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Sucedió a fines de los años setenta.

Por
entonces narrarlo era uno de los proyectos
con menor sentido entre tantos que se podían
concebir. El mundo y la ciudad donde todo
ocurrió estaban saturados de historias. Cual-
quiera de ellas era más atractiva y prometía
mejores resultados: mas fáciles de narrar
unas, otras más seductoras para la crítica, y,
en general, todas mas ajustadas a lo debido.
Nadie que se preciara de estar a tono con la
época apostaba al realismo, cada cual
esperaba su turno para manifestar un
refinado desprecio por la realidad y el tiempo
de crear parecía demasiado valioso para
perderlo preguntándose si ostentar tales
ánimos de moda no sería también un testimo-
nio de la realidad. Como es usual, los lectores
de la primera versión de la historia juzgaron
que el tema y su título abrían expectativas
que el texto nunca llegaría a satisfacer. Hasta
el autor estuvo entre quienes pensaron que
era apenas un ejercicio creativo que no
merecía el esfuerzo ni las humillaciones que
la edición y la promoción de una obra literaria
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requieren. Por azar esta obra no se perdió y
ahora que vuelve a circular con el mismo
nombre y un vago emblema de consagración
literaria, llega el momento de ponderar las
diferencias entre el relato de lo que sucedió y
la memoria de frases, palabras, ritmos y
referencias evocadas por una crónica limitada
a los acontecimientos del año anterior:

El setenta y ocho no fue un buen año para


Romano: el peor de su vida, pensó después.
En enero habían ido a Las Vegas: no perdió
mucho, pero él y su mujer volvieron jurándose
que aquel primer viaje a la meca del juego
sería también el último.
Romano odiaba hacer cuentas retrospec-
tivas y aunque no era el tipo de personaje que
altera el ritmo de un relato para contabilizar lo
que perdió, hacia marzo estaba convencido de
que entre pasajes, hotel, el alquiler de un auto
Avis, los gastos de la niñera argentina que
llevaron a cargo de sus hijos y el breve tour
por Disneyworld, habían gastado menos que

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en las vacaciones de febrero en Punta del
Este.

Febrero es el mes más corto. En 1978 los


uruguayos mostraban orgullosos un recorte
de Newsweek que asignaba a Punta del Este
el primer rango entre los balnearios mas caros
del mundo. En la vereda de la heladería de la
peatonal un pocillo de café costaba mas que
una cena en el restaurant del vigésimo piso
del Meridien de Rio y un turista de fin de se-
mana pagaba por el taxi desde el aeropuerto
de Laguna del Sauce a la zona de Playa Mansa
lo que le habría costado extender a Atenas el
destino final de un pasaje a Madrid.
Por eso era plausible la convicción de los
Romano de que todo el gasto de aquel mes en
el norte fue cubierto por la renta de los meses
de diciembre y enero de La Nana, su casa de
veraneo en Uruguay que por compromisos de
negocios debieron alquilar a la familia de un
brigadier.
Que aunque estuvieran al borde de la mise-
ria nunca mas alquilarían La Nana, y que
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jamás volverían a pisar Las Vegas ni los luga-
res de ese estilo que estaban apareciendo por
distintas partes de Europa y América del
Norte fue el corolario natural de las cavila-
ciones y reproches que la pareja estuvo
rumiando durante las primeras semanas de
febrero, en las serenas noches de la costa
uruguaya.
Hacia el fin del verano, la decisión se había
integrado a la serie de pactos de pareja que
nunca revisarían para no estropear el
presente con la sombra de nuevos
arrepentimientos.

El clima debió influir en la decepción de los


Romano. Habían llegado a Miami cerca de
medianoche. Venían de un Buenos Aires tó-
rrido con su media treinta y cinco grados y es-
taban de paso por un aeropuerto, donde, a
decir del personal de la aerolínea, los
calefactores,"funcionando al mango", no con-
seguían mantener la temperatura en los
catorce grados. “Al mango” es una metáfora
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venida del automovilismo, que aún hoy suele
aplicarse a cualquier actividad ejecutada con
el máximo de potencia.
Unos turistas argentinos que esperaban la
orden de embarcar de retorno recorrían las
mesas buscando diarios comentaron que en la
costa este llevaban una semana sin ver el sol
y que recién al mediodía el termómetro
despegaba de marcas bajo cero.
En Grant Avenue y por los parkings de las
marinas de Hartland Boats, peatones muertos
de frío hacían guardia junto a sus autos
esperando el remolque de sus aseguradoras:
un día a unos, otro día a otros, tarde o
temprano a todos les tocaba amanecer con
sus radiadores y cañerías reventados por el
congelamiento de los líquidos de la
refrigeración.
A la espera del transbordo los Romano se
refugiaron en un bar colmado de viajeros, el
lugar menos lúgubre del aeropuerto.

Los chicos y la estudiante que habían


contratado para entretenerlos y atender el
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equipaje eligieron una mesa junto al ventanal
que enfrentaba la pista, donde no cabrían mas
de tres sillas, de modo que los padres,
resignados a ocupar otra mesa, eligieron la
más cercana.
Y no porque intentaran controlarlos: se
limitaban a obedecer al hábito de mantenerse
próximos tan frecuente en las familias y sus
comitivas de viaje.

Romano miraba cómo sus hijos empezaban


a formar un mundo aparte con la niñera.
Ella lo defraudaba: si bien desde la partida
se mostró autónoma y hábil administradora
del tiempo y de su autoridad sobre los niños,
no perdía ocasión de exhibir el placer que le
provocaba su trabajo.
Él hubiese preferido un desempeño menos
eficaz a condición de que dejase alguna evi-
dencia de sacrificio, o de disconformidad con
la tarea.
Un refrán árabe explica esto. Romano no
terminaba de recordarlo y el aeropuerto no
era un lugar propicio para escarbar entre las
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voces familiares de la memoria buscando
sílabas que sonarían mejor en las mezquitas
de Teherán, o en la sinagoga de Damasco.
Una ventaja de refranes y frases hechas es
que, a semejanza de los buenos relatos, de-
positan en la memoria una reserva de signifi-
cados que en ninguna lengua encuentran pa-
labras precisas para expresarlos. Romano,
resignado a la pérdida de aquella frase en
árabe, no estaba dispuesto a forzar su
memoria ni a intentar una traducción.
Obviedades como la que en lengua ladina
representa la pregunta “¿Es que a alguno
gusta pagar dinero plata a alguno otro para
viéndole después a aquel divertir…?”, dan
cuenta de las razones por las que la alegría
intermitente de la chica le provocaba un vago
malestar.
Ella y los chicos parecían hechizados por la
imagen de la escarcha en el balcón de ce-
mento vista a través de los cristales rociados
por la llovizna. Desde la mesa vecina y dándo-
les la espalda, miraban la llovizna, el piso es-
carchado de las terrazas y apenas poco más
que un sector de la pista, donde estacionados,

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o abandonados, había un par de vetustos
Douglas DC9.

Los chicos señalaban todo y comentaban


todo como si asistieran a la primer nevada en
la estación de esquí, justo cuando se empieza
a ver un pedazo de cielo azul y se adivina que
pronto aparecerá el sol.
Pero ahí lo único que aparecía era el
esporádico chorro de luz de un reflector de
vigilancia, que formando un tubo blanquecino
de aire y llovizna generaba una imagen de ne-
blina: otro motivo para la depresión o la tris-
teza.
Pero, como diría la prensa de las postri-
merías de los noventa, “los jóvenes manejan
otros códigos”, y Verónica y los pequeños Ro-
mano eran capaces de exprimir gotitas de feli-
cidad a partir de cualquier retazo de esa es-
cena invernal, nocturna.
O "sórdida", según podría haber escrito
otro: yo mismo.

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La visión de la cola y los alerones de uno
de los Douglas, donde las compuertas de
mantenimiento exponían una maraña de
varillas, tubos, cables y poleas, a cualquier
adulto razonable le evocaría fósiles
industriales, ruinas fabriles, bombardeos en
Europa, efectos de la obsolescencia temprana
y de infinidad de modalidades de dilapidación
de riqueza y de la desaparición.
Sobre quien viaja, ese conjunto funciona
como una advertencia cifrada acerca de la
precariedad del vuelo, los riesgos del turismo
moderno y el fondo de terror que está apenas
un paso atrás de las remanidas escenas de
vacaciones. Pero a los chicos no: igual que su
niñera estaban convencidos de asistir a un
episodio mas del programa turístico, que, en
este caso, podía tratarse de un espectáculo
montado para anunciar la apertura de un
nuevo campo de conocimiento geográfico: la
tecno–geografía–aeronáutica.
Cerrándose en su mundo aparte, solo se
distraían por instantes para devorar brownies
y tartas de crema artificial y para provocar y
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prolongar diálogos con los mozos de servicio,
ostentando un inglés que hablaban con tanto
desenfado y soltura como cualquiera de los
cubanos o los hispánicos asimilados que
componían el grueso del pasaje en tránsito
hacia la costa oeste.

Para Romano, la escenografía helada y


lluviosa que les había dispuesto la península
resultaba una mala señal, algo deprimente.
Mas deprimente resultaba ver a empleados
americanos y hasta de raza blanca contando
meticulosamente las monedas de un cent,
algo difícil de asimilar para quien llega desde
un país donde lo mas barato que se puede
comprar, –un caramelo gomoso con esencia
artificial de frutas–, cuesta el equivalente a
cinco cents, aunque hiciera mucho tiempo que
el Estado no emitía monedas de tan ínfimo
valor.
En un barrio pobre de su país, cuando una
compra de golosinas o cigarrillos no sumaba
un múltiplo de diez centavos, el comerciante
solía compensar la diferencia entregando un
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caramelo a modo de vuelto, y a veces
sustituía la ofrenda con una sonrisa de
inteligencia o de disculpa, porque hasta en los
suburbios marginales regía el temor a que el
cliente interpretase la entrega de un vuelto in-
significante como una forma de desprecio: si
un pobre obrero que compra la marca mas ba-
rata de cigarrillos en un negocio de mala
muerte sintiese que lo confunden con uno de
esos que vigilan el centavo, cuando el
centavo tiene existencia virtual en los
balances pero carece de referente monetario
en la circulación, podría ofenderse y no
aparecer nunca mas por ese local. Primaba en
la gente la certeza de que quien atiende al
valor de una moneda que no existe, mas que
su propio dinero, intenta controlar las
ganancias del otro.
Y eso es lo que mejor define a una mala
persona.

En su país, para cualquier vecino, el cui-


dado en la ceremonia de entrega de un vuelto

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era señal de que empezaban a considerarlo
uno mas entre los indeseables del barrio:
–Alguien debe estar hablando mal de noso-
tros...
–¿Ella habrá empezado de nuevo a tomar
sol en el jardín, en traje de baño y toda fre-
gada de aceite de coco a la hora en que las
viejas que vuelven de la feria..?
–¡Habría que pintar el frente..!
–Tengo que convencer a mi suegro de que
arregle la vereda...
–¡Pero hoy en día hay que estar loco para
pensar en mudarse..!
–¡Pero si yo no soy un miserable..!

Para Romano, como para los obreros de los


suburbios, la expresión “miserable” no aludía
a quien padece miseria, sino al que afea la
vida de los otros exhibiendo su voluntad de
que no se beneficien mas de lo indispensable.
Por ejemplo, el mozo del bar del aeropuerto
que los atendió por segunda vez era un negro
que no dejó de sonreír ni de consultarlo con

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rápidas miradas mientras contaba sus
moneditas.
Calculando el diez por ciento de propina
que es norma del consumidor americano,
Romano las guardó el bolsillo de su gabán
pensando en la expresión “miserable”.
Esa presencia fantasmagórica de la miseria
era otro pésimo augurio que se agregaba a la
llovizna, la escarcha, el traqueteo del viaje y
el mundo aparte que sus hijos empezaban a
construir en inglés con todos los que se les
cruzaban en aquel aeropuerto deprimente.

Pero “deprimente” no era la palabra ade-


cuada. Él lo sabía.
Durante un tiempo, a instancias de su
mujer y sin demasiadas expectativas, había
estado consultando a un psicoanalista. Tuvo la
suerte de dar con un profesional que no impo-
nía el asfixiante clima de confesión que se
atribuye a sus colegas. Aunque era un médico
cuidadoso del detalle y discreto, Romano
nunca pudo librarse de la certeza de que el

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único interés del doctor era la recepción de
sus honorarios.
A veces, cuando según la moda Romano
describía su estado como una depresión, una
voz grave aparecía a sus espaldas
apurándose a corregir:
–¿No habrá querido decir “tristeza”..?
Otras, la voz directamente recomendaba:
–¿Por qué dice que las películas en blanco y
negro lo deprimen..? ¿No sería mejor decir
que lo ponen triste…?

Ahora en el aeropuerto lo entristecían el


clima deprimente, el deprimente americano
que exageraba la contabilidad de un vuelto
infinitesimal y sonreía satisfecho como si Ro-
mano fuese también un miserable, y la
deprimente e inexplicable felicidad que se
contagiaban los niños y que se les
repotenciaba con el reflejo de sonrisas de
negros, hispánicos y hasta de un par de viejos
americanos disfrazados de pescadores de alta
mar que festejaban algo, –nada, en rigor– con
ellos.
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Y no lo tranquilizaba saber que había otros
ganados por la tristeza: a la mayoría de los
pasajeros en tránsito parecía sucederles lo
mismo, con excepción de esos viejos de-
portistas y una abuela que calzando zapatillas
de bowling se paseaba y bebía
provocativamente del pico de un porrón de
Budweisser. Por lo menos, casi todos los
adultos y, entre ellos a su mujer, debían estar
sintiendo algo semejante.
Romano no necesitaba interrogar a Mirtha –
su mujer- sobre ese ánimo que,
indudablemente, ambos compartían: le
bastaba ver esos falsos bostezos que
simulaba cuando no tenía ganas de hablar y
se alternaban con supuestos malestares que
la eximían de responder preguntas o de
atender un ínfimo reclamo de los niños. Si
ahora reaparecían, indicaban que estaba
atravesando uno de esos momentos y que su
léxico se habría reducido a unos pocos
monosílabos: si alguien se dirigiese a ella, mi-
raría por encima del hombro hacia un punto
lejano e inexistente, antes de decir algo que
sonaría como el mugido o el chillido de un
animal grotesco.
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“Hablar, decirse todo” había aconsejado la
terapeuta de pareja que consultaron una vez,
hacía ya mucho tiempo, en la época en que
todas las familias del club se jactaban de ha-
cerlo. Seguir aquella recomendación fue una
medida saludable: tuvieron menos discusio-
nes matrimoniales, mayor bienestar y mejor
contacto social con clientes y amigos.
Y se decían prácticamente todo.
Entre ellos solo siguió proscrita la referen-
cia al cuñado, a la quiebra de su inmobiliaria y
a la fortuna que el hermano de su mujer
terminó costándole entre abogados, amargu-
ras, y resignación ante la evidencia de que
jamás cobraría lo que durante años había
venido prestándole con la esperanza de que
alguna vez el tarambana llegase a sentar ca-
beza.
Ahora, en el aeropuerto, comenzaba a
perfilarse otra exclusión: el mundo aparte que
configuraban los chicos y la estudiante que
junto a ellos, parecía tan divertida como en un

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campamento con compañeros de colegio o del
club.
Los efectos de la espontaneidad y la
soltura con que los tres se comunicaban con
americanos e hispánicos y el registro de un
regodeo en la exhibición de que se sentían
iguales a ellos, era un tema que, daba por
descontado, nunca encontraría la ocasión ni
las palabras indispensables para comentar
con su mujer.
Lo paralizaba una forma de pudor dema-
siado íntima: lo terrible que venía tramado en
el deleite, la rapidez y el exhibicionismo con
que los chicos, –sus dos hijos y la empleada–
se entregaban a una sociedad miserable, algo
que no debía escapar a la percepción de
Mirtha.

Producto de la educación bilingüe de


enfoque globalizador, ese don de adaptarse a
situaciones en permanente cambio, que para
cualquier padre del colegio o del club sería
motivo de orgullo, a Romano le provocaba una

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mezcla de horror y humillación que su mujer
debía compartir.
Pero, en lugar de aliviarlo, la certidumbre
de padecer a dúo esa misma tristeza
inexplicable acentuaba el efecto deprimente
de todo lo demás.
Es claro que él y su mujer no estaban
preparados para advertir que los niños, sin
pensarlo, y Verónica, quizás intuyéndolo pero
sin urgencia por confirmar o desechar su
eventual sospecha, habían optado por
integrarse a un mundo que estaba abierto a
todo, –abierto hasta a lo peor que pueda
imaginarse–, pero que permanecía impene-
trable para la tristeza o lo que fuera eso que
había invadido el ánimo de la pareja Romano.

En cualquier relato, la irrupción de una


adolescente de dieciséis años en la
convivencia de un grupo familiar predispone a
una historia de fantasías, celos y hasta de
aventuras eróticas.

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En millares de novelas, basta un tirón del
hilo de la muchacha para desmadejar todo lo
que ya está prefigurado en la imaginación
perversa del lector. Las cosas cumplen su
ciclo inexorable: visión, pasión, traición,
fornicación.
Romano era un apasionado por el queso y
las setas, y no satisfecho con la gran heladera
exclusivamente destinada a su colección de
frescos y sus conservas caseras de bolletus,
anmonelias y champignons, había encargado
a un ebanista la réplica del aparador de teca y
roble que apareció en la enciclopedia del vino
y ahora invadía parte del office y la cocina de
su departamento. Allí maduraban sus duros,
herbales y mechados, y se exhibían sus
conservas de salsas y funghi, ordenadas en
frascos de cristal.
Pero así como jamás probaría alguna de
sus exquisiteces en el desayuno ni en sus
escapadas nocturnas a la cocina, tampoco se
ajustaría a la demanda de un lector sediento
de vulgaridad y repetición.
Sabía que Verónica era encantadora, ágil,
grácil, bellísima y alguna vez se propuso que,
a su debido tiempo, le facilitaría las carreras
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de actriz o de modelo para las que todos en el
club le atribuían un exceso de condiciones.
Pero ella pertenecía el mundo de los niños, y
tal como no se permitiría jamás imaginar una
escena sexual con su hija de nueve ni a inter-
venir en la iniciación de su casi adolescente
muchachito de once, desde antes de con-
tratarla y ajustar los detalles del viaje, Ro-
mano tejió alrededor de la empleada un velo
de reparos que, funcionando como un aura
magnética, estaba desactivando cualquier
emanación sexual venida de ella, de su
cuerpo, o de sus movimientos de animalito
bambi y de los sonidos tintineantes de su voz
y de sus carcajadas tan contagiosas.

Muchas veces, no sabía cuantas y como


odiaba hacer cuentas retrospectivas moriría
sin saberlo, Romano se había acostado con
mujeres de la edad de Verónica, quizás
menores que ella.
Si no todas, la mayoría de esas aventuras
fueron oportunamente integradas a sus confe-
siones matrimoniales y a los juegos nocturnos
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de la pareja en el country. Fueron experiencias
que agregándose a tantas otras pruebas de
sinceridad ahora lo preservaban de cualquier
mala interpretación de su mujer.
No es que ella no fuese una mujer celosa.
Romano, que se creía el hombre mas hábil
para ocultar sus celos y sobreponerse a ellos,
dominaba el arte de tolerar los celos de su
mujer, a condición de que fuesen justificados.
Si hay hombres que se divierten
provocando celos a su mujer, también, –pen-
saba Romano– debe haber otros capaces de
manejar por igual una escena de celos
justificada que una provocada por la imagi-
nación de la esposa. No era su caso: en trece
años de convivencia, su mujer había
aprendido esto, y hacía tiempo que hasta en
los días mas tormentosos de la relación, sus
reproches, impugnaciones y reclamos de
reparaciones humilladas y compromisos in-
cumplibles no habían vuelto a precipitarse por
conjeturas o sucesos imaginarios, sino por sus
propias confesiones.
Visto desde fuera de la pareja esto resulta
natural: como a ambos les sobraban ejemplos
de traiciones cometidas en el pasado, no te-
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nían necesidad de inventarlas en sus
intercambios rituales de reproches.
Pero dentro de las parejas las cosas no
funcionan así: en el combate entre dos que
buscan que el otro renuncie a sus derechos a
defenderse o a atacar juzgando, el poder
testimonial e inculpatorio de cualquier falta
cometida es directamente proporcional a su
flagrancia. La potencia devastadora del in
fraganti viene de ahí.
Romano nunca fue descubierto in fraganti
en sus aventuras y su mujer odiaba las sor-
presas y despreciaba el papel ridículo que
representaban sus amigas revisando agendas
y espiando conversaciones, como si la traición
que se descubre fuese mas grave que la que
tarde o temprano los maridos terminarían por
confesar para recordarles una condición
masculina que el espacio doméstico tiende a
desdibujar.

Los humanos se comportan como si su-


piesen que el metabolismo renueva
permanentemente su composición química
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hasta que, salvo en prótesis y amalgamas
dentales, no hay investigador forense capaz
de detectar en tu cuerpo una molécula que
haya estado allí en el día lejano de los
acontecimientos que, sin embargo, per-
manecen intactos en la memoria como si
terminasen de suceder.
Casi todas las legislaciones prevén un pe-
ríodo –variable según países y según tipo de
delito– a partir del cual las faltas prescriben.
Entonces los culpables son juzgados como si
el crimen no se hubiera cometido.
Igual que las personas, los Estados parecen
reconocer que la identidad personal es una
convención. Las religiones no: todas las que
postulan divinidades hechas a imagen y
semejanza de la autoridad de los grupos hu-
manos les atribuyen intenciones vindicativas
y coinciden en que la culpa por las faltas co-
metidas es imprescriptible e insensible al
paso del tiempo.
Aunque no sea algo natural, es lógico que
así suceda: para estas religiones las culpas
que se cometen con el cuerpo o con sus ma-
nifestaciones gestuales y verbales, no son fal-

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tas del cuerpo, sino de algo que estaría
dentro, o por encima suyo, comandándolo.
Es como si al crear los grandes mitos reli-
giosos, los pueblos de la antigüedad hubiesen
tenido conocimiento de que pese a sus pieles
arrugadas, sus brillos apagados, sus voces va-
cilantes, sus movimientos torpes, sus
espaldas curvadas, sus carnes flácidas, sus
pelos raleados y sus rasgos fisiognómicos
descompuestos e irreconocibles, habría en los
viejos una propiedad que permanece intacta e
idéntica a lo que fueron.
Eso sería para ellos la persona: algo que no
ha de ser mas ni menos que el cuerpo, pero
que termina siendo una entidad diferente de
ese cuerpo que a todos nos repugna.
La nariz de pájaro, ganchuda y picada de
viruela y los ojos demasiado pequeños y de-
masiado juntos de su cuñado Tito siempre le
repugnaron tanto como las cejas curvas y re-
negridas, que reforzaban su mirada feme-
ninamente tramposa. El desfalco de su inmo-
biliaria acentuaba en el recuerdo estos rasgos
y su efecto odioso. Ahora, en San Pablo,
Brasil, en el cuerpo de Tito no quedaría ni una
de las moléculas de carbono que lo compu-
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sieron en los tiempos en que libraba cheques
sin respaldo, y, sin embargo, su culpa
permanecía y en la memoria de Romano, esa
deuda, virtual por incobrable, seguía multipli-
cándose como si los dispositivos neurológicos
que comandan el rencor y la agresividad se
ajustasen a la fórmula del interés compuesto.
Si alguna vez Tito le costó el diez por ciento
de su patrimonio, ahora que su patrimonio se
había incrementado diez o mas veces, era
como si el tarambana lo hubiera dejado en la
miseria, sin un puto centavo, arrojado él
también a una casucha oscura, en un suburbio
de San Pablo, opaco y deprimente.

Algunas religiones postulan un juicio si-


multáneo para todos los que vivieron, defini-
tivo, inapelable y final. Pero ninguna contem-
pla castigos tan crueles como los que Romano
desearía para el hermano de su mujer.
La idea de resurrección de la carne, ha de
funcionar para sus creyentes, como una pro-
mesa de vida eterna.

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No es posible ponerse en el lugar de los
que imaginaron la resurrección para
determinar qué estarían pensando en ese mo-
mento, pero es probable que esa promesa di-
rigida a los justos, encubra una amenaza para
los pecadores como Tito: “te vamos a
devolver tu cuerpo intacto para que los
verdugos satánicos encuentren materia
sensible donde pinchar y herir y donde las
llamas eternas encuentren una superficie
fresca y combustible para quemar, despacio,
despacio, eternamente, bien de a poquito,
pero quemando.”

Y no es fácil imaginar como serían los cuer-


pos resurrectos. Un sondeo reciente entre es-
colares observó que al promediar su segundo
año de catequesis, las alumnas de institucio-
nes religiosas, –chicas atiborradas de televi-
sión–, daban por descontado que el cielo, el
purgatorio y el infierno ocupaban tres planos
horizontales, una suerte de jerarquía de
andamios superpuestos, poblados por ca-
dáveres vueltos a la vida.
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Una inmundicia: en el jolgorio de la beati-
tud unos, otros en el spiedo y azuzados por
tridentes al rojo, todos por igual compuestos
de carne humana putrefacta. Es probable que
la catequesis cristiana no esté habilitada para
corregir esta interpretación equívoca de la
vida eterna.

Ahora, en el club y en el círculo de amigos


de los Romano, predomina una tendencia mas
tolerante hacia la religión. Los matrimonios
judíos planifican la iniciación religiosa de sus
hijos con tanto cuidado como sus futuras
carreras universitarias. Ha de haber
estadísticas reveladoras de un aumento de la
religiosidad, y sobran evidencias de matrimo-
nios de formación laica que imponen a los hi-
jos una catequesis que sus propios padres
omitieron, a pesar de las presiones de abuelos
y parientes chapados a la antigua.
Tal vez haya encuestas que describan cómo
los adultos imaginan su resurrección. Es
probable que si la compulsa se realizó, haya
detectado que un número significativo de
27
creyentes imagina una resurrección que los
devuelve a su mismo cuerpo, pero joven,
recién salido de la ducha y envuelto en ropas
limpias de colores claros, confeccionadas con
una tela capaz de cubrirlos por toda la
eternidad sin mancharse.
De no ser así, sobre el fondo de una masa
que asume su ignorancia, emergerá todo tipo
de fantasías e imágenes: muchas de casta
desnudez, otras dotadas de alitas como de
ángeles y ninguna bajo una forma vegetal. En
todo caso, pocos adultos se imaginarán agra-
ciados por el don de la eternidad bajo la forma
de zombies, figuras cadavéricas de vísceras
agusanadas, ni como vaporosas amalgamas
de ceniza, escamitas o astillas de hueso
molido que intentan figurar una imagen flo-
tante de lo que fue su cuerpo antes de volatili-
zarse en el aire.
Si en el futuro esas nenas televidentes
conservan su fe en el dogma de la resu-
rrección, no recordarán sus respuestas al son-
deo y, en conjunto, darán una opinión seme-
jante a la del promedio de los adultos.
Porque la diferencia entre esas chicas y los
adultos de su tiempo no es atribuible a la
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televisión ni a la relajación que padece la
catequesis desde las encíclicas renovadoras:
es producto de una diferencia radical entre
niños y adultos que en la antigüedad era bien
conocida por los profetas, los predicadores y
diversas especies de orates e iluminados.
Esa gente se dirigía a un grupito privile-
giado de adultos, no a nenas de colegios de
monjas del barrio de Belgrano idiotizadas por
la televisión y la mitología de la libertad
sexual. Como bien prueban los veinte siglos
de vigencia del poder espiritual y material
que fundaron con su invención o su revela-
ción, los propagandistas del dogma, menos
ingenuos que quienes planifican encuestas
chismosas entre colegialas, ya en el pasado
tenían bien presente que, si un muerto es
para todos un cuerpo sin vida, entre los niños,
sea en la época del cristianismo underground,
o en la de la televisión satelital, quien no haya
visto a un muerto se lo representará partir de
la imagen de inmovilidad, la inutilidad y lo
irrisorio de un escarabajo, un perro, o un ratón
muerto, proyectando sobre lo que parecen
tener en común una apariencia humana.
Pero una apariencia humana adulta.
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No hace mucho un periódico barrial de
Palermo difundió una serie de composiciones
escolares. Una de ellas afirmaba que lo mas
impresionante de un muerto “es el aspecto de
cachivache que tiene”.
Sería útil que alguien organizara un cer-
tamen escolar sobre el tema “muertos” y no
ha de faltar la empresa funeraria o el
cementerio privado que acepte patrocinarlo
cubriendo el costo de premios y honorarios de
jurados con una parte de su presupuesto para
publicidad y promoción.
Harían un buen negocio y darían al público
oportunidad de verificar que los niños
imaginan al muerto como una proyección a la
forma humana adulta lo que tienen en común
todos los animalitos cachivaches exánimes.

Aunque no era su especialidad y siempre


entendió a la televisión como un territorio
hostil donde emprender negocios era ex-
30
ponerse a sobresaltos y contratiempos,
Romano producía un par de espectáculos
infantiles y sus experiencias con promociones
escolares y concursos fueron tan satisfacto-
rias que no dejaba de recomendarlas a todos
los clientes de su oficina.
Argumentaba con el prestigio de la lista de
empresas que patrocinaron sus primeras
incursiones en esa actividad mercachifle.
–Los clientes son como chicos... –les repetía
a sus socios– Copian todo lo que ven que los
otros miran...
Porque, dentro de esa simplicidad, que
muchos atribuían a una pose, Romano adivi-
naba que ser niño es vivir con la certeza de
poder ser todo: ellas serán modelos, anima-
doras, maestras por hobby, doctoras y perio-
distas; ellos futbolistas, músicos de rock, em-
presarios, pilotos de prueba o ecólogos, pero
ninguno imaginará que por la mayor parte de
su futuro serán uno y solo uno mas de todos
los humanos que ya murieron.

31
Los niños dominan el arte de la credulidad
incrédula y esa misma virtud que los
convierte en presa fácil de la televisión los
aproxima a una verdad que los adultos han
olvidado.
Porque los niños aciertan: ellos jamás serán
un muerto. Morir, para ellos, será a lo sumo
uno de los tantos disgustos, si no el mayor,
que pueden provocar a sus padres como
represalia en el curso de su combate por la
autonomía.
Si para una mirada infantil morir jamás ha
sido un acontecimiento natural, menos podrá
serlo en los tiempos en que la civilización
inculca el dogma de que la naturaleza es algo
naturalmente bueno.
Y aunque los programas de divulgación y
medio ambiente procuren embaucarlos,
también en esto acierta la imaginación
infantil: él nunca se convertirá en un muerto y
al morir, ese cuerpo que ya no tiene, no ha
dejado meramente de ser suyo, sino que,
directamente, habrá dejado de ser.
Él seguirá siendo eternamente la voz en off
que no cesa de narrar aunque el público se
ponga de pie y empiece a retirarse y la
32
pantalla se nuble para dar paso a una
subjetiva de cámara, o a un travelling del
paisaje sobre el que se proyectan los créditos
de actores, técnicos y proveedores que
contribuyeron a la producción de la gran
película de su vida.

