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TEORÍA DE LOS MEDIOS Y LA CULTURA

Dossier de
material de
análisis

Unidad 1
Segundo cuatrimestre de 2019
Unidad 1

“La cultura es algo ordinario” (1958) | Raymond Williams


“Notas para la definición de la cultura” (1949) | T. S. Elliot
“La lengua degenerada” (2018) | Sol Minoldo y Juan Cruz Balián
“Lenguaje inclusivo, esa piedra en el zapato de tantos” (2018) | Santiago Kalinowski
"¿Qué puede hacer un negro en una librería, más que robar?" (2019) | Tulpa Valis

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Fuente: Williams, Raymond (1989 [1958]) “Culture is ordinary” en Resources of Hope: Culture, Democracy,
Socialism (Londres: Verso).

La cultura es algo ordinario (1958)


(Fragmento)

RAYMOND WILLIAMS

La parada del ómnibus estaba frente a la catedral. Había estado mirando el Mapamundi, con sus
ríos surgiendo del Paraíso, y la biblioteca cerrada con cadenas donde un grupo de religiosos había
conseguido entrar sin problemas, mientras yo tuve que esperar una hora y adular al sacristán
antes de conseguir incluso ver las cadenas. Del otro lado de la calle, un cartel de cine anunciaba
Six-Five Special y unos dibujos animados de Los Viajes de Gulliver. El ómnibus llegó, el conductor y
la cobradora totalmente absortos uno en el otro. Salimos de la ciudad, atravesando el antiguo
puente, y seguimos adelante, pasando por los frutales, los pastizales y los campos con la tierra roja
bajo el arado. Adelante estaban las Montañas Negras, y comenzamos a subir, observando los
campos escarpados que llegaban hasta los muros grises, y aún más allá, a las partes donde el ules,
la torga y los helechos aún no habían sido arrancados. Al este, a lo largo de la cima, estaba la línea
cenicienta de los castillos normandos, y al oeste la fortaleza formada por el declive de las
montañas. Entonces, mientras subíamos, la piedra cambiaba bajo nuestros pies. Ahora había
piedra calcárea y la marca de las antiguas fundiciones junto a la ladera acantilada. Los valles
cultivados con sus casas blancas dispersas fueron quedando atrás. Más adelante estaban los valles
angostos: el laminador de acero, el gasómetro, los senderos cenicientos de las laderas, las bocas
de las minas. El ómnibus paró y el conductor y la cobradora descendieron, aún absortos. Ellos
habían hecho ese viaje muy a menudo y habían visto todos sus estadios. Se trata, de hecho, de un
viaje que, de uno u otro modo, todos ya hemos emprendido.
[…]

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Fuente: Elliot, T. S. (1982 [1949]) Notas para la definición de cultura (Buenos Aires: Emecé).

Notas para la definición de cultura (1949)


(Fragmento)

T. S. ELLIOT

[…]
Dije al final de mi segunda charla que quería aclarar algo lo que quiero significar cuando empleo el
término cultura. Como “democracia”, éste es un término que necesita ser, no sólo definido, sino
ilustrado, casi siempre que lo empleamos. Y es preciso expresar claramente lo que queremos decir
con la palabra "cultura”, si queremos precisar la distinción entre la organización material de
Europa y su organismo espiritual. Si esto último muere, entonces lo que se organice no será
Europa, sino meramente una masa de seres humanos que hablan diferentes idiomas. Y ya no
habrá justificación en que continúen hablando diferentes idiomas, pues ya no tendrán nada que
decir que no pueda decirse igualmente bien en cualquier idioma; en resumen, no tendrán nada
que decir en poesía. Ya he afirmado que no puede haber cultura “europea” si los distintos países
están aislados unos de otros; ahora agrego que no puede haber cultura europea si estos países
están reducidos a la identidad. Necesitamos variedad en la unidad; no la unidad de organización,
sino la unidad de naturaleza. Por “cultura”, entonces, quiero significar, ante todo, lo que quieren
decir los antropólogos: la forma de vida de un pueblo determinado que convive en un sitio. Esa
cultura se hace visible en sus artes, en su sistema social, en sus hábitos y costumbres, en su
religión. Pero estos agregados no constituyen la cultura, aunque frecuentemente, por
conveniencia, hablamos de ellos como si lo fueran. Estas cosas son simplemente las partes en que
puede ser disecada una cultura, como puede hacerse con el cuerpo humano.
Pero así como el hombre es algo más que el conjunto de las distintas piezas constituyentes de su
cuerpo, también una cultura es algo más que el conjunto de sus artes, costumbres y creencias
religiosas. Todas estas cosas actúan recíprocamente, y para comprender totalmente una hay que
comprenderlas todas. Por supuesto, existen las culturas superiores y las culturas inferiores, y las
culturas superiores, en general, se distinguen por diferenciación de función, de manera que se
puede hablar de los estratos más cultos y menos cultos de la sociedad, y finalmente, se puede
hablar de individuos excepcionalmente cultos. La cultura de un artista o de un filósofo es distinta
de la de un minero o labrador; la cultura de un poeta será algo diferente de la de un político; pero
en una sociedad sana éstas son todas partes de la misma cultura; y el artista, el poeta, el filósofo,
el político y el labrador tendrán una cultura común, que no compartirán con otras gentes de las
mismas ocupaciones en otros países.
Es evidente que una unidad de cultura es la de las personas que viven juntas y hablan el mismo
idioma; porque el hablar el mismo idioma significa pensar, sentir y tener las mismas emociones en
forma algo diferente a la de las personas que hablan otro idioma. Pero las culturas de pueblos
diferentes se afectan mutuamente: en el mundo del porvenir parece como si cada parte del
mundo afectara cada otra parte. He sugerido anteriormente que las culturas de los distintos países

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europeos en lo pasado han obtenido grandes beneficios de su influencia recíproca. He sugerido
que la cultura nacional que se aísla voluntariamente, o la cultura nacional que es separada de las
otras por circunstancias que no puede gobernar, sufre a causa de este aislamiento. También, que
el país que recibe cultura del extranjero, sin tener nada que dar en cambio, y el país que se
propone imponer su cultura sobre otro, sin aceptar nada en cambio, sufrirán por esta falta de
reciprocidad.
Sin embargo, hay algo más que un intercambio general de influencias culturales. No se puede
intentar ni siquiera comerciar equitativamente con las demás naciones; habrá algunas que
necesiten la clase de mercaderías que nosotros producimos, más que otras, y habrá algunas que
produzcan las mercaderías que nosotros necesitamos, y otras que no. De manera que las culturas
de los pueblos que hablan idiomas diferentes pueden estar más o menos estrechamente
relacionadas y, a veces, tan estrechamente relacionadas que podemos decir que tienen una
cultura común. Ahora bien, cuando hablamos de “cultura europea” queremos decir las identidades
que podemos descubrir en las distintas culturas nacionales; y, por supuesto, aun dentro de
Europa, algunas culturas están más estrechamente relacionadas que otras. Asimismo, una cultura
dentro de un grupo de culturas puede estar estrechamente relacionada en sectores diferentes,
con dos culturas que no estén estrechamente relacionadas entre sí. Los primos de uno no son
todos primos entre sí, pues algunos lo son por parte del padre, y otros por parte de la madre. Así
como no he querido considerar la cultura de Europa simplemente como la suma de una cantidad
de culturas no relacionadas de la misma zona, tampoco he querido separar el mundo en grupos
culturales sin relación alguna entre sí; no he querido trazar una línea absoluta entre el Este y el
Oeste, entre Europa y Asia. Sin embargo, hay ciertos factores comunes en Europa, y que permiten
hablar de una cultura europea. ¿Cuáles son?
La fuerza dominante, en la creación de una cultura común entre pueblos que poseen cultura
individual distinta, es la religión. Ruego que en este punto no se cometa un error al anticipar lo
que quiero significar. Ésta no es una charla religiosa, ni tengo la intención de convertir a nadie.
Simplemente expongo un hecho. No me interesa mucho la comunión de los creyentes cristianos
actuales; hablo de la tradición común del Cristianismo que ha hecho a Europa lo que es, y de los
elementos culturales comunes que este Cristianismo común ha traído consigo. Si mañana el Asia
fuera convertida al Cristianismo, no por eso se convertiría en una parte de Europa. En el
Cristianismo se han desarrollado nuestras artes; en el Cristianismo las leyes de Europa —hasta
poco tiempo atrás— han estado arraigadas. Todo nuestro pensamiento tiene su significación
contra un fondo cristiano. Un europeo puede dudar de la verdad de la fe cristiana y, sin embargo,
lo que dice, y fabrica y hace, será todo proveniente de su herencia de cultura cristiana, y
dependerá de la cultura para su significado. Solamente una cultura cristiana podría haber
producido un Voltaire o un Nietzsche. No creo que la cultura de Europa pudiera sobrevivir a la
completa desaparición de la fe cristiana. Y estoy convencido de esto, no simplemente porque yo
sea cristiano, sino como estudioso de la biología social. Si desaparece el Cristianismo, desaparece
toda nuestra cultura. Habría que empezar laboriosamente de nuevo, y no se puede adquirir una
cultura nueva ya formada. Uno debe esperar a que crezca el pasto para alimentar a la oveja que
dará la lana para el saco nuevo. Pasarían muchos siglos de barbarie. No alcanzaríamos a ver la
nueva cultura, ni tampoco la verían nuestros tataranietos; y si alcanzáramos a verla, ninguno sería
feliz en ella.
[…]

