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PARROQUIA LOS SANTOS ÁNGELES CUSTODIOS

COMUNIDAD DE FORMACIÓN SAN MIGUEL ARCANGEL

TALLER PERDONANDO LAS ETAPAS DE MI VIDA


ETAPAS DE LA INFANCIA Y PERDÓN

SANTIAGO, OCTUBRE A DICIEMBRE 2016

PARROQUIA LOS SANTOS ÁNGELES CUSTODIOS-COMUNID.DE FORMACIÓN SN MIGUELA ARCANGEL


!
¿Puede una madre olvidar a su niño de pecho, y dejar de amar al hijo que ha
dado a luz? Aun cuando ella lo olvidara, ¡yo no te olvidaré! Grabada te llevo en
las palmas de mis manos; tus muros siempre los tengo presentes. (Isaías
49:15-16 )

INTRODUCCIÓN.

Para comprender la necesidad urgente de indagar en heridas


consideradas como pasadas, y que por tanto en muchas ocasiones damos por
olvidadas, la encontramos en el misterio profundo de la sensibilidad y vulnerabilidad
humana. Sin duda es el hombre la cumbre de la creación de Dios, no sólo por su
racionalidad e inteligencia, ni siquiera por su dominio de sí o libre albedrío, sino
porque es la única criatura que –a semejanza con su creador- puede amar y ser
amada.

De este gran don se desprende también nuestra mayor debilidad:


podemos herir y ser heridos de formas impensadas, porque fuimos creados por y
para el amor perfecto de un Dios que es nuestro Padre; sin embargo, a menudo, el
amor de quienes nos rodean pareciera estar a las antípodas de ese amor ideal.
Después de todo, qué son las heridas y qué es el pecado que las provoca, sino fruto
del desamor: faltas de amor. Por tanto, sólo mediante el amor, cuya ausencia es la
raíz y origen de esas heridas, es que éstas pueden ser realmente sanadas.

El tiempo no se detiene para que curemos en profundidad nuestras


heridas, sino que parece correr a prisa, y así, sobre la marcha, intentamos sanarnos
y emendar nuestra vida como podemos, con herramientas siempre precarias, en
especial cuando somos pequeños y aún no tenemos la suficiente experiencia ni
herramientas emocionales para enfrentar los agravios recibidos. Alcanzamos la vida
adulta, entonces, con varias cicatrices e incluso –aunque no queramos reconocerlo-
también con varias heridas supurantes, infectadas porque no hemos sabido
curarlas.

Estas heridas entorpecen nuestro desarrollo personal, y la vez


terminan dañando la vida de aquellos a quienes nosotros más amamos: nuestros
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padres, hijos, hermanos y amigos. Por lo demás, los efectos de estas heridas se
transforman no sólo en heridas del alma, que restringen nuestra capacidad de amar,
sino que también se expresan en problemas psicológicos, ansiedades, angustias,
vicios, comportamientos autodestructivos, accesos de ira, desprecio, odio e incluso
en enfermedades físicas.

Si partimos de la base que todos, en mayor o menor medida, hemos


sido dañados durante nuestra vida, podemos también abrirnos a la esperanza de
ser sanados, no por nuestras propias fuerzas, aunque sí con nuestra buena voluntad
y participación activa, sino que por la fuerza misericordiosa de Dios y la acción de
su Espíritu Santo. Para ello hay que dar un primer paso, la aceptación de que hemos
sido heridos y que necesitamos ayuda. Esta humildad nos permitirá ir avanzando
poco a poco.

REVISITANDO LA NOCIÓN DE PERSONALIDAD

"Oh Dios, examíname, reconoce mi corazón; ponme a prueba, reconoce mis


pensamientos… y guíame por el camino eterno" (Salmo 139:23-24)

Muchas veces damos por sentado que nuestros patrones de conducta son
intrínsecos a nosotros y por tanto inamovibles, como si viniéramos genéticamente
programados para comportarnos de cierta forma o con tendencias que superan
nuestra voluntad. Así, mientras a algunos los tachamos de iracundos a otros de
depresivos, etc., generando así la impresión de que estas tendencias de su
personalidad, al ser estructurales y recurrentes, no son susceptibles de ser
modificadas.

Fijamos, entonces, a las personas diciendo “su personalidad es así” y damos


por zanjado el asunto. Si bien esta concepción no es del todo errada, ya que
efectivamente las personas tienden a ciertos patrones de comportamientos que, a
través de los años, se han ido asentando en su personalidad, hay que entender que
ello no implica una imposibilidad de cambio, por difícil que esto pueda parecer.

Para ello hay que comprender adecuadamente la noción de personalidad:


“La personalidad es el resultado de la negociación entre las cualidades
temperamentales e innatas del niño (sensibilidad, sociabilidad, cambios de humor…)
y las experiencias que el niño en desarrollo afronta tanto en el seno de su familia
como con sus compañeros. La herencia genética tiene un profundo impacto sobre
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nuestro desarrollo, determinando las características innatas de nuestro sistema
nervioso y el modo en que reaccionaremos con las otras personas. Por su parte, la
experiencia también influye directamente en el desarrollo infantil, ya que es capaz de
activar determinados genes y, en consecuencia, de modelar nuestra estructura
cerebral. En este sentido, la oposición entre naturaleza y cultura es falsa porque, para
el desarrollo óptimo de los niños, la naturaleza (la genética) necesita de la cultura (la
experiencia). De ese modo los genes y la experiencia colaboran estrechamente para
llegar a modelar quiénes somos” (Siegel y Hartzell, 2005)

Lo interesante de la definición de Siegel y Hartzell, y que nos compete de


manera especial, es que explicita que la personalidad se construye principalmente
durante la infancia, aunque ello no implica que durante las etapas posteriores de
desarrollo (adolescencia, vida adulta, vejez) también podamos tener experiencias
que alteren nuestra personalidad para bien o para mal, aunque es verdad que es
menos usual. En otras palabras, la personalidad que hoy nos define y caracteriza
como sujetos es una combinación entre nuestras disposiciones heredades y por
tanto naturales, y nuestras vivencias infantiles, las cuales terminan por cuajar del
todo durante nuestra adolescencia.