El niño está en el gabinete del psicólogo


perverso que se propone interpretar los resul-
tados de su encuesta sobre imagen de la resu-
rrección. Hay trampa: al ingresar le han
tomado una foto y un asistente de informática
la ha reprocesado, de modo que, al cabo de
un primer diálogo de presentación, el
psicólogo podrá mostrarle en el monitor de la
computadora la imagen de su cuerpo
exangüe, lívido y parcialmente desmembrado,
en medio de una calle, rodeado por un
semicírculo de adultos. Médicos, camilleros, y
vecinos curiosos cierran un cordón humano en
el que se destacan siluetas opacas de mujeres
arrojando flores o detenidas en el curso de un
ademán de desesperación. Un bulto está
especialmente ubicado en las sombras para
33
sugerir al sujeto del test la imagen de su
propia madre, agachada y llorando.
Los primeros intentos del investigador
tropiezan con una resistencia: el niño no obe-
dece a la consigna de imaginar una historia
de lo ocurrido antes de la escena. El niño real
está ahí ciego, sordo, mudo, insensible a cual-
quier cosa, y ya no es él sino su puro deseo de
manipular el teclado o el mouse para poner
en marcha la imagen y ver qué viene
después.
–¡Dale, contestame y contame lo que pasó
y en cinco minutos terminamos..! –Negociará
el psicólogo sin lograr su cometido.
Porque, infelizmente, el proyecto de
investigación previó un test de no mas de
media hora, y llevará mas de sesenta minutos
conseguir que el sujeto infantil se sobreponga
al impacto, no de la imagen, sino del ins-
trumento que la compuso y que, está seguro,
él podrá manejar mejor que ese pelotudo de
barbita.

34
En eso los niños son mas humanos que los
adultos. Lo mas humano, lo mejor de lo
humano, es esta actividad primaria que
enerva al psicólogo y que no figura en los
programas de estudios de su carrera. Lo mejor
de lo humano es su tendencia a no interpretar
una historia hasta agotar todos los intentos de
intervenir en ella, o, mejor, sobre ella.
Pero los chicos son sensibles al deseo del
otro, y si el investigador es hábil y les
concede el tiempo indispensable, inventarán
alguna historia. El psicólogo ignora que en la
escena siniestra del gabinete, el niño se en-
cuentra mas sometido su voluntad de
castigar, desconcertar y competir que al
estímulo que la cátedra ha pretendido
representar en la pantalla, y, puesto que no
puede intervenir sobre la historia detenida en
la imagen, tratará de hacerlo en la historia
que se desarrolla frente a la pantalla.
El sabrá narrar millares de historias, pero
en cada una de ellas se reconocerán las mar-
cas de esa misma docena de historias que
apenas difieren por las características de los
personajes o por las relaciones entre persona-
jes. Gatos y perros, niñas y lobos, Simpsons y
35
Simpsons, bosques y abuelas, enanos y prin-
cesas, comandantes de naves espaciales y as-
teroides migratorios del sistema Uhlón, peces
pensantes y algas microtelepáticas, abejas te-
ledirigidas y dinosaurios blindados, policías
malos y motociclistas heroicos, tortugas mu-
tantes y sabios japoneses: todos iguales, en
cada historia, allí donde el relato opte por
conectar ese instante trucho de la pantalla
con los minutos precedentes, se advertirá la
causalidad del mal, que es el partido que los
niños preferirían adoptar para intervenir sobre
las imágenes desde el lugar previsto para los
ganadores.

36
II

El mal: Romano no era el tipo de personaje


dispuesto a representarse el mal con la
palabra “mal”: su analista no tuvo oportunida-
d de trabajar sobre esto.
El mal de los niños es el mal de los malos, –
una patota punk asesina– o el mal de los
buenos que en cierta historia puede represen-
tarse como el haber hecho “mal” una manio-
bra de cross con su bicicleta, por haber calcu-
lado “mal” la velocidad que traía el camión, o
por ser víctima de que los frenos de la Ferrari
que lo arrolló fueron “mal” reparados en el ta-
ller de la otra cuadra.
Son casos que revelan el acierto de lo que
a primera vista pasará por un error infantil:
hasta en las historias fabuladas por alumnos
brillantes del mejor programa de catequesis
jesuítico para familias ricas, solo se repre-
sentará el mal como esa propiedad que tiene
en común el conjunto de todas las cosas mal
hechas.
37
Entre las causas de la resistencia de niños
y adultos a aprender o a emprender cosas
nuevas se encuentra ese terror a lo mal hecho
que se manifiesta como dolor de no poder, y
eso captura a niños y adultos en un círculo vi-
cioso y los lleva a hacer todo mal, por impulso
del temor a hacer algo mal que es requisito
indispensable del adiestramiento.
Romano se sabía inepto para definir ese
sentimiento que también a su mujer le provo-
caba la asimilación festiva de los chicos a una
sociedad miserable y ajena a causa del círculo
vicioso del terror a hacer mal.
De un lado en la balanza pesa la necesidad
de saber por qué duele la imagen de una
infancia y una adolescencia arrancadas por un
mundo que no manifiesta interés en mí. En el
platillo opuesto se bambolea la amenaza de
encontrarse con nada al cabo de cada
tentativa de comprender.

38
Descubrir la causa de un malestar alivia el
malestar. Cualquiera que haya padecido un
flemón de maxilar o una otitis lo sabe.
Pero quien al cabo de un esfuerzo por
entender su malestar, se topa con la nada
bajo la forma de ningún resultado, agrega a
su malestar originario la pesadumbre del
fracaso, y, con ella, la memoria penosa de su
biografía vista como cadena de fracasos, es
decir, de la manera en que los otros
preferirían que imagine su vida.
La balanza se balancea indecisa y vacila
hasta acabar desapareciendo de la mente: no
vale la pena ni pensar.
Pésimo negocio perder el tiempo en estas
cosas.

La ausencia de una palabra en el mejor de


los casos es un instante de vacío en la
memoria. En el peor, un vacío en el saber.
Pero el fracaso de una tentativa de
encontrar o crear la palabra o la frase
buscada es un vacío de poder.

39
¿Cómo podría un hombre, un verdadero
hombre, confesarse a sí mismo “yo no
puedo”?
Esta frase da la clave de la vida como fuga
constante de la certidumbre de no poder, y
Romano, como toda su generación y las que
la sucedan, fue educado bajo la consigna de
que todo saber es especializado y que lo
natural de la vida es que cada uno sepa lo
que debe saber y nada mas que eso.
Así, los mas felices entre sus
contemporáneos pudieron vivir en plenitud
ignorando hasta los nombres de cosas y el
sentido –si lo hubiera– de preguntarse por qué
suceden.
Ese mundo solo exigía saber los ítems es-
tipulados por el programa de estudios y los
datos indispensables para la etiqueta social:
qué vino debe servirse con el pescado, qué
colores no ligan con el verde o con el marrón,
cuáles son los balnearios mas recomendables
y pocas cosas mas.
Compensando tanta tolerancia al no saber,
ese mundo imponía el deber de poder todo.
En los años por los que transcurrió la vida de
Romano, los que vivieron imaginando el futuro
40
como un crescendo de riqueza y dominación
vieron sus esperanzas satisfechas: pese a
crisis económicas y desequilibrios regionales,
todas las sociedades de aquel tiempo
incrementaron su riqueza y, como tarde o
temprano la riqueza termina derramándose
de ricos a pobres, cada cual en su escala tuvo
oportunidad de acceso, si no a poderlo todo,
-según creían era su deber-, por lo menos de
acumular a diario pruebas de su integración a
una corriente que lo proyectaba a un futuro
donde cada uno podría un poco mas que en el
presente.
Este programa vital fundado en un deber–
poder funciona a la perfección en la mayoría
de los ciudadanos hasta que se entrecruzan el
poder y el saber. Es el caso la reflexión abor-
tada en Romano: quiere pensar, y al concen-
trarse pierde de vista la noción de que saber
no es necesario.
Saber que no se sabe incomoda menos que
descubrir que no se puede algo, aunque se
trate de algo tan irrisorio como esa bagatela
del saber inútil.
Dentro de ámbitos como el del aeropuerto,
el efecto descorazonador de esta experiencia
41
se multiplica sin cesar: para un dueño de
casa, que es padre, hombre y director en su
oficina, pasar horas pendiente de unos altavo-
ces que él no opera y cuyas instrucciones ten-
drá que obedecer a la par de otros cien
pasajeros igualados por un número de vuelo a
Las Vegas, es, como el clima, una condición
que el folleto de turismo omite para no
desalentar al viajero.
Pero aquí, Romano, pendiente de los al-
tavoces y expuesto a la visión del nacimiento
de un mundo que no le interesa, que no
podría habitar y que, según todo indica,
terminará por arrancarle a sus hijos, si tratara
de sobreponerse y pensar, solo descubriría la
existencia de otra cosa mas –¡Otra más..!–
que no puede.
Como si pretendiese obtener del mozo que
no sabe español algo mas que un pedido
previsto en el menú:
–I can´t speak...
–Pardon...
–Excuse me....
–Sorry... I am an argentine..!
Eso llegaría a decir en el mejor de los
casos.
42
Y pensar, si pudiera, en tales momentos no
le serviría para nada.

Parece que a lo largo de un día corriente la


función “pensar”, conjugada en diversos
modos y tiempos verbales, se emplea con una
frecuencia asombrosa.
Los jueces y el personal de inteligencia
tienen en su poder un patrimonio documental
mas importante que sus veredictos y
exhortos: son millares de páginas con
versiones textuales de respuestas y diálogos
donde se pronunció “pensar” y permitirían
estimar en qué pudo estar pensando el sujeto
en el momento que usó alguna de las
variantes gramaticales del verbo pensar.
Durante semanas, complementando su
servicio de escucha telefónica, un grupo de
inteligencia tuvo activado un kit de mi-
crófonos en la recepción y en la sala de
reuniones de la oficina de Romano. Parte de
esas grabaciones fueron transcriptas en un
centro de detención donde abundaban
internos que preferían cumplir tareas de
43
mecanógrafos al tedio de permanecer
tendidos en sus cuchetas mirando el cieloraso
o los elásticos de tabla de la litera superior, a
la espera de nuevos interrogatorios y trasla-
dos.
Si se pudiera acceder a ese precioso
material, podría verificarse la cantidad de
veces que en cada página oficio de sus
conversaciones íntimas, aparecen Romano y
sus interlocutores conjugando el verbo
pensar:
–¡Pensá un poco en nosotros y no nos dejes
afuera...!
–Pienso que todo va a mejorar....
–Ni piensan firmar esta semana hasta que
todos estén arreglados y cobren...
–¿Dónde pensás ir para Semana Santa..?
–Che… ¡Y pensar que ella se pensaba que
el tipo era un caballero inglés..!
–Dejámelo en mis manos… Lo pienso mejor
mañana me siento con el gordo Falco en
Canal 13 y nos ponemos a pensar una salida
mas decorosa…

44
Uno podría pasar dos turnos de seis horas
inclinado sobre el pupitre de acero de un
instituto militar leyendo transcripciones y
escuchando cintas magnetofónicas sin
encontrar un solo ejemplo del verbo pensar
usado en su justa acepción.
Si se consulta el parecer de un lingüista la
Universidad de Buenos Aires, se verificará que
para los profesionales se trata de una
observación trivial, porque en el habla
corriente pocas palabras se emplean con la
debida precisión.
Hablá con el experto y verás que se
despacha con un resumen de estadísticas
probando que, mientras los nombres propios y
los pronombres casi nunca se usan en sentido
figurado, los substantivos y los verbos se usan
con indiferencia al léxico, llegando al extremo
de los sustantivos abstractos, –entre ellos, y
muy en especial, los que aluden a relaciones
entre entidades también abstractas– que
aportan centenares de términos que casi
nunca se aplican debidamente.
Subrayando las variantes del verbo
“pensar” convertidas en texto a partir del
sonido de la voz de Romano por el mecanó-
45
grafo que días mas tarde irían a matar, podría
verse que los únicos empleos “legítimos”, –si
se acepta el calificativo– de “pensar” en pri-
mera persona, se producen cuando el hombre
da cuenta de una anticipación del futuro y
necesita una función con menos pretensión de
certeza que “adivinar”, pero, a la vez, aliviada
de la vergonzosa incertidumbre que salpica el
verbo “suponer”.
“Pienso que va a llover”, “pienso que no
van a pagar”, “pienso que no vas a poder”,
son típicas frases de las transcripciones del
servicio de escuchas, en esos párrafos donde
Romano aparece fingiendo que anticipa el
futuro, con la única finalidad de actuar sobre
el presente de la voluntad de su interlocutor,
durante los días en que su empresa figuró
como objetivo para el personal de la unidad
de tareas La Sartén.

A la hora de imaginar a Romano


“pensando” en esa chica que vería
permanentemente durante un mes, quien lo
haya conocido en esos tiempos no se lo
46
representará pensando, sino deseándola, vigi-
lando su desempeño de niñera, escrutando en
su comportamiento indicios de un posible de-
seo o señales de una posición defensiva ante
un deseo suyo que podría estaría temiendo, o
pretendiendo: en cualquier caso, anticipando.
Quienes mejor lo conocían, –el cuñado Tito,
sus socios, el gerente de una empresa
tabacalera que era su mejor cliente y, en
cierto sentido un asociado en el patrocinio de
espectáculos– atribuían a Romano una avidez
y una capacidad de cálculo exageradas. Si
cualquiera de ellos hubiese tenido noticia de
su habitual indiferencia y su escasa
propensión a prever el futuro, se decep-
cionaría tanto como el viajero que llega por
primera vez a Miami, descubre una atmósfera
de noche y niebla y frío, y a poco de arribar se
entera de que los servicios satelitales
pronostican tiempo inestable y probables
nevadas durante los pocos días del tour que
pagó por anticipado.

47
Romano no solía bromear en el trabajo y
vivía tan poco dispuesto a festejar efectos de
humor en el curso del intercambio social,
como a emprender la aventura de crearlos.
Sin embargo recurría a refranes y frases
hechas cuando necesitaba atenuar la
opacidad y la grisura en la que se desen-
vuelven los negocios.
Por ejemplo, cada vez que debía dar cuenta
a sus socios del resultado negativo de una
negociación, empleaba una frase que mucho
antes había escuchado a un publicitario y
decía, por ejemplo:
-Salió bárbaro… Ya tenemos el no, ahora
nos falta solamente conseguir el sí…
Y efectivamente, solía “salirle bárbaro”,
porque no bien sus socios festejaban la cita,
como confundidos, lo seguían apoyando
durante la compleja gestión de sobornos,
timos y canjes de influencias que requiere
este tipo de operación.
Sin saberlo, dominaba el arte de operar
sobre el “no” de los otros, actuando como si
supiera que para los negocios siempre es
mejor una propuesta rechazada que una
propuesta desestimada.
48
Este arte que aplicaba con éxito en sus re-
laciones con mujeres, no provenía de
experiencias comerciales ni de las frases
hechas que suelen compilarlas en el folklore
de los negocios.
La certeza de que habría una continuidad
entre lo negado y lo afirmado era algo consti-
tutivo suyo, una clave biográfica anudada al
optimismo y a la franqueza que tanto
contribuyeron a su éxito empresario.
Tener un no desde donde progresar hacia el
anhelado si no era una fórmula que Romano
pudiera traer a la superficie de sus relaciones
con la niñera: por proceder de un publicitario
y de una escena de negocios, nada la conec-
taba al ámbito doméstico como para esperar
de esa frase alguna utilidad.
Por otra parte, Verónica era tan eficiente
que Romano descartaba la necesidad de
reclamarle o, siquiera, pedirle algo. Estaba
determinado que de ella no podía esperar
negativas ni afirmativas: su participación en
el plan de aquellas vacaciones que tan mal
comenzaban solo requería de ella mantenerse
fuera del alcance del sí y el no de sus jefes.

49
Los cambios de marcha automáticos que
prefieren los americanos tienen esa virtud: al
comienzo, argentinos y europeos los ponen a
prueba por un breve período hasta
convencerse de que siempre aciertan con la
multiplicación o la reducción debida para una
óptima distribución de la potencia del motor.
A partir de allí, el conductor comienza a ol-
vidar su existencia y desplaza a su pie de-
recho y a los oídos que atienden a las
respuestas del motor, lo que lejos al sur, en su
país, fue una tarea distribuida entre su pie y
su brazo derechos coordinados con el pie
izquierdo como conector de una compleja
combinatoria sintáctica.
Algo no funcionaba. Era como si al cabo de
dos semanas de conducir un Chrysler
alquilado en Los Angeles, el conductor
permaneciese con el pie izquierdo pendiente
de un pedal de embrague fantasma que
estuviera a punto de emerger desde un fondo
mecánico indiscernible.
“Las comparaciones son odiosas”, y “la
confianza mata al hombre” estaban entre las
50
frases hechas mas frecuentadas por Romano
y su círculo de amigos.
Y comparar lo que esperaba de la chica con
el auto que sin duda le impondrían los de la
agencia de alquiler Avis, era un ejercicio poco
alentador para emprenderlo en un aeropuerto
de paso. Pensar exige descartar la posibilidad
de estar pensando lo impensable, aún cuando
se esté pensando acerca de una trivialidad.
Y si en ese momento, mirando a Verónica y
oyéndola reír a la par de los niños, su mujer
hubiese tenido mejor ánimo y le hubiera
preguntado:
–¿En qué estás pensando Dadi…?
Él, sin tomarse tiempo para organizar su
respuesta habría respondido que estaba
pensando en la chica.
Aunque apenas estuviera figurándosela.

–Es un dentífrico–, se dijo.


Una vez, hacía ya mucho tiempo, soñó que
su secretaria había ido convirtiéndose en un
pomo de crema dental. En la oficina todos se
habituaron a convivir con esa figura de dibujo
51
animado de publicidad y la trataban como si
fuese una persona normal.
Pero en oportunidad de la firma de un
contrato que era de capital importancia para
el negocio, la secretaria se les había
derretido: por efectos de la calefacción le
saltó la tapita y el contenido de la mujer–
pomo se derramó sobre los protocolos del
escribano y las carpetas que esa misma
mañana debían firmar.
La mujer había cumplido tres años de
trabajo y en vísperas de su casamiento, había
cometido el error de comentar que el futuro
marido tenía celos de Romano, y que ella,
bueno… Lo justificaba porque… ¡No podía
negar que alguna vez había tenido fantasías
con él y con alguno de sus socios..!
-Y además, -agregó-, lo justificaba porque…
¿No es acaso algo natural y cada vez mas
frecuente en el ámbito de las oficinas
modernas..?
Poco después la despidieron. El sueño del
dentífrico debió haber acontecido cuando ya
la habían reemplazado y él y sus socios em-
pezaban a arrepentirse y se reprochaban no
haber tenido un poco mas de paciencia y de
52
contemplaciones: era evidente que ninguna
de las nuevas empleadas sería capaz de
emular la eficiencia de la que nunca mas
volverían a ver.
Cuando le describió su imagen de la
metamorfosis de la mujer dentífrico y el
derrame de pasta mentolada que en contacto
con expedientes y carpetas se tornaba una
masa sanguinolenta y pegajosa, su
psicoanalista rió señalándole que para él las
empleadas eran como el dentífrico: algo que
siempre llevaba a su boca sin deseo de sentir
su sabor, y sin contemplar la posibilidad de
llegar a tragárselo alguna vez.

Verónica en Miami también era un


dentífrico. Seguramente de otra marca –
¿Kolynos?– pero era un dentífrico, igual que
aquella. Pensó en Kolynos pero sin atreverse a
imaginar que en la mesa del bar del
aeropuerto le habían servido una pasta de
cereales disueltos en dentífrico.
Es tan ridículo el papel de un jefe familia
conocido por su carrera de éxitos
53
donjuanescos que seduce a la niñera, como el
de quien aprovecha las horas en blanco de un
transbordo para imaginar un desayuno
imposible.
Surreal: ni siquiera repugnante, apenas
ridículo, como el de quien se ejercita en
evocar sus sueños y en imaginar
comparaciones absurdas solo porque su mujer
está pasando por un momento de mal humor
y no tiene con quien distraerse hablando de
otra cosa.
Pensó llamar a Magalí a su mesa y antes de
hacerlo se arrepintió: seguramente la niña le
haría uno de sus gestos que significaban
“¡Papi no me hinchés justo ahora!” o
respondería con algún reclamo caprichoso al
que Romano no sabría sustraerse.

Justo en ese instante, Verónica les contaba


o les explicaba algo: hablando, exageraba sus
ademanes y dirigiéndose a Chachi conseguía
atraer mas aun la atención de la niña.
Los chicos estaban en esa etapa de la
infancia en la que no se puede determinar si
54
la diferencia entre sus edades –dos años– era
mayor o igual que la producida de sus sexos.
Toda la planificación de la escuela laica a la
que concurrían estimulaba sin éxito la
igualdad sexual y Magalí pasó sus primeros
años convencida de que al crecer se conver-
tiría en un varón como su hermano.
Chachi –a decir de su psicóloga– protegía a
su hermana y evitaba lastimarla porque temía
que enfermara y que sus padres la cambiasen
por otra, como hacían con los muebles y los
autos a la primer señal de deterioro. El quería
a esa hermana, solo a esa y a ninguna otra
más: ya eran demasiados en la familia.
La hermana lo admiraba porque era de
sexto grado y muchas nenas del colegio
querían ser sus novias porque Romano lo
había hecho aparecer en Canal Dos, en el
programa de El Mundo de Juguete.
Verónica seguía narrando algo dirigiéndose
al varón y Magalí le acariciaba el brazo
rítmicamente, como para que, sin necesidad
de mirarla, supiese que seguía atenta a la
historia. Romano no necesitaba interpretar la
escena ni escuchar las palabras de la chica
para saber que su exagerada atención y
55
cuidado de los niños era un mensaje
destinado a él, o a él y su mujer a un mismo
tiempo.
Habían pactado tres mil dólares por los
servicios de Verónica, y ya le había anticipado
mil quinientos. ¿A cuento de qué venía tanta
exageración? A esta altura, ella no necesitaba
simular mas dedicación que el mínimo
indispensable para atender el equipaje,
vigilarlos y mantener un poco de disciplina.
Tendría que limitarse a ser un pomo de
dentífrico y no mas que eso. Un pomo, en el
mejor de los casos confeccionado de caucho
flexible o envuelto en una tela acolchada para
amortiguar el impacto de la exuberancia
infantil sobre unos padres que han pagado
muy bien para tener un poco de tranquilidad y
disfrutar en paz sus vacaciones.

56
III

Ni por un instante pensó Romano que esos


argentinos que embarcarían de retorno al país
en el mismo avión que acababa de traerlo a
Miami pudieran ser disidentes políticos. Tales
pensamientos a cualquiera se le presentarían
en Europa, no ahí.
A pesar del aspecto de prosperidad o
indigencia que muestren, jóvenes y viejos,
hombres y mujeres, todos por igual, solo por
ser argentinos de paso en aeropuertos
europeos, hacia años que le resultaban
sospechosos. Hasta él mismo temió parecer
sospechoso mas de una vez.
Por ejemplo, en Orly, durante una
conversación con argentinos cruzados por
azar, bastó que la charla avanzara hasta un
punto que le hizo descartar cualquier
sospecha –eran dos ingenieros de la Bull,
trabajaban en Lyon desde hacia ocho años,
solían volar con frecuencia a Argentina, no
manifestaban curiosidad por los
57
acontecimientos, y en cambio, estaban
interesados en datos de negocios y de
posibilidades en el mercado de trabajo– para
temer que alguno de ellos pudiese imaginar
que, a pesar de lo que manifestaba, tuviese
alguna reserva hacia la manera en que el
Estado argentino llevaba adelante las cosas
en los últimos tiempos.
Era inútil formular un elogio: elogiar al
gobierno o a alguna de las medidas del
gobierno es lo primero que haría un disidente
para ganarse la confianza de su interlocutor.
Una crítica parcial, de esas que objetan algún
detalle de las medidas del gobierno para
destacar la conformidad con el conjunto de
sus políticas, debía ser el típico ardid de un
disidente astuto que trata de camuflar su
posición.
En Estados Unidos no se presentaban estas
situaciones. No era probable que un disidente
viajase a este país. Mas: elegir los Estados
Unidos para las vacaciones o para el ejercicio
de una actividad profesional o comercial,
ubicaba hasta al mas crítico emigrado
argentino fuera del alcance de cualquier
sospecha.
58
La pareja había ocupado una mesa vecina
y protestaba por la demora anunciada para su
vuelo. Representaban el papel de un
matrimonio con años de convivencia que
terminaba su primer viaje al norte. El hombre
no dejaba de mirar a Verónica y la mujer no
parecía incomodarse por la fascinación que la
niñera ejercía sobre su marido o
acompañante.
La chica tal vez ni había percibido la
vigilancia de ese cuarentón insignificante:
estaba tan concentrada en la conversación o
en el juego con los niños que hacía rato que ni
se volvía para controlar si los Romano y el
resto del pasaje a Las Vegas seguían en sus
mesas.

–¡Viejos babosos…!
Verónica debía conocer bien la escena:
alguna vez Romano y sus amigos habrían
hecho el mismo papel en la pileta, en las
canchas de tenis o en la rampa de los botes
del club.

59
Tendría doce o trece años cuando empezó a
llamar la atención de todos. Recién a los
quince, cuando empezaron a verla siempre
con el mismo chico, tocándose o tomándose
las manos, las mujeres tuvieron un alivio,
porque aunque los hombres siguieron
mirándola como antes, sus esposas, libres de
una amenaza, parecieron menos interesadas
en controlarla.
Es curioso, se dijo por entonces, porque si
fuera la hija de Stanislavsky o de Abranzon,
ninguna mujer le tendría recelo. Pero como es
hija del doctor Medina, que no tiene un
centavo, siendo tan putita como aquellas
otras, parece mas peligrosa.
Nadie conocía el patrimonio del padre de la
chica, pero como era médico, no atendía un
consultorio, solía ir al club en un Ford de
modelo anterior, y su hija aceptaba trabajos
de cuidar niños y daba clases privadas de
natación, remo y tenis para principiantes, en
el club se consideraba que su familia
pertenecía a esa zona gris de socios pobres
que jamás estrenarían un crucero de lujo ni
celebrarían sus fiestas con centenares de
invitados en el Sheraton Hotel.
60
–¡Cada día hay mas turquitas tratando de
conseguir viejos con plata..! –Oyó Romano en
el quincho de la piscina.
Había hablado una rubia embarazada que
miraba con desprecio como la chiquilina
revoloteaba entre las mesas de familias
importantes y bien conocidas del club.

Tras los ruidos del bar su mujer había


adivinado que el sistema de altavoces
entraría en acción.
Señaló a lo alto, por un instante pareció
repuesta de su malestar, y de inmediato
oyeron una frase en inglés sobre la que se
fundió la voz del cubano que ordenaba a los
de su vuelo embarcar por la puerta nueve.
Los chicos ya se habían lanzado hacia su
mesa. La niñera se dirigió a Romano pidiendo
que le cuidara su equipaje de mano por unos
minutos, al tiempo que extraía de un bolsillo
lateral una carterita transparente de plástico.
Romano alcanzó a ver un atomizador de
perfume, pinturas de mujer, cepillos de
dientes y tubos de crema dental y sintió que
61
dentro de su cabeza una voz idéntica a la
suya pronunciaba la palabra “dentífrico”.
Cumpliendo con la rutina prevista para el
fin de cada comida, se llevaba los niños hacia
el toilette para la ceremonia del lavado de
dientes y ellos obedecían como si también la
higiene formase parte del programa de
diversión previsto para aquel viaje.
Romano se sintió torpe y casi a punto de
avergonzarse ante la posibilidad cruzar el
salón expuesto a todas las miradas y llevando
un equipaje de mano infantil, de plástico.
Su mujer se había puesto de pie. Algo
debía irradiar para que la niñera le delegase a
él una tarea tan femenina: era evidente que
en ese momento no se podría contar con ella.
Solo sentía curiosidad por saber a cual de los
baños se habrían dirigido, y si allí seguirían
tan contentos como cuando salieron del bar.
¿Dejaría Verónica que Chachi se lavase los
dientes en el toilette de hombres y lo
esperaría en algún punto de encuentro
establecido, o le impondría acompañarlas al
toilette de mujeres para supervisar su la-
vado..?

62
Los acontecimientos, y en especial los
acontecimientos de un relato, pueden ser
objeto de infinidad de interpretaciones, unas
mas convincentes que otras. ¿Resulta
convincente la afirmación de que si aquel
1978 que comenzó con su viaje a las Vegas
fue para Romano un pésimo año, una de las
causas fue esa apatía que en el aeropuerto le
impidió volverse, –porque le hubiera bastado
volver la cabeza para determinar en qué baño
lavaban sus dientes los tres chicos– o la
pereza que lo llevó a eludir preguntarse la
causa de su certidumbre de que los tres
pudiesen compartir el mismo lavatorio..?
Le resultaba tan difícil imaginar a la
pequeña Magalí en la antesala de un baño de
hombres, como a Chachi, de doce, ingresando
sin protestas a un baño de mujeres. La única
posibilidad era que, una vez completado el
lavado de Magalí frente a los lavabos del
toilette de mujeres, Verónica incursionara en
el espacio de los varones, para verificar si
Chachi seguía cumpliendo cabalmente sus
instrucciones.
63
De algunas cosas estaba seguro: la chica
no se permitiría un paréntesis en su vigilancia
–menos aún en la primera noche de
vacaciones– pero tampoco parecía dispuesta
a respetar los caprichos de la asignación de
espacios diferentes para ambos sexos.
Como en el club, cuando tenía once o doce
años y la empezaron a notar, también en el
aeropuerto mostraría su tendencia a burlar las
normas aprovechando el cumplimiento de una
norma de orden superior. Zambullirse en el
canal –estaba estrictamente prohibido– y
bucear en busca del llavero que dejó caer una
señora mayor al bajar de la lancha,o ingresar
con ropa de calle en la cancha de tenis para
acercarle un mensaje urgente al
administrador del club.
¿Sería capaz de ampararse como niñera en
la prerrogativa que pone a enfermeras,
médicas, y personal de vigilancia fuera del
alcance de las normas del pudor y de las
exclusiones de los baños públicos?
Esa noche, en el aeropuerto hubo un par de
evidencias de que, aprovechando su condición
de adolescente extranjera, intercambiaba
frases y gestos de simpatía hacia el personal
64
de color y los viajeros negros, con un
desparpajo que jamás se toleraría a una ado|
escente blanca americana. En esas
oportunidades Romano estaba demasiado
afectado por su decepción ante la falta de
huellas de sacrifico o displacer como para
atribuir el exceso de comunicatividad de la
chica a una provocación dirigida a los adultos
blancos e hispánicos que no dejaban de
mirarla.

Sobrevolaban New Orleans. Pasada media-


noche Magalí aprovechó un servicio de bar
para sentarse entre sus padres y contar sus
impresiones sobre aquel segundo vuelo de la
jornada.
–¿Ustedes dos sabían –preguntaba seña-
lando hacia el extremo del pasillo– que
Verónica se vuelve loca por los negros porque
tienen la punta del pito colorada..?
El asistente de vuelo y una de las azafatas
-ambos negros americanos- repartían
tohallitas perfumadas entre los pasajeros, y
venían hacia ellos.
65
Señalándolos, aclaró que ella había creído
que como los blancos la tienen blanca, los
negros debían tenerla negra, pero que Chachi
y Verónica le explicaron que no:
–¡Mirá mamá! –pedía gritando– ¡Mirales las
palmas de las manos y vas a ver que las
tienen mas blancas que nosotros..!
Romano no registró asombro ni
preocupación, y eso, junto a la sonrisa de la
azafata que no comprendía español y parecía
divertida por la curiosidad de la niña, lo
tranquilizó al punto de que estos fragmentos
de diálogos tardaron mucho tiempo en
reaparecer en su memoria.

Solo una vez se había acostado con un


negra y no era una prostituta. Romano la
había interpelado por una calle de
Copacabana creyendo que marchaba en
busca de clientes, pero pronto supo que era
apenas una estudiante de bellas artes
fascinada por los argentinos. La llevó a su
hotel.