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Fuente: Minoldo. Sol y Balián, Juan Cruz (2018) “La lengua degenerada” en El Gato y la Caja, página web.
Disponible en https://elgatoylacaja.com.ar/la-lengua-degenerada/.

La lengua degenerada (2018)


¿Tiene sentido hablar con lenguaje inclusivo? ¿Afecta nuestra percepción de la realidad?

SOL MINOLDO Y JUAN CRUZ BALIÁN

Van dos peces jóvenes nadando juntos y sucede que se encuentran con un pez más viejo que viene en sentido
contrario. El pez viejo los saluda con la cabeza y dice: “Buenos días, chicos, ¿cómo está el agua?”. Los dos
peces jóvenes nadan un poco más y entonces uno mira al otro y dice: “¿Qué demonios es el agua?”

David Foster Wallace, This is Water

Ilustración: Mariana Ruiz Johnson

Cuando el escritor David Foster Wallace dio un discurso frente a los egresados de la Kenyon College
comenzó contando esta historia de los peces. Su intención era simplemente recordarle al auditorio
que todos vivimos en una realidad que, a fuerza de rodearnos, a la larga termina volviéndose
invisible. Y que sólo la percibimos cuando se convierte en algo disruptivo, en un estorbo en nuestro
camino: el conductor que nos cruza el auto en la esquina, el empleado que exige otro trámite para

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completar una solicitud, la palabra mal escrita: sapatilla, uevo, todxs. Mientras tanto, las cosas de las
que más seguros solemos estar terminan demostrando ser aquellas sobre las que más nos
equivocamos. Por ejemplo, el castellano:
Todos los que nacimos y fuimos criados en el mundo hispanohablante tenemos, rápido y pronto,
certezas sobre cómo funciona el castellano porque es la lengua que aprendimos intensamente
durante nuestros primeros años de vida. Y en algún punto no nos equivocamos. Incluso si nos
preguntasen qué es el castellano podríamos responder en un parpadeo: “es nuestra lengua
materna”. Pero esa respuesta no estaría dando cuenta de la verdadera naturaleza del asunto, porque
en definitiva: ¿Qué demonios es la lengua?

Eso, ¿qué demonios es la lengua?


Tal como el agua de los peces, la lengua es un poco todo. Mejor dicho, en todo está la lengua, dado
que, una vez que la adquirimos, nunca más dejamos de usarla para pensar el mundo que nos rodea.
Sin embargo, si tenemos que elegir una entre muchas definiciones, diremos que la lengua es un
fenómeno social. Ocurre siempre con relación a un ‘otro’, a una comunidad con la que establecemos
convenciones respecto a qué significan las palabras y cómo significan esas palabras. En este sentido,
vale decir que nos pertenece a todos los que la hablamos. Y, en el caso de la lengua castellana, a la
Real Academia Española (RAE).
¡Momento! ¿Por qué a la Real Academia Española? No parece muy lógico que la segunda lengua más
hablada del globo (después del chino y antes del inglés) sea tan celosamente protegida por unos
pocos señores enfurruñados. Pero menos sentido tiene cuando uno piensa que estos señores a veces
se paran como caballeros templarios protegiendo algo que nadie, absolutamente nadie, está
atacando.
Ah, ¿cómo? ¿Nuestros jóvenes no son como los peces descuidados y rebeldes? ¿No van por la vida
con una promiscuidad lingüística escandalosa, escribiendo ke, komo, xq o todes? Sí, muchos sí. Los
lectores se preguntarán cómo puede ser que permitamos semejante atropello.
Resulta que la lengua no es una foto, es una película en movimiento. Y la Real Academia Española no
dirige la película, sólo la filma. A eso llamamos ‘gramática descriptiva’, que es el trabajo de delimitar
un objeto de estudio (en este caso lingüístico) y dar cuenta de cómo ocurre más allá de las normas.
Por eso, cuando un uso se aleja de lo que indican los manuales de la escuela, si es llevado a cabo por
suficiente cantidad de personas y se hace lugar en determinados espacios, la RAE acaba
incorporándolo al diccionario. Ese es su trabajo descriptivo. Luego informa al público y ahí todos
horrorizados ponemos el grito en el cielo porque cómo van a admitir ‘la calor’ si es obvio, requete
obvio, que el calor es masculino. Es EL calor.
¿Esto significa que podamos hacer lo que se nos antoja con la lengua? No. Hay cambios que el
sistema simplemente no tolera. Uno puede comprarse todas las témperas del mundo y mezclarlas a
su placer, pero no puede imaginar un nuevo color. Algunas partes de la lengua funcionan de la misma
manera: por ejemplo, no es posible pensar el castellano sin categoría de sujeto (ese que en la
escuela había que marcar separado del predicado y cuando no estaba se le ponía ‘tácito’ al costado
de la oración). ¿Es culpa de la Real Academia que no nos deja? No, esta vez la pobre no hizo nada, es
el sistema mismo del castellano el que no nos deja. Es simplemente imposible.
Pero entonces, si podemos usar la lengua como queramos e igual no se va a romper, ¿por qué hace
falta tomarse el trabajo de formular normas y leyes? La gramática que no es descriptiva, la que se
encarga de definir qué está bien y qué está mal, se llama gramática normativa y existe por una razón:
las normas son necesarias para poder analizar una lengua, sistematizarla y enseñarla mejor a las
siguientes generaciones.

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Lo importante en este punto es comprender que el castellano no puede ser atacado, o que en todo
caso sabe defenderse solo (se dobla y se adapta como el junco, pequeño saltamontes) porque está
en permanente movimiento. Cada generación cree que la lengua de sus padres es pura y prístina
mientras que la de sus hijos es una versión degenerada de aquella. Pero antes de hablar castellano
rioplatense hablábamos otra variante del castellano moderno. Y antes de eso, hablábamos el
castellano de Cervantes, y antes de eso las lenguas romances que fermentaron con la disolución del
Imperio Romano, y antes de eso latín vulgar y antes del latín vulgar pululaban las lenguas
indoeuropeas y antes de eso vaya uno a saber qué. Lo único que podemos saber a ciencia cierta es
que la versión más pura, prístina y primigenia de cualquier lengua son unos gruñidos apenas
articulados en el fondo de una caverna.
Sirva como ejemplo la siguiente curiosidad: los españoles que llegaron a América durante la
Conquista todavía utilizaban el voseo en sus dos vertientes: como forma reverencial y de confianza.
Decían “Vuestra Majestad” o decían, por ejemplo, “¿Desto vos mesmo quiero que seáis el testigo,
pues mi pura verdad os hace a vos ser falso y mentiroso?” (porque aguante citar el Quijote). Ese ‘vos’
arraigó en América, en parte a través de la literatura y en parte porque los españoles lo usaban
reverencialmente entre ellos como modo de diferenciarse de los nativos. El tiempo pasó y hoy
millones de personas lo usamos sin ningún tipo de reverencia ni distinción de clase, sin embargo, el
voseo comenzó a desprestigiarse en el siglo XVI en la mismísma España, donde el castellano se
decantó por el ‘tú’ sin que a nadie se espantara por eso. Lo cual demuestra que la lengua está en
permanente cambio, pero ocurre tan lentamente que nos genera la sensación de permanecer
detenida. Indignarse por ello sería como si los pececitos de la historia de Foster Wallace se
indignasen porque el agua, que hasta recién ni sabían que existía, los está mojando.
Ahora bien, si llegado este punto los lectores de esta nota han aceptado las nociones básicas sobre el
funcionamiento de la mismísima lengua que están leyendo, es momento de confesar que ha sido
todo parte de una estratagema introductoria. Es hora de cruzar al otro lado del espejo y hablar de
un tema un poco más controversial: el lenguaje inclusivo.
Bienvenides a la verdadera nota, estimades lecteres.