IMPORTANCIA DE LA INFANCIA

A pesar de lo antes mencionado, alguno quizás aún podría preguntarse,


¿cuál la necesidad de escarbar en recuerdos tan lejanos como los de la infancia?
Principalmente por cuatro razones:

(1) La Infancia (desde los 0 hasta los 12 años) es una de las etapas cruciales en la
formación de una persona, y lo que sucede durante ella determina en gran medida
los comportamientos que se tendrán en la etapa adulta y cómo enfrentamos y nos
relacionamos con los demás;

(2) Es una etapa donde se es particularmente vulnerable y susceptible, es por ello


que, tanto las experiencias positivas como las negativas, dejan una marca profunda
en la personalidad que se traducen en patrones de conducta que en muchos casos
son de carácter inconsciente.

(3) Las experiencias infantiles nos predisponen a ciertas visiones o preconcepción


es del mundo: así, quien ha tenido una vida marcada por las pérdidas, la escasez y
la inseguridad, verá el mundo como un lugar inhóspito e impredecible, tendiendo a
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desconfiar en los demás y evitar el apego a otras personas por miedo a la pérdida.
De la misma manera, quien ha vivido una infancia llena de mimos excesivos,
acostumbrado a recibir todo lo que quería sin esfuerzo alguno, verá a las demás
personas como meros medios que deben saciar sus caprichos, creerá que el mundo
gira en torno a sí, y tenderá a ser altanero y despreciativo con sus pares. Quien, en
cambio, ha tenido una niñez con padres preocupados, cariñosos y responsables,
que supieron darle amor y seguridad, pero sin malcriarlo, tenderá a ser una persona
más equilibrada, con mejores herramientas para lidiar con los problemas y las
situaciones de la vida adulta, capaz de comprometerse con otros y generar lazos
afectivos sanos.

(4) Lo que aprendemos en la niñez no sólo afecta como nos relacionamos con la
sociedad y las demás personas, sino que también –y sobre todo- determina nuestra
relación y nuestra visión de Dios: “los patrones de conducta de nuestros padres y
familiares afectan la manera como nos relacionamos no sólo con nuestro marido o
mujer, sino con las demás personas, especialmente con Dios como persona.
Recuerdo que cuando daba clases en la reservación de los indios sioux y hablaba de
la parte de Dios que es “Padre”, muchos de los niños no querían saber nada de ese
“Padre” Dios. Temían que Él también fuera como sus padres alcohólicos, quienes
tenían estados de ánimo cambiantes y, por tanto, o tenían exigencias irracionales o
de plano ignoraban a la familia” (Linn et al., p. 17).

EL PERDON EN LA INFANCIA Y NUESTRA RELACIÓN CON DIOS.

Habiendo reflexionado en profundidad sobre el tema del perdón, queda


conectarlo con la temática de esta enseñanza. Aunque no lo parezca, todo lo recién
expuesto es de suma importancia, en especial cuando afrontamos el tema de la
infancia, justamente porque las heridas provocados durante esa época tan esencial
para nuestra formación y posterior desarrollo, son a las que están más
profundamente arraigadas, las más inconscientes y que en la mayoría de los casos
se relacionan con personas muy cercanas a nosotros: nuestros padres, familia
nuclear, amigos y figuras de autoridad. También porque son aquellas heridas que
sentimos como más “injustas” e inmerecidas, pues las recibimos siendo pequeños,
vulnerables e inocentes.
En la siguiente sección de la enseñanza, nos abocaremos a comprender en
detalle cada etapa que conforma la denominada infancia, lo que nos servirá para
identificar aquellas etapas en las que hayamos sido heridos, sus consecuencias,
cómo podemos sanarnos y sobre todo, nos permitirá sanar la imagen que tenemos
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de Dios:“La forma como percibimos a Dios está modelada por la manera como
nuestros padres nos trataron, y determina lo que vamos a permitir que Dios sea
para nosotros y qué tanto vamos a permitirle que nos dé. Si nuestra imagen de Dios
está lastimada, podemos entrar a un círculo vicioso en el cual oramos y oramos
pidiendo curación, pero ésta no se produce porque le estamos rezando a un Dios
que únicamente refuerza nuestra herida” (Linn et. al, p. 58).

LAS ETAPAS DE LA INFANCIA (0 A 12 AÑOS)


“Muchos se sienten orgulloso de no tener religión, mientras que sus hijos no pueden
darse el lujo de carecer de ella” (Erikson, cit. en Linn et. al, p. 60).

Para abordar el tema de la infancia, se tomará como principal referencia la


teoría del psicoanalista estadounidense, de origen alemán, Erik Erikson (1902-
1994); en especial la adaptación que de ésta realizaron los psicólogos Matt Linn,
Sheila Fabricant Linn y Dennis Linn en su libro Cómo sanar las ocho etapas de la
vida, donde complementan las etapas descritas por Erikson con su experiencia con
la oración de sanación. Por otro lado, para abordar la “teoría del apego” se tomarán
los postulados de John Bowly, Mary Ainsworth, William Sears y el psicólogo chileno
Felipe Lecannelier Acevedo (Universidad del Desarrollo).

Otro punto de interés del modelo de Erikson, es que éste no considera la


personalidad como un compartimento estanco que se cierra luego de la infancia,
sino que el Yo se desarrolla a lo largo de todo el ciclo vital: “Erikson ve el desarrollo
como un proceso de toda la vida donde siempre hay oportunidades nuevas para
descubrir dones para amar. Él fue el fundador de lo que ahora se llama desarrollo
de por vida, de una visión del desarrollo humano que no se detiene en la niñez, sino
que ve la adolescencia, el principio de la vida adulta, la adultez y la vejez como
etapas posteriores de desarrollo. Para nosotros, la visión de Erikson de un
desarrollo de por vida es como la visión cristiana de cómo el Espíritu Santo siempre
nos está renovando y conduciendo a una vida más plena” (Linn et al., p. 27).

A su vez, Erikson propone que el individuo, durante cada etapa, cultiva o


debiera cultivar una virtud en particular que está asociada de alguna de forma con
la crisis psicosocial que debe enfrentar. Esta virtud, desde la visión de Linn et al.,
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se relaciona estrechamente con el desarrollo espiritual del sujeto y de la relación
que éste tendrá con Dios.

