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Pablo Pineau: Relatos de escuela

"La cultura de la Argentina, en el sentido amplio, se jugó muy fuertemente en el sistema


educativo, contra la escuela, a pesar de la escuela, dentro de la escuela, pero casi nada sin ella.
Y mi libro Relatos de escuela da cuenta de esto. Cómo las mujeres lentamente van tomando la
palabra y empiezan a plantear sus problemas; los pobres, los malos alumnos; las canciones de
rock."

Pablo Pineau es el compilador del libro Relatos de escuela, una selección de


setenta textos breves –algunos autobiográficos, muchos ficcionales– sobre la experiencia escolar
en la Argentina.
El libro evoca nuestro paso por las aulas, y destaca la eficacia de la escuela en la conformación
de las identidades y destinos de sus autores. Así pasan Miguel Cané, Roberto Arlt, Leopoldo
Marechal, David Viñas, Eva Giberti, Rodolfo Walsh, Manuel Puig, Osvaldo Soriano, Alejandro
Dolina, María Elena Walsh, y también Charly García y Pipo Cipolatti, entre muchísimos otros.
Los relatos trascienden lo educativo y dejan al descubierto un entramado de relaciones sociales
donde se cruzan múltiples variables: las anécdotas divertidas, los roles, el paso del pizarrón
negro y la campana al pizarrón verde y el timbre, desde una escena de Jacinta Pichimahuida
hasta un análisis crítico del escritor Ernesto Sábato.

Por Verónica Castro

—Su libro “Relatos de escuela” está dirigido a todo tipo de lector: todos hemos pasado por la
escuela y estos textos llevan a esa emoción especial que produce el recuerdo. Pero además, en el
último capítulo Ud. presenta “Itinerarios de lectura”, un análisis de corte más teórico sobre la
experiencia escolar. ¿Cómo imagina que los docentes pueden utilizarlo para sus clases?

—En principio quiero rescatar que es un libro que espera tener muchas entradas y posibilidades;
lo pensé tanto para un público general como para docentes. Yo quería que esta antología fuera
lo más “antología” posible, en el sentido de que mi trabajo como compilador se limitara
simplemente a presentar los textos, a ser un presentador. Pero efectivamente, ya sólo el hecho de
compilar implica un cierto recorrido. Me fui dando cuenta de que si bien la compilación la hice
yo, también se fue haciendo sola... hay viejas cuestiones de teoría literaria según las cuales los
textos cobran vida, y doy fe que es verdad.

Creo que se pueden hacer muchísimos usos del libro, pero el mejor es leerlo por gusto: es un
libo que está hecho más para ser leído por que dan ganas que para ser utilizado en clase. Pero
eso también me pone muy contento, y que no se pierda la cuota de placer. Hay una idea de
intentar recuperar la lectura por placer, de leer por leer y ejerciendo el derecho a leer, o sea un
doble juego de lectura como placer y como derecho al mismo tiempo. Hay un derecho a la
comprensión, una cuestión de la maquinaria escolar puesta en funcionamiento para que la gente
pueda ejercer su derecho a tener un cierto placer vinculado con la lectura.

Una primera lectura obvia es la nostalgia –en el buen y el mal sentido–, o sea para repensar o
para creer que “todo tiempo pasado fue mejor”. También hay muchos textos que hacen
referencia a experiencias desagradables en la escuela, que van apareciendo –y no casualmente–
a medida que avanza el libro. Tiene que ver con los cambios en la literatura, en la educación y
en la cultura. En los primeros textos educativos nadie podía recordar mal a la escuela, o tal vez
los que la recordaban mal no podían escribir. Hubo un avance en la lecto-escritura, nuevos
grupos se apropiaron de ella y pudieron contar sus cosas. Entonces, con el paso de tiempo y
como el gran efecto de la escuela –tal vez por muchos no deseado– hicieron uso de la palabra
los que supuestamente no debían. Y así también fueron apareciendo los mecanismos de censura
–que cada vez son más fuertes– porque los usos que la gente empieza a hacer de la lectura y
escritura no son exactamente los que la escuela pretendía que hicieran.

Volviendo al libro, hay nostalgia, y muchas veces dolorosa. Myriam Southwell, en la


presentación del libro, decía “no es casual que Eva Giberti recuerde una experiencia traumática
de su escuela primaria, y que después se haya dedicado a lo que se dedicó. No es casual que el
escritor Osvaldo Soriano recuerde que era zurdo y le ataron la mano. Yo sumo que María Elena
Walsh cuenta que fue nombrada abanderada y después sacada de golpe, y de grande se dedicó a
reescribir y pensar otro tipo de literatura infantil. Si uno se acerca a la biografía de los autores
vislumbra qué fuertemente marcaron sus vidas los primeros recuerdos de infancia.

