Anda di halaman 1dari 16

El cuento versus novela

Varios

“La novela y el cuento se dejan comparar analógicamente con el cine y la fotografía, en la


medida en que una película es en principio un “orden abierto”, novelesco, mientras que una
fotografía lograda presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido
campo que abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa
limitación.”
Julio Cortázar

“Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en


quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos.”
Jorge Luis Borges

“No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien
logrado, las tres primeras líneas tienen casi la misma importancia que las tres últimas.”
Horacio Quiroga

“Lo que más me importa en este mundo es el proceso de creación. ¿Qué clase de misterio es
ése que hace que el simple deseo de contar historias se convierta en una pasión, que un ser
humano sea capaz de morir por ella; morir de hambre, frío o lo que sea, con tal de hacer una
cosa que no se puede ver ni tocar y que, al fin y al cabo, si bien se mira, no sirve para nada?”
Gabriel García Márquez

“Todo novelista quiere escribir poesía, descubre que no puede y a continuación intenta el
cuento, y al volver a fracasar, y sólo entonces, se pone a escribir novelas.”
William Faulkner
Novela, s. (En inglés, romance, novela de aventuras más o menos fantásticas. por oposición
a “novel”, novela realista ). Cuento inflado. Especie de composición que guarda con la
literatura la misma relación que el panorama guarda con el arte. Como es demasiado larga
para leer de un tirón, las impresiones producidas por sus partes sucesivas son sucesivamente
borradas, como en un panorama. La unidad, la totalidad del efecto, es imposible porque
aparte de las escasas páginas que se leen al final, todo lo que queda en la mente es el simple
argumento de lo ocurrido antes. La novela realista es al relato fantástico lo que la fotografía
es a la pintura. Su principio básico, la verosimilitud, corresponde a la realidad literal de la
fotografía, y la ubica dentro del periodismo; mientras que la libertad del relato fantástico no
tiene más límites que la imaginación del narrador. Los tres principios esenciales del arte
literario son imaginación, imaginación e imaginación. El arte de escribir novelas, en la
medida en que pudo llamarse arte, ha muerto hace mucho en todo el mundo, salvo en Rusia,
donde es nuevo. Paz tengan sus cenizas… algunas de las cuales aún se venden mucho.
Ambrose Bierce

“Innumerables son los relatos del mundo”


Roland Barthes

“Es realmente imposible quedarse sin ideas, ya que éstas se encuentran en todas partes. El
mundo está lleno de ideas germinales.”
Patricia Highsmith

“La novela es como un veneno lento y el cuento, como un navajazo.”


Marina Mayoral

“Entre el cuento y la novela hay la misma disparidad de criterios que entre un flechazo que
dura una sola noche y un matrimonio de décadas […]. Los cuentos, se dice, son intensos y
las novelas estables.”
Eloy Tizón
“[El cuento] vuela como una cometa dejando allá abajo el pesado costillaje de la novela, ese
portaviones siempre amenazado de desguace.”
Valentí Puig

“Abomino de los que esbozan novelas escribiendo cuentos, de los cuentos engordados con
hormonas.”
Vicente Verdú

“Mantengo una total animadversión a la idea del cuento como territorio propicio para el
aprendizaje del escritor, o como ámbito para empeños de menor voltaje, livianos u
ocasionales y banco de pruebas para otras empresas narrativas de mayor cuantía y
envergadura.”
Luis Mateo Díez

“El hecho de que ambos géneros sean narrativos ha favorecido la confusión y ha facilitado
la tarea invasora de la novela, hasta el punto de que ha llegado a olvidarse que sus respectivas
tradiciones son muy distintas y la del cuento mucho más vieja y más permanente. Pues así
como la novela ha aparecido y desaparecido varias veces a lo largo de la historia, el cuento
se ha mantenido invariable hasta tiempos muy recientes.”
Javier Marías