Las formas del agua


Una de las capacidades más poderosas de cualquier lengua es la capacidad de nombrar. Poner
nombres, categorizar, implica ordenar y dividir. Y desde que nacemos (incluso antes), las personas
somos divididas en varones y mujeres. Nos nombran en femenino o masculino, se refieren a nosotres
utilizando todos los adjetivos en un determinado género. Muchísimo antes de que nuestro cuerpo
tenga cualquier tipo de posibilidad de asumir un rol reproductivo, aprendemos que es diferente ser
varón o mujer, y nos identificamos con los unos o las otras. Los nenes no lloran, las nenas no juegan a
lo bestia ensuciándose todas. Para cuando podemos responder ‘qué queremos ser cuando seamos
grandes’, nuestras preferencias, auto proyecciones y deseos ya tienen una enorme carga de los
esquemas simbólicos que nos rodean.
A esa inmensa construcción social, que se erige sobre la manera en que la sociedad da importancia a
ciertos rasgos biológicos (en este caso relacionados con los órganos sexuales y reproductivos), es a lo
que refiere el concepto de ‘género’. Lo que los estudios sobre el tema han teorizado y documentado
es que la división de géneros no es una división neutral, sin jerarquías: por el contrario, las diferentes
características y los diferentes mandatos que se atribuyen a una persona según su género devienen,
a su vez, en desigualdades que giran, spoiler alert, en torno a una predominancia de los individuos
masculinos.

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Haber identificado que esas desigualdades tienen su correlato en el modo en el que hablamos es lo
que motivó, unas cuantas décadas atrás, que se plantee desde el feminismo y desde algunos ámbitos
académicos y oficiales la importancia de revisar el uso del lenguaje sexista. ¿Qué es el lenguaje
sexista? Es nombrar ciertos roles y trabajos sólo en masculino; referirse a la persona genérica como
‘el hombre’ o identificar lo ‘masculino’ con la humanidad; usar las formas masculinas para referirse a
ellos pero también para referirse a todes, dejando las formas femeninas sólo para ellas; nombrar a
las mujeres (cuando se las nombra) siempre en segundo lugar.
Las indeseables consecuencias de esta desigualdad lingüística se traducen en lo que el sociólogo
Pierre Bourdieu define como ‘violencia simbólica’, y esto nos sirve para comprender uno de los
mecanismos que perpetúan la relación de dominación masculina.
La violencia simbólica tiene que ver con que nos pensemos a nosotres mismes, al mundo y nuestra
relación con él, con categorías de pensamiento que, de algún modo, nos son impuestas, y que
coinciden con las categorías desde las que le dominader define y enuncia la realidad. Se produce a
través de los caminos simbólicos de la comunicación y del conocimiento, y consigue que la
dominación sea naturalizada. Su poder reside precisamente en que es ‘invisible’. De nuevo, como el
agua, se vuelve parte de la realidad y ni nos damos cuenta que está ahí.
Pero la violencia simbólica de la que habla Bourdieu no constituye, como a veces se malinterpreta,
una dimensión opuesta a la violencia física, ‘real’ y efectiva. Es, en realidad, un componente
fundamental para la reproducción de un sistema de dominio donde les dominades no disponen de
otro instrumento de conocimiento que aquel que comparten con les dominaderes, tanto para
percibir la dominación como para imaginarse a sí mismes. O, mejor dicho, para imaginar la relación
que tienen con les dominaderes.
Revertir esto requiere algo así como una ‘subversión simbólica’, que invierta las categorías de
percepción y de apreciación de modo tal que les dominades, en lugar de seguir empleando las
categorías de les dominaderes, propongan nuevas categorías de percepción y de apreciación para
nombrar y clasificar la realidad. Es decir, proponer una nueva representación de la realidad en la cual
existir.

Existir a través del lenguaje


Pero la sociología no está sola en esto: desde el palo de la lingüística, en los años ‘50 vio la luz una
teoría que proponía que la lengua ‘determinaba’ nuestra manera de entender y construir el mundo
o, por lo menor, modelaba nuestros pensamientos y acciones. Era la famosa teoría Sapir-Whorf.
Durante mucho tiempo, la idea de que la lengua que hablamos podía moldear el pensamiento fue
considerada en el mejor de los casos incomprobable y, con más frecuencia, sencillamente incorrecta.
Pero lo cierto es que la discusión se mantenía principalmente en el plano de la reflexión abstracta y
teórica. Con la llegada de nuestro siglo resurgieron las investigaciones acerca de la relatividad
lingüística y, de la mano, comenzamos a disponer de evidencias acerca de los efectos de la lengua en
el pensamiento.Diferentes investigaciones recolectaron datos alrededor del mundo y encontraron
que las personas que hablan diferentes lenguas también piensan de diferente manera, y que incluso
las cuestiones gramaticales pueden afectar profundamente cómo vemos el mundo.

Todo muy lindo ¿Y la evidencia?


Para empezar, Daniel Cassasanto y su equipo encontraron evidencia, como resultado de 3
experimentos, de que las metáforas espaciales (las del tipo ‘la espera se hizo muy larga’) en nuestra
lengua nativa pueden influenciar profundamente el modo en que representamos mentalmente el

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tiempo. Y que la lengua puede moldear incluso procesos mentales ‘primitivos’ como la estimación de
duraciones breves.
Y no fueron les úniques, otros equipos, como este, este, este, este y este, encontraron que la lengua
con la que hablamos tiene mucho que ver con la forma en que pensamos en el espacio, el tiempo y el
movimiento. Por otro lado, un estudio de Jonathan Winawer y su equipo aporta que las diferencias
lingüísticas también provocan diferencias al momento de distinguir colores: es más fácil para une
hablante distinguir un color (de otro) cuando existe una palabra en su idioma para nombrar ese color
que cuando no existe esa palabra. Quien quiera celeste, que lo pronuncie.
Pero ¿no estábamos hablando de género? Sí, sí, a eso vamos:
Se supone que el género de una palabra (masculino/femenino) no siempre diferencia sexo. Lo hace
en algunos sustantivos como señor y señora, perro y perra, carpintero y carpintera, que remiten
siempre a seres animados y sexuados. Pero, en general, el género en la mayoría de las palabras no es
algo que se agrega al significado, es inherente a la palabra misma y sirve para diferenciar otras
cosas: diferencia tamaño en cuchillo y cuchilla, diferencia la planta del fruto en manzano y manzana,
diferencia al individual del plural en leño y leña. En ese caso, se las considera palabras diferentes y no
variaciones de una misma palabra. Otras veces, ni siquiera sirve para diferenciar nada porque
muchas palabras tienen su forma en femenino y no existen en masculino, y viceversa. En esos casos,
el género sólo sirve para saber cómo usar las otras palabras que rodean y complementan a esa
palabra. Por ejemplo ‘teléfono’ existe sólo en masculino. No es posible decir ‘teléfona’, y sin embargo
necesitamos ese masculino para saber decir que el teléfono es ‘rojo’ y no ‘roja’.
O sea que el género funciona de muchas formas en castellano y no solamente como un binomio para
decidir si las cosas son de nene o de nena. Pero lo que vuelve verdaderamente interesante el asunto,
por muy gramátiques que queramos ponernos en el análisis, es que el género del castellano tiene
siempre una carga sexuada, aunque remita a simples objetos. ¡No puede ser! ¿Puede ser?