El modelo de Erikson, por lo demás, se ve complementado por la experiencia


en oración de sanación de Matt Linn, Sheila Fabricant Linn y Dennis Linn, quienes
ven el amor, una fuerza capaz de sanar las heridas recibidas en estas diferentes
etapas de desarrollo, y por tanto comprende que detrás de las ocho crisis
psicosociales descritas por Erikson se encuentra la verdadera lucha: entre el amor
y desamor. Es por eso que se afirman que “el crecimiento interior no se logra tan
sólo con atravesar las etapas a tiempo o en orden, sino a través de dar y recibir
amor en cualquier etapa en que nos encontremos” (Linn, p. 31).
A continuación, un cuadro explicativo tomado del libro Cómo sanar las ocho
etapas de la vida, que –a su vez- está basado en la obra El ciclo vital completado
de Erik Erikson:

Etapas Crisis psicosociales Virtud Radio de las


relaciones
significativas
Infancia Confianza básica vs Esperanza Figura materna
(0-18 meses) desconfianza básica
Niñez Autonomía vs duda y Voluntad Figuras materna y
(18 meses-3 vergüenza paterna
años)
Edad del juego Iniciativa vs culpa Propósito Familia nuclear
(3-5 años)
Edad escolar Destreza vs inferioridad Competencia Vecinos, escuela
(6-12 años) o habilidad

Como se puede apreciar en el cuadro anterior, lo que denominamos “infancia” de


manera coloquial se extiende hasta los 12 años, y ésta, a su vez, se subdivide en
cuatro etapas: la Infancia propiamente tal (0-18 meses), Niñez (18 meses-3 años),
Edad del juego (3-5 años) y Edad escolar (6-12 años).

INFANCIA (0-18 MESES): CONFIANZA BASICA VS DESCONFIANZA BASICA


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(
En el libro Cómo sanar las ocho etapas de la vida de Linn et. Al, se deja de
manifiesto que una de las carencias de la teoría de Erikson es que no incluye en la
primera etapa de desarrollo la vida del ser humano antes del nacimiento (ahora bien,
hay que considerar que la obra de Erikson se desarrolla sobre todo en la primera
mitad del siglo XX, época en que aún no existían las ecografías y por tanto la
desinformación sobre la vida intrauterina era mayor). Puesto que este tema ya se
ahondó en la enseñanza anterior, que se abocó exclusivamente a la sanación en el
vientre materno, no se tratará en esta ocasión, aunque creemos necesario dejar
constancia de ello para no caer en el error de minimizar la importancia de etapa de
gestación en el desarrollo del individuo.

Ahora bien, tal como lo evidencia el cuadro resumen de más arriba, durante
este período lo que predomina es un conflicto –crisis psicosocial- entre la confianza
básica y la desconfianza básica. En otras palabras, es entre los 0 y 18 meses que
el niño comienza a desarrollar la confianza y apego necesarios que le permitirán
seguir creciendo en un ambiente que reconoce como de protección, cariño y
seguridad, y que –a su vez-, le darán una buena imagen de sí mismo y de los demás:
“si la criatura recibe el amor y los cuidados que necesita durante la infancia, entonces
decidirá que el mundo es bueno y se puede confiar en él (…). Y la criatura no sólo
decidirá que puede confiar en el mundo, sino que puede confiar en sí misma porque
ve que sus necesidades (y por lo tanto, su ser) tienen buena respuesta, Es como si
el niño dijera: ‘algo bueno sucede cuando expreso mis necesidades. Mis necesidades
han de ser buenas. Yo he de ser bueno’” (Linn et al, p. 52).

Durante esta etapa, sin duda, la figura central es la de la madre, quien es la


que le da el sustento y el cariño necesarios para la sobrevivencia del niño. La figura
paterna también juega un papel relevante, ya que, tal como afirman Linn et. al,
varios estudios han revelado que aquellos niños que han recibido la atención de
ambos padres durante su infancia, demostraron un desarrollo intelectual y social
más elevado que los niños sin una figura paterna amorosa tan presente.

Una palabra clave durante esta etapa es sin duda el “contacto físico”, pues
es justamente a través de él que el bebé, que apenas se puede comunicar,
comprende que es amado, y puede relacionarse con sus padres y con su entorno.
Linn et al. Cuentan en su libro, que la tasa de mortalidad de las criaturas menores
de dos años en los hospitales de EE. UU. era excesivamente alta (casi todos
morían) a pesar de todos los cuidados y esfuerzos médicos que se realizaban,
realidad que no cambió hasta que se percataron que, para aumentar las
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probabilidades de vida de los pequeños, era necesario que recibieran de alguna
manera afecto y contacto físico de otras personas. Así nació la idea de abrir un
voluntariado que le diera esa cuota de cariño y “contacto físico” que necesitaban
los niños. Demás está decir que esta resolución salvó la vida de muchísimos niños.

Durante esta etapa Erikson afirma que, junto con la confianza básica, se
comienza a cultivar la virtud de la esperanza, pues “si hemos recibido suficiente
amor durante la etapa de la infancia y hemos establecido la confianza básica, es
factible que seamos capaces de confiar en Dios y de tener una base que desarrolle
la virtud de la esperanza. (…) Así, el niño cuyas necesidades son satisfechas de modo
que este pueda aprender a confiar en el mundo y en sí mismo, es muy probable que
sea capaz de establecer una relación con Dios, cuyo núcleo sean la confianza y la
esperanza mutuas. Dios es bueno, y también lo somos nosotros como hijos de él”
(Linn et al., p. 60)

TEORIA DEL APEGO

Estrechamente relacionado al tema del “contacto físico”, se encuentra la


denominada “teoría del apego”, que si bien no es tratada ni por Erikson ni por Linn
et al., resulta pertinente para comprender bien por tres razones fundamentales que
Felipe Lecannelier Acevedo, en su texto ¿Qué es el apego y cómo podemos
fomentarlo en nuestros hijos/as?, explicita: (1) porque el apego es una necesidad
biológica, y por tanto es una “necesidad” del niño que debe ser cuidado y querido;
(2) porque la calidad del apego redunda en el crecimiento/desarrollo del niño en el
futuro; y (3) porque el apego es lo que le da al niño un sentido de seguridad,
autoestima, confianza, autonomía y efectividad para enfrentar el mundo.

