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METAFÍSICA I — GRADO EN FILOSOFÍA — UNED — CURSO 2013–2014

TEMA 1: Concepto y método de la metafísica

En este primer tema pretendemos dilucidar el sentido en que vamos a


tomar la Metafísica, entendida como la unión de una Ontología —teoría de
las categorías, teoría del ser en cuanto ser— y una Teodicea —teoría del mal
y del sentido—, así como la metodología a emplear que, en una época post–
moderna como la que atravesamos, no podrá por menos de ser una imbri-
cación plural de algunos de los métodos clásicos, hermenéutico, dialéctico y
estructural principalmente. Igualmente intentaremos justificar el porqué de
la elección de los cinco tópicos metafísicos esenciales —Razón, Realidad,
Praxis, Mal y Sentido— que vertebran las cinco Unidades Didácticas que si-
guen a esta primera Unidad dedicada a explicar la noción de Metafísica que
manejamos y su relación–oposición con las demás defensas o ataques que
la Metafísica ha tenido en este siglo por parte de las más variadas corrientes
filosóficas.

1. PUESTA EN CUESTIÓN DE LA METAFÍSICA

La primera obligación que se presenta actualmente a la Metafísica es la


constatación de su situación después de dos siglos de ataques incesantes.
David Hume (1711–1776) sometió sus conceptos fundamentales (yo, subs-
tancia, causa) a una crítica destructora. Posteriormente Kant (1724–1804)
rechazó la posibilidad de la Metafísica como ciencia y Friedrich Nietzsche
(1844–1900) concibió los conceptos metafísicos como ilusiones lingüísticas
que ocultaban formas de vida enfrentadas entre sí. Por otra parte, tanto
Sigmund Freud (1856–1939) como Karl Marx (1818–1883) desvelaron
dichos conceptos como síntomas neuróticos, o como ideologemas, que
exigían, en ambos casos, un tratamiento profundo y desvelador. En nues-
tros días, tanto la filosofía analítica como el estructuralismo han decretado,
una vez más, la muerte de la Metafísica. Frente a esta situación de crítica y
de crisis de la Metafísica, se pueden adoptar tres posturas:

a) Pensar que se ha superado la Metafísica al criticarla verbalmente y


usar una nueva terminología de la que se han extirpado los concep-
tos metafísicos tradicionales, aunque las categorías fundamentales
de esta teorización sigan presas en la rejilla de las oposiciones meta-
físicas que impregnan nuestras lenguas indo–europeas.

b) Ser consciente del estado ruinoso del pensar metafísico tradicional,


pero intentar reconstruirlo basándose en los elementos más aprove-
chables aún en pie.

c) Intentar superar–subvertir (überwinden–verwinden) la Metafísica


tradicional, gracias a un método deconstructivo que opere introdu-
ciendo pequeñas derivas y dislocaciones en la problemática clásica,
con la esperanza de abrir pequeñas grietas en las que pueda surgir

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un nuevo pensamiento metafísico, propio de nuestro tiempo de crisis


y, por ello, desprovisto de las altivas pretensiones de la ontoteolo-
gía occidental.

En la primera posición se encuentran situados aquellos pensamientos


que, o bien han pretendido superar la Metafísica, como el neopositivismo, o
bien la han ignorado como el estructuralismo; en la segunda posición se en-
cuentran los representantes más lúcidos del pensamiento tradicional neoes-
colástico, algunas tendencias de la hermenéutica y el existencialismo; y en
la tercera posición se abre la posibilidad de hacer una nueva Metafísica que
establezca una relación de continuidad–discontinuidad con la tradición y sea
capaz de responder a los desafíos planteados por las ciencias, tanto natura-
les como humanas.
Como nos recuerda Carlos París Amador (n. 1925) «el problema del
saber metafísico en la actualidad puede ser planteado de la forma más viva
y expresiva, en dialéctica superadora, partiendo de los modos de su nega-
ción» (Cfr. Ciencia, conocimiento, ser), especialmente el positivismo y el
antropologismo, y por ello en capítulos posteriores analizaremos los di-
ferentes modos de negar la Metafísica que han tenido lugar en este siglo,
pero en este momento vamos a analizar qué significa una superación de la
Metafísica que la tenga en cuenta y que, por lo mismo, no es posible de
pronto. Si caracterizamos nuestra época como nihilista, en el sentido de
pérdida de fe en todos los valores trascendentes, la superación de esta si-
tuación sólo será posible mediante una apropiación deconstructora y sub-
vertidora de la Metafísica; es decir, en terminología heideggeriana, me-
diante una apropiación del olvido del ser, mediante la reapropiación de la
esencia, que establezca entre nosotros su morada. La restauración de la Me-
tafísica es siempre una interpretación de la misma que debe mantenerse en
su interior o a lo más en su límite, para estar preparado a salir del recinto
metafísico cuando sea posible (aún no lo es). Todos los intentos de superar
la Metafísica, de franquear la línea, han recaído otra vez en ella, al perma-
necer en los límites de una representación que depende de la hegemonía del
metafísico olvido del ser. Lo más que podemos hacer hoy es acercarnos al
límite, mantenernos en él si es posible, y buscar fisuras e intentar derivas
que nos pongan en camino de, algún día, encontrarnos en un ámbito trans-
metafísico.

2. LA METAFÍSICA COMO SABER PROBLEMÁTICO

Por de pronto sólo un pensamiento problemático, que proponga pregun-


tas más que proporcione soluciones, que plantee especialmente la pregunta
¿qué es la Metafísica? ¿qué es el ser?, podrá abrir un camino más allá de la
Metafísica. Quizás salir del ámbito del ser sea posible dando vueltas una y
otra vez en torno a la pregunta por el propio ser. Entendemos aquí proble-
mático en oposición a teoremático, según la terminología deleuziana. El
pensamiento problemático se ocupa de acontecimientos más que de esen-
cias; está más cerca de la metamorfosis que del orden de las razones; es un

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pensamiento nómada más que estatal y estático; es una máquina de guerra


más que un aparato de Estado; sigue un modelo hidráulico más que una
teoría de los sólicos; es un pensamiento heterogéneo y en continuo devenir,
no estable, ni eterno, ni idéntico, ni constante; tiene lugar en un espacio to-
pológico (liso) más que en un espacio métrico (estriado); (por cierto, que ya
Maurice Merleau Ponty (1908–1981) en una nota de octubre de 1959 ti-
tulada Ontología, proponía tomar como modelo de ser el espacio topológico
frente al espacio euclídeo, perspectivo, solidario del Ens realissimum, del
ente infinito; el espacio topológico es la imagen de un ser concebido como
«residuo perpetuo», que constituye la vida y funda «el principio salvaje
del Logos». Este ser salvaje o bruto es el que interviene en la superación de
todos los problemas de la ontología clásica); tiene más que ver con las rela-
ciones dinámicas que se establecen entre los materiales y las fuerzas que
con las relaciones estáticas forma–materia; es un pensamiento minoritario
que subvierte toda mayoría; es anexacto y sin embargo riguroso, por oposi-
ción a la inexactitud de las cosas sensibles y la exactitud de las esencias
ideales; es el nomos como espacio abierto en el que se distribuyen las sin-
gularidades, frente al logos que distribuye regularmente los espacios y mar-
ca las fronteras.
Como nos recuerda Gilles Deleuze (1925–1995) de nuevo: «Habría
que oponer dos tipos de ciencias, o de procedimientos científicos: uno que
consiste en reproducir, el otro que consiste en seguir. Uno sería de repro-
ducción, iteración y reiteración, el otro de itineración, sería el conjunto de
las ciencias itinerantes, ambulantes» (Mille Plateaux). Uno es el pensa-
miento que produce teoremas, el otro el que plantea problemas; el que he-
mos tomado como modelo para ese tipo de metafísica nueva que buscamos:
«Hay ciencias ambulantes, itinerantes, que consisten en seguir un flujo en
un campo de vectores o de singularidades que se reparten como otros tan-
tos ‘accidentes’ (problemas)» (Mille Plateaux). El pensamiento problemá-
tico es ambulante, es nómada, nunca se deja dominar completamente por el
pensamiento real, estatal, permanece siempre como un «pensamiento de
afuera», radicalmente exterior, o al menos situado en la frontera de lo esta-
blecido.
El carácter problemático de la Metafísica le es consustancial desde su
origen. Ya Platón (427 a. C. – 347 a. C.) situaba el origen de la filosofía en
el asombro frente a lo dado, en considerar un problema lo que para todo el
mundo era claro y transparente. Sócrates colocaba en la pregunta la base
de su filosofía: frente al que cree que sabe la pregunta impertinente e indis-
creta del filósofo aparece como una problematización innecesaria y molesta
de lo evidente. Los análisis de Pierre Aubenque (n. 1929) han desvelado
el carácter aporético y problemático que la Metafísica presenta en la obra de
Aristóteles (384 a. C. – 322 a. C.). Ciencia sin nombre, ciencia buscada e
inhallable, la Metafísica aparece en Aristóteles, como la elucidación de las
significaciones múltiples del ser en busca de una unidad imposible, es decir,
como el problema de la unidad por un lado, y como un discurso primero y
por ello fundamentador, o sea como el problema de la separación, por otro.
La Metafísica aristotélica es ontología en tanto que pretende establecer un

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discurso unitario sobre el ser, y es teología en tanto que protología o dis-


curso primero sobre el fundamento separado del mundo. Pero ambas pre-
tensiones quedan frustadas en Aristóteles, la teología se nos muestra «inac-
cesible» y la ontología como «incapaz de sustraerse a la dispersión». Por
otra parte y, a nivel metodológico, el pensamiento metafísico está más cer-
ca de la dialéctica que del saber, es más la preparación dialéctica al saber
que el saber mismo que se muestra inaccesible; en definitiva «la palabra
humana sobre el ser es dialéctica y no científica».
Es curioso constatar que el carácter problemático de la Metafísica aris-
totélica había sido ya resaltado por Lenin (1870–1924) que en sus Cuader-
nos Filosóficos, anota en 1915 comentando dicha obra de Aristóteles: «La
lógica de Aristóteles es una investigación, una búsqueda, una aproximación
a la lógica de Hegel, y ella, la lógica de Aristóteles, (que en todas partes, a
cada paso plantea precisamente el problema de la dialéctica), ha sido con-
vertida en un escolasticismo muerto al rechazar todas las búsquedas, vacila-
ciones y modos de formular los problemas. Lo que tenían los griegos era
precisamente modos de formular problemas, por así decirlo sistemas explo-
ratorios, una ingenua discordancia de opiniones que se refleja de manera
excelente en Aristóteles». La metafísica es una ciencia que se busca, un
problema antes de ser una solución. Precisamente la colección de escritos
que recibe por primera vez el nombre de «Metafísica» no establece una se-
rie de teoremas encadenados deductivamente, no es un sistema, no se
ajusta a la idea aristotélica de ciencia demostrativa, silogística, expuesta en
los Segundos Analíticos, sino que tiene que conformarse con el estatuto in-
ferior del pensamiento dialéctico, descrito en los Tópicos, o en las Refutacio-
nes sofísticas, cuyos procedimientos habituales son la refutación, la divi-
sión, la inducción, la analogía y además acaba en aporías. Desde esta
visión se puede comprobar cómo la sistematización y teorematización del
pensamiento aristotélico llevado a cabo por la escolástica y la mayoría de los
comentadores hasta nuestros días, traiciona el estatuto esencialmente pro-
blemático y aporético de los planteamientos metafísicos de Aristóteles,
como ya denunciaba Lenin.
No sólo en Aristóteles, en su dialéctica, encontramos un modelo para
nuestra concepción problemática de la Metafísica, también en la Crítica del
Juicio de Kant (1790) podemos ver un tipo de juicio que nos puede ser vi-
tal. En el parágrafo iv de la introducción a la obra, Kant opone los juicios
determinantes y los reflexionantes, mientras que los primeros nos per-
miten pasar de lo universal (la regla, el principio, la ley) dado a lo particular
que queda subsumido en aquél, los juicios reflexionantes parten de lo parti-
cular y deben buscar lo universal capaz de determinar dicho particular dado.
En nuestros días Jean–François Lyotard [1924–1998, filósofo francés que
introdujo los estudios sobre la posmodernidad a finales de 1970. Estudió
filosofía en la Sorbona. Uno de sus docentes fue Maurice de Gandillac. Fue
miembro de un grupo de intelectuales de la izquierda crítica. Lyotard expu-
so en Le Différend que el discurso humano ocurre en un variado pero discre-
to número de dominios inconmesurables, ninguno de los cuales tiene el pri-
vilegio de pasar o emitir juicios de valor sobre los otros. Siendo así, en Eco-

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nomía libidinal (1974), La condición postmoderna (1979) y Au juste: Con-


versations (1979), Lyotard atacó teorías literarias contemporáneas e incitó
al discurso experimental desprovisto de excesivos intereses por la verdad.
Consideró que ya estaba pasada la época de los grandes relatos o «meta-
rrelatos» que intentaban dar un sentido a la marcha de la historia. Criticó
la sociedad actual postmoderna por el realismo del dinero, que se acomoda
a todas las tendencias y necesidades, siempre y cuando tengan poder de
compra. Criticó los «metadiscursos»: el cristiano, el ilustrado, el marxista
y el capitalista. Según Lyotard, estos son incapaces de conducir a la libera-
ción. La cultura postmoderna se caracteriza por la incredulidad con respecto
a los «metarrelatos», invalidados por sus efectos prácticos y actualmente
no se trata de proponer un sistema alternativo al vigente, sino de actuar en
espacios muy diversos para producir cambios concretos. El criterio actual de
operatividad es tecnológico y no el juicio sobre lo verdadero y lo justo. De-
fendía la pluralidad cultural y la riqueza de la diversidad], en su obra
Le Différend (1983) ha retomado esta problemática kantiana, aplicándola al
caso de conflictos que no pueden ser resueltos apelando a una ley común,
porque dada la heterogeneidad de los discursos enfrentados no existe
ningún principio común a los litigantes. La aplicación a la Metafísica proviene
de que también en la Metafísica nos encontramos con el problema de com-
patibilizar elementos de muy diversa procedencia y además en la resolución
de estos problemas no podemos proceder de forma teoremática, deductiva,
a partir de un principio común. En nuestro caso la discrepancia (différend)
surge de que hay que construir un metalenguaje que sea capaz de organi-
zar y jerarquizar frases y proposiciones de regímenes de discurso muy hete-
rogéneos, y si esto no es posible hay que atreverse a juzgar en ausencia de
dichas reglas universales, hay que organizar todas esas frases heterogéneas
sin acudir a un metalenguaje único, válido para todos. En esta tarea sólo la
frónesis, la sagesse, el seny, la cordura nos puede ayudar (virtudes dia-
lécticas todas, conviene recordar).
La Metafísica está en una situación de exterioridad respecto de las otras
disciplinas, y sin embargo su objeto son dichas disciplinas, o mejor dicho,
las reglas y los conceptos de las mismas, y su cometido consiste en interro-
gar e interrogarse sobre dichas reglas; en la filosofía, nos dice Lyotard,
predomina el género interrogativo. La conclusión de todo esto es que hay
una heterogeneidad de frases que hay que organizar, y esto sólo puede
hacerse respetando su heterogeneidad y pluralidad, y por otra parte esta
relación con los demás tipos de frases es predominantemente interrogativa
para la Metafísica. El pluralismo irreductible de lo real hace que la Metafí-
sica no se pueda concebir como un continente, como el continente–física o
el continente–historia que decía Louis Althusser (1918–1990), sino a lo
más como un archipiélago, en el que se relacionan los elementos heterogé-
neos de la realidad y del discurso, pero manteniendo su pluralidad y no que-
dando rígidamente jerarquizados y organizados. La Metafísica introduce un
tipo de pensamiento flexible, ligero, débil, como veremos después.

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3. LA METAFÍSICA ENTRE LA CIENCIA Y LA POESÍA

La Metafísica como pensamiento problemático más que teoremático,


es más un arte que una ciencia; como nos recuerda Jean Wahl (1888–
1974), es «el arte de interrogarnos a nosotros mismos acerca de ciertas
ideas que parecen ser muy generales», interrogación en la que el propio in-
terrogador se ve envuelto. Y como arte que es y no ciencia, la Metafísica ac-
tual supone la renuncia a la pretensión de la Metafísica clásica de decir la
última —y la primera— palabra sobre la realidad; más aún supone renunciar
incluso a la pretensión de verdad, dejándola en exclusividad a las ciencias.
Según Karl Raimund Popper [1902–1994, filósofo y teórico de la ciencia
nacido en Austria pero convertido posteriormente en ciudadano británico.
Popper expuso su visión sobre la filosofía de la ciencia en su obra, ahora
clásica, La lógica de la investigación científica de 1934. En ella el filósofo
austríaco aborda el problema de los límites entre la ciencia y la metafísica, y
se propone la búsqueda de un llamado «criterio de demarcación» entre
las mismas que permita, de forma tan objetiva como sea posible, distinguir
las proposiciones científicas de aquellas que no lo son. Es importante señalar
que el criterio de demarcación no decide sobre la veracidad o falsedad de
una afirmación, sino sólo sobre si tal afirmación ha de ser estudiada y dis-
cutida dentro de la ciencia o, por el contrario, se sitúa en el campo más es-
peculativo de la metafísica. Para Popper una proposición es científica si pue-
de ser refutable, es decir, susceptible de que en algún momento se puedan
plantear ensayos o pruebas para refutarla independientemente de que sal-
gan airosas o no de dichos ensayos.
En este punto Popper discrepa intencionadamente del programa positi-
vista, que establecía una distinción entre proposiciones contrastables (posi-
tivas), tales como ‘Hoy llueve’ y aquellas que no son más que abusos del
lenguaje y carecen de sentido, por ejemplo ‘Dios existe’. Para Popper, este
último tipo de proposiciones sí tiene sentido y resulta legítimo discutir sobre
ellas, pero han de ser distinguidas y separadas de la ciencia. Su «criterio
de demarcación» le trajo sin querer un conflicto con Ludwig Wittgens-
tein, el cual también sostenía que era preciso distinguir entre proposiciones
con sentido y las que no lo tienen. El criterio de distinción, para Wittgens-
tein, era el del «significado»: solamente las proposiciones científicas te-
nían significado, mientras que las que no lo tenían eran pura metafísica.
Era tarea de la filosofía desenmascarar los sinsentidos de muchas pro-
posiciones autodenominadas científicas a través de la aclaración del signifi-
cado de las proposiciones. A Popper se le encuadró en dicha escuela cuando
formuló su idea de la demarcación, pero él mismo se encargó de aclarar que
no estaba de acuerdo con dicho planteamiento, y que su tesis no era ningún
criterio de significación (Popper siempre huyó de cualquier intento por acla-
rar significados antes de plantear teorías). Es más, Popper planteó que mu-
chas proposiciones que para Wittgestein tenían significado no podían califi-
carse como ciencia como, por ejemplo, el psicoanálisis o el marxismo, ya
que ante cualquier crítica se defendían con hipótesis ad hoc que impedían
cualquier refutación.

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Lo cierto es que Popper era consciente del enorme progreso en el co-


nocimiento científico que se experimentó en los siglos que le precedieron, en
tanto que problemas como la existencia de Dios o el origen de la ley moral
parecían resistirse sin remedio, puesto que no mostraban grandes avances
desde la Grecia clásica. Por ello, la búsqueda de un criterio de demarcación
aparece ligada a la pregunta de ¿qué propiedad distintiva del conocimiento
científico ha hecho posible el avance en nuestro entendimiento de la natura-
leza? Algunos filósofos habían buscado respuesta en el inductivismo, se-
gún el cual cuando una ley física resulta repetidamente confirmada por
nuestra experiencia podemos darla por cierta o, al menos, asignarle una
gran probabilidad. Pero tal razonamiento, como ya fue notado por David
Hume, no puede sostenerse en criterios estrictamente lógicos, puesto que
éstos no permiten extraer (inducir) una ley general (universal) a partir de
un conjunto finito de observaciones particulares. Popper supera la crítica de
Hume abandonando por completo el inductivismo y sosteniendo que lo pri-
mero son las teorías, y que sólo a la luz de ellas nos fijamos en los hechos.
Nunca las experiencias sensibles anteceden a las teorías, por lo que no hay
necesidad de responder cómo de las experiencias particulares pasamos a las
teorías. Con ello, Popper supera la polémica entre empirismo y racionalismo,
sosteniendo que las teorías anteceden a los hechos, pero que las teorías ne-
cesitan de la experiencia (en su caso, de las refutaciones) para distinguir
qué teorías son aptas de las que no.
La salida a este dilema, propuesta en La lógica de la investigación cien-
tífica de 1934, es que el conocimiento científico no avanza confirmando
nuevas leyes, sino «descartando leyes que contradicen la experiencia». A
este descarte Popper lo llama «falsación». De acuerdo con esta nueva in-
terpretación, la labor del científico consiste principalmente en criticar —acto
al que Popper siempre concedió la mayor importancia— leyes y principios de
la naturaleza para reducir así el número de las teorías compatibles con las
observaciones experimentales de las que se dispone. El criterio de demarca-
ción puede definirse entonces como la capacidad de una proposición de ser
refutada o falsada. Sólo se admitirán como proposiciones científicas aquellas
para las que sea conceptualmente posible un experimento o una observa-
ción que las contradiga. Así, dentro de la ciencia quedan por ejemplo la teo-
ría de la relatividad y la mecánica cuántica, y fuera de ella, el marxismo o el
psicoanálisis], las afirmaciones metafísicas son compatibles con cualquier
estado de la realidad porque no dicen nada acerca de ella y, por lo tanto, no
son falsables. Aunque no admitimos esta postura en toda su radicalidad, sí
afirmamos que la Metafísica está referida a la realidad de manera mediata y
elástica a través de las ciencias y aunque las variaciones de éstas pueden
hacer inverosímiles algunos tipos de Metafísica, ésta por su generalidad y
abstracción puede resistir mucho mejor que las ciencias el choque con la
realidad.
Diversas concepciones metafísicas son compatibles con un estado de las
ciencias dado y la elección entre ellas es más cuestión de prejuicios, de es-
tilo de pensamiento o, en última instancia, de gusto estético (relativismo),
que de una estricta racionalidad; aunque es posible discutir racionalmente

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sobre las distintas Metafísicas, es fácil atrincherarse en la propia concepción


del mundo y resistirse a ser desalojado de ella y aunque, en principio, no es
posible descartar la posibilidad de convencer a alguien de que cambie su vi-
sión metafísica, hay que tener en cuenta que esto es muy difícil por la rela-
ción profunda que las posiciones metafísicas tienen con la propia personali-
dad y visión del mundo.
En la Metafísica el carácter creativo de la teoría es fundamental; aun-
que en toda teorización, incluso científica, la fantasía tiene un papel funda-
mental, en Metafísica este carácter ficticio y creativo es esencial, debido a la
lejanía y abstracción respecto de la realidad, así como a la dificultad que la
contrastación empírica tiene en este caso. Generalizando lo que afirma
Maud Mannoni (1923–1998) para el psicoanálisis, podemos entender la
Metafísica como una ficción, como el producto de un libre ensayo que gene-
ra un mito, un mito de los orígenes (del mundo, del yo) y un mito de los fi-
nes (escatología), lo cual se ve favorecido porque a los ámbitos a los que
llega la Metafísica nunca podrá llegar la ciencia, y sólo el mito puede acce-
der. Las últimas preguntas, que son precisamente las metafísicas, no pue-
den recibir respuesta científica, y por lo tanto son el campo del mito, eso sí,
un mito sobrio y controlado, pero mito al fin y al cabo.
Este carácter creativo de la Metafísica la sitúa entre la ciencia y la
poesía y más cerca de ésta que de aquélla, como nos han recordado tanto
Unamuno (1864–1936) como Heidegger (1889–1976) y María Zam-
brano Alarcón (1904–1991), entre otros muchos. Como nos dice Carlos
París, para Unamuno «la filosofía se acuesta más a la poesía que no a la
ciencia». El pensador vasco desarrolló una reacción cordial frente al cientifi-
cismo decimonónico, que le permitió recrear el mundo metafísico por vía de
exigencia sentimental. En Del sentimiento trágico de la vida (1913), Una-
muno defiende un pensamiento metafísico, producto de la fantasía de la
que brota la razón, único capaz de llegar a la sabiduría, hija del sentimien-
to trágico de la vida, más bien que a la ciencia. Heidegger (1889–1976) en
sus escritos sobre Johann Christian Friedrich Hölderlin (1770–1843) re-
laciona el lenguaje de la Metafísica con el de la poesía, más allá del puro
pensar calculante propio de la ciencia. El pensamiento propio de la supera-
ción de la Metafísica es el Recuerdo (Andenken), único capaz de remediar
el olvido del Ser, y «el recuerdo de lo que ha de pensarse es la fuente pri-
migenia de la poesía. Por esto la poesía es el arroyo que en ocasiones retro-
cede hacia el manantial, hacia el pensar como recuerdo» (Cfr. ¿Qué significa
pensar?). El pensamiento metafísico no es un calcular, sino un poetizar
mediante el que se reavivan los recuerdos. En cuanto a María Zambrano,
podemos decir que la discípula de Ortega ha elaborado una «razón poéti-
ca» de clara impronta metafísica, apta para plantear las cuestiones últimas
que, para ella como para Gabriel Marcel (1889–1973), más que problemas
son misterios.

4. DIVISIÓN DE LA METAFÍSICA: ONTOLOGÍA Y TEODICEA

La Metafísica desde el punto de vista tradicional se divide en Ontolo-

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gía, o teoría del ser en cuanto ser, y Teodicea o Teología natural. Propo-
nemos mantener los términos clásicos introduciendo ciertos cambios en su
significación. Consideramos la Ontología como una reflexión en torno a las
grandes Ideas de la Razón, en oposición a los conceptos del Entendimiento,
propios de las ciencias. En este sentido la Ontología puede considerarse co-
mo una teoría de las categorías.
Por otra parte es cometido de la Ontología construir a partir de los da-
tos disponibles proporcionados por las ciencias, los mitos, la filosofía, etc.,
una explicación última de la realidad, propuesta como una ficción arries-
gada e inverificable directamente, que complete y sistematice los datos de
las ciencias, necesariamente parciales e incompletos. Esta es la función si-
nóptica y sistemática de la Ontología, que ordena el conjunto de lo real, al
menos de forma tentativa y provisional y sin pretensiones de verdad. El sis-
tema metafísico es un sistema abierto, no referido a las esencias de las co-
sas, sino a sus circunstancias, a los acontecimientos, como nos dice Deleu-
ze. Es un sistema preparado para acoger el azar, lo imprevisto. Esta Onto-
logía ha renunciado a la verdad y a proporcionar un ser fuerte, abierto al
hombre y capaz de servir de fundamento seguro y fijo; el objeto de esta
Ontología es un Ser débil, declinante, construido por el ser humano, y que
más que ser fundamento (Grund) es Abismo (Abgrund). El ser más que
un suelo fijo, es una dirección; el sentido del ser es una indicación que no
lleva al fundamento estático, sino a un devenir continuo y sin fin, en el que
los entes se encuentran sometidos a una dislocación permanente y despro-
vistos de todo centro. El Ser es la oscilación de los entes, el Ereignis,
(acontecimiento) como ámbito de la oscilación y el errar continuo; es, más
que lo permanente, lo que deviene, en una repetición productora de la dife-
rencia (Cfr. G. Vattimo, Deleuze y E. Trías). Nuestra Ontología es, pues,
descentrada, múltiple, fundada sobre un ser débil, azaroso, más abismo
que suelo firme, que somete a los entes a una dispersión y a una «erran-
cia» continua, a una deriva permanente y sin fundamento o, a lo más, fun-
dada más que en unas raíces, en unas bases, en los márgenes, en una fron-
tera en continuo desplazamiento, ni interior ni exterior.
En cuanto a la Teodicea, podemos decir que sus temas fundamentales
son el estudio del problema del mal en el mundo y la cuestión del sentido
de la existencia humana; en cambio el aspecto de Teología natural queda
eliminado, ya que no es posible decir nada sobre Dios fuera de la fe religio-
sa: la modernidad es una época post–cristiana que extrae su sentido de la
muerte de Dios. La Teodicea se nos presenta, pues, como una reflexión so-
bre el sentido de la vida y sobre la búsqueda de lo «radicalmente otro», que
es la única forma de aludir a Dios dentro de un discurso racional no basado
en la fe, como anhelo, como nostalgia, como deseo de que no triunfe el ase-
sino sobre la víctima, como esperanza de que los humillados y ofendidos
sean redimidos, como «memoria passionis», es decir como recuerdo de
todo el sufrimiento humano acumulado a lo largo de los siglos, que impide
todo optimismo fácil. Lo infinito, objeto de lo que se podría denominar «una
metafísica de la excepción», ha sido creado por los hombres para aliviar
su radical finitud, su anhelo de apertura a lo otro, a la trascendencia, pero

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sólo puede ser aludido de manera negativa. Hoy es imposible creer en un


«absoluto positivo», pero también es imposible eliminar la nostalgia y la
esperanza en dicho absoluto. La Teodicea, reformulada de esta manera, es
la afirmación radical de la finitud humana; junto a la esperanza de que esta
finitud no sea la última palabra, la verdad absoluta.
El problema fundamental que debe resolver una Teodicea, aparte de dar
un sentido último a la vida del hombre, es el de la existencia del mal en el
mundo (Cfr. Manuel Fraijó «Raligión y Mal» en, A vueltas con la religión,
EDV, Estella, 2000, pp. 119−161). Las grandes religiones han tenido gran-
des problemas para compatibilizar la idea de un Dios bueno, providente,
omnisciente y todopoderoso con la existencia del mal físico, metafísico y
moral en el mundo. Según Max Weber (1864–1920), las teodiceas reli-
giosas históricas han respondido a esta cuestión de tres maneras principa-
les:

― Mediante la escatología mesiánica, según la cual un Redentor di-


vino o humano, vendrá y cambiará la forma de vida aquí en la tierra.

― Mediante la creencia en el más allá, en el que se compensará el


bien y el mal realizados en esta tierra.

― O bien mediante la noción de la transmigración de las almas, se-


gún la cual el mérito y la culpa son retribuidos en este mundo en
una vida futura cuyo nivel ontológico dependerá de cómo se haya
uno portado en la última encarnación.

La Teodicea secularizada propuesta aquí, analiza las causas histó-


ricas, sociales y psicológicas del mal, y dado que no acepta una posible re-
dención futura del mal, da origen a una ética atenta a las consecuencias de
sus acciones, que prohíbe todo aquello que puede dar origen a un mal irre-
parable. En este sentido conviene recordar que esta meditación metafísica
es consciente de su inserción histórica en un tiempo marcado por una situa-
ción post–bélica, de paz armada —la Paz armada (1871–1914) fue un pe-
riodo de la historia política de Europa que se extiende desde el fin de la
Guerra Franco–Prusiana (1870–1871) hasta el inicio de la Primera Guerra
Mundial (1914–1917) y que se caracteriza por el fuerte desarrollo de la in-
dustria bélica de las potencias y por la creciente tensión en las relaciones
internacionales. Esta carrera armamentística entre las potencias europeas,
ayudadas por el crecimiento de la Belle Époque (ciencia, tecnología y cultu-
ra) de finales del siglo XIX, fue una de las causas más notorias de la Primera
Guerra Mundial. Las continuas tensiones entre Estados a causa de conflictos
tanto nacionalistas como imperialistas dieron lugar a que cada Estado desti-
nara gran cantidad del capital estatal a la inversión de la industria de ar-
mamento y al fomento del ejército, todo este excesivo gasto militar desem-
bocaría a la larga en quiebras nacionales. La política de la época se basaba
en la idea expresada por la máxima latina «Si vis pacem, para bellum», que
significa: Si quieres la paz, prepara la guerra. Todo ello dio lugar a un com-

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plejo sistema de alianzas en las que las naciones hallaban en conflicto sin
estar en guerra—, situada bajo dos signos terroríficos: Auschwitz e Hirosi-
ma. Si el primero ha hecho decir a Adorno que después de él la capacidad
de la Metafísica ha quedado paralizada, porque lo ocurrido rompió la base de
la compatibilidad del pensamiento especulativo con la experiencia, y por
ello, la única Metafísica posible hoy es una dialéctica negativa capaz de
«medirse con lo más externo, con lo que escapa al concepto» si no quiere
ser un cómplice; la posibilidad de la destrucción del planeta por una guerra
nuclear pone en peligro la existencia misma del ser, de la misma manera
que para algunos teólogos contemporáneos pone en peligro la propia super-
vivencia de Dios unido indisolublemente a su Reino.
La posibilidad de la catástrofe nuclear, que da nombre incluso a nuestra
civilización según Carlos París, exige desarrollar nuestra ontología dentro
del marco de una ortología de lo nuclear cuyo horizonte no contempla ni
proyecto ni futuro, y que sólo puede concebirse como una ontología trágica,
ya que debe convivir forzosamente con un horizonte final de aniquilación,
como nos recuerda Eugenio Trías (1942–2013): «lo que está en juego
hoy, lo que está amenazado de extinción, lo que depende de la maroma de
una afirmación o de una negación absolutas, es la cuestión del ser. De ahí
el carácter urgente y radical de esa cuestión, que es la más cotidiana de las
cuestiones, cuestión de la que inevitablemente deriva una ontología que es
inmediatamente política, o si quiere decirse así, una política ontológica
radical» (Los límites del mundo). La Teodicea no puede resolver los pro-
blemas del mal y del sentido de la vida, porque en un sentido radical dichos
problemas no tienen solución, pero al menos los delimita, los analiza de
forma racional y crítica y limita el acceso religioso y místico a los mismos.

5. TÓPICOS METAFÍSICOS

Nuestra propuesta de Metafísica, heredera de la Dialéctica y la Tópica


aristotélicas, plantea el análisis de cinco tópicos fundamentales: Razón,
Realidad, Praxis, Mal y Sentido, correspondientes los tres primeros a la
Ontología y los dos últimos a la Teodicea. Creemos que estos tópicos,
aunque quizás no agoten toda la posible problemática, son lo suficientemen-
te amplios para abarcar a una parte sustancial de la misma, pertinente en el
debate filosófico contemporáneo. Por otra parte la elección de estos cinco
tópicos metafísicos principales no es arbitraria, ya que se pueden relacionar
con algunas de las clasificaciones ontológicas más clásicas. Por ejemplo, con
el sistema de las ideas de la Razón kantianas, y con la Metafísica de los tres
mundos de Karl Popper (1902–1994) y Gustavo Bueno (n. 1924). Tene-
mos que la Realidad puede relacionarse con la Idea kantiana de Mundo, así
como con el primer Mundo de Popper y el primer género de materialidad M1
y con la materia general M de G. Bueno. La Razón y la Praxis, pueden coor-
dinarse con la idea de Alma kantiana, con el segundo mundo de Popper y
con el segundo género de materialidad, M2 de G. Bueno. Por último, el Mal y
el Sentido, pueden referirse a la idea kantiana de Dios, en tanto que ideal
de la Razón y al tercer mundo de Popper y al tercer género de materialidad,

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M3 de G. Bueno, en tanto que constructos mentales y productos institucio-


nales irreductibles al mundo físico y al ámbito psicológico de los hombres
individuales. Con esto concluimos la presentación de la Metafísica, que no
pretende ser ni una transfísica, ni una lógica, sino una poética que dé
origen a una ética y a una política.

6. EL MÉTODO EN EL PENSAR METAFÍSICO

Pasada la moda metodológica y epistemológica de los años sesenta, la


actual postmodernidad parece renegar de todo método defendiendo en
todas las actividades humanas, tanto teóricas como prácticas, la consigna
de que «todo vale», todo está bien, de que se han borrado las jerarquías y
las valoraciones son gratuitas. Sin embargo, el pensamiento y mucho más el
pensamiento metafísico no puede renegar de un método, de un camino,
que eso sí, ha de integrar en su seno el carácter aporético de la pregunta
metafísica. El método (recto camino) ha de tener en cuenta el a–poros, el
sin–camino del interrogar metafísico (aporía). El carácter aporético, proble-
mático de la metafísica, está claro para Voltaire que en su Diccionario Filo-
sófico (Artículo: «Todo está bien») escribe: «Ponemos al final de casi todos
los capítulos de la metafísica las dos letras que los jueces romanos coloca-
ban cuando no entendían una causa: NL, non liquet; esto “no está claro”».
Por eso el método de la metafísica no puede ser ingenuo y ha de tener en
cuenta la dificultad de su problemática.
Por otra parte, y dado el carácter radical, último y casi misterioso (Ga-
briel Marcel) de las preguntas metafísicas, en esta disciplina no disponemos
de un camino real, de un método seguro, como en otras ciencias. Más bien
debemos irlo construyendo paso a paso, de forma paralela al propio proceso
del pensamiento. El camino no está hecho, sino que hay que hacerlo al an-
dar, como decía Machado. La Metafísica tiene su lugar, su locus, en ámbitos
no roturados previamente por el pensamiento, bien porque se sitúan más
allá de las problemáticas científicas, o bien porque se sitúan sobre el límite,
en los intersticios de las diferentes problemáticas, en esa tierra de nadie que
separa las distintas disciplinas. Este carácter intermedio o exterior respecto
a los ámbitos teóricos tratados por las demás ciencias lo comparte la Metafí-
sica con el arte, que tampoco tiene un método claro ni fijo.
Entendemos el método metafísico como un camino, pero en el senti-
do que según Émile Benveniste (1902–1976), tiene la palabra sánscrita
panthah: «el panthah no es simplemente el camino en tanto que espacio a
recorrer de un punto a otro. Implica pena, incertidumbre y peligro, tiene ro-
deos (détours) imprevistos, puede variar con el que lo recorre y por otra
parte no es sólo terrestre, los pájaros tienen también el suyo, así como los
ríos. El panthah no está trazado previamente ni corre de una manera regu-
lar. Es más bien un intento de franquear una región desconocida y a menu-
do hostil; es una vía que inventan los pájaros en el espacio. En resumidas
cuentas, es un camino en una región prohibida al paso normal, un medio de
recorrer una extensión peligrosa y accidentada». El panthah, metáfora del
método metafísico es una deriva por un espacio liso en el que no hay refe-

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rencias, y en el que lo importante no es tanto adonde se llega (a ninguna


parte) sino el camino. Lo importante es la línea y no el punto. El panthah
metafísico da lugar a una deriva rizomática que construye un diagrama, un
mapa, más que un calco de la realidad. En este camino el azar es funda-
mental, ya que no hay una ruta determinada.
El viaje metafísico se aproxima más al viaje romántico, deriva sin fin,
que al turismo moderno organizado por los Tour operators en el que lo
que importa es llegar y luego volver en fechas determinadas y por trayectos
definidos. Es un viaje sin moverse del sitio, el más arriesgado por ser sólo
mental. Sin embargo en este viaje no estamos solos, toda la tradición meta-
física ha intentado el mismo viaje y ha balizado en parte los trayectos, aun-
que esto no nos exime de tener que intentar nuestro propio trayecto.
Si la modernidad filosófica ha sido necesariamente metódica, como nos
dice Eugenio Trías, hasta el punto de que «la filosofía moderna es moder-
na porque es metódica y es metódica porque es moderna», nosotros esta-
mos en un punto en el que nuestra relación con el método no puede por
menos de ser irónica. Podemos conservar la exigencia de método, e incluso
sus etapas, rememoradas por E. Trías a partir de Platón (427 a. C. – 327 a.
C.): el cerco o el ascenso hacia el fundamento; el acceso o el reposo en el
fundamento; el despliegue o regreso hacia la experiencia; podemos reto-
mar que toda filosofía moderna supone una pregunta; ¿qué puede conocer-
se?; como tarea, determinar los límites del mundo y una sombra evanes-
cente que corresponde al sujeto o lugar donde arraiga la pregunta; pero es-
to no nos puede hacer olvidar que nuestras preguntas, contra la opinión op-
timista de Pierre Aubenque por ejemplo entre otros muchos, carecen de
respuestas; que el fundamento al que llegamos es más un abismo que un
suelo firme, como nos recuerda Heidegger, y que los entes en nuestra ex-
periencia muestran una «errancia» sin orden y sin fin. Por último, el suje-
to, pieza fundamental y pendant exigido por todo método, es eso, una sim-
ple sombra evanescente, mero residuo originado por estructuras que lo su-
peran y dominan.
¿Qué podemos hacer pues? En primer lugar, tenemos la ventaja de po-
der disponer, por primera vez en toda la historia de la cultura mundial, de
una información bastante amplia y fidedigna, no sólo de nuestra propia tra-
dición sino de casi todas las tradiciones culturales existentes o pasadas de
la tierra. Esto nos permite confrontar ideas, hacer chocar textos, relacionar
elementos dispares que despliegan nuevos significados al insertarse en dis-
tintos contextos. De esta manera se puede producir un texto plural y poli-
morfo, más un patchwork, un fieltro, que un tejido. El fieltro es un anti–
tejido, no se origina por el entrecruzamiento ordenado de hilos según la
trama y la urdimbre, sino mediante el embrollo de las fibras, lo que origina
que no tenga ni haz, ni envés, ni centro y que sea potencialmente infinito;
además admite cualquier tipo de fibra, y crece por adición simple; es un es-
pacio riemanniano (G. F. B. Riemann) construido localmente, con una cur-
vatura distinta en cada punto, frente al espacio euclídeo del texto–tejido
organizado globalmente con curvatura única en todos los puntos.
[Georg Friedrich Bernhard Riemann, 1826–1886, fue un matemáti-

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co alemán que realizó contribuciones muy importantes al análisis y la geo-


metría diferencial, algunas de las cuales allanaron el camino para el desarro-
llo más avanzado de la relatividad general. En 1859, al doctorarse en ma-
temáticas ante Gauss (1777–1855, matemático, astrónomo, geodesta, y
físico alemán que contribuyó significativamente en muchos campos, incluida
la teoría de números, el análisis matemático, la geometría diferencial, la es-
tadística, el álgebra, la geodesia, el magnetismo y la óptica), formuló por
primera vez la «hipótesis de Riemann», por su relación con la distribu-
ción de los números primos en el conjunto de los naturales, es uno de los
problemas abiertos más importantes en la matemática contemporánea.
Riemann dio sus primeras conferencias en 1854, en las cuales fundó el
campo de la «geometría curva de Riemann» y que más tarde aprovecharía
Albert Einstein para formular la «Teoría de la Relatividad general» de 1915,
que introducía el concepto de «curvatura del espacio–tiempo»].
La metafísica actual es nómada, origina espacios lisos, fieltros, como
podemos ver en Deleuze, Derrida, pero también en Heidegger, Vattimo, etc.
El método de esta Metafísica contemporánea, post–moderna en el sentido
en que mantiene una relación irónica de asunción–superación–perversión de
la tradición moderna, es un método hermenéutico, ya que se concibe co-
mo un arte de interpretación de los textos, buscando la inserción de textos
de diferentes procedencias en un texto último común, elaborado como un
collage, como un mosaico, como un ready–made, incluso; utiliza también
la inducción y la deducción en relación con los datos proporcionados por
las ciencias y las artes, pero es fundamentalmente un método analógico y
metafórico, en que el discurso pasa de un elemento a otro, a veces muy
lejano y extraño, por medio de metáforas y analogías; este carácter le apro-
xima al arte y la literatura contemporáneos; es un método que, como dice
Mariano Peñalver (1930–2005), es «analítico y sintético a la vez, si-
guiendo una articulación sucesivamente progresiva y regresiva».
Todas estas características se pueden resumir diciendo que es un mé-
todo estructural que define un orden y busca la explicación de este sis-
tema ordenado mediante la construcción de una estructura, que se supone
que corresponde a la estructura real «empírica e inteligible» que organi-
za los hechos a nivel subyacente. Esta estructura no está al nivel de los
hechos empíricos constatables por un observador y es inconsciente, por lo
que escapa a la conciencia de los sujetos que intervienen en el sistema y
dan vida a dicha estructura. La estructura buscada por el análisis estructural
es un soporte explicativo de los hechos, configura lo real y además es la ley
de transformaciones que permite su comparabilidad; la estructura no es
unívoca sino que sólo tiene sentido como un sistema de transformaciones
que genera todas las posibilidades de configuración que puede adoptar el
sistema, de las cuales sólo algunas se habrán dado realmente. El análisis
estructural establece una relación de analogía entre la estructura, deducida
o inducida a partir de los datos reales, y la propia realidad. Como vemos es-
te método estructural no es aleatorio, es riguroso aunque sea anexacto,
como ya vimos. A la estructura sólo se llega mediante un método de apro-
ximaciones sucesivas, por medio de círculos concéntricos o en espiral que

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Ortega denominaba «método de Jericó» y que nosotros podemos reto-


mar para aludir al establecimiento de resonancias analógicas entre la reali-
dad y la estructura que tal método implica.
El método propuesto es un método local, que procede poco a poco,
aproximando elementos dispares en un espacio topológico (liso) más que
métrico (estriado); es un método catastrófico que explica el surgimiento
de las formas a partir de discontinuidades en los campos de fuerzas subya-
centes a las morfologías dadas, y por último es un método propio de super-
vivientes más que de herederos, como dice Luis Martín Santos Ribera
(1924–1964), ya que está obtenido a partir de los restos del naufragio de la
modernidad, más que recibido mediante la transmisión normal de la heren-
cia de la misma. Es un método propio de quienes han perdido las raíces de
su cultura, y que se relacionan con ella a través de la discontinuidad radical
que ha introducido la crisis que supone la actual «civilización nuclear».
Es el método posible para hacer metafísica después de Auschwitz e Hirosi-
ma, en el seno de una crisis civilizatoria que alcanza todos los niveles socia-
les y culturales, pero es un método también lúdico y lúcido que experimenta
cautamente, porque parte de la suposición de que no todo está perdido y de
que es posible que alguna vez se vea el final del túnel y quiere haber contri-
buido en la medida de sus fuerzas a la apertura de dicha débil esperanza.

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TEMA 2: Críticas a la metafísica

1. EL EMPIRISMO INGLÉS

El Siglo de las Luces inició, entre tantas otras, la crítica a la Metafísica


tradicional, continuando el camino abierto por los grandes maestros del siglo
XVII: René Descartes [1596–1650, fue un filósofo, matemático y físico
francés, considerado como el padre de la geometría analítica y de la filosofía
moderna, así como uno de los nombres más destacados de la revolución
científica], Pierre Gassendi [1592–1655, sacerdote católico, filósofo, as-
trónomo y matemático francés, conocido por haber tratado de reconciliar el
atomismo de Epicuro con el pensamiento cristiano, sustituyendo los átomos
infinitos, eternos y semovientes de Epicuro por un número finito de átomos
creados e impulsados por Dios], Thomas Hobbes (1588–1679) y Baruch
Spinoza (1632–1677), que llevaron a cabo la crítica del elemento clave de
la Metafísica: el aspecto teológico, sustituyendo la estructura Dios–
Mundo–Hombre por la de sujeto cognoscente/naturaleza unificada/saber
universal (Cfr. Châtelet). El empirismo inglés tuvo un papel central en esta
crítica de la Metafísica. El método «histórico», genético, de John Locke, con
su rechazo de las ideas innatas y con su deducción de las ideas complejas a
partir de las simples, supone el primer ataque serio a nociones metafísicas
centrales, como la de substancia, que queda reducida a un mero soporte
desconocido de las cualidades que nos presentan las cosas en tanto que di-
chas cualidades permanecen constantemente asociadas de cierta manera
(Cfr. Ensayo sobre el entendimiento humano, Libro II, cap. XXIII, Ø 1, 2).
John Locke (1632–1704) en su análisis de los modos (espacio, tiempo,
número), de las substancias y de las relaciones (causa y efecto, identidad y
diversidad) aplica un auténtico psicologismo según el cual la realidad queda
reducida a la imagen percibida en el espíritu y que se supone producida por
la potencia (power) que tienen las cosas exteriores. La esencia de las cosas
queda dividida en una esencia nominal expresada en el lenguaje y que se
refiere a una colección de ideas simples reunidas por el entendimiento y una
esencia real, pero incognoscible en sus partes imperceptibles dotadas de po-
tencia para producir ideas (Ensayo, Libro III, cap. III Ø 17). Para Locke co-
nocer es relacionar ideas: «percibir la conexión y la conveniencia o el
desacuerdo y la desproporción entre nuestras ideas» (Ensayo, Libro IV, cap.
I, Ø 2). Más allá del conocimiento tenemos el juicio que relaciona las ideas
pero sin tener evidencia demostrativa y que lo más que proporciona es di-
versos grados de probabilidad (Ensayo, Libro IV, caps. XIV y XV). La razón
para Locke es la facultad que busca los medios y los aplica correctamente
para descubrir la certeza del conocimiento y la probabilidad de la opinión
(Ensayo, Libro IV, cap. XVII, Ø 2).
La crítica de las nociones metafísicas es continuada por George Berke-
ley (1685–1753), el cual acaba con la noción de materia como algo inacce-
sible causante de las ideas de nuestra mente. Para Berkeley «ser» tiene dos
sentido: «percibir» y «ser percibido». Nuestras almas perciben y las

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ideas son percibidas; no hace falta nada más para explicar el conocimiento.
Berkeley continúa el análisis del lenguaje comenzado por Locke, rechazando
la existencia de las ideas abstractas y considerando que hay ideas concretas
y particulares que sustituyen a otras ideas particulares y así se convierten
en generales sin necesidad de una teoría de la abstracción. (Principios del
Conocimiento Humano, Introducción Ø 11).
G. Berkeley rechaza no sólo las cualidades secundarias como había he-
cho J. Locke, sino también las cualidades primarias, con lo que desemboca
en el acosmismo. Las ideas de nuestra mente no provienen de una materia
exterior, no son representativas, sino que son la realidad completa. El ser
percibido es el ser de las ideas, y también de las cosas que se reducen a
ellas. La única cosa real es el espíritu, que goza de la permanencia, la uni-
dad y la identidad propias de las substancias. El espíritu se capta a sí mismo
mediante una intuición inmediata y capta los demás espíritus por analogía.
El hecho de que las ideas presentes en mi espíritu no puedan ser manejadas
a mi antojo sino que se me imponen dando lugar a un universo constante y
unificado, me lleva la conclusión de que existe un Espíritu que las produce y
me las impone con necesidad (Tres diálogos entre Hilas y Filonús, Segundo
diálogo). De esta manera el mundo queda reducido a ser el lenguaje en el
que Dios nos habla.
La crítica empirista a la Metafísica tiene su culminación en la obra de
David Hume, basada en una teoría de las relaciones que las considera ex-
teriores y primeras respecto de los términos relacionados por ellas. Las rela-
ciones de asociación, contigüidad, semejanza y causalidad son los únicos
elementos constantes en el espíritu humano y por ello son la única (y ende-
ble) base sobre la que apoyar la naturaleza humana. (Tratado sobre la natu-
raleza humana, Libro I, Parte I, Sección IV.) Para Hume, las nociones meta-
físicas son ficciones creadas por el espíritu mediante reglas constantes, y
relacionadas entre sí mediante las leyes de la asociación como hemos visto.
«La idea de substancia (...) no es sino una colección de ideas simples unidas
por la imaginación y que poseen un nombre particular asignado a ellas, me-
diante el cual somos capaces de recordar (...) esa colección». Al igual que
Berkeley, Hume admite que las ideas abstractas son de suyo individuales,
aunque pueden hacerse generales en la representación al unirlas con un
término general. La crítica más famosa de Hume es la de la noción de cau-
salidad que queda reducida a una relación de contigüidad, sucesión y cone-
xión necesaria entre la causa y el efecto. Dado que no hay objeto que impli-
que por sí mismo la existencia de otro, sólo por experiencia podemos inferir
la existencia de un objeto de la de otro; por lo tanto, la idea de causa y
efecto se deriva de la experiencia. Es la costumbre la que da lugar a la
creencia que me hace pasar de la causa al efecto y establecer entre ellos
una conexión constante.
No sólo las nociones de substancia y de causa son desprovistas de sus
elementos metafísicos, sino que esta operación de purificación alcanza has-
ta el propio yo, sujeto o mente que queda reducida a «un montón o colec-
ción de percepciones diferentes, unidas entre sí por ciertas relaciones y que
se suponen, aunque erróneamente, dotadas de perfecta simplicidad e iden-

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tidad».

2. LA FILOSOFÍA DE LAS LUCES: DEÍSMO Y ATEÍSMO

Con Hume la destrucción de la metafísica llega a un callejón sin salida,


ni siquiera el sujeto, último reducto del empirismo, queda incólume. Se im-
pone un nuevo comienzo y ese será el camino crítico iniciado por Kant
(1724–1804). Pero antes de entrar en Kant demos un rápido paseo por el
Siglo de las Luces. En este Siglo, las tres ideas metafísicas fundamentales:
Dios, Mundo y Yo son sometidas a una crítica despiadada. El deísmo inglés
con su análisis de la evidencia interna y externa de la religión plantea por un
lado, la cuestión de si la revelación es razonable y de si es necesaria para la
salvación, y por otro, el aspecto histórico de la misma. El principio de tole-
rancia, en cuanto opuesto al principio de autoridad, guiaba a los deístas. El
núcleo del deísmo consiste en admitir una religión natural, racional, que
coincide esencialmente con un cristianismo entendido como religión moral y
desprovisto de los elementos mágicos y supersticiosos, irracionales en su-
ma. El cristianismo se presenta como «no misterioso», según el título del
libro de John Toland (1670–1722), y coincidiendo con una revelación natu-
ral que por ser racional es «tan antigua como la creación», según el libro de
Mateo Tindal (1657–1757). El deísmo inglés fue popularizado, al igual que
las doctrinas de Newton (1642–1727), por Voltaire (1694–1778), el cual
aunque necesita a Dios como artífice inicial y además como conservador
constante del Universo, no se priva de criticar como prácticas supersticiosas
los cultos de las religiones positivas. Para Voltaire sólo hay una religión
moral y racional, opuesta a todo fanatismo y superstición. Los filósofos
ilustrados combatieron continuamente la superstición que es definida en la
Enciclopedia como: «un culto de la religión falso, mal dirigido, lleno de te-
rrores vanos, contrario a la razón y a las sanas ideas que deben tenerse del
Ser supremo».
Pero este siglo no se contentará con el deísmo, el ateísmo surge en él
de forma tímida pero potente, camuflado a veces de panteísmo naturalista y
materialista. El Testamento del abate Jean Meslier [1664–1729, sacerdote
católico del que se descubrió tras su muerte que era el autor de un volumi-
noso manuscrito filosófico que defendía el ateísmo más radical titulado
Mémoire des pensées et des sentiments de Jean Meslier, traducido y publi-
cado por primera vez al español en 2010 por editorial Laetoli con el título de
Memoria contra la religión (2010)], que circuló ampliamente de forma clan-
destina es, según Voltaire que le dedicó su «Séptima carta sobre los fran-
ceses» (1734), el intento de «aniquilar toda Religión e incluso la natural».
Michel Onfray (n. 1959) considera a Meslier como el primer ateo. En este
Testamento (la obra de Meslier) se afirma que todas las religiones no son
más que errores, ilusiones e imposturas aprovechadas por los políticos para
sostener su poder. Por otra parte, Meslier rechaza las pruebas de la existen-
cia de Dios basadas en la belleza, el orden o las perfecciones del Universo;
el ser, que coincide con la materia, no ha podido ser creado y todas las co-
sas naturales se forman mediante el movimiento de las distintas partes de

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la materia.
Parecidos argumentos expone el Barón d'Holbach (1723–1789) en su
Sistema de la Naturaleza, al definir al ateo como «un pensador que, habien-
do meditado sobre la materia, su energía, sus propiedades y modos de ac-
tuar, no necesita para explicar los fenómenos del Universo y las operaciones
de la Naturaleza, imaginar potencias ideales, inteligencias imaginarias, seres
de razón que, lejos de ayudar a conocer mejor esta Naturaleza, no hacen
sino volverla más caprichosa, inexplicable, incognoscible e inútil para la feli-
cidad de los hombres». Holbach hace compatible el ateísmo con la moral y
analiza los motivos que pueden impulsar al hombre a abrazarlo, aunque re-
conoce la dificultad para que lo acoja el vulgo, debido a su ignorancia y te-
mor. Las ideas del Barón están presentes en muchas obras libertinas y es-
pecialmente en las novelas del Marqués de Sade (1740–1814), sobre todo
en Justine o los infortunios de la virtud (1791–1797), Juliette o las prosperi-
dades del vicio (1797) y La filosofía en el tocador (1795).
Como consecuencia del deísmo y, especialmente, del ateísmo, la no-
ción de Naturaleza cambia su significado en esta época, pasando de ser el
conjunto de las cosas creadas a convertirse en un ser autónomo, en conti-
nuo movimiento, capaz por sí mismo de explicar todas las cosas. Precondi-
ción de este cambio fue el rechazo de la idea de la pasividad de la materia.
Tanto Pierre Louis Maupertuis (1698–1759) como Georges Louis
Leclerc, Conde de Buffon (1707–1788), pusieron los cimientos de un co-
nocimiento físico de la naturaleza que va más allá de la mecánica. Desarro-
llando la noción leibniziana de mónada en un sentido materialista con su
teoría de las moléculas orgánicas, ambos pensadores dan lugar a una noción
de la vida como una cualidad activa que poseen ciertos cuerpos materiales.
Quien da cuerpo filosófico a esta nueva noción de Naturaleza es Den-
nis Diderot (1713–1784), el cual, si bien en sus tempranos Pensamientos
filosóficos (1746) aún defiende cierto deísmo basado en el orden maravilloso
de los organismos, en su Carta sobre los ciegos (1749), desarrollando las
discusiones que en torno a los monstruos tenían lugar en su época, afirma
que los monstruos son pruebas palpables contra el pretendido orden natu-
ral, indicio de una inteligencia creadora. En su escrito de 1753 De la Inter-
pretación de la Naturaleza, Diderot muestra ya una concepción dinamicista
de la naturaleza que le lleva a considerar todos los fenómenos como «el
producto de un solo acto», como la variación de un mismo mecanismo de
«una infinidad de maneras diferentes». El panteísmo difuso va dando paso a
una concepción materialista y autónoma de la naturaleza, concebida como
un eterno fluir de cosas dotadas de sensibilidad y vida. Las concepciones
materialistas y vitalistas a la vez, vigentes en este siglo, recogen la tradición
de los magos renacentistas como Teofrasto Paracelso [1493–1541, al-
quimista, médico y astrólogo suizo (ver la ampliación más adelante)], Giro-
lano Fracastoro (1478–1553), Giordano Bruno [1548–1600, astrónomo,
filósofo y poeta italiano, sus teorías cosmológicas superaron el modelo co-
pernicano, pues propuso que el Sol era simplemente una estrella; que el
universo había de contener un infinito número de mundos habitados por se-
res inteligentes, y propuso, en el campo teológico, una forma particular de

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panteísmo, lo cual difería considerablemente de la visión cosmológica sos-


tenida por la Iglesia católica. Pero no fueron estos razonamientos la causa
de su condena sino sus afirmaciones teológicas, que lo llevaron a ser con-
denado por las autoridades civiles de Roma después de que la Inquisición
romana lo encontró culpable de herejía, fue quemado en la hoguera. Tras su
muerte, su nombre ganó fama considerable, particularmente en el siglo XIX
y principios del XX] y darán lugar a la Natur Philosophie romántica del si-
glo XIX en el ámbito de una tradición panteísta y materialista, que subterrá-
neamente ha corrido paralela a la tradición filosófica dominante en Occiden-
te desde la remota Antigüedad hasta nuestros días.
El sujeto, el yo, es la tercera idea metafísica puesta en crisis en este si-
glo. Étienne Bonot de Condillac {1715–1780, filósofo y economista fran-
cés de la segunda Ilustración, la de los llamados por Napoleón Bonaparte
(1769–1821) «ideólogos». Se dedicó al estudio de la filosofía impulsado
por el matemático e ilustrado Jean Le Rond d'Alembert, primo suyo, y
amistó con Rousseau, al que trató desde 1739, Voltaire y Fontenelle. Él
mismo fue un ilustrado que difundió en Francia el empirismo liberal de John
Locke y se opuso al racionalismo. A diferencia de Locke, negó al cabo la
existencia de la «reflexión», segunda fuente de conocimientos aparte de
las sensaciones, creando su propia filosofía, conocida como «Sensualis-
mo»; las facultades y las reflexiones vendrían a ser nada más que sensa-
ciones transformadas y nada habría en el intelecto que no hubiera estado
antes en la sensación. Por ejemplo, el lenguaje no sería un vehículo del
pensamiento, sino que jugaría un papel esencial en su elaboración, y distin-
gue anticipán–dose a Ferdinand de Saussure (1857–1913, lingüista suizo,
cuyas ideas sirvieron para el inicio y posterior desarrollo del estudio de la
lingüística moderna en el siglo XX. Se le conoce como el padre de la lingüís-
tica del siglo XX) entre lengua colectiva y habla individual. Sin embargo, el
no comprender el carácter que posee el nexo de las sensaciones con los ob-
jetos exteriores y el exagerar el carácter subjetivo de éstas llevaron a Con-
dillac al «idealismo subjetivo».
La influencia de Condillac sobre la química moderna fue muy importante
a través de Antoine Lavoisier [1743–1794, químico, biólogo y economista
francés, considerado el mayor creador de la química moderna. Entre los ex-
perimentos más importantes de Lavoisier fue examinar la naturaleza de la
combustión, demostrando que es un proceso en el que se produce la combi-
nación de una sustancia con oxígeno, refutando la teoría del flogisto que
habían propuesto Johann Becher (1635–1682, físico, alquimista y químico
alemán, fue el padre de la teoría del Flogisto. Él supuso que cuando una
sustancia arde, otra sustancia, la terra pinguis, se libera. A partir de esta
idea Georg Stahl postuló la teoría del flogisto) y Georg Erns Stahl (1659–
1734, médico y químico alemán, a partir de conocimientos acumulados por
los alquimistas en su búsqueda de la piedra filosofal y del elixir de la vida
desarrolló la teoría del flogisto para explicar las combustiones y las reaccio-
nes de los metales) La teoría del flogisto, sustancia hipotética que represen-
ta la inflamabilidad, es una teoría científica obsoleta según la cual toda sus-
tancia susceptible de sufrir combustión contiene flogisto, y el proceso de

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combustión consiste básicamente en la pérdida de dicha sustancia. Fue pos-


tulada a finales del siglo XVII por los químicos alemanes Johann Becher y
Georg Stahl para explicar el proceso químico de la combustión. Stahl con-
sideraba que los metales y en general todas las sustancias combustibles
contienen una sustancia que carece de peso, tal sustancia es la llamada flo-
gisto. El flogisto era, según Stahl, la sustancia liberada por cualquier sólido
bajo la acción del fuego, lo que explica la pérdida de masa de un cuerpo
después de la combustión. Sin embargo, en los años 1760, Lavoisier hizo
experimentos con plomo, azufre y estaño, y encontró que la masa del resi-
duo de uno de estos cuerpos después de la calcinación era mayor que el
cuerpo inicial, invalidando así la teoría del flogisto. En efecto, el peso de flo-
gisto habría sido negativo en el caso de los metales, lo que no tiene sentido.
Esta demostración allanó el camino para la revolución química.
En uno de sus experimentos Lavoisier colocó una pequeña cantidad
mercurio sobre un sólido flotando sobre de agua y lo cerró bajo una campa-
na de vidrio y provocó la combustión del mercurio. Según la teoría del flo-
gisto, el cuerpo flotante debería estar menos sumergido tras la combustión
y el volumen de aire dentro de la campana debería aumentar como efecto
de la asimilación del flogisto. El resultado del experimento contradijo los re-
sultados esperados según esta teoría. Lavoisier interpretó correctamente la
combustión eliminado el flogisto en su explicación. Las sustancias que se
queman se combinan con el oxígeno del aire, por lo que ganan peso. El aire
que está en contacto con la sustancia que se quema pierde oxígeno y, por
tanto, también volumen. Con Lavoisier los químicos abandonaron progresi-
vamente la teoría del flogisto y se apuntaron a la teoría de la combustión
basada en el oxígeno.
También reveló el papel del oxígeno en la respiración de los animales y
las plantas.
En el Tratado elemental de química (1789), Lavoisier aclaró el concepto
de elemento como una sustancia simple que no se puede dividir mediante
ningún método de análisis químico conocido, y elaboró una teoría de la for-
mación de compuestos a partir de los elementos. También escribió Memoria
sobre la combustión (1777) y Consideraciones generales sobre la naturaleza
de los ácidos (1778).
Entre los muchos descubrimientos de Lavoisier, los que tuvieron más
impacto fueron sus estudios de los procesos vegetales que se relacionaban
con los intercambios gaseosos cuando los animales respiran (1783). Traba-
jando con el matemático Pierre Simon Laplace (ver ampliación más ade-
lante), Lavoisier encerró a un cobayo —conejillo de indias— durante unas 10
horas en una jarra que contenía oxígeno y midió el dióxido de carbono pro-
ducido. Midió también la cantidad de oxígeno consumido por un hombre en
actividad y reposo. Con estos experimentos pudo mostrar que la combustión
de compuestos de carbono con oxígeno es la fuente real del calor animal y
que el consumo de oxígeno se incrementa durante el trabajo físico.
Trabajó en el cobro de contribuciones, motivo por el cual fue arrestado
en 1793. Importantes personajes hicieron todo lo posible para salvarlo.
Cuando se expusieron al tribunal todos los trabajos que había realizado La-

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voisier, se dice que, a continuación, el presidente del tribunal pronunció la


famosa frase: «La república no precisa ni científicos ni químicos, no se pue-
de detener la acción de la justicia». Lavoisier fue guillotinado el 8 de mayo
de 1794, cuando tenía 50 años. Joseph–Louis Lagrange (1736–1813) dijo
al día siguiente: «Ha bastado un instante para cortarle la cabeza, pero Fran-
cia necesitará un siglo para que aparezca otra que se le pueda comparar»)].
Volviendo a Condillac, tras esta aclaración sobre la personalidad de La-
voisier, en el Discurso preliminar de su Tratado elemental de Química, La-
voisier reconoce la influencia de las ideas sobre química de Condillac con es-
tas palabras: «Pero comprendí mejor al ocuparme de este trabajo, que has-
ta entonces no había evidenciado los principios establecidos por el abate
Condillac en su Lógica de 1780 y en algunas otras de sus obras. Él sentó
que no pensamos más que con el auxilio de las palabras; que las lenguas
son verdaderos métodos analíticos; que el álgebra más sencilla, más exacta
y más adecuada en la forma de expresar su objeto, es a la vez una lengua y
un método analítico; en fin que el arte de razonar no es más que una lengua
bien hecha. Y en efecto, mientras que sólo creía ocuparme de la nomencla-
tura, mientras que mi único objeto era perfeccionar la lengua química, el
trabajo se transformó insensiblemente en mis manos, y sin poderlo evitar,
en un tratado elemental de química». Lo que es más interesante es que el
trabajo de Lavoisier, inspirado así en Condillac, fue mucho más allá y, sin
que él lo quisiera o lo creyera, se transformó en la semilla de la química
moderna, que nació cuando Lavoisier fue capaz de organizar su nomenclatu-
ra}, extremando el empirismo de Locke y su anticartesianismo, analiza las
operaciones del entendimiento humano, resaltando la dinamicidad de la vida
espiritual que en su unidad originaria recoge las actividades que el pensa-
miento clásico asignaba a distintas facultades. En su Tratado de las sensa-
ciones (1754), Condillac deriva todas las actividades del espíritu de la san-
ción: «el juicio, la reflexión, las pasiones, todas las operaciones del alma, en
una palabra, no son más que la sensación misma que se transforma diferen-
temente» (Exordio del Tratado).
El empirismo sensista de Condillac fue continuado por Claude–Adrien
Helvétius [1715–1771, filósofo francés, leyó el Ensayo sobre el intelecto
humano (1690) de John Locke con entusiasmo y adoptó teorías muy pareci-
das a las de Condillac; según Helvecio, todas las ideas tienen su origen en
sensaciones y estas son simplemente afecciones de los sentidos; pero Hel-
vecio insiste en algo que le interesa más: su sensacionismo es sólo un
punto de partida para una doctrina ética y política; quería aplicar el empi-
rismo de Locke al campo moral y social. Participó además en la Enciclopedia
de Denis Diderot y D'Alembert.
Como presupuesto general afirma el valor supremo del interés, que
puede ser definido como un impulso hacia la obtención del placer y la elimi-
nación del dolor y que procura los placeres más grandes y elevados, es decir
la mayor felicidad. Este interés es en el individuo tan fuerte que sin él no
puede entenderse ninguno de sus actos, y no es algo espiritual, sino que en
tanto que viene de los sentidos, es algo externo.
Para Helvétius, los hombres buscan, por necesidad, la satisfacción de

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sus propios intereses egoístas. Bueno es entonces lo que supone útil para
satisfacerlos; empero, existe el problema de equilibrar los distintos intereses
personales con el interés general, muchas veces enfrentados por legislacio-
nes defectuosas. Se trata entonces de lograr el mayor bien del mayor nú-
mero. Esto se consigue con leyes apropiadas, ya que Helvétius sostiene que
«los vicios de un pueblo están siempre escondidos en el fondo de su legisla-
ción». Es lícito y preciso controlar y educar este interés individual, en tanto
que es algo externo, en beneficio de otro tipo de interés, el interés general.
Determinar lo bueno para todos y cada uno corresponde al legislador, a
cuyo cargo está, en consecuencia, establecer la moralidad o inmoralidad de
los intereses y de las acciones. En otras palabras, su tarea consiste en obli-
gar a cada hombre, utilizando el sentimiento de amor a sí mismo, esto es,
su egoísmo, a ser justo con los demás para lograr el perfecto equilibrio–
social. Esto se logra sobre todo con leyes capaces de hacer felices a los ciu-
dadanos procurándoles el mayor número posible de placeres compatibles
con el bien público. Por eso es considerado uno de los precursores de una de
las tendencias que influirá decididamente no sólo en el pensamiento jurídi-
co–político de ese momento, sino en concepciones posteriores como el utili-
tarismo] en su obra Del Espíritu (1758), en la que afirma: «es en la capaci-
dad que tenemos de percibir las semejanzas o las diferencias, las concor-
dancias o discordancias que tienen entre sí objetos diversos, en lo que con-
sisten todas las operaciones del espíritu. Ahora bien, esta capacidad no es
más que la propia sensibilidad física: todo se reduce, pues, a sentir». La po-
sición de Helvetius puede definirse como un «materialismo psicológico»
de tipo sensualista, que concibe el sujeto como una ficción basada en el nar-
cisista deseo de estima, como un efecto social de la educación, de la ley.
Según José Manuel Bermudo (n. 1943), que ha preparado la edición cas-
tellana del libro de Helvetius, éste rompe la cadena naturalista introducida
por Maupertuis, D'Holbach, Diderot, al poner en primer plano los aspectos
sociopolíticos, más que los físico–psicológicos, en la constitución del suje-
to. Frente a esto Julien Onffray de La Mettrie (1709–1751), con su obra
El hombre–máquina (1747), permanece en el contexto del naturalismo
mecanicista ampliado al hombre, mediante el rechazo de la necesidad de
un alma para explicar las actividades psíquicas. La Mettrie parte de la uni-
formidad reinante en la Naturaleza que hace que todas las producciones na-
turales se hagan casi de la misma manera. En ese sentido no es necesario
separar al hombre del resto de la Naturaleza, y si Descartes ha considera-
do los animales como autómatas, para La Mettrie «la transición de los ani-
males al hombre no es violenta» y por lo tanto no hay inconveniente en
concluir afirmando que «el hombre es una máquina, que en todo el universo
no existe más que una sola substancia diversamente modificada».
Hemos visto cómo las tres ideas metafísicas principales: Dios, Natura-
leza y Yo han sido criticadas en el Siglo de las Luces, pero este siglo llevó
su furia antimetafísica también al método con su rechazo de los sistemas y
de las hipótesis. Ambos rechazos encuentran su origen en las teorías de
Newton, que distingue netamente entre la investigación científica y la
especulación metafísica —a pesar de que en sus escritos no faltaron las

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hipótesis (Cfr. Solís y Sellés, Historia de la Ciencia, Espasa, Madrid, 2004,


pp. 483−487)—, elementos que habían estado unidos en los grandes siste-
mas filosóficos del siglo XVII, especialmente en el cartesiano. Aparte de
Isaac Newton (1642–1727) con su rechazo de la búsqueda de las últimas
causas y su negativa a inventar hipótesis metafísicas para justificar su me-
cánica —a pesar de que en sus escritos no faltaron las hipótesis, como de-
cíamos—, la misma concepción metodológica se encuentra en el médico ho-
landés Herman Boerhaave (1668–1738), que aceptando que los principios
de las cosas están ocultos, y que el único modo de conocimiento asequible
al hombre se basa en los sentidos y la razón, incapaces de captar las causas
y la naturaleza última de las cosas, distingue radicalmente el estudio cientí-
fico en ciencia natural y en medicina de la especulación metafísica.
Por su parte Condillac en su Tratado de los Sistemas (1749) establece
un método genético y crítico que analiza los mecanismos por los cuales
se han introducido los errores en el pensamiento humano. Basándose en su
teoría del lenguaje, el filósofo francés sitúa en la metáfora, en la compa-
ración, el mecanismo por el cual el hombre ha producido derivaciones inde-
bidas en el paso de las palabras a las cosas y de las cosas a las palabras. El
hombre, utilizando la metáfora del alma como un espejo, ha creído que las
ideas de nuestro espíritu se ajustaban a las cosas externas y ha pensado
que lo que se podía atribuir a dichas imágenes se podía también atribuir a
las cosas. Aquí reside el origen de las hipótesis metafísicas que enturbian
el conocimiento humano. (Es curioso resaltar cómo la teoría del origen lin-
güístico de las nociones metafísicas se encuentra también en Spinoza y
Nietzsche.)
Al espíritu de sistema (esprit de système) D'Alembert opondrá en su
Discurso preliminar de la Enciclopedia (1759) el verdadero espíritu siste-
mático («vrai esprit systèmatique») que rechaza las hipótesis vagas y
arbitrarias para acogerse «al estudio reflexivo de los fenómenos», la compa-
ración de unos con otros y la reducción de varios a uno que se puede consi-
derar como el principio de una ciencia dada. De la misma manera Buffon en
su discurso «De la manera de estudiar y de tratar la historia natural» de
1749, nos recuerda que ya que las causas primeras nos estarán siempre
ocultas, debemos contentarnos con «percibir algunos efectos particulares,
compararlos, combinarlos, y, en fin, reconocer en ellos más bien un orden
relativo a nuestra propia naturaleza, que conveniente a la existencia de las
cosas que consideramos». Es fundamental aquí el reconocimiento de la ar-
bitrariedad del orden que encontramos en la naturaleza, ya que depende
más de nosotros que de las cosas mismas.

3. REPLANTEAMIENTO DE LA METAFÍSICA: KANT Y EL IDEALISMO ALEMÁN

Hemos visto cómo la crítica antimetafísica del Siglo de las Luces obli-
ga a replantear la Metafísica desde nuevas bases y ésta será la labor de
Kant, culmen y cumplimiento del siglo XVIII y apertura de una nueva etapa
en la historia de la filosofía. Kant, después de haber demostrado la posibili-
dad de la matemática y de la física como ciencias en la Estética trascenden-

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tal y la Analítica trascendental respectivamente, plantea el problema de la


posibilidad de la Metafísica como ciencia en la Dialéctica trascendental,
partiendo de la noción de la ilusión trascendental generada por el intento
de ampliación del entendimiento puro que supone el ir más allá del uso em-
pírico de las categorías. La ilusión trascendental tiene su sede en la razón
pura y no puede evitarse por constituir una dialéctica inherente a la propia
razón humana. Los conceptos puros de la razón, o ideas, son los incondi-
cionados que están en la base de las síntesis categóricas, hipotéticas y dis-
yuntivas, y se corresponden con el Yo, el Mundo y Dios. El rechazo de la
Metafísica como ciencia supone la imposibilidad de una Psicología, una Cos-
mología y una Teología racionales, perdidas respectivamente en paralo-
gismos, antinomias y la búsqueda del ideal trascendental de la razón. En
el «Apéndice a la Dialéctica Trascendental», Kant nos recuerda que «todos
nuestros raciocinios que pretenden llevarnos más allá del campo de la expe-
riencia posible son falaces y carecen de fundamento» pero que, al mismo
tiempo, «la razón humana tiene en este caso una propensión natural a reba-
sar estos límites». La imposibilidad de una Metafísica como ciencia hace que
las ideas de la razón queden limitadas a un uso regulativo. Sin embargo di-
chas ideas regulativas tienen su paralelo práctico–moral en los postulados
de la razón práctica: la inmortalidad del alma, la libertad y la existencia
de Dios. La base de estos postulados no es ya el ser sino el querer. De es-
ta manera lo que no se puede obtener como resultado de la ciencia, se pos-
tula como principio de la moral.
Esta solución transitoria dada por Kant a la problemática metafísica, fue
soslayada rápidamente por los grandes maestros del idealismo alemán:
Johann Gottlieb Fichte (1762–1814), Friederich Wilhelm Josepth von
Schelling (1774–1854) y Georg Wilhelm Friederich Hegel (1770–1831),
que volvieron a dar un gran impulso al pensamiento especulativo que en-
cuentra su culminación en Hegel, nuevo Aristóteles, que resume y sintetiza
el conjunto de la filosofía occidental hasta su época. Pero la crítica antimeta-
física no se había olvidado, y como respuestas al hegelianismo surgen tres
filosofías críticas: por un lado el positivismo y un retorno a los hechos empí-
ricos; por otro lado la defensa kierkegaardiana del individuo, y por último la
crítica religiosa y política de la izquierda hegeliana que culminará en Ludwig
Andreas Feuerbach (1804–1872) y Karl Marx (1818–1883). Aquí vamos
a seguir sólo esta última corriente por el hincapié que hace en el rechazo de
la metafísica.

