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XV JORNADAS INTERESCUELAS/DEPARTAMENTOS DE HISTORIA

16 al 18 de septiembre de 2015
Comodoro Rivadavia – Chubut

ORGANIZA:
Departamento de Historia Sede Comodoro Rivadavia
Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales
Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco (U.N.P.S.J.B.)

Número de la Mesa Temática: 106

Título de la Mesa Temática: Género y colonialidad. Horizontes epistemológicos y


temáticos del colonialismo y la colonialidad en la historia argentina y latinoamericana.

Apellido y Nombre de las/os coordinadores/as: Graciela Hernández y Beatriz Garrido

Manifestaciones de la masculinidad en la narrativa breve de Juan José Hernández

Pucci Valentina

UNT

valpucci19@gmail.com
Introducción

Este trabajo procura indagar en la narrativa breve del escritor tucumano Juan José
Hernández (1931-2007), prestando especial atención a la presencia y configuración de la
masculinidad en dos cuentos: “Tenorios” y “La intrusa”; publicados por primera vez en
1965.
Hernández develaría una masculinidad en construcción en los tres protagonistas de los
cuentos, que estaría en pugna con los mandatos patriarcales, y a su vez en tensión con
figuras femeninas. Esta construcción se revelaría en las voces de los narradores, expresión
de conflictos, tensiones y expectativas que, al no poder ser alcanzadas, generan quiebres
en la identidad de los sujetos.
Mi objetivo será demarcar cuáles son las formas en que se manifiesta esta construcción,
determinar si se corresponden o no con lo permitido/restringido por el orden patriarcal, y
en un objetivo más general, aportar al estudio de este autor cuya sensibilidad para la/s
problemática/s de género es un aporte para la profundización de esta temática en y a través
de la literatura, discurso que permite leer las tramas contenciosas de la cultura.
A la vez, y teniendo en cuenta lo anteriormente dicho sobre el potencial develador de la
teoría de género, resulta interesante pensar la figura del escritor como representante de
una corriente que, durante el gobierno peronista, experimentó el fenómeno de la
inmigración interna. Este hecho resultaría de peso en su literatura, aportándole un punto
de vista basado en un posicionamiento descentrado, que no puede ser menospreciado en
su escritura, como aspecto a ser analizado. La crítica ha insistido en caracterizar su
narrativa como "prosa localista", cayendo en una actitud colonial, al desprovincializar y
universalizar la metrópolis -Buenos Aires- como lugar de enunciación privilegiado, al
mismo tiempo que situando a los escritores de este espacio como representantes de una
literatura “nacional”, aspecto sesgadamente colonial. Es necesario tener en cuenta que
aunque Hernández vive en Buenos Aires durante gran parte de su vida como escritor, no
es allí donde reside su escritura, sino en Tucumán, que es su referente. La crítica se ha
basado en este aspecto, el la espacialidad y referencialidad de los relatos para clasificar
al autor como perteneciente a la escritura de una “zona”. Sin embargo, la suya es una
escritura de la ciudad, por ser una literatura emergente, que aúna la producción literaria
de escritores del interior, y en la que el mismo se ve incluido. El reconocimiento de estos
narradores por parte de la crítica se inicia con la consideración de su escritura como
superadora de los límites y lugares comunes de la literatura regionalista; cuya estética,
hasta entonces, había sido atribuida inexorablemente a quienes escribiesen desde el
interior; estableciendo así un centro y una periferia en el campo cultural argentino y más
específicamente el literario.
A nivel textual este aspecto se observaría en el poder significador de la “gran ciudad”
como el horizonte de expectativas ligadas al progreso económico y a la pujanza cultural,
en contraposición al atraso social y la monotonía de la provincia. Esta dicotomía Buenos
Aires/provincias o “interior”, es un ideologema que atraviesa tanto la escritura de
Hernández como su propia trayectoria vital.

Sobre el autor

Juan José Hernández nació en 1932 en Tucumán y falleció en marzo de 2007, en Buenos
Aires. Los cuentos a analizar aquí fueron publicados en 1965,1 en un volumen titulado El
inocente.
Su narrativa suele ser considerada como “prosa localista”, la cual, a pesar de que el autor
se instala en la ciudad de Buenos Aires, un desplazamiento que Daniel Moyano califica
como “exilio”, donde vivirá hasta su muerte, su producción nunca pierde ese color local.
La crítica precedente ha puesto el acento en el aspecto particular de su voz narradora,
actitud o elección que proviene -a mi entender- de un posicionamiento centrado en el
puerto de Buenos Aires, como epicentro único de referencia cultural a nivel nacional.
A la vez, resulta interesante pensar la figura del escritor, como representante de una
corriente que, durante el gobierno peronista, atravesó por el fenómeno de la inmigración
interna. Este hecho resultaría influir en su literatura, aportándole un punto de vista basado
en un posicionamiento descentrado, que no puede ser menospreciado en su escritura,
como aspecto a ser analizado. La crítica ha insistido en caracterizar su narrativa como
"prosa localista", incurriendo a su vez en un posicionamiento colonial, al
desprovincializar la metrópolis -Buenos Aires-, como lugar de enunciación privilegiado,
al mismo tiempo que situando a los escritores de este lugar como representantes de una