“Para mí el cuento no es un relato o una estampa, sin más, sino un mundo con entidad propia,
con argumentos sugerentes y abierto, pero de ciclo cerrado, si es posible con pirueta final
verosímil; con ironía y emoción en sus entrañas, con algo de de misterio o intriga, vinculado
a mi tiempo y con un lenguaje que sea médula, y no postizo, de lo que narra.”
Andrés Berlanga

“Si aceptáramos la aseveración de Ernesto Sábato que dice ‘la prosa es lo diurno y la poesía
la noche: se alimenta de nuestros símbolos, es el lenguaje de las tinieblas y de los abismos’,
si estuviéramos de acuerdo con esta definición, entonces tendríamos que situar el cuento en
el preciso centro del atardecer, con toda su belleza efímera y vacilante, pero con toda
rotundidad de conclusiones luminosas, atmosféricas y sentimentales.”
Joan Rendé

“Los cuentos no toleran elementos accesorios. Todos los materiales del cuento tienen una
función principal: de ahí la difícil concisión a que obligan, que no está sólo en el empleo de
las palabras, sino -sobre todo- en la previa selección de los motivos.”
José María Merino

La rama seca
Ana María Matute

1
Apenas tenía seis años y aún no la llevaban al campo. Era por el tiempo de la siega, con un
calor grande, abrasador, sobre los senderos. La dejaban en casa, cerrada con llave, y le decían:
-Que seas buena, que no alborotes: y si algo te pasara, asómate a la ventana y llama a doña
Clementina.
Ella decía que sí con la cabeza. Pero nunca le ocurría nada, y se pasaba el día sentada al borde
de la ventana, jugando con “Pipa”.
Doña Clementina la veía desde el huertecillo. Sus casas estaban pegadas la una a la otra,
aunque la de doña Clementina era mucho más grande, y tenía, además, un huerto con un peral
y dos ciruelos. Al otro lado del muro se abríael ventanuco tras el cual la niña se sentaba siempre.
A veces, doña Clementina levantaba los ojos de su costura y la miraba.
-¿Qué haces, niña?
La niña tenía la carita delgada, pálida, entre las flacas trenzas de un negro mate.
-Juego con “Pipa” -decía.
Doña Clementina seguía cosiendo y no volvía a pensar en la niña. Luego, poco a poco, fue
escuchando aquel raro parloteo que le llegaba de lo alto, a través de las ramas del peral. En su
ventana, la pequeña de los Mediavilla se pasaba el día hablando, al parecer, con alguien.
-¿Con quién hablas, tú?
-Con “Pipa”.
Doña Clementina, día a día, se llenó de una curiosidad leve, tierna, por la niña y por “Pipa”.
Doña Clementina estaba casada con don Leoncio, el médico. Don Leoncio era un hombre
adusto y dado al vino, que se pasaba el día renegando de la aldea y de sus habitantes. No
tenían hijos y doña Clementina estaba ya hecha a su soledad. En un principio, apenas pensaba
en aquella criatura, también solitaria, que se sentaba al alféizar de la ventana. Por piedad la
miraba de cuando en cuando y se aseguraba de que nada malo le ocurría. La mujer Mediavilla
se lo pidió:
-Doña Clementina, ya que usted cose en el huerto por las tardes, ¿querrá echar de cuando en
cuando una mirada a la ventana, por si le pasara algo a la niña? Sabe usted, es aún pequeña
para llevarla a los pagos…
-Sí, mujer, nada me cuesta. Marcha sin cuidado…
Luego, poco a poco, la niña de los Mediavilla y su charloteo ininteligible, allá arriba, fueron
metiéndosele pecho adentro.
-Cuando acaben con las tareas del campo y la niña vuelva a jugar en la calle, la echaré a faltar
-se decía.
2
Un día, por fin, se enteró de quién era “Pipa”.
-La muñeca -explicó la niña.
-Enséñamela…
La niña levantó en su mano terrosa un objeto que doña Clementina no podía ver claramente.
-No la veo, hija. Échamela…
La niña vaciló.
-Pero luego, ¿me la devolverá?
-Claro está…
La niña le echó a “Pipa” y doña Clementina, cuando la tuvo en sus manos, se quedó pensativa.
“Pipa” era simplemente una ramita seca envuelta en un trozo de percal sujeto con un cordel. Le
dio la vuelta entre los dedos y miró con cierta tristeza hacia la ventana. La niña la observaba
