von Vereiter
LAS HIENAS DE RAVENSBRUK
Versión:
E. SANCHEZ Y PASCUAL.
Portada:
CHACO
I. S. B. N. 84-7250-284-8
A mi hijo Richard
PROLOGO
EL CRIMEN
ANATOLE FRANCE
Capítulo primero
Por primera vez, Anneliese no miró siquiera la cara del hombre que los
enfermeros acababan de dejar sobre la mesa de operaciones.
Luchaba desesperadamente contra la idea obsesiva que la perseguía desde
hacía casi unas seis semanas.
¿Estaba encinta?
No era por lo tanto algo que la asustara; al contrario, le procuraba una
vanidad infantil pero deliciosa... y tranquilizadora, porque estaba segura de que,
cuando Fritz lo supiera, tomaría una decisión inmediata, y la cogería de la mano
para llevarla directamente al juzgado de paz.
Una gran alegría le inundó.
Sin embargo, en el fondo, no quería “empujarle" poniéndole delante de la
evidencia de su estado. No, no lo haría nunca, y era por eso que no había querido
hacerle compartir sus dudas, esperando que él le hiciera una pregunta precisa, ya
que él sabía perfectamente que, por su último encuentro, no habían hecho nada
para evitarlo.
Eso mostraba claramente su deseo de tener un bebé. Frecuentemente, Fritz le
había dicho que le gustaban los niños. ¿Qué cosa más agradable, en un hombre
como él, un jefe nato, que parecía encontrarse a mil leguas de la idea de formar
una familia?
—¡ Separadores!
No oyó la voz del cirujano. Ensimismada en sus ideas, pensando ya en lo que
Fritz le diría cuando le dijere que estaba encinta, continuó soñando con los ojos
abiertos.
Frunciendo el entrecejo, el doctor Reisses se volvió bruscamente.
—;Fräulein Dreist! ¡Mein Gott! ¡Le he pedido los separadores! ¡Maldito sea!
¡Si tiene ganas de soñar, lárguese de aquí!
El rostro de la joven enfermera enrojeció fuertemente.
—¡Perdóneme, herr Doktor! —murmuró confundida.
—¡Páseme los separadores!
Obedeció prestamente.
Entregada completamente a su trabajo, olvidó voluntariamente sus íntimos
pensamientos, relegándolos al fondo de su conciencia, allí donde no podrían
molestarla.
Miró entonces, por primera vez, el vientre abierto del herido. Cada vez con
más frecuencia, los hombres que se traían del frente ruso ofrecían heridas
abdominales.
Cada día el doctor Reisses tenía dos o tres vientres delante de su bisturí, con
los intestinos perforados y, un poco por todos lados, restos metálicos que los
gangliones rodeaban.
Veinte minutos más tarde el cirujano cerró el plano superficial con una sutura
magistral.
Se quitó la máscara de gasa volviéndose hacia la enfermera y, con la frente
desarrugada, una amplia sonrisa sobre sus labios;
—¿Está usted enferma, acaso, Anneliese?
—¡Oh, no, herr Doktor! —exclamó, sintiendo el rubor apoderarse de su
rostro.
Reisses frunció el ceño.
—No sé —suspiró—, pero la encuentro muy rara desde hace unos días...
Su mano, desnuda ahora que se había quitado los guantes, se posó
amigablemente sobre el hombro de la joven.
—Si tiene problemas, venga a verme, pequeña. ¡Es usted muy joven, lo sé!
Además, su hermana mayor, al traerla aquí, me rogó que me ocupara de usted...
Ella hizo un gesto brusco.
—Usted sabe, herr Doktor, que Frieda exagera... además: ¡no soy tan joven!
Voy a cumplir veinte años dentro de poco...
—¡Oh, pobre viejecita! —rió el doctor.
Quitó la mano del hombro de su enfermera.
—¡En fin! Sabe usted que estaré siempre dispuesto a ayudarla, pequeña.
Ahora —añadió—, creo que es la hora de irse a dormir... ese enfermo... ¿qué
número era?
—El decimocuarto.
—¡Caray! ¡Hay para perderse! Catorce tipos que han pasado sobre la mesa
de operaciones. No es de extrañar que no pueda más. ¡Buenas noches, mi
pequeña Anneliese!
—¡Buenas noches, herr Doktor!
Esperó a que Riesses hubiera cerrado la puerta tras él. Entonces comenzó a
limpiar el instrumental, vació los cubos con los restos sanguinolentos mezclados
al algodón y a las vendas.
Quince.minutos más tarde, habiéndose puesto su uniforme de paseo, salió del
gran lazareto de la Wehrmacht de Breslau.
* * *
"ANNELIESE.”
* * *
* * *
* * *
* * *
* * *
El primer cohete golpeó el blando suelo a una veintena de metros del Panzer.
Se hundió en la tierra, explotando después con una fuerza inusitada, abriendo un
gran cráter del que salió un ramo de llamas.
Una ola de intenso calor acarició el rostro del Panzerführer, que estaba aún
con medio cuerpo fuera de la torreta.
Joachim, que había seguido con una mirada alucinada la llegada del cohete y
su formidable explosión subterránea, sintió helársele la sangre.
De golpe, se arrepintió de haberse dejado llevar por su falso coraje. Como le
ocurría cada vez que se encontraba delante de un peligro real, se confesaba su
miedo.
Y era como si eso le constituyera un invisible escudo capaz de protegerle
contra todo.
En realidad, desde su reciente llegada al frente, no había tenido todavía la
ocasión de asistir a un verdadero combate entre blindados, y aun menos de
asumir la responsabilidad de una acción militar, ¡tontería que estaba cometiendo
ahora!
Sin pensar en nada, proa al miedo que se había apoderado de él, gritó en el
laringòfono, apoyando sobre su cuello una mano que temblaba fuertemente:
—¡Hacia atrás! ¡Rápido! ¡Ejecución!
En el interior del tanque, en su habitáculo aislado, el Panerlahrer bloqueó las
cadenas, liberando enseguida una de ellas, de manera a hacer girar la pesada
máquina, sobre la que quedaba bloqueada.
Las cadenas mordieron la tierra arrancando la hierba a grandes dentelladas
mecánicas. Trozos de tierra gris fueron proyectados violentamente; el motor
gruñó y los tubos de escape escupieron una espesa humareda negra.
—¡"Schnell”! ¡"Schnell”!
Alocado, sudando de miedo, el Panzerführer del "668" se estremecía de
impaciencia.
El tanque no había disparado todavía ningún cañonazo. Su tripulación,
ganada por el pánico de su jefe, parecía tomar parte de las maniobras que el
conductor estaba haciendo.
La histérica voz de Reichmeyer repercutió en todos los micrófonos.
—¡"Schnell"! ¡"Schnell"!
Un nuevo cohete llegó; golpeó la parte inferior del blindado, de lleno sobre
una rueda motriz. La cabeza del proyectil, durante un momento inmovilizada por
el acero, pero ¡girando sobre ella misma a una velocidad increíble, mordió
glotonamente el metal con un fantástico desprendimiento de chispas.
Después, bruscamente, incapaz de penetrar —la puesta a fuego habiendo
consumido el tiempo previsto— explotó, bruscamente, rabiosamente, golpeando
con sus brazos invisibles al Panzer, arrancando con sus rojas garras los eslabones
de la cadena, desarticulándola, esparciendo las ruedas motrices a su alrededor.
La onda cegadora de la explosión lamió el tanque y subió, como una bola de
fuego, hasta la torreta.
Con el aliento entrecortado, sintiendo como sus pulmones se llenaban del
fuego que le rodeaba, quemándole hasta las entrañas, Joachim creyó llegado su
último momento.
Su miedo creció. Dilatándose como una burbuja de jabón, introduciéndose en
el cuerpo del joven tanquista, contrayento hasta el último de sus músculos, hasta
afectó a los esfínteres.
Sin tener la mínima vergüenza, Reichmeyer sintió como se mojaba su
pantalón. No prestó mucha atención. Pasando las piernas por encima de la
torreta, saltó a tierra, las piernas dobladas para amortiguar la caída.
Un olor acre se apoderó de su garganta.
Ciego a medias por el humo que todavía planeaba a ras del suelo, se orientó
rápidamente y salió corriendo, los codos pegados al cuerpo, hacia las líneas
alemanas.
La terrible explosión le sorprendió algunos minutos más tarde. Un aire
caliente le arañó y tropezó, casi a punto de caerse, pero continuó corriendo,
sintiendo una intensa quemadura en el pecho.
Recorrió así un centenar de metros. Agotado, se paró, con el corazón
golpeándole fuertemente contra las costillas.
Se volvió.
El espectáculo le vació de sus últimas fuerzas. Se dejó caer sobre la tierra,
quedándose sentado, esbozando una expresión estúpida, vacía, los ojos
agrandados, mirando como hipnotizado la masa gris del Panzer transformado en
una gigantesca antorcha.
De pronto, el blindado explotó.
Grandes llamaradas surgieron de su interior, abriéndose, en abanico. Al
principio algunas chispas, después trozos de metal al rojo blanco, saltaban en
todas direcciones.
La garganta del tanquista se contrajo, después emitió un ronco sollozo
mientras que, en una reacción de alivio puramente animal, sus esfínteres
cedieron nuevamente y Joachim se orinó en su pantalón.
* * *
—Arremángate, pequeña...
Le obedeció, levantando después una mirada tímida y desamparada hacia el
Sanitátsobergrefreiter:
—¿Sabe usted, Hans...?
—¿Qué?-preguntó Loeffer mirando a través del cristal el líquido que llenaba
la jeringuilla le sonrió.
—No tiene importancia, Fräulein. ¡Al contrario, si supiera lo que usted está
haciendo por el hijo, de los dos, estaría ciertamente muy orgulloso.
—Todavía no se ha dado cuenta... a pesar de que tengo las venas de los
brazos llenas de agujeros.
—¿Cree usted?
"¡Mierda! ¡Qué tonta es! ¡No tiene nada en la cabeza!”
Menos mal que las buenas disposiciones de la joven habían facilitado
enormemente la puesta a punto del plan que había concebido. Un plan atrevido,
peligroso, pero de una eficacia asegurada por adelantado.
Enrolló el trozo de goma alrededor del brazo.
—Cierra el puño.
Ella obedeció y las venas engordaron visiblemente; ahora sobresalían bajo la
piel blanca del brazo. Algunos puntos negros salpicaban la piel delicada y fina.
Le había puesto once inyecciones de calcio.
—Me pregunto —dijo ella, cerrando los ojos para.no ver cómo le pinchaba
—, cómo ha podido adivinar mi estado... Hoy todavía, cuando me miraba en el
espejo, no veía nada... mi vientre es tan plano como siempre...
El hundió la aguja de un golpe preciso; un poco de sangre subió por la aguja,
tiñendo de rojo el líquido incoloro. Anneliese se estremeció ligeramente.
—Yo también —dijo Hans con una voz hipócrita y mintiendo cínicamente—,
he tenido una hermana como tú. Por otro lado —una nueva mentira— he
trabajado durante dos años seguidos a la Maternidad y en el Kindergerden de
Munich... ¡tengo una cierta experiencia!
—Se ve enseguida —murmuró la enfermera abriendo los ojos—; es usted
muy listo... ¡se ha dado cuenta enseguida de que necesitaba calcio para que mi
hijo nazca sano y fuerte!
—¡Será el más bonito bebé de Breslau! —exclamó con una convicción
perfectamente disimulada.
—¡Oh, seguro.que sí!'-rió Anneliese.
Apoyó despacio sobre el émbolo. El líquido penetró silenciosamente en la
vena. Hans, en el momento de pincharla, había quitado la goma.
Preguntó sin levantar la cabeza:
—¿Sientes el calor en el cuerpo?
—Sí —respondió dulcemente.
—¿Hasta en... el trasero?
—¡Oh, sí! —le respondió, enrojeciendo.
Habiendo cogido un poco de algodón, sacó la aguja y puso el algodón contra
el agujero donde una perla de sangre se formaba.
—Dobla el brazo, Anneliese.
Ella lo hizo.
Fue a limpiar la jeringa en el lavabo. Mientras lo hacía, le preguntó con un
tono untuoso:
—¿Es para pronto la boda?
—Para muy pronto. Sólo esperamos la llegada de los padres de mi novio. Ya
deberían estar aquí, pero Frau Lohmann, que sufre terribles cefaleas... ¡la pobre!,
ha debido guardar cama durante algunos días. Debe estar desconsolada. ¡Piense
usted! Debe tener unas enormes ganas de conocer a la futura mujer de su hijo.
Yo también, por otro lado, estoy impaciente por conocerla...
Suspiró, repleta de dicha.
—¡Oh! Es una familia extraordinaria la de mi novio. En cuanto a él... ¡no
puede imaginarse cómo es, herr Loeffer! ¡Si le conociera!
"¡Sakrement! —gruñó Hans para sí—; ¡imposible de concebir una criatura
más tonta que ésta!"
—¿Debo volver mañana? —preguntó Anneliese.
—Sí. Creo que será' la última inyección. Podemos considerar el tratamiento
terminado...
—¡Gracias, Hans!
—¡De nada, pequeña! Ya lo sabes. Siempre a tu disposición.
Ella cerró despacio la puerta.
—¡Idiota! —explotó el enfermero jefe—; viéndote tan bella como eres, no
habría sido de extrañar que me arrepintiera... ¡pero eres demasiado tonta como
para despertar la piedad! ¡Demasiado tonta para continuar viviendo!
Capítulo VI
* * *
—¿Qué?
Frente a la expresión de ansiedad que se leía en el rostro de su amigo, el
Sanitátsobergereiter, Hans Loeffer, no pudo impedir el esbozar una sonrisa.
—"¡Verflucht!" —juró divertido—; ¡no has cambiado, mi' pobre Fritz!
¡Siempre el mismo! ¡Delante de un problema, ahí estás, sudando de miedo,
acorralado como un animal que no ve ninguna salida!
—¡Vete al cuerno! —gruñó Lohmann sinceramente enfadado—. Querría
verte a ti en el lío en que me he metido estúpidamente.
Con un encogimiento de hombros, el enfermero jefe se sentó sobre una caja,
cogió un vaso limpio y, apoderándose de la botella, la levantó, clavando sobre la
etiqueta una mirada de franca admiración!
—¡Coñac francés! "¡Scheisse!” ¿De dónde has ido a sacar esta maravilla?
—De unos amigos de la West-Flotte que han pasado a verme. Se encuentran
en Francia, a algunas docenas de kilómetros de París...
—¡Qué suerte!
—Me han ofrecido dos botellas. He descorchado ésta... la otra la guardaba
para ti...
Antes de responder, Hans vació el vaso que acababa de servirse. Chasqueó
con la lengua con un gesto de entendido.
—¡Famoso! Hay que reconocerlo. Los franceses se las saben todas, para cosa
de licores... Entonces —preguntó con una sonrisa bailándole en los ojos—,
¿continuamos haciendo el amor con "Fräulein Schwachkopf" [5]?
—¡Sabes bien que sí!
—¿No has visto nada sobre sus brazos?
—Sí. Además, me habías dicho, ya hace unos días, por teléfono, que la
ponías inyecciones.
—Lo estoy haciendo —rió Loeffer—. La estoy administrando calcio a tu
chica. No quiero que a tu hijo le falte el calcio. ¡Sería una lástima que naciera tan
desprovisto de cerebro como su padre!
—¡No me haces gracia! —protestó el Oberleutnant.
—Mi pobre Fritz —repitió el enfermero—, ¿ya has olvidado al jefe Rojo al
que desafiaste públicamente, sin conocerle?
Fritz desvió la mirada, visiblemente molesto, lanzó de un tono desabrido:
—¡No te molestes en desenterrar viejas historias!
—No lo creo así, amigo mío —dijo Hans sirviéndose nuevamente coñac—:
si te recuerdo esa historia, es simplemente para ver si, de una vez por todas,
aprendes correctamente la lección. ¡No sé cómo te arreglas, pero siempre te
metes en jaleos!
—¡Me gustan las mujeres! ¡Eso es todo!
—A mí también —respondió el enfermero— pero no me dejo enredar por
ellas.
Posó sobre su amigo una mirada donde brillaba la diversión.
—En Munich, en los viejos tiempos, también te metiste en un buen embrollo.
Es lo que te estaba diciendo hace unos momentos.
"Éramos jóvenes en aquellos tiempos, de acuerdo, pero eras ya el campeón
de los follones. Descubriste aquella mujer y, en seguida, te acostaste con ella y,
aún no satisfecho, te paseaste por la ciudad gritando que te cargarías, ni siquiera
sabías quién era, al tipo al que habías puesto los cuernos."
—¡Ya está bien! ¿No?
—Como en aquellos tiempos se estaba eliminando a los Rojos, y era uno de
ellos, te dijiste que la cosa sería fácil. Seguramente que contabas con que el tipo,
al oír que un miembro de las S.A. le buscaba, desaparecería para esconderse
donde pudiera, dejándote definitivamente su cama y su mujer...
Volviendo la espalda a su amigo, con los puños cerrados, la rabia royéndole
por dentro, el Oberleutnant Lohmaryn revivía aquellos amargos momentos.
Habría querido hacer callar al enfermero, pero contaba demasiado sobre su
habilidad para sacarle de la desagradable situación en que se encontraba...
—Menos mal —prosiguió sádicamente Loeffer— que me olí algo. Buscando
en los archivos que teníamos en la Casa Parda, caí sobre la ficha del marido de la
chica que te había vuelto loco...
“En seguida vi que era un tipo duro, un jefe comunista que las había visto de
todos los colores. Un tipo que no iba a esconderse delante de tus bravatas...
"Sabiendo que ibas a su casa, a hacer honor a su mujer, cada noche, me
introduje a escondidas en la casa, escondiéndome en el patio. Oí llegar al tipejo.
Habló con su mujer, y me di cuenta de que estaban tramando algo contra ti.
Llegaste, una hora más tarde... la muy puerca te recibió con más ternura que de
costumbre. Y, cuando te echaste sobre ella como una fiera, el tipo se acercó, con
un cuchillo en la mano, dispuesto a cortarte en rodajas.
Con los ojos brillantes de odio, Fritz giró bruscamente.
—¡Basta! ¡Conozco el resto! ¡No es necesario continuar! Apareciste justo en
el momento preciso y te cargaste al hombre metiéndole una bala en el cráneo.
¡De acuerdo! Te debo la vida... ¡pero no merece la pena de que me lo recuerdes
continuamente!
—¡No te subas a las ramas, Lohmann! Sabes que puedes contar conmigo...
pero, te lo repito por enésima vez: no te fíes de las chicas. Aprovéchate de ellas
pero despégate en seguida.
. Vencido, Fritz se dejó caer sobre la silla.
—De acuerdo, de acuerdo... olvidemos todo eso. Te prometo tener más
cuidado de ahora en adelante... pero, ¡maldita sea!, dime que lo has arreglado.
¡No puedo más! Esa chica me produce pesadillas. Y tiemblo ante la idea de que
cometa la tontería de hablar de su estado...
—Ya lo ha hecho.
El jefe de la batería de la DCA saltó de su asiento. Los ojos exorbitados posó
sobre su amigo una mirada in crédula.-
—¡Di que no es verdad! ¡Dilo, Hans!
—¡Cálmate, "Scheisse”! Serénate, anda...
Fritz ocupó de nuevo la silla frente a su amigo.
—Para ser exacto —dijo entonces el enfermero— no ha dicho nada...
—¡Ah! —suspiró Fritz con un alivio visible.
—¡No seas cretino! No ha dicho nada aquí, en Breslau, salvo a mí,
naturalmente... pero ha escrito a su hermana, y esa hermana va a llegar dentro de
dos o tres días, para ver de cerca lo que pasa con Anneliese y el hombre que le
ha hecho un niño...
—¡Estoy perdido, en ese caso! —dijo Lohmann poniéndose muy pálido.
—¡Espera un poco, pedazo de...! ¡Te vuelves tan histérico como una hembra!
Justamente he venido a verte porque las cosas están que arden. Tenemos que
apresuramos, porque si dejamos que las dos hermanas se vean, no podremos
hacer nada. Y tú, pobre amigo mío, ya puedes ir preparando tu mejor uniforme
para casarte...
—¡Bueno! Habla, te lo ruego...
—Ya conoces una gran parte de mi plan. Le he puesto inyecciones, a la
pequeña, no porque tenga necesidad de reforzantes, pero porque quería que
tuviera las venas de los brazos llenas de agujeros...
—Eso lo sé...
—Perfecto. Donde trabajamos, en el lazareto, hay gente que se inyecta
drogas. El control sobre la morfina no es tan estricto como debería ser. Conozco
más de uno y, naturalmente, más de una que se drogan diariamente.
Hizo una pausa, pensativo.
—Hacer creer al que debe saberlo que Anneliese pertenece a la cofradía de
drogados, ¡ese es mi fin! Pero, escúchame bien, viejo zorro: ¡no es bastante!
Porque ella podría demostrar fácilmente que no se droga. Le bastaría con quedar
varios días bajo observación y hasta el último de los matasanos constataría sin
duda alguna que no sufre los efectos de la "falta”, es decir que nunca ha probado
la droga...
—¿Entonces?
Antes de responder, Loeffer encendió pausadamente un cigarrillo.
—Hay que impedirle —dijo echando el humo por la boca— que lo haga.
—¿Y cómo vamos a conseguirlo?
La voz del enfermero se endureció un poco, pero fue con un tono
absolutamente natural con el que decidió:,
—Matándola.
Fritz abrió la boca, estuvo a punto de decir algo, pero no emitió ningún
sonido. Su mandíbula inferior cayó pesadamente, su frente se frunció y dos
profundas arrugas enmarcaron su boca.
Hans asistió, sorprendido por ese cambio increíble. En algunos segundos su
amigo envejeció diez años.
—No te lo tomes así —dijo Loeffer con una sonrisa reconfortante—, si
tienes confianza en mí, cálmate... no tienes nada que temer. Desgraciadamente
no podemos actuar como en los viejos tiempos de Munich.
Se pasó la mano sobre el rudo mentón.
—Y eso que he buscado en el pasado de esa puerca. ¡No hay nada que hacer
por ese lado! No tiene familiares judíos... los Dreist son tan arios como tú y yo.
—Pero... —balbuceó Lohmann con una voz extinguida—; tú mismo acabas
de decirlo: ya no estamos en los tiempos de las SA...
—¡Déjame hacer! ¿Quieres? Va me he puesto en contacto con una vieja
mujerzuela, una que se cuida de un burdel donde hago algunas visitas a las
chicas. Las examino una vez por mes... ¡y me las ofrezco gratis! Como ves,
Loeffer no se complica la existencia.
—Continúa.
—Esa vieja, se llama Bertha, va a hacerse pasar por tu madre... ¡No, no
pongas esa cara! ¡Para llevar bien nuestro juego, es necesario que el anzuelo sea
de buena calidad, y que esa idiota lo trague!
—Ya veo.
—Vas a decirle que tu madre ha llegado al fin, pero que tu padre no vendrá
hasta dentro de unos días... ¡por problemas políticos, en fin, le cuentas lo que
quieras!
—¿Y después?
—Bertha se encontrará en tu casa. Recibirá amablemente a su "nuera”.
Beberéis juntos, para celebrarlo. Yo, en la cocina, pondré algo en el vaso de la
joven.«
—¿Un veneno?
—¡Estás loco! Un simple somnífero bastará. Una vez dormida le pondré una
inyección intravenosa de morfina, una dosis letal...
Los ojos de Fritz se iluminaron de espanto.
—Va a morir en mi casa... ¿Estás loco, o qué? Esa casa está alquilada a mi
nombre...
—¡Lo sé, idiota! Para ir a tu casa, habré cogido una ambulancia, lo puedo
hacer sin pedir permiso a nadie. Soy "Sanitatsobergefreiter". ¿Lo olvidas, acaso?
—¿Y después?
—La llevo al lazareto. No debe de ser muy pesada. La pongo sobre su
cama... y voy a acostarme. A la hora a que llegaré al Krieglazaret, sólo un
centinela adormecido se encontrará en la puerta. Es un soldado al que no le
importa lo que se pueda encontrar dentro de una ambulancia. Esos tipos ven
pasar docenas de vehículos, tanto la noche como el día...,
—¿Y los módicos de guardia?
—¡Roncando como marmotas! El día que he elegido, pasado mañana, soy yo
en principio quien está de guardia. Pero aunque haya ambulancias que lleguen o
si un tren sanitario se presentara, se espabilarían sin mí. ¡Me temen, porque
saben quién soy!
—¿Y cuando descubran el cuerpo de la pequeña?
—No ocurrirá nada extraordinario. Se constatará que se inyectaba y que
simplemente, desesperada, o atontada, se ha suicidado o ha forzado la dosis sin
darse cuenta.
Fritz emitió un profundo suspiro.
—¡Tú si que eres un amigo!
—¡Déjame tranquilo! Y no te busques más líos o tendrás que desembrollarte
tú solo.