66
La visión de los nudillos, los codos y las
rótulas, donde el color canela de la piel de la
mujer desaparecía bajo grumos de pigmento
negruzco que parecían manchas de barro o de
grasa de motores, le había producido un
rechazo tan fuerte, que, –comentó después
con sus amigos–, si hubiesen sido verdaderas
huellas de suciedad no habrían malogrado
tanto los dos encuentros sexuales de aquella
noche.
Por fortuna, la estudiante no despedía el
olor que se atribuye a las negras: la recuerda
con el perfume de pimientos de las sábanas
de su hotel de Ipanema, envolviendo las
imágenes borrosas de las muestras de afecto
y satisfacción que representó para que la
dejara dormir en su cuarto cuando ya todo ha-
bía terminado y él solo quería acompañarla
hasta la recepción y encargar que le
consiguieran un taxímetro.
A bordo de aquel vuelo, cuando su mujer y
los niños ya estaban dormidos, con la cabina
apenas iluminada por el aura fluorescente de
los indicadores de las puertas de emergencia,
se esforzaba sin poder recordar el nombre de
la negra de Rio de Janeiro.
67
El cielo, –esa parte de cielo y nubes visibles
a través de la ventanillas de la izquierda de la
nave– aparecía alternativamente surcado por
rayos o blanqueado por relámpagos. Pero, un
vuelo de cabotaje en territorio americano
inspira confianza hasta al pasajero mas
aprensivo y Romano se durmió tranquilo y
convencido de que su negra no se llamaba
Bethania Concepción, María Aparecida ni Te-
resinha dos Milagros, pero que le había dicho
un nombre que, justificadamente, podía
confundirse con cualquiera de los tres.

Con veinticuatro filas de tres asientos a la


derecha y dos a la izquierda, la nave acomoda
ciento veinte pasajeros.
Lo llamativo de estos vuelos es que
siempre dejan ubicaciones libres, pero nunca
demasiadas.
En cambio, hasta las obras de teatro y los
shows mas exitosos padecen esos "días
muertos" en los que mas de la mitad de las
localidades quedan sin vender.

68
En la zona al alcance de la mirada de
Romano no había lugares libres. En el asiento
delantero, la cabeza de Verónica sobresalía
del respaldo: sentada en posición de loto, y
sin desatender a los niños, practicaba
ejercicios de estiramiento. Esto lo había
confirmado antes de dormirse, cuando una
pierna de la chica invadió el pasillo
extendiéndose en el aire mientras su pie
giraba y trazaba elipses como en las
rotaciones que ensayan las bailarinas antes
de bajar al escenario.
La chica se había quitado la botas
deportivas y ahora, en lugar de las medias
verdes a tono con su jean de corderoy color
musgo, calzaba un zoquete de lana blanco
con un tejido muelle que reforzaba la zona de
las plantas y los dedos.
Había una marca inglesa: Romano no
recordaba el nombre y jamás la habría
comprado para él mismo, pero la gente de
club solía encargarla a los viajeros que
pasaban por Londres en sus visitas a Europa.
Los Romano se preguntaban por qué
ningún fabricante argentino trataba de copiar
esos artículos que independientemente de la
69
moda, tenían dos encantos especiales: la
fama de durar eternamente y el tacto.
Bastaba verlas para confirmar que eran un
producto fino, hecho de fibras naturales y de
un aspecto cálido y aterciopelado que prome-
tía integrarse a la piel mas delicada, como un
cosmético, o un perfume.
Difícilmente en el guardarropas de la
familia de un médico pobre se pudiese hallar
medias de cuarenta libras, –noventa dólares,
por entonces–, el par.
Pero la gente es prejuiciosa: ven un viejo
que está satisfecho y encariñado con su
antiguo Ford y piensan que es un muerto de
hambre que ni siquiera pudo ahorrar para
cambiarlo.
Romano dudaba, y se resistía al impulso de
quitarse, él también, sus zapatos, al tiempo
que calculaba el precio de los pasajes, el
costo de combustible, el salario de pilotos,
técnicos y asistentes de vuelo: decenas de
miles de dólares por hora.
Imaginaba maneras de convencer a un
cliente para asociarlo en un proyecto y
diversificar sus negocios. Se le ocurría la
posibilidad de invertir en la producción de
70
vuelos: en la boletería del teatro el público
tendría la opción de tomar una localidad para
el espectáculo de Cuchi Aleandro y Beibi
Ortega, adaptación de uno de los mayores
éxitos de la temporada de verano en
Broadway, o un pasaje para un vuelo nocturno
dotado del mejor servicio de bar y restaurant
con un itinerario de vuelos panorámicos sobre
tres de los cinco mayores agrupamientos
urbanos del país.
La ventaja de pasar un rato con la mente
en blanco, se dijo después, es que entre
sueños aparecen ideas descabelladas alguna
de las cuales puede precipitar iniciativas de
buenos negocios.
Despertó con esa convicción, al tiempo que
se encendían todas la luces y una voz
informaba en inglés las novedades del vuelo.
Entendió que hablaba el comandante y
tradujo que en trece o en treinta minutos –con
la pronunciación de los americanos no es fácil
diferenciar entre ambos números– estarían en
el aeropuerto de Las Vegas.
Les sirvieron café y la negra y su
acompañante repartieron folletos y tarjetas.
Los impresos que recibieron los chicos
71
estaban en inglés. A Romano, a su mujer y a
una hispánica que ocupaba el asiento
contiguo les entregaron una versión en
español.

Volaban sobre Texas. En una maniobra de


corrección de rumbo, la nave se inclinó a un
lado y pudieron ver, debajo y a la derecha,
una cadena de montañas con laderas y picos
nevados. Romano dedujo que estarían
cruzando el límite entre Texas y Nevada y en
ese momento el personal volvía empujando
un carro con perfumes, bebidas y productos
regionales tejanos.
Compró una muñeca para Magalí –era una
Barbie vestida de vaquero–, y una pelota de
fútbol americano en miniatura con los colores
de los Dallas Cowboys, para Chachi.
Mientras, los chicos y su mujer habían
completado sus formularios con entusiasmo, y
recién cuando pasó por segunda vez la
azafata apremiándolos, Romano se resignó a
revisar el suyo. Era fácil: solo pedían sus
datos de identidad, la fecha de vencimiento
72
de sus tarjetas de crédito, y el lugar donde
tenía previsto alojarse en Las Vegas. A
cambio, la aerolínea y los estados de Florida y
Nevada que patrocinaban la encuesta
comprometían la inclusión de la tarjeta en
cuatro sorteos semanales. Consultó los
premios que anunciaba el folleto. Entre
descuentos para compras de bijouterie y
alquileres de automóviles y casas rodantes,
figuraban un crucero de veinte días por el
Pacífico con escala en Hawai, un auto
deportivo Corvette, varios pisos y
apartamentos en condominios de Miami y
Boca Ratón y un safari en Indonesia.
Los chicos estaban convencidos de que
entre tantos premios y ciclos de sorteos,
alguno de ellos terminaría por
corresponderles.
Chachi aspiraba a ganar un vuelo en
helicóptero sobre el Gran Cañón, o un fusil de
caza mayor, con culata y guardamontes
tallados a mano. Se arrodillaba en su asiento
para volverse y preguntar si, en caso de ganar
el fusil la aduana argentina les permitiría
llevarlo a su casa.

73
Romano, sin pensar, respondió que sí, pero
cuando ya anunciaban el descenso y
ordenaban ajustar los cinturones de seguridad
y actualizar los relojes, estaba convencido de
que la aduana cobraría un recargo especial y
reclamaría los antecedentes del viajero y la
denuncia policial de la tenencia del arma
antes de autorizar su retiro de algún depósito
donde quedaría consignada a su nombre.

Verónica había dibujado sobre el dorso de


la cartulina de instrucciones al pasajero un
mapamundi, para explicar por qué, al cabo de
cuatro horas de vuelo, se encontrarían en Las
Vegas solo una hora y media después de la
partida.
Inclinado hacia adelante, mirando por el
espacio libre entre los respaldos, la veía
dibujar esferas de relojes, una serie de
aviones que representaban el recorrido del
vuelo, y, a la izquierda, una sucesión de
pequeños soles amarillos unidos por flechas y
líneas de puntos representando el movimiento
aparente del astro alrededor del planeta. Los
74
chicos parecían comprender mientras
señalaba el gráfico y aplicaba retoques de
color con lapiz de fibra que que imitaba la
forma de una pierna de mujer. Era largo: bien
podría ser una pierna de Barbie, una mas
entre los millares de aplicaciones de la
imagen de la muñeca que sus fabricantes no
paraban de extender semana a semana.

Romano pensaba que un factor mágico que


nunca llegaría a comprender, asistía al
negocio de los titulares de esa licencia.
No dudaba de la existencia de algo mágico
en ciertas imágenes, como en algunas telas y
objetos de consumo.
Por ejemplo, algunas personas se
apasionaban hasta el ridículo por las prendas
de seda natural. Entre ellos, su mujer. Las
locuras que puede hacer la gente con su
indumentaria, –no solo las mujeres: toda la
gente, hasta él mismo– es una de las cosas
mas extrañas del mundo.
Conocía a un armenio que después de
enriquecerse representando marcas de
75
raquetas y de complementos de náutica, golf
y tenis, había comprado la tejeduría que unos
parientes de su madre estaban resueltos a
quebrar porque el negocio textil ya no valía la
pena ni justificaba mantener cien operarios,
cada uno con su problema de antigüedad, en-
fermedad o sindicalismo y todos con la misma
obstinación por desalentar los cambios: hasta
sobre los colores de temporada querían
imponer sus opiniones.
A los parientes, viejos nacidos en Esmirna,
les bastó fingir desinterés y hablar del cariño
que sentían por su negocio, para que el
armenio aumentase su oferta y terminara a
cargo de una firma que valía poco mas que
los invendibles terrenos que ocupaba frente a
la curva del Riachuelo: la tierra mas barata de
la ciudad, la atmósfera mas fétida del planeta.

Los judíos europeos usan la palabra


“michigaz” para calificar caprichos como el
del armenio.
Ni locura ni berretín, una mezcla de ambos
es lo que alude esa palabra yiddish que
76
podría traducirse como “locuridad”: la
esencia, el duendecillo que, incitádola, parece
estar detrás de cada locura.
A diferencia de cualquier industrial textil
argentino, o de los “textileros” de origen
árabe, sefardí o judío europeo, el armenio
tenía la “michigaz” de la tecnología comercial.
Ya cincuentón, había perdido meses en
centros europeos y americanos de
capacitación siguiendo cursos y seminarios
sobre moda y marketing de indumentaria.
El hombre, que a pesar de su soberbia
justificada por los treinta millones que se le
atribuían, parecía el mas razonable a la hora
de discutir negocios de importación en la so-
bremesa de un asado criollo, o en el grupo de
jugadores de voley que todos los verano
integraba en la playa Azul de Punta del Este.
Pero bastaba que la conversación rozase
temas de indumentaria o moda para que sus
ojos se iluminaran, y sin el menor indicio de
vergüenza o mesura, se soltase a enumerar
los casos de experimentos exitosos y
pronósticos cumplidos que conoció en
seminarios y cursos por los que debió haber
pagado una fortuna.
77
Para él cada capricho de la moda tenía su
explicación y los organizadores de seminarios
y viajes de especialización estaban dispuestos
a brindarla a cualquiera que pagase la
matrícula.
Aseguraba que aplicando las técnicas que
usan los publicitarios americanos para
imponer una bebida o un cosmético, tarde o
temprano alguien llegaría a dominar el
mercado textil.
Él, mientras tanto, seguía perdiendo plata
mientras los viejos Halfí –los tíos de Romano–
apostaban a la bolsa argentina y ganaban
millones con los saldos de la venta que no
mandaron al banco de Holanda para tener
algo con que entretenerse en Buenos Aires y
no vegetar como dos jubilados.
Decía que cosas como la moda de usar
medias de lana acanaladas complementando
pantalones de corderoy color musgo, que hoy
se le ve a una o dos y en pocas semanas
todas terminarán copiando, tiene una expli-
cación y que él, por sus fortunas gastadas en
cursos y en aventuras publicitarias estaría
entre los primeros en lograr una explicación
antes de que las cosas ocurran.
78
Los viejos Halfí reían: le habían tomado
aprecio al armenio y al cabo de un tiempo
renunciaron a atormentarlo con sus consejos:
–Este se creyó –decían– que él va a poder
explicar cosas antes de que pasen las cosas y
se cree que el que explica antes de que
ocurran las cosas se va a quedar con toda la
ganancia de las cosas… ¡No se da cuenta de
que el que quiere ganar primero, gana nada
mas que si las cosas dan ganancias, pero que
cuando hay pérdida, la pérdida va a ser toda
plata perdida por él mismo! ¡Plata de él
mismo y de nadie mas...!

Son la escuela y el deporte –esa escuela


inadvertida– las fuentes del engaño que hace
pensar que copiar es malo y que ganan
solamente los que llegan primero.
Por lo menos en estas industrias que
dependen de los desvaríos de la gente, no
ganan los primeros ni los segundos sino
quienes, perdidos en las últimas filas, se
tomaron el tiempo indispensable para mirar,
79
copiar y hacer las mismas cosas, pero gas-
tando menos.
Venir de una familia “textilera” era una de
las ventajas a las que, en privado, Romano
atribuía su éxito en el negocio del
espectáculo.
–Mejor tener tres salas chicas llenas con
algo conocido que una grande vacía con algo
novedoso…. –Solía decir.
Y no era uno de esos empresarios
envidiosos que se amargan ante el éxito de
sus competidores. Muchas veces vio figurar
en los primero puestos de taquilla o de rating
al resultados de un proyecto que antes estuvo
en su escritorio y que, por prudencia, o por no
haberlo analizado debidamente, dejó dormir
en un cajón y terminó desestimando.
“La Ópera de Babilonia” fue la peor de esas
experiencias, porque sus socios ni siquiera
llegaron a estar al tanto de que ellos habían
tenido la primera opción para producirla.
Cuando unos improvisados ganaron medio
millón en tres semanas y él le contó a sus
socios que el negocio pudo haber sido de
ellos, se lo estuvieron reprochando por mucho
tiempo y con mas rencor cuanto mas notaban
80
que Romano era el único que no se lamentaba
ni daba señales de arrepentimiento.
Por un momento, parecieron a punto de
pensar que se alegraba del éxito porque tal
vez esos advenedizos fueran también sus
socios y a ellos tres los hubiera traicionado.
Romano, anticipándose, explicaba:
–Ustedes ven esos quinientos mil que dicen
que ganaron, pero no ven los cien mil en
cheques que estuvieron firmando antes del
estreno… ¡Como no voy a estar contento de
que hayan ganado quinientos ellos si con el
apuro de meterse en el negocio nos ahorraron
los cien mil que podíamos haber llegado a
perder nosotros si el espectáculo fallaba!
Ustedes ven lo que quieren ver, pero no ven lo
mas importante que es lo que no se deja ver
hasta el final…

Ahora quien no veía era su mujer.


Los esperaban cuatro semanas con todo el
tiempo y toda la ciudad de Las Vegas a su
disposición para mirar vidrieras y hacer
compras, pero ella se había lanzado al
81
pequeño shopping del hall del aeropuerto
como si fuera el único lugar para surtirse de
novedades antes de volver a Buenos Aires. El
mal humor y el laconismo de Miami habían
dejado lugar un trance hipnótico que la
empujaba al shopping:
–¡Hay Caaaalvin! –Decía como si ignorara
que esa cadena de ropa moderna debía tener
cien locales en la ciudad y sus alrededores y
todos con mejores ofertas.
–¡Hay una promoción de Reeevlon y de una
marca nueva de tablas de skate..! –
provocaba, sin éxito, buscando tentar los
chicos y a la niñera.
Romano no quiso acompañarla y. pretextó
que debía terminar los arreglos del alquiler
del auto y acordó que se encontrarían en el
salón vip de la aerolínea, donde recibirían el
equipaje.

Siguiendo a los chicos se dirigió a un


minicasino que funcionaba en el hall central.
Dos hileras luminosas de máquinas de apostar

82
invitaban a jugar monedas de cinco, diez, y
hasta de veinticinco cents.
Romano se dispuso a perder las monedas
de su vuelto del bar. El juego tenía reglas y
quizá fueran complejas: un largo texto
grabado en el cristal de la pantalla las
enumeraba. No valía la pena descifrarlo. Era
obvio que, en cualquier caso, para apostar
bastaba con introducir la moneda en una
ranura, y, según estaban haciendo otros
pasajeros en tránsito, operar una palanca
ubicada a la derecha del aparato.
Introdujo una moneda de veinticinco y la
máquina puso a girar tres ruedas dejando ver
el paso rápido de símbolos del zodiaco,
corazones, animales y números. No bien las
ruedas se detuvieron y la imagen de tres
conejos ocupó el centro del visor de la
pantalla, un ruido de monedas cayendo le
confirmó que había ganado.
Una mujer negra uniformada, –casi una
enana, no mas alta que el pequeño Chachi–,
corrió hacia él, solícita, graznando frases en
un inglés incomprensible hasta para los chicos
y Verónica.

83
Romano entendió que le ofrecía un par de
bolsas para cargar las quinientas monedas
que no terminaban de manar: superada la
capacidad de la bandeja las monedas
resbalaban por el montículo formado por la
primera oleada y caían en el piso, entre los
pies de Romano, los de los niños y las botas
militares que calzaba la empleada.
Lejos, acodada en la primera máquina del
minicasino, Verónica los miraba: respetaba un
cartel que prohibía la presencia de menores
de veinte en el espacio limitado por las dos
filas de máquinas.
La enana, decidida a suplir la torpeza de
Romano comenzaba a embolsar las monedas
desparramadas por el piso: los chicos seguían
sin comprender. Tal vez, temiendo que su
padre hubiera cometido una falta, pensarían
que esa mujer de uniforme policial estaba
recuperando el dinero de sus patrones, o del
mismo aeropuerto, y que pronto comenzaría
con una reprimenda o un pedido de
explicaciones.
Romano los tranquilizó entregándoles las
bolsas, e incitándolos a apostar. Un llamado
de Verónica se anticipó a la negra que, sin
84
éxito, trataba de explicar a Romano que haber
acertado un par de lances no eximía a sus
chicos de la prohibición de permanecer en el
área de las máquinas de apostar.
Romano quería librarse de las monedas
que apretaba en su puño izquierdo pero como
su máquina no permitía apostar as de dos
monedas por lance, se apropió de las que
había reservado para los chicos y, corriendo
de una a otra, apostaba simultáneamente en
las tres: casi sin detenerse, introducía las
monedas y operaba la palanca de la derecha
con el brazo izquierdo mientras estiraba la
mano derecha para alimentar la ranura de la
máquina del extremo opuesto.
No bien volvió a ganar, unos hombres
maduros, disfrazados de cowboys y con som-
breros tejanos blancos comenzaron aplaudir.
Uno de ellos le extendió la lata de cerveza
que acababa de abrir.
Romano brindó con ellos pero al instante
los olvidó y volvió a consagrarse a su juego.
La enana, sin interrumpir su vigilancia de los
niños, sonreía sumándose a las carcajadas de
los tejanos que festejaban cada uno de sus
saltos de butaca en butaca, de una máquina a
85
otra, que abandonaba antes de conocer el
resultado de su apuesta.

A la hora acordada para la entrega de equi-


pajes y el encuentro con su mujer, dejaron el
minicasino llevando cinco bolsas de plástico
selladas con doscientas monedas, mas y
varios puñados de monedas que colmaron los
bolsillos de los cuatro.
Tres máquinas, de las veinte que se
enfrentaban en dos filas de diez en ese sector
del aeropuerto habían quedado fuera de
servicio. Sobre sus pantallas titilaba una luz
violeta, y desde abajo, al compás de la
intermitencia luminosa, una chicharra
convocaba al personal a reponer el stock de
monedas.
En las pantallas, el texto que Romano
nunca leería garantizaba al apostador que
cada unidad tenía reservas suficientes para
cubrir el mayor de los premios prometidos.

86
A bordo del pequeño bus eléctrico que los
conducía al salón de Usairways, Romano
viajaba tan excitado como los niños. Calculó
que habría ganado unos doscientos cincuenta
dólares, suma que a ellos, y también a él por
un momento, le parecieron un tesoro.
No era mas del dos por ciento de su
previsión para esas vacaciones y tan
lentamente como el avance de esa suerte de
cart de golfista que conducía un hispánico,
veía disiparse su sensación de triunfo se
disipaba y venía a reemplazarla la desazón de
Miami.
Era como si la sucesión de dársenas de
embarque, salones y mostradores de
empresas aéreas y pequeños locales que
venderían apenas lo necesario para cubrir la
paga de los hispánicos que los atendían, lo
transportara, de nuevo a la llovizna, la
oscuridad y al frío de la costa este.
Verónica trataba de serenar a los chicos,
excitados por ese paseo imprevisto en un
ómnibus de juguete. Les proponía planes de
juegos para practicar con las monedas
durante las vacaciones, de modo de
guardarlas como recuerdo de la aventura y,
87
de paso, ahorrarlas para que mas adelante
pudiesen hacer compras con la mente
despejada.
Durante el trayecto Romano la vio volverse
atraída por turistas o viajeros negros. La
segunda vez era un grupo de futbolistas o
basketbolistas que, a gritos, reclamaban algo
a las rubias uniformadas de un mostrador de
Braniff.
Estuvo a punto de preguntarle por qué los
miraba, pero lo detuvo el temor a que lo
interpretase como censura a una distracción
que ella no cometía. Todo lo contrario: si algo
podía criticarle, –comentó esa misma
madrugada con su mujer–, era su capacidad
de distraerse por instantes sin descuidar a los
niños, y, también en esos intervalos,
exagerando su despliegue de evidencias del
placer que le provocaba servirlos, o, como
hacía en ese momento con las bolsas de
monedas, exhibiendo su capacidad de inven-
tar maneras de tenerlos pendientes de sus
iniciativas.

88
El aeropuerto parecía no terminar nunca.
Mudo, el minibus atravesaba una segunda o
tercera zona serie de locales de comidas.
Entre ellos reconocieron uno similar a las
parrillas argentinas: en la vidriera un asador
de brasas dispuesto como una cruz de flejes
de hierro, sostenía un costillar de cordero o de
chivito asándose. Era la una de la madrugada
en el horario de la costa oeste y mas de la
mitad de las plazas de bares y restaurantes
seguían ocupadas por público que bebía,
comía y conversaba como si fuese las nueve
de la noche, en vísperas de un feriado.
Romano estaba seguro de que Verónica
también percibía la atmósfera argentina de
ese local.
El hispánico hacía sonar un timbre cada vez
que cruzaban un minibus y saludaba a sus
colegas. Chachi iniciaba un diálogo en inglés:
quería conocer el precio del móvil.
El hombre respondía en español: nunca se
había preguntado el precio, pero él no pagaría
mas de dos mil dólares por una “tascaja“
como esa.
Verónica tradujo la palabra “catanga” o
"cuchuflo" y el hispánico se volvió hacia ella
89
para decirle con tono seductor que “catanga”,
en su país, significaba mareo y que la palabra
“cuchuflo” no existe en español.
Podía hablar sin mirar adelante: no bien
confirmaba con un vistazo que no había
obstáculos en su camino, dejaba pasar varios
segundos mirando hacia atrás, sin abandonar
sus tentativas de entablar conversación con
Verónica, que eludía cada intento mirando a
los pasajeros que venían a pie.
Un negro caminaba con larguísimas
zancadas sin señales de sentir el peso del
bolso de ski que cargaba sobre un hombro:
ella se volvió y lo siguió con la vista como si
no hubiera oído la pregunta sobre el país de
origen de ella y sus hermanitos.
Habían dejado atrás la última zona de
comidas pero seguían envueltos por una
atmósfera de carne asándose.
Romano recordó la historia de la mucama
perfecta que circulaba en tiempos de su
infancia y a la que todos daban fe aunque
nunca fue corroborada por la prensa y la ra-
dio. Una mucama santiagueña, tenía
deslumbrados a sus patrones por su
eficiencia, su devoción hacia los menores
90
detalles y su capacidad de anticiparse
siempre a los deseos de la pareja. Cierta vez,
el matrimonio decidió ir al cine, y la esposa
telefoneó desde la oficina para avisar que
volverían tarde, y le pidió que se encargase
del biberón del bebé y que les dejase la cena
preparada. Al regresar, encontraron la casa en
orden y la mesa dispuesta como para una
comida con invitados. En el centro, la bandeja
de plata relucía confirmando que, otra vez,
había pasado la tarde entera puliendo los
cubiertos y la platería de la casa. El marido
descorchó una botella del vino reservado
grandes ocasiones. Ella palpó la campana de
plata, verificando que la cena estaba aun
tibia, apenas unos grados por debajo del
punto ideal. De pie, levantó la campana y fue
él marido, que ya estaba sentado y dispuesto
a ser atendido, el primero en descubrir
trinchado y con un adorno bicolor de papas y
tomates, se encontraba el cuerpecito de su
bebé de siete meses.
Por los años cincuenta no había familia
antiperonista que dudase de la veracidad de
cualquiera de las variaciones de este relato

91
que la prensa nunca confirmó, según decían, a
causa de la censura impuesta por el gobierno.
Sin duda todo fue a causa del olor a carne
asada que impregnaba esa dársena, pero
Romano no llegó a preguntarse por qué
evocaba esa historia, justo en el momento en
que su comitiva se reencontraba con su mujer
y ya estaba ganado totalmente por la desazón
o la tristeza que horas antes, había
comenzado en el aeropuerto de Miami, que
solo olía a café y a combustible de jets:
kerosén argentino.

Verónica, como todo aquel que no hubiese


habitado el Buenos Aires de aquellos años,
jamás daría crédito a ese relato, ni al de
cualquier persona que le dijese que, por
entonces, niños y adultos vivieron con-
vencidos de su veracidad.
Esta certeza era parte de lo que perturbaba
en ella: tan impermeable a un relato como a
la simpatía de un chofer que no encuentra
maneras de llamar su atención ni de que se
sienta aludida por sus preguntas.
92
Por un momento Romano pensó que había
vuelto a calzar las medias verdes que hacían
juego con el jean de corderoy de color musgo,
pero resistió la tentación de mirar hacia abajo.
También él sentía curiosidad por el minibus
eléctrico: costaría cinco mil dólares o poco
mas y tendría limitada su velocidad a un
máximo tal que, en caso de atropellar a un
peatón desprevenido, no pudiese herirlo de
gravedad.
Serían cinco o diez kilómetros por hora: la
velocidad que un negro de paso elástico
podría alcanzar atravesando el laberinto de
salones y galerías de aquel aeropuerto.

IV

A Chachi, un libro sobre delfines con


ilustraciones marinas y textos sobre la
reproducción de los cetáceos. A Magalí una
caja de cosméticos y maquillaje para niñas
que al abrirse se convertía en una réplica en
93
miniatura del camarín de Liza Minnelli, o de
Liz Taylor: la señora de Romano no pudo
explicarlo en medio de el entusiasmo de la
entrega de obsequios.
A Romano lo sorprendió con un smoking de
fibra de algodón. Brillaba, y en efecto, parecía
un smoking, pero –según la tarjeta que pendía
de una solapa– era apenas una pieza liviana y
lavable, que no requería planchado y que
había sido especialmente diseñada para los
apostadores nocturnos de los casinos de Las
Vegas. La etiqueta con el precio –cuarenta
dólares– alivió la perplejidad de Romano, que
se quitó el gabán de vuelo para probar si
efectivamente era tan cómoda como prometía
la traducción al español de la tarjeta de
instrucciones: tenía unas pinzas en la parte de
las axilas para facilitar la ventilación y librar
de obstáculos al jugador que necesita
extender sus brazos hasta el extremo opuesto
de su mesa de ruleta o black jack.
Para Verónica había elegido el regalo de
menor precio –quince dólares–, una Barbie
disfrazada de domadora de circo. Vestía una
casaca militar con ballenas de metal dorado,
botas negras, un casco de explorador y
94
adherido a la manito derecha la miniatura de
un látigo de cuerina trenzada cuya resistencia
Chachi y Magalí se apuraron a poner a
prueba.
La extensión de la cola del látigo triplicaba
la altura de la muñeca. Llevando a Barbie a
una escala humana, el látigo alcanzaría cinco
o seis metros: casi el diámetro de una jaula de
circo.

–¿Cuánto mide de altura en la realidad


Barbie..?– Quería saber Magalí.
Contra la opinión de su madre, Romano y
Chachi calcularon que debía ser mas alta que
una mujer normal. Un metro ochenta, según el
padre; la estatura de John Fitzgerald Kennedy,
afirmaba Chachi.
Verónica no opinó: parecía fascinada con el
regalo y había guardado en un bolsillo de sus
jeans el folleto que explicaba a los
coleccionistas detalles de la ropa que lucía
Barbie en esa oportunidad.
“En estos quince dólares”, habrá pensado
ella.
95
Quince dólares –tres “fives”– fue la propina
que Romano le deslizó al muchacho del
equipaje. A su mujer le pareció una
recompensa exagerada por una operación tan
simple como cargar sus valijas en dos carritos
y señalar el camino mas corto hacia la
dársena de los taxímetros.
–¿Y el coche..? –Preguntaba ella y Romano
dijo que pensándolo mejor, había resuelto
postergar su alquiler hasta la noche siguiente.
Recién cuando terminaron de ubicarse en
la wagon taxímetro que los llevaría al hotel y
pudo mostrarle las cuatro bolsas con monedas
que tanto pesaban en el bolso de viaje de los
chicos, le contó su aventura entre las
máquinas de apostar.
Las bolsas permanecían selladas con una
faja de papel, en la que figuraba impresa la
hora de entrega de las monedas, su peso en
libras y su equivalencia en monedas de
veinticinco –quarters –, de diez –tens– y de
cincuenta cents, llamadas “halfs”. Eran claves

96
que necesitarían dominar pronto, para no
cometer errores en el juego y en las propinas.
A las dos y cuarto de la madrugada
llegaron a la explanada del hotel. Los chicos
estaban tan despiertos como al partir de
Buenos Aires y pretendían recorrer el hall y las
instalaciones de la planta baja antes de subir
a los cuartos. Verónica se apartó y negoció
con los recepcionista para que les diesen tres
juegos de folletos. Al volver al grupo, y
mientras caminaba a la par de ellos siguiendo
al botones y al mozos de carga que los
conducían al ascensor, parecía una vendedora
de periódicos: láminas, folletos, y revistas
multicolores, todo triplicado, debían sumar
varias decenas de piezas, dos o tres kilos de
papel impreso con una calidad que, por esos
años, ninguna revista argentina estaba en
condiciones de imitar.
Dominó a los chicos prometiéndoles que
después del baño, cuando terminaran de
vestir sus pijamas y tuviesen todo el equipaje
ordenado en el guardarropas, se sentarían a
analizar los diagramas del hotel para
planificar la mejor manera de organizar la
tarde siguiente, que, según pareció decidir,
97
dedicarían a explorar todas las secciones que
permitiesen el ingreso de menores.