con ojos impacientes y extendía las dos manos.
-¿Me la echa, doña Clementina…?
Doña Clementina se levantó de la silla y arrojó de nuevo a “Pipa” hacia la ventana. “Pipa” pasó
sobre la cabeza de la niña y entró en la oscuridad de la casa. La cabeza de la niña desapareció
y al cabo de un rato asomó de nuevo, embebida en su juego.
Desde aquel día doña Clementina empezó a escucharla. La niña hablaba infatigablemente con
“Pipa”.
-“Pipa”, no tengas miedo, estate quieta. ¡Ay, “Pipa”, cómo me miras! Cogeré un palo grande y
le romperé la cabeza al lobo. No tengas miedo, “Pipa”… Siéntate, estate quietecita, te voy a
contar, el lobo está ahora escondido en la montaña…
La niña hablaba con “Pipa” del lobo, del hombre mendigo con su saco lleno de gatos muertos,
del horno del pan, de la comida. Cuando llegaba la hora de comer la niña cogía el plato que su
madre le dejó tapado, al arrimo de las ascuas. Lo llevaba a la ventana y comía despacito, con
su cuchara de hueso. Tenía a “Pipa” en las rodillas, y la hacía participar de su comida.
-Abre la boca, “Pipa”, que pareces tonta…
Doña Clementina la oía en silencio. La escuchaba, bebía cada una de sus palabras. Igual que
escuchaba al viento sobre la hierba y entre las ramas, la algarabía de los pájaros y el rumor de
la acequia.
3
Un día, la niña dejó de asomarse a la ventana. Doña Clementina le preguntó a la mujer
Mediavilla:
-¿Y la pequeña?
-Ay, está delicá, sabe usted. Don Leoncio dice que le dieron las fiebres de Malta.
-No sabía nada…
Claro, ¿cómo iba a saber algo? Su marido nunca le contaba los sucesos de la aldea.
-Sí -continuó explicando la Mediavilla-. Se conoce que algún día debí dejarme la leche sin
hervir… ¿sabe usted? ¡Tiene una tanto que hacer! Ya ve usted, ahora, en tanto se reponga, he
de privarme de los brazos de Pascualín.
Pascualín tenía doce años y quedaba durante el día al cuidado de la niña. En realidad, Pascualín
salía a la calle o se iba a robar fruta al huerto vecino, al del cura o al del alcalde. A veces, doña
Clementina oía la voz de la niña que llamaba. Un día se decidió a ir, aunque sabía que su marido
la regañaría.
La casa era angosta, maloliente y oscura. Junto al establo nacía una escalera, en la que se
acostaban las gallinas. Subió, pisando con cuidado los escalones apolillados que crujían bajo
su peso. La niña la debió oír, porque gritó:
-¡Pascualín! ¡Pascualín!
Entró en una estancia muy pequeña, a donde la claridad llegaba apenas por un ventanuco
alargado. Afuera, al otro lado, debían moverse las ramas de algún árbol, porque la luz era de
un verde fresco y encendido, extraño como un sueño en la oscuridad. El fajo de luz verde venía
a dar contra la cabecera de la cama de hierro en que estaba la niña. Al verla, abrió más sus
párpados entornados.
-Hola, pequeña -dijo doña Clementina-. ¿Qué tal estás?
La niña empezó a llorar de un modo suave y silencioso. Doña Clementina se agachó y
contempló su carita amarillenta, entre las trenzas negras.
-Sabe usted -dijo la niña-, Pascualín es malo. Es un bruto. Dígale usted que me devuelva a
“Pipa”, que me aburro sin “Pipa”…
Seguía llorando. Doña Clementina no estaba acostumbrada a hablar a los niños, y algo extraño
agarrotaba su garganta y su corazón.
Salió de allí, en silencio, y buscó a Pascualín. Estaba sentado en la calle, con la espalda
apoyada en el muro de la casa. Iba descalzo y sus piernas morenas, desnudas, brillaban al sol
como dos piezas de cobre.
-Pascualín -dijo doña Clementina.
El muchacho levantó hacia ella sus ojos desconfiados. Tenía las pupilas grises y muy juntas y
el cabello le crecía abundante como a una muchacha, por encima de las orejas.
-Pascualín, ¿qué hiciste de la muñeca de tu hermana? Devuélvesela.
Pascualín lanzó una blasfemia y se levantó.
-¡Anda! ¡La muñeca dice! ¡Aviaos estamos!
Dio media vuelta y se fue hacia la casa, murmurando.
Al día siguiente, doña Clementina volvió a visitar a la niña. En cuanto la vio, como si se tratara
