INTRODUCCIÓN.
Muchas veces damos por sentado que nuestros patrones de conducta son
intrínsecos a nosotros y por tanto inamovibles, como si viniéramos genéticamente
programados para comportarnos de cierta forma o con tendencias que superan
nuestra voluntad. Así, mientras a algunos los tachamos de iracundos a otros de
depresivos, etc., generando así la impresión de que estas tendencias de su
personalidad, al ser estructurales y recurrentes, no son susceptibles de ser
modificadas.
IMPORTANCIA DE LA INFANCIA
(1) La Infancia (desde los 0 hasta los 12 años) es una de las etapas cruciales en la
formación de una persona, y lo que sucede durante ella determina en gran medida
los comportamientos que se tendrán en la etapa adulta y cómo enfrentamos y nos
relacionamos con los demás;
(4) Lo que aprendemos en la niñez no sólo afecta como nos relacionamos con la
sociedad y las demás personas, sino que también –y sobre todo- determina nuestra
relación y nuestra visión de Dios: “los patrones de conducta de nuestros padres y
familiares afectan la manera como nos relacionamos no sólo con nuestro marido o
mujer, sino con las demás personas, especialmente con Dios como persona.
Recuerdo que cuando daba clases en la reservación de los indios sioux y hablaba de
la parte de Dios que es “Padre”, muchos de los niños no querían saber nada de ese
“Padre” Dios. Temían que Él también fuera como sus padres alcohólicos, quienes
tenían estados de ánimo cambiantes y, por tanto, o tenían exigencias irracionales o
de plano ignoraban a la familia” (Linn et al., p. 17).
Ahora bien, tal como lo evidencia el cuadro resumen de más arriba, durante
este período lo que predomina es un conflicto –crisis psicosocial- entre la confianza
básica y la desconfianza básica. En otras palabras, es entre los 0 y 18 meses que
el niño comienza a desarrollar la confianza y apego necesarios que le permitirán
seguir creciendo en un ambiente que reconoce como de protección, cariño y
seguridad, y que –a su vez-, le darán una buena imagen de sí mismo y de los demás:
“si la criatura recibe el amor y los cuidados que necesita durante la infancia, entonces
decidirá que el mundo es bueno y se puede confiar en él (…). Y la criatura no sólo
decidirá que puede confiar en el mundo, sino que puede confiar en sí misma porque
ve que sus necesidades (y por lo tanto, su ser) tienen buena respuesta, Es como si
el niño dijera: ‘algo bueno sucede cuando expreso mis necesidades. Mis necesidades
han de ser buenas. Yo he de ser bueno’” (Linn et al, p. 52).
Una palabra clave durante esta etapa es sin duda el “contacto físico”, pues
es justamente a través de él que el bebé, que apenas se puede comunicar,
comprende que es amado, y puede relacionarse con sus padres y con su entorno.
Linn et al. Cuentan en su libro, que la tasa de mortalidad de las criaturas menores
de dos años en los hospitales de EE. UU. era excesivamente alta (casi todos
morían) a pesar de todos los cuidados y esfuerzos médicos que se realizaban,
realidad que no cambió hasta que se percataron que, para aumentar las
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probabilidades de vida de los pequeños, era necesario que recibieran de alguna
manera afecto y contacto físico de otras personas. Así nació la idea de abrir un
voluntariado que le diera esa cuota de cariño y “contacto físico” que necesitaban
los niños. Demás está decir que esta resolución salvó la vida de muchísimos niños.