—Te prometo...
Hans rió ruidosamente.
—¡Idiota! Hago todo esto para ayudarte, pero también por otra cosa...
—¿Qué?
—Sí. Ahora puedo decírtelo. Desde que tu Anneliese llegó al hospital,
intenté en seguida que fuera mía. Está tan bien... ¡un ramillete! Pero la muy sucia
se me negó... amablemente, eso sí... diciéndome que podíamos ser amigos... Lo
ha olvidado, la santita, pero yo, ya me conoces, no olvido nunca... ¡ya ves lo que
son las cosas!
—¡Está aquí, Rudolf!
Apartándose de los restos ennegrecidos del “668”, Drest se precipitó hacia el
sitio donde se encontraba Peter Drilling, su ametrallador de torreta.
Arrodillado, con el rostro descompuesto, Joachim Reichmeyer levantó hacia
el Unteroffizier una mirada suplicante.
La cólera quemaba las entrañas del Panzerführer. Fusiló con la mirada
postrado, le invectivó:
—¡”Schweinehunde!” ¡Puerco! ¡Cobarde! ¡Te has largado justo en el
momento en que las cosas se ponían calientes! ‘‘¿Nein?’' ¡Y has dejado que los
otros se tuesten en el panzer!
—¡No! —intentó defenderse Joachim—. ¡No es verdad, Unteroffizier! He
sido proyectado fuera de la torreta... y he perdido el conocimiento...
—¡Especie de cerdo! ¡De pie! ¡En seguida!
Reichmeyer se levantó penosamente.
Intentó esconder la mancha oscura que se extendía sobre las dos perneras de
su pantalón.
—¡Miradle! —exclamó Dreist que luchaba desesperadamente en dominar su
cólera. Con qué placer habría lanzado el puño contra el rostro exangüe del
Panzer— führer.
—¡Miradle! —repitió—; al salir lanzado de la torreta, como intenta hacemos
creer, ha tenido tiempo de mearse en el pantalón. ¡Porquerías como ésta son lo
que salen de las casas de la Hitlerjugend! ¡Los niños preferidos del Reich!
Su mano se posó sobre los galones del Unteroffizier— Anwärter [6] que
ostentaba Joachim, arrancándoselos brutalmente.
—¡No tienes derecho a mandar a ningún hombre! ¡Y te lo advierto! ¡El
informe que voy a escribir de ti no te hará reír! ¡En el fondo, no sé por qué me
retengo y no ordeno que te fusilen aquí mismo!
Capítulo VII
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—Está aquí...
Mientras se desnudaba, Frieda Dreist se preguntaba si la suerte no la ayudaba
demasiado. La suerte, sí. ¿Por qué no llamarla así?
Desde el momento en que había subido al tren, en Al tona, "sabía” que no
volvería a ver a Anneliese. Esa certeza, cuyo origen era inexplicable, cogió tal
fuerza durante el viaje que no se había extrañado mucho cuando el doctor
Reisses le anunció la muerte de su hermana.
Las cosas debían ocurrir así.
Sin conocerle personalmente, Frieda había adivinado la clase de individuo
que era Fritz Lohmann. Lo que Else Malmen le acababa de decir no hacía más
que asegurar la opinión que "a priori" se había hecho la joven.
Un nazi...
Se miró en el espejo, asustada de golpe del sentido peyorativo que acababa
de dar, por primera vez, a la palabra nazi.
La imagen de su hermano Rudolf se dibujó durante una fracción de segundo
en su espíritu. Le vio, en su uniforme negro de tanquista, luchando en el espacio
infinito de la llanura rusa...
Ella trabajaba también en los Servicios del Ejército del Aire. Y Anneliese, la
más pequeña, había trabajado hasta el último día de su joven vida en un
Krieglazaret...
Tres hermanos. Tres alemanes. Cumpliendo su deber, piezas de una máquina
gigante, de un Reich Kolossal... Tres seres que hacían su trabajo, animados de un
espíritu magnífico, llenos de esperanza en la victoria final.
Llegada allí con el simple razonamiento que siempre había hecho, Frieda
topó bruscamente con la fisura. El camino recto, banal, que la vida de los tres
hermanos Dreist recorría, como millones de criaturas, acababa de romperse.
Y esa fractura lo cambiaba todo.
Bruscamente asistía a un espectáculo imprevisto. Hasta entonces el mundo le
había parecido una cosa normal con, ¡por qué no!, algunas pequeñas maldades
que gestos amistosos compensaban a fin de cuentas.
Pero, como sobre una fantástica escena, he aquí que los actores acababan de
quitarse sus bonitos disfraces y aparecían en su verdadera naturaleza, y eso
ocurría en todos sitios y para todos, desde el gran Protagonista hasta el último
extra...
Ese brusco cambio de decoración le había ofrecido el espectáculo de una
Alemania que nunca se habría imaginado.
Acababa de darse cuenta de que aparte de los hombres, los soldados
alemanes de siempre, que se batían valientemente en el frente, el resto del
sistema no era más que podredumbre, suciedad, oportunismo, y sobre todo
cobardía.
El final lógico de su razonamiento le hizo mucho daño. Sin embargo, en
aquella masa viscosa y podrida que acababa de entrever, había todavía cosas
simples y buenas; por ejemplo, aquel querido doctor Reisses, del que irradiaba
una extraordinaria bondad.
Al acostarse entre las limpias sábanas, en aquella pequeña habitación que
ciertamente le gustaba, se dijo que no se encontraba tan sola como lo pensaba;
Anneliese estaba muerta.
Algo antes de que la vieja enfermera la dejara, Frieda le había rogado decir
al doctor Reisses que iría a ver a su hermana un poco más tarde.
Cosa curiosa: su hermana muerta perdía el interés a sus ojos.
, Ya no podía hacer nada más por la pequeña; es decir, lo que había que hacer
lo haría en otro sitio que en la fría sala de la morgue donde reposaba Anneliese.
Como la suerte no le había abandonado, iba a confrontarse con el culpable.
Pero para ello esperaría la noche, y cuando el gran Krieglazaret cayera en el
silencio, iría a ver a aquel hombre...
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—¿Qué?
El hombre separó las manos de sus sienes y se apoyó en la cama, la mirada
dirigida sobre la mujer que acababa de aparecer ante él.
Por un momento, luchó contra una especie de aprensión que se apoderó de él
por entero; pero esa desagradable sensación fue de corta duración.
En seguida, como buen conocedor, miró glotonamente él magnífico cuerpo
de la desconocida.
—¡Vaya! ¡Al fin me envían una nueva enfermera'. Esa vieja que ha venido
antes... ¿sabe lo que ha osado traerme, guapa? ¡Caldo! ¡Ya ve! ¡Caldo para un
tipo como yo!
Se pasó la lengua sobre los labios cortados; su boca seguía todavía pastosa.
—Pero usted, ricura, va a traerme una botella... algo bastante fuerte... y como
no soy malo, ni mucho menos, beberemos juntos, ¿no?
Frieda le miraba interrogativamente, preguntándose cómo Anneliese había
podido enamorarse de un ser como aquél.
"¡NO es un hombre! —pensó mientras él continuaba charlando—. «Mein
Gott»! ¿Qué has encontrado en él para ofrecerle lo que le has dado?”
Una ola de calor le subió bruscamente a las mejillas.
—Estás muy bien hecha, ¿sabes? —dijo Lohmann.
—No debe hablarme así... ¡si le oyera su novia!
—¡Mi novia! —hipó—: ¡soy viudo, pequeña! Mi pobrecita novia ha muerto;
es verdad... puedes creerme...
Freída luchaba desesperadamente con las ganas de lanzarse sobre aquel sucio
individuo y clavarle las uñas en los ojos...
—¡No! —se forzó a exclamar—. ¡No es posible! No irá usted a decirme,
Herr Offizier, que la pequeña que está en la morgue es... su novia...
El reaccionó: su rostro tomó un tono ceniciento, sucio, enfermizo.
—¡Cómo! —se atragantó-•, ¿ha estado usted en la morgue...?
—De allí vengo.
Tragó saliva con visible dificultad. Sin embargo, con un gesto de la mano,
que le temblaba, barrió las— imágenes que le obsesionaban, consiguiendo hacer
salir de su boca una especie de carcajada.
—¡Olvida todo eso, bella mía! Tú y yo vamos a divertirnos un poco...
Ella dio un paso hacia él. Mientras hablaba, con la mirada perdida, Frieda
había visto sobre el uniforme dejado sobre la silla el estuche que contenía la
pistola reglamentaria.
Pero no había asociado con la vista del arma ningún deseo de violencia. Por
el momento no quería más que castigarle verbalmente, con palabras que le
hirieran, llegar a que confesara haber puesto aquella maldita inyección de
morfina que...
•-Soy la hermana de Anneliese...
Sus facciones se atiesaron. Sus ojos se abrieron enormemente y la mirada
que posaba sobre ella no tenía nada de divertida.
—Tú... —tartamudeó—, tú eres...
—¡Frieda Dreist! ¿Eso te dice algo, innoble cerdo?
Durante unos instantes, alocado, luchó contra el miedo que se agarraba a sus
tripas. Pero se rehizo rápidamente. ¡Una mujer! No tenía más que levantarse de
la cama y abofetearla a gusto... se pondría a lloriquear y después... algunas
caricias y se la llevaría a la cama...
—¿Qué le has hecho a Anneliese?
Rió ruidosamente.
—La puerca de tu hermana quería agarrarme..., por las buenas, ¿sabes?
—¡Le has hecho un hijo, canalla!
—¿Yo? —rió cada vez más dueño de sí mismo—. \Se acostaba con todo el
mundo, la pequeña puta’.
Algo explotó de pronto en la cabeza de Frieda.
Todas sus buenas intenciones se disolvieron ante el chorro de cólera ácido,
mordiente, que se expandió en sus venas.
Retrocedió hasta la silla.
Sus manos, ávidas, nerviosas, se apoderaron de la pistola.
Asustado, Fritz saltó de la cama. En su pijama, demasiado grande para su
delgado cuerpo, tenía un tipo ridículo.
—¡No! ¡Estás loca, palabra!
—¡Puerco!
Tendió el brazo, apoyando sobre el gatillo. Una vez, dos, tres. El arma se
estremecía al extremo de su brazo. Sin embargo, no había cerrado los ojos.
* * *
"EL JUICIO”
* * *
* * *
—Pero, "meine Liebicht"... ven ¡ya no aguanto más! Esta noche, tengo unas
ganas locas de ti...
Se había sentado sobre la gran cama, empujando las sábanas hacia la parte
inferior.
La grasa y la edad —acababa de llegar a los sesenta— le habían dado senos
como los de una vieja solterona. Entre ellos, algunos tufos de pelos blancos
mostraban claramente su sexo.
La grasa se acumulaba también alrededor de su cintura, formando una
especie de vaina repugnante. El gordo vientre, con un ombligo hacia fuera como
el de una mujer encinta, escondía su pubis, no dejando ver más que sus delgadas
piernas de rodillas prominentes.
Pero no era aquel hombre gordo y deformado al que Frau Reichmeyer se
obstinaba en rechazar.
Después de casi treinta años de matrimonio, Klara Reichmeyer, nacida
Petorhoff, también había cambiado mucho. Conservando una delgadez que
dejaba sospechar algún desorden tiroidiano, su pecho de jovencita, del que tan
orgullosa había estado, había desaparecido, y en la presente, no tema pecho en
absoluto.
Larga de cuerpo, con caderas inexistentes, piernas esqueléticas y grandes
pies, había que ser Herr Reichmeyer para sentirse atraído hacia aquella criatura
neutra, en la que dominaba el lado varón.
Sin embargo aquel misterio podía explicarse.
Desde la noche de bodas, Otto había tenido la sorpresa de descubrir en su
mujer un cuerpo delgado, joven, tan poco desarrollado que había despertado en
él recuerdos muy agradables. Siendo suboficial y encontrándose en Bélgica, en
1916, había encontrado, durante el curso de una patrulla destinada a descubrir
espías, una casa abandonada, habitada por una vieja belga, y una pequeña, su
meta, de apenas trece años.
Los recuerdos de esa "acción de guerra" habían quedado profundamente
anclados en su espíritu. ¡Se podía comprender fácilmente la alegría que había
sentido "redescubriendo” en Frau Reichmeyer, un cuerpo que le recordaba el
frágil cuerpo de la chiquilla belga que toda la patrulla había violado!
Su puesto de Oberkriminalinspektor, en Berlín, le había, ciertamente, dado la
ocasión de conocer bellas mujeres. Pero, a pesar de esa suerte que su cargo le
turbándose ante la idea de aquella vieja aventura, sin embargo viva y fuerte
como en aquel gris día de 1916.
—¡No seas mala, gatita mía!
Se dignó a volverse hacia él.
—¡No hay nada que hacer, Otto! ¡O arreglas la situación de nuestro pequeño
o no me tocarás nunca más!
—Pero... ¿qué quieres que haga todavía? —se quejó el
Oberkriminalinspektor—. Me las he arreglado para que no sea llevado delante.de
un consejo militar. ¡Había abandonado su tanque!
—¡No es verdad! ¡Joachim me ha contado lo que había pasado realmente!
Fue ese bruto de Panzerführer, sabes, ese innoble Rudolf Dreist, que ha
redactado un informe tan falso como su alma.
—Bueno, de acuerdo. Yo también creo a nuestro hijo... ¡pero nada malo le ha
pasado!
—¡Quiero que hagas más!
—¿Qué?
—¡Sí! Nuestro pequeño quiere hacer los cursos para oficiales. Tú conoces al
director de la escuela de Panzers...
—¡Bueno! 'Hablaré con él...
—¡No es bastante!
—¿Cómo? Me parece que exageras, "meine Liebicht”.
—¡Como quieras! —exclamó ella, volviéndole la espalda.
—¡Espera! ¡Habla, anda!
Se volvió hacia él, una sonrisa de triunfo lucía en su boca.
—En cuanto nuestro Joachim sea Leutnant, quiero que hagas que vuelva a su
unidad... ¡y que mande a ese puerco que le ha hecho tanto daño!
Otto suspiró profundamente.
—¡Bueno! Ahora, ven cerca de mí...
Ella se movió blandamente hacia el hombre.
Pero, justo en él momento en que él tendía los brazos hacia la mujer, el
teléfono se puso a llamar.
—¡“Schiesse!" —gruñó, volviéndose para apoderarse del auricular.
Su tono cambió bruscamente. Su voz, dulzona, repitió sin cesar ahogados
“Ach so”. Acabó por un “Jawolh, meine Generalinspektor" seguido de un "¡Heil
Hitler!" resonante.
Dejando el teléfono, se volvió hacia su mujer, con el rostro, sonriente.
—¡Alégrese, Frau Reichmeyer! ¡Conociéndola como la conozco, sé que va a
estar muy contenta!
—¿Por qué? —preguntó ella con una mirada que dominaba la desconfianza.
—¡Me voy mañana a Breslau! Se me acaba de confiar un asunto criminal... y
adivina de qué se trata...
—¡Acaba de una vez por todas y no hagas el tonto!
—Una joven, Fräulein Frieda Dreist, ha disparado algunos tiros sobre un
oficial de la Luftwaffe que es el hijo del jefe del Partido, en Munich...
—¿Dreist? —preguntó la mujer con los ojos enormemente abiertos.
—¡Sí, querida! Sin que yo lo pida, se me acaba de informar que esa chica
tiene un hermano en la Wehrmacht, a las órdenes de Guderian... ¡y ese hombre
es justamente ese puerco de Panzerführer Rudolf Dreist!
Aquella noche, una vez, el Oberkriminalinspektor Otto Reichmeyer volvió a
ser durante algunas horas, el gefreiter Reichmeyer, mandando a su patrulla en la
sombría noche, a través de la llanura belga...
Capítulo XII
—"¡Achtung! ¡Stehengestanden! ”
La voz del suboficial SS, situado cerca de la puerta que llevaba directamente
a la entrada sonó como un disparo.
Militares y, civiles, los primeros asistentes al tribunal, los otros curiosos
únicamente, atraídos por el proceso que se había anunciado ampliamente, se
levantaron, tanto los unos como los otros, en un firmes rígido, la mirada clavada
en el gran retrato de Adolf Hitler que tronaba justo detrás de la larga mesa del
tribunal.
La puerta se abrió.
En sus uniformes de gran gala, los miembros del tribunal penetraron en la
sala.
Primeramente, el presidente dél tribunal y el juez principal; después los tres
miembros de las SS que les asistían. Detrás de ellos, entraron también el
acusador general, el gordo Otto Reichmeyer, y su asistente, el “Generaladvokat"
Franz Hebbom.
Mientras que los miembros del tribunal se situaban, todavía en pié, tras la
gran mesa donde iban a presidir, el ministerio público se colocaba detrás de la
mesa, a derecha de la de los jueces.
El timo personaje que entró en la sala fue Gaspar Schiffer SS-
Obersturmführer al que se le habla confiado la defensa de la acusada.
En pie, entre los dos "Sturmann" que la guardaban, Frieda Dreist, seguía con
mirada ausente el teatral desfile. Recordando aún la penosa escena de la que
había sido víctima, todavía creía sentir sobre su seno la mano ávida del
carcelero.
Pero, a pesar de ese recuerdo, una gran esperan^ se había insinuado en ella,
porque ahora, de eso estaba segura, las cosas iban a arreglarse definitivamente.
Desde que había sabido que los tiros que había disparado sobre el amante de
su hermana no le habían matado, y que el pequeño canalla de Fritz Lohmann
había salido sin el más mínimo arañazo, una gran paz se había instalado en su
corazón.
Frieda estaba disgustaba consigo misma por aquel gesto que podía haberle
traído muy malas consecuencias. Pero, en la habitación del hospital, delante de
aquel sucio individuo que se había permitido burlarse de ella, en el mismo
momento en que el cuerpo de Anneliese yacía aún en la morgue, no había sabido
controlarse.
La voz del SS la extrajo del mundo íntimo de sus ideas.
—¡Achtung!” Su señoría, el "Strafritcher" [19] va a hablar.
Günter Wiesemann levantó la cabeza. Era delgado, muy alto y tenía una
nariz como el pico de un pájaro. Su cráneo liso como una bola de billar brillaba
bajo la luz de las lámparas que colgaban del techo.
Paseó una mirada húmeda sobre la asistencia, comenzando a hablar
seguidamente:
—En el nombre de nuestro Führer bien amado; en el nombre del pueblo
alemán y en el nombre del Reich, juramos sobre nuestro honor de hacer justicia
en el caso por el que nos hemos reunido aquí.
Levantó el brazo, gritando:
—¡Heil Hitler!
Todos los presentes le imitaron. Todos, hasta Frieda, aunque la joven actuaba
casi inconcientemente.
Cuando los últimos ecos del "Heil Hitler" masivo, desaparecieron, la voz del
SS lanzó estruendosamente:
—¡Siéntense!
Hubo un movimiento de relajación; mientras que la gente se sentaba, algunos
rumores, susurros, se oyeron en la sala. El juez impuso nuevamente silencio
ayudándose con su martillo.
—El juicio va a comenzar. Primeramente vamos a conocer las disposiciones
de "l'Inkulpat” [20]. ¡Fräulein! ¡Levántese!
Frieda obedeció.
—¿Su nombre?
—Frieda Dreist, herr...
—¡Llámele Su Señoría! —le sopló su abogado que se había situado cerca de
ella.
—Frieda Dreist, Su Señoría.
—¿Dónde y cuándo nació?
—He nacido en Pamkow, muy cerca de Berlín, el 17 de noviembre de 1918,
Su Señoría.
—¿Destino actual?
—Soy secretaria en los Servicios Generales de la Luftwaffe en Altona, y
trabajo directamente a las órdenes del coronel Wermucht, Su Señoría.’
El juez se volvió entonces hacia Reichmeyer.
—Señor “Generalprokurator”, ¿está de acuerdo con lo que la acusada acaba
de decir?
—Perfectamente de acuerdo, Su Señoría.
—Bien. Una vez establecida la identidad de la acusada, no me queda más
que preguntarle, Fräulein Dreist... ¿se considera usted culpable o inocente de los
cargos que le son imputados y que vuestro defensor le ha leído antes de esta
sesión?
Frieda no dudó ni un momento.
—¡Me considero inocente, Su Señoría!
—¡Siéntese!
Se estableció un nuevo silencio, muy corto porque Otto Reichmeyer,
andando sobre sus cortas piernas, su vientre resaltando bajo su ropa de
ceremonia, dejó su asiento para venir a situarse delante de la larga mesa del
tribunal. Antes de comenzar a hablar, carraspeó ligeramente; después, fijando
una mirada cargada de reproches sobre la joven:
—Estamos aquí, “Herren” del tribunal de “Kriminaljustiz”, para establecer,
de una forma inapelable, la responsabilidad de la aquí presente Fräulein Frieda
Dreist, en un caso de agresión, con arma de fuego, a la persona del Oberleutnant
Fritz Lohmann.
"Los hechos muestran la maldad de la acusada, y es a nos, procurador
general, de demostrar a los miembros del tribunal que ninguna circunstancia
atenuante no puede justificar el espíritu agresivo de la acusada, así como sus
intenciones de poner fin a la vida del oficial Herr Lohmann...
Abrió los brazos en un gesto patético y, levantando la cabeza, se dirigió esta
vez a la asistencia.
—¡Lo más execrable de este caso —gritó con una voz aguda—, es que esta
mujer no tenía un motivo válido que pudiera justificar su crimen! ¿Qué digo?
¡No tema ningún motivo!
Sintiendo como la cólera se apoderaba de ella, Frieda se inclinó hacia su
abogado, sentado delante de ella:
—¡Hable de mi hermana! ¡Diga al tribunal que ha sido asesinada!
—¡Cállese! No puedo interrumpir al "Generalprokurator".
Ella se mordió los labios.
—...¡salgamos de nuestro error, "Herrén und Damen”! —decía en esos
momentos Otto—: ¡el motivo, existe siempre! Y les pregunto, simplemente:
¿qué fuerza puede empujar a atacar a un miembro de nuestro glorioso ejército?
¿Me comprenden, no es verdad? Veo cómo vuestras miradas se vuelvan hacia la
acusada... y leo en vuestros pensamientos la palabra que restalla con toda la
fuerza que le presta vuestro patriotismo...
Tendió hacia Frieda un brazo acusador.
—¡Traición! ¡Esta es la palabra, mujer, que te echamos a la cara!
—¡Traición! —repitió con una voz en la que la vehemencia había sido muy
estudiada—. Apoyando sobre el gatillo del arma homicida, tú, Frieda Dreist, no
apuntabas únicamente a la persona física del Oberleutnant Lohmann...
¡Apuntabas a nuestras fuerzas armadas, al Reich y hasta al propio Führer!
Un rugido alzó de la masa a la que las palabras agresivas del procurador
general hacían vibrar.
—Pero —continuó Reichmeyer una vez que el silencio se hubo restablecido
—, no crean "Herren und Damen", que nuestra acusación es gratuita. Los
enemigos del pueblo alemán, la banda pluto-judaica a la que nuestros soldados
combaten gloriosamente, afirman que nuestros juicios se basan sobre datos
falsos...
Levantó el brazo hacia el cielo que tomaba como testigo:
—¡Nunca la Justicia ha sido más generosamente hecha que en el Tercer
Reich! La prueba... Voy a demostrarles, con todas las pruebas necesarias, que
esta mujer se encuentra a la cabeza de una vasta conspiración, y que ella no ha
dudado, para triunfar en su tenebroso plan, en— sacrificar la vida de la que,
desgraciadamente, era la hermana de esta víbora pagada con el oro de los
enemigos de nuestro país.
Frieda estaba como hipnotizada.
Miraba al "Generalprokurator" sin poder creer lo que estaba viendo. Suspiró
y bajó la mirada. La voz de Otto le llegaba lejana, extraña, como si viniera de
otro mundo.
—Voy a comenzar —decía e} procurador— por pedir la presencia del testigo
número uno... ¡Herr Ludwing Dreist!
Al oír el nombre de su padre, Frieda estuvo a punto de levantarse de su silla.
Asombrada, vio al viejo andar, con un paso indeciso, hacia la silla cerca de la
cual se encontraba, con el mentón hacia adelante, Otto Reichmeyer.
—Siéntese, Herr Dreist.
Una gran tristeza se leía sobre el rostro arrugado de} viejo. Alrededor de sus
miopes ojos, detrás de las gafas que le hacían ojos de pescado, unas ojeras muy
fuertes se dibujaban.
—Veamos, amigo mío... usted ha venido a Breslau voluntariamente, movido
por el deseo de ayudar a la Justicia del Reich. ¿Es verdad?
—Sí —dijo débilmente Ludwing.
—Hable más alto —sé lo ruego—, Herr Dreist.
—Sí, he venido por mi propia voluntad.
—De acuerdo. ¿Quiere usted explicar las cosas por sí mismo o prefiere que
le pregunte?