de una cómplice, la pequeña le habló de “Pipa”:
-Que me traiga a “Pipa”, dígaselo usted, que la traiga…
El llanto levantaba el pecho de la niña, le llenaba la cara de lágrimas, que caían despacio hasta
la manta.
-Yo te voy a traer una muñeca, no llores.
Doña Clementina dijo a su marido, por la noche:
-Tendría que bajar a Fuenmayor, a unas compras.
-Baja -respondió el médico, con la cabeza hundida en el periódico.
4
A las seis de la mañana doña Clementina tomó el auto de línea, y a las once bajó en Fuenmayor.
En Fuenmayor había tiendas, mercado, y un gran bazar llamado “El Ideal”. Doña Clementina
llevaba sus pequeños ahorros envueltos en un pañuelo de seda. En “El Ideal” compró una
muñeca de cabello crespo y ojos redondos y fijos, que le pareció muy hermosa. “La pequeña va
a alegrarse de veras”, pensó. Le costó más cara de lo que imaginaba, pero pagó de buena gana.
Anochecía ya cuando llegó a la aldea. Subió la escalera y, algo avergonzada de sí misma, notó
que su corazón latía fuerte. La mujer Mediavilla estaba ya en casa, preparando la cena. En
cuanto la vio alzó las dos manos.
-¡Ay, usté, doña Clementina! ¡Válgame Dios, ya disimulará en qué trazas la recibo! ¡Quién iba a
pensar…!
Cortó sus exclamaciones.
-Venía a ver a la pequeña, le traigo un juguete…
Muda de asombro la Mediavilla la hizo pasar.
-Ay, cuitada, y mira quién viene a verte…
La niña levantó la cabeza de la almohada. La llama de un candil de aceite, clavado en la pared,
temblaba, amarilla.
-Mira lo que te traigo: te traigo otra “Pipa”, mucho más bonita.
Abrió la caja y la muñeca apareció, rubia y extraña.
Los ojos negros de la niña estaban llenos de una luz nueva, que casi embellecía su carita fea.
Una sonrisa se le iniciaba, que se enfrió en seguida a la vista de la muñeca. Dejó caer de nuevo
la cabeza en la almohada y empezó a llorar despacio y silenciosamente, como acostumbraba.
-No es “Pipa” -dijo-. No es “Pipa”.
La madre empezó a chillar:
-¡Habrase visto la tonta! ¡Habrase visto, la desagradecida! ¡Ay, por Dios, doña Clementina, no
se lo tenga usted en cuenta, que esta moza nos ha salido retrasada…!
Doña Clementina parpadeó. (Todos en el pueblo sabían que era una mujer tímida y solitaria, y
le tenían cierta compasión).
-No importa, mujer -dijo, con una pálida sonrisa-. No importa.
Salió. La mujer Mediavilla cogió la muñeca entre sus manos rudas, como si se tratara de una
flor.
-¡Ay, madre, y qué cosa más preciosa! ¡Habrase visto la tonta ésta…!
Al día siguiente doña Clementina recogió del huerto una ramita seca y la envolvió en un retal.
Subió a ver a la niña:
-Te traigo a tu “Pipa”.
La niña levantó la cabeza con la viveza del día anterior. De nuevo, la tristeza subió a sus ojos
oscuros.
-No es “Pipa”.
Día a día, doña Clementina confeccionó “Pipa” tras “Pipa”, sin ningún resultado. Una gran
tristeza la llenaba, y el caso llegó a oídos de don Leoncio.
-Oye, mujer: que no sepa yo de más majaderías de ésas… ¡Ya no estamos, a estas alturas,
para andar siendo el hazmerreír del pueblo! Que no vuelvas a ver a esa muchacha: se va a
morir, de todos modos…
-¿Se va a morir?
-Pues claro, ¡que remedio! No tienen posibilidades los Mediavilla para pensar en otra cosa…
¡Va a ser mejor para todos!
5
En efecto, apenas iniciado el otoño, la niña se murió. Doña Clementina sintió un pesar grande,
allí dentro, donde un día le naciera tan tierna curiosidad por “Pipa” y su pequeña madre.
6
Fue a la primavera siguiente, ya en pleno deshielo, cuando una mañana, rebuscando en la
tierra, bajo los ciruelos, apareció la ramita seca, envuelta en su pedazo de percal. Estaba
quemada por la nieve, quebradiza, y el color rojo de la tela se había vuelto de un rosa desvaído.
Doña Clementina tomó a “Pipa” entre sus dedos, la levantó con respeto y la miró, bajo los rayos
pálidos del sol.
-Verdaderamente- se dijo-. ¡Cuánta razón tenía la pequeña! ¡Qué cara tan hermosa y triste tiene
esta muñeca!
FIN
EL DESERTOR
(cuento)
José María Merino (España, 1941)