Apostó al cuatro y salió seis. Apostó al


cinco y no miró, pero escuchó la voz croupier
diciendo cuatro, four. De inmediato se le
presentó la imagen de un dos, e intuyó que
saldría el veinte y depositó varias fichas en el
dos, el veinte y el veintidós. Salió el cinco y
volvió a perder: era evidente que se daban
números bajos. Apostó al tres y salió un cinco
y volvió a apostar al tres y por tercera o
cuarta vez se repitió el número cuatro. Los
jugadores hacían exclamaciones a coro, no se
entendía si expresaban asombro o protestas.
Debía ser la noche del cuatro: pensó en
inglés, y apostó al four, y efectivamente, la
voz del croupier anunció ”four” y ahora que
había ganado las exclamaciones de jugadores
y mirones no podían representar sino
protesta. Pero él tenía veinticuatro fichas
amarillas a su favor y cuando apostó dos de
sus seis pilas al cuatro, el rastrillo de un

98
empleado intervino para separar una parte de
las fichas de la pila izquierda.
La paleta de ébano, manipulada con
destreza, dividió la pila de fichas, y, en un
mismo movimiento, impulsó a la mitad de
ellas que, sin derrumbarse, recorrieron la
mesa hasta detenerse junto a las de Romano:
había superado la apuesta máxima
concertada en su mesa.
Como quería perderlas o reproducirlas se
apuró a distribuir esas ocho fichas amarillas
en la zona de los números altos. Solo una
quedó fuera de juego, porque los empleados
lanzaron la bola antes de que terminara de
hallar un espacio vacío donde ponerla. Salió el
cuatro. Por quinta o sexta vez el mismo
número, por décima vez números bajos, de la
primera de las tres docenas de alternativas de
ese juego. La mesa se animaba: habían
aumentado a la vez el número de apostadores
y la cantidad de fichas que cada uno ponía en
juego, pero mas habían aumentado el público
de curiosos y, entre ellos, los que tomaron
partido de Romano contra la banca.
–¡Que boludos son los americanos..! –Se
dijo después de decidir retirarse del juego por
99
un par de turnos. Quería contar sus fichas.
Tenia setenta y seis amarillas. Siete mil
seiscientos dólares: la recaudación de la sala
del Rex en una función de estreno. Salió el
quince: el jamás habría apostado a ese
numero. Después el veintiséis. Decidió seguir
aguardando pero al cabo de un diálogo con
los empleados, una mejicana esmirriada y
temblorosa le dijo en español que había
perdido su puesto en la mesa, y, por señas, un
lugarteniente del croupier le indicó que podía
apostar o mirar, pero que debía ceder el
asiento.
–¡Que hijos de puta son estos americanos..!
–Dijo para sí, pero moviendo deliberadamente
los labios al imaginar las sílabas de “hijos” y
“puta”.
Fue a la caja a cambiar sus fichas por
dinero, y pidió veinte monedas de cinco
dólares, –medallones que pesaban mas que
un viejo encendedor Ronson– y buscó alguna
de las máquinas de apostar llamadas
“magnum”, que permitían jugar en cada lance
hasta cinco monedas de cinco dólares, con lo
que prometían una recompensa máxima de
veinticinco mil.
100
Apostó dos veces cargando cinco monedas
de cinco dólares y perdió. Apostó ocho veces
seguidas cargando una moneda cada vez y
perdió todos los lances. Solo tenia dos
monedas de cinco y se las regaló a un mirón
de aspecto raído y enfermizo, que merodeaba
dando impresión de estar mendigando. El tipo
agradeció y corrió a cambiarlas por monedas
de un dólar o por “tens”. Al salir del salón de
juegos lo vio rondando el pasillo central del
laberinto de máquinas: parecía estar
buscando un golpe de suerte que lo llevase a
elegir una máquina favorable. ¿O tal vez
simulaba ser un perdedor deseoso de seguir
jugando para hacerse de un dinero que, para
otros fines, nadie le daría?

Cuando llegó al hall de los ascensores vio a


su padre que se alejaba en sentido contrario.
Cada vez que lo miraba, se volvía hacia él con
una expresión que parecía preguntar:
–¿Cómo es que no sos capaz de acompañar
a tu pobre padre al salón de jugar con todo lo
que él ha hecho por vos...?
101
Fue un instante, un intervalo de segundos
durante los cuales perdió la conciencia de que
su padre había muerto hacía mas de diez
años. Los espejos del hall montados en ángulo
recto se enfrentaban con los del rincón
opuesto proyectando sobre los marcos la
imagen de las espaldas de quien va a abordar
uno de esos ascensores de puertas espejadas.
Acentuaba este efecto el tratamiento del
cristal: todos los espejos del Paradise, hasta
los de botiquines de baños y los de los
salones de gimnasia tenían la misma
tonalidad fumeè.

Ese tratamiento de los cristales, que alivia


al pasajero del registro de irregularidades y
arrugas en su piel y sus ropas, había
contribuido al equívoco: quien llega al lugar
ofuscado por la tensión del juego, con la vista
castigada por la metralla luminosa de las
máquinas de apostar, no ha aprendido el
juego de descubrir en cada detalle de los
decorados del hotel una muestra de la astucia

102
de arquitectos y escenógrafos, es probable
que padezca estos errores de percepción.
Romano había pasado semanas sin
experiencias que le recordase a su padre ni el
hecho de que el viejo hubiera muerto hacía ya
tantos años.
Siempre le dijeron que había heredado el
cuerpo de su padre y la misma manera
“cachafaz” de caminar como un tanguero de
Villa Crespo. En su memoria, las imágenes de
su padre no cesaban de rejuvenecer: en la
época del duelo ritual, aparecían con el
aspecto de viejo cardíaco de los últimos
meses, después, cuando volvió a visitar la
casa de su madre, lo recordaba con la imagen
de viejo sano que tuvo en tiempos de su retiro
del negocio, antes de su primer infarto.
Después empezó a recordarlo en acción, o en
su estado permanente de reproche o a la caza
de temas de discusión. Ahora, hacía tiempo
que había empezado a recordarlo tal como
era cuando él tenía la edad de Chachi y su
padre tendría entonces su misma edad y ya le
parecía viejo.

103
–¿Cuarenta y uno? –Se preguntaba sin
detenerse a calcular la edad de una imagen
de los recuerdos.

En el piso diecisiete, su mujer estaría


dormida. Cuando se abrieron las puertas del
ascensor y vio su propia imagen frontal en el
espejo interno de la caja de acero, dio un paso
atrás, miró su cara y su expresión de
arrepentimiento y giró sobre un pie, decidido
a volver al salón de juego del hall central del
Paradise.
Lo cruzó en diagonal buscando espejos que
en columnas y arcadas le fueran mostrando
detalles de su marcha hacia el mostrador
central. Pidió una copia de la llave y mintió sin
temor:
–My wife sleeping... –Balbuceó.
En verdad, es más fácil mentir cuanto
menos se domina la lengua: todo puede ser
un error de interpretación y a nadie le interesa
juzgar la veracidad de un una frase mal
pronunciada y compuesta a partir de otro
idioma.
104
Hizo un rodeo y volvió a pasar por la sala
de juego, poniendo a prueba su voluntad.
Antes de subir a la suite necesitaba
asegurarse de que la imagen del padre que lo
incitaba a jugar no era una señal de que algo
suyo pretendía insistir y probar suerte.
Reconoció por el saco brilloso al hombre de
los diez dólares: con parsimonia se estiraba
en su butaca como el artista que busca una
perspectiva mas amplia para corroborar el
efecto de una pincelada. Operaba una
maquina electrónica, sin ruedas ni palancas,
que solo contaba con un teclado elemental de
diez botones y rendía cuenta del resultado del
juego sin emitir sonidos ni desplegar las
imágenes coloridas de las máquinas de
apostar que prefiere el público.
Muda, apenas informaba su estado y los
desenlace con un vago titilar de números
digitalizados que recorrían volando una
pantalla verde de computadora, mas parecida
a una maquina de contabilidad bancaria que a
un entretenimiento.
Jugar así no valía la pena.

105
Cruzó el salón y volvió a ingresar al hall de
los ascensores trazando el mismo ángulo
junto al lado derecho de la arcada principal y
el viejo volvió a pasar a su lado, casi
rozándole una manga con su brazo. En ese
momento decidió que en su próxima incursión
a la sala de juegos estrenaría el smoking one–
way que le había regalado Mirtha.
En el cristal de esos espejos ahumados,
seguramente parecería un saco de smoking
de Antonetti, con ojales bordados a mano,
doble forro de seda y un paño como el que,
según se jactaban los clientes de aquel sastre,
tejían en Bélgica y aprestaban en Hamburgo
con procedimientos que él mismo exigía a sus
proveedores.
A nadie se le ocurrió pensar que si esas
fórmulas de aprestos y variaciones de tensión
en las máquinas de tejer tuvieran alguna
utilidad, los fabricantes las ofrecerían a todos
sus clientes, y no cuidarían el secreto de un
ignoto sastre argentino.
–¿Cuantos smokings harán por año en
Buenos Aires..? Cien, trescientos: uno por día,
o quizás dos en los mejores momentos… –
calculaba Romano, pensando que tal vez un
106
barrio de New York –Brooklyn– consuma mas
smokings que todo el territorio argentino.
Y mejor no comparar todo el territorio de
Hispanoamérica a ciudades como Viena o
Munich, con sus millares de empleaduchos y
pequeños comerciantes que tal vez nunca han
manejado un auto, ni sepan nadar, ni tomen
vacaciones, pero que jamás faltarían a cada
una de las funciones de sus abonos de
concierto comprados en cuotas.

– ¿Cómo te fue..? –Volvía a preguntar ella.


–Creo que gané. –Dijo él y vació sus
bolsillos sobre un puf que hacía juego con la
cama de su suite. Después fingió contar: –A…
Ver… Llevé seiscientos… Y aquí hay
doscientos, mas mil doscientos, y estos tres
fajos de cien… Serían tres mil, cuatro mil
cuatrocientos… Y esto mas…
Simulando sorpresa, Romano trataba de
reproducir la sensación de ganar. Ella calculó
que habría ganado siete mil, y él dijo que no
podía definirlo con seguridad, porque había
llegado a ganar mucho mas: no sabía cuanto.
107
Pudo ser treinta o cincuenta mil, un poco mas
tal vez. Ella parecía creer.
Tal vez admirase su indiferencia por lo que
perdió, o por lo que perdió de ganar al no
haberse retirado antes.
O quizás envidiaba su capacidad de mentir
amparándose en esos pocos miles que
seguramente sí, había ganado. Pocas veces –
pensaba Romano– ella mira de un modo que
muestre bien el verdadero color de sus ojos.
Son azules, demasiado azules: si le tomaran
una foto mirando así, solo dudarían de que la
imagen fue retocada los que piensen que ella
usa lentes de contacto, pero a ella el color
solo se le revela cuando alza las cejas y se
esfuerza por interrumpir su parpadeo
insistente de todo momento.
–¿Te hago subir algo para comer..? No
comés nada desde las cinco de la tarde... –
Había vuelto a la rutina de la administración
doméstica.
–¿Qué comieron los chicos..?
–McDonalds y masas de una repostería
suiza del hotel. –Ella comenzaba una
descripción detallada de las masas y tortas
pero Romano interrumpió evocando:
108
–Hay un chino… Lo vi hoy a mediodía en
uno de los patios de comida. ¡Tiene ostras
frescas! ¿Averiguamos si está abierto?
Ella se ocupó de tramitar con la telefonista
el pedido en español. Coincidieron que sería
absurdo comer ostras acompañándolas con
gaseosas, cerveza en lata, o un vino de esas
botellas plásticas californianas de la heladera
instalada en la suite. Por eso volvieron a
llamar a la telefonista hispánica y pidieron
una botella de Pommery. Mas tarde supo el
precio, cien dólares: la mitad de lo que se
pagaba por esa marca de moda en la vinería
mas barata de su pais.
–Una de las peluqueras… La que me hizo
los claritos aquí…–se señalaba la sien derecha
inclinando la cabeza a un lado– me pasó la
tarjeta de una que tira tarot…
–¿Cuánto cuesta?
–Nada… Una miseria: creo que cuarenta o
cincuenta dólares… La tarjeta no dice…
–¿No será una chantada?
–No creo.. Atiende en una habitación del
segundo piso… ¡El segundo y el tercer piso
son todas oficinas..!

109
–Si la mina fuera seria, yo también iría…
Antes de jugar… Por ahí da suerte…
–A mí me parece que voy a ir…
Romano hacia un esfuerzo por recordar en
qué espectáculo los últimos años había algo
relacionado con el tarot. Ella, sentada en el
centro de la cama, lo miraba como esperando
un comentario. Pero no tenía nada que decir y
como lamentándose, dijo, “hoy tendría que
haber bajado a jugar con el smoking”, y antes
de que ella respondiera, fue al guardarropas
dispuesto a ponerse uno de los pijamas que
había comprado para esas vacaciones.
En la penumbra del cuartito de vestir, eligió
el primero de los tres que se apilaban en el
cajón de su ropa interior y al volver a la sala
dormitorio vio que le había correspondido el
azul. Lo habían confeccionado con una tela de
tacto satinado, una fibra muy suave, tal vez
una trama de algodón y seda.
–¡Te pusiste el mas fúnebre de los nuevos..!
– Decía ella cuando empezaba a titilar la luz
del vestíbulo y se escuchó un arpegio de
tubos de bronce anunciando que llamaban a
la puerta.

110
Ella pudo haber dicho “el mas oscuro” o “el
azul noche” o, directamente, “el azul”: nada
exigía detallar la intensidad del color, o su
referencia a la luz, o las normas que rigen la
variación indumentaria de los supervivientes.
La elección del término pudo deberse al azar,
pero también pudo haberse precipitado por la
referencia al tarot: Mirtha no sería la primera
persona para quien la cartomancia está ligada
a la muerte con un vínculo que nunca
terminará de comprender.

En verdad, estaban en el decimoséptimo


piso del Paradise, pero ella, como su marido y
la mayoría de los tres mil turistas y
apostadores que se hospedaban en el hotel,
no había advertido que “paraíso” intentaba
aludir al destino que, para después de la
muerte, se promete a los buenos o a los
bienaventurados.
Si algo evoca “paradise” al huésped
americano, o al argentino familiarizado con
los rudimentos de la lengua del norte,
seguramente se tratará de un hábitat
111
marcado por la virtud de lo “paradisíaco”: una
conjunción de imágenes tropicales, con un
cromatismo mas inspirado en la gama del
technicolor que en una visión de primera
mano del paisaje natural de los trópicos.
Filtrado por las lentes del cine, el “paraíso”
tropical llega envuelto en una atmósfera
paradojalmente templada y despojada de los
efluvios pantanosos y pútridos que emiten los
hiperactivos organismos de la flora y la fauna
del verdadero trópico. Pero el servicio de la
mitología cinematográfica, la divulgación
científica y de la publicidad turística terminó
aboliendo la representación que durante
siglos provocaba “paradise” y, si unos pocos
huéspedes del hotel percibieron en su nombre
una vaga alusión a “paraíso terrenal” como
lugar de origen de la especie humana,
ninguno de ellos se habrá detenido a pensar
que también refería al destino final de las
personas. Pero...

¡Por fin un blanco americano!

112
Cerca de las dos y media de la madrugada,
al comienzo de su tercer día de vacaciones en
ese hotel, al abrir la puerta lo sorprendió la
imagen de un blanco de estatura mediana.
Sonriente, se apoyaba en el carro de acero
inoxidable que traía la cena.
¿Cuántos habían golpeado su puerta desde
el amanecer del miércoles, el día de su
llegada?
Quince, tal vez veinte mozos, mucamos,
personal de seguridad, supervisores de
limpieza y mantenimiento y entrevistadores
de la división bienestar del hotel. La mayoría
hispánicos, afrocentroamericanos,
afrocubanos y mestizos caribeños y
mexicanos; un tercio, o poco mas, eran
evidentes afroamericanos; hasta esa noche,
ninguno era un verdadero blanco.
El primer blanco, el de la primer cena
señorial que celebró los golpes de suerte de
esa noche, era un cuarentón sólido, pecoso,
de ojos empañados por un impreciso color
pastel y con la nariz chata y respingada que,
entre los irlandeses, suelen acompañar esas
mandíbulas salientes y pómulos redondeados

113
que sugieren la expresión de un bulldog
modelado en carne blanca humana.
Como esos canes, estos irlandeses son
insignificantes, pero pueden convertirse en
figuras terribles si se los caracteriza como
sargentos de policía neoyorquina y el
guionista de la serie les asigna el
interrogatorio del sospechoso. También los
ojos pastosos y nublados de cansancio de
aquel primer mozo blanco lo predisponían al
papel del borracho pendenciero que siembra
pánico entre los parroquianos del bar de la
gasolinera de una ruta del medio oeste.
Durante diez minutos, ciento cinco metros
por debajo de esa habitación, de un
restaurant a otro, de allí a un bar y desde el
bar a la central de distribución, el bulldog
debió haber recorrido un largo camino
ignorando si avanzaba empujando el carrito
de acero inoxidable, o si, usándolo a modo de
bastón rodante, descargaba sobre él parte de
sus noventa kilos de carne agobiada, mientras
su cuerpo se limitaba a acompañar con pasos
ese movimiento gratuito asistido por la fuerza
de gravedad terrestre.

114
No menos de una docena de subalternos y
cuatro empleados de mayor rango debieron
participar en la supervisión de la carga y en el
acondicionamiento de las bandejas térmicas y
las cajoneras de metal del móvil que
ingresaba a la habitación, brillante y mudo,
pero, tan rápido, que parecía dispuesto a
arrasar con el mobiliario para terminar
amontonando pufs, sillas, sillones y mesitas
de noche sobre la cama, donde, sentada, la
señora de Romano comenzaba un simulacro
de aplauso.

Aplaudía y chillaba como una americana. El


pelo teñido de rubio, los mechones
blanquecinos que llaman “claritos” y la ropa
de encaje de sedas satinadas y matelassé
brilloso tal vez dejaran al hombre de servicio
la impresión de una divorciada americana que
acaba de casarse con un rico comerciante
oriental. El móvil giró, se dirigió hacia el
rincón mas oscuro donde se encontraba la
mesa oval de desayunos, y no había
terminado de detenerse cuando el mozo
115
extrajo un mantel, lo desplegó en el aire, y
mediante un efecto de calculada tauromaquia
acompañó su vuelo con el dedo índice hasta
que lo vio tenderse prolijamente sobre la
mesa.
El hombre no necesitó mas de un minuto
para disponer platos, cubiertos, servilletas
arregladas en posición de cisne, copas de
cristal, bandejas –varias– con aderezos,
molinillos de pimienta, saleros, cubo de hielo,
botellas de agua mineral Evian, y las bandejas
térmicas selladas con los platos de la cena a
punto.
Había realizado su despliegue sin desviar la
mirada de los ojos Romano, como esperando
un gesto de aprobación o la indicación de
alguna preferencia no prevista en la rutina.
Después, sin hablar, le presentó la botella de
Pommery sosteniéndola horizontalmente, con
ambas manos, palmas arriba, ofertando el
pico apenas inclinado hacia arriba. Romano
entendió que ofrecía descorcharla, pero negó
con la cabeza, y tomó un billete de cinco
dólares de la mesa de noche disponiéndolo en
la bandejita de plata, bajo la copia de la
factura que inicialó despreocupadamente.
116
Hasta el momento de salir, el mozo siguió
mirándolo con la misma expresión.
Romano, aunque falto de recursos y de
razones para describirlas, tenía abundante
experiencia y sensibilidad para entender el
significado de esas miradas y gestos de
despectivo servilismo: el servil desprecio de
los que representan agotamiento físico para
indicar que prestan sus últimos servicios en la
jornada indicando al cliente: “yo ya termino
de trabajar para ganar dinero pero vos vas a
seguir pagando todo el tiempo”. O el
servilismo de los que exageran diligencia y
subordinación para sugerir que mientras su
interlocutor solo puede consumir y pagar lo
estipulado, él cuenta con muchas alternativas,
desde el mero cumplimiento de las normas
estipuladas para el servicio, hasta infinidad de
grados de una gama incalculable de
posibilidades que el azar brinda para
desempeñarse mejor.

Aunque para Romano una planta de


personal de servicio con predominio de
117
blancos americanos era índice de jerarquía en
hoteles y restaurants, cada vez que debía
enfrentarse a sirvientes de raza blanca
extrañaba la indiferencia activa de negros e
hispánicos: ellos pueden permitírsela
favorecidos por la doble protección que
brindan la frontera de razas, y la distancia
geográfica. Conjugadas, ambas diferencias
refuerzan ese paréntesis social que, como un
telón, deja fuera de la escena cualquier
perspectiva de inversión de poder y deber.
Porque siempre es posible que un mozo
blanco, en la noche de su aniversario de
bodas, vaya cenar a un restaurant donde es
atendido por otro mozo blanco que alguna
vez, antes o después, haya sido cliente en su
lugar de trabajo, recibiendo sus prestaciones
tal como ahora las está brindando.
En el caso de los hispánicos, la situación
era ambigua: ellos no eran llamados a servir
por sus características raciales ni por sus
capacidades, sino por su procedencia de un
origen geográfico que compartían con
Romano, pero que debían ignorar, pues el
mero hecho de ser cliente neutraliza el
estigma de ser latinoamericano.
118
El caso de los negros americanos era mas
complejo: como la distancia de razas era
consecuencia de una distancia geográfica y
del episodio histórico de su introducción en
este mundo de blancos, brindaban al cliente
una triple protección: ¿qué puede importar lo
que piensa de mí este mucamo, si piensa
desde otro mundo, otro espacio, otra raza, y
desde un tiempo que ya nunca volverá..?

Romano, como todos sus contemporáneos,


no descartaba el riesgo de caer en la
servidumbre, pero, sin haberlo pensado
jamás, sabía bien que aunque los azares de la
economía y la política lo precipitasen al peor
rango social, jamás podrían volverlo negro, ni
remitirlo a ese pasado de esclavitud del que lo
protegía una barrera de tiempo irreversible.
Solo un imbécil podría vivir entre los
contemporáneos de Romano manteniendo
bajas la cortinas que le ocultan el riesgo de
caer en la servidumbre que se presenta en
cada encuentro de los que pueden con los que
deben. Romano no concebía una vida libre de
119
ese riesgo, pero como todos, trataba de eludir
cualquier escenario que se lo recordase
demasiado. Como hombre de éxito, al
planificar cada uno de sus actos, apostaba a
que una vez mas, su desenlace favorable
reivindicaría, de una u otra manera, la
legitimidad del lugar que le correspondía en el
mundo.

Conocía a muchos que al cabo de amasar


una fortuna que jamás habían esperado, se
aventuraban a otras actividades, o la
apostaban a proyectos de mayor
enriquecimiento, como si supieran que la
ausencia del riesgo de perder los llevaría a la
locura, al suicido, o a la imbecilidad.
Se lo advertía en el estrecho mundo de los
negocios, y multiplicado, en el amplio mundo
social representado por la gente del club: los
que se las arreglaban para vivir sin poner en
juego su pertenencia a los que pueden,
desaparecían de la escena. Podrían poseer
cosas, podrían gozar de bienes y placeres,
vivir seguros de que nadie los juzgaba mal y
120
recibir a diario pruebas de que no eran
envidiados, despreciados, ni odiados, ni
admirados. Pero, por eso mismo, nadie
estaba dispuesto a imaginar para sí o para
sus hijos un futuro de opacidad semejantes
vidas sin relatos.

–Guarango el mozo… ¿No..? –Comentaba


Mirtha.
–No… Parecía apurado… Deben estar
cambiando el turno…
–¿Cuánto cobraron che?
–No sé, no me fijé… Creo que eran
doscientos veinte, o dos cuarenta… Menos de
la mitad de lo que hubiera costado en el
Provincial de Mar del Plata.
–Claro… Ella dijo que lo hacen a propósito:
cobrar todo al costo para que la gente esté
contenta y se quede jugando.
–¿Qué ella..? ¿Quién?
–Ella… ¡La pendex Verónica!
–Che… ¿Está cerrada del lado nuestro la
puerta de la pieza de los chicos..? –
Preguntaba él al tiempo que se dirigía hacia el
121
pasillo de salida de la suite. Después, de
rodillas sobre la alfombra, apoyaba la cara en
el piso tibio, tratando de verificar si los chicos
tenían las luces encendidas, oyó la voz de su
mujer:
–¿Qué querés espiar..? ¡Hace dos horas que
apagaron la tele! ¿No te diste cuenta que del
lado de ellos no tiene cerradura ni manijas..?
Yo eso fue lo primero que me fijé… –Dijo ella y
explicó que los chicos habían estado
experimentando con el control remoto de los
televisores, y que Chachi se había aprendido
el manual:
–¿Viste que en la pieza de ellos tienen una
tele igual a esta? –Preguntaba, agregando…–
Ellos descubrieron que es distinta. En la
nuestra con el remoto podés ver el estado de
la cuenta del hotel, hay una posición en las
teclitas que te muestra en la pantalla cuatro
dibujitos: hay una llave, una lamparita, una
tele y un teléfono… Si ves que titilan, quiere
decir que están funcionando, y así sabés si
entran o salen, o si hablan por teléfono… O si
tienen la tele prendida.
Tan sorprendido como su mujer, a Romano
no se le cruzó la idea de que en algún
122
despacho de la administración del hotel
pudiese haber una red de pantallas donde el
televisor, el teléfono y las cerraduras de su
propio cuarto estuviesen también
representados por íconos titilando a la espera
de una orden del teclado del sistema de
control central.
“Ahora van a comer”, indicaría la pantalla,
y, algún micrófono detectaría el ¡ploop! de los
gases del Pommery al descorcharse. Tal vez
tuviesen un ícono representando que los
ocupantes de la suite principal sintonizan uno
de los canales de entretenimientos del circuito
privado del hotel, desestimando la pantalla-
menú que controla lo que hacían sus invitados
de la habitación anexa. Tal vez haya un sensor
que detecte la presencia de dos cuerpos, y
que uno de ellos deja su lugar en el centro de
la cama y se dirige, descalzo, a tomar asiento
en la mesa de desayuno. Si tienen tan preciso
control del estado de cuenta, tal vez algo en
las pantallas centrales indique que han
encargado esa cena de ostras, canapés de
langostinos y un arreglo multicolor de cremas
de zanahoria, zapallo, papas, berenjenas,

123
pimientos y arvejas enviados por el restaurant
chino de la galería de comidas.
Difícilmente dispongan de imágenes de lo
que ocurre en el interior de la suite, apenas
iluminada por los reflejos de la pantalla del
televisor y los dos veladores cuya luz
apergaminada tapiza la pared del respaldo de
la cama. Las leyes americanas son estrictas
respecto de la privacidad de la imagen del
cuerpo, y ningún hotel se expondría a la
demanda judicial de un cliente indignado.
Aunque tal vez, a semejanza de los bancos
y ciertas oficinas de gobierno –que graban
imágenes hasta de lo ocurre en interior de sus
baños–, cuenten con un recurso legal que los
autoriza a registrar imágenes si lo justifica la
presunción de una amenaza a la seguridad.
No sería improbable que, como a los
comandantes de grandes barcos y las
aeronaves comerciales, se otorguen
privilegios a los directivos de este tipo de
institución y, así como las leyes del mar
permiten al capitán reducir al cautiverio al
pasajero cuyo comportamiento pone en
peligro la seguridad de la nave, lo que han
invertido en el emprendimiento mil o dos mil
124
millones de dólares y cargan con la
responsabilidad de mantener en orden a
novecientos empleados y a mas de cinco mil
clientes, tengan medios para eludir las trabas
impuestas por una legislación creada para a
un mundo mucho mas previsible y fácil de
controlar.

Es notable la capacidad que estas


organizaciones hoteleras tienen para integrar
sus servicios privados de seguridad con las
instituciones de seguridad y vigilancia de la
comunidad donde se erigen.
No es el caso de un comercio de Buenos
Aires que pagando un pequeño soborno tarifa
la delegación policial del barrio tiene rápido
acceso a la autoridad y garantías de que, en
emergencias, siempre la fuerza pública
actuará en su favor y con todos lo medios a su
alcance. En un gran hotel, como en un banco
o en cualquier empresa de magnitud, no hay
necesidad ni posibilidades de distraer dinero
para predisponer favorablemente a las
autoridades: la integración entre la autoridad
125
privada y el servicio público de control social
parece servicio que en forma invisible y
gratuita obtiene toda institución que pese
significativamente sobre la demanda de
trabajo y la recaudación impositiva.

Es admirable como en este tipo de


emprendimientos se identifican las metas
institucionales de tener y brindar seguridad y
orden con la meta empresaria de maximizar
las ganancias.
Los dispositivos de seguridad, por su mero
accionar, generan un capital de información
que permite al hotel excluir a psicópatas,
terroristas, jugadores especulativos que
registran obsesivamente las fallas de las
máquinas de azar en busca de alternativas
ilegales de obtener ganancias, carteristas y
pequeños desesperados que roban fichas para
seguir jugando, protegiendo a un mismo
tiempo a su clientela de odiosos periodistas
sedientos de chismes y de detectives privados
que pasando por turistas y jugadores
merodean por los salones buscando
126
evidencias de aventuras extramatrimoniales,
o de hábitos de apostadores que puedan
anexarse a demandas de divorcio o despido
contra cónyuges y empleados infieles. Esos
mismos datos relevados con tan diversas
finalidades sirven a los expertos en marketing
para pronosticar y estimular el consumo de
los clientes, y para concebir nuevas
oportunidades de negocios, ideando nuevos
medios para transferir a la tesorería del hotel
el dinero que los clientes puedan haber
salvado de la voracidad de las mesas de
juego.

Hay un perfume y es improbable que los


dispositivos de seguridad, control y marketing
de la organización lleguen a computarlo entre
sus objetivos de indagación.
Es el Karina, una fragancia de Stuart&Stein
que puede conseguirse en cualquier tienda de
cosméticos de bajo precio.
Tiene algo cítrico, como limón o
bergamota, pero bajo esa capa superficial de
frescura, se puede reconocer un vaho animal:
127
el aliento de un niño, o el olor de una piel de
humana adulta al despertar al cabo de un
sueño en calma, todo a lo largo de una noche
templada.
La vajilla y la mantelería del hotel tenían un
aroma parecido, tal vez porque las lavadoras
automáticas del subsuelo emplean
detergentes aromatizados con una esencia
industrial, mas económica, pero inspirada en
la misma combinatoria de perfumes.
Al cabo de chocar su copa con la de Mirtha,
y antes del primer sorbo de champán,
Romano percibió ese olor que de inmediato le
evocó el cuarto de los niños.
No sabía porqué, pero durante mucho
tiempo, cada vez que percibía el olor del
Karina, o de perfumes que lo imitaban, de
seguido se le representaba la imagen del
cuarto con sus colchas de rayas blancas y
azul pastel, sus cortinas de hilado grueso y el
mobiliario esmaltado con colores infantiles.
Tampoco supo que Verónica usaba la marca
Karina, ni se preguntó jamás por el nombre de
esa colonia, cuyo atomizador, de color ocre,
debió haber visto un par de veces en el bolso
de viaje de los chicos.
128
Antes de terminar la copa, el olor del
champán había desplazado con tonos de uva,
grosella y maderas el perfume fresco del
Karina y el vaho animal que se percibía en el
fondo del aire de la habitación anexa. ¿Qué
sentiría Mirtha? Seguramente conocía la
marca y tenía una opinión formada sobre su
nivel de calidad y su ajuste a lo que
corresponde para una chica que acompaña a
una familia en vacaciones. Sin duda, también
ella viviría durante años asociando esa
fragancia con el cuarto de los niños del hotel
de Las Vegas, pero con toda probabilidad, ella
dispondría de nombres de marcas
internacionales para definir con mayor
precisión lo que nosotros solo podemos referir
como esencias cítricas y vahos animales.
“Es como el Vogue de antes, pero tiene
algo del Miss Dior y una cosa de nena, como
de colonia de bebé Johnson´s… Es
agradable… Para el día… Con ropa de noche
se daría de patadas, me parece…”
Algo así podría decir ella si una amiga
pidiera su opinión sobre el Karina de Stuart.

129
–Es como exagerado… –decía ahora,
refiriéndose al arreglo de platillos de cremas
de legumbres y tubérculos al que llamaron
“bandeja de purés” – ¡Dejémoslo para
después!
Romano terminaba su plato de
langostinos. Después de las ostras, se había
limitado a probar una crema grisácea que le
pareció puré de garbanzos y berenjenas. Que
era un plato ridículo, le había dicho a Mirtha, y
a ambos les pareció imposible que la cocina
oriental tuviese platos como aquel, tan griego,
o hindú, en el mejor de los casos.
– ¡Dejémoslo para después!, oyó, y en otro
momento, hubiera respondido “¿Después de
qué?”, pero esa noche miró fijamente los iris
de su mujer, y sin desviar la mirada, bebió un
último sorbo de su copa y quedó en silencio,
sintiendo el sabor del champán mezclado con
el aroma a aceite de palma que seguían
liberando las migas del rebozador de los
canapés de langostinos.
En el azul raro de los iris de su mujer, los
reflejos de la luz amarillenta de los veladores
parecían venidos desde atrás: desde el fondo
130
de los ojos, desde los huesos de la nuca, o,
desde mas allá: desde un detrás
perteneciente al tiempo en que ella aún no
había empezado a envejecer.