—Prefiero que me pregunte.
—Perfecto. Comencemos: mire a la acusada... y díganos si la identifica.
Ludwing levantó la cabeza. Detrás de los gruesos cristales de sus gafas, su
mirada, hasta entonces muerta, pareció animarse. Un gran suspiro surgió de su
boca.
—Sí, la reconozco. Es mi hija Frieda.
—¿Tiene usted otros hijos?
—Sí.
—Díganos cuántos, y sus nombres.
—Rudolf, el mayor y Anneliese... —su voz se quebró— i mi pobre pequeña
muerta!
—¿Esos tres hijos son de un mismo lecho?
—¡No!
Frieda sintió cómo el grito le subía por la garganta; se levantó horrorizada.
Empujándola, Schiffer, la obligó a sentarse.
—¡Quédese quieta, imbécil!
Ella se llevó las manos a los oídos, como si no quisiera oír ni una sola
palabra. La que su padre había pronunciado cuando el procurador le había
preguntado si todos sus hijos eran del mismo lecho, daba vueltas en la cabeza de
la joven como un trompo que se llevara con él todo su espíritu.
"Nein... nein... nein... nein...” —Entonces —insistió Reichmeyer—, ¿tiene
usted un hijo que no es de su mujer, Frau Dreist?
El viejo Ludwing asintió tristemente.
—Sí, eso es, "mein Herr...".
—¿Quién es ese hijo y con quién lo ha tenido usted?
Los ojos miopes se hicieron globulosos detrás de los cristales espesos de las
gafas. Los asistentes creyeron que el hombre miraba a la acusada, ¿pero es que
tenía los ojos abiertos?
—Esa —dijo despacio—: Frieda... la he tenido con... con... Sarah...
—¿Sarah?
—Sí. Sarah Goldmayer... era nuestra criada...
Frieda se puso a temblar.
¡Sarah!
Se acordaba como si la estuviera viendo. ¡La vieja Sarah!
"«Mein Gott!» —pensó la joven al límite de su asombro—. Sarah debía tener
al menos sesenta años cuando yo nací... me tenía en sus brazos y era vieja, muy
vieja, muy arrugada... ¿Como mi padre...?"
Lo absurdo de tal situación la hizo casi reír. Pero no llegó a emitir más que
un sollozo que se rompió en su garganta contraída.
—¿Su criada era judía?
—Sí.
—Y usted ha tenido una hija con ella. ¿Cómo lo tomó su mujer?
—Me perdonó... Naturalmente, mi mujer despidió a la criada...
"¡Oh, padre! ¿Qué te pasa? ¿Has perdido la razón? ¿No te acuerdas del
entierro de la pobre Sarah? Mamá lloraba porque quería a nuestra doméstica
como a una hermana... ¡Padre! ¡Diles la verdad! Si quieres, me desnudaré y les
enseñaré la peca que tengo sobre la cadera derecha, la misma que mamá tenía..."
Ceremonioso, el " Generalprokurator” se inclinó ante Ludwing.
—Se lo agradezco, Herr Dreist. Su testimonio va a contribuir enormemente a
esclarecer la verdad de la causa que estudiamos... Naturalmente, como se ha
hecho para la venida, el Reich pagará su vuelta a Pankow...
—Está a su disposición, querido colega...
—"Danke!" No voy a interrogarle.
* * *
—¡Mi coronel, se lo ruego!
El jefe del Panzergruppe levantó la cabeza. Paseó su mirada sobre la carta
que el Unteroffizier Dreist acababa de darle.
—Lo que no pega —suspiró— es la firma... Una amiga que os desea el
bien"; huele a anónimo a mil leguas, muchacho...
—He recibido otras dos, mi coronel. Las tres han llegado al mismo tiempo
aunque hayan sido mandadas en fechas diferentes... pero he elegido ésta porque
me ha parecido que era la más detallada, la más explícita...
—Esa "amiga”, ¿no sospecha quién puede ser?
—En absoluto.
—¡No le quiere tanto como dice! Esta carta es capaz de poner la moral a cero
al más valiente... Después de todo, y es lo que pienso, no se trata más que de una
broma de mal gusto.
—Puede ser, mi coronel. Y es.justamente para saberlo que querría que
telefoneara a Breslau, al tribunal, por ejemplo. A usted, estoy seguro, le dirían en
seguida la verdad.
El coronel de tanques miró todavía la carta que había dejado sobre la mesa.
—Bueno, Unteróffizier Dreist. ’Solamente, lo sabe tan bien como yo, las
líneas están ocupadas... se puede comunicar fácilmente con el PC de la
Panzerarmee, pero de ahí a tener línea con la Patria...
—Pruebe al menos, Herr Obers...
—De acuerdo. Vuelva a su unidad, Dreist. En cuanto sepa algo, le haré
llamar... pero, tranquilícese... Esta historia tiene todo el aspecto de ser el invento
de un cerebro trastocado. Su hermana menor muerta, su otra hermana arrestada
por haber disparado sobre un oficial de la Luftwaffe... ¡un cuento para niños
pequeños, muchacho!
—Espero que así sea, mi coronel. ¿Quiere usted algo?
—No, puede usted disponer,
—"Zu Befehl! ”
* * *
—¡Oh, no, Dios mío! ¡Debo soñar! ¡Todo esto no puede ser verdad!
La primera sesión del proceso había acabado hacia mediodía, y Frieda había
sido llevada a su celda. Ni siquiera tocó la comida que se le había llevado.
Echada sobre la paja de su celda, lloraba silenciosamente, incapaz de
comprender lo que acababa de pasarle.
Sobre el fondo turbio de sus recuerdos más recientes, la vieja figura de su
padre salía como una imagen "in focus” que dejaba el segundo plano con un
indefinido turbador.
Miraba aquel querido rostro que había encontrado extraordinariamente
envejecido, e intentó encontrar en los globulosos ojote, detrás de los gruesos
cristales, alguna cosa, el más pequeño índice que pudiera explicarle las terribles
palabras que el viejo había pronunciado.
—¡Me ha renegado! —sollozó Frieda—. ¿Pero, padre mío, por qué has
mentido tan rotundamente? Sabes muy bien que nunca has tocado a la vieja
Sarah, y que, hasta si te hubieras acercado a ella, habría huido para nunca más
volver.
De pronto, la duda se puso a germinar en su espíritu.
¿Cómo no había pensado en ello antes?
"Ellos” le habían obligado a hacer una falsa declaración. Le habían
amenazado, golpeado, torturado...
Pero... ¿por qué?
Buscó durante largo tiempo una respuesta lógica a aquélla pregunta.
Indudablemente, debía haber alguna cosa que los jueces, el tribunal y todos
aquellos fantoches querían, cueste lo que cueste, evitar.
¿Fritz?
¿Un simple oficial de la DCA? No, eso no parecía lógico, en absoluto. Pero,
fuera lo que fuera, "ellos" estaban encubriendo a alguien. Y si la persona de la
que se trataba, como era de temer, era lo bastante importante como para que su
nombre no se viera salpicado con la muerte de Anneliese, ella, Frieda, no tenía
ninguna posibilidad de escaparse.
La puerta de la celda gimió. Acordándose de la "visita", saltó de su "cama" y
se refugió en el fondo de la celda. Menos mal que le habían permitido guardar la
ropa con la que se había presentado a la corte.
La luz explotó sobre su cabeza.
Sonriente, su abogado, el SS-Obersturmführer Gaspar Schiffer, penetró en la
celda.
Dirigió a la joven una mirada amistosa, después se sentó sobre la paja:
—Acérquese, Fräulein.
Ella se sentó tímidamente bastante lejos de él.
—Habiendo examinado su caso —dijo el abogado, con voz neutra—, y,
teniendo en cuenta las conclusiones del Generalprokurator, creo que lo mejor es
aconsejarle que se declare culpable.
—¿Culpable? ¡No lo soy, Herr Schiffer! ¡Ya le he contado con detalle lo que
pasó, desde mi llegada a Breslau! Supe que mi hermana había muerto en
circunstancias extrañas... y, en un momento de cólera, he disparado contra su
amante. ¡Es del lado de ese sinvergüenza que usted debe buscar al culpable!
Volviéndose hacia ella, Gaspar la fusiló con la mirada.
—¡Basta de hacer la idiota! —gruñó—. Acaba usted de ver que las pruebas
en posesión de la acusación son prácticamente inatacables. Declararse inocente
no haría más que empeorar su situación, exasperando al tribunal, que
reaccionaría más duramente en el momento de dictar sentencia...
—¡Pero... mi hermana Anneliese ha sido asesinada! Los resultados de la
autopsia practicada por el doctor Reisses...
Schiffer rió malévolamente.
—¡Hábleme de ese doctor Reisses! Va usted a tener una bella sorpresa,
pequeña...
Se levantó.
—Como defensor suyo, le acabo de dar un consejo... de usted depende
seguirlo o no... pero todavía le aseguro algo... y puede creerme... ¡Si usted se
atreve a declararse inocente, no me extrañaría mucho oír al “Generalprokurator"
pedir su cabeza!
Tercera parte
"LA SENTENCIA"
“Está armado tres veces aquél cuya querella es justa; y se halla desnudo,
aun cuando se encuentre vestido de acero, aquél cuya conciencia está
corrompida por la injusticia."
William Shakespeare.— "El Rey Enrique VI"
Capítulo XIII
* * *
* * *
Con los brazos en cruz, más teatral que nunca, el Generalprokurator giró
despacio y, sin descomponer su actitud, se dirigió al tribunal.
—Es a ustedes, miembros de este tribunal de "Kriminaljustiz", a quienes
incumbe el castigar debidamente a los hombres y a las mujeres que han
cometido este delito. ¡No olvidéis, os lo ruego, que el Führer espera de vosotros
la firmeza contra los que quieren atacar al Reich, y el castigo ejemplar que
enseñe a nuestros adversarios el limpio espíritu de nuestra Justicia!
Se retiró a su sitio. Un rumor de admiración le siguió. Antes de sentarse
dirigió una tierna mirada a su mujer.
Un martillazo sobre la mesa impuso un silencio total.
—¡Ujier! —ordenó Günter Wieseman, el juez— ¡haga entrar al resto de los
acusados!
Dos Feldgendarmes abrieron la puerta del fondo.
Frieda vio aparecer, en primer lugar, una vieja mujer, enormemente pintada.
Su falda, muy gorda, dejaba ver piernas, gordas, de enormes muslos.
Cuatro jóvenes la seguían. Vinieron a sentarse en primera fila, sobre Un
largo banco, cara al tribunal.
Inmediatamente después, Frieda tuvo un estremecimiento. El doctor Reissers
entraba, a su ve, en la sala; Inclinado, parecía muy viejo.
Detrás de él, con el rostro descompuesto, muy pálidos, sus asistentes, los dos
jóvenes médicos, le seguían.
Después del largo relato que acababa de oír de labios del Generalprokurator,
Frieda sentía una confusión indescriptible reinar en su espíritu.
Otto había puesto tanta pasión en sus palabras, dándoles un alto tono de
sinceridad, que la joven se debatía en un mar de confusiones.
Sin embargo, sabia que todo lo que se acababa de decir no podía ser verdad.
Pero la confabulación le había sido presentada con tal lujo de detalles,
apoyada con pruebas tan convincentes, que se preguntaba si la pequeña
Anneliese no había, en efecto, sido la víctima de un complot indescriptible.
Sin embargo, se acordaba de las cartas de su hermana como si las tuviera
delante de los ojos. ¡Y sabía también que Anneliese no le había mentido nunca!
La voz del "Strafrichter” la sacó de sus pensamientos.
—¡Este tribunal del-Reich va a dictar sentencia! ¡Escribano! ¡Nombre a los
acusados, uno tras otro! A medida que les llamará, se levantarán y responderán
"culpable". ¡Entonces este tribunal dictará sentencia!
El escribano se levantó, con un pliego en la mano.
—Fraulein Bertha Veltzen, propietaria de la "Deustschsoldatenhaus” llamada
"Gorda Bertha”, de profesión prostituta. Acusada de haber recibido en su
establecimiento a personas de raza judía. Ha contribuido a prostituir contra su
voluntad a una joven alemana. Bertha Veltzen, ¿se considera usted culpable o
inocente?
—“ Straffäling!" [21] —respondió la mujer.
—"Strafe: Der Gaíden!” [22],
Un rumor de aprobación surgió del público.
—Fräulein Franciska Weiser, 22 años, prostituta. Cómplice de Bertha
Veltzen. ¿Se considera usted culpable o inocente?
—"Straffäling! ”
—"Strafe!" —repitió el juez con voz neutra—: "Zehn Jahren in
Konzentrationslager! [23].
—Fräulein Katherine Bosch, 25 años, prostituta. Cómplice de Bertha
Veltzen. ¿Se considera usted culpable o inocente?
—"Straffäling!"
—"Strafe: Zehn Jahren in Konzentrationslager!"
—Fräulein Elfrieda Schmitd, 22 años, prostituta. Cómplice de Bertha
Veltzen. ¿Se considera usted culpable o inocente?
—"Straffäling!"
—"Strafe: Zehn Jahren in Konzentrationslager!"
—Fräulein Agnes Haas, 27 años, prostituta. Cómplice de Bertha Veltzen. ¿Se
considera usted culpable o inocente?
—"Straffäling!"
—"Strafe: Zehn Jahren in Konzentrationslager!"
Se hizo un corto silencio.
Frieda, horrorizada, observada a las mujeres que acababan de ser
condenadas. Bertha parecía abrumada, pero mantenía su cabeza levantada en una
especie de desafío.
Las otras, la cabeza baja, lloraban silenciosamente.
—¡Hugo Reisses! —gritó entonces el escribano-Doktor Artz-Direktor del
Krieglazaret de Breslau. Ascendencia judía positiva en primer grado. Ha
conspira, do contra el Reich, mantenido propósitos ofensivos contra el Führer y
el ejército. Sirviéndose de drogas robadas en el establecimiento que se le había
confiado, ha prostituido contra su voluntad a la joven alemana Anneliese Dreist,
muerta a causa de las inyecciones que el acusado le hacía, haciéndole creer que
se trataba de calcio. ¿Hugo Reisses... se considera culpable o inocente?...
El viejo doctor levantó la cabeza.
—“Unschuldig!" [24]. ¡Todos vosotros sabéis que soy inocente! ¡Como esas
pobres mujeres que acabáis de juzgar injustamente! ¡El verdadero, el único
culpable, todos vosotros sabéis quién es, es...!
La porra de unos de los Feldgendarmes, que se había precipitado sobre él, se
abatió pesadamente sobre su cabeza. Hugo cayó.
La voz del "Strafritchter” repercutió en los muros de la sala.
"Strafe: Das Richbeil!" [25].
Se estableció un nuevo silencio.
Frieda tuvo que apoyarse sobre el brazo de su silla. Su corazón batía
intensamente. Se esforzaba en comprender, pero su espíritu estaba
completamente vacío, desconcertado...
—Robert Balthasar —continuó anunciando la Voz impersonal del escribano:
Doktor. Ascendencia judía en tercer grado. Asistente y cómplice del doctor
Reisses. ¿Se considera usted culpable o inocente?
—"Straffäling!"
—"Strafe: Zwanzig Jahren in Konzentrationslager!” [26].
—Paul Wagner. Doktor. Asistente del doctor Reisses. No conociendo los
propósitos de los culpables. Ha actuado obedeciendo las órdenes del cirujano
jefe...
—“Strafmildernd?" —preguntó el juez [27].
—“Ja, Herr Strafrichter! ” —respondió el escribano—: sangre aria pura.
Estudios en la universidad de Berlín. Ha hecho un corto entrenamiento en los
Hitlerjugend”... ruso! [28].
El escribano movió la cabeza.
—Su Señoría. Debo comunicarle que la acusada Elsa Malmen, enfermera
jefe del Krieglazaret, que debía estar presente ante este tribunal, ha intentado
poner fin a su vida cortándose las venas de las muñecas. Se encuentra en la
enfermería de la prisión, pero su estado no es grave.
—Bien.
—¿ Quiere dictar sentencia contra Elsa Mahnen, Su Señoría?
—“Todesurteil! Der Galden!" [29].
* * *
Todos los detenidos fueron llevados por los Feldgendarmes. Todos, excepto
Frieda, que asistía al triste desfile de condenados, el espíritu todavía confuso por
ideas —contradictorias.
"¡Voy a volverme loca! —pensó estremeciéndose.
La expectación había llegado al máximo.
Después de la dureza de las sentencias dictadas, el público, con una
curiosidad mórbida, esperaba el juicio de la acusada Frieda Dreist, la hermana o
hermanastra, según el Generalprokurator, de la víctima.
Por primera vez, a lo largo del proceso, Gaspar Schiffer, el abogado de
Frieda, se levantó.
—Su Señoría — dijo dirigiéndose al juez—, después de la exposición del
procurador general, no me queda más que pediros un poco de clemencia para la
acusada Frieda Dreist. También querría saber si ha dado curso a su petición, que
le he hecho transmitir debidamente al comienzo del proceso...
—¡El ruego ha sido aceptado, Herr Schiffer! ¡Escribano!
—"Ja, Herr Strafrichter?"
—Lea el texto del telegrama enviado a Altona.
—En seguida, Su Señoría. "Del «Militartgeritcht» de Breslau a Herr Fiedrich
Schlosser, Hauptmann de la Luftwaffe, Oberinspektor. La denominada Frieda
Dreist, actualmente sometida a juicio por este tribunal de Kriminaljustiz afirma
ser su novia; además, que proviene de una familia alemana de raza aria y que no
se encuentran en sus antecedentes directos ni colaterales personas pertenecientes
a la raza judía. Además, que usted está formalmente prometido a la dicha Frieda
Dreist, que usted le ha prometido formalmente el matrimonio y que usted se
encuentra en posición de jurar que todo lo que ella afirma es rigurosamente
verdad. Firmado: Gunter Wiesemann, Strafritcher. Heil Hitler!”
Una luz de esperanza se iluminó en los ojos de Frieda.
¡Al fin! La gran verdad iba a explotar de un momento a otro. Miró al juez,
que preguntaba a Schiffer:
—¿Quiere usted que le lean la respuesta?
—Se lo ruego, Su Señoría.
—¡Lea, escribano!
—Muy bien. "Del «Haptmann Oberinspektor» Friedrich Schlösser al
«Militärgericht» de Breslau. Juro sobre mi honor de oficial de la Wehrmacht,
sobre mi fe nacionalsocialista, que conozco someramente a la llamada Frieda
Dreist, que la he visto algunas veces, que nunca he hablado con ella, que nunca
le he prometido nada, y que sus afirmaciones son absolutamente falsas. Además,
juro haber oído que su madre era judía, juro haber sabido que llevaba una vida
disoluta, llevando a su casa soldados y oficiales con el fin de corromperlos.
Firmado: Hauptmann Friedrich Schlösser. Heil Hitler!"
Frieda se sintió desfallecer. Cerró los ojos porque la sala giraba alrededor de
ella a una velocidad espantosa.
—Se lo agradezco, Su Señoría...
—¡Acusada Frieda Dreist! ¡Póngase en pie! ¡Este tribunal va a dictar
sentencia!
Fue incapaz de levantarse, pero los dos guardianes lo hicieron fácilmente.
—¿Se considera usted culpable o inocente?
Oyó su voz como si fuera la de otra persona:
—"Straffäling!"
—¡Frieda Dreist! ¡Este es su "Urteil"! [30].
Y después de un corto silencio:
—“Konzentrationslager... auf Lebenszeit!" [31].
Cuarta parte
Napoleón
Capítulo XV
—"Schnell!”
Las llaves giraban en las cerraduras; las puertas se abrían con un ruido
ensordecedor.
—"Rauss!" ¡Todo el mundo fuera!
Bruscamente iluminadas, las celdas proyectaban rectángulos amarillos sobre
el corredor en penumbra.
—¡Más rápido, banda de puercas!
—¡Todo el mundo al patio!
Era de noche, pero ya una claridad gris y triste se filtraba entre los barrotes.
—¡Tú, guapa! ¡Sal de tu agujero!
Frieda se levantó. Penosamente. Estaba inclinada, dolorida como si la
hubieran golpeado durante toda aquella interminable noche que acababa de
atravesar, como se atraviesa un árido desierto, sin encontrar la más pequeña
sombra de esperanza...
—¡Ya te había avisado! —rió Martin—. Si te hubieras mostrado amable
conmigo, habrías hablado con mis: amigos del tribunal...
Esta vez no se separó de la puerta y, cuando ella pasó a su lado, rozándole, le
puso las manos sobre las nalgas.
—"Sakrement!" {Cuando pienso que una carne tan buena va a secarse en un
Campo! ¡Pequeña idiota! ¿Es que no sabes que estás hecha para procurar placer?
Salió al pasillo.
Otras mujeres, las que había visto en la corte, empujadas sin cuidado por los
carceleros, se dirigían hacía la escalera.
El Oberscharsführer Plonnes, que andaba a la cabeza del grupo, cerca de
Katherine, metió la mano en el corpiño de ésta.
—¡Vaya par de tetas, maldita sea! ¡Muchachos! ¡Mirad lo mejor que ha
pasado por esta prisión! ¡Y ahora que podíamos aprovecharnos, se las llevan!
Kathe ni siquiera reaccionó. Al contrario. Dirigió una mirada prometedora
hacia el SS.
—Si quiere guardarme aquí... ¡sabré hacerle feliz!
—¡Cierra el pico! —gruñó él—. ¡Quieres hacerme la boca agua, puerca!
Subieron por la escalera; las manos, atrevidas, subieron a lo; largo de las
piernas, bajo las faldas...
—¡Perro! —protestó la gorda Bertha y, volviéndose como si le hubiera
picado una víbora, abofeteó a Antón, el gorila—. ¡Sucio puerco! ¡Te atreves a
tocarme, a mí, a la que van a colgar dentro de unos minutos!
Loco de rabia, el “Sturmann" le dio un culatazo en la cara.
—¡Cerda! ¡Quisiera asistir al momento en que pisarán la cuerda alrededor de
tu cuello de foca... desgraciadamente, tendrás que esperar a llegar al Campo!
La vieja prostituta sangraba por la nariz.
—¡No tengo miedo, canalla! Pero un día te colgarán a ti... ¡y estoy segura,
cobarde, dé que te cagarás de de miedo!
Los SS empujaron a las detenidas hacia el patio. En el cielo, las estrellas
comenzaban a palidecer ante el próximo alba.
—¡Oh! —exclamó Franciska, cuyas piernas temblaron—: ¡Mira eso, Mutter!
[32].
* * *
El camión paró. Frieda oyó las roncas voces y las risas. Adivinó que la meta
del viaje había sido alcanzada. El camión empezó a marchar despacio, parándose
definitivamente al cabo de irnos minutos.
—¡Todo el mundo abajo!
Los SS levantaron la lona. Los prisioneros descendieron del camión.
.-Entrad en esos barracones —les ordenó uno de los “Sturmmann”.
Frieda tuvo el tiempo justo de apercibir una torre de madera, muy alta.
Alguien la empujaba, y penetró en un barracón bastante grande donde no había
más que una mesa. Detrás de ella, sentado, un "Understurmführer” —subteniente
— levantó una fría mirada hacia las ' mujeres.
—¡Colocaos delante de mí! —gritó—. ¡Daos prisa, puercas!
Las seis mujeres hicieron lo que se les mandaba.
Durante el camino, desde que salieron de Breslau, Frieda se había mantenido
separada, no porque se considerara diferente de las otras, sino simplemente
porque habría sido incapaz de pronunciar una sola palabra.
De poco en poco, su espíritu se acostumbraba a los acontecimientos
inverosímiles que acababa de vivir, pero se encontraba todavía bajo el imperio
de la sorpresa que tardaría en desaparecer de su alma atravesada por el dolor y,
sobre todo, por la indignación.
Las otras mujeres habían guardado silencio también durante el viaje. Pero
Frieda sentía, sin embargo, que no la consideraban de las suyas, al menos por el
momento.
El “Scharführer” que las había conducido allí penetró, a su vez, en el
barracón, levantó el brazo, saludó al subteniente y le entregó un grueso sobre.
—Es el resultado del proceso de Breslau, ¿no es así? —preguntó el
Untersturmführer.
—"¡Ja!" Sin duda lo habrá usted leído en los periódicos...
—¡En efecto! —respondió el otro, que ojeaba los papeles que acababa de
sacar del grueso sobre—. Además,, me han telefoneado para prevenirme de
vuestra llegada... Hay dos de esas cerdas a las que se debe colgar, ¿no?
—Sí. Esa, la gorda, es una...
—¿Y la otra? —leyó, encontró el nombre y preguntó—: Else Melmen,
enfermera. ¿Dónde está?
—El jefe del cuerpo de guardia la ha enviado “Revier” [36]. Ha llegado en
una ambulancia, con un doctor, un detenido también...