Sí, puede ser


Webb Phillips y Lera Boroditsky se preguntaban si la existencia de género gramatical para los objetos,
presente en idiomas como el nuestro pero no en el inglés, tenía algún efecto en la percepción de
esos objetos, como si realmente tuviesen un género sexuado. Para resolverlo, diseñaron algunos
experimentos con hablantes de castellano y alemán, dos lenguas que atribuyen género gramatical a
los objetos, pero no siempre el mismo (o sea que el nombre de algunos objetos que son femeninos
en un idioma, son masculinos en el otro). Los resultados de 5 experimentos distintos mostraron que
las diferencias gramaticales pueden producir diferencias en el pensamiento.
En uno de esos experimentos buscaron poner a prueba en qué medida el hecho de que el nombre de
un objeto tuviese género femenino o masculino llevaba a les hablantes a pensar en el objeto mismo
como más ‘femenino’ o ‘masculino’. Para ello les pidieron a les participantes que calificaran la
similitud de ciertos objetos y animales con humanes varones y mujeres. Se eligieron siempre objetos
y animales que tuvieran géneros opuestos en ambos idiomas y las pruebas fueron realizadas en
inglés (un idioma con género neutro para designar objetos y animales) a fin de no sesgar el resultado.
Les participantesencontraron más similitudes entre personas y objetos/animales del mismo género
que entre personas y objetos/animales de género distinto en su idioma nativo.
En otro estudio de Lera Boroditsky se hizo una lista de 24 sustantivos con género inverso en
castellano y alemán, que en cada idioma eran la mitad femeninos y la mitad masculinos. Se les
mostraron los sustantivos, escritos en inglés, a hablantes natives de castellano y alemán, y se les
preguntó sobre los primeros tres adjetivos que se les venían a la mente. Las descripciones resultaron
estar bastante vinculadas con ideas asociadas al género. Por ejemplo, la palabra llave es masculina

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en alemán. Les hablantes de ese idioma describieron en promedio las llaves como duras, pesadas,
metalizadas, útiles. En cambio, les hablantes de castellano las describieron como doradas, pequeñas,
adorables, brillantes y diminutas. A la inversa, la palabra puente es femenina en alemán y les
hablantes de ese idioma describieron los puentes como hermosos, elegantes, frágiles, bonitos,
tranquilos, esbeltos. Les hablantes de castellano dijeron que eran grandes, peligrosos, fuertes,
resistentes, imponentes y largos.
También los resultados de María Sera y su equipo encontraron que el género gramatical de los
objetos inanimados afecta las propiedades que les hablantes asocian con esos objetos.
Experimentaron con hablantes de castellano y francés, dos lenguas que, aunque usualmente
coinciden en el género asignado a los sustantivos, en algunos casos no lo hacen. Por ejemplo, en las
palabras tenedor, auto, cama, nube o mariposa. Se les mostró a les participantes imágenes de estos
objetos y se les pidió que escogieran la voz apropiada para que cobrara vida en una película,
dándoles a elegir voces masculinas y femeninas para cada uno. Los experimentos mostraban que la
voz elegida coincidía con el género gramatical de la palabra con la que se designa a ese objeto en el
idioma hablado por le participante.
Como si todo esto fuera poco, Edward Segel y Lera Boroditsky también señalan que puede verificarse
la influencia del género gramatical en la representación de ideas abstractas analizando ejemplos de
personificación en el arte, en la que se da forma humana a entidades abstractas como la Muerte, la
Victoria, el Pecado o el Tiempo. Analizando cientos de obras de arte de Italia, Francia, Alemania y
España, encontraron que en casi el 80% de esas personificaciones, la elección de una figura
masculina o femenina puede predecirse por el género gramatical de la palabra en la lengua nativa de
le artista.

Blancanieves y los siete mineros estereotípicamente masculinos


Hasta acá todo bien: hay una relación entre pensamiento y lengua, hay una vinculación entre género
y sexo en la mente de les hablantes y hay evidencia al respecto. Pero puntualmente, ¿puede la
lengua tener un efecto sobre la reproducción de estereotipos sexistas y relaciones de género
androcéntricas (es decir, centradas en lo masculino)?
Bueno, sí. Por ejemplo, Danielle Gaucher y Justin Friesen se preguntaron si la lengua cumple algún rol
en la perpetuación de estereotipos que reproducen la división sexual del trabajo. Para responderse,
analizaron el efecto del vocabulario ‘generizado’ empleado en materiales de reclutamiento laboral.
Encontraron que los avisos utilizaban una fraseología masculina (incluyendo palabras asociadas con
estereotipos masculinos, tales como líder, competitivo y dominante) en mayor medida cuando
referían a ocupaciones tradicionalmente dominadas por hombres antes que en áreas dominadas por
mujeres. A la vez, el vocabulario asociado al estereotipo de lo ‘femenino’ (como apoyo y
comprensión) surgía en medidas similares de la redacción tanto de anuncios para ocupaciones
dominadas por mujeres como para las dominadas por varones.
Por otro lado encontraron que, cuando los anuncios incluían más términos masculinos que
femeninos, les participantes tendían a percibir más hombres dentro de esas ocupaciones que si se
usaba un vocabulario menos sesgado, independientemente del género de le participante o de si esa
ocupación era tradicionalmente dominada por varones o por mujeres. Además, cuando esto ocurría,
las mujeres encontraban esos trabajos menos atractivos y se interesaban menos en postularse para
ellos.
El equipo de Dies Verveken realizó tres experimentos con 809 estudiantes de escuela primaria (de
entre 6 y 12 años) en entornos de habla de alemán y holandés. Indagaban si las percepciones de les
niñes, sobre trabajos estereotípicamente masculinos, pueden verse influidas por la forma lingüística

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utilizada para nombrar la ocupación. En algunas aulas presentaban las profesiones en forma de
pareja (es decir, con nombre femenino y masculino: ingenieros/ingenieras, biólogos/biólogas,
abogados/abogadas, etc.), en otras en forma genérica masculina (ingenieros, biólogos, abogados,
etc.). Las ocupaciones presentadas eran en algunos casos estereotipadamente ‘masculinas’ o
‘femeninas’ y en otros casos neutrales. Los resultados sugirieron que las ocupaciones presentadas en
forma de pareja (es decir, con título femenino y masculino) incrementaban el acceso mental a la
imagen de mujeres trabajadoras en esas profesiones y fortalecían el interés de las niñas en
ocupaciones estereotipadamente masculinas.
Estos son sólo algunos de los muchos estudios realizados. Si algune se quedara con ganas de más,
otros estudios (como este, este, este o este) añaden evidencia sobre cómo les niñes interpretan
como excluyentes los títulos de oficios o profesiones marcados por género y cómo, en general, el uso
de un pronombre masculino para referirse a todes favorece la evocación de imágenes mentales
desproporcionadamente masculinas. O incluso, cómo esos genéricos no tan genéricos pueden tener
efectos sobre el interés y las preferencias por ciertas profesiones y puestos de trabajo entre las
personas del grupo que ‘no es nombrado’, llevando a que puedan autoexcluirse de entornos
profesionales importantes.

¿Y entonces qué hacemos?