Aquí te cambian las sábanas no menos de


tres veces por día. Basta dejar el cuarto por
unos minutos, con la colcha apenas corrida de
lugar, para que aparezca una mexicanita y la
ponga en orden o cambie la funda de la
almohada y las sábanas aunque se note que
allí no hubo nadie acostado. Las sábanas
tienen olorcito a ropa oreada al sol: olor a
agua de lago de Bariloche. Se siente al
acostarse, en cuanto apagaste la luz. Después
se va y empezás a sentir tu propio olor, y de a
poco, cuando sudás, el olor del Karina
aparece de nuevo, un poco distinto, menos
fresco y mas fuerte. Hoy Magalí me lo pidió
para ponerse unas gotas en el pelo antes de
bajar a la pista de patines. Después, pobre, se
sacudía el pelo en el ascensor y controlaba
por el espejo si ese turista negro le prestaba
atención. Le mira las manos a los negros y a
131
las negras el pelo, los pies y las tetas. La vieja
Romano no parece tener la menor idea de lo
que son los negros. Se los cruza como si
fueran caniches de las turistas, o unas de
esas boludas estatuas de yeso de la
decoración. Todos los negros que me pasaron
cerca en este el hotel tenían perfume vulgar
de varón, como cualquier visitador médico
argentino. Debe ser el olor de la crema de
afeitar que usa la mayoría en este país. El
supervisor de nuestro piso es negro, pero
mira a la gente como si fuese blanco. Me
meto en el cuartito donde ponen las mudas
de ropa, y ahí mismo me tira al piso entre las
sabanas apelotonadas y los tohallones
húmedos y me sacude de los pelos. Yo le abro
el pantalón: el cierre, los botones. Le sale
como un resorte. La tenía parada desde
antes, pero apretada por el slip. Ella, negrita,
parece haber salido a tomar aire sin saber
que yo la quisiera bien adentro y al mismo
tiempo bien metida en la boca. Pero antes
mirarla bien: negra la piel, rosado el resto, la
punta roja como un lápiz de colegio. Y sin ese
olor a colonia de empleado o a espuma de
afeitar del hotel. ¿Magalí también se dará
132
cuenta cuando Chachi se hace la paja
mirando tele? Pobre pibe, le vendría bien una
minita que le enseñe a coger. La boca sí
calienta, carnosa, de turquito calentón. Lo
chuponearía bien si después no tuviese que
aguantármelo todos los días. Pero da asco ese
pito blanco, finito y torcido: no me animaría a
tocárselo ni a mirarlo desnudo. Se calienta
con las mujeres grandes de las películas.
Pobre, debe pajearse pensando en minas de
treinta. Magalí, si se pajea, debe hacérsela en
el baño, con el chorro del bidé. Siempre que
se va al baño y aparece el bidé mojado.
Cuando el viejo se lleve a Chachi a algún
paseo, voy a ponerla a mirar tele y a tratar de
espiarla mejor. Si esta noche Chachi no
estuviera en el cuarto acabaría haciendo
ruido, o me pondría a patalear como loca en
esta cama antes de acabar. El negro me
sacude del pelo. Yo me hice trenzas y él se
me cuelga de las trenzas y me sacude y me la
mete hasta el fondo. Le chupo los labios y le
meto la lengua entre los labios y las encías:
con la lengua bien dura le froto las encías
coloradas, con gusto a chicle de menta y a
pija de negro.
133
IV

Si alguien se presentara frente al


matrimonio Romano y relatase las fantasías
de aventuras con negros de la muchacha,
ambos se sorprenderían, mas por la
ingenuidad de un confidente capaz de
creerlas , que por esas historias que solo se
podrían componer en una mente enfermiza.
“Enfermiza” era una típica expresión de la
señora Romano.
Y si apareciera alguien y les dijese que el
chismoso decía la verdad, que solo erró con la
elección del destinatario de su infidencia, y
que la vieja abuela libanesa de Romano, o las
tías polacas de Mirtha, estaban mejor
preparadas para entender lo que ocurría en el
cuarto vecino y en la imaginación de esa
estudiante, la pareja lo tomaría por un loco.

134
Para ellos, estas cosas suceden en las
novelas, o en el cine efectista inspirado en
ellas y si se leen o se miran, se lo hace sólo
para corroborar que no pueden ocurrir en la
proximidad de las familias.
A veces se encuentra algo parecido en las
páginas policiales de la prensa
sensacionalista: crímenes pasionales,
violaciones, patologías exóticas que explican
comportamientos que casi nunca aparecen en
la realidad.
Los Romano no eran estúpidos: sabían que
nadie está exento de tener un pariente
homosexual, criminal o demente y conocían
familias normales que de un día para el otro
se convirtieron en escenario de tragedias o en
objeto de revelaciones que, hasta pasado
mucho tiempo, siguieron formando parte de
las cosas que nunca se terminan de explicar,
ni de justificar, o de creer.
Pero hasta el mismo hecho de saberlo era
un motivo que aseguraba que, a esa altura de
la vida, su familia se encontraba bien lejos de
semejantes riesgos.
En cambio, la abuela Ana recordaría que en
Damasco hubo un rabino que cada viernes le
135
presentaba a su mujer un muchachito de doce
años para que lo iniciase en el amor, que un
gobernador de la administración británica
llevaba ovejas o cabras a su dormitorio y que
con sus amigos árabes se jactaba de esa
costumbre traída de Sudamérica. Recordaría
que, junto a sus primas, ella misma practicó el
juego de tocar asnos y caballos en los corrales
del gran almacén de la familia.
La tía Miriam y la tía Edid de Mirtha podrían
contar historias parecidas datadas en Polonia
o en el Buenos Aires de los años veinte: ellas,
como la vieja Romano, crecieron convencidas
de que la dignidad de las familias se
construye no “sin”, sino "a pesar" de todas las
monstruosidades que, ahora, a los Romano,
les resultan inconcebibles.

Eran grandes y ya había nacido Chachi,


cuando durante un viaje por Europa
descubrieron en una tienda de antigüedades
colecciones de postales pornográficas de
finales fines del siglo XIX.

136
Ya ni recuerdan el episodio, pero en el
aquel momento ambos se asombraron por
igual y por la misma causa: que ochenta años
atrás, cuando ni autos había, existiera una
industria gráfica que convocaba a artistas, o
profesionales de notable destreza y los
pusiera a trabajar sobre un tema que recién
ahora el cine japonés clandestino se atrevía a
explorar, les resultaba tan asombroso como la
evidencia de que ella y él, por igual, pudiesen
sentirse incitados sexualmente por esas
imágenes en blanco y negro con reflejos de
sepia y purpurina, tomadas a personas que
podrían haber sido sus bisabuelos.
Sabían que las diversas aberraciones cuyo
relato solía excitarlos, aunque dataran de la
antigüedad, procedían de los tiempos de la
decadencia de grandes imperios –decaen la
sociedad y el estado, decaen las costumbres,
todo se descompone–, pero hasta ese
momento vivieron convencidos de que la
Europa católica y, dentro de ella, las
comunidades judías integradas por su
reverencia al templo y a las costumbres
ancestrales del pueblo hebreo, constituyeron
durante siglos un mundo que, como el de la
137
Argentina de su infancia, mantenía esas
prácticas enquistadas en minorías de
criminales y dementes, o entre poderosos
corruptos que, como un organismo atacado
por la peste, la sociedad se encargaba
rápidamente de eliminar.
Borgias, marqueses sádicos, josefinas,
rasputines y princesas rusas, eran fenómenos
exóticos, personajes novelescos cuyo carácter
anómalo e infrecuente no podía justificar una
actividad colectiva tan compleja como la que
testimoniaban esas costosas extravagancias
editoriales.
Aquella vez en la tienda del anticuario de
Milán se consultaron con una mirada que les
bastó para sentirse de acuerdo, desestimando
la compra de esas postales reveladoras que
les ofrecían como parte de una colección de
programas de teatros y de ópera de
comienzos de siglo que Romano quería usar
como regalo para alguno de sus clientes.

138
Parece que funciona mas la pomada que el
propio diafragma. Esta goma de mierda está
para mantener en su lugar a la pomada, mas
que para cerrar el paso a los astutos
espermatobichos. A mí hasta ahora nunca me
falló, y, si me falla, ya me veo venir la
reacción de Papi:
–Uy.. ¿De veras que va ser negrito..? ¡Qué
lindo! ¿Ya pensaste que días de la semana vas
a dejar que esté solo con nosotros así podés
estudiar tranquila..?
La vieja, en cambio, directamente se
suicida.
Pero es imposible colocarse el diafragma
cumpliendo las instrucciones que trae el
pomo sin enchastrarse las manos y hasta los
pelitos de abajo con esa pomada grasienta.
Me aplico un poco de rubor castaño sobre la
cara, me marco apenas las pestañas con
rimmel, me pongo las sandalias de taco alto y
el vestido hindú que queda bien a cualquier
hora, y salgo con el diafragma puesto, sin
corpiño, sin bombacha y sin cartera, y con el
paquete de Marlboro, el encendedor de plata,
dos monedas de cincuenta cents y mi llave

139
del cuarto en una mano y dios dirá qué pasa
abajo en el casino.
Y si me cruzo a los Romano, les digo que
estoy buscando a un chico argentino que me
citó a las once en los flippers –no: me citó en
el Mac Donald´s– y yo le tuve que fallar
porque Chachi y Magalí nunca terminaban de
dormirse.
–Se llama Fridman, es de arquitectura…
Vino con toda la familia y se vuelven mañana
a Buenos Aires…, les invento.
Llamándose Fridman se van a tranquilizar:
es un apellido de chico frío y pacífico que se
vuelve mañana a Buenos Aires. A la Romano
le va a encantar.
Y si aparece uno de los detectives del hotel
y me pregunta la edad le pido que me
acompañe a buscar a mi boy–friend que tiene
my bag con my documents y está gambling
en una table de black–jack. Tanto le ruego que
me ayude a encontrarlo que se olvida de
averiguar mi edad.
Y si un viejo me confunde con una puta del
hotel y me ofrece plata para que vaya a con
él habrá que ver: si parece soltero y tiene
aspecto sano y no es un baboso, por ahí me
140
voy con él. ¿Qué cara me pondrá cuando no
quiera aceptarle plata?
Y si nadie llega a mirarme como si fuese
una puta del hotel, mala señal. Tendré que
aguantarle la vista a cada uno que me mire,
hacer boquitas de pavota y moverme como al
compás de la música ambiental del casino.
Y entonces sí que, si nadie se me arrima,
vuelvo a la habitación y me encierro en la
bañera con una lata grande de cerveza a
chupar y a pajearme apretándome las tetas.

¡Ay..! ¡Meterte un dedo en el culo Dadi..!


Ya nunca olvidaría la excitación de la
primera vez que Mirtha confesó aquella
fantasía. Después, pasó un largo período
durante el que ella lo atormentó
preguntándole si en alguna de sus aventuras
la otra había intentado violarlo, o le había
tocado, besado, o lamido el ano. A cada
pregunta respondía que no y con cada
negativa se hacía mas consciente el pacto de
fidelidad de la pareja: ni se ocultarían nada, ni
141
permitirían que en el curso de una aventura la
pasión fuese mas allá de lo que solían
experimentar juntos.
Ahora que entre modelos y actrices estaba
de moda fumar drogas, Romano rechazaba
convites y les exigía que fumasen en los
cuartos de baño, o lejos de su presencia,
indicando con su malhumor que para él las
drogas eran un tabú tan fuerte como el de las
relaciones anales. Sin mencionarlo, daba por
supuesto que en sus poco frecuentes
aventuras, Mirtha se abstenía de tener
relaciones con hombres menores de treinta y
con personas conocidas y que tuviesen una
posición social mas alta.
No celos: una forma de odio o ferocidad
que lo impulsaría a golpearla hasta
desfigurarle la cara le provocaba la
posibilidad de que Mirtha tuviera una cita con
alguno de los hombres ricos del club, o con un
instructor de tenis, o con alguien que la
incitase a compartir una pitada de marihuana
o una pastilla alucinógena.

142
Esto puede advertirse pasado mucho
tiempo desde la única visita de los Romano a
Las Vegas. El Paradise fue uno de los primeros
hoteles, por así decirlo, salvajemente
temáticos. Todos los hoteles son temáticos: si
los clásicos estuvieron inspirados en el tema
de la hotelería señorial de la nobleza europea,
los mas modernos se inspiraron en la
arquitectura funcional, casi oficinesca, a la
manera de los Sheraton, Hilton y Carrera de
todo el mundo.
Siempre en procura de diferenciación,
algunos exploraron alusiones a la gastronomía
francesa, otros a la flemática mansedumbre
del turismo británico y optaron por mimetizar
los sedantes emplazamientos de hoteles que
en balnearios y montañas fueron los primeros
polos de atracción turística en el siglo XIX: de
allí los Bristol, Ostende, Biarritz, y Mónaco que
proliferan en todas las capitales del mundo.
Lo mismo sucedió en Las Vegas. Pero el
competidor de un hotel de Las Vegas, a
diferencia de la de los Plaza, City y Claridge
de Buenos Aires o de Nápoles, no es otro hotel
de la ciudad. En Las Vegas no es el hotel
quien brinda un servicio a los que están de
143
paso por el lugar: es la ciudad la que presta
su nombre –la ilusión de estar en un espacio
geográfico– a los que decidieron estar de paso
por sus hoteles.
Muchos siguen creyendo que esos hoteles
pertenecen a la mafia del juego, a la mafia
italiana, a la mafia judía, o a grandes capitales
subterráneos acumulados en los tiempos de la
prohibición del alcohol en los Estados Unidos.
La industria hotelera saca partido de este
mito, y, en la medida de lo posible, prefiere
apellidos polacos, italianos, colombianos y
mexicanos en sus cargos directivos, de modo
que un huésped curioso que consulte las
memorias o los balances, se dé por satisfecho
con esos Víctor Martínez Sierra, Vito Zanetti y
Sammy Goldstein que, como sombras en la
penumbra de la boisserie del directorio, que
uno se ha alojado en un palacio del mal y no
avance hacia la tediosa letra pequeña donde
podría confirmar que Sammy representa al
accionista mayoritario Citicorp, Vito a un
fondo de pensión centenario y que Víctor ha
cumplido treinta años de servicios en una
sociedad de inversores que integrada por tres
fundaciones, dos universidades y una
144
federación de templos mormones del
noroeste.
A cualquier visitante de la ciudad en la
época de las vacaciones de la comitiva de los
Romano, la arquitectura, la frivolidad, las
muestras exageradas de dilapidación y la
incipiente tematización de los hoteles, se les
presentaban como un bloque en el que cada
motivo para el asombro, remitía tanto a los
otros que impedía considerarlo aisladamente:
todo detalle diferencial era igualmente
asombroso.
Distinto el caso de un porteño que visitase
una hipotética ciudad idéntica a Buenos Aires,
donde la gente hablara inglés, y un veinte por
ciento de los habitantes fuesen negros. Esta
única diferencia, incrustada en un sistema de
semejanzas virtualmente infinito, se prestaría
tan bien a la contemplación que hasta el
viajero mas distraído podría sacar sus
conclusiones:
–¿Viste que cada vez hay mas
portorriqueños en San Telmo…?
–Y… Sí... ¡Si ya no queda ni un puto
irlandés por la zona: todos los negocios de
comida quedaron en manos de los hinduses..!
145
Pero la realidad parece programada para
eludir este tipo de situaciones ideales. En Las
Vegas, como en Atenas, el conjunto de todas
las diferencias irrumpe en bloque: un bloque
que impone una creencia absurda –los hoteles
pertenecen a la mafia– encuentra su
confirmación por la misma densidad de su
magma indiscernible.
A cualquiera que visite por primera vez la
ciudad después de cinco, diez o veinte años
del paso de los Romano por el Paradise, –que
ya no existe– la ciudad, –dos veces mas
poblada–, sus hoteles, –triplicados en número
y quintuplicados en su cantidad de plazas– y
su negocio de juego, –quince veces mayor y
con márgenes de utilidad duplicados– no lo
asombrarán mas que al común de los
visitantes de esos años mil novecientos
setenta y siete y setenta y ocho. Esto es fácil
de comprobar. Y no sería difícil conseguir
gente de buena memoria dispuesta a dar
testimonio, que haya conocido la ciudad en la
época de esta crónica y no ha vuelto a
146
visitarla en los veinte años que la separan de
su publicación.
Tal el caso de Verónica, que pasó por allí en
1998, recordando todo y burlándose de los
comentarios y de las caprichosas
interpolaciones del narrador. A distancia de
décadas, la segunda visita de esta clase de
testigo privilegiado, le deparó la experiencia
del mismo asombro en bloque, al que se
agregó ahora el asombro de que, salvo el
nombre de algunas avenidas, todo era ahora
diferente.
Y sin embargo todo seguía siendo igual.

–¿Por qué –se preguntaba ella– aquí me


animo a hacer cosas que jamás haría en
Buenos Aires o en Pinamar..?
Pinamar era un balneario de clase media
ubicado a cinco horas de la capital argentina.
Su familia solía pasar allí sus las vacaciones
de diciembre. En el Paradise, imaginando su
plan de salir sin ropa interior, lista para una
aventura sexual con un desconocido y presa
de un impulso mas fuerte que en cualquiera
147
de sus salidas para un primer encuentro,
recordaba las pocas veces que en Buenos
Aires y en Pinamar fue a fiestas y a lugares de
baile acompañando a un grupo de amigas,
todas concertadas por el pacto de que esa
noche harían el amor con alguien, y lo harían
sabiendo que, en ese momento, en un hotel,
en un departamento o en un auto, las otras
estarían haciendo algo que la tarde siguiente
se contarían en una interminable red de
llamadas telefónicas.
Cualquiera fuesen los resultados, aquí no
tenía a quien llamar y, por entonces,
consideraba que las prostitutas del hotel,
aunque fuesen modelos o chicas
universitarias, pertenecían a un rango social
inferior a la servidumbre y hasta a los propios
policías. Fuera de ellas, no había otra mujer
con quien competir o a quien valiese la pena
emular.

Conociéndola, puede estimarse que al


dejar la habitación, y en camino a la sala de
juegos, haya enumerado las causas de esa
148
excitación, que, –debía saberlo– le producía
mas placer que la mas perfecta realización de
los deseos que volvían a estimularla. Habrá
pensado que allí no la conocía nadie. Habrá
pensado que tal vez podría conocer a un
negro. Habrá pensado que algo misterioso en
el ámbito de los juegos de azar le contagiaba
una sensación de riesgo y una ilusión de
resultados tan fuerte como la de los viciosos
que enfrentan las mesas pensando en un
golpe de azar que los volverá ricos, y, con
ello, felices.
Tal vez no haya pasado por alto su
situación social que por unos días la asimilaba
a la servidumbre de las casas y a la niñera
paraguaya que la atendió hasta los nueve
años...
La excitante sensación de ser puta...
Pero cuando se decía “ser puta”
preguntándose por qué allí se atrevía a
proponerse lo que jamás se le ocurriría hacer
en Pinamar ni en Buenos Aires, no se
formulaba la frase con léxico y sintaxis como
si ella también estuviese condenada a
escribirla. No se formulaba nada. Ni “ser puta”
ni su interrogación eran frases, sino
149
sensaciones e impulsos de curiosidad
acuciante, como la excitación y el placer de
sentir la excitación y el placer de moverse por
ese ámbito que, hasta por su mal gusto,
testimoniaba que había sido planeado,
construido y decorado para el placer.
“Puta” se traducía como una forma de
caminar con gracia, sintiendo la desnudez de
la pelvis y la zonas mas altas de las piernas
donde, también desnudas, se rozaban las
caras internas de los muslos.
Y nada mas: “puta” no disparaba ni
imágenes de mujeres pintarrajeadas que
fingen desear, ni las sensaciones de piedad o
desprecio que inspiran las imbéciles que
creen vender sus cuerpos. Era una palabra
casi vacía, y, por eso, repetírsela
mentalmente acentuaba el placer y lo ubicaba
en la parte del cuerpo que en ese momento
estuviera mas dispuesta a sentirlo, la piel, la
planta de los pies, los muslos, la parte alta de
la cadera desnuda donde rozaba la bambula.

150
–¿Y por qué no aprovechamos que están
Chachi y Verónica con todo el tiempo libre..? –
Había preguntado Romano, y su mujer le
había respondido “no sé ni me interesa...
Ahora quiero dormir…”
Había pronunciado “dormir” extendiendo la
“o” de la primera sílaba y modulando la voz
como si la palabra dormir fuese una
invocación al acto de entrar al sueño que
pudiera cumplirse por el mero hecho de
formularla.
Habían pasado mas de una hora, quizás
dos, entregados a un juego sexual en el que la
pasión in crescendo los llevó a repetir la
rutina de poses, caricias, ritmos y breves
diálogos y sugerencias verbales que casi sin
variaciones venían repitiéndose desde hacia
años.
Y, como siempre, antes de culminar,
Romano sintió que el encuentro volvía a ser el
mas intenso y placentero de su vida.
Y como casi siempre en esos últimos años,
evitó decirlo: lo había repetido tantas veces,
que ahora lo silenciaba el temor de que ella
pudiera atribuirlo a una frase de cortesía.

151
Hacia el fin de cena, habían hablado del
fax. En el hotel había decenas de esos
dispositivos telefónicos que en Buenos Aires
solo eran una curiosidad en un pequeño grupo
de sucursales de firmas americanas. Aquí
mirando el milagro del nacimiento de un rollo
de papel impreso reproduciendo a distancia
una imagen llevada por el cable telefónico a
través de una red de conmutadores,
estaciones, coaxiles, antenas y satélites.
Romano quería destinar la ganancia de
esos primeros días a la compra de dos o tres
de esos dispositivos, aún corriendo el riesgo
de tener que pagar un recargo aduanero.
Mirtha trataba de desalentar su plan: no le
parecía posible que equipos tan modernos se
adaptaran a la precaria telefonía de la
Argentina.
Él no descartaba esa posibilidad, pero
decía que era un riesgo que convenía asumir:
aunque funcionaran la mitad de las veces, y
hubiese que contratar un servicio técnico para
que los adapte, la utilidad futura de esos
aparatos justificaba cualquier riesgo.
–Clavarse… ¡Clavarse es el derecho de piso
que tenés que pagar para seguir al día! –
152
Repetía él, sin dejar de sospechar que
también ella estaba entusiasmada.
La tarde anterior habían recorrido las
cabinas telefónicas del hotel. Algunos turistas
operaban los equipos: los veían recibir folletos
y mensajes que, de otra manera, hubiesen
demorado días en llegara sus manos. Vieron
secretarias que acababan de mecanografiar
facturas, cruzando el hall de la recepción para
inclinarse sobre una máquina que en instantes
imprimía un ticket certificando que el lejano
destinatario las había recibido.
–¡Clavate! ¡Total es plata tuya…! Pero no te
olvidés de hacer que paguen la parte que les
corresponde a los vagos de tus socios... –
Había resumido ella, haciendo un gesto que
indicaba que no quería volver a hablar del
tema.

Aquella noche, después del juego, el precio


estaba lejos de su precupación. En el local de
materiales de oficina del shopping del hotel,
esos equipos se ofertaban a mil quinientos
dólares: aunque en la ciudad, o en los
153
anuncios de los diarios se consiguieran
mejores ofertas, no valía la pena alejarse del
hotel. Si postergó su impulso de comprar dos
equipos con su American Express, fue menos
por temor al sobreprecio que castiga a quien
compra precipitadamente, que por sus dudas
sobre las instrucciones, siempre simplificadas
por los vendedores que especulan con la
codicia del cliente y simplifican esos
manuales que después resultan un jeroglífico.
Estaba fresca en la pareja la experiencia
con los nuevos televisores de control remoto:
semanas consultando el folleto, ensayos y
errores, y terminaron condenados a depender
de los chicos que desde el primer día los
dominaban. En el caso del pequeño receptor
de su dormitorio se resignaron a tener
sintonizado siempre el mismo canal.
Varias veces en el curso del juego sexual,
Romano tuvo flashes involuntarios con
imágenes de equipos de fax, sus teclados y
sus indicadores luminosos. Y cuando la
agitación ofuscada empezaba a convertirse en
una fatiga que inducía el sueño, pensó que
teniendo dos habitaciones y la presencia de
tres chicos habituados a dominar equipos de
154
juegos y video, podrían aprovechar el tiempo
libre para que, una vez que ellos se
familiarizaran, los adiestrasen en el manejo
de la máquina de fax de modo de llegar a
Buenos Aires y sacarles todo su provecho, sin
condenarse a usarlas como adorno del living
de la casa y del conmutador de su oficina.
Aunque no dejaba de parecerle una marca
de maquillaje, la palabra “fax” tenia el mismo
encanto que la imagen del equipo que mas le
había gustado: un Technos, color gris oscuro,
sin aplicaciones de metal, y con unas
pequeñas caladuras de cristal esmerilado, que
emitían señales de colores, indicando la
función que debía estar ejecutando el aparato.

Si fuese un balneario o un centro para


esquiadores, la ciudad tendría historias y
mozos de bar, conserjes y recepcionistas de
los hoteles, los instructores de ski y los
vendedores ambulantes de la playa, cada cual
a su modo, las repetirían y las irían

155
cambiando a gusto de su público de turistas y
gente de paso.
Y esa gente, ociosa y siempre dispuesta a
charlar bajo el sol de la playa o junto al fuego
de los salones en los atardeceres de montaña,
iría filtrándolas y perfeccionándolas y con el
tiempo sabrían cuáles contar y qué detalles
omitir o agregar para volverlas mas eficaces.
Algunos las narrarían para ligar
afectivamente al turista de paso con el lugar,
otros para ocultar el carácter de puesta en
escena de esas urbanizaciones de utilería
creadas sin otra finalidad atrapar dinero de
los turistas, y, en general, todos los que
narren, cualquiera sea el fin perseguido por su
relato, coincidirán en el deseo de que sus
relatos estén en circulación para que lo
escuchado, inventado y contado siga
reproduciéndose en el futuro.
Pero en una ciudad concentrada en el
juego, que es una máquina conectada al
futuro, a nadie le interesan relatos del pasado,
y nadie tendría oportunidad de ponerlos a
prueba cuando aun están frescos en la
memoria. Donde no hay ocasiones ni lugares
previstos para conversar, un improbable
156
interesado en la circulación de historias no
tiene dónde poner a prueba la medida en que
atrae la atención, circula y se reproduce un
relato que, seguramente, nadie se preocupó
de contarle.

Un personal de seguridad que lleva quince


años de servicios vistiendo su uniforme de
terciopelo satinado con botones de falso
nácar, puede pasar la mitad de su carrera en
la misma organización de hoteles y casinos
sin una oportunidad de referir historias de su
hotel, de otros en los que revistó en funciones
parecidas, ni de la ciudad que adoptó como
suya hace mas de quince años.
Aunque su familia, sus amigos del ejército
y los hermanos de su logia lo consideran un
tipo locuaz y gran contador de historias, si se
lo toma por sorpresa y se le pide que cuente
una historia que alguna vez haya contado en
ese hotel donde pasa cuarenta y cuatro horas
semanales, no sabría qué responder.
Quizás intuya que le bastaría enfrentar a
un pasajero, presentarse, decir qué hace en el
157
office del piso décimo séptimo y por qué viste
ese ridículo uniforme inspirado en la imagen
de un ángel de la pintura renacentista, para
presentarse, él mismo, como un personaje:
casi como si fuera un relato viviente, tan
interesante como difícil de creer.
Recién en el invierno de 1978, poco antes
de terminar el segundo turno de un miércoles,
tuvo la primer oportunidad de narrar a una
turista que en esa suite palaciega del ala
central del piso, –en rigor, en una suite
idéntica pero situada en el piso doce– se
había celebrado el último tonomoshi, y que
fue el mayor entre los que constaron en los
registros de la ciudad, hasta que las
autoridades y cámara de casinos tomaron las
medidas que pusieron fin a este tipo de
actividades.
A la turista la palabra tonomoshi le resultó
divertida: le parecía una expresión de cariño,
el nombre de un masaje oriental, o de una
comida japonesa para niños. No dudó, ni dio
impresión de pensar que había exageraciones
en la explicación de las características del
tonomoshi, de los motivos que llevaron a

158
erradicar su práctica y al complejo dispositivo
montado para evitar su repetición.
En cambio, le resultaba inverosímil que
cada piso del Paradise dispusiera de suites de
mil doscientos metros cuadrados a la espera
de un magnate o de una improbable
convención empresaria dispuestos a
ocuparlas por unos pocos días.
Para convencerla tuvo que exhibir la
carpeta de seguridad con los planos de cada
piso, y, después, indicarle en cuál de los
folletos promocionales podía verificar que
esas suites estaban en oferta en cada piso y
que eran accesibles a cualquiera que
estuviese dispuesto a pagar por ellas.

Dicen que los antecedentes del tonomoshi


datan del siglo XIV. Al parecer, la vieja
práctica no difiere de la modalidad
contemporánea de la institución. Con las
variaciones impuestas por el tiempo y los
hábitos, siempre integran la institución grupo
de familiares, vecinos, amigos o empleados
de la misma organización. Un grupo funda una
sociedad, acuerda la frecuencia de sus
reuniones y un calendario para los
159
encuentros, que se realizarán mensualmente.
El integrante paga una suma mensual, que
pasa a integrar un fondo considerado como
propiedad común del conjunto de miembros.
Si abandona la sociedad, recupera dos tercios
de sus aportes, y si a causa de una falta grave
al código, fuera expulsado, se le reintegra el
total a lo largo de un período equivalente a las
dos terceras partes de su plazo de
permanencia en la institución. Desertores y
expulsados reciben sus reintegros renovando,
en cada rendición de cuentas, su juramento
de no integrar otro tonomoshi o cualquier
sociedad considerada como tal por la
federación que lauda en los casos de
conflictos entre aficionados a la práctica.
Para cualquiera, ser invitado a sumarse a
un tonomoshi es motivo de orgullo y, para
todos practicante su pertenencia y
antigüedad de miembro, constituyen un rango
de honor ante sus vecinos, sus conocidos y
sus empleadores y clientes.
En los encuentros mensuales, al cabo una
complejo ritual, cada miembro presenta un
sobre cerrado con su aporte mensual y una
tarjeta de bambú indicando tres cifras. La
160
primera, el tono, expresa la cantidad que
querría retirar del fondo común, la segunda es
el moshi y representa el plazo en meses
dentro del cual se compromete a reintegrarla.
La tercera es llamada el agashi e indica el
plus, que a la manera de un interés simbólico,
propone como argumento para que la
sociedad considere a su pedido el mas
favorable al interés común de acrecentar el
fondo.
Ábacos y tablas especiales facilitan la
rápida selección de tarjetas, concluyendo la
reunión con una ceremonia artística de mimo,
música religiosa o danza, a cuyo término los
integrantes retornan a sus hogares. Unos,
satisfechos por haber obtenido el dinero que
necesitaban, los otros, incluyendo a los
frustrados por la lógica inexorable de los
ábacos, felices por la certidumbre de haber
enriquecido su patrimonio contribuyendo al
mismo tiempo, a satisfacer la necesidad o el
capricho de un compañero de ceremonias.