Lecannelier agrega que el apego “se forma específicamente en aquellos


momentos donde ellos sienten o expresan algún malestar y el modo cómo los padres
calman ese malestar”. Por tanto, el apego está relacionado, sobre todo, con cómo
reaccionan los padres ante el malestar del niño. Ahora bien, hay que entender que
cuando son muy pequeños los niños, atender a sus quejas, no implica que se le
esté malcriando ya que “los niños que se tildan de “malcriados” no es porque se les
da todo, sino porque los padres en algunas ocasiones les dan todo, pero en otras
cambian su conducta de modo inconsistente, es decir, el niño se confunde y se siente
inseguro del cariño de su padre y madre. Si a un bebé o niño se le da todo en términos

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de cariño, se le está enseñando a confiar, querer y comunicarse con los otros (y a
calmarse a sí mismo)” (Lecannelier).

En este sentido, es importante explicitar que los niños pequeños (menores a


los 2 años) no manipulan a los mayores, como muchas veces se suele pensar, sino
que si lloran o demuestran malestar es porque realmente están sufriendo de alguna
forma, y por eso no hay que ignorarlos ni menospreciar estos comportamientos, sino
que hay que intentar comprender por qué el niño se comporta de esa forma. Muchas
veces tendrá que ver con dolores físicos, pero también –como lo explicita
Lecannelier- con el hecho de que sus figuras de apego tienen un comportamiento
inconsistente hacia él, que lo hacen sentirse a veces abandonado o no atendido en
sus necesidades. Es por ello que resulta vital que, a un bebé, por mucho que llore,
no se le deje solo1, pues en su vulnerabilidad interpretará eso como abandono, y en
vez de disminuir su alegato, intensificará su malestar al sentir que el cuidado que le
tienen sus padres es inseguro.

CONCEPTO DE APEGO: “El apego es el vínculo emocional que desarrolla el


niño con sus padres (o cuidadores) y que le proporciona la seguridad emocional
indispensable para un buen desarrollo de la personalidad. La tesis fundamental de la
teoría del apego es que el estado de seguridad, ansiedad o temor de un niño es
determinado, en gran medida, por la accesibilidad y capacidad de respuesta de su
principal figura de afecto. El apego proporciona la seguridad emocional del niño: ser
aceptado y protegido incondicionalmente” (http://craneosacral.org/).

El apego, por tanto, es vital para que el bebé se desarrolle y crezca


adecuadamente. En este sentido, parece interesante resaltar el hecho de que, al
contrario de lo que se pudiera pensar, a mayor apego, más autónomo y seguro de
sí mismo será el niño. En otras palabras, un niño que tiene un apego sano y de
calidad con su madre y su padre, no será más tarde un niño mimado y temeroso,
incapaz de tomar decisiones por sí mismo y dependiente; sino que –por el contrario-
destacará por ser resolutivo y generar buenas relaciones con las demás personas.
Esto, porque el bebé utiliza “la figura de apego como base de seguridad desde la que
explora el mundo” (ibíd). Esto no es tan extraño si se observa a la luz de la lógica:
un niño que desde pequeño se ha sentido amado incondicionalmente, comprendido,
protegido, con sus necesidades biológicas y emocionales cubiertas, corregido y

1
“Los estudios son claros en mostrar que cuando se ignora a un niño durante una pataleta, éste aumenta más
su rabia, frustración y, por ende, no sólo hace más pataletas, sino que siente rencor hacia sus padres (si esto se
hace de un modo relativamente continuo)” (Lenannelier).
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educado con cariño, etc., ve el mundo que lo rodea y las personas que hay en él
como una continuación natural de ese ambiente familiar.

Esta idea queda aún más de manifiesto en un estudio que Mary Ainsworth
(1913-1999) con niños en Uganda, donde pudo observar y diferenciar tres patrones
de apego, cuya descripción, que aquí reproducimos, fue tomada del artículo web La
teoría del apego: el proceso de la vinculación (http://craneosacral.org/):

Apego seguro: el apego seguro se da cuando la persona que cuida demuestra


cariño, protección, disponibilidad y atención a las señales del bebé, lo que le
permite desarrollar un concepto de sí mismo positivo y un sentimiento de
confianza. En el dominio interpersonal, las personas seguras tienden a ser más
cálidas, estables y con relaciones íntimas satisfactorias, y en el dominio
intrapersonal, tienden a ser más positivas, integradas y con perspectivas
coherentes de sí mismo.

Apego ansioso: éste se da cuando el cuidador está física y emocionalmente


disponible sólo en ciertas ocasiones, lo que hace al individuo más propenso a la
ansiedad de separación y al temor de explorar el mundo. No tienen expectativas
de confianza respecto al acceso y respuesta de sus cuidadores, debido a la
inconsistencia en las habilidades emocionales. Es evidente un fuerte deseo de
intimidad, pero a la vez una sensación de inseguridad respecto a los demás.
Puede ser de dos tipos:
(a) Apego ambivalente: responden a la separación con angustia intensa y
mezclan comportamientos de apego con expresiones de protesta, enojo y
resistencia. Debido a la inconsistencia en las habilidades emocionales de sus
cuidadores, estos niños no tienen expectativas de confianza respecto al
acceso y respuesta de sus cuidadores.

(b) Apego evitativo: el apego evitativo se da cuando el cuidador deja de


atender constantemente las señales de necesidad de protección del niño, lo
que no le permite el desarrollo del sentimiento de confianza que necesita. Se
sienten inseguros hacia los demás y esperan ser desplazados sobre la base
de las experiencias pasadas de abandono.

Apego desorganizado o desorientado: el cuidador ante las señales del niño


tiene respuesta desproporcionada y/o inadecuada, incluso en su desesperación,
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al no poder calmar al niño, el cuidador entra en procesos de disociación. Esta
conducta del adulto desorienta al niño y no le da seguridad y le genera ansiedad
adicional.