Una cosa que hago desde que salió el libro es tratar de tener siempre un ejemplar conmigo,
porque dando clases siempre me acuerdo de algún texto. Es una herramienta que tengo a mano
para ejemplificar algunos temas. Esa fue la idea: tratar de poner algo ahí que ayude a la gente a
dar clases, a pensar, a divertirse.

—El libro vuelve la mirada sobre los “clásicos” de la literatura escolar, aquellos que muestran
esas pequeñas cosas que trascienden el tiempo. Como las travesuras de los alumnos en
Juvenilla, de Miguel Cané, que tallaban los pupitres con un plumín con sus iniciales, como lo
siguen haciendo hoy los chicos... ¿Cuáles de entre los clásicos le despertaron mayor interés?

—Había libros inevitables, por ejemplo Juvenilla. También hay un inevitable, como me señaló
Rubén Cucuzza, que no está en el libro: Sarmiento. Paradójicamente, Sarmiento no quedó
incluido y creo que tiene que ver con que él en verdad estaba fundando la escuela y cuando
habla de ella, por ejemplo en Facundo, no es la escuela que conocemos hoy, no estaba en
funcionamiento el sistema escolar. Pero sí, creo que su importancia radica en que marca reglas
de género, como también Juvenilla. Miguel Cané inventa la estudiantina y uno va a ver cómo
después otros autores, en otras claves, van a repetir el género. En el libro hay un relato de Mario
Binetti en clave nostálgica –para mi gusto no muy lindo–; y las memorias de Florencio Escardó,
que sí son más lindas. O de Jennie E. Howard, una de las maestras norteamericanas, textos que
marcan reglas de género para las futuras memorias de docentes. Son textos fundacionales,
canónicos, que después van a repetirse en la literatura argentina. También es interesante ver que
son textos menores –incluso Juvenilla–, no son grandes obras literarias, no son los grandes
géneros literarios; la escuela produjo géneros como los juramentos, composiciones, recuerdos
de maestros y memorias, libros de texto, en la lógica de una literatura menor. En definitiva, la
función de la escuela masiva no era formar intelectuales ni escritores, sino en todo caso formar
escribientes. Algunos de ellos fueron escritores y se consagraron, pero la mayoría era gente que
tuvo ganas de escribir y dejó por escrito cosas sin pensar en que iba a quedar en la academia.

—Además del trabajo de investigación para recopilar estos relatos, Ud. tiene una enorme
trayectoria en el estudio de la historia de la educación argentina y latinoamericana. ¿Cuáles
identifica como los grandes cambios en la escuela argentina y cuáles sus grandes permanencias?

—Por un lado, advierto que, a pesar de los cambios, sigue siendo fuerte la impronta de la
escuela. Claramente sigue dejando notables improntas en las generaciones. Las canciones de
rock, por ejemplo, se hacen cargo de eso. La escuela no ha perdido su lugar de producir efectos,
de dejar marcas en la gente. Aunque las marcan que deja son distintas, y además hay otros
espacios que dejan marcas tanto o más fuertes que la escuela, la escuela sigue siendo un lugar
donde algo del futuro se sigue jugando.

En cuanto a los cambios, son mucho más significativos. De a poquito en esta recopilación y en
toda la literatura se va viendo cómo el mal alumno va tomando la palabra, empiezan a aparecer
textos que hablan desde el mal alumno, que no es condenado moralmente sino un mal alumno
que cuenta por qué es mal alumno. En los primeros textos siempre que se habla del mal alumno
es en tercera persona, siempre es el bueno que habla del malo y quien marca cómo esa
condición lo hace merecedor de castigos. Luego aparecen textos en primera persona del
singular, y esto habla de que ese alumno está contando por qué en todo caso es un mal alumno.
El primer ejemplo de esto que aparece en la compilación es el texto de Baldomero Fernández
Moreno, que habla de un chico que va a dar examen y no sabe, y lo cuenta desde él. O el de
Silvia Schujer, que cuenta qué le pasa a un chico cuyo padre está preso; o el de un chico pobre,
de Haroldo Conti, que está yendo a la escuela porque el hermano antes de morir le dijo “vos
tenés que ir a la escuela”. Este es uno de los cambios que a mí más me gustan de los que
aparecen en la compilación.

También en los primeros textos los maestros son todos personas probas, nunca se equivocan,
nunca dudan, nunca tienen una palabra fuera de lugar, siempre están perfectamente instalados,
vestidos, y a medida que pasa el tiempo eso cambia: fuman, se equivocan, hacen cosas feas, se
van humanizando. En general se pasa a un retrato más humanizado de los personajes. Eso fue
acompañando los cambios.