161
Tras el boom económico de postguerra y la
disparatada occidentalización de las
costumbres, los japoneses comenzaron a
viajar a Las Vegas para jugar y profundizar su
asimilación a la cultura americana.
Ya antes de los años ochenta, hubo días en
los que un tercio de las plazas hoteleras de la
ciudad estaban ocupadas por turistas venidos
de la isla. No todos eran apostadores: desde
los años cincuenta, esposas y niños con
pasaporte japonés, figuran en los planes de
marketing de los grandes hoteles, y, en las
últimas décadas, pasajeros de nombre
japonés, pero procedentes de Brasil,
Argentina, Perú, México, India, Taiwan y la
Comunidad Europea refuerzan el flujo turístico
de Las Vegas, que, por su posición geográfica
intermedia, se ha convertido en el punto de
encuentro entre ciudadanos japoneses y
descendientes de miembros de sus comarcas,
familias y clanes que se diseminaron por el
mundo con las grandes oleadas migratorias
de la primera mitad del siglo.
Desde hace mucho tiempo, bromeando, los
funcionarios de turismo y hotelería, definen:
"japonés significa objeto pequeño y amarillo
162
que sonríe y que nosotros utilizamos para
transportar a menor costo los dólares que
aquí se restituyen a sus legítimos dueños: la
banca y el tesoro americano que recibe el
cuarenta por ciento de los beneficios del
negocio turístico y el ochenta por ciento de
las ganancias de la industria del juego.”
Y desde que Japón se convirtió en la
segunda potencia económica mundial, para
mantener su competitividad y atenuar la
desocupación creciente de su clase ejecutiva,
las empresas niponas implementaron
programas de retiro temprano de sus cuadros
de elite. Hombres de cincuenta a sesenta
años quedaban sin empleo, con un pequeño
capital indemnizatorio que compensaba la
ínfima cuota de retiro vitalicio asignada por el
Estado.
Esta capa social, –millares de hombres con
todo el tiempo libre y sin otro proyecto que
envejecer– nutrió los tonomoshi–tours,
proyección hacia el este de la venerable
institución ritual.
Un grupo de afinidad se daba cita en Las
Vegas. Antes, los integrantes se despojaban
de su propiedades, y, en general, sus propios
163
tonomoshi tradicionales les compraban sus
casas, autos, obras de arte y joyas al precio
que indicaran los tasadores mas confiables.
Entre los bancos y la agencias de viaje se
ocupaba del resto.
Una vez en Las Vegas, la comitiva
celebraba un primer encuentro ritual, en el
que se contabilizaba el aporte de cada uno, se
tomaba el juramentos rituales y se bebía
hasta caer en los brazos de las prostitutas
provistas por el hotel. Durante dos días, cada
miembro disponía de un viático indispensable
para los no menos rituales tours al Gran
Cañón y recorridas pautadas por restaurantes
y diversos antros de la ciudad del juego. Al
cuarto día de la llegada de la comitiva, se
celebraba el segundo encuentro. Esta vez sin
alcohol ni mujeres, la ceremonia era
brevísima: la caja común del tonomoshi
dotaba a cada miembro de mil dólares mas el
uno por ciento de su aporte al fondo de la
institución. Cerraba la ceremonia una comida
occidental y a su término los oficiantes, salían
en grupos de tres o de cuatro a probar suerte
en los casinos, o entre las máquinas de juego

164
distribuidas por la ciudad, durante dieciséis
horas.
Cada integrante de los pequeños grupos en
que se dispersaba la comitiva velaba por el
cumplimiento de las normas entre los
miembros que permanecerían, por esas horas,
al alcance de su vista. La meta de la jornada,
como siempre en la vida, era ganar el máximo
posible.
La última reunión se celebraba al
amanecer, cumplidas la hora decimosexta de
la partida de los grupos de agosamo–tokashi:
“últimos cazadores de la noche”, se traduciría
a nuestras lenguas. El dinero que cada uno
habría ganado, o el que pudo proteger de la
voracidad de la banca de los casinos,
retornaba al fondo común, que en ese
momento se repartía entre los miembros en
proporción a las ganancias que cada uno
obtuvo en sus dieciséis horas de juego.
No todos asistían a este último encuentro.
Algunos se habían suicidado y otros estarían
en sus cuartos, bebiendo a cuenta del hotel e
imaginando la fórmula menos vergonzosa de
apartarse para siempre de la vista de todos
los que llegaron a conocerlo.
165
Un columnista del Nevada Post escribió
que el japonés, ese pequeño objeto amarillo
que Dios creó para para transportar dólares
desde la orilla opuesta del Pacífico, tenía la
desventaja de complicar la justicia local y la
administración de la morgue, por su tendencia
a dejar un cadáver que nadie reclama. El
artículo advertía a la opinión pública que la
ciudad debía flexibilizar sus normas a fin de
garantizar rapidez y ecuanimidad en la
distribución de este subproducto de la
industria hotelera, a las escuelas de medicina
de los estados del oeste americano, donde
prestarían nuevos servicios y no mermarían el
erario público. Al pie del artículo, un gráfico
indicaba que cada suicidio costaba a los
contribuyentes tres mil dólares en trámites
burocráticos y manipulaciones forenses, mas
los sesenta dólares anuales que insume
mantener a cada japonés debidamente
refrigerado a la espera de algo que las
autoridades nunca terminaban de definir.

166
Estas exageraciones de la prensa
sensacionalista llevaron a imponer un riguroso
control de los movimientos bancarios y de
acceso de turistas buscando desalentar los
tours de tonomoshikas. Con la asistencia de
personal retirado del F.B.I. y psicólogos
sociales de la universidad de Houston, la
Cámara de Casinos consiguió reducir a un
mínimo la práctica de tonomoshis y erradicar
su empleo como materia prima de la industria
del escándalo que tanto daño estuvo a punto
provocar a la ciudad y a la industria hotelera.

Ella lo escuchó contar que en suites


parecidas, pero en hoteles de una generación
anterior a la del Paradise, solían celebrarse en
los años cincuenta y sesenta los sorteos de
Grandes Terminados.
A diferencia de los oficiantes del rito
japonés, los miembros de estos encuentros
eran americanos y no ingresaban
voluntariamente. Tal vez la mafia italiana haya
adoptado esta práctica, pero los casos mas
conocidos, y entre ellos el memorable del
167
ciudadano Ruby Rubinstein, se atribuyen la
mafia polaca de Nueva York.
Por asimilación con los pacientes
terminales que trata la medicina, llamaban
Gran Terminado a un hombre que, por algún
motivo tiene sus días contados: puede ser un
fugitivo que perdió los medios que le
permitían eludir su captura, un hampón que
rompió el pacto de lealtad con su banda, un
empresario en bancarrota que daría su vida
por salvar el nombre de su familia, o sujetos
en situaciones parecidas que con tanta
frecuencia se producen en los estados
americanos.
A un sorteo de terminados se convoca
preferentemente a hombres que tienen
familias constituidas con hijos menores de
quince años, y carecen de chances de revertir
su situación de condenados por la sociedad o
por esas corrientes invisibles de poder que se
las arreglan para manejarla.
El candidato es visitado y recibe una
oferta: el traidor al pacto de hermandad
criminal será perdonado, el fugitivo obtendrá
una nueva identidad, radicación a prueba de
riesgos y certificación legal de su supuesta
168
defunción, el quebrado recibirá la suma
indispensable para comenzar de nuevo y
eludir a la justicia y a sus acreedores.
Probablemente, rehusar la invitación a un
sorteo de terminados, agravaría la situación
del pobre tipo. Los que aceptaban eran
alojados con sus familias en alguno de los
grandes hoteles-casino de la época.
Ahí disponían de todo el confort y las
atenciones adecuadas a huéspedes de lujo.
Como contrapartida, no podían abandonar sus
cuartos ni acceder a las líneas telefónicas.
El sorteo se realizaba en una suite, y los
participantes, cuatro, seis, o una decena de
“invitados”, según los casos, eran atendidos
por un anónimo caballero, que les presentaba
el mazo de naipes y acordaba las reglas
sorteo a efectuarse una vez verificada la
buena fe del anfitrión y la limpieza del juego.
Bastaban una rondas de juego -retirar una
carta al azar- para ordenar a los participantes
del sorteo en un ranking. El último sería el
primero en probar suerte con la misión que
solo él conocía.
–¿Y qué misión le tocaba? – quiso saber la
chica, la turista.
169
–Matar a un Kennedy, a un predicador
pacifista, o a un jefe del Ku Kux Klan... O no
matar a nadie pero estar en el lugar del
crimen o dejar huellas digitales en el arma... O
alquilar el automóvil que lleva un explosivo, o
el cuarto de hotel o la oficina desde donde se
iniciará el fuego...
El tipo hablaba convencido de su interés en
el tema y como si no existiesen turistas
sudamericanas capaces de dudar de la
palabra de un personal de seguridad del
Paradise. Convencido de la curiosidad de la
turista, explicaba que si el perdedor tenía
éxito en su misión, los otros participantes de
Sorteo de Terminados, obtenían lo necesario
para su retorno a la vida civil. En caso de salir
vivo de la aventura, obtenía la misma
recompensa más un premio en dinero que
compartía con los familiares que, en el cuarto
de rehenes, aguardaban ansiosos el desenlace
de la operación.
Parece cómico, pero algunos Sorteos de
Terminados llegaban a durar meses y alguno
duró mas de un año, durante el cual la
parentela engordaba y se impacientaba
atosigada de cerveza y televisión. Esto
170
dependía del tipo de misión en juego, cosa
que, por supuesto, los rehenes nunca
llegarían a conocer. Cuando el asignado
fracasaba, su tarea pasaba a ser
responsabilidad a quien lo había sucedido en
el orden del sorteo con naipes.

Narrada por un famoso periodista de Los


Angeles, en un libro promocionado por la
mayor editorial, y precedido por
intervenciones en televisión, esta historia
seria creíble.
Descripta por un nativo de New Orleans de
raza negra, aunque sea veterano de dos
guerras, agente de seguridad del hotel y
Master Of The Lodge de uno de los templos
masónicos mas prestigiosos de Nevada, solo
resulta creíble para una adolescente
sudamericana, que sueña con volver a tener
otro encuentro con él o con alguien como él,
en el office del piso diez y siete donde
almacenan la ropa de cama y las toallas de
reposición y embolsan las prendas a la esper

171
de que el servicio de distribución las lleve a la
lavandería del segundo subsuelo.

Hablaba claro, como un profesor de inglés


graduado en una de esas academias
británicas de Argentina.
No solo con ella. Lo escuchó un par de
veces responder al teléfono y a un bip de la
radio de su bolsillo, y, al parecer, con todos
hablaba con esa misma voz de blanco y
acento de profesor de academia cultural
británica.
–Oye Frank, un problema... Una
irregularidad... Pasa que una persona.. Un
pasajero.. Una Lady que se aloja en el hotel...
Si... Está aquí, conmigo... Y bueno... Ella
misma vino por mí... Si.. Terminaré mi turno
ya.. En diez minutos.. Nos quedaremos aquí..
¿Cuento contigo...? ¿Cuento con que tu
registrarás la irregularidad...? Sabes que es la
primera vez que pido una excepción... ¡Por
favor...! ¡Espero me confirmes...!
Volvió a escuchar, poco después, cuando
atendió el teléfono del office:
172
–Si señor... Mi turno ha terminado... Se lo
agradezco a usted y al señor Frank... No...
Estaremos aquí hasta que pase el servicio de
lavandería... No señor... No entraré al cuarto...
Es el room 17225. Una dama de Sudamérica...
Supongo que sí que ese es el nombre...
Muchas gracias señor...
Horas después, miró el reloj, dijo que
pronto vendrían a retirar las bolsas de los
cuartos y que debían dejar el lugar, y en
efecto, se apartó a responder unos llamados
de la radio de su pantalón, y pudo oírlo:
–Si Jenny, en diez minutos pueden pasar,
ya hemos revisado el material y todo fue una
falsa alarma... Mejor... Jenny, pasen después
de 4.30. Disculpen... Gracias...

Romano nunca llegó a recordar por qué


había dicho “aprovechar”, pero, al despertar,
supo que había usado esa palabra despierto y
que, olvidando el tema al que refería, perdía
una idea que necesitaba recuperar. Por
ejemplo, una idea de negocio.

173
Sucede a veces que alguien tiene una idea,
le parece brillante y está seguro de no
equivocarse al calificarla como una muy
buena pista para explorar un negocio, y rato
después no puede recordarla. Es preferible
equivocarse, y descubrir después que la idea
pareció brillante a causa de un entusiasmo de
momento, antes que olvidar la idea y recordar
la certidumbre de que prometía buenos
resultados.
La noche anterior, pensando en las
máquinas de fax, había estado a punto de
entender que esa ciudad le brindaba la
oportunidad de habitar un mismo espacio y un
mismo tiempo con toda su comitiva. En su
casa, en el country, y en la casa de la playa,
podían pasar días enteros compartiendo un
espacio, pero cada uno encerrado en su
propio tiempo. Un tiempo telefónico, que a él
lo expatriaba a los negocios, a su mujer a la
chismografía de la gente del club y a los
chicos a la planificación de visitas y paseos
con amigos o con los padres de sus amigos.
Allí, los mismos dispositivos que el hotel
destina a concentrar la atención en el juego y
el consumo confluían en mantener a los
174
Romano y su comitiva en una misma cápsula
espacio-temporal: la realización del sueño de
la mítica unidad familiar perdida para
siempre.

–Mami... ¿No te pasa a vos que entrás a los


ascensores, te mirás al espejo y te ves mejor
arreglada que cuando saliste de la pieza...?
Mirtha asintió y el chico se dirigió a su
padre:
–¿Che... No tenés la impresión de que por
los pasillos se camina mas rápido que en
casa, en la oficina o en la calle...?
–No... –Dijo Romano y corrigió– No.. Mas
rápido no, pero es cierto que en los pasillos te
sentís mas ágil, y en el ascensor... Es como si
te diera ganas de hacer gimnasia...
–Vieron.. –Festejo Chachi– Verónica tenía
razón...
La chica había dicho que el hotel estaba
presurizado, y la atmósfera tenía una
sobrecarga de oxígeno. De ese modo, la gente
se cansaba menos, tenia menos sueño y mas

175
optimismo, y por ello, mas tiempo y energía
para apostar.
Los padres asintieron para no defraudarlo,
pero ni Romano ni su mujer dieron crédito lo
que les pareció una teoría ridícula.
Romano atribuía el bienestar y la agilidad
que percibía en los pasillos y salones a la
calidad de las alfombras de lana. Serían
tejidos de fibras naturales, tal vez alguna fibra
sintética pero pero libre de cargas estáticas,
o, habrían dispuesto una lámina mullida y
elástica, que, bajo la alfombra, produciría un
efecto de levedad en la marcha.
En algún momento su mujer atribuyó su
bienestar a la despreocupación:
–No es como un lugar de veraneo, donde
estás mas tranquila que en Buenos Aires pero
tenés encima todos los compromisos de la
casa y el personal... Ni como un hotel.. Donde
estas mas tranquila pero, igual, tenés que
andar pensando en la gente que te mira y te
conoce... Aquí no te conoce nadie, igual que
en Suiza, pero aquí, tampoco a nadie le
importa nada de vos... Entonces, claro... ¡Aquí
vivís en paz..!
V
176
–Si lo cuento en Buenos Aires paso por
loca, fanfa o mentirosa... ¿Quien me lo puede
creer...? Creí que era un mucamo de treinta y
resultó ser un cana de mas cuarenta y cinco.
Dejo a los chicos dormidos y salgo de la
habitación con el diafragma puesto, sin
corpiño y sin bombacha, con el vestido de
bambula y nada mas: en este hotel no existen
frío ni calor... Y aunque te pongas cualquier
cosa, estés en bolas, o con un tapado de
cuero, es lo mismo.
Voy para los ascensores, sin cartera y con
el paquete de Marlboro, el encendedor, dos
monedas de cincuenta cents y una llave del
cuarto en la mano pensando meter las
moneditas en una máquina y probar suerte a
ver si algún macho me tira ondas. Pero en el
hall de mi piso, antes del ascensor, veo una
puerta medio abierta, y ahí, al negro grandote
con el que me había cruzado dos o tres veces.
Después me dijo que nunca me había visto
antes... Pero esta vez lo vi vestido de calle,
unos jeans y una remera azul a rayas...
177
Parecía todavía mas grande que con el
uniforme del hotel... Uno ochenta y pico, o
uno noventa, pero, por las piernas tan largas
y el culito de goma que tienen esos negros
parecía mas alto todavía.
No era una habitación: era una sala blanca,
con estantes en las paredes,
compartimientos, llenos de ropa limpia,
sábanas, fundas, toallas, bandejas con
jabones, frascos de cremas y champús y
todas las porquerías que se la pasan
reponiendo en los baños... Y abajo, a ras del
piso, estantes con bollos de sabanas y
toallas... Lo veo, el me ve y se me ocurre la
idea de pedirle, pronunciando mal, a
propósito, “Perdóneme pero me parece que
una ropa mía quedó enrollada en las sabanas
de mi cuarto... el 17225... volvieron a
limpiarlo a las 11.30... ¿Será posible
identificarla?” Y mientras me contestaba algo
sobre las mucamas y el reglamento de revisar
todo antes de mandarlo al lavadero sentí una
fuerza y me metí en la sala esa, como de
hospital... Y él debió pensar que no entendía
lo de la mucama y las normas y no tuvo mas
remedio que acompañarme, mientras yo iba
178
desparramando sabanas y toallas por el
piso... Se lo tomaba a pecho... El pobre volvía
a revisar uno por uno los bollos de sabanas
que yo había desenrollado y fue siguiéndome
hasta que dimos toda la vuelta a la sala.. Y
ahí me pregunta... –¡Justo! – qué era lo que
habia perdido. Lo tenía ahí enfrente y le dije
“mis bra, mis pant...” haciéndome la víctima,
como si mi mamá fuera a darma un paliza por
andar sin bombacha ni corpiño por el hotel...
Sacudí el vestidito de bambula y el tipo se
dio cuenta que estaba en bolas abajo, pero
todavía seguía creyendo la historia de la
lencería perdida... Dije algo como que...
“Bueno... al final eso no tenia tanta
importancia...” y ahí sí ya me miró a los ojos y
yo volví al tema de la bombacha y el corpiño
perdido y me pasé la mano por la cadera, y
después por el pecho y él me miró fijo –claro,
después supe que era un cana del hotel que
se hace pasar por mucamo– me miró fijo y
medio amenazador...
Me hice la asustada.. Le pregunté si me
perdonaba, y me dijo que no habia problema
y le volví a decir.. “¿me perdonas?” ya
avanzando, yo.
179
Como dio un paso atrás, yo volví a avanzar
y el siguió yendo hacia atrás y yo avanzando
hasta que fuimos a parar del otro lado de la
puerta, donde nadie nos podía a ver desde el
hall, y ahí volví a pedirle que me perdonara
porque me parecía que no habia perdido esa
ropa, que la había escondido en algún cajón
del cuarto. Ahí ya él no retrocedió y se inclinó
un poco hacia adelante, o me pareció que se
inclinaba hacia mi lado.
Justo en punta de pies yo le llego a la cara.
Le puse la cara, un lado, contra la boca. Y él
quieto: ni respiraba, creo. En cuanto siento
que a la altura de mi ombligo se le empieza a
parar, o se me hizo la idea de que ya se le
había empezado a parar, me mando a los
labios y le beso el labio de abajo. No un
chupón: un beso livianito en el labio de abajo,
y ahí sí que ya la tenia parada y apretada
abajo del jean y habia dejado de retroceder.
Yo estaba loca, ya... Y el man, duro como
una piedra: se le habían puesto los ojos
colorados, casi no podía hablar. Dijo:
–Eres una niña.... – Y era como un
reproche, como diciendo, –era cana– “no
tienes licencia de conducir..” Y después
180
insistió varias veces “tú eres una niña” pero
me parece que cada vez con un tono mas
cariñoso...
–Tengo dieciocho.. – le dije
Después me contó que no me había creído,
pero igual, ya estaba jugado:
–¿Sabes..? Tengo dos niños...
Tenía dos hijos de nueve y siete años y lo
dijo como pidiendo que, por ellos, le dijera yo
que no, ahora que él ya estaba jugado. Fue
ahí que tomó aire y estiró un brazo al teléfono
para hablar con el jefe de los canas del hotel
y pedirle permiso...
Hablaba y me tenia abrazada, con una
mano cerca de la boca para tapármela si se
me daba por gritar...
Hijo de puta: después me confesó que
habia estado oliéndome para saber si había
tomado alcohol, y que mientras revisábamos
la sábanas y el creía que yo buscaba de
verdad la bombachita, igual, me había estado
mirando los brazos para ver si no tenía
marcas de jeringas. Pero en ese momento yo
no pensaba nada, creía que era un forro, un
mucamo, de treinta... ¡Y era un cana de
cuarenta y ocho...!
181
Lo único que pretendía yo era chupársela y
que me tocara en cualquier parte, porque
donde sientas el brazo duro y las fibras del
tipo sentís que te morís y que estás lista para
acabar... ¿Se entiende? ¿Te imaginás lo que
puede ser un macho que te sigue calentando
igual cuando te diste cuenta de que no se
dejó soltar el botón de la cintura del jean
hasta que desde las oficinas lo llamaron por
teléfono y le confirmaron el permiso para
quedarse, por excepción...? Tienen los brazos,
y los músculos de la pierna y de la espalda
duros como si estuvieran haciendo facha
frente al espejo del gimnasio. Es increíble que
no les duela el cuerpo siempre tan duro. Y la
piel negra, pero la punta colorada, como
pintada con lápiz labial, o como con sangre
tuya, o de ellos.
A la una dejaba el turno, así que le habrán
dado permiso a la una y diez, dejamos la
salita de las sábanas a las cuatro y cuarto, o
sea que pasamos tres horas, casi sin parar.
Trató de remolonear al principio, se hizo el
romántico, me dijo si quería que
compartiésemos una lata de cerveza, o tomar

182
algo... Y yo lo único que quería era chupársela
y que me llene de leche la garganta...
Misión imposible: te agarra te levanta, te
da vuelta, te pone como a él se le antoja en
cada momento y dale a cojerte a reventar...
Es como encamarse con dos o tres a la vez:
se la empiezo a chupar a un mucamo de
lavandería, de veinte o treinta años me voltea
y me la mete un negro de goma que coge
como a motor, y después se la chupo muerta
a un viejo de cerca cuarenta y que encima es
cana y te que cuenta boludeces sobre la
beneficencia de la iglesia metodista, las
guerras de Corea y Viet Nam, el respeto por
la familia, y la seguridad de los hoteles...
Acabas cada cuatro minutos, mil veces en dos
horas, pero después, seguís caliente, estas
mas caliente que cuando empezaste. Yo me
arreglé como pude en la salita de las sábanas,
y bajé con él en el ascensor, haciéndonos los
desconocidos. Lo vi irse a la oficina, y cuando
vi que no se daba vuelta, me fui a la sala de
juegos a ver si algun macho se me acercaba,
pero los pocos que andaban por ahí no
querían mas que jugar, y algunos me miraron:
el pelo, la cara raspada, la bambula hecha un
183
trapo de piso y la cara de recién cogida...
Nadie: ni bola. Eran las cinco y media de la
mañana cuando salí del baño y fui a
acostarme. Ya me la habia hecho antes de
salir, a las doce, después en la bañera
pensando en el negro. La tercera otra vez en
la cama. Antes de dormirme. Sin pensar en el
negro ni en nada mas que en todo lo que se
puede conseguir cuando las cosas están bien
organizadas.
No: organizadas no. Pensadas tampoco.
Algo de las cosas: algo de una, algo que una
hace sobre las cosas que provoca que todas
las cosas salgan bien.

–¿De aprovechar qué...? –habló Mirtha.


–¿Qué aprovechar...? –dijo él.
Despierto, lúcido y hasta con ánimo de salir
fuera del hotel y hacer una caminata de
mañana por el borde la avenida, Romano no
podía figurarse que su mujer, semidormida, se
refiriese a la conversación de medianoche.
Menos podía recordar que él había tratado de
demorar su entrada en el sueño proponiendo
184
aprovechar la proximidad de los chicos y su
niñera y el tiempo libre de Las Vegas para que
les enseñaran a manejar las máquinas de fax.
En cambio recordaba un sueño con
imágenes del titilar de los indicadores de la
actividad del dispositivo. Rojo, verde,
ambarino: luces alternándose a través de las
ventanitas de cristal esmerilado de los
receptores Technos.
Y ahora creía recordar que en las cabinas
telefónicas, los equipos que el hotel facilitaba
a sus clientes emitían una gama de señales
sonoras. La tonalidad de los bips, su duración,
y tal vez el ritmo con que alternaban
vibraciones y bips debían indicar lo mismo
que las señales luminosas, poniendo la
información al alcance de quien trabaja en el
lugar, pero con la mirada fija en otra cosa.
–Aprovechar, dijiste vos– dijo ella.
–Yo ni hablé...
–Entonces yo soñé o te sentí a vos
hablando en sueños.
–¡Que bueno anoche..!
–Genial... Divino...
–Pensé que me moría...

185
–Yo en momentos no podía hablar... Pero se
me cruzaban ideas...
–¿Ideas de que...?
–Cosas... Con animales...
–¿Sexuales..?
–Claro.. ¿Qué otra cosa iba a ser..?
–Yo que sé... ¡Cualquier cosa...!
–Si... La jirafa del zoológico... Pero ah....
¿Sabés que?
–¿Qué?
–Que cuando vos te fuiste a jugar vi un
pedazo de una película con caballos... De ahí
me vino...
–¿Qué te vino?
–Lo que se me cruzó... Pijas de animales...
Caballos... Pijas de perros...
–A mi nunca se me cruzó la concha de una
perra, ni la concha de una vaca...
–Porque a las hembras no se las ves... Las
pijas se les ven bien a los caballos y a los
perros...
–No se de quién famosa decían que se la
hacia chupar un perro... ¿Era la de “Hola
Susy”?
–De todas... Los perros siempre tiran a
olerte...
186
–Si... Pero una cosa es que te huelan y otra
que te la hagás chupar...
–Cierto... Pero esas viejas que viven solas
con un perro que se duerme en la cama de
ellas... ¿No pensas que deben...?
–No...
–Yo creo que, por lo menos alguna debe
haber hecho el experimento...
–Yo jamás me cogería a un bicho...
–Es diferente... Las hembras no dicen
nada... Pero las pijas de los animales... Y... ¡La
lengua de los perros..!
–Quiere decir que le tocarías la pija a un
caballo...
–Sí... Creo que sí... Seguro sí...
–¿Y te la dejarías chupar por un perro...?
–Si no es mío sí... Si es de una amiga y si es
grande el perro... Sí...
–¿Y se la chuparías a un perro entonces?
–Si... Si se me diera si...
–Mas vieja te pones, mas asquerosa y
puta...
–La tenés durísima Dadi...
–Sos capaz de...
–¿De que te chupe?
–No, de tocar... Babeármela y pajear...
187
–¿Así?
–¡Así sí!
–¿Me comprarías un perro Dadi?
–¿Amaestrado?
–Un doberman..
–¿Que te la chupe?
–Si.. Y mientras yo te la chupo a vos...
–No a mí no... Yo ni los miro, yo desde atrás
te la pongo atrás..
–Sos capaz de metérmela atrás...
–Así... ¿Ahora..?
–Si... Así ya...
–Mojala mas...
–Meteme ya...
–Mas vieja sos, mas puta te pones y me
calentás mas...
–No te movás, te la chupo yo a vos con la
colita..
–Si, pero vos cerrá los ojos y pensá. ¿Que
te gustaría mas mientras: tocársela a un
caballo o chupársela a un perro?
–A un perro.
–¿Chupársela?
–No, lamérsela.... Entrame todo, mas...
–Saca la lengua

188
–Lamérsela, pero haciéndole la pajita con
dos dedos...
–¡Sos una vieja cada vez mas puta..!
–Dale Dadi tirame el pelo y sacudime y
acabamos... Vamos
–Que ojete mami... Que orto tenés.... Por
que serás tan puta...
–¡Pasame papi la lengua por la espalda y
vamos..!

¿Tendría razón su mujer? ¿Era paz la


sensación que tantas veces refirió, como él,
con la sílaba “paz”?
Pese a la necesidad de darse una
explicación por mera curiosidad, y a la vez,
imponerla a los chicos y a la niñera como una
prueba de la autoridad de los adultos que
pagan y procrean, ni Romano ni Mirtha
estaban dispuestos a representarse como una
paradoja que esa sensación que llamaban
“paz” –un bienestar entusiasta y
despreocupado– fuese producto de un largo
trabajo de la empresa hotelera destinado a
imponerles una voluntad ajena.
189
Pero la posibilidad de que los del hotel
invirtieran fortunas en contrapisos muelles
para dar una ilusión de flexibilidad a los pasos
de sus huéspedes, o que distrajesen recursos
en dispositivos para presurizar y oxigenar la
atmósfera, era una fuente de bienestar tan
eficaz como esos recursos supuestamente
destinados a operar sobre el cuerpo.

Un hombre familiarizado con el negocio de


la producción artística, aunque fuese
refractario a distraerse en cálculos inútiles, no
podía descartar la posibilidad de que los
empresarios tuvieran agencias especiales
para crear y difundir rumores y falsas
infidencias, y que llegado al extremo,
financiasen libritos de denuncia concertada,
para provocar, a menor costo, un efecto
parecido.
Entre las diversas chances que se
encendían y apagaban en su cabeza, la
verdad volaba como una esfera de marfil que
cae y rebota entre los huecos de la ruleta.
Concentrar la atención sobre alguna de esas
190
alternativas parecía tan inútil como fijar la
vista en la circunferencia numerada que gira
mientras el verde, el rojo y el negro del
esmalte de las casillas se confunde en un
magma amarillento, indiscernible.
Romano era uno de los que apostaban a
que, como la rueda del juego, alguna vez la
máquina de las dudas perdería velocidad y
tarde o temprano se alcanzaría a ver dónde la
bola de la verdad tarminará deteniéndose. De
cualquier modo, como en el juego, nada se
gana con saber la verdad: porque nadie gana
solo por adivinar que la bola inerte, ya sin
fuerzas, se detuvo en el número de la fortuna:
como frente a la rueda, en la vida, o en todas
las cosas de la vida, recién se gana cuando la
voz del que administra el juego anuncia el
resultado y todos los participantes corroboran
la legitimidad de su diagnóstico.
–¡Veintinueve! – Escuchó.
Había vuelto a ganar.

Después contaba:

191
–Jugué al cuatro y perdí. Jugué a los años
de casados y perdí. Jugué a la fecha de tu
cumpleaños y volví a perder y jugué al
numero de la suite y volví a perder. Después
jugué al cumpleaños de Magalí y gané y ahí
aposté el máximo permitido al cumple de
Chachi y volví a ganar... Salí de la mesa con
tres mil y pico de ganancia. Dejé veinte de
propina a la negrita que me habia traído el
whisky y cincuenta al personal de la mesa.
Quería café... Crucé la sala de máquinas
tragamoneda buscando un bar y... ¿Sabés a
quién me encuentro? ¡A Critti! ¡Italo Critti
jugando en una máquina de veinticinco
centavos...! Ganaba bolsas de moneditas,
contento de ganar pero igual, siempre con
cara de amargado. Alrededor estaba lleno de
negros: un tour de negros, era. Le hablo desde
atrás, “vio cuantos americanos hay en Punta
del Este” –le digo y pega un salto y tarda en
reconocerme: había ganado treinta y pico de
dólares y me lo dice muy contento y me invita
a comer. Nos metimos en el bar mejicano.
Pagó él: veintitrés dólares. ¿Cuánta guita
pensás vos que puede llegar a tener Critti..?
¿No te parece raro que con todas la
192
propiedades que tiene en Punta del Este, y las
torres que está siempre construyendo ahí, se
haya venido a Las Vegas? Parece que vino
solo. No es un tipo jugador. El caso nuestro es
diferente... Si hubiera venido con la familia, o
con alguna amante se entendería... ¿No es
cierto?
–No... –dijo su mujer– Vos simplificás todo
demasiado.