4. FEUERBACH Y MARX

En los años treinta del siglo XIX la escuela hegeliana aparecía dividida en
una derecha, un centro y una izquierda, según retuvieran fundamentalmen-
te del maestro su sistema o su método respectivamente. El campo funda-
mental de la controversia es el teológico, para pasar posteriormente al polí-
tico. David Friedrich Strauss (1808–1874) con su obra Vida de Jesús críti-
camente elaborada de 1835, inicia la disputa teológica con su visión de los
mitos evangélicos como producto de la actividad poética, colectiva y no in-

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tencional de toda la colectividad cristiana como respuesta a las expectativas


mesiánicas y al impacto producido en ellos por la figura de Jesús. En otra
obra de Strauss, La doctrina de la fe cristiana en su desarrollo y en la lucha
con la ciencia moderna (1841), se enfrentan la religión cristiana y la filosofía
como el teísmo y el panteísmo. L. Feuerbach inicia un camino completa-
mente distinto con su escrito La esencia del cristianismo de 1841, en el que
la teología se muestra como antropología disfrazada: «La conciencia que el
hombre tiene de Dios es la conciencia que el hombre tiene de sí mismo (...)
Dios es lo íntimo revelado, la esencia del hombre expresa». La religión y es-
pecialmente el cristianismo es el conjunto de relaciones del hombre consigo
mismo, pero considerado como si fuera otro ser. Las propiedades de Dios
son las propiedades del hombre liberadas de los límites del individuo. La li-
beración de la alienación religiosa consistirá en invertir la teología, permi-
tiendo al hombre la reapropiación de su esencia. Al panteísmo romántico de
Strauss, Feuerbach opone un ateísmo antropocéntrico que será pos-
teriormente asumido por Marx. Bruno Bauer (1809–1882), con sus escritos
críticos sobre el Evangelio es la tercera gran figura de la izquierda hege-
liana, que contrapone al punto de vista de la substancia, defendido por
Strauss, el punto de vista de la infinita autoconsciencia, de manera que con-
sidera los Evangelios como la obra consciente de sus autores que siguen al
primero, Marcos, expresando de manera consciente un grado de desarrollo
histórico del Espíritu.
A esta crítica teológica se une la crítica metafísica propiamente dicha
por parte de Feuerbach y Marx. El primero critica a Hegel, que comienza
por el ser abstracto en lugar de por el ser real, que su filosofía sea especula-
tiva y sistemática, que no tenga en cuenta la escisión entre la naturaleza y
el espíritu (Contribución a la crítica de la filosofía de Hegel, 1839). En sus
Tesis provisionales para la reforma de la filosofía de 1842 y sus Principios de
la filosofía del futuro, de 1843, Feuerbach descubre la raíz teológica de toda
la filosofía hegeliana, que se presenta como una lógica separada del espíritu
subjetivo: «La metafísica es la psicología esotérica». Frente a la filosofía he-
geliana, Feuerbach pretende comenzar por lo finito, lo determinado, lo real y
descubrir lo infinito en lo finito como su esencia. Propone el materialismo, el
empirismo, el realismo y el humanismo como la esencia de los tiempos mo-
dernos: lo real en tanto que real es lo sensible que se capta en el espacio y
el tiempo.
Marx en sus Manuscritos de Economía y Filosofía de 1844, retoma el
humanismo materialista y ateo de Feuerbach, en la identidad postulada en-
tre humanismo, naturalismo y comunismo, así como su crítica de Hegel, el
cual, según Marx, ha cometido un doble error: 1) erigir al filósofo, de forma
especulativa, como la medida del mundo enajenado, cayendo en el positi-
vismo acrítico y en el idealismo también acrítico; y 2) considerar que la
sensibilidad, la Religión, el Estado, etc., son sólo esencias espirituales, pro-
ductos del espíritu abstracto. Pero Hegel en cambio, ha producido un gran
descubrimiento: «la dialéctica de la negatividad como principio motor y ge-
nerador», que le ha llevado a captar al hombre en su proceso de autogene-
ración a través del trabajo. Marx culmina la triple crítica que vimos en la

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Ilustración al sujeto como alma, al mundo como criatura y a Dios como


creador; su humanismo positivo, práctico y no teórico, pues no se basa en
una noción abstracta del hombre sino en los individuos concretos, mate-
riales, su naturalismo que concibe la naturaleza como el substrato y la con-
dición posibilitadora del hombre que la transforma gracias al trabajo y su
ateísmo, humanista y naturalista, se conjugan en una crítica teórica y prác-
tica de las nociones metafísicas clásicas y pregonan la superación de la filo-
sofía mediante su realización positiva.
En este repaso, forzosamente rápido, por los años de disolución de la
escuela hegeliana, hemos dejado deliberadamente aparte las críticas fun-
damentales de pensadores como Schelling, Friedrich Adolf Trendelen-
burg (1802–1872, filósofo alemán) en el campo metafísico, así como a Ar-
nold Ruge (1802–1880, filósofo y político alemán de la izquierda hegeliana)
y Rudolf Hess (1894–1987, militar y político alemán, figura clave de la
Alemania nazi) en el campo político.

5. NIETZSCHE

De Hegel y contra Hegel han surgido las líneas fundamentales de crítica


a la Metafísica en los dos últimos siglos. Una ya la hemos analizado, la que
va de la Izquierda hegeliana por Feuerbach a Marx; otras dos las vamos a
dejar por ahora de lado, la del positivismo y la que desde Kierkegaard lleva
al existencialismo, pero no queremos acabar sin decir algo de otra línea que
aún mantiene su vigencia en nuestros días, y que va desde el último Bruno
Bauer y Max Stirner (1806–1856) hasta Friederich Nietzsche (1844–
1900) y que para algunos, como Habermas (n. 1929) por ejemplo, sería la
versión derechista del hegelianismo, resucitada hoy por los neoconservado-
res. La crítica de Nietzsche a Strauss en su primera Consideración Intem-
pestiva (1873–1875) lo acercó al Bruno Bauer de El cristianismo descu-
bierto (1843) y, por otra parte, nociones claves de Nietzsche como su
ateísmo y su idea del superhombre encuentran su antecedente en el en-
torno teórico de Stirner. La noción de superhombre pasó de aplicarse a
Cristo a relacionarse con la idea de la muerte de Dios y el surgimiento de un
pensamiento post–cristiano y post–humanista por obra de Nietzsche.
El pensador alemán reconoce a Hegel el mérito de haber introducido el
devenir y la historicidad en el pensamiento, hasta el punto que el propio
Nietzsche afirma: «Yo no acepto la filosofía sino como forma de historiogra-
fía más general, como intento de describir y abreviar por signos, de algún
modo, el devenir heraclíteo (como quien dice, de transponerlo y momifi-
carlo en una especie de Ser aparente). Nietzsche critica la Metafísica como
una lógica de la ficción que ha puesto un mundo verdadero por encima del
aparente, de manera que éste, que es el único real, ha sido suplantado por
aquél. Identificando toda metafísica con el jorismós platónico, su propues-
ta de inversión del platonismo conlleva la vuelta al «sentido de la tierra»
y a la afirmación de los valores vitales y materiales. Nietzsche denuncia los
conceptos metafísicos y científicos como ficciones útiles para controlar
pragmáticamente la realidad, pero que al ser considerados como verdaderos

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dan lugar a una lógica de la inversión realmente peligrosa. El descu-


brimiento de que por detrás de los conceptos metafísicos está una voluntad
de poder que valora la realidad, da pie al surgimiento de un pensamiento
afirmativo, creador de nuevas tablas de valores, que supone la ruptura con
toda la metafísica dualista anterior, dando lugar a un pensamiento de la plu-
ralidad y la diferencia, postmetafísico.

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TEMA 3: Heidegger y la deconstrucción de la metafísica.


La diferencia ontológica y el Dasein

Heidegger (1889–1976, filósofo alemán y principal discípulo de Edmund


Husserl, conocido por su celebérrima obra Sein und Ziet —Ser y Tiempo—
de 1927) parte en su análisis de la Metafísica de lo que denomina la diferen-
cia ontológica, es decir, la diferencia entre el Ser y el ente. La Metafísica oc-
cidental en tanto que ontología ha ligado siempre al ser al ente, haciendo
depender el primero del segundo. Heidegger pretende oponerse a este olvi-
do del Ser que ha constituido la Metafísica occidental hasta ahora propo-
niendo más que una superación (Ueberwindung) de la Metafísica que sería
su destrucción, una asunción (Verwindung) que permita el establecimiento
del lugar (Ort) de la Metafísica, su localización (Erörterung) (Cfr. Contri-
bución a la cuestión del ser, 1956).
Heidegger considera que el fundamento de la Metafísica lo constituye la
verdad del Ser en sí mismo más allá de la referencia del Ser al ente; por
ello, un pensamiento que se proponga experimentar el fundamento de la
Metafísica, es decir, pensar la verdad del Ser mismo en lugar de representar
sólo el ente en cuanto ente, es un pensamiento que ha abandonado la Meta-
física. Pasar de la Metafísica al pensamiento que piense la verdad del Ser
supone ir más allá del pensamiento representativo, inaugurar otro tipo de
pensamiento que quizás tenga algo que ver con la poesía y el arte (Cfr.
¿Qué es metafísica? 1938).
Pero antes de intentar salir de la Metafísica busquemos con Heidegger
su fundamento. Esta búsqueda tiene que ser forzosamente histórica, genea-
lógica, ya que desde el principio Heidegger ha vinculado de manera esencial
el Ser al Tiempo (1927). En su obra fundamental Ser y Tiempo de 1927,
concebida como la explicitación y estructuración de la pregunta que interro-
ga por el sentido del ser, se presentan los dos problemas fundamentales
que plantea el desarrollo de dicha pregunta: la fijación del ente que funciona
como primario en estas preguntas (el Dasein) y la apropiación del modo de
acceso a dicho ente. El primer problema nos lleva a la formulación de una
analítica ontológica del ser–ahí como «un poner en libertad el horizonte para
una exégesis del sentido del ser en general», horizonte que se nos revela
como temporalidad, como tiempo. El problema ontológico fundamental, cen-
trado en la exégesis del Ser en cuanto tal, supone poner de manifiesto la
«temporariedad del ser», en traducción de José Gaos (1900–1969). El
segundo problema nos lleva a la cuestión de la destrucción–superación de la
historia de la ontología. Vemos pues que el preguntar por el Ser es radical-
mente un pensar histórico, de tal manera que el análisis de la historiografía
filosófica, desde el punto de vista de la historicidad esencial del Dasein, es la
premisa fundamental para poder plantear dicha pregunta por el Ser de los
entes.
Dado que el Dasein es este ente privilegiado en el que surge la pre-
gunta por el Ser, la ontología fundamental se plantea como analítica exis-
tencial del Dasein, a partir de la cual será posible plantear la elaboración de

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las otras ontologías regionales. Esta preeminencia concedida al Dasein,


que a su vez fue identificado prematura e indebidamente con el hombre,
provocó el malentendido de situar a Heidegger como fundador de una filoso-
fía existencialista. El propio Heidegger en su Carta sobre el humanismo de
1947, rechaza esta interpretación del Dasein, el cual no se identifica con el
hombre concreto, sino que es más bien el ámbito en que se produce la
apertura del hombre hacia el Ser; de la misma manera la existencia referida
al hombre adquiere un sentido especial que alude al hecho de que el hom-
bre es el único ente que está fuera de sí, «ek–sistente», en el sentido de
abierto al Ser y por tanto de sufrir la revelación del Ser mismo. El existen-
cialismo francés, especialmente Sartre y Marleau–Ponty, explotará poste-
riormente la noción de Dasein entendida como el sujeto humano, en su sen-
tido ético y existencial.

1. LA METAFÍSICA OCCIDENTAL COMO ONTO–TEOLOGÍA

Pero además del análisis existencial del Dasein, la explicitación de la


pregunta por el Ser exige una deconstrucción de la historia de la Metafísica
que es lo que nos importa más en este trabajo. En efecto, para Heidegger la
pregunta por qué es la Metafísica, o por qué es la filosofía, nos lleva al aná-
lisis de la historia, ya que el Ser es un ser epocal, cuyo destino es esen-
cialmente epocal, es la historia universal.
La filosofía es una empresa radicalmente histórica que ha tenido su co-
mienzo y su fundamento en suelo griego, y que se mantiene aún hoy remi-
tida esencialmente a su origen, que aparece a la vez como su destino. «His-
toria del ser quiere decir destinación del ser», y el rasgo fundamental de es-
te destinar reside para Heidegger en la época, es decir en el hecho de hacer
un alto en el camino, de detenerse para poder dirigir la mirada al Ser como
fundamento del ente. Las épocas fundamentales en la historia del Ser,
aquellas detenciones básicas para considerar el Ser de los entes, han sido,
según Heidegger, la presentación del Ser por Platón como idea, por Aristó-
teles como energía, por Kant como «positio», por Hegel como concepto ab-
soluto, por Nietzsche como voluntad de poder. Todos estos conceptos son
«palabras del Ser» que responden a la pregunta por el Ser. Lo común a
todas estas respuestas a la pregunta por el Ser, es que para todas ellas el
Ser se entiende como presencia, como «usia», como «Anwesenheit», es
decir como ser–entrado–en–la–presencia (Cfr. Tiempo y Ser, 1962). La rela-
ción esencial entre el Ser y la presencia es la forma en que se ha captado en
la historia de la Metafísica occidental la temporalidad del Ser. Ser es ser
presencia en el presente. En su carta de abril de 1962 al Padre William J.
Richardson (n. 1920, fue un sacerdote y filósofo y filósofo americano con-
siderado el introductor de la filosofía de Heidegger am mundo de habla in-
glesa), explicando el sentido estricto en que él toma la noción de vuelta
(die Kehre), Heidegger resume así la relación entre Ser y tiempo: «La Pre-
sencia (ser) pertenece al claro abierto al retirarse (tiempo). El claro abierto
al retirarse (tiempo) lleva consigo la presencia (ser)». Un poco más adelante
afirma que el presente en la lengua filosófica aparece como el lugar de la

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retirada y de la no retirada, es decir, como el ámbito en que se produce el


velamiento y el desvelamiento del Ser. Esta sumisión del sentido del Ser a la
presencia del ente presente es lo que ha producido ya desde el origen de la
Metafísica el olvido del Ser como diferencia entre el Ser y el ente. «El Ser se
muestra como el desvelante paso que descubre. El ente en cuanto tal apa-
rece como la llegada que encuentra su refugio en el desvelamiento». «La
diferencia entre el Ser y el ente, en cuanto diferencia (Unter–Schied) de lo
que sobreviene y la llegada es el diferir que vela y desvela (der entber-
gend–bergende Austrag) de ambos». (Cfr. Identidad y Diferencia, 1957.)
Aquí aparece claramente el Ser como diferencia, como diferir, como juego;
Heidegger coloca la diferencia entre Ser y ente en el diferir (Austrag) que
precede la esencia de la diferencia, e ilumina de esta manera el destino del
Ser desde su origen hasta su cumplimiento. Es esta noción de Ser como di-
ferencia, como diferir, la que retomará Jacques Derrida [1930–2004, filó-
sofo francés postestructuralista y deconstruccionista. Lo más novedoso de
su pensamiento es la denominada «deconstrucción», un tipo de pensamien-
to que critica, analiza y revisa fuertemente las palabras y sus conceptos. El
discurso deconstructivista pone en evidencia la incapacidad de la filosofía de
establecer un piso estable, sin dejar de reivindicar su poder analítico. Cabe
mencionar que la mayoría de los estudios de Derrida exponían una fuerte
dosis de rebeldía y de crítica al sistema social imperante. Como explicó el
mismo Derrida en su Carta a un amigo japonés de 1985, la voz «décons-
truction» intentaba traducir y reapropiar para sus propios fines los térmi-
nos heideggerianos «Destruktion» y «Abbau», que abordaban problemas
de la estructura y la arquitectura de la metafísica occidental; pero la palabra
francesa, clásica, tiene variados usos, más consistentes con sus intenciones:
en su caso sería un gesto «a favor» y «en contra» del estructuralismo,
es decir, que entra en su problemática y en sus excesos. La deconstrucción
se relaciona con trayectorias vastas de la tradición filosófica occidental,
aunque también está ligada a disciplinas académicas diversas como la lin-
güística y la antropología —llamadas «ciencias humanas» en Francia—, con
las que polemiza cuando percibe que no participan suficientemente de las
«exigencias filosóficas». El examen conceptual e histórico de los fundamen-
tos filosóficos de la antropología, así como su uso constante de nociones fi-
losóficas —conscientemente o no—, fue un aspecto importante de su pen-
samiento. Entre sus influencias más notables se encuentran Friedrich Hegel,
Friedrich Nietzsche, Edmund Husserl, Sigmund Freud y Martin Heidegger. Su
trabajo es frecuentemente asociado con el postestructuralismo y el posmo-
dernismo, pero su asociación con el segundo es incierta. J–F. Lyotard
(1924–1998) es un puente más cercano entre la deconstrucción y el posmo-
dernismo, al desarrollar sentidos filosóficos del posmodernismo, que Derrida
utilizó en largos diálogos que no admiten una relación clara entre el trabajo
de los dos] en su noción de différance.
La Metafísica al pensar el ente como tal en su totalidad ha olvidado la
diferencia como diferencia, al centrarse en los entes como diferentes y la
búsqueda del fundamento de los entes. Este fundamento aparece como el
Ser en el que se funda el ente, pero el ente supremo aparece como el fun-

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dante, como la causa primera que justifica todos los entes. De aquí la duali-
dad de la Metafísica: por un lado analiza el Ser del ente como lo más gene-
ral y en este sentido es ontología; y por otro, analiza el Ser como el ente
supremo, y en este sentido es teología. Esta dualidad permite concebir la
Metafísica occidental como una onto–teología. «La constitución onto–
teológica de la metafísica deriva del prevalecer de la diferencia, que conduce
al ser como fundamento y al ente como fundado–fundante–justificante a di-
ferir el uno del otro y a volverse el uno hacia el otro». (Identidad y diferen-
cia). El dios entra en la metafísica gracias al diferir que en primer lugar pen-
samos como el lugar que precede la esencia de la diferencia del Ser y el en-
te. Aquí Heidegger retoma la ambigüedad fundante de la Metafísica ya en su
origen aristotélico, que oscila entre el estudio del Ser en cuanto Ser (ontolo-
gía), y el estudio del ente Supremo (teología). (Cfr. Metafísica de Aristóte-
les, Libro IV y libro VI.)
La pregunta por el Ser del ente es dual a lo largo de toda la historia de
la Metafísica occidental: ¿Qué es el ente en general como ente?, y ¿cuál es y
cómo es el ente en el sentido del ente supremo? Esta dualidad del Ser se
refleja en la dualidad de la noción de fundamento, que se entiende unas ve-
ces como el sujeto (Boden) o ente en general y otras veces como lo que
deja surgir todo ente en el Ser, o ente supremo (Cfr. La tesis de Kant sobre
el ser, 1962).
El fundamento en su relación con la esencia del Dasein, aparece como
la libertad, como el abismo (Ab–grund) sobre el que se sitúa el Dasein, el
cual se presenta como un ente especial que se encuentra arrojado, como
libre poder–ser, entre el resto de los entes (Cfr. De la esencia del funda-
mento, 1929).

2. NIHILISMO Y MODERNIDAD

La culminación de la metafísica occidental aparece ligada a la época de


la técnica por un lado y a la culminación del nihilismo en el sentido nietzs-
cheano por otro. La época moderna aparece caracterizada por Heidegger
por los siguientes rasgos: la técnica basada en máquinas, la ciencia, la
consideración del arte como expresión estética de la vida humana, la con-
cepción del obrar humano como cultura y la desdivinización o secularización
del mundo que cristianiza la imagen del mundo y a la vez transforma el cris-
tianismo en una visión del mundo (Cfr. La época de la imagen del mundo,
1938). La época moderna surge cuando el mundo se convierte en imagen, el
conocimiento en representación y el hypokeimenon —sustancia—se convier-
te en sujeto por obra de Descartes, lo que supone la conversión de la Me-
tafísica en teoría del conocimiento. Ligado al conocimiento como re-
presentación se encuentra el surgimiento de la técnica que determina esen-
cialmente la época moderna. Heidegger interpreta la técnica no como un
simple instrumento de transformación del mundo, sino como un modo del
des–ocultar, como un modo más de aparición de la verdad como alezeia,
como un poner (Stellen) que se impone (Ge–stell).
El Gestell como imposición no es nada presente para nosotros, por eso

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va más allá del ámbito de la representación, aunque tenga su origen en él.


La imposición como constelación del Ser y del hombre es el preludio de una
noción que introduce Heidegger para aludir a algo que se encuentra más allá
del Ser y que denomina Er–eignis, el cual es el «ámbito a través del cual el
hombre y el ser se encuentran en su esencia, obtienen cada uno lo que le es
esencial y pierden las determinaciones que la metafísica les ha conferido».
(Cfr. Identidad y diferencia). El Ereignis es el ámbito en el que el propio
Ser encuentra su sitio, de manera que el Ser es un modo del Ereignis. De
esta manera la posibilidad de pensar el Ser sin el ente, es decir, de desgajar
el Ser de la Metafísica, está ligado a la posibilidad misma del Ereignis. Si es
posible superar la Metafísica corresponde al Ereignis decirlo (Cfr. Tiempo y
Ser, 1962). Pensar el Ser más allá de la Metafísica exige que se abandone el
Ser como fondo del ente a favor del hay, entendido como donación (Es
gibt). Esta superación y cumplimiento a la vez de la Metafísica está ya con-
tenida en la noción de Gestell entendido como el negativo del Ereignis,
como Enteignis (expropiación). La apropiación del Er–eignis encuentra su
negativo en la expropiación propia de la época de la técnica. Heidegger nos
recuerda que al desvelamiento y apropiación respecto al hombre, a la cosa,
a los dioses, a la tierra y al cielo, le está esencialmente aparejado la expro-
piación veladora y encubridora. Sólo en el juego de ambas nociones se su-
pera la Metafísica. Heidegger nos recuerda los versos de Hölderlin: «Donde
está el peligro, surge también la salvación». La posibilidad del giro (Kehre)
que nos permita romper con el olvido del Ser y comenzar la apropiación de
su esencia, no se puede desligar del peligro, presente como Gestell y En-
teignis.
El surgimiento de la esencia del Ser como Ereignis supone la apertura
de un claro (Lichtung) que deja lugar a dicho surgimiento (Cfr. El giro —
Kehre—, 1949).
Lo abierto, como alezeia, como desvelamiento en el ámbito del cual el
Ser y el pensamiento son uno para el otro y son lo mismo, es lo que ha
permanecido impensado tanto en la filosofía como en su método, durante el
dominio de la Metafísica, la cual ha ignorado lo Abierto y su claridad a pesar
de depender de la libertad de dicho Abierto. La nueva tarea que se plantea
el pensamiento ya no es relacionar el Ser y el Tiempo sino la claridad y la
presencia (Lichtung und Anwesenheit). (Cfr. El fin de la filosofía y la ta-
rea del pensamiento, 1964.) Toda especie de presencia se origina en el
acontecimiento (Ereignis) de la presencia (Anwesenheit). (Cfr. Constri-
bución a la cuestión del ser, 1955.)
La apropiación y culminación de la Metafísica como olvido del Ser con-
substancial al propio Ser, se asocia en Heidegger como en Nietzsche, con la
superación y culminación del nihilismo, lo cual supone abandonar el len-
guaje de la Metafísica para poder pensar la cuestión de la morada del Ser,
de su localización. La esencia del nihilismo, que encuentra su cumplimiento
en la noción de voluntad de poder de Nietzsche, se basa en el olvido del
Ser. La recuperación del Ser obtenida mediante la superación del nihilismo
nos entrega un Ser tachado, lo que nos recuerda que a dicho Ser le perte-
nece también esencialmente la nada. La apropiación de la Metafísica supone

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la vuelta del Pensamiento a un recuerdo inicial, a una palabra originaria pre-


via al olvido del Ser y por lo tanto la instauración de una nueva relación con
el lenguaje que replantea la cuestión de la relación entre filosofía y poesía.
El lenguaje es el acontecimiento en el que se produce la apertura al Ser,
como vuelta a una palabra inicial, arcaica, en la que se exhibe el misterio y
a la que sólo se puede acceder a través del arte. La palabra poética de un
Hölderlin o un Georg Trakl (1887–1914) o un Raine Maria Rilke (1875–
1926) son aperturas al origen como desvelamiento y en este sentido van
más allá de la Metafísica.
No podemos por menos de consignar que una filosofía que al final que-
da como estética entregada al dominio de la palabra esotérica de los poetas,
no puede ser una solución aceptable al problema de la superación de la Me-
tafísica. Pensamos con Giacomo Marramao (n. 1946) que la solución de
este problema más que en la epifanía o en el destino, está en la posibilidad
de construir una nueva hermenéutica a partir de la existencia, un nuevo arte
de la interpretación capaz de captar los problemas de la época del nihilismo
consumado. Esta hermenéutica es una especie de ontología débil en el sen-
tido de Gianni Vattimo [n. 1936, Gianni Vattimo es un importante filósofo
italiano, que también se ha desempeñado en política. Discípulo de Hans–
Georg Gadamer (1900–2002), es seguidor de la corriente hermenéutica
en filosofía. Para Vattimo, hemos entrado en la postmodernidad, una es-
pecie de «babel informativa», donde la comunicación y los medios adquieren
un carácter central. La postmodernidad marca la superación de la moderni-
dad dirigida por las concepciones unívocas de los modelos cerrados, de las
grandes verdades, de fundamentos consistentes, de la historia como huella
unitaria del acontecer. La postmodernidad abre el camino, según Vattimo,
a la tolerancia, a la diversidad. Es el paso del pensamiento fuerte, metafí-
sico, de las cosmovisiones filosóficas bien perfiladas, de las creencias verda-
deras, al «pensamiento débil», a una modalidad de «nihilismo débil»,
a un pasar despreocupado y, por consiguiente, alejado de la acritud existen-
cial. Para Vattimo, las ideas de la postmodernidad y del pensamiento débil
están estrechamente relacionadas con el desarrollo del escenario multime-
dia, con la toma de posición mediática en el nuevo esquema de valores y
relaciones. G. Vattimo es autor de amplia bibliografía, entre sus obras tra-
ducidas al español destacan: Las aventuras de la diferencia (1979), El pen-
samiento débil (1983), El fin de la modernidad (1985), La sociedad transpa-
rente (1989), Ética de la interpretación (1989), Creer que se cree (1996),
Diálogos con Nietzsche (2002), y Nihilismo y emancipación (2003)], ya que
piensa el ser como transmisión y momento, como recuerdo, y sobre todo
como caducidad y mortalidad. El pensamiento que va más allá de la Metafí-
sica se acepta como finito, como caduco y mortal; y es consciente de que la
superación de la Metafísica no podrá nunca ser más que una declinación,
una distorsión del pensamiento metafísico. Este tipo de pensamiento sitúa la
diferencia como lo inicial, como lo previo, anterior incluso a la diferencia
ontológica que separa al Ser del ente. Esta diferencia inicial es un diferir
continuo de la traza, una archi–escritura previa a toda teología y toda onto-
logía, a todo decir de la presencia, es una escritura muda que excede todo

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logos representativo.
Como Nietzsche creyendo superar la Metafísica constituía para Heideg-
ger su cumplimiento, así mismo para nosotros, Heidegger alumbra la posibi-
lidad de un pensamiento transmetafísico, pero no lo logra, convirtiéndose en
el último gran metafisico, que abre, eso sí, posibilidades aprovechadas por
Vattimo, Derrida, Deleuze, entre otros, pensadores de una diferencia radical
previa al Ser mismo y capaz de descentrarlo continuamente en un juego sin
fin de diferencias entendidas como trazas materiales en un continuo diferir.

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TEMA 4: Hermenéutica y ontología

Heidegger toma la descripción fenomenológica, en tanto que compren-


sión del Ser inherente al Dasein, como una interpretación, como una her-
menéutica en un triple sentido: 1) como interpretación del Dasein; 2) como
el desarrollo de las condiciones de posibilidad de toda investigación ontoló-
gica y 3) como una analítica de la «existenciaridad» de la existencia, que
sirve como base a la metodología de las ciencias historiográficas del espíritu
(Cfr. Ø 7 de El Ser y el Tiempo). Esta recuperación heideggeriana de la
hermenéutica (elaborada a partir básicamente de las incitaciones teóricas de
la fenomenología husserliana y de la filosofía de la vida de Dilthey), conve-
nientemente «urbanizada» —edulcorada, suavizada, en la que la categoría
«antipática» de ser (un concepto que siempre se escapa, antipático para la
modernidad) no juega un papel fundamental; Gadamer sustituye por el
acontecer de la tradición todo aquello que Heidegger vinculaba a la noción
de ser— gracias al trabajo de Hans–Georg Gadamer (1900–2002) —según
la expresión de Habermas—, constituye la base sobre la que se ha desple-
gado de los últimos tiempos dicho enfoque filosófico, hasta poder ser consi-
derado por Vattimo como la Koiné de la cultura de los años ochenta, una
vez agotadas las virtualidades del marxismo y del estructuralismo como filo-
sofías hegemónicas. Aunque esta constatación de G. Vattimo es muy discu-
tible, (para nosotros no se produce en estos años la sustitución de un para-
digma por otro, sino más bien la amalgama ecléctica de varios paradigmas
en un tipo de pensamiento único en el que convergen reflexiones de distin-
tos y aún opuestos orígenes: marxismo, filosofía analítica, estructuralismo,
hermenéutica, pensamiento vertebrado en torno al problema del lenguaje y
su papel en la fundamentación no sólo de la Metafísica sino también de la
ética y de la filosofía de la ciencia, para no hablar de la estética, la teología
y la historia), es indudable el papel central desempeñado por la hermenéuti-
ca en la discusión filosófica de los últimos años.

1. LA EVOLUCIÓN HISTÓRICA DE LA HERMENÉUTICA

La hermenéutica tiene un remoto origen griego según el cual er-


menium es interpretar lo dicho por los poetas, lo que convierte a la dicha
disciplina en el ars interpretandi que a través del derecho romano y los
humanistas renacentistas llegó hasta la Edad Moderna, recogiendo también
la tradición de la exégesis bíblica practicada por las escolásticas judía y cris-
tiana a lo largo de la Edad Media. Vemos aquí las tres fuentes principales de
la hermenéutica clásica: los textos literarios, los textos sagrados y los textos
legales. Es el Renacimiento donde se produce la maduración de la herme-
néutica bajo la influencia de la reforma protestante y el humanismo literario,
pero sólo con Friederich Scheleiermacher (1768–1834) podemos consi-
derar la hermenéutica como una ciencia de la interpretación, basada en un
procedimiento único aplicable en todo tipo de textos más que en la unidad
de contenido de la tradición. El filósofo alemán define la hermenéutica como

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«el arte de evitar el malentendido», retomando toda la tradición de la


exégesis bíblica como búsqueda de los diferentes sentidos en que podemos
entender la Biblia, ejemplificada en los cabalistas, León Hebreo (1460–
1521) y B. Spinoza entre otros. La interpretación en este sentido se en-
tiende como un arte en el que la adivinación conserva un papel fundamen-
tal, y que pretende «comprender a un autor mejor de lo que él mismo se
habría comprendido». La hermenéutica no se relaciona sólo con los textos,
sino que pretende comprender la historia universal como producto de la
acción humana, y en este sentido la historiografía romántica tuvo a su ba-
se la hermenéutica. Una acción es histórica sólo cuando adquiere un sentido
que la hace producir efectos que van más allá de su propio tiempo: la es-
tructura ontológica de la historia es teleológica. La historiografía debe ser
capaz de comprender las producciones históricas como expresiones de los
seres humanos, mediante una investigación comprensiva que toma la tradi-
ción como una mediación infinita que separa al historiador de su objeto (Cfr.
J. G. Droysen, Historik). El historicismo hace de la hermenéutica, gracias al
trabajo de Johann Gustav Droysen (1808–1884), el instrumento metodo-
lógico esencial y formula de forma precisa el llamado círculo hermenéutico:
«lo individual se comprende en el conjunto, y el conjunto se comprende
desde lo individual».
Wilhelm Dilthey (1833–1911) da un paso más convirtiendo la herme-
néutica de una epistemología de la historia en la fundamentación esencial de
las ciencias del espíritu. Para ello parte de la noción básica de vivencia, y
a partir de ella plantea la historia como un nexo que ya no es vivido ni expe-
rimentado por ningún individuo. Dilthey retoma la noción del espíritu obje-
tivo hegeliano, pero haciendo pasar el autoconocimiento de dicho espíritu
del ámbito especulativo del concepto, al ámbito de la conciencia histórica.
Esto conlleva la superación de la Metafísica, que queda por un lado redu-
cida a teoría del conocimiento y por otro, convertida en una reflexión sobre
la vida y la historia, al ser insostenible por más tiempo el ideal de la cone-
xión lógica del cosmos, clave de la consideración metafísica.
Esta reducción epistemológica de la hermenéutica por parte de Dilthey
fue superada por la reflexión de Husserl (1859–1938) y sobre todo de Hei-
degger, que vuelve a dar a la hermenéutica el carácter ontológico que Di-
lthey había oscurecido. La noción fenomenológica de horizonte tiene una
importancia clave en esta recuperación ontológica de la hermenéutica. Todo
lo que está dado como ente en el mundo, se da contra el horizonte del
mundo, y en el caso de los seres humanos, este mundo que sirve de hori-
zonte se concibe como «mundo de la vida», como una realidad que esca-
pa al objetivismo y que se nos da como un mundo comunitario en el que co-
existimos todos, y además como un mundo esencialmente histórico.
El mundo de la vida es el fundamento del sentido que las ciencias natu-
rales han abandonado. El mundo de la vida relaciona la noción de horizon-
te y la de vivencia; ya que el carácter intencional de toda vivencia la
orienta no sólo hacia su referencia actual sino hacia el horizonte global que
forma el mundo de la vida. Por su parte Heidegger plantea su proyecto fi-
losófico como una fenomenología hermenéutica basada, no ya como la fe-

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nomenología husserliana en el puro cogito como constituyente del sentido,


sino en la pura facticidad del Dasein, como elemento que libera el hori-
zonte para una exégesis del sentido del ser en general. Este último es el
problema fundamental para Heidegger, que no retoma la hermenéutica co-
mo una epistemología de las ciencias del espíritu capaz de liberarse de las
aporías del historicismo, sino como el esfuerzo por captar el sentido del Ser
olvidado por la Metafísica occidental desde su origen. La comprensión es, en
este sentido, el modo propio del ser–ahí en cuanto está abierto a la pregun-
ta por el Ser y esta comprensión se despliega sobre el fondo esencial de la
historicidad del Dasein.

2. LA ONTOLOGÍA HERMENÉUTICA DE GADAMER

Hasta ahora hemos seguido la evolución de la hermenéutica, que ha pa-


sado de ser en un primer momento el arte de la interpretación, a ser poste-
riormente una reflexión epistemológica sobre la comprensión, para conver-
tirse en la obra de Heidegger y Gadamer en un enfoque esencialmente onto-
lógico más allá de toda epistemología. Esta postura ontológica encuentra su
radicalización máxima en la obra de Gadamer Verdad y Método (1960), que
pone la hermenéutica como ontología y lugar de surgimiento de una
verdad esencial inalcanzable por los métodos propios de las ciencias positi-
vas.
La hermenéutica de Gadamer se basa en una recepción de la tradición
mediada por la autoridad de los prejuicios que actúan como condición de
la comprensión, en lugar de constituir un obstáculo para la misma como
sucede según el pensamiento ilustrado. La relación con la tradición se esta-
blece como un diálogo, como un juego en el que se conjuga nuestra liber-
tad con las tareas que dicha tradición nos plantea en dirección a la consecu-
ción de la verdad. La situación hermenéutica supone la mediación entre his-
toria y verdad y la noción de la conciencia de la determinación histórica den-
tro de la que se despliega nuestra libertad. La comprensión que el intérprete
tiene de su objeto viene mediada por la cadena de interpretaciones anterio-
res que la mediatiza al constituir el horizonte en que dicho objeto se presen-
ta. La conciencia histórica se encuentra sometida a una trabazón efectual
que ningún objetivismo histórico puede superar y que mediatiza toda com-
prensión. El horizonte presente se encuentra esencialmente referido a los
horizontes pasados, y la comprensión supone siempre el proceso de fusión
de estos horizontes en el interior de la tradición. Aquí Gadamer retoma la
noción heideggeriana del triple éxtasis del tiempo, que supone una triple
proyección del Dasein hacia el pasado, hacia el presente y hacia el futuro
que no forman tres regiones separadas del tiempo sino etapas en un movi-
miento único de temporalización. La comprensión efectuada concretamente
es siempre una aplicación de algo general a una situación determinada, que
a la vez enriquece lo dado. La historia efectual que gravita sobre toda
comprensión es el resultado de las aplicaciones anteriores recogidas en la
tradición.
La ontologia hermenéutica de Gadamer encuentra en el lenguaje su

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horizonte en el cual se reúnen el yo y el mundo y hasta el punto de que pa-


ra nuestro autor «el ser que puede ser comprendido es lenguaje». Gadamer
retoma aquí al Heidegger del Khere. La centralidad del lenguaje, que apa-
rece como la mediación universal del pasado y el presente, es lo que asegu-
ra a la hermenéutica su pretensión de universalidad. Precisamente frente a
esta pretensión de universalidad se han levantado Jürgen Habermas (n.
1929) y Karl–Otto Apel (n. 1922), que ponen el acento en la cientificidad
de la hermenéutica a expensas de su universalidad.
Habermas: Si Adorno y Horkheimer aceptaron el diagnóstico webe-
riano de racionalización creciente, anunciando el eclipse de la razón en
nuestro tiempo, dada la primacía de la racionalidad teleológica o instrumen-
tal, Habermas reconoce la validez del análisis de Weber, pero trata de in-
cluirlo en una noción más amplia de racionalidad, que permita la realización
sin restricciones del programa ilustrado.
Aunque coincide con Marcuse en reconocer una cierta función ideológica
de la ciencia y de la técnica, no trata de proponer alternativas a esa raciona-
lidad instrumental o científico–técnica, por cuanto responde a un interés le-
gítimo del ser humano por el control del mundo objetivado. Sólo que junto a
ese interés técnico que se canaliza en las ciencias naturales, en la técnica
y en el trabajo, es preciso reconocer un «interés práctico» que se expresa
en las tradiciones culturales y en las ciencias de la cultura, una esfera de
interacción comunicativa, que no se rige tanto por la acción orientada al
éxito cuanto por la comprensión intersubjetiva. Dimensión comunicativa de
la razón que no se reduce a la razón instrumental o científico–técnica y que
tiene la primacía sobre ésta, pues el proceso de socialización de los indivi-
duos está presidido por esas interacciones motivadas no estratégicamente
—racionalidad técnico–científica—, sino guiadas hacia el entendimiento.
Es por eso por lo que, en la reconstrucción que Habermas quiere hacer de
Marx, reprocha a éste haberse centrado privilegiadamente en la categoría
«trabajo», en detrimento de los aspectos de «interacción» de la práctica
humana.
Si Conocimiento e interés (1968) es la primera gran obra en la que se
agrupan las elaboraciones de Habermas, la Teoría de la acción comunicativa
(1981) culmina sus esfuerzos por construir una teoría de la sociedad con in-
tención práctica, seguida en 1983 por Conciencia moral y acción comunicati-
va. En estos dos escritos Habermas recoge múltiples líneas de pensamiento:
la obra del «segundo» Wittgenstein, la teoría de los actos del habla de
Austin y John Searle, la gramática generativa de Chomsky, la psicología
genética de Piaget y Kohlberg, la filosofía lingüístico–trascendental de
Apel (n. 1922), etc.
En Teoría de la acción comunicativa (1981) Habermas intentará escapar
de las aporías a las que se habían visto conducidos sus compañeros de la
primera generación de la Escuela de Frankfurt. En su ética discursiva, Ha-
bernas parte de una situación ideal de diálogo que encierra tres elementos:
1) la apertura a lo otro y al otro; 2) la aceptación de un Alter ego que ha de
considerar como sujeto; y 3) el reconocimiento no instrumental, sino refle-
xivo del otro, en tanto en cuanto se pretende una comunicación. A partir de

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todos estos elementos, establece el concepto de mayoría de edad de los


interlocutores en un diálogo libre de opresiones y represiones. Señala que
en el caso de que se planteen conflictos acerca de la verdad de nuestras
creencias o de nuestras convicciones morales, tales conflictos no tienen por
qué desembocar en el enfrentamiento, la manipulación o la violencia, sino
que pueden ser resueltos discursivamente. En principio, esa discusión
puede desembocar en un consenso acerca de los puntos en litigio. Con
esos planteamientos, Habernas trata de respetar los dos pilares sobre los
que se alzaba la ética kantiana: 1) la universalidad de los principios mora-
les; y 2) la autonomía de cada uno de los hombres convertidos en legisla-
dores.
En la acción comunicativa hablante y oyente organizan sus planes de
vida a través del entendimiento mutuo. Con lo cual, hablante y oyente se
reconocen recíprocamente como interlocutores válidos, con autonomía
suficiente como para elevar y poner en cuestión pretensiones de validez.
Ahora el núcleo de la vida social no lo constituyen el individuo y sus dere-
chos, sino que lo configura el reconocimiento recíproco de sujetos que no
podrán averiguar qué es lo justo sino a través de la participación cooperati-
va en un diálogo racional.
La ética del discurso se presenta como cognitivista, porque cree posi-
ble alcanzar un consenso racional acerca de lo correcto y lo justo. Quien
quiera dialogar en serio debe considerar la argumentación como una bús-
queda cooperativa de lo justo y como un proceso de comunicación, en el
que se debe atender al mejor argumento. De donde se sigue que dos princi-
pios orientan el diálogo: 1) el de «Universalización», según el cual, una
norma será válida cuando todos los afectados por ella puedan aceptar li-
bremente las consecuencias que se seguirían de su cumplimiento; y 2) el de
la «Ética del Discurso», según el cual sólo pueden pretender validez las
normas que encuentran aceptación por parte de todos los afectados, como
participantes en un discurso práctico.
Obviamente, Habermas sabe que la situación ideal de diálogo no es la
que siempre preside nuestros discursos y, por tanto, que no es un fenómeno
empírico. Pero estima asimismo que no es un mero constructo teórico, pues
el proceso de la comunicación opera sobre el presupuesto de la posibilidad
de entender al otro, y a ello se adereza.
En palabras de Thomas A. McCarthy (n. 1940, filósofo norteamericano
perteneciente a la Escuela de Frankfurt y profesor emérito de filosofía en la
Universidad de Northwestern. Está considerado como uno de los intérpretes
más importade habla inglesa de la obra de Habermas ), Habermas prefiere
reformular dialógicamente el imperativo categórico kantiano de la siguien-
te manera: «En lugar de considerar como válida para todos los demás cual-
quier máxima que quieras ver convertida en ley universal, somete tu máxi-
ma a la consideración de todos los demás con el fin de hacer valer discur-
sivamente su pretensión de universalidad»; una reformulación ésta «en la
que el peso se desplaza de lo que cada uno podría querer sin contradicción
que se convierta en ley universal a lo que todos de común acuerdo quieran
ver convertido en ley universal».

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La ética del discurso de Habermas nos proporciona una estructura pa-


ra la instauración de una normatividad universal que no tendría por qué im-
pedir un pluralismo de formas de vida, pues sobre éstas y cómo los indivi-
duos y grupos pueden buscar la felicidad no se pronuncia, por cuanto «el
postulado de la universalidad funciona como un cuchillo que hace un corte
entre «lo bueno» y «lo justo», entre enunciados evaluativos y enunciados
normativos rigurosos». Sería dentro del marco trazado por ese proceso de
formación discursiva de la voluntad común donde las aspiraciones plurales
podrían afirmarse, enraizándose en las diversas tradiciones de sentido y
simbologías a que cada grupo o individuo sea afecto. Así frente a la descon-
fianza posmoderna hacia el universalismo, por lo que éste puede tener de
uniformizador, se trata de instaurar un universalismo desde el que se pue-
dan afrontar problemas comunes, pero sin menoscabo de las diferencias, a
las que sería «altamente sensible», sin reducirse por eso a los límites
particularistas de una determinada comunidad: «Inclusión no significa aquí
incorporación en lo propio y exclusión de lo ajeno. La «inclusión del otro»
indica, más bien, que los límites de la comunidad están abiertos para todos,
y precisamente también para aquellos que son extraños para los otros y que
quieren continuar siendo extraños».
En Desde la perplejidad (1990) Javier Muguerza (n. 1936) ha insistido
en que el consenso último al que Habernas aspira no parece tener que des-
prenderse de sus argumentos, pues, el inevitable presupuesto de no llegar a
entender al otro no implica que hayamos de llegar a un entendimiento con
él, pudiendo el diálogo desembocar asimismo en un pacto que canalizaría la
violencia sin uniformar puntos de vista diferentes. El diálogo canalizaría así
cualquier disenso, al resistirse a abandonar los conflictos a la pura acción
estratégica, aunque la violencia resulte a veces inevitable. Entre la ausencia
de diálogo y la concordia absoluta, tendría que haber lugar para la disiden-
cia, preservándonos de la uniformación, en cuanto que la conciencia in-
dividual es el único fundamento para desobedecer cualquier regla que el in-
dividuo crea que atenta contra sus principios. Y así, Muguerza prefiere inter-
pretar los acuerdos discursivos como concordia discors, de forma que el
diálogo permitiera, si no siempre llegar a un consenso, sí al menos a un
compromiso —no necesariamente engañoso— entre las partes, pues esos
compromisos son muchas veces lo más lejos que cabe ir en los diálogos,
aunque también lo menos con lo que éstos se habrían de contentar.
En la misma línea crítica que Javier Muguerza, Carlos Gómez consi-
dera que «Habermas no ha argumentado suficientemente bien ese supuesto
entendimiento al que dice que llegarían hablante y oyente». Dice estar de
acuerdo con Javier Muguerza en que a ese entendimiento no se tiene por
qué llegar «necesariamente», y —dice— «si no llegamos a un entendimiento
en cuestiones éticas, habrá que dejar un espacio para el disidente, que tra-
tará de argumentar públicamente las razones por las que no esté de acuer-
do, cargando con el enorme peso que supone apartarse de la mayoría. Ese
apartarse no significa que el disidente se pueda decantar por el terrorismo o
el golpismo porque deberá respetar las decisiones que corresponda tomar a
los otros. El disidente carga ahí muy existencialmente con su posición»

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(Carlos Gómez, Revista de Filosofía, RNE).


En todo caso la situación ideal de habla habermasiana, de la que no se
encuentra lejana la «comunidad ideal de comunicación» propuesta por
Karl–Otto Apel (n. 1922), supondría la defensa del carácter crítico–
utópico de la ética comunicativa y de una razón que se niega a entregarse
a los procesos ciegos que amenazan la tarea esclarecedora de la Ilustración,
frente al riesgo del conformismo a lo dado o la recaída en la barbarie que
acompaña a los seres humanos en el curso de su desarrollo. Esta reivindica-
ción utópica que anida siempre en la ética no tiene por qué entenderse en el
sentido de apuntar a un estado definido y terminal, sino como la reactuali-
zación incesante del deber–ser en medio de lo que es. Se trata, pues, de la
«utopía vertical» de que habla Javier Muguerza en el capítulo ocho de su
libro Desde la perplejidad (1990) y que lleva por título «Razón, utopía y di-
sutopía». La «utopía vertical» de Muguerza se caracteriza más por su impul-
so dinamizador que por la promesa de un final de imposible cumplimiento —
utopía horizontal—.
K–O. Apel: Apel fundamenta su ética discursiva desde la hermenéu-
tica. Se trata de «pensar con Wittgenstein contra Wittgenstein para ir más
allá de Wittgenstein», pues la idea wittgensteiniana recogida en Las investi-
gaciones filosóficas (1953) de una pluralidad de heterogéneos juegos de
lenguaje no tendría por qué impedirnos adivinar en su trasfondo «el lengua-
je» como «la forma humana de vida», conduciéndonos a descubrir una ho-
mogeneidad bajo la heterogeneidad de todos ellos. Apel se refiere a seme-
jante posición como trascendentalismo. El filósofo alemán postula una
«comunidad ideal de comunicación» en la que sus miembros son ra-
cionales por igual y sin excepción. Con el tiempo, en esa comunidad llega-
rían a ponerse de acuerdo todos sus miembros y alcanzarían un consenso
intersubjetivo que se convertiría en garante de la objetividad del conoci-
miento. Para lograr este consenso Apel introduce la siguiente máxima:
«¡Obra siempre como si fueras miembro de una comunidad ideal de comuni-
cación!». Dado que Apel hace suyas las presuposiciones generales del giro
lingüístico de postmoderno Richard Rorty (1931–2007), no tendrá otro
remedio que emprender una «transformación lingüística del trascendenta-
lismo kantiano». Y ése es el cometido de su obra La transformación de la
filosofía (1962–1973). Apel hará del consenso de los miembros de tal comu-
nidad el analogado lingüístico de la conciencia trascendental kantiana, esto
es, la «apercepción trascendental» de un hipotético «Sujeto trascen-
dental». Para Apel y Peirce aquel Sujeto kantiano habría quedado «trans-
formado» en la comunidad de los sujetos que idealmente se comunican
entre sí en orden a compartir sus conocimientos. El consenso lo sería de una
comunidad de comunicación, es decir, de una comunidad cuyos integrantes
tienen que practicar el diálogo intersubjetivo para consensuar tanto creen-
cias como convicciones. Es una hermenéutica que transforma el lógos —
razón— en dia–logos —consensualismo trascendental—, siendo así los hom-
bres portavoces de sí mismos.
La salida de Apel ha merecido de sus adversarios la descalificación de
«ensoñación trascendental». Incluso en el supuesto de que el diálogo

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abocara a algún consenso, tampoco está del todo claro qué es lo que haría
de tal consenso un «consenso racional».
Ahora bien, el trascendentalismo extremo de Apel parece olvidarse de
los individuos reales, sustituyéndolos por un «Sujeto trascendental» in-
merso en la apeliana comunidad ideal de comunicación. Al obrar de este
modo, hay que reprocharle a Apel el haber sobrepasado con creces al mis-
mísimo padre del trascendentalismo que fue Kant, quien nunca desposeyó
de su protagonismo a los sujetos morales individuales.
Habermas ha compartido con Apel su interés por las cuestiones fun-
damentales, pero renunciando definitivamente a cualquier tipo de funda-
mentación última y mitigando el grado de su trascendentalismo. La pregun-
ta «¿Qué debo hacer?» es para Habermas de índole muy distinta a la de las
preguntas «¿Qué quiero hacer?» o «¿Qué puedo hacer?». Mientras que las
respuestas a las dos últimas no implican la «demanda de razones justificato-
rias» y se agotan en la expresión de mi deseo o de mis posibilidades de ha-
cer algo, lo característico de los «juicios morales» que sirven de respues-
ta a la primera pregunta es que «exigen una justificación» por medio de
razones, puesto que «deber hacer algo» significa «tener razones para
hacerlo». Pero las consideraciones relativas a la pregunta «¿Qué debo ha-
cer?» resultan perfectamente extensibles a la pregunta «¿Qué debemos ha-
cer?», de suerte que también en el plano de las decisiones colectivas «lo
que debemos hacer» será «aquello que tenemos razones para hacer». Y
aquí es donde entraría en acción el principio de universalización que formu-
lara Kant por medio del imperativo categórico que prescribe «Obra sólo se-
gún una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley
universal», formulación ésta monológica que Habermas prefiere reformular
dialógicamente haciéndole decir: «En lugar de considerar como válida pa-
ra todos los demás cualquier máxima que quieras ver convertida en ley uni-
versal, somete tu máxima a la consideración de todos los demás con el fin
de hacer valer discursivamente su pretensión de universalidad»; una re-
formulación ésta «en la que el peso se desplaza de lo que cada uno podría
querer sin contradicción que se convierta en ley universal a lo que todos de
común acuerdo quieran ver convertido en ley universal».

3. HERMENÉUTICA Y TEORÍA DE LA CIENCIA

A su vez, K. O. Apel, resitúa a la hermenéutica en el marco de una teo-


ría de la ciencia desde una perspectiva gnoseantropológica, al lado de lo
que denomina «cientística» y de la crítica de las ideologías. La antropo-
logía del conocimiento defendida aquí por Apel es una ampliación del en-
foque trascendental kantiano, que tiene en cuenta los apriori corporal y so-
cial del conocimiento. Por otra parte, y dentro de una crítica de la noción
neopositivista de la ciencia unificada, Apel defiende la relación complemen-
taria entre cientística y hermenéutica, es decir, entre las ciencias descripti-
vas y explicativas que presuponen la relación sujeto–objeto y las «ciencias
del acuerdo», que presuponen la relación de intersubjetividad que serían las
hermenéuticas. La aplicación hermenéutica en esta época no puede ser una

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mera concreción de la comprensión transmitida por la tradición, sino que es


un proceso muy complejo modificado por la ciencia. Por último, Apel plantea
la crítica de la ideología como la mediación dialéctica entre los métodos
objetivo–cientificista y el hermenéutico, entendida en el sentido de un «psi-
coanálisis de la historia humana social y una psicoterapia de las actuales cri-
sis de la acción humana».
La respuesta de la hermenéutica, al menos en la elaboración de Rüdi-
ger Bubner (1941–2007), no considera la hermenéutica como una anti–
epistemología sino como una reflexión sobre las condiciones no epistemoló-
gicas de la epistemología, como la única manera de responder a los ataques
cientificistas de un Hans Albert (n. 1921), que considera en su Tratado so-
bre la razón práctica (1968) a la hermenéutica como la continuación de la
teología por otros medios, que cae en el esencialismo, el antinaturalismo y
el antirracionalismo, al rechazar todo tipo de explicación y de crítica, lo que
conduce a un positivismo que acepta lo dado por la tradición tal cual; frente
a esto Albert, basándose en Max Weber y Karl Bühler (1879–1963), de-
fiende la necesidad de la explicación como una interpretación nomológica
del actuar con sentido, una teoría del comportamiento humano y una crítica
de lo dado por la tradición.
Por su parte Paul Ricoeur (1913–2005) propone la elaboración de una
lógica hermenéutica dentro de la onto–interrogación que la hermenéutica
debe llevar a cabo desde el punto de vista epistemológico. Dado que toda
interpretación supone una dialéctica entre la pertenencia del intérprete al
horizonte en que se mueve y el distanciamiento que hace posible la inter-
pretación y la crítica de la tradición, Ricoeur pretende introducir en ese es-
pacio entre pertenencia y distanciamiento la reflexión epistemológica. Por
ahora ha hecho aplicaciones al análisis textual, al conocimiento histórico y a
la teoría de la acción. En el primer campo ha ajustado las cuentas con el
modelo semiológico estructuralista, basado sobre la autonomía del texto
respecto a toda intención de sentido otorgado por el escritor o intuido por el
lector. En la teoría sobre la historia, explicación y comprensión se articulan
en el Interior de una noción de historia como narrativa; por último la teoría
de la acción, relaciona explicación y comprensión en una fenomenología de
la vida que hace del cuerpo propio la raíz común de la causalidad y la moti-
vación. De estos tres ejemplos Ricoeur extrae, como conclusión, la comple-
mentariedad más que la oposición entre explicación y comprensión, dado
que mientras que la explicación es el momento metódico que «desarrolla
analíticamente la comprensión», esta última es «el momento no metódico
que precede, acompaña y engloba a la explicación». (Cfr. «¿Lógica herme-
néutica?» en aut aut n.° 217–218).
Ricoeur (1913–2005) ha intentado superar la unilateralidad de la
concepción gadameriana de la hermenéutica, no sólo intentando recoger el
momento epistemológico junto al ontológico, y el modelo explicativo junto
con el comprensivo, sino que también ha distinguido, junto a las hermenéu-
ticas de la escucha, abiertas receptivamente a la tradición y atentas a res-
taurar el sentido transmitido por la misma, las hermenéuticas de la sospe-
cha, que entienden la hermenéutica como «la reducción de las ilusiones y

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mentiras de la conciencia», y por ello crean «una ciencia mediata del senti-
do, irreductible a la conciencia inmediata del sentido». Los padres funda-
dores de estas hermenéuticas de la sospecha fueron: Marx, Nietzsche y
Freud (Cfr. Freud: una interpretación de la cultura).
Como dijimos al principio, actualmente la hermenéutica es una Koiné
en la que se produce una convergencia entre tradiciones filosóficas de orí-
genes distintos. K–O. Apel y Richard Rorty (1931–2007) son ejemplos de
esta convergencia. Apel ha integrado en su obrá las oportaciones de Witt-
genstein (1889–1951) y de Heidegger, de Charles Sanders Peirce
(1839–1914) y de Kant, dando lugar a una «semiotización de la filosofía
trascendental» y a una confluencia entre análisis del lenguaje y hermenéuti-
ca del lenguaje. Según Apel, tanto Ludwig Wittgenstein como Heidegger
cuestionan al estatuto epistemológico de la Metafísica occidental de una
forma paralela en el Tractatus (1921) y en Ser y tiempo (1927); y en las
Investigaciones filosóficas (1953) y los escritos del último Heidegger sobre
la destrucción de la Metafísica. Por otra parte Apel acerca las tradiciones
hermenéutica y crítica analítica del sentido como medio de resolver la con-
fusión actual de la filosofía.
Respecto a la relación entre Kant y Peirce, Apel la entiende como «una
transformación analítico–lingüística o semiótica de la filosofía trascenden-
tal», que sustituye al sujeto trascendental por la comunidad ilimitada de in-
vestigación e interpretación, única capaz de conseguir a la larga la confir-
mación experimental de la experiencia.

4. HERMENÉUTICA Y POSTMODERNIDAD

Richard Rorty converge con la hermenéutica en su repudio de la filo-


sofía como teoría del conocimiento, y recupera a Wittgenstein, Heidegger y
John Dewey (1859–1952) como los padres de la revolución anti–cartesiana
y anti–kantiana, que rechazó la noción de conocimiento como representa-
ción basada en la consideración de la mente como «el espejo que refleja la
naturaleza». Rorty acentúa el holismo y el pragmatismo de Wilfrid Sellars
(1912–1989) y Wilard Van Orman Quine (1908–2000), común por otra
parte a Dewey y al último Wittgenstein, rechazando toda necesidad de fun-
damentación del conocimiento en base a un «conductismo epistemológico»
y a una teoría de la verdad como acuerdo, cercana a la defendida por Apel y
Habermas. Sin embargo esta cercanía puntual no debe hacernos olvidar que
Rorty rechaza no sólo la ontología como hacen Apel y Habermas en nombre
de la asunción de la secularización, sino también toda filosofía iluminista, en
la búsqueda de una situación post–filosófica en la cual la praxis y la evolu-
ción social no necesitan justificaciones de tipo filosófico y en la que la filoso-
fía es un género de escritura más, sin ningún privilegio frente a los otros.
Para concluir podemos recordar que la hermenéutica ha producido como
una de sus últimas consecuencias el llamado «pensiero debole», propug-
nado entre otros por los filósofos italianos Gianni Vattimo y Pier Aldo–
Rovatti (n. 1942), los cuales, siguiendo a Heidegger y Gadamer, defienden
que en «el lugar del ser capaz de funcionar como fundamento (Grund) se

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entrevé un «ser» que, constitutivamente, no es capaz de fundamentar por


más tiempo; un ser débil y depotenciado», entendido como valor, como
interpretación, como oscilación respecto a la estabilidad, como desplaza-
miento infinito respecto al fundamento. Esta caracterización del ser sería no
metafísica, sino hermenéutica y además estaría conectada esencialmente
con la mortalidad constitutiva del existente (Cfr. «Verso una ontología del
declino»).
El pensamiento débil toma en serio la relación, descubierta por Marx
y Nietzsche, entre evidencia metafísica y relaciones de dominación; se refie-
re al mundo de las apariencias como el lugar de una posible experiencia del
ser, sin apresurarse a elaborar una filosofía del desenmascaramiento y la
desmitificación; recupera la hermenéutica como modo de encontrar el ser
como traza y recuerdo, un ser consumado y debilitado. Es un pensamiento
que renuncia a una pretensión fuerte de fundamentación, que se con-
cibe como una experimentación, como la escucha piadosa (que utiliza la pie-
tas como filtro) de la tradición. Es una vuelta a pensar la tradición metafísi-
ca de forma paródica, recordándola y retorciéndola, en un pensamiento de
la diferencia como diferencia, o sea de las trazas que nunca han correspon-
dido a una presencia, sino que son simulacros, productos del pensamiento
rememorante (An–denken) (Cfr. Il pensiero debole y Le avventure delle
differenza). Como vemos, el pensiero debole está en la línea de inter-
pretación del último Heidegger, que sobrepasa la Metafísica en dirección a
un pensamiento del abismo (Ab–grund) que se expresa en un lenguaje
cuasi–poético. Pensamos que cierto tipo de fundamentación, aunque sea
precaria como la que pueda dar el lenguaje, debe ser mantenida y que qui-
zás mantener cierta separación entre el estilo filosófico y el poético no está
tampoco de más por débil que sea.

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TEMA 5: La fenomenología ante la problemática


metafísica

La fenomenología en su intención original supone una vuelta a las cosas


mismas más acá de lo que las ciencias nos dicen de dichas cosas, y a su vez
más allá del psicologismo que reduce la realidad a una serie de estados de
conciencia. En este sentido, tiene la pretensión de «reencontrar el sentido
del ser en la plenitud de su verdad», como nos recuerda Tran–Duc–Thao
(1917–1993). Esta recuperación del sentido del ser más allá de todo psico-
logismo se basa en la intuición de esencias (Wesensschau) desarrollada en
las Investigaciones Lógicas (1900–1901). Las esencias son definidas por
Husserl (1859–1938) mediante un procedimiento de variación que nos
permite obtener como invariante aquello sin lo cual los objetos no pueden
ser pensados, es decir, sus esencias. Partiendo de un objeto concreto y
transformando el factum de su percepción en una pura posibilidad entre
otras puras posibilidades, es decir, permitiendo la variación entre todas las
diferencias posibles, llegamos a la intuición de la esencia del objeto (Medita-
ciones Cartesianas Ø 34).

1. ONTOLOGÍA UNIVERSAL Y ONTOLOGÍAS REGIONALES

La fenomenología gracias a esta intuición de esencias se propone


como una ontología universal, capaz de describir las diversas regiones del
ser, definiendo las condiciones de posibilidad de las distintas ciencias que
estudian dichas regiones del ser. Para Husserl, una región de ser está cons-
tituida por los objetos de una posible ciencia de la experiencia en su mutua
correspondencia. Lo común a dichos objetos viene recogido en las catego-
rías correspondientes a la región, que son los supuestos a priori que per-
miten la captación de los diversos entes de la experiencia como pertenecien-
tes a una misma clase, capaz de constituir el tema de una ciencia determi-
nada. Las disciplinas filosóficas que estudian las categorías correspondientes
a cada región del ser son las llamadas ontologías regionales, que subya-
cen a las ciencias particulares y constituyen la explicación de sus conceptos
fundamentales o categorías.
Como vemos, la fenomenología husserliana desarrolla la ontología, por
un lado como una teoría general del ser como idealidad, como ser de las
ideas, y por otro como teoría de las categorías, ajustándose completamente
a nuestra definición de ontología.
Volviendo a las ontologías regionales conviene advertir que son onto-
logías materiales por encima de las cuales se sitúa una ontologia formal,
que investiga las condiciones que debe cumplir algo para ser objeto del pen-
samiento. El concepto fundamental de esta ontología formal es el de «algo
en general» (et was überhaupt), entendido como lo aceptable en gene-
ral por el pensar. Esta ontologia formal es para Husserl la lógica pura, en-
tendida como «una ciencia eidética del objeto en general» (Ideas, Ø 10),
que prescribe a las distintas ontologías materiales una constitución formal

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común a todas ellas. Las distintas ontologías regionales se distinguen según


las diferentes maneras que tiene el ser de darse a la conciencia, es decir,
según las diferentes maneras en que se produce la constitución del ser en la
conciencia. En Ideas II (Husserliana IV) se distinguen tres tipos funda-
mentales de constitución del ser:

— Constitución de la naturaleza material.

— Constitución de la naturaleza animal.

— Constitución de la realidad espiritual.

A estas tres regiones de ser, fruto de tres tipos de constitución distin-


tos, corresponden tres ciencias: físico–matemática, biología y psicología y
las ciencias del espíritu; tres conceptos fundamentales: el de cosa (Ding),
el de ser animado, y el de espíritu y tres leyes fundamentales que relacio-
nan los entes de cada región entre sí: en el ámbito de lo natural y de la vida
la ley de causalidad y en el ámbito del espíritu la ley de la motivación. Esta
tripartición del ser no es absoluta, las tres regiones no están incomunicadas
entre sí, sino que se interpenetran y se entretejen entre sí, dando lugar a
un mundo en el que cada cosa depende de las otras, a pesar de que todas
se basan sobre la cosa material en cuanto objeto primitivo y primigenio
(Urgegenstand).

2. REDUCCIÓN FENOMENOLÓGICA Y GÉNESIS DEL SENTIDO

El conjunto de las cosas se da a nuestra conciencia constituyendo un


mundo. Cada cosa percibida lo es respecto a un horizonte formado por el
resto de las posibles cosas que se pueden percibir también. El mundo se
presenta, pues, como el horizonte espacial y temporal en el interior del
cual percibimos las cosas singulares. Esta es la concepción que Husserl de-
nomina «concepción natural del mundo», que deberá ser superada me-
diante la aplicación de la reducción fenomenológica. Superar la concep-
ción natural del mundo es necesario para poder replantear sobre una base
más sólida que hasta ahora la Metafísica, esto es, basarla sobre la noción de
intencionalidad, entendida como la correlación ineliminable entre sujeto y
mundo que considera al mundo como el horizonte de un sujeto.
La reducción fenomenológica coloca entre paréntesis la tesis básica
de la actitud natural: la creencia en la realidad del mundo exterior. Esta
puesta entre paréntesis no supone el rechazar o el dudar de la existencia
del mundo, sino que se limita a suspender el juicio acerca de si mis con-
tenidos de conciencia son reflejos de la realidad o sólo productos de un sue-
ño. La epojé fenomenológica como puesta entre paréntesis de la realidad
del mundo no es una duda universal como la cartesiana, sino un mero ins-
trumento metódico (Ideas, Ø 31), limitado a la puesta fuera de juego de la
actitud natural, de manera que cierro «completamente todo juicio sobre
existencias en el espacio y el tiempo». Dicha epojé me ofrece la conciencia

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pura o trascendental como residuo fenomenológico, como lo único que resis-


te a la puesta entre paréntesis, y que puede constituir el campo de la nueva
ciencia fenomenológica. Mediante este proceso reductivo obtenemos la
conciencia absoluta independiente del mundo, que queda convertido en el
correlato intencional de dicha conciencia, lo que supone la distinción en-
tre el ser entendido como vivencia de una conciencia intencional y el ser
como cosa propio de la actitud natural. La intencionalidad, pieza clave de
la fenomenología husserliana, es lo que permite dar sentido al objeto, pro-
duciéndolo en la actualidad de la vivencia.
El sentido surge como producto de una génesis que es doble: pasiva y
activa. La génesis pasiva basada en la asociación proyecta en cada momen-
to un horizonte de sentido sobre el mundo, pero esta génesis sólo es posible
gracias a que se ha producido una génesis activa que ha creado dicho senti-
do en la evidencia absoluta de la conciencia. La síntesis pasiva proporciona
la materia a las síntesis activas, permitiendo al yo que tenga en cada mo-
mento un contorno de objetos. El principio de la síntesis pasiva es la asocia-
ción que se da en el tiempo y que permite comprender al ego como «un ne-
xo infinito de efectuaciones sintéticamente congruentes ligado en la unidad
de una génesis universal» (Meditaciones cartesianas, Ø 39). Sobre dicha
génesis pasiva surge la génesis activa, mediante el cual el yo constituye
nuevos objetos mediante actos específicos como numerar, relacionar, divi-
dir, predicar, inferir, etc.
El proyecto de la fenomenología de una vuelta a las cosas mismas, de
un partir sin presupuestos previos, de una puesta entre paréntesis de
la actitud natural y de las explicaciones científicas aparejadas con ésta, tiene
su conclusión definitiva con la vuelta al mundo anterior a la ciencia, al mun-
do tal como se da originariamente como mundo de la vida. Dicho mundo
de la vida aparece para el último Husserl (el de la Crisis de las ciencias eu-
ropeas de 1936), como el «fundamento de sentido olvidado por las ciencias
de la naturaleza». Husserl parte de que el mundo de la vida es un presu-
puesto inexpresado del pensamiento de Kant, que lo considera como una
evidencia, y a continuación se plantea el problema de una ciencia del mundo
de la vida que no podría reducirse a una ciencia objetiva, ya que se basa en
experiencias subjetivas y relativas que funcionan como el presupuesto de
los juicios objetivos de las ciencias. El mundo de la vida es «un dominio de
evidencias originales», es el universo de todo lo revelado en la intuición,
mientras que el mundo objetivamente verdadero que nos ofrecen las cien-
cias es una construcción lógica que escapa a la intuición. Las ciencias utili-
zan un apriori objetivo y lógico que no coincide con el apriori propio del
mundo de la vida. Las estructuras formales más generales del mundo de la
vida son: por un lado la cosa y por otro la conciencia de la cosa. Ante el
mundo de la vida a su vez, se pueden adoptar dos actitudes, como vimos
antes, la actitud ingenua naturalista y aquella reflexiva que capta los ob-
jetos del mundo de la vida como datos subjetivos de una conciencia. El paso
de una actitud a otra exige la epojé trascendental y la reducción trascen-
dental que nos descubre la conclusión trascendental del mundo y la concien-
cia del mundo, captada como un apriori. De esta manera llegamos al con-

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cepto de constitución trascendental en tanto que «formación original de


sentido», y se puede plantear la tarea de una ontología propia del mundo de
la vida en tanto que mundo de una experiencia real o posible captado por
una intuición unitaria y coherente. Esta ontología se distanciaría enorme-
mente de las ontologías tradicionales, situadas a la base de las ciencias
objetivas, que tienen un concepto constructivo, matemático, del mundo.
Resumiendo, podemos decir que la fenomenología de Husserl no se
opone a la metafísica en general, sino sólo a las tradicionales basadas en
las ciencias objetivas, pero que ella misma se propone como el cumplimien-
to de las aspiraciones de la metafísica occidental de explicitar el sentido úl-
timo del ser, mediante la interpretación metafísica del método fenomenoló-
gico. Su noción de mundo, especialmente en su acepción de mundo de la
vida y su revisión de los conceptos claves de intencionalidad y transcenden-
tal, así como su teoría de la ontología formal y las ontologías materiales re-
gionales, son aportaciones fundamentales en la dirección de una nueva me-
tafísica que vaya más allá de los límites de la metafísica occidental. Tanto
Heidegger como Jean Paul Sartre (1905–1980), Jacques Derrida (1930–
2004) como Emmanuel Lévinas (1906–1995), sin olvidar a Maurice Mer-
leau–Ponty (1908–1961), han seguido por este camino de forma muchas
veces crítica, pero siempre en la línea marcada por Husserl.

3. ONTOLOGÍAS FENOMENOLÓGICAS

Heidegger y Sartre concibieron sus obras iniciales, Ser y Tiempo


(1927) y El ser y la nada (1943) como ejemplos de ontologías fenomenoló-
gicas. Para el primero «la fenomenología es la forma de acceder a lo que
debe ser tema de la ontología y la forma demostrativa de determinarlo. La
ontología sólo es posible como fenomenología» (Cfr. Ser y Tiempo Ø 7). De
las divergencias posteriores entre Husserl y Heidegger no vamos a tratar
aquí, aunque son palpables ya en esta obra. Respecto a Sartre, podemos
decir que en sus primeros escritos en los años treinta desarrolló una teoría
fenomenológica de la consciencia, en la que, sin embargo, se expulsa al Ego
de la conciencia afirmando su trascendencia respecto de la misma, y por lo
tanto, la impersonalidad de dicha conciencia que se entiende como un cam-
po trascendental presubjetivo, en el que sólo a posteriori y mediante la re-
flexión surgirá el Ego. La conciencia es una conciencia activa, realizante
en tanto que perceptiva e irrealizante en tanto que imaginativa, que sirve
de base a un existencialismo, superador de la fenomenología en tanto que
surge como una filosofía de la acción producto de la radicalización de la no-
ción de intencionalidad.
A pesar de esto, El Ser y la Nada de 1943 surgirá en un diálogo conti-
nuo con Husserl, Heidegger y Hegel fundamentalmente, concebido como un
ensayo de ontología fenomenológica que parte en busca del ser a partir de
la idea de fenómeno. Sartre afirma desde el principio que el ser del fenó-
meno coextensivo con el fenómeno escapa sin embargo a la condición fe-
noménica, lo que supone que el ser del percibir escapa al propio percibir. El
percipi nos remite a un percipiens cuyo ser se revela como conciencia, pe-

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ro a su vez «la conciencia nace conducida sobre un ser que no es ella mis-
ma». Aquí reside la prueba ontológica que se añade a la intuición que del
ser tenemos en experiencias como la del hastío, la náusea, etc. Llegamos de
esta manera a un ser en–sí de los fenómenos cuyas principales caracterís-
ticas son: el ser es; el ser es en sí; el ser es lo que es. Por la primera carac-
terística el ser se opone a la conciencia que será definida como Nada; por la
segunda, el ser vuelve a oponerse a la conciencia que será definida como
para–sí; y por último el ser se opone a la conciencia que se define como
libertad esencial y por tanto como posibilidad. A continuación Sartre si-
túa el fundamento en el para–sí de la conciencia, con lo que continúa la tra-
dición husserliana de la conciencia constituyente.
Al analizar el ser Sartre se ve impelido a plantear el problema de la
Nada, cosa que lleva a cabo a partir de los enfoques de Hegel y Heidegger
sobre el tema. Como conclusión de estos análisis, Sartre sitúa la Nada den-
tro del ser, como algo que no es sino que «es sida», como algo que es
nihilizado, anonadado. La Nada es un producto del ser, pero de un ser muy
especial tal que «el ser por el cual la Nada adviene al mundo debe ser su
propia Nada». Este ser se entiende como libertad y como conciencia, como
«libertad nihilizadora del hombre en el seno de la temporalidad». La nada
no es sólo negación de elementos del mundo, sino que también se aplica al
ser humano a través de la mala fe, del autoengaño. A continuación, Sartre
analiza la problemática del para–sí en relación especialmente con la tempo-
ralidad y la trascendencia, y la problemática del prójimo, es decir, el para–
otro. Aquí conviene destacar el análisis de la mirada como relación esencial
con el otro, que se basa en el cuerpo. Las relaciones con el prójimo son pro-
blemáticas para este primer Sartre que niega la posibilidad de un auténtico
Mitsein, y para el que las actitudes hacia el prójimo van del masoquismo al
sadismo, y se interpretan desde la perspectiva del conflicto ya que «el con-
flicto es el sentido originario del ser–para otro».
En Sartre se mantiene, pues, el problema del establecimiento de una
intersubjetividad efectiva, que tampoco Husserl llegó a resolver del todo, a
pesar de los esfuerzos desarrollados en la Quinta meditación cartesiana y en
la Crisis de las ciencias europeas (1936). El peligro que hay que evitar es el
solipsismo trascendental, planteando el problema del otro. En primer lu-
gar el otro se me da como un objeto a través de su cuerpo, pero además yo
experimento a los otros como sujetos que a su vez experimentan el mundo,
el mismo mundo que yo experimento. De esta manera yo experimento el
mundo de manera intersubjetiva como abierto a todos los sujetos. Husserl
plantea la cuestión de una teoría trascendental de la experiencia del otro
como empatía (Einfühlung). Sin embargo la perspectiva solipsista se
mantiene siempre en el enfoque husserliano, que tiene que hablar de una
«armonía de las mónadas» para explicar la constitución del mundo obje-
tivo. El primer paso de la constitución de la intersubjetividad lo constituye el
«apareamiento» (Paarung), según el cual capto mediante una
aprehensión analogizante con mi propio cuerpo el cuerpo del otro, no
sólo como cuerpo físico sino como cuerpo orgánico. El apareamiento es una
forma de la síntesis pasiva que actuaba, como ya sabemos, por analogía. A

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pesar de estos pasos de avance, para Husserl, el otro desde el punto de vis-
ta fenomenológico es siempre una modificación de mí mismo. El fundamento
de todas las formas intersubjetivas es el ser común de la naturaleza que se
nos da simultáneamente al apareamiento entre mi yo psicofísico y el cuerpo
orgánico extraño acompañado de su propio yo psicofísico. Sin embargo, la
intersubjetividad trascendental siempre permanece a lo más como una
comunidad abierta de mónadas, enfrentada al horizonte también abierto del
mundo. La apertura a lo otro y especialmente a las otras culturas y al pasa-
do histórico sólo es posible, pues, para Husserl, por una especie de empatía
dirigida a la comprensión de lo extraño.

