y VA DE ENSA Y O
La Universidad Santa María en Caracas ha venido desenvolviendo unos
concurridos coloquios semanales sobre las más varias formas de la Cul
tura, entre los cuales incluye los llamados géneros literarios. De acuerdo
con la destreza y dominio que se atribuye a determinado especialista en
determinada rama de Humanismo, se le invita a hablar y discutir sobre
su propio coto de caza, aunque acaso el ideal del buen cazador sería que
se le permitiese disparar también su escopeta en el campo del vecino.
A mí, particularmente, me hubiera sido grato lanzar mi puntería en el
campo de la Historia, ya que son los problemas del hombre como ser
historiante, los que por el momento me preocupan más. Pero debo con
tentarme con la clasificación y rótulo que se me dio, que es el de “ensa
yista”, y en torno de lo que se denomina “ensayo” apuntarán mis re
flexiones.
En Venezuela adolecemos todavía de improvisación y pereza mental,
y el rótulo que se coloque a la persona es una manera de eludir el pro
blema de criticarlo y analizarlo, de saber efectivamente qué es lo que
contiene y qué se puede deducir de su mensaje. A mí ya me pusieron
el título de “ensayista”, lo que para muchas gentes que tengan la pacien
cia de leerme o la mayor paciencia de comprenderme, significaría que
cada mañana que me siente junto a la máquina de escribir debo secre
tar un ensayo para no desmerecer de tan honrosa clasificación. El crítico
o comentarista no supone que alguna vez me dé la gana de escribir un
estudio histórico, un cuento o una novela o sencillamente un artículo
polémico, porque también uno necesita descargar la bilis del alma y has
ta romperse la cabeza y sangrar ante un problema menudo de los que
no requieren tratarse en prosa platónica, sino conjurarlo con mando
bles y guijarros. Parezco condenado a convertir en “ensayo” todo cuan
to toco, aunque a veces aspiro a una más simple denominación de escri-
tor que de acuerdo con lo que quiera hacer, elegirá la técnica adecuada.
Como escribir es un oficio que sólo difiere de otros oficios en comple
jidad y en el repertorio de ideas e información que maneja cada escritor,
conocería muy mal mi profesión si sólo pudiera dispararme en trance
ensayístico. Es lo mismo que si a un ebanista la clientela sólo le pidiera
lechos para matrimonio, y no sillas para sentarse, mesas para comer con
los amigos o estante para guardar los libros. Y la mejor lección que
puede dar un escritor a quien ya se le fue la juventud y marcha a la
otoñal meditación desolada, es trabajar su instrumento expresivo con la
misma exactitud y variedad configuradora con que el buen ebanista con
vierte su pedazo de madera en objeto hermoso y socialmente útil. En la
obra del escritor para que sus palabras sirvan y no queden enredadas
como aserrín en la garlopa, hay que usar también escuadras e invisibles
instrumentos de cálculo, porque hasta eso que los románticos desgreñados
llamaban la inspiración sólo acude al espíritu fecundado por el estudio,
la meditación, la congoja. Y así antes que el rótulo con que podemos
circular por la vida, entrar o ser expulsados de la Historia literaria, im
porta saber cómo cumplimos nuestro oficio y si por falta de cultura,
de originalidad o de medios expresivos, se quedaron en aprendices quie
nes a los veinte años tuvieron la pretensión de ser maestros. Más que
el talento que se revela en determinada obra literaria, provoca aplaudir
la problemática dificultad que le dio origen. Sólo con talento no se
hubiera podido escribir "La montaña mágica” o los ensayos de Paul
Valéry. Y lo importante de la Literatura no es la facilidad con que pue
da hacerse; aquella hedonista entrega a lo efímero con que triunfan
pronto algunos escritores para ser olvidados después, sino la parte de
problema, de humanidad angustiada o iluminada que nos ofrezca la
obra. La posteridad edifica una especie de Purgatorio de la Literatura
en que hasta los genios como Víctor Hugo deben pagar por miles de
páginas que fueron sólo oratoria e incontinencia, y don Emilio Castelar
se achicharra por haber pronunciado tantos discursos en que las palabras
estaban colgando como bejucos, y a Zorrilla se le cobran sus versos
fáciles y superficiales y a don José María de Pereda el convencionalis
mo de sus novelas. En cuanto a los demagogos del Arte, ésos jamás
verán la beatitud eterna.