Como queda de manifiesto, el tipo y la calidad de apego que el niño recibe


de sus padres o cuidadores se relaciona directamente con cómo será su
comportamiento: “Los estilos de apego se desarrollan tempranamente y se
mantienen generalmente durante toda la vida, permitiendo la formación de un
modelo interno que integra por un lado creencias acerca de sí mismo y de los
demás, y por el otro una serie de juicios que influyen en la formación y
mantenimiento de las dinámicas relacionales durante toda la vida de individuo. Por
esto resulta importante la figura del primer cuidador, generalmente la madre, ya que
el tipo de relación que se establezca entre ésta y el niño será determinante en el
estilo de apego que se desarrollará. No obstante, otras figuras significativas como
el padre y los hermanos pasan a ocupar un lugar secundario y complementario, lo
que permite establecer una jerarquía en las figuras de apego” (Ibíd).

LA IMPORTANCIA DE LA CRIANZA CON APEGO

Por todo lo expuesto, queda clara la importancia de una infancia donde los
padres se preocupen de generar un apego sano con sus hijos, teniendo en
consideración que el atender a las necesidades del bebé y sobre todo el contacto
físico de carácter afectivo es sustancial, ya que, de lo contrario “lo niños a los cuales
se les cría con desapego buscarán a lo largo de su vida otras formas de cubrir las
necesidades dando lugar lamentablemente a trastornos mentales y sociales” (ibíd).

A continuación, se explicitan ciertos principios fundamentales que


promueven la vinculación segura entre padres y niños (extraídos de
http://craneosacral.org/):

1. Prepararse para el nacimiento del bebé


2. Comprender y responder de formas sensible a las necesidades emocionales
del niño
3. Lactancia materna
4. Cargar en brazos al bebé
5. Compartir el sueño
6. Evitar las separaciones frecuentes prolongadas
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7. Usar la disciplina positiva
8. Mantener una vida familiar estable

HERIDAS DURANTE LA INFANCIA

Las carencias durante esta etapa de desarrollo, sin duda dejan una gran
huella en el individuo, lo predisponen a tener una mirada desconfiada de los demás,
de sí mismos y de Dios. Está herida no se manifiesta en todos iguales, sino que
depende de la personalidad de cada persona.

Como sostienen Linn et al, la carencia de contacto físico y por tanto la


imposibilidad de cultivar la confianza básica o apego por parte del bebé, puede
conducir incluso a la muerte de los bebés prematuros, pero “en casos menos
severos, el fracaso en el establecimiento de la confianza básica puede tener
consecuencias físicas, emocionales, sociales y espirituales posteriores”. Así, dan
como ejemplo lo que según los cardiólogos Friedman y Rosenman se denomina
adultos con “conducta tipo A”, lo cual hace alusión a sujetos hostiles propensos a
los paros cardiacos debido a que están siempre en constante alerta, pues no confían
en nadie más que en sí mismos, pasan mucho tiempo trabajando, son propensos a
la ira, reaccionan agresivamente y siempre piensan mal de los otros. Esto les genera
estrés y les hace secretar excesivamente ciertas hormonas relacionadas con estados
de vigilancia (tales como el cortisol). La hostilidad del adulto tipo A es consecuencia
de haber fracasado en establecer una confianza básica durante la niñez.

NIÑEZ (18 MESES 3 AÑOS): AUTONOMIA VS DUDA Y VERGÜENZA


Siguiendo con los postulados de Erikson, a la Infancia le sigue la Niñez, etapa
en la cual el conflicto crítico es entre la “autonomía” y la “duda y la vergüenza”.
Durante este período el niño comienza a tener una mayor libertad explorativa, y a la
par con eso, empieza a manifestar su voluntad a través de las afirmaciones (sí) y
negaciones (no), pero también surge la vergüenza cuando no cumple las
expectativas de quienes ama: “la autonomía se desarrolla a medida que el niño trata
de hacer su propia voluntad y obtener a toda costa lo que quiere, y la vergüenza, a
medida que el niño elige su propia voluntad y experimenta la decepción de su madre
y de otras personas por no vivir de acuerdo con las expectativas de éstas. Al elegir
su propia voluntad, el niño no está tratando de desconectase de su mamá, sino más
bien está buscando un sentido separado del Yo para poder relacionarse con ella de
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maneras completamente nuevas” (Linn et al., p. 75). En otras palabras, comienza el
proceso de individuación del niño, donde comienza a darse cuenta que él tiene
preferencias y las quiere manifestar.

Por ello, para que los niños tengan un desarrollo adecuado de la autonomía,
necesitarán de unos padres que no sólo los guíen en sus elecciones, sino que los
refuercen cuando escogen o hagan lo correcto. Ahora bien, a la par que se refuerzan
las acciones y decisiones positivas, es necesario que los padres también sean
firmes a la hora de decir “no” a sus hijos, puesto que inquietos como son entre los
18 meses y los 3 años, querrán salirse con la suya, tocar lo que no deben, ponerse
en situaciones de peligro sin saberlo, etc. En este sentido la firmeza de los padres
es tan esencial como el apoyo y refuerzo positivo que le puedan dar a sus hijos, ya
que de lo contrario se convertirán en pequeños tiranos, y cuando crezcan serán
adultos que siempre quieren salirse con la suya. Cuando se llega a un justo
equilibrio el niño cultiva la virtud de la “voluntad”, con todo lo que ello implica: ser
capaz no sólo de comunicar y obtener lo que desea, de escoger entre lo bueno y lo
malo, y de autocontrolarse ante impulsos negativos.

Si reciben demasiada reprensión por parte del padre, pueden volverse


demasiado autocontrolados, dejando de expresar o de hacer incluso aquellas cosas
que están bien o que no tienen ningún componente negativo. Esto inhibe su
autoexpresión, les crea dudas respecto a sí mismos, demasiada conciencia de la
vergüenza y el qué dirán, lo cual claramente afectará su autoestima. También existe
la posibilidad de que se tornen demasiado pasivos, timoratos, con miedo a
equivocarse y sufrir la burla de los mayores. Por el contrario, demasiada falta de
guía paterna, puede redundar que niños malcriados, que siempre buscan complacer
sus caprichos, incapaces de entender racionalmente, etc.