4. LA FENOMENOLOGÍA DE LA PERCEPCIÓN DE MERLEAU–PONTY

Es este planteamiento husserliano basado en el cuerpo el que retoma


Merleau–Ponty en su teoría de la percepción, actividad ésta que conside-
ra la matriz de la ciencia y la filosofía por ser el primer escalón en la consti-
tución del mundo. En su Fenomenología de la percepción (1945), Merleau–
Ponty analiza detenidamente la cuestión del cuerpo que él siempre entien-
de como cuerpo vivo, como carne, separándose de las interpretaciones del
cuerpo desarrolladas tanto por la filosofía como por la psicología. El cuerpo
aparece situado espacialmente en el mundo y dotado de movimiento, así
como de una intencionalidad sexual y con la capacidad de expresión a
través de la palabra. Esta teoría del cuerpo es ya una teoría de percepción,
en el interior de la cual se estudia el sentir, el espacio como espacio vivido y
el movimiento. Después del planteamiento del problema de la cosa, como
invariante perceptiva y del mundo natural se pasa al problema del otro y
del mundo humano. Merleau–Ponty analiza la coexistencia de los sujetos
psicofísicos en el mundo natural y de los seres humanos en el mundo cul-
tural, pero mantiene como insuperado la cuestión del solipsismo, a pesar
de que tanto la soledad solipsista como la comunicación intersubjetiva son
dos caras del mismo fenómeno. La comunicación, más que rota queda inte-
rrumpida. Por último, y al igual que Sartre, Merleau–Ponty analiza la cues-
tión del cogito, esencial en todo planteamiento fenomenológico; la tempo-
ralidad, que considera como una relación de ser, tal que en el campo de
presencia que constituye mi experiencia actual se dan los horizontes del pa-
sado y del futuro como retenciones y protensiones en la terminología de
Husserl, por último se plantea el problema de la libertad más allá, como
en Sartre, de toda relación de causalidad existente entre el sujeto y su
cuerpo, entre el mundo y la sociedad.
Merleau–Ponty en su escrito póstumo Lo visible y lo invisible (1964),
retoma la problemática fenomenológica en un plano ontológico mediante
una crítica de la filosofía de la reflexión que sustituye el mundo por el ser
pensado y concibe el sujeto exclusivamente como pensamiento, dejando
sin explicar las relaciones con los otros en la presencia inmediata del ser.
Frente a esta filosofía de la reflexión, él propone una filosofía de lo nega-
tivo, paralela a la importancia concedida por Sartre a la Nada como consti-
tuyente ontológico de la conciencia. Para Merleau–Ponty la subjetividad que

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no es nada se halla, sin embargo, en la presencia inmediata del ser. En con-


sonancia con algunos análisis del Heidegger tardío, nuestro autor entiende
la pregunta ¿qué sé yo?, no como una reflexión sobre ¿qué es el saber? y
¿quién soy yo?, sino como una interrogación acerca de ¿qué hay? y ¿qué es
el hay? La filosofía de Merleau–Ponty también aquí está centrada en el cuer-
po que aparece a la vez como sensible y como sentiente, de forma que pue-
de ser considerado como el abismo que separa el En–sí del Para–sí. El
cuerpo está constituido por la carne que no es materia ni espíritu sino un
elemento primordial en el sentido griego, que es sensible en los dos sentidos
de ser lo que se siente y lo que siente. Merleau–Ponty en esta obra póstuma
insiste en la necesidad de volver a la ontología planteando los problemas
clásicos de la relación sujeto–objeto, la cuestión de la intersubjetividad y el
análisis de la noción de naturaleza. Dentro de esta ontología, tiene una im-
portancia fundamental el sentido de las capas de lo que Mereau–Ponty de-
nomina el ser salvaje, objeto de un pre–saber, saber silencioso, que pre–
siente más que conoce, a partir de una crítica de la representación en base
a un ser vertical, paralelo a la existencia sartriana, que ninguna representa-
ción agota y que se dirige esencialmente hacia el ser salvaje ya menciona-
do. La noción clave de esta ontología es la de quiasmo, según la cual, Mer-
leau–Ponty, aplicando metafóricamente el quiasmo óptico, habla de una
mediación por inversión entre el yo y los otros y entre yo y el mundo, por
medio de la cual el mundo se inserta entre las dos hojas de mi cuerpo (la
sensible y la sintiente), y mi cuerpo se inserta a su vez entre las dos hojas
del mundo. Esta nueva ontología se basará en el espacio topológico, como
la ontología clásica se insertaba en el espacio ecuclídeo, y sería solidaria
más que de una filosofía de la historia entendida como una filosofía de la
persona, de una geografía, o más bien una geología trascendental que ana-
liza «la fundación originaria (Urstiftung) del tiempo y el espacio, que hace
que haya un paisaje histórico y una inscripción casi geográfica de la histo-
ria». La continuación de estas intuiciones en las obras estructuralistas de
Lévi–Strauss (1908–2009) y Gilles Deleuze es evidente.

5. DESARROLLOS DE LA FENOMENOLOGÍA

Como vemos la problemática abierta por Husserl ha dado lugar a desa-


rrollos muy importantes, a algunos de los cuales vamos a aludir para termi-
nar; ni que decir tiene que estos desarrollos han sido generalmente críticos
con respecto a algunas teorías del fundador, lo que no quita su dependencia
esencial respecto a la intención fundamental de la fenomenología.
Por un lado tenemos la constitución de una ciencia social basada en los
postulados fenomenológicos gracias a la obra de Alfred Schütz (1899–
1959), el cual centra su análisis en la noción de acción consciente y volunta-
ria concebida como proyecto y pretensión, dotada de significado y por tanto
comprensible intersubjetivamente y por otro los intentos de relacionar fe-
nomenología y marxismo en la obra de M. Vajda de la Escuela de Budapest,
Leszek Kołakowski (1927–2009), el italiano Enzo Pazi (1911–1976),
Luis Martín Santos (1924–1964) entre nosotros, etc. Estas dos empresas,

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la una tendente a establecer una sociología de la comprensión intersubjetiva


y la otra encaminada a complementar el marxismo con un enfoque antropo-
lógico del que carecía, son las dos importantes de cara a la institución y ex-
plicación de la praxis humana, ética y política que abordaremos posterior-
mente.
Concluiremos aludiendo a la obra de los pensadores cuyos orígenes han
sido fenomenológicos aunque desarrollaron posteriormente sus teorías ale-
jándose de los planteamientos husserlianos y que tienen gran relevancia
metafísica. Nos referimos a E. Lévinas y J. Derrida. El primero en los años
cuarenta desarrolló una amplia labor teórica de corte fenomenológico, cuyo
elemento principal lo constituye De la existencia al existente de 1947. En
esta obra, como en otra dedicada a Husserl, La teoría fenomenológica de la
intuición de Husserl de 1939 y en Descubriendo la existencia con Husserl y
Heidegger de 1949, Lévinas dialoga con los dos grandes fenomenólogos
especialmente en torno a las cuestiones de la temporalidad, la angustia y la
muerte y la noción clave del «hay» (il y a). Lévinas considera que lo más
importante de la fenomenología es su descubrimiento de que el objeto limita
la mirada y que por tanto el significado sólo puede encontrarse en dicha
ocultación del objeto frente a la mirada. La fenomenología sería el intento
de encontrar lo que está oculto en la experiencia y esta búsqueda de lo
oculto nos conduce a la alteridad que no es experiencia, que va más allá del
conocer y que nos muestra la responsabilidad que tenemos ante el otro. Con
esto hemos salido de la teoría del conocimiento para pasar a la ética. Hemos
trascendido la horrible neutralidad del hay impersonal para abrirnos a la re-
lación ética con el otro. La ontología se convierte en metafísica, y para Lévi-
nas metafísica quiere decir ética, es decir, una reflexión filosófica que huye
de la ontología y cuyo descubrimiento esencial es el rostro del otro.
Lévinas reconoce que Husserl con la epojé trascendental nos ha libe-
rado del materialismo, con su análisis de la intersubjetividad hace posible la
trascendencia y además con la noción de intencionalidad rompe la exteriori-
dad que opone el sujeto y el objeto y nos abre al infinito de Dios y al deseo
del otro. Lévinas destaca las nociones de desnudez, de indigencia, de pa-
sividad frente al requerimiento del otro. En su obra clave Totalidad e infini-
to (1961), Lévinas coloca la ética, es decir, la metafísica como previa a la
ontología, instaurando una filosofía que se opone, siguiendo a la obra pione-
ra de Franz Rosenszweig (1886–1929), La estrella de la Redención
(1919), a la tradición dominante de la filosofía occidental de matriz griega,
destacando la importancia de la tradición judía olvidada en la filosofía occi-
dental. Frente al intelectualismo de la tradición griega, se defiende una filo-
sofía del amor y la trascendencia basada en la exterioridad radical del ros-
tro del otro que se me impone en demanda de una respuesta ética y no me-
ramente cognoscitiva. En sus últimas obras, y especialmente en De otro
modo de que ser o más allá de la esencia de 1974, Lévinas radicaliza la raíz
ética de su pensamiento en un intento de pensar el ethos más allá del lo-
gos mediante una filosofía que se sitúe más allá del ser, en lo neutro, en-
tendido como un espacio fuera del ser donde desaparece la ley del ser como
persistencia y donde lo humano se revela como pasividad, como debilidad.

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Esta filosofía es un «humanismo del otro hombre» que reconoce la ex-


cedencia frente al ser que supone la responsabilidad ética frente al otro,
frente a la llamada del otro. La filosofía de Lévinas despliega una gran espi-
ritualidad y rompe con el carácter egológico de la fenomenología en favor
de una apertura ética hacia el otro.
Para concluir recordemos brevemente la posición de J. Derrida frente a
la visión metafísica de la fenomenología, que para el pensador francés des-
cansa en un presupuesto nunca discutido y que comparte con el resto de la
metafísica occidental, que es el privilegio de la presencia del presente vivo.
La fenomenología si por una parte pone de relieve la constitución activa del
sentido y en ese sentido supera la ontología ingenua, por otra confirma la
metafísica clásica de la presencia. La noción de ser de Husserl como ideali-
dad, es decir, como dotado de la posibilidad de repetición indefinida depen-
de de la noción de ser como presencia y de una idea de temporalidad basa-
da en el presente y por lo tanto se mantiene en el interior de la metafísica
de la representación, de la presencia como conciencia de sí. Frente a esto
Derrida piensa el ser a partir de la traza, como una archi–escritura que se
encuentra en el origen del sentido, como un suplemento de origen, que es-
tablece la diferencia como un perpetuo diferir, como la deriva indefinida de
los signos errantes. La noción fenomenológica del ser depende de la presen-
cia, tanto en el sentido del ser–presente en la forma del querer–decir (Be-
deuten) como en el sentido de ser–presente en la forma pre–expresiva del
sentido (Sinn). La fenomenología continúa siendo un logocentrismo so-
metido a la filosofía de la representación anclada en el privilegio de una pre-
sentación de la presencia en el presente. Sin embargo la teoría de la consti-
tución del tiempo y del otro lleva a la fenomenología a una zona en la que el
principio de los principios, su principio metafísico clave: la evidencia origina-
ria y la presencia de la cosa misma, es radicalmente puesta en cuestión y de
esta manera a partir de la crítica de la metafísica clásica, la fenomenología
realiza el proyecto más profundo de la metafísica: el conocimiento último del
ser.
Como vemos la fenomenología de Husserl está en la base del pensa-
miento metafísico contemporáneo y su influencia se extiende a través de
Heidegger a la hermenéutica, a través de Jacques Derrida y Gilles De-
leuze al estructuralismo, e incluso confluye con algunos enfoques propios
de la filosofía analítica, por ejemplo los estudios lingüísticos de John Searle
(n. 1932), para no olvidar la importancia de su injerto en el marxismo gra-
cias a la obra de Sartre y otros, proporcionando a dicha tradición un utillaje
teórico apropiado para romper con el materialismo dialéctico a nivel teórico
y con el estalinismo a nivel práctico.

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TEMA 6: Estructuralismo y ontología.


El descentramiento de las estructuras

La noción de estructura ha sido contemporánea de la filosofía y la


ciencia occidentales, pero hasta nuestros días se ha encontrado neutralizada
debido a su sumisión a un centro organizador que ha limitado su juego. Las
estructuras que se han ido sucediendo a lo largo de la metafísica occidental
han sido siempre estructuras fundamentadas y fundamentales, en relación
eminente con un origen y dirigidas hacia un telos final. El pensamiento oc-
cidental ha sido siempre una búsqueda del origen y del fundamento, es de-
cir, de un centro en torno al cual se ordenan las cosas. La historia del con-
cepto de estructura es la historia de la serie de sustituciones sucesivas de
los centros organizadores. Como nos recuerda Derrida, la forma matriz de
todas estas estructuras centradas ha sido la ciencia del ser como presencia,
que ha reducido la Metafísica a una teoría de la re–presentación organizada
bajo el privilegio del presente vivo y vivificante. El centro ha podido ser
trascendente como las Ideas platónicas y el Dios cristiano, o inmanente co-
mo la usía aristotélica y la mónada leibniziana, pero siempre ha gozado de
una relación de presencialidad frente a los entes organizados en su torno.
La novedad que ha introducido el estructuralismo en el pensamiento y
la Metafísica occidental no ha sido pues la noción de estructura, tan vieja
como dicho pensamiento, sino la noción de estructura descentrada, en la
que el lugar del centro queda convertido en un lugar vacío, en una especie
de no lugar, en el que se despliega el juego de las diferencias. El pensa-
miento de Marx, Nietzsche y Freud (1856–1939), así como el de Heideg-
ger y el de Lévi–Strauss, han contribuido a este vaciamiento del lugar del
centro de la Metafísica occidental. Los conceptos que vertebran estos pen-
samientos, más que intentar abandonar de un salto las categorías metafísi-
cas, han establecido respecto a ellos una deriva, una desviación, una sub-
versión irónica que la han fisurado y subvertido. No tenemos aún ningún
lenguaje más allá de la Metafísica, pero la forma de usar las categorías me-
tafísicas introducida por el estructuralismo permite desplazar los conceptos
claves de dicha Metafísica, abriendo un espacio al juego libre y creador de
las diferencias. El lenguaje que pone a punto el estructuralismo pretende
pensar críticamente su propia relación con la Metafísica y con la tradición
occidental. Como nos recuerda Derrida «Se trata de establecer expresa y
sistemáticamente el problema del estatuto de un discurso que toma de una
herencia los recursos necesarios para la de–construcción de esta misma he-
rencia. Problema de economía y estrategia». El pensamiento estructuralista
es un pensamiento de bricoleur que arranca de la tradición los elementos
que necesita para subvertir dicha tradición, abandonando las referencias a
una metodología definida en relación a los conceptos de centro, sujeto, ori-
gen o fin absolutos.
El pensamiento estructuralista, al desplazar la noción de centro de la
estructura posibilita el libre juego de los elementos de ésta, que se sustitu-
yen unos a otros en un movimiento no totalizable en el que el elemento que

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ocupa el lugar ausente del centro se muestra como suplemento, vicario del
centro desplazado. El estructuralismo ha destacado la importancia del signi-
ficante que siempre aparece como una sobreabundancia, como un su-
plemento añadido que permite el surgimiento del sentido como un sentido
de sustitución, de traza, en el que cada elemento significante puede sustituir
a otro indefinidamente, como resultado de un juego de interpretación activa
creadora de sentido más que descubridora de un sentido pre–existente. Esta
interpretación como juego automático y azaroso, rompe con el determi-
nismo clásico, destaca la importancia de los elementos de discontinuidad y
ruptura frente al evolucionismo típico del historicismo, y va más allá de la
noción clásica de sujeto, típica del humanismo occidental.

1. REAL, IMAGINARIO, SIMBÓLICO

El estructuralismo, pues, añade a lo Real, como suplemento, lo Imagi-


nario y lo Simbólico; introduce una nueva noción de temporalidad que
combina de forma original la continuidad y la discontinuidad; subvierte la
noción de sujeto y por último instaura un pensamiento de la diferencia
como un pensamiento serial y local. Veamos estas características más dete-
nidamente.
La noción de lo Simbólico es clave en la teorización estructuralista y se
encuentra en la obra de Claude Lévi–Strauss, Jacques Lacan (1901–
1981) y Louis Althusser (1918–1990) entre otros. Lo Simbólico ocupa un
lugar central en el proceso de surgimiento tanto del individuo como de la
sociedad, ya que por un lado es determinante en el surgimiento del Ego a
través de una resolución positiva del Edipo que supone la asunción del len-
guaje y de la ley, y por otro da lugar al tabú del incesto que es el origen de
la escisión entre la naturaleza y la cultura y el origen de la sociedad. Ade-
más lo Simbólico es el lugar de la teoría (Althusser), que da lugar a objetos
teóricos que no reproducen especularmente la realidad, sino que son crea-
ciones nuevas y autónomas respecto a dicha realidad, a la constitución de la
cual contribuyen decisivamente.
Por su parte lo Imaginario es lo inmediato, lo indistinto, la ilusión pro-
ductora de la identificación dual y especular. En Lacan, la constitución del
yo como sujeto exige la superación de la identificación imaginaria con la
madre y la aceptación del padre como lugar del otro, de la ley y de la pala-
bra. Lacan sitúa la realidad en la intersección entre lo Simbólico y lo Imagi-
nario, como aquello objetivo, imparcial, extraño y a la vez familiar e íntimo.
Dicha realidad no se confunde para Lacan con lo Real que es lo imposible, lo
que no se puede describir, lo que escapa a la metáfora y a la metonimia, lo
que vuelve siempre al mismo sitio y sin embargo permanece excluido en el
exterior. Lo Real es aquello que, por una parte sólo puede concebirse a par-
tir de lo Simbólico ya que no hay un acceso directo a ello, pero por otra par-
te se resiste a la simbolización, es la pulsión, conocida sólo a través del sín-
toma.
En el entrecruzamiento de lo Real, lo Imaginario y lo Simbólico, el fa-
moso «nudo borromeo» de Lacan, se encuentra el pequeño objeto «a»,

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que posee el estatuto de lo Real frente a una realidad que la mayor parte de
las veces se muestra como imaginaria. El objeto «a» es lo que resiste a la
significación, el resto, el desecho que deja el significante.
Como vemos la ontología estructura lista opera con una tripartición del
Ser no muy distinta de la célebre tripartición de S. C. Peirce, que distingue
lo Primario, como lo positivo considerado en su independencia respecto a
cualquier otra cosa; lo Secundario, que se sitúa bajo el signo del doble, del
espejo, de la lucha y la oposición identificadora y jugadora a la vez y lo Ter-
ciario, que es el ámbito de las leyes y las relaciones (Cfr. A. Wilden, Siste-
ma y estructura).
Podemos recordar aquí la noción de práctica teórica de Althusser que
se sitúa en el ámbito de lo Simbólico y que consiste en hacer operar unos
instrumentos teóricos constituidos (Generalidad 2) sobre una materia prima
teórica dada (Generalidad 1), generalmente de tipo ideológico, para producir
el objeto teórico concreto (Generalidad 3), que puede actuar a su vez como
materia prima teórica de otro ciclo de conocimiento (Cfr. La Revolución Teó-
rica de Marx). Althusser aplicó esta metodología al propio Marx (Cfr. Para
leer El Capital). Lo importante de este concepto de la teoría es el reconoci-
miento del carácter productivo, simbólico, del conocimiento, que nunca
puede reducirse a un mero reflejo imaginario de lo real, sino que es el re-
sultado de un complejo proceso de producción en el dominio de la teoría.

2. TEMPORALIDAD Y SUBJETIVIDAD

El segundo elemento importante de la ontología estructuralista es su


noción de temporalidad, que por un lado se centra más en la noción de
virtual que de actual y por otro destaca el carácter de discontinuidad y rup-
tura en el proceso temporal. La estructura es una «multiplicidad de coexis-
tencia virtual», como nos dice Deleuze (Cfr. ¿En qué se reconoce el estruc-
turalismo?) que se actualiza mediante diferenciación, dando lugar a un
tiempo discontinuo y plural que se despliega a distinto ritmo según se
efectúan los diversos elementos que coexisten virtualmente en la estructu-
ra. El tiempo, según los análisis estructurales, va de lo virtual a lo actual,
acompaña la actualización de la estructura. Este tiempo estructural es un
tiempo múltiple que se despliega según distintos ritmos. Esto lo ha evaluado
muy bien Althusser, para quien el ritmo de la política y la economía coti-
diana, son distintos del tiempo de la evolución de la ciencia (Cfr. Ideología y
Aparatos Ideológicos de Estado). Los distintos tiempos históricos responden
al modo concreto en que se lleva a cabo la reproducción de las relaciones
de producción.
En sus análisis históricos el estructuralismo se basa en la distinción de-
bida a Fernand Braudel (1902–1985), entre un tiempo corto, el tiempo
de los acontecimientos y un tiempo largo o tiempo de las estructuras, y
además acentúa el carácter discontinuo del tiempo histórico. Esto es parti-
cularmente visible en los estudios de Michel Foucault centrados en la his-
toria de la locura, la historia de la medicina, la historia de los procedi-
mientos jurídicos y penales y por último en la historia de la sexualidad. En

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todas estas investigaciones Foucault pone en juego un método arqueológico


y genealógico a la vez: arqueológico en tanto que busca los espacios de or-
den profundo que pre–existen al juego de las opiniones superficiales, enten-
didos como apriori históricos, y genealógico porque pretende reparar en la
singularidad de los acontecimientos más allá de toda búsqueda del origen. El
método de M. Foucault destaca el valor del azar frente a todo determinismo
y de la discontinuidad frente a todo evolucionismo lineal, es una búsqueda
de las proveniencias (Herkunft) y de las emergencias (Entstehung),
es decir, de la articulación del cuerpo y la historia y del análisis de la entra-
da en escena de las fuerzas (Cf, Nietzsche, la genealogía y la historia). Mi-
chel Foucault (1926–1924) utiliza una noción discontinua de la historia,
por una parte como una opción metodológica deliberada que introduce cor-
tes en el continuo de los acontecimientos; por otra parte el análisis histórico
se encuentra también en el material que trata, ya que lo que le interesa
fundamentalmente son los límites de los procesos, los puntos singulares en
los que se producen inversiones, rupturas. En resumen, para la historia
clásica, lo discontinuo es a la vez lo dado y lo impensable, mientras que pa-
ra la historia estructuralista, arqueológica y genealógica, lo discontinuo es lo
construido y lo que hay que pensar simultáneamente.
El análisis de la historia nos permite pasar a la consideración del tema
del sujeto. Aquí el estructuralismo procede a un trabajo de deconstrucción
de esta categoría clave de la Metafísica occidental. Es Althusser el que de-
fine la historia como un «Proceso sin sujeto ni fines»; frente a las teorías de
John Lewis (1889–1976), Althusser defiende que los hombres son sujetos
(en plural) en la historia pero no hay un sujeto (singular) de la historia. La
forma–sujeto es la forma de existencia histórica de todo individuo en tanto
que agente de prácticas sociales, pero esto no quiere decir que los indivi-
duos humanos sean sujetos libres y constituyentes, sino al contrario, que
son constituidos exteriormente por el poder que los interpela como sujetos
de forma ideológica. «Los sujetos existen únicamente por y para su someti-
miento (sujeción)». Sujeto y súbdito es lo mismo, ser sujeto equivale a es-
tar sujeto. El sujeto nunca es constituyente (aquí se produce una ruptura
radical con los planteamientos trascendentales de la fenomenología), sino
constituido, producido como resto, al lado (Cfr. El Anti Edipo). Foucault ana-
liza en Vigilar y castigar (1975) la constitución de los sujetos desde el exte-
rior a partir de las disciplinas que modelan sus cuerpos y sus espíritus, me-
diante mecanismos que pretenden obtener una utilización óptima —
económica y militar— de sus cuerpos a la vez que los expropia de su poder
político.
Los mecanismos disciplinarios comprenden un arte de la distribución de
los individuos en el espacio, un sistema de control de la actividad de dichos
individuos, un procedimiento reglado de formación del individuo según un
modelo genético prefijado y un arte de composición de fuerzas. Junto a es-
tas ténicas de subjetivación exteriores y coactivas, el último Foucault ha
analizado lo que denomina el gobierno de las conductas (gouvernement),
de uno mismo tanto como de los otros, en tanto que sujetos morales que
buscan una estética de la existencia a través del autocontrol de los compor-

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tamientos dietéticos y sexuales, entre otros. Vemos cómo Foucault comple-


menta la heteroformación de las masas disciplinadas por el trabajo y el
poder político con la autoformación de los individuos como sujetos éticos.
Sin embargo, como muy bien dice Deleuze en su Foucault (1986), la vuelta
a la interioridad conserva a ésta siempre como una interioridad dependiente
de la exterioridad, ya que lo interior surge mediante el plegamiento de lo
exterior. El estructuralismo para Deleuze nunca ha ignorado al sujeto sino
que lo ha desmenuzado y destruido, le ha negado su identidad, y lo ha
puesto en movimiento en tanto que «sujeto siempre nómada hecho de indi-
viduaciones, aunque impersonales o de singularidades, aunque preindividua-
les». La muerte del hombre en Foucault, anunciada en Las palabras y las
cosas (1966) como «el retorno al comienzo de la filosofía» como «el des-
pliegue de un espacio en el que por fin es posible pensar de nuevo», es,
quizás, el paso al superhombre entendido como el surgimiento de una
nueva composición del hombre con fuerzas nacientes, que ya se pueden
percibir en las cadenas del código genético, en la literatura asignificante
contemporánea y en las nuevas formas del trabajo que sustituyen la vieja
composición del hombre con las empiricidades propias de los siglos XIX y XX,
la vida, el lenguaje y el trabajo, que dio lugar a la forma hombre típica del
humanismo burgués, la cual sustituyó a su vez a las relaciones del hombre
con el más allá propio de la civilización cristiana medieval.

3. PENSAR LA DIFERENCIA Y LA REPETICIÓN

El pensamiento estructuralista abre la posibilidad de ir más allá de un


discurso humanista que ha enlazado una analítica de la finitud con las posi-
tividades que explican al hombre: vida, lenguaje y trabajo; ha duplicado lo
empírico con lo trascendental mostrando la correspondencia entre lo que se
da en la experiencia y lo que hace posible dicha experiencia; ha mantenido
lo impensado habitado siempre por un cogito y por último ha referido conti-
nuamente el modo de ser del hombre a su origen. El pensamiento moderno
ha sido para Foucault fundamentalmente una antropología, entendida como
una analítica de lo humano en su relación con la vida, el lenguaje y el traba-
jo, que se ha constituido como un pensamiento de lo mismo que ha someti-
do siempre la diferencia. Frente a esto el estructuralismo propone un pen-
samiento de la Diferencia y la Repetición, que invierte el platonismo re-
cuperando el simulacro y que socava el predominio de la presencia mediante
el juego de los acontecimientos.
La ontología estructuralista, en su versión deleuziana al menos, pone
en el centro la noción de acontecimiento como algo incorporal, superficial,
siempre efecto, que no existe sino que insiste, sustraído al dominio del ser
y la presencia, y la noción de simulacro, la mala copia que no quiere pare-
cerse al arquetipo y prolifera indefinidamente rompiendo toda jerarquía on-
tológica. Los simulacros y acontecimientos van más allá de la semejanza ha-
cia la diferencia y se repiten continuamente produciendo la novedad. Esta
ontología subvierte la Metafísica occidental, centrada en los valores de lo
mismo y lo semejante. El ser que pone en escena la ontologia deleuziana es

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un ser radicalmente unívoco (en la línea de Duns Scotto, Spinoza y Nietzs-


che) que se dice repetitivamente de la diferencia. Todo ser se dice de la
misma manera, pero los seres que se repiten son diferentes. La analogía y
las categorías rígidas quedan suplantadas por un univocismo radical y
unas categorías fantasmáticas ligadas al acontecimiento. Este pensa-
miento es acategorial en el sentido de que no sigue el camino bien marca-
do de las categorías como formas de ser y de pensar codificadas y que nos
mantienen en el camino correcto, sino que se enfrenta con la estupidez pa-
ra distinguirse como un relámpago de ella. Pensar sería exponerse a la posi-
bilidad de ser estúpido y sin embargo ser capaz de librarse de ella. Ya decía
Foucault que la razón no es válida hasta que se expone a su negación en la
locura, que la acompaña como su límite exterior, como su posibilidad más
cercana. El estructuralismo en lugar de rechazar y exorcizar lo otro, lo enca-
ra valientemente y se expone en su confrontación.
La repetición y la diferencia se enfrentan a las categorías de la re-
presentación típicas del pensamiento occidental; la repetición no repite lo
idéntico sino lo diferente, es una producción continua de novedad que va
más allá de la memoria y la autoconciencia de la rememoración y del reco-
nocimiento. No se repiten las personas sino las máscaras que constituyen
el verdadero sujeto de la repetición. Sólo los simulacros se repiten siempre
diferentes, sin ninguna referencia a un modelo arquetípico privilegiado (Cfr.
Diferencia y Repetición y La lógica del sentido).
El pensamiento de la diferencia está ligado a la noción de serie. Pa-
ra que exista estructura son necesarias al menos dos series entre cuyos
términos se establecen unas determinadas correlaciones y homologías. Pio-
nero en esta concepción de la estructura fue Lévi–Strauss en sus análisis
del totemismo. El sistema totémico —un tótem es un objeto, ser o animal
natural que en las mitologías de algunas culturas se toma como emblema de
la tribu o del individuo, y puede incluir una diversidad de atributos y signifi-
cados. En el totemismo, el tótem se entiende también como el principio u
origen de un determinado grupo humano (clan), que se cree descendiente
de ese tótem (animal, vegetal u objeto inanimado)— pone en relación dos
series paralelas, una humana y otra natural, mediante una homología que
refiere cada serie a la otra en su conjunto y no término a término, dando
lugar a una «correlación formal entre dos sistemas de diferencia, cada una
de las cuales constituye un polo de oposición. La correspondencia entre la
serie de los grupos sociales y la serie de los espacios naturales instaurada
por el totemismo es metafórica y metonímica, y sólo aparece de forma ma-
nifiesta cuando cada serie se muestra como discontinua gracias a la supre-
sión de elementos. El totemismo, en tanto que modelo clasificador, es un
ejemplo de la conciencia de lo concreto que Lévi–Strauss atribuye a los lla-
mados pueblos primitivos y que opera mediante organización serial de los
elementos de la realidad, estableciendo entre ellos relaciones metafóricas y
metonímicas y de semejanza y oposición y de contigüidad.
La serialidad se presenta no sólo en el dominio antropológico sino
también en el psicoanálisis, con las series que constituyen los objetos par-
ciales en la sexualidad infantil, y especialmente en la literatura moderna

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(Robbé–Grillet, Klosowski, R. Roussell) y en música, como por ejemplo en la


obra de Pierre Boulez (n. 1925), el cual ha desarrollado teórica y prácti-
camente un pensamiento musical serial muy importante.
Resumiendo, podemos comprobar que el estructuralismo y post–
estructuralismo han replanteado de forma radical elementos fundamen-
tales en la tradición metafísica occidental y además han desplegado a través
de la obra de los autores considerados (Derrida, Deleuze, Foucault, Lacan,
Lévi–Strauss) un pensamiento original dotado de una ontologia antiplató-
nica, de raíz nietzscheana, que ha recogido de forma creadora la tradición
marxista y psicoanalítica, y se ha medido con la deconstrucción de la Metafí-
sica llevada a cabo por Heidegger, dando un paso más que éste en la elabo-
ración de un pensamiento post–metafísico que no tendrá por qué ser no
ontológico, ya que no reniega de la tarea de proponer hipótesis acerca de la
realidad última, en diálogo continuo y crítico con las ciencias tanto naturales
como sociales, así como aprovechando las realizaciones de la literatura y el
arte contemporáneos.
La pretensión de hacer filosofía que ha caracterizado siempre a Deleu-
ze se encuentra también presente, por ejemplo, en Foucault, que en sus
últimas entrevistas reconocía que su objetivo fundamental a lo largo de toda
su obra había sido replantear el problema de la verdad, elemento esen-
cial de la Metafísica occidental y que su proyecto genealógico se había arti-
culado en torno a tres ontologías históricas: 1) una que nos pone en rela-
ción con la verdad en tanto que sujetos de conocimiento; 2) otra que nos
relaciona con el campo del poder en tanto que nos constituye como sujetos
que actuamos sobre otros, y 3) la última que nos pone en relación con la
ética en tanto que nos constituimos como agentes morales. Esta pretensión
filosófica tampoco está ausente en Althusser, Lacan y Lévi–Strauss, y ad-
quiere una dimensión incluso ontológica en Derrida, cuya obra establece una
deriva teórica que a partir de Husserl y Heidegger llega a la elaboración de
una literatura filosófica, que aunque rechaza todo privilegio frente a los
otros estilos literarios, no reniega de su origen y su especificidad filosófica,
aunque sólo sea por su incardinación esencial en el marco de la institución
académica y universitaria.
El pensamiento estructuralista, por último, ha sido en gran medida y
de variadas formas un pensamiento militante preocupado por las relaciones
institucionales entre saber y poder y atento a la elaboración de un saber que
escape a las garras del poder sin caer en el error de crear un contrapoder
simétrico y especular del propio poder. Es un pensamiento materialista y
vitalista que ha defendido los derechos de los individuos y de la vida a pe-
sar de no caer en la ideología humanista, como ha participado en las luchas
políticas y sociales aunque desde fuera o desde los márgenes de los apara-
tos clásicos de participación política: los partidos y sindicatos. Filosofía y po-
lítica están en ellos indisolublemente mezcladas y por ello este pensamiento
es pieza esencial en esa elaboración de una ontología histórica del ser social
y de la praxis humana que constituye el tema de nuestro tiempo.

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TEMA 7: El replanteamiento de la metafísica a través del


análisis filosófico

La filosofía analítica, dominante en nuestra época en el mundo anglo-


sajón, se sitúa frente a la metafísica con una actitud crítica y reconstructiva
a la vez. Si una primera concepción del análisis filosófico se entiende a sí
mismo como abocado a la disolución de los problemas metafísicos como ca-
rentes de sentido y debidos a un mal uso del lenguaje, posteriormente
la problemática metafísica va resurgiendo dentro de las diversas corrientes
que componen la filosofía analítica. A través del análisis de nociones lógicas
como las de sujeto y predicado, existencia y cuantificación, elementos y cla-
ses, tanto como a través de la semántica y la pragmática lingüísticas, con el
estudio de los conceptos de significado y referencia, objetos y propiedades,
definición y sinonimia entre otros, la problemática ontológica está presente
en la filosofía analítica.

1. NEOPOSITIVISMO Y METAFÍSICA

La base teórica del neopositivismo lógico la constituyen, fundamental-


mente, las siguientes tesis:

1. La negación de la metafísica.

2. El fisicalismo y la unidad de las ciencias.

3. La verificabilidad empírica.

El neopositivismo, al aplicar su principio de verificación como un crite-


rio de sentido, concluyó que las proposiciones metafísicas al no ser tautoló-
gicas como las proposiciones de la lógica o las matemáticas, ni tácticas, es
decir verificables empíricamente, como las proposiciones de la vida cotidiana
o de las ciencias, carecían literalmente de sentido, teniendo a lo más un
significado puramente emotivo. La imposibilidad de la metafísica para el
neopositivismo radica pues, en que sus proposiciones violan las reglas que
una proposición debe cumplir para ser significativa, es decir, para tener sen-
tido. Para Wittgenstein, el verdadero método de la filosofía conlleva que
«siempre que alguien quiera decir algo de carácter metafísico, (hay que)
demostrarle que no ha dado significado a ciertos signos en sus proposicio-
nes» (Tractatus, 6.53).
Las proposiciones metafísicas contienen términos que carecen de signi-
ficado y por ello ni siquiera pueden aspirar a ser falsas. No son ni verdade-
ras ni falsas sino sin sentido. La filosofía quedaba reducida en esta primera
época a una mera actividad de esclarecimiento de las únicas proposiciones
con sentido, las proposiciones formales y las empíricas. La filosofía es una
actividad disolvente que intenta deshacer los equívocos lingüísticos que
han dado lugar a la metafísica, más que un intento de elaborar sistemas de

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proposiciones acerca de la realidad, trabajo que se encomendaba a las cien-


cias positivas.
Rudolf Carnap [1891–1970, influyente filósofo nacido en Alemania que
desarrolló su actividad académica en Centroeuropa hasta 1935 y, a partir de
esta fecha, en Estados Unidos, destacado defensor del positivismo lógico,
fue uno de los miembros más destacados del Círculo de Viena y, por tanto,
del neopositivismo lógico. El enérgico rechazo de toda metafísica es el
rasgo más característico del filósofo neopositivista, no solo por razones po-
lémicas, ya que oponerse a toda metafísica equivale a oponerse a la casi to-
talidad de la filosofía precedente, sino también metodológico–
historiográficas: el neopositivismo cree que descartar el discurso metafísico
es la única forma de cortar con las polémicas filosóficas tradicionales que,
en contra de lo que piensan sus defensores, con su venerable antigüedad
han demostrado ser tan inútiles como irresolubles. El que las disputas sobre
ciertas cuestiones hayan persistido durante siglos y existan pocas posibili-
dades de que se vayan a resolver alguna vez hace dudar al neopositivista de
si, efectivamente, los participantes en las disputas se han entendido real-
mente los unos a los otros. El núcleo de la argumentación o de la exclusión
es el siguiente: solo la ciencia puede hablarnos con conocimiento de causa
del mundo real. Cualquier intento de trascender los límites del conocimiento
científico del mundo desemboca en el absurdo. Resuena, sin duda, en este
punto la crítica kantiana a la metafísica, pero adecuadamente actualizada.
Las hipótesis metafísicas son rechazables por inservibles, pero nunca por
falsas, ya que si optaran a ese rango ya no serían metafísicas.
Carnap entiende por ciencia una «ciencia fisicalista», esto es, una
ciencia cortada exclusivamente por el patrón metodológico de la física.
Si se tiene en cuenta que la física es una ciencia natural, tomarla como mo-
delo significa asumir una actitud naturalista. Es naturalista, desde luego, la
actitud de considerar que las ciencias de la naturaleza constituyen el modelo
de toda cientificidad.
A partir del momento en que las ciencias de la naturaleza constituyen el
criterio de toda cientificidad, los procedimientos de las ciencias humanas
que no concuerden con los de aquellas tenderán a ser despreciados, como si
se tratara de imperfecciones o de carencias que demostrasen una falta de
madurez científica, susceptible, eso sí, de ser subsanada. Así, si una ciencia
humana como la psicología aspira al calificativo de científica, lo que deberá
hacer es plantearse en términos estrictamente conductistas.
Para Carnap, los enunciados elementales son registros de experiencias
inmediatas del sujeto. El problema que surge de manera inevitable tras esta
afirmación es el de cómo trasladar las experiencias privadas del sujeto a los
demás. Para responder a la cuestión anterior remite a la problemática de la
significatividad de los enunciados. Y, de este modo, para evitar que se
repitieran las estériles controversias propias de la metafísica, los neopositi-
vistas lógicos introdujeron el principio de que para que alguien pudiera ha-
blar con sentido se debería poder especificar una manera de verificar empí-
ricamente lo que se está diciendo.
La tesis de la verificabilidad empírica ofrece un doble frente de desarro-

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llo: de un lado, hacia las cuestiones de fundamentación metacientífica y,


de otro, hacia los problemas de significatividad de los enunciados. No
son, en realidad, dos líneas completamente separadas, sino en algún senti-
do complementarias, como queda resumido en la afirmación neopositivista:
«el significado de una proposición consiste en su método de verificación»],
por su parte, considera que las proposiciones metafísicas son pseudopro-
posiciones, bien porque contienen palabras que carecen dé significado, o
bien porque aunque sus palabras componentes tengan sentido aisladamen-
te, se han reunido de una manera no aceptable por la sintaxis del lenguaje
utilizado, y que la filosofía sólo tiene sentido como método, como el método,
precisamente, del análisis lógico, que esclarece el sentido de las verdaderas
proposiciones y fundamenta lógicamente las ciencias fácticas y la matemáti-
ca. La metafísica no tiene un contenido teorético, sino que expresa una
actitud emotiva ante la vida; surge de la necesidad de expresar una actitud
vital y, en ese sentido, es un sustituto del arte, por lo demás inadecuado. R.
Carnap en su libro La sintaxis lógica del lenguaje (1934), distinguió entre el
modo formal y el modo material de hablar, distinción que al no ser tenida en
cuenta ha dado lugar a las confusiones propias de la Metafísica, ya que en
este tipo de discurso creemos que hablamos de cosas, cuando en realidad
estamos hablando de palabras. El análisis filosófico es consciente, en cam-
bio, de que habla acerca de palabras y no acerca de cosas y se libra de esta
manera de las confusiones metafísicas. Dicho análisis consiste en la traduc-
ción de las expresiones propias del modo material de hablar al modo formal
de hablar y de esta manera contribuye a aclarar las posiciones filosóficas.
Como vemos, para el neopositivismo la filosofía queda reducida a una
actividad de segundo orden, que se desarrolla a nivel metalingüístico,
siendo las ciencias fácticas las actividades de primer orden que proporcionan
el lenguaje objeto a la filosofía. La filosofía sería una actividad adjetiva y
no sustantiva, dependiente esencialmente de las ciencias, y el análisis filo-
sófico sería en ese sentido un análisis reduccionista y parafrástico.

2. EL ATOMISMO LÓGICO

Sin embargo, al mismo tiempo que los neopositivistas disolvían la meta-


física a través del análisis entendido como terapéutica del lenguaje, filósofos
que también se encuentran dentro de la perspectiva analítica como Russell,
Wittgenstein y Moore, desarrollaban concepciones ontológicas como la del
atomismo lógico de los primeros y la basada en el sentido común del segun-
do. En las conferencias sobre La filosofía del atomismo lógico pronunciadas
por Bertrand Russell (1872–1970) en 1918, desarrollando los temas pro-
puestos por Wittgenstein en el Tractatus (1921), el filósofo británico esta-
blece lo que denomina una gramática filosófica y sitúa la causa de los erro-
res de la metafísica tradicional en haber utilizado una «mala gramática».
A la metafísica clásica, Russell opone el atomismo lógico entendido como la
teoría de «los elementos primarios a base de los cuales se halla construido
el mundo» y que son: individuos particulares, cualidades y relaciones.
Además de estos elementos simples en el mundo nos encontramos también

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con hechos, que constituyen «lo afirmado o negado en las proposiciones».


Wittgenstein parte también en el Tractatus (1921) de los hechos, como de
aquello que constituye el mundo: «El mundo es la totalidad de los hechos,
no de las cosas» y además «la proposición es la descripción de un hecho
atómico». «La posibilidad de verdad de las proposiciones elementales signi-
fica las posibilidades de existencia y de no existencia de los hechos atómi-
cos». La doctrina del atomismo lógica establecía una relación de figuración
entre el lenguaje (las proposiciones) y la realidad (los hechos) basada en un
paralelismo total entre ambos elementos, que excluye fuera del mundo el
propio sentido del mundo, es decir los valores y al propio sujeto que piensa
el mundo y su sentido.
Por su parte Georg Edward Moore [1873–1958, filósofo británico, co-
nocido por su papel en el desarrollo de la filosofía occidental contemporá-
nea, su contribución a la teoría ética y su defensa del realismo filosófico]
lleva a cabo una defensa del sentido común basada en que hay una serie de
proposiciones que conocemos con toda certeza como verdaderas, como las
relacionadas con la existencia del cuerpo propio en un instante determina-
do, la creencia en que ha habido muchos seres humanos que han experi-
mentado sensaciones parecidas, etc. Moore en esta defensa del sentido co-
mún se basa en el análisis del lenguaje ordinario como método filosófico,
dando origen a una tradición anglosajona que llega hasta nuestros días y
que frente al privilegio concedido por Russell, Carnap y otros a los lengua-
jes formalizados como medios fundamentales del análisis filosófico, centran
éste en el empleo del lenguaje ordinario tal como lo emplean los hablantes
del mismo.
Con estos primeros ejemplos hemos comprobado que la concepción
analítica de la filosofía no es ajena a la Metafísica en tanto que Ontología,
en los dos sentidos en que nosotros empleamos este término, como teoría
de las categorías por un lado y como análisis de los componentes últimos de
la realidad por el otro. Findlay concede a la metafísica la tarea de ajustar los
John Niemeyer Findlay [1903–1987, filósofo sudafricano que en los mo-
mentos en que el materialismo científico, el positivismo, el análisis lingüísti-
co y la filosofía del lenguaje eran las ideas académicas básicas, Findlay de-
fendió la fenomenología de Husserl, revivió el hegelianismo y escribió obras
inspirándose en la Teosofía —La teosofía es un movimiento filosófico–
religioso esotérico que dio origen al teosofismo, el cual afirma tener una
inspiración especial de lo divino por medio del desarrollo espiritual—, el bu-
dismo, Plotino (204 d. C. – 270 d. C.), y el idealismo. En la década de 1960
Findlay desarrolló el misticismo racional. De acuerdo con esta mística siste-
ma, «las perplejidades filosóficas; por ejemplo, sobre los universales y par-
ticulares, la mente y el cuerpo, el conocimiento y su objeto social, el cono-
cimiento de otras mentes, así como los de libre albedrío y el determinismo,
la causalidad y teleología, la moral y la justicia y la existencia de los objetos
temporales, son profundas experiencias humanas fruto de antinomias y con-
cepciones absurdas sobre el mundo. La conclusión de Findlay es que dichas
«perplejidades filosóficas» requieren la postulación de las esferas más altas,
o «latitudes». La individualidad y la distinción categórica de objetos, así

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como «las limitaciones materiales» van disminuyendo con cada latitud a


medida que vamos bajamos de esfera. En las «latitudes» más altas, la exis-
tencia es evaluativa y significativa. En la más alta de las esferas o «latitu-
des» Findlay ubica la idea de lo Absoluto, esto es, lo que para Plotino era el
Uno. Como se ve, hay una estructura claramente neoplatónica, donde a par-
tir de la «latitud» de lo Absoluto se van desplegando sucesivas «latitudes»,
cada una de las cuales va adquiriendo mayor grado de materialidad confor-
me se va encontrado en posiciones cada vez más bajas] conceptos de forma
que se vaya más allá de la superficie hacia una dimensión más profunda,
y autores como Karl Popper (1902–1994), Joseph Agassi (n. 1927) y
Mario Bunge [n. 1919, físico, filósofo y humanista argentino; defensor del
realismo científico y de la filosofía exacta y crítico de la filosofía posmoderna
y las «pseudociencias»] relacionan la Metafísica con la ciencia, considerando
los primeros que la Metafísica puede proporcionar las bases de un programa
de investigación a la ciencia, al contrario que las pseudociencias (Cfr. Mario
Bunge, Las pseudociencias, ¡vaya timo!, ed. Laetoli, Navarra, 2011), que
confundiendo un programa de investigación con el producto terminado de
dicho programa, se consideran como ciencias sin serlo, y procurando el úl-
timo la elaboración de una ontología científica cuyos elementos principales
analizaremos posteriormente.
La filosofía analítica ha aportado enfoques interesantes en algunos
temas ontológicos fundamentales, como, por ejemplo, la cuestión de los ti-
pos de seres que admitimos como existiendo realmente en el mundo, es de-
cir, la cuestión del compromiso ontológico que adquieren las teorías acerca
del mundo; por otra parte, los autores de esta tendencia han replanteado el
problema de los universales, y especialmente la cuestión de la posible
existencia de entidades como clases, propiedades, proposiciones, etc. rever-
deciendo las antiguas disputas medievales entre platónicos, conceptualistas
y nominalistas; también el análisis filosófico ha elaborado una teoría sobre
la modalidad, es decir, la necesidad, la contingencia y la posibilidad; la
cuestión de las categorías y de los errores categoriales ha sido otro tópico
metafísico habitualmente tratado por los filósofos analíticos, los cuales han
desarrollado una elaborada semántica filosófica centrada en la teoría del
significado y la teoría de la referencia; por último, temas tradicionales meta-
físicos como la relación entre la mente y el cuerpo han sido tratados de nue-
vo empleando los recursos proporcionados por los descubrimientos últimos
en el campo de la neurofisiología, el análisis lingüístico y el estudio de los
ordenadores. A continuación nos referimos a algunos de estos problemas y
las discusiones a que han dado lugar en los últimos años.
A partir de los análisis del llamado segundo Wittgenstein, (el de las
Investigaciones Filosóficas de 1953), el lenguaje que en el Tractatus
(1921) sólo tenía la función de refigurar la realidad empírica, adquiere una
gran variedad de usos posibles, ligados a los diferentes «juegos de len-
guaje» que tienen lugar en diferentes contextos y en conexión con diferen-
tes formas de vida. El lenguaje tiene tantos significados como usos se pue-
den hacer de él, y esta concepción abre la posibilidad de un uso ontológico
del lenguaje, como análisis de las distintas maneras de concebir el mundo.

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El lenguaje deja de ser concebido como una mera figura de la realidad para
convertirse en un instrumento capaz de muchos usos diferentes. La nueva
postura de Wittgenstein encuentra su eco en la concepción de la filosofía
como análisis del lenguaje ordinario, que ha abandonado la pretensión de
traducir dicho lenguaje ambiguo e impreciso a un lenguaje formalizado, y
que se limita al análisis informal del lenguaje.

3. RYLE Y QUINE

Uno de los filósofos analíticos del lenguaje que ha tenido más influencia
ha sido Gylbert Ryle (1900–1976), el cual ha pretendido en su obra elabo-
rar una especie de «geografía lógica» o teoría de las categorías que
subyacen en el uso ordinario del lenguaje. Las palabras tienen un uso nor-
mal en el lenguaje que constituye su mètier y los problemas filosóficos sur-
gen cuando conceptos que tienen cometidos lingüísticos distintos se interfie-
ren provocando lo que G. Ryle denomina «conflictos de categorías» que
dan lugar a «dilemas». En dichos dilemas se produce el enfrentamiento
entre distintos puntos de vista que rivalizan entre sí, pero que se pueden
atenuar e incluso disolver cuando se logra comprender que tal enfrenta-
miento no existe si se respetan las fronteras de cada punto de vista, y que
dicho problema sólo surge cuando se pretende reducir un enfoque al otro.
Dilemas típicos analizados por Ryle son los que surgen cuando se confronta
la visión de la realidad propia del sentido común con la propia de la concep-
ción científica de la misma. Una correcta categorización de la realidad, en el
sentido del establecimiento de una «cartografía conceptual» adecuada
basada en el uso habitual de los términos propios del lenguaje ordinario,
conjura la posibilidad de los errores categoriales que dan lugar a los pro-
blemas metafísicos.
Por su parte Rudolf Carnap en sus Análisis de Semántica (1942, 1943
y 1956), distingue entre cuestiones internas a un lenguaje determinado y
cuestiones externas a dicho lenguaje; mientras que las primeras son
cuestiones semánticas, propias de la teoría del lenguaje considerado, las
segundas son cuestiones pragmáticas referentes a la admisión o no de un
marco lingüístico determinado, y Carnap las denomina ontológicas. Los
problemas filosóficos surgen cuando se mezclan ambos tipos de cuestiones
de forma parecida a los conflictos categoriales de Ryle. Aquí vemos cómo
las cuestiones ontológicas, es decir, las referidas a la admisión o no admi-
sión de ciertos elementos como realmente existentes, son cuestiones prag-
máticas que exigen una decisión que tiene en cuenta los intereses teóricos
del que realiza dicha decisión. Willard Van Orman Quine [1908–2000, fi-
lósofo estadounidense, reconocido por su trabajo en lógica matemática y
sus contribuciones al pragmatismo como una teoría del conocimiento. Quine
es conocido por su afirmación de que el modo en que el individuo usa el
lenguaje determina qué clase de cosas está comprometido a decir que exis-
ten. Además, la justificación para hablar de una manera en lugar de otra, al
igual que la justificación de adoptar un sistema conceptual y no otro, es pa-
ra Quine una manifestación absolutamente pragmática.

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También es conocido por su crítica a ciertas doctrinas del empirismo


lógico y la distinción tradicional entre afirmaciones sintéticas —
proposiciones empíricas o basadas en hechos— y afirmaciones analíticas
—proposiciones necesariamente verdaderas—, al poner en duda la distinción
analítico–sintético, propone un holismo semántico en el cual las proposicio-
nes tienen significado en conjunto y no por separado cada una. Quine reali-
zó sus principales contribuciones a la teoría de conjuntos, una rama de la
lógica matemática que tiene que ver con la relación entre los conjuntos] ha-
blará de compromiso ontológico para referirse a la decisión que adopta-
mos de admitir o no admitir la existencia de ciertos objetos y no de otros.
Quine relaciona la admisión de entidades con la cuantificación de las varia-
bles de nuestro lenguaje, de manera que para él, «ser es ser el valor de una
variable». Una teoría se compromete con aquellas entidades que pueden sa-
tisfacer las variables de la teoría, de forma que las afirmaciones hechas en
dicha teoría sean verdaderas. Las cuestiones ontológicas son pragmáticas en
el sentido de que podemos cambiar la ontología, es decir, las entidades
aceptadas en nuestra teoría, pagando el precio de cambios correlativos en la
complejidad o simplicidad de la teoría. Una ontología pobre suele implicar
una complejidad grande de la teoría y una ontología rica una mayor simpli-
cidad de la teoría. Por otra parte la ontología es siempre relativa a un marco
teórico que actúa como teoría de fondo aceptada inicialmente e inescrutable
en última instancia, y además dicha ontología es relativa en el sentido de
que depende del manual de traducción elegido para pasar de la ontología
considerada a la teoría de fondo. La relatividad ontológica se relaciona en
Quine con su teoría de la indeterminación de la traducción según la cual «es
posible confeccionar manuales de traducción de una lengua a otra de dife-
rentes modos, todos compatibles con la totalidad de la evidencia comporta-
mental, pero incompatibles entre sí», y con su teoría de la inescrutabili-
dad de la referencia, según la cual la individuación de los objetos no se
puede basar sólo en la ostensión directa, sino que exige un compromiso on-
tológico contenido en el lenguaje y que se fundamenta en el empleo de
nombres comunes, cuantificadores, partículas demostrativas, etc.
En relación con el compromiso ontológico implicado por una teoría te-
nemos el problema de los universales, es decir, el estatuto ontológico de
términos como clases o propiedades. Quine admite el empleo de términos
generales como clases que son prácticamente imprescindibles en Matemáti-
cas, pero rechaza el uso de términos abstractos singulares que al contrario
de los anteriores nos comprometen con la admisión de entidades abstractas.
Se puede admitir la noción de círculo, pero no la de circularidad. En relación
con esta cuestión se plantea también la existencia o no de proposiciones di-
ferentes de las oraciones concretas. Para algunos autores como Bertrand
Russell (1872–1970), Rudolf Carnap, Alonzo Church [1903–1995, ma-
temático y lógico norteamericano responsable, junto con Alan Turing
(1912–1954, matemático, lógico, científico de la computación, criptógrafo y
filósofo británico. Es considerado uno de los padres de la ciencia de la
computación siendo el precursor de la informática moderna) de crear la ba-
se de la computación teórica. A. Turing presentó su modelo matemático

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de «máquina de Turing» en 1936. Una máquina de Turing es un disposi-


tivo que manipula símbolos sobre una tira de cinta de acuerdo a una tabla
de reglas. A pesar de su simplicidad, una máquina de Turing puede ser
adaptada para simular la lógica de cualquier algoritmo de computador y es
particularmente útil en la explicación de las funciones de un CPU dentro de
un computador.
La máquina de Turing fue descrita por Alan Turing como una «máqui-
na automática» en 1936 en la revista Proceedings of the London Mathe-
matical Society. La máquina de Turing no está diseñada como una tecnolo-
gía de computación práctica, sino como un dispositivo hipotético que re-
presenta una máquina de computación. Las máquinas de Turing ayudan a
los científicos a entender los límites del cálculo mecánico.
Una máquina de Turing que es capaz de simular cualquier otra máquina
de Turing es llamada una máquina universal de Turing (UTM). Una defi-
nición más matemáticamente orientada, con una similar naturaleza «uni-
versal», fue presentada por Alonzo Church en la conocida como la Tesis
de Church–Turing. La tesis señala que las máquinas de Turing de hecho
capturan la noción informal de un método eficaz en la lógica y las matemáti-
cas y proporcionan una precisa definición de un algoritmo o ‘procedimiento
mecánico’. En «Teoría de la computabilidad», la tesis de Church–Turing
formula hipotéticamente la equivalencia entre los conceptos de «función
computable» y «máquina de Turing», que expresado en lenguaje co-
rriente vendría a ser «todo algoritmo es equivalente a una máquina de Tu-
ring»; es decir, que «un problema tiene solución desde el punto de vista
computacional si y sólo si existe una máquina de Turing asociada que lo
pueda resolver». No es un teorema matemático, es una afirmación formal-
mente indemostrable, una hipótesis que, no obstante, tiene una acepta-
ción prácticamente universal] y otros que siguen a Bernard Bolzano
(1781–1848, matemático, lógico, filósofo y teólogo bohemio que escribió en
alemán y que realizó importantes contribuciones a las matemáticas y a la
Teoría del conocimiento) y Gottob Frege (1848–1925), hay proposiciones
que serían lo significado por las diversas oraciones sinónimas y que es lo
susceptible de ser verdadero o falso, y además el objeto de las aseveracio-
nes y las creencias. Frente a esta postura el nominalismo finitista de
Quine, Goodman e Israel Scheffler (n. 1923) piensa que puede pasarse
sin proposiciones, admitiendo sólo los casos particulares y concretos de
oraciones. Lo cierto es que aunque esto último sea posible, la teoría resul-
tante sería enormemente complicada y difícil de aplicar, por lo que ciertas
dosis de platonismo como la admisión de proposiciones puede ser más con-
veniente de cara a la simplicidad de nuestra teoría ontológica. (Cfr. A.
Church, «Proposiciones y oraciones» e I. Scheffler, «Inscripcionalismo y cita
indirecta», ambos en Semántica Filosófica compilada por Th. M. Simpson.)

4. IDENTIDAD Y SINONIMIA

El problema de la identidad en su conexión con la sinonimia y los nom-


bres propios ha sido otro de los tópicos clásicos en la filosofía analítica con-

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temporánea. Partiendo de la distinción entre sentido y referencia, que


conlleva que no todo sentido nos asegura la existencia de una denotación o
referencia, Frege considera que los nombres propios expresan un sentido y
a la vez designan su denotación. A su vez Russell plantea este problema a
partir de su teoría de las descripciones definidas, que según él no son nom-
bres sino que son símbolos complejos cuyas partes son símbolos a su vez, y
en cambio un nombre es un símbolo simple que designa un único individuo
particular. Las proposiciones que relacionan un nombre propio con una des-
cripción mediante el verbo ser entendido en el sentido de afirmación de
identidad y no en un sentido predicativo, no son equivalentes a las proposi-
ciones en que aparecen los nombres del mismo individuo relacionados por el
«es» de identidad. Según Russell la proposición «Scott es el autor de Wa-
verley», no es equivalente con la proposición «Scott es Sir Walter» ya que la
segunda es o tautológica o falsa, cosa que no sucede con la primera. Para
Russell las descripciones son símbolos incompletos que no significan nada
por sí solos sino que necesitan un contexto para ser significativos al contra-
rio que los nombre propios. Por otra parte, respecto al problema de la exis-
tencia Russell afirma que sólo donde intervienen funciones proposicionales
es posible afirmar la existencia de algo. La existencia de un individuo no es-
tá ligada a que podamos nombrarlo, sino a que podamos describirlo. Una
descripción exige que el objeto descrito exista, cosa que no sucede con un
mero nombre. «El autor de Waverley existe» envuelve la función proposicio-
nal «X escribe Waverley» y para que la persona que escribe Waverley exista
es preciso que la función proposicional aludida sea verdadera por lo menos y
a lo sumo de un X. Es decir, debe existir uno y sólo un X que haya escrito
Waverley.
Peter Frederick Strawson [1919–2006, filósofo inglés, pprofesor de
Metafísica en la Universidad de Oxford entre 1968 y 1987. Strawson alcanzó
notoriedad con su artículo Sobre la referencia de 1950, una crítica de la
teoría de las descripciones de Bertrand Russell —llamada también de las
descripciones definidas—. Fue en gran parte responsable de incluir la meta-
física en las discusiones acerca de filosofía analítica. En metodología filosófi-
ca, Strawson defendió un método que él llamó «análisis conectivo». Éste
asume que nuestros conceptos forman una red, de la que los conceptos son
los nodos. Dar un análisis conectivo de un concepto —opinión, conocimien-
to— es identificar los conceptos que estén más cercanos a ese concepto en
la red. Esta clase de análisis tiene la ventaja de que un análisis circular —es
decir, analizar un conocimiento en una creencia, una creencia en una opi-
nión, y una opinión en un conocimiento— no se excluye, siempre y cuando
sea suficientemente abarcador e informativo] en su artículo «Sobre el refe-
rir» (1950) atacó con dureza la posición de Russell. Strawson distingue en-
tre una expresión, un uso de una expresión y una emisión de una expresión.
La misma proposición puede ser emitida en diversas ocasiones, y su verdad
o falsedad no depende de la proposición misma sino de cada una de sus
emisiones. Una proposición no es ni verdadera ni falsa y tampoco es acerca
de un objeto, sino que puede ser usada para hacer afirmaciones acerca de
objetos en circunstancias determinadas. Las expresiones usadas de forma

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referencial individualizadora, es decir con el intento de identificar a alguien


determinado, presuponen la creencia de que existe algún individuo de esa
especie y que el contexto de uso determinará correctamente el individuo al
que se refiere dicha expresión. Strawson distingue dos funciones principales
del lenguaje: la función referencial o identificatoria, que responde a la
cuestión acerca de quién se está hablando, y la función atributiva o des-
criptiva que se refiere a la cuestión de qué se está diciendo sobre quien se
habla. Las expresiones del lenguaje oscilan entre un máximo de función re-
ferencial y un máximo de función descriptiva. Para Strawson los nombres
propios no tienen significado descriptivo y su uso correcto está regulado no
por convenciones generales, de tipo contextual o de tipo adscriptivo, sino
por convenciones ad hoc para cada uso particular. Se puede aplicar el mis-
mo nombre propio a individuos pertenecientes a cualquier tipo de cosas.
Quine y Saul Aaron Kripke (n. 1940) han intervenido también en esta
discusión. El primero en su artículo «Existencia y necesidad» establece rela-
ciones, por un lado, entre la designación y la identidad y, por otro lado, en-
tre la designación y la existencia. La identidad se basa en el principio de
sustituibilidad, según el cual «dado un enunciado verdadero de identidad,
uno de sus términos puede sustituirse por el otro en todo enunciado verda-
dero y el resultado será también verdadero». Pero no es difícil encontrar
contra–ejemplos de este principio, que nos llevan a exigir que la sustituibili-
dad aludida sea puramente designativa, es decir, tal que en ella el nombre
sustituido se refiera simplemente al objeto designado y no dependa a su vez
de la forma de dicho nombre. La sustituibilidad puede fallar cuando la figu-
ración del nombre propio en una frase no es puramente designativa, sino
que forma parte del nombre de una expresión. Dados «Cicerón = Tulio» y
“«Cicerón» contiene seis letras”, si sustituimos Tulio por Cicerón en la se-
gunda frase, obtenemos una falsedad. Dentro de comillas así como en los
contextos «ignora que...», «cree que...», «sabe que...» etc., los nombres no
figuran de manera puramente designativa y no pueden ser sustituidos ale-
gremente.
En cuanto a la relación entre designación y existencia, Quine afirma
que «no es el mero uso de un sustantivo, sino su uso designativo, el que
nos obliga a aceptar la existencia de un objeto designado por él». El uso de
un nombre de manera designativa depende de que lo usemos sometido a
una cuantificación existencial. «La ontología con la cual nos compromete el
uso del lenguaje abarca simplemente los objetos que consideramos como
pertenecientes al ámbito de nuestros cuantificadores, es decir, dentro del
dominio de valores de sus variables». Respecto a la cuestión de la sinoni-
mia, Quine nos recuerda que el hecho de que dos nombres designen el
mismo objeto no los convierte en sinónimos, ya que pueden tener distinto
significado. La sinonimia de los nombres depende sólo del lenguaje, es de-
cir, de la comprensión de dichos nombres; en cambio para determinar si dos
nombres designan el mismo objeto debemos salir del lenguaje y llevar nues-
tra investigación al mundo. La identidad entre «La estrella vespertina» y «La
estrella matutina» depende no sólo del lenguaje, sino de la investigación
astronómica. Por otra parte hay expresiones que tienen significado pero no

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designan nada, mientras que hay expresiones como los nombres propios
que designan o se refieren a los objetos de los que son nombres.
Entre las nociones de significado y de sinonimia se establece un
círculo, ya que las expresiones son sinónimas si tienen el mismo significado
y el significado de una expresión es la clase de todas las expresiones sinó-
nimas de ellas. Igualmente la analiticidad depende de la sinonimia: un
enunciado analítico es aquel que puede convertirse mediante la sustitución
de expresiones por otras expresiones sinónimas en una tautología. La anali-
ticidad se relaciona con la necesidad ya que «el resultado de aplicar “nece-
sariamente” a un enunciado es verdadero si y sólo si el enunciado original
es analítico». Kripke ha continuado este planteamiento en su obra «Nombre
y Necesidad» a partir de la consideración de los nombres propios como de-
signadores rígidos que se refieren siempre al mismo objeto, en cualquier si-
tuación. Para Kripke, que sigue en esto a Mili, los nombres propios no tienen
significado, y se imponen mediante un bautismo inicial que fija la referencia
del término sin proporcionar ningún sentido y luego se conserva por tradi-
ción. Por otra parte Kripke separa la noción metafísica de necesidad de la
noción epistémica de a priori, admitiendo la posibilidad de verdades necesa-
rias cognoscibles a posteriori y de verdades contingentes conocidas a priori
como es el caso de definiciones convencionales que fijan la referencia me-
diante un bautismo inicial.

5. LA CUESTIÓN MENTE–CUERPO

Otro de los tópicos clásicos de la filosofía analítica lo constituye la cues-


tión mente–cuerpo, es decir, la relación entre lo mental y lo físico. Las prin-
cipales teorías en litigio son:

— El interaccionismo entre mente y cuerpo, o sea la admisión de que


acontecimientos físicos causan sucesos mentales y viceversa. Las di-
ficultades de esta teoría se basan en la noción de causalidad que
emplea, ya que no se ve muy claro la forma en que algo inmaterial
como la mente puede actuar sobre algo material como el cuerpo y
viceversa.

— El paralelismo psicofísico, para el cual, no hay relación causal en-


tre la mente y el cuerpo sino una correspondencia entre un deter-
minado hecho mental y un determinado hecho físico que lo acompa-
ña. Los hechos mentales son condiciones y no causas de los hechos
físicos y viceversa.

— El epifenomenalismo reduce la mente a un epifenómeno del cuer-


po. La causación va del cuerpo a la mente pero no viceversa.

— Otra teoría defiende que los hechos mentales y los hechos físicos co-
rrespondientes son dos aspectos de una única substancia. Esta teo-
ría defiende que los hechos mentales y los hechos físicos correspon-

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dientes son dos aspectos de una única substancia. Esta teoría se


convierte fácilmente en la teoría de la identidad, que identifica los
estados mentales con estados físicos del cerebro, de manera que
ambos estados son el mismo suceso.

A pesar de mantener dos lenguajes distintos, el mentalista y el neuroló-


gico, ambos lenguajes tienen la misma referencia: los estados físicos del ce-
rebro humano, y además algunos autores pretenden que el lenguaje menta-
lista puede reducirse al lenguaje neurológico o podrá reducirse en el futuro.
Kripke rechaza la teoría de la Identidad al afirmar que las expresiones que
designan estados mentales y estados neurológicos no son equivalentes por-
que ambos son ejemplos de designadores rígidos, es decir, que son propie-
dades necesarias y no contingentes y no se pueden aplicar unas expresiones
del ámbito mental a estados neurológicos y viceversa. M. Bunge ha desa-
rrollado una teoría materialista de la mente de carácter emergentista —la
emergencia o el surgimiento hace referencia a aquellas propiedades o pro-
cesos de un sistema no reducibles a las propiedades o procesos de sus par-
tes constituyentes. El concepto de emergencia se relaciona estrechamente
con los conceptos de autoorganización y superveniencia, y se define en
oposición a los conceptos de reduccionismo y dualismo. La mente, por
ejemplo, es considerada por muchos como un fenómeno emergente ya que
surge de la interacción distribuida entre diversos procesos neuronales sin
que pueda reducirse a ninguno de los componentes que participan en el pro-
ceso (ninguna de las neuronas por separado es consciente). El concepto de
emergencia es muy discutido en ciencia y filosofía debido a su importancia
para la fundamentación de las ciencias y las posibilidades de reducción entre
las mismas—, que rechaza el materialismo que niega la existencia de la
mente, el fisicismo mecanicista y reduccionista, el maquinismo que identifica
lo mental con la forma de actuar de las computadoras, y el epifenomenismo.
Para Bunge la mente es «una colección de actividades del cerebro o de al-
gunos subsistemas del mismo» que surge sólo en animales dotados de sis-
temas neuronales plásticos muy complejos.

6. LAS ONTOLOGÍAS DE POPPER Y BUNGE

Para concluir vamos a recordar brevemente dos concepciones ontológi-


cas que se encuentran en el ámbito de la filosofía de la ciencia de raíz analí-
tica, aunque en franca oposición a los filósofos del lenguaje ordinario. Nos
referimos a las concepciones ontológicas de K. Popper y M. Bunge. El pri-
mero, al criticar el criterio empirista de significado y establecer su criterio
de demarcación entre ciencia y metafísica, concedió que la metafísica era
significativa, pero le negó el carácter científico por no poder ser refutada
mediante contraste con la realidad. Las concepciones metafísicas son com-
patibles con cualquier estado de la realidad y no pueden ser refutadas por
ésta, por lo tanto dicen muy poco acerca de ella. Sin embargo, la metafísica
podía proporcionar recursos heurísticos a la ciencia y además situaba a
ésta en el marco de una concepción global del mundo. Popper ha ido elabo-

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rando por su parte una ontología realista e indeterminista a la vez, se-


gún la cual la ciencia conoce realmente aspectos y parcelas de la realidad,
aunque esta conocimiento sea siempre inseguro y parcial y además el mun-
do está abierto, en el sentido de sometido al azar. En su Post–Scriptum a La
Lógica de la investigación científica (1987), Popper ha desarrollado estas
concepciones basadas en el indeterminismo y el realismo. Por otra parte
Popper ha establecido su teoría de los tres mundos en el marco de una
teoría del conocimiento sin sujeto cognoscente, donde además del mundo
de los objetos físicos y del mundo de los sucesos mentales y psicológicos
aparece un tercer mundo, constituido por los contenidos objetivos del pen-
samiento cuyo principal componente son las teorías científicas.
Bunge, a su vez, ha elaborado una detallada Ontología que se en-
cuentra en los volúmenes 3 y 4 de su Tratado de Filosofía Básica (2008–
2012), titulados respectivamente El moblaje del mundo (2011) y Un mundo
de sistemas (2012). Una versión abreviada de dicha ontología se puede leer
en Materialismo y ciencia (1981). Bunge pretende la elaboración de una on-
tología científica constituida por una serie de teorías interdisciplinares,
formalizada matemáticamente y compatible con la ciencia actual, basada en
los siguientes principios:

1. Hay un mundo externo al sujeto cognoscente (realismo).

2. Este mundo se compone de cosas (fisicalismo).

3. Las ideas son propiedad de las cosas (antiplatonismo).

4. Las cosas se agrupan en sistemas (ni holismo ni atomismo sino


concepción sistemática de la realidad).

5. Cada sistema excepto el universo en su conjunto, interactúa con


ciertos sistemas y está aislado de otros (no todo está relacionado
con todo).

6. Todas las cosas cambian (dinamicismo).

7. Nada procede de la nada y nada se reduce a la nada (no crea-


cionismo).

8. Todas las cosas obedecen a leyes, es decir a relaciones invariantes


establecidas entre sus propiedades (legalismo).

9. Hay diversas clases de leyes (pluralismo nomológico, hay leyes


causales y leyes estocásticas).

10. Hay diversos niveles de organización en la realidad: físico, químico,


biológico, social, tecnológico (materialismo pluralista y emergen-
tista).

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La ontologia de Bunge se basa en el análisis de los conceptos de sus-


tancia, idea, cosa, posibilidad, cambio, espacio y tiempo y da lugar a un
nuevo materialismo científico concebido como una teoría ontológica
exacta, sistemática, científica, dinamicista, sistémica, emergentista y evolu-
cionista, que recoge el estado actual de la ciencia y lo sistematiza en un
marco teórico globalizador. El proyecto de Bunge es muy ambicioso y consti-
tuye una de las empresas más prometedoras en el ámbito de los intentos
llevados a cabo con el objetivo de elaborar una ontología científica y mate-
rialista en nuestros días.
Entre nosotros Carlos París (n. 1925), Gustavo Bueno (1924), Mi-
guel Ángel Quintanilla (n. 1945), José Ferrater Mora (1912–1991) y
Juan David García Bacca (1901–1992), aparte de Javier Muguerza Car-
pintier (n. 1936), se han preocupado por la relación entre ciencia y me-
tafísica y por la posibilidad de elaborar una ontología científica. Carlos
París en su libro Ciencia, conocimiento, ser (1957), concibe la adopción de
una metafísica como la admisión de un criterio según el cual determinadas
proposiciones adquieren sentido y además como una «aspiración hacia el
planteamiento más radical y completo de los enigmas racional y empírico».
Por su parte Gustavo Bueno tanto en El papel de la filosofía en el conjunto
del saber (1971) como en sus Ensayos materialistas (1972), intenta elabo-
rar una ontología en tanto que filosofía sustantiva y materialista en continuo
diálogo con las ciencias, cuyas categorías considera dadas y utiliza como
material para la elaboración de la «geometría de las ¡deas» en que para él
consiste la filosofía. Quintanilla retoma las teorías de Bunge, especialmen-
te en relación con la cuestión del materialismo y la racionalidad tecnológica
en A favor de la razón (1981). Ferrater Mora en De la materia a la razón
(1979) despliega una ontología que a partir del análisis de las realidades bá-
sicas, materiales, entendidas como «lo que hay», se eleva a través de los
continuos físico–orgánico, orgánico–social y social–cultural, al ámbito de la
racionalidad entendida como el marco en que se puede decir algo acerca de
lo que hay.
Dentro de los intentos de elaboración de una metafísica científica desta-
ca el esfuerzo de Juan David García Bacca, cuya metafísica natural y
espontánea se concibe como la actividad pensante del hombre que com-
prende y transforma el mundo mediante herramientas conceptuales y tecno-
lógicas. La metafísica de García Bacca es una metafísica enraizada, formula-
da y basada en una noción del ser de las cosas como ser en «equilibrio
entitativo», sometido a una doble tensión, lo que va hacia el Ser como
proceso de entificación y lo que va a la Nada como proceso de aniquila-
ción, y que se distingue de la ontología en que mientras que ésta se basa en
un concepto de ser en su estado propio atemático e inobjetivo, y a partir de
él da cuenta de los entes, la metafísica en cambio tiene por objeto propio el
ente en su diversidad en tanto que pensable objetiva y temáticamente, lo
que hace que la unidad de la metafísica se realiza sólo analógicamente. Para
concluir J. Muguerza en su artículo introductorio a La concepción analítica
de la filosofía (1974), «Esplendor y miseria del análisis filosófico», enfoca el
desarrollo de dicho pensamiento centrándolo precisamente en su aceptación

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o no como objeto de la filosofía de las cuestiones sustantivas, y en ese sen-


tido destaca el hecho de que no hay análisis filosófico sin presupuestos me-
tafísicos sobreentendidos, y de que junto a un análisis reductor se ha dado
un análisis sintético o sinóptico cuyo objetivo de obtener conclusiones gene-
rales acerca del universo no hay forma de no llamar metafísico. El análisis
parafrástico o clarificador se ha visto doblado por un análisis sustantivo de
inequívoco alcance ontológico.
En resumen y como conclusión, podemos decir que la filosofía analítica
no ha rechazado en bloque la problemática metafísica y que además no só-
lo ha contribuido a aclarar diversos problemas metafísicos esenciales, como
hemos visto, sino que también ha proporcionado ontologías como las de
Popper, Bunge, Ferrater o García Bacca cuya importancia en el panorama de
la metafísica actual no es en absoluto despreciable.

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TEMA 8: La cuestión de las categorías

Uno de los sentidos fundamentales en que se puede entender la Ontolo-


gía es como una teoría de las categorías. En este sentido las categorías
serían los modos fundamentales en que se distribuye el ser. Al mismo tiem-
po, ya desde su origen en Aristóteles (384 a. C. – 322), la reflexión sobre
las categorías ha considerado a éstas como las distintas formas en las que el
ser puede ser dicho en el lenguaje, y por último dada la relación intrínseca
existente entre pensamiento y lenguaje, las categorías han podido también
ser entendidas como las formas del pensamiento que nos permiten orde-
nar y por tanto conocer la realidad. Modos del ser, formas de hablar, estruc-
turas del pensamiento son las tres formas relacionadas de entender las ca-
tegorías.
Fernando Gil (n. 1937) en su obra Mímesis, negación y origen de la ló-
gica (1984) atestigua esta pluralidad de sentidos que tiene la noción de
categoría, que la impregnan de una ambigüedad esencial y quizás no elimi-
nable nunca del todo. Para el profesor portugués «las categorías son repre-
sentaciones genéricas de la experiencia (...) criterios que presiden la distri-
bución y ordenación de la pregnancia de la experiencia en sus diversos as-
pectos». Las categorías se sitúan entre el ser, el pensamiento y el lenguaje,
constituyendo nociones estratégicas, susceptibles de usos múltiples, según
los diversos dominios de su aplicación. El lugar del pensamiento categorial,
para F. Gil, se sitúa entre la ontología formal y la ontología material, y abar-
ca los siguientes niveles: «Oposiciones categoriales (conceptos operatorios
puramente formales), categorías, categorizaciones y clasificaciones». Las
oposiciones categoriales comprenden cinco tipos principales: dualidades y
contrariedades en el eje de lo continuo y simetría, complementaridad y con-
tradicción en el eje de lo discreto; las categorías por su parte se agrupan en
cuadros categoriales y no identifican objetos ni los denotan directamente.
Las categorizaciones son «estructuras que cualquier sistema de identifica-
ción de la experiencia debe presentar para ser efectivo». Por último, las cla-
sificaciones dependen directamente de criterios epistémicos de forma jerar-
quizada.
El pensamiento categorial en todas sus vertientes pretende siempre
«hacer discreta la experiencia, reducir la ambigüedad, abriendo en el mundo
caminos privilegiados». En este sentido las categorías destruyen la identidad
confusa de la totalidad produciendo diferenciación en dicha totalidad, pero al
mismo tiempo, limitan también la posibilidad de las variaciones. Las catego-
rías funcionan como «atractores que seleccionan vías dominantes y jerar-
quizan la experiencia». En resumen, para F. Gil, las categorías son ele-
mentos fundamentales en un pensamiento estratégico del que constitu-
yen las vías privilegiadas de acceso a la experiencia, en lugar de tablas ex-
haustivas de los modos de ser o de predicar.