Es en esta línea que puede comprenderse mejor la relevancia de los esfuerzos del feminismo por
introducir usos más inclusivos de la lengua. Muchos se han ensayado, empezando por la barrita para
hablar de los/as afectados/as, los/as profesores/as, los/as lectores/as. Pero esta solución tiene
algunos problemas. Primero, la lectura se tropieza con esas barritas que saltan a los ojos como
alfileres. Por otro lado, supone que la multiplicidad de géneros del ser humano puede reducirse a un
sistema binario: o sos varón, o sos mujer.
Otras soluciones fueron incluir la x (todxs) o la arroba (tod@s) en lugar de la vocal que demarca
género, pero la arroba era demasiado disruptiva ya que no pertenece al abecedario y además rompe
el renglón de una manera distinta al resto de los signos. La x, por otro lado, sigue utilizándose, pero al
igual que la arroba, plantea un problema fonético importante ya que nadie sabe muy bien cómo
debe pronunciarla. Hay quienes (por ejemplo, la escritora Gabriela Cabezón Cámara) ven en ello una
ventaja: lo disruptivo, lo que incomoda, es justamente lo que atrae las miradas sobre el problema de
género que ese uso de la lengua busca denunciar, es la huella de una pelea, la marca de una puesta
en cuestión.
Hasta ahora, la propuesta que parece tener mejor proyección a futuro para ser incorporada sin
pelearse demasiado con el sistema lingüístico es el uso de la e como vocal para señalar género
neutro. Como el objetivo es dejar de referirnos a todes con palabras que sólo nombran a algunes, no
necesitamos usarla para referirnos a absolutamente todo, es decir: no vamos a empezar a sentarnos
en silles ni a tomarnos le colective cada mañane. Pero si estamos hablando de personas (u otres
seres animades a les que les percibimos una identidad de género), nos habilita una posibilidad para
hablar de manera verdaderamente inclusiva. De todos modos, esta tampoco es una solución libre de
problemas: implica entre otras cosas la creación de un pronombre neutro (‘elle’) y de un
determinante (‘une’). Pero excepciones más raras se han hecho y aquí estamos todavía, comiendo
almóndigas entre los murciégalos.
Algunas voces que patalean indignadas contra estas iniciativas señalan que esas propuestas
‘destruyen el lenguaje’. Y no falta la apelación a la autoridad: es incorrecto porque lo dice la Real
Academia Española. Pero, como le lecter ya sabe, lo que diga la Real Academia Española sobre este
tema nos tiene sin cuidado. Con todo respeto. Muy lindo el diccionario.

TMC 2019 | DOSSIER DE MATERIAL DE ANÁLISIS / UNIDAD 1 | 12


Otra de las fuertísimas resistencias a este tipo de propuestas es la de quienes sencillamente niegan
que exista algún tipo de relación entre la lengua y los mayores o menores niveles de equidad de
género. Aunque recién comentamos evidencias empíricas que sugieren que esa relación sí existe, se
suele hacer referencia a la cuestión, también empírica, de que en aquellas regiones en las que se
hablan lenguas menos sexuadas, por ejemplo con un genérico verdaderamente neutral, a menudo se
verifica mayor inequidad de género que en otros países.
Un aporte interesante en esa línea es el trabajo de Mo’ámmer Al-Muhayir, que compara el árabe
clásico, islandés y japonés, y muestra que el sexismo de la lengua no parece correlacionar con la
inequidad de género. El árabe clásico utiliza el género femenino para los sustantivos en plural, sin
importar el género de ese mismo sustantivo en singular. Y sin embargo, se trata de una de las lenguas
más conservadoras del planeta, y en más de una de las sociedades en las que se habla (como Arabia
Saudí o Marruecos), difícilmente podamos decir que hay igualdad de derechos entre hombres y
mujeres. El islandés, por otra parte, es uno de los idiomas que menos cambios han sufrido a lo largo
de los siglos, manteniéndose casi intacto debido a políticas de lenguaje sumamente conservadoras
(no adquieren términos extranjeros sin antes traducirlos de alguna manera con raíces de palabras
islandesas), y corresponde a una de las sociedades más avanzadas en cuanto al lugar que ocupa la
mujer. Y el japonés directamente no tiene género gramatical, pero esta maravilla de la gramática
inclusiva tiene lugar en el seno de una de las sociedades más estereotípicamente machistas que
conocemos.
Sin embargo, la investigación empírica aporta indicios de que los sustantivos ‘neutrales’ y los
pronombres de lenguas sin división gramatical genérica pueden tener de todas formas un sesgo
masculino encubierto. Así, aunque eviten el problema de una terminología masculina genérica,
incluso los términos neutrales pueden transmitir un sesgo masculino. Esto supone, además, la
desventaja de que ese sesgo no podría ser contrarrestado añadiendo deliberadamente pronombres
femeninos o terminaciones femeninas, porque en esas lenguas esa forma simplemente no existe. Se
dificultan entonces las iniciativas de ‘subversión simbólica’ de las que habla Bourdieu. Eso concluye,
por ejemplo, el trabajo de Mila Engelberg a partir del análisis del finlandés, una lengua que incluye
términos aparentemente neutros en cuanto al género pero que, en los hechos, connotan un sesgo
masculino. Y al no poseer género gramatical, no existe la posibilidad de emplear pronombres o
sustantivos femeninos para enfatizar la presencia de mujeres. La autora señala que esto podría
implicar que el androcentrismo en lenguas sin género puede incluso aumentar la invisibilidad
léxica, semántica y conceptual de las mujeres. Algo muy similar encuentra Friederike Braun en su
estudio con la lengua turca, cuya falta de género gramatical no evita que les hablantes de turco
comuniquen mensajes con sesgos de género.

Un hit argentino
Por muchas guías que se hayan publicado para el uso no sexista del lenguaje, al menos cuando se
trata de la lengua castellana, la cuestión no está en absoluto resuelta. Desde lingüistas hasta
ciudadanes de a pie, las resistencias son diversas. Que si duele en los ojos, si entorpece el habla, si es
‘correcto’, si conduce a abandonar la lectura del texto y el infaltable ‘es irrelevante’. Que la
verdadera lucha debería centrarse en transformar ‘el mundo real’. Que la lengua sólo refleja
relaciones que son ‘extralingüísticas’. Que modificar la lengua ‘por la fuerza’ sólo es una cuestión de
‘corrección política’ que desvía la atención del problema central y hasta lo enmascara. Pero les
lecteres que hayan llegado a este punto habrán atravesado media nota escrita de forma tradicional y
media nota escrita con lenguaje inclusivo, de modo que además de toda la evidencia expuesta sobre
la relación entre lengua y pensamiento, podrán evaluar también cuán traumática ha sido (o no) la

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experiencia, y preguntarse dónde ancla verdaderamente el origen de esa resistencia, de esa
desesperación por preservar intacta la lengua.
Mientras tanto, la disputa por el lenguaje continúa. Y de todas las formas que puede tomar este
problema, acaso la más emblemática sea el uso de falsos genéricos, es decir, términos
exclusivamente masculinos o femeninos, utilizados genéricamente para representar tanto a hombres
como a mujeres, como cuando decimos ‘los científicos’: técnicamente podríamos estar refiriéndonos
a científiques (varones, mujeres, etc.), aunque también diríamos ‘los científicos’ si quisiéramos
referirnos sólo a los que son varones. En cambio, sólo usaríamos ‘las científicas’ para hablar de las
que son mujeres.
Marlis Hellinger y Hadumod Bußmann explican que la mayoría de los falsos genéricos son masculinos
y que los únicos idiomas conocidos en los que el genérico es femenino están en algunas lenguas
iroquesas (Seneca y Oneida), así como algunas lenguas aborígenes australianas. En castellano, incluso
los sustantivos comunes en cuanto al género, como ‘artista’ o ‘turista’, que se mantienen invariables
sin importar si se refieren a un varón o una mujer, acaban señalando el género de lo que nombran a
partir de las otras palabras que los complementan (adjetivos, artículos, etc.). Entonces, de nuevo,
para referirnos a grupos mixtos, recurrimos al género que los nombra sólo a ellos. Tal vez los únicos
genéricos genuinos que tenemos sean los llamados sustantivos epicenos como, por ejemplo,
‘persona’ o ‘individuo’, que no sólo van a mantenerse invariables (no hay ni persono ni individua)
sino que ni siquiera tienen la posibilidad de marcar el género en el adjetivo (porque aunque una
persona sea varón, nunca será ‘persona cuidadoso’, ni la mujer será ‘individuo cuidadosa’).
Pero un poco como lo que comentábamos arriba, un genérico con sesgo machista puede suponer un
problema incluso más difícil de visibilizar y ‘subvertir’. Un hit argentino en este sentido es el debate
por la palabra presidente:
Una nota de Patricia Kolesnikov recupera un breve diálogo en una mesa, en la cual un señor
explicaba por qué está mal decir presidenta. Las razones gramaticales del señor eran inapelables:
“Presidente es como cantante. Aunque parece un sustantivo es otro tipo de palabra, un participio
presente, o lo que quedó de los participios presentes del latín. Una palabra que señala a quien hace
la acción: quien preside, quien canta. Justamente, no tiene género. ¿Vas a decir la cantanta?”
Kolesnikov cuenta que hubo un momento de duda en la mesa, hasta que la escritora Claudia Piñeiro,
con sabiduría de pez que conoce el agua, respondió: “¿Y sirvienta tampoco decís? ¿O presidenta no
pero sirvienta sí?”
Anécdotas como esta nos recuerdan que la lengua es maleable y que apoyar o rechazar un uso
disruptivo, que tiene por objeto reclamar derechos larga e injustamente negados, es una decisión
política, no lingüística. Que si se busca un mundo más igualitario, la lengua no es una clave mágica
para conseguirlo, pero tampoco se lo puede negar como espacio de disputa. Y que mientras las
estadísticas de femicidios crecen y el sueldo promedio de las trabajadoras permanece por debajo del
de ellos, conviene no indignarse si alguien mancilla un poquitito las blancas paredes del lenguaje.

