismo, cada cual
esperaba su turno para manifestar un
refinado desprecio por la realidad y el tiempo
de crear parecía demasiado valioso para
perderlo preguntándose si ostentar tales
ánimos de moda no sería también un testimo-
nio de la realidad. Como es usual, los lectores
de la primera versión de la historia juzgaron
que el tema y su título abrían expectativas
que el texto nunca llegaría a satisfacer. Hasta
el autor estuvo entre quienes pensaron que
era apenas un ejercicio creativo que no
merecía el esfuerzo ni las humillaciones que
la edición y la promoción de una obra literaria
1
requieren. Por azar esta obra no se perdió y
ahora que vuelve a circular con el mismo
nombre y un vago emblema de consagración
literaria, llega el momento de ponderar las
diferencias entre el relato de lo que sucedió y
la memoria de frases, palabras, ritmos y
referencias evocadas por una crónica limitada
a los acontecimientos del año anterior:
2
en las vacaciones de febrero en Punta del
Este.
7
o abandonados, había un par de vetustos
Douglas DC9.
8
La visión de la cola y los alerones de uno
de los Douglas, donde las compuertas de
mantenimiento exponían una maraña de
varillas, tubos, cables y poleas, a cualquier
adulto razonable le evocaría fósiles
industriales, ruinas fabriles, bombardeos en
Europa, efectos de la obsolescencia temprana
y de infinidad de modalidades de dilapidación
de riqueza y de la desaparición.
Sobre quien viaja, ese conjunto funciona
como una advertencia cifrada acerca de la
precariedad del vuelo, los riesgos del turismo
moderno y el fondo de terror que está apenas
un paso atrás de las remanidas escenas de
vacaciones. Pero a los chicos no: igual que su
niñera estaban convencidos de asistir a un
episodio mas del programa turístico, que, en
este caso, podía tratarse de un espectáculo
montado para anunciar la apertura de un
nuevo campo de conocimiento geográfico: la
tecno–geografía–aeronáutica.
Cerrándose en su mundo aparte, solo se
distraían por instantes para devorar brownies
y tartas de crema artificial y para provocar y
9
prolongar diálogos con los mozos de servicio,
ostentando un inglés que hablaban con tanto
desenfado y soltura como cualquiera de los
cubanos o los hispánicos asimilados que
componían el grueso del pasaje en tránsito
hacia la costa oeste.
11
era señal de que empezaban a considerarlo
uno mas entre los indeseables del barrio:
–Alguien debe estar hablando mal de noso-
tros...
–¿Ella habrá empezado de nuevo a tomar
sol en el jardín, en traje de baño y toda fre-
gada de aceite de coco a la hora en que las
viejas que vuelven de la feria..?
–¡Habría que pintar el frente..!
–Tengo que convencer a mi suegro de que
arregle la vereda...
–¡Pero hoy en día hay que estar loco para
pensar en mudarse..!
–¡Pero si yo no soy un miserable..!
12
rápidas miradas mientras contaba sus
moneditas.
Calculando el diez por ciento de propina
que es norma del consumidor americano,
Romano las guardó el bolsillo de su gabán
pensando en la expresión “miserable”.
Esa presencia fantasmagórica de la miseria
era otro pésimo augurio que se agregaba a la
llovizna, la escarcha, el traqueteo del viaje y
el mundo aparte que sus hijos empezaban a
construir en inglés con todos los que se les
cruzaban en aquel aeropuerto deprimente.
13
único interés del doctor era la recepción de
sus honorarios.
A veces, cuando según la moda Romano
describía su estado como una depresión, una
voz grave aparecía a sus espaldas
apurándose a corregir:
–¿No habrá querido decir “tristeza”..?
Otras, la voz directamente recomendaba:
–¿Por qué dice que las películas en blanco y
negro lo deprimen..? ¿No sería mejor decir
que lo ponen triste…?
16
campamento con compañeros de colegio o del
club.
Los efectos de la espontaneidad y la
soltura con que los tres se comunicaban con
americanos e hispánicos y el registro de un
regodeo en la exhibición de que se sentían
iguales a ellos, era un tema que, daba por
descontado, nunca encontraría la ocasión ni
las palabras indispensables para comentar
con su mujer.
Lo paralizaba una forma de pudor dema-
siado íntima: lo terrible que venía tramado en
el deleite, la rapidez y el exhibicionismo con
que los chicos, –sus dos hijos y la empleada–
se entregaban a una sociedad miserable, algo
que no debía escapar a la percepción de
Mirtha.
17
mezcla de horror y humillación que su mujer
debía compartir.
Pero, en lugar de aliviarlo, la certidumbre
de padecer a dúo esa misma tristeza
inexplicable acentuaba el efecto deprimente
de todo lo demás.
Es claro que él y su mujer no estaban
preparados para advertir que los niños, sin
pensarlo, y Verónica, quizás intuyéndolo pero
sin urgencia por confirmar o desechar su
eventual sospecha, habían optado por
integrarse a un mundo que estaba abierto a
todo, –abierto hasta a lo peor que pueda
imaginarse–, pero que permanecía impene-
trable para la tristeza o lo que fuera eso que
había invadido el ánimo de la pareja Romano.
18
En millares de novelas, basta un tirón del
hilo de la muchacha para desmadejar todo lo
que ya está prefigurado en la imaginación
perversa del lector. Las cosas cumplen su
ciclo inexorable: visión, pasión, traición,
fornicación.
Romano era un apasionado por el queso y
las setas, y no satisfecho con la gran heladera
exclusivamente destinada a su colección de
frescos y sus conservas caseras de bolletus,
anmonelias y champignons, había encargado
a un ebanista la réplica del aparador de teca y
roble que apareció en la enciclopedia del vino
y ahora invadía parte del office y la cocina de
su departamento. Allí maduraban sus duros,
herbales y mechados, y se exhibían sus
conservas de salsas y funghi, ordenadas en
frascos de cristal.
Pero así como jamás probaría alguna de
sus exquisiteces en el desayuno ni en sus
escapadas nocturnas a la cocina, tampoco se
ajustaría a la demanda de un lector sediento
de vulgaridad y repetición.
Sabía que Verónica era encantadora, ágil,
grácil, bellísima y alguna vez se propuso que,
a su debido tiempo, le facilitaría las carreras
19
de actriz o de modelo para las que todos en el
club le atribuían un exceso de condiciones.
Pero ella pertenecía el mundo de los niños, y
tal como no se permitiría jamás imaginar una
escena sexual con su hija de nueve ni a inter-
venir en la iniciación de su casi adolescente
muchachito de once, desde antes de con-
tratarla y ajustar los detalles del viaje, Ro-
mano tejió alrededor de la empleada un velo
de reparos que, funcionando como un aura
magnética, estaba desactivando cualquier
emanación sexual venida de ella, de su
cuerpo, o de sus movimientos de animalito
bambi y de los sonidos tintineantes de su voz
y de sus carcajadas tan contagiosas.
23
tas del cuerpo, sino de algo que estaría
dentro, o por encima suyo, comandándolo.
Es como si al crear los grandes mitos reli-
giosos, los pueblos de la antigüedad hubiesen
tenido conocimiento de que pese a sus pieles
arrugadas, sus brillos apagados, sus voces va-
cilantes, sus movimientos torpes, sus
espaldas curvadas, sus carnes flácidas, sus
pelos raleados y sus rasgos fisiognómicos
descompuestos e irreconocibles, habría en los
viejos una propiedad que permanece intacta e
idéntica a lo que fueron.
Eso sería para ellos la persona: algo que no
ha de ser mas ni menos que el cuerpo, pero
que termina siendo una entidad diferente de
ese cuerpo que a todos nos repugna.
La nariz de pájaro, ganchuda y picada de
viruela y los ojos demasiado pequeños y de-
masiado juntos de su cuñado Tito siempre le
repugnaron tanto como las cejas curvas y re-
negridas, que reforzaban su mirada feme-
ninamente tramposa. El desfalco de su inmo-
biliaria acentuaba en el recuerdo estos rasgos
y su efecto odioso. Ahora, en San Pablo,
Brasil, en el cuerpo de Tito no quedaría ni una
de las moléculas de carbono que lo compu-
24
sieron en los tiempos en que libraba cheques
sin respaldo, y, sin embargo, su culpa
permanecía y en la memoria de Romano, esa
deuda, virtual por incobrable, seguía multipli-
cándose como si los dispositivos neurológicos
que comandan el rencor y la agresividad se
ajustasen a la fórmula del interés compuesto.
Si alguna vez Tito le costó el diez por ciento
de su patrimonio, ahora que su patrimonio se
había incrementado diez o mas veces, era
como si el tarambana lo hubiera dejado en la
miseria, sin un puto centavo, arrojado él
también a una casucha oscura, en un suburbio
de San Pablo, opaco y deprimente.
25
No es posible ponerse en el lugar de los
que imaginaron la resurrección para
determinar qué estarían pensando en ese mo-
mento, pero es probable que esa promesa di-
rigida a los justos, encubra una amenaza para
los pecadores como Tito: “te vamos a
devolver tu cuerpo intacto para que los
verdugos satánicos encuentren materia
sensible donde pinchar y herir y donde las
llamas eternas encuentren una superficie
fresca y combustible para quemar, despacio,
despacio, eternamente, bien de a poquito,
pero quemando.”
31
Los niños dominan el arte de la credulidad
incrédula y esa misma virtud que los
convierte en presa fácil de la televisión los
aproxima a una verdad que los adultos han
olvidado.
Porque los niños aciertan: ellos jamás serán
un muerto. Morir, para ellos, será a lo sumo
uno de los tantos disgustos, si no el mayor,
que pueden provocar a sus padres como
represalia en el curso de su combate por la
autonomía.
Si para una mirada infantil morir jamás ha
sido un acontecimiento natural, menos podrá
serlo en los tiempos en que la civilización
inculca el dogma de que la naturaleza es algo
naturalmente bueno.
Y aunque los programas de divulgación y
medio ambiente procuren embaucarlos,
también en esto acierta la imaginación
infantil: él nunca se convertirá en un muerto y
al morir, ese cuerpo que ya no tiene, no ha
dejado meramente de ser suyo, sino que,
directamente, habrá dejado de ser.
Él seguirá siendo eternamente la voz en off
que no cesa de narrar aunque el público se
ponga de pie y empiece a retirarse y la
32
pantalla se nuble para dar paso a una
subjetiva de cámara, o a un travelling del
paisaje sobre el que se proyectan los créditos
de actores, técnicos y proveedores que
contribuyeron a la producción de la gran
película de su vida.
34
En eso los niños son mas humanos que los
adultos. Lo mas humano, lo mejor de lo
humano, es esta actividad primaria que
enerva al psicólogo y que no figura en los
programas de estudios de su carrera. Lo mejor
de lo humano es su tendencia a no interpretar
una historia hasta agotar todos los intentos de
intervenir en ella, o, mejor, sobre ella.
Pero los chicos son sensibles al deseo del
otro, y si el investigador es hábil y les
concede el tiempo indispensable, inventarán
alguna historia. El psicólogo ignora que en la
escena siniestra del gabinete, el niño se en-
cuentra mas sometido su voluntad de
castigar, desconcertar y competir que al
estímulo que la cátedra ha pretendido
representar en la pantalla, y, puesto que no
puede intervenir sobre la historia detenida en
la imagen, tratará de hacerlo en la historia
que se desarrolla frente a la pantalla.
El sabrá narrar millares de historias, pero
en cada una de ellas se reconocerán las mar-
cas de esa misma docena de historias que
apenas difieren por las características de los
personajes o por las relaciones entre persona-
jes. Gatos y perros, niñas y lobos, Simpsons y
35
Simpsons, bosques y abuelas, enanos y prin-
cesas, comandantes de naves espaciales y as-
teroides migratorios del sistema Uhlón, peces
pensantes y algas microtelepáticas, abejas te-
ledirigidas y dinosaurios blindados, policías
malos y motociclistas heroicos, tortugas mu-
tantes y sabios japoneses: todos iguales, en
cada historia, allí donde el relato opte por
conectar ese instante trucho de la pantalla
con los minutos precedentes, se advertirá la
causalidad del mal, que es el partido que los
niños preferirían adoptar para intervenir sobre
las imágenes desde el lugar previsto para los
ganadores.
36
II
38
Descubrir la causa de un malestar alivia el
malestar. Cualquiera que haya padecido un
flemón de maxilar o una otitis lo sabe.
Pero quien al cabo de un esfuerzo por
entender su malestar, se topa con la nada
bajo la forma de ningún resultado, agrega a
su malestar originario la pesadumbre del
fracaso, y, con ella, la memoria penosa de su
biografía vista como cadena de fracasos, es
decir, de la manera en que los otros
preferirían que imagine su vida.
La balanza se balancea indecisa y vacila
hasta acabar desapareciendo de la mente: no
vale la pena ni pensar.
Pésimo negocio perder el tiempo en estas
cosas.
39
¿Cómo podría un hombre, un verdadero
hombre, confesarse a sí mismo “yo no
puedo”?
Esta frase da la clave de la vida como fuga
constante de la certidumbre de no poder, y
Romano, como toda su generación y las que
la sucedan, fue educado bajo la consigna de
que todo saber es especializado y que lo
natural de la vida es que cada uno sepa lo
que debe saber y nada mas que eso.
Así, los mas felices entre sus
contemporáneos pudieron vivir en plenitud
ignorando hasta los nombres de cosas y el
sentido –si lo hubiera– de preguntarse por qué
suceden.
Ese mundo solo exigía saber los ítems es-
tipulados por el programa de estudios y los
datos indispensables para la etiqueta social:
qué vino debe servirse con el pescado, qué
colores no ligan con el verde o con el marrón,
cuáles son los balnearios mas recomendables
y pocas cosas mas.
Compensando tanta tolerancia al no saber,
ese mundo imponía el deber de poder todo.
En los años por los que transcurrió la vida de
Romano, los que vivieron imaginando el futuro
40
como un crescendo de riqueza y dominación
vieron sus esperanzas satisfechas: pese a
crisis económicas y desequilibrios regionales,
todas las sociedades de aquel tiempo
incrementaron su riqueza y, como tarde o
temprano la riqueza termina derramándose
de ricos a pobres, cada cual en su escala tuvo
oportunidad de acceso, si no a poderlo todo,
-según creían era su deber-, por lo menos de
acumular a diario pruebas de su integración a
una corriente que lo proyectaba a un futuro
donde cada uno podría un poco mas que en el
presente.