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1. LAS CATEGORÍAS EN ARISTÓTELES

Ya en la primera caracterización rigurosa que se hizo del pensamiento


categorial en la obra de Aristóteles, se observa la ambigüedad fundamental
que la cuestión de las categorías presenta, como nos ha dicho Francisco
José Soler Gil (n. 1969). En la teoría de Aristóteles se conjuga «una cate-
gorización de los objetos de la experiencia, una teoría lógica de la predica-
ción y una técnica analítica de investigación lingüística». En efecto, Aristóte-
les convirtió una palabra de origen jurídico que se podría traducir como acu-
sación, en una palabra técnica filosófica con el significado de denominación,
atribución, predicación, etc. En su tratado sobre las Categorías, Aristóteles
parte de un enfoque lingüístico del problema al dividir las expresiones en
aquellas que se dan en un nexo y aquellas que se pueden dar sin nexo al-
guno. Pero a continuación el enfoque ontológico surge sin ningún salto, al
pasar a hablar Aristóteles de que los seres, unos se afirman de un sujeto
aunque no estén en ningún sujeto, otros se afirman de un sujeto y están en
un sujeto, y por último, otros ni están en un sujeto ni se afirman de él. A
continuación Aristóteles afirma que «las expresiones sin ningún nexo signifi-
can la substancia, la cantidad, la cualidad, la relación, el lugar, el tiempo, la
posición, la posesión, la acción y la pasión» y pone una serie de ejemplos.
Esta introducción de las categorías es por un lado lingüística, semántica,
pero por otro, y dado el carácter ontológico fundamental del logos griego, es
indisolublemente un enfoque ontológico, según el cual «las categorías son
los géneros más generales del ser, son nociones irreductibles entre ellas e
irreductibles a un universal supremo y único» como nos dice Jean Germain
Tricot (n. 1947) en una nota de la traducción francesa.
El enfoque ontológico de las categorías es compartido también por Hei-
degger, el cual no olvida sin embargo su carácter también lingüístico. Para
el filósofo alemán categorein indica expresamente el hecho de dirigirse a
una cosa de manera tal que se la hace pública y se la revela como es, esta
revelación se lleva a cabo mediante el lenguaje que interpreta a todo ente
desde el punto de vista de su Ser y lo nombra en cuanto tal. La categoría es
la «interpelación de un objeto en relación con lo que él es», pero esta inter-
pelación le permite al ente acceder a estar presente en el lenguaje.
La interpretación meramente lingüística de las categorías fue destacada
por Friederich Adolf Trendelenburg (1802–1872), que las consideró co-
mo partes de la oración gramatical y por este camino ha seguido un lingüis-
ta como Émile Benveniste (1902–1976), que aunque distingue entre cate-
gorías de pensamiento y categorías de lengua, debido a que mientras que
las primeras pueden ser creadas y modificadas de manera más o menos li-
bre, las segundas nos vienen fijadas por la tradición, y además porque
mientras que las primeras pretenden ser universales, las segundas están
limitadas a una lengua dada, acaba concluyendo en que las primeras son
trasposiciones de las segundas: «es lo que se puede decir lo que delimita y
organiza lo que se puede pensar. La lengua proporciona la configuración
fundamental de las propiedades reconocidas por el espíritu a las cosas»
(«Categorías de pensamiento y categorías de la lengua»). Las categorías

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propuestas por Aristóteles son, para Benveniste «la proyección conceptual


de un estado lingüístico dado» y así cada categoría se refiere a una forma
lingüística determinada propia de la lengua griega: sustantivo (substancia),
adjetivos derivados de pronombres (cuál, cuánto), adjetivo comparativo (re-
lación), adverbios (dónde, cuándo), voz media (estar dispuesto), modo per-
fecto (estar en estado), activo (hacer), pasivo (padecer). También se pue-
den entender las categorías aristotélicas como respuestas a distintas clases
de preguntas: ¿qué hace?, ¿cómo está?, ¿dónde está?, etc., de manera que
una categoría viene formada por la clase de respuestas posibles a dichas
preguntas. Un enfoque parecido a éste será adoptado en nuestra época por
Gilbert Ryle (1900–1976).
Como conclusión podemos decir que los tres sentidos que hemos dis-
tinguido de posible significado de las categorías están presentes en Aristóte-
les: las categorías son formas lingüísticas que expresan formas del pen-
samiento y se refieren a las grandes divisiones del ser. Esta relación indi-
soluble con el lenguaje introduce un cierto relativismo en las divisiones ca-
tegoriales posibles del mundo, ya que, como afirma Benveniste en el ar-
tículo citado, cada lengua recorta el mundo de forma distinta dando lugar a
una variedad de posibles tablas categoriales distintas y todas válidas. La po-
sibilidad de definir una serie de invariantes categoriales a partir de esta va-
riedad lingüística la analizaremos después a través de la interpretación se-
mántica de la gramática generativa.
Dentro del propio enfoque aristotélico, la pluralidad de las categorías
remite a una doble escisión: por un lado el ser se escinde en una pluralidad
de significaciones, como hemos visto, pero por otro en cada ente concreto
se produce otra escisión entre un sujeto y la serie de predicados posibles
que se le pueden atribuir. Esta segunda escisión nos plantea el problema de
la relación que se establece entre la substancia (ousía) y las demás catego-
rías. Según Pierre Aubenque, para el que las categorías muestran el en-
raizamiento esencial de los distintos sentidos del ser en los diversos modos
de predicación, la substancia aparece, por un lado, en la clasificación aristo-
télica de las categorías como una significación del ser entre otras, pero por
otro lado aparece como aquella significación esencial del ser en virtud de la
cual las demás significaciones del ser son tales. En este sentido, la subs-
tancia es el fundamento inmanente de la tabla aristotélica de las catego-
rías, es su primer término, y pertenece por tanto a la tabla aunque es su
fundamento porque en ella se basan todas las demás. Las categorías que no
son la substancia no hablan (kata) de la esencia, sólo dicen relación a
(pros) la esencia. Dichas categorías secundarias son, al decir de Auben-
que, un «rebrote» y un «accidente» de la esencia, ya que son producto
suyo, pero brotan aparte, como réplicas debilitadas, como accidentes del su-
jeto (El problema del ser en Aristóteles). Podemos ver aquí una cierta jerar-
quía ontológica entre la substancia y el resto de las categorías que se dicen
de ella, que dio lugar a la doctrina medieval de la distinción entre la subs-
tancia y sus accidentes y la preeminencia de aquéllas sobre éstos.

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2. LA TEORÍA KANTIANA DE LAS CATEGORÍAS

La segunda teoría clásica de las categorías es la proporcionada por


Kant (1724–1804), el cual introduce un giro decisivo en la relación existen-
te entre lenguaje, pensamiento y realidad subyacente a todo enfoque sobre
las categorías. Para Kant las categorías no son ya divisiones del ser ni me-
ras formas lingüísticas, sino que son conceptos puros del entendimiento
mediante los cuales éste ordena la experiencia y unifica las intuiciones sen-
sibles para poder conocer los objetos. El enfoque trascendental de Kant
hace de las categorías los conceptos que dan la unidad a la síntesis pura
que la imaginación lleva a cabo sobre la diversidad de elementos de la intui-
ción pura, y por tanto las considera como condiciones de posibilidad del co-
nocimiento de los objetos.
Kant deriva su tabla de categorías de la tabla de los juicios, ya que
considera que cada una de ellas es el predicado de un juicio posible, y por
tanto si tenemos la tabla de los juicios, podemos deducir de ella la tabla de
las categorías. Dividiendo los juicios según la cantidad, la cualidad, la rela-
ción y la modalidad, obtenemos la tabla de categorías agrupada de la misma
manera; categorías de cantidad: unidad, pluralidad, totalidad; categorías de
cualidad: realidad, negación, limitación; categorías de relación: substancia,
accidente, causa y efecto, comunidad; categorías modales: posibilidad–
imposibilidad, existencia–no existencia, necesidad–contingencia. Kant afirma
que sólo por estas categorías se pueden pensar los objetos, ya que esta di-
visión, al contrario que la de Aristóteles, es sistemática por haber sido dedu-
cida de un principio común: la facultad de juzgar, que es la facultad de pen-
sar. La tabla anterior de categorías es dividida por Kant en dos partes, de
las cuales la primera se refiere a los objetos de la intuición y la segunda a la
existencia de dichos objetos; la primera parte la constituyen las categorías
matemáticas y la segunda las categorías dinámicas.
Kant no se limita a exponer su tabla de categorías, sino que procede a
lo que denomina su deducción, que ha de entenderse en el sentido jurídi-
co de justificación de las mismas. Dicha deducción trascendental nos explica
«cómo los conceptos pueden referirse a priori a objetos», dando lugar al co-
nocimiento como experiencia en la que se distinguen dos elementos: la ma-
teria de dicho conocimiento empírico, ofrecido por los sentidos y la forma
que ordena dicha materia, proporcionada por los conceptos. Sensibilidad y
entendimiento, intuición y categorías, son esenciales para producir el cono-
cimiento empírico. Esto exige que los objetos para poder ser conocidos de-
ben ajustarse a las condiciones formales de la sensibilidad y además que es-
tén de acuerdo también con las condiciones que impone el pensamiento.
Dos condiciones pues, para poder conocer un objeto: «Intuición, mediante
la cual se da el objeto como fenómeno; concepto, mediante el cual se conci-
be un objeto correspondiente a dicha intuición». Y dado que los conceptos
puros del entendimiento son las categorías, éstas son condiciones funda-
mentales de la experiencia posible. Ahora bien, dado que todo conocimiento
supone una síntesis de la diversidad en la unidad, y dado que las funciones
unificadoras de la experiencia son las categorías, éstas son pues las encar-

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gadas de enlazar a priori y de reunir la diversidad de las representaciones


dadas en la unidad de la apercepción.
Para Kant el enlace no existe en los objetos, sino que es el producto de
la espontaneidad del entendimiento que aparece así como un filtro ordena-
dor y unificador de la experiencia en un mundo único a través de las catego-
rías. Dicha capacidad de unificación y de síntesis de lo diverso que tiene
el entendimiento —que no en la razón, que no es lo mismo— se basa en lo
que Kant denomina la unidad trascendental de la conciencia consistente
en que la representación Yo pienso debe poder acompañar a todas las de-
más representaciones, y ser, por consiguiente, una condición objetiva de to-
do conocimiento, esto hace que «todas las intuiciones sensibles estén suje-
tas a las categorías como condiciones sólo bajo las cuales lo que hay en
ellas de diverso puede reunirse en una conciencia».
Como vemos, para Kant las categorías son elementos esenciales de una
ontología entendida como teoría del conocimiento, que no aborda direc-
tamente los objetos sino a través de sus condiciones epistemológicas de
posibilidad. Este giro epistemológico y subjetivo de la ontología tiene lu-
gar a partir de la fundamental concepción cartesiana que convierte al sujeto
en el individuo congnoscente y reduce el mundo a su imagen, como nos dice
repetidas veces Heidegger, haciendo prevalecer el enfoque oblicuo (in-
tentio obiqua) sobre el enfoque recto que va directamente al ser. La onto-
logía moderna ha sido fundamentalmente una epistemología en la que se
enfrentaban un sujeto y un objeto escindidos entre sí. Frente a esta reduc-
ción de la ontología a la epistemología se han levantado los enfoques direc-
tamente ontológicos que parten de la preeminencia del ser sobre el ser co-
nocido como el de Heidegger o el de Hartmann y los enfoques pragmatistas,
como el de Richard Rorty (1931–2007), que rechazan de forma frontal es-
ta reducción de la ontología, e incluso de toda la filosofía, a una teoría de la
representación basada en la metáfora de la mente como espejo, más o me-
nos deformado, de la naturaleza. La reducción epistemológica de la ontolo-
gía confunde la justificación de las pretensiones del conocimiento con su ex-
plicación causal.

3. LAS CATEGORÍAS EN LA FILOSOFÍA ANALÍTICA

En nuestra época el problema de las categorías se ha planteado en el


ámbito de la filosofía analítica del lenguaje, recogiendo la orientación básica
aristotélica y kantiana analizada anteriormente. Por ejemplo Setephan
Körner (1913–2000) considera la metafísica como la «expropiación, modifi-
cación y propuesta especulativa de las estructuras categoriales» y su noción
de estructura categorial está extraída fundamentalmente del modelo kan-
tiano. Una estructura categorial es «una categorización del universo, junto
con los atributos y principios constitutivos e individualizantes asociados a
cada categoría de entidades». La metafísica plantea dos preguntas ante ca-
da categoría: «qué es lo que constituye una entidad de la categoría» y «qué
individúa una entidad de la categoría». Las respuestas a estas preguntas
son los atributos constitutivos e individualizadores de las entidades corres-

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pondientes a cada categoría. Además de dichos atributos, una estructura


categorial contiene también principios constitutivos e individualizadores a su
vez que expresan la aplicabilidad de los atributos a entidades concretas.
El propio Körner aplica su teoría a Kant de la siguiente manera: los fe-
nómenos externos forman una categoría de entidades, cuyos atributos cons-
titutivos son las categorías kantianas; sus atributos individualizadores son
su localización espacio–temporal concreta. Sus principios constitutivos son
las constataciones de la aplicabilidad de las categorías a dichos fenómenos y
sus principios individualizadores expresan la aplicabilidad del atributo de una
determinada situación espacio–temporal a todos los fenómenos externos.
Para Körner toda estructura categorial presupone una lógica, ya que
las definiciones de los atributos se hace por medio de la implicación lógica
de forma que la pertenencia de una entidad a una categoría implica lógica-
mente la aplicabilidad del atributo constitutivo de la categoría a la entidad e
igualmente sucede con el atributo individualizador. Por otra parte las estruc-
turas categoriales se conectan con la experiencia a través de las teorías
científicas, pero son en cierta manera independientes de ellas ya que di-
chas teorías científicas pueden ser abandonadas y mantener, sin embargo,
la misma estructura categoríal, si la teoría abandonada se sustituye por una
nueva que se adecúa a la misma estructura categorial, lo que nos permite
decir que una estructura categorial es algo más estable y permanente que
las teorías científicas, aunque no sea totalmente inmodificable. Esta modifi-
cabilidad de las estructuras categoriales, nos lleva a que no se puede defen-
der que una estructura categorial determinada es la única posible.
Los principios de las estructuras categoriales son inmodificables consi-
derados desde el interior de dicha estructura, pero dejan de serlo si se ana-
lizan desde el exterior. Por ello una deducción trascendental de una estruc-
tura categorial dada, en el sentido de una justificación de que dicha estruc-
tura categorial es la única admisible, es imposible según Körner. Volvemos
aquí a encontrar una pluralidad, quizás irreductible, de estructuras catego-
riales, que no pueden ser reducidas, contra lo que creía Kant, a una única
tabla de categorías, deducida, es decir, justificada trascendentalmente (Cfr.
Cuestiones fundamentales de filosofía, Parte Cuarta).
El enfoque de la cuestión de las categorías en la filosofía analítica no se
reduce al de Körner, que mantiene un cierto carácter trascendental, sino
que adquiere un marcado carácter lingüístico en las discusiones sobre el te-
ma debidas a Ryle, Strawson, Quine y otros. Para Ryle la clave de una
posible teoría de las categorías reside en buscar un criterio que permita de-
terminar si dos elementos lingüísticos pertenecen o no a la misma categoría.
El método empleado por Ryle en su investigación es el análisis del lengua-
je ordinario. Es decir, es analizando cómo utiliza la gente el lenguaje en su
vida ordinaria, cómo responde a las preguntas que se le hacen y cómo em-
plea su sentido común de usuario de un lenguaje determinado, la manera en
la que podemos resolver los problemas filosóficos, y en concreto, los rela-
cionados con la cuestión que nos ocupa.
El criterio para ver si una expresión lingüística corresponde o no a una
categoría reside en ver si se dan respuestas adecuadas a las preguntas

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formuladas. Si esto no sucede se producen los llamados «errores cate-


goriales» (category mistakes), que surgen cuando violamos las reglas
semánticas del lenguaje, y caemos, por tanto, en el absurdo y el sinsentido.
Un error categorial es una respuesta sin sentido a una pregunta o una pre-
gunta que se produce cuando no tiene sentido seguir preguntando. Por
ejemplo, una vez visitados todos los edificios de la Universidad de Oxford,
no tiene sentido preguntar dónde está la Universidad, ya que dicho término
no está al nivel de los términos que designan los edificios, sino que perte-
nece a otra categoría. Ryle considera que los errores categoriales se produ-
cen al construir frases que, aunque son correctas a nivel sintáctico, no lo
son a nivel semántico por combinar de manera indebida lo que Ryle deno-
mina «factores de las oraciones» (sentence–factors), que son su versión
de las llamadas partes de la oración.
Por otra parte si de una oración completa eliminamos un factor de ora-
ción, la expresión incompleta que nos queda es denominada por Ryle, «es-
quema oracional». Los errores categoriales surgen cuando un factor de
oración se añade a un esquema oracional de forma que no se produce una
oración verdadera o falsa sino un sin–sentido. Viceversa, factores de ora-
ción pertenecientes a la misma categoría pueden completar un esquema
oracional dando lugar a una oración verdadera o falsa. En las palabras de
Ryle: «Dos factores de proposición son de diferentes categorías o tipos si
hay esquemas oracionales tales que cuando las expresiones para aquellos
factores se toman como complementos alternativos para el mismo lugar va-
cío, las oraciones resultantes son significativas en un caso y absurdas en el
otro» («Categorías»). Ryle habla aquí de factores de proposición acep-
tando que la proposición es el significado común a las diferentes oraciones
concretas, lo cual no es aceptado por los enfoques nominalistas. Una limita-
ción del enfoque de Ryle es que al hablar de verdad o falsedad parece limi-
tar su análisis a las oraciones declarativas o descriptivas, dejando aparte las
interrogativas, prescriptivas, expresivas, etc., que no son ni verdaderas ni
falsas.
El enfoque de Ryle, aunque a primera vista sencillo e intuitivo tiene
problemas en las aplicaciones concretas, ya que sólo nos permite decir
cuándo dos expresiones pertenecen a diferentes categorías pero no cuándo
pertenecen a la misma categoría, y además da lugar a resultados paradóji-
cos que nos llevan a que, por ejemplo, mesa y silla pertenezcan a diferentes
categorías porque no se pueden sustituir sin producir un absurdo en el es-
quema oracional «El asiento de la... es duro» como ya denunció Smart. Por
otra parte la postura de Ryle fue criticada por Geoffrey James Warnock
(1923–1995), que le reprocha que su negativa a aceptar una lista finita de
categorías nos impide hablar adecuadamente de categorías.
Strawson también elabora su teoría de las categorías en discusión
crítica con Ryle. Según este último, dos factores proposicionales de tipos o
categorías diferentes conducirán a proposiciones de formas lógicas también
diferentes, lo cual implica que las expresiones «todos» y «algunos», y las
expresiones «y» y «o» por ejemplo pertenezcan a categorías diferentes.
Strawson elabora su teoría de las categorías a partir de la estructura su-

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jeto–predicado, y unas veces considera las categorías como las funciones


que desempeñan expresiones lingüísticas en sus diferentes combinaciones
para dar lugar a oraciones susceptibles de verdad o falsedad, y otras veces
considera las categorías, más estrictamente, como tipos o clases de predi-
cados. En este sentido último, una tabla de categorías consiste en una
tabla de predicados y una serie de reglas para combinar dichos predica-
dos de manera que no se produzcan expresiones absurdas, lo que supone
que estas reglas son semánticas. Por otra parte podemos dar una serie de
criterios para distinguir entre expresiones con función de sujeto y expresio-
nes con función de predicado:

1) Una oración básica puede contener varias expresiones de sujeto para


sólo una de predicado;

2) los predicados pueden negarse, cosa que no sucede con los sujetos;

3) la verdad de una oración reside en la verdad de la atribución del


predicado al sujeto, pero no a la inversa, e igual sucede con la false-
dad;

4) los términos de sujeto, o nombres, pueden ser cuantificados mien-


tras que los términos de predicado no lo son.

Esta última regla recoge la experiencia de Quine de no aceptar como


componentes últimos del mundo, y eso nos lo dan las variables que cuantifi-
camos, a términos abstractos individuales como la redondez o la humani-
dad. A partir de aquí se pueden establecer listas de expresiones que cum-
plen la función de sujeto o predicado, cosa que no realiza Strawson.
Para concluir con esta somera revisión del enfoque analítico sobre el
tema de las categorías, que realizamos siguiendo más o menos el estudio
que Anastasio Alemán Pardo (filósofo español y profesor honorario de la
UAM) lleva a cabo en su obra Teoría de las categorías en la filosofía analítica
(1985), planteamos el problema central para la semántica inspirada por la
gramática generativa de la existencia o no de universales lingüísticos, en-
tendidos como los elementos innatos que posibilitan que un individuo
aprenda cualquier lenguaje humano. Estos universales lingüísticos pueden
ser formales, es decir, relacionados con las reglas gramaticales o sustan-
tivos, relacionados con el léxico empleado por las lenguas humanas y se
agrupan en sintácticos, semánticos y fonológicos. Dichos universales lingüís-
ticos pueden ser considerados como categorías, pero parece preferible res-
tringir este término a los universales semánticos, analizados principalmente
por Jerrold J. Katz (1932–2002) y Jerry A. Fodor [n. 1935, filósofo y psi-
coanalista estadounidense, en las universidades de M.I.T. Rutgers y Nueva
Jersey. Junto a Hilary Putnam (n. 1926, filósofo, matemático e informático
teórico estadounidense, uno de los más prolíficos e importantes desde me-
diados del siglo XX), es uno de los padres del funcionalismo psicológico y
una figura importante de las ciencias cognitivas, en relación a las posturas

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que hacen énfasis en la modularidad de la mente, por ejemplo la Gramáti-


ca generativa de Noam Chomsky. Fodor ha realizado importante contri-
buciones en el campo de la filosofía del lenguaje y de la mente, de las teo-
rías acerca de la arquitectura cognitiva (modularidad, interaccionismo, etc.),
de la psicología, de la psicolingüística (conceptos, semántica, etc.) y de la
teoría de la mente infantil]. Según la teoría semántica de Katz–Fodor de
1963 cada elemento léxico contiene un rasgo sintáctico, que será la parte de
la oración a la que pertenece (substantivo, adjetivo, etc.) y tantos mar-
cadores semánticos como distintos sentidos posea en una lengua dada. Ca-
da marcador semántico impone una retricción selectiva que indica a qué tipo
de objetos puede atribuirse cada sentido del término. El no tener en cuenta
estas restricciones puede producir anomalías semánticas o errores catego-
riales. El significado de cada término está constituido por el conjunto de sus
diferentes sentidos. Las restricciones a las que están sometidas las palabras
están ordenadas de manera que una palabra que esté sometida a la restric-
ción selectiva «Humano» estará también sometida a las restricciones selec-
tivas «Animal», «Viviente» y «Cuerpo físico», lo que permite cada vez que
aparezca «Humano» suprimir por redundancia semántica todos los demás
términos.
Esta regla podría representarse de la siguiente manera según Katz ((M
1) V (M2)í V (Mn)) —> Mk, donde los diferentes M son marcadores semán-
ticos distintos cuya disyunción implica otro marcador semántico más gene-
ral que esté supuesto por todos ellos. Según Katz podemos definir las cate-
gorías semánticas de un lenguaje dado como aquellos marcadores semánti-
cos que aparecen siempre en el lado derecho de las reglas de redundancia
de ese lenguaje y no aparecen nunca en el lado izquierdo de dichas reglas,
lo cual intuitivamente supone que dichas categorías son los términos más
generales y abarcadores del lenguaje considerado. Aplicando estrictamente
dicha teoría tendríamos que en castellano sólo «Objeto físico» y «Objeto
abstracto» serían categorías auténticas por estar supuestas en todas las ex-
presiones lingüísticas castellanas y no suponer ninguna. Si pasamos de las
categorías semánticas de un lenguaje concreto a las categorías semánticas
del lenguaje, tenemos que para Katz dichas categorías serían las comunes a
todos los conjuntos de categorías semánticas de todos los lenguajes, o sea,
su conjunto intersección, lo que plantea el problema de que quizás dicho
conjunto sea vacío dada la variedad de los lenguajes con lo que llegamos a
conclusiones análogas a las de Körner, no es posible demostrar que existe
una única tabla de categorías.

4. OTRAS TEORÍAS CATEGORIALES

En nuestros días, aparte de los análisis lingüísticos de las categorías lle-


vadas a cabo por los filósofos del lenguaje ordinario, ha habido numerosos
intentos de establecer tablas de categorías con un sentido directamente on-
tológico. Entre estos intentos destacamos los llevados a cabo por Nicolai
Hartmann (1882–1950) en su monumental Ortología (1941), por Algred
North Whitehead (1861–1947) en su obra Proceso y Realidad (1929), y

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por Erns Bloch (1885–1977) en su último escrito Experimentum mundi


(1975).
Para Hartmann «todas las distinciones de dominios, grados o estratos
del ser, fundamentales en cualquier sentido, así como los rasgos comunes y
las relaciones vinculadoras imperantes dentro de los dominios, toman la
forma de categorías». El filósofo alemán considera las categorías, en sentido
tradicional como los «fundamentos ónticos» de los dominios de los obje-
tos que tratan las ciencias, y distingue tres grupos de categorías: los mode-
los, los elementales constituidos por parejas de opuestos y las leyes catego-
riales. La tabla de oposiciones del ser nos da doce oposiciones elementales:
Principio–Concretum; Estructura–Modo; Forma–Materia; Interior y Exterior;
Predeterminación–Dependencia; Cualidad–Cantidad; Unidad–Multiplicidad;
Armonía–Pugna; Oposición–Dimensión; Discreción–Continuidad; Substrato–
Relación y Elemento–Complexo.
Por otra parte Hartmann analiza las categorías modales en el tomo II
de su Ontología, Posibilidad y Efectividad (1956) donde distingue la posibili-
dad, la realidad, la necesidad, la causalidad, la imposibilidad y la irrealidad.
Las categorías fundamentales las estudia en el tomo III de dicha Ontología
titulado La fábrica del mundo real. Elementos de una teoría de las categorías
en general, mientras que las categorías especiales las analiza en los tomos
IV y V de dicha Ontología, titulados respectivamente Filosofía de la Natura-
leza y Teoría especial de las categorías.
Las categorías se relacionan entre sí mediante leyes categoriales, cu-
yos principios fundamentales son: el de validez, por el que las categorías
determinan de manera incondicional los objetos a que se refieren; el de
coherencia, por el que cada categoría se encuentra sólo en su estrato ca-
tegorial correspondiente; el de estratificación, según el cual las categorías
de un estrato inferior están contenidas en las de un estrato superior pero no
a la inversa debido a la emergencia de nuevas características en cada estra-
to; y el de dependencia, que se refiere a que las categorías de los estratos
superiores están fundadas en las del estrato inferior, pero no a la inversa.
La teoría categoría! de Hartmann se concibe como un sistema abierto que
recoge las aportaciones de la ciencia moderna en un enfoque ontológico de
tipo tradicional.
En cuanto a Whitehead podemos decir que éste, dentro de su filosofía
organicista y dinamicista elabora un esquema categorial en el que distin-
gue cuatro tipos de categorías:

1. la categoría de lo último

2. categorías de la existencia

3. categorías de explicación

4. las obligaciones categoriales. Estas categorías son para Whi-


tehead «nociones genéricas, inevitablemente presupuestas en nues-
tra experiencia reflexiva».

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METAFÍSICA I — GRADO EN FILOSOFÍA — UNED — CURSO 2013–2014

Por su parte Bloch en su obra Experimentum mundi (1975), desarrolla


su análisis del no–ser–aún como posibilidad a través de una serie de ca-
tegorías que comprenden los siguientes grupos: categorías de encuadra-
miento como el espacio y el tiempo; categorías objetivantes, como la
causalidad, la finalidad, la substancialidad; categorías de la forma o de la
manifestación, constituidas por las formas determinadas del ser consegui-
do; categorías referidas a las regiones esenciales del ser (como hombre, na-
turaleza, moral, religión, estética, etc.); categorías de la realización de lo
que se realiza.
No quisiéramos acabar esta cuestión sin recordar que algunos autores
postestructuralistas como Deleuze (1825–1975) han criticado la distribu-
ción categorial de las cosas, basada en una noción analógica del ser, que
distribuye los entes según «determinaciones fijas y proporcionales» en terri-
torios separados y han propuesto una distribución de los entes nómada, no
sujeta a títulos fijos de propiedad, según la cual, los entes se distribuyen en
un espacio abierto, indefinido, de forma errante y sin leyes categoriales fi-
jas. «Las cosas se distribuyen sobre la extensión de un Ser unívoco y no re-
partido» (Diferencia y Repetición). Mientras que la distribución categorial de
los entes supone la analogía del Ser, la distribución intensiva y no jerárquica
de los entes se basa en un Ser unívoco en el que se distribuyen según dis-
tintos grados de potencia los entes. El pensamiento de Deleuze es acatego-
rial en el sentido de que rechaza las categorías propias del pensar represen-
tativo, pero en cambio no se priva del uso de nociones que se muestran co-
mo «categorías fantásticas» aplicadas a los simulacros, condiciones de la
experiencia real y no sólo de la posible, complejos de espacio y tiempo
transportables a cualquier sitio donde tienen la capacidad de imponer su
propio pasaje; son categorías que expresan acontecimientos más que esen-
cias, son más pragmáticas que semánticas, se refieren a circunstancias, fe-
chas, momentos. Estas nociones deleuzianas se organizan en sistemas
abiertos y configuran mapas, dando lugar a una cartografía que se puede
utilizar teórica y prácticamente como una máquina de guerra.
Las categorías de Deleuze son el mínimo de ordenación posible para
organizar el Caosmos que constituye el mundo, son máximamente móviles
y adaptadas a las necesidades de cada momento y son ejemplos de un pen-
samiento ontológico cuya noción de Ser, basado en acontecimientos y si-
mulacros, ha abandonado las características fuertes de la noción clásica de
Ser dando paso a una ontología débil orientada en un sentido pragmático,
es decir, puesta a disposición de la acción tanto teórica como práctica, y que
más que representar un Ser previamente dado, constituye en cada momen-
to los acontecimientos que precisa.

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TEMA 9: Realidad, posibilidad y necesidad

Las categorías de realidad, posibilidad y necesidad han sido de-


nominadas categorías modales y se pueden considerar categorías lógicas,
epistemológicas y ontológicas. Aristóteles, que fue el primero que introdujo
la consideración de la modalidad, lo hizo aplicándola a los principios, es de-
cir, en un sentido lógico, aunque dada la amplitud de la noción de logos en
la filosofía griega este enfoque lógico estaba revestido de un alcance ontoló-
gico indudable. Aristóteles parte de cuatro tipos de modalidad: posibilidad,
imposibilidad, contingencia y necesidad (De Interpretatione, cap. 13). Con-
viene recordar cómo en los análisis griegos de la modalidad no aparece la
categoría de realidad que sólo será considerada en el ámbito de la modali-
dad a partir de Kant. Volviendo a Aristóteles conviene recordar la noción que
tiene de los juicios modales, que son aquellos en los que el acento está
puesto no tanto en la atribución del predicado al sujeto, como en el modo
como dicho predicado se une o se compone con el sujeto.
Los lógicos escolásticos medievales distinguían en las proposiciones
modales el modus y el dictum. El modus, que es la clave de la proposición
modal, se refiere a la cópula, es decir, a la forma de atribuir el predicado al
sujeto, mientras que el dictum se refiere al predicado y apunta a las carac-
terísticas del mismo que permiten o no la unión de dicho predicado con el
sujeto. Desde el punto de vista ontológico conviene recalcar que Aristóteles
no confunde contingencia con posibilidad, sino que distingue entre «ni im-
posible ni necesario» y «no imposible». «Llamo ser posible (endejesthai) y
lo posible (to endepomenon) a aquello que no es necesario y cuya exis-
tencia podemos suponer que no entraña imposibilidad. Por extensión, y en
un sentido amplio, también se dice de lo necesario que es posible» (Analíti-
cos Primeros, I, 13). Mientras que en el capítulo 15 del mismo tratado dice:
«Por consiguiente, A posiblemente no pertenece a ningún B. Este silogismo
no establece la posibilidad tal como la hemos definido, sino más bien en el
sentido de la no–necesidad de dicha pertenencia, esto es, en el sentido de
que A no pertenece necesariamente a ningún S». William Kneale [1906–
1990, lógico y filósofo de la ciencia inglés, conocido por su obra El desarrollo
de la lógica, de 1962, en la que efectúa un repaso por la historia de la lógica
desde su comienzo en la Antigua Grecia] afirma que fueron razones de tipo
metafísico las que llevaron a Aristóteles a dar más importancia a la noción
de contingencia que a la posibilidad, ya que la distinción entre lo ne-
cesario y lo imposible por un lado, y lo fáctico por otro es clave en su onto-
logía. Lo contingente sería, pues, aquello que es posible y no necesario
a la vez. Esta distinción será clave también en la lógica y la metafísica de
tipo creacionista medieval, para poder afirmar la realidad no necesaria del
mundo, sino meramente contingente. Se puede resumir la teoría de la
modalidad aristotélica en el siguiente cuadro que tomamos de Kneale.

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Por último conviene retomar de Aristóteles la diferencia que establece


entre la necesidad absoluta y la relativa y la posibilidad absoluta y re-
lativa respectivamente... «No es lo mismo decir que toda cosa, cuando
existe, existe necesariamente, que decir simple y absolutamente que dicha
cosa necesariamente existe» (De Interpretatione, 9). Lo existente existe ne-
cesariamente en tanto que existe, pero podría no haber existido, cosa que
no sucede con lo necesario. Al rechazar esta distinción algunos megáricos y
otros lógicos posteriores se ven obligados a aceptar la necesidad absoluta
de todo lo que existe por el mero hecho de su existencia. Por otra parte te-
nemos que «la conclusión no es absoluta o simplemente necesaria, sino
que es necesaria con relación a las premisas» (Analíticos Primeros, I, 10).
La necesidad y posibilidad relativa nos recuerda el hecho de que enunciados
necesarios en relación a otros enunciados no tienen por qué serlo absoluta-
mente, y además que enunciados que expresan cosas posibles en sí pueden
también expresar que dichas cosas son imposibles en relación a ciertas si-
tuaciones expresadas en otros enunciados.
Concluimos este breve análisis de la lógica modal aristotélica en sus
implicaciones ontológicas, constatando que una de las dificultades con que
se topa dicha lógica fue la carencia de una teoría de las proposiciones
sin analizar que es la base requerida para una lógica modal y que fue
desarrollada por los estoicos.
Abandonamos la lógica aristotélica, pero no a Aristóteles ya que su ex-
plicación del movimiento es de gran importancia para aclarar la categoría
de posibilidad ontológica. El problema del movimiento introduce en el ser
una escisión debido a que en el análisis del mismo aparecen dos formas dis-
tintas de ser: ser en acto y ser en potencia. El ser en potencia no es
tanto una presencia como aquello en cuya virtud es posible en general una
presencia. El ser en acto, en cambio, sería el que se muestra en la presen-
cia como presente. En el libro 9 de la Metafísica la potencia aparece desde
un punto de vista físico, como un principio del movimiento y en un sentido
metafísico como materia. Según Giovanni Reale [n. 1931, conocido filóso-
fo helenista italiano de la Universidad católica de Milán y Doctor Honoris Cu-
sa, entre otras, por la Universidad Raimundo Lulio de Barcelona en 2006], el
sentido metafísico de la potencia lo relaciona con la substancia, mientras
que su sentido cinético lo relaciona con las otras categorías. Vemos aquí una
relación entre materia y posibilidad, que será explotada posteriormente por
E. Bloch que hace depender su teoría de la posibilidad de una teoría de la
materia que concibe a ésta como un sustrato dinámico preñado de potencia-
lidades que se despliegan sucesivamente a lo largo del tiempo.
La distinción entre ser en acto y ser en potencia le sirve a Aristóteles
para rechazar la posición de los megáricos, para los cuales lo que no es
actualmente sería imposible. Para Aristóteles no existe sólo lo que está en
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acto, sino también lo que está en potencia, que es posible no sólo en un


sentido puramente lógico sino ontológico y real. La posibilidad real de una
cosa no se puede separar de su actualización o realización, es decir, lo po-
sible (dinaton) incluye su realización, si no de hecho, al menos de dere-
cho. En cambio lo adinaton aparece más que como un imposible lógico,
como algo que carece de la potencia ontológica de realizarse. En este senti-
do lo imposible y lo falso no coinciden. Lo que actualmente es falso y por lo
tanto no se está realizando puede realizarse posteriormente y por tanto es
posible en este momento. Esta problemática entronca con la de los futuros
contingentes, según la cual, actualmente no está definido lo que sucederá
en el futuro, hay cosas que hoy son posibles pero que no se realizarán de
hecho, lo cual no quiere decir que sean imposibles, contra lo que defendían
los megáricos.
Aristóteles restringe la verdad o falsedad de las proposiciones a aquellas
que se refieren a algo en acto, y por lo tanto no acepta que dicha verdad o
falsedad se atribuya a lo que se encuentra en potencia, con lo que da pie a
la introducción de una lógica trivalente que a verdadero y falso añade el va-
lor indefinido y además abre camino a una lógica temporal que incluye la
posibilidad de cambio de los valores de verdad de las proposiciones según el
tiempo en que se emiten éstas. No todo lo que será verdadero mañana, y
por lo tanto habrá ocurrido, es verdadero hoy, ya que muchas de las cosas
que sucederán mañana, hoy son solamente posibles y no necesarias, como
querían los megáricos.
Los estoicos desarrollan una teoría de la modalidad que continúa la
de los megáricos, según la cual, es posible «lo que resulta susceptible de
ser afirmado con verdad cuando las cosas que, aunque externas, acontecen
en conjunción con ello no lo impiden» y es necesario «aquello que cuando
es verdadero, no admite en ningún caso ser objeto de una afirmación falsa»,
según nos transmite Boecio de Dacia (1200–1299). La dimensión lógica de
la modalidad aquí también se encuentra mezclada con consideraciones onto-
lógicas debidas fundamentalmente a la peculiar teoría del destino que de-
fendían los estoicos, según la cual había hechos cuya necesidad no era in-
trínseca sino que dependía de otros hechos relacionados con ellos, a los que
Marco Tulio Cicerón [106 a. C. – 43 a. C., jurista, político, filósofo, escri-
tor y orador romano, es considerado uno de los más grandes retóricos y es-
tilistas de la prosa en latín de la República romana (ver ampliación más ade-
lante)] denomina confatalia.

1. LAS CATEGORÍAS MODALES EN KANT Y EL NEOKANTISMO

En la modernidad es Kant quien desarrolla la teoría modal más com-


pleta que, sin embargo, es más epistemológica que lógica u ontológica y
que se refiere no a la materia de los juicios, sino al valor que muestra la
cópula en su relación con el pensamiento en general. Los juicios modales
son asertóricos —juicios que afirman la realidad de algo—, problemáticos
—afirman la posibilidad— o apodícticos —afirman la necesidad—. A los dis-
tintos tipos de juicios corresponden las siguientes categorías modales:

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posibilidad o imposibilidad —juicios problemáticos—; existencia o no exis-


tencia —juicios asertóricos—; necesidad o contingencia —juicios apodícti-
cos—.
A continuación analizaremos las categorías modales más importantes
a partir de la categoría de realidad. Dicha categoría suele entenderse, a
partir de Kant especialmente, como una categoría epistemológica más
que ontológica, que plantea la cuestión de si el saber de algo está condicio-
nado, aunque sea en parte, por algo exterior al sujeto —realismo—, o si de-
pende sólo del propio sujeto —idealismo—. La cuestión epistemológica de la
realidad se refiere a las condiciones de posibilidad de la existencia de los
objetos reales; es decir, es una cuestión trascendental, que para plan-
tear en su totalidad debería contener no sólo la pregunta de cómo debe ser
el sujeto para que pueda captar algo como real, sino también cómo debe
ser el objeto para poder ser captado como real por el sujeto. Tenemos en
la realidad pues un polo subjetivo, ligado de manera fundamental con la
cuestión de la síntesis de lo diverso, y un polo objetivo ligado con la cues-
tión de la cognoscibilidad de los objetos en una experiencia posible. La
cuestión epistemológica se encuentra pues relacionada directamente con
las cuestiones ontológicas de la constitución del sujeto y del objeto que
hacen posible el conocimiento. La consideración ontológica es primaria
en el sentido de lo que Hartmann denomina consideración «supra objeti-
va» del ser, es decir, la consideración del ser independientemente de su ser
conocido por un sujeto. El ser es algo pleno e independiente de su cognosci-
bilidad, aunque este ser supraobjetivo, por definición, sólo puede ser pos-
tulado y no conocido, porque es el ser antes de su conocimiento.
La cuestión de la realidad nos exige el planteamiento de una teoría del
objeto y una teoría de la constitución trascendental del sujeto. En
cuanto a una teoría general del objeto, y de su clasificación, podemos
distinguir siguiendo a Aloys Müller (1879–1952, filósofo francés) entre ob-
jetos reales —físicos y psíquicos—; objetos ideales; valores y objetos
metafísicos que unifican en tanto que contenidos de la ontología general los
otros objetos analizados por las ontologías particulares. También nos intere-
sa la teoría del objeto de Alexius Meinong [1853–1920, filósofo austríaco,
se lo conoce fundamentalmente por su Teoría de los Objetos y sus estu-
dios de lógica deóntica, basados en su creencia en los objetos inexistentes],
que dentro de los objetos en general (Gegenstände), distingue entre los
objetos en sentido estricto (Objekte) y lo que denomina «objetivos»
(Objektive). Si los objetivos existen, los «objetivos» subsisten. Tanto
unos como otros son objetos del pensar, pero sólo los objetos existen en
sentido estricto. El pensar abarca una función tética por lo que capta un
ser, y una función sintética en la que capta un ser–así (Sosein). De esta
manera tenemos «objetivos» de ser, y «objetivos» de ser–así; los «objeti-
vos» son lo significado en las significaciones, son lo que se alude en los jui-
cios, mientras que los objetos son lo representado en la representación. La
teoría del objeto de Meinong abarca pues a los seres que existen y los se-
res que subsisten en el marco de un cuasi–ser general que va más allá del
ser propiamente dicho. Lo dado abarca pues más que el ser real, y la teoría

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del objeto es más amplia, pues, que la metafísica o teoría de la realidad


(Cfr. Teoría del objeto).
En cuanto a la teoría trascendental del sujeto, concluimos a partir
de la interpretación lingüística que, tanto K. O. Apel —siguiendo a C. S.
Peirce— como J. Habermas, han dado de la noción de sujeto trascenden-
tal tomada de I. Kant y de E. Husserl, que este sujeto no puede ser indi-
vidual, es decir, no coincide con el sujeto empírico concreto, y además
que dicho sujeto está mediado por el lenguaje. La subjetividad tras-
cendental es pues intersubjetiva y lingüística, y para ello es real aquello
que puede ser objeto de un consenso obtenido mediante un diálogo libre de
coerción y no persuasivo por parte de los miembros de una comunidad ilimi-
tada de comunicación, o dicho de otra manera, lo que es real sólo puede
establecerse mediante una comunicación intersubjetiva que cumpla las
exigencias de una situación ideal de diálogo (Habermas). La noción de
realidad por su polo subjetivo, exige pues, una noción dialógica y no mono-
lógica de la racionalidad, ya que ésta no logra escapar al peligro del solip-
sismo y por su polo objetivo, una noción de objeto como captable a la larga
por la comunidad humana considerada como comunidad cognoscente y ex-
perimentadora.

2. POSIBILIDAD Y REALIDAD EN HEGEL

La realidad es la categoría central de las categorías modales y abarca


no sólo a lo actual, sino también a lo virtual. No se puede identificar la
realidad con la efectividad o actualidad, porque, como vimos antes en
Aristóteles, tan real es el ser en acto como el ser en potencia. La realidad
tampoco se reduce a la mera facticidad, ni a la mera existencia, ya que tan
real es la esencia como la existencia. Por otra parte la realidad no está li-
gada a la plenitud del ser, en el sentido según el cual, como en la es-
colástica medieval, algo era más real cuanto más plenitud de ser tenía en el
sentido del mayor número y la mayor complejidad de sus atributos constitu-
tivos.
El carácter central de la categoría de realidad es claramente visible en
la Ciencia de la lógica de Hegel (1812–1816), donde dicha categoría surge
de la mera posibilidad y pasa de la contingencia a la necesidad. La po-
sibilidad es la realidad formal, la pura contingencia que se hace posibilidad
real cuando se da la multiplicidad de circunstancias que van a permitir,
cuando se den en su conjunto, el surgimiento de la realidad como efectivi-
dad. «Cuando las condiciones de una cosa se hallan completamente presen-
tes, entonces ella entra en la realidad». Esta posibilidad real, por tener en sí
el otro momento, el de la realidad, del que estaba privada la mera posibili-
dad formal, es ya por sí misma la necesidad: «lo que es realmente posible,
ya no puede ser de otra manera; en estas determinadas condiciones y cir-
cunstancias, no puede acontecer algo diferente». «La posibilidad real y la
necesidad son diferentes sólo en apariencia...» La necesidad real contiene
en sí misma la contingencia, al ser es ya necesariamente pero podría ha-
ber sido de otra manera. Frente a la necesidad real surge la necesidad abso-

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luta como el devenir propio de aquélla, como su propio ponerse: «como ne-
cesidad real ella es el ser–superado de la realidad en la posibilidad y vice-
versa». Como vemos para Hegel el movimiento dialéctico va de la posibili-
dad a la necesidad pivotando sobre la realidad.
Según la interpretación de Marcuse, la realidad es para Hegel la con-
sumación del ser, y contiene en sí misma el carácter de la posibilidad que
impide que se clausure en la mera existencia. Lo real es siempre más que
sus determinaciones inmediatas, es presencia y al mismo tiempo no es sim-
plemente estar, presencia pura, mera presencialidad, sino paso dinámico y
dialéctico a otra realidad. La realidad se concibe en Hegel como motili-
dad, como dinamicidad, que supera toda conclusión y toda concepción de-
terminada (Ontología de Hegel).
Esta concepción hegeliana de la realidad está en la base de las teorías
tanto de N. Hartmann como de E. Bloch, a pesar de que éste pone el
acento en la categoría de posibilidad más que en la de realidad. Bloch parte
de una concepción dialéctica y procesual de la realidad en la que la con-
tingencia de dicha realidad se muestra grávida de posibilidades, latentes,
aún no desarrolladas. La categoría crítica de la no–contemporaneidad in-
dica por un lado, que no hay relación mecánica entre el ser y la conciencia,
pero también muestra que la realidad nunca se da completamente, que
no coincide nunca completamente consigo misma, porque está esencialmen-
te abierta a la posibilidad y en esta apertura se enraíza la esperanza. La
dimensión utópica es esencial para toda la realidad determinada y asegu-
ra que nunca se podrá clausurar completamente: «La utopía concreta está
en el horizonte de toda realidad; la posibilidad real envuelve e implica las
tendencias–latencias dialécticas abiertas» (Principio Esperanza). El mundo
en sí mismo es sólo un fragmento, es una tentativa, un laboratorium pos-
sibilis salutis, el laboratorio en el que se forja la posibilidad de la salva-
ción.
La utopía blochiana no es irracional, sino que se basa en una teoría
de la materia que sirve de base a su teoría de la historia. La matería se
concibe de forma dinámica, siguiendo la tradición de la izquierda aristoté-
lica, como conteniendo en germen las formas futuras aún no desplegadas.
Es la acción humana quien va extrayendo las formas de la materia en la que
estaban latentes como posibilidades objetivas, pero que requieren dicha
actividad para realizarse definitivamente. La tensión entre realidad y posibi-
lidad se resuelve en una gradación del ser que presenta siempre una dimen-
sión de apertura hacia la utopía. En su última obra Experimentum mundi
(1875), Bloch propone una teoría de las categorías como enunciados
(Aussagen) entendidos en su sentido literal (Aus–sagen) como formas de
«decir fuera», como intentos aún escondidos de un mundo que se presen-
ta como una pregunta abierta, como un enigma. Volvemos a ver aquí la re-
lación entre posibilidad y materia detectada ya en Aristóteles y además una
interpretación abierta y utópica de la concepción dialéctica hegeliana y mar-
xista.
La relación esencial entre la categoría de posibilidad y una concepción
del ser humano como proyecto no pertenece sólo a la tradición del mar-

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xismo hegelianizante, sino que también los existencialistas y especial-


mente Heidegger y Sartre hacen hincapié en esta dimensión de apertura
esencial del ser humano a la posibilidad. En Ser y Tiempo (1927), Hei-
degger considera el «estado de abierto» del Dasein como un elemento
fundamental de su estar en el mundo, y lo relaciona con la angustia la
cual «hace patente en el ser–ahí el “ser relativamente al más peculiar ‘poder
ser’”, es decir, el ser libre para la libertad del elegirse y empuñarse a sí
mismo. La angustia pone al ser–ahí ante su “ser libre para (propensio
in)” la propiedad de su ser como posibilidad que él es siempre ya» (Ser y
Tiempo, Ø 40). Esta relación entre posibilidad, libertad y angustia será ex-
plotada posteriormente por Sartre.
La constitución existenciaria del ser–ahí se muestra como temporalidad
e historicidad, como apertura por tanto a la posibilidad, cuyo horizonte
final es la muerte, lo cual convierte el ser–ahí en un ser para la muerte.
Es precisamente la necesidad ineludible de la muerte lo que otorga valor a
una vida que se vive como proyecto finito y limitado en el marco del
mundo. El origen de la angustia y la náusea es, a la vez, el fundamento
del valor último de la vida. Ya Simone de Beauvoir (1908–1986) planteó
el absurdo que supone para el hombre la inmortalidad.
Por su parte Sartre en El Ser y la Nada (1943) plantea a su vez cómo
la libertad, en tanto que elección en un mundo de posibilidades es lo
que constituye esencialmente al Para–Sí frente a la necesidad absoluta del
En–Sí. «No hay diferencia entre el ser del hombre y su ser–libre». La reali-
dad humana es libertad y por tanto, proyecto, decisión, elección, acción,
compromiso. Mientras que el En–sí se limita a ser simplemente, el Para–sí
tiene que ser, su ser es tarea, proyecto, porque se determina a sí mismo
como un «defecto de ser». «El propio Para–sí se determina perpetuamente
a sí mismo a no ser el En–sí». En el para–sí hay siempre una carencia, una
falta, por lo que se abre, por un lado a los valores y por otro a la posibilidad.
El Para–sí está relacionado y referido a los valores como aquello que no es
y, sin embargo, es de manera incondicional, y además está abierto a los po-
sibles, que «surgen sobre el fondo de nihilización del Para–sí».
Cada Para–sí concreto tiene su propia posibilidad que se da como sus
potencias concretas en el sentido aristotélico, como propiedades concre-
tas de realidad ya existentes. También para Sartre la posibilidad está ya
contenida en la realidad, no es algo que se añada a ésta desde fuera; pero
esta realidad a la que pertenece la posibilidad no es lo del En–sí sino la del
único ser dinámico y abierto, es decir, es la posibilidad del Para–sí. Lo po-
sible es lo que falta al Para–sí para colmarse y convertirse en un ser En–
sí; y por lo tanto es lo que lo mantiene en su estado esencial de creencia y
apertura. El Para–sí nunca coincide consigo mismo debido a la falta de los
posibles que lo completarían y clausurarían. Vemos aquí la dimensión exis-
tencial de la categoría de posibilidad.

3. LA POSIBILIDAD EN LEIBNIZ

La pluralidad (aparente) ligada al concepto de posibilidad es claramente

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perceptible en la obra de Leibniz, el cual pasa de la posibilidad lógica en-


tendida meramente como no contradicción, a la posibilidad real que exige
la componibilidad de los determinados posibles, que deben ser componibles
en un mundo posible. Dios elige entre estos diferentes mundos posibles,
entendidos como conjuntos parciales componibles entre sí, aplicando un
cálculo maximal que conjuga los valores del orden y la riqueza para dar ori-
gen al mundo real. El optimismo liebniziano reside pues en la seguridad de
que Dios ha elegido el mejor de los mundos posibles de manera nece-
saria (las víctimas de la historia no estarían de acuerdo), no porque haya
quitado el mal completamente, sino porque lo ha dosificado de forma tal
que resultara maximizada la pluralidad de seres distintos en todas las gra-
daciones posibles.
Como dice Arthur Oncken Lovejoy (1873–1962) en La gran cadena
del ser (1936), Leibniz es un ejemplo paradigmático de una concepción que
ve al Universo como la Cadena del Ser —la scala naturae o cadena de los
seres es una idea recurrente en la historia de la biología según la cual, todos
los organismos pueden ser ordenados de manera lineal, continua y progre-
siva, sin saltos, comenzando por el más simple hasta alcanzar el más com-
plejo, que normalmente se identifica con el hombre. Aunque la idea se re-
monta hasta la Biblia, la obra de Leibniz (1646–1716) y sus trabajos sobre
el cálculo infinitesimal le darán un nuevo impulso, que se resume en la
célebre frase «La naturaleza no hace saltos». Así, la creencia en la scala na-
turae se hace común a la mayoría de los naturalistas, como Buffon (1707–
1788) o Linneo (1707–1788, ¡mismos años que Buffon!), si bien es Char-
les Bonnet (1720–1793) quien lleva más lejos esta convicción—, con sus
principios de plenitud, continuidad y gradación lineal, de manera que se ma-
ximice la riqueza ontológica del Universo. El resultado quizás paradójico
de esta concepción es que un pensamiento, que en principio se presenta
como pensamiento de la posibilidad, al aplicar los criterios de maximización,
con la consecuencia de la elección necesaria por parte de Dios de un mundo
máximamente rico y pleno, se aproxima peligrosamente a su gran rival del
siglo XVII, el espinosismo, ejemplo paradigmático de una filosofía de la ne-
cesidad y en el que está presente también el argumento de que de Dios en-
tendido como Substancia única se derivan necesariamente una infinidad
de modos infinitamente variados. De manera que, para Spinoza, cual-
quier cosa que concebimos que está al alcance de Dios, existe necesaria-
mente porque lo contrario implicaría la impotencia de Dios en relación con
dicha cosa. Posibilidad y necesidad se hermanan en Spinoza, llegando a
conclusiones no muy distintas de las de Leibniz, debido a que ambos per-
manecen bajo el influjo de la concepción que ve el Universo como la Gran
Cadena del Ser, en la que no hay resquicios, ni faltas, ni vacíos.

4. NECESIDAD Y DETERMINISMO

Con esto hemos llegado a la última categoría modal, la de necesi-


dad, que aparece como una «supramodalidad» que sobrevuela a la posi-
bilidad y a la realidad, ya que como decía Aristóteles «el ente es necesaria-

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mente si él es» (De Interpretatione, 9), y de la misma manera lo que es po-


sible es necesariamente posible, ya que si no sería imposible. La necesidad
de la posibilidad y de la realidad supone un mundo rigurosamente determi-
nista en el que sólo cuentan las posibilidades que se convierten en realida-
des de manera necesaria. La consideración que hace de la necesidad la ca-
tegoría fundamental, eliminando la idea de posibilidades no realizadas, e
identificando por tanto posibilidad con realidad de forma necesaria, exige
una concepción estática del ser que excluya todo devenir.
El camino que va de Parménides (515–530 a. C. – 470 a. C) con su
ser estático y necesario a la noción de potencia aristotélica como exi-
gencia para explicar el movimiento, debe ser recorrido a la inversa si se re-
chaza la idea de un ser dinámico, y esto es lo que ha realizado Emanuele
Severino (n. 1929), cuyo retorno a Parménides viene requerido por su re-
chazo de la dialecticidad y dinamicidad del ser, y por el hincapié puesto en
la categoría de necesidad, frente a toda noción de posibilidad, basada en
último término en la noción de algo intermedio entre el ser y la nada.
No sólo desde una posición estática como la de Severino se rechaza la
posibilidad, también desde una concepción dinamicista extrema como la
de Henri Bergson (1859–1941) se rechaza este concepto. Para el filósofo
vitalista «lo posible no es más que lo real al que se ha añadido un acto del
espíritu que proyecte su imagen en el pasado, una vez que se ha cumplido»
(El pensamiento y el móvil). La realidad se crea continuamente, de mane-
ra nueva e imprevisible, y al reflejarse en el pasado indefinido, parece haber
sido posible en cada momento de este pasado: «lo posible es el espejismo
del presente en el pasado». Lo posible es el propio real echado hacia detrás,
hacia el pasado, de manera artificiosa, de tal manera que se produce una
ilusión. Lo preexistente nunca es un mero posible sino una virtualidad real
que sólo espera su momento para actualizarse. Nunca lo posible se con-
creta en real, sino al contrario, es lo real que se hace posible al proyectarlo
hacia el pasado. Frente a E. Severino que prima la necesidad, Bergson
prima la libertad y la impredicibilidad de la evolución, pero ambos re-
chazan por igual la posibilidad.
La categoría de necesidad ha sido revitalizada últimamente por se-
mánticos como S. A. Kripke (n. 1940) de una tendencia que puede deno-
minarse esencialista, los cuales admiten la cuantificación en los contextos
modales, lo que lleva a hablar de necesidad ontológica expresada en enun-
ciados como «X tiene necesariamente la propiedad F» o «Es necesario que
X», etc. Tenemos que por un lado hablamos de la existencia necesaria de
algo, y por otro atribuimos a un ente alguna propiedad de manera necesa-
ria, o lo que es lo mismo, afirmamos que algo tiene propiedades esencia-
les. El «designador rígido» de Kripke como mecanismo introductor de
nombres propios, nos permite aceptar la idea de propiedades esenciales,
que al ser esenciales en todo mundo posible son por ello necesarias. Si de-
nominamos a una entidad con un nombre propio, éste actúa como un desig-
nador rígido, es decir, se refiere a dicha entidad en todos los contextos o
mundos posibles, de manera que sus propiedades le son atribuidas de forma
necesaria porque si no fuera así no podría ser nombrada siempre de la mis-

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ma manera. Las propiedades esenciales son aquellas que definen la


esencia de la cosa y permiten que se le pueda atribuir un nombre fijo y por
tanto son necesarias (Cfr. Nombre y necesidad).
A continuación vamos a referirnos a la teoría de la necesidad que ha
elaborado Hartmann en el contexto de su análisis de las categorías mo-
dales. Para Hartmann podemos hablar de tres tipos de necesidades: 1)
necesidad lógica, que es la establecida en los razonamientos de tipo con-
dicional y que nos permite pasar necesariamente de la condición al condi-
cionado; de necesidad esencial, que tiene lugar en el reino del ser ideal en
el que se opone lo esencial a lo accidental; 2) necesidad cognoscitiva,
que aunque depende de la lógica no se reduce a ella, es la intelección de la
necesidad más que la necesidad de la intelección, y 3) necesidad real co-
mo una conexión real entre objetos físicos que no se agota en la necesidad
causal, aunque este tipo es su principal forma de presentarse. Desde el pun-
to de vista ontológico este tipo de necesidad real y la necesidad esencial
son los fundamentales, una porque analiza las conexiones reales entre
los objetos físicos y la otra porque establece las características esencia-
les, ideales de dichos objetos.
Las categorías de necesidad y posibilidad están relacionadas con la
cuestión del determinismo en las ciencias, y por ello vamos a concluir con
un breve planteamiento de esta cuestión. Generalmente el pensamiento clá-
sico estaba presidido por la idea de necesidad: el Destino y la justicia con-
trolaban con férrea mano todo lo que sucedía en la naturaleza y entre los
hombres, e incluso los mismos dioses estaban sometidos a dicha necesidad.
El pensamiento cristiano introduce la noción de un Dios voluntarista tomada
de los hebreos, cuya voluntad rige el devenir del universo. En la Edad Media
se enfrentan dos concepciones sobre la relación de la voluntad de Dios con
las leyes naturales y morales: por un lado el intelectualismo, que tendía a
conceder una validez absoluta a las leyes que dependían necesariamente del
propio Dios y el voluntarismo que ponía el acento en la voluntad soberana
de Dios que podía cambiar en cualquier momento dichas leyes. Una concep-
ción se basaba sobre la necesidad de las leyes y la otra sobre su contingen-
cia. Es curioso que tanto Guillermo de Ockham, como René Descartes,
creyesen en un Dios voluntarista.
La ciencia moderna de la naturaleza surge con una concepción determi-
nista rigurosa de las leyes naturales. La expresión de este determinismo ab-
soluto se encuentra de forma ejemplar en el Ensayo filosófico sobre las pro-
babilidades (1820) de Pierre–Simon Laplace (1749–1827, astrónomo, fí-
sico y matemático francés que inventó y desarrolló la transformada de
Laplace y la ecuación de Laplace. Fue un creyente del determinismo causal,
que explicó en sus obras Ensayo filosófico sobre las probabilidades de 1820,
Exposición del sistema del mundo de 1836 y Tratado de mecánica celeste,
1799–1825, donde hacía gala de su «Teoría del calculador divino»:
quien pudiera conocer la posición y velocidad de todas las partículas del uni-
verso en un instante determinado, podría calcular todo lo que hubiera ocu-
rrido en el pasado y todo cuanto hubiera de ocurrir en el porvenir. El deter-
minismo laplaciano estuvo vigente hasta la introducciónde la Teoría de la

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Relatividad (1905 y 1915) de Albert Einstein): «Todos los acontecimientos


(...) no son sino una secuencia tan necesaria como las revoluciones del sol.
Al ignorar los lazos que los unen al sistema total del universo, se los ha he-
cho depender de causas finales o del azar, según que ocurriesen o se suce-
dieran con regularidad o sin orden aparente, pero estas causas imaginarias
han ido siendo descartadas a medida que se han ido ampliando las fronteras
de nuestro conocimiento, y desaparecen por completo ante la seria filosofía
que no ve en ellos más que la expresión de nuestra ignorancia de las verda-
deras causas». Esta concepción rigurosamente determinista se ha puesto
en cuestión debido a los descubrimientos de la mecánica cuántica, por
un lado, y por el papel que el azar desempeña en la termodinámica de
los sistemas complejos, especialmente los seres vivos y las sociedades
humanas. Todo esto nos lleva a la concepción actual de un mundo abierto
en el que no todo está previsto y en el que azar y necesidad se combinan de
forma creadora.
Sin embargo no todos los científicos se adhieren a esta concepción inde-
terminista y azarosa del mundo; Albert Einstein [1879–1955, físico ale-
mán de origen judío y considerado el científico más importante del siglo XX.
En 1905, cuando era un joven físico desconocido, empleado en la Oficina de
Patentes de Berna, publicó su «Teoría de la relatividad especial». En
ella incorporó, en un marco teórico simple fundamentado en postulados físi-
cos sencillos, conceptos y fenómenos estudiados antes por Henri Poincaré
(1854–1912, prestigioso polímata: matemático, físico, científico teórico y
filósofo de la ciencia) y por Hendrik Lorentz (1853–1918, físico y matemá-
tico neerlandés galardonado con el Premio Nobel de Física del año 1902).
Como una consecuencia lógica de esta teoría, dedujo la ecuación de la física
más conocida a nivel popular: la equivalencia masa–energía, E=mc2. Ese
año publicó otros trabajos que sentarían bases para la física estadística y la
mecánica cuántica. En 1915 presentó la «Teoría de la relatividad gene-
ral», en la que reformuló por completo el concepto de gravedad. Una de las
consecuencias fue el surgimiento del estudio científico del origen y la evolu-
ción del Universo por la rama de la física denominada cosmología. En 1919,
cuando las observaciones británicas de un eclipse solar confirmaron sus
predicciones acerca de la curvatura de la luz, fue idolatrado por la prensa.
Einstein se convirtió en un icono popular de la ciencia mundialmente famo-
so, un privilegio al alcance de muy pocos científicos. Por sus explicaciones
sobre el efecto fotoeléctrico y sus numerosas contribuciones a la física teóri-
ca, en 1921 obtuvo el Premio Nobel de Física y no por la Teoría de la Relati-
vidad, pues el científico a quien se encomendó la tarea de evaluarla, no la
entendió, y temieron correr el riesgo de que luego se demostrase errónea.
En esa época era aún considerada un tanto controvertida] en sus discusio-
nes con Bloch y, en nuestros días René Thom [1923–2002, Matemático
francés fundador de la teoría de las catástrofes. Básicamente la teoría de
las catástrofes representa la propensión de los sistemas estructuralmente
estables a manifestar discontinuidades y divergencias repentinas en el com-
portamiento o en los resultados. También depende de la histéresis; es decir,
que el estado depende de su historia previa, pero si los comportamientos se

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invierten, conducen entonces a que no se vuelva a la situación inicial. La


teoría de las catástrofes comparte ámbito con la teoría del caos —Teoría
del caos es la denominación popular de la rama de las matemáticas, la física
y otras ciencias que trata ciertos tipos de sistemas dinámicos muy sensibles
a las variaciones en las condiciones iniciales. Pequeñas variaciones en dichas
condiciones iniciales pueden implicar grandes diferencias en el comporta-
miento futuro; complicando la predicción a largo plazo. Esto sucede aunque
estos sistemas son en rigor determinísticos, es decir; su comportamiento
puede ser completamente determinado conociendo sus condiciones inicia-
les— y con la teoría de los sistemas disipativos desarrollada por Ilya
Prigogine (ver a continuación). René Thom Recibió la medalla Fields en
1958] en polémica con Ilya Prigogine [1917–2003, físico, químico, sisté-
mico y profesor universitario belga de origen ruso, galardonado con el Pre-
mio Nobel de Química en el año 1977 por sus investigaciones que lo llevaron
a crear el concepto, en 1967, de estructuras disipativas. Las estructuras
disipativas constituyen la aparición de estructuras coherentes, autoorgani-
zadas en sistemas alejados del equilibrio. Se trata de un concepto de Ilya
Prigogine, que recibió el Premio Nobel de Química «por una gran contribu-
ción a la acertada extensión de la teoría termodinámica a sistemas alejados
del equilibrio, que sólo pueden existir en conjunción con su entorno».
El término estructura disipativa busca representar la asociación de
las ideas de orden y disipación. El nuevo hecho fundamental es que la di-
sipación de energía y de materia, que suele asociarse a la noción de pérdida
y evolución hacia el desorden, se convierte, lejos del equilibrio, en fuente de
orden. El ejemplo clásico utilizado por Prigogine para las estructuras disipa-
tivas es la «inestabilidad de Bénard». Se trata de una capa horizontal de
líquido que tiene una diferencia de temperatura entre la superficie superior e
inferior producto de que ésta última es calentada. Existe por tanto un gra-
diente de temperatura, al estar la base más caliente que la superficie, que
produce la conducción de calor de abajo hacia arriba. La inestabilidad se
produce cuando el gradiente sobrepasa cierto límite. En este caso el trans-
porte de calor por conducción —colisión entre partículas— se ve aumentado
por un transporte por convección, en el que las moléculas participan de un
movimiento colectivo. Se forman vórtices que distribuyen la capa líquida en
«celdas» de agua. Si se analiza la probabilidad de que un fenómeno como la
«inestabilidad de Bénard» se produzca espontáneamente, se llega a la con-
clusión de que dicho fenómeno es prácticamente imposible.
Lejos del equilibrio, la materia se comporta de forma diferente a las re-
giones cercanas al equilibrio. En un lenguaje vulgar, una estructura disi-
pativa sería la encargada de permitir alcanzar un cierto orden a expensas
de un aporte continuo de energía externa al sistema. De ahí que se le asocia
al no equilibrio, pues origina condiciones que no son alcanzables espontá-
neamente, pero a las que sí se llegan, y mantienen en equilibrio, si cíclica-
mente se le incorpora energía. Se dice que tales sistemas concluyen en un
«equilibrio estacionario».
Ilya Prigogine habla con especial ahínco sobre este nuevo estado de la
materia en su obra ¿Tan sólo una ilusión? (1972 y 1982): con las estructu-

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ras disipativas se abre un «nuevo diálogo entre el hombre y la naturaleza»],


afirman el determinismo frente al indeterminismo cuántico y el ligado a los
sistemas complejos. Thom recupera la noción de causalidad, ya que para
él no podemos prescindir de esta noción que impregna nuestro lenguaje y
nuestra visión del mundo. Thom defiende una concepción local del de-
terminismo, en el sentido de «sumergir la evolución de los sistemas consi-
derados en un conjunto de evoluciones virtuales» de manera que se elimine
en parte dicha virtualidad. Esto no exige que la solución sea única. Por otra
parte su causalidad busca más el rigor cualitativo en su modelización de la
realidad que la precisión cuantitativa de las medidas. Thom piensa que has-
ta el indeterminismo de la mecánica cuántica se podría eliminar mediante la
introducción de parámetros ocultos —variables ocultas— en número finito,
en la línea de la teoría del Teorema de John Stewar Bell [1928–1990, fí-
sico irlandés conocido por formular el «Teorema de Bell». En 1964 escri-
bió un texto titulado Sobre la paradoja Einstein–Podoslky–Rosen. En ese
trabajo, mostró algunos rasgos particulares de la paradoja de Einstein–
Podolsky–Rosen (EPR), derivando así en la desigualdad de Bell, que es apli-
cada en Mecánica cuántica para cuantificar matemáticamente las implicacio-
nes planteadas teóricamente en la paradoja EPR y permitir así su demostra-
ción experimental.
La paradoja de Einstein–Podolsky–Rosen, denominada «Paradoja
EPR», consiste en un experimento mental propuesto por Albert Einstein,
Boris Podolsky y Nathan Rosen en 1935. Es relevante históricamente, pues-
to que pone de manifiesto un problema aparente de la mecánica cuántica, y
en las décadas siguientes se dedicaron múltiples esfuerzos a desarrollarla y
resolverla.
A Einstein (y a muchos otros científicos), la idea del entrelazamiento
cuántico le resultaba extremadamente perturbadora. Esta particular caracte-
rística de la mecánica cuántica permite preparar estados de dos o más partí-
culas en los cuales es imposible obtener información útil sobre el estado to-
tal del sistema haciendo sólo mediciones sobre una de las partículas. Por
otro lado, en un estado entrelazado, manipulando una de las partículas, se
puede modificar el estado total. Es decir, operando sobre una de las partícu-
las se puede modificar el estado de la otra a distancia de manera instantá-
nea. Esto habla de una correlación entre las dos partículas que no tiene con-
trapartida en el mundo de nuestras experiencias cotidianas.
El experimento planteado por EPR consiste en dos partículas que inter-
actuaron en el pasado y que quedan en un estado entrelazado. Dos obser-
vadores reciben cada una de las partículas. Si un observador mide el mo-
mento de una de ellas, sabe cuál es el momento de la otra. Si mide la posi-
ción, gracias al entrelazamiento cuántico y al «Principio de incertidumbre»:
en mecánica cuántica, la relación de indeterminación de Werner Heisen-
berg (1901–1976, físico alemán) o «Principio de incertidumbre» esta-
blece la imposibilidad de que determinados pares de magnitudes físicas sean
conocidas con precisión arbitraria. Sucintamente, afirma que no se puede
determinar, en términos de la física cuántica, simultáneamente y con preci-
sión arbitraria, ciertos pares de variables físicas, como son, por ejemplo, la

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posición y el momento lineal (cantidad de movimiento) de un objeto dado.


En otras palabras, cuanta mayor certeza se busca en determinar la posición
de una partícula, menos se conoce su cantidad de movimiento lineal y, por
tanto, su velocidad. Este principio fue enunciado por W. Heisenberg en 1927
y forma parte de la conocida como «Interpretación de Copenhague».
El principio de indeterminación no tiene un análogo clásico y define una
de las diferencias fundamentales entre física clásica y física cuántica. Desde
un punto de vista lógico es una consecuencia de axiomas corrientes de la
mecánica cuántica y por tanto estrictamente se deduce de los mismos. —,
puede saber la posición de la otra partícula de forma instantánea, lo que
contradice el sentido común.
La paradoja EPR está en contradicción con la teoría de la relatividad, ya
que aparentemente se transmite información de forma instantánea entre las
dos partículas, vulnerando así el dogma de la Teoría de la Relatividad de que
nada puede ir más rápido que la luz. De acuerdo a EPR, esta teoría predice
un fenómeno —el de la acción a distancia instantánea— pero no permite ha-
cer predicciones deterministas sobre él; por lo tanto, la mecánica cuántica
es una teoría incompleta, que podríamos completar si conociésemos las
variables ocultas. Lo cual la convertiría en una teoría determinista, pues
«Dios no juega a los dados».
Esta paradoja —aunque, en realidad, es más una crítica que una para-
doja—, critica dos conceptos cruciales: 1) la no localidad de la mecánica
cuántica —es decir, la posibilidad de acción a distancia— y 2) el problema de
la medición. En la física clásica, medir un sistema, es poner de manifiesto
propiedades que se encontraban presentes en el mismo, es decir, que es
una operación determinista. En mecánica cuántica, constituye un error asu-
mir esto último. El sistema va a cambiar de forma incontrolable durante el
proceso de medición (que sólo podríamos esquivar eliminar al actor, lo cual
no es posible por el momento), y solamente podemos calcular las probabili-
dades de obtener un resultado u otro.
Pues bien, el «Teorema de Bell» pone en evidencia el principio de
las causas locales —principio que postula que lo que ocurre en una región
del espacio no depende de variables controladas por un experimentador en
otra región distante—, y parece dar a entender que nuestro universo es
“no–local”, que no tiene partes separadas —salvo para nuestra percep-
ción— y que existen unas variables desconocidas “no–locales”. Su teo-
rema demostró que el principio de las causas locales es incompatible con las
predicciones estadísticas de la teoría cuántica] sobre las variables ocultas:
ninguna teoría física de variables ocultas locales puede reproducir todas las
predicciones de la mecánica cuántica. Aunque esta última teoría tiene el in-
conveniente de que no es local sino que hace intervenir el universo en su
conjunto y la acción a distancia. El problema es que, hoy por hoy, no dispo-
nemos de una teoría local que gracias a unos parámetros ocultos en núme-
ro finito elimine el indeterminismo, y por ello es más realista aceptar éste.
La actitud determinista de la ciencia se encuentra una y otra vez ante
la necesidad de admitir el indeterminismo efectivo de la realidad. Aún en
sistemas mecánicos rigurosamente deterministas la sensibilidad respecto a

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variaciones mínimas de las condiciones iniciales puede producir lo que se


conoce como «caos determinista». Por otra parte los atractores de un
sistema pueden no ser un punto o un ciclo límite sino ser lo que se deno-
mina un atractor fractal, tan sumamente complicado que aunque lo ten-
gamos definido con precisión no nos sirve para predecir, y por tanto el com-
portamiento del sistema parece caótico. Prigogine, frente al determinismo
de Thom, opone un universo cuyas leyes básicas serían la inestabilidad, el
azar y la irreversibilidad, un universo evolutivo cuya realidad no puede
ser devuelta a la identidad.
Como conclusión provisional podemos apuntar que, independientemente
de que el azar sea un constituyente ontológico de la realidad o una conse-
cuencia de la pobreza de nuestros medios predictivos, parece que en los
sistemas complejos no es fácil librarse de él y que aunque se lo intente
restringir y controlar con una modelización cada vez más potente, el estado
actual y el previsible de nuestra ciencia nos exige tenerlo en considera-
ción como un elemento esencial del universo y explorar sus potenciali-
dades que, como nos indica la obra de Prigogine y Henri Atlan (n. 1931,
biólogo y filósofo alemán) entre otros, no son sólo destructivas sino tam-
bién generadoras de orden en ciertas condiciones (Cfr. Proceso al azar)
(véase el epígrafe nº4 «Devenir, complejidad y teoría de las catástrofes»
del tema 11, donde se continúan abordando estas cuestiones).
Concluimos aquí este análisis de las categorías modales de necesidad,
posibilidad y realidad que constituyen distintos modos en que se presenta el
ser, que no se confunde ni con las distintas formas de ser que son la reali-
dad y la idealidad, ni con los distintos momentos del ser que son la existen-
cia y la esencia en la terminología de Hartmann.

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TEMA 10: Esencia y apariencia

La Metafísica occidental ha distinguido desde su comienzo con Parmé-


nides entre un mundo esencial y verdadero y un mundo apariencial que ve-
laba–descubría el primero. El comienzo de la filosofía se puede identificar
precisamente con esta escisión radical. La diosa del Poema de Parméni-
des establece claramente la separación: «ahora es necesario que te ente-
res de todo: por un lado, el corazón inestremecible de la verdad bien redon-
da; por otro las opiniones de los mortales, para las cuales no hay fe verda-
dera» (28 B1). Pero esta dualidad referida a la constitución de la fisis esta-
ba ya en los fisiólogos jónicos, aunque sin llegar a esta claridad y precisión.
La escisión física y ontológica de los jonios se convierte en lógica y episte-
mológica en Parménides, sin abandonar por ello sus aspectos ontológicos.
Ya el arjé de los jónicos se mostraba como un principio más en el sentido
de fundamento que de origen, al igual que los números pitagóricos. En estos
primeros pasos de la Metafísica occidental, los pensadores griegos buscan
más allá de las apariencias, un mundo esencial que sirva de fundamento a
aquéllas. Algo inmóvil que explique el movimiento, algo sin origen que origi-
ne las cosas; algo permanente que sustente lo caduco y efímero; algo no
presente que dé origen a la presencia. Este algo fue llamado arjé, apeiron,
fisis, logos, por último Ser (estin).
Heidegger relaciona la apariencia con la fisis, ya que las raíces lingüís-
ticas de fenómeno están emparentadas con las raíces de fisis. «Fiein, el
brotar que reposa en sí mismo, es fainesthai, iluminar, mostrarse, aparien-
cia». La esencia, el ser, tiene en griego tres significados principales: vivir,
brotar y permanecer. Lo que es, lo vivo, lo que brota, lo que surge y se po-
ne derecho, lo que permanece, habita, se detiene. Esta esencia, esta natu-
raleza, sin embargo, no se muestra, le gusta ocultarse y en su lugar surge
la apariencia. Hay, pues, una relación básica entre la esencia y la apariencia
ya desde el origen.
La apariencia manifiesta a la esencia pero a la vez la oculta. Lo vivo
manifiesta la vida, pero no lo agota; lo que brota tampoco es uno con lo que
lo hace brotar. Lo permanente se muestra a través de la caducidad. Por ello
ya en Grecia, aparece un imperativo de gran alcance ontológico: «Llega a
ser el que eres», es decir, haz que tu apariencia se reconcilie con tu esencia
y la muestra tal cual es. Desde el origen al ser, a la esencia, le pertenece
necesariamente el aparecer, y a éste revelar–ocultar al primero. Lo que es
la fisis consiste en su aparecer múltiple y esta multiplicidad de las aparien-
cias oculta la unidad de la esencia.
Heidegger analiza estas dos caras fundamentales de la esencia y la apa-
riencia no sólo en la filosofía presocrática sino también en la tragedia. El
Edipo Rey (430 a. C.) de Sófocles [496 a. C. – 406 a. C., Sófocles fue un
poeta trágico de la Antigua Grecia. Autor de obras como Antígona o Edipo
Rey, se sitúa, junto con Esquilo y Eurípides, entre las figuras más destaca-
das de la tragedia griega] es «la tragedia de la apariencia» por antonoma-
sia, en la que Edipo emprende la búsqueda de su esencia, de su origen, has-

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ta llegar a lo que estaba oculto y al final se muestra; su esencia es la de un


asesino, cuyo crimen extiende sus consecuencias nefastas entre su pueblo.
El desvelamiento de lo oculto se produce en la tragedia como re-
sultado de una investigación, entendida como una «lucha por el ser mismo»,
por la verdad del ser que se revela detrás de las apariencias. Hay una rela-
ción indisoluble entre la esencia y la apariencia, pero ésta al darse por aqué-
lla no sólo la vela sino que es engañosa porque se da por lo que no es. La
apariencia engaña al presentarse como la verdadera esencia. Para Heideg-
ger el primer esfuerzo que realizó el pensamiento metafísico occidental en
sus orígenes fue el intentar distinguir entre la esencia y la apariencia, ya
que ésta no se presenta como un mero no–ser sino que pretende ser el ser
verdadero y suplantar, por tanto, a la esencia. El filósofo debe pues man-
tenerse en el ser, existir en la claridad del ser; tiene por otra parte que dis-
tinguir entre el ser y las apariencias, y por último, tiene que preservar «tan-
to a la apariencia como al ser, del abismo del no–ser» (Introducción a la Me-
tafísica, IV, 2). Este es el sentido último de la tripartición establecida en el
Poema de Parménides y que se superpone a la escisión entre ser y apa-
riencia con la que empezamos. La vía del ser es la única practicable que nos
lleva a la verdad, a lo permanente, a lo esencial; la vía de la opinión nos
mantiene en el error porque nos hace confundir la esencia con las aparien-
cias; pero hay una vía imposible: la del no–ser que se muestra como un
abismo lógico y ontológico; es impensable e impracticable.
Como vemos los griegos mantuvieron una tensión entre esencia y apa-
riencia, concebidas ambas como dos fuerzas trabadas y opuestas a la vez.
Sin embargo esta tensión se rompió a partir de la sofística y de Platón, es-
pecialmente de este último que introdujo un abismo, un jorismós entre
esencia y apariencia, quedando ésta en el mundo de aquí abajo y marchan-
do aquélla a un mundo separado: el mundo verdadero de las Ideas. Esta
separación será mantenida y aún amplificada por el pensamiento cris-
tiano, que identificó la esencia con Dios y la apariencia con las criaturas,
quedando definitivamente este mundo situado frente a un más allá tras-
mundano.
El pensamiento aristotélico, cuyo principal problema consistía en ex-
plicar el movimiento de los seres en el mundo sublunar, reinterpretó las
Ideas platónicas como las esencias intrínsecas a las propias cosas, como la
naturaleza propia de cada cosa, es decir, como aquello que la hace ser lo
que es volviendo al sentido originario de fisis en los presocráticos. Esta no-
ción aristotélica de esencia ha dominado todo el pensamiento medieval que
complicó el problema de relación entre esencia y apariencia con el problema
de la relación entre la esencia y la existencia de las cosas, entre la quiddi-
tas y el esse de cada cosa; o sea entre el qué sea una cosa y el hecho
mismo de que sea. Las connotaciones teológicas de esta problemática son
claras, ya que al contrario de Dios, para el que su esencia consiste en exis-
tir, para los seres creados hay una distinción entre su esencia y su existen-
cia.
En su obra Sobre la esencia (1963), Xavier Zubiri [1898–1983, filósofo
español cuya filosofía es de una gran originalidad. En ella destaca su elabo-

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ración de una nueva idea de la realidad. La realidad no es sinónimo de las


cosas existentes sino que es lo presente en la percepción como siendo algo
propio de lo dado, es a lo que Zubiri llama «de suyo». Ha ejercido gran in-
fluencia en la teología de la liberación y en las filosofías de la praxis con-
temporáneas] retoma y refina esta noción aristotélica de esencia, a partir de
la cual elabora su propia teoría que considera la esencia como un momen-
to de una cosa real; dado que la esencia es el correlato real de la defini-
ción, esto implica que la misma unifica las notas distintivas de la cosa en la
definición; además la esencia unifica también a la propia cosa; al conside-
rarse como idéntica con la substancia, la esencia es el principio en el que se
fundan las demás notas o características definitorias de la cosa; por último,
la esencia está relacionada con la verdad ontológica de la cosa.
Para Zubiri sólo tienen esencia en sentido estricto las cosas reales, y
dicha esencia no constituye una realidad que estuviera en el interior de la
cosa sino que se identifica con la cosa misma, entendida como una subs-
tancia. Zubiri entiende la esencia como un momento constitutivo y no
meramente lógico de la cosa, lo que hace que no se reduzca a la mera defi-
nición conceptual de dicha cosa. Volviendo al origen griego de la noción de
esencia, Zubiri la entiende como aquello por lo cual la realidad es tal
cual es, es decir como constituyendo la «talidad» de la cosa y como aque-
llo por lo cual la realidad es real, es decir, como la «trascendentalidad»
de la cosa.