El amor es algo muy especial. Por eso, cuando vio la sombra junto a la puerta, a la claridad de
la luna que, precisamente por su escasa luz, le daba una apariencia de gran borrón plano y
ominoso, no tuvo ningún miedo. Supo que él había regresado a casa. La suavidad de la noche
de San Juan, el cielo diáfano, el olor fresco de la hierba, el rumor del agua, el canto de los
ruiseñores, acompasaban de pronto lo más benéfico de su naturaleza a la presencia recobrada.
La vida conyugal había durado apenas cinco meses cuando estalló la guerra. Le reclamaron, y
ella fue conociendo entre líneas, en aquellas cartas breves y llenas de tachaduras, las
vicisitudes del frente. Pero las cartas, que al principio hacían referencia, aunque confusa, a los
sucesos y a los parajes, fueron ciñéndose cada vez más a la crónica simple de la nostalgia, de
los deseos de regreso. Venían ya sin tachaduras y estaban saturadas de una añoranza tan
descarnadamente relatada, que a ella le hacían llorar siempre que las leía.

Entonces no estaba tan sola. En la casa vivía todavía la madre de él, y la vieja, aunque muy
enferma, le acompañaba con su simple presencia, ocupada en menudos trajines, o en charlas
cotidianas y en los comentarios sobre las cartas de él, y las oscuras noticias de la guerra. Al
año, murió. Se quedó muerta en el mismo escaño de la cocina, con un racimo en el regazo y
una uva entre los dedos de la mano derecha. Ella supo luego por otra carta de él que, cuando
le llegó la noticia de la muerte de su madre, los jefes ya no consideraron procedente ningún
permiso, puesto que la inhumación estaba consumada hacía tiempo.