Este programa vital fundado en un deber–
poder funciona a la perfección en la mayoría
de los ciudadanos hasta que se entrecruzan el
poder y el saber. Es el caso la reflexión abor-
tada en Romano: quiere pensar, y al concen-
trarse pierde de vista la noción de que saber
no es necesario.
Saber que no se sabe incomoda menos que
descubrir que no se puede algo, aunque se
trate de algo tan irrisorio como esa bagatela
del saber inútil.
Dentro de ámbitos como el del aeropuerto,
el efecto descorazonador de esta experiencia
41
se multiplica sin cesar: para un dueño de
casa, que es padre, hombre y director en su
oficina, pasar horas pendiente de unos altavo-
ces que él no opera y cuyas instrucciones ten-
drá que obedecer a la par de otros cien
pasajeros igualados por un número de vuelo a
Las Vegas, es, como el clima, una condición
que el folleto de turismo omite para no
desalentar al viajero.
Pero aquí, Romano, pendiente de los al-
tavoces y expuesto a la visión del nacimiento
de un mundo que no le interesa, que no
podría habitar y que, según todo indica,
terminará por arrancarle a sus hijos, si tratara
de sobreponerse y pensar, solo descubriría la
existencia de otra cosa mas –¡Otra más..!–
que no puede.
Como si pretendiese obtener del mozo que
no sabe español algo mas que un pedido
previsto en el menú:
–I can´t speak...
–Pardon...
–Excuse me....
–Sorry... I am an argentine..!
Eso llegaría a decir en el mejor de los
casos.
42
Y pensar, si pudiera, en tales momentos no
le serviría para nada.
44
Uno podría pasar dos turnos de seis horas
inclinado sobre el pupitre de acero de un
instituto militar leyendo transcripciones y
escuchando cintas magnetofónicas sin
encontrar un solo ejemplo del verbo pensar
usado en su justa acepción.
Si se consulta el parecer de un lingüista la
Universidad de Buenos Aires, se verificará que
para los profesionales se trata de una
observación trivial, porque en el habla
corriente pocas palabras se emplean con la
debida precisión.
Hablá con el experto y verás que se
despacha con un resumen de estadísticas
probando que, mientras los nombres propios y
los pronombres casi nunca se usan en sentido
figurado, los substantivos y los verbos se usan
con indiferencia al léxico, llegando al extremo
de los sustantivos abstractos, –entre ellos, y
muy en especial, los que aluden a relaciones
entre entidades también abstractas– que
aportan centenares de términos que casi
nunca se aplican debidamente.
Subrayando las variantes del verbo
“pensar” convertidas en texto a partir del
sonido de la voz de Romano por el mecanó-
45
grafo que días mas tarde irían a matar, podría
verse que los únicos empleos “legítimos”, –si
se acepta el calificativo– de “pensar” en pri-
mera persona, se producen cuando el hombre
da cuenta de una anticipación del futuro y
necesita una función con menos pretensión de
certeza que “adivinar”, pero, a la vez, aliviada
de la vergonzosa incertidumbre que salpica el
verbo “suponer”.
“Pienso que va a llover”, “pienso que no
van a pagar”, “pienso que no vas a poder”,
son típicas frases de las transcripciones del
servicio de escuchas, en esos párrafos donde
Romano aparece fingiendo que anticipa el
futuro, con la única finalidad de actuar sobre
el presente de la voluntad de su interlocutor,
durante los días en que su empresa figuró
como objetivo para el personal de la unidad
de tareas La Sartén.
47
Romano no solía bromear en el trabajo y
vivía tan poco dispuesto a festejar efectos de
humor en el curso del intercambio social,
como a emprender la aventura de crearlos.
Sin embargo recurría a refranes y frases
hechas cuando necesitaba atenuar la
opacidad y la grisura en la que se desen-
vuelven los negocios.
Por ejemplo, cada vez que debía dar cuenta
a sus socios del resultado negativo de una
negociación, empleaba una frase que mucho
antes había escuchado a un publicitario y
decía, por ejemplo:
-Salió bárbaro… Ya tenemos el no, ahora
nos falta solamente conseguir el sí…
Y efectivamente, solía “salirle bárbaro”,
porque no bien sus socios festejaban la cita,
como confundidos, lo seguían apoyando
durante la compleja gestión de sobornos,
timos y canjes de influencias que requiere
este tipo de operación.
Sin saberlo, dominaba el arte de operar
sobre el “no” de los otros, actuando como si
supiera que para los negocios siempre es
mejor una propuesta rechazada que una
propuesta desestimada.
48
Este arte que aplicaba con éxito en sus re-
laciones con mujeres, no provenía de
experiencias comerciales ni de las frases
hechas que suelen compilarlas en el folklore
de los negocios.
La certeza de que habría una continuidad
entre lo negado y lo afirmado era algo consti-
tutivo suyo, una clave biográfica anudada al
optimismo y a la franqueza que tanto
contribuyeron a su éxito empresario.
Tener un no desde donde progresar hacia el
anhelado si no era una fórmula que Romano
pudiera traer a la superficie de sus relaciones
con la niñera: por proceder de un publicitario
y de una escena de negocios, nada la conec-
taba al ámbito doméstico como para esperar
de esa frase alguna utilidad.
Por otra parte, Verónica era tan eficiente
que Romano descartaba la necesidad de
reclamarle o, siquiera, pedirle algo. Estaba
determinado que de ella no podía esperar
negativas ni afirmativas: su participación en
el plan de aquellas vacaciones que tan mal
comenzaban solo requería de ella mantenerse
fuera del alcance del sí y el no de sus jefes.
49
Los cambios de marcha automáticos que
prefieren los americanos tienen esa virtud: al
comienzo, argentinos y europeos los ponen a
prueba por un breve período hasta
convencerse de que siempre aciertan con la
multiplicación o la reducción debida para una
óptima distribución de la potencia del motor.
A partir de allí, el conductor comienza a ol-
vidar su existencia y desplaza a su pie de-
recho y a los oídos que atienden a las
respuestas del motor, lo que lejos al sur, en su
país, fue una tarea distribuida entre su pie y
su brazo derechos coordinados con el pie
izquierdo como conector de una compleja
combinatoria sintáctica.
Algo no funcionaba. Era como si al cabo de
dos semanas de conducir un Chrysler
alquilado en Los Angeles, el conductor
permaneciese con el pie izquierdo pendiente
de un pedal de embrague fantasma que
estuviera a punto de emerger desde un fondo
mecánico indiscernible.
“Las comparaciones son odiosas”, y “la
confianza mata al hombre” estaban entre las
50
frases hechas mas frecuentadas por Romano
y su círculo de amigos.
Y comparar lo que esperaba de la chica con
el auto que sin duda le impondrían los de la
agencia de alquiler Avis, era un ejercicio poco
alentador para emprenderlo en un aeropuerto
de paso. Pensar exige descartar la posibilidad
de estar pensando lo impensable, aún cuando
se esté pensando acerca de una trivialidad.
Y si en ese momento, mirando a Verónica y
oyéndola reír a la par de los niños, su mujer
hubiese tenido mejor ánimo y le hubiera
preguntado:
–¿En qué estás pensando Dadi…?
Él, sin tomarse tiempo para organizar su
respuesta habría respondido que estaba
pensando en la chica.
Aunque apenas estuviera figurándosela.
56
III
–¡Viejos babosos…!
Verónica debía conocer bien la escena:
alguna vez Romano y sus amigos habrían
hecho el mismo papel en la pileta, en las
canchas de tenis o en la rampa de los botes
del club.
59
Tendría doce o trece años cuando empezó a
llamar la atención de todos. Recién a los
quince, cuando empezaron a verla siempre
con el mismo chico, tocándose o tomándose
las manos, las mujeres tuvieron un alivio,
porque aunque los hombres siguieron
mirándola como antes, sus esposas, libres de
una amenaza, parecieron menos interesadas
en controlarla.
Es curioso, se dijo por entonces, porque si
fuera la hija de Stanislavsky o de Abranzon,
ninguna mujer le tendría recelo. Pero como es
hija del doctor Medina, que no tiene un
centavo, siendo tan putita como aquellas
otras, parece mas peligrosa.
Nadie conocía el patrimonio del padre de la
chica, pero como era médico, no atendía un
consultorio, solía ir al club en un Ford de
modelo anterior, y su hija aceptaba trabajos
de cuidar niños y daba clases privadas de
natación, remo y tenis para principiantes, en
el club se consideraba que su familia
pertenecía a esa zona gris de socios pobres
que jamás estrenarían un crucero de lujo ni
celebrarían sus fiestas con centenares de
invitados en el Sheraton Hotel.
60
–¡Cada día hay mas turquitas tratando de
conseguir viejos con plata..! –Oyó Romano en
el quincho de la piscina.
Había hablado una rubia embarazada que
miraba con desprecio como la chiquilina
revoloteaba entre las mesas de familias
importantes y bien conocidas del club.
62
Los acontecimientos, y en especial los
acontecimientos de un relato, pueden ser
objeto de infinidad de interpretaciones, unas
mas convincentes que otras. ¿Resulta
convincente la afirmación de que si aquel
1978 que comenzó con su viaje a las Vegas
fue para Romano un pésimo año, una de las
causas fue esa apatía que en el aeropuerto le
impidió volverse, –porque le hubiera bastado
volver la cabeza para determinar en qué baño
lavaban sus dientes los tres chicos– o la
pereza que lo llevó a eludir preguntarse la
causa de su certidumbre de que los tres
pudiesen compartir el mismo lavatorio..?
Le resultaba tan difícil imaginar a la
pequeña Magalí en la antesala de un baño de
hombres, como a Chachi, de doce, ingresando
sin protestas a un baño de mujeres. La única
posibilidad era que, una vez completado el
lavado de Magalí frente a los lavabos del
toilette de mujeres, Verónica incursionara en
el espacio de los varones, para verificar si
Chachi seguía cumpliendo cabalmente sus
instrucciones.
63
De algunas cosas estaba seguro: la chica
no se permitiría un paréntesis en su vigilancia
–menos aún en la primera noche de
vacaciones– pero tampoco parecía dispuesta
a respetar los caprichos de la asignación de
espacios diferentes para ambos sexos.
Como en el club, cuando tenía once o doce
años y la empezaron a notar, también en el
aeropuerto mostraría su tendencia a burlar las
normas aprovechando el cumplimiento de una
norma de orden superior. Zambullirse en el
canal –estaba estrictamente prohibido– y
bucear en busca del llavero que dejó caer una
señora mayor al bajar de la lancha,o ingresar
con ropa de calle en la cancha de tenis para
acercarle un mensaje urgente al
administrador del club.
¿Sería capaz de ampararse como niñera en
la prerrogativa que pone a enfermeras,
médicas, y personal de vigilancia fuera del
alcance de las normas del pudor y de las
exclusiones de los baños públicos?
Esa noche, en el aeropuerto hubo un par de
evidencias de que, aprovechando su condición
de adolescente extranjera, intercambiaba
frases y gestos de simpatía hacia el personal
64
de color y los viajeros negros, con un
desparpajo que jamás se toleraría a una ado|
escente blanca americana. En esas
oportunidades Romano estaba demasiado
afectado por su decepción ante la falta de
huellas de sacrifico o displacer como para
atribuir el exceso de comunicatividad de la
chica a una provocación dirigida a los adultos
blancos e hispánicos que no dejaban de
mirarla.
66
La visión de los nudillos, los codos y las
rótulas, donde el color canela de la piel de la
mujer desaparecía bajo grumos de pigmento
negruzco que parecían manchas de barro o de
grasa de motores, le había producido un
rechazo tan fuerte, que, –comentó después
con sus amigos–, si hubiesen sido verdaderas
huellas de suciedad no habrían malogrado
tanto los dos encuentros sexuales de aquella
noche.
Por fortuna, la estudiante no despedía el
olor que se atribuye a las negras: la recuerda
con el perfume de pimientos de las sábanas
de su hotel de Ipanema, envolviendo las
imágenes borrosas de las muestras de afecto
y satisfacción que representó para que la
dejara dormir en su cuarto cuando ya todo ha-
bía terminado y él solo quería acompañarla
hasta la recepción y encargar que le
consiguieran un taxímetro.
A bordo de aquel vuelo, cuando su mujer y
los niños ya estaban dormidos, con la cabina
apenas iluminada por el aura fluorescente de
los indicadores de las puertas de emergencia,
se esforzaba sin poder recordar el nombre de
la negra de Rio de Janeiro.
67
El cielo, –esa parte de cielo y nubes visibles
a través de la ventanillas de la izquierda de la
nave– aparecía alternativamente surcado por
rayos o blanqueado por relámpagos. Pero, un
vuelo de cabotaje en territorio americano
inspira confianza hasta al pasajero mas
aprensivo y Romano se durmió tranquilo y
convencido de que su negra no se llamaba
Bethania Concepción, María Aparecida ni Te-
resinha dos Milagros, pero que le había dicho
un nombre que, justificadamente, podía
confundirse con cualquiera de los tres.
68
En la zona al alcance de la mirada de
Romano no había lugares libres. En el asiento
delantero, la cabeza de Verónica sobresalía
del respaldo: sentada en posición de loto, y
sin desatender a los niños, practicaba
ejercicios de estiramiento. Esto lo había
confirmado antes de dormirse, cuando una
pierna de la chica invadió el pasillo
extendiéndose en el aire mientras su pie
giraba y trazaba elipses como en las
rotaciones que ensayan las bailarinas antes
de bajar al escenario.
La chica se había quitado la botas
deportivas y ahora, en lugar de las medias
verdes a tono con su jean de corderoy color
musgo, calzaba un zoquete de lana blanco
con un tejido muelle que reforzaba la zona de
las plantas y los dedos.
Había una marca inglesa: Romano no
recordaba el nombre y jamás la habría
comprado para él mismo, pero la gente de
club solía encargarla a los viajeros que
pasaban por Londres en sus visitas a Europa.