1. ESENCIA Y APARIENCIA EN KANT Y EL IDEALISMO

La relación de esencia y apariencia recibe un enfoque completamente


distinto en la filosofía trascendental de Kant, el cual interpreta la aparien-
cia como fenómeno, pero a su vez cambia el acento ontológico que jerar-
quizaba ambos polos de la oposición en detrimento de la apariencia. El en-
foque trascendental privilegia el momento de la apariencia del fenómeno y
reduce la esencia a una mera cosa en sí incognoscible: «los fenómenos se
llaman phaenomena si como objetos son pensados según la unidad de las
categorías. Mas si yo admito cosas que son sólo objetos del entendimiento
y, no obstante, como tales pueden darse a una intuición, aunque no a la
sensible (...), esas cosas se llamarían noumena (inteifigibilia)» (Crítica
Razón Pura, A 249). En las interpretaciones tradicionales de Kant, sólo pue-
de darse un sentido negativo de noumena, según el cual éste sería in-
cognoscible. Sólo el idealismo posterior admitiría la posibilidad de una intui-
ción intelectual capaz de captar los noumena como la intuición sensible
capta los phaenomena.
Kant considera las cosas que se nos presentan en el mundo como fe-
nómenos (Erscheinungen), es decir como «cosas en el aparecer»; y su
unidad de conexión en un mundo fenoménico viene determinada por el sis-
tema de los conocimientos sintéticos a priori, como nos dice Heidegger en
La esencia del fundamento (1929). La realidad de los fenómenos, su esen-
cia, su quiddidad (Sachheit), entendida como la unidad completa de su
multiplicidad, no puede ser captada en una intuición sensible, sino que sólo

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es accesible mediante una representación que Kant denomina idea y que es


trascendente.
Para Kant la unidad sensible de los fenómenos no es nunca completa: la
completitud sistemática de los fenómenos sólo es posible por la razón —
analítica trascendental— y no por el entendimiento —dialéctica trascenden-
tal— y sobrepasa por tanto la experiencia. La idea representa la unidad y la
totalidad de una manera que no puede proyectarse en una imagen, y por
tanto tampoco puede relacionarse directamente con lo intuible en la expe-
riencia, sino que se refiere a la totalidad de las condiciones de dicha expe-
riencia, es decir, a lo incondicionado. El mundo como idea es tras-
cendente, sobrepasa los fenómenos, de los que constituye su totalidad
completa y sistemática.
Retornamos aquí a la dualidad esencial entre un mundo como totalidad
de las condiciones de los fenómenos, objeto de las ideas de la razón, y un
mundo como conjunto de fenómenos ordenados entre sí por los conceptos
del entendimiento o categorías. La dualidad sin embargo se replantea en
Kant, ya que si bien la tendencia hacia ese mundo ideal es constitutiva de la
razón humana, la posibilidad de acceder a dicho mundo cognoscitivamente
se revela también como ilusoria; este mundo sólo es posible como «un con-
suelo, una obligación, un imperativo (en el fondo, el antiguo sol, pero visto
a través de niebla y escepticismo; la idea se ha vuelto sublime, pálida, nór-
dica, kantiana)». Como nos dice Nietzsche en «Cómo el “mundo ver-
dadero” se convirtió al fin en una fábula» (El Crepúsculo de los Idolos), el
mundo verdadero se convierte en incognoscible, en inaccesible e indemos-
trable y sólo permanece como un anhelo y como un imperativo. Este mundo
verdadero, el mundo de la esencia, el mundo real, que en Grecia estaba al
alcance del sabio virtuoso que se identificaba con él y que con el cristianis-
mo aparece sólo ya como prometido, en el enfoque trascendental pierde
hasta su característica de constituir una promesa y queda sólo como un an-
helo, como una ilusión.
Esta escisión radical entre esencia y apariencia, entre realidad y
fenómeno, fue suturada por el idealismo absoluto hegeliano, para el cual
la esencia se da necesariamente a través de la apariencia y ésta agota sin
residuo la esencia. Lo interior como «identidad simple reflejada en sí» y lo
exterior como «el ser determinado, múltiple», se traspasan mutuamente y
muestran la identidad que está en su base. La esencia interior consiste en
su hacerse externa y esta revelación da lugar a la apariencia: «de manera
que esta esencia consiste precisamente sólo en ser lo que se revela». La
unidad de lo interno y lo externo, de la esencia y la apariencia es la reali-
dad: «La Realidad es la unidad de la esencia y la existencia, en ella la
esencia sin configuración y la apariencia inconsistente, o sea el subsistir
sin determinación y la inestable multiplicidad tiene su verdad. La existencia
es por cierto la inmediación que ha salido del fundamento; pero todavía no
ha puesto en sí la forma, por cuanto se determina y se forma, es la aparien-
cia» (Ciencia de la lógica, «La doctrina de la Esencia»). Esta identificación
esencial y sin residuo de la esencia y la apariencia, hace difícilmente defen-
dible la interpretación que pensadores como Georg Lukács (1885–1971) y

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Herbert Marcuse [1898–1979, filósofo y sociólogo judío alemán, fue una


de las principales figuras de la primera generación de la Escuela de Frank-
furt. Es famoso por sus críticas a la sociedad capitalista, especialmente en
su síntesis de Marx y Freud, Eros y la civilización, publicado en 1955, y su
libro El hombre unidimensional, publicado en 1964. El motivo de esta asimi-
lación, según Marcuse, consiste en que el contenido mismo de la conciencia
humana ha sido fetichizado —en términos marxistas— y que las necesida-
des mismas que el hombre inmerso en esta sociedad reconoce, son necesi-
dades ficticias, producidas por la sociedad industrial moderna, y orienta-
das a los fines del modelo. En este contexto, Marcuse distingue entre las
necesidades reales —las que provienen de la naturaleza misma del hom-
bre— y las necesidades ficticias —aquellas que provienen de la conciencia
alienada, y son producidas por la sociedad industrial—. La distinción entre
ambos tipos de necesidades sólo puede ser juzgada por el mismo hombre,
puesto que sus necesidades reales sólo él las conoce en su fuero más ínti-
mo; sin embargo, como la misma conciencia está alienada, cosificada, el
hombre ya no puede realizar la distinción] dan de Hegel.
Marcuse en su artículo sobre El concepto de esencia de 1936 afirma
que con Hegel surge una teoría dinámica de la esencia, en la que ésta
tiene historia, es un proceso en el que «el ser mediado es puesto a través
de la superación del ser no mediado». El concepto de esencia es un concep-
to crítico, ya que mediante él podemos asegurar que las cosas no son en
realidad lo que demuestran ser; es decir, que su existencia inmediata no se
corresponde con lo que ellas son en sí mismas. «El movimiento de la esen-
cia tiene la misión de destruir esta mala inmediatez y de afirmar la esfera de
los seres (das Seiende) como lo que es en sí misma». La esencia no es al-
go ya dado, sino un resultado que ha llegado a ser en relación conflictiva
con las categorías de lo no esencial, de la ilusión y la apariencia. Aunque
Marcuse afirma que la concepción dinámica e histórica de la esencia desa-
rrollada por Hegel no llega a dar fruto porque el movimiento al que se refie-
re Hegel no es el movimiento real sino un mero movimiento interno al pen-
samiento, su visión de Hegel es excesivamente favorable según nuestro
punto de vista.

2. ESENCIA Y APARIENCIA EN EL PENSAMIENTO DE MARX

La tensión entre apariencia y realidad establecida a través de una


teoría histórica y dialéctica de la esencia despliega completamente sus
virtualidades en el pensamiento de Karl Marx. Al menos en tres sentidos se
puede entender la distinción entre esencia y apariencia en el pensamien-
to de Marx: 1) se puede entender la esencia de la sociedad como su base
económica, siendo correlativamente apariencias, si bien apariencias necesa-
rias y en rigurosa correlación con la base económica, las esferas superes-
tructurales: políticas, culturales e ideológicas; 2) a un nivel epistemológico,
se puede oponer la apariencia del mundo de la ideología, a la realidad reve-
lada por la ciencia crítica marxista; y 3) se puede entender la apariencia
como la historia que ha tenido lugar hasta ahora en las sociedades de cla-

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ses, mientras que la realidad sería la correspondiente a una sociedad sin


clases futuras.
Los tres sentidos encuentran fundamento en los escritos de Marx, y los
tres han sido defendidos por diferentes escuelas marxistas. El materialis-
mo histórico con su determinación en última instancia por la economía ha
privilegiado el primer sentido; las concepciones más positivistas y cientificis-
tas del marxismo (Althusser, Della Volpe) han privilegiado el segundo; y las
concepciones más éticas del marxismo han privilegiado el tercer sentido al
enfrentar el socialismo como modelo utópico de la Patria (Bloch), y por lo
tanto realidad esencial última, a una sociedad clasista que al confrontarse
con aquel ideal aparece como una mera apariencia transitoria.
Para no caer en una kantianización del marxismo por evitar caer en su
hegelianización, debemos destacar que el teleologismo (Utopía) de Marx
generalmente es bastante comedido y, en oposición a todo utopismo y mo-
ralismo abstractos, no plantea metas ideales a conseguir, sino «metas fi-
nitas» que se pueden conseguir mediante «medios finitos». La teoría es la
que determina el campo de posibilidades en el que nos movemos y marca
por tanto los fines proponibles, en dirección, claro está, al fin último del
socialismo, que no se ve como un ideal moral o como una simple idea re-
gulativa, sino como una posibilidad objetiva derivada de la acción revolu-
cionaria de las masas. El polo hegeliano —la necesidad— y el polo kan-
tiano —el ideal moral—, se equilibran en el marxismo, distinguiéndolo de
todo optimismo histórico y de todo deontologismo abstracto; históricamen-
te, sin embargo, los marxistas se han apoyado en uno u otro de los polos
según la situación.
En los momentos actuales parece inevitable el potenciamiento del polo
ético, que indica más lo deseable que lo posible a corto plazo, pero esto no
debe hacer olvidar el polo de la necesidad histórica que acota el campo de
actuación. Precisamente la concepción dinámica de la realidad histórica
permite un cierto optimismo limitado, al afirmar radical y hegelianamente,
que cada episodio histórico, es eso, un episodio y que por tanto no es
eterno, sino superable, y en todo caso, aunque el avance sea momentá-
neamente imposible, el motivo ético sigue constituyendo una raíz suficiente
de la acción emancipatoria.
Marcuse en su artículo sobre la esencia, reconoce en Marx tres signifi-
cados de la dualidad esencia–apariencia que en parte se superponen con los
aludidos aquí: 1) la esencia será la totalidad del proceso social, tal como es-
tá organizado en una época histórica determinada; 2) tenemos la concep-
ción que nosotros situábamos en primer lugar, según lo cual, la economía es
el nivel esencial y los otros niveles se han transformado en sus mani-
festaciones (Erscheinungsform); y 3) está la oposición ideología–ciencia
que constituye nuestra segunda acepción. En la concepción marxista de esta
oposición tenemos que «en lugar de una relación epistemológica estática
entre esencia y hecho surge una relación crítica y dinámica entre esencia y
apariencia como parte de un proceso histórico» (El concepto de esencia). En
el marxismo la relación esencia–apariencia está ligada con una actividad
transformadora que pretende desvelar las apariencias para que surja la

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esencia, o romper las apariencias para construir la esencia como concluye


Marcuse: «todos los conceptos materialistas contienen una acusación y un
imperativo».

3. LA HERMENÉUTICA DE LA SOSPECHA EN FREUD Y NIETZSCHE

Pero no es sólo Marx, también Freud y Nietzsche desarrollaron una


«hermenéutica de la sospecha» que no se limita a aceptar las aparien-
cias sino que se esfuerza en construir una esencia. Freud descubre a través
de los indicios que son los síntomas una realidad inconsciente fundamen-
tal que determina la apariencia de lo consciente, aunque no se libera de la
concepción racionalista típica de la Metafísica occidental y emprende un pro-
ceso de transformación del ello por el yo, que llevaría de realizarse al do-
minio de la apariencia consciente sobre la esencia inconsciente.
En cuanto a Nietzsche (1844–1900), él rechaza la oposición entre el
mundo verdadero y el mundo aparente, cuya evolución paulatina ha consti-
tuido la historia de la Metafísica occidental, y su materialismo radical enten-
dido como «retorno a la tierra» e «inversión del platonismo», supone
la supresión de los dos mundos, el esencial y el aparente, pero en su análi-
sis de la Metafísica y de la moral occidental, su hermenéutica de la sos-
pecha ha descubierto que detrás de la voluntad de saber hay una voluntad
de poder de tipo vitalista, que es su verdadero fundamento. La voluntad de
poder sería, según la interpretación de Heidegger, la esencia cuya exis-
tencia correlativa sería el eterno retorno; de esta manera, Nietzsche replan-
tearía a su modo la dualidad esencial de la Metafísica occidental. Esta duali-
dad se mitigaría si consideramos la voluntad de poder como un tipo de ser
unívoco que produce mediante el eterno retorno la diferencia. De esta ma-
nera el dualismo queda volatilizado en la relación entre un univocismo radi-
cal del ser y un pluralismo igualmente radical de los entes. El ser es uno y
unívoco, pero produce lo diferente, o mejor dicho, es la diferenciación mis-
ma de lo diferente lo que se dice siempre de la misma manera, aunque no
de las mismas cosas.
Nietzsche hace un elogio de la superficialidad de la apariencia frente al
mundo de las esencias platónicas, pero esto sólo lo hace para destacar que
este mundo es el único real, ya que las propiedades atribuidas al «mun-
do verdadero» son los atributos de la nada —nihil—; por otra parte de-
fender un reino «ultramundano» opuesto a este de aquí abajo, es un pro-
ducto del odio y el rencor contra la vida, es un signo de decadencia (El cre-
púsculo de los ídolos, «La razón de la filosofía», Ø 6).
La apariencia, el juego de las máscaras en Nietzsche, más que ocasión
de engaño y de error es un indicio de lo real, la máscara es expresión más
que disimulo. Según esta interpretación que hace Clément Rosset [n.
1939, importante filósofo francés que, basándose en Arthur Schopen-
hauer (1788–1860), analizó la importancia de la repetición en las artes] de
la relación entre apariencia y esencia en Nietzsche, éste volvería a los pre-
socráticos, al defender un único mundo en el que la apariencia y la realidad
están unidas en una tensión fecunda más que opuestas en una escisión

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irremediable como en el platonismo. Rosset rechaza, pues, la interpretación


de Pierre Klossowski (1905–2001) que considera que al desaparecer el
mundo verdadero y el mundo aparente, el mundo se convierte en una pura
fábula, en una interpretación —en Nietzsche no hay hechos, sino inter-
pretaciones; el cuerpo interpreta según sus estados internos—. La in-
versión del platonismo instaura un mundo de simulacros que sustituye a
la dualidad de un mundo original y esencial y un mundo de copias, aparien-
cial. El nomoteísmo, garante de la escisión entre realidad y apariencia, al
desaparecer como consecuencia de la muerte de Dios, da lugar a un poli-
teísmo radical que fisura la identidad, tanto de las personas como de las
cosas. Los simulacros se refieren unos a otros sin la jerarquía existente en-
tre el original y la copia.
Las interpretaciones de Rosset y Klossowski no son tan divergentes,
ya que la consideración del mundo de aquí abajo como el único real exige
replantear la cuestión del fundamento de lo real que en lugar de ser tras-
cendente se hace inmanente, lo que supone en cierta manera su «secula-
rización» y «devaluación» de la jerarquía ontológica, estableciendo rela-
ciones horizontales entre cosas todas al mismo nivel entre sí. Por otra parte
los simulacros envían unos a otros mediante la interpretación, y en ese sen-
tido, al ser unos simulacros indicios de los otros, reestablecen una cierta je-
rarquía ontológica, aunque sea provisional y transitoria, nómada.
El simulacro de Klossowski se opone en cambio a la noción de fe-
nómeno que Heidegger nos muestra, tanto en El Ser y el Tiempo (1927)
como en la Introducción a la Metafísica (1936), donde distingue entre: el fe-
nómeno (Phänomenon), o sea, lo que se muestra en sí mismo; el apare-
cer (Schein), lo que tiene el aspecto de algo con lo que no coincide real-
mente; y las puras apariencias (Blosse Erscheinung) que constituye ya el
anunciarse de algo que no se muestra a través de lo que muestra, como el
anuncio de algo que permanece no revelable. Como nos dice el catedrático
de Estética en la Universidad de Roma II Mario Perniola (n. 1941) en su
obra La Societá dei simulacri de 1980, «mientras que en Heidegger lo que
se muestra absorbe en sí mismo la mera apariencia, en Klossowski la mera
apariencia deja de ser tal porque absorbe todo “en sí mismo”, toda origina-
riedad». El movimiento hacia lo que es propio, presente en Heidegger (y
Vattimo) está completamente ausente en Klossowski (y Deleuze) que privi-
legia el momento de lo extraño y lo ajeno frente al de lo propio y lo auténti-
co. La autenticidad se disuelve en el movimiento del eterno retorno de la di-
ferencia y la repetición. A la fenomenología hermenéutica se sustituye una
semiótica pulsional, que privilegia el momento de lo real identificado con
el simulacro. No hay engaño en el simulacro que no oculta lo que es y que
se da como tal, como el producto del juego de fuerzas moleculares del de-
seo.
Muy opuesta es la visión de los que, como Jean Baudrillard (1929–
2007), hablan de los efectos de hiperrealidad desarrollado por los simula-
cros, que intentan rellenar el «desierto de lo real mismo», en un mundo
como el nuestro definido como la era de la simulación y de la liquidación de
todos los referentes. La simulación alude a un cierto engaño, a una cierta

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sustitución de lo real por lo aparente que se da como real, pero esto no su-
cede actualmente ya que los simulacros no sustituyen a lo real, sino que lo
constituyen. J. Baudrillard privilegia lo imaginario sobre lo real, con lo
que recae en el idealismo. No, los simulacros no son lo imaginario que pro-
duce efectos de realidad, sino la realidad misma en su despliegue afirmati-
vo y gozoso.

4. LA PROLIFERACIÓN DE LOS SIMULACROS EN LA FILOSOFÍA POSTMODERNA

El pensamiento postmoderno contemporáneo ha desarrollado un ata-


que profundo contra la distinción entre esencia y apariencia, pero este ata-
que si no quiere confundirse con la visión unidimensional del positivismo que
también elimina esta distinción, como ya vio Nietzsche y como Moritz
Schlick [1882–1936, filósofo alemán fundador del Círculo de Viena, pro-
motor del empirismo lógico] defiende, debe ser muy cauto en este punto.
En efecto, en el fragmento aludido antes Nietzsche afirma del positivismo:
«El mundo verdadero ¿es inaccesible? De todos modos no está alcanzado. Y,
por ende, es desconocido. En consecuencia, tampoco conforta, redime, ni
obliga, pues ¿a qué podría obligarnos algo que nos es desconocido?.. (Alba.
Primer bostezo de la razón. Canto del gallo del positivismo)».
Por su parte Schlick, en un artículo de 1918 titulado «Apariencia y
Esencia» afirma que no hay ningún hecho que obligue a establecer un con-
traste entre dos realidades ineductibles: la apariencia y la esencia, y por ello
defiende la conciliación de todo lo real en un único tipo de realidad con el
mismo grado de esencialidad; todas las cosas son a la vez autosubsisten-
tes e interdependientes. Como H. Marcuse denuncia muy justamente, el
positivismo concede la realidad absoluta a los meros hechos y de esta ma-
nera concibe un mundo unidimensional en el que no cabe un recurso críti-
co a la categoría de esencia, que ha sido aplanada y estampada en los pro-
pios hechos que quedan privados así de cualquier posible trascendencia. Lo
que hay es todo lo posible: «Hay sólo una realidad, la cual es siempre la
esencia y no puede ser descompuesta en esencia y apariencia».
Si un pensamiento postmoderno quiere mantener un aspecto crítico,
debe tener cuidado para no caer en un mero positivismo que acepta los he-
chos de la realidad tal cual son y se limita a recibirlos en una hermenéutica
respetuosa que se pone a la escucha y renuncia a la transformación. Esta
concepción positivista está en ciertos autores opuestos al pensamiento críti-
co, que proponen frente a la sospecha crítica, la aceptación de la tradición y
frente a la acción productiva, la seducción. El rechazar que sea posible aca-
bar completamente con la opacidad, tanto en el aspecto individual como en
el social, el no aceptar que una vez desveladas todas las ideologías se
muestre en sí misma la verdad radiante, la realidad en persona, no tiene por
qué implicar la renuncia a disminuir activamente la opacidad en lo posible y
a desvelar el mayor número de velos ideológicos, aunque no estemos segu-
ros nunca de haber rasgado el último y de poder contemplar la realidad en
sí misma. Un esencialismo mitigado, acompañado del ejercicio autocrítico
continuo de la razón, puede ser más conveniente estratégicamente para la

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emancipación que un fideísmo expresado en la posibilidad de llegar a la ver-


dad absoluta, y por supuesto, mucha más que la renuncia pura y simple a
iniciar el camino que va de las apariencias a la realidad.
De todas formas conviene recordar, como decía Derrida, que «si la
forma de la oposición, la estructura oposicional, es metafísica, la relación de
la metafísica a su otro no puede ser de oposición» (Eperons); lo que apli-
cado a nuestro caso implicaría que en lugar de oponernos a la estructura
esencia–apariencia de forma frontal anulándola de forma positivista e idea-
lista, quizás lo mejor sea jugar irónicamente con ella, aceptando que a las
apariencias actualmente existentes se puede oponer una esencia construida,
provisional, que nos sirva para obtener otras apariencias, a las cuales some-
ter otra vez al mismo proceso, y así sucesivamente. No hay una esencia que
desvelar de una vez por todas, pero sí que hay muchas apariencias que
transformar y esto no es posible si se renuncia a esta distinción, aunque sea
provisional e históricamente establecida.

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TEMA 11: Ser y devenir

Al igual que la oposición ser–apariencia, la oposición ser–devenir se


encuentra en el origen del pensamiento filosófico, o mejor, constituye dicho
pensamiento, ya que la filosofía, y especialmente la ontología, no es más
que la búsqueda más allá de las apariencias y del devenir de algo estable y
primero que dé razón de lo que se muestra. La apariencia inicial es la plura-
lidad y el movimiento y la exigencia que se impone el pensamiento es en-
contrar la unidad y la estabilidad. Ambos polos son esenciales, y si Parmé-
nides mantenía en su vía de la opinión las apariencias en su continuo deve-
nir, Heráclito situará el devenir constante en el marco de una razón que le
impone la ley de la medida: «Este mundo, el mismo para todos, ninguno
de los dioses lo ha hecho, sino que existió siempre, existe y existirá en tan-
to que fuego siempre vivo, encendiéndose con medida y con medida apa-
gándose». El mundo único, es la fisis y el logos, igual para todos, no tiene
origen porque él es el origen que se mantiene a lo largo del devenir some-
tiendo a éste a la medida que en otro fragmento, aparece simbolizada en las
Erinias —en la mitología griega, las Erinias eran personificaciones femeninas
de la venganza que perseguían a los culpables de ciertos crímenes—, asis-
tentes de Dikê, la justicia.
Como vemos el devenir en el pensamiento griego aparece sometido al
ser, en el sentido en que éste le marca sus medidas y lo somete a su razón.
El movimiento supremo tiene lugar en forma cíclica y la novedad aparece
ausente. El devenir se encuentra sometido al eterno retorno de lo mismo y
lo más perfecto es inmóvil porque el movimiento, el cambio, supondría ca-
rencia de algo que se necesita y, por tanto, imperfección. El pensamiento
griego ha percibido el tiempo a través, por un lado de la experiencia de la
caducidad de la existencia humana, que da origen al anhelo de una vida sin
vejez como la de los dioses y, por otro del contraste entre el carácter cíclico
de las cosas naturales y el carácter lineal de la vida humana, que se mide,
sin embargo, gracias a las regularidades naturales. Elevando estas intuicio-
nes al plano del pensamiento filosófico, tanto Heráclito de Éfeso (535 a. C.
– 435 a. C.) y Parménides de Elea (540 a. C. – 470 a. C.) como Platón
(427 a. C. – 347 a. C.) que pretende sintetizarlos, elaboran una noción del
tiempo en el que su carácter lineal, ligado a las vicisitudes de la vida huma-
na, queda postergado a una noción de presente eterno que rechaza el mo-
vimiento y el devenir y que a lo más se deja expresar mediante la figura del
círculo del eterno retorno (Cfr. C. Egger, Las nociones de tiempo y eternidad
de Homero y Platón).
Una noción más positiva del devenir, ligado a una noción distinta del
tiempo, surge en el pensamiento judío y de ahí pasará al cristianismo. El
tiempo hebreo es discontinuo y no se deja expresar mediante la noción de
círculo, ya que está marcado por los momentos esenciales de la Creación, el
Pecado y la Redención. Es un tiempo heterogéneo, no es igual el tiempo
del Pecado que el tiempo de la Redención. Además, el hombre judío tiene
algo que hacer, al contrario que el griego, tiene una misión: contribuir a su

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salvación y a la de todos los hombres. Esta idea de misión revaloriza la ac-


ción humana frente al pensamiento griego, que privilegiaba la vida como
teoría, como contemplación. La creación se considera no acabada y el hom-
bre tiene la misión de completarla, además de contribuir a eliminar los re-
sultados del Pecado, haciéndose digno de la redención.
El tiempo hebreo y cristiano aparece, por otra parte, abierto a la nove-
dad y a lo imprevisible. Henri Atlan (n. 1931), comentando el dicho del Ec-
clesiastés de que «no hay nada nuevo bajo el sol», recuerda que los rabinos
añadían a este dicho que «por encima del sol, sí hay algo nuevo», aludiendo
a que el tiempo hebreo sigue dos ritmos que se superponen, el ritmo solar
que da lugar a un tiempo de la repetición, y el ritmo lunar que abre la posi-
bilidad de la novedad (Cfr. Entre le cristal et la fu mée).
La noción moderna de tiempo y de devenir sería la secularización de
la noción de tiempo lineal propio del pensamiento judeo–cristiano, con su
noción de un final de la historia, concebida como la secularización de la re-
dención final propia de este pensamiento religioso. Esta sería la teoría de
Karl Löwith (1897–1973), que retoma ideas de Rudolf Karl Bultmann
[1884–1976, teólogo protestante alemán, el autor más importante de la úl-
tima etapa de la denominada «antigua búsqueda del Jesús histórico».
Protagonizó el escepticismo histórico que marcó el final de esta etapa. Algu-
nos autores llamaron a esta época de escepticismo, que abarcó casi toda la
primera mitad del siglo XX, «la no–búsqueda» ("no–quest"). Tras ser
rechazados como fuentes de acceso al Jesús histórico los evangelios de
Juan, Mateo y Lucas, y, finalmente, Marcos, Bultmann retoma la idea de
Kähler (1832–1912, teólogo alemán que rompen con la tradición de la
«Escuela liberal» de buscar al Jesús histórico), de renunciar al Jesús his-
tórico como alguien del pasado, sin importancia, al que no se puede acce-
der, y centrarse en el Cristo de la fe, que, según Bultmann, es lo único que
importa. Siguiendo la idea propuesta por varios autores de la «Escuela de la
historia de las religiones», como Hans–Joachim Schoeps (1909–1980),
defiende la teoría de la helenización del judeocristianismo primitivo, que
Pablo de Tarso (siglo I d. C.) realiza por influencia de las religiones misté-
ricas y el gnosticismo] y de otros teólogos, según los cuales la historia sólo
tiene sentido en un pensamiento lineal que marcha hacia una consumación y
no en una concepción cíclica del tiempo como la griega. A Löwith se puede
replicar que la novedad y la historia no están completamente ausentes del
pensamiento griego, especialmente del helenístico y que la doctrina estoica
de la destrucción de los mundos y su resurgimiento (palingenesia) admite
el surgimiento de la novedad, y por otra parte en el pensamiento cristiano,
por ejemplo, en la segunda Epístola de Pedro [la Segunda epístola de Pedro
es una carta bíblica en el Nuevo Testamento. El verso inicial identifica al au-
tor como Simeón Pedro, que ha sido identificado con San Pedro (siglo I a.
C. – 67 d. C.), aunque en ningún otro lugar del Nuevo Testamento se le re-
fiere al mismo tiempo como Simeón (forma aramea de Simón) y Pedro. Esto
es considerado por algunos como la evidencia de que el texto fue escrito por
Pedro mismo, y no con la ayuda de un amanuense, como sucedería en la
Primera Epístola de Pedro. Con todo, hoy prácticamente todos los especialis-

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tas admiten que se trata de un pseudónimo, y que la carta se compuso pro-


bablemente a mediados del siglo II], se mantiene una versión cosmológica
del ciclo de las destrucciones y regeneraciones (Cfr. G. Marramao, Potere e
secolarizzazione). Si bien se puede oponer esquemáticamente, concepción
moderna (judeo–cristiana) del tiempo y concepción antigua, como concep-
ción lineal y escatológica y concepción cíclica del tiempo respectivamente, la
cuestión es bastante más compleja de este esquematismo.
El pensamiento fijista típico de la filosofía griega se extiende por toda
la Edad Media e incluso llega hasta el comienzo de la modernidad. La histo-
ria sagrada no se traduce aún en una historia profana, y las vicisitudes de la
salvación no dan lugar a una verdadera conciencia histórica de la que puede
surgir una reflexión sobre la evolución, tanto de los seres humanos como de
la naturaleza. La noción fundamental de un pensamiento evolucionista del
devenir que sería según Carlos París, la de proceso irreversible, no sur-
ge claramente hasta la modernidad (Cfr. Ser y evolución).
La noción lineal de la historia propia del pensamiento cristiano, en reali-
dad no hace más que agrandar casi hasta el infinito el radio del círculo del
tiempo griego, pero no rompe con la esencial reversibilidad de los procesos,
ya que la caída puede ser redimida al final, con lo cual la noción de irrever-
sibilidad no aparece. Todo puede ser redimido por Dios, nada es irremedia-
ble, el círculo se agranda, pero no surge la idea de novedad absoluta ligada
a la noción de irreversibilidad. La aparición de esta noción sólo será posible
cuando la propia aceleración del tiempo histórico, al permitir que la sociedad
cambie profundamente durante la vida de una generación, haga que la no-
vedad y el cambio sea perceptible claramente y esto no sucede hasta los al-
bores de la modernidad burguesa y capitalista.
El azar y la irreversibilidad ligada a él adquiere una gran importancia
en el Renacimiento y el Barroco; la vida es azarosa; la estabilidad medieval
se ha cuarteado; el hombre es hijo de sus obras y no de su origen; la vida
humana aparece abierta y no tan dependiente del estamento al que se per-
tenece. La decisión, interrupción del devenir y creación de algo nuevo, pasa
al primer término de la reflexión política y teológica. El hombre se convierte
en el sujeto por antonomasia y el mundo en un objeto que se le enfrenta y
al que debe controlar mediante la ciencia y la técnica. El hombre histórico
surge a la vez como hombre creador y productor, como homo faber que
mediante el cálculo racional comienza a controlar la actividad económica. El
devenir aparece como algo esencialmente calculable y previsible. La ciencia
moderna surge para reducir la imprevisibilidad del acontecer y someterlo, al
menos en parte, al pensamiento y a la acción humana.

1. LA REALIDAD COMO MOTILIDAD EN HEGEL

La reflexión más profunda que se llevó a cabo sobre la noción de deve-


nir, si exceptuamos algunas intuiciones esenciales presentes en filósofos na-
turales como Teofrasto Paracelso [1493–1591, que un alquimista, médico
y astrólogo suizo, fue conocido porque se creía que había logrado la trans-
mutación del plomo en oro mediante procedimientos alquimistas y por ha-

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berle dado al zinc su nombre, llamándolo zincum. El nombre Paracelso —


Paracelsus, en latín—, que escogió para sí mismo y por el que es general-
mente conocido, significa «semejante a Celso», un médico romano del siglo
I d. C. Se trata de una de las figuras más contradictorias e interesantes de
la historia de la medicina. Su incesante búsqueda de lo nuevo y su oposición
a la tradición y los remedios heredados de tiempos antiguos le postulan co-
mo un médico moderno, adelantado a sus contemporáneos. En cambio, en
su concepción del misticismo y la astrología se podría decir que mantuvo
una postura inmovilista sobre los conceptos más arcaicos], Bernardino Te-
lesio [1509–1588, filósofo y naturalista italiano, Telesio parte de una rup-
tura con Aristóteles, acusándolo de contradictorio consigo mismo y con las
Sagradas Escrituras. Sostiene que no hay ninguna razón para seguirlo, an-
tes de seguir a la experiencia. Sostiene un panpsiquismo según el cual la
naturaleza se rige por sus propias leyes, hay que descubrir en ella el «alma
divina» sobreañadida a la naturaleza, en el hombre es la libertad] y Jäkob
Böhme [1575–1624, místico y teóso luterano, fue un importante vínculo de
transmisión entre el maestro Eckhart y Nicolás de Cusa, por un lado, y
Georg Wilhelm Friedrich Hegel y Friedrich Schelling, por otro. Su ex-
tensa obra, nacida de la intuición intelectual, ha influido durante siglos sobre
todo en filósofos y teólogos. Su motivación fueron las cuestiones acerca del
origen del bien y del mal] y las desarrolladas por Leibniz con su noción di-
námica y energética de la mónada como vis, como fuerza, compatible sin
embargo con la defensa del preformismo en biología, la tenemos en el pen-
samiento de Hegel, el cual supera la concepción fijista de la naturaleza co-
mo una entidad estática sometida a las leyes eternas descubiertas por New-
ton, a la que estuvo sometido también Kant, al menos durante la mayor
parte de su vida, pues el impacto de la Revolución Francesa dinamizó en
cierto modo su pensamiento. Pero es Hegel el que construye una verdadera
ontología del devenir, que interioriza en su proceso la razón y el ser, susti-
tuyendo la identidad por la contradicción como la categoría fundamental
(Cfr. Ser y evolución).
Como nos recuerda C. París: «El devenir se emplaza entonces en una
función central y constituyente dentro de la nueva ontología. Síntesis del ser
y de la nada, alumbra o produce, como resultado suyo, la existencia, el Da-
sein, el ser determinado (...). El devenir ya no es una categoría inferior a la
propia de la ontología “impura”, sino la matriz de la existencia, esta es pen-
sada resultativamente desde el hacerse». Ya no es el devenir la apariencia
del ser, sino al contrario, el ser se subordina al devenir que aparece como
la categoría fundamental, mediación y superación a la vez del ser y la nada.
La realidad se concibe en Hegel como motilidad, como dinamicidad esen-
cial, como nos recuerda Marcuse (Cfr. Ontología de Hegel), el cual sitúa en
el concepto ontológico de la vida en su historicidad el fundamento originario
de la ontología hegeliana. La tarea fundamental de la filosofía no es captar
ya una verdad intemporal sino elevar el presente al concepto, es decir,
analizar la vida histórica en su inmediatez intentando comprenderla.
Esta «ontología histórica», que tiene el presente como tema esen-
cial, es propuesta en primer lugar por Kant, que en su opúsculo ¿Qué es la

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Ilustración? de 1795, plantea precisamente la cuestión del presente, la


cuestión de la actualidad como tema filosófico esencial, como nos recuerda
Foucault en su curso de 1983 sobre este texto kantiano. Pero será Hegel
desde su juventud el que desarrollará una ontología del devenir de forma
sistemática y completa, a partir de las nociones de Vida primero y de Espí-
ritu después. Con Hegel la historia recibe una fundamentación ontológica
que concibe al Ser como Devenir, como movimiento dialéctico que recoge
lo positivo y lo negativo, lo finito y lo infinito en un único movimiento. La
concepción lineal y la cíclica de la historia se reconcilian en Hegel; pero,
sin embargo, el compromiso burgués de Hegel, le impide relativizar su pro-
pia posición que queda al final absolutizada como el fin de la historia. La on-
tología del devenir queda pues bloqueada y clausurada. Esta paralización de
la historia que encuentra su culmen en el estado prusiano como Reino ya
alcanzado de la libertad, unida a su idealismo que no hace más que conce-
der el estatuto de racionalidad a la realidad de su época con lo que recae en
un positivismo acrítico, lleva a que su método tenga que ser reformado des-
de un punto de vista crítico y materialista, y esa será la tarea del marxismo
en el campo de la historia.

2. DEVENIR Y EVOLUCIÓN

Una ontología del devenir tiene que explicar por un lado la evolución
natural y por otro la evolución humana histórica. En los siglos XIX y XX,
darwinismo y marxismo han cumplido este cometido, elaborando el uno
una teoría de la evolución biológica y elaborando el otro una teoría de la
evolución histórica o filosofía de la historia. Primero analizaremos las contri-
buciones del evolucionismo biológico y posteriormente las contribuciones
marxistas sobre la evolución social, desde el punto de vista respectiva-
mente de una filosofía de la biología y una filosofía de la historia, ambas de
alcance ontológico.
Charles Darwin [1809–1882, naturalista inglés famoso por su obra El
origine de las especies de 1859, donde que postuló que todas las especies
de seres vivos han evolucionado con el tiempo a partir de un antepasado
común mediante un proceso denominado «selección natural». La explica-
ción de la diversidad que se observa en la naturaleza se debe a las modifica-
ciones acumuladas por la evolución a lo largo de las sucesivas generacio-
nes] se plantea como problema fundamental el explicar el origen de las es-
pecies, y para ello parte como hecho empírico fundamental de la lucha por
la existencia, entendida en un sentido muy general, que abarca las rela-
ciones mutuas de dependencia de los seres orgánicos y su capacidad para
dejar descendencia y no sólo para sobrevivir. Esta lucha «es inevitable debi-
do a la rapidez con que todos los seres vivos tienden a multiplicarse», y a la
limitación de la cantidad de alimentos. Aquí retoma las teorías de Thomas
Malthus [1766–1834, clérigo anglicano y erudito británico con gran influen-
cia en la economía política y la demografía. Popularizó la teoría de la renta
económica y es célebre por la publicación anónima en 1798 del libro Ensayo
sobre el principio de la población, Malthus condensa en tres proposiciones

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fundamentales el contenido básico de su libro: 1) la población está limita-


da necesariamente por los medios de subsistencia; 2) la población crece in-
variablemente siempre que crecen los medios de subsistencia, a menos que
lo impidan obstáculos poderosos y manifiestos; y 3) estos obstáculos parti-
culares y todos los que deteniendo el poder preponderante, obliguen a la
población a al nivel de los medios de subsistencia, pueden comprenderse en
tres clases principales: la restricción moral, el vicio y la miseria. A raíz de
estas ideas nació se conoce con el nombre de «malthusianismo o maltu-
sianismo», a la teoría demográfica, económica y sociopolítica, desarrollada
por T. Malthus durante la revolución industrial, según la cual el ritmo de cre-
cimiento de la población responde a una progresión geométrica, mientras
que el ritmo de aumento de los recursos para su supervivencia lo hace en
progresión aritmética. Según esta hipótesis, de no intervenir obstáculos re-
presivos —hambre, guerras, pestes, etc.—, el nacimiento de nuevos seres
provocaría el crecimiento de la población, aumentando la pauperización gra-
dual de la especie humana e incluso podría provocar su extinción —lo que se
ha denominado catástrofe malthusiana además de la bancarrota del Esta-
do—] y proyecta inconscientemente a la vida natural las condiciones socia-
les de vida imperantes en la Inglaterra de su tiempo. Dado que los indi-
viduos no son completamente iguales sino, al contrario, muy variados aun
dentro de la misma especie, algunas variaciones serán más útiles que otras
para la supervivencia, lo que facilitará su transmisión a los descendientes.
Utilizando como modelo la selección artificial que el hombre lleva a cabo
entre las plantas cultivadas y los animales domésticos, Darwin establece una
selección natural en la que la naturaleza selecciona los más aptos para
sobrevivir; la selección natural es: «la conservación de las diferencias y de
las variaciones individuales favorables y la eliminación de las variaciones no-
civas» (El origen de las Especies). Este proceso lento y callado de la natura-
leza es el que explica el surgimiento y la evolución de las distintas especies
orgánicas.
La ontología correspondiente al evolucionismo se puede encontrar en
las filosofías de la vida, que como las de Bergson, y en parte Nietzsche
[Sánchez Meca insiste en La experiencia dionisíaca del mundo, Tecnos,
Madrid, 2005, pp. 124−126 que la de Nietzsche no es una filosofía biologi-
cista, pero en Historia de la Filosofía vol. V, BAC, Madrid, 1978, pp.
524−527, Teófilo Urdánoz no opina lo mismo], se inspiran en los resulta-
dos del darwinismo. Bergson pone en la base de su filosofía la intuición de
la duración como algo fundamental e irreductible al espacio; como el reco-
nocimiento del carácter dinámico y procesual de lo real: «La duración es el
continuo progreso del pasado que va comiéndose al futuro y va hinchándose
al progresar» (La evolución creadora). La realidad es evolutiva, va re-
novándose y enriqueciéndose continuamente en su marcha creadora hacia
el futuro, dando lugar a la novedad de forma irreversible. El motor de la
evolución es el impulso, el élan vital, que pasa de una generación a otra
produciendo las variaciones detectadas por Darwin. La evolución es diver-
gente y se desarrolla dando lugar a una complicación creciente: «No
procede por asociación y adición de elementos, sino por disociación y des-

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doblamiento». La vida se despliega en direcciones divergentes y comple-


mentarias a la vez, introduciendo elementos de contingencia en el mundo.
El impulso vital se presenta, como nos recuerda Deleuze en El bergsonismo
(1966): «Como una virtualidad actualizándose, una simplicidad diferencián-
dose, una totalidad dividiéndose». Para Deleuze la evolución bergsoniana
es un movimiento de diferenciación, de división y de actualización y que va
de lo virtual a lo actual, permaneciendo siempre en lo real y repudiando lo
posible, y este movimiento es irreversible y además produce la novedad.
Por su parte el vitalismo nietzscheano se puede comprobar en su
concepción genealógica como interpretación valorativa producida por una
voluntad de poder entendida esencialmente como fuerza vital. El nuevo mo-
do de pensar del filósofo alemán consiste en «un pensamiento afirmativo,
un pensamiento que afirma la vida y la voluntad de la vida» como nos dice
Deleuze en su obra Nietzsche y la filosofía (1962). El vitalismo de Nietzsche
también está presente en su teoría del eterno retorno [problema: hay
una dificultad en Nietzsche a la hora de compatibilizar la teoría del eterno
retorno con la autosuperación; si todo vuelve a ser igual con cada ciclo,
¿cómo puede el hombre autosuperarse y, por tanto, se distinto de un ciclo
a otro (!), mediante la sublimación de sus instintos? (Cfr. Teófilo Urdánoz,
Historia de la Filosofía vol. V, BAC, Madrid, 1978, pp. 562−563)], que por
un lado es una teoría cosmológica y física, y por otro es una teoría ética, se-
lectiva, ya que sólo torna lo más excelso, y por último es una teoría onto-
lógica que afirma el ser en el devenir, o mejor dicho, afirma el ser como
devenir, como devenir selectivo de las fuerzas activas, las únicas dignas de
retornar (ver a continuación la ontología cósmica de Nietzsche). «El eterno
retorno como doctrina física afirma el ser del devenir, pero, en tanto que
ontología selectiva, afirma este ser del devenir como “afirmándose” en el
devenir activo». La vida es el concepto fundamental de Nietzsche, y ese
concepto es inseparable del devenir. La vida es la clave también del pensa-
miento, que debe ponerse, si no quiere ser reactivo —voluntad de poder en
sentido inverso, propia del rebaño; Nietzsche la identifica de manera espe-
cial con el imperativo categórico kantiano—, al servicio de la vida deviniendo
así algo activo, un medio para potenciar y desarrollar la vida; la verdad
misma está al servicio de la vida, del despliegue del devenir, entendido co-
mo el desarrollo de las fuerzas activas. Igualmente en la moral, lo malo y lo
bueno son calificaciones referidas a la potenciación o depotenciación de la
vida, son elementos relativos y perspectivistas, puestos al servicio de la vida
y unos valores últimos a los que se debería someter ésta, como en la tradi-
ción occidental. El superhombre es el hombre afirmativo, que afirma la vi-
da en su totalidad, que asume el devenir y el eterno retorno como su propio
desarrollo. «Eterna afirmación del ser, eternamente soy tu afirmación: pues
te amo, oh eternidad» (Ditirambos a Dionisio). El eterno retorno afirma el
devenir y el ser al mismo tiempo, afirma el ser como el laberinto del deve-
nir, como la afirmación de lo múltiple, del devenir y del azar, en la afirma-
ción del eterno retorno. Vemos tanto en Bergson como en Nietzsche un vita-
lismo entendido como filosofía del devenir en tanto que actualización y di-
ferenciación de las fuerzas activas, en tanto que afirmación creadora de la

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novedad y la irreversibilidad.
[Ampliación: ontología cósmica: Nietzsche identifica la voluntad de
poder con las fuerzas cósmicas del universo en perpetuo devenir (Werden)
y sus combinaciones. La imagen del mundo que Nietzsche se forma está ba-
sada en el concepto de fuerza. El mundo es «un sistema de fuerzas», se
constituye por un conjunto de fuerzas en constante acción y movimiento,
con infinitas variaciones y combinaciones en un tiempo infinito; pero la can-
tidad de fuerzas en el universo es finita. Se trata de fuerzas eternamente
activas, cuyas infinitas combinaciones producen siempre algo nuevo. Sin
embargo, no producen infinito número de sistemas de fuerzas, porque la
cantidad de fuerza en el universo es constante, según el principio de la con-
servación de la energía de Helmholtz y Joule de 1843, en el que Nietzsche
se inspiró. Por otra parte, tampoco la tendencia de las fuerzas cósmicas es a
un equilibrio perfecto, a un estado de reposo, porque, en un tiempo infinito,
éste se hubiera dado ya.
Sobre la naturaleza de estas fuerzas cósmicas, él las considera de ca-
rácter físico, a semejanza de las fuerzas mecánicas. Pero si la mecánica las
concibe cuantitativamente, Nietzsche las va a considerar cualitativamente,
y, por tanto, indivisibles. La concepción del vitalismo universal es en princi-
pio excluida. Sin embargo, de los cambios y combinaciones de estas fuerzas
físicas brota la vida, por lo que en el organismo vivo estas fuerzas físicas y
químicas pasan a ser vitales. Nietzsche llamará también fuerzas a todas las
energías de orden psíquico y hasta espirituales. En último término, todo se
resuelve en las mismas fuerzas cósmicas y sus combinaciones, que en el
fondo las va a identificar con la voluntad de poder. En la descripción que ha-
ce Nietzsche, en el último aforismo, como visión de este maravilloso «mons-
truo» de fuerzas que constituye el mundo, termina diciendo que el nombre
definitivo y único para designarlo es de voluntad de poder. Por consiguiente,
el universo no sería otra cosa que la voluntad de poder].
Este pensamiento afirmativo y vitalista es asumido por Deleuze en
su filosofía, que hace de la diferencia y la repetición, el fantasma y el simu-
lacro, una de las armas más poderosas contra el pensamiento fijista y está-
tico propio del platonismo. El devenir es repetición, pero lo que deviene es
la diferencia, la procesión de simulacros que rechazan el esquema del mo-
delo y la copia. El devenir en la obra de Gilles Deleuze y Félix Guattari
[1930–1992, psicoanalista y filósofo francés, que no cree que sea posible
aislar el elemento inconsciente en el lenguaje o estructurarlo dentro de unos
horizontes significantes. Por el contrario, el inconsciente remite a todo un
campo social, económico y político. Los objetos del deseo se determinan
como realidad coextensiva al campo social. Una cartografía de la subjetivi-
dad, para tener un alcance analítico, debe según él deshacerse de todo ideal
de cientificidad. Dicha cartografía se basaría en una contundente crítica de
los métodos de subjetivación subordinados al régimen identitario y al mode-
lo de la representación. La ética de Guattari consiste en oponer a este ideal
un constructivismo ontológico a todos los niveles, tanto en el caso de
aprehensión de los niveles etológicos en los bebés como en el de la función
existencial del rock en los jóvenes, e incluso en el de la aprehensión pática

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—sufijo que expresa alguna enfermedad; p.e homeopático— en la psicosis,


en que pueden ser incluidos los más diversos componentes semióticos —
incorporación de la ciencia o de los medios de comunicación como elemen-
tos de la novela familiar moderna, por ejemplo—. Por ello debería aceptarse
que la psique es el resultado de componentes múltiples y heterogéneos. Ella
desarrolla el registro verbal, pero también los medios de comunicación no
verbales, las relaciones con el espacio arquitectónico, los comportamientos
etológicos, los estatutos económicos, las aspiraciones éticas y estéticas, etc.
Esto implica que no se puede tomar la subjetividad como algo dado, confi-
gurado por las estructuras universales de la psique, sino que, al contrario,
permite suponer mecanismos diferenciados de subjetivación. Ello es debido
a que el inconsciente no es estructural, sino procesual; no puede darse re-
ferido solamente al quehacer familiar y cotidiano, a dicha «novela familiar»,
sino igualmente a las maquinarias técnicas y sociales. No puede dirigirse
solamente hacia el pasado, sino también hacia el futuro] Mil Mesetas
(1980) es un devenir imperceptible, molecular, que constituye la base so-
bre la que se despliega la historia macroscópica y molar. Los grandes
cambios dependen más de minúsculas fisuras debidas a los devenires que
a las grandes oposiciones molares a nivel de los individuos o las clases. La
genealogía se ocupa de los devenires, mientras que la historia se ocuparía
de las evoluciones macroscópicas. Ambos movimientos son necesarios, pero
han sido G. Deleuze y Michel Foucault los que han descubierto la impor-
tancia de estos aspectos microfísicos del poder y la historia que complemen-
tan los análisis macroscópicos típicos de la tradición marxista. Ambos enfo-
ques no se oponen sino que se complementan, y los dos han de ser tenidos
en cuenta en una ontología histórica que analiza el ser como devenir.

3. LAS TEORÍAS DE LA EVOLUCIÓN SOCIAL

En este punto podemos pasar a la teoría de la evolución social o filosofía


de la historia de raigambre marxista. La filosofía de la historia actualmente
es un concepto que tiene un cierto matiz peyorativo, porque parece que
supone necesariamente una concepción teleológica y escatológica de la
historia, según la cual existen unas leyes históricas inexorables que explican
el despliegue necesario de la historia, que se entiende como la expresión se-
cularizada de la redención cristiana. Por ello puede ser preferible utilizar la
noción de una teoría de la evolución social, que está libre de la Idea de
escatología, teleología y necesidad inexorable que lastraba la noción de filo-
sofía de la historia. Esta última noción puede entenderse de forma meta-
teórica, como el análisis de los tipos de explicación, causales y teleológicos,
utilizados en la ciencia histórica, y desde el punto de vista ontológico como
el análisis del estatuto ontológico de los objetos históricos, como una onto-
logía del ser social e histórico.
El marxismo, en tanto que materialismo histórico, es una teoría de la
evolución social que pretende analizar y explicar tres problemas fundamen-
tales: 1) la transición a la civilización y el surgimiento de las sociedades de
clases; 2) la transición a la modernidad y el surgimiento de la sociedad ca-

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pitalista, y 3) la dinámica de una sociedad mundial antagónica (Cfr. Jürgen


Habermas, La reconstrucción del materialismo histórico). En la explicación
de estos hechos que constituyen la historia de la humanidad desempeña un
papel esencial el concepto de trabajo social y de su regulación mediante la
economía. El materialismo histórico acepta como supuestos fundamentales
los dos siguientes: 1) la idea de que la base económica determina en
cierta manera la superestructura política, cultural e ideológica de la socie-
dad; y 2) la idea de que la dinámica social se produce mediante la contra-
dicción existente entre las fuerzas productivas y las relaciones sociales de
producción, que da lugar al desarrollo sucesivo de distintos modos de pro-
ducción. La posibilidad de una evolución social multilineal y no unidirec-
cional fue prevista por Marx en su correspondencia con los populistas ru-
sos, y ha permitido el desarrollo de una teoría marxista de las sociedades
precapitalistas atenta a las peculiaridades concretas del desarrollo en cada
caso.
La teoría marxista de la historia y de la sociedad no es, sin embargo,
una mera disciplina académica, sino que pretende servir de guía a la trans-
formación revolucionaria de esa misma sociedad que se analiza, y por con-
siguiente, es una investigación social dirigida por un interés no sólo cog-
noscitivo, sino también emancipatorio. En este sentido el marxismo integra,
como muy bien señalaba Sacristán y su escuela, una teoría, una crítica y
una práctica revolucionaria en una unidad dialécticamente articulada,
donde análisis teórico, evaluación crítica y proyecto práctico están inextrica-
blemente relacionados entre sí. La evaluación crítica y negativa de la socie-
dad capitalista es el motor que impulsa la investigación teórica con el objeto
de hacer posible el proyecto emancipatorio. En esta concepción, el ser social
es captado como un proceso dinámico, producto de la interacción de grupos
y clases sociales, en un continuo devenir, cuyas leyes tendenciales debe
descubrir la teoría.

4. DEVENIR, COMPLEJIDAD Y TEORÍA DE LAS CATÁSTROFES

Una teoría ontológica del devenir y la evolución debe situarse hoy al ni-
vel de lo que Edgar Morin [n. 1921, filósofo y sociólogo francés de origen
sefardí —judeo–español—. Con el surgimiento de la revolución bio–genética,
estudia el pensamiento de las tres teorías que llevan a la organización de
sus nuevas ideas: 1) la cibernética; 2) la teoría de sistemas y 3) la teoría de
la información. Edgar ve el mundo como un todo indisociable, donde nuestro
espíritu individual posee conocimientos ambiguos, desordenados, que ne-
cesita acciones retroalimentadoras y propone un abordaje de manera
multidisciplinar y multirreferenciada para lograr la construcción del
pensamiento que se desarrolla con un análisis profundo de elementos de
certeza. Estos elementos se basan en la complejidad que se caracteriza
por tener muchas partes que forman un conjunto intrincado y difícil de co-
nocer. El «pensamiento complejo» es una noción utilizada en filosofía y
epistemología que se basa en un asunto espiritual humano como el «alien-
to de vida». Las palabras «aliento de vida» y «espíritu humano» tie-

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nen un significado muy cercano porque son lo mismo. Este «aliento de vi-
da» que fue introducido en el hombre cuando su cuerpo fue creado por Dios
no es, ni está relacionado con el Espíritu de Dios sino que se refiere al espí-
ritu humano que el hombre y la mujer tienen dentro de su cuerpo humano.]
denomina la «hipercomplejidad», lo que impone el establecimiento de
una «nueva alianza» entre ciencias culturales y ciencias naturales por un
lado y entre arte, vida cotidiana y ciencia por otro, dando lugar a una nueva
cultura unificada capaz de comprender la complejidad de la realidad ac-
tual. Los sistemas biológicos y más aún los sociales, son ejemplos de lo que
Henri Atlan (n. 1931) denomina sistemas auto–organizados, que son
aquellos que no sólo resisten al ruido de forma eficaz, sino que son capa-
ces de utilizarlo y transformarlo en factor de organización. El ruido es la
información no querida que perturba el proceso de comunicación, y aquí se
refiere a los aspectos del entorno físico que en principio parece no aprove-
chable directamente por el sistema de que se trata. La evolución de los sis-
temas organizados, biológicos o sociales puede interpretarse como un pro-
ceso de autoorganización, cuando se produce un aumento de comple-
jidad a la vez estructural —número de componentes del sistema— y fun-
cional —número de interrelaciones entre los componentes del sistema—,
como resultado de una sucesión de desorganizaciones y flexibilizaciones del
sistema, que producen un aumento de variedad y una disminución de la re-
dundancia dentro de dicho sistema (H. Atlan, Entre le cristal et la fumée). La
redundancia consiste en la repetición de componentes o de actuaciones
para aumentar la fiabilidad del sistema, es decir, para asegurar su manteni-
miento correcto de forma independiente respecto a las variaciones aleato-
rias del ambiente. Parece ser que los sistemas complejos necesitan, para ser
capaces de adaptarse a las variaciones del entorno, una cierta indetermi-
nación, es decir, una flexibilidad mínima. Los sistemas rígidos no se adap-
tan bien a un ambiente cambiante.
La organización de los sistemas complejos es un proceso continuo de
desorganización y reorganización, que supone que el programa que rige las
respuestas del sistema a las modificaciones del ambiente no está fijado de
una vez por todas, sino que varía según esas mismas modificaciones. Este
resultado nos lleva a considerar que las perturbaciones y los errores —el
ruido— no es sólo un factor de desorden sino que es capaz, en ciertas con-
diciones, de dar lugar a un orden, que hace posible hablar de «orden a
partir del ruido» o de «orden mediante fluctuaciones». Estas nociones
permiten dar un sentido preciso al concepto de selección con orientación,
que es el fundamento de las teorías evolucionistas, gracias a los trabajos de
Manfred Eigen [n. 1927, físico y químico alemán galardonado con el Pre-
mio Nobel de Química en 1967. En 1953 ingresó en el Instituto Max Planck e
inició sus trabajos de cinética química, desarrollando su método del «salto
de temperatura» para alterar los equilibrios químicos, y que consiste en
un rápido calentamiento de la muestra mediante la descarga de un conden-
sador. Además, el nombre de Eigen es unido con la «Teoría del hiperciclo
químico», el acoplamiento cíclico de ciclos de reacción como una explica-
ción de la autoorganización de sistemas prebióticos, que él describió con

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Peter Schuster (n. 1941, químico austríaco) en 1977] sobre el devenir de


poblaciones de macromoléculas portadoras de información. Pero ha sido la
Escuela de Bruselas, reunida en torno a Ilya Prigogine (1917–2003; am-
pliado más arriba), quien ha desarrollado esta noción de orden mediante
fluctuaciones, conseguida en sistemas complejos abiertos en condiciones
lejanas al equilibrio y cuyas ecuaciones no son lineales. En esas condiciones
surgen las denominadas «estructuras disipativas», que surgen en puntos
de inestabilidad de los sistemas. En dichos puntos, lejanos del equilibrio, las
fluctuaciones aleatorias pueden originar estructuras estables alimentadas
por flujos de materia y de energía. «Los mismos procesos que en situacio-
nes próximas al equilibrio, causan la destrucción de estructuras, en situacio-
nes lejanas al equilibrio generan la aparición de una estructura» (¿Tan sólo
una ilusión?). Estas estructuras se llaman disipativas porque consumen
energía, y no se dan en sistemas cerrados y aislados del ambiente. Lejos
del equilibrio se pueden producir bifurcaciones, es decir, puntos a partir de
los cuales el sistema puede seguir evoluciones diferentes, y la «elección»
entre las distintas posibilidades depende de las fluctuaciones que en esa si-
tuación pueden ser de gran magnitud, como si el sistema dudara entre las
distintas posibilidades. En estas situaciones lejanas al equilibrio la materia
adquiere, según Prigogine, cualidades nuevas: como la capacidad de enviar
información a distancias macroscópicas, lo que hace que el sistema se com-
porte como un todo al «conocer» cada molécula la situación de las demás;
la posibilidad de «percibir» los efectos debidos a las fluctuaciones y res-
ponder a ellos en las bifurcaciones; y la capacidad de adquirir una «memo-
ria», lo que supone la definición de un tiempo interno a la evolución del sis-
tema, independientemente del tiempo externo que miden los relojes.
Las estructuras disipativas generan orden a partir del caos, pro-
ducen diferenciaciones espaciales o temporales que suponen la ruptura de la
simetría y de la homogeneidad producida por el aumento de entropía —en
termodinámica, la entropía (S) es una magnitud física que, mediante cálcu-
lo, permite determinar la parte de la energía que no puede utilizarse para
producir trabajo. Es una función de estado de carácter extensivo y su valor,
en un sistema aislado, crece en el transcurso de un proceso que se dé de
forma natural. La entropía describe lo irreversible de los sistemas termodi-
námicos. Fue Rudolf Clausius (1822−1888), quien le dio nombre y la
desarrolló durante la década de 1850; y Ludwig Boltzmann (1844−1906),
quien encontró la manera de expresar matemáticamente este concepto,
desde el punto de vista de la probabilidad—. En cierta manera los sistemas
complejos y, especialmente los seres vivos, crean organización a partir
de la desorganización, y en ese sentido «invierten» localmente el se-
gundo principio de la termodinámica; esto sólo es posible consumiendo
energía y además aumentando el desorden en su ambiente, de tal modo
que la suma total de entropía —es decir, de desorden— aumente. Las es-
tructuras disipativas tienen un papel fundamental en la explicación del ori-
gen y el mantenimiento de la vida, al combinar el azar y la necesidad de
forma creadora. El azar crea la fluctuación, que una vez surgida queda
sometida a las leyes necesarias que determinan su amplificación y estabili-

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zación o su amortiguamiento y desaparición. Una conclusión importante


respecto a la noción del tiempo, es que dado que la flecha del tiempo viene
indicada por la irreversibilidad que indica el segundo principio de la ter-
modinámica, la inversión local y momentánea de dicho principio supone in-
vertir la flecha del tiempo, aunque estos estados son transitorios y exi-
gen el suministro de información adicional, lo que supone un salto de entro-
pía.
Como conclusión digamos algo acerca de lo que aporta la teoría de
las catástrofes de René Thom (ampliado más arriba), pieza fundamental
de este paradigma de la complejidad que estamos esbozando, a la cuestión
del ser y el devenir. Para Thom, todas las formas que son estables de forma
estructural, es decir, que no varían de forma al ser sometidas a pequeñas
fluctuaciones exteriores, pueden ser relacionadas con un movimiento, con
un dinamismo subyacente, peculiar, una de cuyas discontinuidades va a po-
sibilitar el surgimiento de dicha forma estable. Es decir, la morfogénesis o
surgimiento de formas estables supone la existencia de dinamismos ocul-
tos y discontinuos. Cada discontinuidad de dicho dinamismo microscópico
—catástrofe— da lugar a una forma estable a nivel macroscópico. La teoría
de las catástrofes busca las condiciones de posibilidad del surgimiento de
discontinuidades estructuralmente estables y cataloga las catástrofes
elementales posibles, y en el caso en que se cumplen las condiciones, usua-
les en los casos prácticos, de que el dinamismo implicado actúa en nuestro
espacio–tiempo de cuatro dimensiones, y este dinamismo responde a una
función de tipo potencial, entonces el número de singularidades posibles,
o catástrofes elementales, se reduce a siete. La importancia crucial de
este descubrimiento es que quedan definidas las formas posibles de morfo-
génesis en una serie de casos bastante general. La forma de evolución se
ajusta a unos tipos perfectamente determinados geométricamente.
La aplicación de esta teoría nos permite explicar el surgimiento de una
morfología natural (ser vivo, estructura social, forma lingüística, etc.), su
estabilidad y su evolución posible considerándola como la solución de un di-
namismo subyacente desconocido. La forma resultante es independiente del
substrato considerado, lo que permite aplicar mediante analogía soluciones
de un problema resuelto y conocido a problemas en los que el dinamismo
subyacente sea desconocido y establecer hipótesis sobre dicho dinamismo,
debido a la analogía entre las formas producidas por los dos dinamismos,
uno conocido y otro desconocido. El paradigma de la complejidad, im-
prescindible para analizar la evolución y el devenir de los sistemas comple-
jos, aplica de forma generalizada la analogía como vemos en la teoría de las
catástrofes, las estructuras disipativas, los fractales de Benoît Mandelbrot
(1924–2010), etc. Concluimos aquí este análisis del devenir recordando que
no en vano los inspiradores de los creadores del paradigma de la compleji-
dad son Bergson y Darwin, lo que ayuda a comprender este paradigma co-
mo un método de análisis del devenir de los sistemas autoorganizativos.

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TEMA 12: La estratificación de lo real

La realidad puede ser analizada desde el punto de vista de la radical


unidad de lo existente o bien admitiendo una pluralidad irreductible den-
tro de lo que hay. Deleuze combina ambos enfoques en su consideración de
la realidad desde dos puntos de vista complementarios. 1) Por un lado, po-
demos partir de nociones tales como la substancia espinosista, el Cuerpo sin
Organos (1977) de Antonin Artaud (1896–1948), o el plano de consisten-
cia del propio Deleuze. Desde este punto de vista el mundo se presenta co-
mo un continuo variable de intensidades sin estratificar, como una materia
única que se presenta bajo un continuo de modos distintos que recorren
la superficie de la única substancia, como un conjunto de multiplicidades re-
lacionadas directamente con la substancia, igual que los modos espinosis-
tas. Estas multiplicidades singulares, no segmentarizadas, están consti-
tuidas por continuos intensivos, emisiones de partículas y conjunciones de
flujos y se organizan a través de máquinas abstractas que constituyen dicho
plano de consistencia sometiendo a diagramas las líneas de fugas desterrito-
rializadoras. Tenemos pues un continuo energético en continuo movimien-
to que no se condensa en estratos estables, sino que se crea y se destruye
continuamente, dando lugar a procesos de territorialización y desterritoriali-
zación cambiantes de manera continua. Esta visión combina el dinamismo
heraclitiano con la sumisión espinosista de la multiplicidad de los modos
a la unicidad de la substancia o plano de consistencia a través del energe-
tismo de la teoría leibniziana de las mónadas. Es una concepción molecular
de la realidad, a la par que neovitalista y energetista, en la que sólo existen
intensidades energéticas combinándose de innumerables formas continua-
mente.
2) Frente a esta lectura de la realidad, tenemos la lectura estratifi-
cada de dicha realidad, que desde la Antigüedad se ha venido sosteniendo.
Según esta visión la realidad se articula en una serie de niveles, cuya orga-
nización interna les dota de cierta unidad estructural que permite distin-
guirlos entre sí aunque mantengan también ciertas relaciones o nexos. En el
pensamiento contemporáneo, a partir de la división dicotómica entre natu-
raleza y espíritu se han propuesto numerosas visiones estratificadas de la
realidad que coinciden en sus grandes rasgos. N. Hartmann, por ejemplo,
escinde la primitiva división de naturaleza y espíritu en cuatro estratos
esenciales: inorgánico, orgánico, psíquico y espiritual. De manera parecida
J. Ferrater Mora propone una estratificación de lo que hay en cuatro nive-
les entre los que se establecen ciertas continuidades: físico, orgánico, so-
cial y cultural. Respecto a Hartmann, la variación más importante reside
en destacar el carácter social de la individualidad humana frente a su in-
terioridad como hace Hartmann, equivaliendo en cambio sus categorías de
espiritual y cultural, ya que Hartmann utiliza aquel término en el sentido de
espíritu objetivo hegeliano, es decir, como la serie de productos culturales
que trascienden la individualidad psíquica de los individuos y se objetivan
como resultados que permanecen más allá del instante de su producción. M.

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Bunge, por su parte ofrece una estratificación en cinco niveles, en la cual


el estrato inorgánico se divide en físico y químico, el estrato orgánico se de-
nomina biológico, y el estrato cultural o espiritual se denomina técnico, para
destacar el aspecto productivo y transformador de la naturaleza que la cul-
tura humana posee. En otras estratificaciones no se distingue entre lo
inorgánico y lo orgánico, es decir, entre lo físico–químico y lo biológico, y se
unen dichos estratos en uno que agruparía lo «material» en cierto sentido
de la realidad. Esto hacen por ejemplo, tanto G. Bueno como K. Popper.
Bueno distingue en su concepción ontológica de la realidad: un mate-
rialismo ontológico–general y un materialismo ontológico–especial.
El primero, expresión de la Ontologia general, consistirá en el análisis de la
categoría de Materia, M, obtenida a partir de la destrucción de los límites de
las materias particulares dadas. El materialismo ontológico–especial, u
Ontología especial, es la doctrina de los tres Géneros de Materialidad,
M2 y M3. M, es el género de lo físico–químico y lo orgánico a la vez, de lo ex-
terior; M2 es el mundo de lo psíquico, entendido como el ámbito interior de
aquellos seres dotados de sistemas nerviosos complejos y M3 es el ámbito
de los objetos abstractos.
Karl Popper (1902–1994) y George Simmel (1858–1918), reconocen
en Platón, el descubridor de un tercer mundo, que no se reduce al mundo
de los objetos, el primer mundo, ni al mundo de los sujetos, el segundo
mundo, sino que es en cierta manera independiente de ambos, y está cons-
tituido por las ideas, es decir por los objetos del pensamiento, por los
inteligibilia, independientemente de que sean o no pensados por mentes
determinadas pertenecientes al segundo mundo. Independientemente de los
matices que distinguen las concepciones de Hartmann, Ferrater, Bunge,
Bueno y Popper, y que se han materializado en críticas, por ejemplo de
Bueno y Bunge contra Popper, de Bueno y Bunge entre sí, etc., algunos re-
sultados comunes a estas posturas podrían ser los cuatro siguientes: 1)
una concepción pluralista de la realidad —que no renuncia a denomi-
narse materialista en los casos de Bunge, Bueno y Ferrater, aunque sí en los
de Hartmann y Popper—; 2) la aceptación, sin embargo, de nexos entre
los distintos estratos —que permiten a Ferrater hablar de los continuos
físico–orgánico, orgánico–social y social–cultural; a Hartmann de los nexos a
pesar de los hiatos entre los estratos—; 3) la explicación del surgimiento de
la novedad mediante el emergentismo —en Hartmann, Bunge y Ferrater,
al menos—; y 4) el rechazo del reduccionismo de un nivel o estrato a otro
—en todos los autores citados—. Las teorías que ven la realidad como estra-
tificada son, pues, pluralistas, no reduccionistas, no aislacionistas ya
que admiten relaciones entre los diversos niveles y en algunos casos son
materialistas, evolucionistas y sistémicas.
Deleuze también presenta una concepción estratificada de la realidad,
cuya noción de estrato obtiene a partir de la confluencia del paradigma de la
doble articulación (Martinet) y el paradigma de la oposición entre plano de la
expresión y plano del contenido desarrollado por Louis Hjelmslev [1899–
1965, lingüista danés, maestro indiscutible del Círculo Lingüístico de Copen-
hague. En 1931 fue uno de los creadores del Círculo Lingüístico de Copen-

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hague. Trabajó en el desarrollo de la glosemática, dedicada al estudio de los


glosarios con un enfoque científico similar al del cálculo matemático. El
Círculo Lingüístico de Copenhague fue fundado por Hjelmslev y otros en
1931. Se inspiró en la Escuela de Praga, y su objetivo fue crear un foro de
estudio que desarrollara un nuevo tipo de investigación lingüística. Al princi-
pio, su trabajo centró en la fonología, pero más tarde derivó hacia el estruc-
turalismo. Siguiendo a Saussure (1857−1913), Hjelmslev considera el len-
guaje como un sistema de signos: la esencia del lenguaje es definir un
sistema de correspondencias entre sonido y significado. El análisis del len-
guaje envuelve, entonces, describir cada uno de estos dos planos y sus in-
terconexiones. La dicotomía saussureana de significante/significado es lla-
mada por Hjemslev expresión/contenido. Cada uno de estos planos, en una
determinada lengua, tiene su propia estructura. En el plano de la expresión
la estructura es una secuencia de segmentos, mientras que en el plano del
contenido es una combinación de unidades componenciales más pequeñas.
La «glosemática» critica la lingüística anterior y contemporánea por
ser trascendente, o sea, por fundamentarse en datos exteriores a la propia
lengua (históricos, sociales, etc.). La lingüística debe ser inmanente. Esto
significa que debe analizar los dos planos en términos de su propia estructu-
ra], dando lugar a una rejilla compleja. La doble articulación distingue
entre una primera articulación que combina unidades mínimas dotadas de
sentido, y una segunda articulación que combina unidades mínimas no
dotadas de sentido. En cuanto a Hjelmslev, distingue por un lado la ex-
presión y el contenido, y por otro la materia —lo amorfo, la pura realidad
fónica o semántica—; la forma —red de relaciones que se aplica a la mate-
ria— y la sustancia —producto de la aplicación de la forma a la materia—.
De esta manera tenemos que hay: 1) materia de la expresión —conjunto
continuo y amorfo de los sonidos—; 2) materia del contenido —conjunto
continuo y amorfo de los sentidos—; 3) forma de la expresión —red rela-
cional que define las unidades fónicas— y forma del contenido —red rela-
cional que define unidades semánticas—; y 4) sustancia de la expresión
—clasificación que la forma produce en la materia fónica— y sustancia del
contenido —clasificación que la forma produce en la materia semántica—.
Con este utillaje teórico G. Deleuze y F. Guattari analizan los diversos
estratos: físico, biológico y social. Dichos estratos tallan en el continuo
intensivo las formas y conforman las materias transformándolas en sustan-
cias; en las emisiones de partículas los estratos distinguen las unidades de
expresión y las unidades de contenido; por último, los estratos separan
los flujos y les asignan diversos territorios. Los estratos se inscriben,
pues, en el plano de consistencia, en la sustancia, organizando y estructu-
rando sus modos en diversos niveles. Cada estrato es una doble articula-
ción de contenido y de expresión que se suponen recíprocamente. Lo que
varía de un estrato a otro es la naturaleza de la distinción existente entre el
contenido y la expresión, que puede ser de inducción en el estrato físico, de
transducción en el estrato biológico y de traducción en el estrato social.
Cada estrato sirve de substrato a otro y a su vez cada estrato presenta
una capa central constituida por sus materiales externos que toma de otro

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estrato, sus elementos sustanciales interiores y sus relaciones o rasgos for-


males. Cada estrato se relaciona con otros que le proporcionan sus mate-
riales y que constituyen su medio exterior, y la energía, y que constituyen
su medio asociado. Un estrato consta además de su capa central de un
medio intermedio que constituye su epistrato, y de un medio asociado que
constituye su parastrato, de manera tal que dicho estrato no existe más
que fragmentado, abierto en dirección a los medios que le rodean y que
constituyen sus epistratos y paraestratos. Este movimiento de apertura, de
desterritorialización de los estratos, conecta esta visión estratificada con
la visión del plano de consistencia que vimos antes, en un doble movi-
miento, correspondiente cada uno a uno de los tipos de máquina abstrac-
ta analizada por Deleuze: 1) el Ecúmeno, prisionera en cada estrato, y 2)
el Planómeno, diagrama del plano de consistencia que atraviesa todas las
estratificaciones. Cada estrato se desborda sobre los otros, en un viaje hacia
la desestratificación completa del plano de consistencia, pero a la vez, se
repliega sobre sí mismo en una reterritorialización que fija los materiales
y las energías procedentes del exterior y que dota al estrato de su individua-
lidad.
La relación entre los diversos estratos se lleva a cabo mediante dispo-
sitivos maquínicos denominados interestratos, que relacionan también
los contenidos y las expresiones en cada estrato. Por último hay dispositivos
maquínicos que abren el estrato hacia el plano de consistencia y realizan la
máquina abstracta, denominados metaestratos.