Un género literario para quienes ya no se satisfacen con las clasifi
caciones embalsamadas de la antigua preceptiva, no sólo se diferencia
históricamente de otro por la técnica verbal que utilice, sino por la fun
ción que cumpla. Si la vida para el hombre es una especie de laberinto
en que se debe tomar una decisión y aun ayudar a los otros a buscar
las rutas de la conciencia, diríamos que en tres estructuras literarias
fundamentales como Poesía, Novela y Ensayo se expresa una vivencia
especial del Dédalo terrestre. El poeta con su virtud imaginífica, lo siente
y expresa en emoción totalizadora; el poeta no discurre porque le basta
sacar del fondo de sí propio el canto de dolor o esperanza que en él
suscita el mundo; subjetivizá el Cosmos y parece devolverlo en el río de
la Lírica. El novelista describe en juego de relaciones concretas y par
ticularizadas, en hombres que se llaman Pedro, Juan y Diego —respon
diendo cada cual por su nombre como decía el Catecismo— las conse
cuencias personales y aun colectivas que engendró el laberinto con su
crónica de amores, lucha económica, crímenes y muerte. A veces —si
es un gran novelista— ni siquiera resuelve el problema sino deja asi
dos los personajes a su insoluble angustia, como esas terribles almas de
Dostoievski azotadas por la extrema intemperie. En semejante trance
sólo Dios puede resolver una novela dostoievskiana. La novela se trueca
en la forma moderna de la tragedia prometeica.
La función del ensayista —cuando lo es como Carlyle, Emerson, San-
tayana, Unamuno— parece conciliar la Poesía y la Filosofía, tiende un
extraño puente entre el mundo de las imágenes y el de los conceptos,
previene un poco al hombre entre las oscuras vueltas del laberinto y
quiere ayudar a buscar el agujero de salida. No pretende como el filó
sofo ofrecer un sistema del mundo intemporalmente válido, sino proce
de de la situación o el conflicto inmediato. ¿Pero es que no participan
de lo mismo para encontrar el mundo de las ideas o el mundo de la
interioridad, Platón y San Agustín? Y esto explica a veces la falacia
o artificialidad de los géneros literarios, pues tanto los “Diálogos” plató
nicos como las “Confesiones” agustinianas participan, simultáneamente,
de la naturaleza de la Filosofía y del Ensayo. Es cierto que la mayor
insistencia en lo concreto, la visión no sólo intelectual sino también plás
tica del Universo, marcarán una amable frontera entre el ensayista y el
filósofo. Probablemente aquella tarde otoñal inglesa en que el físico Isaac
Newton vio caer una manzana, el ensayista acaso se hubiera contentado
con describir el hecho y dejar al buen Isaac cargado de cavilaciones; tal
se atrevería —si no fuese un anacronismo— a anunciar a la “Revista
de Edimburgo” que algo y de suma importancia iba a acontecer en el
conocimiento del mundo físico, mientras que el filósofo no hubiera aban
donado a Newton hasta que no formulara en lengua clara y distinta las
leyes de la atracción universal. Por este camino, diríamos, metafórica
mente, que el ensayista escribe cuando ha caído a sus pies una manzana,
y cuando con buen olfato de cazador y de poeta advierte que algo va a
suceder o está sucediendo. El ensayista como Erasmo parece decir a la
Iglesia romana: tengan cuidado que les puede salir Lutero, o como
Carlyle a los liberales ingleses: no crean demasiado en la oferta y la
demanda porque puede aparecer un vengador de la clase obrera. Quizás
el ensayista no se atreva a convertir en leyes toda una serie de sín
tomas —como puede hacerlo el filósofo—, pero sí los perfilará o des
cribirá. Y esta descripción, por otra parte, no es la del novelista, quien
la resolvería en las relaciones entre Juan, Diego y María (pues no hay
novela sin mujeres, y hasta en los relatos que se consideren más misó
ginos hay siempre una mujer escondida), sino la inscribirá en una ex
periencia que siendo muy personal aspira, también, a eso que se llama
“realismo”.