—¡Bueno! ¡Puede irse! El jefe de guardia le firmará este papel...
—"¡Zu befehl, mein Untersturmführer! Heil Hitler!"
—"Heil!”
El Scharführer —sargento de carrera— partió, dejando al subteniente que
acabó de leer los papeles.
—Ya veo —dijo al rato-... hay una judía entre vosotras... Frieda Dreist... ¡un
paso adelante!
La joven obedeció.
—Ponte a un lado. Te vendrán a buscar dentro de un rato.
—Tú vas a ser colgada dentro de unos minutos. ¿No tienes miedo?
Bertha posó sobre el SS una mirada cargada de desprecio. Después, con una
carcajada:
—"Das dich der Henker hole!" [37] —le lanzó valientemente.
El SS no se enfadó.
—Eso me gusta —dijo—. ¡Por muy puerca que seas, gran punta, se ve que
eres alemana! Los nuestros mueren con coraje... es justamente por eso que
perdemos tiempo con ellos.
—¡No soy de los tuyos, no te engañes! —gruñó Bertha—. Acabas de
llamarme puta. De acuerdo. Pero entérate de que nunca me he acostado con un
tipo que lleve tu uniforme. ¡Hubiera preferido hacer el amor con una serpiente!
¡Hubiera sido mucho menos desagradable!
"Ach so!" ¡Hay un límite para todo! Acabas de dejarlo atrás... ¡peor para ti!
En vez de ser colgada normalmente... se te levantará despacio, despacio... de ésa
forma, puerca, te arrepentirás de hablarme como acabas de hacerlo.
.-¡No me asustas, idiota! —rió la gorda mujer—; si nos encontráramos los
dos solos, tú y yo, sin armas, te mataría con mis propias manos... porque tú,
como todos tus camaradas, sois una banda de castrados... "Nicht Hoden!" [38].
El SS palideció.
Se apoderó del teléfono que estaba sobre la mesa burlando:
—¡Hagan venir al Kapo Zarowsky! ¡Daos prisa!
Bertha reía. Leyendo el miedo y la cólera sobre el rostro del subteniente dio
un paso hacia la mesa.
Rápido como un relámpago, el Untersturmführer extirpó la pistola de su
funda y apuntó a la detenida.
—"Achtung! ” —silbó entre dientes-*^ No vayas a creer que voy a matarte...
te agujearé las tripas, puerca... ¡y te colgaremos después!
—¡Dispara si te atreves, asqueroso chulo! ¡Mirad este tipo! Si sale de detrás
de su despacho, vais a reír... "In die Hosen machen!" [39].
Durante unos momentos, Frieda creyó que el SS iba a apretar el gatillo.
Estaba tan pálido que se hubiera dicho que la sangre había dejado su rostro,
blanco como una sábana.
La joven, al tiempo que admiraba el coraje de la "Gorda Bertha”, estaba
dolorosamente extrañada por el crudo lenguaje que la vieja prostituta utilizaba.
Recordando lo que se había dicho delante del tribunal, se estremeció al
pensar que la pequeña Anneliese hubiera podido ser llevada a una "Hurenhous”
[40].
* * *
* * *
* * *
—"Komm!”
Frieda siguió al SS que había venido a buscarla al barracón del
"Lagerführer”.
Antes de ello, el Kapo se había llevado a Bertha. Pero se había resistido con
tal fuerza que uno de los SS la había golpeado con su arma. Entonces, el polaco,
sorprendiendo a todo el mundo, había levantado el cuerpo enorme de la vieja
prostituta como si se hubiera tratado de un fardo de paja. Y había osado decir al
SS:
—¡Hay que tener cuidado! ¡No vayas a estropeármela!
Las otras mujeres se fueron un poco más tarde. Frieda había oído decir al SS
que había venido a buscarlas, que iban a ser instaladas, por el momento, en un
barracón vecino al de Ravier.
—No os quedaréis mucho tiempo aquí —les había expiado el Lagerführer—.
“Grossresen” no es un Campo para hembras. ¡Se os llevará a otro sitio!
Siguiendo los pasos del guardián, Frieda miraba con tímida curiosidad los
barracones que se alineaban a un lado del Campo. La alta torre atrajo su
atención.
Era de madera. Cuatro troncos de árbol estaban cubiertos por una especie de
parasol bajo el cual colgaba una campana.
Era aquella campaña, como no tardó en comprobar la que regulaba la vida
del Campo, de la mañana a la noche.
La torre se elevaba en medio del "Appelplatz" [45].
El SS atravesó la plaza desierta y tomó un camino vigilado por un grupo
armado. Los centinelas que se encontraban al otro lado de la barrera, levantaron
el obstáculo.
—¿Se va a lavar, tu mujercita? —preguntó uno de los SS.
—¡A fondo! —rió el que escoltaba a la detenida.
—¡No está nada mal!
—¡Carne judía! —rió el otro guardián—. ¡No la tocaría ni con pinzas!
Poco después, el SS y su prisionera se pararon delante de un pequeño
edificio de hormigón.
—Esperaremos a que tu amigo, el otro judío, llegue. Debe ducharse también.
Frieda miró el rostro del SS. A pesar de la juventud del “Sturmmann", una
máscara de crueldad envejecía sus rasgos. En sus ojos azules, donde debería
verse la alegría de vivir, un destello frío, implacable se había instalado.
—No soy judía —le dijo bruscamente.
La miró con sus ojos inexpresivos.
—¿Por qué dices eso? ¿Por qué no llevas la estrella amarilla de David? ¡No
digas tonterías! ¡Eres judía porque tus documentos así lo prueban!
Se oyeron unos pasos.
Volviéndose, Frieda apercibió al joven doctor Balthasar acompañado por un
SS.
—¿Es todo? —le preguntó el SS que se encontraba con la joven.
—¡Sí! ¡Mucho trabajo para tan poca cosa!
—¿Comenzamos?
El otro emitió una breve carcajada.
—¡Se ve bien que acabas de llegar, Karl! Es preciso que el doctor venga con
el Kapo de "Ravier”. Son ellos los que hacen el trabajo. Es tu primera ducha,
¿no?
—"Ja".
—Es bastante raro, la primera vez. ¡Vaya! Después de todo, tienes razón.
Vamos a avanzar un poco el trabajo. El doctor no se levanta nunca temprano.
¡Sobre todo si acaba de pasar la noche en los brazos de un joven Ruski!
—¿Qué? —dijo Karl abriendo enormemente los ojos.
—"Scheisse!" ¡Es verdad! ¡No sabes nada, novatito! Pero cierra el pico.
Kelemberg será todo lo marica que tú quieras, es capaz de hacerte la vivisección
con su escalpelo si supiera que hablas así.
—¡No sé nada!
—¡Bah! No tengas miedo. Pronto le verás. En cuanto al Kapo del Lazaret,
ése es una exageración. Con la boca pintada, los ojos aún más...: ¡un mariconazo
como hay pocos! ¡Se dice que lleva bragas de seda y hasta sostenes!
—¡Es asqueroso!
—¡Aún no has visto nada, amigo! Pero ni Dachau ni Mathausen me han
impresionado tanto como Ravensbrück. ¡Ese campo, Karl, es el no va más!
—¿En qué se diferencia de los otros?
—En una sola cosa, amigo: Ravensbrück es un Konzentrationslager
exclusivamente destinado a mujeres... ¿te das cuenta? ¡Millares de chavalas!
¿Qué digo? ¡Centenares de miles! ¡De todos los tipos, de todos los tamaños, de
todas las clases! Alemanas, francesas, belgas, holandesas, judías, gitanas,
griegas... ¡qué sé yo! Gritando, trabajando, peleándose, haciendo el amor, con los
hombres, entre ellas, con los perros de las “Aufseherin " [46], con los cerdos de
las granjas... ¡No te lo puedes imaginar, muchacho!,
Suspiró, apoyando la mano en el hombro de su compañero.
—Por suerte, pequeño Karl, no me quedé, como te acabo de decir, nada más
que dos semanas... ¡pero qué dos semanas, "Himmelgott!" ¡Un poco más y acabo
por volverme loco!
Bajó la voz, su rostro se ensombreció.
—Y, por la noche, teníamos miedo, ¿sabes por qué?
—"Nein"...
—Las mujeres...
—¿Las mujeres? —preguntó Karl con un tono incrédulo.
—Sí, las mujeres —contestó el otro—. Cuando llegaba la noche, el deseo se
desencadenaba en ellas como si el diablo les soplara entre las piernas...
—Ya veo...
—¡No, qué vas a ver! ¡Hay que haberlo vivido para comprenderlo! Te lo voy
a decir... prefiero encontrarme delante de un batallón de Ruskis, delante de quien
sea... ¡antes que de encontrarme en la proximidad de aquel infierno!
Movió tristemente la cabeza.
—Nos echaron mucho antes de lo que esperábamos. Habíamos ido a
Ravensbrück con un convoy de doscientas mujeres, belgas y francesas en su
mayor parte. Normalmente tendríamos que habernos ido el mismo día. Pero se
tenía que cargar el tren con material recuperado, ropa sobre todo. Por eso nos
quedamos.
—¿En el. Campo?
—¿Estás loco? No, fuera. En una pequeña casa... éramos seis... y por la
noche, para complacemos, la “Aufseherin” que estaba de guardia nos envió seis
chicas elegidas entre las mejores... ¡unas "ugánge” [47], de las buenas!
Karl posó la mano sobre el antebrazo de su compañero y le indicó con un
gesto de la mano los dos prisioneros que les miraban con una expresión de
indecible horror sobre el rostro.
—¡Mírales, Helmuth! ¡Les estás dando miedo!
Pero el otro se enfadó.
—¡Desnudos! ¡Los dos! ¡Schenell! Entrad ahí dentro... ¡abriremos el agua de
las duchas en irnos minutos!
Frieda lanzó al SS una mirada suplicante.
—¿No puedo desnudarme dentro?
—"Nein!" ¡Aquí mismo, sucia judía! ¡Haz lo que se te manda! Deja tu ropa
aquí y no temas, no la tocaremos... ¡ni mi amigo ni yo queremos agarrar una
sífilis!
Robert había comenzado a desnudarse. Volvió la espalda a la joven que le
imitó.
Frieda se apresuró en desnudarse. Al quitarse las bragas, se las apretó contra
el pubis, lanzó una mirada temerosa hacia los SS, pero ellos ni siquiera la
miraban, Fritz rogaba a su compañero que terminara de contarle lo que había
pasado en el Campo.
—"Erzähle den Hergang!” [48].
Viendo la puerta entreabierta, Frieda dejó sus ropas y, doblada en dos,
penetró en las duchas.
El doctor Balthasar la siguió.
—Como te decía —dijo Helmuth lanzando una mirada de aprobación hacia
el montón de ropa que los dos prisioneros habían dejado tras ellos— esas chicas
eran formidables. La mía, vaya lote, los cabellos tan negros como el ala de un
cuervo, un pecho agresivo...
—¿Se trataba de prisioneras?
—"Natürlich!” Eran "Häftkinge" [49]. Había algunas francesas pero la mía,
muchacho, era española...
—¿Española? Por lo que sé, los españoles son nuestros amigos.
—¡No todos, Kar, no todos! Los de Franco, de acuerdo... pero los otros, los
rojos, no pueden olemos. ¡Como todos los otros rojos!
—¿Y esa chica era roja?
—¡Ni roja ni negra! Había acompañado a sus padres que pasaron la frontera
después de la guerra de España. Deseando vivir alguna aventura, había ido hasta
París.
Y no sé cómo se había dejado atrapar por la Gestapo. ¡Poco importa eso!
¡Hacía el amor como una tigresa! ¡Era andaluza! ¡Podría enseñarte mi espalda...
aún guardo las marcas que me hizo con las uñas!
—Una española —suspiró Karl—: me gustaría probar una... ¡debe ser
estupendo!
—¡No puedes imaginártelo, pequeño! “Prima!” ¡Se te tiraba encima con las
uñas por delante!
Capítulo XVII
Horts se lavó cuidadosamente las manos y los antebrazos, donde las manchas
blancas del yeso se habían pegado al vello rubio que cubría su piel.
Al mirarse al espejo del lavabo del “Revier", que sólo era utilizado por él,
esbozó una sonrisa.
¡Malditas hembras!
Y aunque aquella no era tan bella como las otras, la» que atraían a los
hombres más bellos —no sabía exactamente por qué—, sentía un extraordinario
placer vengándose del sexo aborrecido.
Salió del barracón y se fue a buscar a Wassili, la última “conquista” del
Herre Doktor. El joven ruso le escuchó atentamente, rompiendo a reír
seguidamente con una voz muy aguda.
—Te traeré todos los que quieras. ¡Toda una caja llena de piojos y de
ladillas!
* * *
* * *
* * *
* * *
* * *
* * *
Los tres últimos vagones del largo convoy, vagones de ganado, estaban
repletos de deportadas. El resto del convoy, treinta y cinco unidades que una
vieja locomotora asmática arrastraba penosamente, estaba formado por dos
vagones de pasajeros donde "descansaban" los miembros de la escolta —una
sección de SS— y treinta vagones cargados de vestidos perfectamente
clasificados, todo lo que había quedado de los seis mil detenidos gasificados
durante las dos semanas precedentes.
Parándose continuamente, a veces delante de pequeñas estaciones, pero casi
siempre a campo raso, de forma a dejar pasar los convoyes militares que iban o
volvían del frente ruso, el tren avanzaba lentamente hacia la región de Cracovia
donde se había instalado uno de los más importantes campos:
Auschwitz-Birkenau.
Una vez al día, y los SS lo decidían a su gusto, al alba o al atardecer,
quitaban los candados que cerraban las puertas y permitían a las deportadas que
bajaran a "hacer sus necesidades”.
Aunque Frieda tuvo la suerte de encontrarse en el mismo vagón en el que
fueron encerradas las prostitutas de Breslau, había bastante sitio para otras, y
veinte mujeres polacas, entre las cuales había diecisiete afectadas por cólicos,
empestaron el vagón con el olor de sus deyecciones.
Demostrando poseer un carácter fuerte y decidido, la pequeña Franciska, una
de las pupilas de la "Gorda Bertha”, se apresuró a poner un límite a la situación.
Levantándose, hizo frente a las polacas, cuya lengua conocía:
—¡Se acabó! Si continuáis así vais a transformar el vagón en una "toaleta dia
pan" [57]. Como no podéis parar de cagar, os iréis a agachar en un solo rincón del
vagón... |venid!
Les indicó un ángulo. Golpeando con el tacón, Fran— ciska no tardó en
descubrir algunas planchas del suelo que cedían. Llamó a Elfriede y a Agnes
para que acudieran a ayudarla.
Algunos minutos más tarde consiguieron practicar un agujero en el suelo del
vagón.
—Aquí está el "rincón" para todo el vagón —explicó en polaco—. ¡Y os
aseguro> cerdas, que si una de vosotras se atreve a hacer porquerías en otro lado,
será castigada!
Franciska se alejó del grupo de polacas, pero no lo bastante de prisa como
para evitar de ser alcanzada por nna respuesta huraña:
—“Brudny Germanski!" [58].
La alemana se encogió de hombros cqn un gesto de desprecio y fue a
sentarse cerca de sus compatriotas.
—Has hecho perfectamente lo que se debía de hacer —le dijo Katherina—;
ese mal olor comenzaba a ponerme enferma...
—Tiemblo al verlas —intervino Frieda— porque creo que debían ser bellas y
fuertes, antes de caer en ese estado lastimoso...
—¡Sí, tienes razón, pequeña! He tenido ocasión de hablar con algunas de
estas desgraciadas..., venían hasta nuestro bloque, en Grossrosen, a pedirnos
cosas insignificantes: un peine, imperdibles..., han conocido miserias más
grandes que las nuestras. ¡En realidad, comparadas con esas polacas, somos
hasta el momento unas privilegiadas!
—¿Han sido juzgadas y condenadas como nosotras, no? —preguntó Elfriede.
—¡Qué dices! Después de la llegada de los soldados a su pueblo, fueron
violadas por
* * *
Entre sus labios, el cigarrillo se había apagado sin que se diera cuenta. Cada
vez fumaba más y'más, encendiéndolos uno tras otro, con un gesto puramente
mecánico, autómata, porque no extraía ningún placer de fumar así.
Cuando los dos miembros de su tripulación se habían ido a ayudar a los del
"667”, había saltado de la torreta y se había puesto a andar, sin meta alguna, no
deseando más que qüedarse solo, solo con sus pensamientos, solo con su dolor y
su impotente rabia.
A cada paso el periódico doblado en su bolsillo crujía como para recordarle
que estaba allí. El periódico que había recibido al mismo tiempo que las últimas
cartas enviadas por la misteriosa persona que firmaba "una amiga que le quiere
bien".
¡Extraña forma de querer!
Le había escrito, haciéndole, en cada carta, un relato detallado de lo que se
había pasado en el juicio.
¡No'faltaba nada!
Al leer aquellas cartas, Rudolf había vivido cada minuto del proceso, había
presentido la monstruosidad de la tragedia que se había desarrollado en Breslau.
Diez, veinte veces... ya no se acordaba, había ido a ver o había telefoneado al
coronel... ¡no le habían concedido ningún permiso!
Durante un tiempo, había pensado en desertar. Con un poco de suerte, podría
haber llegado a Breslau. Pero el sentido común había acabado imponiéndose.
Las patrullas de la Feldgendarmerie, armadas hasta los dientes, vigilaban
estrechamente todas las carreteras.
Sobre todo después de la amenaza de una ofensiva soviética. Después de la
gran derrota delante de Kursk y el fracaso completo de la operación "Ciudadela",
Iván no había soltado presa y el siete de agosto de aquel maldito año de 1943,
Stalin, comprendiendo que el adversario no tenía más fuerzas para responder, se
había decidido, a lanzar una ofensiva general, con el fin de liberar la Rusia
Blanca e, inmediatamente después, Polonia.
Pero todo aquello había perdido importancia a los ojos de Dreist.
La angustiosa lectura del periódico que su misteriosa comunicante había
añadido a su última carta había dado al traste con las últimas esperanzas del
tanquista.
Anneliese muerta, asesinada. ¡Y Frieda, la dulce y valiente Frieda, que había
acudido a ayudar a su hermana pequeña... condenada a perpetuidad en un
"Konzentrationslager ”!
Una de las cosas que más habían aterrorizado al joven alemán fue sin
dudarlo extraordinaria: ¡la increíble declaración de su padre!
Todavía ahora, Rudolf desesperaba ante la imposibilidad de descubrir el
motivo oculto, porque debía haber uno, eso no podía dudarlo ni por un solo
instante.
El que Ludwing Dreist se hubiera acostado con Sarah, la vieja y fiel
sirvienta, eso estaba fuera de toda posibilidad, ¡hubiera reído si las
circunstancias no le hubieran hecho llorar!
—Entonces —silbó entre sus dientes apretados— ¿por qué, padre? ¿Por qué
has afirmado tal enormidad, sabiendo que esa falsa declaración iba a llevar
consigo la pérdida de tu hija?
Levantó hacia el cielo una mirada desamparada.
—"Warum?" (¿Por qué?)
* * *
* * *
—¡Rúdolf!
Dreist se enderezó.
Giró lentamente, como con desgana, haciendo frente a la maciza silueta del
artillero que acababa de pararse a su lado.
—"Was führt Sie her?” [70] —preguntó el Panzerführer fríamente.
“Mal comienzan las cosas, «Sakrement!» —se dijo Karl a sí mismo—. Si
comienza a hablarme de «usted», estamos listos.
Y en voz alta:.
—Hemos arreglado el “67" —dijo con un tono que quería ser seguro—.
Deberíamos irnos también. Iván debe andar por.aquí...
Aunque la lejana palidez de los astros no le permitía distinguir con nitidez el
rostro de su jefe, el artillero adivinó la expresión dura que se reflejaba sobre todo
en el brillo helado de los ojos de Dreist.
Reuniendo todo su coraje, Rottger se decidió a poner las cartas sobre la
mesa.
—No es únicamente de los tanques de lo que quería hablarte... ¡Dame una
razón, Rudolf! ¡Esto no puede continuar así! Creo que hemos vivido suficiente
tiempo juntos como para que tú...
—¡Cierra el pico, Karl! —le interrumpió Rudolf—; tú, como los demás, no
podéis comprender. Puedes irte... y toma el mando del "666”. Yo me quedo aquí.
—¿Qué? —exclamó el artillero abriendo desmesuradamente la boca.
—Acabo de decírtelo: me quedo aquí...
—Pero... es... es... “Der Imbegriff der Dumnheit!" "Du ist ein heilles
verrückt!" [71].
—Puede ser, pero ya he tomado mi decisión, y es definitiva. ¡Me quedo!
—¿A esperar a Iván?
—"Ja!" Si lo quieres más claro, aquí lo tienes: deserto, me voy con los de
enfrente...
Desenfundó su pistola, la cogió por el cañón y tendió «1 arma a Karl:
—¡Toma! ¡Puedes matarme si quieres! De todas formas, si no lo haces,
tendrás que decir que estoy muerto.
—Pero... —tartamudeó Rottger sin ni siquiera mirar «1 arma— ¡deliras, mi
pobre Dreist! Si crees que Iván va a recibirte como a un amigo, estás listo... ¡En
cuanto levantes los brazos te llenarán las tripas de plomo! Y tendrás que estar
contento de que lo hagan... ¡Ya los conoces, maldita sea! Te harán pasar un mal
cuarto de hora antes de liquidarte.
Rudolf hizo un imperceptible movimiento con los hombros.
—Es un riesgo que hay que correr.
—¿Pero por qué dejamos? ¿Por qué desertar? ¡Eres, lo quieras o no, un
alemán!
—No, te equivocas; mi buen Karl. Este país en que he nacido, el uniforme
que llevo, no significan, nada para mí. Un hombre, llevando un uniforme cómo
éste, se ha acostado con mi hermana menor, le ha hecho un hijo... y la han
matado!
—¡No!
—Sí, Rottger, sí... mi otra hermana, Frieda, corrió en
da de su hermana... y la han condenado para toda la vacL un campo de
concentración...
—"Himmelgott!”
—Mi padre, un pobre hombre que ha trabajado durante toda su vida para que
nada nos faltara... ¡ha declarado delante del tribunal que se había acostado con
nuestra vieja criada y que, por lo tanto, Frieda era judía a medias!
Si no hubiese conocido al jefe de la tripulación, si no hubiera sabido que el
Panzerfiihrer era incapaz de mentir y que además su cerebro no había dejado
nunca de funcionar perfectamente, hubiera temido que se hubiese vuelto loco.
Dijo, con una voz que temblaba de indignación:
—Pero... ¡es imposible! No han podido hacer algo así...
Una mueca torció la boca de Rudolf.
—Lo han hecho, amigo mío...
—¡Es indigno!
—Lo que tú quieras. Lo han hecho, sí, en nombre del Führer, en nombre del
Reich milenario... ¡Ese Führer y ese Reich por el que combatimos desde 1939!...
—No comprendo...
—Yo tampoco podía comprenderlo... o no quería, no lo sé. Yo también, Karl,
me resistí a dar pábulo a cosas que mi mente se negaba a aceptar. Pero,
desdichadamente, fue así...
Su mueca se hizo aún más amarga.
—Ahora te das cuenta —dijo después mirando con fijeza a su compañero—
que nada me ata ya a este país... a mi patria que han convertido en un montón de
basura...
—Deberías habérnoslo dicho antes, Rudolf.
—¿Para qué? ¿Para quitaros la moral? “Neil!” Mientras estaba al mando del
tanque, he actuado como jefe, como amigo... y un amigo es aquel que no nos
amarga la vida con sus problemas...
Y agregó después de un corto y doloroso silencio que Karl no se atrevió a
romper:
—Si no hubieses venido a buscarme, habría desaparecido... sencillamente...
—Guarda tu pistola. Puedes necesitarla...
—No. Es mejor que te la lleves. Así podrás decirles que la has encontrado en
mi cadáver... Prefiero que todos crean que he muerto. Si se enterasen que he
desertado, serían capaces de todo, esos puercos...
—¿Tu familia?
—Sí. Son como lobos, sedientos de venganza... Podrían importunar a mi
padre o hacer aún más daño a mi hermana... incluso podrían molestaros...
—¡Una mierda para ellos! —rugió Karl.
Dreist sonrió.
—¡Viejo amigo! Voy a echarte mucho de menos... y a los otros, a todos.
¡Puñetas! Es cierto que se vuelve uno algo así como el hermano mayor del
equipo... y voy a pensar mucho en vosotros, sobre todo hasta que esta cochina
guerra termine...
—¿No tienes miedo de lo que los rusos pueden hacerte? Son un poco bestias,
lo sabes tan bien como yo...
—Todos somos bestias, amigo... Un soldado es como un saco. Cuando le
ponen el uniforme, le vacían de todo lo que lleva: inteligencia, bondad,
sentimientos humanos, dulzura, amor... Luego vuelven a llenar el saco, poniendo
dentro frases de odio, de desprecio hacia el enemigo, de estúpida superioridad
que inclina la balanza de la razón hacia el lado donde el desdichado combate...