1. ESTRATOS FÍSICOS Y BIOLÓGICOS

A continuación caracterizaremos brevemente los tres principales tipos


de estratos físicos, biológicos y socio–culturales. 1) En los estratos fí-
sicos, el contenido es molecular y la expresión, molar. La expresión es-
tructura la discontinuidad microfísica, molecular, en la estabilidad relativa de
los agregados macroscópicos; 2) en el estrato orgánico, la expresión se
autonomiza respecto del contenido expresado, y ambos presentan aspectos
molares y moleculares. La expresión en el estrato orgánico se linealiza en
las secuencias de los ácidos nucleicos. Esta linealidad de la expresión orgá-
nica marca su capacidad de autocopiado y, por tanto, de reproducción, que
no encontramos en los cristales capaces de crecer a partir de un medio ex-
terior, pero no de reproducirse; y 3) los estratos biológicos presentan un
mayor índice de desterritorialización, de apertura a la novedad, de evolu-
ción. Las propiedades de lo orgánico frente a lo físico–químico son emergen-
tes, como dicen Hartmann, Bunge y Ferrater. Lo orgánico descansa en lo fí-
sico–químico, está condicionado por ello y a la vez es independiente y tiene
sus leyes específicas propias. Hay una relación asimétrica entre el estrato
biológico y el físico–químico, algunas categorías de éste se mantienen en
aquél, pero el retorno de categorías de lo orgánico a lo inorgánico es reduci-
do. Por otra parte las categorías propias del estrato inorgánico, al pasar al
orgánico se modifican, se ven supraconfiguradas, como dice Hartmann,
por el carácter del estrato biológico, que supone un novum, la emergencia

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de algo nuevo irreductible a lo físico–químico, que entraña una cierta dis-


continuidad en el paso de un estrato al otro. Como dice Ferrater «El nivel
orgánico es ‘emergente’, de modo que lo físico, sin más, es una condición
necesaria, pero no suficiente, para dar cuenta de las peculiaridades de los
organismos —aunque sea una condición suficiente para que, en condiciones
dadas, emerjan procesos orgánicos—. Tal ‘emergencia’ despliega posible-
mente grados diversos, dependiendo de los grados de complejidad de los
tipos de organismos considerados» (De la materia a la razón).
La materia orgánica no es distinta de la inorgánica, pero está es-
tructurada de otra manera y obedece a otras leyes. En este ámbito orgáni-
co se invierte localmente el aumento de entropía y surge orden a partir
del desorden, o «complejidad debida al ruido». Los sistemas biológicos
son sistemas autoorganizativos, es decir, «organizaciones físico–químicas
naturales, en las que la emergencia de propiedades nuevas a un nivel inte-
grado no es el resultado de una acción planificadora de constructores y pro-
gramadores». La auto–organización supone la interacción entre diferentes
niveles de integración, de manera que se utilizan perturbaciones aleatorias
para crear complejidad funcional, dando lugar a un aumento de la diversi-
dad. El paso de un nivel elemental a un nivel más integrado supone que lo
que está separado y se distingue en el nivel elemental se unifica y reúne en
el nivel superior. El paso del nivel de las moléculas al nivel de los organis-
mos celulares exige la puesta en común de propiedades que distinguían a
las moléculas diferentes y que ahora dan lugar a nuevas propiedades, las de
la organización celular, que se expresan en términos de información.
La emergencia de la vida a partir de elementos físico–químicos es un
fenómeno imprevisible a partir de dichos elementos; aunque sea compati-
ble con ellos es un resultado emergente que aporta una novedad real res-
pecto al sustrato inorgánico. La vida es un proceso de morfogénesis es-
pontáneo y autónomo que reposa en las propiedades de reconocimiento
de las proteínas, que dan lugar a una aparición de orden, de diferencia-
ción estructural, a partir de una mezcla desordenada de moléculas indivi-
dualmente desprovistas de toda actividad. Este surgimiento de la compleji-
dad es posible por la información que estaba presente, pero sin expresar, en
los componentes proteínicos. La capacidad que tienen los ácidos nucleicos
para auto–copiarse es lo que posibilita que las perturbaciones no sólo no
destruyan las estructuras presentes sino que permitan el surgimiento, a
través de las mutaciones, de novedades capaces de mantenerse y re-
producirse, y de dar lugar, por tanto, a la evolución de las formas vivas (Cfr.
El azar y la necesidad). Sin embargo quedan varias lagunas por explicar en
el mecanismo de surgimiento de una célula a partir de las macromoléculas
que la constituyen: ácidos nucleicos y proteínas, así como en el proceso que
ha dado lugar al código genético. El surgimiento de la vida aparece como un
enigma de probabilidad casi nula a priori, y además como algo no explicable
completamente aún.
[Ampliación procedente de la lectura del tema 5 de Filosofía de la
Ciencia II ¿Es la vida un género natural? de Antonio Diéguez Lucena, cate-
drático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Málaga.

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Por influencia de Schrödinger (1944) y, más recientemente, de Pri-


gogine (1980), también es frecuente encontrar la caracterización de los se-
res vivos como sistemas alejados del equilibrio termodinámico, es de-
cir, sistemas capaces de mantenerse con baja entropía y, por tanto, porta-
dores de gran cantidad de información. Los seres vivos crean orden a partir
del desorden. Crean y mantienen una estructura ordenada, consumiendo
para ello energía e intercambiando materia con su entorno. Esta es una de-
finición de vida que ha alcanzado una popularidad creciente. El problema
con ella es que esta propiedad no es exclusiva de los seres vivos, y por tan-
to no serviría por sí sola para definirlos. Hay sistemas puramente físicos que
se mantienen alejados del equilibrio termodinámico de forma semejante
(por ejemplo, una estrella, o un tornado). Estas ulteriores precisiones que
suelen añadirse van normalmente encaminadas a señalar que el modo en
que los seres vivos se mantienen alejados del equilibrio termodinámico es
mediante determinados procesos metabólicos. Con ello, sin embargo, el
punto de atención se desliza precisamente a estos procesos. Esta caracteri-
zación de la vida termina, pues, por ser una modalidad de uno de los dos
grandes enfoques en la caracterización de la vida: 1) el enfoque informa-
cional, que pone el énfasis en la capacidad autorreproductiva o replicativa
de los seres vivos y está influido por la teoría de la información y la informá-
tica (además de por la tradición darwiniana), y 2) el enfoque au-
to−organizativo, que pone el énfasis en la autonomía de los organismos,
en su capacidad para automantenerse, para constituir su propia identidad.
El enfoque informacional centra su concepto de vida en aspectos in-
formacionales del ser vivo que aparecen implicados en la reproducción de su
organización compleja —información almacenada que puede ser replicada—
y, por tanto, ve como características fundamentales de los seres vivos los
mecanismos de variación y herencia, los cuales a su vez posibilitan su
evolución proporcionándoles adaptación al medio. Sin embargo, este enfo-
que permanece mudo ante un hecho fundamental: esa organización comple-
ja, además de replicarse mediante un proceso que implica la codificación y
el procesamiento de una cierta cantidad de información, ha de poder man-
tenerse a sí misma en el tiempo, y es en ello precisamente en lo que se cen-
tra el enfoque autoorganizativo. Este segundo enfoque tiene como ver-
sión más conocida la teoría de la autopoiesis que formularon Humberto
Maturana (n. 1928, es biólogo y epistemólogo chileno que desarrolló en la
década de los setenta el concepto de autopoiesis, el que da cuenta de la or-
ganización de los sistemas vivos como redes cerradas de autoproducción de
los componentes que las constituyen) y Francisco Javier Varela en los
años 70 (1946−2001, biólogo chileno, investigador en el ámbito de las neu-
rociencias y ciencias cognitivas), según la cual los organismos vivos son sis-
temas autopoiéticos, es decir, sistemas capaces de construirse y regene-
rarse a sí mismos, de producir de forma autónoma sus propios componen-
tes, los cuales forman ellos mismos parte de la red que los produce.
Ahora bien, en principio, este enfoque deja fuera cualquier referencia a
los mecanismos de la herencia que posibilitan la evolución por selección
natural, y ello representa su principal limitación. Sería así al menos concebi-

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ble un ser vivo tan extraño como el que aparece en la novela Solaris, de
Stanislav Lem (1927−2006, escritor polaco cuya obra se caracteriza por su
tono satírico y filosófico): un enorme océano gelatinoso, activo, cambiante e
inteligente, que cubre todo un planeta y que es capaz de automantenimien-
to y desarrollo, pero no de reproducción (ni de evolución darwiniana). Nada
hay ciertamente en el enfoque auto−organizativo que excluya esta posibili-
dad.
Como vemos, para unos investigadores tenemos vida sólo cuando po-
demos encontrar estructuras que se autorreplican, para otros tenemos vida
cuando encontramos estructuras que se automantienen metabólicamente.
Estas dos formas fundamentales de entender la vida pueden apreciarse
igualmente en el debate sobre el origen de la vida. De hecho, se correspon-
den de forma casi exacta con las dos principales corrientes que existen
acerca del origen de la vida: 1) de acuerdo con algunos biólogos y químicos
la vida surgió como un polímero portador de información —posiblemente
ARN o APN, esto es, ácido péptidonucléico— capaz de replicarse a sí mismo,
aunque no de metabolizar —si bien el metabolismo hubo de añadirse pronto
al proceso—. Debía ser, pues, una molécula con la capacidad de copiar su
propia información y, por ende, dadas las variaciones inevitables en este
proceso, susceptible de evolución. De ahí que a esta corriente se la haya
llamado «los genes primero» o «la replicación primero»; y 2) de
acuerdo con la escuela rival, los primeros no fueron los genes, sino un con-
junto de reacciones mutuamente catalizadas —catálisis es el proceso
por el cual se aumenta la velocidad de una reacción química, debido a la
participación de una sustancia llamada catalizador y las que desactivan la
catálisis son denominados inhibidores—, producidas, según algunas versio-
nes, sobre superficies minerales, o, según otras, en vesículas aisladas del
entorno por una membrana. La reproducción de estas entidades no sería
genética, sino una mera prolongación de la autocatálisis y de la división por
aumento de tamaño. A esta corriente se la conoce como «el metabolismo
primero».
Ambos enfoques, sin embargo, presentan problemas, y el uno no pue-
de dar cuenta de la aparición de las características de la vida sobre la que se
centra el otro. No hay una explicación satisfactoria de cómo moléculas auto-
rreplicadoras pueden surgir y mantenerse a partir de una síntesis química
indirecta y dar lugar a cadenas de reacciones metabólicas; más bien, la re-
plicación de dichas moléculas parece exigir la existencia de procesos meta-
bólicos que puedan sustentarla. Está además el problema de cómo un sis-
tema replicador simple puede evitar la acumulación de errores de copia. Pe-
ro, en sentido contrario, no hay tampoco una explicación satisfactoria de
cómo un conjunto de componentes químicos aislados, capaces de intercam-
biar energía y materia con el entorno, puede surgir espontáneamente, man-
teniendo su estabilidad y dar lugar a moléculas que porten una información
heredable acerca de cómo recomponer un sistema similar. De hecho, si bien
se ha comprobado experimentalmente que una molécula de ARN puede
mantener su capacidad autorreplicadora fuera de una célula, en un ambien-
te químico adecuado que proporcione las enzimas necesarias —lo cual jue-

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ga a favor del enfoque «la replicación primero»—, no hay evidencia experi-


mental convincente que muestre que un ciclo metabólico puede darse y
mantenerse fuera del equilibrio termodinámico en condiciones similares.
Dadas las carencias explicativas de estos enfoques, no es de extrañar que
haya habido intentos de integrarlos en uno más general que no se limite a
yuxtaponer sin más los rasgos que cada uno destaca, sino que muestre al-
guna conexión más profunda entre ellos.
En tal sentido, Freeman Dyson (1999), aunque es considerado como
un representante de la corriente «el metabolismo primero», ha defendi-
do que el origen de la vida está más bien en la unión simbiótica de los dos
tipos de estructuras anteriores, o, por decirlo de otro modo, que la vida tie-
ne un origen doble. Dyson asume la idea de John von Neumann
(1903−1957, matemático húngaro−estadounidense que efectuó importan-
tes contribuciones a un variado número de disciplinas científicas y, en parti-
cular, a la teoría de la computación) de que la vida no es una cosa, sino
dos, metabolismo y replicación, que son lógicamente separables. Esto
implica que la vida, o bien surgió de una vez con ambas cosas juntas, o tuvo
un doble origen: hubo una primera entidad replicadora y una primera enti-
dad metabolizadora y ambas se unieron para formar la vida. Dyson se de-
canta por esta segunda posibilidad, dadas las dificultades de la primera. Se-
gún su modelo, las primeras entidades vivas, las primeras células, estarían
formadas fundamentalmente por proteínas capaces de mantenimiento
homeóstatico —homeostasis es una propiedad de los organismos vivos
que consiste en su capacidad de mantener una condición interna estable
compensando los cambios que se producen en su entorno mediante el inter-
cambio regulado de materia y energía con el exterior (metabolismo). La
homeostasis es una forma de equilibrio dinámico posible gracias a una red
de sistemas de control realimentados que constituyen los mecanismos de
autorregulación de los seres vivos— y, por tanto, de metabolismo, que se-
rían después parasitadas por ácidos nucleicos que terminarían en una
asociación simbiótica con sus hospedadores.
Antonio Diéguez Lucena, apunta que existe, sin embargo, una terce-
ra posibilidad que aún no hemos contemplado y que presenta menos dificul-
tades que las anteriores, a saber: que la vida sea un género natural pero
que no sea caracterizable pese a todo mediante un conjunto de propieda-
des necesarias y suficientes. Ésta es, además, una posibilidad que tam-
bién ha sido ensayada en el debate sobre las especies y que podría ser ex-
trapolada con beneficio al problema de la definición de vida. Las especies
serían géneros naturales entendidos como agrupaciones de propiedades
mantenidas homeostáticamente. Lo que esto significa es que las espe-
cies presentan propiedades que tienden a darse juntas porque hay meca-
nismos causales subyacentes que hacen que se refuercen unas a otras,
aunque son mecanismos sujetos a excepciones. Es decir, la posesión de al-
guna de ellas hace más probable la posesión del resto, si bien pueden
darse casos de individuos en los que falten algunas de tales propiedades.
Esta tercera forma de ver los géneros naturales no exige que haya alguna
propiedad presente en todos los miembros de una especie y sólo en ellos y,

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por otra parte, permite su variación en el tiempo, ya que la agrupación


homeostática de propiedades puede preservar su identidad a través de cier-
tos cambios.
Esta posición se alejaría tanto del esencialismo tradicional que busca
una definición universal de vida a partir del establecimiento de sus condicio-
nes esenciales, como del escepticismo que no ve posible más que un con-
junto más o menos vago, arbitrario, contextual y variopinto de característi-
cas habitualmente, pero no necesariamente, presentes en los seres vivos. Si
consideramos la vida como una agrupación de propiedades mantenidas ho-
meóstaticamente, no habría un conjunto cerrado e inamovible de condicio-
nes necesarias y suficientes de la vida, y en esto habría que darle la razón al
convencionalista o al escéptico, pero sí que cabría señalar cierto conjunto de
rasgos que se refuerzan mutuamente y que, por tanto, valdrían para de-
finir la vida como fenómeno. Al mismo tiempo, esto explicaría por qué no
han tenido éxito los intentos de proporcionar una definición unificada de vi-
da que la cifre en un solo proceso o que la reduzca al despliegue de una úni-
ca función. La enumeración de propiedades a las que recurren la mayoría de
las definiciones dadas no es un signo de fracaso, sino una consecuencia de
la propia naturaleza de la vida. La vida es un género natural, pero se con-
forma como tal por medio de una agrupación de propiedades que no consti-
tuyen juntas una «esencia» de la vida.
No obstante, persiste en opinión de Diéguez un problema con esta ca-
racterización, y es que también haría de un individuo aislado un género na-
tural, pues también éste podría considerarse como una agrupación de pro-
piedades mantenida homeostáticamente. Pero, en lo que respecta al asunto
de la definición de vida, éste es un problema menor comparado con los que
presentan las alternativas del esencialismo tradicional, del convencionalismo
y del «individualismo»].

2. EL ESTRATO SOCIO–CULTURAL

Algo parecido tenemos en el otro gran salto en el sistema de estratos:


el que pasa de lo biológico a lo psíquico, lo social y lo cultural. De forma pa-
recida a la biogénesis, la antropogénesis sigue siendo un enigma en par-
te. Para Deleuze, el surgimiento del estrato de lo social está menos referido
a una pretendida esencia humana que a una nueva distribución del conteni-
do y la expresión. La forma del contenido se convierte en aloplástica —
reacción o adaptación mediante una modificación en el medioambiente: ac-
ciones materiales, comunicaciones y lenguaje—y lleva a cabo modifica-
ciones del mundo exterior. Por su parte la forma de la expresión se
hace lingüística, es decir, opera por símbolos transmisibles y com-
prensibles en lugar de ser genética como en el estrato orgánico. Los con-
tenidos se relacionan con la pareja mano–herramienta, y las expresiones
con la pareja rostro–lenguaje, como nos dice André Leroi–Gourhan
(1911–1986), en El gesto y la palabra, técnica y lenguaje (1971). El hombre
surge como homo faber y como homo loquens, como animal constructor
de herramientas y como animal lógico, parlante y pensante. La mano y la

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laringe se desterritorializan, pierden especialización y rigidez, devienen


plásticas, adaptables, y esto favorece la hominización de los pre–
homínidos.
El contenido de este estrato social y cultural se nos presenta como una
máquina social técnica, que da lugar a estados de fuerza y formaciones
de poder; la expresión del mismo está constituida por una máquina colec-
tiva semiótica que constituye regímenes de signos. En este estrato se en-
frentan, en terminología de Michel Foucault, «multiplicidades discursi-
vas», complejos de enunciados, y «multiplicidades no discursivas»,
complejos de poderes sociales y culturales. Los primeros constituyen el
plano de la expresión, los segundos el plano del contenido. El saber se dobla
de un poder y viceversa. Para ajustar ambos planos son precisos dispositi-
vos maquínicos de doble pinza o doble cabeza que refieren uno a otro. Con-
tenido y expresión no son reductibles ni a la oposición significado–
significante, ni a la oposición infraestructura–superestructura, sino que es-
tán presentes en ambos polos de la oposición.
Por otra parte, estos estratos no son para Deleuze estadios de perfec-
ción evolutiva creciente: «no hay biosfera, ni noosfera, hay sólo, por todos
los sitios, una única y misma Mecanosfera». Los diferentes estratos se abren
a una máquina abstracta que ignora los estratos, las distinciones entre con-
tenidos y expresiones, entre formas y substancias y se muestra como un
único plano de consistencia que desestratifica produciendo un continuo de
intensidades, una emisión de partículas materiales y de partículas–signos y
una conjunción de flujos desterritorializados. Las máquinas abstractas se
inscriben como diagramas en el plano de consistencia o se envuelven en los
estratos y aseguran su unidad de composición. Frente a esto, los dis-
positivos maquínicos adaptan el contenido y la expresión de cada estrato;
asegurando las relaciones entre los segmentos del contenido y la expresión;
dividen el estrato en paraestratos y epiestratos; relacionan un estrato
con otro y por último actualizan la máquina abstracta en un estrato deter-
minado o abriendo dicho estrato hacia el plano de consistencia.
Volviendo al estrato social y cultural, la noosfera, aquí nos encon-
tramos con otro enigma: el de la hominización, que es el resultado y a la
vez algo distinto del proceso evolutivo biológico. El cerebro grande y el sur-
gimiento de las paleosociedades —sociedades paleolíticas— son expresio-
nes paralelas de un proceso de complejificación. La sociogénesis de ho-
mínidos con cerebros cada vez más grandes, es el soporte del desarrollo de
la cultura que, a su vez, permite el desarrollo del cerebro y del lenguaje.
La cerebralización creciente de los homínidos es el medio y el resultado de
la complejidad social y cultural. Los rasgos específicos de la hominiza-
ción, como nos dice el biólogo y filósofo francés Henri Atlan (n. 1931), so-
ciedad, cultura, cerebralización, son aspectos diversos del mismo proce-
so de auto–organización creadora de complejidad mediante mecanismos de
organización por desorganización–reorganización y por integración de la
ambigüedad. Un papel esencial en el proceso de hominización lo de-
sempeñan las memorias que fijan la información obtenida e impiden su
desaparición mediante su estabilización por replicación y por redundancia.

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Los rasgos que definen al hombre —bipedismo, lenguaje articulado


combinatorio, sociedad—, son anteriores al cerebro grande, lo cual plantea
el problema de la utilidad de éste. Edgar Morin explica que las posibilida-
des ofrecidas por este mayor tamaño del cerebro, son las correspondientes
a lo imaginario, al delirio, que se plantean como aptitudes no realizadas,
disponibles siempre para un hombre que es homo sapiens–demens.
El aumento de complejidad que supone la hominización abre po-
sibilidades nuevas no actualizadas que se acumulan como redundancia no
utilizada, pero que constituye una reserva de recursos inéditos. La biología
ha dotado al ser humano de muchas posibilidades, precisamente porque no
ha desarrollado su especialización y su adaptación a un medio determinado.
El hombre es un ser inacabado biológicamente y su completitud se lleva
a cabo gracias a la cultura, a la técnica. Lo humano surge mediante una
emergencia creciente a partir de lo que se puede denominar «prehomi-
nización animal», pero, por otra parte, lo animal se agota y en un mo-
mento crítico se produce la explosión de lo humano. La naturaleza biológica
se auto–trasciende en el hombre, que desde el punto de vista biológico,
es un «animal desamparado y arrojado», como nos recuerda C. París
Amador en Hombre y Naturaleza (1970). Este desamparo del hombre es
una de las fuentes, aunque no la única, de su cultura y de su técnica. El
hombre no es un ser dado completamente, sino que se debe completar, y
por ello es un ser eminentemente proyectivo (Heidegger), que aprovecha
su indiferenciación configuracional y sus caracteres neoténicos —
persistencia en la edad adulta de características propias de los cachorros
animales, como la curiosidad, el jugueteo, la indefinición instructiva, etc.—,
para crearse un mundo propio (Welt) que no se puede reducir al mero
ambiente (Umwelt) al que están adaptados perfectamente los animales,
como cree Jakob Johann von Uexküll [1864−1944, biólogo y filósofo
alemán del Báltico. Fue uno de los pioneros de la etología antes de Konrad
Lorenz (1903−1989, médico por la Universidad de Columbia de Nueva York
y zoólologo, estudió el comportamiento animal y es uno de los padres de la
etología, ciencia que estudia el comportamiento de los animales en el me-
dioambiente en el que se encuentran). Las investigaciones de Uexküll sobre
el ambiente animal son contemporáneas tanto a la física cuántica como
de las vanguardias artísticas. Como éstas, sus investigaciones expresan
el abandono sin reservas de toda perspectiva antropocéntrica en las ciencias
de la vida y la radical deshumanización de la imagen de la naturaleza. No
tiene que sorprender que ejercieran una fuerte influencia tanto sobre Hei-
degger —el filósofo del siglo XX que más se esforzó en separar al hombre
del viviente— como sobre aquel otro, Gilles Deleuze, que trató de pensar
al animal de modo absolutamente no antropomórfico. Donde la ciencia
clásica veía un único mundo, que comprendía dentro de sí a todas las espe-
cies vivientes jerárquicamente ordenadas, desde las formas más elementa-
les hasta los organismos superiores, Uexküll propone, en cambio, una infi-
nita variedad de mundos perceptivos, todos igualmente perfectos y co-
nectados entre sí como en una gigantesca partitura musical, y, a pesar de
ello, incomunicados y recíprocamente excluyentes, en cuyo centro es-

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tán pequeños seres familiares, y, al mismo tiempo, remotos —el erizo de


mar, la ameba, la medusa, el gusano de mar, la anémona marina, la garra-
pata y otros— en los que su unidad funcional con el ambiente parece apa-
rentemente tan alejada de la del hombre y los animales denominados supe-
riores. Su realización más notable fue la noción de Umwelt, el mundo de la
percepción de los animales en relación con su medio ambiente. Umwelt,
puede traducirse como medio circundante, ambiente. En cierto sentido
se niega a hablar de las formas inferiores de vida. La vida es perfecta por
doquier, es la misma en los círculos estrechos y en los más amplios. A tenor
de su estructura, cada organismo posee anatómicamente un determinado
sistema «receptor» y «efector». Ningún organismo podría sobrevivir sin la
compleja cooperación de ambos sistemas, eslabones de una cadena descrita
por Uexküll como «círculo funcional» (Cassirer, 2007).
Estudios posteriores conectan los estudios de Uexküll con algunas áreas
de la filosofía como la fenomenología y la hermenéutica, influenciando
en los trabajos de los filósofos Martin Heidegger, José Ortega y Gasset,
Maurice Merleau−Ponty, Ernst Cassirer, Gilles Deleuze y Félix Guattari, entre
otros].
La biología ha hecho del hombre un animal inacabado, no fijado con
firmeza, lo que lo convierte en un ser práxico, que tiene que tomar posicio-
nes (elegir en el caso de Sartre), como nos dice Arnold Gehlen [1904–
1976, filósofo y sociólogo alemán, miembro del partido nazi, sus teorías
han inspirado el desarrollo del neoconservadurismo contemporáneo ale-
mán], el cual sitúa precisamente en el carácter de ser dirigido a la acción
del hombre la ley estructural que impregna o traspasa todas las funciones y
operaciones humanas. En su acción el hombre no puede basarse en el ins-
tinto como los demás animales, ya que ha sufrido, como dice Konrad Lo-
renz (1903–1989), una reducción del instinto, y por ello debe ser un
animal proyectivo, que se forma una opinión, toma posiciones y luego
interviene en las cosas, como el ser práxico que comercia y trata con ellas
como agente transformador de las mismas, según un proyecto previo, como
muy bien vio el joven Marx, que situaba la diferencia entre el hombre y el
animal en la capacidad de proyectar su acción con anterioridad. El hombre
es pre–visor de manera esencial. Sólo de esta manera puede superar su
inacabamiento biológico que hace de él un ser en perpetuo peligro. La
carencia de instintos biológicos o su reducción exige que el hombre sea un
animal de doma o aprendizaje, que debe aprender de otros lo que no conoce
instintivamente. El hombre es un ser de carencia: no adaptado, no especia-
lizado, no evolucionado, y esto le permite, precisamente, adaptarse median-
te la cultura a todos los ambientes.
El hombre vive siempre en un mundo cultural, es decir, en «frag-
mentos de naturaleza sometidos por él y transformados en una ayuda para
su vida» (El hombre). En la creación de este mundo cultural es fundamental
la acción y el lenguaje, que suponen la creación de un mundo perceptivo
muy complejo, la orientación de ese mundo y la organización de su poder de
acción. El lenguaje y el pensamiento permiten un comportamiento activo
sobre las cosas que, sin embargo, las deja como están; este comportamien-

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to es el teórico y se sitúa como fase intermedia entre la percepción de la


realidad y la acción sobre la misma. La capacidad práxica del hombre se
basa en la posibilidad que tienen las pasiones humanas de ser frenadas e in-
cluso invertidas, de manera que se pongan al servicio de fines extraños en
principio a su satisfacción directa. La importancia cultural de la sublima-
ción de las pasiones fue destacada ya por Freud; [Nietzsche, por su
parte, hizo incapié en la sublimación de los instintos en aras a la producción
de cultura]. El hombre dispone de un «superávit pulsional» que puede
dirigir, al menos en parte, hacia la creación cultural y la transformación de
la realidad.

3. EL PLURALISMO HÍLICO (CARLOS PARÍS AMADOR)

Resumiendo, vemos que la realidad se nos presenta en tres grandes


estratos: inorgánico, biológico y socio–cultural, entre los cuales se pro-
ducen grandes saltos ontológicos: el surgimiento de la vida, la hominización,
etc. La naturaleza aparece como un proceso dinámico y evolutivo, lejos
de aquella noción estática de la misma propia del materialismo mecani-
cista. La ciencia moderna ha desarrollado el carácter evolutivo, histó-
rico, de la realidad, que sólo se puede captar plenamente mediante la cate-
goría de proceso. El dinamismo esencial de la naturaleza presenta también
un carácter formal o estructural que se opone al aumento de desorden
que expresa el segundo principio de la termodinámica. La naturaleza mues-
tra procesos de ordenación —los seres vivos— que parecen invertir el pro-
ceso de muerte térmica que expresa el segundo principio. La aparición de
diversos tipos de formalización o estructuración en la naturaleza nos lleva a
la concepción estratigráfica o estratificada de la misma. La materiali-
dad no es una unidad monótona sino «una pluralidad de actualizaciones y
potencialidades, abiertas y orientadas hacia nuevos desarrollos estructura-
les» (Hombre y Naturaleza). C. París denomina a esta concepción pluralista
y diferenciada de la materia: «pluralismo hílico», retomando la denomi-
nación aristotélica para la materia. Dicho pluralismo reconoce que las dis-
tintas formalizaciones de la materia no son simplemente epifenómenos,
sino que tienen entidad propia, lo que impide todo fácil reduccionismo de
un nivel de la realidad a otro, lo cual no excluye la relación entre dichos ni-
veles. La pluridimensionalidad de la realidad define un complejo sistema
de relaciones entre los diversos constituyentes de la misma. La estratifi-
cación de la realidad nos conduce pues a una visión materialista, evolucio-
nista, continuista, emergentista, estructuralista, sistemática, realista, empi-
rista, relativista y relacionista, en la que coinciden pensadores como Bunge,
Ferrater y París, para no hablar de Deleuze e incluso de Hartmann.

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TEMA 13: Realidad y materia.


La cuestión del materialismo

La consideración de la realidad como material parece estar en pugna


con la pluralidad ontológica que la realidad nos muestra. Si queremos
mantener una postura materialista consecuente, nuestra noción de materia
ha de hacer justicia al «pluralismo hílico», constatable en la realidad. Por
ello, la noción de materia que empleamos no puede ser extraída de uno de
los estratos de la realidad; no puede ser obtenida mediante una interroga-
ción de la ciencia, ni siquiera de la ciencia básica: la física. La idea de ma-
teria no es científica, sino plenamente filosófica, o mejor aún ontológi-
ca, ya que es una conjetura, una apuesta sobre la estructura última de la
realidad, inaccesible por definición a las ciencias empíricas. Un pluralismo
materialista es una posición ontológica más arriesgada y, en sentido pop-
periano, más potente porque afirma más sobre la realidad que un mero
pluralismo. El materialismo pluralista reconoce la diversidad de los estra-
tos de la realidad, pero no se queda ahí, sino que se esfuerza en definir un
concepto de materia que haga justicia a dicha pluralidad. Dicha postura on-
tológica conjuga el monismo y el pluralismo: todo es materia, pero dicha
materia se manifiesta en una infinidad de modos distintos. La materia es un
conjunto de intensidades y cada modo es un nivel de intensidad diferen-
te —hay aquí resonancias espinosianas—. A un nivel óntico la materia podría
concebirse como el sustrato energético, molecular, en continua evolución,
que adopta diferentes estructuras, según los distintos niveles de la realidad.
Esta sería una concepción neovitalista de la materia que recoge la tradición
de los materialistas griegos, los filósofos naturales y médicos renacentistas,
el energetismo de las mónadas leibnizianas, cierta interpretación de la sus-
tancia espinosista, la Natur philosophie romántica y las aportaciones del
vitalismo de Nietzsche y Bergson, que culminan en la filosofía de Deleuze.
Desde un punto de vista ontológico, la materia es un concepto tras-
cendental que sólo puede obtenerse mediante un regreso destructor de las
materialidades concretas, y que es una condición de posibilidad en el pro-
greso que da lugar a dichas materialidades concretas. En el sentido óntico
la idea de materia tiene un sentido doctrinal, mientras que en el sentido
ontológico, la idea de materia tiene un sentido crítico de carácter más me-
todológico. Desde el punto de vista doctrinal el materialismo afirma que
todo es materia en su pluralidad esencial, mientras que desde el punto de
vista metodológico el materialismo es un imperativo: el imperativo de la
inmanencia, consistente en la exigencia de no aceptar explicaciones de tipo
trascendente a los fenómenos, y por otra parte, de desarrollar una idea de
materia que sea capaz de acoger la pluralidad de la experiencia.
Por todo ello la idea de materia no puede ser nada fijo, estático, dado
de una vez por todas, sino que evoluciona para ajustarse a los campos
nuevos de la realidad que la ciencia va descubriendo y creando. El aspecto
crítico del materialismo queda patente en la visión de G. Bueno, para el que
dicho pensamiento es el resultado de una metodología crítica: «la crítica a la

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tesis de la unicidad del ser», es decir, a la idea de una armonía constituti-


va del Universo. Desde este punto de vista la idea de Materia en un senti-
do ontológico–general se presenta como «la Idea de la pluralidad indetermi-
nada, infinita, en la que no todo está vinculado con todo» (Ensayos materia-
listas). La idea de materia se opone pues a todo armonismo cósmico, así
como a todo holismo indiferenciado en el que todo reacciona con todo. El
materialismo debe ser también un estructuralismo, según el cual los ele-
mentos se presentan ordenados en estructuras relativamente indepen-
dientes entre sí, y cuyos efectos suelen ser locales. No hay acción a dis-
tancia de efectos globales, sino que las acciones locales se propagan por
contagio próximo. Frente al espiritualismo que acepta los efectos globales
en un mundo ordenado y armónico en el que todo se puede relacionar con
todo, el materialismo sólo acepta efectos locales entre elementos ordenados
en estructuras parcialmente aisladas entre sí.
La idea de materia es un concepto crítico más que un concepto gené-
rico abstracto y universal. Se obtiene como resultado de una confrontación
con las distintas materialidades concretas que descubre precisamente la in-
conmensurabilidad mutua de dichas materialidades concretas. Como nos re-
cuerda G. Bueno, el concepto de materia es crítico de las materialidades
concretas y escapa a la metafísica tradicional, porque ésta se basa pre-
cisamente en «la transposición de las propiedades y categorías del mundo
entendido como unidad, a la materia, como la inversión de la ontología ge-
neral, por la ontología especial».
La ontología materialista aquí propuesta no es metafísica en el sentido
clásico, porque no define su idea de materia a partir de las materialidades
concretas presentes en el universo, sino que la constituye mediante un re-
greso crítico y trascendental a partir de dichas materialidades, escapando
así al riesgo del «mundanismo», es decir, del traspaso de las categorías
mundanas al reino del ser, que sería el campo de la ontología general, ocu-
pado en nuestro caso por la materia. La noción ontológica de materia no se
toma del mundo, sino que surge a partir de la destrucción dialéctica de las
categorías mundanas. Por todo ello, está mal enfocada la crítica de Carlos
Ulises Moulines (n. 1946) al materialismo, al considerarlo como un mo-
nismo por un lado, y al pensar que quizás serían los físicos los que tendrían
que proporcionar la idea de materia (La polémica del materialismo) [en su
artículo «¿Por qué no soy materialista?» de agosto de 1977 publicado en la
Revista Hispanoamericana de filosofía, vol. 9 nº. 26, Carlos Ulises Mouli-
nes (n. 1956) se declara no materialista, pues no está claro qué sea eso de
la materia, como de hecho sucede a día de hoy a nivel microfísico: no sa-
bemos cuántas partículas elementales hay ni cómo funcionó el hipotético
bosón de Higgs (1964) durante la llamada «era de Planck» —los primeros
10−43 segundos desde el Big−bang— para dar origen a la masa]. Como he-
mos visto el materialismo es la crítica precisamente del monismo, y la idea
ontológica de materia que emplea es netamente filosófica, construida dialéc-
ticamente, y no importada de la ciencia. A nivel óntico, en cambio, la idea
de materia, aunque también es un constructo filosófico, está más directa-
mente referida a nociones físicas como la energía, el dinamismo, etc. Por

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otra parte, las nociones físicas que para Moulines no son materiales, como
el espacio y el tiempo o los campos, o bien son conceptos puramente rela-
cionales referidos esencialmente a elementos materiales como los primeros,
o bien, son constructos matemáticos que expresan las acciones provocadas
por partículas materiales como los campos. El espacio, el tiempo y los cam-
pos no existirían sin objetos materiales que los definieran. Para finalizar,
el pluralismo que defiende Moulines, como dijimos antes, es una afirma-
ción ontológica de nivel más bajo que el materialismo, pues éste no sólo
acepta la pluralidad, sino que va más allá al intentar construir un concepto
de materia que le haga justicia.
Lo más aceptable de la crítica de Moulines, quizás sea el posible ca-
rácter tautológico del materialismo, que a partir de que todo es materia,
se propone metodológicamente adecuar su noción de materia al cambiante
estado del saber científico de las distintas épocas: pero esta crítica sólo se-
ría destructora del materialismo si éste se propusiera como teoría científica,
pero no afecta al materialismo como teoría ontológica, en la que los criterios
según los cuales algo se puede aceptar como material no tienen sentido, ya
que partimos de la posición de que todo lo que se presenta es material y
que, por tanto, sólo tenemos que adecuar nuestra idea de materia para que
se pueda aplicar también a este fenómeno. El materialismo metodológico
es pues inatacable desde ese punto de vista, ya que es un talante en la
consideración del mundo y una manera de enfocar éste que no puede ser
refutado por ser un método más que una afirmación acerca de la realidad, y
los métodos son útiles o inútiles, pero no verdaderos ni falsos.
El materialismo crítico como doctrina es lo suficientemente amplio
como para acoger en su seno las aportaciones previsibles de la ciencia, por
lo que tampoco tiene por qué ser abandonado. Una postura en cambio que
niegue el carácter material a entidades como el espacio, el tiempo, o el va-
cío, se encuentra ante el problema de caer en un agnosticismo al no definir-
se, o decir que dichas entidades son espirituales, lo que es más grave toda-
vía, desde el punto de vista científico. Por ello el rechazo de una posición
materialista nos lleva al agnosticismo o al espiritualismo, posturas real-
mente incómodas desde un punto de vista ontológico y mucho más desde
un punto de vista científico.

1. LAS ONTOLOGÍAS MATERIALISTAS DE FERRATER MORA Y BUNGE

Pensadores en estrecho contacto con la ciencia y la filosofía de la cien-


cia como José Ferrater Mora (1912–1991) y Mario Bunge (n. 1919) han
desarrollado ontologías materialistas bastante potentes en nuestra época.
Ferrater, en explícita confrontación con Moulines, persiste en el empeño
de formular conjeturas respecto del mundo [justo por el carácter supues-
tamente conjetural de la materia es que Moulines se declaraba no materia-
lista en 1977], que se pueden agrupar bajo el rótulo de materialismo, si por
éste entendemos «una concepción según la cual:

a) Lo que hay precisamente es el mundo material;

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b) el mundo material tiene rasgos que permiten el autoensamblaje de


algunos de sus componentes para formar organismos;

c) muchos (si no todos) de los organismos se comportan socialmente;

d) algunos de los comportamientos sociales dan origen a com-


portamientos y a productos culturales;

e) dentro de los productos culturales figuran métodos que aspiran a


servir de criterios para determinar la racionalidad y, en un último ex-
tremo (posiblemente inalcanzable) la universalidad de la conducta y
del conocimiento...» (De la materia a la razón).

El materialismo de Ferrater es emergentista, evolucionista, continuista,


realista crítico desde el punto de vista epistemológico, empirista y raciona-
lista a la vez, relativista, integracionista y sistémico. Es un pensamiento plu-
ralista que estratifica la realidad en cuatro niveles: físico, orgánico, so-
cial y cultural entre los que se establecen relaciones de continuidad, como
vimos en el capítulo anterior.
Por su parte M. Bunge desarrolla una ontología de carácter mate-
rialista, que integra en su seno a una concepción materialista de la vida,
una teoría materialista de la mente y una concepción materialista de la cul-
tura, basadas todas en la idea de que «todo ente material es cambiable
cuando menos en lo que se refiere a su posición respecto de otros entes
materiales» (Materialismo y ciencia). Esta idea última de posibilidad de
cambio es lo común a todos los conceptos de materia que se han ido dando
a lo largo de la historia. Para Bunge, el materialismo no es una filosofía úni-
ca, sino una familia de ontologías que tienen en común la tesis de que
«cuanto existe realmente es material», o la tesis inversa de que «los objetos
inmateriales tales como las ideas carecen de existencia independiente de las
cosas materiales tales como cerebros». El materialismo de Bunge caracteri-
za un objeto material como aquel que puede estar por lo menos en dos es-
tados, de modo que puede saltar de uno a otro y su idea de materia coinci-
de con «el conjunto de todos los objetos materiales o entes». Dado que la
materia para Bunge es un conjunto, es decir, un objeto abstracto, no
existe de la manera que existen los objetos materiales y no es material a su
vez. Para Bunge la realidad es idéntica con la materia; es decir, los únicos
objetos reales son los materiales.
El materialismo de Bunge es un monismo substancial, sólo hay una
substancia, pero es un pluralismo de propiedades. En ese sentido se po-
drá relacionar con la versión óntica del materialismo que dimos antes, en
la cual una única energía dinámica daba lugar a diferentes propiedades, se-
gún las diversas configuraciones que adoptaba. Este materialismo bungiano
es emergentista y distingue varios niveles de entes: físico, químico, bio-
lógico, social, técnico.
La ontologia materialista defendida por el filósofo argentino ha sido ex-

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puesta y formalizada en dos volúmenes (el III y el IV) de su Tratado de Filo-


sofía básica (2011−2012) y presenta las siguientes características:

a) es exacta (todo concepto es exacto o exactificable);

b) sistemática (toda hipótesis pertenece a un sistema hipotético– de-


ductivo);

c) científica (toda hipótesis es compatible con la ciencia contem-


poránea);

d) dinamicista (todo ente es cambiable);

e) sistémica (todo ente es un sistema o un componente de algún sis-


tema);

f) emergentista (todo sistema posee propiedades que no tienen sus


componentes);

g) evolucionista (toda emergencia original es una etapa de algún proce-


so evolutivo).

Con esta ontología materialista, Bunge pretende superar los defectos


de las teorías materialistas vigentes hasta ahora, que son inexactas, meta-
fóricas, asistemáticas, dogmáticas, anticuadas y fisicistas o reduccionistas
[Moulines, quien reduce la materia al microcosmos de la física de partícu-
las]. Con su propuesta Bunge intenta armonizar el materialismo con el
racionalismo en contra de filósofos como Popper que mantienen actitudes
espiritualistas en problemas como el de la mente, según nos cuenta M. A.
Quintanilla (n. 1945) en su obra A favor de la razón (1981). Según K. Pop-
per el materialismo reduciría los Mundos 2 (el psiquismo) y 3 (la cultura) al
Mundo 1 (los objetos físicos) y con esto se opondría al evolucionismo emer-
gentista que admite la independencia relativa de los Mundos 2 y 3 respecto
al 1.
[Ampliación sobre el emergentismo de M. Bunge: Antonio Pérez de
Laborda, «¿Todo es materia?, ¿emergentismo?» en La ciencia contemporá-
nea y sus implicaciones filosóficas, Ediciones pedagógicas, Madrid, 1989, pp.
76−78.
La afirmación de que todo es materia, en el supuesto de que sea ella
la afirmación central, el meollo mismo de la postura materialista, viene en
una situación de las ciencias que trae por la calle de la amargura a los filó-
sofos de las ciencias. Incluso los que, como Moulines, siguen atentos a un
estudios de las estructuras de las teorías científicas, que deben ser mostra-
das con ayuda de la lógica de la que hoy disponemos —no con la lógica de
comienzos de siglo—, ni siquiera se atreven a estudiar una sólo ciencia,
como la física, y, al menos por ahora, se limitan a alguna teoría de la física
particularmente bien establecida, y lo hacen siguiendo aquellos manuales de

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mayor aceptación por todo el mundo, pero no en los puntos más conflictivos
y neblinosos. Siendo así, ¿cómo se puede hoy afirmar que, de acuerdo con
la ciencia, se es materialista, pues la ciencia demuestra que todo es ma-
teria?
No hace aún muchos años, en los medios hispanófonos de filosofía se
levantó una gran polvareda cuando C. Ulises Moulines explicó en un breve
artículo de 1977 por qué razones él no era materialista. Su razón es muy
sencilla: porque ser materialista quiere decir que todo es materia, en pri-
mer lugar, y, en segundo, porque, el que hace esa afirmación, sabe lo que
sea de materia, y ¿quién sabe hoy qué es la materia?.
A esta pregunta se puede decir que hay que abandonar toda pregunta
del tipo qué es, pues es una pregunta esencialista —es básicamente el
mismo reproche que le hace el profesor F. J. Martínez cuando dice que el
enfoque de Moulines no está bien enfocado al considerar Moulines el mate-
rialismo como un monismo por un lado, y al pensar que quizás serían los fí-
sicos los que tendrían que proporcionar la idea de materia—. Sin embargo,
quien así dice, además de hacer presión desafortunada sobre las preguntas
que los demás quieran hacerse, ha comprendido una de las sorpresas mayo-
res de la panorámica filosófica de hoy: la aparición de Aristóteles por el
horizonte. Se puede decir también que el concepto de materia no debe en-
redarse en una concepción lineal de la filosofía, sino que tiene inmensa ri-
queza en una concepción dialéctica de la filosofía. Si se hace así, el debate
es ya debate filosófico, y el dialéctico deberá tener sumo cuidado en acep-
tar en su tradición el estudio de las ciencias de hoy y las consecuencias que
deriven de él. En tercer lugar, se puede hacer del concepto de materia,
como hacía Lenin (1870−1924), un concepto de lucha filosófica —materia-
listas contra idealistas, definiendo en cada momento de la historia quiénes
son los unos y los otros—, enrolado, evidentemente, en la lucha global que
deriva de la lucha de clases —los dirigentes de la clase oprimida deciden en
cada momento qué es en concreto ser materialista, haciendo un análisis
que siga el movimiento de la historia, porque ser idealista es alinearse con
las clases opresoras del imperialismo internacional—, siendo, pues, un con-
cepto filosófico transido por la lucha política.
En contra de las promesas de antiguos «profetas», se diría que la reali-
dad de la que nos hablan las ciencias —¡si es que se trata de alguna reali-
dad!— es cada día más compleja e inabarcable. Cuando parece llegarse a
algún punto en el que lo último puede ya tocarse con los dedos, al instante
se nos abren simas de desconocimiento en aquello mismo que era constre-
ñido y pequeño, según se suponía. No cabe duda alguna de que la ciencia
ha progresado desmesuradamente en conocimiento de los ámbitos que tra-
ta, pero, tampoco puede ponerse en duda que, si es que hay alguna reali-
dad, ésta cada día es más infinitamente compleja.
¿Qué es la materia? El reduccionismo (fisicalista) explica por los nive-
les más bajos los más elevados. El nivel más bajo desde hace muchos años,
como sabemos, no es el átomo; las partículas elementales conocidas son
ya varios centenares. Más aún, se está dando en los últimos años un fenó-
meno de reagrupamiento y de invención de partículas subelementales,

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que junto a nuevas y complejas teorías, quieren poner un poco de orden en


el dominio regido por la mecánica cuántica. Se habla de cuatro fuerzas —
electromagnética, gravitatoria, nucleares fuerte y débil—, y se busca por to-
dos los medios alguna teoría unificada de las interacciones entre partí-
culas. Hacia mediados de los años sesenta, ante la floresta de partículas, se
propuso la hipótesis de la existencia de quarks (Murray Gell−man, El
quark y el jaguar, 1967; Premio Novel de Física en 1969). En principio se
suponía que con tres bastaba, ahora son bastantes más. Por más que no
haya pruebas experimentales de su existencia, fue un alivio el suponerlas —
se trata, pues, de una hipótesis metafísica que sirve para explicar qué es la
materia a nivel subatómico—, pues resuelven numerosas dificultades en la
explicación de la estructura de las partículas subatómicas y ayudan a poner
orden en un terreno que parece un marasmo. Todavía en los ochenta debe
hablarse así: «si los quarks son partículas reales, deben estar permanente-
mente ligados dentro de las partículas nucleares». Hoy sabemos que los
quarks no se hallan solos, sino formando estructuras más complejas llama-
das gluones.
Con razón, pues, quien quiera preguntarse por la materia para poder
afirmar que la realidad es enteramente material y sólo material, se enfrenta
a gravísimos problemas, como señaló polémicamente Moulines. Para poder
seguir haciendo dicho aserto, algunos han creído poder afirmar que, mien-
tras el enunciado la materia existe, no tiene sentido, hay que afirmar la
existencia de objetos materiales, definiendo a éstos «como un objeto que
puede estar por lo menos en dos estados, de modo que puede saltar de uno
a otro», (BUNGE, 1981) en donde la palabra estado significa un espacio de
estados de un objeto relativamente a un marco de referencia, relativa
siempre a un marco de referencia dado. Sólo ahora se puede definir la ma-
teria como «el conjunto de todos los objetos materiales o entes», que es
idéntico a la realidad, puesto que sólo los objetos materiales son reales.
Toda esta propuesta bungiana «pertenece a una ontologia materialista,
que no reconoce objetos desencarnados, y en la que los estados mentales
son estados cerebrales». En una palabra, sólo lo material es real, porque
antes se ha decidido que se va a construir un sistema para que sólo sea real
lo material no desencarnado.
Llegó el momento de que se refiera de manera algo más extensa al
emergentismo, alternativa al materialismo fisicalista, tal como fue pro-
puesto por Mario Bunge en 1980. Ha sido admirablemente sintetizado así:
«La materia, sustancia única, se despliega en niveles de ser cualitativamen-
te distintos, fisiosistemas, quimiosistemas, biosistemas, psicosistemas. Cada
uno de estos estratos de lo real supone al anterior, pero lo supera
ontológicamente y es irreductible a él. Se propone, pues, un monismo de
sustancia y un pluralismo de propiedades; la única sustancia se articula en
esferas de ser distintas, regidas por leyes distintas y dotadas de virtualida-
des y capacidades funcionales distintas. El monismo materialista puede así
justificar el polimorfismo de lo mundano y el hecho de la evolución. En la
cúspide de la pirámide ontologica se emplaza los psico y sociosistemas —el
fenómeno humano—, cuya condición de posibilidad son los sistemas inferio-

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res —biológicos, químicos, físicos—, a los que empero rebasan en virtud de


un auténtico salto, que evoca de algún modo ideas ya presentes en el mate-
rialismo dialéctico. Así pues, la realidad no es monódica, como pensaba el
fisicalismo, sino sinfónica. Su urdimbre se trenza, no ya con variaciones so-
bre un único tema, sino con temas plurales y consistentes en sí mismos,
aunque abiertos a los otros y cobijados por la categoría común de materia.
Estamos, por tanto, ante un materialismo más sofisticado y plástico, con
mayor potencia explicativa que el ofertado por los fisicalistas».
Pero, todo hay que decirlo, ese emergentismo es muy criticado porque
no aparece claro de qué manera es todavía un monismo y no un pluralis-
mo vergonzante. Se acepta la aparición de novedad radical en el proceso
evolutivo, pero se da el empeño por encima de todo, de seguir llamando
material a lo que es esencialmente distinto del resto de lo material. Se po-
ne demasiado énfasis, pues, en la definición de materia que vimos ante-
riormente, pero no queda claro que ser algo más, en definitiva, que una
tautología: todo lo real es real, pues todo objeto real es material y sólo es-
tos son reales.
Es bueno traer aquí a colación el texto de Russell de 1976 «la materia,
como el gato de Cheshire, se ha tornado cada vez más diáfana, hasta que
no ha quedado de ella más que la sonrisa provocada por el ridículo de ver a
quienes aún piensan que sigue ahí» (El Gato de Cheshire es un personaje
ficticio creado por Lewis Carroll (1832−18p8) en su conocida obra Alicia en
el país de las maravillas (1865). Tiene la capacidad de aparecer y desapare-
cer a voluntad, entreteniendo a Alicia mediante conversaciones paradójicas
de tintes filosóficos].
Todas las teorías materialistas expuestas aquí (las de Bueno, Ferrater y
Bunge) escapan a la crítica de Popper, ya que todas son pluralistas y no
reduccionistas. Quintanilla analiza el desplazamiento que se produce en
el racionalismo crítico al pasar de basarse en una ontología como la de
Popper a basarse en una ontología materialista como la de Bunge. Estos
cambios consisten en pasar de una concepción normativa de la racionalidad
a una concepción descriptiva de la misma; en segundo lugar también cam-
bia el adversario contra el que se dirige la concepción de la racionalidad: en
el caso de Popper, el adversario es el escéptico, el dogmático y el irraciona-
lista; mientras que el adversario de Bunge es el filósofo no materialista.
Mientras que la teoría de Popper es una teoría gnoseológica o metodoló-
gica, la concepción racionalista de Bunge es una teoría ontológica de la
razón. Por último, en relación con el problema de la justificación de la crí-
tica racional, para Popper la adhesión a la razón es el producto de una de-
cisión previa irracional, es el resultado de una fe irracional en la propia ra-
zón; mientras que para Bunge y Quintanilla de lo que se trata no es tanto
de la justificación racional de la racionalidad como de la explicación del he-
cho en que consiste el pensamiento racional, y en última instancia, la adhe-
sión a la crítica racional se basa en una concepción de la materia como di-
námica, cambiante y creativa, que permite decir a Quintanilla: «¡Seamos
críticos porque la materia es crítica!». Podemos aceptar esto si entendemos
el carácter crítico de la materia como una capacidad de autocorrección per-

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manente. El propio M. Bunge (n. 1919) desarrolla su teoría de la racionali-


dad en relación con su posición realista y materialista en su obra Racionali-
dad y realismo (1985).

2. LA CUESTIÓN MENTE–CUERPO Y LAS TEORÍAS MATERIALISTAS DE LA


CULTURA

Dos problemas fundamentales se plantean a un pensamiento ma-


terialista: 1) el llamado problema mente–cuerpo, que supone una reedi-
ción moderna del problema clásico de la relación entre el cuerpo y el alma;
y 2) el elaborar una teoría materialista de la cultura. En el primer caso,
los datos científicos son compatibles con cuatro posiciones filosóficas: a) el
interaccionismo entre lo físico y lo mental; b) el paralelismo psicofísico; c)
el epifenomenalismo, según el cual la mente no es más que un epifenómeno
del cuerpo, un producto causal suyo; c) la teoría del doble aspecto, según la
cual los sucesos mentales y los físicos son dos aspectos de algo que en el
fondo es único, y por último, d) la teoría de la identidad que afirma que los
estados mentales son idénticos a los estados físicos del cerebro. En un cierto
sentido las últimas teorías pueden ser consideradas materialistas, aunque
necesitan para ser completas adoptar un cierto emergentismo que las
acompañe para explicar de forma no reduccionista o mecanicista la actividad
mental. Según Bunge, el enfoque materialista en el problema mente–
cuerpo supone que su objeto de estudio es el sistema nervioso central y,
en particular, el cerebro. Esto supone que «la mente no es un ente separa-
do del cerebro, paralelo a él o que interactúa con él», sino más bien una
«colección de actividades del cerebro o de algunos subsistemas del mismo»,
que surge de manera emergente en algunos animales dotados de sistemas
nerviosos de gran complejidad.
Una postura parecida defiende Ferrater, que acepta el emergentismo
de propiedades–funciones mentales en relación con las propiedades–
funciones orgánicas, a pesar de que son los procesos neurobiológicos de
los organismos los que se pueden considerar como mentales. Mental es
«una propiedad que se atribuye a un organismo en la medida en que lleva a
cabo ciertas actividades o se encuentra en ciertos estados». Puede haber
cierta diferencia intencional entre lo mental y lo neural, pero ambos térmi-
nos tienen el mismo referente: la actividad cerebral. Consecuencia de lo
anterior es que no hay un alma o un yo que sería el sujeto de los actos
mentales, como hay un cuerpo que es el sujeto de los actos corporales. La
conciencia de sí mismo no es sino una operación ejecutada por un organis-
mo que relaciona ciertos procesos neurales en un contexto que podemos lla-
mar «sí mismo», de manera metafórica, pero no hay un «fantasma en
la máquina» como un piloto en un navío, como ya denunciaba G. Ryle.
2) En cuanto a la posibilidad de una teoría materialista de la cultu-
ra, ésta comienza a desarrollarse basándose en el trabajo de antropólogos
como Marvin Harris [1927–2001, antropólogo estadounidense conocido
por ser el creador y figura principal del «materialismo cultural», corrien-
te teórica que trata de explicar las diferencias y similitudes socioculturales

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dando prioridad a las condiciones materiales de la existencia humana. Des-


pués de la publicación de El desarrollo de teoría antropológica en 1968, Ha-
rris ayudó a centrar el interés de los antropólogos en las relaciones entre
cultura, ecología, tecnología y demografía y en la necesidad de fundamentar
la antropología en una base científica durante el resto de su carrera. Fue un
prolífico escritor y muchas de sus publicaciones obtuvieron una amplia difu-
sión entre lectores legos. A lo largo de su vida profesional, Harris tuvo un
público fiel y numerosos críticos. Se convirtió en uno de los fijos en las
reuniones anuales de la American Anthropological Association (AAA), donde
sometía a los asistentes a intensos interrogatorios en la sala. Es considerado
un generalista, que tenía interés por los procesos globales que intervienen
en los orígenes del ser humano y la evolución de las culturas humanas. Ha-
rris expuso teorías sobre las causas de estilos de vida aparentemente irra-
cionales e inexplicables dando prioridad a explicaciones prácticas y materia-
les como las condiciones ecológicas y tecnológicas frente a las espirituales o
mitológicas.
Se hizo muy conocido por su explicación sobre tabúes alimentarios.
Para entender la evitación de cierto alimento —la evitación, en psicología,
forma parte, junto con el escape, de un procedimiento básico del condicio-
namiento instrumental. La evitación implica la no aparición de un estímulo
aversivo. El sujeto ha de dar una respuesta antes de la aparición del estímu-
lo aversivo, con lo que este no llega a ocurrir. Normalmente, antes de la
aparición del estímulo aversivo el sujeto recibe un estímulo discriminativo
que le advierte que debe dar la respuesta—. Harris considera los costes y
beneficios que proporciona ese alimento y si hay alternativas más eficien-
tes. El caso de la prohibición del consumo de cerdo entre los israelitas y
musulmanes lo explica en base a que los cerdos necesitan sombra y hume-
dad para regular su temperatura y, aparte de la carne, no proporcionan
otros servicios como animal de tracción, ni dan leche, y no se pueden ali-
mentar de hierba como los rumiantes. Con la progresiva deforestación y de-
sertificación de Oriente Medio y el continuo crecimiento de la población se
hizo muy caro e ineficiente criar cerdos por su carne, y para evitar la tenta-
ción se instituyó su tabú como precepto religioso. Otra explicación muy fa-
mosa fue sobre la prohibición de matar y alimentarse de ganado vacuno en
la India. Las vacas son más valiosas vivas que muertas ya que proporcio-
nan importantes servicios: como animales de tiro, dan leche y su bosta —
excremento— se usa como combustible, fertilizante y revestimiento del sue-
lo. La tentación de matarlas durante épocas de sequía y hambrunas se evita
mejor a través de un tabú religioso fuerte], padre del materialismo cultu-
ral y de los antropólogos marxistas como Godelier (n. 1934), Claude
Meillasoux (1925–2005), etc. Bunge esboza una teoría materialista de la
cultura según la cual las culturales constituyen uno de los cuatro tipos de
actividades que mantienen unida una sociedad, siendo los otros tipos: las
biológicas, económicas y políticas. Toda sociedad es un sistema que
consta de tres subsistemas principales: la economía, la cultura y la po-
lítica, cada uno de los cuales constituye un conjunto de relaciones sociales
centradas respectivamente en la producción material, la producción cul-

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tural y la administración política, y que ponen en funcionamiento el tra-


bajo material, el trabajo cultural y el trabajo administrativo. Cen-
trándose en el sistema cultural, Bunge lo considera como una caja negra
cuyas entradas son: trabajo, artefactos y energía, que está sometida a
controles de tipo económico, político y cultural, y que produce tres tipos
de salidas: artefactos culturales, acciones y productos de desecho.
Esta concepción de la cultura es materialista porque considera a ésta como
una cosa concreta y no «una pauta de conducta, una colección de creen-
cias, o un cuerpo de significados y valores». Al contrario, una cultura está
constituida por personas vivas que interactúan entre sí y por artefactos y
componentes naturales. Los productos culturales como las teorías científi-
cas, las doctrinas filosóficas o los poemas para Bunge no son objetos mate-
riales, y no tienen existencia autónoma separada de sus creadores y usua-
rios. Para nosotros en cambio, dichos productos culturales tienen una cierta
existencia independiente de los usuarios y de los actos concretos en que se
actualizan en sus mentes. En este punto estamos más cerca de Bueno y
Popper que de Bunge.
Resumiendo, el materialismo puede entenderse como una doctrina
ontológica y óntica a la vez y como una postura metodológica. El mate-
rialismo como doctrina óntica es una conjetura acerca de la realidad que
considera ésta como la manifestación múltiple de una única substancia
material, de carácter energético, teoría ésta presente a lo largo de toda la
filosofía occidental desde los milesios hasta Nietzsche y Bergson. Como
doctrina ontológica el materialismo parte de una noción crítica y trascenden-
tal de materia, obtenida a partir de un regreso destructor de las peculiarida-
des de las materialidades concretas: objetos físicos, actividades psíquicas,
productos mentales y culturales, como condición de posibilidad de dichas
materialidades concretas. Desde el punto de vista metodológico, el mate-
rialismo es un compromiso para no aceptar ningún tipo de explicación tras-
cendente de los fenómenos, intentando agotar las explicaciones inmanen-
tes de los mismos y dejando abiertas las cuestiones que no pueden recibir,
por ahora, explicaciones de este tipo. El aceptar explicaciones trascendentes
tiene el inconveniente fundamental de que dichas explicaciones son sobre-
abundantes, y al cerrar prematuramente la investigación sobre los proble-
mas impide que se consiga alguna vez una explicación adecuada de los
mismos.
El materialismo es una postura ontológica solidaria y compatible
con la ciencia moderna, cosa que no le sucede a las explicaciones de tipo
espiritualista, y además es más arriesgada y potente que las posturas es-
cépticas. Por otra parte el materialismo es solidario de un humanismo
práctico, que no teórico, a nivel ético y político, y es la única base posible
sobre la que fijar el interés emancipatorio de la humanidad. El materialismo
es la base de una ética humanista y emancipatoria entendida como la
técnica de despliegue máximo de las potencialidades contenidas en nuestro
cuerpo y en nuestra mente en dirección a una conjunción creativa y solidaria
con los demás hombres en la creación de multitudos —cuerpos políticos—
capaces de autoliberación y autodespliegue enriquecedor de las propias

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potencialidades. Spinoza y Nietzsche son la base de este materialismo on-


tológico que se desarrolla en una ética y una política emancipatorias basa-
das en el poder, aún ignorado, de los cuerpos humanos y de sus composi-
ciones políticas en sociedades que afirman su potestad, su poder, como au-
toliberación.

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TEMA 14: Logos y ratio.


El logos en Heráclito y Parménides

Nuestro término razón es una traducción de la ratio latina que a su vez


traduce desde Marco Tulio Cicerón [106 a. C. – 46 a. C., jurista, político,
filósofo, escritor y orador romano, es considerado uno de los más grandes
retóricos y estilistas de la prosa en latín de la República romana. Reconocido
universalmente como uno de los más importantes autores de la historia ro-
mana, es responsable de la introducción de las más célebres escuelas filosó-
ficas helenas en la intelectualidad republicana, así como de la creación de un
vocabulario filosófico en latín. Gran orador y reputado abogado, Cicerón
centró —mayormente— su atención en su carrera política. Hoy en día es re-
cordado por sus escritos de carácter humanista, filosófico y político. Sus car-
tas, la mayoría enviadas a Tito Pomponio Ático (109 a. C. – 32 a. C., his-
toriador y editor romano, Fue un romano muy rico y cultivado. Editó las
obras de sus amigos, entre los que se encontraba Cicerón, y fue el editor
romano más antiguo que se conoce. Su biografía fue escrita por Cornelio
Nepote (100 a. C. – 25 a. C.). Ático escribió una cronología de la historia
romana (Crónica o Liber annalis), entre otras obras, casi siempre de histo-
ria, pero no ha quedado ninguna de ellas. Se han encontrado, de su corres-
pondencia con Cicerón, hasta 396 cartas dirigidas a él, pero ninguna de las
que Ático pudo escribir a Cicerón. Se le llamó Atticus debido a su amor por
la cultura de Atenas, donde vivió de 88 a 65 a. C.), alcanzaron un enorme
reconocimiento en la literatura europea por la introducción de un depurado
estilo epistolar. Cornelio Nepote (100 a. C. – 25 a. C., biógrafo e historia-
dor romano. Libre de preocupaciones económicas —pertenecía a una familia
de rango ecuestre—, renunció a hacer carrera política, por lo que no
desempeñó ningún cargo público, sino que se entregó a su afición literaria.
Nepote tiene el mérito de haber introducido en la literatura latina el género
biográfico. Además se ocupa de personajes y hechos ajenos al mundo ro-
mano, lo que también es novedoso. Su estilo es pobre en recursos, pero cla-
ro y sencillo) destacó la riqueza ornamental de estas cartas, escritas «acer-
ca de las inclinaciones de los líderes, los vicios de los comandantes y las re-
voluciones estatales», que transportaban al lector a esa época.
Constituido en uno de los máximos defensores del sistema republicano
tradicional combatió, usando cualquier recurso, la dictadura de César. No
obstante, durante su propia carrera no dudó en cambiar de postura depen-
diendo del clima político. Esta indecisión es fruto de su carácter sensible e
impresionable. Intemperante, era propenso a reaccionar de manera excesi-
va ante los cambios] al término griego logos. Como siempre en filosofía
una traducción no es una mera cuestión de palabras, sino que supone una
transposición de un universo de sentido a otro, a veces muy distinto. A con-
tinuación esbozaremos el sentido que tenía la palabra logos para el pensa-
miento griego, pasando después a los avatares que el término sufre, una
vez traducido al latín, a través de toda la Edad Media hasta convertirse en
elemento fundamental de un pensamiento representativo que convierte al

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mundo en imagen y al hombre en sujeto al comienzo de la Edad Moderna.


Según Heidegger, logos viene de legein, cuyo primer sentido es el de
poner, presentar, aunque su sentido más usual es el de escuchar, decir, dis-
currir. Según esto el logos pertenece a un campo semántico en el que las
ideas principales son las de recoger algo y presentarlo en su presencia. Hei-
degger nos dice que el logos es un dejar–junto–extendido–delante lo
que está extendido delante, lo que está presente y no oculto. El logos nos
pone pues en presencia de las cosas, es aquello por lo que entramos en
contacto con las cosas y es a la vez lo que permite que las cosas se nos den
de alguna manera. En los albores del pensamiento filosófico no tenemos
pues una teoría del conocimiento con su distinción entre sujeto y objeto,
sino al contrario, una ontología cuyo elemento común es el logos que ac-
túa como medio unificante en el que las cosas se muestran. El logos es algo
universal, es la ley de todas las cosas, lo común a hombres y dioses como
dice Heráclito: «Hombres dioses, dioses hombres: en efecto la razón es la
misma». Y al mismo tiempo es el ámbito de lo inteligible, de lo que permite
decir y hablar de algo.
El logos es el principio de la comprensión y los mortales, si quieren en-
tender, han tenido que haber escuchado previamente al logos, es decir, tie-
nen que pertenecer ya al logos. Y lo que dice el logos a los mortales, como
se puede ver en el fragmento B50 de Heráclito, es que todas las cosas son
una: «cuando se escucha, no a mí, sino a la razón, es sabio convenir en
que todas las cosas son una». Aquí vemos que la razón, el logos, no es una
facultad del individuo, no escuchamos a Heráclito, sino al logos por su bo-
ca, y lo que el logos dice es «En Panta», todo, todas las cosas presentes, se
reúnen en la unidad del logos. El logos, según la interpretación que desarro-
lla Heidegger de este fragmento, pone todo a cubierto en la no ocultación
(a–le–zeia). El logos pone en la presencia las cosas, hace reposar a las co-
sas presentes en la presencia, es aquello en lo que la presencia de las cosas
presentes se produce, y la unidad de todas las cosas consiste precisamente
en su logos, es decir, en esta posibilidad de desvelarse en la presencia. Pero
este poner del logos se lleva a cabo en el lenguaje, a través del lenguaje;
el lenguaje en tanto que logos recoge, reúne lo que está presente y lo deja
extendido delante en su presencia. El logos hace patente aquello de que se
habla en el habla, es apofántico, permite ver algo al hacerlo patente, al
mostrarlo en su presencia. El logos es síntesis, permite ver algo pero en su
estar junto con algo, el logos un elemento unificador como vimos antes es el
ámbito en el que se hacen visibles las relaciones y proporciones entre las
cosas; el logos es también pues la razón, en el sentido de la proporción que
existe entre las diversas cosas.
El logos de las cosas, su razón, su proporción es lo que constituye su
ser; el logos, pues, designa el ser de las cosas, el ser de los entes, es lo
que unifica, reúne los distintos entes en una unidad. El hombre que es capaz
de conectar con el logos es sabio, como nos dice Heráclito en el fragmento
anterior. Sabio es aquel que se contenta con lo que le es asignado por el
destino y se acomoda con ello, es aquel que se muestra «bien dispuesto»
(Geschicklich) y acepta el destino (Geschick). El sabio reposa, se asienta

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en lo que el logos, en tanto posición que reúne los distintos entes, ha dis-
puesto.
Vemos, pues, cómo en el origen del pensamiento occidental, en Herácli-
to, se encuentra una reflexión sobre el logos que no se puede reducir a un
mero representar; pero Igualmente sucede en Parménides, uno de cuyos
fragmentos, el B7, ha analizado Heidegger en ¿Qué significa pensar? El
fragmento dice: «Ni te fuerce hacia este camino la costumbre muchas veces
intentada de dirigirte con la mirada perdida y con el oído aturdido y con la
lengua, sino juzga con la razón el muy debatido argumento narrado por
mí». Aquí se observa una oposición entre la glosa, la lengua, el mero parlo-
tear y el logos, la razón que juzga y considera.
El logos pro–pone, expone, pone a consideración, y lo que pone es lo
yacente, lo que subyace, el hipokeimenon, el sujeto, en el sentido del te-
ma, de aquello de que se trata y no de aquel que trata. El logos es lo que
hace aparecer y deja sub–yacer a las cosas, para los griegos. El logos es
un decir, que es, a la vez, un poner, un presentar. En el pensamiento griego
el rasgo fundamental del pensar consiste en el ensamblaje entre el legein y
el noein. Pensar supone a la vea el dialegeszai y el dianoeiszai, como se
ve en el fragmento B6: «Se debe decir y pensar lo que es», donde decir es
Tegein y pensar es noein. Este último verbo se puede traducir también por
percibir, por un tomar en consideración algo, por un ante–poner algo, co-
mo dice Heidegger. De esta manera el texto anterior se puede traducir como
«Se requiere el dejar–subyacer (legein) así como el tomar–en–
consideración (noein...)».
Noein y legein, están íntimamente ensamblados en el pensamiento
griego, de manera que el noein se despliega a partir del legein. El tomar
en consideración no es un apresar, un captar como lo será posteriormente a
partir de los estoicos, sino un permitir el advenimiento de lo subyacente.
Por otra parte, el noein se mantiene dentro de los límites del legein. El to-
mar algo en consideración pertenece al recogimiento en el que queda guar-
dado lo subyacente como tal. Este pensamiento griego originario es ajeno al
concepto, a la aprehensión, no es un com–prender, una captura de lo real
por parte de una mente ajena a esta realidad.
Este pensamiento griego primigenio al traducirse al latín por Cicerón,
pierde su vivacidad y además queda oscurecido. Como nos recuerda Emilio
Lledó [n. 1927, filósofo español formado en Alemania, que ha sido profe-
sor en las universidades de Heidelberg, La Laguna, Barcelona y Madrid.
Desde 1993 es miembro de la Real Academia Española. En la UNED ha
desarrollado una notable actividad desde 1978 hasta su jubilación en di-
ciembre de 1988. Su trabajo intelectual se mueve entre la interpretación de
textos claves de la historia de la filosofía, y la meditación teórica sobre esta
labor interpretativa. Está enraizado en la corriente hermenéutica y considera
que el lenguaje es el elemento esencial en el pensar y en el instalarse del
hombre en la sociedad o en la naturaleza. La filosofía no sería sino la medi-
tación sobre tal instalación; y la historia de la filosofía se entendería como
«memoria colectiva» del complejo proceso seguido por la humanidad, dife-
renciado históricamente.

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El pensamiento de Lledó se vertebra en el tiempo a través de tres ejes


principales: 1) la filosofía griega clásica, con una mirada especial a los diá-
logos platónicos y a las éticas aristotélicas, así como al epicureísmo; 2) la
atención al lenguaje como objeto principal del análisis filosófico, en clara
convergencia con el desarrollo de las principales corrientes del pensamiento
europeo de posguerra; y 3) la elaboración de una amplia reflexión sobre la
temporalidad y la escritura que acabará desembocando en una bien trabada
filosofía de la memoria y en una antropología textual de raíces originalmente
hermenéuticas.
Una parte de todo ello fue llevado a cabo en el anómalo contexto de la
cultura española del tardo–franquismo o de la transición a la democracia, en
aquel intento de renovación de la filosofía que dio lugar al segundo engan-
che de la cultura española del siglo XX con la filosofía europea.
En general, su obra se caracteriza por el uso jugoso y rico de palabras
claras, consistentes, por una pasión expresiva y rigurosa, por el empeño de
que el pensamiento antiguo o moderno tenga peso ante ciertos desgarros
del presente que pone en evidencia], la filosofía occidental posterior es un
retroceso respecto a la especulación griega, no sólo por su olvido del ser
sino también, y quizás más fundamentalmente, por su olvido del logos. A
partir de la traducción latina de los términos griegos, el lenguaje filosófico
queda convertido en una terminología seca y abstracta que se glosa a sí
misma, perdiendo la vivacidad original de los términos griegos, que perte-
necían al lenguaje natural, y en ese sentido constituían el patrimonio de to-
da la comunidad y no sólo de los filósofos. El logos griego originario, es un
logos, un discurso, un habla llena de sentido; más que una reflexión produ-
cida por una vuelta hacia la interioridad es una razón expresada, una refle-
xión comunicada que exige y supone la participación de los otros en la co-
municación. En el logos el pensamiento apunta esencialmente a su expre-
sión, es un pensamiento social. Como nos recuerda Jean–Pierre Vernant
(1914–2007), el logos es el instrumento no sólo de la filosofía sino de los
debates políticos que se celebran públicamente en el ágora. Es discurso en
tanto que pronunciado por los oradores y es razón en tanto que facultad de
argumentar. El surgimiento del logos es paralelo al surgimiento de la polis
como resultado de un proceso de deshieratización (!) y racionalización
de la vida social. Las reglas del juego político basado en el debate público
son las mismas que las reglas del juego intelectual, y ambas suponen la
puesta en común, la participación en un diálogo vivo y creativo de las leyes
y de la razón. El logos surge a partir del mito [para Giovanni Reale el mito
es una «fe razonada», Pistis], en continuidad con él, pero introduciendo un
pensar racionalmente objetivado, un pensamiento positivo a través de la
meditación de los cosmólogos jonios y un pensamiento abstracto gracias al
Poema de Parménides en el que se introduce por primera vez el principio
de identidad.
El logos de Parménides, afirma, como hemos visto antes, que más allá
de las palabras tal como las emplea el vulgo hay una razón inmanente al
discurso, un logos consistente en la exigencia absoluta de no contradicción:
el ser es, el no–ser no es. Este logos es común y está abierto a todos los

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hombres, incluso en Heráclito, que pertenecía a una estirpe real y sacerdo-


tal, que pone en continuidad su logos con los logomena de Eleusis —ciudad
griega del Ática occidental— y con los hieroi logoi órficos, el logos es lo
común a todos los hombres, lo universal, ya que es la razón única que go-
bierna, como el rayo (Zeus), todas las cosas. Este logos griego no se des-
cubre en la naturaleza, sino que es inmanente al lenguaje. No se forma
gracias a las técnicas que operan sobre las cosas, sino que surge y se per-
fecciona a través de los diversos medios de acción sobre los hombres. El lo-
gos griego no es el procedimiento por el que el artesano produce sus obje-
tos, sino las técnicas de la palabra que ponen en funcionamiento el aboga-
do, el maestro, el orador, el hombre político. El logos griego es un producto
de la ciudad, y por tanto es esencialmente político, permite actuar sobre
los hombres más que transformar la naturaleza. En ese sentido nada más
opuesto al logos griego que la razón instrumental moderna, ligada esen-
cialmente a la técnica como imposición sobre la naturaleza y transformación
de la misma.

1. EL LOGOS EN LA FILOSOFÍA CLÁSICA GRIEGA

Este logos público y político recibe una inflexión en la filosofía clásica


griega en el pensamiento de Sócrates, Platón y Aristóteles. Tras la insis-
tencia sofística en la dialéctica como discurso tendente no a conseguir la
verdad sino a triunfar siempre, se tenga o no razón, exceso éste denuncia-
do por Aristófanes [446 a. C. – 386 a. C., comediógrafo griego, principal
exponente del género cómico. Vivió durante la Guerra del Peloponeso (431
a. C. – 404 a. C., conflicto militar de la Antigua Grecia que enfrentó a la Liga
de Delos —conducida por Atenas— con la Liga del Peloponeso —conducida
por Esparta—, siendo la victoria para esta última), época que coincide con el
esplendor del imperio ateniense y su consecuente derrota a manos de Es-
parta. Sin embargo, también fue contemporáneo del resurgimiento de la
hegemonía ateniense a comienzos del siglo IV a. C. Su postura conservadora
le llevó a defender la validez de los tradicionales mitos religiosos y se mos-
tró reacio ante cualquier nueva doctrina filosófica. Especialmente conocida
es su animadversión hacia Sócrates (469 a. C. – 399 a. C.), a quien en su
comedia Las nubes (423 a. C.) lo presenta como un demagogo dedicado a
inculcar todo tipo de insensateces en las mentes de los jóvenes. En el te-
rreno artístico tampoco se caracterizó por una actitud innovadora; conside-
raba el teatro de Eurípides (480 a. C. – 406 a. C., uno de los tres grandes
poetas trágicos griegos de la antigüedad, junto con Esquilo y Sófocles.
Nietzsche lo acusa, junto con Sócrates, de haber acabo con la tragedia anti-
gua y el espíritu dionisíaco al introducir el drama burgués. Eurípides es co-
nocido principalmente por haber reformado la estructura formal de la trage-
dia ática tradicional, mostrando personajes como mujeres fuertes y esclavos
inteligentes, y por satirizar muchos héroes de la mitología griega. Sus obras
parecen modernas en comparación con los de sus contemporáneos, cen-
trándose en la vida interna y las motivaciones de sus personajes de una
forma antes desconocida para el público griego.