Los Romano se preguntaban por qué
ningún fabricante argentino trataba de copiar
esos artículos que independientemente de la
69
moda, tenían dos encantos especiales: la
fama de durar eternamente y el tacto.
Bastaba verlas para confirmar que eran un
producto fino, hecho de fibras naturales y de
un aspecto cálido y aterciopelado que prome-
tía integrarse a la piel mas delicada, como un
cosmético, o un perfume.
Difícilmente en el guardarropas de la
familia de un médico pobre se pudiese hallar
medias de cuarenta libras, –noventa dólares,
por entonces–, el par.
Pero la gente es prejuiciosa: ven un viejo
que está satisfecho y encariñado con su
antiguo Ford y piensan que es un muerto de
hambre que ni siquiera pudo ahorrar para
cambiarlo.
Romano dudaba, y se resistía al impulso de
quitarse, él también, sus zapatos, al tiempo
que calculaba el precio de los pasajes, el
costo de combustible, el salario de pilotos,
técnicos y asistentes de vuelo: decenas de
miles de dólares por hora.
Imaginaba maneras de convencer a un
cliente para asociarlo en un proyecto y
diversificar sus negocios. Se le ocurría la
posibilidad de invertir en la producción de
70
vuelos: en la boletería del teatro el público
tendría la opción de tomar una localidad para
el espectáculo de Cuchi Aleandro y Beibi
Ortega, adaptación de uno de los mayores
éxitos de la temporada de verano en
Broadway, o un pasaje para un vuelo nocturno
dotado del mejor servicio de bar y restaurant
con un itinerario de vuelos panorámicos sobre
tres de los cinco mayores agrupamientos
urbanos del país.
La ventaja de pasar un rato con la mente
en blanco, se dijo después, es que entre
sueños aparecen ideas descabelladas alguna
de las cuales puede precipitar iniciativas de
buenos negocios.
Despertó con esa convicción, al tiempo que
se encendían todas la luces y una voz
informaba en inglés las novedades del vuelo.
Entendió que hablaba el comandante y
tradujo que en trece o en treinta minutos –con
la pronunciación de los americanos no es fácil
diferenciar entre ambos números– estarían en
el aeropuerto de Las Vegas.
Les sirvieron café y la negra y su
acompañante repartieron folletos y tarjetas.
Los impresos que recibieron los chicos
71
estaban en inglés. A Romano, a su mujer y a
una hispánica que ocupaba el asiento
contiguo les entregaron una versión en
español.
73
Romano, sin pensar, respondió que sí, pero
cuando ya anunciaban el descenso y
ordenaban ajustar los cinturones de seguridad
y actualizar los relojes, estaba convencido de
que la aduana cobraría un recargo especial y
reclamaría los antecedentes del viajero y la
denuncia policial de la tenencia del arma
antes de autorizar su retiro de algún depósito
donde quedaría consignada a su nombre.
82
invitaban a jugar monedas de cinco, diez, y
hasta de veinticinco cents.
Romano se dispuso a perder las monedas
de su vuelto del bar. El juego tenía reglas y
quizá fueran complejas: un largo texto
grabado en el cristal de la pantalla las
enumeraba. No valía la pena descifrarlo. Era
obvio que, en cualquier caso, para apostar
bastaba con introducir la moneda en una
ranura, y, según estaban haciendo otros
pasajeros en tránsito, operar una palanca
ubicada a la derecha del aparato.
Introdujo una moneda de veinticinco y la
máquina puso a girar tres ruedas dejando ver
el paso rápido de símbolos del zodiaco,
corazones, animales y números. No bien las
ruedas se detuvieron y la imagen de tres
conejos ocupó el centro del visor de la
pantalla, un ruido de monedas cayendo le
confirmó que había ganado.
Una mujer negra uniformada, –casi una
enana, no mas alta que el pequeño Chachi–,
corrió hacia él, solícita, graznando frases en
un inglés incomprensible hasta para los chicos
y Verónica.
83
Romano entendió que le ofrecía un par de
bolsas para cargar las quinientas monedas
que no terminaban de manar: superada la
capacidad de la bandeja las monedas
resbalaban por el montículo formado por la
primera oleada y caían en el piso, entre los
pies de Romano, los de los niños y las botas
militares que calzaba la empleada.
Lejos, acodada en la primera máquina del
minicasino, Verónica los miraba: respetaba un
cartel que prohibía la presencia de menores
de veinte en el espacio limitado por las dos
filas de máquinas.
La enana, decidida a suplir la torpeza de
Romano comenzaba a embolsar las monedas
desparramadas por el piso: los chicos seguían
sin comprender. Tal vez, temiendo que su
padre hubiera cometido una falta, pensarían
que esa mujer de uniforme policial estaba
recuperando el dinero de sus patrones, o del
mismo aeropuerto, y que pronto comenzaría
con una reprimenda o un pedido de
explicaciones.
Romano los tranquilizó entregándoles las
bolsas, e incitándolos a apostar. Un llamado
de Verónica se anticipó a la negra que, sin
84
éxito, trataba de explicar a Romano que haber
acertado un par de lances no eximía a sus
chicos de la prohibición de permanecer en el
área de las máquinas de apostar.
Romano quería librarse de las monedas
que apretaba en su puño izquierdo pero como
su máquina no permitía apostar as de dos
monedas por lance, se apropió de las que
había reservado para los chicos y, corriendo
de una a otra, apostaba simultáneamente en
las tres: casi sin detenerse, introducía las
monedas y operaba la palanca de la derecha
con el brazo izquierdo mientras estiraba la
mano derecha para alimentar la ranura de la
máquina del extremo opuesto.
No bien volvió a ganar, unos hombres
maduros, disfrazados de cowboys y con som-
breros tejanos blancos comenzaron aplaudir.
Uno de ellos le extendió la lata de cerveza
que acababa de abrir.
Romano brindó con ellos pero al instante
los olvidó y volvió a consagrarse a su juego.
La enana, sin interrumpir su vigilancia de los
niños, sonreía sumándose a las carcajadas de
los tejanos que festejaban cada uno de sus
saltos de butaca en butaca, de una máquina a
85
otra, que abandonaba antes de conocer el
resultado de su apuesta.
86
A bordo del pequeño bus eléctrico que los
conducía al salón de Usairways, Romano
viajaba tan excitado como los niños. Calculó
que habría ganado unos doscientos cincuenta
dólares, suma que a ellos, y también a él por
un momento, le parecieron un tesoro.
No era mas del dos por ciento de su
previsión para esas vacaciones y tan
lentamente como el avance de esa suerte de
cart de golfista que conducía un hispánico,
veía disiparse su sensación de triunfo se
disipaba y venía a reemplazarla la desazón de
Miami.
Era como si la sucesión de dársenas de
embarque, salones y mostradores de
empresas aéreas y pequeños locales que
venderían apenas lo necesario para cubrir la
paga de los hispánicos que los atendían, lo
transportara, de nuevo a la llovizna, la
oscuridad y al frío de la costa este.
Verónica trataba de serenar a los chicos,
excitados por ese paseo imprevisto en un
ómnibus de juguete. Les proponía planes de
juegos para practicar con las monedas
durante las vacaciones, de modo de
guardarlas como recuerdo de la aventura y,
87
de paso, ahorrarlas para que mas adelante
pudiesen hacer compras con la mente
despejada.
Durante el trayecto Romano la vio volverse
atraída por turistas o viajeros negros. La
segunda vez era un grupo de futbolistas o
basketbolistas que, a gritos, reclamaban algo
a las rubias uniformadas de un mostrador de
Braniff.
Estuvo a punto de preguntarle por qué los
miraba, pero lo detuvo el temor a que lo
interpretase como censura a una distracción
que ella no cometía. Todo lo contrario: si algo
podía criticarle, –comentó esa misma
madrugada con su mujer–, era su capacidad
de distraerse por instantes sin descuidar a los
niños, y, también en esos intervalos,
exagerando su despliegue de evidencias del
placer que le provocaba servirlos, o, como
hacía en ese momento con las bolsas de
monedas, exhibiendo su capacidad de inven-
tar maneras de tenerlos pendientes de sus
iniciativas.
88
El aeropuerto parecía no terminar nunca.
Mudo, el minibus atravesaba una segunda o
tercera zona serie de locales de comidas.
Entre ellos reconocieron uno similar a las
parrillas argentinas: en la vidriera un asador
de brasas dispuesto como una cruz de flejes
de hierro, sostenía un costillar de cordero o de
chivito asándose. Era la una de la madrugada
en el horario de la costa oeste y mas de la
mitad de las plazas de bares y restaurantes
seguían ocupadas por público que bebía,
comía y conversaba como si fuese las nueve
de la noche, en vísperas de un feriado.
Romano estaba seguro de que Verónica
también percibía la atmósfera argentina de
ese local.
El hispánico hacía sonar un timbre cada vez
que cruzaban un minibus y saludaba a sus
colegas. Chachi iniciaba un diálogo en inglés:
quería conocer el precio del móvil.
El hombre respondía en español: nunca se
había preguntado el precio, pero él no pagaría
mas de dos mil dólares por una “tascaja“
como esa.
Verónica tradujo la palabra “catanga” o
"cuchuflo" y el hispánico se volvió hacia ella
89
para decirle con tono seductor que “catanga”,
en su país, significaba mareo y que la palabra
“cuchuflo” no existe en español.
Podía hablar sin mirar adelante: no bien
confirmaba con un vistazo que no había
obstáculos en su camino, dejaba pasar varios
segundos mirando hacia atrás, sin abandonar
sus tentativas de entablar conversación con
Verónica, que eludía cada intento mirando a
los pasajeros que venían a pie.
Un negro caminaba con larguísimas
zancadas sin señales de sentir el peso del
bolso de ski que cargaba sobre un hombro:
ella se volvió y lo siguió con la vista como si
no hubiera oído la pregunta sobre el país de
origen de ella y sus hermanitos.
Habían dejado atrás la última zona de
comidas pero seguían envueltos por una
atmósfera de carne asándose.
Romano recordó la historia de la mucama
perfecta que circulaba en tiempos de su
infancia y a la que todos daban fe aunque
nunca fue corroborada por la prensa y la ra-
dio. Una mucama santiagueña, tenía
deslumbrados a sus patrones por su
eficiencia, su devoción hacia los menores
90
detalles y su capacidad de anticiparse
siempre a los deseos de la pareja. Cierta vez,
el matrimonio decidió ir al cine, y la esposa
telefoneó desde la oficina para avisar que
volverían tarde, y le pidió que se encargase
del biberón del bebé y que les dejase la cena
preparada. Al regresar, encontraron la casa en
orden y la mesa dispuesta como para una
comida con invitados. En el centro, la bandeja
de plata relucía confirmando que, otra vez,
había pasado la tarde entera puliendo los
cubiertos y la platería de la casa. El marido
descorchó una botella del vino reservado
grandes ocasiones. Ella palpó la campana de
plata, verificando que la cena estaba aun
tibia, apenas unos grados por debajo del
punto ideal. De pie, levantó la campana y fue
él marido, que ya estaba sentado y dispuesto
a ser atendido, el primero en descubrir
trinchado y con un adorno bicolor de papas y
tomates, se encontraba el cuerpecito de su
bebé de siete meses.
Por los años cincuenta no había familia
antiperonista que dudase de la veracidad de
cualquiera de las variaciones de este relato
91
que la prensa nunca confirmó, según decían, a
causa de la censura impuesta por el gobierno.
Sin duda todo fue a causa del olor a carne
asada que impregnaba esa dársena, pero
Romano no llegó a preguntarse por qué
evocaba esa historia, justo en el momento en
que su comitiva se reencontraba con su mujer
y ya estaba ganado totalmente por la desazón
o la tristeza que horas antes, había
comenzado en el aeropuerto de Miami, que
solo olía a café y a combustible de jets:
kerosén argentino.
IV
96
que necesitarían dominar pronto, para no
cometer errores en el juego y en las propinas.
A las dos y cuarto de la madrugada
llegaron a la explanada del hotel. Los chicos
estaban tan despiertos como al partir de
Buenos Aires y pretendían recorrer el hall y las
instalaciones de la planta baja antes de subir
a los cuartos. Verónica se apartó y negoció
con los recepcionista para que les diesen tres
juegos de folletos. Al volver al grupo, y
mientras caminaba a la par de ellos siguiendo
al botones y al mozos de carga que los
conducían al ascensor, parecía una vendedora
de periódicos: láminas, folletos, y revistas
multicolores, todo triplicado, debían sumar
varias decenas de piezas, dos o tres kilos de
papel impreso con una calidad que, por esos
años, ninguna revista argentina estaba en
condiciones de imitar.
Dominó a los chicos prometiéndoles que
después del baño, cuando terminaran de
vestir sus pijamas y tuviesen todo el equipaje
ordenado en el guardarropas, se sentarían a
analizar los diagramas del hotel para
planificar la mejor manera de organizar la
tarde siguiente, que, según pareció decidir,
97
dedicarían a explorar todas las secciones que
permitiesen el ingreso de menores.
98
empleado intervino para separar una parte de
las fichas de la pila izquierda.
La paleta de ébano, manipulada con
destreza, dividió la pila de fichas, y, en un
mismo movimiento, impulsó a la mitad de
ellas que, sin derrumbarse, recorrieron la
mesa hasta detenerse junto a las de Romano:
había superado la apuesta máxima
concertada en su mesa.
Como quería perderlas o reproducirlas se
apuró a distribuir esas ocho fichas amarillas
en la zona de los números altos. Solo una
quedó fuera de juego, porque los empleados
lanzaron la bola antes de que terminara de
hallar un espacio vacío donde ponerla. Salió el
cuatro. Por quinta o sexta vez el mismo
número, por décima vez números bajos, de la
primera de las tres docenas de alternativas de
ese juego. La mesa se animaba: habían
aumentado a la vez el número de apostadores
y la cantidad de fichas que cada uno ponía en
juego, pero mas habían aumentado el público
de curiosos y, entre ellos, los que tomaron
partido de Romano contra la banca.
–¡Que boludos son los americanos..! –Se
dijo después de decidir retirarse del juego por
99
un par de turnos. Quería contar sus fichas.