Sus dientes rechinaron:
—¡Eso somos, camarada! Sacos llenos de basura, de estiércol, de
mierda...Pero no son sólo las balas las que agujerean ese saco. El dolor, la
miseria, terminan por romperlo y cuando las mentiras se salen de él, el saco
queda vacío... convertido en un trapo sucio, sin contenido, esperando que alguien
lo queme...
Extendió la mano, pero el otro le atrajo hacia él, abrazándole con fuerza.
—Cuídate, Rudolf..., cuídate mucho...
—Y tú también... Buena suerte...
Se separó de su compañero y se fue.
Capítulo XX
Las detenidas formaron cola para entrar en el bloque que les estaba
destinado. Cuando le llegó el turno a Frieda, nada más penetrar se sintió
invadida por un cúmulo de sensaciones que afectaron su nariz, sus oídos y sus
ojos, llenándola de pánico.
Como furias desencadenadas, las "Zugänge” —las nuevas— se lanzaron,
abriéndose camino a codazos, de forma a alojarse en los "nichos” más altos.
Fueron naturalmente las polacas, que conocían ya las características de los
barracones, las que tomaron al asalto los sitios privilegiados.
Sus gritos ensordecedores, sus juramentos, los alaridos cuando se golpeaban
mutuamente, formaban un escándalo formidable. Además, había el olor...
Un olor que no era el que las deportadas llevaban con ellas, sino la
hediondez de los centenares que las habían precedido.
Una hediondez de masa humana, sucia, purulenta, una mezcla asquerosa de
miedo, de deseo, de angustia y de muerte...
Cuando hubo franqueado el umbral, Frieda abrió desmesuradamente los ojos
ante el espectáculo que se ofrecía ante ella. Un pasillo de una treintena de
centímetros de anchura y, a ambos lados, desde el suelo de tierra hasta el techo...
¡nichos!
Nichos como en un cementerio, con una sola salida que daba al corredor, un
cuadrado de cincuenta centímetros de lado, y una profundidad de un metro
ochenta.
Adelantándose a las alemanas, las polacas se habían apoderado de los sitios
más altos, pero lo que espantó a la joven fue constatar que, contra lo que se había
imaginado, cada nicho estaba ocupado por dos, y hasta tres mujeres, que estaban
horriblemente apretadas, aunque su delgadez se lo permitía con más facilidad
que a las que acababan de llegar de Breslau.
—Tenéis suerte —dijo la “Blockowa" [73] sonriendo—, poneros de dos en
dos en los nichos de abajo.
Sin saber exactamente por qué, y después de haberse introducido en el
cubículo, a nivel del suelo, Frieda se encontró como compañera de nicho a la
joven Agnes, que temblaba de miedo a su lado.
—¡Dios mío! —lloriqueaba Agnes—. ¡Si hubiera tenido bastante valor
habría imitado a Franciska! Ella, al.menos, no conocerá estos horrores.
—No digas tonterías —le riñó amablemente Frieda—; Franciska, a pesar de
su “pose" de valiente, no era más que una pequeña cobarde, una chiquilla
aterrorizada... imitarla, eso sería ceder, Agnes... No lo olvides... ¡mientras— hay
vida, hay esperanza!
—Pero... ¡se nos trata como a animales!.
—¡Y no hacen más que empezar! —suspiró Frieda, convencida que decía la
verdad—; es por eso, Agnes, que tendrás que endurecerte, olvidar para siempre
lo que hemos sido, luchar por la existencia con todas nuestras fuerzas, con todo
nuestro coraje... Nuestra divisa debe ser una sola: “Der Kampf ums Dasein!" [74].
—He venido a tu nicho —dijo Agnes con voz tímida— porque he adivinado
en ti una fuerza que me falta... haré lo que quieras... ¡pero no me dejes sola!
—No tengas miedo. Ante cada desgracia, cada sufrimiento, aprieta los
dientes y repite siempre... “Morguen ist auch ein Tag!” [75].
Agnes afirmó con la cabeza; el miedo dejó de brillar en el fondo de sus ojos
que, a pesar de todo, habían guardado una pureza extraordinaria.
—Eres muy buena; gracias, Frieda...
La voz de la "Blockálteste" [76] chasqueó como un látigo desde el otro
extremo del barracón:
—¡Todo el mundo fuera! ¡Rápido! ¡Rápido! ¡Alinearos en fila delante del
barracón!
Agnes se echó a temblar.
—Ni siquiera nos han dejado diez minutos de tranquilidad; ya empezaba a
encontrarme mejor...
—¡Vamos! —le dijo Frieda dedicándole una sonrisa tranquilizadora—; y no
olvides lo que te acabo de decir.
* * *
Delante del bloque 6, la "Blockowa", vieja mujer rígida en su uniforme de
detenida, pantalón y chaqueta a rayas, se encogía delante de la otra mujer.
La alemana, que llevaba un uniforme de la "Aufseherin" [77], era gruesa y
maciza como un descargador de muelle. Su chaqueta se hinchaba sobre su pecho
de matrona; la falda le llegaba por debajo de las rodillas, disimulando apenas
unas piernas fuertes que se acababan en anchas caderas que se adivinaban
adiposas.
Las detenidas se colocaron en una larga fila. La mujer paseó sobre ellas una
mirada completamente desprovista de simpatía.
Bajó la cabeza para dirigirse a la “Blockálteste", a la que dominaba con su
alta estatura.
—¿Todas son “Zügange”? —preguntó la mujer SS con una voz acerba.
—“Ja, Frau Langefeld!" [78], ¡Todas son nuevas!
—¿De dónde vienen?
—Del “K.Z." Grossrosen, Frau Langefeld [79].
—¿Y qué hacen vestidas de esa forma?
La “Blockowa” se puso rígida. Olía a miedo a una legua; su vieja piel
temblaba como una hoja al viento.
—¡Esperaba su llegada, Frau Lagenfeld! ¡Es usted quien debe decidir qué
triángulo van a llevar!
—¡Déme la lista!
La polaca obedeció. Poniendo su porra bajo el sobaco izquierdo, la
“Aufseherin” desplegó el papel que la decana del bloque acababa de darle.
—Noventa y tres polacas, todas ellas capturadas en regiones infectadas de
partisanos... ¡que lleven el triángulo rojo! [80].
—“Jawolh!"
—Cuatro prostitutas alemanas... —levantó la cabeza y preguntó—: ¿son
aquéllas?
—Las tres primeras únicamente, Frau "Langefeld”. La cuarta ha insultado al
SS del portalón que la ha matado...
—¡Bien hecho! ¡Una puerca menos! Esas tres llevarán el triángulo verde [81].
Miró durante un largo rato a Frieda. Después, lentamente, empuñando la
cachiporra, la vigilante SS se acercó a la joven.
—¿Tu nombre?
—¡Frieda Dreist!
—¿Por qué estás aquí?
Frieda sintió contraérsele los músculos de su cuerpo. Hizo un esfuerzo y
consiguió articular débilmente:
—Agresión a un’ oficial del Ejército del Aire.
—¡Más fuerte, cerda! —rugió la "Ausfscherin".
—¡He disparado sobre un oficial! —repitió la detenida.
La porra se abatió pesadamente sobre el hombro izquierdo de Frieda. Un
dolor agudo se extendió por todo su brazo.
—¡Aquí! —aulló la vigilante SS—. ¡Aquí está escrito que eres la hija de una
sucia judía... llevarás el triángulo amarillo y negro! [82].
La matrona retrocedió, dirigiéndose a la polaca:
—¡Coge a cuatro de estas rameras y ve a buscar los uniformes y las insignias
al "Effektenkammer" [83]. ¡Ejecución! ¡Schnell!
La vigilante esperó a que las mujeres se hubieran alejado. Con las piernas
abiertas, sus gruesos talones planos bien plantados en el suelo, golpeó la palma
de su mano izquierda con la cachiporra que tenía en la derecha.
—¡Todas desnudas!-ordenó bruscamente—. ¡Poned vuestras ropas en un
montón y dejarlo delante vuestro!
Las polacas demostraron que estaban acostumbradas y se desnudaron
rápidamente; por otro lado no llevaban más que harapos que ya habían conocido
las miserias de una larga detención en varios campos.
Frieda, que comenzó a desnudarse bastante rápidamente, se extrañó del
pudor de sus compañeras. Acostumbradas, sin embargo, a desnudarse
rápidamente, por su profesión, esbozaban movimientos lentos, enrojeciendo
hasta la raíz de los cabellos, lanzando miradas de miedo a las alambradas, detrás
dé las cuales, los hombres, atraídos por un espectáculo inesperado, comenzaban
a concentrarse.
Una vez que se quitó el sostén y las bragas, Frieda puso toda su ropa delante
suyo, después colocó sus manos delante del pubis, maldiciendo en su interior a
aquella implacable mujer y a los procedimientos incalificables de los nazis.
Del otro lado de las alambradas, una exclamación de admiración mostraba el
entusiasmo de los detenidos ante la belleza de la alemana.
Furiosa, la “Aufscherin” se volvió, gritando con todas sus fuerzas:
—¡Largaros inmediatamente, banda de cerdos! ¡Vamos! ¿Dónde está vuestro
Kapo?
Los hombres no se hicieron repetir la orden. Se desparramaron rápidamente,
pero, mientras se alejaban^ volvían la cabeza para apreciar todavía un poco
aquella maravilla de mujer...
La SS lanzó sobre Frieda una mirada cargada de odio.
—¡Les gustas a esos cerdos, puerca! Pero dentro de poco maldecirás tu
cuerpo podrido... porque si puedo, antes de enviarte al Crematorio, voy a hacer
que pases unas cuantas noches en los bloques de los "Franzosen" [84].
La “Blockálteste” volvía en aquellos momentos, seguida por las mujeres
cargadas con la ropa.
—¡Distribuye los uniformes! —le ordenó la vigilante.
La distribución fue muy simple. Se colocó tina camisa de tela áspera delante
de cada prisionera, añadiéndose después un pantalón y una chaqueta a rayas.
Cuando se hubieron vestido con el uniforme de deportadas, la "Blockowa",
con una aguja, cosió rápidamente los triángulos sobre el lado izquierdo del
pecho. Se distribuyeron también un par de gruesos zuecos a cada detenida.
Eso cambió completamente el aspecto de las "Zügange”. Las chaquetas eran
demasiado largas y el pantalón les llegaba justo hasta los tobillos, o, al contrario,
casi no podían ponerse la chaqueta.
Este último era el caso de Agnes, cuya chaqueta la apretaba enormemente.
Ella, la más guapa y elegante de la casa de la "Gorda Bertha", lanzó una mirada
desamparada a Frieda.
—¡Debo estar horrible! —le susurró.
Frieda tuvo que hacer un esfuerzo para no reír. Pero sentía sobre ella la
mirada fría de la vigilante. Justamente la "Aufscherin", después de haber emitido
una especie de carcajada, dijo:
—¡Ahora vamos a ocuparnos de vuestro pelo! ¡Al cero! ¡Así no necesitaréis
pasar por el “Lauskontrolle” [85].
A su pesar, Agnes se llevó las manos a los cabellos, color de miel, y gritó con
espanto:
—¡No! ¡Mis cabellos no! Se lo ruego, señora...
Al oírse llamar señora la vigilante se turbó durante unos momentos. Pero
sobreponiéndose en seguida, explotó en una carcajada.
—¡Asquerosa prostituta! ¡Perra! No necesitas tu pelo aquí, en Auschwitz... o
en cualquier otro campo donde se te lleve... ¡en absoluto!
—Pero, señora... le juro que mi cabeza estará siempre limpia y que peinaré
mi cabellera todos los días...
—¡También peinarás mi coño! —gruñó la “Aufscherin"—. "Blockowa!"
—"Ja!"
—Llama al peluquero... y a esa protestona que le afeiten la cabeza y la
entrepierna...
* * *
Simple estudiante en Medicina, no había cursado más que los dos primeros
años, Konrad Lutter, hijo de un SS que se había olido a tiempo los proyectos de
Roehn, pasándose rápidamente del lado de Hitler antes de la sangrienta purga del
30 de junio de 1934, beneficiada de la decisión paternal y, al ser llamado a filas,
fue enviado, en calidad de "Artzassistant” a Auschwitz.
Como otros muchos estudiantes de Medicina, su caso no fue, lejos de ello,
único. Lutter se encontró de repente ante la responsabilidad de actuar como
"doctor”
Allí, en el campo, podía disponer de "pacientes* cuando quería, y probar
sobre los detenidos no solamente la poca ciencia que poseía, sino también las
operaciones más osadas, porque nadie le juzgaría por haber matado algunas
docenas de cobayas humanos.
Poco a poco, gracias a la libertad absoluta de la que gozaba, Konrad
comenzó a creer que era médico, su audacia aumentó y se lanzó alegremente tras
las huellas de Von Klaus, practicando todo tipo de de técnicas quirúrgicas,
llegando, desde que las primeras mujeres habían llegado a Auschwitz, a practicar
varias cesáreas, que llevaron consigo naturalmente la muerte de la mujer y del
niño.
El "Ravier” que, al principio no ocupaba más que un solo barracón, se
desarrolló rápidamente, sobre todo después de la llegada al campo de un grupo
de investigadores SS, que se hacían llamar “Herr Professor” y que se ocupaban
de experiencias directamente relacionadas con la Wehrmach y la Kriegsmarine.
¡Lo que menos faltaba era el material humano para las experiencias!
* * *
Con un cigarrillo opiado entre los labios, Konrad Lutter, que procuraba
imitar en todo a su jefe, el doctor Von Winkel, franqueó la barrera que separaba
las instalaciones del...“Lazaret” del resto del campo, atravesó el Appelplatz y se
dirigió con un paso rápido hacia el re— cinto del Fraulager.
Aspirando glotonamente el humo de su cigarrillo, Konrad se quejaba para sí
mismo de la excepción qué Klaus había impuesto a su colaboración. La entrada
al museo y al estudio de Topesku le estaba absolutamente prohibida.
—¡Maldita sea! —gruñó entre dientes—. ¿Por qué ¡No voy a comerme los
puercos cuadros de ese idiota rumano!
En realidad, lo que le molestaba más era la prohibición de entrar en el
estudio. Sabía perfectamente que Camil "disponía” de todas las bellas
muchachas que posaban para él, antes de ser enviadas al “ Sonderkomando" que
no dejaba más que el esqueleto.
Era verdad que inyectaba a sus mujeres, matándolas en pocos segundos. El
fenol inyectado directamente en el corazón se había revelado un procedimiento
ultrarrápido y terriblemente barato.
Pero, desgraciadamente, en el momento de la ejecución, Von Winkel se
encontraba siempre al lado de Konrad. “Para vigilar, decía el prusiano, que, en
los sobresaltos de la muerte, la mujer no cayera de la mesa de operaciones y se
rompiera un hueso", ¡lo que impediría a Topesku pintar su esqueleto!
—“Scheisse! ” —gruñó Lutter mientras se acercaba dél campo de mujeres—;
ni siquiera se mueven.— Antes de que se den cuenta de lo que les pasa... ya
están muertas.
No, Konrad adivinaba en la asistencia de su jefe a la muerte de las mujeres,
un placer morboso, la necesidad de darse cuenta "de visu” de la destrucción
instantánea de una vida, del paso al reino de la muerte de un bello cuerpo, joven,
deseable.
—¡El muy sádico! —escupió Konrad lanzando la colilla, que aplastó
rabiosamente con el talón de su bota.
¡Le habría gustado tanto encontrarse solo con las mujeres! Ya que el puerco
del rumano obtenía un placer verdadero, ¿por qué no podía aprovecharlo él
también?
Cada vez que tenía ante sus ojos el cuerpo desnudo de la condenada, a la que
le habían administrado un somnífero antes de ponerle la fatal inyección, sentía
su sangre joven golpear violentamente contra sus tímpanos y, la boca seca,
tragando penosamente su saliva, traía, ante la presencia insufrible de su jefe,
fingir una indiferencia que estaba lejos de sentir.
* * *
Detrás del volante de su Oppel Admiral gris, Ursula von Winkel sentía vibrar
todo su cuerpo; una sensación de poder la colmaba. Bajando los ojos por un
instante, apercibió por debajo de la línea de su falda perfectamente cortada sus
nerviosos muslos y, bajo la piel broncea* da, el juego perfecto de los músculos.
Sus manos con guantes negros eran pequeñas pero sólidas. La chaqueta
moldeaba un pecho firme, pero no muy fuerte. Sabía que poseía unos senos
pequeños, duros como la piedra. Hasta eso, a veces, la molestaba. Habiendo
practicado siempre el deporte, habría deseado que desaparecieran algunas partes
de su cuerpo demasiado "blandas” para su gusto.
Con un suspiro se desembarazó de sus pensamientos. Inclinando ligeramente
la cabeza, lanzó un vistazo a sus hombreras. Una amplia sonrisa entreabrió su
boca perfectamente dibujada, pero, como el resto de su cuerpo, pequeño,
medido, precisó...
—"Himmelgott!” —exclamó sin dejar de sonreír—; ¿qué es lo que vas a
decir, papá, cuando veas que he conseguido tener el grado de "capitana" del
cuerpo de "Aufscherin"? No somos demasiado numerosas, ¿sabes? las “Frau-
Hauptmann"...
Lanzó una risita nerviosa.
¡Maldita sea! ¡Lo que había sudado, sin darse ni un descanso, para aprobar
sus exámenes!
Se podía ver aún delante del tribunal, en la escuela de las SS en Berlín.
Y no podía olvidar las sonrisas burlonas con las que algunos miembros del
tribunal habían subrayado sus respuestas exactas.
¡Los hombres! ¡Siempre los hombres! ¡Presumidos! ¡Sudando importancia!
Sí, ella les había sorprendido, a los “machos", a lo largo de los ejercicios
orales y en el examen posterior en el que había demostrado una memoria
excepcional, una capacidad de retención extraordinaria.
Pero, en lo que más había destacado había sido en los ejercicios en el patio
de la escuela y en pleno campo, al aire Ubre.
¿Qué creían esos imbéciles?
Al mando de una sección de Sturmann, se había impuesto a los hombres, y
cuando algunos habían intentado esbozar una sonrisa, ¡oh!, sin mucha malicia...
¡les había enseñado quién era una Von Winkel!
—¡Cuerpo a tierra! ¡Avanzad a rastras! ¡En pie! ¡Cuerpo a tierra! ¡En pie!
¡Paso ligero! ¡Cuerpo a tierra! ¡Avanzad a rastras!
Se repetía todas las órdenes que había hecho llover sobre los SS.
"Sakrement!" Sudando por todos los poros del cuerpo, le habían dirigido una
mirada suplicante.
¡Pero les había hecho pagar cara su sonrisa!
Finalmente, cuando les había ordenado romper filas, les habla seguido con
una mirada burlona, disfrutando al verles arrastrarse, doblados sobre sí mismos,
rotos, hacia los dormitorios.
En los ejercicios de manejo de armas, con el fusil, la pistola ó la metralleta,
había cosechado también todos los triunfos posibles.
Después, en un firmes impresionante, delante de todo un batallón formado en
su honor, había recibido sus galones de capitán, sintiendo en su corazón un
calorcillo deliciosamente agradable, el alma transida de alegría, la mayor alegría
de su vida...
* * *
* * *
¿De dónde le venía exactamente aquel odio, aquel desprecio por el sexo
opuesto?
Repetidas veces, cuando pensaba en ello, había intentado' vanamente
recordar la fecha exacta en la que había manifestado, por los hechos, su decisión
de oponerse a todo lo que era masculino, macho...
Sin embargo recordaba dónde había ocurrido. Veía la escena con todos los
detalles, y los mínimos rincones de aquel jardín habían quedado en su memoria,
grabados de una manera imborrable.
¿Qué edad tenía en aquella época?
Imposible de acordarse. No debía tener más de doce años, porque podía
verse, llevando largas trenzas, aquellas odiosas trenzas que había podido
suprimir más tarde.
Aquellas trenzas, así como la espantosa falda, y hasta su primer corsé, se
asociaban lamentablemente a la imagen de su madre. La veía, en el inmenso
dormitorio de la casa, como hipnotizada delante del enorme espejo,
acariciándose las mejillas o peinando interminablemente su larga cabellera rubia.
Su madre había querido hacer de ella otra Erika; aún más, ella habría
deseado que su hija creciera rápidamente, que fuera, lo más pronto posible, la
mujer espléndida que ella era...
Y hasta habría llegado a presentarle sus amantes.
Ursula rechinó de dientes.
El que Frau von Winkel engañara a su marido no le sublevaba tanto como el
hecho de que su madre necesitara, para ello, acostarse con hombres. Sólo
imaginarla, desnuda, en los brazos de un amante, le daba ya ganas de vomitar.
¡Y su madre quería que ella se le pareciese!
Una áspera carcajada se escapó de su boca. ¡Ah, no! Ningún hombre había
posado nunca la mano sobre su cuerpo. No necesitaba en absoluto sus pesadas
caricias, y, por otro lado, habría sido incapaz de soportarles su estúpida
pretensión de poseer, sus miradas de señor delante de alguien a quien se
desprecia.
* * *
Se acordaba del pequeño jardín, muy limpio. Otto, el viejo jardinero que
cojeaba arrastrando siempre la pierna izquierda, un recuerdo del Marne, acababa
de irse.
"Wild”, el pastor alemán, regalo de su padre en su décimo aniversario, se
divertía persiguiendo una gran mariposa de alas doradas.
Ahora, al volante de su Oppel Admiral, aún podía imaginar aquella
embriagadora pesadez de la tarde en el jardín, el aire embalsamado por el olor de
las flores que llenaban los macizos.
Sentada en cuclillas, al pie del gran sauce que colgaba sus largas ramas
arrugadas sobre el pequeño estanque, miraba las estampas de un libro que
acababa de coger en la inmensa biblioteca de su padre.
La casa de los Von Winkel se encontraba en la bella región de Allenstein, en
un rincón agradable de la región de los lagos, allí donde residían las familias más
importantes de la vieja aristocracia de los Junkers de la “Ostpreuszen” [86].
El libro, un viejo tratado de Anatomía con numerosos dibujos, cautivaba la
imaginación de la pequeña Ursula. Muy naturalmente, después de haber hojeado
las primeras páginas, había pasado directamente a buscar la parte que trataba de.
la anatomía de los órganos sexuales.
Ya en aquella época, liberada al fin de las trenzas y de los largos y
complicados vestidos que su madre le había impuesto cuando era más pequeña,
Ursula se vestía a su gusto. Y aquel día, se acordaba con nitidez, llevaba un
pantalón de montar a caballo, altas botas y una blusa azul oscura sembrada de
puntitos blancos.
De pronto oyó gruñir a "Wild" [87].
Por un momento, levantando la vista de las apasionantes ilustraciones del
libro, miró al perro pensando que el viejo jardinero debía haber olvidado una
herramienta y volvía a buscarla.
Pero, de golpe, la vio.
La perra, un magnífico ejemplar de galgo ruso que pertenecía a sus más
próximos vecinos, los Von Sleishter, avanzaba lentamente, meneando su larga
cola sedosa, sus dulces ojos achinados posados sobre "Wild".
Ursula suspiró y continuó mirando el libro. Delante de los dibujos, su
imaginación de chiquilla, dotada de una notable intuición, intentaba comprender
algunos detalles que, a pesar de todos sus esfuerzos, continuaban siendo oscuros,
desesperadamente inexplicables.
De pronto, un débil ladrido rompió el silencio del jardín. Levantó la cabeza
de su libro; sus ojos se agrandaron. "Wild" se encontraba encima de la hermosa
perra. Jadeaba, con su larga lengua bermeja pendiendo fuera de su boca, su
trasero animado de un vaivén rítmico...
De un golpe, comprendió que pasaba algo extraordinario entre los dos
animales. Pero aquella admiración fue de corta duración. Una cólera terrible,
inexplicable, se apoderó de la chiquilla.
Sin ser capaz de explicarse el origen de sus sentimientos, sentía un odio feroz
hacia aquella perra que, a sus ojos, le robaba el amor de "Wild".
Llamó a su perro, intentando así separarle de su compañera.
¡Vano intento! “Wild" no se dignó ni siquiera volver el morro hacia su
dueña.. Ella no existía para él. La perra, ella sí, miró del lado de Ursula, y ésta
sintió sobre ella el brillo burlón de la mirada triunfal del lebrel.
Ursula se quedó como atontada.
Después, bruscamente, "Wild” descendió, pero se volvió de una extraña
forma quedando pegado por el trasero al de la perra.
Algo explotó en el espíritu de Ursula. Acababa de comprender vagamente lo
que se pasaba entre los dos animales. Se acoplaban y la puerca hembra retenía a
"Wild" que, manifiestamente, intentaba separarse del galgo ruso.