1
Publicó su primer libro de poesía, Negada permanencia, en 1952¸ le siguieron La siesta y la naranja,
Claridad vencida, Otro verano y Cantar y contar. Su primer libro en prosa, El inocente, fue publicado en
1965. En 1971 se editó su novela La ciudad de los sueños (Buenos Aires, Sudamericana, 1971); y en 1977
una segunda colección de cuentos, La favorita (Caracas, Monte Ávila, 1977). En 1996 aparecieron sus
cuentos completos, con el título Así es mamá. Apareció una reunión de sus cuentos publicados previamente,
en Centro Editor de América Latina, en el año 1982: “‘La señorita Estrella’ y otros cuentos”. En el año
2001 se publicó Desiderátum (Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2001), su obra poética reunida; y en 2003,
sus ensayos: Escritos irreberentes (Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2003).
literatura “nacional”, aspecto sesgadamente colonial. El posicionar a Hernández en un
lugar claramente identificado con una región, habla al mismo tiempo de la visión binarista
y situada de la crítica, identificada con el centro y cultural y político de nuestro país,
estableciendo así una periferia literaria y estética que podría condicionar su lectura.
Aunque sí podríamos decir que Hernández escribe desde una periferia, aún instalado en
el centro de la escena cultural, su identidad provinciana, entrecruzada por su profesión
como escritor, lo relegará a ese lugar, a pesar de haber sido aclamado por sus
contemporáneos colegas así como por la crítica, no ha sido popularmente conocido.
El autor ha sido incluido en la Historia de la Literatura Argentina publicada en 1967 y
luego en 1981 por Centro Editor de América Latina en la “Generación de 1955”,
generación que, como se ha señalado, involucra una amplia gama de expresiones y de
autores, algunos vinculados al realismo y al compromiso político-social, y otros,
pertenecientes las nuevas generaciones de escritores, “más inclinados a buscar en sus
obras cierta tensión lírica y cierta elaboración del lenguaje que no excluye, sin embargo,
un propósito de indagación de la realidad argentina claramente verificable.” (1967:1303)
Esta generación narrativa se caracterizaría por compartir el impacto de la caída del
gobierno peronista en la sociedad argentina, en el año 1955, y la consecuente inestabilidad
política del país durante la década del ‘60. La narrativa que se comienza a producir a
partir de entonces no hace sino continuar diversificando el panorama de respuestas
literarias, ante la incertidumbre vivida como “estructura de sentimiento”, al decir de
Raymond Williams.
El autor estuvo vinculado al autodenominado grupo La Carpa, que, desde Tucumán,
produjo una revista que se publicó a mediados de la década del ‘40. A este grupo
pertenecieron, junto a Hernández, poetas como Manuel J. Castilla, Raúl Galán, Raúl
Araoz Anzoátegui, Julio Ardiles Gray, entre otros. El grupo realizaba ediciones de sus
propias obras, y reuniones en Salta, Tucumán, Jujuy.
En relación a los trabajos de investigación sobre su obra, las autoras Magda Lahoz y
Eulalia Rovira ponen el acento en cómo la narrativa de Hernández “aparentemente
monocorde y no obstante fuertemente irónica, esconde una voz, que desde fuera del
discurso, influye, determina el discurso del narrador, voz polémica, escondida. Un
discurso que sobreentiende otro discurso y que implica doble juego.” (1993:366)
Por otro lado, en su temprano estudio, Delgado y Gregorich (1967) catalogan la obra de
Hernández, desde sus primeros libros de poemas (Negada permanencia, Claridad
vencida, Otro verano) como textos que “anticipan ya un dominio del lenguaje muy
depurado, y una sensibilidad ejercitada y particular”. Esa cualidad le otorga una mirada
diferente que se transluce en la presencia de

Problemas que se reiteran en forma manifiesta o aparecen subrepticiamente. En ellos el


marco es único y similar; el gran personaje es la familia, no la mera familia biológica,
sino la cultural, la de la realidad afectiva y la interacción. Los personajes son
irremisiblemente hijos, padres o hermanos, esas son las relaciones que califican e inciden
en las tramas. Esta constante nos ubica en un cañamazo que al ser observado en detalle
se precisa. Son las madres y sus hijos los que adquieren una importancia fundamental.
Esta es la pareja dramática esencial (…), si bien algunos relatos se centran en las
condiciones de desamparo de la niñez y aluden a circunstancias socioeconómicas, en la
mayoría está puesto el acento en las relaciones subjetivas del niño con los adultos. “Así
es mamá” o “La señora Ángela” analizan el complejo ámbito de la infancia (…)
(1967:162)

Con la anterior tesis también coincide Rodolfo Schweizer cuando, en un estudio


comparativo sobre Daniel Moyano y Juan José Hernández señala que “la cuentística de
Hernández se diferencia de la de Moyano porque está más desprendida de las experiencias
personales. La brevedad impuesta a sus relatos busca elevar el impacto poético de lo que
se cuenta. Por eso sus cuentos arrancan de golpe, terminan elípticamente y no ofrecen un
cierre. En ellos el protagonista es representado como una subjetividad en movimiento2,
mientras la narración se concentra en la creación de una atmósfera, donde se mezclan la
realidad externa y la naturaleza con las proyecciones síquicas del protagonista” (2011).
Esta última idea en particular me resulta inquietante, y considero que es un punto de
partida para abordar el problema de la subjetividad desde la perspectiva antes indicada,
esto es, la de la construcción de la masculinidad, aspecto que busco caracterizar en sus
cuentos.
Como escribiera Moyano mismo en el prólogo a La señorita estrella y otros cuentos:

Desde su exilio le habla a la tierra, a la madre, a la abuela misteriosa, pidiéndoles lo que no


han podido darle. O lo que le ocultaron, como al personaje de “Así es mamá”… Mujeres
blancas y bellas, identificadas con el poder abstracto, poderosas y ultrajadas a la vez, pero
capaces de acabar con todo, incluso con el poder histórico, cuando la belleza comprada por
los dueños de la riqueza se rebela contra ellos hasta destruirlos, y ellos, con los gusanos en

2
La cursiva es mía.
sus cuerpos, tratan de imitar el estremecimiento del placer total y destructivo (1982:2).

Su primer libro de cuentos, El inocente (1965),

(…) despliega una visión de la vida provinciana –Hernández es tucumano- en que las
penetraciones fantásticas y mágicas asedian constantemente el escenario realista, y en
donde el mundo de la infancia es recreado con un paleta particularmente vibrante (Delgado,
Gregorich; 1967).

Finalmente Schweizer afirma que:

Lejos del concepto que define lo real como externo e independiente al individuo, la
cuentística de Hernández parte del concepto de que la realidad es construida a partir de la
interacción con el plano subjetivo del individuo con el mundo externo. Por lo tanto es
múltiple y no unitaria, absoluta o categórica. Su hipótesis narrativa implica el
reconocimiento del contraste entre el mundo como una realidad a priori y el mundo como
percepción personal, lo cual es parte del contraste más general entre apariencia y realidad.
Esto lo lleva a centrar sus relatos en torno a la representación del estado interior de sus
protagonistas, lo cual define su modernidad como autor (2001:9).

En definitiva, todos estos trabajos que abordan la obra narrativa de Hernández, llaman la
atención respecto a la construcción de una atmósfera subjetiva, hasta aparentemente
trivial por lo cotidiana, al adentrarse en los conflictos de los protagonistas. Este universo
íntimo que reconstruye el autor habla del afuera de esos espacios, de los patrones
culturales que atraviesan estos ámbitos íntimos, refractando discursos que se proyectan
subjetivamente –por el parlamento de los personajes- en el texto. En ese sentido, los
trabajos que abordan este aspecto, profundizándolo en el aspecto intradiegético, es decir,
analizando el discurso en boca de los personajes, pero ninguno aborda la perspectiva de
las identidades constructivas de género, la propuesta subjetivista del autor en cuanto a
estas construcciones, sin tener en cuenta la perspectiva de género presente en el
enunciado, en las voces de los personajes.