—¿Qué nos dice la historia de la educación argentina de nuestra historia cultural?

—Casi todo, muchísimo. Algo de la historia cultural del país se fraguó en la escuela, contra la
escuela, a pesar de la escuela, dentro de la escuela, pero casi nada sin ella. La cultura de la
Argentina, en el sentido amplio, se jugó muy fuertemente en el sistema educativo –claro que
estamos hablando de los últimos 150 años–, y el libro da cuenta de esto. Cómo las mujeres
lentamente van tomando la palabra y empiezan a plantear sus problemas; los pobres, los malos
alumnos; las canciones de rock. Las últimas canciones de rock que hablan de la escuela son de
los 80; hasta esa época la cultura juvenil se fraguaba en la escuela, generalmente contra la
escuela. La última canción que recopilé en el libro es la parodia de Pipo Cipolatti cantando “El
estudiante” , y ya cuando algo entra en el tono paródico no le queda mucha más vida, la parodia
es la última posibilidad de un tópico para ser tematizado. También en la literatura infantil los
géneros vinculados a ciertos grupos etarios se van apropiando de la cultura de esos grupos, y va
apareciendo la cuestión escolar.

—Ud. reconoce que las experiencias de aquellos que no dejaron testimonios escritos, así como
los escasos datos de algunas fuentes bibliográficas, son una gran ausencia que empobrece la
obra. ¿Qué hacer para salvaguardar y promover la transmisión de la historia de la educación
argentina?

—Muy buena pregunta y difícil, pero lo que digo es que lo primero es acordarse de esto
siempre: que la masa de recuerdos y fuentes que tengamos es infinitamente menor de la que
deberíamos tener, que indefectiblemente siempre hay voces que no pudieron hablar, siempre
hay fuentes que no llegaron al presente porque no se escribieron, fueron olvidadas, quemadas,
tiradas, comidas por las aguas, por las ratas. Nunca hay que olvidarse de eso.

Por otro lado, el subtítulo del libro es “La experiencia escolar”, una cuestión que después yo no
tematicé, y quizás algún lector querría profundizar sobre qué se entiende por eso. Entonces lo
que digo es que lo importante es la experiencia en tanto situación irrepetible, en tanto situación
subjetiva, en tanto situación que deja marca. Por algún motivo la gente dejó escritos, porque les
pasó o porque lo imaginó –y una vez más la tonta diferencia entre ambas realidad y ficción–.
Muchas veces no importa si lo que se está contando es verdadero o no, porque tiene que ver con
la subjetividad.

—Ud. participa del equipo de trabajo del Museo de las Escuelas –único en su género en la
Argentina– creado en el 2002 por la Secretaría de Educación del Gobierno de la Ciudad de
Buenos Aires y la Universidad de Luján, que funciona en el Ministerio de Educación...
—Sí, y el libro, aunque en clave personal, es parte del museo: está a la vera del museo en esta
idea de intentar recuperar, salvar el pasado para que se recuerde y se piense de nuevo el futuro.

—¿Qué exhibe el museo? ¿Cuál es la respuesta del público?

—Hay una sala de aula normal; las experiencias de la escuela nueva; una exposición específica
sobre libros de texto; una escuela lancasteriana; una dirección de escuela; un gabinete médico;
distintos momento de la escuela argentina. Hay pupitres, mapas, escritorios, guardapolvos
Quintaci, cajones, bolitas, lapiceras Sheffer, lápices Faber, plumas, mochilas, portafolios
Primicia, secantes, toda una zoología de objetos escolares.

En el museo se ve a abuelos enseñándoles a sus nietos cómo escribían ellos, o mostrándole el


libro El nene de Ferreira –que fue famosísimo– y diciéndole “yo aprendí a leer y escribir con
este libro”, y al mismo tiempo ves al padre de ese niño que encuentra el libro Mi amigo
Gregorio, y le vuelve a decir al hijo “y yo aprendí con este”. Se produce un sentimiento muy
fuerte de identificación con los objetos. Con el libro puede que pase lo mismo, es como un
museo de textos. También se puede pensar en un futuro museo de fotografías, de sonidos,
distintas formas de ir captando la experiencia escolar, de ir captando lo vivido.

—La aparición de la computadora y las nuevas tecnologías dio lugar a nuevos sujetos y
fenómenos en la escuela. Es llamativo que dentro de la selección de relatos, que van desde 1884
hasta la actualidad, no haya incluido ninguno que dé cuenta de esto. ¿Por qué?