Sin saber exactamente por qué Ursula se levantó, corrió hacia el despacho de
su padre, empujó una silla y se subió hasta la panoplia donde se encontraban las
armas que Fritz von Winkel, su bisabuelo, había traído del Japón en uno de sus
viajes.
Descolgó fácilmente una corta espada de “samurai”. Sus temblores habían
desaparecido; una fría firmeza la poseía.
Algunos minutos más tarde, habiendo vuelto al jardín, se dirigió con paso
seguro hacia los dos animales, levantó el arma, apuntó cuidadosamente entre las
dos colas y dejó caer su brazo, poniendo en ese gesto toda la fuerza que le
permitía su cólera contenida.
Un aullido espantoso desgarró el silencio. La perra salió disparada como una
flecha. “Wild", girando sobre sí mismo como un trompo, miraba estúpidamente
el gran charco de sangre que se formaba bajo él.
Bruscamente cayó sobre su propia sangre, gimió durante unos instantes y
murió.
Capítulo XXIII
* * *
* * *
* * *
A pesar de la alta temperatura del agua, Agnes sentía cómo el frío le subía a
lo largo de las piernas adormecidas. Desde las siete de la mañana, se encontraban
en el cieno, el agua a medio muslo, haciéndose pasar las pesadas “tragues" [89]
rellenas del barro que otras mujeres sacaban del fondo de las aguas.
Como el resto de sus compañeras, la joven prostituta había perdido toda
esperanza. Sobre todo, desde que le habían afeitado la cabeza, transformándola
en alguien que sólo era capaz de dar lástima, ¡arrancándole la bella cabellera de
la que siempre había estado orgullosa!
Seguramente se habría abandonado a la desesperación y se habría ocultado
en algún rincón, allí donde no hubiese temido ser vista. Pero un refugio natural
para una joven abrumada no pertenecía al mundo de los “Konzentrationslager”.
Por de pronto, aquí ya no había personas, sino solamente números.
Y ella, la pequeña Agnes, que había prodigado tantas caricias, poniendo todo
su corazón para hacer felices & hombres que le eran completamente
desconocidos; ella, que tenía derecho al respeto de los hombres, aunque ese
respeto se tradujera en dinero; en fin, ella que se sabía admirada, deseada, no era
ahora más que el número 34.754, un ser abyecto, una criatura repugnante, sucia,
en harapos, condenada a una lenta usura, a una muerte indudable.
Pero había aún otras consideraciones en la mente de la joven alemana.
Al principio, sinceramente desesperada, había querido esconderse en su
nicho. Cuando, todavía de noche, la "Blockalteste” las había llamado para
formar en la gran plaza, antes de ir al trabajo, se había encogido en su agujero,
esperando escapar así al trabajo (todavía no sabía de qué se trataba) y más un a
la vergüenza de ser vista» la cabeza afeitada, vistiendo aquel horrible uniforme a
rayas, los grandes zuecos que arrastraba al andar.
¡Qué tonta había sido!
La vieja polaca debía estar acostumbrada a escenas similares, a oposiciones
mucho más reacias que la suya. La llamó dos veces, yéndose después con las
otras deportadas.
Algunos instantes más tarde, la maciza silueta de la Aufseherin se recortó en
el umbral de la puerta.
—¡Te doy cinco segundos para venir aquí, perra! Comienzo a contar...
¡uno!... ¡dos!...
Temblando, Agnes se arrastró fuera de su nicho, que ahora ocupaba ella sola,
después de la misteriosa partí* da de Frieda, a la que encontraba enormemente a
faltar.
Agnes avanzó lentamente por el estrecho corredor.
A medida que se acercaba a la vigilante, le parecía que la silueta de aquélla
crecía y crecía, mientras que la suya empequeñecía a ojos vista.
Temblaba a su pesar, como si su carne actuara independientemente de su
voluntad. Inclinada sobre sí misma se paró delante de la imponente matrona.
—“Bitte..." Estoy enferma...
La Aufseherin ni siquiera pestañeó.
—Extiende tus brazos... tiemblas mucho. Puede ser que tengas fiebre...
—Usted va a... ver... mire... “Danke"...
La vigilante SS esperó a que la joven hubiera tendido el brazo, la posición
ideal para lo que quería hacer.
Con una velocidad sorprendente, la porra describió un arco de círculo y vino
a abatirse sobre el seno izquierdo de Agnes.
La detenida aulló de dolor; llevó sus manos sobre el pecho, pero, de sólo
rozar el seno, el dolor aumentó, progresando por ondas hasta el vientre...
* * *
* * *
* * *
—"Haití"
No, no era posible. Se debía haber equivocado, aquella perra de Aufseherin.
Medio borracha como estaba, debía haberse equivocado de hora...
Los movimientos se habían vuelto tan mecánicos como los de un autómata,
y, cosa curiosa, Agnes no sentía ya sus piernas, que tenía en el agua desde hacía
casi once horas. Era como si se las hubieran cortado y se mantuviera, por una
especie de prodigio, sobre sus muslos...
Sin embargo fue necesario desplazarse, y eso le costó un inmenso y penoso
esfuerzo. Los primeros pasos fueron verdaderamente terribles; después, la
mecánica de los músculos adormecidos, de las articulaciones anquilosadas,
recuperó su ritmo normal.
Y la larga, la interminable marcha de regreso comenzó.
Las más viejas, las que trabajaban en el Wasserkomando desde hacía varios
meses, ¡y eso era un verdadero record!, rompieron bruscamente el silencio, y en
la noche, bajo las estrellas que parecían ojos que miraran con espanto la crueldad
de los hombres, las primeras notas de la “Canción de los Pantanos” subieron
hacia el cielo.
“Donde quiera que se mire no se ve más que él pantano y la estepa... [90]
Las mujeres cantaban, y cada palabra llevaba el grito de las deportadas.
Como si hubiera deseado que el mundo entero supiera al fin que los seres
humanos son arrastrados por el barro como bestias, aún peor, como cosas.
La azada al hombro En los pantanos.
Las columnas parten al alba...
Agnes no conoce todavía las palabras. Sus compañeras tampoco. No
importa. Cuando, al final de cada estribillo, la voz de las detenidas sube de tono,
ellas también lo hacen, porque más que las palabras, que sin embargo lo dicen
todo, está el grito, el aullido de la noche, la única forma de protesta que pueden
permitirse.
Cada cual piensa en su casa,
Los padres, las mujeres y los niños...
La voz se desgarra, como si se hiriera al llevarse algunas palabras, que no
son más que recuerdos.
Padres, mujeres, maridos, hijos... han perdido todo significado, y al
pronunciarlas se siente un chirrido, como cuando se esfuerza en hablar una
lengua extranjera.
Huraña, la Aufseherin intenta romper el ritmo, hacer callar aquel grito que
demuestra que aquellas mujeres tienen todavía un alma, que siguen siendo seres
humanos.
Grita por encima de las voces de las deportadas:
—"Achtung!” ¡A mis órdenes! "Links... links... links... Mein Führer ist meine
Hoffnung, meine eitle Hoffnung!" [91].
Cerca de la vigilante, "La canción de los Pantanos” muere despacio. La
proximidad de la Aufseherin constituye un peligro, porque además de su porra,
la vieja polaca posee otra: la vigilante lleva una pistola reglamentaria, y las
detenidas saben que no dudaría ni un segundo en emplearla.
Pero más lejos, en la larga fila, allí donde no se nota la presencia de la
vigilante, el canto continúa, y la “Blockälteste" debe distribuir algunos
cachiporrazos para que la voz de las "Häftlinge” no ahogue la de la mujer SS
—"Mein Führer ist mein Kampf...” —rebuzna la Aufseherin [92].
—"Los! Los!”-gruñe la “Blockälteste".
Entonces, al fondo de la fila, mientras que las voces de ambas mujeres, la
alemana y la polaca, se mezclan, una cantando a su Führer, la otra apresurando a
las prisioneras, algunas detenidas comenzaron a gritar:
—"Führer... los! Führer... los!” [93].
Loca de rabia, la Aufseherin se lanzó sobre las prisioneras, distribuyendo
cachiporrazos a derecha y a izquierda. Se quería abrir un camino hacia el lugar
de donde provenían las Voces, magníficamente desafiantes.
Finalmente desistió, pero gritó con una voz amenazadora:
—¡No hay sopa esta noche, banda de cerdas! ¡Cantad! ¡Cantad! ¡Tendréis el
vientre vacío!
* * *
* * *
«Flechas de odio han sido arrojadas contra mi, mas nunca me alcanzaron,
porque pertenecen a otro mundo con el cual no tengo conexión alguna.»
—¡No! —gritó el Panzerführer del "667"—; ¿me está gastando una broma o
qué?
El agente de enlace del batallón de Panzers esbozó una sonrisa.
—¡Hablo seriamente, "Unteroffizier" Webel! Acaba de llegar y Locker,
nuestro comandante, se ha largado...
—¡Pero, es increíble! ¡Se fue de aquí no siendo más que un suboficial...y
usted afirma que lleva los galones de mayor!
. —¡Misterio! —rió el motociclista—, ahora se ha convertido en jefe de
batallón... y ha comenzado, nada más llegar, a dar órdenes: todos los tanques de
los dos escuadrones deben dirigirse, a toda velocidad, hacia el sector del PC.
—¿Una nueva retirada?
—Eso es lo que me parece. Pero no diga retirada..., se diría que no conoce
usted la música. Se dice simplemente "movimiento estratégico".
Raimund Webel movió pensativamente la cabeza.
—¡Vaya sorpresa! —murmuró aún asombrado—. El suboficial Joachim
Reichmeyer, que nos dejó en condiciones muy especiales... con un difícil
informe sobre las espaldas, y que todos creíamos en una celda de una prisión
militar... ¡vuelve a nosotros como jefe de batallón! ¡Que me los corten si
comprendo algo!
—Sobre todo no intente comprender, Webel, y dese prisa porque nuestro
nuevo jefe no es de fácil trato. ¡En fin, usted le conoce mucho mejor que yo!
—Sí, es verdad. Ya se ponía chulo cuando mandaba la tripulación del “668",
una tripulación a la que abandonó cobard...
—¡Chut! Guárdese los recuerdos para usted mismo. ¡Es un consejo de
amigo!
—1tiene razón. ¡Menos mal que Dreist no se encuentra entre nosotros!
—Dice usted una gran verdad... para Rudolf es mejor estar muerto.
—¿Ya debe de saberlo, nuestro comandante?
—Naturalmente. Al llegar, se ha interesado en seguida por el estado de las
tripulaciones. ¡En estos momentos debe estar hirviendo de cólera, por no poderse
vengar del hombre que le ridiculizó!
—Bueno. Voy a prevenir por radio a los chicos del *666”. Como siempre, se
encuentran en plena patrulla de exploración. ¡Por los dioses! ¡Cuando Gilde,
Hamacher, Drilling... y sobre todo Rottger, el nuevo Panzerführer, sepan la
noticia... se les cortará el aliento!
—Hay un nuevo con ellos, ¿no?
—Sí. Vunker, es el nuevo artillero, porque Karl ha ocupado el sitio de
Rudolf, a la cabeza de la tripulación.
—Infórmeles de los acontecimientos... yo voy a prevenir a los muchachos
del segundo escuadrón.
—¡Gracias!
El motorista puso su moto en marcha y desapareció, dejando tras sí una nube
de humo negro.
Durante unos momentos, Raimund se quedó inmóvil, con el espíritu
bloqueado, un amargo gusto en la boca.
—“¡Sakrement!" ¡No hemos terminado de ver cochinadas en esta puerca
guerra... Lother!
Una voz le llegó de las entrañas del Panzerkampfwagen-IV.
—"Ja?"
—¡Avisa al "666”. Diles que se dirijan en seguida al PC del batallón.
Hoffmann!
El conductor sacó la cabeza por la trampilla delantera.
—¿Sí?
—Calienta el motor. ¡Nos largamos!
—¡ Comprendido!
Todavía intranquilo, Webel encendió un cigarrillo intentando poner algo de
orden en sus ideas.
De pronto, la voz del radio explotó en el silencio que se había establecido
después,de la partida del motorista.
—¡Rápido, Raimund! ¡Están siendo atacados! ¡Hay que ayudarles!
En pocos segundos el enorme panzer se puso en marcha.
Apretando los auriculares contra su rostro, el radio intentaba entender, en
medio del rugido del motor del tanque y de los parásitos de la radio.
Webel, que se había instalado en su puesto de la torreta, le lanzó una mirada
interrogativa.
El radio se quitó los auriculares.
—Han dejado de transmitir —dijo con voz ronca—, ¡las cosas deben irles
muy mal! ¡Al menos han tenido tiempo para darme sus coordenadas!
—¿Dónde se encuentran?
—Muy cerca del río. ¿Recuerdas el molino?
—Sí.
—Han situado el tanque al lado. Así podían vigilar los restos del viejo
puente, el único sitio por donde podían llegar los ruskis...
Hizo una mueca de despecho.
—Pero Ivan ha debido atravesar el río un poco más lejos... ¡y se han lanzado
sobre ellos por sorpresa!
El Panzerführer se apoderó rabiosamente del interfono, apretó el laringòfono
contra su cuello:,
—¡Más deprisa, maldita sea! ¡Aprieta a fondo! ¡Nuestros camaradas las
están pasando negras!
El Panzer se lanzó hacia adelante con un gran chirrido de toda su estructura
metálica.
* * *
Con el pesado pico en las manos, Frieda golpeaba el suelo duro como la
piedra. Se hubiera dicho que, a cada golpe, la recorría una corriente eléctrica,
desde las manos hasta la cintura; una especie de vibración que repercutía en sus
articulaciones ya doloridas.
Sin embargo, trabajaba firme, con toda su voluntad. Porque, a pesar de todo,
había vuelto con sus amigas, las chicas de la casa de la "Gran Bertha" y las
polacas.
Aquéllas, en contra de lo que temía en un principio, la habían acogido como
a una compañera más. Ninguna la había insultado, nadie había criticado su
cabellera, ya que era la única que la conservaba todavía.
En cuanto a las prostitutas, Agnes había sido, naturalmente, la más
expresiva, la que la había recibido mejor, la que había enarbolado la sonrisa más
franca.
¡Desde su llegada a Ravensbrück habían pasado tantas cosas!
Debería haberse extrañado de las precauciones especiales que se tomaban
respecto a ella. Para empezar, había hecho el largo, el interminable viaje, en un
vagón de mercancías donde, ¡oh, placer inmenso!, había podido estirarse sobre el
suelo, ya que estaba completamente sola, mientras que las deportadas estaban
apretadas en vagones de ganado, casi sin poderse sentar, con las puertas cerradas
con cadenas...
¡Sí, debería haber desconfiado!
Pero, después de haber comprendido, con un estremecimiento de horror, el
destino que había rozado entre las manos del terrible von Winkel (Ursula se lo
había explicado claramente), había sido incapaz de pensar en las otras,
demasiado feliz de no formar parte de la colección de cuadros destinada al
museo de Etnología de Berlín.
Cuanto más pensaba, más difícil se le hacía el justificar aquella crueldad que
ningún, fin, ni siquiera científico explicaba. Después del proceso del que había
sido víctima, su corta estancia en Auschwitz había acabado de darle un serio
resumen de lo que Hitler y el Nacionalsocialismo habían hecho de Alemania.
Jadeante, paró de picar para ceder su sitio a Agnes que manejaba la pala.
En pie, con las gordas piernas separadas, la porra en la mano, la Kapo, una
polaca que ostentaba el triángulo verde de las detenidas de derecho común,
paseaba una perversa mirada sobre las mujeres.
Se llamaba Anne Ylliewska. Se contaba que había sido liberada de-la vieja
prisión de Varsovia para confiarle la vigilancia de un grupo de "Häftlinge".
Se decía además que había estrangulado con sus propias manos a su hijo, que
había tenido la mala suerte de ser jorobado, "porque molestaba a su amante”.
Todos los Kapos se le parecían. Salidas de las prisiones donde purgaban
condenas a vida, habían escapado milagrosamente al verdugo.
Eran de temer, aquellas mujeres, pero se las podía soportar porque no tenían
más arma que la porra.
¡Las SS-Aufseherin eran harina de otro costal!
Vivían en irnos coquetones pabellones del otro lado del andén de llegada, en
lo que se llamaba el “ SS-Lager” y actuaban muy diferentemente a las Kapos.
Era allí, en el campo SS, donde vivía la "Fürherin" von Winkel.
Y había sido allí, en su pabellón, donde Ursula... Frieda tuvo un
estremecimiento retrospectivo. La angustia y el asco se apoderaron bruscamente
de ella; bajo su piel, los músculos se endurecieron. Y, al ver que Agnes retiraba
la última paletada de tierra, se puso a picar furiosamente.
* * *
—¡Allí están!
El grito del Panzerfürer explotó en el tanque con la fuerza de una granada.
Todos, sin excepción, pegaron sus rostros al "Kinoglas" de los visores.
Sí, el *666" estaba allí.
Medio volcado, una humareda negra surgía de su parte trasera donde el
motor ardía. La sabida de socorro, sobre el lado derecho, estaba completamente
abierta...
En el momento en que el *667" entraba en escena, algunas siluetas color de
tierra cocida se movían muy cerca del monstruo de acero, mortalmente herido.
—¡Barredme a esos malditos! —aulló Raimund a los ametralladores.
Rabiosas ráfagas mordieron el suelo, rebotaron sobre el blindaje del Panzer,
arañaron a los hombres que se dispersaban. Algunos rusos cayeron pesadamente,
el cuerpo acribillado por las balas alemanas; pero la mayoría consiguió escapar y
se protegió en los zarzales espesos de los ribazos.
Webel no perdió ni un segundo.
Levantando la tapa de la torreta, se izó con los brazos
salió del tanque. Saltó al suelo, con la pistola en la mano y echó a correr
hacia el blindado, seguido de cerca por su artillero, porque los ametralladores se
quedaron a! acecho detrás de sus respectivas "Machinengewehr"
Webel llegó a toda velocidad, cerca del Panzer. Sin la mínima duda se lanzó
por la trampilla de socorro, pero retrocedió vivamente.
El joven artillero, el que había tomado el puesto de Róttger, que había pasado
a ser jefe de la tripulación, estaba sentado, los brazos sobre el vientre, el cuerpo
ligeramente doblado hacia adelante; pero su cuerpo acababa en el cuello, porque
el pobre muchacho no tenía cabeza.
Raimund había tenido tiempo para ver el enorme agujero que, en la parte
delantera de la torreta, había hecho el Obús; un proyectil que, después de haber
atravesado el blindaje, como si se hubiera tratado de mantequilla, había
explotado dentro.
Webel había visto también, detrás del artillero, el cuerpo destrozado de Peter
Drilling, el radio-ametrallador. Había apercibido su tórax abierto, con los
pulmones desgarrados, una gran arteria oscura surgiendo como un tercer brazo...
Dando la vuelta al blindado, Webel constató la muerte del MG delantero y
del conductor. Una lluvia de proyectiles antitanques debía haber caído sobre el
Panzer, porque, además del gran agujero sobre la torreta, otros proyectiles habían
golpeado de lleno la parte delantera del Panzerkamfwagen-IV.
El ametrallador delantero, Helmuth Hamacher, y el "Panzerlahrer”, Xaver
Gilde, no eran más que dos montones de papilla sanguinolenta.
Con un suspiro, Raimund se volvió hacia Hessell, su artillero, que también,
había lanzado un vistazo en el interior del blindado.
—Karl no está aquí...
Hessell afirmó con la cabeza.
—Sin duda ha caído en las manos de los ruskis. Acuérdate, Webel. Estaban
alrededor del Panzer cuando llegamos.
Fue en ese momento cuando el grito desgarró bruscamente el silencio.
—¡Aquí! ¡Estoy aquí!
Los dos hombres se precipitaron hacia el sitio de donde les llegaba la voz.
El Panzerführer estaba allí.
Karl Rottger les dirigió una pobre sonrisa. Toda la parte inferior de su
cuerpo, a partir de las caderas, estaba cubierta de sangre.
Raimund se inclinó hacia él!
—"Mein Gott, Karl!"
—¡Sí, amigo mío! Me han sacado de la torreta. Por verdadero milagro, yo
acababa de caer en el momento en que acabamos de recibir uno de los disparos
de sus antitanques... ¿Has visto a los otros?
Raimund hizo un gesto afirmativo.
—A mí, la cosa me ha golpeado abajo... Entonces, los ruskis han llegado.
¡Gritaban de alegría, los* cabrones! Me han cogido por los brazos y me han
arrastrado hasta aquí. Un oficial ha comenzado a hacerme preguntas... ¡le he
mandado a la mierda! Justo en ese momento es cuando he oído vuestras
ametralladoras y les he visto largarse corriendo como conejos...
—Vamos a llevarte con nosotros, en nuestro Panzer.
—¿Crees que merece la pena, Webel? ¡Mírame un poco! ¡Estoy más
destrozado que la carne para hacer albóndigas! Si quieres hacerme un favor,
pégame un tiro en la cabeza... he dejado mi pistola en el tanque.
—¡Estás loco! ¡Ayúdame, Hessell!
—En seguida.
En cuanto intentaron levantarle, el Panzerführer gritó, juró como un
condenado.
—¡Puercos! ¡Dejadme aquí! ¡Me estáis destrozando, hijos de puta!
No le hicieron caso. Algunos minutos más tarde, llegaron al "667".
Felizmente Karl se había quedado sin sentido.
Capítulo XXVII
* * *
* * *
* * *
* * *
* * *
* * *
El nuevo encuentro entre las dos mujeres fue aún más penoso para Frieda.
Pero una voluntad a toda prueba la animaba. Y, cuando salió del cuarto de baño,
se había vuelto a poner su uniforme de detenida, queriendo mostrar así a la “SS-
Führerin", su voluntad firme de no ceder a sus obscenas exigencias.
Viéndola vestida con el uniforme a rayas, Ursula sintió la cólera explotar en
su cuerpo con una fuerza inaudita. Se apoderó de su fusta y golpeó el rostro de
Frieda.
—¡Perra! ¡Sé que quieres morir, pero impediré ’que eso llegue! ¡No! He
jurado que serías mía... y vendrás a suplicarme que haga de ti lo que quiero...
Descolgó el teléfono, aullando:
—¡Aufseherin Schüller! ¡Venga inmediatamente!
Y cuando llegó la vigilante, saludando a su jefa, después de haber levantado
el brazo y gritado el “Heil!" reglamentario:
—Llévate a esta puerca... ¿conoces la Kapo Verlender?
—“Ja, meine Führerin!"
—Dile que la tome a su cargo... quiero que trabaje en el “Abfalkkommando”
[96]... hasta nueva orden, ¿entendido?
* * *
—Lo has oído bien, María —dijo la vieja polaca—: necesito dos botellas de
vodka.
Agnes esbozó una sonrisa.
—¿Qué vas a celebrar? ¿Tu cumpleaños?
—No. Se las voy a regalar a nuestra Kapo. Tiene una debilidad por el
alcohol... todas lo sabéis. Lo que quiero, tontas, es que nos envíen al “
Lauskommando”[99].
—¡Es asqueroso! ¡No cuentes conmigo! —protestó Eifriede.
Lucy giró como si acabase de picarla una serpiente; cogió a la ex-prostituta
por la manga de su gran chaqueta a listas.
—¡Cierra el pico, pequeña! Tú harás lo que yo diga... ¡y eso vale para todas!
Como estamos seguras de que nunca saldremos de este infierno, vamos a
vengarnos de los nazis. ¡Vamos a hacerles pagar, a esos hijos de puta, una buena
parte de las miserias que nos hacen pasar!
—Y... ¿qué piensas hacer? —preguntó Katherine bruscamente interesada.
—Lo sabrás a su tiempo, pequeña. Por el momento, vamos a procuramos esa
maldita vodka... sé que los hombres van a dármela... pero la quiero, ¡aunque
tenga que acostarme con todo el Kommando!
Una decisión irrevocable endurecía los rasgos devastados por el dolor y el
sufrimiento.
No era más que una piel recubriendo apenas un esqueleto, pero la voluntad y
el odio, sobre todo este último, le daban unas fuerzas que la sorprendían a ella
misma.
—Cuando os exponga mi plan —dijo a media voz— gritaréis de alegría,
¡estoy segura! Sin embargo es necesario que ningún sacrificio nos parezca
demasiado grande» Acordaos de todo lo que hemos pasado, y de todo lo que
falta. Nuestro fin, no nos hagamos falsas ilusiones, es el mismo que espera a
todos los desgraciados de los convois. Un día, más tarde o más temprano, nos
llevarán a las "duchas”... y, una vez asfixiadas por el gas,...nuestros restos irán al
Krematorium.
Rechinó de dientes.
.-Antes de que eso pase, ¡vamos a dar una lección a esos cerdos que no
olvidarán fácilmente, os lo aseguro!
