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La presente

investigación quiere ahondar en algunas de las tesis de ¿Por qué fracasa Colombia? Quiere
exponer además otras nuevas ideas sobre la configuración de la cultura en Colombia (y
también en algunas otras regiones del continente) por parte de una población perseguida y
expulsada de los reinos de España y Portugal, con el debido análisis de sus más importantes
consecuencias. Este esfuerzo supone dar una coherente interpretación a la entrada y
asimilación de tales poblaciones al territorio colombiano durante los siglos XVI, XVII y
XVIII. La labor de búsqueda se detiene deliberadamente antes de la Independencia porque el
estudio a partir de entonces requiere una investigación nueva. Por consiguiente, este libro
pretende explicar a los colombianos de nuestros días –y en especial a los jóvenes– ese
inmenso trozo de historia de Colombia que no se les enseña de ninguna manera
convincente en los textos habituales ni en los esfuerzos historiográficos más
especializados.

En efecto, entre el descubrimiento de la Tierra Firme por Juan de la Cosa en 1501 y la


Insurrección Comunera de 1781, transcurren casi tres siglos muy poco conocidos para el
lector promedio y sobre los cuales abundan los mitos y las generalizaciones. El autor es
consciente del desafío que esto implica y de la precariedad de los recursos que tiene en sus
manos para que la exposición sea completa. No obstante, considera que es necesario e
imprescindible que este asunto sea objeto de una discusión académica y sistemática
permanente para que la polémica sea capaz de llegar hasta cotas más elevadas y hacerse parte
de la vida cotidiana del pueblo colombiano. La “falta de curiosidad” que se denuncia en ¿Por
qué fracasa Colombia? debe ser sustituida por una explicación provisional razonable de los
elementos que confluyeron en el proceso de Conquista y Colonia, propios de los tres siglos
mencionados.

El método que este libro sigue es el del análisis documental. Para ello se hará referencia
permanente (a diferencia del libro anterior) a estudios académicos ampliamente reconocidos.
A pesar de esto, debe resultar tan claro para el autor como para los lectores que el uso de
documentos sobre la materia, por extenso que sea, no es suficiente para dilucidar de manera
completa la críptica complejidad de este asunto. Aun cuando el carácter de esta explicación
sea provisional, siempre será mejor una explicación plausible que ninguna y dejará el asunto
como lo que todos aceptamos que es: un intento inacabado por desvelar unas verdades
difíciles de identificar con plena certeza y saturadas de interpretaciones polémicas. Creo, sin
embargo, que la respuesta parcial presentada en este libro ayudará a los jóvenes colombianos
y latinoamericanos –y a muchos extranjeros– a entender cómo se forjó la nación (antes de
que el concepto que la Modernidad fijase sobre el tema se volviese tan restrictivo). Estos
trescientos años de Colonia fueron, a pesar de su apariencia de aburrida normalidad, un
silencioso crisol sin el cual lo que hoy somos no sería posible en absoluto. En ese vaso
silencioso y discreto creció, de modo insospechado, la materia prima de toda colombianidad
y de todas las virtudes y defectos que hoy nos caracterizan. Por eso creo que con este libro
se zanja y documenta esa generalización por la cual se tiende a presumir que los
colombianos existen solo a partir de 1810.

Es este además un intento de antropología histórica (o al menos quiere serlo), porque busca
describir parte de la vida material y espiritual de aquellos que pusieron las primeras piedras,
que construyeron las primeras iglesias y trazaron las primeras calles. En otras palabras, se
quiere hacer un relato de lo que fue la vida de nuestros pobladores fundadores, de nuestros
propios founding fathers. Lo fundamental de este rescate de los primeros grupos que vinieron
a configurar la nación hispánica que habría de ser Colombia es que no ha recibido ningún
reconocimiento. Los founding fathers, que fueron casi míticos en Norteamérica, aquí, en
cambio, no solo son anónimos, sino que nunca han sido personalizados ni reconocidos de
modo pleno. Es cierto que existen algunos documentos con los nombres de los que
fundaron los pueblos.

Pero, más allá de esas anotaciones en documentos españoles, poca o ninguna otra figuración
han tenido en la historia nacional no solo como fundadores de pueblos, sino como los
primeros habitantes. Esa condición de anonimato –deliberado probablemente desde el
comienzo– se conservó a lo largo de los siglos. No solo es esta una estrategia para homenajear
sus nombres y su presencia, sino para poner de presente su cultura, sus valores, su
idiosincrasia, todo lo que significaron, sin lo cual no seríamos ni la sombra de lo que somos.
El cristiano-nuevo
En este libro se usará la expresión ‘cristiano-nuevo’ para referirse a los descendientes de los
conversos judíos o moros que en España habían adquirido un apellido nuevo,una identidad
nueva y que a pesar de ello, por los mandatos derivados de la iniciativa de Pedro
Sarmiento de 1449, no habían podido probar de una manera cabal su limpieza de
sangre frente a las autoridades inquisitoriales. De esta forma perdieron sus derechos
civiles, sus prerrogativas económicas y sus posibilidades políticas en toda la Península.