Tenia setenta y seis amarillas. Siete mil
seiscientos dólares: la recaudación de la sala
del Rex en una función de estreno. Salió el
quince: el jamás habría apostado a ese
numero. Después el veintiséis. Decidió seguir
aguardando pero al cabo de un diálogo con
los empleados, una mejicana esmirriada y
temblorosa le dijo en español que había
perdido su puesto en la mesa, y, por señas, un
lugarteniente del croupier le indicó que podía
apostar o mirar, pero que debía ceder el
asiento.
–¡Que hijos de puta son estos americanos..!
–Dijo para sí, pero moviendo deliberadamente
los labios al imaginar las sílabas de “hijos” y
“puta”.
Fue a la caja a cambiar sus fichas por
dinero, y pidió veinte monedas de cinco
dólares, –medallones que pesaban mas que
un viejo encendedor Ronson– y buscó alguna
de las máquinas de apostar llamadas
“magnum”, que permitían jugar en cada lance
hasta cinco monedas de cinco dólares, con lo
que prometían una recompensa máxima de
veinticinco mil.
100
Apostó dos veces cargando cinco monedas
de cinco dólares y perdió. Apostó ocho veces
seguidas cargando una moneda cada vez y
perdió todos los lances. Solo tenia dos
monedas de cinco y se las regaló a un mirón
de aspecto raído y enfermizo, que merodeaba
dando impresión de estar mendigando. El tipo
agradeció y corrió a cambiarlas por monedas
de un dólar o por “tens”. Al salir del salón de
juegos lo vio rondando el pasillo central del
laberinto de máquinas: parecía estar
buscando un golpe de suerte que lo llevase a
elegir una máquina favorable. ¿O tal vez
simulaba ser un perdedor deseoso de seguir
jugando para hacerse de un dinero que, para
otros fines, nadie le daría?
102
de arquitectos y escenógrafos, es probable
que padezca estos errores de percepción.
Romano había pasado semanas sin
experiencias que le recordase a su padre ni el
hecho de que el viejo hubiera muerto hacía ya
tantos años.
Siempre le dijeron que había heredado el
cuerpo de su padre y la misma manera
“cachafaz” de caminar como un tanguero de
Villa Crespo. En su memoria, las imágenes de
su padre no cesaban de rejuvenecer: en la
época del duelo ritual, aparecían con el
aspecto de viejo cardíaco de los últimos
meses, después, cuando volvió a visitar la
casa de su madre, lo recordaba con la imagen
de viejo sano que tuvo en tiempos de su retiro
del negocio, antes de su primer infarto.
Después empezó a recordarlo en acción, o en
su estado permanente de reproche o a la caza
de temas de discusión. Ahora, hacía tiempo
que había empezado a recordarlo tal como
era cuando él tenía la edad de Chachi y su
padre tendría entonces su misma edad y ya le
parecía viejo.
103
–¿Cuarenta y uno? –Se preguntaba sin
detenerse a calcular la edad de una imagen
de los recuerdos.
105
Cruzó el salón y volvió a ingresar al hall de
los ascensores trazando el mismo ángulo
junto al lado derecho de la arcada principal y
el viejo volvió a pasar a su lado, casi
rozándole una manga con su brazo. En ese
momento decidió que en su próxima incursión
a la sala de juegos estrenaría el smoking one–
way que le había regalado Mirtha.
En el cristal de esos espejos ahumados,
seguramente parecería un saco de smoking
de Antonetti, con ojales bordados a mano,
doble forro de seda y un paño como el que,
según se jactaban los clientes de aquel sastre,
tejían en Bélgica y aprestaban en Hamburgo
con procedimientos que él mismo exigía a sus
proveedores.
A nadie se le ocurrió pensar que si esas
fórmulas de aprestos y variaciones de tensión
en las máquinas de tejer tuvieran alguna
utilidad, los fabricantes las ofrecerían a todos
sus clientes, y no cuidarían el secreto de un
ignoto sastre argentino.
–¿Cuantos smokings harán por año en
Buenos Aires..? Cien, trescientos: uno por día,
o quizás dos en los mejores momentos… –
calculaba Romano, pensando que tal vez un
106
barrio de New York –Brooklyn– consuma mas
smokings que todo el territorio argentino.
Y mejor no comparar todo el territorio de
Hispanoamérica a ciudades como Viena o
Munich, con sus millares de empleaduchos y
pequeños comerciantes que tal vez nunca han
manejado un auto, ni sepan nadar, ni tomen
vacaciones, pero que jamás faltarían a cada
una de las funciones de sus abonos de
concierto comprados en cuotas.
109
–Si la mina fuera seria, yo también iría…
Antes de jugar… Por ahí da suerte…
–A mí me parece que voy a ir…
Romano hacia un esfuerzo por recordar en
qué espectáculo los últimos años había algo
relacionado con el tarot. Ella, sentada en el
centro de la cama, lo miraba como esperando
un comentario. Pero no tenía nada que decir y
como lamentándose, dijo, “hoy tendría que
haber bajado a jugar con el smoking”, y antes
de que ella respondiera, fue al guardarropas
dispuesto a ponerse uno de los pijamas que
había comprado para esas vacaciones.
En la penumbra del cuartito de vestir, eligió
el primero de los tres que se apilaban en el
cajón de su ropa interior y al volver a la sala
dormitorio vio que le había correspondido el
azul. Lo habían confeccionado con una tela de
tacto satinado, una fibra muy suave, tal vez
una trama de algodón y seda.
–¡Te pusiste el mas fúnebre de los nuevos..!
– Decía ella cuando empezaba a titilar la luz
del vestíbulo y se escuchó un arpegio de
tubos de bronce anunciando que llamaban a
la puerta.
110
Ella pudo haber dicho “el mas oscuro” o “el
azul noche” o, directamente, “el azul”: nada
exigía detallar la intensidad del color, o su
referencia a la luz, o las normas que rigen la
variación indumentaria de los supervivientes.
La elección del término pudo deberse al azar,
pero también pudo haberse precipitado por la
referencia al tarot: Mirtha no sería la primera
persona para quien la cartomancia está ligada
a la muerte con un vínculo que nunca
terminará de comprender.
112
Cerca de las dos y media de la madrugada,
al comienzo de su tercer día de vacaciones en
ese hotel, al abrir la puerta lo sorprendió la
imagen de un blanco de estatura mediana.
Sonriente, se apoyaba en el carro de acero
inoxidable que traía la cena.
¿Cuántos habían golpeado su puerta desde
el amanecer del miércoles, el día de su
llegada?
Quince, tal vez veinte mozos, mucamos,
personal de seguridad, supervisores de
limpieza y mantenimiento y entrevistadores
de la división bienestar del hotel. La mayoría
hispánicos, afrocentroamericanos,
afrocubanos y mestizos caribeños y
mexicanos; un tercio, o poco mas, eran
evidentes afroamericanos; hasta esa noche,
ninguno era un verdadero blanco.
El primer blanco, el de la primer cena
señorial que celebró los golpes de suerte de
esa noche, era un cuarentón sólido, pecoso,
de ojos empañados por un impreciso color
pastel y con la nariz chata y respingada que,
entre los irlandeses, suelen acompañar esas
mandíbulas salientes y pómulos redondeados
113
que sugieren la expresión de un bulldog
modelado en carne blanca humana.
Como esos canes, estos irlandeses son
insignificantes, pero pueden convertirse en
figuras terribles si se los caracteriza como
sargentos de policía neoyorquina y el
guionista de la serie les asigna el
interrogatorio del sospechoso. También los
ojos pastosos y nublados de cansancio de
aquel primer mozo blanco lo predisponían al
papel del borracho pendenciero que siembra
pánico entre los parroquianos del bar de la
gasolinera de una ruta del medio oeste.
Durante diez minutos, ciento cinco metros
por debajo de esa habitación, de un
restaurant a otro, de allí a un bar y desde el
bar a la central de distribución, el bulldog
debió haber recorrido un largo camino
ignorando si avanzaba empujando el carrito
de acero inoxidable, o si, usándolo a modo de
bastón rodante, descargaba sobre él parte de
sus noventa kilos de carne agobiada, mientras
su cuerpo se limitaba a acompañar con pasos
ese movimiento gratuito asistido por la fuerza
de gravedad terrestre.
114
No menos de una docena de subalternos y
cuatro empleados de mayor rango debieron
participar en la supervisión de la carga y en el
acondicionamiento de las bandejas térmicas y
las cajoneras de metal del móvil que
ingresaba a la habitación, brillante y mudo,
pero, tan rápido, que parecía dispuesto a
arrasar con el mobiliario para terminar
amontonando pufs, sillas, sillones y mesitas
de noche sobre la cama, donde, sentada, la
señora de Romano comenzaba un simulacro
de aplauso.
123
pimientos y arvejas enviados por el restaurant
chino de la galería de comidas.
Difícilmente dispongan de imágenes de lo
que ocurre en el interior de la suite, apenas
iluminada por los reflejos de la pantalla del
televisor y los dos veladores cuya luz
apergaminada tapiza la pared del respaldo de
la cama. Las leyes americanas son estrictas
respecto de la privacidad de la imagen del
cuerpo, y ningún hotel se expondría a la
demanda judicial de un cliente indignado.
Aunque tal vez, a semejanza de los bancos
y ciertas oficinas de gobierno –que graban
imágenes hasta de lo ocurre en interior de sus
baños–, cuenten con un recurso legal que los
autoriza a registrar imágenes si lo justifica la
presunción de una amenaza a la seguridad.
No sería improbable que, como a los
comandantes de grandes barcos y las
aeronaves comerciales, se otorguen
privilegios a los directivos de este tipo de
institución y, así como las leyes del mar
permiten al capitán reducir al cautiverio al
pasajero cuyo comportamiento pone en
peligro la seguridad de la nave, lo que han
invertido en el emprendimiento mil o dos mil
124
millones de dólares y cargan con la
responsabilidad de mantener en orden a
novecientos empleados y a mas de cinco mil
clientes, tengan medios para eludir las trabas
impuestas por una legislación creada para a
un mundo mucho mas previsible y fácil de
controlar.
129
–Es como exagerado… –decía ahora,
refiriéndose al arreglo de platillos de cremas
de legumbres y tubérculos al que llamaron
“bandeja de purés” – ¡Dejémoslo para
después!
Romano terminaba su plato de
langostinos. Después de las ostras, se había
limitado a probar una crema grisácea que le
pareció puré de garbanzos y berenjenas. Que
era un plato ridículo, le había dicho a Mirtha, y
a ambos les pareció imposible que la cocina
oriental tuviese platos como aquel, tan griego,
o hindú, en el mejor de los casos.
– ¡Dejémoslo para después!, oyó, y en otro
momento, hubiera respondido “¿Después de
qué?”, pero esa noche miró fijamente los iris
de su mujer, y sin desviar la mirada, bebió un
último sorbo de su copa y quedó en silencio,
sintiendo el sabor del champán mezclado con
el aroma a aceite de palma que seguían
liberando las migas del rebozador de los
canapés de langostinos.
En el azul raro de los iris de su mujer, los
reflejos de la luz amarillenta de los veladores
parecían venidos desde atrás: desde el fondo
130
de los ojos, desde los huesos de la nuca, o,
desde mas allá: desde un detrás
perteneciente al tiempo en que ella aún no
había empezado a envejecer.
134
Para ellos, estas cosas suceden en las
novelas, o en el cine efectista inspirado en
ellas y si se leen o se miran, se lo hace sólo
para corroborar que no pueden ocurrir en la
proximidad de las familias.
A veces se encuentra algo parecido en las
páginas policiales de la prensa
sensacionalista: crímenes pasionales,
violaciones, patologías exóticas que explican
comportamientos que casi nunca aparecen en
la realidad.
Los Romano no eran estúpidos: sabían que
nadie está exento de tener un pariente
homosexual, criminal o demente y conocían
familias normales que de un día para el otro
se convirtieron en escenario de tragedias o en
objeto de revelaciones que, hasta pasado
mucho tiempo, siguieron formando parte de
las cosas que nunca se terminan de explicar,
ni de justificar, o de creer.
Pero hasta el mismo hecho de saberlo era
un motivo que aseguraba que, a esa altura de
la vida, su familia se encontraba bien lejos de
semejantes riesgos.
En cambio, la abuela Ana recordaría que en
Damasco hubo un rabino que cada viernes le
135
presentaba a su mujer un muchachito de doce
años para que lo iniciase en el amor, que un
gobernador de la administración británica
llevaba ovejas o cabras a su dormitorio y que
con sus amigos árabes se jactaba de esa
costumbre traída de Sudamérica. Recordaría
que, junto a sus primas, ella misma practicó el
juego de tocar asnos y caballos en los corrales
del gran almacén de la familia.
La tía Miriam y la tía Edid de Mirtha podrían
contar historias parecidas datadas en Polonia
o en el Buenos Aires de los años veinte: ellas,
como la vieja Romano, crecieron convencidas
de que la dignidad de las familias se
construye no “sin”, sino "a pesar" de todas las
monstruosidades que, ahora, a los Romano,
les resultan inconcebibles.
136
Ya ni recuerdan el episodio, pero en el
aquel momento ambos se asombraron por
igual y por la misma causa: que ochenta años
atrás, cuando ni autos había, existiera una
industria gráfica que convocaba a artistas, o
profesionales de notable destreza y los
pusiera a trabajar sobre un tema que recién
ahora el cine japonés clandestino se atrevía a
explorar, les resultaba tan asombroso como la
evidencia de que ella y él, por igual, pudiesen
sentirse incitados sexualmente por esas
imágenes en blanco y negro con reflejos de
sepia y purpurina, tomadas a personas que
podrían haber sido sus bisabuelos.
Sabían que las diversas aberraciones cuyo
relato solía excitarlos, aunque dataran de la
antigüedad, procedían de los tiempos de la
decadencia de grandes imperios –decaen la
sociedad y el estado, decaen las costumbres,
todo se descompone–, pero hasta ese
momento vivieron convencidos de que la
Europa católica y, dentro de ella, las
comunidades judías integradas por su
reverencia al templo y a las costumbres
ancestrales del pueblo hebreo, constituyeron
durante siglos un mundo que, como el de la
137
Argentina de su infancia, mantenía esas
prácticas enquistadas en minorías de
criminales y dementes, o entre poderosos
corruptos que, como un organismo atacado
por la peste, la sociedad se encargaba
rápidamente de eliminar.