Género, patriarcado y masculinidad


El concepto de género materializa la inquietud del movimiento feminista en relación a la
construcción social de la diferencia sexual, inquietud que busca comprender los procesos
que significan y codifican esta diferencia, a fin de diferenciar las construcciones sociales
y culturales de las inscripciones biológicas en el sujeto.
En el campo de la antropología, la definición de género alude al orden simbólico con que
una cultura dada elabora la diferencia sexual, y a los efectos que esto ejerce en el
imaginario de las personas.
Introducir este concepto en el análisis de la literatura y de estos cuentos en particular
permite visualizar los matices y la forma en que se construye el sistema cultural en torno
a las diferencias de género, raza, edad, etc. Y en particular como la cultura de este espacio
tiempo que plantean los cuentos materializa en la escritura el momento histórico, en torno
a esta sensibilidad de género que el autor, juan José Hernández, nos revela.
La antropóloga y psicoanalista Marta Lamas define género como la construcción
simbólica y social de la diferencia sexual. En ese sentido, apunta Lamas que

Al registrar las formas en que mujeres y hombres son percibidos por un entorno
estructurado por la diferencia sexual, las teóricas feministas, a pesar de sus diferencias,
conceptualizan el género como el conjunto de ideas, representaciones, prácticas y
prescripciones sociales que una cultura desarrolla desde la diferencia anatómica entre los
sexos, para simbolizar y construir socialmente lo que es “propio” de los hombres (lo
masculino) y lo que es “propio” de las mujeres (lo femenino). (1999: 84)

Las relaciones sociales que se establecen en el patriarcado entre hombres y mujeres son
relaciones de poder y subordinación, ya que se trata de un orden basado en la jerarquía y
en la asimetría. Marta Amanda Fontenla define el patriarcado, en su sentido literal, como
gobierno de los padres (2007:256). El concepto refiere específicamente a la sujeción de
las mujeres al dominio masculino, al mismo tiempo que singulariza la forma del derecho
político que los varones ejercen en virtud de ser tales. La familia es, claro está, una de las
instituciones básicas de este orden social por su rol reproductor -biológicamente
hablando-, y encargado de la aculturación/socialización de los sujetos en el marco de las
relaciones de poder patriarcales.
Siguiendo las reflexiones de Lamas, no es posible comprender al género y la diferencia
sexual sin abordar el proceso de constitución de la identidad, “ya que la categoría implica
comprender la interrelación compleja con otros sistemas de identificación y jerarquía”
(1999: 87).
Es en este sentido como el sistema de género –y el orden que prescribe, el patriarcado- se
encuentra arraigado en las subjetividades, representaciones, y prácticas, y ello genera una
naturalización de esta diferencia, una invisibilización del carácter artificial e histórico del
sistema, aunque el mismo se remonte a una antiquísima relación histórica entre los sexos.
Así como la idea de “mujer” es una construcción cultural, también lo es la del “varón”,
reflejado en el proceso de la construcción identitaria masculina. Podemos entender la
masculinidad, entonces, como una esencialización y una abstracción reduccionista de lo
que significaría el ser hombre.

Entre los atributos de la masculinidad hegemónica contemporánea coinciden en resaltar


componentes de productividad, iniciativa, heterosexualidad, asunción de riesgos,
capacidad para tomar decisiones, autonomía, racionalidad, disposición de mando y
solapamiento de emociones -al menos, frente a otros varones y en el mundo de lo público-
(Faur, 2007:204).

A partir de esta noción, los estudios sobre masculinidades surgidos en las últimas décadas
abundan en referencias a los “mandatos” que los varones reciben de la sociedad. Tanto

Varones [como] mujeres participan en la construcción de la masculinidad como una


posición privilegiada. Ellos y ellas colaboran en la creación de esta sensación generalizada
que Joseph-Vincent Marqués (1997) sintetiza del siguiente modo: “Ser varón es ser
importante” y es “tener que ser importante” (2007:205).

Esta supremacía culturalmente sostenida, es un aspecto que podrá ser claramente


visualizado en los cuentos que integran el corpus. Esta manera de concebir la
naturalización, estos trazos y la forma en que se subjetiviza, a partir del aporte de Lamas
y de Bourdieu, es lo que nos interesa analizar en cada caso.
En el plano de la sexualidad, el modelo prescribe la heterosexualidad, desear y poseer a
las mujeres, a la vez que sitúa la animalidad, que sería propia de su pulsión sexual. El fin
último de la masculinidad sería el emparejamiento, la conformación de la familia y la
paternidad.
Para poder distinguir estos significados, es necesario leer los discursos sociales a la luz
de la teoría de los géneros discursivos, desde la perspectiva del teórico ruso Mijaíl Bajtín
quien resalta la importancia, para la comprensión de la prosa literaria, del plano de análisis
del discurso desde el punto de vista de su relación con la palabra ajena. Su concepto
central de polifonía, consiste en que las voces en el discurso permanezcan independientes
y que, como tales, se combinen en una unidad de un orden superior (1993:38).
Bajtín propone el concepto de polifonía en el marco más amplio de la visión dialógica
que caracteriza al mundo de la novela, ya que en ella “el diálogo ha penetrado adentro de
cada palabra, provocando una lucha y corte de voces. (1993: 110).
Es así como en los cuentos se podrá apreciar la riqueza polifónica de la narración, que
penetra al interior mismo de la palabra de los personajes. En ese sentido es como Bajtín,
se refiere a lo bivocal.

Las palabras ajenas introducidas en nuestro discurso ineludiblemente se revisten de una


nueva comprensión que es la nuestra y de una nueva valoración, es decir, se vuelven
bivocales. La interrelación de estas dos voces puede ser muy diversa. Ya una repetición de
una aseveración ajena en forma de pregunta lleva a la coalición de dos interpretaciones en
un mismo discurso: nosotros no sólo preguntamos sino que también problematizamos la
aseveración ajena. Nuestro discurso cotidiano práctico está lleno de palabras ajenas: con
algunas fundimos completamente nuestras voces olvidando su procedencia, mediante otros
reafirmamos nuestras propias palabras reconociendo su prestigio para nosotros y,
finalmente, a otras las llenamos de nuestras propias orientaciones ajenas u hostiles a ellas
(1993:272).

