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Adaptación humana como motivación en la educación
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su propia tumba. Y todo porque ese tiempo ellos consideraban la escuela como un
centro de conquistas amorosas y momentáneo olvido de los problemas familiares.
No los culpo, la vida es difícil y cada quien a su manera descubrió esto.
En el bachillerato la situación cambió radicalmente de paradigma. Si bien en la
pequeña secundaria de mi pueblo había problemas de alcoholismo, drogadicción,
sexualidad irresponsable y violencia, en la Ciudad de México todo esto se
multiplicaba. En mi caso, la ausencia del control parental fue el cambio más drástico.
Ahora sí yo tenía en mis manos mi propia vida. Podía entrar o no a la escuela,
cumplir en clase o vagar por las instalaciones, hacer tareas en casa o en la
biblioteca, en lugar de no hacer nada. Esto, aunque suene muy trillado, era una
realidad que me impresionó bastante. Tuve que adaptarme a todo esto, desde
cambiar mi forma de pensar y aprender hasta organizarme para distribuir mi tiempo
entre las diez materias por año que tenía. Incluso tuve que aprender a defenderme
delante de maestros y autoridades administrativas, así como a cuidar mi integridad
física y pensar en mi seguridad en el transporte público.
En general, estos autoaprendizajes parecen algo increíblemente positivo. ¿Qué
adolescente no quiere una libertad total, obvio, sin las penas de sufrir por razones
económicas? Sin embargo, muchos no vieron esto como una oportunidad de
crecimiento, sino como una liberación de los impulsos más pedestres. Y este mismo
problema se repitió durante la universidad. No cualquiera estaba preparado para
soportar el peso de las responsabilidades cotidianas.
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¿Qué motiva entonces a mis alumnos a entrar a un salón de clases? Afuera de
las cuatro paredes asedian los goces del libertinaje desmedido, tal cual como
siempre ha sido desde el origen de los tiempos: el disfrute inconsciente de todo
aquello que proporcione placer al cuerpo: sexo, drogas y ocio. No es que el
problema sea de tipo moral, va más allá. En el trascurso de nuestras experiencias
estaremos más o menos alejados de la sexualidad, el consumo de sustancias
lúdicas o el disfrute de pasatiempos o de tiempos de calma y descanso. Entonces,
¿en dónde está el error?
Tal vez la respuesta parta de aquella vaga idea juvenil e inexperimentada de
querer vivir al máximo. El problema es que nunca visualizan que ese goce frenético
tiene una caducidad impuesta por el mismo cuerpo. Cada momento de éxtasis
forzado desencadena consecuencias negativas en el cuerpo que poco a poco se
van acumulando con los años y que, incluso, se pueden presentar de tajo. Los que
pasamos por esas experiencias consideraremos estos momentos como valiosos
recuerdos, aquello que le dio fuerza a la vida de esos años. Pero también sabemos
que estas vivencias nos dejaron huellas crónicas con las que tenemos que aprender
a vivir: enfermedades corporales y psicológicas.
Hoy mis alumnos me preguntan: ¿en dónde está entonces la validez de la
experimentación de los placeres que tan amablemente ofrece la vida? ¿En dónde
queda el carpe diem de los latinos? Simplemente, les reitero, en no vivir por un único
momento, sino aprender a distribuir la vida entre todos los posibles escenarios a los
cuales se van a enfrentar. ¿De qué sirve tomarse la vida de un sólo trago en un
periodo breve, si esto te cierra las puertas ante el resto de los días? ¿En dónde
queda o a dónde se van tus sentimientos adolescentes de “ser el más chingón” si
las nuevas generaciones te tacharán de viejo ridículo por usar pañal a los cuarenta
a consecuencia de un daño renal causado por el alcohol excesivo que tan feliz se
consumió durante tres años de bachillerato o cuatro de universidad?
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gramos de plástico y circuitos podrían causar tanto desajuste en el proceso
educativo? Si en un principio pecamos de ingenuos por creer que el internet sólo
sería usado de forma positiva, hoy hemos aprendido que no podemos confiarle
nuestra suerte al mundo informático. ¿Qué hay entonces dentro del salón de clase
que desconecte a los jóvenes a dejar el mundo de las redes? En ese aspecto ni yo
mismo tengo una respuesta concreta, ya que también soy usuario y dedico varias
horas a estos recursos.
Soy fiel creyente de que la sociedad moderna se encamina a la distopía
propuesta de Aldoux Huxley. En su momento, el retener los conocimientos en la
memoria se consideraba el mayor avance académico. Te convertías en el mejor
profesionista si recordabas las ideas específicas de un libro determinado en una
página certera. En estos días se le da más valor a aquel que sabe buscar en internet
el sitio exacto en donde está la información verdadera; o a ese otro que sabe
descargar un recurso, de manera legal o ilegal, sean libros, artículos, revistas,
música o videos. Incluso, se le coloca en un pedestal al que tiene un mayor número
de likes o seguidores en una red social o aplicación cualquiera. Entre los usuarios,
ya nadie se concibe entonces como creador de contenidos, de verdades o
productos, sino como mero vínculo que “comparte” aquello que la sociedad exige.