Borgias, marqueses sádicos, josefinas,
rasputines y princesas rusas, eran fenómenos
exóticos, personajes novelescos cuyo carácter
anómalo e infrecuente no podía justificar una
actividad colectiva tan compleja como la que
testimoniaban esas costosas extravagancias
editoriales.
Aquella vez en la tienda del anticuario de
Milán se consultaron con una mirada que les
bastó para sentirse de acuerdo, desestimando
la compra de esas postales reveladoras que
les ofrecían como parte de una colección de
programas de teatros y de ópera de
comienzos de siglo que Romano quería usar
como regalo para alguno de sus clientes.
138
Parece que funciona mas la pomada que el
propio diafragma. Esta goma de mierda está
para mantener en su lugar a la pomada, mas
que para cerrar el paso a los astutos
espermatobichos. A mí hasta ahora nunca me
falló, y, si me falla, ya me veo venir la
reacción de Papi:
–Uy.. ¿De veras que va ser negrito..? ¡Qué
lindo! ¿Ya pensaste que días de la semana vas
a dejar que esté solo con nosotros así podés
estudiar tranquila..?
La vieja, en cambio, directamente se
suicida.
Pero es imposible colocarse el diafragma
cumpliendo las instrucciones que trae el
pomo sin enchastrarse las manos y hasta los
pelitos de abajo con esa pomada grasienta.
Me aplico un poco de rubor castaño sobre la
cara, me marco apenas las pestañas con
rimmel, me pongo las sandalias de taco alto y
el vestido hindú que queda bien a cualquier
hora, y salgo con el diafragma puesto, sin
corpiño, sin bombacha y sin cartera, y con el
paquete de Marlboro, el encendedor de plata,
dos monedas de cincuenta cents y mi llave
139
del cuarto en una mano y dios dirá qué pasa
abajo en el casino.
Y si me cruzo a los Romano, les digo que
estoy buscando a un chico argentino que me
citó a las once en los flippers –no: me citó en
el Mac Donald´s– y yo le tuve que fallar
porque Chachi y Magalí nunca terminaban de
dormirse.
–Se llama Fridman, es de arquitectura…
Vino con toda la familia y se vuelven mañana
a Buenos Aires…, les invento.
Llamándose Fridman se van a tranquilizar:
es un apellido de chico frío y pacífico que se
vuelve mañana a Buenos Aires. A la Romano
le va a encantar.
Y si aparece uno de los detectives del hotel
y me pregunta la edad le pido que me
acompañe a buscar a mi boy–friend que tiene
my bag con my documents y está gambling
en una table de black–jack. Tanto le ruego que
me ayude a encontrarlo que se olvida de
averiguar mi edad.
Y si un viejo me confunde con una puta del
hotel y me ofrece plata para que vaya a con
él habrá que ver: si parece soltero y tiene
aspecto sano y no es un baboso, por ahí me
140
voy con él. ¿Qué cara me pondrá cuando no
quiera aceptarle plata?
Y si nadie llega a mirarme como si fuese
una puta del hotel, mala señal. Tendré que
aguantarle la vista a cada uno que me mire,
hacer boquitas de pavota y moverme como al
compás de la música ambiental del casino.
Y entonces sí que, si nadie se me arrima,
vuelvo a la habitación y me encierro en la
bañera con una lata grande de cerveza a
chupar y a pajearme apretándome las tetas.
142
Esto puede advertirse pasado mucho
tiempo desde la única visita de los Romano a
Las Vegas. El Paradise fue uno de los primeros
hoteles, por así decirlo, salvajemente
temáticos. Todos los hoteles son temáticos: si
los clásicos estuvieron inspirados en el tema
de la hotelería señorial de la nobleza europea,
los mas modernos se inspiraron en la
arquitectura funcional, casi oficinesca, a la
manera de los Sheraton, Hilton y Carrera de
todo el mundo.
Siempre en procura de diferenciación,
algunos exploraron alusiones a la gastronomía
francesa, otros a la flemática mansedumbre
del turismo británico y optaron por mimetizar
los sedantes emplazamientos de hoteles que
en balnearios y montañas fueron los primeros
polos de atracción turística en el siglo XIX: de
allí los Bristol, Ostende, Biarritz, y Mónaco que
proliferan en todas las capitales del mundo.
Lo mismo sucedió en Las Vegas. Pero el
competidor de un hotel de Las Vegas, a
diferencia de la de los Plaza, City y Claridge
de Buenos Aires o de Nápoles, no es otro hotel
de la ciudad. En Las Vegas no es el hotel
quien brinda un servicio a los que están de
143
paso por el lugar: es la ciudad la que presta
su nombre –la ilusión de estar en un espacio
geográfico– a los que decidieron estar de paso
por sus hoteles.
Muchos siguen creyendo que esos hoteles
pertenecen a la mafia del juego, a la mafia
italiana, a la mafia judía, o a grandes capitales
subterráneos acumulados en los tiempos de la
prohibición del alcohol en los Estados Unidos.
La industria hotelera saca partido de este
mito, y, en la medida de lo posible, prefiere
apellidos polacos, italianos, colombianos y
mexicanos en sus cargos directivos, de modo
que un huésped curioso que consulte las
memorias o los balances, se dé por satisfecho
con esos Víctor Martínez Sierra, Vito Zanetti y
Sammy Goldstein que, como sombras en la
penumbra de la boisserie del directorio, que
uno se ha alojado en un palacio del mal y no
avance hacia la tediosa letra pequeña donde
podría confirmar que Sammy representa al
accionista mayoritario Citicorp, Vito a un
fondo de pensión centenario y que Víctor ha
cumplido treinta años de servicios en una
sociedad de inversores que integrada por tres
fundaciones, dos universidades y una
144
federación de templos mormones del
noroeste.
A cualquier visitante de la ciudad en la
época de las vacaciones de la comitiva de los
Romano, la arquitectura, la frivolidad, las
muestras exageradas de dilapidación y la
incipiente tematización de los hoteles, se les
presentaban como un bloque en el que cada
motivo para el asombro, remitía tanto a los
otros que impedía considerarlo aisladamente:
todo detalle diferencial era igualmente
asombroso.
Distinto el caso de un porteño que visitase
una hipotética ciudad idéntica a Buenos Aires,
donde la gente hablara inglés, y un veinte por
ciento de los habitantes fuesen negros. Esta
única diferencia, incrustada en un sistema de
semejanzas virtualmente infinito, se prestaría
tan bien a la contemplación que hasta el
viajero mas distraído podría sacar sus
conclusiones:
–¿Viste que cada vez hay mas
portorriqueños en San Telmo…?
–Y… Sí... ¡Si ya no queda ni un puto
irlandés por la zona: todos los negocios de
comida quedaron en manos de los hinduses..!
145
Pero la realidad parece programada para
eludir este tipo de situaciones ideales. En Las
Vegas, como en Atenas, el conjunto de todas
las diferencias irrumpe en bloque: un bloque
que impone una creencia absurda –los hoteles
pertenecen a la mafia– encuentra su
confirmación por la misma densidad de su
magma indiscernible.
A cualquiera que visite por primera vez la
ciudad después de cinco, diez o veinte años
del paso de los Romano por el Paradise, –que
ya no existe– la ciudad, –dos veces mas
poblada–, sus hoteles, –triplicados en número
y quintuplicados en su cantidad de plazas– y
su negocio de juego, –quince veces mayor y
con márgenes de utilidad duplicados– no lo
asombrarán mas que al común de los
visitantes de esos años mil novecientos
setenta y siete y setenta y ocho. Esto es fácil
de comprobar. Y no sería difícil conseguir
gente de buena memoria dispuesta a dar
testimonio, que haya conocido la ciudad en la
época de esta crónica y no ha vuelto a
146
visitarla en los veinte años que la separan de
su publicación.
Tal el caso de Verónica, que pasó por allí en
1998, recordando todo y burlándose de los
comentarios y de las caprichosas
interpolaciones del narrador. A distancia de
décadas, la segunda visita de esta clase de
testigo privilegiado, le deparó la experiencia
del mismo asombro en bloque, al que se
agregó ahora el asombro de que, salvo el
nombre de algunas avenidas, todo era ahora
diferente.
Y sin embargo todo seguía siendo igual.
150
–¿Y por qué no aprovechamos que están
Chachi y Verónica con todo el tiempo libre..? –
Había preguntado Romano, y su mujer le
había respondido “no sé ni me interesa...
Ahora quiero dormir…”
Había pronunciado “dormir” extendiendo la
“o” de la primera sílaba y modulando la voz
como si la palabra dormir fuese una
invocación al acto de entrar al sueño que
pudiera cumplirse por el mero hecho de
formularla.
Habían pasado mas de una hora, quizás
dos, entregados a un juego sexual en el que la
pasión in crescendo los llevó a repetir la
rutina de poses, caricias, ritmos y breves
diálogos y sugerencias verbales que casi sin
variaciones venían repitiéndose desde hacia
años.
Y, como siempre, antes de culminar,
Romano sintió que el encuentro volvía a ser el
mas intenso y placentero de su vida.
Y como casi siempre en esos últimos años,
evitó decirlo: lo había repetido tantas veces,
que ahora lo silenciaba el temor de que ella
pudiera atribuirlo a una frase de cortesía.
151
Hacia el fin de cena, habían hablado del
fax. En el hotel había decenas de esos
dispositivos telefónicos que en Buenos Aires
solo eran una curiosidad en un pequeño grupo
de sucursales de firmas americanas. Aquí
mirando el milagro del nacimiento de un rollo
de papel impreso reproduciendo a distancia
una imagen llevada por el cable telefónico a
través de una red de conmutadores,
estaciones, coaxiles, antenas y satélites.
Romano quería destinar la ganancia de
esos primeros días a la compra de dos o tres
de esos dispositivos, aún corriendo el riesgo
de tener que pagar un recargo aduanero.
Mirtha trataba de desalentar su plan: no le
parecía posible que equipos tan modernos se
adaptaran a la precaria telefonía de la
Argentina.
Él no descartaba esa posibilidad, pero
decía que era un riesgo que convenía asumir:
aunque funcionaran la mitad de las veces, y
hubiese que contratar un servicio técnico para
que los adapte, la utilidad futura de esos
aparatos justificaba cualquier riesgo.
–Clavarse… ¡Clavarse es el derecho de piso
que tenés que pagar para seguir al día! –
152
Repetía él, sin dejar de sospechar que
también ella estaba entusiasmada.
La tarde anterior habían recorrido las
cabinas telefónicas del hotel. Algunos turistas
operaban los equipos: los veían recibir folletos
y mensajes que, de otra manera, hubiesen
demorado días en llegara sus manos. Vieron
secretarias que acababan de mecanografiar
facturas, cruzando el hall de la recepción para
inclinarse sobre una máquina que en instantes
imprimía un ticket certificando que el lejano
destinatario las había recibido.
–¡Clavate! ¡Total es plata tuya…! Pero no te
olvidés de hacer que paguen la parte que les
corresponde a los vagos de tus socios... –
Había resumido ella, haciendo un gesto que
indicaba que no quería volver a hablar del
tema.
155
cambiando a gusto de su público de turistas y
gente de paso.
Y esa gente, ociosa y siempre dispuesta a
charlar bajo el sol de la playa o junto al fuego
de los salones en los atardeceres de montaña,
iría filtrándolas y perfeccionándolas y con el
tiempo sabrían cuáles contar y qué detalles
omitir o agregar para volverlas mas eficaces.
Algunos las narrarían para ligar
afectivamente al turista de paso con el lugar,
otros para ocultar el carácter de puesta en
escena de esas urbanizaciones de utilería
creadas sin otra finalidad atrapar dinero de
los turistas, y, en general, todos los que
narren, cualquiera sea el fin perseguido por su
relato, coincidirán en el deseo de que sus
relatos estén en circulación para que lo
escuchado, inventado y contado siga
reproduciéndose en el futuro.
Pero en una ciudad concentrada en el
juego, que es una máquina conectada al
futuro, a nadie le interesan relatos del pasado,
y nadie tendría oportunidad de ponerlos a
prueba cuando aun están frescos en la
memoria. Donde no hay ocasiones ni lugares
previstos para conversar, un improbable
156
interesado en la circulación de historias no
tiene dónde poner a prueba la medida en que
atrae la atención, circula y se reproduce un
relato que, seguramente, nadie se preocupó
de contarle.
158
erradicar su práctica y al complejo dispositivo
montado para evitar su repetición.
En cambio, le resultaba inverosímil que
cada piso del Paradise dispusiera de suites de
mil doscientos metros cuadrados a la espera
de un magnate o de una improbable
convención empresaria dispuestos a
ocuparlas por unos pocos días.
Para convencerla tuvo que exhibir la
carpeta de seguridad con los planos de cada
piso, y, después, indicarle en cuál de los
folletos promocionales podía verificar que
esas suites estaban en oferta en cada piso y
que eran accesibles a cualquiera que
estuviese dispuesto a pagar por ellas.
161
Tras el boom económico de postguerra y la
disparatada occidentalización de las
costumbres, los japoneses comenzaron a
viajar a Las Vegas para jugar y profundizar su
asimilación a la cultura americana.
Ya antes de los años ochenta, hubo días en
los que un tercio de las plazas hoteleras de la
ciudad estaban ocupadas por turistas venidos
de la isla. No todos eran apostadores: desde
los años cincuenta, esposas y niños con
pasaporte japonés, figuran en los planes de
marketing de los grandes hoteles, y, en las
últimas décadas, pasajeros de nombre
japonés, pero procedentes de Brasil,
Argentina, Perú, México, India, Taiwan y la
Comunidad Europea refuerzan el flujo turístico
de Las Vegas, que, por su posición geográfica
intermedia, se ha convertido en el punto de
encuentro entre ciudadanos japoneses y
descendientes de miembros de sus comarcas,
familias y clanes que se diseminaron por el
mundo con las grandes oleadas migratorias
de la primera mitad del siglo.
Desde hace mucho tiempo, bromeando, los
funcionarios de turismo y hotelería, definen:
"japonés significa objeto pequeño y amarillo
162
que sonríe y que nosotros utilizamos para
transportar a menor costo los dólares que
aquí se restituyen a sus legítimos dueños: la
banca y el tesoro americano que recibe el
cuarenta por ciento de los beneficios del
negocio turístico y el ochenta por ciento de
las ganancias de la industria del juego.”