Los cuentos
“Tenorios”

El título del cuento es particularmente sugerente, ya que remite a una interpretación


canónica de la masculinidad a través del adjetivo tenorio, entendido como “hombre
mujeriego, galanteador, frívolo e inconstante” (RAE, 2001:1464). El cuento relata las
artimañas y vicisitudes de un protagonista que relata en primera persona su vivencia,
cómo su madre moldea en el un varón patriarcal: “con tales ideas en la cabeza, mamá
aguardó a que el tiempo modelara, en un nuevo Tenorio, el instrumento de su venganza”
(2004: 152).
Ella se erige a sí misma como portaestandarte de un “dispositivo de control” foucaultiano,
es decir como una forma subrepticia de dominación, teniendo en cuanta que el vínculo
madre/hijos es generalmente concebido como una relación jerarquiza de poder. Desde ese
punto de vista, este personaje se erige como la agente reproductora de los mandatos que,
paradójicamente, la han condenado a la dominación y desestimación de su propia vida
por un principio masculino rector. La historia de este personaje que es al mismo tiempo
es narrador está marcada por la negación de su padre de la paternidad, y la consecuente
sobrevivencia de una madre soltera que busca educar a su hijo para superar esta miseria.
La madre cifra en su hijo las esperanzas de alcanzar un estadio mejor de
subsistencia/existencia, y que su hijo no sólo supere las penurias económicas que
atraviesan, sino que además sea capaz de seducir y fortalecer su imagen de varón
dominante, para no caer en la -según ella- “trampa” que tienden las mujeres para llegar al
matrimonio, empresa en la que ella misma fracasa. De allí que su hijo se convierta en un
“tenorio”, en un hombre exitoso entre las mujeres, seductor, conquistador. Esta es, para
ella, la llave del éxito, el camino de la autonomía al que quiere conducir a su hijo.
Se trata de una madre deseosa de venganza, movida por un profundo odio hacia las
mujeres que han sido, como ellas, víctimas -y competidoras- de la caza furtiva de quien
fuera su pareja y padre de su hijo; deseo de venganza que pretende inculcar pacientemente
a su hijo, alentándolo a mantener permanentemente un estado de vigilancia frente a las
supuestas malas intenciones de las mujeres, seres naturalmente malvados.

La verdad que conocer a Freddy fue sacarme la grande. Ni comparación entre él y los
muchachos del barrio, esa manga de envidiosos del arrastre que tengo con las mujeres.
¿Es culpa mía acaso? Quien hereda no hurta, bien lo dice el refrán (2004:149).

Esta, la oración que abre el relato en primera persona, sitúa la perspectiva de la que el
narrador parte, para comprenderse a sí mismo: es el heredero de una bienaventuranza para
con las mujeres, dando cuenta de una concepción patriarcal fundamental: la que establece
la división binaria mujer/varón y asociada a esta la condición de pasividad/actividad,
según la cual el hombre ejerce una posición dominante con respecto a la mujer, en cuanto
a la conquista o seducción, así como en todos los otros órdenes de la vida social. Como
se observa, él mismo vincula a su padre con la popular frase “quien hereda no hurta…”,
a pesar de no haberlo conocido. Y es que se trata de una figura masculina simbólica,
internalizada en la subjetividad. Es lo que el narrador mismo observa, y de lo que da
cuenta a lo largo del cuento, a través de la figura de su amigo Freddy: “Gracias a su
amistad, mamá ha dejado de fastidiarme con aquello de las malas compañías, y que has
cumplido los veinte y es hora de pensar en tu futuro”3 (2004:149).
Característico de este relato es que el narrador introduce la voz identificada con su madre
mediante el recurso de la referencia indirecta, como lo evidencia el uso de la distancia
irónica en los pasajes resaltados con cursiva. Este es un caso particular, en el cual se
entremezclan la referencia directa con la indirecta, mediante un tono coloquial, mediante
el cual el narrador remite las palabras de su madre, buscando diferenciarse de las mismas.
De esa forma podemos visualizar claramente la presencia de la voz femenina
inmiscuyéndose en la voz narradora, distinguible por el uso de la voz indirecta. En esta
confusión de voces se puede ver también un aspecto que hace a la masculinidad: el
imperativo patriarcal de forjar un destino unido a la trascendencia por fuera de los límites
del grupo de socialización primaria, la familia, que se resume en la frase “pensar en tu
futuro”; unido a la idea de que las “buenas compañías” llevan por el “buen” camino, el
de la autonomía masculina, símbolo de su proyección permanente hacia el mundo: el
varón debe salir de su hogar materno para encontrarse y encontrar su destino, “realizarse”:
“Mamá opina que es todo un caballero, y hasta lo encuentra buenmozo a pesar de su
defecto. La buena educación embellece a las personas, dice hipócritamente4”. (2004:149)
Con el uso del calificativo “hipócrita” la voz del protagonista se distancia de la voz de su
madre, con quien el dialoga permanentemente formándose un contrapunto hacia adentro
de la voz del narrador. La réplica está presente en la carga semántica de este sustantivo,
que denota el fingimiento, el juego de las apariencias que caracteriza al patriarcado.

Había sido un veleta, un picaflor; pero la culpa no era de él, que en el fondo tenía un
corazón de oro, sino de las mujeres que como perras alzadas se le ofrecían
descaradamente. A él, como hombre, lo justificaba. ¿Pero cómo podía ella, desprovista
de atractivos físicos y de fortuna, competir con sus rivales? Enamorada de mi padre, había
sufrido en silencio aquella competencia desleal. (2004:152)

Así, el narrador esboza una suerte de crítica a este aspecto del patriarcado, anteriormente
analizado, reflejando esa escisión que opera entre las palabras y las prácticas, entre los
mandatos, y la realización personal de los mismos, ya que la exigencia que el sistema

3
Cursiva introducida por mí.
4
Cursiva introducida por mí.
ejerce de manera coercitiva sobre las subjetividades es tan alta, que se hace necesario
pretender y fingir para poder alcanzarlas con éxito, lo cual es prueba del carácter
socialmente construido de la categoría/identidad de género.

Igual me ocurre con el amor: mucho suspiro, mucho embeleso. Parecería que me derrito
como un caramelo, y en el fondo un témpano. ¿Será que tengo pasta de actor? Pienso que
las mujeres saben que miento, pero no les importa. La mentira forma parte de ese juego en
el que siempre son perdedoras (2004:150).

La madre pone todo su esfuerzo en fomentar la autoimagen de hombre exitoso, coherente


con lo que venimos describiendo como un permanente juego de apariencia e imagen.
Juego que es también un juego de espejos, que son los otros, con cuya mirada se construye
la propia identidad, incorporándola a la subjetividad:

¿Pero cómo podía desentonar con un amigo? Por lo mismo que un gorrión desentona con
un pavo real, me explicó. Naturalmente, yo era el pavo real5. (2004:150)

Tanto a mamá como a Freddy les entusiasman mis enredos amorosos. Para satisfacer la
curiosidad de ambos, me veo en la obligación de exagerar. (2004:150)

Absolutamente controladora de cada paso que su hijo da, la madre vigila incluso su
desenvolvimiento como hombre, no sólo biológicamente sino además su sexualidad y la
sociabilidad.