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Fuente: Kalinowski, Santiago (2018) “Lenguaje inclusivo, esa piedra en el zapato de tantos” en Infobae, página
web, 18-06. Disponible en https://www.infobae.com/opinion/2018/06/18/lenguaje-inclusivo-esa-piedra-en-
el-zapato-de-tantos/.

Lenguaje inclusivo, esa piedra en el zapato de tantos


(2018)
SANTIAGO KALINOWSKI*
* Lingüista y lexicógrafo. Director del Departamento de Investigaciones Lingüísticas y Filológicas de la Academia
Argentina de Letras.

La Academia Argentina de Letras no ha emitido un dictamen acerca del uso de las fórmulas de
inclusión (el "todos y todas", la @, la x, la e). Desde su Departamento de Investigaciones Lingüísticas
y Filológicas, sin embargo, surgió la necesidad de consensuar una postura para dar respuestas a la
comunidad, dada la creciente visibilidad del fenómeno.

La cuestión gramatical y la pregunta sobre el origen


El primer punto es fácil de resumir. En español, el género se estructura de la siguiente manera: el
femenino solamente designa a un grupo de mujeres; el masculino designa tanto a un grupo de
hombres como a un grupo mixto. A este último caso se lo conoce como masculino "genérico" o "no
marcado". De esa manera está codificado en la mente de los hablantes de español del mundo, sin
excepción, puesto que se aprende naturalmente desde el nacimiento.
En contra del uso de las fórmulas de inclusión, se suele argumentar que el origen del masculino
genérico es puramente convencional. Ante esto, hay que señalar dos cosas:
 Primero, el hecho de que algo sea puramente convencional (las lenguas son básicamente
códigos convencionales) no impide que pueda tener los efectos denunciados por quienes no
se ven incluidos en ese masculino. En estos casos, la discusión debe ser acerca de qué
percepciones están asociadas a determinado uso lingüístico, más que si ese uso es o no
inherentemente discriminatorio o invisibilizador. Por otra parte, esas percepciones no son
caprichosas: están fuertemente atadas al contexto social e histórico de nuestras sociedades,
en las que la desigualdad entre el hombre y la mujer es un hecho consumado, sostenido a lo
largo del tiempo y defendido por sus beneficiarios.
 Segundo, el hecho de que esta desigualdad es prácticamente un universal humano no puede
disociarse creíblemente de que haya sido el género masculino el que se codificó como no
marcado, en español y en tantas otras lenguas, con la indudable ventaja cultural o ideológica
que eso comporta. Es decir, la realidad social e histórica configura la lengua, luego la lengua
refuerza esa configuración.

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Herramienta de la acción social
La lengua es el principal medio que tenemos para interactuar con la realidad. Es, consecuentemente,
la principal herramienta para intentar modificarla. Por lo tanto, en el contexto de las luchas actuales,
nada hay más esperable que la intensa atención prestada al masculino genérico y el surgimiento de
diferentes propuestas para cambiarlo.
Estas fórmulas de inclusión, algunas de las cuales surgieron hace al menos una década, son recursos
de intervención del discurso público (y este carácter de público es un rasgo central) que persiguen el
fin de denunciar y poner en evidencia una injusticia de la sociedad. Es decir, no son fenómenos de
orden gramatical sino retórico (y de extraordinaria potencia), puesto que se usan para crear un
efecto de toma de conciencia sobre un problema social y cultural. Criticarlas con argumentos
puramente gramaticales sería como haberle objetado a Oliverio Girondo que el verbo
"enlucielabismar" o el sustantivo "trasfiebre" —ambas de En la masmédula, de los poemas "Mi
lumía" y "Alta noche", respectivamente— no figuran en ningún diccionario. El gesto de apropiarse de
las posibilidades que brinda la lengua para perseguir un fin (formal y estético en un caso, social y
político en el otro) no es una verdadera novedad.
Su funcionamiento es claro. Cada vez que aparece alguno de estos recursos, se inaugura una segunda
capa de sentido que expresa un posicionamiento político del enunciador ante una realidad social,
echa luz sobre ella, la actualiza, la denuncia, la hace presente y anima su reconocimiento por parte
del auditorio o del lector.

Proyección a futuro
Vemos que muchos hablantes están considerando necesario adoptar alguna de estas fórmulas, en
declaraciones que son públicas en algún sentido, como un modo de pronunciarse contra algo que
repudian, porque sienten la discriminación en carne propia o se solidarizan con quienes consideran
víctimas de discriminación. Esto provoca que exista una tensión entre la variante tradicional, más
económica pero asociada a la perpetuación de una injusticia social, y las nuevas propuestas, con
diversos problemas estilísticos, morfológicos o de pronunciación pero sin esa carga. El hecho de que
esta tensión se resuelva en numerosos casos a favor de las nuevas fórmulas y que su uso se esté
extendiendo visiblemente habilita la hipótesis de que se trata de una necesidad comunicativa real de
muchos hablantes.
Es, por último, frecuente la pregunta, formulada tanto por quienes adoptan las novedades como por
quienes las resisten, acerca de si este fenómeno terminará cambiando la gramática de la lengua. La
respuesta nunca satisface a ninguno de los dos grupos: nadie puede saber cómo evolucionará una
lengua en el futuro. El flujo natural de cambio y adaptación de las lenguas es más impredecible e
incontrolable de lo que muchos están dispuestos a admitir en este tipo de debates. Especialmente,
cuando se trata de algo tan profundo como la manera en que se estructura el género gramatical.
Como siempre, la última palabra la tendrán, con el tiempo, los 500 millones de hablantes de español
del mundo.

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¿Qué puede hacer un negro en una librería, más que robar?
MARZO 20, 2019
SONÁMBULA