Y desde que Japón se convirtió en la
segunda potencia económica mundial, para
mantener su competitividad y atenuar la
desocupación creciente de su clase ejecutiva,
las empresas niponas implementaron
programas de retiro temprano de sus cuadros
de elite. Hombres de cincuenta a sesenta
años quedaban sin empleo, con un pequeño
capital indemnizatorio que compensaba la
ínfima cuota de retiro vitalicio asignada por el
Estado.
Esta capa social, –millares de hombres con
todo el tiempo libre y sin otro proyecto que
envejecer– nutrió los tonomoshi–tours,
proyección hacia el este de la venerable
institución ritual.
Un grupo de afinidad se daba cita en Las
Vegas. Antes, los integrantes se despojaban
de su propiedades, y, en general, sus propios
163
tonomoshi tradicionales les compraban sus
casas, autos, obras de arte y joyas al precio
que indicaran los tasadores mas confiables.
Entre los bancos y la agencias de viaje se
ocupaba del resto.
Una vez en Las Vegas, la comitiva
celebraba un primer encuentro ritual, en el
que se contabilizaba el aporte de cada uno, se
tomaba el juramentos rituales y se bebía
hasta caer en los brazos de las prostitutas
provistas por el hotel. Durante dos días, cada
miembro disponía de un viático indispensable
para los no menos rituales tours al Gran
Cañón y recorridas pautadas por restaurantes
y diversos antros de la ciudad del juego. Al
cuarto día de la llegada de la comitiva, se
celebraba el segundo encuentro. Esta vez sin
alcohol ni mujeres, la ceremonia era
brevísima: la caja común del tonomoshi
dotaba a cada miembro de mil dólares mas el
uno por ciento de su aporte al fondo de la
institución. Cerraba la ceremonia una comida
occidental y a su término los oficiantes, salían
en grupos de tres o de cuatro a probar suerte
en los casinos, o entre las máquinas de juego
164
distribuidas por la ciudad, durante dieciséis
horas.
Cada integrante de los pequeños grupos en
que se dispersaba la comitiva velaba por el
cumplimiento de las normas entre los
miembros que permanecerían, por esas horas,
al alcance de su vista. La meta de la jornada,
como siempre en la vida, era ganar el máximo
posible.
La última reunión se celebraba al
amanecer, cumplidas la hora decimosexta de
la partida de los grupos de agosamo–tokashi:
“últimos cazadores de la noche”, se traduciría
a nuestras lenguas. El dinero que cada uno
habría ganado, o el que pudo proteger de la
voracidad de la banca de los casinos,
retornaba al fondo común, que en ese
momento se repartía entre los miembros en
proporción a las ganancias que cada uno
obtuvo en sus dieciséis horas de juego.
No todos asistían a este último encuentro.
Algunos se habían suicidado y otros estarían
en sus cuartos, bebiendo a cuenta del hotel e
imaginando la fórmula menos vergonzosa de
apartarse para siempre de la vista de todos
los que llegaron a conocerlo.
165
Un columnista del Nevada Post escribió
que el japonés, ese pequeño objeto amarillo
que Dios creó para para transportar dólares
desde la orilla opuesta del Pacífico, tenía la
desventaja de complicar la justicia local y la
administración de la morgue, por su tendencia
a dejar un cadáver que nadie reclama. El
artículo advertía a la opinión pública que la
ciudad debía flexibilizar sus normas a fin de
garantizar rapidez y ecuanimidad en la
distribución de este subproducto de la
industria hotelera, a las escuelas de medicina
de los estados del oeste americano, donde
prestarían nuevos servicios y no mermarían el
erario público. Al pie del artículo, un gráfico
indicaba que cada suicidio costaba a los
contribuyentes tres mil dólares en trámites
burocráticos y manipulaciones forenses, mas
los sesenta dólares anuales que insume
mantener a cada japonés debidamente
refrigerado a la espera de algo que las
autoridades nunca terminaban de definir.
166
Estas exageraciones de la prensa
sensacionalista llevaron a imponer un riguroso
control de los movimientos bancarios y de
acceso de turistas buscando desalentar los
tours de tonomoshikas. Con la asistencia de
personal retirado del F.B.I. y psicólogos
sociales de la universidad de Houston, la
Cámara de Casinos consiguió reducir a un
mínimo la práctica de tonomoshis y erradicar
su empleo como materia prima de la industria
del escándalo que tanto daño estuvo a punto
provocar a la ciudad y a la industria hotelera.
171
de que el servicio de distribución las lleve a la
lavandería del segundo subsuelo.
173
Sucede a veces que alguien tiene una idea,
le parece brillante y está seguro de no
equivocarse al calificarla como una muy
buena pista para explorar un negocio, y rato
después no puede recordarla. Es preferible
equivocarse, y descubrir después que la idea
pareció brillante a causa de un entusiasmo de
momento, antes que olvidar la idea y recordar
la certidumbre de que prometía buenos
resultados.
La noche anterior, pensando en las
máquinas de fax, había estado a punto de
entender que esa ciudad le brindaba la
oportunidad de habitar un mismo espacio y un
mismo tiempo con toda su comitiva. En su
casa, en el country, y en la casa de la playa,
podían pasar días enteros compartiendo un
espacio, pero cada uno encerrado en su
propio tiempo. Un tiempo telefónico, que a él
lo expatriaba a los negocios, a su mujer a la
chismografía de la gente del club y a los
chicos a la planificación de visitas y paseos
con amigos o con los padres de sus amigos.
Allí, los mismos dispositivos que el hotel
destina a concentrar la atención en el juego y
el consumo confluían en mantener a los
174
Romano y su comitiva en una misma cápsula
espacio-temporal: la realización del sueño de
la mítica unidad familiar perdida para
siempre.
175
optimismo, y por ello, mas tiempo y energía
para apostar.
Los padres asintieron para no defraudarlo,
pero ni Romano ni su mujer dieron crédito lo
que les pareció una teoría ridícula.
Romano atribuía el bienestar y la agilidad
que percibía en los pasillos y salones a la
calidad de las alfombras de lana. Serían
tejidos de fibras naturales, tal vez alguna fibra
sintética pero pero libre de cargas estáticas,
o, habrían dispuesto una lámina mullida y
elástica, que, bajo la alfombra, produciría un
efecto de levedad en la marcha.
En algún momento su mujer atribuyó su
bienestar a la despreocupación:
–No es como un lugar de veraneo, donde
estás mas tranquila que en Buenos Aires pero
tenés encima todos los compromisos de la
casa y el personal... Ni como un hotel.. Donde
estas mas tranquila pero, igual, tenés que
andar pensando en la gente que te mira y te
conoce... Aquí no te conoce nadie, igual que
en Suiza, pero aquí, tampoco a nadie le
importa nada de vos... Entonces, claro... ¡Aquí
vivís en paz..!
V
176
–Si lo cuento en Buenos Aires paso por
loca, fanfa o mentirosa... ¿Quien me lo puede
creer...? Creí que era un mucamo de treinta y
resultó ser un cana de mas cuarenta y cinco.
Dejo a los chicos dormidos y salgo de la
habitación con el diafragma puesto, sin
corpiño y sin bombacha, con el vestido de
bambula y nada mas: en este hotel no existen
frío ni calor... Y aunque te pongas cualquier
cosa, estés en bolas, o con un tapado de
cuero, es lo mismo.
Voy para los ascensores, sin cartera y con
el paquete de Marlboro, el encendedor, dos
monedas de cincuenta cents y una llave del
cuarto en la mano pensando meter las
moneditas en una máquina y probar suerte a
ver si algún macho me tira ondas. Pero en el
hall de mi piso, antes del ascensor, veo una
puerta medio abierta, y ahí, al negro grandote
con el que me había cruzado dos o tres veces.
Después me dijo que nunca me había visto
antes... Pero esta vez lo vi vestido de calle,
unos jeans y una remera azul a rayas...
177
Parecía todavía mas grande que con el
uniforme del hotel... Uno ochenta y pico, o
uno noventa, pero, por las piernas tan largas
y el culito de goma que tienen esos negros
parecía mas alto todavía.
No era una habitación: era una sala blanca,
con estantes en las paredes,
compartimientos, llenos de ropa limpia,
sábanas, fundas, toallas, bandejas con
jabones, frascos de cremas y champús y
todas las porquerías que se la pasan
reponiendo en los baños... Y abajo, a ras del
piso, estantes con bollos de sabanas y
toallas... Lo veo, el me ve y se me ocurre la
idea de pedirle, pronunciando mal, a
propósito, “Perdóneme pero me parece que
una ropa mía quedó enrollada en las sabanas
de mi cuarto... el 17225... volvieron a
limpiarlo a las 11.30... ¿Será posible
identificarla?” Y mientras me contestaba algo
sobre las mucamas y el reglamento de revisar
todo antes de mandarlo al lavadero sentí una
fuerza y me metí en la sala esa, como de
hospital... Y él debió pensar que no entendía
lo de la mucama y las normas y no tuvo mas
remedio que acompañarme, mientras yo iba
178
desparramando sabanas y toallas por el
piso... Se lo tomaba a pecho... El pobre volvía
a revisar uno por uno los bollos de sabanas
que yo había desenrollado y fue siguiéndome
hasta que dimos toda la vuelta a la sala.. Y
ahí me pregunta... –¡Justo! – qué era lo que
habia perdido. Lo tenía ahí enfrente y le dije
“mis bra, mis pant...” haciéndome la víctima,
como si mi mamá fuera a darma un paliza por
andar sin bombacha ni corpiño por el hotel...
Sacudí el vestidito de bambula y el tipo se
dio cuenta que estaba en bolas abajo, pero
todavía seguía creyendo la historia de la
lencería perdida... Dije algo como que...
“Bueno... al final eso no tenia tanta
importancia...” y ahí sí ya me miró a los ojos y
yo volví al tema de la bombacha y el corpiño
perdido y me pasé la mano por la cadera, y
después por el pecho y él me miró fijo –claro,
después supe que era un cana del hotel que
se hace pasar por mucamo– me miró fijo y
medio amenazador...
Me hice la asustada.. Le pregunté si me
perdonaba, y me dijo que no habia problema
y le volví a decir.. “¿me perdonas?” ya
avanzando, yo.
179
Como dio un paso atrás, yo volví a avanzar
y el siguió yendo hacia atrás y yo avanzando
hasta que fuimos a parar del otro lado de la
puerta, donde nadie nos podía a ver desde el
hall, y ahí volví a pedirle que me perdonara
porque me parecía que no habia perdido esa
ropa, que la había escondido en algún cajón
del cuarto. Ahí ya él no retrocedió y se inclinó
un poco hacia adelante, o me pareció que se
inclinaba hacia mi lado.
Justo en punta de pies yo le llego a la cara.
Le puse la cara, un lado, contra la boca. Y él
quieto: ni respiraba, creo. En cuanto siento
que a la altura de mi ombligo se le empieza a
parar, o se me hizo la idea de que ya se le
había empezado a parar, me mando a los
labios y le beso el labio de abajo. No un
chupón: un beso livianito en el labio de abajo,
y ahí sí que ya la tenia parada y apretada
abajo del jean y habia dejado de retroceder.
Yo estaba loca, ya... Y el man, duro como
una piedra: se le habían puesto los ojos
colorados, casi no podía hablar. Dijo:
–Eres una niña.... – Y era como un
reproche, como diciendo, –era cana– “no
tienes licencia de conducir..” Y después
180
insistió varias veces “tú eres una niña” pero
me parece que cada vez con un tono mas
cariñoso...
–Tengo dieciocho.. – le dije
Después me contó que no me había creído,
pero igual, ya estaba jugado:
–¿Sabes..? Tengo dos niños...
Tenía dos hijos de nueve y siete años y lo
dijo como pidiendo que, por ellos, le dijera yo
que no, ahora que él ya estaba jugado. Fue
ahí que tomó aire y estiró un brazo al teléfono
para hablar con el jefe de los canas del hotel
y pedirle permiso...
Hablaba y me tenia abrazada, con una
mano cerca de la boca para tapármela si se
me daba por gritar...
Hijo de puta: después me confesó que
habia estado oliéndome para saber si había
tomado alcohol, y que mientras revisábamos
la sábanas y el creía que yo buscaba de
verdad la bombachita, igual, me había estado
mirando los brazos para ver si no tenía
marcas de jeringas. Pero en ese momento yo
no pensaba nada, creía que era un forro, un
mucamo, de treinta... ¡Y era un cana de
cuarenta y ocho...!
181
Lo único que pretendía yo era chupársela y
que me tocara en cualquier parte, porque
donde sientas el brazo duro y las fibras del
tipo sentís que te morís y que estás lista para
acabar... ¿Se entiende? ¿Te imaginás lo que
puede ser un macho que te sigue calentando
igual cuando te diste cuenta de que no se
dejó soltar el botón de la cintura del jean
hasta que desde las oficinas lo llamaron por
teléfono y le confirmaron el permiso para
quedarse, por excepción...? Tienen los brazos,
y los músculos de la pierna y de la espalda
duros como si estuvieran haciendo facha
frente al espejo del gimnasio. Es increíble que
no les duela el cuerpo siempre tan duro. Y la
piel negra, pero la punta colorada, como
pintada con lápiz labial, o como con sangre
tuya, o de ellos.
A la una dejaba el turno, así que le habrán
dado permiso a la una y diez, dejamos la
salita de las sábanas a las cuatro y cuarto, o
sea que pasamos tres horas, casi sin parar.
Trató de remolonear al principio, se hizo el
romántico, me dijo si quería que
compartiésemos una lata de cerveza, o tomar
182
algo... Y yo lo único que quería era chupársela
y que me llene de leche la garganta...
Misión imposible: te agarra te levanta, te
da vuelta, te pone como a él se le antoja en
cada momento y dale a cojerte a reventar...
Es como encamarse con dos o tres a la vez:
se la empiezo a chupar a un mucamo de
lavandería, de veinte o treinta años me voltea
y me la mete un negro de goma que coge
como a motor, y después se la chupo muerta
a un viejo de cerca cuarenta y que encima es
cana y te que cuenta boludeces sobre la
beneficencia de la iglesia metodista, las
guerras de Corea y Viet Nam, el respeto por
la familia, y la seguridad de los hoteles...