—Pero —observó Agnes—, me doy cuenta de que no piensas más que en los
hombres. Y ellos, los SS no nos molestan demasiado... ¡apenas les vemos detrás
de las alambradas!
—¡No te preocupes, guapa! —respondió Lucy—. Sólo apunto a los hombres,
es verdad... pero mi fin, nuestro fin —se apresuró a corregir— son las mujeres...
las “SS— Aufseherin” y también la "Führerin"... en una palabra... ¡las hienas!
¡Las hienas de Ravensbrück!
* * *
* * *
Que una persona joven fuera promovida Kapo, cuando no hacía ni siquiera
tres meses que había llegado al campo, eso es algo que hubiera sorprendido a un
observador exterior.
Pero Paula poseía la fuerza de una "Häftlinge” nata. Pocos días le bastaron
para comprender las fuerzas que regían la vida en el campo dé mujeres de
Ravensbrück.
Y, sobre todo, comprendía, con una especie de premonición nata, las reglas
que complacían a los SS, hombres o mujeres, siempre en búsqueda de una
"diversión” que alegrase las pesadas jornadas de un monótono servicio de
vigilancia.
Fue entonces, cuando formaba parte de uno de los más terribles grupos, el
Sonderkommando que sacaba los cadáveres de las cámaras de gas para llevarlos
hasta los hornos crematorios, cuando concibió un plan diabólico, perfectamente
aceptable para los elementos SS.
Habiendo reflexionado profundamente, pidió el permiso de hablar con la
"Lagerführer”, Ursula von Winkel no ocupaba en aquel entonces ese puesto
porque pasaba sus exámenes en Berlín.
Fritz Krammer aceptó en recibirla. A pesar de sus cabellos cortados al cero,
era la única en el tétrico Sonderkommando que no había adelgazado, y
conservaba sus opulentas formas, así como su carácter alegre.
—¿Qué es lo que quieres? —le había preguntado la "Lagerführer”.
—He oído decir, Herr Krammer, que los hombres del Kommando que
trabajan a algunos kilómetros del campo
no producen, ni mucho menos, lo que se espera de ellos.
—¿Cómo lo has sabido? —dijo Fritz con una expresión desconfiada.
—Todo el mundo habla de ello, Herr Krammer. Y creo haber encontrado el
medio para hacerles trabajar más. Al mismo tiempo, se utilizarían algunas
"mercancías” que, actualmente, no sirven para nada.
Fritz, como todos los alumnos del Reichführer Himmler, tenía la obsesión de
la utilidad. Se intentaba no tirar nada. Ropa, cabellos, calzado, todo era
guardado, clasificado, ordenado...
—Habla.
—Cuando los cadáveres de las mujeres gaseadas salen de las duchas... ¿qué
se hace con ellos?
—¡Debes saberlo, porque perteneces al Sonderkommando! ¡Se las lleva al
Krematorium!
—Eso es. Se las hecha en los hornos. ¡Pero todavía pueden ser de utilidad,
"mein Lagerführer! ".
—¿Los cadáveres útiles? ¡Estás loca!
—No, Herr Krammer. Los hombres del Kommando son rusos, sucios rojos
que no han visto una desde que fueron hechos prisioneros. Creo que si les
escogiéramos lo cuerpos más bellos, estarían contentos... y su trabajo mejoraría,
¿no piensa usted como yo, “mein Lagerführer"?
Había quedado asombrado, Fritz Krammer.
En seguida se había adoptado el "sistema Ver tender”.
Y contra todo lo que se hubiera podido esperar, sobre todo para los que no
conocían los horrores de los Campos nazis, un gran porcentaje de rusos aceptó el
trato... e hicieron el amor con amantes apacibles, tan complacientes que nunca
tuvieron queja de ellas.
¿Qué más natural que el “Lagerführer", en prueba de reconocimiento,
nombrara a Paula Verlender Kapo,
y que le diera el mando del "Abfalkkommando” porque parecía complacerse
en la porquería?
* * *
Las mujeres empujaban los carretones cargados de los objetos y ropas que
habían pertenecido a los que ya no eran más...
Chaquetas, pantalones, camisas, por millares; faldas, combinaciones,
sostenes por docenas de millares. ¡Eso era todo lo que quedaba de los hombres, y
sobre todo de las mujeres, que un día habían llegado al andén de desembarco de
Ravensbrück!
Utilizando cajas de madera se había improvisado una especie de largo
mostrador donde se vaciaba el contenido de los carretones. Entonces, las mujeres
que se encontraban detrás de las cajas cogían pieza a pieza, buscando con manos
hábiles las bestezuelas escondidas entre las costuras, o los huevos, que echaban,
tanto los unos como los otros, en latas llenas de gasolina.
Para impedir que las "Häftlinge" robaran cualquier cosa, la SS-Aufseherin
que mandaba a las doscientas mujeres y a las seis Kapo del “Lauskommahdo"
les había ordenado, antes de penetrar en los barracones del "Effecktenkammer”,
desnudarse completamente.,
El otoño de aquel año de 1944 se acercaba, y ya el frío se había anunciado
por un viento glacial del Este.
Las mujeres temblaban, pero el ritmo del trabajo y los golpes que
frecuentemente caían sobre ellas les hicieron olvidar la humedad que reinaba en
aquellos lugares.
Sin cesar de buscar los piojos en los montones de vestidos que tenía ante sí,
Agnes se inclinó nuevamente, de forma a hacerse entender por Lucy Miasowska
que trabajaba a su derecha.
—¡No sé cómo lo has conseguido!
La vieja polaca esbozó una sonrisa. Estaba tan delgada que su cuerpo había
perdido toda feminidad. Dos largas vejigas marcadas con gruesas venas azules
ocupaban el lugar de un pecho inexistente.
Como al hablarle, los ojos de Agnes apoyaron sus palabras con una mirada
triste hacia el desnudo cuerpo de la mujer, ésta aplastó rabiosamente un parásito
antes de lanzarlo en una lata.
—A veces —dijo con una voz agriada— me pregunto si vosotras, que
deberíais conocer la vida mejor que yo, habéis vivido en un convento en lugar de
en un burdel...
—¿Por qué dices eso?
—Porque no es siempre un cuerpo bien formado y joven el que hace la
felicidad de un hombre. Sí, he tenido las dos botellas de vodka, gracias a las
cuales nos encontramos aquí... pero...
Estuvo a punto de continuar, pero cambió de parecer. Las arrugas
aparecieron en su frente. Una corta carcajada, que era más bien un sollozo,
surgió de su desdentada boca.
—¡Trabaja, pequeña! ¡Aquí llega la Kapo!
* * *
* * *
—"Meine Kapo!”
La voz de la pequeña Agnes la sobresaltó. Levantó la mirada y vio acercarse
la Kapo.
—¿Qué quieres? —preguntó la matrona mirando maliciosamente a la joven.
—La lata está llena,“meine Kapo” —dijo Agnes.
—Vacíala en ese cubo y coge gasolina. ¡Schnell! ¡Os estoy viendo, banda de
cerdas!... ¡si trabajáis despacio, cataréis mi porra!
Lucy se agachó sobre el pesado abrigo y examinó sus costuras. Era un abrigo
caro, que había pertenecido, sin duda, a una mujer importante.
Acarició el suave tejido, pero ante la inoportuna ola de recuerdos que
comenzaba a llegar a su espíritu, se endureció y volvió a dedicarse a la
minuciosa búsqueda de las malditas bestezuelas.
En el fondo de uno de los bolsillos encontró una foto. Después de haber
comprobado que la Kapo se encontraba lo bastante lejos, al otro extremo del
"mostrador", lanzó una ojeada a la foto.
Representaba una pareja bastante joven muy cerca de un coche de buena
marca. El llevaba un vestido deportivo. La mujer, a la que debía haber
pertenecido el abrigo, lo llevaba acompañándolo con un muy bonito sombrero.
Era muy bella, con grandes ojos de mirada aterciopelada.
Volviendo la foto, Lucy pudo leer al dorso:
—“Querida mamá: ya estamos en Biesbaden. Issac está muy orgulloso de su
coche. Es muy amable y te aseguro que todo, en este viaje de bodas, es
maravilloso. Tu hija, Sarah."
* * *
¡Qué curiosa podía ser la vida! ¡Y de qué forma la criatura humana puede
tener reacciones imprevisibles, hasta cuando sigue un plan trazado por
adelantado, y que ya no puede asombrarse de nada!
¡Cómico... o trágico, también!
Ella, cien veces violada, habiendo sufrido todas las— miserias, no siendo ya
mujer en el sentido estricto de la palabra, había tenido que luchar, en los
matorrales», contra un asco incomprensible, absurdo, ¡y poco había faltado para
que reaccionara como una virgen!
Por la primera vez desde largo tiempo, y mientras que los rusos la tomaban
salvajemente, se había sorprendido a sí.misma pensando en su marido. ¡Dios de
los cielos! ¡Justo en aquel momento! ¡Como si se estuviera burlando del querido
muerto!
Empujó el bonito abrigo, cogiendo una falda y comenzando a buscar los
piojos.
Sí, había sido horrible. ¡Y ella que presumía que aquella nueva prueba
pasaría como si nada! Había llorado, con la cabeza vuelta a un lado, y había
conseguido al menos el que los rusos no pusieran sus bocas hambrientas sobre su
pobre boca desdentada. Aquella ola inesperada de pudor le había causado
también mucho dolor. Con la espalda sobre la dura tierra que desgarraba su piel,
había aguantado en silencio el peso de los cinco primeros hombres.
Pero, cuando el quinto se iba hacia el tajo y el sexto llegaba, le oyó hablar en
alemán, y se extrañó tanto, horrorizándose al mismo tiempo, que se levantó de
un salto, con el corazón latiéndole fuertemente, subiéndose rápidamente su
pantalón a rayas.
Pero el hombre llevaba el mismo uniforme que ella.
—¡Me has asustado! —dijo Lucy temblando aún—; ¿por qué me has
hablado en alemán?
—Soy alemán.
Sí, no se podía dudar. Su polaco era muy malo; además aquella cabeza,
aquella frente, aquellos ojos azules... '
—¡Qué importa eso! —dijo abrumadamente—. Polaco o alemán... ¡me da lo
mismo!... Pero, ¡date prisa, tú! Tengo que volver en seguida a mi Kommando...
—No, no voy a tocarte... me he peleado con esos cerdos. Tendrían que
haberte dado las botellas sin exigirte nada a cambio...
Se quedó como atontada.
Palabras amables, ¡no las había oído desde hacía siglos! Además, la
comprensión había sido eliminada del universo de los Campos de concentración.
Entonces, ¿qué quería aquel tipo? ¿A lo mejor un placer diferente? ¿Quería
seguramente imponerle una bajeza más abyecta?
—¿Puedo pedirle algo? —le preguntó el alemán con humildad.
—¡Habla! ¡Pero date prisa!
—Estoy buscando a alguien... a una mujer. Sé que es muy difícil... son muy
numerosas... Se trata de una joven alemana...
—Hay algunas alemanas en mi Kommando. ¿Es tú mujer quién buscas?
—No. La he conocido... hace mucho tiempo, en Altona, muy cerca de
Hamburgo. Se llamaba Frieda. Frieda Dreist...
—¡La conozco! Fue condenada en Breslau, ¿no es así?
El rostro del hombre se iluminó.
—Sí, es ella, no hay duda alguna. ¿Todavía sigue viva?
—Sí. Ha estado con nosotras. Al principio en Grossroren, después en
Auschwitz... y ahora aquí en Ravensbrück, algunas veces ha dormido en nuestro
bloque.
—¿Dónde está ahora?
—La "Führein” se había encaprichado de ella. Creo, aunque tu Frieda nunca
ha dicho nada, que la "Lagerführerin” ha intentado acostarse con ella... las cosas
no han debido pasar con la SS lo deseaba, porque tu amiga ha sido enviada al
"Abfalkkommando”.
El hombre dudó unos momentos, después introdujo la mano en su bolsillo y
sacó un paquetito.
—¿Podrías darle esto?
—La polaca lo cogió. Acercó el paquete a su nariz, oliéndolo con un visible
placer.
—Es un pedazo de jabón —dijo el hombre con embarazo—. Lo llevo
conmigo desde hace una eternidad. ¿Se lo darás, eh?
—Sí. Haré todo lo posible para verla esta noche... pero debo decirle quién le
envía esto...
—Ya he escrito algunas palabras en el papel. Me llamo Jakob Kreutzer... era
Feldwebel en los despachos en que ella trabajaba.
—¡Bueno! Cuenta conmigo... justamente, necesita oler bien. Este pedazo de
jabón le causará placer... ¡a ella que pasa la vida en plena mierda!
* * *
Dos meses, tres, cuatro... ¿qué sabía? El tiempo no tenía ya ninguna
importancia. Y la vida, si se la podía llamar así, se había vuelto algo muy
pequeño, elemental, reduciéndose a un automatismo que había acabado por no
requerir en absoluto la voluntad de actuar.
Hasta la maldad innata que aquella joven cruel, de Paula, la Kapo, formaba
parte de la existencia, y sin los golpes que recibía, por un quítame de ahí esas
pajas, Frieda hubiera encontrado algo a faltar.
Su cuerpo vivía en la fatiga, en el dolor y en el hambre. Se había
acostumbrado tan completamente que, fuera de aquella concreta dimensión,
habría sin duda abandonado la lucha y se habría refugiado en la inconsciencia y,
más tarde, en la muerte.
Por la mañana, todavía en la oscuridad, corrían hacia la "Appelplatz”.
Ordenadas, gritaban sus números.
Después formaban fila, con la tartera en la mano. Se les daba un pedazo de
pan negro y se llenaba su tartera con un líquido negruzco, amargo, pero lo
bastante caliente como para darle la ilusión de obtener algunas energías, que
necesitarían gastar antes de mediodía.
—(Las seis primeras! ¡Coged los cubos!
Frieda formaba siempre parte de aquella media docena de detenidas. Sabía
perfectamente que, al meterla en aquel grupo, el más temible del Kommando, la
Kapo no liaría más que obedecer las órdenes de la “Führerin".
Cuando llegaban a las letrinas, el “grupo de los cubos" debía introducirse,
hundiéndose en el charco nauseabundo hasta la cintura. Llenaban los cubos que
otras deportadas alzaban por medio de una cuerda y un gancho. La masa pastosa
y maloliente, una vez en lo alto, era volcada en carretillas que otras mujeres
llevaban, a lo largo de un interminable camino, hasta un lago donde las
volcaban.
* * *
* * *
* * *
* * *
* * *
—Sube ahí...
Extrañada, Frieda dirigió al doctor una mirada extraviada. La habían traído al
“Ravier”, sin decirle nada, sin que se encontrara enferma. Antes de ser recibida
por el doctor Freisser, tuvo que entrar en las duchas del "Lazare:”, lavarse a
fondo, utilizando un gran trozo de jabón que la Kapo le había dado» sin
advertirle, no obstante, que había sido fabricado con grasa humana [103].
Ahora, completamente desnuda, ya tenía la costumbre, el doctor le indicaba
el sillón ginecológico.
—¡Sube! —insistió.
En cuanto se hubo instalado, los pies en los pedales, las piernas separadas, le
había preguntado, al tiempo que cogía un aparato en forma de un largo morro
metálico:
—Tus últimas reglas, ¿cuándo las has tenido?
—...dos meses y medio, creo... [104].
—¡Bueno, vamos a ver!
Sintió penetrar el largo pico brillante que le produjo una sensación
extremadamente desagradable. Con un gesto puramente automático quiso cerrar
las piernas, pero sus tobillos, atados con correas, le impedían todo movimiento
de defensa.
El doctor se quedó largo rato examinándola, hurgándola dentro con su frío
aparato que chocaba dolorosamente con sus carnes más íntimas.
Finalmente, el “Artzlager” se levantó y ella sintió, con un suspiro de alivio,
que el instrumento salía de sus entrañas doloridas.
—No hay duda —dijo el médico—: estás encinta de tres meses...
Estuvo a punto de saltar del sillón; sin embargo, no consiguió más que
enderezarse, apoyándose sobre las manos.
—¡Se equivoca usted, doctor! —gritó aterrorizada.
—¡No me equivoco jamás!
La enfermera vino a desatarla y pudo bajar de aquel aparato de tortura.
—Pero —insistió Frieda-... no he tenido relaciones con un hombre desde...
desde —le parecía tan gracioso que casi rompió a reír-...¡desde hace un año y
medio!
—¿Seguro? —rió el doctor—. Entonces debes haber sido preñada a
distancia... ¡lárgate, puerca!
Y, dirigiéndose a la enfermera:
—Llévala al barracón de las “Vacas gordas". La "SS— Aufseherin Nielen la
tomará a su cargo...
* * *
“¡¡¡DAVAI!!!"
Era como un torrente que nadie podía encauzar. Ya, por la mañana,
enseñando la minuciosidad de sus acciones, la artillería de todos los calibres y
los lanzacohetes abrían fuego, dibujando en el espacio un complicado laberinto
de trayectorias.
Al mismo tiempo la aviación, cada vez más numerosa, cada vez más
poderosa, hendía el cielo que se llenaba de estrellas rojas.
Después los blindados se ponían en marcha.
Y en uno de aquellos tanques, que se abrían el camino a la fuerza hacia las
fronteras del Reich, ya muy cercanas, en la torreta de un T-34, en el puesto de
artillero, se encontraba Rudolf Dreist.
Muchas cosas habían pasado para él. Al principio había conocido la miseria
de los Campos de prisioneros, había resistido interrogatorios interminables,
acompañados de golpes, de insultos...
Hasta el día en que alguien le había reconocido. Un miembro de las fuerzas
que, desde 1931, luchaban en la sombra contra el Nacionalsocialismo. Ese
hombre, que había conseguido escapar de las garras de la Gestapo, refugiándose
en el único sitio que había podido ofrecerle un poco de seguridad, la Wehrmacht,
había hecho prisionero en Stalingrado, con más de 100.000 alemanes, todos los
que formaban parte del séptimo Ejército mandado por Von Paulus.
Su antiguo camarada de la resistencia alemana se había ofrecido como
garantía por su libertad. Había explicado las luchas en la clandestinidad, las
reuniones en aquella casita de las afueras de Colonia...
De la noche al día, Rudolf se había encontrado rodeado de amigos. Entonces
pudo explicar los motivos que le habían empujado a desertar y tuvo el coraje de
decir que no había dejado la Wehrmacht porque era comunista.
Pero hizo prueba de tal odio hacia Hitler y su sistema que los rusos no
dudaron más. Se le dio un fusil y fue integrado en una División de la Guardia.
Luchó como un león, fue herido una vez en Smolenks, después, menos
gravemente, muy cerca de la frontera de Prusia oriental. Volviendo a su Unidad,
en pleno combate, ya sobre territorio alemán, no sólo salvó la vida a los
miembros de un T-34, sino que, además, como su artillero estaba herido, le
reemplazó y, demostrando un profundo conocimiento de los blindados, destruyó
cuatro Panzers nazis en un solo día.
El jefe del batallón de blindados le hizo llamar. Fue así como Rudolf Dreist,
el alemán traicionado por los suyos —y fueron millares los que se encontraron
en su caso—, avanzó hacia el corazón del Reich, a bordo de un tanque ruso,
rodeado de soldados que gritaban resonantes "hurra".
No quedaba en su seco cuerpo, en su espíritu, detrás del brillo muerto de sus
ojos, más que una fuerza, la que le daba el odio.
Capítulo XXXI
* * *
* * *
* * *
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* * *
—Lucy...
La mujer que yacía, con la cara vuelta hacia la pared, giró sobre el lecho del
"Revier”.
Al reconocer a su visitante, su desdentada boca se dobló en una sonrisa
amistosa.
—¡Vaya! ¡Frieda! Lo creas o no, pequeña, estaba pensando en ti...
Miasowka pestañeó imperceptiblemente.
—¡No han conseguido hacerme reventar, las muy puercas! ¡Sin embargo, ese
perro me ha dejado muy mal!
Como tengo tan poca carne, me ha roto varios huesos... Pero no hablemos
más de mí. ¿Es que María Cheslovva ha ido a verte?
—No ¿Debía venir a visitarme?
—¡Sí! Lo hará, sin duda, muy pronto. ¡Qué importa! Ya que estás aquí, voy a
decirte de qué se trata... ¿Estás en la “Maternidad” según lo que me han dicho,
no?
—Sí.
—Formidable... —bajó la voz que se convirtió en un murmullo—;
necesitamos tres uniformes de "SS-Aufseherin”. ¿Podrás procurárnoslos?
Frieda se quedó indecisa. Sin embargo, había una enorme cantidad de ropa
en el barracón donde trabajaban las mujeres embarazadas. A las mujeres SS no
les faltaba con qué vestirse y, a veces, tenían tanto que olvidaban durante
semanas enteras reclamar sus uniformes al taller de plancha.
—Creo que es posible —dijo Frieda sin comprometerse demasiado.
—¡Los necesitamos! —insistió la vieja polaca—. ¡De cualquier talla!... Las
tres pequeñas los arreglarán a su medida... ¡Tienes que ayudamos, Frieda!
Se sentó con gran dificultad. La habitación estaba yacía, porque se había
aislado completamente a la polaca.
—Escúchame —susurró—, ya no merece la pena guardar el secreto. Y, como
tienes que ayudarnos, creo que es correcto que sepas de qué se trata...
Hablaba rápidamente, sin separar los ojos de la puerta de la habitación.
—Tres de nuestras amigas, las tres alemanas: Agnes, Katherine y Elfriede...
van a irse...
—¡Dios mío!
—No temas. Todo saldrá bien. Hace ya mucho tiempo que pienso en ello... Y
si he elegido a las tres pequeñas es, porque siendo alemanas, podrán más
fácilmente hacerse pasar por SS-Aufseherin. ¿Te das cuenta?
—¡Es una idea muy buena! —exclamó Frieda, dejándose ganar por el
entusiasmo de la polaca.
—Debes preguntarte, al menos —siguió Lucy—, de qué sirve el hacer salir a
tres de nuestras compañeras. ¡Es fácil! Estamos a unos ciento cincuenta
kilómetros de la frontera con... lo que era mi país...
"Un poco antes de la llegada de los alemanes, mi marido ya estaba muerto,
algunos jóvenes de la ciudad, entre los que se encontraba un amigo de mi
marido, se fueron de Lwow para ir a Posen..., querían organizarse en aquella
región para organizar la resistencia y continuar la lucha contra el invasor
fascista...
Sonrió tristemente.'
—También he estado en la prisión de Posen. En cuanto supieron que yo me
encontraba allí, me hicieron llegar una nota y algunos víveres... Creo que ahora
deben ser más fuertes..., y como sé que su PC clandestino se encuentra muy
cerca de Warte, en un pequeño pueblecito de las montañas, llamado Obomik,
voy a enviar a nuestras tres camaradas allá. ¿Empiezas a entender?
—Un poco.
—Los rusos se encuentran en Prusia oriental. Una gran parte de Polonia está
en sus manos. Los amigos de mi marido deben ser numerosos y muy fuertes
ahora. Puede ser que colaboren con los soviéticos... Nuestras amigas van a
buscarles y encontrarlos. Les dirán cómo vivimos aquí, y, no lo dudo lo más
mínimo, vendrán a liberamos, ¡aunque tengan que adelantar a los tanques rusos!
—Será necesario, para llegar hasta aquí, que atraviesen más de cien
kilómetros de territorio alemán —observó Frieda que sintió desfallecer su
entusiasmo.
—¡Aunque tengan que recorrer el doble, vendrán! —exclamó Lucy con
vehemencia—. ¡Cuando sepan en qué condiciones vivimos aquí, oprimidas por
esas malditas hienas, no dudarán ni un solo momento!
Su mano, como una garra, la derecha, porque el brazo izquierdo había sido
destrozado por los colmillos del Dobermann, apretó el antebrazo de la joven.
—¡Y podremos vengarnos, pequeña! ¡Piénsalo! No pido más que una cosa:
quedar en vida hasta el momento en que podré arrancar los ojos de esas hienes...
después, ¡no me importará reventar!
Capítulo XXXIII
* * *
* * *
* * *
Sobre todo por su coraje y también porque era el único que se expresaba en
alemán, su lengua materna, Jakob Kreutzer, el antiguo Feldwebel, se había
convertido en el jefe de aquel grupo de hombres que, como muchos otros
Kommandos, se habían encontrado solos porque los SS, desde que los cañones
rusos tronaban más y más cerca, habían desaparecido.
Jakob encontraba a faltar a su amigo ruso.
Ivan Sergueívitch había desaparecido, como absorbido por la nada, una
noche en que, escapándose del pelotón SS que vigilaba al Kommando, había ido
a reunirse con.su querida nazi, en Ravensbrück.
En los primeros diez minutos de libertad ningún detenido, ni siquiera Jakob,
supo qué hacer. La costumbre de ser mandados a culatazos, había acabado por
borrar de sus espíritus de autómatas toda idea de voluntad.