Durante esta etapa Erikson afirma que, junto con la confianza básica, se
comienza a cultivar la virtud de la esperanza, pues “si hemos recibido suficiente
amor durante la etapa de la infancia y hemos establecido la confianza básica, es
factible que seamos capaces de confiar en Dios y de tener una base que desarrolle
la virtud de la esperanza. (…) Así, el niño cuyas necesidades son satisfechas de modo
que este pueda aprender a confiar en el mundo y en sí mismo, es muy probable que
sea capaz de establecer una relación con Dios, cuyo núcleo sean la confianza y la
esperanza mutuas. Dios es bueno, y también lo somos nosotros como hijos de él”
(Linn et al., p. 60)
1
“Los estudios son claros en mostrar que cuando se ignora a un niño durante una pataleta, éste aumenta más
su rabia, frustración y, por ende, no sólo hace más pataletas, sino que siente rencor hacia sus padres (si esto se
hace de un modo relativamente continuo)” (Lenannelier).
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educado con cariño, etc., ve el mundo que lo rodea y las personas que hay en él
como una continuación natural de ese ambiente familiar.
Esta idea queda aún más de manifiesto en un estudio que Mary Ainsworth
(1913-1999) con niños en Uganda, donde pudo observar y diferenciar tres patrones
de apego, cuya descripción, que aquí reproducimos, fue tomada del artículo web La
teoría del apego: el proceso de la vinculación (http://craneosacral.org/):
Por todo lo expuesto, queda clara la importancia de una infancia donde los
padres se preocupen de generar un apego sano con sus hijos, teniendo en
consideración que el atender a las necesidades del bebé y sobre todo el contacto
físico de carácter afectivo es sustancial, ya que, de lo contrario “lo niños a los cuales
se les cría con desapego buscarán a lo largo de su vida otras formas de cubrir las
necesidades dando lugar lamentablemente a trastornos mentales y sociales” (ibíd).
Las carencias durante esta etapa de desarrollo, sin duda dejan una gran
huella en el individuo, lo predisponen a tener una mirada desconfiada de los demás,
de sí mismos y de Dios. Está herida no se manifiesta en todos iguales, sino que
depende de la personalidad de cada persona.
Por ello, para que los niños tengan un desarrollo adecuado de la autonomía,
necesitarán de unos padres que no sólo los guíen en sus elecciones, sino que los
refuercen cuando escogen o hagan lo correcto. Ahora bien, a la par que se refuerzan
las acciones y decisiones positivas, es necesario que los padres también sean
firmes a la hora de decir “no” a sus hijos, puesto que inquietos como son entre los
18 meses y los 3 años, querrán salirse con la suya, tocar lo que no deben, ponerse
en situaciones de peligro sin saberlo, etc. En este sentido la firmeza de los padres
es tan esencial como el apoyo y refuerzo positivo que le puedan dar a sus hijos, ya
que de lo contrario se convertirán en pequeños tiranos, y cuando crezcan serán
adultos que siempre quieren salirse con la suya. Cuando se llega a un justo
equilibrio el niño cultiva la virtud de la “voluntad”, con todo lo que ello implica: ser
capaz no sólo de comunicar y obtener lo que desea, de escoger entre lo bueno y lo
malo, y de autocontrolarse ante impulsos negativos.
Pero además de estas consecuencias, existe una aún más complicada: Linn
et al., mencionan que las enfermedades de dependencia (adicciones), muchas
veces “tienen su raíz en un sentido de autonomía herido” (ibíd.), y se relacionan
generalmente con una cierta impotencia ante una realidad que el sujeto no puede
cambiar. También muchas enfermedades físicas se desatan justamente porque las
personas se encuentran en una situación de mucho estrés que ellos consideran que
no pueden modificar.
(1) que tendamos a exigir de él que se haga nuestra voluntad, con oraciones
que dan cuenta que no tenemos realmente fe en Él y su voluntad, sino que más
bien nos enfocamos en nuestra propia fe y voluntad. En estos casos es importante
recordar que el amor de Dios es mucho más grande que el nuestro, y que su
voluntad siempre es mejor que la nuestra.
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(2) por el contrario, a veces hay personas que carecen de voluntad propia, y
en sus oraciones no se atreven a pedirle al Señor lo que realmente necesitan o
anhelan. De esta manera hacen oraciones vagas y generales, “lo que tu quiera está
bien”, porque en el fondo tienen miedo a que sus oraciones no sean respondidas.