Acabas cada cuatro minutos, mil veces en dos
horas, pero después, seguís caliente, estas
mas caliente que cuando empezaste. Yo me
arreglé como pude en la salita de las sábanas,
y bajé con él en el ascensor, haciéndonos los
desconocidos. Lo vi irse a la oficina, y cuando
vi que no se daba vuelta, me fui a la sala de
juegos a ver si algun macho se me acercaba,
pero los pocos que andaban por ahí no
querían mas que jugar, y algunos me miraron:
el pelo, la cara raspada, la bambula hecha un
183
trapo de piso y la cara de recién cogida...
Nadie: ni bola. Eran las cinco y media de la
mañana cuando salí del baño y fui a
acostarme. Ya me la habia hecho antes de
salir, a las doce, después en la bañera
pensando en el negro. La tercera otra vez en
la cama. Antes de dormirme. Sin pensar en el
negro ni en nada mas que en todo lo que se
puede conseguir cuando las cosas están bien
organizadas.
No: organizadas no. Pensadas tampoco.
Algo de las cosas: algo de una, algo que una
hace sobre las cosas que provoca que todas
las cosas salgan bien.
185
–Yo en momentos no podía hablar... Pero se
me cruzaban ideas...
–¿Ideas de que...?
–Cosas... Con animales...
–¿Sexuales..?
–Claro.. ¿Qué otra cosa iba a ser..?
–Yo que sé... ¡Cualquier cosa...!
–Si... La jirafa del zoológico... Pero ah....
¿Sabés que?
–¿Qué?
–Que cuando vos te fuiste a jugar vi un
pedazo de una película con caballos... De ahí
me vino...
–¿Qué te vino?
–Lo que se me cruzó... Pijas de animales...
Caballos... Pijas de perros...
–A mi nunca se me cruzó la concha de una
perra, ni la concha de una vaca...
–Porque a las hembras no se las ves... Las
pijas se les ven bien a los caballos y a los
perros...
–No se de quién famosa decían que se la
hacia chupar un perro... ¿Era la de “Hola
Susy”?
–De todas... Los perros siempre tiran a
olerte...
186
–Si... Pero una cosa es que te huelan y otra
que te la hagás chupar...
–Cierto... Pero esas viejas que viven solas
con un perro que se duerme en la cama de
ellas... ¿No pensas que deben...?
–No...
–Yo creo que, por lo menos alguna debe
haber hecho el experimento...
–Yo jamás me cogería a un bicho...
–Es diferente... Las hembras no dicen
nada... Pero las pijas de los animales... Y... ¡La
lengua de los perros..!
–Quiere decir que le tocarías la pija a un
caballo...
–Sí... Creo que sí... Seguro sí...
–¿Y te la dejarías chupar por un perro...?
–Si no es mío sí... Si es de una amiga y si es
grande el perro... Sí...
–¿Y se la chuparías a un perro entonces?
–Si... Si se me diera si...
–Mas vieja te pones, mas asquerosa y
puta...
–La tenés durísima Dadi...
–Sos capaz de...
–¿De que te chupe?
–No, de tocar... Babeármela y pajear...
187
–¿Así?
–¡Así sí!
–¿Me comprarías un perro Dadi?
–¿Amaestrado?
–Un doberman..
–¿Que te la chupe?
–Si.. Y mientras yo te la chupo a vos...
–No a mí no... Yo ni los miro, yo desde atrás
te la pongo atrás..
–Sos capaz de metérmela atrás...
–Así... ¿Ahora..?
–Si... Así ya...
–Mojala mas...
–Meteme ya...
–Mas vieja sos, mas puta te pones y me
calentás mas...
–No te movás, te la chupo yo a vos con la
colita..
–Si, pero vos cerrá los ojos y pensá. ¿Que
te gustaría mas mientras: tocársela a un
caballo o chupársela a un perro?
–A un perro.
–¿Chupársela?
–No, lamérsela.... Entrame todo, mas...
–Saca la lengua
188
–Lamérsela, pero haciéndole la pajita con
dos dedos...
–¡Sos una vieja cada vez mas puta..!
–Dale Dadi tirame el pelo y sacudime y
acabamos... Vamos
–Que ojete mami... Que orto tenés.... Por
que serás tan puta...
–¡Pasame papi la lengua por la espalda y
vamos..!
Después contaba:
191
–Jugué al cuatro y perdí. Jugué a los años
de casados y perdí. Jugué a la fecha de tu
cumpleaños y volví a perder y jugué al
numero de la suite y volví a perder. Después
jugué al cumpleaños de Magalí y gané y ahí
aposté el máximo permitido al cumple de
Chachi y volví a ganar... Salí de la mesa con
tres mil y pico de ganancia. Dejé veinte de
propina a la negrita que me habia traído el
whisky y cincuenta al personal de la mesa.
Quería café... Crucé la sala de máquinas
tragamoneda buscando un bar y... ¿Sabés a
quién me encuentro? ¡A Critti! ¡Italo Critti
jugando en una máquina de veinticinco
centavos...! Ganaba bolsas de moneditas,
contento de ganar pero igual, siempre con
cara de amargado. Alrededor estaba lleno de
negros: un tour de negros, era. Le hablo desde
atrás, “vio cuantos americanos hay en Punta
del Este” –le digo y pega un salto y tarda en
reconocerme: había ganado treinta y pico de
dólares y me lo dice muy contento y me invita
a comer. Nos metimos en el bar mejicano.
Pagó él: veintitrés dólares. ¿Cuánta guita
pensás vos que puede llegar a tener Critti..?
¿No te parece raro que con todas la
192
propiedades que tiene en Punta del Este, y las
torres que está siempre construyendo ahí, se
haya venido a Las Vegas? Parece que vino
solo. No es un tipo jugador. El caso nuestro es
diferente... Si hubiera venido con la familia, o
con alguna amante se entendería... ¿No es
cierto?
–No... –dijo su mujer– Vos simplificás todo
demasiado.
201
–É... Algo así... Parecido... Pero con menos
comités y menos quilombo... Política como
aquí, América... –se refería a Estados Unidos–
Mejor organizada... Por eso está bien que uno
esté en el negocio de producciones y
estudios...
–No lo veo muy cercano...
–Unos años... Dos, tres, o un poco mas...
Por eso va a ver que no nos vamos a morir sin
ver ese momento... No lo digo yo... Lo dice
Viola, lo dice Masera...
–¿Y Videla..? ¿Y Martínez de Hoz..?
–Esos dos son dos pelotudo... ¿Sabe qué..?
Dos cosas... ¿Ustedes van estar este verano
en el Este..? Me gustaría invitarlos a pasar un
día en la playa de mi emprendimiento... Y así
charlamos de su negocio y me asesora...
–Así lo ayudo a perder un poco a usted
también...
–Ya vamos a encontrar una manera
provechosa... ¿Usted trabaja con mi banco..?
–No... Uso el City para mi casa y en la
sociedad tenemos cuentas en el Boston y el
Mercantil... ¡Son paisanos!
–Buena gente... Trate de sacarles crédito...
–Para qué...
202
–Hágame caso: ¡Tome crédito..!
–¿Para comprar qué..?
–Cualquier cosa... Papeles de la bolsa de
Japón.. Monedas de oro... Locales en la playa...
–¿Dólares..? – Apostó Romano.
–Buena idea... Dólares, un poco de libra
esterlina, algunos marcos... ¿Sabe que estoy
vendiendo mi participación en el banco...? Lo
vio en los diarios: no era mentira... Creo que
ya vendí.–.. ¿Sabe por qué...? –Romano hizo
un gesto de ignorancia– ... Porque un
banquero no puede tomar demasiado crédito
porque daría la impresión de que su banco
anda mal... Pero quería preguntarle... Esa
mocosa que está con ustedes...¿Es modelo
publicitaria...?
–No... Estudia biología... Vino para
cuidarnos los chicos...
–Parece mas chica.. ¿Cuanto tendrá..?
¿Menos de veinte?
–Creo que diecisiete...
–A mi me pareció conocida... De alguna
parte... Debe ser amiga de alguno de mis
chicos... O la vi en algún lugar... ¿Cuantos
argentinos calculás –tuteaba ahora– que hay
en este Paradise..?
203
–Dos o tres grupos... Pienso que dos o tres,
además de nosotros...
–Yo vi varios... ¿Cuantos habrá en Las
Vegas?
–No muchos... Veinte, o treinta... Además
de los jugadores...
–A vos tampoco te interesa jugar...
–No.. Juego por curiosidad... Me aburro... No
aguanto esperar...
–Yo tampoco.. Por eso siempre digo que es
mejor jugar con las personas...
–¿Y a qué viniste..?
–Para traer a mi mujer... Es una isla... Nos
encerramos cuatro días y como ella tampoco
juega, y no hay nada que le interese,
descansa y yo miro a la gente y veo como
circula la moneda y la cabeza me trabaja a
doscientas millas por hora... ¡Alquilé un
Jaguar!
–Yo un Chrysler Zyrcon... Cuarenta diarios...
El Jaguar debe costar doscientos diarios...
–Mil doscientos por semana... ¡Cinco
centavos! Pero aquí puedo manejar el Jaguar y
nadie va a pensar nada... En la playa o en
Buenos Aires no podría andar en un
convertible...
204
–¿En el club puedo contar que Critti estaba
en Las Vegas porque es el único lugar donde
lo dejan pasear en un Jaguar sin perder
imagen..?
–Si pero no vayás a decir que me alquilaron
un Jaguar con cambios automáticos y tapizado
de tela sintética...
208
Asquerosa, salvo cuando está en la pileta.
Después te olvidás, pero en la pileta se ve
que cogiendo debe ser como una diosa, la
vieja. Aquí hay dos mujeres y dos varones, y,
ni el viejo ni el pibe se me podrían cruzar por
la cabeza. Ni en una isla, en un naufragio. Ni
por nada del mundo. Y por dinero, por plata,
menos. Al viejo las mujeres lo miran porque
parece un vivo, un vividor. Pero a ninguna se
le puede cruzar por la cabeza si lo llegó a ver
pensando nada mas que en trampear a los
clientes y a sus socios, queriendo vender y
vender, mandoneando a las mujeres de su
oficina y arrastrándose con la vieja y
comprándole todo como un baboso. Hay
minas para todo, pero para eso, difícil que
haya muchas. Ni en un naufragio. Y el pendejo
que tiene esa boquita carnosa de degenerado
como para chuponeársela, es tan pajerito y
tan blanquito, después de haberle visto el pito
demasiado fino para su edad y torcido hacia
arriba, da asco, como el padre, y lástima,
porque él si que va a ser un desgraciado toda
la vida. Dormido, sí, o anestesiado con una
209
píldora, me animaría a chuponearlo. Debe
haber mas de tres mil machos en este
momento en el hotel, y descontando a los de
las comitivas de paralíticos, en una isla de
náufragos elegiría a cualquiera de ellos antes
que, justo a estos dos que tengo mas a mano.
El negro no aparece, ni llamó por teléfono, y
en vez de rondar el pasillo y vigilar el office
de vigilancia, estoy tirada como una boluda
pensando en los dos Romanos incogibles. En
cambio la pendeja, desde que salimos de
Ezeiza y cada noche aquí, y la vieja desde que
la volví a ver nadando y zambulléndose y me
acordé de ella en club. Aquí los machos la
miran mas que en el club. Los machos y las
parejas aquí la miran mas que a las modelitos
que yiran buscando ricos que paguen, las dos
romanas me calientan.
¿Juntas?
No: las dos romanas juntas no. A la vieja
en la pileta de agua termal caliente, de
noche, cuando el personal apague los
reflectores y nademos juntas, desnudas. Le
toco la cola: dura. Le digo: “¡qué durita!“ y
ella gira en tirabuzón y empieza nadar lento
estilo espalda y me muestra las tetas,
210
flotando, blandas. Pero los pezones oscuros y
parados dan ganas de apretarlos entre los
dedos y chupárselos. Ella se me enamora.
“De hace años, desde el primer día que te vi,
soñaba con este momento...”, me dice cuando
empieza a tocarme. “Y yo que te odié
siempre, -le confieso- pero ahora en cambio
quiero que nos chupemos las conchas...” Me
besa. Me pone la lengua y yo la dejo hacer.
“Vayamos a la pieza”, pido, y me contesta
como suspirando “Te amo”. ¿Siempre hará
así, ella, para calentar, o suspira de su propia
calentura..? No se si me calienta ella tanto
como lo que de repente las dos llegamos a
animarnos a hacer. Mojadas, salimos de la
pileta termal, cruzamos el gimnasio y ella me
toca, me lleva un poco del hombro, después
de la cintura, yo le acaricio el cuello. A nadie
le llaman la atención esas cosas. En cambio,
en el hall, los que salen de los ascensores con
apuro para ir timbear nos miran y se miran
entre ellos como si las mojadas tuviéramos
obligación de usar los ascensores de servicio.
Lo mismo las parejas con chicos que suben en
nuestro ascensor: si ya estuviéramos
besándonos, se escandalizarían menos que
211
por haber salido de la piscina cuando es de
noche y todos se cambiaron para ir a las
mesas, a los shows de tetonas emplumadas o
a los restoranes con velitas y mozos
alcahuetes. Tendría que haberle dado un
chupón yo, antes de que bajaran esos
alemanes o suecos. Desde el piso doce al
diecisiete quedamos solas y nos apretamos y
toqueteamos sin dejar de besarnos. ¡La
lengua! Sin maquillaje, sin perfumes
misteriosos, puedo chupetearle la lengua
olvidándome de que debió tocar la baba de
Romano, ni en que alguna vez habrá estado
lamiéndolo al cerdo. Es cerca de las diez. El
cerdo llevó a los chicos al acuario, tenemos
casi dos horas para nosotras y quiero
chuparla yo primero. Pero ella está como
incontrolable. Temblaba con la llave, sin
acordarse como se gira esta cerradura, hacia
el revés. Y ahora que no suspira, se ahoga y
jadea y me mira con los ojos azules llenos de
lagrimas. “Mostrémonos las conchas,
primero.... Toquémonos las tetas primero...”,
pide y me parece que ahora quiere mandar
de nuevo ella. Pero, no: llorosa, mira y ruega
con la boca mojada y los ojos blandos. Mando
212
yo: “mostrare vos la concha, vieja puta...”