Por su propia naturaleza el Ensayo se desarrolla de preferencia en
épocas de crisis, cuando el hombre se siente más confundido y están
crujiendo, amenazantes — antes de que emerjan otros— los valores de
una vieja cultura. Platón, Luciano, San Agustín, fueron sucesivos testi
gos de diferentes crisis del alma antigua, vieron nacer o morir dioses,
extraer claridad y certeza de la unánime turbulencia. De la misma ma
nera el buen vecino bordelés Michel de Montaigne que no aspira a ser
un héroe pero sí una persona iluminada, benévola y sensata, se adelanta
a la Filosofía moderna y al futuro pensamiento iluminista, describiendo
en sí mismo la suma confusión de la época. Está muy mal que los cató
licos maten a los hugonotes y los hugonotes a los católicos, pues ninguna
religión debe ser exterminadora, es la muy sencilla verdad que deduce
cuando al volver a casa, cargado de las trágicas noticias de la calle y
sintiendo de nuevo las incómodas punzadas de su mal de piedra, refle
xiona junto a su escritorio y relee a Tácito —quien vio carnicerías y
violencias parecidas— para explicar a qué norma mejor del hombre
puede aspirarse.
Considerado así el asunto, todos pudieran escribir ensayos porque
todos han contemplado injusticias, pero aparte de que el campo del ensa
yo no es exclusivamente ético y ni el más vigoroso sindicato de ensayistas
aspiraría a cambiar de pronto las múltiples torpezas y atropellos de la
especie humana, el problema se transforma en el específico de la Lite
ratura que es como las cosas se dicen. Muchos jóvenes se habrían perdido
en las calles de Cartago, amado a las cortesanas, adorado a los falsos
dioses y recibido después —como extraordinaria luz nocturna, como
fuente de profunda interioridad— el mensaje de la nueva religión de
Cristo, pero sólo San Agustín pudo escribir las “Confesiones”. Y del
mismo modo entre todas las cartas y testimonios que debieron cruzarse
de París a Burdeos durante las guerras religiosas de fines del siglo xvi,
se salvan sobre todo las palabras del autor de los “Ensayos” no sólo por
que enseñan tolerancia y justicia, sino porque están escritas en aquella
lengua que el propio autor llama “suculenta y nerviosa, cortada y conci
sa, no tanto delicada y peinada como vehemente y brusca”; la lengua
que señala la inconfundible personalidad de Montaigne como patrono
de todos los ensayistas.
La fórmula del ensayo — ¡qué sencillo parece esto al apuntarlo! —
sería la de toda la Literatura; tener algo que decir; decirlo de modo
que agite la conciencia y despierte la emoción de los otros hombres, y
en lengua tan personal y propia, que ella se bautice a sí misma. Así ha
blamos de la prosa platónica, volteriana, cervantina, unamunesca. Lo
demás es el confite suplementario de la retórica de que ni aun los mayo
res escritores prescinden del todo como para hacer más social, fácil y
asimilable el efecto catártico y explosivo de las grandes ideas y lo autén
tico y explosivo de las grandes ideas y los auténticos libros. También
la Literatura como todo producto humano se pone una máscara que en
nuestra edad puede ser una máscara de gases.
Caracas, 1954.