Quedó entonces sola en casa, silenciosa la mayor parte del día -excepto cuando se acercaba a
donde su hermana para alguna breve charla- en un pueblo también silencioso, del que faltaban
los mozos y los casados jóvenes, y que vivía esa ausencia con ánimo pasmado.
Se absorbía en las faenas con una poderosa voluntad de olvido. Así, con minuciosa rigidez de
horario, cumplía las labores cotidianas de la limpieza y la cocina, del lavadero y de las cuadras,
y el calendario sucesivo de los trabajos del campo, segando y trasladando la hierba, escardando
las legumbres y cavando los frutales, majando el centeno. Abstraída en la tarea del momento,
que acaso le exigía, con el esfuerzo físico, un ritmo especial, llegaba a pensar la ausencia de él
como una nebulosa ensoñación no del todo real, de la que saldría en algún inmediato despertar.

Pero el tiempo iba pasando y la guerra no terminaba. Ella no sabía muy bien los motivos de la
guerra. Desde el púlpito, el cura les hablaba del enemigo como de un mal diabólico y temible,
infecciosos como una plaga. Al cabo, ya la guerra y el enemigo dejaron de ofrecer una referencia
real, y era como si el esfuerzo bélico tuviese como objeto la defensa a ultranza frente a la
invasión de unos seres monstruosos, venidos de algún país lejano y mortífero. Hasta tal punto
que, en cierta ocasión, cuando atravesó el pueblo un convoy con prisioneros y los vecinos
salieron a verles con acuciante curiosidad, una mujerona manifestó en su pintoresca
exclamación, la decepcionante sorpresa de comprobar que los enemigos no mostraban el
aspecto que las diatribas del cura y otras noticias les habían hecho imaginar:

-¡No tienen rabo!

No tenían rabo, ni pezuñas, ni cuernos. Eran hombres. Tristes, oscuros, vestidos con capotes
sucios, con chaquetas raídas. Sobre las cabezas peladas, llevaban pasamontañas y gorrillas
cuarteleras. Casi todos tenían la barba crecida en los rostros flacos, aunque también se veían
barbilampiñas de algunos mozalbetes.

A ella, de pronto, la visión de aquellos soldados maltrechos le trajo a la mente la imaginación


de su propio marido, acaso en esos momentos, también acarreado en algún camión embarrado,
encogido bajo un pardo capote. Hasta creyó reconocer en varios rostros el rostro querido,
sumida en una súbita confusión que la llenó de angustia.

Pasó el tiempo. Otro año. El pueblo siguió perdiendo gente y, al fin, sólo quedaron los niños, las
mujeres y los viejos. Las veladas habían dejado de ser ocasión alegre de contar fábulas y
recordar sucesos, y eran ya solamente motivo de rezos. Rosarios y letanías, novenas y misas,
ocupaban las horas de la comunicación colectiva.

Cuando llegó aquel San Juan, ya ni creían recordar el tiempo en que los mozos, con su rey,
encendían la gran hoguera tradicional en lo alto del cerro. Fueron los niños los que suscitaron
la memoria de la antigua fiesta, haciendo un gran fuego en la plaza. El fuego atrajo a la gente,
que fue reuniéndose en torno a él. Era una noche clara, cálida, sin una pizca de viento.

Los niños gritaban alrededor del fuego, en el límite del caluroso reverbero. Los mayores
recordaron otras noches de San Juan, a sus mozos llenándolas de algarabía y desorden. Lo
que, cuando estaban los mozos, se aceptaba con esa obligada mezcla de indulgencia y
malhumor que traía la sumisión a un rito inevitable, aquella noche se añoraba como una parte
amputada de su vida.

Porque aquel año, como el pasado, no habría necesidad de vigilar los huevos, las matanzas,
los hervidores. Nadie llegaría sigiloso en la noche para hurtarlos. Y tampoco nadie borraría las
sendas ni profanaría el rescoldo de los hogares.