Por Tulpa Valis


Un relato sobre la visita a una librería de shopping que, gracias a la tan perversa como
persistente lógica policial de exclusión y estigmatización, deriva en una tarde de maltratos y
abusos de poder. Documentos, por favor.
Descubrí una frase hermosa escrita por Carlos Alberto Solari gracias a un policía. “Lo mejor de
nuestra piel es que no nos deja huir”, canta el Indio en “Espejismo”, segundos antes de que
entre ese violín que te eriza todos los pelos de la piel para agregarle, si se quiere, más
oscuridad a ese tema ya de por sí denso y oscuro de Los Redonditos de Ricota.
Nunca quise huir de mi piel, siempre la porté con orgullo, como un traje sin capa de antihéroe
de barrio que algunas veces me salvaba y otras me traía problemas. El órgano más grande del
ser humano, en mi caso, era también una forma de rebeldía hacia la clase alta, blanca y
educada que con frecuencia me discriminaba. Mi primer tatuaje me lo hice en la galería Bond
Street a los 15 años y consta sólo de una palabra: Negro.
Tampoco hubiese podido escapar de mi piel, ni aunque hubiera querido. Sufro de ese mal
social conocido como “portación de rostro”, cuyos síntomas son: tez oscura, pelo negro,
facciones aindiadas. Se complementa con el uso de gorras viseras, camperas deportivas o
zapatillas de marca (altas llantas). La “portación de rostro” es una enfermedad que genera
temor o rechazo en ciertos sectores de la ciudadanía y que cualquiera puede diagnosticar
apenas con una rápida -y prejuiciosa- mirada.
Desde adolescente me acostumbré a ser aquel al que la policía detiene aunque no esté
haciendo nada, al que revisan primero, del que suponen cosas de antemano, ese del que la
gente escapa por las noches, cruzándose de vereda o apurando el paso, al que los empleados
persiguen con disimulo en los locales y miran de reojo por las dudas, ese de quien desconfían
sin motivos. O mejor dicho, con motivos, pero injustificados, porque en su gran mayoría parten
de prejuicios estéticos, clasistas, racistas y xenófobos. Lo que podríamos llamar el “fenómeno
Frankenstein”.
Como dice Horacio Rosatti en su libro de 2018 Ensayo sobre el prejuicio. Frankenstein o el
rechazo a lo diferente: “Lo que perdura desde el origen en el fenómeno Frankenstein es el
prejuicio estético, que surge por la apariencia y genera la asimilación entre lo feo(o un modelo
de lo feo, si es que puede hablarse de modelo en tal caso) y lo malo, lo que debe ser
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rechazado, lo que debe ser segregado. (…) La historia de Frankenstein es, predominantemente,
una historia de exclusión. (…) La exclusión basada en la apariencia, que hoy asume
manifestaciones más sofisticadas pero igualmente crueles. Y cotidianas.”
Cuando se es adolescente, estas situaciones de desprecio, represión o miedo se toman de una
manera distinta: aunque muchas veces generan bronca o angustia también pueden ser vividas
como aventuras, pruebas a superar o anécdotas para contar a los amigos del barrio. Pero
siempre dejan una marca que suele contribuir al florecimiento de sentimientos como el temor
y el odio. En otras palabras: desde jóvenes nos enseñan a temer y odiar a la policía.
De grande aprendí que la diferencia entre temer y respetar es significativa pero también que la
línea que separa ambos conceptos es fina. Si educás a tu perro a los golpes, lo más seguro es
que no te respete sino que te tema. Cualquier día ese miedo se puede transformar en mordida.
Si la mejor opción que encontrás para educar a tu hijo es con golpes o palizas, lo que le estás
enseñando es miedo -y posiblemente odio-, no respeto.
¿Qué pretende, entonces, un agente policial que irrespeta, insulta, violenta y se caga en los
derechos de las clases más vulnerables, de aquellos que suelen sufrir el mal social de
“portación de cara”?
Esteban Rodríguez Alzueta recupera algunos conceptos de Foucault y escribe en su
imprescindible ensayo de 2014 Temor y control. La gestión de la inseguridad como forma de
gobierno: “Las zonas civilizadas son ‘zonas de vulnerabilidad’. En estas zonas, el Estado no
quiere que suceda nada. Los controles tienden a ser rigurosos, se vuelven puntillosos, zonas
controladas donde ‘se ha decidido que no se cederá en absoluto, y donde las penas son mucho
más numerosos, más fuertes, más intensas, más despiadadas’”.
Pues bien, después de un día agotador de trabajo en un de estas “zonas civilizada”, decidí,
antes volver a mi casa en el Conurbano bonaerense, hacer una parada en las coquetas Galerías
Pacífico para utilizar su baños siempre limpios. Mientras salía me crucé con la librería Cúspide
del subsuelo y decidí tomarme unos minutos para ver si encontraba algún título interesante.
Antes de los diez minutos ya tenía un candidato en la mano: ¿Qué es real?, un breve ensayo del
filósofo italiano Giorgio Agamben. Pero mientras lo hojeaba y leía la contratapa una persona se
me paró enfrente e intempestivamente me pidió los documentos. Ante mi sorpresa -y mi mala
reacción inicial, lo reconozco- dijo ser policía, me mostró una especie de carnet el tiempo
suficiente para poder leer que decía “policía” pero no para ver su nombre y apellido, y me pidió
-de mala manera, por supuesto- que lo acompañe afuera del local, siempre con mi documento
de identidad en sus manos. Cabe aclarar que a esa altura ya me encontraba completamente
indignado: recién terminaba de trabajar y pretendía comprar un libro, pagarlo y leerlo ¿por qué
me tenía que comer ese garrón?.
Para encontrar una posible respuesta, citaremos in extenso a Rodríguez Alzueta:
“Una de las prácticas policiales a través de las cuales se componen identidades son las
detenciones por averiguación de identidad (DAI). Se trata de una práctica discrecional, toda vez
que su utilización se organiza de acuerdo con criterios arbitrarios; regular, porque sigue
determinados criterios y patrones que norman su quehacer y selectiva, en la medida que tiende
a recaer sobre el mismo grupo de personas: jóvenes varones, morochos y pobres, que visten y
se mueven de determinada manera.
La frase de rigor que suele emplear la policía para interpelar a estos colectivos de personas es
muy conocida: ‘¡Documentos por favor!’. No es una pregunta sino una orden, un imperativo
dominante que responde a una estrategia urgente: la contención de la pobreza y regulación del
delito. Si la persona no acata la interpelación, puede ser demorada por ‘resistencia a la
autoridad’ y, en el peor de los casos, ser objeto de tortura, o quedar pegado a una ‘causa
armada’.

TMC 2019 | DOSSIER DE MATERIAL DE ANÁLISIS / UNIDAD 1 | 18


El documento nacional de identidad es la excusa perfecta que tiene la policía para practicar una
DAI. A pesar de que no existe una ley en la Argentina que obligue a las personas a llevar esa
documentación consigo las 24 horas y mucho menos a exhibirla a cada rato a la autoridad
policial, lo cierto es que la policía se la pasa pidiendo documentos (…) Las normas son claras,
pero ambiguas. De hecho, si las contrastamos con la puesta en práctica, nos daremos cuenta de
que la policía sigue haciendo lo que quiere. Quiero decir, sabemos según la ley que la policía
solamente pueden detener a las personas en dos casos concretos: para esclarecer delitos que
ya se cometieron o para prevenir delitos que pudieran llegar a cometerse. Fuera de esos casos
la policía no está habilitada para detener a nadie.
La DAI es una práctica que activa otras prácticas. El paseo en patrullero, la demora en las
comisarias, la tortura o el armado de causas, empiezan casi siempre con una DAI. (…) Una vez
que una persona es detenida por averiguación de identidad se pone en marcha un mecanismo
que no será azaroso y mucho menos inocente.
La policía no busca siempre lo mismo cuando practica las DAI. Por empezar, digamos que las
detenciones en el centro son al ‘boleo’. No se detiene para conocer a una persona sino para
asignarle un territorio. La detención no es un saber-poder, sino un poder a secas. Una practica
selectiva que confirma que a la policía lo que ya sabe de memoria. Cuando un policía detiene en
el centro de la ciudad, lo que está preguntando es ‘qué haces vos acá’, advirtiendo que ‘no
quiere volverlos a ver en esos lugares’, y que ‘la próxima vez los lleva hasta la comisaría’. Lo que
está haciendo la policía con las DAI es marcar el territorio , impedir para determinados actores
procedentes de determinados estratos el acceso a la ciudad, limitando su libertad ambulatoria,
restringiendo sus movimientos, manteniéndolos alejados de las ‘zonas civilizadas’.
En definitiva, los pobres, morochos y los jóvenes, pero también los inmigrantes bolivianos,
peruanos o paraguayos, se vuelven objeto de atención policial. A través de las DAI esto sectores
de la población se verán obligados a certificar constantemente su identidad, una identidad que,
como dijimos recién, se irá modelando a medida que se repitan estas prácticas policiales.”