CARENCIAS EN ESTA ETAPA

La Niñez es aquella etapa en donde el individuo comienza a forjar su


voluntad, y junto con ello elabora una protección contra las heridas futuras. Así,
quien ha recibido una crianza llena de amor, reforzamiento positivo y amorosa
corrección, será una persona con recursos para enfrentar futuros desafíos, una
persona con carácter, con una capacidad interna de recuperación que no tendrán
aquellos niños que han sufrido carencia en esta misma etapa. Esto, porque una
voluntad sana “fomenta la salud física y emocional” (p. 81), donde el sujeto sabe
que, por difícil que se una situación, él tiene capacidad para afrontarla, no dejarse
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paralizar y tomar decisiones que le permitan salir bien de la situación complicada
sin esperar de manera pasiva a que cambie la situación. Es más, son individuos que
no temen a los cambios, sino que a menudo los ven como posibilidades de
crecimiento y verdaderas oportunidades.

También es de mucha importancia, durante esta etapa, que los adultos le


ayuden al niño a expresar toda su gama de emociones, que se atrevan a ser ellos
mismos y a conocer sus impulsos, sus deseos, sentimientos, etc. Esto se logra a
través del juego, de contarle historias con histrionismo, y otras formas de manifestar
el propio ser.

Ahora bien, ¿qué sucede cuando no se ha podido desarrollar de manera


adecuada la voluntad durante esta etapa? Como bien se puede intuir, los niños
que no han tenido la posibilidad de desarrollar adecuadamente su autonomía, es
muy probable que tiendan a ser más temerosos y pasivos, que se desesperen ante
las situaciones que están fuera de sus manos, que vean el cambio como una
amenaza, etc., aunque también puede ser que tengan baja tolerancia a la
frustración, que tiendan a la ira cuando las cosas no funcionan como ellos
esperaban, etc.

Pero además de estas consecuencias, existe una aún más complicada: Linn
et al., mencionan que las enfermedades de dependencia (adicciones), muchas
veces “tienen su raíz en un sentido de autonomía herido” (ibíd.), y se relacionan
generalmente con una cierta impotencia ante una realidad que el sujeto no puede
cambiar. También muchas enfermedades físicas se desatan justamente porque las
personas se encuentran en una situación de mucho estrés que ellos consideran que
no pueden modificar.

RELACION CON DIOS

Tal como se vio en el caso de la Infancia, un sentido de la autonomía herido


también redunda en nuestra relación con Dios. Es común, por tanto, que se
produzcan dos posibles actitudes ante Dios:

(1) que tendamos a exigir de él que se haga nuestra voluntad, con oraciones
que dan cuenta que no tenemos realmente fe en Él y su voluntad, sino que más
bien nos enfocamos en nuestra propia fe y voluntad. En estos casos es importante
recordar que el amor de Dios es mucho más grande que el nuestro, y que su
voluntad siempre es mejor que la nuestra.
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(2) por el contrario, a veces hay personas que carecen de voluntad propia, y
en sus oraciones no se atreven a pedirle al Señor lo que realmente necesitan o
anhelan. De esta manera hacen oraciones vagas y generales, “lo que tu quiera está
bien”, porque en el fondo tienen miedo a que sus oraciones no sean respondidas.
Nace, por tanto, de una falta de confianza y un miedo al fracaso, por un temor de
Dios pues se piensa que Él no escuchará nuestra plegaria y no tiene en
consideración nuestra voluntad. Esto es necesario cambiarlo, pues si encontramos
un punto de equilibrio entre un querer imponer nuestra voluntad y el no atreverse a
manifestarla, nos daremos cuenta que –luego de un verdadero trabajo de
discernimiento a la luz de Dios- nuestros más profundos deseos y anhelos vienen
de Dios, son parte de su voluntad, y el Él es un padre amoroso que jamás nos dejará
sin respuesta.

Como nos dicen Linn et. Al, “la señal de una voluntad que ha sido curada es
ir del debo amar a Dios al quiero amarlo porque Dios me ama tanto. (…) el mejor
momento para renovar el compromiso de la voluntad es después de que conocemos
la confianza de la primera etapa en un Dios de amor y espontáneamente nos
queremos dar a una amante así. Por tanto, lo que a veces llamamos ‘fuerza de
voluntad’ podría llamarse mejor ‘fuerza del amor’, ya que el poder para actuar
amorosamente por lo general ocurre en el grado en que nos hayamos permitido a
nosotros mismo asimilar amor” (p. 85).

EDAD DEL JUEGO (3-5 AÑOS)

Entre los 3 y 5 años el conflicto crítico se manifiesta entre la “iniciativa” y el


sentimiento de “culpa”. Esto, porque ya estamos ante un niño que goza de mayor
libertad, también su rango de acción es más amplio inmiscuyéndose en el mundo
de los adultos, busca conocer el mundo, gozan de una imaginación muy vívida que
les permite estar constantemente jugando, y por lo general, sienten gran admiración
hacia sus padres, a los que quieren imitar.

También será en esta etapa que el niño comience a sentirme más identificado
con la figura paterna, y la niña con la materna, por lo que es muy importante la
buena relación entre los padres. Todo esto va acompañado de un desarrollo mayor
de su conciencia, le permitirá desarrollar la virtud del propósito; esto es, el valor de
prever y perseguir metas, sin estar inhibidos por la culpa o el miedo al castigo
(Erikson, 1964). En contraposición al propósito, el niño se verá también apremiado
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por el sentimiento de “culpa” cuando, ante la equivocación o el llamado de atención
de uno de sus padres, se siente “malo”. De ahí la importancia vital de que los
adultos, sin dejar de regañar a sus hijos cuando se equivocan, deben hacerlo de tal
manera que éstos comprendan que su enojo no está dirigido hacia ellos, sino que
hacia la acción negativa que éstos realizaron. Sólo de esta manera el niño podrá
separar la mala acción (pecado), de sí mismo (el pecador), y podrá hacer esa misma
distinción con las otras personas, sin juzgarlas desmesuradamente.