—La pregunta es muy buena y es una de las preguntas que seguro desatará el libro. Antes de
esta pregunta no me había dado cuenta de que no hay computadoras, ni experiencias que hablen
de la introducción de la informática, y no exactamente porque yo me lleve mal con ella. Trabajo
mucho con internet.

Tal vez sea porque no hay muchos libros publicados sobre este tema, o no los encontré... Quizás
si hubiera buscado en weblogs o en páginas personales hubiera encontrado toneladas. Pero creo
que en parte es porque aún hoy el vínculo de la informática con la escuela es conflictivo, difícil.
En la escuela se sigue considerando que lo mejor es la página. Ni la voz ni la pantalla son
ámbitos reconocidos como forma de trasmisión de la cultura escolar. La escuela tiene un
modelo inercial, y a pesar de que ciertos cambios pueden haber entrado hay ciertos cosas que se
mantienen, como es el peso de la página escrita. De todas formas reconozco también, ahora, que
es un límite mío como compilador.

—¿Se trata de una idea nostálgica de que todo tiempo pasado fue mejor?

—Sí, puede ser, aunque no lo comparto. En la escuela que yo transité y en la que aún transito
ahora como docente, la informática no termina de entrar, no termina de ser parte de la vida
constitutiva de la escuela, y el discurso con el que asoma es negativo. Por ejemplo, los docentes
piensan que los alumnos ahora no trabajan, sino que bajan las monografías y todo por internet.

—¿Será un tema para la próxima recopilación?

—Tal vez para la próxima, porque estoy pensando en un tomo II. Mucho quedó en el tintero,
mucho sigue apareciendo y definitivamente la introducción de la computadora en la escuela es
una gran ausencia del libro.

En el libro hubo mucha ayuda de otros, y ahora que está en la calle más. Me dicen: “te acordás
de que había una canción de Sandro, o de Fito Paez..”. Y esto es muy bueno, es un logro del
libro porque desata, hace rizoma, abre nuevas redes en cada lector.

—En el prólogo de su libro dice: “Como el protagonista de 'Las ruinas circulares’, me


reconozco un ser soñado que sueña futuros soñadores... Al fin y al cabo de eso se trata la
educación´”. ¿Qué sueña para los futuros soñadores?

—Supongo que lo que soñaron sobre mí y lo contrario al mismo tiempo. En estos casos es
difícil salir de frases comunes como: que la pasen bien, que sean felices, que se apropien del
mundo, que vivan un mundo con justicia, cosas que siguen siendo válidas pero que aún no han
sido cumplidas. Esos viejos pedidos siguen estando. Lo que me parece muy importante es que
se reconozcan como hoy me puedo reconocer yo: en los últimos años nos hemos dado cuenta de
que somos soñados y que eso no nos impide seguir soñando; que reconozcan esto y que no
dejen de soñar. Que hay alguien que estuvo antes que le dejó algo para que ellos sigan dejando,
y que nunca nada empieza desde el vamos y que por suerte nunca nada se termina.

—La transmisión de la historia es importante, así como el estudio de la historia de la educación;


rescatar las huellas del pasado nos permite comprender el presente y construir mejor el futuro.
¿Cómo es el panorama de esta rama de la investigación ?

—La historia de la educación argentina –dentro de todo– goza de bastante buena salud. Es uno
de los campos dentro de la educación y dentro de la historia que en los últimos años ha tenido
bastante desarrollo, siguiendo la idea de que gran parte del presente se juega en el pasado. No
casualmente hay un auge de esta rama de la investigación en los 90. Si se hace un poco de
historiografía de la educación, se ve que las primeras obras de historia de la educación se
escribieron cuando el sistema se erigía, y era un discurso muy panegírico, muy a futuro:
contamos el pasado para que vean qué horrible fue el pasado y cómo ahora lo que vamos a
construir es lo mejor y es el punto de llegada inevitable. Entonces luego, y no casualmente, los
historiadores de la educación volvimos a escribir la historia de la educación cuando el sistema
se derrumbaba, tratando de rescatar los restos del naufragio y de mostrar que hubo otras voces,
otras posiciones; la cosa fue más compleja y no se puede cerrar de un día para el otro, barajar y
dar de nuevo como tal vez se pensaba en los 90. El pasado no es sólo un resabio negativo, no es
sólo una mochila pesada, el pasado es una bruta cantera de ideas nuevas. Creo que es necesario
volver a imaginar, y la imaginación tiene una contracara: la memoria. Lo que quise hacer con el
libro es poner la memoria a disposición para imaginar nuevos futuros.

Fecha: Mayo de 2005

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