No sé por qué cuento estas cosas. Todo


sería distinto si las mirase desde la memoria
de Magalí o de Chachi. Ambos viven aun. El
muchacho hace negocios con partes de
computadoras: viaja por el sudeste de Asia y
recorre los talleres donde ensamblan chips y
plaquetas que emulan dispositivos originales
de occidente. Elige, compra y estiba todo en
containners que, una vez en Buenos Aires
sabe vender al triple de lo que invirtió en
viajar, comprar, y fletar todas esas
chucherías.
Su mujer pasa la mayor parte del tiempo
sola con las hijas en la vieja casa del country
193
que heredaron de los Romano. Sus vecinos, y
las amigas de su grupo de equitación la
consideran una buena madre: se jacta de
mirar tres películas por día –es la cliente
principal del videoclub de Tortuguitas– pero no
quiere tener mucama y pasa horas llevando y
trayendo a sus nenas entre el country y la
escuela, haciendo escalas en quintas, clubs y
barrios privados donde viven sus
compañeritas.
Magalí se inscribió en la universidad para
estudiar administración de empresas y pronto
desistió. Después hizo cursos de marketing y
después quiso ser saxofonista, siempre con
resultados parecidos. Por un largo período su
vida se redujo al mundo de los grupos de
rock, siempre ligada a ellos por un noviazgo
pasajero: guitarristas, bajistas, técnicos de
sonido, encargados de prensa. A los veintiuno
rompió con su último novio, dejó de comer y
atravesó una depresión que terminó con un
intento de suicidio, tratamientos,
internaciones y acompañantes terapéuticos.
Después viajó a la India a conocer al Dios
Viviente y volvió jurando que lo había visto
materializar cenizas volcánicas, significando
194
que las sacaba de la nada, del aire. Siempre
que lo cuenta repite el mismo ademán
explicando que el Dios acariciaba el aire con
una mano, hasta que entre sus dedos
empezaba a desgranarse un polvo gris que los
acólitos recogían en cuencos de madera y
repartían entre los visitantes: un recuerdo
materializado envuelto en sobrecitos papel
glasé para evocar su costosa peregrinación.
Magalí siempre relata la misma escena con
tanta convicción que algunas personas, entre
ellas su cuñada videófila, no dudan de su
veracidad y hasta parecen creer el testimonio
de los que, en un viaje anterior, asistieron a
ceremonias donde el Viviente alcanzó a
materializar pañuelos de seda y relojes de
plástico. De éstos lo que asombra son las
piezas que traen grabado los números de
identificación de unos modelos
experimentales que nunca llegaron a salir al
mercado y que, según el código de su
fabricante, corresponderían a partidas del año
2006, cuando con toda probabilidad la
empresa habrá reemplazado estos modelos
por diseños adecuados a la tendencia del
gusto y a los avances tecnológicos de esos
195
tiempos futuros. Se sabe que el código
identifica a los relojes por una serie de
números: unos representan el orden de
producción, otros designan el modelo y la
partida a la que pertenece y los primeros
cuatro, en clave que debe ser leída de
derecha a izquierda, representan los días
corridos desde la puesta en marcha de la
planta industrial en Viena: algún lunes de del
mes de abril de 1972.
Los pañuelos materializados son de marca
Dior, con diseños que actualmente estampan
sus licenciatarios. Es mérito de un joven
profesor de matemáticas e investigador en
Harvard que simpatiza con la secta el
desciframiento del código que era un secreto
reservado a la primera línea de ejecutivos y
accionistas de la marca Swatch. El polvillo
negruzco que atesoran los creyentes - mas de
quince millones distribuidos por todos los
países del mundo- es llamado Vibbutti en
dialecto hindú. La mujer de Chachi se llama
Margarita y a él lo llama Marcelo. En el
country, se empeña en corregir a todos los
que por conocerlo desde chico, no pueden
evitar llamarlo por su apodo. Vive convencida
196
de que alguna vez todos lo llamarán Marcelo,
y de que su cuñada, aún reconociendo que
parece un poco loca, efectivamente asistió a
las materializaciones del gurú.
Tanta solidaridad entre mujeres enerva a
Chachi. Cada vez que su hermana se les
presenta sin aviso, sale de caminata con sus
perros y se refugia en los quinchos de
visitantes que edificaron mas allá de los
campos de golf. Magalí dice que en alguno de
sus viajes a Hong Kong, Shangai y Singapur,
su hermano tendría que aprovechar y hacer
escala en la India para ver con sus propios
ojos las materializaciones y el campo
magnético-espiritual que rodea al Dios. Pero
ella y su cuñada coinciden en que “es un
negado... Un negado a todo”.
Margarita jamás leería los libros y folletos
de la secta que regalan los amigos de Magalí,
y solo una vez miró distraídamente un video
de difusión de la obra del Dios Viviente. Ella
“ni cree ni deja de creer”: su familia iba al
templo de la calle Libertad en todas las
celebraciones judías, y desde chica se
quedaba esperándolos, preguntándose por
qué perdían el tiempo justo en un día de
197
fiesta. Nunca intentó averiguarlo: política,
fútbol y religión, como la vida de la gente que
vive en barrios públicos de la ciudad,
pertenecen a esa clase de misterios que casi
ni despiertan curiosidad.
Ya era adulta cuando se enteró que
“sinagoga” designa a un templo, y no al
instrumento musical, una suerte órgano
primitivo con teclados y tubos de madera que
acompaña a ese coro de hombres vestidos de
negro, que imagina cada vez que escucha esa
palabra. Y había pasado meses durmiendo
juntos en su casa o en el departamento de
Chachi –Marcelo– cuando, espiando una
conversación telefónica, se enteró que
también él era judío. No lo podía creer:
Romano no era un apellido judío y, tratándolo,
–decía– que fuese judío sería lo último que
cualquiera podría llegar a pensar de su novio.
Para ella, aún hoy, su marido representa todo
lo contrario de lo que se espera de un judío.
Muchas veces lo dijo, pero nunca dio cuenta
de las razones de su opinión. Para ella lo
mejor del protestantismo y de la secta de
Magalí, es que no son “cosas densas” como la
religión judía, que se obstina en vigilar a su
198
gente, y la “comprometen demasiado”, o
como el catolicismo, que es igual, o tal vez
peor. No se qué significa todo esto y los
recuerdos de Chachi y Magalí son vagos: un
olor, los muebles de la habitación del hotel
que no bien tratan de describirlos se les
confunden con los de tantos otros hoteles
europeos y americanos que visitaron en
familia, episodios aislados de paseos y juegos
con Verónica, una travesía en helicóptero por
el Gran Cañón, la visita a una reserva
indígena donde comieron carne de búfalo
asada bajo la tierra: sin fuego, cocida con
piedras candentes que las mujeres
semidesnudas llevaban de un lado a otro
sobre una especie de carretilla de caña, con
ruedas de madera.

–Yo sí que soy romano de verdad, porque


nací y me crié en Roma... ¡Usted es porteño!
Nieto, o hijo de italianos, pero porteño.... Se le
ve en los gestos, a la distancia se le nota...
Exagerar la pronunciación italiana en
palabras como “verdá”, “usté” y “lo gesto”,
199
era una prenda de confianza con su
interlocutor. Eso lo advirtió Romano desde su
segunda conversación con Critti, aquella tarde
en las piscinas del Paradise. En cambio, pasó
mucho tiempo y necesitó muchos encuentros
hasta advertir que frases y modismos que al
comienzo le parecieron excentricidades de
Critti, eran parte de un código complejo, que
solo su corte de íntimos y protegidos podía
descifrar sin equívocos. Por ejemplo, ese
plural "ustedes" que usaba para la segunda
persona cada vez que la conversación se
refería a la responsabilidad o al patrimonio de
su interlocutor.
Critti le confesó que desde la primera vez
que lo había oído nombrar, –en Punta del Este,
cuando vio La Nana, y quiso averiguar
quienes eran los dueños–, supuso que él era
Romano, el empresario del transporte, que
estaba empezando a explorar el negocio
inmobiliario.
Cuando Romano dijo, corrigiendo el
equívoco:
–Soy porteño sí... Pero nieto de turco...
Romano es un apellido español... Judío
español...
200
–¿Pero ustedes no estaban en el
transporte..? –quiso saber.
–No... El Romano de los camiones es
italiano... Mi familia era textil, como buenos
turcos...
–¿Y ustedes de que se ocupan..?
–Producción de espectáculos... Teatro,
televisión, un poco de publicidad, eventos
empresarios...
–Buen negocio... Pronto va reventar... Mis
socios en Italia invierten en estaciones y
estudios de televisión y en películas...
Pierden... Hace años que no paran de perder y
me aconsejan que trate de hacer lo mismo en
Argentina...
–En la Argentina es muy difícil...
–Pero hay que hacer la prueba... Cuando
arranque de nuevo la política...
–¿Política..? –Romano fingió una
carcajada...
–Ehh... Si: política... Todo llega a su debido
tiempo... Va a ver que no nos vamos a morir
sin ver de nuevo a los políticos...
–¿Comités? ¿Sindicatos? ¿Mitines?– Rió
sinceramente Romano.

201
–É... Algo así... Parecido... Pero con menos
comités y menos quilombo... Política como
aquí, América... –se refería a Estados Unidos–
Mejor organizada... Por eso está bien que uno
esté en el negocio de producciones y
estudios...
–No lo veo muy cercano...
–Unos años... Dos, tres, o un poco mas...
Por eso va a ver que no nos vamos a morir sin
ver ese momento... No lo digo yo... Lo dice
Viola, lo dice Masera...
–¿Y Videla..? ¿Y Martínez de Hoz..?
–Esos dos son dos pelotudo... ¿Sabe qué..?
Dos cosas... ¿Ustedes van estar este verano
en el Este..? Me gustaría invitarlos a pasar un
día en la playa de mi emprendimiento... Y así
charlamos de su negocio y me asesora...
–Así lo ayudo a perder un poco a usted
también...
–Ya vamos a encontrar una manera
provechosa... ¿Usted trabaja con mi banco..?
–No... Uso el City para mi casa y en la
sociedad tenemos cuentas en el Boston y el
Mercantil... ¡Son paisanos!
–Buena gente... Trate de sacarles crédito...
–Para qué...
202
–Hágame caso: ¡Tome crédito..!
–¿Para comprar qué..?
–Cualquier cosa... Papeles de la bolsa de
Japón.. Monedas de oro... Locales en la playa...
–¿Dólares..? – Apostó Romano.
–Buena idea... Dólares, un poco de libra
esterlina, algunos marcos... ¿Sabe que estoy
vendiendo mi participación en el banco...? Lo
vio en los diarios: no era mentira... Creo que
ya vendí.–.. ¿Sabe por qué...? –Romano hizo
un gesto de ignorancia– ... Porque un
banquero no puede tomar demasiado crédito
porque daría la impresión de que su banco
anda mal... Pero quería preguntarle... Esa
mocosa que está con ustedes...¿Es modelo
publicitaria...?
–No... Estudia biología... Vino para
cuidarnos los chicos...
–Parece mas chica.. ¿Cuanto tendrá..?
¿Menos de veinte?
–Creo que diecisiete...
–A mi me pareció conocida... De alguna
parte... Debe ser amiga de alguno de mis
chicos... O la vi en algún lugar... ¿Cuantos
argentinos calculás –tuteaba ahora– que hay
en este Paradise..?
203
–Dos o tres grupos... Pienso que dos o tres,
además de nosotros...
–Yo vi varios... ¿Cuantos habrá en Las
Vegas?
–No muchos... Veinte, o treinta... Además
de los jugadores...
–A vos tampoco te interesa jugar...
–No.. Juego por curiosidad... Me aburro... No
aguanto esperar...
–Yo tampoco.. Por eso siempre digo que es
mejor jugar con las personas...
–¿Y a qué viniste..?
–Para traer a mi mujer... Es una isla... Nos
encerramos cuatro días y como ella tampoco
juega, y no hay nada que le interese,
descansa y yo miro a la gente y veo como
circula la moneda y la cabeza me trabaja a
doscientas millas por hora... ¡Alquilé un
Jaguar!
–Yo un Chrysler Zyrcon... Cuarenta diarios...
El Jaguar debe costar doscientos diarios...
–Mil doscientos por semana... ¡Cinco
centavos! Pero aquí puedo manejar el Jaguar y
nadie va a pensar nada... En la playa o en
Buenos Aires no podría andar en un
convertible...
204
–¿En el club puedo contar que Critti estaba
en Las Vegas porque es el único lugar donde
lo dejan pasear en un Jaguar sin perder
imagen..?
–Si pero no vayás a decir que me alquilaron
un Jaguar con cambios automáticos y tapizado
de tela sintética...

Tiene como cuarenta, pero parece menos


por el pelo recogido con esas hebillitas y sin
maquillaje, con la bikini y con la cola, que a
fuerza de gimnasia y masajes, sigue dura,
nada de celulitis: no mas que cualquier chica
del colegio que no se cuida. Tiene un crawl
impecable y por la agilidad con la que sale de
la pileta por un borde, evitando las escaleras
y la parte baja, para volver a zambullirse con
el cuerpo estirado y flexible, la Romano
parece otra mujer. Si hasta los ojos se le
notan azules porque en la pileta se los podés
mirar sin temor a que frunza las cejas y mire
hacia abajo, como enojada, o mandona, y sin
que vuelva la cara hacia un costado, como
una gansa, no por desprecio o indiferencia a
205
vos, o no solo por eso, sino por asco a vos y
mas que nada por una especie de asco hacia
ella misma.

–¿Cuánta guita le calculás que tiene


Critti..?
–No se.. Pero esta tarde en la pileta no me
sacaba los ojos de encima...
–No menos de quinientos millones...
–O sea menos de lo que cuesta hacer este
hotel...
–¿Hablaste con él en la pileta..?
–No... La que me vino a hablar es la mujer..
Una insulsa...
–¿Fea?
–No... Insulsa: toda bronceada de lámpara
ultravioleta, uñas postizas, caminando como
una actriz de cine, y habla con una voz de
pito... ¡No tiene hijos!
–¡Pero si él habla todo el tiempo de los
hijos..!
–Es divorciado.. Divorciado dos veces,
además de ser medio baboso...
–¿Baboso?
206
–Si... Pajero... No me sacaba los ojos de
encima...
–Nos invitó a pasar un día en la playa
privada...
–Querrá verme tirada tomando sol en
tetas...
–Por ahí si... Pero quiere que hablemos de
negocios de producción...
–Si te compra algo le muestro las tetas y la
cola... Total...
–¿Total qué?
–Total... La mujer es de plástico... ¡Me
parece que no sabe nadar..!

Para Mirtha, como para el consenso de las


de su club, no nadar o no saber nadar son las
peores calificaciones posibles para una mujer.
Son huellas de una infancia pobre, como el no
saber montar, patinar en hielo, o esquiar. O
señal de una carencia oculta: pereza,
enfermedad o, peor aún: fobia. Terror al agua.
No nadar es rehusar a integrarse en las aguas
comunes. Y, peor, si quien no nada concurre a
la piscina: allí, la presencia de quien no nada
207
revela que, además de un espacio para la
actividad física y deportiva, el natatorio es un
lugar de baño.
–¿Qué proporción d de los socios del club
orinará en la pileta olímpica..?– Se
preguntaba.
Estaba segura de que si fuese cierto que la
señora de Critti nunca aprendió a nadar, fue a
causa fue un terror inculcado a tener contacto
con la orina de sus pares. Es el tipo de mujer
que jamás orinaría en presencia de su
amante, y que no toleraría la imagen de un
pijama salpicado con una ínfima gotita de pis.
Por eso no tiene hijos, pensaba Mirtha
recordando la mirada de Critti que no dejó de
vigilar sus movimientos durante la hora y
media que pasó aquella tarde en la piscina
templada del hotel.
Ahora estaba cansada y como se había
prometido que esa noche iría a jugar en serio,
para ganar mucho o perder todo y no volver a
pisar las salas de juego, se tendió en la cama
y se durmió sin pensar mas en Critti, en su
insulsa mujer, ni en el placer de compartir una
piscina con gente igual a uno.

208
Asquerosa, salvo cuando está en la pileta.
Después te olvidás, pero en la pileta se ve
que cogiendo debe ser como una diosa, la
vieja. Aquí hay dos mujeres y dos varones, y,
ni el viejo ni el pibe se me podrían cruzar por
la cabeza. Ni en una isla, en un naufragio. Ni
por nada del mundo. Y por dinero, por plata,
menos. Al viejo las mujeres lo miran porque
parece un vivo, un vividor. Pero a ninguna se
le puede cruzar por la cabeza si lo llegó a ver
pensando nada mas que en trampear a los
clientes y a sus socios, queriendo vender y
vender, mandoneando a las mujeres de su
oficina y arrastrándose con la vieja y
comprándole todo como un baboso. Hay
minas para todo, pero para eso, difícil que
haya muchas. Ni en un naufragio. Y el pendejo
que tiene esa boquita carnosa de degenerado
como para chuponeársela, es tan pajerito y
tan blanquito, después de haberle visto el pito
demasiado fino para su edad y torcido hacia
arriba, da asco, como el padre, y lástima,
porque él si que va a ser un desgraciado toda
la vida. Dormido, sí, o anestesiado con una
209
píldora, me animaría a chuponearlo. Debe
haber mas de tres mil machos en este
momento en el hotel, y descontando a los de
las comitivas de paralíticos, en una isla de
náufragos elegiría a cualquiera de ellos antes
que, justo a estos dos que tengo mas a mano.
El negro no aparece, ni llamó por teléfono, y
en vez de rondar el pasillo y vigilar el office
de vigilancia, estoy tirada como una boluda
pensando en los dos Romanos incogibles. En
cambio la pendeja, desde que salimos de
Ezeiza y cada noche aquí, y la vieja desde que
la volví a ver nadando y zambulléndose y me
acordé de ella en club. Aquí los machos la
miran mas que en el club. Los machos y las
parejas aquí la miran mas que a las modelitos
que yiran buscando ricos que paguen, las dos
romanas me calientan.
¿Juntas?
No: las dos romanas juntas no. A la vieja
en la pileta de agua termal caliente, de
noche, cuando el personal apague los
reflectores y nademos juntas, desnudas. Le
toco la cola: dura. Le digo: “¡qué durita!“ y
ella gira en tirabuzón y empieza nadar lento
estilo espalda y me muestra las tetas,
210
flotando, blandas. Pero los pezones oscuros y
parados dan ganas de apretarlos entre los
dedos y chupárselos. Ella se me enamora.
“De hace años, desde el primer día que te vi,
soñaba con este momento...”, me dice cuando
empieza a tocarme. “Y yo que te odié
siempre, -le confieso- pero ahora en cambio
quiero que nos chupemos las conchas...” Me
besa. Me pone la lengua y yo la dejo hacer.
“Vayamos a la pieza”, pido, y me contesta
como suspirando “Te amo”. ¿Siempre hará
así, ella, para calentar, o suspira de su propia
calentura..? No se si me calienta ella tanto
como lo que de repente las dos llegamos a
animarnos a hacer. Mojadas, salimos de la
pileta termal, cruzamos el gimnasio y ella me
toca, me lleva un poco del hombro, después
de la cintura, yo le acaricio el cuello. A nadie
le llaman la atención esas cosas. En cambio,
en el hall, los que salen de los ascensores con
apuro para ir timbear nos miran y se miran
entre ellos como si las mojadas tuviéramos
obligación de usar los ascensores de servicio.
Lo mismo las parejas con chicos que suben en
nuestro ascensor: si ya estuviéramos
besándonos, se escandalizarían menos que
211
por haber salido de la piscina cuando es de
noche y todos se cambiaron para ir a las
mesas, a los shows de tetonas emplumadas o
a los restoranes con velitas y mozos
alcahuetes. Tendría que haberle dado un
chupón yo, antes de que bajaran esos
alemanes o suecos. Desde el piso doce al
diecisiete quedamos solas y nos apretamos y
toqueteamos sin dejar de besarnos. ¡La
lengua! Sin maquillaje, sin perfumes
misteriosos, puedo chupetearle la lengua
olvidándome de que debió tocar la baba de
Romano, ni en que alguna vez habrá estado
lamiéndolo al cerdo. Es cerca de las diez. El
cerdo llevó a los chicos al acuario, tenemos
casi dos horas para nosotras y quiero
chuparla yo primero. Pero ella está como
incontrolable. Temblaba con la llave, sin
acordarse como se gira esta cerradura, hacia
el revés. Y ahora que no suspira, se ahoga y
jadea y me mira con los ojos azules llenos de
lagrimas. “Mostrémonos las conchas,
primero.... Toquémonos las tetas primero...”,
pide y me parece que ahora quiere mandar
de nuevo ella. Pero, no: llorosa, mira y ruega
con la boca mojada y los ojos blandos. Mando
212
yo: “mostrare vos la concha, vieja puta...”
Siente que aquí no manda y pide suavecito:
“Mirámela toda mojada... Mirámela toda
mojada Vero”
Me dice “Vero”: nunca me había dicho así.
Yo también pido, ruego: “Mirámela a mi vos y
mientras dame jugo con los dedos...” Ahora
manda, pero bien, porque es su turno :
“Chupá juguito amor... Hijita...” Me calienta
totalmente que me trate de hijita y sé que a
ella también le calentó decírmelo y sin
pensarlo antes, me sale decir: “mamá:
pongámonos las conchas una contra la otra y
dame la lengua en la boca...” Adentro mío,
casi dentro de la boca me dice “Nena...Nena
mía...” y lo repite hasta que se vuelve casi un
zumbido, un ronroneo. Pareciera que empieza
a acabar, o que hace como si estuviera
acabando, y yo estoy lejos de acabar y no
quiero acabar porque quiero gozarla:
“¡Hembra..! ¡Vieja puta..! ¡Hembrón..! ” “¡Si
hijita, machita mía.. mi amorcita... meteme
los dedos en la concha, tocame arriba allí,
mas alto.. Así como yo te hago...” Ahora voy
empezando a acabar yo, pero quiero que dure
mucho, que nos miremos y me hable, aunque
213
me toque demasiado. ¡Cómo siento la piel de
esa vieja..! Las arruguitas, los pezones
durísimos. Quiere morderme, mordé nomás.
“Lo que quieras mamá, lo que vos quieras me
gusta mamá a mi, me gusta mamá”. Le miro
el culo en el espejo: se mueve, parece un
ejercicio de gimnasia, pero quiero tocárselo:
“te toco el orto Mami... mojado, igual que la
conchita...” ¡Como me chupa el dedo, los
dedos..!. Quiero que ella también... Pero sin
dejar de apoyarnos concha contra concha.
¿Cómo vamos a hacer para poder durar,
seguir frotándonos, acabándonos y, al mismo
tiempo, chupándonos las conchas, yo
chupándole el pitito como si fuera una pijita y
ella lo mismo, metiéndome la lengua hasta
donde pueda llegar y diciéndome “nenita”,
“hijita”, “conchita” y yo contestándole:
“mamá”, “vieja reputa”, “qué orto tenés mi
amor” y, de verdad, diciéndole: “que rico
gusto tiene tu concha, que linda que es...
meteme un dedo y todos los dedos adentro
de la concha mamá y después quiero tocarte
el pelo mojado, y peinártelo mi amor,
mamita...”

214
En todos los ámbitos hay códigos
destinados a transmitir lo que es imposible o
inconveniente indicar con palabras. Recién en
los años ochenta, cuando habían compartido
muchas reuniones y la gente que rodeaba a
Critti empezó a verlo como un miembro de su
corte de privilegiados, Romano accedió a la
masa de anécdotas indispensables para
asimilar las reglas de esa larga partida donde
el azar y la destreza bien combinados se
premian con prebendas, contratos y con la
opción a la máxima recompensa de la
intimidad del poderoso.
Un refrán de los abuelos explica esto mejor
que cualquier cavilación de un observador de
nuestro tiempo. Romano, ya cuarentón,
llegado el momento de advertir el valor de
una sabiduría transmitida generación tras
generación a lo largo de cinco siglos de
éxodo, ni quería ni hubiera podido detenerse a
recordar esas frases en árabe o en ladino.
Sabía que desde la juventud de su padre,
quizás, desde la de su abuelo, esa enseñanza
se había decretado inútil junto a tantos
215
refranes y juegos de palabras, y a las mismas
lenguas en las que fueron pensados y
compuestos. Solo caminando, pensando y
caminando por el campo de golf, o, –igual,
ahora– por los largos pasillos de los pisos
altos del hotel, podía imaginarse imitando
para los parientes en esas fiestas de “la
turcada”, como ellos decían con orgullo, el
timbre de voz y las frases que siempre repetía
el abuelo.
Aún se sentía capaz de volver a fraguar
frases en las que cualquiera de los de su
generación y la de sus tíos, creerían oír
repeticiones de los refranes del abuelo:
“donde veas que va el que va ganar, aunque
ganar haya de poder también lo tuyo, si
tienes bien de saber que él gane, dejalo ir
para ir detrás siguiéndolo y ganarás después
mas que lo que él mesmo te hará perder... O
al menos, tendrás igual perdido lo perdido,
pero no tendrás perdido tiempo queriendo
poder lo que no podes tú...”
Nadando, mientras Critti iniciaba otra
partida de backgammon con su mujer,
Romano pensaba en el acierto de esos
refranes y llegó a imaginar que, según hacen
216
con éxito algunos seductores, se armaba de
un libro de refranes y proverbios ladinos, y
que gradualmente los iba refiriendo a Critti y
sometiéndolos a su parecer. No dudaba que,
defraudado por el saber de tecnócratas,
ingenieros y consultores, gente que –como
había dicho esa misma tarde “se consigue por
cinco centavos”–, ese compendio de
orientaciones inútiles, que nadie compraría
pero que ninguno de los últimos que las
guardan en la memoria imagina como
vendible ni sería capaz de renunciarían al don
de recordarla “ni por todo el oro del mundo de
Castilla”, fascinaría a Critti tanto como esa
propiedad de Punta del Este, que no estaba
dispuesto a vender ni al doble del precio que
le ofertarían a un propietario acosado por las
deudas que necesita deshacerse de ella.
“Camello y caballo -inventó mientras
nadaba- en todas partes valen por los años
que les queda a vivir... Pero en camino a
Damasco, valen por tantas noches que les
queda de caminar... Y todas cosas valen...
-inventaba en los tramos de pecho
combinando retazos de palabras que la
agitación del crawl había sacado a flote en su
217
memoria- valen nada cuando naide quiere
comprar, y nada cuando todos quieren
comprar pero naide habe con qué para
comprar..”
Y, nadando, se imaginó capaz de imitar a
los que planifican con astucia sus carreras:
visitaría a los tíos, buscaría libros por Israel,
Siria y Rumania, se armaría de una docena de
frases y las repetiría. Entonces, su éxito en los
negocios, ínfimo en proporción a lo que
consiguió este Critti, sería atribuido a un
saber ancestral que permanece intacto en la
memoria, y que a diferencia de instintos como
el sexo y la violencia no se debilita, sino que
se enriquece con la edad.

-¿Cuánto tendrá este Critti?, se


preguntaba.
El banco y alguna propiedad: quinientos
millones, veinte veces mas que yo, pero con
cien veces mas quilombos que yo. ¿Cómo se
las arreglará para dormir en paz con tanto
pedigüeño alrededor, y tantos directorios y

218
gerentes que solo piensan en robarle la
plata..?
Nadando, flotando con facilidad en las
aguas termales –en verdad, aguas
artificialmente enriquecidas con minerales y
compuestos sintéticos–, sin volver a pensar en
la atmósfera ozonizada del hotel, Romano
sentía la satisfacción de un éxito, que, en ese
instante no dudaba debía ser mayor que el de
Critti, uno de los mas ricos, y el preferido por
gobernantes, operadores políticos y
diplomáticos extranjeros para favorecer en
sus negocios.
–Tampoco yo fue por la suerte que llegué a
donde estoy y tengo lo que tengo. Y sin
mentir como esos que tienen recetas de la
universidad que se ponen de moda por dos o
tres años y que se compran por quince
centavos. Conseguí todo por instinto aunque
no sé instinto de qué era... Y ahora siento que
estoy casi a punto de darme cuenta...
Si Romano las hubiese escrito, estas ideas
circunstanciales, efectos del azar de un
encuentro de la vanidad estimulada por un
magnate que gana voluntades tratando a
cualquier miserable como si fuese un par o un
219
potencial compañero de negocios, o efectos
de la hiperventilación provocada por el ritmo
respiratorio de cuatro largos alternando crawl
y pecho, quedarían grabadas y podrían ser
revisadas en otras circunstancias, o
corregidas, mejoradas y perfeccionadas.
Pero no era capaz de escribir. Había
perdido las condiciones para dialogar sobre
cosas tan íntimas y a la vez vagas y poco
útiles, y, desde la generación de sus tíos, o
desde la de sus abuelos, los suyos fueron
privados del don de recordar o de cifrar en
frases el recuerdo de las cosas que no están
al alcance de las primeras palabras que
suelen venir a la mente.
Si allí mismo, en la pileta termal o en la
piscina olímpica del Paradise, Romano
escuchase estas palabras calculadas después
de tanto tiempo, respondería inventando una
frase por el estilo: “si te lo digo, aquí en el
agua lo que te diga va a ser burbuja que sale
y se va, y escribírtelo, el que sepa podrá, pero
no soy yo ni él tampoco va a ser el primero
capaz de escribir nada estando en agua...”
Pero nunca escuchará esto: murió años
después sin decir, ni recordar, y sin siquiera
220
permitirse un instante para fantasear que él
también podía repetirse hasta memorizar una
frase, o anotar “telegráficamente” una
sucesión de imágenes o ideas para leerlas, y
decidir qué se puede hacer con ellas.

Hay afortunados que tras décadas de


registrar hasta sus ocurrencias mas
caprichosas para después reflexionar
disciplinadamente sobre lo que casi nadie
presta atención, se vuelven diestros en pensar
y hasta llegan a pensar sobre esta rara
destreza como una de las tantas curiosidades
del mundo que se creen llamados a
perfeccionar y magnificar.
Pero ni siquiera alguien como Romano
hubiera hecho algo mejor ni peor de su vida
aunque por un recurso mágico dispusiera de
tales condiciones y llegase a formular por sus
propios medios lo que, tantos años después,
otro simula construir con los fragmentos de su
voluntad, de su descuidada memoria, y de lo
que pudo suponer sobre sus rudimentarias
emociones.
221
Tampoco se hubiera convertido en alguien
mejor, ni se hubiera vuelto -como se dice- “ni
mas ni menos feliz”, ni habría cambiado el
curso de su vida, ni la hubiera dirigido a un
desenlace menos penoso. Ninguno de los
hombres de su tiempo tuvo acceso a un
camino de muerte mejor, según pretendían
los antiguos. Ninguno de ellos, y, desde ellos
en adelante, ninguno de nosotros, tuvo, tiene
o tendrá la muerte “que merece”, y, mucho
menos, la muerte que pretenda haber elegido.
De aquí en mas, todos disponen de una
muerte estandarizada, que edificamos
colectivamente como si estuviésemos
confabulados para privarnos de cualquier
diferencia en la escena final. ¡Tan individuos
que creímos ser solo porque emprendimos
cada capítulo con el programa de ganar una
nueva diferencia! ¡Como si fuese una partida
combinada de naipes que se juegan por
cálculo y dados que solo responden al azar!
Un juego raro donde el azar acentúa las
ventajas de unos, el cálculo las de otros, y el
azar y el cálculo simultáneamente se
potencian para remitir al perdedor al fondo de
la masa de desdichados que maldicen su
222
suerte o se reprochan su impericia o la
imprudencia de sus cálculos.
Los ganadores ganan y acumulando esas
diferencias creen ganar y se jactan de su
virtud y su fortuna.
La alegoría tramposa de la guadaña, esa
fuerza del mas allá que termina emparejando
a todos, consuela al que perdió tan
engañosamente como dota al ganador de la
ilusión de haber burlado lo inexorable. ¡Pero
ambos llegan por igual al desenlace
irremediable, como si fuese una de esas
partidas en las que solo gana la caja, y
cuando a cada jugador se le acaban la fichas
debe dejar para siempre la sala de juegos: no
hay mas préstamos, ni penosos períodos de
trabajo y ahorro que le permitan disponer otra
vez de las fichas..! ¡Ya no hay partida, tapete
ni casinos para él! ¡No queda nada mas!