Nace, por tanto, de una falta de confianza y un miedo al fracaso, por un temor de
Dios pues se piensa que Él no escuchará nuestra plegaria y no tiene en
consideración nuestra voluntad. Esto es necesario cambiarlo, pues si encontramos
un punto de equilibrio entre un querer imponer nuestra voluntad y el no atreverse a
manifestarla, nos daremos cuenta que –luego de un verdadero trabajo de
discernimiento a la luz de Dios- nuestros más profundos deseos y anhelos vienen
de Dios, son parte de su voluntad, y el Él es un padre amoroso que jamás nos dejará
sin respuesta.
Como nos dicen Linn et. Al, “la señal de una voluntad que ha sido curada es
ir del debo amar a Dios al quiero amarlo porque Dios me ama tanto. (…) el mejor
momento para renovar el compromiso de la voluntad es después de que conocemos
la confianza de la primera etapa en un Dios de amor y espontáneamente nos
queremos dar a una amante así. Por tanto, lo que a veces llamamos ‘fuerza de
voluntad’ podría llamarse mejor ‘fuerza del amor’, ya que el poder para actuar
amorosamente por lo general ocurre en el grado en que nos hayamos permitido a
nosotros mismo asimilar amor” (p. 85).
También será en esta etapa que el niño comience a sentirme más identificado
con la figura paterna, y la niña con la materna, por lo que es muy importante la
buena relación entre los padres. Todo esto va acompañado de un desarrollo mayor
de su conciencia, le permitirá desarrollar la virtud del propósito; esto es, el valor de
prever y perseguir metas, sin estar inhibidos por la culpa o el miedo al castigo
(Erikson, 1964). En contraposición al propósito, el niño se verá también apremiado
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por el sentimiento de “culpa” cuando, ante la equivocación o el llamado de atención
de uno de sus padres, se siente “malo”. De ahí la importancia vital de que los
adultos, sin dejar de regañar a sus hijos cuando se equivocan, deben hacerlo de tal
manera que éstos comprendan que su enojo no está dirigido hacia ellos, sino que
hacia la acción negativa que éstos realizaron. Sólo de esta manera el niño podrá
separar la mala acción (pecado), de sí mismo (el pecador), y podrá hacer esa misma
distinción con las otras personas, sin juzgarlas desmesuradamente.
Como hemos visto en las etapas anteriores, las heridas en esta etapa
también tienen repercusiones en nuestra relación con el Señor, puesto que el
sentimiento de culpa nos hace percibirle como un Dios castigador, ante el cual
siempre estamos al debe. Cuando, por el contrario, concluimos bien esta etapa de
desarrollo, surge la alabanza como una forma particular de oración hacia Dios.
Es por ello que “Erikson cree que durante la etapa de la industria los niños
se enfocan principalmente en sentirse competentes al aprender y hacer bien las
cosas, o a sentirse inferiores si fracasan. En esta, como en todas las etapas,
nosotros creemos que la verdadera tarea es descubrir una nueva manera de dar y
recibir amor de los demás. Así, la escuela no es sólo un lugar para adquirir
competencia a través de los conocimientos y destrezas, sino más bien la
oportunidad de experimentar la intimidad del aprendizaje compartido con los
compañeros y los maestros” (Linn et al., p. 119).
Cuando no se resuelve bien esta crisis, pueden surgir dos tipos de personas:
la de conducta tipo A, que ya mencionamos, y que tienden al perfeccionismo; y las
del tipo Z, que muy por el contrario carecen de toda iniciativa y por tanto tienden a
la flojera, y a no intentar nada por miedo al fracaso. En ambos hay una falta de amor
y un deseo de éste que debe ser sanado.