Al fin, como dijo Salomón, “no hay nada nuevo bajo el Sol”.
Ante eso, habrá un grupo que levantará la voz diciendo que hoy más que nunca
se crean contenidos diversos, que era arcaico reducir todo al papel y que la gloria
de los productos digitales e interactivos lo es todo. No obstante, es una verdad a
medias, ya que son simples adaptaciones de ideas preconcebidas en papel. ¿De
verdad que a nadie se le hace sospechoso la innumerable cantidad de información
disponible sobre un mismo tema? Y es que todo se presenta como una serie infinita
de pastiches en diversas plataformas, un plagio descarado sobre otro que no aporta
diversidad, sino que oculta en montañas de basura digital aquello que a lo mejor sí
valdría la pena rescatar.
Efectivamente, esto también es una falacia de generalización. Puede ser que
justo en este momento haya realmente una revolución de nuevas ideas plasmadas
en videos de YouTube. Pero el ser humano peca de ser ocioso por naturaleza, tanto
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fuera como dentro de las aulas. Nos reducimos al contenido sencillo de entender,
en donde la ley del menor esfuerzo aplica como regla de letras áureas. ¿Para qué
esforzarse en entender algo de lo cual pocos están interesados? Mejor es conocer
la referencia de aquello que está en boca de todos: ¡esa es la ley del internet!
Porque, claro, nadie puede quedar fuera de la inclusión social, del sentimiento de
pertenencia, de la idea trágica de no estar solos.
Y justo en ese punto débil de la naturaleza humana es donde internet pone su
bálsamo curativo: una red, la aceptación demostrada por likes, una comunidad
mundial que enfatiza qué es lo moral y lo inmoral, un medio masivo de informarte
de todo aquello que “de verdad importa porque es actual”. Los tiempos han
despeñado a la rebeldía del querer ser diferente ante la idea de seamos diferentes
todos al mismo tiempo y por un mismo camino. Se ha dejado de ser subversivo por
el “qué dirán” de una comunidad social. Las bocas se han silenciado ante el discurso
escrito digital. ¿Qué queda de todo esto? ¿Qué puede hacer el docente ante este
muro de publicaciones tan inmenso del que también somos parte?
Desde el fondo de esa muralla, desde sus cimientos o incluso entre los ladrillos,
mi voz casi muda repite: aprovechémonos de esto. Sí, el sistema se ha complejizado
tanto que ya es algo que sólo una catástrofe natural puede detenerlo. Acepto que la
habilidad para navegar, buscar, encontrar y descargar se ha vuelto las herramientas
del antropoceno, la edad del humano. También creo cierto que las fuentes de
información han crecido y se han diversidificado ad absurdum, tanto que han
banalizado la actitud crítica de las personas, dejando por comodidad que otros
opinen para luego simplemente acatar posturas.
La incursión del mundo digital a la vida cotidiana la comparo con ese paso que di
entre la secundaria y el bachillerato. Definitivamente, el control “parental”, por así
llamarlo, representado justamente por ese ideal social del siglo XX y que se reflejaba
en el trabajo bien remunerado, una vida estable y llena de salud, una familia y
posesiones materiales, como una casa o un automóvil, han dejado de ser válidas
para las nuevas generaciones.
Hoy veo, desde mi humilde postura, que vuelve el hedonismo del vicio, pero
ahora desde una actividad mental sumergida en lo virtual. Surge todavía la actitud
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comodina de dejar que la vida se nos resuelva como por “casualidad”, ahora
presente en ese navegar entre páginas esperando encontrar justo esa habilidad
oculta del usuario que deje un ingreso económico (pongo a los youtubers, por
ejemplo). Y, finalmente, las experiencias y anécdotas de vida, en donde la
demostración de excesos del “a ver quién aguanta más” y un “yo soy chingón”, se
han cambiado por el número de fotos en donde he estado, juegos terminados, retos
cumplidos y aplicaciones en las se refleja mi “yo verdadero”, el de las redes.
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Los jóvenes de ahora, como yo en su momento, tienen que organizar su tiempo,
seleccionar sus actividades y aprender nuevas técnicas de estudio ante la ausencia
de las viejas concepciones sociales de lo que era la vida y las habilidades
profesionales y laborales. Así como ellos aprenden, debemos aprender un poco de
los productos que pueden realizar con éxito y, principalmente, que los hagan con un
espíritu de crítica y duda ante lo ya establecido y repetido innumerables veces en la
red. El cómo lograr esto, en tanto a estrategias y métodos, ya depende del contexto
y de la población a la que nos enfrentemos.
Hay que usar justo esa rebeldía de no ser como la sociedad quiere que vivan,
sino que ellos critiquen y busquen su propio camino con sus herramientas actuales.
Y aunque no se sabe exactamente hacia qué punto desemboque esto, de lo que sí
estoy seguro es que también en ese mundo incierto que vendrá el docente tendrá
que adaptarse nuevamente para enseñarles el camino del inconformismo.