Hagan juego: dan risa los viejos tratados


que postulaban la filosofía como una
preparación para la muerte. Basta pensar que
quienes consagraron su vida a repetir ese
223
slogan, a infundirlo a sus discípulos y a
testarlo por escrito a los lectores del porvenir
terminaron sus días igual que sus
contemporáneos mas ignorantes, y tan mal
como el soldado, el campesino, los monjes
alucinados, las monjas histéricas o los que en
ermitas, trapas, desiertos y celdas de clausura
se empeñaron por encerrar el tiempo en una
sucesión de ritos y ritmos que igualaban los
días y los instantes.
El filósofo desentrañaba enigmas de la
lógica o paradojas del álgebra y atenuaba las
dudas de su tiempo sobre causas y efectos,
nombres y cosas, acontecimientos y
conocimientos.
No necesitaba el aplauso de la ciudad ni la
dádiva del príncipe para sentir, con razón o
sin ella, que el universo pendía de un hilo que
estaba dentro de su cabeza.
Esa comedia terminó. Romano, como todos
los que lo sigamos, encontró la misma
escenografía de la muerte, pero se vio
enfrentando una sala vacía, mudo, sin libreto,
y a la par de la luz yéndose, vio que se
disolvía el decorado y desaparecían derecho e
izquierdo, no tuvo mas delante ni detrás, ni
224
piso abajo: estaba solo y sostenido por la
visión, -la sensación-, de que cuando la última
fuente de luz, arriba, terminara de apagarse,
no quedaría nada. Nada mas: ni él.

225
VI

Pero: ¿Por qué el juego? Critti, que


compartía con Romano la certeza de que
jamás entenderían a los jugadores, usaba la
palabra "vicio" para referirse a lo que mueve
a jugadores, fumadores, alcohólicos y
drogadictos agrupándolos en la misma
categoría, bajo el enigma de esa calificación
común: "viciosos". A Romano le parecía la
expresión adecuada. Era gráfica: en efecto, le
parecía que un vicio es un deseo que no
podría dejar de cumplirse, y si acaso lo mismo
sucede con la respiración y con otras
funciones del cuerpo, la pronunciación italiana
de Critti, diciendo "vizio" junto a un
movimiento de manos y un gesto de la cara
venía a aludir a un deseo que, al tiempo que
no puede dejar de cumplirse, degrada a
quienes lo padecen.
"Degrada" no es la expresión mas
adecuada. Durante la conversación también
usaron "denigra", sin recordar que rato antes
habían escuchado a sus esposas comentar
algo sobre un tour de negros.
226
Que era el día del tour de negros, había
dicho una de ellas.
La víspera había sido el día del tour de
lisiados. Una veintena de hombres y mujeres,
guiados por un profesor de gimnasia se
desplazaban por las salas de juego y los
bares adyacentes exhibiendo su destreza en
el manejo de esas sillas de ruedas eléctricas
que llamaban la atención por su agilidad de
maniobra: aceleraban por halls y promenades
del hotel hasta superar la velocidad de
cualquier caminante, frenaban
instantáneamente y solían girar sobre un
punto, comandadas con un dispositivo
inspirado en los joy-sticks de los juegos
infantiles. Naturalmente, los lisiados tenían a
su favor no solo la necesidad, sino también
todo el tiempo del mundo para perfeccionarse
en el dominio de sus triciclos cromados, y,
salvo alguna anciana con temor a que uno de
esos móviles la atropellara, los jugadores y
paseantes los miraban con simpatía y
curiosidad.
Los lisiados y el atlético profesor que
lideraba el grupo debían disfrutar del
espectáculo que brindaban con sus
227
evoluciones: algo que para los niños y los
turistas argentinos era poco mas que una
anécdota, debía ser para cuadripléjicos y
paralíticos, una estética en estado naciente.
Lo mismo sucedía con el tour de negros de
aquella tarde. Siempre habia negros en el
hotel: no menos de la mitad del personal de
servicio eran afroamericanos y también había
negros entre los turistas y jugadores de la
sala. Con sobria ropa de calle algunos, otros
con vistosas camisas y bermudas tropicales,
esos negros clientes, parecían diseminados al
azar -uno cada cien o doscientos del público-
como circunstanciales alardes de una
sociedad con pretensiones igualitaria que
exhibe cada avance hacia su ideal junto a una
señal del alivio por no haberlo cumplido
todavía. A diferencia de estos negros
endógenos, los tours de negros americanos,
con sus guías negros y negras, asemejados
por el estilo de indumentaria, con toda
probabilidad venidos de la misma ciudad
-New York, Chicago, etc.- y unidos por vínculos
familiares o amistosos previos al viaje, eran
incrustaciones tan exóticas a la sociabilidad
del hotel como los tours de árabes y
228
japoneses de oriente o los de lisiados en
bandadas de triciclos eléctricos.
Verónica había oído decir "black mondays"
con referencia a estos tours que solían arribar
los lunes para aprovechar las menores tarifas
de hotelería, de modo que a los
organizadores, cumplir su promesa de cinco
noches de fantasía en Las Vegas, les costaba
por integrante lo mismo que a un turista
blanco su paso por el Paradise durante un fin
de semana. Si la aparición de un turista o de
un jugador negro aislado eran promesas de
un futura sociedad igualitaria, la irrupción
semanal de decenas de familias negras que
hacían lo suyo coordinadamente, a su
manera, con su voces y jergas y con tanta
indiferencia a los hábitos de la tolerante y
resignada mayoría blanca, eran señales de
que también a este capítulo del sueño
americano podría llegarle la hora de
despertar.
Había un ritmo. No sonoro, aunque en
parte se marcaba con los tonos y los períodos
de frases y ruidos vocales. Igual se lo podía
reconocer en los desplazamientos de los
cuerpos, en la alternancia de intervalos de
229
silencio en los que grupos y subgrupos se
compactaban para volver a dispersarse y
después reagruparse otra vez. Los negros, se
tocaban, golpeaban, empujaban, o se
tomaban de las manos, del brazo, del hombro
o la cintura como obedeciendo a una fuerza
de gravitación que solo se ejercía sobre su
cuerpos.
Alguien escribió, respecto de la conducta
de los tours de lisiados, que un observador
atento sospecharía en ellos la emergencia de
una estética en estado naciente. De los
negros, difícilmente haya alguien capacitado
para definir si se trata de un nuevo arte que
puede llegar a eclosionar alguna vez, o de
restos atávicos de una belleza perdida que
fundaba una estética en los comportamientos
colectivos de sumisión e independencia.
En cualquier caso, estas alternativas
estaban lejos de la atención de Romano y
Critti cuando usaban "degradar" y "denigrar"
como sinónimos. Y ni ellos ni sus mujeres
estarían dispuestos a perder un instante de
sus vidas registrando que degradar y denigrar
significaban lo mismo aunque aplicado uno al
ámbito de los rangos militares y otro al de las
230
jerarquías de las razas: dos aspectos del
mundo que comparten la tarea de poner en
orden a los humanos para que hagan lo que
deben hacer.

Si la lengua copiase la realidad, o si la


realidad respondiera mejor a lo que la que la
lengua pretende que sea, un sargento que
contrajera el vicio de jugar, se convertiría en
cabo y un blanco, por alcohólico, se volvería
negro. Por fortuna, las cosas no son tan
simples. Pero, desgraciadamente, tampoco
son mucho mas complejas, y, en el fondo, las
cosas no se alejan demasiado de lo que,
también en el fondo, intentan sugerir las
metáforas de la raza y el rango militar. En esa
proximidad se funda la virtud del lenguaje
figurado.
A poco que un narrador ponga en
movimiento natural y vigile la evolución de
personajes como Critti, Romano y sus hijos, si
pretende mantenerse fiel a los paradigmas de
la verdad, terminará componiendo las
figuras de auténticos imbéciles.
231
Sin embargo, la realidad no es imbécil, y a
la vista de que en el mundo real estos
personajes se desempeñan con mayor
eficacia, y que la sociedad -no solo la caótica
sociedad moderna, sino toda sociedad
organizada- los prefiera a la hora de repartir
recompensas y de proponer figuras para la
emulación de sus semejantes, habría que
atenuar la perspectiva y renunciar por un
momento a la ingenuidad de los relatos.
Escribir, por ejemplo, que la narrativa ya
perdió mucho tiempo desmontando las figuras
del lenguaje para insinuar lo que nunca nadie
ignoró: que los humanos andan entre sueños
y sometidos trampas de la lengua y de otros
sistemas subalternos de signos y que salir de
"eso" -la promesa de "despertar"- solo se
consigue mediante la imposición de un nuevo
sueño con nuevas trampas, siempre eficaces
y pocas veces mas sutiles.

–Pobre gente... –dijo Critti refiriéndose a los


militares.

232
Estaban hablando de La Nana, la casa de
la playa que, bajo presión, los Romano habían
tenido que alquilar a la familia del brigadier
Carrera para los meses de diciembre y enero.
–Me llamaron primero de la inmobiliaria,
después de mi banco, después de Canal 13.
Al final, vino la mujer de la inmobiliaria a
ofertar diecinueve mil por los dos meses...
¡Alquilar es lo último que hubiéramos
querido..!
–Fue por miedo... –Intervino Mirtha–
Insistían tanto que una no puede saber lo que
pueden ser capaces de hacer si uno los
contradice...
Por un instante Romano se avergonzó de
que su mujer dijese "miedo", pero de
inmediato la intervención de Critti lo
tranquilizó. Decía que a veces uno debe
ceder:
–Conozco al boludo ese... A estos Carrera
los bajan del avión, los ponen dos o tres años
a robar en el gobierno, y al tiempo
desaparecen y nadie mas se acuerda de ellos.
¡Ya va a ver!

233
Después contaba que ese Carrera era un
piloto de caza que llegó a jefe de una
escuadrilla en la cordillera:
–Gracias a Dios que lo sacaron y lo
pusieron en el Banco Central a robar, porque
estos tipos son tan boludo –eludió la ese– que
si no los entretienen un poco son capaces de
sacar los aviones y empezar una guerra con
Chile... ¡Y eso a ustedes les iba a costar
mucho mas que lo que veraneando puedan
romperles en el chalet de Punta del Este..!
Mientras lo oía y registraba la atención con
que seguían los comentarios de Critti su
mujer y Verónica, de paso por la mesa del
jardín del Paradise, Romano se figuró la
imagen de un caza supersónico que volaba
sobre Buenos Aires y a tanta altura, que
debajo se advertía la forma esférica de la
tierra. La mancha marrón del Río de la Plata
se extendía hacia el sudeste, y, ahora él, al
comando, iniciaba un descenso apuntando a
la zona donde las aguas comenzaban a
teñirse de azul de mar. Ya aparecían la
península, la costa de piedra, las franjas de
arena blanquecina, y entre los acantilados, la
pequeña bahía de piedra y los cipreses que,
234
vistos desde el mar, parecían custodiar su
chalet noruego. Oprimió un botón del
extremo de la palanca de mando, y en el
cristal de la cabina se representó un blanco de
tiro. La Nana ocupó el centro de la mira y allí
quedó fotografiada: detenida.
Tal vez, si volviese a pulsar el botón, el
caza dispararía un misil que haría blanco en la
casa reduciéndola a un montículo de
escombros y cenizas de pinotea humeantes.
Pero era su chalet, y desde el aire no era
posible adivinar si en ese momento la
ocupaba su familia o los odiosos inquilinos de
aquella temporada.

–Hay que dejarlos, darles algo, poquito, y


después va a ver que le vienen a comer de la
mano...
Critti se refería a los militares, que parecen
muy rígidos cuando llegan para ocupar un
lugar de poder, pero que no bien se los
integra a un sistema de intercambio de dinero
e influencias se vuelven interlocutores
corteses y dóciles en los negocios.
235
A Verónica no le interesaban esos diálogos.
Se había acercado a aquella mesa del jardín
de invierno del Paradise presionada por los
chicos, que habían oído o leído en alguna
cartelera que esa tarde se realizaría un desfile
de perros y mascotas presentados por
famosas modelos de New York. Los Romano le
parecieron concentrados en agradar y halagar
a Critti. La mujer de Critti, era, tal como le
habia oído decir a la Romano, "una insulsa":
tenía rasgos o actitudes parecidos a los de los
ángeles de yeso pintado que decoraban los
pasillos del hotel. De Critti, de las veces que
lo habia visto por el hotel, se decía "no puede
ser que un tipo cada vez que te lo cruzás dé
media vuelta para mirarte el culo". Sabía
que era muy rico, pero no tenía escala, ni
curiosidad, para evaluar r cuánto mas rico
era que los Romano. Como para todas las de
su generación, la política y los militares eran
incógnitas que solo se cruzarían por sus vidas
bajo la forma de la fatalidad. Ella nunca
hablaría bien de los militares, y no podía
definir si aquella tarde Critti estaba
censurándolos o elogiaba algo de ellos.
Cuando escuchó la frase "vienen a comer de
236
la mano" estaba vigilando a los chicos, pero
advirtió que Critti se inclinaba hacia la mesa
y miró hacia él. Tendía un brazo con la palma
de la mano vuelta hacia arriba, como si
estuviese ofreciéndole pop-corn a una
paloma y se miraba los dedos mano como
quien busca huellas de suciedad y se
complace en encontrarlos, como siempre,
pulidos, limpios. También ella fijó por un
momento la mirada en la palma de esa mano.
Mano de escultor, con palmas llenas de
convexidades como si tuviese una
musculatura independiente: un cuerpo de
atleta proyectado a la escala de una mano
cuadrada de tano. Después alzó la vista y
verificó que los ojos verdosos del tano ya no
miraban la palomita comiendo pop-corn y se
fijaban en ella como diciéndole: "vos también,
nena... Vení a comerme de la mano..."
–Pedazos de pija y comida de la mano me
da
–pensó ella– Buen tema para una paja– pensó,
pero decidió no masturbarse con las fantasías
que inspiraba de ese hombre y que sería
mejor dejar que todo siga un curso natural
hasta saber si además de darse vuelta a cada
237
rato para mirarte el culo el tipo será capaz de
avanzar y cogerte. Total, pensaba, ya me cojí
a un cana de cuarenta, bien me puedo
encamar con un tano de cincuenta...

238
Para extender la avenida que bordeaba al
Paradise habían tenido que dinamitar una
pequeña colina que no era mas una
excrecencia del fondo rocoso de la ciudad. Por
criterio de algún paisajista, los constructores
dejaron intacta una barranca escarpada. Era
una roca parcialmente cubierta de liquen,
que dejaba ver la piedra gris, surcada por
rajaduras en las que arraigaban algunos
cactus.
Era lo primero que veían hacia el sur los
clientes del Paradise: tras la ventana, la
barranca de piedra gris con su escalinata de
bloques de cemento para sortearla y acceder
desde lo alto a la explanada que llevaba a los
antiguos hoteles Caesar y Fargo en la
manzana donde ahora está emplazado el
Luxor.
Personal de seguridad de los hoteles
controlaba la zona, paso obligado para los
turistas que salían a recorrer los pequeños
casinos y night clubs del centro tradicional de
la ciudad y no querían gastar cinco o diez
dólares en el taxímetro que ocuparían para
cruzar la avenida y sortear un desnivel de
terreno. Pero como esos guardias podían
239
actuar solo en casos que comprometieran la
seguridad de los clientes de sus hoteles, para
cumplir su misión debían recorrer el lugar
entre grupos de mendigos, tomadores de
apuestas clandestinas, vendedores de drogas
y prestamistas dispuestos a comprar relojes,
abrigos y tarjetas de crédito a precio vil.
Mirtha había pasado un par de veces por
allí sin advertir nada. Los Critti, en cambio,
contaron que en un recodo de la escalinata,
habían visto a un viejo negro que temblaba
tratando de aplicarse la jeringa en la vena de
un brazo escaldado por pinchaduras y
moretones.
–Y chicas... Había jovencitas como ésa–
decía la señora de Critti señalando la fuente
hacia donde Verónica había acompañando a
los pequeños Romano: –Destruídas...
Jovencitas así... –Repitió un par de veces y
miraba a su marido, como esperando que la
confirmara, o que agregase un comentario.
Oyéndola, Romano se componía una
imagen inspirada en los fotogramas de algún
film sobre la marginalidad en las ciudades. Un
negro, un viejo, un cuerpo tendido en el piso,
un vicioso temblando, un hombre capaz de
240
clavarse una aguja en el cuerpo, lastimarse,
infectarse, suprimir su conciencia: eran
demasiadas imágenes del horror para
demorarse mas tiempo en ellas.

Es una facultad que privilegia a los


humanos: los comandos que, en condiciones
normales, permiten cambiar el foco de
atención y escapar de la representación de lo
que espanta inútilmente: las "cosas que mejor
ni pensar".
Como esa mujer que vio al negro, que
quizás no temblase, o no tuviera una jeringa,
o la tuviese, temblando, dispuesto a
inyectarse la droga pero sobre un brazo
virgen de huellas o pinchaduras, hay un
mecanismo inverso que pone lo indeseado en
el foco de atención, por lo general, con
finalidades distintas que las de considerarlo o
de proponerlo a la contemplación de los otros.
No se puede saber.
Quizás la señora solo intentaba informar al
marido y a sus acompañantes que había
advertido el intercambio de miradas con
241
Verónica y que intuía la proximidad del horror
traída por la seducción del hombre y la
aceptación tácita de la chica y que eso,
acercando a su pareja al riesgo de caer en lo
peor -esas chicas que habría visto
mezclándose con negros para drogarse- a ella
la ponía en el límite de la denigración: por un
instante, se convertía en un negro herido y
tembloroso, arrastrándose por los piso para
inyectarse algo que la restituyera al bienestar.
–No se puede saber... –repitieron los
hombres.

Los chicos habían dejado sus juegos en la


fuente, para ubicarse, junto a Verónica, en
unas butacas próximas a la pasarela de las
modelos. En un rato comenzaría el desfile.
Los mozos iban por las mesas del jardín de
invierno distribuyendo el programa de la
muestra. Algo había restituido el bienestar a
las parejas Critti y Romano y las mujeres
iniciaban un diálogo sobre el espectáculo: no
era un desfile, decían, porque casi no había
muestras de moda. Lo que buscaba ver el
242
público mas que moda eran los animalitos -las
mascotas, cuyas fotografías parecían
impresas en el programa- y las modelos,
prestigiadas por la presencia en el elenco de
algunas figuras top de la moda de New York.
Comentaban cómo se entusiasmarían los
chicos cuando viesen el programa y se
enterasen que también desfilaría Didí, Dani
Duarte, la modelo infantil argentina que a los
once años había aparecido en Vogue y era
ahora la imagen de la publicidad de los
helados de Burger´s King.
La Critti la había visto en un desfile de
beneficencia en el Centro Naval y decía que
era, "de verdad un angelito...". La Romano
coincidió con ella en esa suerte de orgullo
nacional producido por la figuración de la
modelito junto a estrellas como la armenia
Eva Tabakian y la negra Xanta Makeba, que
por aquellos años eran las mas cotizadas del
mundo.
–¿Cuánto le pagarán a los padres..? –
Preguntó Mirtha interrumpiendo el diálogo
hombres que en la mesa habían vuelto al
tema de lo que impulsa a jugar a los viciosos.

243
–No se puede saber... –Les contestó Critti,
anticipándose a Romano que había empezado
a hacer cálculos a partir de su conocimiento
del negocio de espectáculos.

No era fácil explicar a los chicos qué son


las reglas de exclusividad. Tal vez ya Chachi lo
comprendiera, pero Magalí no estaba en edad
de entender por qué en el Paradise -que tenía
un convenio especial con Mac Donald´s- no
podía conseguirles helados de Burger´s King,
ni siquiera la tarde en que desfilaría Didí, cuya
imagen aparecía en los vasos de papel
encerado, las bandejitas y las servilletas de
los postres de esa cadena de comidas.
Verónica estaba convencida de que habría tan
poca diferencia entre ambas marcas de
helados, como entre las dos cadenas que se
disputaban cada espacio de la ciudad. No
tenía preferencias, y si tuviese libertad de
elegir, optaría por una u otra, al azar, y mas
frecuentemente por algún local de cadenas
mas chicas de comida judía, árabe, mejicana,
o cualquier cosa: era igual.
244
El programa del desfile estaba de nuevo en
su atril de madera ocupando el centro de la
mesa. Si se pudiera elegir espectáculos como
si fuesen platos, preferiría que desfilasen solo
la francesa y la negra entre las modelos y,
entre las mascotas, el oso panda y el elefante
blanco enano. Para los chicos, agregaríua
unas pasadas del orangután o chimpancé
que, en la foto, aparecía con la camiseta de
los All Stars.
El espectáculo, como todos los desfiles de
moda, le parecía una estupidez. La modelito
argentina, como todas sus colegas, le
evocaba una muñeca de plástico sin gracia.
Muchas veces le habían dicho que ella tenía
condiciones para ser modelo, y casi siempre
tuvo la sensación de que, al decirlo,
insinuaban la sospecha de que debía ser
estúpida, y no porque creyese que
necesariamente las modelos son estúpidas
-estúpidos son los que hablan de ellas,
pensaba- sino porque siempre que escuchó
decir que alguien parecía modelo, entendió
que significaban que "parecía" -es decir, que
no era- algo superior, o "distinguido" y que
atribuían cualquier expresión de inteligencia u
245
originalidad a la eficacia en la composición de
alguna de las poses que enseñan en las
academias que dan cursos para modelos y
putas caras.
Solo sería modelo, pensaba, en el caso de
que fuese lo único que pudiera hacer para no
pasar hambre. Pero el hambre estaba lejos de
cualquier alternativa imaginable para su vida.
Cómodo, incómodo, modalidad, moda,
moderar, modelito, modelo, un modo de
caminar como si sobre la concha hubiese una
toalla absorbente y muelle, que abultaba el
pubis hasta darle el aspecto de un genital
masculino aplanado y tenso. Todo eso junto a
"modestia", formaba una familia de palabras
e ideas que, como un haz, se entrecruzaba
alrededor del término "modelo".
Por fin recordó el nombre de esa marca:
Modess. Era un producto del laboratorio
Johnsons, que siempre le enviaba regalos y
muestras a su padre. En un tiempo
recomendaban su empleo en lugar de los
tampones vaginales, que ahora usaba la
mayoría.
Una vez, tendría once o doce años, los del
laboratorio aparecieron por su colegio con
246
proyectores de cine, un equipo de
promotoras de guardapolvo y una médica
muy joven que las dirigía. Los preceptores del
colegio separaron a los varones y los llevaron
a pasar el turno en el campo de deportes. En
ese intervalo, los del laboratorio les
proyectaron un film sobre desarrollo e higiene
sexual femenina. Era la historia de una nena
que descubría cambios en su cuerpo y la voz
de una doctora le iba explicando las causas
de la menstruación y daba recomendaciones
científicas para sobrellevarla
confortablemente. Durante treinta minutos se
repetía decenas de veces el nombre de la
marca, Modess, acompañando a diagramas
del uso, imágenes de su envase y secuencias
de muchachas, -estudiantes, tenistas y
secretarias-, que se mostraban altivas y
confortables en sus actividades, pese a estar,
según pretendía el film, en el transcurso de su
período menstrual.
Recordándolo durante el desfile, le pareció
que, en efecto, las modelos se desplazaban
de la misma manera que las mujeres
confortables de aquellas imágenes. Era como
si una toalla contra la vulva, aplicara a sus
247
cuerpos una fuerza ascendente,
alivianándolos, haciéndolos casi flotar en el
aire.

Algo parecido estarían viendo desde la


mesa de los adultos. Aplaudían ante cada
aparición y salida de escena de las modelos
con sus animalitos. A veces reían celebrando
la torpeza de la marcha del oso, las burlas del
orangután al público y los pasos del elefante,
que desfilaba convencido de su enormidad a
pesar de que no era mas alto que la modelo
infantil. Romano estimaría los costos y el
atractivo que un espectáculo como ese podría
tener en Argentina. Habría que poner todo en
escala: modelos mas baratas y animales
menos exóticos, limitándolo al público de un
evento de beneficencia en el predio de la
Sociedad Rural. No es posible saber que
estaría imaginando Critti. Pero, como cuando
se lo veía comer o relatar algo, actuaba con
esa sabiduría, -quizá aprendida-, que siempre
lo llevaba a estar, según se dice, a la altura de
las circunstancias. Igual que los adultos mas
248
circunspectos del público, aplaudía a las
modelos como cumpliendo un deber, pero
golpeaba las manos con exclamaciones de
alegría y asombro cuando algún animal
ejecutaba su previsible gracia. Es lógico que
alguien festeje la torpeza de la marcha del
oso si aún no ha descubierto la agilidad y la
flexibilidad del cuerpo de un animal que, ante
el terror o el acecho, sabe emprender una
carrera de saltos y ya no bambolea sus
caderas como una gordita boba.
Contemplando que, en su país, solo para
perfeccionar la ingeniería de sus inversiones y
la trama de créditos y entre sus constructoras
y bancos, cada minuto se consumían sumas
mayores que el cachet por jornada de la
modelo mas costosa de América, la
alternancia de circunspección, risas, aplausos
y exclamaciones llevaría a pensar en la lógica
que conecta lo mas estúpido e infantil con lo
mas serio del quehacer de los hombres, es
decir, con lo que peores efectos tendrá sobre
la vida de los demás. De existir esa lógica, y
de manifestarse ante cualquiera de los
espectadores del desfile, todos, incluyendo a
Verónica, privilegiada en el relato solo por su
249
circunstancial encanto, tenderían a imaginarla
como la acción del contraste entre lo ínfimo y
mas trivial y lo que alcanza la magnitud de la
tragedia, entendida como el desenlace final
de los destinos colectivos. Pero no hay lógica
fuera de esa armonía, que es la misma que
ordena los saltos del oso y la marcha altiva
de las modelos que, sugiriendo una virilidad
fantástica, adelantan el pubis para girar de
inmediato y desvanecerse en un cono de
sombras o de contrastes de colores de luz.
Nada de esto difiere del trabajo microscópico
que a millares de kilómetros de ahí ejecutan
abogados y consultores corrigiendo un
balance bancario e inventariando escrituras y
saldos para facilitar un traspaso de acciones.
De los cuatro adultos, tal vez la Romano,
sorprendida por la calidad de la indumentaria
que algunas casas americanas exhibían en el
desfile, debía ser la mejor dotada para captar
la armonía entre colores, formas, texturas y
movimientos de las prendas y los adminículos
expuestos. Esto no la vuelve ni mejor ni peor,
aunque en un instante se haya vuelto hacia la
mesa de los chicos para controlar si la
sucesión de perritos, gatos siameses y fieras
250
domesticadas había aliviado la frustración por
la falta de sus preferidos helados de Burger´s.
De la señora de Critti, que festejaba y
aplaudía a la par de su esposo, nada puede
afirmarse: son personajes que entran y salen
de la vida antes de que la imaginación llegue
a figurarse qué pudo haber pasado por su
cabeza en tan breve intervalo. De aquel
intervalo de vacaciones, quedan vagos
recuerdos en la memoria, y unas fotos
perdidas entre los objetos sin valor que se
acumulan en el altillo de la casa del country
de los Romano. Desde entonces han pasado
mas de veinte años, y sorprende que, en este
lapso, no se haya abreviado la duración los
vuelos entre Buenos Aires y Miami, ni en los
de este aeropuerto y el de Las Vegas. Durante
la primera mitad del siglo, con cada década la
velocidad del transporte se duplicaba. En los
años cincuenta, la velocidad se triplicó, pero
desde los setenta permanece estancada,
como si hubiera encontrado un techo. Hay
causas técnicas y comerciales para
explicarlo, pero no terminan de satisfacer. Lo
mismo ocurre con la narrativa, cuya evolución
es inversa. Llegamos al dos mil y seguimos
251
hacia adelante, precedidos por una primera
década de estancamiento tranquilizador a la
que siguieron nueve décadas obstinado
reflujo. La noción de suceso, tan precisa y tan
clara antes, se ha vuelto equívoca por el uso
abusivo de la prensa. La noción de éxito que
puede tener un jugador norteamericano, sea
un apostador ocasional o un vicioso
empedernido, difiere radicalmente de lo que
un periodista argentino llamaría "suceso".
Esto lo advirtió la comitiva de los Romano
desde su primeros días en Las Vegas. Hasta
los menores, que no pudieron jugar,
aprendieron rápidamente que allí no
solamente apostaban a números, o a
combinaciones de números o de naipes. Había
un juego que apasionaba a los americanos,
especialmente a negros y sureños, en el que
las posiciones en la rueda, -una suerte de
ruleta dispuesta verticalmente-, no
representan números sino intensidades de
recompensa. El ganador consigue un premio
igual al monto de su apuesta, multiplicado
por el número que eligió. La rueda de la
fortuna, con cerca de dos metros de diámetro,
está dividida en trescientos sesenta
252
cuadrantes. Cada uno corresponde a una
alternativa de multiplicador: por uno -quien
juegue a esa chance, si acierta, tendrá su
apuesta duplicada-, por tres, por diez y hasta
por trescientos sesenta. La ventaja del casino
se ha previsto en la distribución de estos
números multiplicadores. El máximo de
trecientos sesenta aparece solo una vez,
mientras el uno, mínimo, se repite en mas de
la mitad de los cuadrantes. Hay algunos ceros
distribuidos al azar: cuando la rueda se
detiene en ellos, pierden todos menos la caja,
pero esto ocurre poquísimas veces. Como la
experiencia prueba que quienes van ganando
toleran mas la toma de riesgos, este juego es
mas eficaz que la ruleta convencional, en
cuanto a la distribución de ganancias para las
arcas del casino. También la supera en la
eficacia del reparto de las ganancias y las
pérdidas de los jugadores: los que ganan
pueden sentirse legítimamente partícipes de
un régimen de castigo a los ávidos. Es un
juego parecido al arte, que distribuye
recompensas imaginarias, en función de
imaginarias tomas de riesgos, dirimidas por
una rueda que ni siquiera obedece al azar. La
253
velocidad con que se suceden lances, éxitos y
fracasos, y el volumen del total de las
apuestas varían imprevisiblemente, según
épocas, décadas o generaciones. Tal vez,
según instantes: para el jugador, esto carece
de cualquier importancia. No es que ni se le
ocurra pensarlo: es que, ya antes, ha
decidido no pensar en otra cosa que en la
satisfacción de su deseo de jugar a perder, es
decir, de ganar jugando. ¿Por qué se juega?
Romano pudo lanzar algunos espectáculos de
éxito mas que memorables. Critti terminó sus
días creando un holding que sigue siendo
objeto de estudio en las escuelas de
administración de empresas mejor
documentadas. Pero ninguno de ambos pudo
preguntárselo así y terminaron sus días sin
responderse por qué el juego, ni por qué la
degradación de los vicios, ni nada. Igual, el
mundo seguiría creando millares de
respuestas mejores que cualquiera de las que
uno pueda estar perdiendo tiempo en buscar.

Febrero de 2000

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