Si esta crisis no se resuelve por completo debido a la severidad de los padres


el niño corre el riesgo de llegar a odiarse a sí mismo y a quienes lo regañan, y si
bien pudiese cambiar su actitud con el fin de evitar ser reprendido, en su corazón
se aloja el resentimiento: “Pero mientras que el miedo al castigo y el disparo de un
sentimiento de culpa enfermizo pueden cambiar la conducta de un niño, ese miedo y
esa culpa no pueden hacer cambiar al niño, al menos no al punto de que este se
vuelva amoroso. Únicamente el amor puede hacer amoroso a un niño. Si a través del
castigo me percibo a mí mismo como una persona mala o desagradable (esto es, me
siento enfermizamente culpable de ser quien soy), el uso continuado de un castigo
de este tipo probablemente provocará que me odie a mí mismo y hará de mí una
persona desagradable. Los signos de un sentimiento de culpa enfermizo y del odio a
sí mismo en un niño varían: los niños o se vuelven excesivamente enojados consigo
mismos (odio a sí mismos) o excesivamente enojados con los demás (odio a sí
mismos proyectado hacia el exterior). Los signos de un sentimiento de culpa
reprimido y del odio a sí mismo introyectado van de la depresión hasta el
perfeccionismo” (p. 101).

Como hemos visto en las etapas anteriores, las heridas en esta etapa
también tienen repercusiones en nuestra relación con el Señor, puesto que el
sentimiento de culpa nos hace percibirle como un Dios castigador, ante el cual
siempre estamos al debe. Cuando, por el contrario, concluimos bien esta etapa de
desarrollo, surge la alabanza como una forma particular de oración hacia Dios.

EDAD ESCOLAR (6-12 AÑOS) DESTREZA VS INFERIORIDAD

Esta última etapa dentro de lo que coloquialmente llamamos infancia, tiene


como centro el conflicto del niño entre la destreza y la inferioridad. Entre los 6 y los
12 años, el mundo del niño parece ampliarse: si durante la infancia, niñez y la edad
del juego fueron la madre, los padres y la familia nuclear respectivamente, los que

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conformaban su mundo, durante la edad escolar serán sus vecinos, compañero de
escuela y profesores los que tendrán gran injerencia en su desarrollo. Es por ello
que la destreza o capacidad de industria tendrá un papel preponderante en este
ciclo de formación, pues el niño estará en proceso de aprender las destrezas
necesarias para la cultura en la que nació y que le permitirán en el futuro ser
productivo y tener éxito en su vida profesional. La virtud asociada a esta etapa será,
por tanto, la competencia o habilidad.

Es por ello que “Erikson cree que durante la etapa de la industria los niños
se enfocan principalmente en sentirse competentes al aprender y hacer bien las
cosas, o a sentirse inferiores si fracasan. En esta, como en todas las etapas,
nosotros creemos que la verdadera tarea es descubrir una nueva manera de dar y
recibir amor de los demás. Así, la escuela no es sólo un lugar para adquirir
competencia a través de los conocimientos y destrezas, sino más bien la
oportunidad de experimentar la intimidad del aprendizaje compartido con los
compañeros y los maestros” (Linn et al., p. 119).

Esto es particularmente interesante porque, debido a la educación que


hemos recibido en esta etapa, muchos hemos sufrido heridas que, de una u otra
forma nos han llevado a un sentimiento de inferioridad o bien a un sentido de
competencia mal entendido, donde prima un perfeccionismo y una
competitividad enfermizos. Linn et al., son enfáticos al proponer que más
importante que el sobresalir académicamente en el colegio, o fomentar la
competencia, como sucede usualmente en nuestros colegios, es mejor poner el foco
en el proceso mismo del aprendizaje y no tanto en los resultados, entendiendo que
como vital la relación entre profesores y alumnos. Para ello los profesores debieran
brindarles igual apoyo y dedicación a todos sus estudiantes, comprendiendo que si
bien cada uno es diferente, no hay ninguno que no tenga algún talento que le
permita desarrollarse. Si se logra un adecuado desarrollo en esta etapa, la oración
que se desarrolla es la “oración de contemplación en acción”: esto es, cuando no
hay una diferencia entre el trabajar y el orar, puesto que incluso trabajando –al
hacerlo con amor- estamos en oración con el Señor.

Lamentablemente, muchos han sufrido carencias en esta etapa debido a que


los profesores muchas veces han ridiculizado a los alumnos cuando se
equivocaban, o no han tenido paciencia con aquellos que aprenden de maneras
diferentes a las convencionales. Esto hace que los niños tengan una visión negativa
de sí mismos, desarrollando un complejo de inferioridad que les provocará
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resentimiento y la idea errada que ellos no tienen el mismo valor que otros chicos
más diestros en materias escolares. Linn et al., explican en Cómo sanar las ocho
etapas de la vida que muchas heridas se generan debido a que el sistema escolar
que tenemos prioriza las habilidades matemáticas/científica y las lingüísticas en
desmedro de otros talentos: como el artístico, el deportivo, etc.

De esta manera, los chicos cuyos dones no se enmarcan dentro de lo


matemático-lingüístico se sienten siempre en desventaja, pues sus talentos nos son
tomados en consideración y se les fuerza a sobresalir en materias que no son su
fuerte. Esto también sucede porque el sistema escolar prioriza a quienes toman
decisiones a través de la razón (“pensadores”), por sobre a los que priorizan sus
emociones (“sentidores”); y aquellos que absorben información de manera intuitiva,
por sobre a los que lo hacen de manera sensitiva (y que por tanto tienden a fijarse
más en los estímulos externos).

Cuando no se resuelve bien esta crisis, pueden surgir dos tipos de personas:
la de conducta tipo A, que ya mencionamos, y que tienden al perfeccionismo; y las
del tipo Z, que muy por el contrario carecen de toda iniciativa y por tanto tienden a
la flojera, y a no intentar nada por miedo al fracaso. En ambos hay una falta de amor
y un deseo de éste que debe ser sanado.