Se habían vuelto hacia el alemán, al que conocían ya y en el que tenían
confianza.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó uno de los rusos.
Jakob reflexionó unos instantes. Su deseo, su más vivo deseo, lo conocía
bien. Si se hubiera encontrado solo, se habría dirigido hacia el campo de las
mujeres...
Pero aquellos hombres esperaban otra cosa de él. Ya en la línea del horizonte
se veían formarse los relámpagos sin discontinuidad marcando el lugar de
partida de las bocas de fuego rusas. El ejército ruso estaba cerca; treinta,
cuarenta kilómetros a lo sumo separaban a los prisioneros de sus hermanos de
armas.
—¡De acuerdo! —exclamó Kreutzer como si se mandara a sí mismo—:
Vamos a avanzar hacia el Este. Si tenemos cuidado, encontraremos a los rusos
dentro de dos o tres días... Creo que...
No tuvo tiempo de acabar su frase.
Unos hombres armados, que no llevaban ningún uniforme, les rodearon. Las
culatas de las armas resonaron; roncas voces gruñeron las órdenes.
—¡Polacos! —gritó un joven ruso—. ¡Tovaritch! ¡Somos prisioneros!
Queríamos ir al encuentro de los soldados soviéticos...
Las armas bajaron sus mortales hocicos, los brazos se abrieron. Y entonces
Jakob supo de labios del jefe de los partisanos polacos que Alemania había
perdido definitivamente la guerra.
—¡Nada puede parar el empuje de nuestros camaradas rusos! —gritó el
polaco.
—¿Y al Oeste? —preguntó Jakob.
—Lo mismo. Ingleses, americanos y franceses avanzan sin encontrar
ninguna resistencia. ¡El sueño de Hitler llega a su fin!
Jakob suspiró.
—Voy a pedirte algo, camarada —dijo con un tono emocionado que su voz
no podía disimular.
—Te escucho.
—¿Sabes algo de lo que ha pasado en los otros “Konzentrationslager"?
—No. No sé nada a ese respecto.
—Comprendo.
—Sin embargo, he oído decir que los rusos habían liberado a los
desgraciados de Treblinka, cerca de Varsovia... en fin, ¡han liberado a los pocos
que quedaban!
—Te lo agradezco.
—Por el momento, no pienses más en ello. Sois libres, definitivamente
libres. Olvida todo lo que has pasado...
—No sé si podré...
* * *
* * *
A cada paso que daba, Jakob debía bajar la vista para mirar el fusil que uno
de los partisanos polacos le había amablemente dado.
Sí, tenía que comprobar a cada momento que el peso era el de un arma.
Porque le parecía imposible, después de años de esclavitud, el poder sentir
aquella sensación deliberación.
Para un hombre, habiendo vivido en los “Kónzentrationslager", la libertad no
podía ser llamada así si no se poseía el poder de destrucción que un arma lleva
consigo.
No se trataba del “Piensas, luego existes”, sino da “Puedes matar, luego eres
libre”.
¡Después de haber sido blanco, era maravilloso convertirse en cazador!
Kreutzer había tomado el camino del campo, sirviendo de guía a los
partisanos y a los otros prisioneros rusos. Frecuentemente, Wassili, que andaba a
su lado, debía rogarle que no fuera tan aprisa...
Finalmente, sobre el fondo de la llanura, de la parte más triste, más
desoladora de aquel Mecklenbourg, destacando sobre el cielo estrellado, las altas
chimeneas humeantes del "Krematorium" se levantaron como surgidas del
infierno; después, a medida que se acercaban, pudieron distinguir las alambradas
como una tela de araña en la oscuridad.
'-¡Espera un momento!
Jakob se inmovilizó. Utilizando sus gemelos de visión nocturna, el polaco
escrutó atentamente el "Lager".
—No veo más que un centinela, al lado de la puerta... ¿Cómo es posible?
Creía que las fuerzas de vigilancia eran más numerosas.
—Y lo eran —explicó el alemán—, pero el batallón de SS ha partido al
frente, hace mucho tiempo. En este campo no quedan más que las fuerzas
femeninas de los SS... y los Kapos.
—¿Sabe cuántos pueden ser?
—No lo sé exactamente —respondió prudentemente Kreutzer—, pero las "
SS-Aufseherin” no deben ser muy numerosas... una treintena a lo más. En cuanto
a las Kapos, son, al menos, cien...
—¿Armadas?
—Las Kapos, no. No tienen más que su cachiporra.
El polaco reflexionó durante unos momentos.
—¡Bueno! Vamos a concentrar toda nuestra fuerza contra el campo de las
SS. Vosotros, con algunos hombres, penetraréis en el “Lager”. Hablaréis con las
mujeres y os ocupáis de neutralizar a las Kapos. ¿Comprendido?
—Perfectamente.
—También os encargaréis del centinela. ¿De acuerdo?
—¡Muy bien!
* * *
Salió del agua como una diosa. Mirándose en el gran espejo, se sorprendió al
constatar que su cuerpo parecía no haber guardado las trazas de la espantosa
existencia. que había tenido.
Era sobre todo en su cara, y aún más en sus ojos, donde brillaba una luz
triste, donde se podía adivinar la tragedia y la desesperación que la deportación
habían filtrado en su espíritu.
Prosiguiendo la contemplación, no narcisista, de aquel cuerpo, no tuvo ni un
solo pensamiento para lo que fatalmente iba a pasar. Al contrario, todo su
impulso se dirigió en pensamiento hacia aquel hombre que, llegado demasiado
tarde en su vida, era la única cosa que merecía la pena...
Se secó lentamente. Después, como una autómata, salió del cuarto.
Incapaz de controlar su impaciencia, como si la previniese una extraña
premonición, la vieja polaca, no pudiendo más, salió de su cama.
A través de la ventana enrejada del "Revier”, el reflejo rojo de las llamas que
se escapaban por las altas chimeneas del "Krematorium" daba a las cosas tonos
sangrientos.
Acercándose a la ventana, vio a las Kapos que, con la porra en la mano, se
paseaban por parejas por los corredores. Se dijo que eran sólo ellas quienes
vigilaban el campo, puesto que las mujeres SS, después de las jornadas de
trabajo agotador, debían caer en la cama y dormirse en seguida.
Aquellos pensamientos la llevaron a una conclusión lógica: había llegado el
momento de salvar su vieja piel. Al ritmo en que iban las ejecuciones, no
tardarían mucho en matar a todas las detenidas del campo.
Docenas de bloques estaban vacíos ya, los Kommandos habían dejado de
trabajar, a excepción, naturalmente, del "Sonderkommando" de los rusos que
hacía funcionar el " Krematorium".
Se puso rígida. Al verse tan cerca de la libertad, sintió una rara sensación de
borrachera.
Pero, mujer práctica, se percató que no podía dejar el "Revier” sin poseer
algo con qué defenderse. Sin armas se sentía desnuda...
Salió de la sala, despacio, silenciosa, andando sobre las puntas de los pies.
Una vez en el pasillo, vio que las puertas, allí al fondo, las que siempre estaban
cerradas, estaban entreabiertas.
Del otro lado de las dos puertas —y tuvo un estremecimiento retrospectivo al
pensarlo— se encontraban las salas de observación y los laboratorios del doctor
Freisser.
Recorrió el pasillo, los músculos en tensión, con todos los sentidos al acecho.
Finalmente, cuando llegó a la puerta, arriesgó un vistazo al otro lado.
Nada.
Tranquilizada, empujó el batiente de la puerta de la izquierda. Vio entonces
una larga mesa con algunos aparatos encima. El microscopio, bajo su funda, se
encontraba cerca de la ventana. Enfrenté, en los armarios metálicos, se veían
instrumentos de todos los tipos.
Se acercó a los armarios; constató que estaban cerrados con llave. Detrás del
cristal veía toda clase de bisturís, de pinzas y de instrumentos de formas extrañas
que no conocía.
Su mirada se detuvo sobre las brillantes hojas de acero. Miró entonces a la
mesa, descubriendo un pequeño martillo, de los que se emplean para estudiar los
reflejos, lo cogió y golpeó bruscamente el cristal.
Le pareció que el ruido de los cristales rotos se había oído en los confines del
campo. Con el oído atento, esperó algunos segundos; después su mano se posó
sobre el cuchillo más grande. El contacto con el frío metal le procuró una
deliciosa sensación de poder;
Cuando iba a irse, pensó en sus compañeras y cogió otros cuchillos. Con una
toalla que encontró cerca del microscopio hizo un paquete, pero guardó en su
mano válida el cuchillo que había escogido.
Por un momento pensó volver a tomar el camino que había seguido para
llegar allí. Pero una puerta, que debía comunicar con la sala vecina, atrajo su
atención.
Empuñando el cuchillo, empujó el batiente.
La sala era mucho más grande que el laboratorio del "Artzlager".
Había tres mesas de mármol... y sobre cada una, abiertas como bestias en un
matadero, la vieja. polaca vio tres mujeres...
Las vísceras yacían en los cubos; inmundas manchas rodeaban los cadáveres.
Una de las mujeres debía haber sido abandonada en plena autopsia, porque
sus intestinos se habían deslizado y colgaban desde su vientre hasta el cimentado
suelo.
Lucy tuvo que hacer un esfuerzo para impedir que las náuseas le subieran a
la garganta. Iba a retroceder cuando percibió, por tierra, en un recipiente, la
cabeza, de un recién nacido, así como sus pequeños brazos y sus piernas
minúsculas.
Había un papel sobre los restos. Con un paso de sonámbula, Miasowska dio
algunos pasos hacia delante, luchando contra el asco, después se inclinó para leer
lo que estaba escrito sobre el papel:
“Mi querida Fräulein Günte: Le dejo esto para sus perros. Freís ser.”
Con un sollozo, la vieja polaca salió corriendo.
Capítulo XXXV
* * *
* * *
Apretaba con tal fuerza el fusil que las juntas de sus nudillos se volvieron
blancas. A una treintena de metros del centinela se inmovilizó, y los otros, los
partisanos que le seguían, le imitaron a su vez.
Jakob maldijo en voz baja el reflejo rojizo que les llegaba del
"Krematorium". Periódicamente una viva claridad iluminaba el Campo, con
intensidad parecida a un flash.
Debía atravesar un espacio al descubierto de una docena de metros, antes de
poder caer sobre el centinela. Gracias a los gemelos de visión nocturna que
Wassili le había prestado, había identificado al centinela y había comprobado
que se trataba de una “SS-Aufseherin".
Para alguien no advertido, la mujer que se tenía cerca de la puerta no hubiera
representado una seria amenaza. Pero Kreutzer conocía a las hienas y sabía que
eran duras, implacables y que sabían servirse de sus armas, tan bien o mejor que
un hombre.
El polaco, que había avanzado hasta situarse a la altura de Jakob, se inclinó
para decirle al oído:
—Va a ser imposible caerle encima sin que se aperciba de nuestra llegada...
ese maldito resplandor rojo es peor que un reflector... Creo que lo mejor es
matarla de un tiro.
—¡Pero el disparo llamaría la atención!
—¡Bueno! Antes de que ésas puercas reaccionen, ya estaremos en el "SS-
Lager”. Me molesta tener que modificar así nuestros planes, pero no veo otra
forma.
Kreutzer asintió tristemente.
—Tienes razón...
Puso su fusil en posición, apuntó cuidadosamente a la cabeza de la “SS-
Aufseherin” y apoyó sobre el gatillo.
El disparo sonó como la explosión de un obús. Girando sobre sí misma, la
centinela se abatió pesadamente.
—¡Adelante! —gritó el jefe de los partisanos.
* * *
Detrás del haz cegador del reflector, se recortaron las masivas siluetas. Un
ruido metálico anunció que las armas eran montadas; después,.los pasos se
dejaron oír.
Temblando de rabia e impotencia, Lucy esperaba ver aparecer los rostros de
las SS, sus sonrisas mordaces, el brillo frío y cruel de sus ojos.
—"Halt!” "Wer da?” —gritó con potente voz.
Las últimas ilusiones de Lucy se desvanecieron. Se sintió enormemente
cansada, diciéndose que había estado completamente ciega al creer que podía
escapar al maldito destino de deportada.
Respondió débilmente, con una voz rota:
—"Wir sind... Haftlinge...”
La gran silueta avanzó. Entonces, la luz cayó sobre el hombre. Un hombre
alto, sólidamente plantado. Sobre su casco de cuero, brillaba una estrella de
cinco puntas.
—¡Rusos! —gritó Lucy al límite de su alegría.
Y olvidando toda prudencia avanzó hacia el soviético, le pasó los brazos
alrededor del cuello, abrazándole y besándole en las mejillas, en la boca.
Otras siluetas surgieron de la noche. Y María Cheslowa, Sophie Zeroswka y
Suzanne Piotroswka imitaron a Lucy y se lanzaron, locas de alegría, sobre sus
libertadores.
Empujando con suavidad a la vieja polaca que reía y lloraba al mismo
tiempo, el hombre le acarició la mejilla.
—¡Cálmate, mujer! Todo se ha acabado... pero, ¿qué hacíais aquí?
Ella le miró a través de sus lágrimas. Hacía tanto tiempo que no podía llorar
que, a presente, al hacerlo, se sentía extraña, floja como la gelatina.
—Acabamos de huir —explicó con la voz rota por la emoción—; están
matando a todo el mundo... hay un montón de cadáveres por todas partes... los
hornos crematorios no bastan para...
El hombre miró el reflejo rojizo que se elevaba hacia el cielo.
—“Himmelgott!"
Se quedó como atontada.
—Pero... hablas alemán... y lo que acabas de decir...
—Soy alemán.
—¡Un buen alemán! ¡Gracias a Dios! Daos prisa si queréis salvar a las
desgraciadas que se han quedado en ese infierno...
—¿Están vigiladas por los SS, no es así?
—Sí, pero por mujeres... mil veces peores que los "Sturmmann". Están allí
en el "SS-Lager"... esas inmundas perras... sí, mil veces más crueles que los —
hombres ¡esas hienas!
El hombre se volvió hacia un suboficial al que habló en ruso explicándole
rápidamente lo que la vieja polaca acababa de comunicarle.
El suboficial soviético asintió.
—"Xaraso, tovaritch Dreist...”
Y volviéndose hacia los hombres que estaban cerca de los tanques:
—“Davai!” —ordenó.
Capítulo XXXVI
—Acércate más...
Frieda obedeció a regañadientes. Sólo el contemplar los ojos de la SS
despertaba en ella tina repulsión difícil de controlar. Bajo su seno izquierdo su
corazón latía locamente; un gusto amargo se había instalado sobre su lengua que
se había resecado...
—No tengas miedo, "meine kleine Taube... [110]... — voy a hacer de ti la
mujer más dichosa del mundo...
Cuando Ursula tendió los brazos hacia el magnífico cuerpo acostado a su
lado, el disparo sonó, bruscamente, haciendo vibrar los cristales de las ventanas.
La SS saltó como un muelle.
—¡Espérame aquí!
Se vistió en un cerrar de ojos, apoderándose de la Schmeisser que había
dejado suspendida sobre el respaldo de una silla.
Salió de la habitación como un relámpago.
Con los ojos cerrados, el pecho estremecido, Frieda no creía lo que pasaba.
Se quedó así, inmóvil, demasiado emocionada para poder reaccionar.
Se oyeron otros disparos, muy pronto seguidos de cortas y rabiosas ráfagas.
Entonces, dándose cuenta de que su mejor deseo se estaba realizando, que el
milagro que había esperado vanamente iba a realizarse, saltó de la cama,
precipitándose hacia el cuarto de baño y poniéndose su pobre uniforme de
deportada.
Algunos momentos más tarde salió por la puerta que Ursula había olvidado
cerrar.
Un estruendo formidable venía del Campo.
Después de una breve duda, se separó del chalet de la "Lagerführerin" y,
rozando los muros de los otros chalets, corrió hacia las alambradas de
Ravensbrück.
* * *
* * *
—¡No hay nada que hacer! —maldijo Wassili, el jefe de los partisanos
polacos—. ¡Esas cerdas nos impiden progresar! ¡Y ya hemos perdido tres
hombres!
Jakob se mordió los labios.
Sus miradas no se dirigían del lado del "SS-Lager' y la estación, sino hacia la
entrada del Campo, hacia las alambradas detrás de las cuales imaginaba a
Frieda... si es que aún estaba viva...
Se volvió hacia Wassili.
—Si tres hombres pueden cubrirme con su fuego, quizá yo podría...
El polaco negó firmemente con un gesto de la cabeza.
—¡Eso sería una locura, camarada! ¡Si pudiéramos dar la vuelta a esa
maldita estación! ¡Pero, mírala! ¡El terreno es tan plano como la palma de mi
mano! ¡Nos harían caer como bobos, esas cerdas!
Kreitzer no dijo nada.
Estaba decidido, costara lo que costara, a llegar hasta el Campo. Los peligros
que debía afrontar no le asustaban. Pero la muerte, sí. Ahora que su esperanza se
había rubificado, y que Frieda podía encontrarse a algunos centenares de metros
de él, morir le parecía la mayor tontería, una estupidez que no podía permitirse.
Sin embargo, su impaciencia acabó por imponerse.
—¡Préstame tres hombres, Wassili! Iré delante de ellos... Con algunas
granadas, creo poder llegar hasta la estación.
Con los ojos semicerrados, el polaco miró fijamente a Jakob.
—De acuerdo. Vamos a intentarlo, aunque temo que no salga bien... Espera,
voy a llamarlos...
No acabó su frase.
Bruscamente, un gruñido sordo se levantó del lado del Campo, muy pronto
seguido de Otros ruidos entre los que dominaba el de los cables demasiado
tensos y a punto de romperse.
En seguida, largos dedos de luz perforaron las tinieblas. Pero hubiera bastado
con el resplandor rojizo del cielo, que reflejaba las llamas del Krematorium, para
ver la increíble escena.
A todo lo largo de las alambras, los tanques arremetían contra éstas,
arrancando los postes, mientras que los alambres de púas, tensados al máximo,
se rompían bruscamente enrollándose en el aire con un silbido agudo.
—¡Los rusos! —gritó Wassili al límite de su alegría— ¡Qué suerte! ¡No
esperaba que llegaran tan pronto!
—¡Mira! —le dijo Jakob—. ¡Están completamente, locas!
El polaco miró hacia la estación.
Evidentemente, las mujeres SS también habían visto los blindados, porque su
ametralladora disparaba ahora sobre los tanques soviéticos con una rabia
impotente.
Para que el cañón no sufriera al golpear los postes de las alambradas, los
tanquistas soviéticos habían hecho girar las torretas de forma a situar el cañón en
la parte de atrás.
De pronto, el que iba delante se separó un poco de las alambradas.
Lentamente, su torreta giró, apuntando con su largo cañón, como un dedo
acusador, hacia la pequeña estación del “ Konzentrationslager ".
Un chorro de fuego surgió.
Casi inmediatamente, un torbellino de llamas se esparció sobre la estación.
El gruñido de la explosión hizo vibrar el suelo.
Otros tres tanques le imitaron. En pocos minutos docenas de proyectiles se
abatieron sobre las posiciones ocupadas por las "SS-Aufseherin".
Después el silencio se reinstaló en el campo de batalla. Muy corto, porque un
grito enorme que surgía de miles de gargantas, que al fin podían gritar su alegría,
se extendió como el rugido de una tormenta.
Aquel grito no era sólo la manifestación alegre de las deportadas, de las
supervivientes del infierno de Ravensbrück; era el grito de Europa entera, el
grito de los hombres, de las mujeres y de los niños que habían conocido a los
nazis.
Y, desde la frontera española hasta Narvik; desde el Atlántico hasta el Volga,
aquel grito de libertad al fin recuperado se elevó hacia el cielo como la más
grandiosa acción de gracias...
EPILOGO
* * *
Frieda acabó de ocuparse del pequeño Rudolf. Debía hacer unas compras en
la ciudad, pero nunca iba con su hijo. Los trabajos de demolición y de limpieza
de escombros hacían difícil, casi peligroso, el circular con un niño en los brazos.
—¡Greta!
Una joven apareció en el umbral. Acaba de lavarse los cabellos y llevaba,
alrededor de la cabeza, una toalla que le daba el aspecto de una brasileña.
—Otra vez voy a confiarle al pequeño...
—¡Naturalmente! Mi padre no viene a comer hoy, así que la cocina no me
ocupará mucho tiempo...
—'Puede comer con nosotros.
—¡Oh, no! Es usted muy buena, pero...
Una voz llegó hasta ellas.
—¡Frau Kreutzer! —era la voz del cartero—: ¡Tengo unas cartas para usted!
Bajó, cogió las cartas, dando las gracias al cartero, y volvió á subir
preparada, y si usted quiere tomar algo...
—Gracias.
Algunos minutos más tarde, con su bolso en bandolera, Frieda salió de la
casa. Esperó a haber atravesado la ancha Comedienstrasse para pararse un
momento. Sacó las cartas de su bolso y vio, sobre una de ellas, la firme escritura
de su hermano.
Abrió el sobre, no sin una cierta aprehensión:
"Mi querida Frieda:
"Nada más que unas líneas; primeramente para anunciarte que iré a veros en
el curso del próximo mes. He encontrado un bonito juguete para el pequeño
Rudolfo "Como ves, estoy en Bucarest. Ya hace tres semanas • que trabajo aquí
con el tribunal rumano. ¡Vaya sorpresa que he tenido al llegar! Porque venía de
Belgrado donde (no he tenido tiempo de escribírtelo) se ha encontrado un viejo
"amigo” tuyo: Fritz Lohmann, el hombre que le hizo el niño a nuestra Anneliese.
Convertido en teniente coronel de los SS, esos nazis subían de grado como
flechas, fue enviado a combatir a los partisanos de Tito. Su unidad fue destruida,
pero consiguió esconderse en casa de una joven yugoslava que cometió el mismo
error que nuestra hermanita: ¡creer en ese bandido! Bueno, no hablemos más. Ha
pagado su deuda y ha sido colgado con otros once de su banda de SS...
”La gran sorpresa de la que te hablaba más arriba es, por de pronto, que Hans
Loeffer, el enfermero que le puso las inyecciones a Anneliese había, cuando los
soviéticos entraron en Breslau, donde aún se encontraba, matando un oficial
ruso. En Bucarest he tenido el «honor» de conocer a Camil Topescu... y, ríete
Frieda, se había convertido en el artista de la nueva República socialista. Pintaba
a los soldados del pueblo... Él proceso ha sido bastante lento, pero al final lo
hemos ganado y Topescu ha sido colgado en la prisión de Bucarets.
"Casi está todo acabado, Frieda... Nos falta, lo sé, el más cerdo de todos...
porque recibió de ti todo lo que una mujer puede dar a un hombre. No te
preocupes, le encontraré, ¡aunque tarde años en hacerlo! "Abraza muy fuerte al
pequeño Rudolf y di a tu
marido que le llevo una buena ración de tabaco, del que le gusta.
Tu hermano,
Rudolf"
Con un suspiro, Frieda colocó la carta en su bolso. Una gran tristeza se había
apoderado de ella. Habría dado cualquier cosa porque el pasado fuera enterrado
para siempre... desaparecido para siempre.
Las otras dos cartas pusieron un poco de alegría en su corazón herido. La
primera venía de Polonia. Sus antiguas amigas de Ravensbrück, María, Sophie y
Suzanne le escribían frecuentemente, sobre todo después que Lucy, la vieja
polaca, había empeorado. Esta vez la escritura cerrada de María Cheslowa
temblaba un poco hacia el final de la carta.
“...ha muerto ayer. Felizmente, se ha extinguido con pocos sufrimientos. Se
le acababa de conceder una medalla. Todos los viejos camaradas, los partisanos,
estaban presentes. Wasili, como todos los otros, te manda recuerdos..."
La tercera carta venía de Berlín.
“Frieda, querida: perdóname de haber dejado pasar casi tres meses desde la
última. carta. Para decirte todo... las tres teníamos un poco de vergüenza... pero
finalmente nos hemos decidido a decirte que hemos vuelto a nuestra antigua
profesión. ¿Qué vas a hacerle? Hemos probado todo, pero los hombres, querida,
sean jefes de despacho, alemanes, rusos, franceses, ingleses o americanos... no
buscan más que una cosa. De todas formas, hemos tenido mucha suerte. Sé que
puede parecerte horrible si te digo que nuestra nueva patrona se parece mucho a
Bertha; como ella, lo sabes bien, ¡nunca habrá otra! Pero Frau Erika, la nueva, es
magnifica. Estamos en una bonita casa, en pleno sector americano. Después de
haber vagabundeado por todo Berlín, nos hemos inclinado por el dólar. Pronto
recibirás un oso de juguete que hemos comprado para tu pequeño. Te voy a
dejar..."
* * *
FIN
ANEXOS
CAMPO DE GROSS-ROSEN
CAMPO DE AUSCHWITZ-BIRKENAU
CAMPO DE RAVENSBRÜCK