V IC ISIT U D ES E N E L A R T E D E H IST O R IA R
L IT ER A T U R A Y SO CIED A D
Por buscar un paraíso estético de las más alquitaradas o aun sádicas de
licias, los teóricos del “arte por el arte” se precavían del significado
social de la Literatura; querían establecerla como extraordinario mundo
artificioso, con pertinacia tan discutible como los de la trinchera opuesta,
quienes pedían a lo literario testimonios o alegatos sociológicos. O la
Literatura sirve para el “juego de dados” a lo Mallarmé, pura invención
fantástica, o puede ayudar a las revistas de Medicina y de Higiene mos
trándoles la “degeneración de una familia bajo el segundo Imperio” por
efectos del alcohol, el libertinaje o las más turbias herencias, parecían
los extremos de un debate a fines del siglo xix. Pero aun en su descon
tento y reacción individualista o narcisista contra el mundo burgués y la
doble vulgaridad de las masas o de los banqueros, los estetas del primer
grupo expresaban una actitud social, del mismo modo que una novela
naturalista —cuando está bien escrita— puede lograr un efecto estético.
Ninguna escuela tiene valor por sí misma y un mal imitador de Mallarmé
es tan insoportable desde el punto de vista artístico como el autor de la
más fáctica, rastrera y abultada narración del naturalismo. En ambos
casos el problema de la Literatura no es tanto el “para qué se hace” sino
el “cómo” se realiza la obra. Hay un tono emocional, un ritmo, un len
guaje, una exigencia de autenticidad expresiva, sin los cuales se cae en
el muy conocido infierno de las buenas intenciones. La Literatura arras
tra la trágica paradoja de que seres que en su vida normal se compor
taban como egoístas o neuróticos, describen la ternura, el desinterés
y el amor humano mejor que muchos hombres auténticamente buenos.
Quizás no quisiéramos tener de vecino a Fedor Dostoievski, lo que no
impide que nos haya descubierto una dimensión grandiosa de la huma
nidad. No confundamos el autor con la obra porque caeríamos en el
más intrincado engaño.
Pero cada vez que el hombre sale de su yo y se comunica con los
demás por la palabra, la actitud o la obra artística, está cumpliendo una
función social. Y aun aquel huir de la circunstancia histórica para refu
giarse en el muy aséptico o muy demoníaco mundo del arte, constituye
también un pronunciamiento público. Decimos entonces que la sociedad
capitalista e industrial de Europa era fea, chabacana y depresiva cuando
John Ruskin quería salvarla por un regreso al artesanado de la Edad
Media; Oscar Wilde vestía pantalones cortos y llevaba un girasol en la
mano para espantar a los burgueses, y Walter Pater prefería a toda vida
real “los retratos imaginarios”. Hasta la queja y el personal dolor cósmico
de los poetas del siglo xix ( “the world is too brutal for me”, “Je suis venu
trop tard dans un monde trop vieux”, “mi canto es el del ruiseñor en la
oscuridad”) había expresado en su misma desolación o negación, una
circunstancia que, aristotélicamente, podemos llamar “política”. Exage
rando el concepto, los marxistas estarían autorizados a decir que el poeta
Kleist se suicidó no sólo por amor o neurosis sino por su descontento con
el Estado prusiano. Y cuando colocamos una nostálgica Edad de Oro
en el remoto pasado o en el más remoto porvenir, también nos estamos
definiendo; somos —tal vez— conservadores o socialistas utópicos.
Aclarada esta relación ineludible, irrenunciable, del escritor y el
artista con la sociedad, podemos sí inquirir cuáles son las obras que cum
plen más válidamente su función estética y humana. Yo diría que son
aquellas en que ambos valores de significación no están escindidos; cuan
do la obra ofrece no sólo el engranaje misterioso de los sueños del ar
tista, su estructura de formas únicas, sino también un lenguaje que
hiere o conmueve a otros hombres. En la obra perfecta, el arte parece
descubrirse por primera vez. No se trata de traducir el mensaje de un
idioma necesariamente lógico, sino de revivir esa lucha que acontece
en el subconsciente del hombre con sus potencias o sus sueños más en
trañables. Entonces, el mito sustituye al pensamiento lógico y un cuento
o un poema pueden valer desde el punto de vista humano, lo que la
mejor obra de Filosofía. ¿No consideraba Schiller al poeta como gran
“recordador” o “vengador” de la naturaleza olvidada, el que trae a la
presencia del hombre distraído la gran voz del Universo y armoniza su
instinto con su razón? Y por eso —sin necesidad de decirlo— la gran
obra literaria posee un valor social en sí. ¿Dónde se separa lo estético de
lo social en novelas como Don Quijote , Crim en y Castigo o La Guerra y la
Paz? Desde el momento en que Cervantes echa a andar a su héroe por
los caminos manchegos, y junto a los fantasmas de su fantasía fabuladora
tropieza también con venteros, curas, bachilleres, duques o mozas del
partido, está tocando o interpretando una realidad española o universal.