Aunque nominalmente hubo protección para los cristiano-nuevos, especialmente a partir de


1480, cuando los Reyes Católicos se dieron cuenta de que perderían una población muy
valiosa para la España unificada que estaban construyendo, la persecución continuó muy
soterrada y sin detenerse durante todo el siglo XVI, y al menos la primera mitad del siglo
XVII. Por esa razón hubo una proporción altísima de individuos que no podían probar su
origen cristiano viejo y se vieron abocados a compartir denominaciones de apellidos
simples. Me refiero a apellidos como Suárez, Martínez, Hernández, Rodríguez,
etcétera, y no a los apellidos con toponímico (Suárez de Lerma, Martínez de Guevara
o Pérez de Fonseca), que eran la característica de los cristianos viejos. Además, ciertos
apellidos de una naturaleza muy reciente que son básicamente plurales de nombres fueron
adoptados sistemáticamente por los cristiano-nuevos, porque durante todo el siglo XVI esa
fue la estrategia de su validación y reconocimiento dentro de la nueva España unificada,
especialmente en los reinados de Carlos V y Felipe II.

Mientras hubo esplendor, riquezas, grandes empresas; mientras hubo un ejército muy
consolidado, los cristiano-nuevos fueron tolerados tanto en España como en las Indias. No
obstante, cuando la situación comenzó a decaer en el periodo final del reinado de Felipe II
(hacia 1598) y de un modo aún más crudo durante los reinados de Felipe III y Felipe IV (en
los primeros años del siglo XVII), los cristiano-nuevos recibieron de nuevo el rigor de la
persecución y de las deudas. Por eso, en su mayoría escaparon a América despojados de
todo bien. El solo pagar el pasaje había consumido sus últimos caudales, y la condición de
indefensión en la que llegaban a las tierras de América, al menos durante el siglo XVI antes
del arribo de los portugueses en 1580, fue muy precaria.

No pretendo decir con ello que la población colombiana provenga en su mayoría de estos
cristiano-nuevos. Lo que pretendo decir es que la cultura de ellos terminó predominando.
Para muchos mestizos descendientes de indígenas, negros o mulatos, esa fue la única
cultura que desde la temprana infancia les permitió acomodarse en este territorio. Para que
no haya lugar a equívocos sobre las implicaciones que estas afirmaciones pueden tener,
quisiera aclarar en esta nota preliminar que en realidad la justicia de esta presunción es la
siguiente: los cristiano-nuevos asimilaron una cultura hispánica muy profunda, con una
lengua y unas costumbres del sur de España que eran perfectamente válidas para los
cristianos viejos del norte. No obstante, en virtud del hecho de que América supuso una
suerte de borrón y cuenta nueva respecto de la situación anterior, en esta tierra la condición
hispánica de los cristiano-nuevos se reivindicaba. Estos individuos vinieron a ser
poseedores de tierras, aparceros, encomenderos, etcétera. Vinieron no precisamente a
enriquecerse (porque la precariedad de las condiciones en el Nuevo Mundo no lo permitía),
pero sí a disfrutar modestamente de privilegios que no podían disfrutar en España ni en
otras tierras que hubieran pertenecido a la Corona. Por esta razón, muy pronto el rumor de
que la situación era cualitativamente mejor en estas Indias Occidentales de lo que podrían
esperar en cualquier otro lugar, se expandió y fue abriendo la posibilidad de que la
migración exclusivamente masculina (que caracterizó los primeros 55 años de la
Conquista) fuera reemplazada por la migración completa, es decir, por la posibilidad de
venir con abuelos, padres, esposas e hijos.

La singular condición de este tráfico hizo que al establecerse en tierras americanas con toda
su prole, las familias estuviesen más dispuestas a respetar la institucionalidad española
como base de su asentamiento en América y a respetar las autoridades religiosas con un
celo no extraordinario pero sí muy fuerte. Finalmente, estaban dispuestos a no dar que
hablar, al menos no negativamente, ni como trabajadores ni como patrones de indios o
comerciantes, entre otras actividades que pudieran desarrollar en las Indias. Por todas estas
razones, comunidades relativamente importantes de cristiano-nuevos llegaron como una
“migración río”, a través de un periodo comprendido entre 1510 y 1740. Es decir, hasta
antes del establecimiento del Virreinato de la Nueva Granada hubo olas de migración, que
en ese sentido metafórico de la migración río se iban sumando a los llegados una
generación antes, dos generaciones antes o, incluso, un siglo antes. Luego, la reunión de
las familias fue siempre teórica, y la conformación de las nuevas comunidades era la
verdadera nueva institucionalidad a la que se veían sometidos estos descendientes de
cristiano-nuevos. Al encontrar en América, y de manera especial en el Nuevo Reino de
Granada, una cultura parecida a la que los cristiano-nuevos conocieron en España, estos se
sintieron bien acogidos y suficientemente en casa como para arriesgarse a hacer un
asiento permanente.

Esta es la aclaración más importante de este libro por la tremenda trascendencia que los
cristiano-nuevos tuvieron, no solo en Colombia sino en toda América, a la hora de
conformar las diversas hispanidades del continente. En el futuro me propongo hacer, en la
medida de mis posibilidades, una obra que abarque a toda la América hispana y ayude a
explicar los niveles desiguales de mestizaje cultural que hubo en las tierras americanas.
Este modelo de análisis puede servir para tratar el caso mexicano, argentino, peruano,
paraguayo, guatemalteco, nicaragüense, costarricense, ecuatoriano, etcétera, con una serie
de resultados que pueden ser, al menos como lo concibo, iluminadores para todas estas
jóvenes naciones hispánicas derivadas de esta migración tan peculiar, tan larga y tan
discreta, que caracterizó el poblamiento de América.

EL TIEMPO

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