El pueblo se había quedado sin mocedad, y el aliento dulce de la noche le daba a aquella
evidencia, más dolorosa aún por las circunstancias que la motivaban, una particular melancolía.
Cuando la hoguera se extinguió, el encuentro improvisado se deshizo. Ella pasó por casa de su
hermana, saludó rápidamente a la familia y se fue a su propia casa. Entonces vio la sombra
junto a la puerta y, reconociéndole al instante, echó a correr y le abrazó con todas sus fuerzas.

Había cambiado. Estaba más flaco, más pálido, y en sus gestos había adquirido una especie
de reflexiva demora. Supo que había desertado. Herido por la metralla de una granada, había
ingresado en el hospital. Cuando estuvo curado y repuesto, decidió escapar y volver a casa.
Fue una huida penosa, que duró semanas. Pero allí estaba ya, silencioso y sonriente.

Era preciso el sigilo más completo. Ella disimuló su alegría y continuó haciendo la vida de
costumbre. Él permanecía oculto en algún lugar de la casa durante las horas de luz. Por la
noche, cuando la oscuridad lo tapaba todo, salían a la huerta y se sentaban uno junto al otro,
sintiendo latir las estrellas parpadeantes, el río que murmuraba, los pájaros que se reclamaban
entre las enramadas invisibles.

Recuperó en sus brazos el sabor de aquellos primeros tiempos de matrimonio, y la congoja de


los besos y los abrazos definitivos. Y como el amor es algo muy especial, todos los problemas
-la guerra, su esfuerzo solitario que debía multiplicarse en tantas tareas, los complicados
trueques para conseguir todo lo necesario para una regular subsistencia- pasaron a una
consideración muy secundaria.

Su única preocupación era que él no fuese descubierto. Una tarde, cuando regresaba con unas
cargas de leña, encontró a los guardias en su casa. Portadores de la denuncia que produjo la
deserción -cuyo propósito había sido al parecer anunciado entre las pesadillas febriles del
hospital- los guardias registraron la casa. Y aunque no fueron capaces de encontrarlo, aquella
visita inesperada la colmó de angustia, al pensar que podían sorprenderle algún día y llevárselo
otra vez, para castigar acaso su huida con la muerte.

Así, entre las dulzuras de tenerlo en casa y los sobresaltos de sus temores, fue transcurriendo
el verano. A veces se ponía a cantar, sin darse cuenta, y en el pueblo callado y mohíno su
actitud era acogida con sorpresa desconcertada.

Sin embargo, un extraño sentimiento le hacía desvelarse en mitad de la noche y, a pesar de


sentir el cuerpo de él a su lado, cruzaba su imaginación un tropel desordenado de miedos
sombríos, como si el futuro estuviera ya marcado y se cumpliesen en él toda clase de augurios
desfavorables.

El mismo día que empezaba septiembre, cuando despertó, no estaba junto a ella. Era un día
gris, oloroso a humedad. Lo buscó en la casa, en el corral, pero no pudo hallarle. Aquella
ausencia, que le devolvía la imagen de la larga soledad, suscitó en ella una intuición temerosa.

A la hora de ángelus vio acercarse a los guardias. Se había puesto a llover con más fuerza y
tenían los capotes de hule cubiertos de agua.

Lo habían encontrado. Estaba en lo alto del cerro, entre las peñas, con los miembros estirados
para asomar lo más posible la cabeza en dirección al pueblo. Sin duda la herida se le había
vuelto a abrir en el largo camino de la huida. El cuerpo estaba reseco como una muda de
culebra. Los guardias decían que llevaría muerto, por lo menos, desde San Juan.
El día 32

RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA

Ya no van a quedar más hojas del almanaque.

Era nuestra última fortuna. Dentro de un rato estaremos arruinados.

Nos detendremos antes de arrancar la última hoja.

¿Qué habrá dentro? ¿Un consejo? ¿Una máxima? ¿Una promesa?

Hay quienes dejan pegada esa hoja en el cartón. Mal hecho. Esos se quedan sin algo, han
dejado prendido un boleto de opción; quién sabe qué mueble de regalo; quién sabe qué
fotografía que el destino hace en esa hoja en blanco y envía a la Caja de jubilaciones (desde
luego en esa hoja está el vale para la comadrona que ha de sacar con bien el próximo año).