Siente que aquí no manda y pide suavecito:
“Mirámela toda mojada... Mirámela toda
mojada Vero”
Me dice “Vero”: nunca me había dicho así.
Yo también pido, ruego: “Mirámela a mi vos y
mientras dame jugo con los dedos...” Ahora
manda, pero bien, porque es su turno :
“Chupá juguito amor... Hijita...” Me calienta
totalmente que me trate de hijita y sé que a
ella también le calentó decírmelo y sin
pensarlo antes, me sale decir: “mamá:
pongámonos las conchas una contra la otra y
dame la lengua en la boca...” Adentro mío,
casi dentro de la boca me dice “Nena...Nena
mía...” y lo repite hasta que se vuelve casi un
zumbido, un ronroneo. Pareciera que empieza
a acabar, o que hace como si estuviera
acabando, y yo estoy lejos de acabar y no
quiero acabar porque quiero gozarla:
“¡Hembra..! ¡Vieja puta..! ¡Hembrón..! ” “¡Si
hijita, machita mía.. mi amorcita... meteme
los dedos en la concha, tocame arriba allí,
mas alto.. Así como yo te hago...” Ahora voy
empezando a acabar yo, pero quiero que dure
mucho, que nos miremos y me hable, aunque
213
me toque demasiado. ¡Cómo siento la piel de
esa vieja..! Las arruguitas, los pezones
durísimos. Quiere morderme, mordé nomás.
“Lo que quieras mamá, lo que vos quieras me
gusta mamá a mi, me gusta mamá”. Le miro
el culo en el espejo: se mueve, parece un
ejercicio de gimnasia, pero quiero tocárselo:
“te toco el orto Mami... mojado, igual que la
conchita...” ¡Como me chupa el dedo, los
dedos..!. Quiero que ella también... Pero sin
dejar de apoyarnos concha contra concha.
¿Cómo vamos a hacer para poder durar,
seguir frotándonos, acabándonos y, al mismo
tiempo, chupándonos las conchas, yo
chupándole el pitito como si fuera una pijita y
ella lo mismo, metiéndome la lengua hasta
donde pueda llegar y diciéndome “nenita”,
“hijita”, “conchita” y yo contestándole:
“mamá”, “vieja reputa”, “qué orto tenés mi
amor” y, de verdad, diciéndole: “que rico
gusto tiene tu concha, que linda que es...
meteme un dedo y todos los dedos adentro
de la concha mamá y después quiero tocarte
el pelo mojado, y peinártelo mi amor,
mamita...”
214
En todos los ámbitos hay códigos
destinados a transmitir lo que es imposible o
inconveniente indicar con palabras. Recién en
los años ochenta, cuando habían compartido
muchas reuniones y la gente que rodeaba a
Critti empezó a verlo como un miembro de su
corte de privilegiados, Romano accedió a la
masa de anécdotas indispensables para
asimilar las reglas de esa larga partida donde
el azar y la destreza bien combinados se
premian con prebendas, contratos y con la
opción a la máxima recompensa de la
intimidad del poderoso.
Un refrán de los abuelos explica esto mejor
que cualquier cavilación de un observador de
nuestro tiempo. Romano, ya cuarentón,
llegado el momento de advertir el valor de
una sabiduría transmitida generación tras
generación a lo largo de cinco siglos de
éxodo, ni quería ni hubiera podido detenerse a
recordar esas frases en árabe o en ladino.
Sabía que desde la juventud de su padre,
quizás, desde la de su abuelo, esa enseñanza
se había decretado inútil junto a tantos
215
refranes y juegos de palabras, y a las mismas
lenguas en las que fueron pensados y
compuestos. Solo caminando, pensando y
caminando por el campo de golf, o, –igual,
ahora– por los largos pasillos de los pisos
altos del hotel, podía imaginarse imitando
para los parientes en esas fiestas de “la
turcada”, como ellos decían con orgullo, el
timbre de voz y las frases que siempre repetía
el abuelo.
Aún se sentía capaz de volver a fraguar
frases en las que cualquiera de los de su
generación y la de sus tíos, creerían oír
repeticiones de los refranes del abuelo:
“donde veas que va el que va ganar, aunque
ganar haya de poder también lo tuyo, si
tienes bien de saber que él gane, dejalo ir
para ir detrás siguiéndolo y ganarás después
mas que lo que él mesmo te hará perder... O
al menos, tendrás igual perdido lo perdido,
pero no tendrás perdido tiempo queriendo
poder lo que no podes tú...”
Nadando, mientras Critti iniciaba otra
partida de backgammon con su mujer,
Romano pensaba en el acierto de esos
refranes y llegó a imaginar que, según hacen
216
con éxito algunos seductores, se armaba de
un libro de refranes y proverbios ladinos, y
que gradualmente los iba refiriendo a Critti y
sometiéndolos a su parecer. No dudaba que,
defraudado por el saber de tecnócratas,
ingenieros y consultores, gente que –como
había dicho esa misma tarde “se consigue por
cinco centavos”–, ese compendio de
orientaciones inútiles, que nadie compraría
pero que ninguno de los últimos que las
guardan en la memoria imagina como
vendible ni sería capaz de renunciarían al don
de recordarla “ni por todo el oro del mundo de
Castilla”, fascinaría a Critti tanto como esa
propiedad de Punta del Este, que no estaba
dispuesto a vender ni al doble del precio que
le ofertarían a un propietario acosado por las
deudas que necesita deshacerse de ella.
“Camello y caballo -inventó mientras
nadaba- en todas partes valen por los años
que les queda a vivir... Pero en camino a
Damasco, valen por tantas noches que les
queda de caminar... Y todas cosas valen...
-inventaba en los tramos de pecho
combinando retazos de palabras que la
agitación del crawl había sacado a flote en su
217
memoria- valen nada cuando naide quiere
comprar, y nada cuando todos quieren
comprar pero naide habe con qué para
comprar..”
Y, nadando, se imaginó capaz de imitar a
los que planifican con astucia sus carreras:
visitaría a los tíos, buscaría libros por Israel,
Siria y Rumania, se armaría de una docena de
frases y las repetiría. Entonces, su éxito en los
negocios, ínfimo en proporción a lo que
consiguió este Critti, sería atribuido a un
saber ancestral que permanece intacto en la
memoria, y que a diferencia de instintos como
el sexo y la violencia no se debilita, sino que
se enriquece con la edad.
218
gerentes que solo piensan en robarle la
plata..?
Nadando, flotando con facilidad en las
aguas termales –en verdad, aguas
artificialmente enriquecidas con minerales y
compuestos sintéticos–, sin volver a pensar en
la atmósfera ozonizada del hotel, Romano
sentía la satisfacción de un éxito, que, en ese
instante no dudaba debía ser mayor que el de
Critti, uno de los mas ricos, y el preferido por
gobernantes, operadores políticos y
diplomáticos extranjeros para favorecer en
sus negocios.
–Tampoco yo fue por la suerte que llegué a
donde estoy y tengo lo que tengo. Y sin
mentir como esos que tienen recetas de la
universidad que se ponen de moda por dos o
tres años y que se compran por quince
centavos. Conseguí todo por instinto aunque
no sé instinto de qué era... Y ahora siento que
estoy casi a punto de darme cuenta...
Si Romano las hubiese escrito, estas ideas
circunstanciales, efectos del azar de un
encuentro de la vanidad estimulada por un
magnate que gana voluntades tratando a
cualquier miserable como si fuese un par o un
219
potencial compañero de negocios, o efectos
de la hiperventilación provocada por el ritmo
respiratorio de cuatro largos alternando crawl
y pecho, quedarían grabadas y podrían ser
revisadas en otras circunstancias, o
corregidas, mejoradas y perfeccionadas.
Pero no era capaz de escribir. Había
perdido las condiciones para dialogar sobre
cosas tan íntimas y a la vez vagas y poco
útiles, y, desde la generación de sus tíos, o
desde la de sus abuelos, los suyos fueron
privados del don de recordar o de cifrar en
frases el recuerdo de las cosas que no están
al alcance de las primeras palabras que
suelen venir a la mente.
Si allí mismo, en la pileta termal o en la
piscina olímpica del Paradise, Romano
escuchase estas palabras calculadas después
de tanto tiempo, respondería inventando una
frase por el estilo: “si te lo digo, aquí en el
agua lo que te diga va a ser burbuja que sale
y se va, y escribírtelo, el que sepa podrá, pero
no soy yo ni él tampoco va a ser el primero
capaz de escribir nada estando en agua...”
Pero nunca escuchará esto: murió años
después sin decir, ni recordar, y sin siquiera
220
permitirse un instante para fantasear que él
también podía repetirse hasta memorizar una
frase, o anotar “telegráficamente” una
sucesión de imágenes o ideas para leerlas, y
decidir qué se puede hacer con ellas.
225
VI
232
Estaban hablando de La Nana, la casa de
la playa que, bajo presión, los Romano habían
tenido que alquilar a la familia del brigadier
Carrera para los meses de diciembre y enero.
–Me llamaron primero de la inmobiliaria,
después de mi banco, después de Canal 13.
Al final, vino la mujer de la inmobiliaria a
ofertar diecinueve mil por los dos meses...
¡Alquilar es lo último que hubiéramos
querido..!
–Fue por miedo... –Intervino Mirtha–
Insistían tanto que una no puede saber lo que
pueden ser capaces de hacer si uno los
contradice...
Por un instante Romano se avergonzó de
que su mujer dijese "miedo", pero de
inmediato la intervención de Critti lo
tranquilizó. Decía que a veces uno debe
ceder:
–Conozco al boludo ese... A estos Carrera
los bajan del avión, los ponen dos o tres años
a robar en el gobierno, y al tiempo
desaparecen y nadie mas se acuerda de ellos.
¡Ya va a ver!
233
Después contaba que ese Carrera era un
piloto de caza que llegó a jefe de una
escuadrilla en la cordillera:
–Gracias a Dios que lo sacaron y lo
pusieron en el Banco Central a robar, porque
estos tipos son tan boludo –eludió la ese– que
si no los entretienen un poco son capaces de
sacar los aviones y empezar una guerra con
Chile... ¡Y eso a ustedes les iba a costar
mucho mas que lo que veraneando puedan
romperles en el chalet de Punta del Este..!
Mientras lo oía y registraba la atención con
que seguían los comentarios de Critti su
mujer y Verónica, de paso por la mesa del
jardín del Paradise, Romano se figuró la
imagen de un caza supersónico que volaba
sobre Buenos Aires y a tanta altura, que
debajo se advertía la forma esférica de la
tierra. La mancha marrón del Río de la Plata
se extendía hacia el sudeste, y, ahora él, al
comando, iniciaba un descenso apuntando a
la zona donde las aguas comenzaban a
teñirse de azul de mar. Ya aparecían la
península, la costa de piedra, las franjas de
arena blanquecina, y entre los acantilados, la
pequeña bahía de piedra y los cipreses que,
234
vistos desde el mar, parecían custodiar su
chalet noruego. Oprimió un botón del
extremo de la palanca de mando, y en el
cristal de la cabina se representó un blanco de
tiro. La Nana ocupó el centro de la mira y allí
quedó fotografiada: detenida.
Tal vez, si volviese a pulsar el botón, el
caza dispararía un misil que haría blanco en la
casa reduciéndola a un montículo de
escombros y cenizas de pinotea humeantes.
Pero era su chalet, y desde el aire no era
posible adivinar si en ese momento la
ocupaba su familia o los odiosos inquilinos de
aquella temporada.
238
Para extender la avenida que bordeaba al
Paradise habían tenido que dinamitar una
pequeña colina que no era mas una
excrecencia del fondo rocoso de la ciudad. Por
criterio de algún paisajista, los constructores
dejaron intacta una barranca escarpada. Era
una roca parcialmente cubierta de liquen,
que dejaba ver la piedra gris, surcada por
rajaduras en las que arraigaban algunos
cactus.
Era lo primero que veían hacia el sur los
clientes del Paradise: tras la ventana, la
barranca de piedra gris con su escalinata de
bloques de cemento para sortearla y acceder
desde lo alto a la explanada que llevaba a los
antiguos hoteles Caesar y Fargo en la
manzana donde ahora está emplazado el
Luxor.
Personal de seguridad de los hoteles
controlaba la zona, paso obligado para los
turistas que salían a recorrer los pequeños
casinos y night clubs del centro tradicional de
la ciudad y no querían gastar cinco o diez
dólares en el taxímetro que ocuparían para
cruzar la avenida y sortear un desnivel de
terreno. Pero como esos guardias podían
239
actuar solo en casos que comprometieran la
seguridad de los clientes de sus hoteles, para
cumplir su misión debían recorrer el lugar
entre grupos de mendigos, tomadores de
apuestas clandestinas, vendedores de drogas
y prestamistas dispuestos a comprar relojes,
abrigos y tarjetas de crédito a precio vil.
Mirtha había pasado un par de veces por
allí sin advertir nada. Los Critti, en cambio,
contaron que en un recodo de la escalinata,
habían visto a un viejo negro que temblaba
tratando de aplicarse la jeringa en la vena de
un brazo escaldado por pinchaduras y
moretones.
–Y chicas... Había jovencitas como ésa–
decía la señora de Critti señalando la fuente
hacia donde Verónica había acompañando a
los pequeños Romano: –Destruídas...
Jovencitas así... –Repitió un par de veces y
miraba a su marido, como esperando que la
confirmara, o que agregase un comentario.
Oyéndola, Romano se componía una
imagen inspirada en los fotogramas de algún
film sobre la marginalidad en las ciudades. Un
negro, un viejo, un cuerpo tendido en el piso,
un vicioso temblando, un hombre capaz de
240
clavarse una aguja en el cuerpo, lastimarse,
infectarse, suprimir su conciencia: eran
demasiadas imágenes del horror para
demorarse mas tiempo en ellas.
243
–No se puede saber... –Les contestó Critti,
anticipándose a Romano que había empezado
a hacer cálculos a partir de su conocimiento
del negocio de espectáculos.
Febrero de 2000
254