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La sociedad ateniense de la época se debatía entre dos opciones: la es-


tabilidad de los valores conservadores, representada por Esquilo y Aristó-
fanes, y el revisionismo racionalista, representado por Eurípides, Sócrates y
los sofistas. La larga Guerra del Peloponeso contribuyó a la derrota de la
primera opción, al comprobar que las viejas recetas de antaño no servían ya
para el futuro. Es notoria la animadversión de Aristófanes contra Eurípi-
des, al que ataca en sus comedias con chistes y alusiones de intención ma-
lévola, como la presunta baja extracción social de la madre de Eurípides, a
la que califica como verdulera, cuando la realidad era que pertenecía a una
familia acomodada, según indican fuentes serias como Filócoro (340 a. C –
261 a. C., escritor ateniense, contemporáneo de Eratóstenes, autor de obras
sobre leyendas antiguas e historias de la Antigua Grecia. Es considerado el
último y principal de los atidógrafos —los aidógrafos son los historiadores
del Ática griega antigua, donde se ubica Atenas—) . Las razones de esta
manía persecutoria podrían ser dos: 1) antagonismo ideológico con el pen-
samiento avanzado de Eurípides; y 2) la pintura que hace Eurípides de las
mujeres en sus tragedias, que las aparta del modelo tradicional muy este-
reotipado de la Comedia Antigua] como una degradación del teatro clásico}
en Las Nubes (423 a. C.), donde presenta la lucha como si de dos gallos de
pelea se tratara, del logos justo, portavoz de la educación antigua tendente
a conseguir jóvenes virtuosos, y del logos injusto, expresión de la nueva
educación sofística basada en la dialéctica y sin preocupaciones morales),
Sócrates defiende que sólo de la fuente interior —expresada por el dai-
mon— puede brotar purificada por el logos, la verdadera norma que valga
para todos.
Platón tiene una relación ambivalente con el logos, por un lado lo
considera esencial, y así en Las Leyes (361–347 a. C.) habla del hilo dorado
y suave del logos que nos lleva hacia el dominio de nosotros mismos frente
a los hilos rudos y férreos de los instintos, y en ese sentido la paideia sería
la dirección de la vida humana bajo el hilo del logos, pero a veces conside-
ra que el conocimiento perfecto, es decir que nos lleva a la Idea del Bien, es
inaccesible al logos y exige una especie de iluminación. Esta ambivalencia se
puede atestiguar por el recurso que hace Platón del mito —Pistis—, que
funciona muchas veces como el fundamento del logos y como un modo de
conocimiento que llega más allá del logos (el mito platónico no tiene nada
que ver con el mito pre−filosófico de antes del nacimiento de la filosofía. El
mito platónico no implica, pues, ninguna involución en el pensamiento filo-
sófico de la época. Se trata simplemente de otra manera de narrar las cosas
aludiendo a un logos interno. El mito platónico acude la razón, al logos, y no
a la tradición). El aristocratismo platónico le permite hablar de un logos di-
vino otorgado por quien conoce a la polis como ley. En Las Leyes (diálogo
de vejez, 361–347 a. C.) el logos divino para convertirse en ley exige un le-
gislador sabio que conozca lo divino, y cuya sabiduría está más cerca de la
revelación que del diálogo igualitario con sus conciudadanos. Este carácter
mistérico del logos platónico será retomado por el cristianismo especial-
mente a través de la obra de Filón de Alejandría.
En la República (diálogo de madurez, 386 a. C. – 380 a. C.), sin embar-

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go, el logos puro es un tipo de conocimiento que parte de hipótesis, aun-


que luego las abandona al remontarse hacia los principios universales. La
dialéctica sería el arte de deslindar por medio del logos la idea fundamental,
es decir, la Idea de Bien, de todas las demás cosas. En el Teeteto (diálogo
de vejez, 361–347 a. C.) el logos nos sirve para hacer conocer la propia
opinión a través de la voz utilizando verbos y nombres, aspecto éste que se
retoma en el Sofista, pero dicho logos no llega hasta los elementos últimos
que son alógicos, por carecer de composición y ser completamente sim-
ples. El logos nos permite a través de las palabras —verbos y nombres—
hacer sensible el pensamiento, de manera que se graba en la palabra que
sale de la boca; por otra parte el logos determina el todo por sus elementos,
y por último el logos es el poder de diferenciar las cosas unas de otras y
atender sólo a aquello que se nos presenta en cada momento. En el Fedón
(diálogo de madurez, 386 a. C. – 380 a. C.) también se plantea que dada la
imposibilidad de alcanzar la verdad del ser de manera inmediata, nos refu-
giamos en los logoi, es decir, en razonamientos sobre las cosas que son
tomándolas como hipótesis y afirmando como verdaderas las cosas que con-
cuerdan con dichos logoi... En la carta VII (obra de vejez, 361–347 a. C.),
Platón considera que hay tres cosas que permiten alcanzar el conocimiento
de las cosas: el nombre (onoma), el logos, entendido como una definición
formada de nombres y verbos y la imagen (eidolon). A estos tres elemen-
tos se une el conocimiento mismo que parece ir más allá de ellos y la cosa
en sí cognoscible y real (ousía). Como vemos en Platón el logos basándose
en sí mismo, sobrepasa todo logos y se convierte en visión, en theoria, que
nos pone en contacto con lo divino. Las limitaciones del logos serán desarro-
lladas por los neoplatónicos que excluirán de su ámbito tanto a la materia
por abajo como al Uno por arriba.
Como hemos dicho ya la traducción de logos por ratio no hace justicia al
concepto griego. A partir de Cicerón el pensar aparece como lo racional.
Ratio viene del verbo reor que Heidegger traduce como tomar algo por al-
go, lo que se aproxima al significado de noein, pero se aleja del legein en
tanto que exposición de algo como algo. E. Lledó nos recuerda que al tradu-
cir la definición que Aristóteles da del hombre como zoon logon exon por
animale rationale, salimos de la órbita semántica del vocablo griego, en la
que logos implicaba una «relación imprescindible con la expresión, con el
pensamiento expresado, con la palabra». Al traducir logos por ratio per-
demos la dimensión expresiva, comunicativa esencial al concepto griego, y
que está muy oscurecida en el término latino. En el ámbito griego pensar es
legein, logos en el sentido del enunciado, del juicio, pero en el ámbito con-
ceptual latino, ligado al concepto de ratio, se pierde esta dimensión del pen-
sar que queda reducido al ámbito de lo que luego se llamará lógica.
La dimensión ontológica de la razón, presente en el concepto griego de
logos, se va perdiendo paulatinamente como vemos en esta cita de Cicerón
en su De Officis (44 a. C.) (Tratado sobre los deberes), donde la razón apa-
rece en su carácter instrumental, desprovista de todo alcance ontológico:
«El hombre ser partícipe de razón percibe mediante ella las consecuencias,
el origen, el proceso de las cosas, compara las unas con las otras, enlaza el

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futuro con el presente, se da cuenta del curso de la vida y prepara oportu-


namente todo lo necesario para vivirla de manera adecuada». El mismo as-
pecto instrumental de la razón resuena en San Agustín de Hipona (354–
430): «Hay, pues, tres géneros de cosas en que se muestra la obra de la
razón: uno en las acciones relacionadas con un fin; el segundo en la pala-
bra; el tercero en el deleite. El primero nos amonesta a no hacer nada te-
merariamente; el segundo a enseñar con verdad; el tercero nos invita a la
dichosa contemplación» (Del Orden, Libro II, cap XII, 35).

2. LOGOS Y CRISTIANISMO

Con esto hemos llegado a la inflexión fundamental que supone en la no-


ción de razón el surgimiento del cristianismo y el cambio que introduce en la
noción de logos. Ya Filón de Alejandría [15 a. C. – 50 d. C., también lla-
mado Filón el Judío, es uno de los filósofos más renombrados del judaísmo
helénico. El pensamiento de Filón concilia la filosofía griega y el judaísmo,
que intenta armonizar mediante el método alegórico, que toma tanto de la
tradición exegética judía como de la filosofía estoica. Su obra no tuvo gran
aceptación ni entre los judíos ni entre los griegos. Sin embargo, fue recibida
con entusiasmo por los primeros cristianos, que llegaron a tenerle por uno
de los suyos. A partir del siglo III a.C., tuvo lugar el encuentro de la fe judía
con la filosofía griega en el contexto de la comunidad judía de Alejandría.
Allí los intelectuales hebreos, muy especialmente Filón de Alejandría, conci-
bieron una forma de profundizar en su fe bíblica con los instrumentos de la
razón griega. Era una teología convencida de que la fe mosaica y la filosofía
griega coincidían en su aspiración a la verdad. A partir de la destrucción de
Jerusalén del año 70, el judaísmo interrumpirá ese prometedor diálogo entre
fe y razón, y se conformará con elaborar comentarios a la Torá, y a los de-
más libros de la Escritura.
Para Filón, hay un único Dios, incorpóreo e increado, inaprehensible pa-
ra la inteligencia humana. Entre el Dios Uno y los hombres se encuentra el
Logos (λόγος), expresión de la actividad intelectiva del Dios Uno, al que se
debe la creación del mundo. Es el intermediario entre Dios y los hombres. Es
el más antiguo de los seres; es el hijo primogénito de Dios; es la imagen de
éste. El Logos, sin embargo, es inferior a Dios, se halla en la frontera que
separa la creación de lo creado. No es ingénito como Dios, ni engendrado
como los hombres, sino intermedio entre los dos extremos. Por debajo del
Logos se encuentran las Potencias —atributos divinos—, por medio de las
cuales el Dios Uno actúa sobre el mundo. E trata de un precedente del neo-
platonismo de Plotino (204 d. C. – 270 d. C.] entendía el logos como el
ámbito de las ideas y de la ley moral, como el intermediario entre el creador
y la criatura; pero es en el cuarto Evangelio atribuido a Juan, donde la no-
ción cristiana de logos se fija definitivamente como el Hijo de Dios, como el
camino, la Verdad y la vida, que será traducido al latín como Verbum, el
Verbo divino. Según Tomás de Aquino (1225–1274), en Dios está, como
Dios entendido, el Verbo de Dios, tal como en el entendimiento está la idea
de piedra que es la piedra entendida. Pero como el entendimiento divino es-

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tá siempre en acto, es absolutamente necesario que Dios haya entendido


siempre y por tanto que el Verbo haya estado siempre en Él, que le sea
coeterno desde el principio. Por otra parte, dado que el ser del mismo Dios
es su entender, se identifica, pues, la esencia de Dios con el Verbo divino,
cosa que no sucede con el verbo del entendimiento humano que no se iden-
tifica con su ser mismo en el acto de su entendimiento (Suma contra genti-
les, libro IV, cap XI). El logos entendido como Verbo se separa radicalmente
de la noción griega al entenderse más como palabra de Dios que como pala-
bra humana. Además la introducción del cristianismo supone, al menos en
algunos autores, el surgimiento de una visión pesimista sobre las posi-
bilidades de la razón humana para conocer y captar la realidad de las cosas,
no sólo en el ámbito de lo divino, sino incluso en el ámbito de la naturale-
za. La noción de pecado con sus secuelas negativas para el género hu-
mano, recluye al hombre en un estado de indigencia que sólo el auxilio de
la gracia divina permite superar.
Por otra parte el cambio en la jerarquía de valores que introduce el cris-
tianismo en relación con la preocupación por el más allá y el abandono de la
preocupación por el mundo hace que la razón reduzca su importancia. Si lo
que el hombre debe hacer es buscar la salvación, el estudio del mundo no
sólo no le ayuda en este cometido, sino que puede constituir un obstáculo a
veces insalvable. No sería justo olvidar que junto a esta corriente pesimista
en relación con la razón que va desde Pablo de Tarso (San Pablo, 5 d. C. –
67 d. C.) a Martín Lutero (1483–1546), se despliega también otra corrien-
te cuyo exponente máximo es Tomás de Aquino, que reconoce a la razón un
papel muy importante dentro de la vida natural del hombre. La tensión en-
tre fe y razón, propia del cristianismo, admite soluciones variadas que no
siempre concluyen en el abandono de la segunda. Sin embargo no se puede
dejar de reconocer cierto oscurecimiento en el papel de la razón a lo largo
de toda la Edad Media y parte de la Edad Moderna.

3. LA RAZÓN MODERNA

Precisamente la Edad Moderna, cuyo comienzo en filosofía podemos si-


tuar en la obra de Descartes, supone el surgimiento de una nueva noción
de razón que no vuelve al ámbito griego, pero que tampoco permanece
sometida a la fe cristiana. Este tipo de razón está ligado a lo que denomina
Heidegger la concepción del mundo como imagen y del hombre como suje-
to, o lo que es lo mismo, a una noción de conocimiento como represen-
tación. La Edad Moderna pone en funcionamiento un tipo de razón calcu-
ladora que objetiviza lo existente en un representar que permite al hom-
bre estar seguro de ello para poderlo manipular técnicamente. La razón mo-
derna, en tanto que representación, considera la verdad como la certeza del
representar y a lo existente como lo objetivado en dicha representación.
Mientras que lo existente para el mundo griego se presentaba al hombre, el
cual reunía y ponía todas las cosas en su apertura y desvelamiento en la
presencia, y para el mundo medieval dicho existente era lo que correspondía
como causado a la causa de la creación mediante la analogía del ente, en el

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mundo moderno lo existente es lo representado por un sujeto como un ob-


jeto exterior al propio sujeto y que se enfrenta con él.
La razón moderna es una investigación científica y técnica, que tie-
ne en cuenta lo existente en la medida en que necesite saber de él para
prever hasta dónde y cómo puede ponerse dicho existente a disposición del
representar. El mundo moderno es una imagen, una representación abierta
al conocimiento científico y a la manipulación técnica, cosa que no era
el mundo griego que se concebía como fisis, potencia creadora de la que el
propio hombre formaba parte y que por tanto no se enfrentaba con él, ni
tampoco el mundo medieval, ya que en esta época el mundo era a lo más el
escenario en el que se representaba el drama de la Redención. Frente a es-
tas concepciones griega y medieval del mundo, el mundo moderno aparece
como una imagen que permite la previsión y la actuación técnica. La ra-
zón moderna no es el logos griego común a todas las cosas, sino una re-
presentación en la que lo representado aparece como lo opuesto al sujeto
que lo conoce. Estos procesos son paralelos: «El hecho de que el mundo pa-
sa a ser imagen, es exactamente el mismo proceso que aquel según el cual
el hombre pasa a ser subjectum dentro de lo existente» («La época de la
imagen del mundo»). Las cosas del mundo se constituyen como objetos del
conocimiento representativo, a través del mismo proceso que constituye al
hombre como sujeto de dicho conocimiento representativo.
Las diferencias entre el logos griego y la ratio manipuladora moderna
quizás no sean ajenas a que mientras que la civilización griega era una civi-
lización de la palabra centrada en las relaciones entre los hombres, la civili-
zación moderna es una civilización técnica volcada a la transformación de
la naturaleza más que al establecimiento de relaciones armónicas entre los
hombres. Para los griegos la relación con la naturaleza estaba mediada por
las relaciones entre los hombres, mientras que para la modernidad las rela-
ciones entre los hombres están mediatizadas por el proceso de dominación y
control de la naturaleza. Estas diferencias se traducen en diferencias entre
los conceptos de razón manejados, en un caso un concepto de razón co-
mo logos dotado de una gran densidad ontológica y en el otro caso un
concepto de razón como ratio, como mero cálculo y representación, que se
limita a ser un instrumento de la teoría del conocimiento y transformación
de la naturaleza que constituye la ciencia y la técnica modernas.

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TEMA 15: Entendimiento y razón (verstand y vernunft)

En el pensamiento griego la razón o dianoia era considerada la facultad


discursiva por excelencia, mientras que el entendimiento o nus era la intui-
ción directa de las esencias. A lo largo de la Edad Media se conserva esta
distinción casi en los mismos términos. En Tomás de Aquino, por ejemplo, la
ratio es un conocimiento que actúa por abstracción a partir de los datos
suministrados por los sentidos; igualmente es un pensamiento discursivo
que va de un pensamiento a otro ordenadamente. En cambio el intellectus
percibe las verdades de las cosas directamente y sin discurso, y por ello es
más propio de los ángeles que de los hombres. «El raciocinar con respecto
al entender es como el moverse con respecto al reposar o como el adquirir
es al poseer; lo primero es propio del ser Imperfecto; lo segundo, del ser
perfecto». Sin embargo, y dado que el movimiento y el reposo se refieren a
una misma potencia, Tomás concluye que en virtud de una misma potencia
entendemos y raciocinamos, y que por lo tanto el entendimiento y la razón
en el hombre son una misma potencia (Suma Teológica, 1.a parte, cuestión
79, artículo 8). Los filósofos racionalistas y empiristas tienden a considerar
el entendimiento como la facultad intelectual única y así lo hacen Spinoza,
Malebranche, Lelbnlz, Locke, Hume, etc.

1. LA DISTINCIÓN KANTIANA ENTRE ENTENDIMIENTO Y RAZÓN

Kant por un lado distingue entre el entendimiento y la razón, con lo


que separa lo que los pensadores racionalistas y empiristas habían unido, y,
a la vez, invierte el sentido clásico de esta oposición. A partir de Kant
(1724–1804) el entendimiento va a ser el pensamiento discursivo, científi-
co, determinado, y la razón, en cambio, va a ser el órgano fundamental de
la metafísica. Esta distinción se mantendrá a lo largo del idealismo alemán,
aunque con una inversión valorativa: lo fundamental no será el entendi-
miento sino la razón. Kant plantea su obra fundamental como una «críti-
ca de la razón pura», cuya pregunta esencial es ¿cómo son posibles los
juicios sintéticos a priori? Para Heidegger el intento de Kant no es tanto es-
tablecer una teoría del conocimiento como plantear de nuevo la cuestión de
la fundamentación de la Metafísica como Ontología. Kant parte del intento
de fundamentar las metafísicas especiales (psicología, cosmología y teolo-
gía) y se encuentra con que este intento le lleva a plantear la cuestión de la
esencia de la metafísica general. La Crítica de la razón pura (1781) será el
«tratado del método», la propedéutica de esa metafísica general que
Kant entiende como «filosofía trascendental» (Cfr. Kant y el problema de
la metafísica). En ese sentido la crítica de la razón pura es el tercer capítulo
de la historia de la pregunta por la cosa, cuyos primeros capítulos han teni-
do lugar, el primero en el pensamiento griego que relaciona de manera recí-
proca la cosa y el logos a través de las determinaciones generales del ser o
categorías, y el segundo en el pensamiento racionalista de Descartes y
Leibniz, para el cual el pensamiento de la cosa se basa en los tres princi-
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pios del yo, de no contradicción y de razón suficiente.


El pensamiento moderno, racionalista, surge con Descartes al subjeti-
vizar éste la razón, que a partir de aquí quedará caracterizada como razón
del sujeto, como cogito, como «yo pienso». Igualmente este pensamiento
se basa en la exigencia de concordancia en los enunciados entre el sujeto y
el predicado de manera que se evite la contradicción entre ambos. Con
Kant esta pregunta por la cosa y su relación con el logos, clave del pensa-
miento metafísico occidental, se propone como una crítica de la razón pu-
ra, donde crítica quiere decir posición, fijación de lo normativo, legislación,
y alude al hecho de que la razón se erige como tribunal de sí misma; ra-
zón recoge la noción del logos aristotélico, en tanto que enunciación del
ser del ente, de la cosidad de la cosa, de la presentación del ente en su
presencia; y pura se refiere a la peculiar conformación que lo matemático
ha adoptado en el pensamiento moderno al poner su propia esencia como
fundamento de sí mismo y con ello de todo saber. Lo matemático en la mo-
dernidad, gracias a Galileo y Newton, es la captación de la esencia de las
cosas a partir de unos primeros principios o axiomas que son las leyes últi-
mas de la naturaleza y que no son extraídos de dicha naturaleza sino im-
puestos a la misma por la razón (Cfr. La pregunta por la cosa).
Kant distingue el entendimiento (Verstand) de la razón (Vernunft),
ya que mientras que el entendimiento está inmediatamente referido a las
intuiciones sensibles, la razón es la facultad de los principios. En el
entendimiento reside la espontaneidad del conocimiento, la capacidad de
producir representaciones que nos posibilitan conocer los objetos de la intui-
ción sensible. Es la lógica la disciplina que, por un lado como Analítica juz-
ga el uso empírico de los conceptos del entendimiento, y por otro como Dia-
léctica denuncia los intentos de llevar el entendimiento y la razón a un uso
hiperfísico que sólo puede ser una apariencia y una ilusión. La Analítica es-
tudia el entendimiento como una facultad de conocer no sensible, basada en
conceptos, que actúan como funciones de unificación de las diferentes re-
presentaciones. Es posible reducir todas las operaciones del entendimiento a
juicios, por lo que el entendimiento puede ser considerado como la facul-
tad de juzgar —la razón será la facultad de silogizar—, y por lo tanto, las
funciones del entendimiento pueden ser encontradas si se exponen íntegra-
mente las funciones unificadoras del juicio. Los conceptos puros del en-
tendimiento o categorías son pues obtenidos a partir de los diferentes tipos
de juicios, divididos según la cantidad, cualidad, relación y modalidad.
Dichas categorías son conceptos a priori, posibilltadores de la experiencia y
dirigidos esencialmente a los objetos de la experiencia que sólo pueden co-
nocerse gracias a ellos.
Las categorías, en tanto que unidades sintéticas de la multiplicidad de
las representaciones, proceden de las operaciones unificadoras del en-
tendimiento —se trata de la segunda síntesis; la primera es la llevada a
cabo por la estética trascendental a través de las intuiciones puras del espa-
cio y el tiempo—, cuyo principio supremo es el principio de la unidad sintéti-
ca de la apercepción trascendental o yo pienso. «El entendimiento
(...) es la facultad de conocimiento. Estos conocimientos consisten en la

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determinada relación de representaciones dadas con un objeto. Pero objeto


es aquello en cuyo concepto se reúne la diversidad de una intuición dada.
Pero toda reunión de representaciones exige unidad de conciencia en la sín-
tesis de las mismas. La unidad de la conciencia es, pues, lo único que cons-
tituye la relación de las representaciones con un objeto; y por tanto, su va-
lor objetivo; ésta es la que hace conocimientos de esas representaciones y
en ella descansa, por tanto, la posibilidad misma del entendimiento» (Crítica
de la razón pura, «Deducción de los conceptos puros del Entendimiento» 0
17). Vemos en esta cita que conocer es relacionar las representaciones con
un objeto, y esta relación se produce gracias a la unidad de la conciencia
que es la base del propio entendimiento. Todas las intuiciones sensibles —
estética trascendental— se encuentran sujetas a las categorías, como condi-
ciones bajo las cuales lo que hay en aquéllas de diverso puede reunirse en
la unidad de una conciencia.
Conocer un objeto exige la subsunción de la intuición sensible del
mismo bajo las categorías del entendimiento, es decir, la complementación
entre la receptividad de la sensibilidad y la espontaneidad del entendimien-
to, la conjunción de las cuales posibilita el conocimiento empírico: «en-
cuentran el Entendimiento y el Juicio en la lógica trascendental el canon de
su empleo, el cual tiene un valor objetivo y por consiguiente verdadero. Por
eso pertenecen a la parte analítica de esta ciencia. Pero cuando intenta la
Razón decidir a priori algo referente a ciertos objetos y extender el conoci-
miento más allá de los límites de la experiencia posible, entonces es por
completo dialéctica y sus ilusorias aserciones no convienen a un canon co-
mo el que debe contener la analítica» (Crítica de la razón pura, Analítica de
los principios).
Al análisis del Entendimiento —tercera síntesis—como facultad de las
reglas, sucede la dialéctica de la Razón como la facultad de los principios:
«El entendimiento puede ser una facultad de la unidad de los fenómenos por
medio de las reglas, y entonces la razón es la facultad de la unidad de las
reglas del entendimiento según principios. Por lo tanto, nunca se refiere
inmediatamente a la experiencia o a cualquier objeto, sino al entendimiento
para dar unidad a priori por conceptos a sus múltiples conocimientos, lo
cual puede denominarse unidad de la razón y es de índole totalmente dife-
rente de la que puede lograr el entendimiento» (Crítica de la razón pura,
«De la razón pura como sede de la ilusión trascendental»).
Mientras que la forma de los juicios dio lugar a las categorías como
elementos posibilitadores del uso empírico del entendimiento, la forma de
los raciocinios da origen a los conceptos puros de la razón o ideas tras-
cendentales, que determinan por principios el uso del entendimiento en
relación con la totalidad de la experiencia. Dichas ideas de la razón se refie-
ren al conjunto de las condiciones de un condicionado dado, es decir, a lo
incondicionado mismo. Las ideas de la razón —aquí idea no tiene nada
que ver con la Idea platónica— unifican los resultados del entendimien-
to, pero su uso es trascendente, al contrario que el uso de las categorías
del entendimiento que es siempre inmanente. Las ideas rebasan los lími-
tes de toda experiencia y por ello no se refieren nunca a un objeto de di-

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cha experiencia. Las ideas de la razón abandonan lo condicionado y as-


cienden por la serie de las condiciones hasta lo incondicionado.
Los objetos mentados en las ideas de la razón no pueden ser conocidos
por conceptos porque no se dan en la experiencia. Se obtienen mediante
raciocinios dialécticos que son de tres clases:

― En el primero, el paralogismo trascendental, se pasa del concepto


trascendental de sujeto a la absoluta unidad del sujeto mismo.

― En el segundo tipo de raciocinio dialéctico se desemboca en las an-


tinomias de la razón, debidas a que al considerar la totalidad abso-
luta de la serie de las condiciones de un fenómeno dado, y dado que
siempre tengo un concepto contradictorio de la absoluta unidad sin-
tética de la serle en una parte, infiero la exactitud de la unidad
opuesta.

― El tercer tipo de raciocinio dialéctico me lleva al ideal de la razón


pura entendida como el ser de todos los seres, como «la absoluta
unidad sintética de todas las condiciones de la posibilidad de las co-
sas».

Las tres ideas, pues, de la razón son las de sujeto, o alma, la de


mundo y la de Dios, que aparecen como los incondicionados que po-
sibilitan las distintas series de condiciones de los fenómenos. Resumiendo,
vemos que en Kant el dominio del entendimiento constituye el ámbito en
el que podemos llevar a cabo la construcción de la ciencia del mundo físi-
co, mediante la síntesis de las representaciones de la sensibilidad por medio
de las categorías, mientras que el dominio de la razón es aquel en el que
pretendemos conseguir la unidad absoluta de la experiencia a través de
las ideas del yo, el mundo y Dios, que al contrario que las categorías no
tienen un uso constitutivo sino sólo regulativo del conocimiento, unifican
el conocimiento empírico sin ser ellas mismas conocimiento. Los límites del
conocimiento son los límites que separan el entendimiento de la razón.

2. ENTENDIMIENTO Y RAZÓN EN EL IDEALISMO ALEMÁN

Frente a esta separación kantiana entre entendimiento y razón se le-


vantaron en seguida las voces de lo que sería pronto el idealismo alemán.
Ya Carl Gustav Jacob Jacobi (1804–1851) oponía al entendimiento como
elemento discursivo, la razón como conocimiento intuitivo e inmediato que
subordina al entendimiento. La realidad se puede conocer de manera in-
mediata y con una certeza completa, derivada de que la Naturaleza se reve-
la a un conocimiento que no es discursivo, sino una especie de intuición in-
telectual que capta la esencia de la realidad más allá de los fenómenos y
posibilita una identificación romántica con la misma. Por su parte los tres
grandes pensadores idealistas alemanes, Fichte, Schelling y Hegel, cada
uno a su modo, replantearon la distinción kantiana otorgando una mayor

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importancia a la razón que al entendimiento.


Johann Gottlied Fichte [1762–1814, filósofo alemán de gran impor-
tancia en la historia del pensamiento occidental. Como continuador de la fi-
losofía crítica de Kant y precursor tanto de Schelling como de la filosofía
del espíritu de Hegel, es considerado uno de los padres del llamado «idea-
lismo alemán». Fichte no aceptaba el argumento kantiano sobre la existen-
cia de los noúmena o «cosas en sí» —Nietzsche tampoco lo hará—, reali-
dades supra–sensibles más allá de las categorías de la razón humana. Veía
la rigurosa y sistemática separación entre las «cosas en sí» y las cosas «tal
y como se nos representan» (phenómena) como una invitación al escepti-
cismo. En vez de aceptar dicho escepticismo, Fichte sugirió radicalmente
que se debía abandonar la noción de mundo noumenal y en su lugar acep-
tar el hecho de que la consciencia no tiene su fundamento en el llamado
«mundo real». De hecho, Fichte es famoso por su original argumentación
de que la consciencia no necesita más fundamento que ella misma: de esta
forma, el conocimiento no parte ya del fenómeno, sino que se vuelve crea-
ción del sujeto conocedor. Es así que se crea el idealismo: la realidad es un
producto del sujeto pensante, en contraposición al realismo, el cual afir-
ma que los objetos existen independientemente del sujeto que los percibe.
Esta noción finalmente se convirtió en la característica definitoria del idea-
lismo alemán y, por lo tanto, en la clave esencial para la comprensión de las
filosofías de Hegel (1770–1831) y Schopenhauer (1788–1860), aunque
ambos rechazan la noción fichteana de que la consciencia humana es en sí
misma suficiente fundamento para la experiencia, postulado por otras cons-
ciencias «absolutas»] establece en su «Deducción de la representación»
la oposición entre entendimiento y razón de la siguiente manera. La fijación
de la intuición exige una facultad que no sea ni la razón determinante ni la
imaginación productora; esta facultad es el entendimiento, facultad «en la
que lo que cambia subsiste y se encuentra a sí mismo entendido (igual-
mente establecido como presente)». El entendimiento es «la imaginación
fijada por la razón» o «la razón provista de objetos por la imaginación». Es
una facultad inactiva del espíritu que conserva lo producido por la imagina-
ción y lo determinado por la razón. Sin embargo el entendimiento aparece
en Fichte también como la facultad de lo real efectivo, en él se hace real lo
ideal. La imaginación produce realidad, pero no hay en ella ninguna
realidad; los productos de la imaginación sólo se hacen reales al ser conce-
bidos por el entendimiento. (Doctrina de la ciencia, «Deducción de la repre-
sentación») Tenemos aquí cierta continuidad con Kant, para el cual el nivel
del Entendimiento era también el de la experiencia.
En Fichte la actividad del Yo intuyente es determinada, fijada y com-
prendida en el entendimiento; de manera que el intuyente se determina a
sí mismo al pensar un objeto, y la actividad de autodeterminación, en tanto
que pensar es «una determinación hecha por la razón sobre un producto fi-
jado de la imaginación en el entendimiento». Como en Kant el entendimien-
to está referido a la capacidad de juzgar de forma esencial. El entendimien-
to determina al Juicio, constituyendo la posibilidad de un Juicio en general y,
a su vez, el Juicio determina al entendimiento, como la condición de posibi-

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lidad de éste. El paso a la Razón viene dado como el paso de una actividad
objetiva que determina en general a un objeto, a una actividad en general
que no tiene ningún objeto, que no es objetiva. De la misma manera que es
posible hacer abstracción de todo objeto determinado, Fichte postula «la po-
sibilidad de hacer abstracción de todo objeto en general». A este «absolu-
to poder de abstracción» es lo que se denomina Razón, que Fichte entiende
como razón pura sin imaginación, en sentido teórico, es decir como
aquello que Kant tomó como objeto en su Crítica de la razón pura (1781). El
poder de la razón es lo que capacita a la filosofía para aprehender el yo
puro y para reconstruir en la reflexión transcendental su actividad produc-
tiva en movimiento hacia la autoconciencia. De la misma manera sólo la Ra-
zón, y no el entendimiento, puede captar la libertad en tanto que el Absolu-
to metafísico fundamental en el idealismo fichteano.
Friedrich Schelllng [1775–1854, filósofo alemán, uno de los máximos
exponentes del idealismo y de la tendencia romántica alemana. En 1800
Schelling publica el Sistema del idealismo trascendental, donde se materiali-
za un giro crucial en su pensamiento, ya que se aparta abiertamente del
idealismo subjetivo de Fichte y se decanta por un idealismo objetivo. Ahora
cambia de perspectiva y pone el énfasis, no ya en la naturaleza, sino en el
Yo. Esta obra es considerada como la más sistemática y acabada de su pri-
mera producción filosófica. Después, en poco tiempo, cambia otra vez de
etapa y desarrolla lo que se denominará la filosofía de la identidad, en don-
de «el énfasis que antes se había puesto respectivamente en la naturaleza y
en el yo se pone ahora en un absoluto indiferenciado, raíz común de am-
bos»] por su parte destaca también la preeminencia concedida a la razón
sobre el entendimiento. En la Exposición de mi sistema de filosofía de 1801,
afirma que «el punto de vista de la filosofía es el de la razón». Para Sche-
lling la razón tiene una relación esencial con la identidad o indiferencia entre
lo subjetivo y lo objetivo: «llamo razón a la razón absoluta o a la razón con-
cebida como indiferencia total entre lo subjetivo y lo objetivo». La filosofía
de la identidad de Schelling concibe precisamente lo Absoluto como la
identidad o indiferencia entre lo subjetivo y lo objetivo, entre lo ideal y lo
real. Lo Absoluto es la razón en tanto que conciencia de sí mismo, en tanto
que acto absoluto en el que el sujeto y el objeto, lo ideal y lo real son uno y
lo mismo, como se puede ver en el Diálogo Bruno de 1802. La filosofía de la
identidad es una filosofía de la razón que supera las escisiones y las diferen-
cias puestas por el entendimiento.
Precisamente será la comparación establecida por Hegel entre las filo-
sofías de Fichte y Schelling (Diferencia entre los sistemas filosóficos de Fi-
chte y Schelling) en 1801, uno de los primeros lugares en los que el filósofo
del idealismo absoluto planteará la distinción entre el entendimiento y la ra-
zón. El fin fundamental de la filosofía es el de superar las oposiciones y
las divisiones. La realidad se presenta escindida, dividida en oposiciones
que aparecen irreconciliables, y la tarea de la razón filosófica es la de alcan-
zar una síntesis unificadora, construir un todo unido, capaz de salvar la
armonía rota. Esta tarea de la razón es, al mismo tiempo, la de construir el
«Absoluto para la conciencia». La tarea de la filosofía es sintética y por

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ello debe superar la oposición entre lo finito y lo infinito, sin negar toda
realidad a lo finito y sin considerar lo infinito como una mera multiplicidad
de finitos particulares, sino integrando la dimensión de lo finito en lo In-
finito. Esta dialéctica de lo finito y lo infinito se retomará posteriormente
en la Lógica (1812–1816) en el análisis del ser determinado o la existencia
(Dasein). Frente al falso infinito del entendimiento que se enfrenta como
un otro a lo finito, estableciendo dos mundos, uno infinito y otro finito, se-
gregados entre sí, se encuentra el verdadero infinito que se obtiene como
un resultado de un proceso dialéctico que niega y conserva a la vez a lo
finito en lo infinito y a lo infinito en lo finito. A la escisión y oposición absolu-
ta sucede la mutua determinación y correspondencia. En la obra sobre Fich-
te y Schelling se afirma ya que si la reflexión filosófica es producto sólo del
entendimiento, no se logrará superar las oposiciones de la realidad y que
sólo al nivel de la razón se logrará un conocimiento especulativo unificador y
superador de las escisiones.
En la Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas (1817–1830), Hegel con-
sidera los tres aspectos en que se presenta el hecho lógico: el abstracto
racional, que será el correspondiente al entendimiento; el dialéctico o ne-
gativo racional y el especulativo o positivo racional, correspondientes
respectivamente a los dos momentos de la razón, el momento negativo, que
suprime las determinaciones finitas y pasa a las opuestas y el momento po-
sitivo en el que la razón capta la unidad de los opuestos en su superación
mutua (Enciclopedia, Ø 79,80,81,82). La verdad para Hegel se encuentra al
nivel de la totalidad; es decir al nivel especulativo, en el cual la razón ha
fluidificado lo que el entendimiento mantiene en su rigidez y fijación, consi-
derando cada momento como un elemento que se niega en los demás mo-
mentos y que aporta así su verdad a una verdad total que sólo se obtiene
como resultado final del proceso dialéctico. La razón unifica y reconcilia lo
escindido y separado por el entendimiento, convirtiendo a éste en un mo-
mento de su propio despliegue como razón dialéctica. El entendimiento es
el nivel en el que se mueven las ciencias empíricas y naturales —la cien-
cia siempre acota su ámbito de estudio—, mientras que la filosofía, totali-
zadora, se mueve en el ámbito de la razón.

3. REPLANTEAMIENTO DE LA DISTINCIÓN POR MARX

En el pensamiento posterior esta distinción entre razón y entendimiento


se ha ido difuminando, aunque conserve cierta función (indirecta) en la no-
ción de ciencia de Marx (1818−1883), por ejemplo, el cual según Manuel
Sacristán (1925–1985) emplea tres modelos de ciencia distintos: 1) el
modelo típico de las ciencias naturales que estaría al nivel del entendimiento
(science); 2) el modelo hegeliano propio de la razón filosófica, unificadora
y totalizante, utilizado especialmente por Marx en el proceso de exposición
de su sistema económico, mientras que el modelo anterior fue empleado
fundamentalmente en el proceso de investigación que dio lugar a dicho sis-
tema (Wissenschaft); y 3) el modelo de ciencia como crítica de inspiración
joven–hegeliana (Kritik). Science, Wissenschaft y Kritik se hermanan en

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el pensamiento de Marx, de una manera compleja, en el que la metodología


dialéctica hegeliana, opera sobre las categorías económicas proporcionadas
por la economía política inglesa, con un objetivo fundamentalmente crítico y
revolucionario no sólo a nivel teórico sino también práctico de la realidad
analizada y criticada. La dimensión sintética y totalizadora de la obra de
Marx, debida a la influencia de la dialéctica hegeliana, sitúa su pensamiento
en un ámbito que no se puede reducir al propio de las ciencias positivas, el
del entendimiento, sino que se acerca al de la filosofía, es decir, al propio
de la razón.
El propio Manuel Sacristán ha evidenciado la supervivencia de la opo-
sición entendimiento–razón en pensadores marxistas contemporáneos como
G. Luckács, por ejemplo. En su crítica de la noción de razón empleada por
el filósofo húngaro, Sacristán rechaza por inadmisible una «psicología de
las facultades» que oponga los límites del entendimiento a la amplitud de
la razón, ya que la investigación psicológica actual no distingue entre enten-
dimiento y razón como dos entidades funcionales distintas esencialmente.
La distinción entre entendimiento y razón no sería psicológica, sino a lo
más epistemológica y consistiría en que el ámbito del entendimiento abar-
caría el de las «proposiciones demostrables dentro de una teoría en sentido
estricto», mientras que el ámbito dialéctico de la razón sería el de «pro-
posiciones no susceptibles de demostración en sentido fuerte».
Al uso de las categorías científicas del entendimiento no se opondría,
según Sacristán, ni una comprensión superior propia de la razón, ni una
intuición supra–raclonal, intuitiva, de la realidad. Frente a la solución hege-
liana, superviviente aún en el marxismo hegelianizado de Lukács, y a las
soluciones irracionalistas propias de las filosofías de la vida de corte sche-
llingniano, Sacristán afirma: «que racional es toda argumentación correcta
—demostrativa en sentido fuerte o meramente probable o posible— que fue-
ra de esa racionalidad no hay ninguna otra forma “suprarraclonal”, de ar-
güir, y que la “facultad” que demuestra lo demostrable y meramente arguye
lo argüible es una y la misma: sus instrumentos simplemente, dan unas ve-
ces un resultado de determinada validez y otras veces un resultado de otro
tipo de validez. Las diferencias en cuestión no están determinadas por la
“facultad”, sino por el objeto abstracto o formal al que se aplique —cuyas
características dependerán en mayor o menor grado de los objetos materia-
les de la investigación—, y esas diferencias no se pueden interpretar psico-
lógicamente —al menos en el estado actual de la psicología—, sino desde el
punto de vista de la teoría del conocimiento y del método».
Esta conclusión de Sacristán, que hacemos nuestra, supone que la di-
ferencia entre entendimiento y razón no es tanto una diferencia ontológica o
psicológica entre dos facultades distintas, como un diferente uso de una
misma mente humana que utiliza distintos tipos de estrategia según el
problema considerado y el nivel de los conocimientos de que se dispone en
cada momento para el abordaje del mismo. La distinción es, pues, episte-
mológica y metodológica más que ontológica. Una única razón tiene di-
ferentes usos y diferentes niveles según los campos a los que se apli-
que. El análisis de la realidad y su totalización sintética son los cometidos

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imprescindibles y complementarios de la razón que actúa a la vez como en-


tendimiento analítico–científico y como razón sintético–dialéctica filo-
sófica.

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TEMA 16: Razón instrumental y razón objetiva.


Modernidad y racionalización

El proceso social y cultural que ha tenido lugar en Europa a partir de la


Baja Edad Media y el Renacimiento se puede entender como un proceso de
racionalización creciente que ha dado lugar a la economía, al derecho, al
arte, a las ciencias y a la filosofía como actividades especializadas y cada
vez más aisladas entre sí, a la vez que más formalizadas. Ha sido Max We-
ber (1864−1920) el gran teórico de este proceso de racionalización crecien-
te que ha presidido el desarrollo occidental, especialmente en el campo eco-
nómico y jurídico. Una economía racional distribuye con arreglo a un plan
las actividades de que dispone según su utilidad marginal, y esto se lleva a
cabo de forma impersonal como producto de las puras relaciones de merca-
do entre los diversos concurrentes al mismo. Esta infinidad de acciones eco-
nómicas tiene efectos objetivos, sociales, y produce una serie de re-
currencias y homogeneidades, más como el fruto no querido de acciones di-
rigidas por el propio interés, que como resultado de una programación cons-
ciente. De igual manera, el derecho moderno nace de un proceso de racio-
nalización y sistematización creciente, que proporciona a la burguesía na-
ciente y al, igualmente naciente, poder del Estado moderno, «un derecho
inequívoco, claro, sustraído al arbitrio administrativo irracional; así como a
las interferencias irracionales producidas por privilegios concretos, que ga-
rantice ante todo de manera segura la obligatoriedad de los contratos y, a
consecuencia de tales propiedades, puede ser previsible en su funciona-
miento» (Economía y Sociedad, 2.a parte, cap. VII). El análisis weberiano
del derecho y de la economía modernos está basado en un concepto de ac-
ción social que pasamos a analizar.
La acción social puede ser: racional con arreglo a fines: «determi-
nada por expectativas en el comportamiento tanto de objetos del mundo ex-
terior como de otros hombres, y utilizando esas expectativas como “condi-
ciones” o “medios” para el logro de fines propios racionalmente sopesados
y perseguidos»; racional con arreglo a valores: «determinada por la
creencia consciente en el valor propio y absoluto de una determinada con-
ducta, sin relación alguna con el resultado»; afectiva, «determinada por
afectos y estados sentimentales actuales» y tradicional: «determinada por
una costumbre arraigada» (Economía y Sociedad, Primera parte, Ø 2).
La racionalidad propia de la ciencia y la técnica occidentales modernas,
así como de su economía y su derecho, ha sido la racionalidad con arreglo a
fines o racionalidad instrumental que arbitra los medios más adecuados
para la obtención de fines dados. Este tipo de racionalidad es puramente
formal, y por referirse a la obtención de fines individuales puede denomi-
narse también subjetiva. Sin embargo esta racionalidad no ha sido la pro-
pia de la filosofía clásica occidental desde sus orígenes griegos. A esta ra-
cionalidad instrumental, formal, subjetiva, independiente de toda ontología,
se opone una razón entendida como logos, o sea como «lenguaje o eco
de la esencia eterna de las cosas», como razón comprehensiva, igualmente

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apropiada al objeto que al sujeto; más aún, una razón como ámbito común
en el que el sujeto accedía a la esencia del objeto y éste se daba en la pre-
sencia a aquél. Esta razón objetiva estaba referida esencialmente a fines
razonables en sí mismos, independientemente de la utilidad que propor-
cionaran al sujeto individual; fines referidos a la comunidad en su conjunto
y no a intereses parciales; en el ámbito de esta razón objetiva se reconci-
lian el conocimiento y la ética, en lugar de oponerse como sucede en la ra-
zón subjetiva —la Modernidad es la ruptura entre ética y política (Hobbes y
Maquiavelo)—. Esta razón objetiva se encuentra directa, aunque subterrá-
neamente, relacionada con una experiencia no enteramente olvidada en la
que perviven «las vivencias míticas del pasado lejano», los «grandes acon-
tecimientos históricos, en la medida en que los hombres mismos los hayan
provocado» y, al mismo tiempo, la resistencia contra la injusticia y la de-
sigualdad (M. Horkhelmer: «Sobre el concepto de razón»). Esta conexión
con la tradición histórica de la lucha contra la explotación y la opresión, así
como la relación con la totalidad, son elementos que no se encuentran en la
razón subjetiva, instrumental, y que en cambio, han permitido la conexión
del pensamiento dialéctico marxista con dicha razón objetiva, especialmente
en las obras de G. Lukács y los miembros de la Escuela de Frankfurt, de
manera destacada los pertenecientes a la primera generación: Horkheimer
y Adorno.
Lukács (1885–1971), en Historia y conciencia de clase (1923), recupe-
ra la noción de racionalización weberiana y la relaciona con la noción de
reificación de procedencia hegeliana y marxista. La racionalización de la
economía basada en la calculabilidad supone la ruptura de la unidad del pro-
ceso económico mismo en una serie de elementos aislados cada uno obe-
diente a leyes parciales. Este desgarramiento del proceso productivo entra-
ña la descomposición no sólo del objeto de la producción sino también de
su sujeto, que va adquiriendo cada vez más una actitud contemplativa ante
un proceso y un producto que paulatinamente deja de percibir como suyo.
Por otra parte no sólo cada individuo productor se desgaja de su producto,
sino que también se separa del resto de los individuos en un proceso de
atomización creciente. Esta mecanización racional y esta calculabilidad
crecientes no abarca sólo el proceso productivo, sino que se extiende a
todas las formas de manifestación de la vida. La alienación creciente —
cosificación— del individuo productor frente a su producto, frente a sí mismo
y frente a toda la sociedad se extiende a todos los ámbitos de su vida y no
sólo a la producción. La atomización y aislamiento de los individuos se
da, sin embargo, en el ámbito de una integración creciente de toda sociedad
en virtud de su carácter de sociedad productora de mercancías y mercado
consumidor de dichas mercancías regida por leyes unitarias y uniformes. De
igual manera, la creciente racionalización parcial de los diferentes elementos
de la sociedad se ve acompañado de una irracionalidad, también crecien-
te, del conjunto de la sociedad. El perfeccionamiento creciente de los medios
no ha ido acompañada de una racionalización paralela de los fines propues-
tos a la sociedad; y actualmente la racionalidad extrema de los medios co-
existe y refuerza a una irracionalidad global cada vez más preocupante

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[tal y como sucede en la actualidad; algunos autores ya lo veían venir].

1. MITO Y RAZÓN INSTRUMENTAL

Siguiendo las huellas de Lukács, a fines de los años cuarenta, Adorno


y Horkheimer denunciaron ya esta escisión entre fines y medios en dos
obras fundamentales: Dialéctica de la Ilustración (1944) y Crítica de la ra-
zón instrumental (1967). En la primera, ambos autores pretenden analizar
la mezcla de racionalidad y de realidad social y la mezcla, paralela a la ante-
rior de naturaleza y dominación de la naturaleza, defendiendo la tesis de
que «el mito es ya iluminismo, el iluminismo vuelve a convertirse en mitolo-
gía» —iluminismo es el programa de la Ilustración de un hombre emancipa-
do; iluminismo es aquí sinónimo de Ilustración en ese sentido—. El proceso
de ilustración y racionalización creciente que pretendía liberar a los in-
dividuos del mito, aboca a una remitologización de sí mismo y al descu-
brimiento de que en el propio mito estaban ya presentes dos de los caracte-
res fundamentales de la ilustración burguesa occidental: 1) el sacrificio y
2) la renuncia. Otra consecuencia del análisis de Adorno y Horkheimer en
esta obra es que los mismos medios que han conducido al dominio de la na-
turaleza, la razón instrumental, han producido la sumisión y explota-
ción de los propios individuos. La ciencia moderna y la técnica que la acom-
paña han sustituido un saber basado en conceptos y en imágenes por un
saber formalizado que calcula las probabilidades de ocurrencia de los su-
cesos con gran exactitud y que ha sustituido la preocupación —ontológica—
por la verdad, por la preocupación —metodológica— por el procedimiento
eficaz de la operación y el cálculo. Este pensamiento formalizado rechaza
todo lo que no se adecúa a los criterios de calculabilidad y de utilidad, y su-
prime lo heterogéneo reduciéndolo a una equivalencia abstracta y recurren-
te. En este proceso la razón misma se ha convertido en «un simple acceso-
rio del aparato económico omnicomprensivo». Es el «utensilio universal»
que sirve para fabricar todos los demás, se ha convertido en el «puro ór-
gano de los fines», que se adapta perfectamente a un funcionamiento
exactamente calculado, cuyo resultado se sustrae a todo control por parte
de los individuos.
La Ilustración misma muestra su dialéctica: el progreso es insepa-
rable de un regreso —todo progreso tiene un coste y, además, es un error
muy frecuente considerar que el progreso ético en particular es acumulati-
vo—, el dominio de la naturaleza ha entrañado el de los hombres; la racio-
nalización se ha remitologizado, la razón subjetiva ha sepultado a la razón
objetiva. El pensamiento ilustrado que surgió como crítica ha capitulado an-
te lo existente y ha convertido la crítica en afirmación. Para Adorno y
Horkheimer el defecto no reside sólo en la utilización burguesa de la razón
instrumental, sino que se remonta hasta su prehistoria en los mitos ho-
méricos, con lo que se convierte en una característica definitoria del pen-
samiento humano. Esta consideración esencialista de los defectos inherentes
a la razón instrumental es uno de los rasgos más peligrosos de la crítica de
la Escuela de Frankfurt a la técnica y la ciencia moderna, y ha sido en parte

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corregido por la segunda generación de la Escuela, especialmente por Ha-


bermas (n.1929) (ver más arriba a Habermas) . El ámbito de la razón ins-
trumental es muy importante, imprescindible si no queremos caer en la de-
nuncia romántica de la ciencia, y debe ser mantenido aunque no hipostasia-
do como el único ámbito racional posible.
Horkheimer (1895–1973) en su Crítica de la razón instrumental
(1967) retoma estos temas defendidos antes conjuntamente con Adorno,
oponiendo una razón subjetiva, entendida como «la capacidad de clasifica-
ción y deducción, sin reparar en qué consiste en cada caso el contenido es-
pecífico» que tenía que ver «con la adecuación de modos de procedimiento
a fines que son más o menos aceptados y que presuntamente se so-
breentienden», a una razón objetiva que no se refería sólo a la conciencia
individual sino que abarcaba el mundo objetivo en su conjunto, aspirando a
«desarrollar un sistema vasto o una jerarquía de todo lo que es, incluido el
hombre y sus fines». La racionalidad objetiva medía el grado de raciona-
lidad de un comportamiento por su grado de conformidad y armonía con di-
cha totalidad social y natural, y se basaba en la idea de un bien supremo y
de cómo el individuo podía conseguirlo. Mientras que la razón objetiva es un
«principio inherente a la realidad», lo que le confiere un innegable alcance
ontológico, la razón subjetiva es una «capacidad subjetiva del intelecto»,
la «capacidad de calcular probabilidades y de adecuar así los medios correc-
tos a un fin dado», lo que le confiere a lo más un alcance epistemológico y
metodológico.
El proceso de formalización y subjetivación de la razón ha marchado
de forma paralela con el desencantamiento del mundo, es decir, con la se-
cularización de la tradición cristiana, y con el desarrollo de la econo-
mía capitalista, de manera que las funciones de totalización que antes
eran ejercidas por la razón objetiva, la religión autoritaria o la metafísica,
son ahora la consecuencia de los mecanismos cosificantes del aparato
económico capitalista que actúa de manera anónima e impersonal, impo-
niendo fines de manera inconsciente y por tanto incontrolada.
La razón subjetiva ha desembocado en el positivismo (A. Compte) y
el pragmatismo (W. James), el primero de los cuales cae en una acepta-
ción acrítica de los hechos que por su mero existir se consideran ya justifi-
cados, así como en una glorificación de la ciencia como el único método
cognoscitivo adecuado, y en una defensa de la tecnocracia; mientras que el
pragmatismo, devalúa la importancia de la propia actividad ya que una ac-
tividad es racional exclusivamente cuando sirve a otra finalidad, es decir,
cuando es un mero instrumento; así como rechaza la noción de verdad
al identificarla con el éxito de una acción, y la de teoría al concebir ésta
como un mero esquema para una acción; convirtiendo los deseos del indivi-
duo en el único criterio válido para dicha acción. Tanto el positivismo como
el pragmatismo son inseparables del industrialismo moderno y al reducir
la racionalidad a la elección de los medios son compatibles con la mayor
irracionalidad de los fines, que no se pueden discutir de forma racional.
Frente a esta situación Adorno y Horkheimer defienden una teoría
crítica que se opone a la teoría tradicional por los siguientes tres motivos:

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1) por ser una hermenéutica abierta al sentido de las cosas que no se sa-
tisface con la aceptación simple de los hechos tal como se dan éstos; 2) por
aspirar a la totalidad, lo que supone que la teoría no debe quedarse en el
ámbito meramente teórico sino que debe analizar su propia inserción en el
proceso histórico, económico y social; 3) por contener una aspiración a la
emancipación humana, lo que implica que está ligada, más o menos direc-
tamente, con la praxis transformadora de la realidad.
La inserción de los primeros pensadores de la Escuela de Frankfurt en la
tradición hegeliana y marxista es indudable, aunque la derrota de las revo-
luciones proletarias de los años veinte y treinta, el desarrollo del estalinismo
en la URSS y la progresiva integración del movimiento obrero en las estruc-
turas sociales y económicas de la sociedad del bienestar después de la Se-
gunda Guerra Mundial (1939−1945), llevó a estos pensadores a un pesi-
mismo histórico y polítíco que tiende a concebir la crítica cada vez más
como una mera postura intelectual alejada de la praxis revolucionaria.
La separación del movimiento obrero, elemento determinante según
Perry Anderson (n. 1938) de la evolución del marxismo occidental, se
ejemplifica perfectamente en estos pensadores que han asimilado comple-
tamente la tradición marxista (así como la psicoanalítica y la sociológica),
pero la han desvinculado completamente de una práctica política revolucio-
naria reduciéndola a una mera crítica intelectual que a veces adquiere ca-
racteres apocalípticos. Ambos pensadores desarrollaron un pensamiento
dialéctico, que para Horkheimer consiste en los tres aspectos siguientes:
1) la relativización de todo juicio sobre los hechos; 2) la referencia de todo
universal a la totalidad del proceso cognoscitivo; y 3) la conciencia de la no
separabllidad entre los momentos positivos y negativos, progresivos y re-
gresivos de la historia humana y en la superación de la posición analítica
considerada como parcial en aras de la reconstrucción total («Sobre el pro-
blema de la verdad», 1935).
Por su parte Adorno (1903–1969) desarrolla una «dialéctica negati-
va», sin síntesis, expresión de una actitud antiintelectuallsta que recha-
za la capacidad de la ratio por sí sola para erigirse en criterio interpretativo
de la realidad, si no considera su propia inserción y constitución en la reali-
dad y a la vez niega que la realidad social pueda definirse en el sentido clá-
sico positivista y empirista. La racionalidad dialéctica que sirve de base a
la teoría crítica de la sociedad es una crítica de las insuficiencias de la
lógica formal y de la presunción de dicha lógica de ser independiente res-
pecto a la realidad social. Para Adorno, que lleva a cabo una «metacrítica
de la teoría del conocimiento» en la que critica el absolutismo lógico
presente en la fenomenología de Husserl, es «el proceso real vital de la so-
ciedad lo que constituye el núcleo del contenido lógico». El carácter necesa-
rio de las leyes lógicas se deriva de su relación con el carácter constrictivo
de la autoconservación, y con el carácter no libre de la sociedad burguesa
sometida a una división cosificadora y alienante del trabajo que hace de
la abstracción y el formalismo su esencia (Sobre la metacrítica de la teoría
del conocimiento). Aun reconociendo la relación existente entre la lógica
formal y la fenomenología con la sociedad capitalista moderna, no podemos

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por menos que apuntar que, a pesar de su origen burgués, la lógica moder-
na alcanza efectos de verdad que superan dicho origen y le otorgan relevan-
cia aún fuera del ámbito de la sociedad burguesa capitalista, de la que no se
puede considerar una mera ideología.
El rechazo de la tiranía del concepto se deja ver, sin embargo, de
nuevo en el prólogo a la Dialéctica Negativa (1966), donde se erige la dia-
léctica como «conciencia consecuente de la diferencia» contra todo
predominio de la identidad, propio de la ratio burguesa, que homogeneiza
todo y lo convierte en idéntico consigo misma. Dicha ratio, en lugar de
ser respetuosa con la diferencia es el producto de un yo que la impone como
rejilla uniforme, previa a todo contenido, dando origen a un pensamiento
sistemático que rechaza todo lo que no puede uniformizar. Frente a esto la
dialéctica es un pensamiento que no se deja reglamentar y que trae a la
memoria todo lo que está fuera de ella; es un saber negativo, que es a la
vez «copia fiel del universal contexto de ofuscación», «su crítica» y su
«auto consciencia». La dialéctica se opone a la coacción de la apariencia
mítica, de la identidad impuesta, manteniéndose abierta, evita confundirse
con el todo y así se conserva como esperanza. Esta relación entre dialéctica
y esperanza tiene consecuencias importantes sobre la teoría de la verdad,
al impedir que ésta sea el reconocimiento y aceptación de la existencia ac-
tual, y al hacer de la esperanza «la única categoría en la que se manifiesta
la verdad» (Mínima moralia). El análisis científico de la realidad social no se
puede hacer desde una mera descripción de los hechos actuales, sino desde
la perspectiva de la emancipación. La verdad está abierta a la esperanza
—utopía— y sólo tiene sentido desde ella, de lo contrario será positivismo.

2. LA DISPUTA DEL POSITIVISMO

Será en los años sesenta cuando la disputa del positivismo se reabra


con gran acritud. Adorno y Popper se enfrentan sobre la cuestión de la ló-
gica de las ciencias sociales; posteriormente, Jürgen Habermas (n. 1929)
y Hans Albert (n. 1921) toman el relevo en la discusión sobre el tema de la
racionalidad en general. Este debate no es sólo un debate metodológico,
sino que plantea la finalidad de la sociología dentro de las actuales cien-
cias sociales, y se instala en el ámbito de la racionalidad práctica —que
tiene preeminencia— y no sólo de la teórica. La discusión se refiere a la ac-
titud del científico social ante su objeto, a la configuración de la sociedad y
al nivel de generalización de la teoría. En el primer aspecto, mientras que
los frankfurtianos se sitúan al nivel de la praxis entendida como la fusión
de la teoría y la vida, con lo que esto conlleva de coimplicación del sujeto y
el objeto y la proyección valorativa del sujeto sobre el objeto, los raciona-
listas críticos se mantienen en la neutralidad valorativa que implica la
distinción entre la teoría y la vida, la dualidad entre sujeto y objeto y la dis-
tinción insalvable entre hechos y valores.
Respecto a la noción de sociedad empleada, los dialécticos se sitúan al
nivel de la totalidad; entienden la sociedad desde el punto de vista del con-
flicto y del cambio; consideran las acciones sociales como dotadas de senti-

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do; interpretan las relaciones sociales como relaciones de coimplicación; su


ámbito es el de lo cualitativo y lo multidimensional; utilizan las nociones
dialécticas hegelianas de la negación y la contradicción y su sociología se
continúa en una filosofía de la historia. Frente a esto, los seguidores de
Popper se mantienen al nivel de la particularidad, se preocupan por las
relaciones de orden y recurrencia, es decir, de la estática social más que de
la dinámica; intentan establecer taxonomías descriptivas; se mantienen al
nivel de las relaciones fragmentarias, de lo cuantitativo, lo discontinuo, lo
atemporal y lo unidimensional; su visión de la sociedad es afirmativa y ar-
mónica y se mantiene rigurosamente separada de toda filosofía de la histo-
ria.
Respecto al nivel de generalización, Adorno defiende la sociología como
una teoría totalizadora de la realidad social abierta a la historia y en la
que el momento especulativo así como el momento crítico es esencial,
mientras Popper prefiere situarse en una sociología formal, considerada
una teoría de alcance medio, separada de la historia, meramente descriptiva
y no crítica. Ambas posiciones se nos ofrecen como alternativas en principio
cerradas, y sus principales diferencias residen en la idea de la especificidad
metodológica de las ciencias sociales, —que Popper niega—, en la relación
entre teoría y práxis —que Popper mantiene separadas— y en la aceptación
o no de la idea de totalidad.
En cuanto a la discusión entre Albert y Habermas se lleva a cabo en
torno a la relación de la teoría y el objeto, la relación de la teoría y la expe-
riencia, la relación entre la teoría y la historia, y por último respecto a la re-
lación entre la ciencia social y la praxis política. Habermas parte de una
concepción dialéctica que establece una adecuación interna entre la teoría
y su objeto, entendiendo la sociología como una hermenéutica del mundo
social de la vida. Albert, en cambio, denuncia la concepción instrumentalis-
ta que Habermas tiene de la ciencia y plantea el problema del método como
la contrastación que nos permite corroborar la existencia de regularidades
empíricas. Respecto a la relación con la experiencia, Habermas afirma que
lo analítico sólo admite un tipo de experiencia: la observación controlada,
mientras que los dialécticos utilizan el conjunto de la experiencia precientífi-
ca acumulada a lo largo de la historia por los individuos. Albert contraataca
destacando que el fondo de la experiencia del sujeto contiene errores here-
dados que hay que someter a crítica, lo que exige que la teoría social con-
traste mediante test rigurosos dicha experiencia. Respecto a la relación con
la historia, Habermas defiende la comprensión dialéctica como el método
apropiado para penetrar en la trama objetiva de las situaciones históricas
concretas; las generalizaciones obtenidas por esta vía son movimientos ten-
denciales más que regularidades uniformes y son restringidas, ya que se re-
fieren a una época determinada. La vía hermenéutica y dialéctica parte de la
conciencia situacional de los individuos actuantes y se pone al servicio de la
crítica ideológica con el objetivo de elaborar una filosofía de la historia como
intenciones prácticas. Mientras, para Albert las leyes históricas son enun-
ciados singulares de difícil generalización. Por último, Habermas rechaza la
distinción entre hechos conocidos a través de las leyes naturales y decisio-

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nes valorativas que se basan en normas morales y no admite que el cono-


cimiento positivista esté desvinculado del contexto. La noción dialéctica de
racionalidad aquí implicada intenta concebir a la razón analítica como parte
del proceso social analizado y como su posible autoconciencia crítica, y se
considera como la racionalidad global que actúa como hermenéutica natural
del lenguaje cotidiano y que es reconstruido con ayuda de la dilucidación crí-
tica para referirla a los hechos empíricos.

3. ACCIÓN COMUNICATIVA Y RAZÓN PRÁCTICA

El problema de la racionalidad que aquí nos preocupa ha sido de-


sarrollado por Habermas (ver más arriba) en el sentido de establecer una
teoría de la racionalidad múltiple capaz de hacer justicia a los diversos
ámbitos de racionalidad que incumben al hombre según sus diferentes inte-
reses, que se despliega como una racionalidad dialóglca capaz no sólo de
servir de medio de conocimiento de la realidad sino también de proporcio-
nar una fundamentación (débil) a la praxis ética y política al configurar-
se como razón práctica. Dentro de la visión de Habermas las reglas lógico–
metódicas que constituyen la racionalidad no se pueden desligar de los in-
tereses que guían el conocimiento. Estos intereses guías son de tres tipos:
interés técnico, interés práctico e interés emancipatorio, que guían res-
pectivamente a las ciencias empírico–analíticas; a las ciencias histórico–
hermenéuticas y a las ciencias orientadas hacia la crítica (Cfr. «Conocimien-
to e Interés»). Habermas analiza las condiciones de posibilidad de la com-
prensión lingüística —situación ideal de diálogo, de la que no anda de,
demasiado lejos la sociedad ideal de comunicación de K−O. Apel—, base de
la racionalidad dialógica propugnada por él. Según esto todo hablante que
participa en una comunicación a través de actos de habla parte de un con-
senso implícito que consta de cuatro pretensiones: 1) comprensibilidad,
que depende del funcionamiento del lenguaje; 2) verdad; 3) veracidad,
que junto con la verdad se prueba en el discurso en el cual se justifican las
pretensiones de validez mediante una discusión libre de coerción y que no
emplea recursos retóricos, persuasivos, sino que se limita a la mera argu-
mentación racional; y 4) autenticidad, que depende de las predisposi-
ciones comprobadas mediante la interacción.
La racionalidad de los diálogos concretos se comprueba mediante su
comparación con un diálogo ideal llevado a cabo en las condiciones de una
comunidad ideal de diálogo, definida por la simetría absoluta de los
participantes que impide la distorsión de la comunicación, al asegurar a to-
dos los participantes las mismas oportunidades para hablar y una libertad
total. Dicha comunidad ideal de diálogo no es un mero concepto regulador,
pero tampoco es algo empírico, es más bien una condición transcendental
del discurso, una «presuposición recíproca e inevitable» del mismo. La
noción de una comunicación no distorsionada nos posibilita la formulación
de una teoría consensual de la verdad, expresión de una racionalidad
dialógica. En este sentido la verdad estará ligada a la posibilidad de obtener
un consenso racional mediante un diálogo simétrico, libre de coacción y

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sin distorsiones. La racionalidad implicada en esta teoría de la verdad como


consenso no es la racionalidad instrumental, cuyo objetivo es la eficacia en
la transformación de la naturaleza; tampoco es la racionalidad estratégica
dirigida a prever el comportamiento de los demás individuos participantes
en el diálogo con el objetivo de someterlos a mis fines, sino la racionalidad
comunicativa, cuyo objetivo final es la consecución del entendimiento
y el consenso en torno a las normas que rigen la acción en común. La dis-
tinción entre racionalidad estratégica y racionalidad comunicativa es lo que
posibilita una ética racional, ya que mientras que a través de la acción es-
tratégica me limito a influir sobre la conducta del otro para que actúe según
mis intereses, en la acción comunicativa parto del reconocimiento del
otro como sujeto e intento llegar a acuerdos con él con el objetivo de lle-
var a cabo una acción unitaria —consenso— en la que ambos estamos moti-
vados racionalmente.
La distinción de dos ámbitos de racionalidad, lo racional y lo ra-
zonable por parte del último John Rawls (1921–2002; ver ampliación a
continuación), también tiene por objetivo el abrir un espacio a una ética ra-
cional, ya que mientras que una acción meramente racional es aquella que
emplea los medios oportunos para la satisfacción de los deseos y los fines
del agente, una acción razonable supone que en la realización de mis pro-
pios fines tengo que tener en cuenta los fines moralmente justificados de los
otros.
La razón práctica supone una instancia racional que nos permite
distinguir entre usos éticos y no éticos de la razón instrumental en relación
con unos fines ante los que dicha razón práctica, al contrario que la razón
instrumental, no puede ser indiferente, como nos recuerda Javier Mu-
guerza (n. 1936). Ahora bien, esta razón práctica, y aquí estamos más cer-
ca de Habermas que de Muguerza, no es monológica, individual, sino
dialógica y colectiva. La última instancia crítica no es la conciencia indivi-
dual sino el diálogo racional en el que cada participante defiende mediante
argumentos las pretensiones de validez de sus afirmaciones. La ética, pues,
nos exige la puesta a punto de una racionalidad que vaya más allá de la pu-
ra racionalidad instrumental y estratégica propia de la razón subjetiva y
formal ya denunciada por Horkheimer (ver ampliación anterior de Haber-
mas, en especial la crítica de Muguerza, su concordia discors y la crítica
de Carlos Gómez).
Ampliación: John Rawls (1921–2002): filósofo estadounidense, pro-
fesor de filosofía política en la Universidad Harvard y autor de Teoría de la
justicia, (1971) y Liberalismo político (1993), sus obras más influyentes . Es
ampliamente considerado como uno de los filósofos políticos más importan-
tes del siglo XX.
Rawls es conocido por sus contribuciones a la filosofía política liberal. La
publicación de Teoría de la Justicia en 1971 conllevó una reactivación de
la filosofía política. La obra de Rawls es multidisciplinar, y ha recibido
especial atención por parte de economistas, politólogos, sociólogos y teólo-
gos. Por lo demás, Rawls es el único entre los filósofos políticos contempo-
ráneos que ha sido frecuentemente citado por las Cortes de los Estados Uni-

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dos.
En Teoría de la justicia (1971) Rawls argumenta heurísticamente en fa-
vor de una reconciliación de los principios de libertad e igualdad a través de
la idea de la «justicia como equidad». Para la consecución de este fin, es
central su famoso acercamiento al aparentemente insuperable problema de
la justicia distributiva.
De forma medular a este esfuerzo corresponde realizar un recuento de
las circunstancias de la justicia —inspirado en David Hume—, y de una si-
tuación de elección justa —más cercana en espíritu a Kant— para las partes
enfrentadas a tales circunstancias y que se encuentren en la búsqueda de
principios de justicia que guíen su conducta. Dichas partes se enfrentan a
una escasez moderada y no son ni naturalmente altruistas ni puramente
egoístas: tienen fines que buscan promover. Rawls ofrece un modelo de una
situación de elección justa al interior de la cual las partes hipotéticamente
escogerían principios de justicia mutuamente aceptables. Bajo tales restric-
ciones, Rawls argumenta que las partes encontrarían particularmente atrac-
tivos sus principios de justicia favorecidos, superando a otras alternativas,
incluyendo la utilitarista y la liberal–libertaria.
La obra posterior de Rawls se centró en la cuestión de la estabilidad:
¿puede perdurar una sociedad que se base en los dos principios de la justi-
cia? Su respuesta a esta cuestión se encuentra en una colección de confe-
rencias titulada Liberalismo Político (1993). En Liberalismo político (1993)
Rawls introdujo la idea del consenso superpuesto —o acuerdo sobre la
justicia como equidad entre ciudadanos que pertenecen a distintas religiones
y visiones filosóficas (o concepciones del bien)—. Este texto asimismo intro-
dujo la idea de la razón pública —la razón común de todos los ciudadanos—.