Porque hay un secreto que voy a divulgar, y es que, entre el 31 y el 1 del año que comienza,
hay un día que no se nota, que pasa desapercibido, que, como todo el mundo está
preocupado, nadie ve: el día 32.

Desde la antigüedad existe ese día, que no es de non, porque es par y jacarandoso.
Es el día en que los desmemoriados -todos somos desmemoriados el 31- vuelven a adquirir
la memoria; el día que se pasa con la cabeza en el hielo; el día en que muchos, que no saben
jugar al ajedrez, se lo pasan jugando sobre el tablero; el día de cambiar el empapelado del
comedor y, como se ha hecho en plena inconsciencia, sorprenderse al día siguiente de lo
raro que resulta contemplarle rojo cuando ayer parecía amarillo. ¡Qué de cosas se hacen
ese día 32!

Es un día sin cobradores y en cuyos balcones aparece el paisaje que hemos soñado, y quizá
por eso nos sentimos tan bien y la vida es sueño.

Cuando me di cuenta de la existencia del día 32 fue un año en el que el día 1 del año
siguiente se me presentó una amiga de una prima mía con la que cené el día 31 de aquel
diciembre.

-Chulillo mío -me dijo-, ¡qué día el de ayer!

Yo me quedé sorprendido, sin saber lo que significaba aquello.

Me acordaba de que el día último del año había cenado en casa de mis tíos y había
acompañado a aquella joven al domicilio, cuya dirección ella misma me dio.

No me acordaba de haber estado calamocano ni de propasarme.

Acepté aquel idilio, y cuando la oía hablar del día que pasamos juntos entre las gasas del
balcón, lleno de cortinajes transparentes y con algo de nido, sospeché la existencia de ese
día 32.

Claro que salí de ella otro día 32 del año siguiente, aprovechando que ese día nadie se
acuerda de lo que sucedió. Como sucede invisiblemente, se puede tener una despedida
invisible.

El día 32 es el día en que se comen pichoncitos en salsa de jerez y se repara una última vez
en que está retratado en las cien y borlas que se hubieran hecho si la suerte hubiera soplado
a más velocidad. ¡Qué bonitas novias y cuántos sombreros de galera alta he gastado!

Yo sonrío ya cuando arrancan la última hoja y creen que detrás no hay nada más que un
papel con engrudo.

-¡Mañana, ya, primero de año!

-Sí, quizá.

-¿Cómo quizá?
Hago un guiño y así me burlo de una más de los engañados. Pero ¿cómo no comprende que
no puede venir un año después de otro sin una tregua, sin el día de la bandera blanca y del
armisticio?

Yo ya me preparo, elijo la mujer de ese día, miro en los escaparates de repostería lo mejor
de lo mejor. Tengo una lista de vinos reservada para el día 32 y me cambio de narices, y en
algunos trechos en que mi pelo clarea, logro que se espese, y en los catálogos de
radioreceptores elijo el mejor, y ese día oigo las estaciones superpolares, donde las focas
tocan el violín como no ha habido ejecutante que lo haya logrado nunca.

¿Qué cómo se entra en el día 32?

Ése es mi invento.

Yo tengo un biombo de cuatro hojas amplias y altas y en una de ellas he abierto una
puertecita.

¡Qué cuestión tuve con mi mujer cuando encargué esa puertecita de escape!

-Prefiero que llames a tu amigo el psiquiatra y que me interne por fin en un manicomio a
que hagas una puerta en ese biombo.

Al fin la convencí, y por esa puerta, en la segunda hoja del biombo, me escapo cuando
suenan las doce de las noche del día 31 y me sumerjo en el 32. Ella no recobra el
conocimiento hasta que llega el que ella cree que es el día siguiente, y es el subsiguiente.

Anda mungkin juga menyukai