(…) con el despertar de mi virilidad, deje de dormir en su misma cama. Para fortalecerme
en ese difícil trance, me hacía beber en ayunas yemas de huevo mezcladas con vino y
azúcar; jugo de carne, leche en abundancia. (2004:152)

Esto demuestra que la construcción de su virilidad, indisociable característica de una


masculinidad hegemónica, se manifiesta hasta en estos actos rituales, que provienen de
voces populares, en relación a la fortaleza masculina, y la preparación desde la juventud
de una capacidad para soportar lo desagradable, doloroso, mientras que la mujer desde
niña es educada para ser delicada, débil.

5
Cursivas introducidas por mi.
No deja de ser admirable que una madre, venciendo su natural recato, pudiera hablar con
franqueza acerca de las artimañas que emplean las mujeres para lograr aquellos que más
desean: el matrimonio. (…) Aunque se niegue admitirlo soy el producto de una artimaña
en la que ella fracasó. (2004:152)

El varón, para ser tal, debe dar muestras de poseer la fortaleza y la seguridad necesarias
para ser un “ganador”, sin importar si esto es internamente real o si es fingido, pero debe
ser convincente, lo que demuestra que en realidad es tan solo una pose, un juego de
máscaras.6
Las palabras y concepciones propios del narrador con los de la madre, quien proyecta en
su hijo el resentimiento, haciéndolo, al mismo tiempo, depositario de todo ese legado
patriarcal del que el padre ausente era un ejemplo:

El odio que siente mamá por las mujeres es sólo comparable a la ferocidad con que Freddy
las desea. Mamá no se cansa de decirme que son unas puercas, unas tramposas, que debo
someterlas a mi voluntad y de ningún modo dejarme atrapar, excepto si logro seducir a
una rica heredera. (…) Necesito cambiar de ambiente: en la provincia hay escasas
posibilidades para alguien como yo (2004:153)

Más tarde, el narrador se pregunta: “¿Fue mamá la causante de mi ruptura definitiva con
Teresa? Es cierto que hizo lo imposible por conseguirlo”. Y describe una serie de ataques
perpetuados por ella contra su noviazgo, para terminar convenciéndolo de que la
“verdadera intención”: “En suma, aparentaba poseer todas las virtudes de una perfecta
esposa.” (2004:157)

6
Una lectura de los cuentos en esta clave de “máscaras” la realiza Rodolfo Schweizer, atendiendo a la
dualidad entre máscara y cara, dualidad que los personajes adquieren para enfrentar sus propias
precariedades y fragilidades y de esa forma poder superar los condicionamientos personales. Schweizer
parte de la idea de que en Hernández el protagonista “es representado como una conciencia o una
subjetividad en movimiento.” os protagonistas se encuentran “en proceso o en movimiento hacia su
asimilación o la imitación de un modelo (33), en el sentido de imitación del “otro” como recurso ante la
impotencia personal, adoptando su máscara. Por lo tanto, “estos relatos se dan como un juego entre un
inconsciente que busca concretarse y otro ‘yo’ externo que sirve de modelo, con el lector en una virtual
posición de espectador.” (2001: 31). En ese sentido, la idea de máscara aporta en la comprensión de los
relatos y en la forma en que ahonda la conformación de la subjetividad en permanente pugna con el sistema
social en que se inserta -en el sentido de lucha, de construcción contenciosa de la propia identidad-.
Es allí cuando llega al punto cúlmine de asunción de su masculinidad, momento que
coincide con que el de la toma de posición del yo del relato, que parece aceptar y
reivindicar el proyecto de varón que su madre tiene para él.
De todos modos, su madre no es su único referente. También está Freddy, cual espejo,
para reflejar sus aspiraciones, pero que al mismo tiempo deposita en el mismo cierta
admiración.

Pero nada le interesa tanto a Freddy como el relato de mis propias aventuras salpicadas
de proezas y crueldades, que invento para excitarlo. Este ejercicio ha tenido la virtud de
redoblar mi capacidad amatoria. (2004:156)

A continuación relata cómo logra que una de esas proezas se vuelva realidad, al compartir
un acto sexual en presencia de Freddy, sin que su novia, Teresa, lo supiera, es decir, a
espaldas de su voluntad.

Después de esa noche, Teresa dejo de atraerme. Más aún, me repugna la sola idea de
acostarme nuevamente con ella.

Finalmente me parece importante destacar que la coincidencia de este personaje con una
visión canónica de su masculinidad se vislumbra en la importancia o preponderancia dada
a su cuerpo, a la imagen acerca de sí mismo, a la opinión de su madre.
En este sentido, la masculinidad que va in crescendo en el personaje principal, se va
llenando de sentido a través del cultivo de la imagen corporal, sobre todo, algo que ambos
cuentos tienen en común: un hombre debe ser sano fuerte y dar pruebas de ello a través
de su cuerpo.

Según Freddy, necesito desarrollar mis pectorales antes de viajar a Mar del Plata. Para
complacerlo, día por medio voy a su cuarto de arriba del garaje. Allí, frente a un espejo que
me refleja de cuerpo entero, hago los ejercicios adecuados a esa finalidad. (154)

El texto abre y culmina con una mención al padre ausente, pero presente como referente
claro de la imagen patriarcal que el protagonista del cuento construye, activa y
pasivamente a la vez, como reservorio/receptor de las intrincadas expectativas de la
madre, y como varón orgulloso de serlo.
Creo que si mi padre viviera se sentiría orgulloso de su hijo; sin los medios que él tuvo,
he sabido ponerme a la altura de sus hazañas. Afortunadamente, Freddy apareció en mi
vida para suplir esa ventaja. (…) La admiración de Freddy me ilumina; reflejado en sus
ojos me siento poderoso. Cada día mi torso se parece más al de una estatua. (157)

La ausencia de un padre, así como las estrecheces económicas que atraviesa en su vida
por la misma razón, viviendo solo con una madre soltera, son suplidos, como el mismo
dice, por la presencia de Freddy en su vida: se constituye en la imagen masculina que se
erige como referente para la construcción de una subjetividad identificada, aunque no por
eso menos consiente de su artificialidad y su discursividad, y marcada por la fuerte
imagen de la masculinidad hegemónica, es decir: patriarcal.
Existe entonces una tensión entre la mirada del hijo que percibe el discurso de la madre
como imposición, por la misma estructura de la relación, pero que al mismo tiempo se
identifica con ese discurso, algo que al parecer termina predominando al final del texto.
La operación que se realiza es la del desenmascaramiento de la ideología de género, en el
sentido de que el relato al respecto busca exhibir esos mandatos en cuanto tales, y su
injusticia en tanto arbitrariedad e imposición, y al mismo tiempo mostrar cómo inciden
en la formación de una subjetividad. Como resultado, el relato representa una realidad
pero también la critica a través del juego de voces madre/hijo y sus miradas a veces
contrapuestas, otras complementarias.