CONCLUSIONES
El libro Cómo sanar las ocho etapas de la vida pone énfasis en la importancia
de la memoria, y cómo podemos sanar los malos recuerdos con el amor de Jesús,
a la vez que utilizamos los buenos para potenciar una forma positiva de entender
nuestro pasado. Si lo pensamos, en gran medida somos lo que recordamos: más
que los acontecimientos objetivos que vivimos, importa el componente subjetivo y
emocional que éstos nos provocan y que son lo que finalmente lo que recordamos.
De ahí que la sanación de la memoria sea un punto central: “Así, los recuerdos
positivos facilitan la curación al permitirnos concentrarnos menos en el problema y
más en el amor que hemos recibido. Lo que nos da fuerzas para cambiar no es la
fuerza de voluntad, sino el poder del amor” (Linn et al., p. 33).
En esta misma línea, el otro punto central de ese libro, es que, a diferencia
de otras terapias de carácter psicológico, propone que lo más importante es
enfocarnos en el amor, pues es éste el único capaz de realmente redimirnos: “lo
que nos da fuerza para cambiar no es la fuerza de voluntad, sino el poder del amor
(…) La curación ocurre cuando recibimos amor y ponemos ese amor dentro de
nuestras heridas. Tal vez por esto es que san Juan (Juan 4:10) dice: “Nosotros
amamos porque Dios nos amó primero”. (Linn, p. 33)
No tenemos que vernos atrapados por los patrones de conducta de nuestros padres,
ni tampoco nos vamos a sentir culpabilísimos si no criamos a nuestro hijo a la
perfección. La gente no sufre heridas en forma pasiva, sino que a menudo puede
elegir si éstas la van a marcar o le van a servir como una ventaja”. (Linn et al., p. 18).
Para ello debemos, en primer lugar, tener fe y confianza, luego pedir perdón
y perdonar y, sobre todo, corregir la visión que tenemos de Dios: abrirnos a su
infinita misericordia, comprender que Él, incluso más que nosotros mismos, busca
y desea ardientemente nuestra verdadera felicidad, y que es capaz de sacar mayor
bien de todo mal. No tengamos miedo a aceptar que hemos sido profundamente
heridos, porque ello da cuenta de que somos humanos, vulnerables y que, en
nuestro intento y apertura al amor, nos hemos visto traicionados en muchas
ocasiones, odiados y despreciados sin razón, queridos defectuosamente, etc. Todo
esto ya lo vivió en carne propia Jesús mismo, y justamente Él vino a tomar todos
estos males y redimirlos.
El aparente mal de su crucifixión vino acompañado del inconmensurable bien
de la resurrección y la redención del hombre. De la misma manera, “Jesús nos
promete que nuestras más profundas heridas en cada una de las etapas de nuestra
vida se convertirán en nuestros mayores dones” (Linn et al., p. 34). Hay, por tanto,
que alegrarnos. Si nos dejamos sanar por el Señor, no sólo estaremos mejor en
todo sentido, sino que llegará el momento en que incluso agradeceremos a Dios por
haber permitido esos aparentes males que tanto bien y bendición han traído a
nuestras vidas. La muerte y el mal, cuando se está con el Redentor, nunca tienen
la última palabra. Pero debemos recordar que somos seres que, por el amor infinito
de Dios, somos libres, y por tanto depende de nosotros el acogernos a ese amor
salvífico de Jesucristo y permitir que el mal relativo se convierta en un bien absoluto.
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Esta cita fue extraída del artículo web “El camino de la infancia espiritual según santa Teresita”, s/a:
http://www.mercaba.org/Espiritualidad/camino_de_la_infancia_espiritual.htm
PARROQUIA LOS SANTOS ÁNGELES CUSTODIOS-COMUNID.DE FORMACIÓN SN MIGUELA ARCANGEL
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Esta cita fue extraída del artículo web “El camino de la infancia espiritual según santa Teresita”, s/a:
http://www.mercaba.org/Espiritualidad/camino_de_la_infancia_espiritual.htm