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TEMA 17: La crisis de la razón clásica y las raíces de la


postmodernidad. La disolución del hegelianismo

La filosofía hegeliana ha sido el último intento conseguido de inter-


pretación global de la realidad natural y humana. A partir de la disolución
del hegelianismo, las interpretaciones de la realidad han sido divergentes
entre sí y no han podido agruparse en un paradigma único. Precisamente las
tres corrientes filosóficas dominantes en nuestro tiempo tienen su origen en
tres críticas distintas y divergentes del hegelianismo. En primer lugar, el po-
sitivismo con su rechazo de la abstracción y su apego a los hechos; en se-
gundo lugar, el marxismo que continúa y desarrolla el humanismo materia-
lista y ateo de Feuerbach; por último, la hermenéutica, uno de cuyos orí-
genes puede encontrarse en la defensa que el existencialismo de Søren
Kierkegaard [1813–1855, prolífico filósofo y teólogo danés del siglo XIX. Se
le considera el padre del Existencialismo, por hacer filosofía de la condi-
ción de la existencia humana, por centrar su filosofía en el individuo y la
subjetividad, en la libertad y la responsabilidad, en la desesperación y la an-
gustia, temas que retomarían Martin Heidegger y otros filósofos de siglo
XX. Criticó con dureza el hegelianismo de su época y lo que él llamó formali-
dades vacías de la Iglesia danesa. Gran parte de su obra trata de cuestio-
nes religiosas: la naturaleza de la fe, la institución de la Iglesia cristiana, la
ética cristiana y las emociones y sentimientos que experimentan los indivi-
duos al enfrentarse a las elecciones que plantea la vida.
Sus ideas más conocidas son la «subjetividad» y el «salto de fe». El
salto de fe es su concepción de cómo un individuo cree en Dios, o cómo una
persona actúa en el amor. No es una decisión racional, ya que trasciende la
racionalidad en favor de algo más extraordinario: la fe. Además consideraba
que tener fe era al mismo tiempo tener dudas. Así, por ejemplo, para tener
verdadera fe en Dios, uno también tendría que dudar de su existencia; la
duda es la parte racional del pensamiento de la persona, sin ella la fe no
tendría una sustancia real. La duda es un elemento esencial de la fe, un
fundamento. Dicho de otro modo, creer o tener fe en que Dios existe sin
haber dudado nunca de tal existencia no sería una fe que mereciera la pena
tener. Por ejemplo, no requiere fe el creer que un lápiz o una mesa existen,
puesto que uno los puede ver y tocar. Del mismo modo, creer o tener fe en
Dios es saber que no hay un acceso perceptual ni de ningún otro tipo a él, y
aun así tener fe.
Con respecto a la «subjetividad» Kierkegaard también resaltó la im-
portancia del yo, así como la relación entre el yo y el mundo, fundamentado
en la reflexión y la introspección del yo. Argumentó en Apostilla conclusiva
no científica a las «Migajas filosóficas» (1844) que «subjetividad es verdad»
y «verdad es subjetividad». Esto tiene que ver con la distinción entre lo que
es objetivamente cierto y la relación subjetiva de un individuo (como la indi-
ferencia o el compromiso) con esa verdad. La gente que en algún sentido
cree las mismas cosas, puede tener relaciones bastante distintas con esas
creencias. Dos individuos pueden creer que hay mucha gente pobre que ne-

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cesita ayuda, pero puede que este conocimiento sólo lleve a uno de ellos a
ayudar a los pobres.
En cualquier caso, Kierkegaard discute principalmente la subjetividad en
relación con los asuntos religiosos. Como ya se ha mencionado, argumenta
que la duda es un elemento de la fe y que es imposible conseguir ninguna
certeza objetiva acerca de doctrinas religiosas tales como la existencia de
Dios o la vida de Jesucristo. Lo máximo que uno puede esperar sería la con-
clusión de que es probable que las doctrinas religiosas sean ciertas, pero si
una persona creyera estas doctrinas sólo en el grado en que es probable
que sean ciertas, él o ella en absoluto sería verdaderamente religioso. La fe
consiste en la relación subjetiva de total compromiso con tales doctrinas.
Como se ha mencionado anteriormente, Kierkegaard mantuvo, en los
últimos años de su vida, un ataque continuado contra todo lo relacionado
con el cristianismo, o la cristiandad como entidad política. En el siglo XIX, la
mayoría de daneses ciudadanos de Dinamarca eran necesariamente miem-
bros de la Iglesia del Pueblo Danés. Kierkegaard sintió que este estado con-
fesional era inaceptable y pervertía el verdadero significado de la cristian-
dad. Los tres puntos principales de su ataque incluían: 1) las congregacio-
nes de la Iglesia no tienen sentido: la idea de las congregaciones hace que
los individuos sean como niños, ya que los cristianos son reacios a tomar la
iniciativa a la hora de asumir la responsabilidad de su propia relación con
Dios. Kiekegaard resaltó que «el cristianismo es el individuo, aquí, el propio
individuo»; 2) el cristianismo se había secularizado y politizado: Puesto que
la iglesia estaba controlada por el estado, Kierkegaard creyó que la misión
burocrática del estado era aumentar el número de miembros y supervisar el
bienestar de éstos. Más miembros significaría más poder para el clero: un
ideal corrupto. Esta misión parecería contraria a la verdadera doctrina cris-
tiana, que destaca la importancia del individuo, no del conjunto; y 3) el cris-
tianismo se convierte en una religión vacía: de esta manera, la estructura
de estado confesional es ofensiva y perjudicial para los individuos, puesto
que cada uno de ellos se ha convertido en «cristiano» sin saber lo que ello
significa. También es perjudicial para la propia religión, puesto que reduce el
cristianismo a una tradición de moda a la que se adhieren «creyentes» que
no creen.
Atacando la incompetencia y la corrupción de la iglesia cristiana, Kier-
kegaard parece anticiparse a filósofos como Nietzsche (1844–1900), el
cual continuará criticando esta religión.
Dos de los críticos de Kierkegaard más conocidos del siglo XX son
Theodor Adorno (1903–1969) y Emmanuel Lévinas (1906–1995). Filóso-
fos ateos como Jean–Paul Sartre (1905–1980) y agnósticos como Martin
Heidegger (1889–1976) apoyaron en términos generales los puntos de vis-
ta de Kierkegaard, aunque criticaron y rechazaron sus opiniones religiosas.
Las obras de Kierkegaard no estuvieron ampliamente disponibles hasta
varias décadas después de su muerte. En los años inmediatamente posterio-
res a ésta, la Iglesia del Pueblo Danés, una institución de gran importancia
en aquella época, rechazó su obra e instó a otros daneses a hacer lo mismo.
Además, la oscuridad de la lengua danesa, en comparación con el alemán,

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el francés y el inglés, hizo casi imposible que Kierkegaard tuviera lectores no


daneses.
El primer académico que prestó atención a Kierkegaard fue su compa-
triota Georges Brandes (1842−1827, filósofo, crítico literario, ensayista y
periodista danés muy influyente en la literatura escandinava entre 1870 y
principios del siglo XX), quien publicó en alemán y en danés. Brandes dio las
primeras conferencias sobre Kierkegaard y ayudó a que el resto de Europa
conociese al filósofo. En 1877 Brandes publicó el primer libro sobre la filoso-
fía y la vida de Kierkegaard. Muchos filósofos y teólogos del siglo XX tomaron
muchos conceptos de Kierkegaard, incluyendo las nociones de angustia, de-
sesperación y la importancia del individuo. Su fama como filósofo creció
enormemente en los años 30, en gran parte debido a que el ascendente
movimiento existencialista le señalaba como precursor, aunque hoy en día
es considerado un importante e influyente pensador por derecho propio.45
Kierkegaard es conmemorado como profesor en el Calendario de los Santos
de la Iglesia Luterana, el día 11 de noviembre. La razón de su influencia
queda bien expresada en las palabras del filósofo Karl Theodor Jaspers
(1883–1969, psiquiatra alemán y filósofo, tuvo una fuerte influencia en la
teología, en la psiquiatría y en la filosofía moderna): «tal vez todo aquel que
no se abre a Kierkegaard […] permanece hoy pobre e inconsciente»] hizo
del individuo frente a su totalización por el Absoluto. En este sentido la filo-
sofía contemporánea en todas sus vertientes será fundamentalmente anti-
hegellana, en tanto que ha surgido como reacción crítica frente a la aspira-
ción totalizadora de Hegel. Esta interpretación basada en Karl Löwith
(1897–1973) no es la única que parte de Hegel al elaborar la genealogía de
la filosofía moderna. J. Habermas en sus análisis del «discurso filosófico de
lo moderno», distingue entre un hegelianismo de izquierdas, que a tra-
vés del marxismo habría llegado hasta nuestros días dando lugar a un pen-
samiento emancipatorlo, y un hegelianismo de derechas que a través de
Nietzsche habría producido un pensamiento antimoderno en filósofos
denominados por Habermas jóvenes conservadores como Foucault o De-
rrida. No entrando por ahora en esta polémica distinción habermasiana, nos
limitados a registrar aquí el punto de partida hegeliano de ambas corrientes
filosóficas: 1) la moderna y emancipadora y 2) la antimoderna y conserva-
dora.
En un cierto sentido, Auguste Comte [1878–1857, filósofo y sociólogo
francés, se le considera el creador del positivismo y uno de los padres fun-
dadores de la sociología, junto con Max Weber y Karl Marx.
La filosofía de Comte se encuentra con la revuelta moderna contra los
antiguos que inició Francis Bacon (1561−1626) y consistió, a grandes ras-
gos, en la asunción de la razón y la ciencia como únicas guías de la humani-
dad capaces de instaurar el orden social sin apelar a lo que él considera os-
curantismos teológicos o metafísicos. La evidente intención de reforma so-
cial de su filosofía (la de Compte) le llevó a una postura conservadora y
contrarrevolucionaria en claro enfrentamiento con las propuestas ilustra-
das de Voltaire y Rousseau. Tomando como trasfondo la Revolución fran-
cesa (1789−1799), Comte acusa a estos dos autores de generar utopías

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metafísicas irresponsables e incapaces de otorgar un orden social y mo-


ral a la humanidad. La idea básica de Comte era que todas las ciencias for-
maban una jerarquía, de manera que cada eslabón dependía del anterior de
acuerdo a la complejidad de los fenómenos estudiados. En la base estaban
las matemáticas, seguida de la mecánica, la física, la química, la biología y
por último, encabezando la pirámide de las ciencias se encontraba la Ciencia
de la Sociedad; la Sociología. Comte vio en esta ciencia las respuestas a
los problemas del hombre y la sociedad. La exaltación de la Sociología le lle-
vó a considerarla prácticamente como una nueva religión laica de la hu-
manidad formándose así el positivismo.
Los problemas sociales y morales han de ser analizados desde una
perspectiva científica positiva que se fundamente en la observación em-
pírica de los fenómenos y que permita descubrir y explicar el comportamien-
to de las cosas en términos de leyes universales susceptibles de ser utili-
zadas en provecho de la humanidad. Comte afirma que sólo la ciencia posi-
tiva o positivismo podrá hallar las leyes que gobiernan no sólo la naturale-
za, sino nuestra propia historia social, entendida como la sucesión y el
progreso de determinados momentos históricos llamados estados sociales.
La Filosofía positiva como tipo de conocimiento propio del último de los
tres estados de la sociedad según la ley de los tres estados, se define por
oposición a la filosofía negativa y crítica de Rousseau y Voltaire, postura
a la que Comte atribuye los males de la anarquía y la inseguridad social que
caracterizan al período post–revolucionario. El término positivo hace re-
ferencia a lo real, es decir, lo fenoménico dado al sujeto. Lo real se opone a
todo tipo de esencialismo, desechando la búsqueda de propiedades ocul-
tas, características de los dos primeros estados. Lo positivo tiene como ca-
racterísticas el ser útil, cierto, preciso, constructivo y relativo —no relativis-
ta— en el sentido de no aceptar ningún determinismo absoluto a priori.
Se podría afirmar también que la filosofía positivista lo que hace es ba-
sar su conocimiento en lo positivo, o sea en lo real, dejando a un lado las
teorías abstractas como la del fenomenalismo kantiano, al considerarlas co-
mo metafísicas.
Comte plantea tres estados del conocimiento humano: 1) un estado
teológico; 2) un estado metafísico (concreto / abstracto); y 3) un estado
positivo, el más deseado y al que en teoría deberían tender los dos anterio-
res, ya que basa el logro del conocimiento en la razón aplicada.
En fin, lo que busca la Filosofía positiva de Augusto Comte es una reor-
ganización social, política y económica en el contexto de la Revolución in-
dustrial.
La idea de una ciencia especial centrada en lo social —la «sociolo-
gía»— fue prominente en el siglo XIX y no únicamente para Comte. La am-
bición —algunos dirían grandiosidad— con la que Comte la concibió fue, sin
embargo, extraordinaria. Comte vio esta nueva ciencia, la sociología, como
la última y la más grande de todas las ciencias, una ciencia que, incluiría to-
das las ciencias las cuales integrarían y relacionarían sus hallazgos en un
todo cohesionado.], Karl Marx y Søren Kierkegaard son los primeros crí-
ticos de una razón clásica que había llegado con Hegel a su máximo des-

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pliegue. Especialmente Marx y Kierkegaard no sólo han criticado el as-


pecto teórico–filosófico de dicha razón clásica, sino también su fijación insti-
tucional en un mundo económico dominado por el fetichismo de la mer-
cancía, en un mundo político dominado por el Estado capitalista, y en un
mundo religioso dominado por las Iglesias cristianas. Las primeras apo-
rías de la modernización capitalista —sujeción y explotación de los indivi-
duos, aspecto ideológico de los lemas ilustrados de libertad, igualdad y fra-
ternidad, sumisión de los sentimientos y los sentidos al dominio despótico
de la razón, igualitarismo nivelador de las diferencias por los mecanismos
económicos y sociales— fueron, pues, puestas de relieve por estos primeros
críticos de la modernidad. Pero en cierta manera y por otra parte, tanto el
cristianismo como el marxismo están profundamente enraizados en el pen-
samiento moderno. Precisamente la primera modernidad que surgió en la
historia fue la cristiana, que se oponía a la antigüedad greco–romana y
también se encuentran bajo el signo del cristianismo, no sólo el Renaci-
miento y la Ilustración sino también períodos que se llamaron a sí mismos
modernos en la Edad Media, como la época carolingia o el siglo XIV. Por su
parte el marxismo también se encuentra inserto profundamente en la mo-
dernidad, cuyos ideales, no realizados por la burguesía y abandonados
cuando ésta pasa de ser progresista a ser decadente y reaccionaria, preten-
de llevar a cabo realmente.
En cierto sentido podemos ver en Nietzsche y en Freud aquellos pen-
sadores cuyos análisis ponen en entredicho las cuatro piezas esenciales de
la metafísica occidental en que se asentaba la razón clásica: 1) la noción de
realidad, 2) la noción de sujeto, 3) la voluntad de verdad, y 4) sobre to-
do la noción de totalidad.
Tanto Nietzsche (1844−1900) como Freud (1856−1939), como antes
Marx (1818−1883), descubren que el yo y su razón dependen de fuerzas
irracionales que escapan a la consciencia. El poder de los instintos, la vo-
luntad de poder y la ideología son elementos inconscientes irracionales que
determinan el yo consciente y están a la base de la razón. Para Freud el su-
jeto no es autotransparente sino sometido a la opacidad de los instintos por
un lado y de las exigencias, también inconscientes, de un super–yo sede
de un modelo ideal del yo de origen ideológico, generado por la educación y
el proceso de socialización. El sujeto es múltiple y se encuentra escindido
en una pluralidad de instancias: ello, yo y super–yo. Es el punto de en-
cuentro en que numerosas determinaciones, tanto exteriores como interio-
res, tanto sociales como instintivas, entran en conflicto. El yo es un resulta-
do siempre precario de estos conflictos libidinales. Es un compromiso ines-
table entre las diversas fuerzas enfrentadas. Esto hace que el sujeto no se
pueda concebir por más tiempo como algo originario, sino que debe ser en-
tendido como un producto, como un residuo de elementos pre y suprasub-
jetivos. El sujeto es más un escenario conflictivo que el autor de un drama.
Es un sujeto descentrado, excéntrico, socavado por un deseo inconsciente.
El deseo como libido es la fuerza que da origen por sublimación a la razón
a la que acompaña siempre interfiriendo a través de los síntomas su activi-
dad. El sujeto nunca puede asumir completamente sus elementos incons-

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cientes y, en ese sentido, nunca puede llegar a ser una totalidad plena, uni-
taria y transparente, sino que queda convertido en una multiplicidad irre-
ductible a una unidad. La cultura entendida como «protección del hombre
contra la naturaleza» y la «regulación de las relaciones interhumanas», su-
pone siempre una represión y una sublimación de los instintos, y no es el
producto de una razón descarnada (Cfr. S. Freud, El malestar en la cultura,
1933).
Por su parte Nietzsche (1844–1900) plantea el sentido de toda su obra
filosófica como una «inversión del platonismo» y en este sentido, como
una pretensión de ir más allá de la razón clásica, cuya afirmación funda-
mental es la escisión entre un mundo suprasensible y un mundo sensible,
copia del primero. La crítica inversora del platonismo no sustituye simple-
mente el mundo suprasensible por el sensible, lo que sería un mero positi-
vismo pronto abandonado por Nietzsche, sino un eliminar con la distinción
ambos mundos: «Hemos suprimido el mundo verdadero; ¿qué mundo ha
quedado? ¿acaso el aparencial?... ¡En absoluto! ¡Al suprimir el mundo ver-
dadero, hemos suprimido también el aparencial!» (El crepúsculo de los ído-
los). Al basarse esta distinción en una forma de valorar, el hundimiento de
dicha separación da lugar a un momento culminante de la humanidad, que
no se limita a una simple sustitución de un valor por otro, sino que implica
el surgimiento de una nueva forma de valorar: la transmutación de todos
los valores. La postura metafísica de Nietzsche intenta ser una respuesta
por un lado, y una conclusión por otro, a la historia de la metafísica occiden-
tal entendida por él como el desarrollo del nihilismo; Nietzsche pretende
desplegar hasta sus últimas consecuencias lo que significa la muerte de
Dios. Esta frase alude al hecho de que lo suprasensible, la esfera de los va-
lores ideales, carece ya de fuerza aparente, no da sentido por más tiempo.
La muerte de Dios (Cfr. El anticristo, 1888) supone que el hombre europeo
ha perdido el norte, ya no sabe hacia dónde moverse, ya no tiene sentidos
de referencia, ya no tiene ni arriba ni abajo y por ello vaga a través de una
nada Infinita, en un espacio vacío, en una noche fría y sin fin (Cfr. «El hom-
bre loco», Ø 125 de La Gaya Ciencia). La muerte de Dios ha dado lugar al
nihilismo, al dominio progresivo de la nada sobre la tierra, que ha surgido
necesariamente como consecuencia de la Ilustración. El nihilismo «significa
que se desvalorizan los valores más altos. Falta la meta, falta la respuesta al
¿por qué?» (La voluntad de poder, Ø 23). La muerte de Dios es, pues, otra
forma de tomar conciencia del nihilismo. El nihilismo es ambiguo: puede ser
activo, si se entiende como «signo de aumento de poder del espíritu», y
puede ser pasivo, si consiste en «la decadencia y merma del poder del es-
píritu» (Voluntad de poder Ø 25).
Gilles Deleuze (1925–1995) relaciona las distintas formas de entender
la muerte de Dios, según las diferentes formas del nihilismo. Desde el punto
de vista del nihilismo negativo, es decir desde el pensamiento judeo–
cristiano, la muerte de Dios supone por un lado que el Dios judío da muer-
te a su Hijo para independizarlo de sí mismo y del pueblo judío; por otro
puede entenderse como la muerte del Padre y el surgimiento del Hijo como
un Dios, o por último puede dar lugar al cristianismo tal como lo construyó

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Pablo de Tarso (San Pablo, 5 d. C. – 67 d. C.), según el cual, el Hijo de


Dios muere por nosotros, muere por nuestros pecados. Desde el punto de
vista del nihilismo reactivo, la muerte de Dios da lugar a la deificación —
endiosamiento— del hombre, a través de un ateísmo reactivo que reviste
al hombre con los atributos de Dios (Feuerbach). Este proceso es el de la
secularización del cristianismo que ha dado lugar al mundo moderno, a
la democracia y al socialismo. Por último desde el punto de vista del nihi-
lismo pasivo, la muerte de Dios es sinónimo del cansancio y del fin de la
civilización, que Nietzsche denomina «budismo». Frente a estos nihilismos
incompletos Nietzsche sitúa su filosofía como el nihilismo completo, lo que
permite a Heidegger colocarlo como el fin y el culmen de la metafísica oc-
cidental, aunque vislumbre un tipo de pensamiento que vaya más allá de
dicha metafísica. Según Heidegger, Nietzsche con su teoría de la voluntad
de poder y del eterno retorno, plantea de nuevo la clásica teoría metafísica
de la distinción entre la essentia y la existentia, la esencia del ente es la
voluntad de poder y lo que retorna eternamente son los propios entes. Con
esto Nietzsche culmina el proceso de subjetivación del ser del ente que
abrió con Descartes (1596−1650) la metafísica moderna, la cual concibe el
ser de lo existente a partir de la voluntad. En este sentido la concepción del
ser de los entes como valor, como producto de la voluntad de poder, perte-
nece todavía al espacio conceptual propio de la metafísica occidental. Este-
mos o no de acuerdo en este punto con Heidegger, lo que sí hay que reco-
nocer es que, a pesar de todo, la crítica de Nietzsche a la razón moderna
es fundamental y abre el camino a una concepción de la racionalidad que
vaya más allá de la modernidad.

1. CRISIS Y CRÍTICA DE LA RAZÓN A COMIENZOS DE SIGLO

A comienzos del siglo XX surge una fuerte reacción contra el siglo ante-
rior concebido como la etapa moderna por excelencia. Una nueva forma de
sensibilidad social, cultural y artística se difunde por Europa, dando lugar a
un fenómeno complejo en el que se mezclan diversos hechos de origen dis-
tinto. Por un lado, en el ámbito de la lógica, las matemáticas y la física se
produce una crisis de fundamentos que hace tambalear estas ciencias,
que constituían la base científica de la modernidad. El descubrimiento de las
paradojas lógicas y matemáticas, las dificultades para llevar a cabo una
axiomatizaclón completa y consistente de las matemáticas, cuya imposibili-
dad demostró Kurt Friedrich Gödel [1906–1978, lógico, matemático y filó-
sofo austriaco–estadounidense. Reconocido como uno de los más importan-
tes lógicos de todos los tiempos, el trabajo de Gödel ha tenido un impacto
inmenso en el pensamiento científico y filosófico del siglo XX. Gödel, al igual
que otros pensadores como Gottlob Frege, Bertrand Russell, A. N. Whi-
tehead y David Hilbert intentó emplear la lógica y la teoría de conjuntos
para comprender los fundamentos de la matemática. A Gödel se le conoce
mejor por sus dos teoremas de la incompletitud, publicados en 1931 a
los 25 años de edad, un año después de finalizar su doctorado en la Univer-
sidad de Viena, y por su «Teoría sobre el universo construible».

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En 1931 Gödel publicó sus célebres teoremas de la incompletud en So-


bre proposiciones formalmente indecidibles de Principia Mathematica y sis-
temas relacionados. En dicho artículo demostró que para todo sistema
axiomático computable que sea lo suficientemente poderoso como para des-
cribir la aritmética de los números naturales, entonces: 1) si el sistema es
coherente —en lógica formal un sistema es coherente o consistente si no
contiene ninguna contradicción—, entonces no puede ser completo —se
dice que un sistema lógico es semánticamente completo cuando todas las
fórmulas lógicamente válidas —todas las verdades lógicas— del sistema son
además teoremas del sistema. Es decir, cuando el conjunto de las verdades
lógicas del sistema es un subconjunto del conjunto de teoremas. A esto ge-
neralmente se le conoce como el teorema de la incompletud; y 2) la con-
sistencia de los axiomas no puede demostrarse en el interior del sistema.
Estos teoremas finalizaron medio siglo de intentos académicos por en-
contrar un conjunto de axiomas suficiente para toda la matemática. El teo-
rema de la incompletud implica también que no toda la matemática es
computable. La idea básica del teorema de la incompletud es más bien sim-
ple. Esencialmente Gödel construyó una fórmula que asegura ser no–
demostrable para cierto sistema formal. Si fuera demostrable sería falsa, lo
cual contradice el hecho de que en un sistema consistente las proposiciones
demostrables son siempre verdaderas. De modo que siempre habrá por lo
menos una proposición verdadera pero no demostrable. Esto es, para todo
conjunto de axiomas de la aritmética construible por el hombre existe una
fórmula la cual se obtiene de la aritmética pero es indemostrable en ese
sistema.
En cuanto a la «Teoría sobre el universo construible», en teoría de
conjuntos el «universo constructible», también denominado jerarquía
constructible o universo constructible de Gödel, y que se denota por L, es
una clase de conjuntos que pueden ser descritos en términos de «con-
juntos más simples», los llamados «conjuntos constructibles». La no-
ción de conjunto constructible se define de forma recursiva, dividiendo el
proceso en pasos numerados por números ordinales. El universo constructi-
ble es un modelo de la teoría de conjuntos estándar ZF en el que tanto el
«axioma de elección» como la «hipótesis del continuo generalizada»
son ciertos, probando que ambas proposiciones son consistentes con dicha
teoría. Sin embargo, el «axioma de constructibilidad», que afirma que
todo conjunto es constructible, es independiente de los axiomas de ZF] en
los años treinta, las consecuencias que la Teoría de la relatividad de Al-
bert Einstein (1978–1955), —Relatividad restringida de 1905 y Relatitivi-
dad General de 1915— tenía en la concepción de conceptos físicos claves,
como los de espacio, tiempo, masa, velocidad, simultaneidad, el indetermi-
nismo esencial de la mecánica cuántica, etc., producen un replanteamien-
to general de las ciencias básicas de la modernidad, que no puede por
menos de poner en crisis la razón moderna solidaria con una concepción
newtoniana de la físíca y una concepción leibniziana de la lógica y las mate-
máticas. Los sueños formalistas y deterministas se vienen abajo [Laplace y
la «Teoría del calculador divino» de su Tratado de mecánica celeste, que

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escribió entre 1799 y 1825]. La realidad física aparece como una realidad
azarosa sobre la que las teorías científicas sólo pueden arrojar redes más o
menos complejas, pero cuya representación exhaustiva y determinista se
muestra como imposible. Por otra parte la lógica y la matemática se mues-
tran como ciencias siempre abiertas, cuya axiomatizaclón y fundamentación
completa es imposible (Gödel).
Por otra parte el análisis del proceso de racionalización que había da-
do lugar a la modernidad, por parte de Max Weber (1864–1920), Werner
Sombart (1863–1941) y Georg Simmel (1858–1918) entre otros, daba
lugar a una conclusión pesimista que veía el mundo moderno como un mun-
do irremediablemente escindido, en el que los aspectos teóricos, prácticos y
expresivos del hombre no podían ser reconciliados entre sí, y en el que un
politeísmo de valores era ineliminable. El desencantamiento del mundo,
producto de la secularización de los valores cristianos, había dado lugar a un
proceso de racionalización, no sólo en la economía y el derecho sino tam-
bién en la vida cotidiana, que llevaba aparejada inexorablemente una buro-
cratización creciente de la sociedad, de la vida, cuya denuncia literaria
es posible percibir en obras como la de Kafka [1883−1924, escritor pra-
guense de origen judío que escribió su obra en alemán. Su obra está consi-
derada como una de las más influyentes de la literatura universal5 6 y está
llena de temas y arquetipos sobre la alienación, la brutalidad física y psico-
lógica, los conflictos entre padres e hijos, personajes en aventuras terrorífi-
cas, laberintos de burocracia, y transformaciones místicas. Una de sus nove-
las más conocidas es La metamorfosis (Die Verwandlung, 1915), que narra
la historia de Gregor Samsa, un comerciante de telas que vive con su fami-
lia a la que él mantiene con su sueldo, quien un día amanece convertido en
un enorme insecto, aparentemente, un escarabajo, aunque no se identifica
claramente en el texto]. La vida moderna, desprovista de sentido por sí
misma, sólo tiene el que cada individuo le otorga y esto lleva a una plurali-
dad irreconciliable, a una «eterna lucha entre dioses», entre los cuales
hay que optar de manera que al servir a uno ofendemos a otro. La especiali-
zación de la ciencia produce que el sentido global de la vida y la realidad no
se puede obtener ya de ella y el deterioro y abandono de las concepciones
religiosas en el mundo moderno desprovee de valores a dicho mundo. El
sentido, siempre limitado y precario, queda reducido al ámbito de la vida
privada y de las relaciones inmediatas de los individuos entre sí.
El rechazo de la sensibilidad moderna propia del siglo XIX, se puede cap-
tar perfectamente en las «Confesiones de El Espectador» que Ortega y
Gasset (1883–1955) escribió en 1916. En ellas y frente a un siglo XIX domi-
nado por el pragmatismo y la utilidad, y en ese sentido por la política en
tanto que pensar utilitario, se postula «frente a una cultura de medios una
cultura de postrimerías», entendida como un tipo de pensamiento puro e
inútil, teórico. Este punto de vista, en consonancia con los análisis de We-
ber anteriores, es necesariamente individual y perspectivista, y se con-
fiesa «nada moderno y muy del siglo XX». Ortega reprocha al siglo pasa-
do sus pretensiones progresistas y de modernidad, que le llevan a no acep-
tar que el progreso vaya más allá de él y que sus concepciones dejen de ser

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modernas. El pensamiento de Ortega, con su crítica a la modernidad en to-


dos los planos, cultural, filosófico, económico, político y artístico y con su
reivindicación de una filosofía atenta a la vida que rompa con el idealismo y
el racionalismo estrecho y abstracto, se puede entender como postmo-
derno. En este sentido la versión neoconservadora, antimoderna, de la
postmodernidad actual puede encontrar en Ortega uno de sus anteceden-
tes. Igual sucede con J. Habermas (n. 1929), Ludwig Klages [1873–
1956, filósofo alemán, mantiene una concepción metafísica en la que sostie-
ne la «primacía del alma» sobre el espíritu, considerando que los valores
de la vida anímica —sentimientos y afectos; mitos y expresiones religiosas y
artísticas— están por encima de los valores elaborados por el «espíritu» —
conceptos, ideas, teorías científicas y valores objetivos—] y otros exponen-
tes de la crítica cultural antimoderna de principios de siglo. El hecho de
las masas, la barbarie de la especialización, el surgimiento del hombre ma-
sa, el predominio de la técnica visible en el industrialismo, la deshumaniza-
ción del arte, la aparición de un arte de masas, el ascenso de la cultura ma-
quinista y su integración con el aparato económico, el creciente automatis-
mo de la vida, el pensamiento exacto de las ciencias físicas, el surgimiento
del proletariado como agente histórico, etc., son elementos de la moderni-
dad criticados simultáneamente por Oswald Spengler [1880–1936, filósofo
e historiador alemán, conocido principalmente por su obra La decadencia de
Occidente de 1918; primer volumen, y 1923, segundo volumen. En ella pre-
tendía llevar a cabo un estudio de las formas subyacentes a los aconteci-
mientos concretos, de la macroestructura dentro de la cual fluyen todos
los acontecimientos históricos particulares. Spengler presentaba la historia
universal como un conjunto de culturas —Antigua o Apolínea, Egipcia,
India, Babilónica, China, Mágica, Occidental o Fáustica— que se desarrolla-
ban independientemente unas de otras —como cuerpos individuales— pa-
sando a través de un ciclo vital compuesto por cuatro etapas: Juventud,
Crecimiento, Florecimiento y Decadencia, como el ciclo vital de un ser vivo,
que tiene un comienzo y un fin determinados. Además, cada una de las eta-
pas que conformaban el ciclo vital de una cultura presentaba, según el es-
quema spengleriano, una serie de rasgos distintivos que se manifestaban
en todas las culturas por igual enmarcando los acontecimientos particulares.
Con base en este esquema y aplicando un método que él llamó la «morfolo-
gía comparativa de las culturas», Spengler proclamó que la cultura Occi-
dental se encontraba en su etapa final, es decir, la decadencia y afirmó
que era posible predecir los hechos por venir en la historia del occidente.
Spengler, gran experto en la filosofía de Heráclito, basa su idea del
«isomorfismo» —misma forma— en los estudios naturalistas de Goethe.
A partir de ellos concibe un orden natural intrínseco a cualquier sistema
dado, orden que debe cumplir obligatoriamente a lo largo de su desarrollo y
manifestación. Como este orden o forma es generalizable a todos los niveles
de la realidad, la cumplen desde las plantas en su crecimiento hasta las civi-
lizaciones, pasando por el Cosmos mismo. Es así como acuña el concepto de
«isomorfismo» aplicado al ámbito de la realidad social y la Historia.

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Como conclusión a su estudio de Heráclito, Spengler sostiene que la


vida humana y la historia de la humanidad son una lucha constante entre
la estabilidad y la movilidad, entre estados y procesos], J. Habermas, Orte-
ga, Klages y otros, que dan una respuesta elitista y aristocratizante a los
problemas reales planteados por la extensión de la modernidad por toda Eu-
ropa y América.

2. LA CRISIS DE LA RAZÓN HOY

Las consecuencias negativas de la modernidad se hacen cada vez más


palpables, especialmente después de la Segunda Guerra Mundial; la crisis
de la razón clásica se acelera y su denuncia es el objetivo de los autores en-
cuadrados en la Escuela de Frankfurt, especialmente T. Adorno, M.
Horkheimer, H. Marcuse y W. Benjamin (1892–1940). «Acerca del carácter
afirmativo de la cultura» de Marcuse, La Dialéctica de la Ilustración (1944),
de Adorno y Horkhelmer, Las tesis sobre el concepto de historia de Benja-
mín (publicada póstumamente en 1959) y La Crítica de la razón instrumen-
tal (1967) de Horkheimer, denuncian el progresismo de la razón moderna;
su sumisión al cientificismo; el haberse convertido en un instrumento de
dominación no sólo de la naturaleza sino también de los seres humanos; el
haber renunciado a la crítica sobre los valores y los fines últimos y aceptar
su reducción a un puro instrumento, a un puro medio al servicio de fines
dados y no discutidos; su relación intrínseca con una noción de tiempo li-
neal, continuo y progresista, propia del historicismo; el ser una razón afir-
mativa y positivista que ha olvidado el valor destructivo y negativo de la
dialéctica, lo que la convierte en una lógica de la identidad; el haber olvida-
do y reprimido los sentidos y los sentimientos en aras de un productivismo
ciego; el convertirse, en resumen, en una mera racionalidad local pues-
ta al servicio de una irracionalidad global. La crítica de la razón clásica
llevada a cabo por la Escuela de Frankfurt ha planteado una serie de
cuestiones que en los años setenta y ochenta han retomado los grandes crí-
ticos postmodernos de dicha razón, procedentes fundamentalmente del es-
tructuralismo y de la hermenéutica heideggerlana, y que han planteado en
los ámbitos franceses e italianos algunas críticas realizadas en el mundo
alemán por la primera generación de frankfurtianos.
En nuestros días la crisis de la razón clásica en sus aspectos tanto teóri-
cos como prácticos es notoria: la noción de razón como estructura natural,
necesaria y apriórica ya no es sostenible. La razón clásica se presentaba
como un programa homogeneizador de las diferencias, como la racionaliza-
ción absoluta de todo lo real, como un esfuerzo disciplinador de todas las
resistencias; en resumen, como un programa globalizador y armoniza-
dor de los diferentes ámbitos de la experiencia humana, como «un intento
de resolver en un orden racional–burgués la experiencia toda del hombre
moderno». Dicho proyecto global no tenía lugar sólo en el ámbito de las
ciencias o de la filosofía, sino que abarcaba la política, la economía y la so-
ciedad. El establecimiento de un mecanismo de poder–saber dominante a
nivel mundial, a través de una serie de mecanismos disciplinantes como la

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fábrica, la escuela, el cuartel, el hospital, el manicomio, la prisión, etc., es-


taba ligado indisolublemente al proyecto de la razón moderna, que sin em-
bargo se enfrenta como hemos visto a la irremediable escisión de los ámbi-
tos teórico–cognoscitivos, prácticos —éticos y políticos— y expresivo–
artísticos, analizados por Weber. El poder–saber moderno no es un me-
canismo puramente negativo y represor, sino al contrario un mecanismo
que encierra y promueve la vida dentro de los cauces preestablecidos. Es un
poder disciplinante que se prolonga en un poder pastoral atento al cuidado
de los individuos particulares y al control de sus conciencias mediante un
saber individualizado e individualizador. Esta razón moderna se ve do-
blada de un discurso político en el que los ideales de igualdad, libertad y fra-
ternidad son proclamados en las leyes e imposibilitados por los reglamentos
que desarrollan dichas leyes. La mayor libertad está ligada a la mayor suje-
ción; la igualdad legal esconde una pluralidad creciente de desigualdad y
discriminación; la fraternidad oculta la sumisión y la explotación. La crisis de
esta razón clásica, moderna —se podía distinguir entre estos dos sentidos
de la razón pero no es ahora el momento, digamos sólo que la época clásica
abarcaría desde el Renacimiento al siglo XIX y que éste sería el siglo mo-
derno por antonomasia—, nos lleva al reconocimiento de una pluralidad de
modos de la razón o de usos de la misma que rompen el intento globali-
zador y armonizador latente en dicha razón moderna.
Nuevas prácticas vitales y nuevas formas de saber desarrolladas por
movimientos sociales nuevos, portadores de nuevas necesidades y nuevas
experiencias, han roto el corsé de la razón moderna, y han dado lugar a un
empleo de la razón plural y limitado, a una serie de micro–racionalidades
que no se dejan reducir a una macro–racionalidad una y global. La racio-
nalidad que surge de la crisis de la razón moderna es plural y múltiple, es
rizomática —Rizoma es un concepto filosófico desarrollado por Gilles De-
leuze y Félix Guattari en su proyecto Capitalismo y Esquizofrenia (1972,
1980). Es lo que Deleuze llama una «imagen de pensamiento», basada en el
rizoma botánico, que aprehende las multiplicidades. En la teoría filosófica de
Gilles Deleuze y Félix Guattari, un rizoma es un modelo descriptivo o epis-
temológico en el que la organización de los elementos no sigue líneas de
subordinación jerárquica con una base o raíz dando origen a múltiples ra-
mas, de acuerdo al conocido modelo del árbol de Porfirio —el Árbol de Porfi-
rio (en latín: Arbor Porphyriana) ilustra la clasificación que el filósofo neopla-
tónico Porfirio (232–304, filósofo neoplatónico griego discípulo de Plotino
(205−270). A él le debemos la sistematización y publicación de la obra de
Plotino —Enéadas— y su biografía) dio a las substancias. En este árbol ta-
xonómico, los conceptos van de lo universal a lo particular y con él se inició
el nominalismo que se podría decir que es el antecedente de las modernas
clasificaciones taxonómicas—, sino que cualquier elemento puede afectar o
incidir en cualquier otro (Deleuze & Guattari 1972). En un modelo arbóreo o
jerárquico tradicional de organización del conocimiento —como las taxono-
mías y clasificaciones de las ciencias generalmente empleadas— lo que se
afirma de los elementos de mayor nivel es necesariamente verdadero de los
elementos subordinados, pero no a la inversa. En un modelo rizomático,

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cualquier predicado afirmado de un elemento puede incidir en la concepción


de otros elementos de la estructura, sin importar su posición recíproca. El
rizoma carece, por lo tanto, de centro, un rasgo que lo ha hecho de particu-
lar interés en la filosofía de la ciencia y de la sociedad, la semiótica y la teo-
ría de la comunicación contemporáneas— más que arbórea; es una deriva;
un viaje en el que hay que improvisar e inventar a cada momento; es una
puesta en cuestión de todo fundamento fuerte y definitivo, de todo procedi-
miento universal y garantizado; actúa basándose en indicios por abducción,
saltando de unos hechos particulares a otros sin pasar por una ley general;
está ligada esencialmente a las prácticas y las experiencias concretas de sus
agentes y usuarios y no viene impuesta desde fuera por expertos ajenos a
dichos usuarios; en ese sentido es democrática y generadora de autonomía;
ha roto con la idea de una totalidad global que anula las partes y los ele-
mentos, sólo admite totalidades débiles que surgen al lado de sus partes y
no las anulan y engloban; es respetuosa con los fenómenos y se detiene
morosamente en ellos sin apresurarse a buscar una explicación más allá de
ellos. El problema de esta razón postmoderna, resultado y culmen de la
crisis y crítica de la razón clásica, es que hoy por hoy, es sólo un desiderá-
tum, un programa, una apuesta, o mejor dicho, una pluralidad de apues-
tas, múltiples y variopintas, algunas de las cuales analizaremos en el si-
guiente capítulo.

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TEMA 18: Crisis de la razón e «irracionalismo»

En el capítulo anterior hemos analizado la crisis de la razón clásica y


moderna y las críticas dirigidas a dicha razón por pensadores que van desde
Marx y Kierkegaard hasta Adorno y Foucault pasando por Nietzsche y Hei-
degger. Dichas críticas, entendidas como diagnóstico de la crisis de la razón,
han dado lugar a un pensamiento contemporáneo, postmoderno que en
cierto sentido se puede poner bajo el rótulo de «irracional», pero que más
bien es un intento de extender la razón, pluralizándola y flexibilizándola a
ámbitos marginales o excluidos por la razón clásica. El recurso a lo irracional
es una denuncia de una racionalidad estrecha y dogmática que excluía
de sí todo lo que no podía dominar. En este sentido lo irracional es el re-
surgir de la diferencia, la vuelta de lo olvidado y reprimido, la apertura a
lo otro, la conciencia de que lo impensado es lo que pone en movimiento el
pensamiento mismo. No es el rechazo de la racionalidad sino su apertura,
su extensión, su multiplicación; lo cual no excluye que junto a estos intentos
de trascender la razón como autotrascendencia de la misma, no se den re-
caídas en un irracionalismo auténtico y declarado, elitista, racista y xenófo-
bo [Revista de Filosofía, F. J. Martínez: este es el problema de poner de-
masiado énfasis en las políticas de la diferencia. Al profesor le parece una
actitud regresiva, pues la modernidad se caracterizó por eliminar relevan-
cia a elementos como el sexo o el status económico. Por eso, poner ahora
demasiado énfasis en las políticas de la diferencia le parece al profesor re-
gresivo y peligroso —xenofobia, nacionalismos—], que predica más que el
reconocimiento de la diferencia libremente asumida, el mantenimiento de la
desigualdad no querida y que se basa en un intuicionismo elitista como
teoría del conocimiento y un vitalismo entendido como darwinismo social
como teoría de la sociedad, y cuya teoría y práctica política es el fascismo.
Nosotros aquí vamos a dejar de lado estas tendencias, presentes también
en el postmodernismo actual en sus versiones antimodernas y neocon-
servadoras, y que fueron ya analizadas y criticadas por G. Lukács en su
obra El asalto a la razón (1954), limitándonos a reconocer su presencia y
dirigiremos nuestra atención a aquellos pensamientos que, conscientes de la
crisis de la razón no buscan, sin embargo, su abandono puro y simple sino
su paralización y su apertura a lo irracional, entendido más como el límite
exterior o interior de la razón que como su pura negación o inversión.
Estos pensamientos parten de una concepción de la postmodernidad
como «re–escritura de la modernidad», como «una promesa de la que
está preñada la modernidad definitiva y perpetuamente», ya que dicha mo-
dernidad «presupone la compulsión a salir de sí misma y resolverse en algo
distinto resultante de un equilibrio final»; en este sentido la postmodernidad
no se opone a la modernidad sino a una época clásica que juzga todo, lo
pasado y lo por venir, a partir de unos cánones estáticos y dados de una
vez por todas. Frente a esto la modernidad se re–elabora continuamen-
te, dando lugar a micrológicas, que re–escriben continuamente el pro-
yecto moderno de la emancipación (Cfr. J. F. Lyotard, «Reescribir la moder-

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nidad»).

1. REELABORACIONES DE LA DIALÉCTICA

Antes de analizar algunas respuestas postmodernas a la crisis de la ra-


zón clásica vamos a referirnos brevemente a los planteamientos que han in-
tentado responder a dicha crisis de la razón con sendas reelaboraciones de
la dialéctica. Por un lado la Dialéctica Negativa (1966) de Adorno y por otro
la Crítica de la razón dialéctica (1960) de Jean Paul Sartre (1905–1980).
Adorno plantea el problema de cómo es posible pensar después de
Auschwitz y su respuesta es una dialéctica negativa, que exige para ser
verdadera el pensar también contra ella misma, midiéndose con lo más
extremo, con lo que escapa al concepto. La filosofía en estas condiciones
tiene que perder la esperanza de la totalidad y además tiene que des-
plegarse como una autocrítica de la filosofía que, sin embargo, sigue
siendo filosófica; tiene que ir más allá de la lógica de la identidad, pero par-
tiendo de ella; colocando su punto de partida en el concepto. La dialéctica
propuesta por Adorno es un proceso progresivo y regresivo a la vez, que
llega a la diferencia a través de la identidad. Esta dialéctica es materia-
lista porque parte de la prioridad del objeto y considera el sujeto como un
residuo mitológico, con lo que se opone de forma frontal a la metafísica oc-
cidental que ha partido siempre del sujeto, ha sido «una metafísica a tra-
vés de una ranura» rayana en el solipsismo. Adorno elabora su dialéctica
negativa como crítica inmanente de la ontología heideggeriana, y la desarro-
lla a través de tres modelos: 1) una metacrítica de la razón práctica que se
establece a través de la dialéctica de la libertad; 2) una teoría de la historia
natural que surge a través de una crítica de la noción del Espíritu Universal
hegeliano como aquello que, basándose en la universalidad de la razón, rati-
fica la indigencia y caducidad de todo lo particular; y 3) una meditación so-
bre la metafísica concebida como una autorreflexión de la dialéctica, que es
consciente de ser la autoconciencia crítica del universal contexto objetivo de
ofuscación.
Por su parte Sartre pretende salir de la crisis de la razón (analítica)
mediante la construcción de una «nueva racionalidad», cuyo origen esta-
ría en la razón dialéctica; la cual tiene en cuenta la subjetividad humana,
entendida como libertad del hombre histórico. Sartre retoma las críticas de
Kierkegaard y Marx, es decir, la crítica existencialista y materialista al
idealismo hegeliano, reprochando a Hegel que para él la dialéctica no nece-
sita probarse sino que se acepta dogmáticamente, así como que su idea-
lismo absoluto no es más que un empirismo absoluto reafirmado en su
necesidad absoluta —el Estado prusiano—, lo que produce una identifica-
ción inmediata entre el saber y su objeto. Sin embargo Sartre retendrá de
Hegel y de Marx la noción de historia como totalidad en la que se produce
la síntesis de la unidad del individuo con la pluralidad del grupo, y una no-
ción de razón dialéctica como todo que se funda a sí mismo. Este mante-
nimiento de la idea de totalidad, así como una noción de individuo fuerte,
resultado de su período existencialista, hacen que la nueva racionalidad

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auspiciada por Sartre no logre romper con la razón clásica y permanezca


anclada en sus categorías fundamentales.
Analizadas las salidas dialécticas a la crisis de la razón veamos otras
propuestas, que se inscriben unas en el ámbito del post–estructuralismo
y otras en el espacio de la hermenéutica heideggeriana, concluyendo con
las últimas aportaciones de los frankfurtianos y afines. Algunas de estas
posturas pueden ser etiquetadas polémicamente de irracionalistas, en el
sentido de que rechazan la racionalidad clásica basada en el principio de ra-
zón suficiente entendido como una fundamentación fuerte de la razón, bien
en el campo de la ciencia o de la técnica o bien en el campo de racionalidad
dialéctica de la historia propia del historicismo.
Muchas veces el irracionalismo se identifica con el rechazo de que la
historia se basa en unas leyes definidas e inexorables. Así sucedió por
ejemplo en el existencialismo que siguió a la Segunda Guerra Mundial y
que se oponía al historicismo idealista de cuño hegeliano de preguerra, es-
pecialmente en Italia. La segunda vez que surge el irracionalismo en nues-
tro siglo tiene lugar aprovechando la crisis del historicismo marxista en los
años setenta y ochenta y da lugar a lo que se puede denominar el «mito
del otro», consistente en colocar en el centro de la historia lo que hasta
entonces había estado marginado y reprimido —la mujer, el primitivo, el ni-
ño, el loco, etc.—. El recurso al otro es mitológico, porque supone una su-
peración mística de la crisis de la razón clásica, ya que otorga a estos
elementos marginales y sometidos el cometido trascendente de convertirse
de nuevo en un fundamento fuerte, capaz de garantizar de nuevo una pala-
bra plena y total; entre estos autores estarían los teóricos del operaísmo
como Toni Negri [n. 1933, es un filósofo y pensador postmarxista italiano,
conocido por ser el coautor de la obra Imperio (2000), así como por sus tra-
bajos alrededor de la figura de Spinoza. Negri fundó el grupo político Potere
Operaio en 1969, siendo a la vez uno de los principales miembros del mo-
vimiento Autonomia Operaia. Fue acusado a finales de los años 1970 de di-
versos cargos, entre ellos, de ser miembro del grupo terrorista Brigadas Ro-
jas, involucrándolo en el asesinato del dos veces Primer Ministro de Italia
Aldo Moro (1916–1978), en el año 1978. Fue acusado de varios cargos, en-
tre ellos asociación ilícita e insurrección contra el Estado, y condenado por
su participación en dos atentados. Negri huyó a Francia, donde, protegidos
por la doctrina Mitterrand —la doctrina Miterrand es una expresión que hace
referencia al compromiso tomado en 1985 por el entonces presidente fran-
cés François Mitterrand (1916–1995, presidente de la República Francesa
entre 1981 y 1995) de no extraditar a los activistas italianos de extrema iz-
quierda refugiados en Francia rompiendo así los acuerdos y decisiones to-
mados durante los «años de plomo». Durante la década de los 70 Italia su-
frió una serie de atentados terroristas reivindicados por grupos tanto de ex-
trema izquierda como de extrema derecha. Este período de crisis fue deno-
minado posteriormente «años de plomo» por el plomo, con el que se sim-
boliza a las balas y los tiroteos. Si bien la doctrina Mitterrand no tiene valor
jurídico, lo cierto es que fue aplicada al 100% entre 1985 y 2002. Esta acti-
tud francesa, que podría interpretarse como hostil hacia un país aliado y ve-

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cino, fue justificada por las autoridades galas por la poca claridad del con-
texto histórico y la iniquidad de la que acusaban a la justicia italiana a la ho-
ra de juzgar las acciones de los grupos de izquierdas y derechas. Se critica-
ba así mismo la peculiar legislación italiana que incluía el delito de asocia-
ción subversiva —contrario a la libertad de conciencia— y permitía juicios en
contumacia poco conformes con la legalidad comunitaria y que tuvo que ser
modificada en los años 90 para adaptarse a la Convención Europea de Dere-
chos Humanos—, se convirtió en profesor teniendo por compañeros a Jac-
ques Derrida, Michel Foucault y Gilles Deleuze. En 1997, después de
alcanzar un acuerdo con el fiscal, que redujo su tiempo en prisión de 30 a
13 años, regresó a Italia para finalizar su condena. Muchos de sus libros
más influyentes fueron publicadas mientras él estaba en la cárcel.
La prolífica, iconoclasta, altamente original y a veces densa y difícil obra
de Negri, intenta revisar en términos críticos algunas de las principales co-
rrientes intelectuales de la segunda mitad del siglo XX, poniéndolas al servi-
cio de un nuevo análisis marxista del capitalismo. Recogiendo la lección de
Michel Foucault y sus análisis sobre el biopoder, así como las aportaciones
del esquizoanálisis de Gilles Deleuze y Félix Guattari, durante la década
de 1980, años de exilio y relativa clandestinidad en París, Negri reformulará
sus planes de investigación y de pensamiento elaborando las bases de la de-
finición de una nueva figura del trabajo vivo de Marx, adecuada en un senti-
do ontológico a las nuevas dimensiones completamente sociales de la pro-
ducción, la cooperación y el poder de mando. Esta figura, prospectiva y es-
tratégica, además de conceptual, es la multitud.
Las tesis central de su obra Imperio (2000) es que el Estado–nación ha
perdido su papel central como formación política primaria para dar lugar a
un mecanismo global de poder difuso y descentralizado, denominado preci-
samente Imperio. En la obra, los actores ocultos que han impulsado esas
transformaciones del poder y la soberanía han sido las luchas de la clase
obrera y de los sujetos postcoloniales, es decir, las dimensiones transes-
tatales de la producción y el conflicto en las dimensiones del mercado
mundial han conducido a un «interregno», esto es, a un ámbito en red del
poder mundial, el Imperio, justamente, en el que distintos actores —
monárquicos, como es el caso de los EE. UU.; aristocráticos, como algunos
Estados–nación y las grandes corporaciones multinacionales, y democráti-
cos, como es el caso de las ONGs, los medios de comunicación de masas—
dan forma a una constitución imperial, basada en un poder en red. Sus
tesis han suscitado ingentes polémicas, particularmente a partir del rol
agresivo y unilateralista adoptado por los Estados Unidos a partir del 11–S.
Entre sus obras anteriores, dos de las más importantes son seguramen-
te La anomalía salvaje (1982), donde plantea una interpretación original so-
bre la figura de Baruch de Spinoza, y Marx más allá de Marx (1996), una
serie de lecciones sobre los Grundrisse, el cuerpo de manuscritos que Karl
Marx escribió como preparación para El Capital (1848).
En 2005 manifestó una impopular posición dentro de la izquierda radical
europea defendiendo el SÍ en el referéndum de la Constitución Europea en
diversos artículos y entrevistas, participando asimismo en favor del sí en el

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referéndum francés. Negri consideró que la Constitución Europea (2004)


era positiva para disminuir el peso de los Estados–nación y para aumentar el
peso de Europa. Puede encontrarse una defensa de Europa en su libro Euro-
pa y el Imperio (2005)], que exageran «la autonomía» del proletariado
como el lugar de una radical alteridad respecto al orden teórico y político
dominante.
No aceptaríamos en cambio que esto se pudiera aplicar a Deleuze y
Foucault, como hace Franco Rella (n. 1944), pero es posible aplicarlo a
Lacan y a algunos de sus seguidores más místicos. Foucault y Deleuze
plantean siempre la alteridad respecto al sistema de forma irónica y ex-
perimental, siendo muy conscientes de que no se sale de la lógica del sis-
tema creando ghettos desde los que se contesta a dicho sistema, oponién-
dole una razón otra que suele convertirse en la mera inversión especular de
la razón dominante. Foucault y Deleuze no juegan con lo otro de la razón,
sino con lo marginal, no con lo reprimido sino con lo indiferente y su con-
fianza en los dispositivos que se crean como resistencia frente al sistema es
siempre cauta y relativa. Apuestan por algunos elementos que crean líneas
de fugas que escapan del sistema y por los espacios lisos frente a los espa-
cios estriados, porque es en aquéllos en los que se pueden producir nove-
dades interesantes que rompen con el sistema, pero su éxito no está asegu-
rado. Las líneas de fugas esquizofrénicas —revolucionarias— pueden in-
vertirse y volver como líneas de fugas paranoicas —fascistas—. Ningún
espacio liso, ninguna línea de fuga bastará para salvarnos. Sólo una experi-
mentación cautelosa en los márgenes del sistema podrá producir grietas en
éste, que si se amplifican y entran en resonancia entre sí pueden provocar
cambios macroscópicos revolucionarios, pero la exaltación jubilosa de los
márgenes y los simulacros no constituye, para Foucault, Deleuze y Lyo-
tard la prueba de haber encontrado un nuevo fundamento seguro donde re-
posar. La experiencia crítica y revolucionaria no tiene nunca fin y no goza de
ninguna seguridad ni esperanza, porque no se basa ya en ninguna filosofía
de la historia con sus leyes inexorables, sino en una simple diagramáti-
ca, en una cartografía que analiza continuamente el cuerpo social buscando
líneas de fuga posibles y grietas imperceptibles a partir de los cuales puede
surgir un devenir revolucionario.
La crítica de la razón llevada a cabo por estos filósofos es consciente de
ser siempre minoritaria, resistencial, y aunque no rechaza en principio la
posibilidad de crecer y de constituir un plano de consistencia revolucionario
capaz de enfrentarse al sistema, piensan que en las actuales circunstancias
esto es muy difícil —aquí conviene traer a colación que la Escuela de Frank-
furt tenía por misión la crítica ideología, que tiene una función determi-
nante en la legitimación del orden social establecido. La teoría crítica se
constituye como una crítica anti−ideológica, con la misión de ilustrar la
conciencia y determinar en dónde se encuentra la fuerza que pueda oponer-
se al orden ideológico imperante mediante la revolución. Constata que el
proletariado ha perdido su conciencia de ser sujeto del cambio revoluciona-
rio. El posible sujeto de la revolución hacia el socialismo no se puede de-
terminar «a priori», sino que debe ser determinado en cada situación his-

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tórica. No hay una clase revolucionaria y mesiánica «por naturaleza». Y


en la situación acomodaticia en que se encuentra el proletariado, la teoría
crítica llega a la conclusión de que ahora el posible sujeto de la revolu-
ción es la clase de los intelectuales, los ilustrados en los que ha emergi-
do la conciencia de los cambios que están aconteciendo en la sociedad capi-
talista occidental. Pero como la clase obrera es la que padece de modo más
directo las consecuencias del sistema capitalista, es necesario caminar hacia
una confluencia entre ambos sectores sociales. La clase intelectual aporta-
ría la conciencia de la necesidad del cambio revolucionario y la clase
obrera aportaría la objetividad de su padecimiento bajo el «statu quo»
capitalista. Esta colaboración exige que los intelectuales se impliquen en la
lucha con la clase obrera y actúen desde el interior de la misma como fer-
mento que haga emerger la conciencia revolucionaria que dicha clase obrera
ha perdido—.. Su crítica, pues, está informada por un pesimismo lúcido
que, sin embargo, no cae en la resignación ni en la derrota, sino que está
pronto a movilizarse tan pronto como se detecta una posibilidad de lucha,
una causa que defender, dando lugar a dispositivos de análisis y de lucha
capaces de ampliarse mediante métodos moleculares de agregación para
desencadenar microrrevoluciones moleculares y para asociarse a luchas
molares, como la lucha por la paz, luchas ecológicas, sexuales, culturales,
etc.
Estas tendencias, llamadas neonietzscheanas o filosofías del deseo
han desarrollado, pues, no sólo una estética sino también una ética y una
política que podemos calificar de postmodernas y que oponen la inven-
ción y la disensión a la jerarquía y la sujeción. Frente a la legitimación posi-
tivista y la legitimación dialéctica propias de la modernidad, la única legi-
timación aceptable para la postmodernidad es el paralogismo, lo que su-
pone imaginación, inventiva, búsqueda de paradojas, disenso (Muguerza)
en lugar de consenso. En la base de esta legitimación se encuentra una teo-
ría del deseo y del cuerpo que acompaña siempre a la razón como su im-
pensado que la mueve a pensar. Marx, Nietzsche y Freud: producción,
voluntad de poder e inconsciente maquínico, se unen en una teoría de
la diferencia y la repetición que rompe con la dialéctica.

2. RECHAZO DE UNA CONCEPCIÓN FUERTE DE LA RAZÓN EN EL


ESTRUCTURALISMO Y LA HERMENÉUTICA

Aparte de los filósofos del deseo y de Foucault, que está próximo


pero no se identifica completamente con ellos, a la crisis de la razón se han
dado respuestas denominadas por Gianni Vattimo «neo–racionalistas»
que disuelven la razón clásica unitaria en una pluralidad irreductible de
razones, siguiendo al segundo Wittgenstein —el de las Investigaciones
filosóficas de 1953, donde «sacude» los límites del lenguaje que había im-
puesto en el Tractatus de 1921, donde decía que «de lo que no se puede
hablar, hay que callar»—, y que entienden dichas razones plurales como es-
trategias y juegos de fuerza y cuyo objetivo último es «reconstruir una
racionalidad más comprensiva y elástica» a través de un proceso de

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«desublimación» de la propia razón clásica. La estrategia neo–


racionalista de F. Rella, por ejemplo, no intentaría ya la recuperación del
«pensamiento negativo de Nietzsche a Wittgenstein», como un ele-
mento esencial en el proceso de refundación de un pensamiento que intenta
escapar de la crisis de la razón clásica, sin caer por ello en el irracionalismo,
y manteniendo su efectividad en la conciencia del carácter irresoluble de la
crisis de dicha razón, lo que le otorga un cierto carácter trágico, como suce-
de en la obra de Massimo Cacciari (n. 1944), sino que busca en la obra
de algunos autores fundamentales de nuestro siglo como Otto Weininger
(1880–1903), L. Wittgenstein, M. Rilke, M. Heidegger, S. Freud o W. Ben-
jamin, la génesis de un saber crítico que pueda ir más allá del silencio al que
queda condenado el pensamiento negativo. A partir de una nueva noción de
tiempo que tiene en cuenta la repetición del inconsciente freudiano, la
memoria involuntaria de Marcel Proust [1971–1922, novelista, ensayis-
ta y crítico cuya obra maestra, la novela En busca del tiempo perdido, com-
puesta de siete partes publicadas entre 1913 y 1927, constituye una de las
cimas de la literatura del siglo XX, enormemente influyente tanto en el cam-
po de la literatura como en el de la filosofía y la teoría del arte. La obra es
una gran reflexión sobre el tiempo, la memoria, el arte, las pasiones y las
relaciones humanas atravesada por un sentimiento del fracaso y el vacío de
la existencia, animada por más de doscientos personajes —que Proust com-
puso cuidadosamente amalgamando en cada uno trazos de tal o de cuál de
las personas que había conocido a lo largo de su vida— y fundamentalmente
por el narrador, a quien seguimos en su largo y minucioso recordar desde el
día en que una magdalena remojada en té reabrió inesperadamente a su
memoria las puertas de un pasado lejano y olvidado ya, que poco a poco
comienza a ser exhumado mediante toda clase de recursos imaginables
puestos en práctica a lo largo del relato: descripciones poéticas, compara-
ciones y metáforas, reflexiones filosóficas y exposiciones literarias de teorías
metafísicas, anécdotas, discusiones y conversaciones que entrecruzan los
más variados personajes en los más diversos lugares. Varios ejes estructu-
ran la obra, entre los cuales destacan: el amor y los celos] y las imágenes
dialécticas de W. Benjamin, que relampaguean en el instante del tiem-
po–ahora, elabora un pensamiento crítico que deconstruye a partir de la
caducidad y la precariedad los conceptos fundamentales de la razón clásica:
el progreso y el sujeto. Este nuevo saber pretende pasar del «silencio a
las palabras», dando lugar a una nueva teoría de la representación capaz
de representar lo que para el pensamiento negativo permanecía «oscuro y
sin nombre», permitiendo así transitar por territorios que para dicho pen-
samiento permanecían «desérticos y terribles». Este saber de la caduci-
dad y la precariedad se separa por igual del «ingenuo naturalismo de la teo-
ría de las necesidades; de la autonomía de lo político por su falta de funda-
mentación de las prácticas políticas; de la glorificación del deseo y de la di-
ferencia de los neonietzscheanos, de la irrupción de modelos poético–
estéticos en la reflexión epistemológica, y pretende no permanecer en el
mero pluralismo de razones y de experiencias sino “construir un espacio”,
un sentido en el que se representen instancias plurales y contradictorias en-

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tre sí».
Para Gianni Vattimo (n. 1936), el intento de F. Rella sigue preso en la
instancia dialéctica y es un ejemplo de los límites de las perspectivas que
ignoran la hermenéutica. La diferencia fundamental entre aquellos que se
reclaman de la teoría wittgensteiniana de los juegos de lenguaje y aque-
llos que continúan la tradición ontológica y hermenéutica de M. Hei-
degger como él mismo, reside en que lejos de referir la experiencia de las
razones múltiples al cuadro estratégico del materialismo histórico, o de
permanecer simplemente en dicha pluralidad de razones atribuyendo a cada
una de ellas el carácter hegemónico, aunque limitado atribuido a la razón
clásica, lo que hay que hacer es «plantear el problema del más allá del len-
guaje sin aceptar una solución fundamentadora, recompositiva, en última
instancia racionalista». Vattimo propone frente al pensamiento dialéctico y
a las estrategias neo–racionalistas como la de Rella, una filosofía de la di-
ferencia entendida como una estrategia irracionalista disolutiva de la razón
clásica, que se esfuerza por «instaurar con lo otro de la razón una relación
que no sea reductible a un esquema dialéctico, de inversión o integración»,
dando lugar a un «pensamiento en el cual la relación de fundamentación se
ha disuelto en una multiplicidad verdaderamente descentrada».
Este pensamiento de la diferencia parte de la constatación de la re-
lación existente entre la crisis de la racionalidad clásica y la técnica moder-
na, y no sólo se distingue del pensamiento negativo de M. Cacciari que
también constata, en la línea de Nietzsche y Heidegger, la relación entre
la aniquilación metafísica del ser del ente y el poder técnico sobre los datos,
sino también de la propuesta de E. Severino que se sitúa en las tendencias
disolutivas del irracionalismo analizadas por Vattimo, pero cuyo «retorno
a Parménides» supone la recuperación del ser en su sentido más fuerte,
en el de estabilidad plena y eterna más allá de todo devenir, que queda re-
chazado como concesión al nihilismo. E. Severino pretende, pues, volver
mediante una rememoración que vaya más atrás de la historia de la razón
clásica que ha dado lugar al nihilismo, a una noción no tecnicista y no
nihilista del ser. Para Severino la esencia del nihilismo reside en considerar
que el ente en cuanto ente, es decir, en cuanto sometido al cambio y al de-
venir, es un no–ente. Los entes, ya a partir de Platón, pertenecen al sec-
tor intermedio de la realidad (metaxy) intermedio entre lo absolutamente
ente y lo absolutamente nada, son oscilantes entre el ser y la nada. De la
misma manera la noción de ser que va de Platón a Heidegger contiene
tanto a lo que ya no es, como a lo que aún no es, lo que supone que la
realidad es esencialmente histórica; la superación del nihilismo exige la rup-
tura con la ilusión antropológica y tecnológica, que concibe las cosas
como capaces de venir de la nada y ser devueltas otra vez a la nada; y la
afirmación de la existencia indiferenciada del ser como resultado de una
función fundamentados fuerte de la razón que se pone como necesaria.
El pensamiento negativo de M. Cacciari sigue en parte a E. Severino
aunque su concepto de razón ya no es fundamentador sino simplemente
regulativo e introduce una mediación tecnocrática entre el lenguaje y el si-
lencio, entre la dispersión de los juegos lingüísticos sin fundamento y el si-

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lencio de lo no–expresable. La diferencia pasa posteriormente de ser regu-


lativa a ser crítica; es decir a elaborar una crítica de los lenguajes a par-
tir del silencio. La pluralidad de los juegos lingüísticos es mediada por la
instancia superior de lo Místico o de lo Político, entendido en un sentido
decisionista, y por lo tanto irracional.
A las propuestas de razón fuerte debidas a E. Severino (n. 1929) y
M. Cacciari (n. 1944) y a las propuestas neo–racionalistas de F. Rella,
se oponen las propuestas débiles de origen heideggeriano y hermenéu-
tico, constituidas por la noción de simulacro de Mario Perniola (n. 1941)
y el pensamiento débil de G. Vattimo. Perniola opone al ser en sentido
fuerte de Severino los simulacros como copias sin origen y sin fundamen-
to que dan lugar al mundo de la simulación total, descrito también por J.
Baudrillard. Los simulacros son el producto de un nuevo imaginario
social que está más allá de la metafísica y de la moral, y rechazan la noción
de origen. Los simulacros no son copias de nada, no representan ninguna
realidad previa sino que constituyen por sí solos la realidad misma. Las
imágenes de los medios de comunicación de masas son buenos ejemplos de
simulacros, pero los discursos políticos e incluso las ciencias contemporá-
neas dan lugar también a un buen número de simulacros. Esta sociedad de
simulacros crea una cultura utópica y decorativa a la vez que ha roto
con las formas tradicionales de elaboración de la opinión pública y de gene-
ración de consenso: el periodismo, la Universidad y los partidos políticos,
dando lugar a fenómenos implosivos y mafiosos. La metafísica, la ética y la
política quedan disueltas en una estética generalizada entendida como
arte de la seducción, que ha sustituido el modelo del poder como teatro
por un nuevo modelo del poder como holografía, es decir, como una imagen
bidimensional que sin embargo aparece como tridimensional. El pensa-
miento de M. Perniola es un pensamiento ritual que va más allá de la ló-
gica de la identidad y de la contradicción dialéctica, que es indeterminado
y poliédrico y que, sin embargo, rechaza el calificativo de débil y apuesta
por una Verwindung (deconstrucción–superación–retorcimiento) om-
nicomprensiva que no puede ser más que «la Verwindung del hegelianis-
mo, del cumplimiento dialéctico–estatal porque en éste se ha producido el
cumplimiento del orden metafísico–eclesiástico, del ordenamiento humanís-
tico–partidista y del sistema científico–profesional».
La otra propuesta de raíz heideggeriana que da lugar a una filosofía
antidialéctica de la diferencia, es la del pensamiento débil de G. Vat-
timo, que ha dado lugar a una «ontología del declinar» basada en una
noción de ser débil, depotenciada, debilitada, que sigue las trazas del
último Heidegger —el del Khere—. En lugar de un ser capaz de fundamen-
tar como Grund, el ser débil es concebido como Abgrund, como un abismo
incapaz de servir de fundamento a los entes. El sentido del ser es un mo-
vimiento que no conduce a ninguna base estable sino a una permanente
dislocación en la que los entes se encuentran desprovistos de todo cen-
tro. En el mundo moderno caracterizado por el Ge–Stell, por el im–
ponerse de la técnica, el ser ya no es fundamento, sino acontecimiento,
Er–eignis, en el que cada ente es apropiado por el ser. El Er–eignis es el

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ámbito oscilante en el que hombre y ser se enfrentan de manera que el


hombre es apropiado (ver–eignet) por el ser, y el ser es consignado (zuge
eignet) al hombre.
Con el término «ontología del declinar» Vattimo pretende recoger
tres elementos esenciales de la herencia heldeggeriana: 1) «una teoría po-
sitiva del ser caracterizado como débil respecto al ser fuerte de la metafísi-
ca, como oscilación respecto a la estabilidad, como desplazamiento infinito
respecto al Grund; 2) la individuación de la fundación hermenéutica como
el tipo de pensamiento que corresponde a esta caracterización no metafísica
del ser; y 3) la peculiar conexión de este modo no metafísico del Wesen
(esencia) del ser con la mortalidad constitutiva de los entes». La ontología
débil y declinante de Vattimo es un pensamiento ultrametafíslco que
conserva siempre el recuerdo de la metafísica y de la diferencia básica para
ésta, entre ser y ente, que no se puede disolver ni resolver simplemente en
las diferencias concretas de los entes.
Los simulacros para Vattimo, al contrario que para M. Perniola y pa-
ra G. Deleuze, son sombras que reenvían a algo más fundamental que
ellos, y la rememoración (Andenken) que da lugar a este pensamiento dé-
bil es un esfuerzo por ponerse en contacto con recuerdos, ruinas y mensajes
entendidos como trazas, lo que supone que el pensamiento débil es un pen-
samiento hermenéutico que intenta construir el sentido de lo que está pre-
sente, poniéndolo en contacto con el pasado y el futuro. El ser de que aquí
se trata es ueber–lieferung (transmisión, herencia) y Geschick (destino–
envío). El ser no es sino que se envía y se transmite, exige una interpre-
tación por su carácter monumental. El punto más vulnerable de este pen-
samiento débil es su rechazo de la transformación de la realidad y un aban-
dono de la escuela de la sospecha con su diferencia entre apariencia y reali-
dad. Esta pasividad ha sido criticada tanto en Italia como en España, y a pe-
sar de las respuestas de Vattimo éstas no son muy convincentes.
Para concluir con el pensamiento débil podemos decir que igual que
Mario Perniola está próximo a Jean Baudrillard, Gianni Vattimo coloca
su filosofía de la diferencia en relación crítica con la de Jacques Derrida
y la de Gilles Deleuze. Al primero le reprocha que su noción de diferencia
se encuentra aún «prisionera del horizonte de la metafísica o al menos de
una nostalgia metafísica». Es decir la diferencia, que es en cuanto tal inde-
cible, puede llevarse a cabo solamente reescribiendo el texto de la metafí-
sica de forma periódica y a partir de sus márgenes, lo que supone permane-
cer en el ámbito de lo metafísico. En cuanto a las diferencias deleuzianas
entendidas como simulacro, Vattimo rechaza la noción energética, vitalista,
que de éstas tiene Deleuze, y que acaba con una glorificación de las mis-
mas.

3. LA RECUPERACIÓN DE LA RAZÓN EN HABERMAS Y WELLMER

Frente a todas estas respuestas, más o menos irracionalistas, a la crisis


de la razón, continuadores de la escuela de Frankfurt como Habermas (n.
1929) y Albrecht Wellmer (n. 1933, filósofo alemán ayudante y colabora-

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dor de J. Habermas de 1966 a 1970 en la Universidad de Frankfort) han in-


tentado otras. Habermas rechaza, en su defensa de la Modernidad en tanto
que proyecto inacabado, el esteticismo de los nuevos conservadores (Batai-
lle, Foucault y Derrida), el neo–aristotelismo de los viejos conservadores
(Leo Strauss, Hans Jonas y Robert Spaemann) y las propuestas de los neo–
conservadores, como Daniel Bell [1919–2011, sociólogo estadounidense,
estudió sociología en la Universidad de Columbia (Nueva York) y es profesor
emérito de la Universidad de Harvard. Es más conocido por sus contribucio-
nes al postindustrialismo. Sus libros más influyentes son El fin de la ideo-
logía (1960), Las contradicciones culturales del capitalismo (1976) y El ad-
venimiento de la sociedad posindustrial (1973). El fin de las ideologías y Las
contradicciones culturales del capitalismo aparecieron en los suplementos
literarios de la revista Times como dos de los 100 libros más importantes de
la segunda mitad del siglo XX. El fin de las ideologías (1960) fue muy influ-
yente por albergar la tesis de que tanto la historia como la ideología han si-
do reducidos hasta lo insignificante debido a que las políticas occidentales y
el capitalismo han triunfado. En esa época de 1960, Bell fue atacado por crí-
ticos políticos de izquierda y demás. Ellos aseguraron que Bell reemplazó un
sentido de la realidad con una «teoría elegante,» argumentando que privile-
gió su ideas más que la exactitud histórica.
En El fin de las ideologías (1960), Bell precede a otros autores que han
teorizado, desde posiciones más conservadoras que la suya, acerca del final
de la dialéctica de la historia y la aparición del «pensamiento único». La
historia y las ideologías ceden ante la implantación universal de la democra-
cia y de la economía de mercado. En Las contradicciones culturales del capi-
talismo (1976), confronta la expansión del sistema de acuerdo con razones
de máxima eficacia y un desarrollo cultural que acentúa la gratificación per-
sonal y el hedonismo, que son la respuesta reactiva a la vieja ética puritana
que acompañó el desarrollo de la burguesía. En El advenimiento de la socie-
dad post–industrial (1973), su obra más conocida, advierte de un cambio
histórico, de la transición hacia un modelo basado en la información y el
conocimiento, cuyas consecuencias alcanzan a las relaciones de poder, la
estratificación social y la reconfiguración de los valores políticos, sociales y
culturales. Para Bell, son las tecnologías de la información las que dan
proyección a la ruptura histórica sobre los modelos y períodos previos, y
discrepa de la validez de los planteamientos ideológicos de la izquierda. La
lucha de clases ya no es, a su juicio, la ley de la historia, sino que las fuer-
zas de transformación e innovación radican en el nuevo papel del conoci-
miento, de la información, la educación y el capital humano. Esto no supone
el final de la confrontación dialéctica, sino una desviación de las tensiones
que se derivan de la jerarquización del conocimiento a través de la merito-
cracia. En el escenario de la nueva sociedad se generan nuevas carencias.
Una es la de la información. La ‘cantidad de la información’ disponible no
supone su correcta distribución, su adecuado uso final, el equilibrio social y
cultural. Daniel Bell es uno de los precursores en la descripción y análisis de
que hoy se conoce como sociedad de la información y del conocimien-
to, que basa en el uso intensivo de las nuevas tecnologías. Mientras que

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la imprenta, señala, «está en la base de la sociedad industrial: en la base de


saber–leer y de la educación de las masas», las telecomunicaciones y la
informática dan sentido a la nueva escena histórica.
Daniel Bell destaca a lo largo de su obra la radical separación observa-
ble entre la estructura social —entendida como el orden técnico–
económico— y la cultura. La primera sigue regida por un principio econó-
mico definido en términos de eficiencia y racionalidad funcional, la organiza-
ción de la producción por el ordenamiento de las cosas, incluyendo a los
hombres. La segunda es ahora pródiga, promiscua, dominada por lo anti–
racional, anti–intelectual, con la primacía del yo como orientadora de los
juicios culturales. Es decir que la estructura social se mantiene relativa-
mente sobre los mismos mecanismos modernos, mientras que la cultura
se ha transformado en hedonista y consumidora, en posmoderna. Este
cambio fue, según Bell, un producto mismo del sistema económico. La quie-
bra del sistema valorativo burgués tradicional fue provocada, básicamente,
por el mercado libre, fuente de la contradicción del capitalismo en la vida
norteamericana. Por otro lado, la senda trazada por los jóvenes intelectuales
en contra del puritanismo funcionó como adelanto de lo que llegaría menos
de una década después gracias al capitalismo auto referido como «nuevo»:
la ética del hedonismo, el placer, el juego; una ética del consumo. Paralela-
mente la transformación se dio gracias a tres novedades tecnológicas: el au-
tomóvil, el cine y la radio; y a tres innovaciones sociológicas: la propagan-
da, la obsolescencia planificada y el auge de las ventas a crédito. A tra-
vés de estos se rompió el aislamiento rural y se conformó, por vez primera,
una sociedad nacional con una cultura en común. Estaba surgiendo una
sociedad de consumo, con su exaltación del gasto y de las posesiones mate-
riales[, de volver a ajustar la cultura capitalista a los imperativos económi-
cos y tecnológicos del sistema, manteniendo la modernidad científico–
técnica, pero rechazando la modernidad cultural de las vanguardias. En su
Discurso filosófico de la Modernidad (1989), J. Habermas reconstruye a
partir de Hegel las tres líneas fundamentales de la filosofía contemporá-
nea: 1) el liberalismo conservador, 2) la filosofía de la praxis y 3) el post-
modernismo de raíz nietzscheana. Mientras que el marxismo critica el pro-
ceso de racionalización y modernización capitalista por su carácter unilateral
basándose en una razón más comprehensiva, los postmodernos intentan
desenmascarar la razón en su conjunto, no teniendo más solución que caer
en un esteto–centrismo que intenta ir más allá de la tripartición de la ra-
zón moderna en una razón teórica, una razón práctica y una razón expresiva
(estética). Estas filosofías postmodernas (Derrida) siguen siendo filosofías
del sujeto, que se debaten en las aporías de una autocrítica de la razón, que
siguen entendiendo, por otra parte al igual que Adorno y Heidegger según
Habermas, en un sentido fuerte. La razón falibilista propuesta por Ha-
bermas no puede suscitar críticas totalizantes porque no pretende ninguna
totalidad.
En cuanto a M. Foucault, Habermas le acusa de que su genealogía no
se puede aplicar a ella misma; de que mantiene una ambigüedad entre lo
empirico propio de la sociología y lo trascendental, propio de la filosofía; de

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que su noción de poder y de verdad dependen de una filosofía del sujeto y


por último de que su posición es relativista, criptonormativa y subjetivista.
En cambio la teoría de la acción comunicativa propuesta por él escapa a
las antinomias de la filosofía del sujeto, ya que da lugar a un saber recons-
tructivo cuyas reglas empleamos desde siempre implícitamente; y por otra
parte las antinomias entre lo empírico y lo trascendental, lo consciente o
trasparente y lo Inconsciente u opaco y el origen y la alienación, se pueden
resolver por medio de su paradigma comunicativo. A partir de Fichte, Ha-
bermas replantea las aporías de la filosofía del sujeto y sus consecuencias:
el positivismo como conclusión del intento de escribir una autoproducción de
la especie; el escepticismo como consecuencia de las utopías psicoanalíticas
o fenomenológicas que buscan una transparencia total; por fin, el terror es-
tatal como conclusión de las filosofías escatológlcas de la historia.
Sin entrar aquí en la crítica de la razón comunicativa y de su ideal de
consenso, concluimos con una versión más sobria del racionalismo frankfur-
tiano debida a Albrecht Wellmer (n. 1933), el cual en Dialéctica de la mo-
dernidad y la postmodernidad (1985), se acerca a J. F. Lyotard para poner
en cuestión la posibilidad de una teoría omnicomprensiva de la racionalidad
como la defendida por Habermas, pero se distingue de él al defender una
noción débil de universalidad consistente en la búsqueda, a partir de la
multiplicidad de los distintos contextos de un terreno común, de costumbres
de segundo grado que comprenderían las reglas de la autodeterminación ra-
cional y que a través de procedimientos democráticos permitieran un domi-
nio no violento de los conflictos. A partir de un análisis de la crítica del suje-
to y de la razón llevada a cabo por el psicoanálisis, de la crítica de la lógica
de la identidad como puesta al servicio de la razón instrumental de Adorno
y de la crítica que la filosofía del lenguaje de origen wittgensteiniano lleva a
cabo del sujeto como constituyente del sentido que el propio A. Wellmer
emplea para relativizar las dos críticas anteriores, nuestro autor entiende la
postmodernidad como el impulso hacia una autotrascendencia de la
razón, que piense «el universalismo político–moral de la ilustración, las
ideas de autodeterminación individual y colectiva, de razón y de historia de
forma nueva» sin caer en «un mesianismo de la reconciliación ni en una re-
gresión política y cultural». Este pensamiento nuevo lo obtiene Wellmer a
partir de la destrucción del subjetivismo por la filosofía del lenguaje,
que descubre los sistemas de significados lingüísticos enraizados en formas
de vida y en prácticas sociales distintas, como algo que precede a toda in-
tencionalidad y subjetividad y que no puede ser entendido por una razón
que opera en términos de una lógica de la identidad.
Concluimos aquí sin más que recordar brevemente, como la filosofía del
lenguaje wittgensteniana puede usarse en la solución de la problemática de-
rivada de la crisis de la razón, como nos demuestra la obra de R. Rorty, el
cual mediante la conexión entre pragmatismo y hermenéutica, que une a L.
Wittgenstein, M. Heidegger y J. Dewey, lleva a cabo una autocrítica de la
filosofía analítica que la sitúa de pleno en el ámbito del pensamiento post-
moderno con su rechazo de la filosofía de la representación, es decir,
de una filosofía entendida como teoría del conocimiento, con su aban-

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dono de la idea de una fundamentación última y su defensa de un conduc-


tismo epistemológico de cuño pragmatista y con su abandono de la idea de
verdad que la sitúa en un relativismo extremo. Traemos aquí a Rorty para
recordar que sin los resultados de la filosofía post–analítica anglosajona el
debate entre pensamiento francés, italiano y alemán sobre la modernidad y
la postmodernidad estaría cojo, como nos recordaba hace poco Ignacio So-
telo [n. 1936, politólogo, escritor, ensayista y catedrático de Sociología es-
pañol. Miembro de la Academia Europea de Ciencias y Artes. Durante su
etapa como estudiante se afilió al Partido Socialdemócrata fundado por Dio-
nisio Ridruejo (1912−1975, escritor y político español perteneciente a la
Generación del 36 o Primera generación poética de posguerra. Participó co-
mo falangista en el bando de Franco (1892−1975), pero ya desde 1941 su
distancia con el nuevo régimen se iniciaba, consumándose al año siguiente
con la dimisión de sus cargos. Ridruejo pertenecía a la Primera Generación
de Falangistas, los llamados «camisas viejas», afines al pensamiento de
J. A. Primo de Rivera (1903−1936) y Manuel Hedilla (1902−1970) y,
por tanto, críticos con el franquismo y la manipulación que éste estaba ha-
ciendo del pensamiento falangistga original de José Antonio. Desde enton-
ces, se enfrentó al franquismo, sufrió cinco años de destierro y unos meses
de cárcel (igual que otros falangistas de la primera guardia que se negaron
a servir a Franco); en fin, manteniendo cierta libertad de acción, luchó hasta
el final de su vida por las libertades, uniéndose con la oposición franquista)
y fue procesado por el régimen franquista por asociación ilícita. Al concluir
sus estudios se exilió primero en Francia, para terminar en Alemania como
Catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad Libre de Berlín. Desde
1990 compatibilizó dicha cátedra con la de Sociólogía en la Universidad Au-
tónoma de Barcelona, hasta su excedencia en 1996. Una de sus últimas pu-
blicaciones ha sido El Estado Social: antecedentes, orígenes, desarrollo y
declive, Trotta, Madrid, 2010, presentado en el programa de la UNED Sin
distancias, «Revista de Filosofía» de Radio 3, junto a los profesores F. J.
Martínez Martínez y A. García−Santesmases, director y co−director, respec-
tivamente, del mismo].
Para no abandonar definitivamente el tema sin aludir a algún pensador
español y dejando a aquellos que se han limitado a importar la problemáti-
ca, nos vamos a referir brevemente a Gerard Vilar (n. 1954) y sus Discur-
sos sobre el senderi (n. 1954), en el que el joven filosofo catalán, discípulo
de J. Muguerza y M. Sacristán, plantea la noción de senderi —cordura,
seso, tino—, procedente del griego sindéresis, como un tipo de microrra-
cionalidad de tipo praxeológico y ético, que «ha renunciado a toda pre-
tensión de seguridad, de certeza, de universalidad, de garantías y de cienti-
ficidad, para dejar paso a una ética ajustada a las limitaciones del hombre y
a sus capacidades creadoras y de inventiva, sin abandonar, sin embargo, el
punto de vista de la humanidad, punto de vista que ilumina las formas ac-
tuales de la cosificación y que constituye el alma de todo pensamiento au-
téntico, aquel que por una parte aprehende su época en pensamientos y por
tanto no rehúye sus contradicciones, escisiones y precariedades, antes al
contrario y por otro lado, las asume como fertilizantes para creer, inventar y

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hacer surgir un pensamiento como futuro, de futuro». Con esta muestra au-
tóctona de un pensamiento débil y postmoderno que no renuncia sin
embargo al discurso emancipatorio acabamos aquí.

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