“La intrusa”

Este relato traduce la conciencia en diálogo, concepto de Mijaíl Bajtin, de un personaje


principal que asume la voz de su propia narración, investido de una primera persona, pero
que se encuentra en permanente contrapunto con la voz de su abuela, quien fuera su figura
materna; a quien introduce en su voz de manera indirecta -a través de evocaciones y
menciones-. El cuento comienza con una llamada que recibe por parte de un personaje
secundario, Miguel, y allí se inicia un racconto7 de los hechos que se suceden hasta el
presente del enunciado, que es el encuentro que suscita esa llamada.

7
Entendiendo racconto como narración retrospectiva; tomando como punto de partida el presente, busca
recuperar una escena del pasado, progresando lentamente de forma lineal hasta llegar al momento inicial
del punto de partida de la historia.
“La intrusa” muestra al protagonista como un yo que se ve a sí mismo en tanto víctima
de su propia abuela. A lo largo del relato va enumerando las cualidades que lo hacen ser
un derrotado, un hombre deficiente, ya que no posee ninguna de las características que se
le exigen a un varón patriarcal para ser tal: estar unido a una mujer, en el marco de un
matrimonio, una casa que gobernar, un trabajo y un sueldo exitosos que le permita ser un
agente proveedor, y un aspecto físico “saludable”, que indique destreza física, fortaleza,
atractivo sexual, etc. Todo esto por haber vivido bajo la influencia de su abuela, como él
mismo se lo achaca:

Quizá el fracaso de mi vida se explique por las sucesivas intervenciones de mi abuela


en todo aquello que para mí pudiera significar un motivo de distracción o de ingenuo
regocijo. Ella es la culpable8 de mi carácter desconfiado, de mis mejillas hundidas, de
mi aire de jesuita. (2004:225)

La “intrusa” es, justamente, su abuela, quien realiza las intervenciones; y es por eso que
le adjudica un epíteto que denota la presencia de lo femenino en un sentido peyorativo,
bajo la forma de una intromisión sin derecho. Y esta concepción de lo femenino se realiza
a lo largo del cuento mediante la voz narradora en 1ª persona, que da cuenta de la
permanente penetración de la voz de su abuela en su subjetividad, como si fuera una
conciencia detrás de su conciencia; ya sea para impugnar una acción, acallarla o para
ilustrar momentos de su vida con frases elocuentes, de acuerdo al momento. Esta frase
introductoria, en particular, marca la moral religiosa de su abuela, la cual es condenada
por el protagonista, ya que el mismo es signado por esta educación también, que buscaba
alejarlo de todo lo considerado “pecaminoso”; es en ese sentido un peso con el que ha de
cargar, un estigma.
Este vínculo, tan estrecho y hasta exclusivo, es en términos simbólicos el de una “madre
castradora” personificada en su abuela, con su nieto, devenido en hijo: es decir, una mujer
represiva y reprimida, atravesada por límites en cuanto a su propia sensibilidad, educada
bajo los preceptos de una moral que está relacionada con la religiosidad extrema, la
austeridad, la proscripción de los placeres. Para el narrador su imagen está sobre todo
asociada al rencor. Estas características influyen históricamente en su comportamiento,
en su carácter, en toda su cosmovisión y experiencia del mundo, así como también afectó
sus relaciones afectivas.

8
Cursivas introducidas por mi.
Así como la mayoría de los hombres tuvieron cuando niños un ángel de la guarda
bondadoso, yo llevé a mi lado, y llevo todavía en el recuerdo, la imagen de una anciana
que miraba al mundo con expresión de absorta repugnancia (…) (Hernández, 2004:225).

Como se puede evidenciar en esta cita, la imagen maternal se asocia a una figura
angelical. Lejana a esta idealización, su abuela es para él un ser desagradable, hasta
monstruoso, como se verá a lo largo del análisis. La separación que el mismo narrador va
realizando entre sus palabras y las de su abuela, es parte de la toma de conciencia de
saberse poseído por una doctrina con la que tuvo contacto toda su vida, de los
pensamientos propios, que va revelando paulatinamente, hasta llegar al punto culmine del
final, momento de revelación.
Porque la lectura que él hace acerca del éxito que Miguel, su compañero de cuarto, porta
como signo, la visión mística, no parece tener ninguna relación con la moral religiosa de
la que hacía gala su abuela:

Mi abuela, no lo dudo, habría percibido un intenso olor a azufre en el destino de


Miguel Altolabelli. Lo cierto es que Miguel tiene un dios aparte. Como los gatos,
siempre cae parado. (Hernández, 2004:225)

La relación con su abuela explica, en parte, a sus ojos su propia austeridad en relación
con el resto de las mujeres –y con la vida en general-: “Aunque soy por naturaleza
solitario, mi falta de recursos me tiene condenado a la promiscuidad de las pensiones”
(2004:228). A su vez esto es lo que propone Hernández en el cuento: un personaje
atravesado por tensiones, extraviado por la sensación de fracaso pero también que
cuestiona implícita o explícitamente a su abuela. Es el autor implícito quien titula así el
cuento, calificando así la relación que el narrador confirma en su narración. Así es como
va enajenando su vida bajo este principio, justificando una módica vida, falta de
pretensiones. Su fracasado noviazgo tiene algo de esto. De este modo de vivir que, como
el mismo señala, se refleja en la austeridad no religiosa, se traduce en austeridad de
ambiciones ligadas a un modelo patriarcal

Yo no quería casarme por el momento y tampoco me importaba el porvenir. Rompí, pues,


el noviazgo y sacrifiqué de paso los ravioles del domingo (…) El haber vivido la mayor
parte de mi vida en la provincia, con mi abuela, ha creado en mi carácter ciertos hábitos
malsanos, temores y tristezas que a la larga hubieran hecho fracasar el matrimonio. (229)

He aquí donde se ve la no coincidencia de su plan de vida para con la expectativa que de