CONCLUSIONES
El libro Cómo sanar las ocho etapas de la vida pone énfasis en la importancia
de la memoria, y cómo podemos sanar los malos recuerdos con el amor de Jesús,
a la vez que utilizamos los buenos para potenciar una forma positiva de entender
nuestro pasado. Si lo pensamos, en gran medida somos lo que recordamos: más
que los acontecimientos objetivos que vivimos, importa el componente subjetivo y
emocional que éstos nos provocan y que son lo que finalmente lo que recordamos.
De ahí que la sanación de la memoria sea un punto central: “Así, los recuerdos
positivos facilitan la curación al permitirnos concentrarnos menos en el problema y
más en el amor que hemos recibido. Lo que nos da fuerzas para cambiar no es la
fuerza de voluntad, sino el poder del amor” (Linn et al., p. 33).
En esta misma línea, el otro punto central de ese libro, es que, a diferencia
de otras terapias de carácter psicológico, propone que lo más importante es
enfocarnos en el amor, pues es éste el único capaz de realmente redimirnos: “lo
que nos da fuerza para cambiar no es la fuerza de voluntad, sino el poder del amor
(…) La curación ocurre cuando recibimos amor y ponemos ese amor dentro de
nuestras heridas. Tal vez por esto es que san Juan (Juan 4:10) dice: “Nosotros
amamos porque Dios nos amó primero”. (Linn, p. 33)

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Nada es imposible para Dios si nos abandonamos a sus brazos amorosos.
Debemos buscar de manera activa nuestra sanación interior y exterior pues, como
vimos, ambas están íntimamente relacionadas. Sólo entonces podremos ser
personas completas, como Dios nos pensó. En este sentido las palabras de Matt
Linn, Sheila Fabricant Linn y Dennis Linnreafirman esta gran verdad y nos invitan a
tener siempre esperanza:
“Aunque nuestras familias influyen en nuestra relación con Dios y los demás, no la
determinan en forma inexorable. No hay ninguna herida que nos pueda dejar
inválidos. En un estudio reciente realizado a 984 profesionales en salud mental, la
falta de amor y de cuidados emocionales por parte de los padres sobresalió como la
causa principal de problemas emocionales posteriores. Pero estos mismos
terapeutas también advirtieron que los niños que fueron criados en forma inadecuada
no estaban necesariamente destinados a convertirse en adultos con bloqueos
emocionales.

No tenemos que vernos atrapados por los patrones de conducta de nuestros padres,
ni tampoco nos vamos a sentir culpabilísimos si no criamos a nuestro hijo a la
perfección. La gente no sufre heridas en forma pasiva, sino que a menudo puede
elegir si éstas la van a marcar o le van a servir como una ventaja”. (Linn et al., p. 18).

Para ello debemos, en primer lugar, tener fe y confianza, luego pedir perdón
y perdonar y, sobre todo, corregir la visión que tenemos de Dios: abrirnos a su
infinita misericordia, comprender que Él, incluso más que nosotros mismos, busca
y desea ardientemente nuestra verdadera felicidad, y que es capaz de sacar mayor
bien de todo mal. No tengamos miedo a aceptar que hemos sido profundamente
heridos, porque ello da cuenta de que somos humanos, vulnerables y que, en
nuestro intento y apertura al amor, nos hemos visto traicionados en muchas
ocasiones, odiados y despreciados sin razón, queridos defectuosamente, etc. Todo
esto ya lo vivió en carne propia Jesús mismo, y justamente Él vino a tomar todos
estos males y redimirlos.
El aparente mal de su crucifixión vino acompañado del inconmensurable bien
de la resurrección y la redención del hombre. De la misma manera, “Jesús nos
promete que nuestras más profundas heridas en cada una de las etapas de nuestra
vida se convertirán en nuestros mayores dones” (Linn et al., p. 34). Hay, por tanto,
que alegrarnos. Si nos dejamos sanar por el Señor, no sólo estaremos mejor en
todo sentido, sino que llegará el momento en que incluso agradeceremos a Dios por
haber permitido esos aparentes males que tanto bien y bendición han traído a
nuestras vidas. La muerte y el mal, cuando se está con el Redentor, nunca tienen
la última palabra. Pero debemos recordar que somos seres que, por el amor infinito
de Dios, somos libres, y por tanto depende de nosotros el acogernos a ese amor
salvífico de Jesucristo y permitir que el mal relativo se convierta en un bien absoluto.

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Es el hombre alejado de Dios el que termina por hundirse en sus miserias,
pudrirse con sus heridas, desesperarse en su rencor y amargura, para luego caer
en la muerte eterna. Nosotros en cambio, los creyentes, tenemos a Cristo redentor.
Por tanto, sin temor, sino con la confianza propia de los niños, ¡acojámonos a sus
maravillosas promesas y dejémonos sanar!
El gran secreto es justamente ese: necesitamos volvernos humildes como
niños para permitir que Dios Padre sane nuestra infancia. Jesús mismo nos lo revela
cuando nos dice “en verdad os digo que, si no os volvéis y hacéis semejantes a los
niños, no entraréis en el reino de los cielos. Cualquiera, pues, que se humillare como
este niño, éste será el mayor en el reino de los cielos. Y el que acogiere un niño tal,
en nombre mío, a mí me acoge” (Mateo 7: 1-5).
Para finalizar, resulta necesario reforzar la importancia de volvernos niños
espirituales, que todo lo esperan de su Padre, con unas sabias palabras de santa
Teresita de Lisieux, doctora de la Iglesia:

"La santidad no consiste en tal o cual práctica; consiste en una disposición


del corazón, que nos hace humildes y pequeños, en manos de Dios,
conscientes de nuestra debilidad y confiados, hasta la audacia, en su bondad
de Padre". (L'Esprit de Sainte Thérèse de l'Enfant-Jésus, p. 194)2

“Si alguno de ustedes está enfermo, mande llamar a los presbíteros de la


iglesia, y ellos deben ungirlo con aceite en el nombre del Señor y orar sobre
él. La oración de fe salvará al enfermo, y el Señor lo levantará de nuevo. Y si
hubiese cometido algún pecado, le será perdonado. Por ello, confiesen sus
pecados unos a otros, y oren unos por otros y esto los sanará. La oración
ferviente de un buen hombre obra muy poderosamente. Elías era un ser
humano como nosotros, oró mucho para que no lloviese, y no cayó lluvia por
tres años y medio. Luego oró de nuevo, y el cielo dio la lluvia y la tierra sus
cosechas” (St. 5, 14-18)1.

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Esta cita fue extraída del artículo web “El camino de la infancia espiritual según santa Teresita”, s/a:
http://www.mercaba.org/Espiritualidad/camino_de_la_infancia_espiritual.htm
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Esta cita fue extraída del artículo web “El camino de la infancia espiritual según santa Teresita”, s/a:
http://www.mercaba.org/Espiritualidad/camino_de_la_infancia_espiritual.htm

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