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Origen y evolución del test de inteligencia

A principios del siglo XX, el médico y psicólogo francés Alfred Binet ideó un
instrumento de medición para diferenciar a los alumnos capaces de los menos
competentes. Este método, que también se aplicó en las escuelas españolas,
contó con partidarios y detractores. Aún hoy, el tema genera polémica.

Annette Mülberger

CORTESÍA DE A. GUEMBE

EN SÍNTESIS

En 1905, los franceses Alfred Binet y Théodore Simon elaboraron una lista de
ejercicios para distinguir entre niños mentalmente «normales» y «anormales».
Con el tiempo, esta lista se convirtió en el primer test de inteligencia, una prueba
para medir el grado de madurez intelectual de una persona.

Se pensó que era importante detectar a los niños con deficiencias intelectuales
para tutorizarlos y ofrecerles unas clases más adaptadas; también para evitar
con ello que se convirtieran en ciudadanos problemáticos.

Las mediciones psicológicas a través de test fueron introducidas en España por


médicos, pedagogos y criminólogos. Algunos psicólogos reconocieron pronto la
importancia de la educación y del contexto cultural en el desarrollo intelectual del
niño.

Hoy en día, los test psicológicos forman parte de nuestra vida de la misma
manera que nos hemos acostumbrado a que los semáforos regulen el tráfico o al
uso de índices bursátiles como el DAX para saber cómo va la economía del
país. Pero no siempre fue así. El recorrido histórico de una de las pruebas, el
test de inteligencia, estuvo acompañado tanto por entusiasmo como por
rechazo, causando polémica por doquier.
El test de inteligencia se originó en el contexto de la psicología diferencial y el
diagnóstico clínico de los médicos. No por casualidad. A lo largo del siglo XIX, en
diversos sectores sociales aumentó el interés por la inteligencia como rasgo
característico de las personas. Para medirla, los investigadores se sirvieron de
instrumentos antropométricos, sobre todo, la craneometría y la medición de los
tiempos de reacción, de ahí su denominación inicial de «test reactivo». Se
estimaba que una persona con la cabeza más voluminosa era más inteligente
porque le «cabía» una mayor capacidad intelectual; asimismo, se consideraba
que un individuo que reaccionaba con gran rapidez era capaz de pensar a mayor
velocidad y, por tanto, era más inteligente.

Sin embargo, con el tiempo, McKeen Cattell entendió que ese tipo mediciones
«físicas» no ayudaban a la hora de predecir el rendimiento académico de un
joven, motivo por el que no valían para determinar su grado de inteligencia.

En el siglo XIX, las categorías «salud» y «enfermedad» representaban una


oposición terminológica que obligaba en cada momento al encasillamiento de
una persona en una u otra. El médico sería el encargado de dividir la sociedad
en ciudadanos («sanos») y pacientes. En caso de enfermedad, distinguía,
además, si se trataba de un problema físico o psíquico. Mientras que en el
primer caso el diagnóstico resultaba más inmediato por los síntomas o las
secuelas que podían apreciarse en el cuerpo de un individuo, el trastorno
psíquico era más difícil de establecer. Con el comienzo del siglo XX, «salud» y
«enfermedad» se convirtieron más bien en dos extremos de un continuo, lo que
permitía casos o estados intermedios. De ese modo comenzó a aparecer la
categoría intermedia del «niño anormal», que se caracterizaba por sufrir cierto
retraso o incapacidad mental. No se t

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