él tiene la sociedad en general, por el rol que debe ocupar, como en particular, la familia
de su novia, la cual no sólo le reclama asumir este rol, concretado a través del matrimonio,
sino que además se lo exigen como condición para continuar viendo a su hija. Esta
condición, a sus ojos imponente lo lleva a separarse de ella. “Con el índice levantado, el
padre dijo: ‘Un hombre debe labrarse un porvenir’” (Hernández, 2004:229).
A su vez, es al ofrecerse esa formulación donde resurge el tópico de la “provincialidad”
(“el haber vivido la mayor parte de mi vida en la provincia, con mi abuela […]), y la carga
negativa que eso connota para el protagonista, atribuyéndole la causa de la diferencia de
expectativas entre su familia y la de su novia. Y luego, más adelante, agrega: “Un día, en
contra de mis principios, decidí intervenir” (2004:230)
Considero que en este hermetismo, que también se puede ver en su compañero Miguel
(“Aunque compartíamos el mismo cuarto, apenas cambiábamos palabra, (…)) (2004:231)
se materializa la característica negación de la emocionalidad que hace tradicionalmente
al varón, el cual, a diferencia de la “mujer” se espera que sea racional, significando así, o
dando cuerpo a la dicotomía razón/permanencia/neutralidad/hombre-
naturaleza/cambio/emocionalidad/mujer. “Me arrepentí de haber hablado. Tengo por
norma no inmiscuirme en la vida de los demás. En ese sentido, Miguel se parecía a mí.”
Y más adelante realiza una aclaración:

Yo deseaba conocer más detalles sobre su vida, pero simulé indiferencia. (…) No sé por
qué había imaginado que era huérfano como yo y criado por una abuela. No una abuela
austera y rezadora como la mía; la de Miguel debió de ser una italiana ancha, colorada,
con los bolsillos del delantal repletos de golosinas. (2004:231)

Cuando habla acerca de su compañero, el yo se muestra permeable a la envidia que le


provoca esta racha vital de buena suerte que posee su compañero, y se permite pensar en
los “bienes” que obtendría de volverse un típico varón patriarcal: “Tener un cuarto propio,
un jefe bondadoso, una motoneta, conquistar el afecto de una señora, dormir hasta
medianoche, serán para mí, lo sé, bienes inalcanzables.”
El “habitus” para decirlo en términos de Bourdieu se puede ver en aquellos valores que
el narrador defiende como propios, pero que en realidad son ajenos9. Es decir que están
fuera y dentro del sujeto a la vez, son normas que se heredan y se internalizan pero que
no corresponden en nada con su persona, lo trascienden, no involucran su subjetividad).
El “habitus” también se materializa en el cuerpo como representación y creación cultural
que cada persona hace suyo. En este caso, es un motivo más de desilusión para el narrador,
al mismo tiempo que una razón más para envidiar la “buena estrella” de Miguel, en
palabras del narrador:
A menudo suelo preguntarme en qué consistirá el secreto de la buena estrella de
Miguel. (…) Durante el tiempo que vivió conmigo, jamás conseguí contagiarle un
resfrío; nada empalidecía sus mejillas, rosadas y llenas como dos manzanas, ninguna
preocupación era capaz de hacerle perder un minuto de su sueño tranquilo, un pelo
de su cabeza dorada, un gramo de su robusta corpulencia. Le sobraban piernas,
dientes, ojos. (227)

Sentí un gran alivio al observar que este nuevo pensionista (“Miguel Altolabelli,
mucho gusto”) era lampiño, robusto. (…) A pesar de su aspecto tranquilizador, de
su juventud y de su estatura, me inspiró un ligero temor. (…) Dirán que doy mucha
importancia a esta cuestión, pero un empleado de comercio, por consideración a los
clientes, necesita vestirse con pulcritud. Como dice mi jefe, la ropa es sagrada. (228)
Para el común de la gente, Irma y Miguel formaban una pareja encantadora. Ambos
eran rosados, saludables; hacían pensar en un picnic entre los árboles, en el dulce de
leche, en el sarampión. (230)

Del otro lado se encuentra el, como contraejemplo de esta imagen de fortaleza,
relacionados con esos “hábitos malsanos, temores y tristezas” que lo afectaron al punto
de volverlo incapaz de relacionarse y de constituir una familia, algo que además lo
adjudica a su crianza toda, en manos de su madrastra y de su padre, quienes lo
despreciaban tenazmente:

9
Para ampliar el concepto de “habitus” consultar La dominación masculina, de Pierre Bourdieu, quien
profundiza su análisis en el siguiente sentido: “Si esta división [la de un dominio masculino separado de
uno femenino] parece “natural”, como se dice a veces para hablar de lo que es normal, al punto de volverse
inevitable, se debe a que se presenta, en el estado objetivado, en el mundo social y también en el estado
incorporado, en los habitus, como un sistema de categorías de percepción, pensamiento y acción. Se trata
de la concordancia entre las estructuras objetivas y las estructuras cognitivas que posibilita esa relación con
el mundo que Husserl describía con el nombre de “actitud natural” o experiencia dóxica.” (2000:2)
Mi madrastra y mi padre, que eran avaros, comenzaron a tomarme entre ojos a causa
de mi silencio y mi pasividad. Me llamaban inútil, pollo raquítico incubado por una
vieja beata, cara de escapulario, y otras maldades. (…) con el recuerdo de mi abuela
a cuestas, mis ojeras y mi contagiosa antipatía. (240)

Cabe aclarar que con esto no pretendo reducir la noción de habitus a la de corporalidad
simbolizante y simbolizada culturalmente, en el sentido pero sí me parece un aspecto muy
importante del mismo –concepto-. En ese sentido el narrador se refiere a las mujeres,
como constructo en el cual se depositan ciertos estereotipos, como es el caso de Irma, la
sobrina de la pensionista y pretendiente de Miguel:

No está bien provocar a un hombre de esa manera y después, cuando las cosas arden,
hacerse la mosquita muerta y permitir que la tía amenace a Miguel con llamar a la
policía. (…) Cualquiera, en su caso, habría hecho lo mismo; no yo, que detesto a las
jovencitas agrandadas del tipo de Irma que se despeinan como las actrices de cine,
se comen las uñas y pasan horas hablando por teléfono. (230)