La discusión con el policía continuaban ahora ya fuera de la librería y se había desplazado hacia
los pasillos de Galerías Pacífico. Este tipo -prepotente, altanero, de formas y palabras violentas-
quería que lo acompañe a una oficina dentro del shopping para “hablar más tranquilos”.
Digamos que me negué hasta que utilizó métodos persuasivos, no violentos físicamente pero a
todas luces amedrentadores: me volvió a mostrar su carnet que lo acreditaba como agente de
la ley y se levantó la remera para mostrarme algo que tenía en la cintura, algo que no llegué a
ver con claridad pero que sin dudas no eran la marca del jean ni su cinturón.
Nervioso, asustado, indignado, dentro de esa pequeña oficina fui sometido a una especie de
interrogatorio en el que policía malo (él) y policía bueno (también él, intercambiando papeles y
TMC 2019 | DOSSIER DE MATERIAL DE ANÁLISIS / UNIDAD 1 | 19
cumpliendo ambos roles) buscaba la confesión de un delito que nunca cometí. Policía malo me
hacía vaciar la mochila y revisaba todas mis pertenencias -una carpeta de trabajo, un anotador,
pañuelitos descartables, una grabadora, un libro- y policía bueno me preguntaba por mi
familia, mi trabajo, mi hijo, mi vida en general. Policía malo me decía que tenían un video
donde se me veía en pleno acto de hurto, policía bueno me decía que confiese ahora mismo mi
delito, así nos dejamos de joder. Policía malo me preguntaba si había estado detenido, si
consumía drogas, si tenía antecedentes de algún tipo, mientras me retenía el documento para
averiguar mis antecedentes, y policía bueno me hacía preguntas banales para tranquilizarme.
Estaba utilizando una táctica clásica, lo que en la jerga del barrio llamamos “psicologear”. Me
estaba psicologeando y lo peor era que le estaba funcionando tan bien que empecé a dudar de
mi mismo: ¿Habré robado y no me acuerdo? ¿Me habré metido algo en la mochila sin darme
cuenta o habré hecho algún movimiento sospechoso? ¿Pero cómo no voy a estar consciente de
haber robado, en el caso de haberlo hecho? ¿Cómo no recordarlo? Los nervios me jugaban en
contra y a esta altura sólo quería irme a mi casa sin ser golpeado y robado en una comisaria.
Mientras tanto, el tipo no me creía nada. De nada servía contarle que soy padre, periodista,
escritor, laburante. Mucho más que todo eso junto, pesaba mi “portación de rostro”, motivo
suficiente para convencerlo de que yo había robado. No tenía filmaciones ni fotos mías, los
empleados de la librería nunca me habían denunciado ni lo habían llamado, no me encontró en
actitud sospechosa y no había pruebas de ningún tipo en mi contra, entonces ¿cuáles eran sus
motivos para estar seguro que había robado? Mi cara, por supuesto. Mi cara que, según sus
parámetros, desentonaba con la librería de un shopping concheto. Si en su lógica los negros no
leemos libros, ¿qué puede hacer un negro en una librería, más que robar?
Alguna vez escuché a Mayra Arena decir: “Acá en Argentina todos somos el negro de mierda de
alguien”. Y no puedo estar más de acuerdo. Lo que probablemente ese policía no sepa es que
él también es el negro de alguien.
Finalmente, luego de idas y vueltas con mis documentos, preguntas, aprietes y un mal trago -
demasiado largo para mi gusto-, cuando vio que no estaba dispuesto a confesar mi supuesto
crimen ni ante la amenaza de que ya había llamado al patrullero para que me lleve a la
comisaria, me devolvió los documentos y me dejo ir. Por supuesto, no me pidió disculpas,
porque no me fui de ahí como un tipo inocente sino que me “largó” como a un malviviente que
por esa vez zafa, no sin antes decirme que salga por la puerta trasera. Concluyó su actuación
con el clásico: “Y no te quiero ver nunca más por acá” .
Un poco más de Rodríguez Alzueta: “Cuando la policía pide documentos a estos grupos, está
ejerciendo un control sobre el espacio, segregando a determinados colectivos de personas.
Concretamente, cuando un policía detiene por averiguación de identidad a una persona, le está
marcando el territorio; lo que le está diciendo es que ‘circulen’, que ‘muevan’, que ‘no los
quiere ver otra vez por allí’. ¿Qué hace el ‘negro’ en el mundo del blanco, el ‘pobre’ en el
mundo del rico, el que no tiene capacidad de consumo en el mundo del consumo? Lo que está
diciendo la policía es que regresen a su barrio y no se muevan de allí. La policía discrimina
cuando segrega, establece una suerte de estado de sitio para todos aquellos grupos de pares
señalados como productores de riesgo tanto por los políticos, como por los vecinos y los
periodistas”.

TMC 2019 | DOSSIER DE MATERIAL DE ANÁLISIS / UNIDAD 1 | 20


Me fui indignado, con intenciones de volver al día siguiente, más tranquilo y asesorado.
Mientras caminaba por Sarmiento hacia el bajo para tomar el colectivo, me encontré con un
stencil que rezaba: “Mi cara mi ropa y mi barrio no son delito”. Parecía que las paredes me
hablaban, de forma directa y sin metáforas.
Mientras tanto, un amigo al que le relaté lo sucedido por WhatsApp me dejó una frase que
quedó retumbando en mi cabeza: “Lo mejor de nuestra piel es que no nos deja huir”. Pido
disculpas a la fanaticada ricotera que en este preciso instante me debe odiar por no haber
reconocido al autor de esas palabras tan certeras, pero después de contar la experiencia en un
posteo en Facebook que generó una increíble muestra de solidaridad y afecto, no sólo aprendí
que es imperioso prestarle más atención a las canciones de Los Redonditos de Ricota sino que
también me di cuenta que la mejor catarsis para un periodista es escribir. De esa modesta
epifanía nació esta nota.
Al día siguiente volví a las coquetas Galerías Pacífico, acompañado de un amigo. Pude hablar
con el encargado del shopping y obtuve una incontable cantidad de pedidos de disculpas.
Además de tratarme como a un ciudadano con derechos y de reconocer la actuación
equivocada y por momentos ilegal del policía que me interrogó el día anterior, esta persona me
confesó, posiblemente lavándose las manos, que el agente en cuestión en realidad no trabaja
para ellos sino que opera como un efectivo de civil que responde a una comisaria de la zona y
realiza tareas de inteligencia en las inmediaciones del establecimiento, por lo que muchas
veces ingresa y acciona sin avisar, con la excusa de que no tiene la obligación de dar cuenta de
sus actos. El problema es que, a la luz de los hechos, hace su trabajo muy mal y de forma ilegal,
para preocupación de todos nosotros, los Frankensteins, los “portadores de rostro”.
También pude hablar con el subgerente de Cúspide, con quien el día anterior había tenido una
conversación telefónica en estado de furia, y me juró que ellos no habían llamado a nadie,
básicamente porque me conocían como cliente y porque nunca me habían visto en actitud
sospechosa. Elegí creerle porque me pareció muy sincero, pero además porque es un
laburante. Incluso me ofrecieron un compensación -en forma de libro gratis- pero la rechacé;
primero, porque no sé si ese beneficio sale del bolsillo del empleado o lo pone la empresa y,
segundo, porque no estaba buscando ningún tipo de resarcimiento más allá de una explicación
y un pedido de disculpas.

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Mi regalo personal es no volver nunca más a esas cadenas frías e impersonales y dejarle la
plata que a veces gastaba allí a cualquier librería independientes de esas que le suelen dar
espacio a editoriales nacionales y autogestivas.
¿Podría haber ido más lejos con la denuncia y el reclamo? Sin dudas, pero elegí conformarme
con las disculpas de las partes y la catarsis que me ofrece esta nota.
Hoy siento un poco de alivio en el pecho después de lo sucedido, pero no me siento seguro. Ni
en Galerías Pacífico, ni en ninguna parte de esta ciudad. Porque aún llevo la misma piel -de la
que no pretendo huir- y todavía no me curé del mal de “portación de rostro”. Pero, sobre todo,
porque quienes deberían velar por nuestra seguridad se sienten cada vez más libres de actuar
de forma prepotente e ilegal, amparados por este gobierno de derecha y represor, el mismo
que asfixia y pone en jaque a las editoriales independientes, que apuesta por achicar la cultura
y que, dependiendo de tu color de piel, ya ni siquiera te deja elegir un libro tranquilo en la
librería de un shopping coqueto.

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