Y sin embargo, la doble moral patriarcal se evidencia implícitamente renglones después,


cuando se evidencia una distancia entre los discursos y las prácticas: “(…) a menudo
había observado los pechos de Irma debajo del delantal; no eran precisamente los de una
niñita, (…)” (230).
En síntesis, puede verse en ambos cuentos la presencia constante del primer imperativo
patriarcal, que se resume en el término “porvenir”, entendido como una prospección o
una proyección de un ideal social que se vincula a la idea de familia, de sostén económico
digno; es decir, la idea de que el sujeto debe labrarse un lugar (de respeto) en la sociedad,
como fuente de aceptabilidad en los parámetros de la sociedad civil occidental, y este
imperativo emplazado en las figuras femeninas como las que representa implícita y
explícitamente el autor en los cuentos. En el caso de “la intrusa” no hay una referencia
explícita a que la abuela opere en ese sentido, pero se desprende que esa proyección
procede de la fuerte adhesión de su abuela a la ideología moral católica; como se puede
ver en el episodio relatado por el yo narrador, por el cual se decide a dejar a su novia ante
la exigencia de parte de su familia política de concretar el casamiento.
Puede verse a través del análisis realizado que los personajes femeninos están presentados
de manera estereotipada, esto es, bajo la forma de mujeres que pretenden controlar todo
lo que atañe a sus hijos/nietos/sobrinos, atadas a una versión de cómo deben ser las cosas,
el crecimiento, el devenir de sus hijos, guiadas por una imagen fija de cómo debe ser
considerado el éxito.
Es así como el personaje principal protagonista, el yo, va haciendo una comparación
permanente con las características de Miguel Altolabelli que lo señalan como estandarte
del varón patriarcal, soltero exitoso, ante las cuales se siente siempre en inferiores
condiciones. Atribuye todo este descrédito de sí mismo al haberse criado con su abuela,
a quien describe como atrapada en un engaño, como él le llama a su visión de la vida,
esto es, como “valle de lágrimas”, proyectada hacia la muerte.

Así, como la mayoría de los hombres tuvieron cuando niños un ángel de la guarda
bondadoso, yo lleve a mi lado, y llevo todavía en el recuerdo, la imagen de una
anciana que miraba al mundo con expresión de absorta repugnancia desde los
postigos entreabiertos de su balcón. (…) Tuve ganas de responderle que nunca sería
como Miguel, que la culpa de mi color enfermizo era de mi abuela, pero que
intentaría con toda el alma comer el dulce perverso porque amaba la vida, aunque
fuese un contagio, una enfermedad. (244)

Conclusión

Es paradójico que al estudiar la masculinidad terminemos hablando de estos personajes


femeninos que acompañan el proceso, pero es posible decir que si ellas no estuviesen el
mismo no se podría realizar. Esto se debe a dos cuestiones, ya antes señaladas, una de las
cuales consiste en el carácter socialmente construido del género y profundamente
arraigado en las prácticas que se configuran a través de la vivencia compartida con sus
hijos, perpetuando el ideal masculino; sin embargo, ellas se crean a sí mismas, y recrean
su propia identidad, no son sólo reproductoras, son mujeres que viven el oprobio de serlo,
sin saberlo quizá, experimentando en sus propios cuerpos el haber sido madres,
experiencia vitalicia, que las marca. En el caso de la abuela del personaje de “La intrusa”,
reemplaza a la madre ausente, pero parece experimentar los mismos complejos y reveses
vitales que otras figuras maternales ofrecidas por los relatos del autor, o por la madre
presente en “Tenorios”, quien también manifiesta ese rencor hacia la vida, rencor que
aparece como profundamente unido a una experiencia de amor fallido, pero en el que
probablemente confluyen y se expresan todos los rencores concebidos, incluidos el de ser
mujer, manifiestos “habitus” que pudimos reconocer tanto en los discursos de los
enunciados como en la representación de los cuerpos. es importante, entonces, remarca
que ellas parecen tender a crear el ámbito propicio para que sus hijos desarrollen el
especial sentido de la vida que debe tener un hombre en los términos del patriarcado, que
es el del deber, el del deber materializado a través de la idea de "labrarse un porvenir".
En su propio quehacer profundamente reproductor del orden patriarcal, parecen encontrar
sus fortalezas estas mujeres, ya que les permite reivindicar su lugar en el mundo.
el estilo con que se narra es un realismo que, como hemos observado, se aleja de aquel
que pretende dar cuenta de una realidad objetiva, siendo el narrador un mero observador,
sino que se trata antes de bien de una representación de la realidad que se manifiesta
desde una interioridad que atiende a la subjetividad permanentemente. Me permito en tal
sentido coincidir con carreta, cuando señala respecto de los relatos de Hernández:

En todos los cuentos campea un ritmo y una ambientación que podríamos calificar
como de ‘propio-americana’, algo que tiene que ver con la desidia, algunos excesos
(pueblerinos, claro está), una cierta lujuria, características todas ellas visualizadas la
mayoría de las veces como una falta, como una inevitable culpa.” (Carreta, 1977)

Es aquí donde se puede observar que a lo largo del volumen de cuentos completos se
manifiesta esta voluntad por dar cuenta de una realidad íntima, cercana a la vivencia
cotidiana de los personajes que retrata, viendo a la familia, como el núcleo fundamental
de problemáticas transversales a toda la sociedad.
los textos analizados, así, parecen coincidir con la visión de la realidad social ofrecida por
teóricos como Bajtín en cuanto a la capacidad de los textos literarios de dejar entrar en él,
en un campo de igualdad, las voces del discurso, que pueden ser contrapuestas incluso, y
estar cohabitando contenciosamente en un mismo enunciado, como sucede en estos
cuentos. En relación con el género, y coincidiendo con la propuesta de lamas, los textos
incitan a reflexionar sobre el hecho de que la conciencia de las personas está habitada por

Las representaciones sociales son construcciones simbólicas que dan atribuciones a


la conducta objetiva y subjetiva de las personas. El ámbito social es, más que un
territorio, un espacio simbólico definido por la imaginación y determinante en la
construcción de la autoimagen de cada persona: nuestra conciencia está habitada por
el discurso social. Aunque la multitud de representaciones culturales de los hechos
biológicos es muy grande y tiene diferentes grados de complejidad, la diferencia
sexual tiene cierta persistencia fundante: trata de la fuente de nuestra imagen del
mundo, en contraposición con un otro. El cuerpo es la primera evidencia
incontrovertible de la diferencia humana. (1996: 340)

Esto se vería reflejado en

La operación mediante la cual la diferencia sexual es simbolizada y, al ser asumida


por el sujeto, produce un imaginario con una eficacia política contundente: las
concepciones sociales y culturales sobre la masculinidad y la feminidad. El sujeto
social es producido por las representaciones simbólicas. Los hombres y las mujeres
(…) no son reflejo de una realidad “natural”, sino el resultado de una producción
histórica y cultural. (Lamas, 1996: 343).

Allí estaría el “triunfo” del sistema: en que se reproduce a sí mismo a través de conductas
alienadas e internalizadas.

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Publicación: Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2011.
Notas de reproducción original: Otra ed.: Juan José Hernández (Aproximación a su
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