Es casi perogrullada decir que el significado humano de la obra lite
raria depende de su autenticidad, y que ésta es, asimismo, un valor
estético. El conflicto entre la obra de arte autónoma y la “comprome
tida” en que tanto se insiste ahora, pudiera derivarse más claramente
a la oposición entre veracidad y falsedad artística. Aquellos escritores
soviéticos que sometían sus novelas a las consignas del partido y llamaban
“burgueses” a los sentimientos que contrariaban la teoría petrificada,
eran tan poco auténticos como los que nos presentan un acertijo sin
belleza formal ni metáfora configuradora, como poema ultramoderno.
Así como nos fatiga la espontaneidad informe de los malos románticos,
también puede disgustarnos el helado hermetismo, sin posibilidad de co
municación, de muchas obras del día. El tipo “pompier” que sólo copia
mecánicamente las formas generales de la época y no agrega nada per
sonal al legado del arte, se produce en todas las escuelas y estilos; pudo
ser, alternativamente, figurativo o abstracto. Y en la imitación, pura
mente externa, de una “manera”, sin contenido vivencial propio, con
siste lo “inautèntico”.
Cuando discutimos el valor social del Arte y principalmente de la
Literatura, olvidamos con frecuencia que hay escritores valerosos y escri
tores pusilánimes. El escritor valeroso es el que revela su verdad aun
contra todos los prejuicios de la tribu, el que plasma en la palabra lo que
le estaba quemando el espíritu, el que no teme ser impopular para tras
mitirnos su razón interior. Son seguramente los que más perduran, pues
salieron a la comprensión y al asalto del mundo con personalidad in
confundible. Conocemos sus gustos, sus ideas, sus pasiones; nos hablarán
siempre con palabras que brotaron calientes de la fragua del alma. Vi
vieron, lucharon y padecieron y pueden ser tolerantes y comprensivos
como lo fue Cervantes. Dicen sin falsa ilusión su testimonio, desgarrado
o risueño, sobre la naturaleza humana. Juzgan cada hecho no de acuerdo
con las normas congeladas en las leyes o prejuicios de toda sociedad,
sino como circunstancia nueva que requiere el más radical análisis. El
escritor pusilánime se escuda en su follaje retórico, en el adjetivo cóm
plice y encubridor. La gramática le sirve de viciosa hoja de parra. Sa
crifica la autenticidad a las convenciones de los otros. Marcha, como el
Vicente del refrán, “a donde va toda la gente”. Y por ello no verá ni
entenderá más que “toda la gente”. Cuando sus metáforas o la habilidad
de su estilo con que pudo impresionar a muchos se desgasten o caigan
en la caquexia final de todos los estilos, nada queda de él para fecundar
el futuro. Serán pequeña curiosidad para un lingüista o coleccionista
de rarezas literarias, como quien leyera en estos días los hiperfloridos
sermones de Fray Hortensio Parravicino, predicador barroco. Serán ficha
filológica, pero jamás obra perdurable, tierna o estremecedora.
De la obligación de ser auténtico depende también la exigencia de
libertad para las obras literarias y sus autores. La justicia social —meta
y aspiración profunda de nuestra época; palabra que a veces se adultera
en planes engañosos de políticos y arengas de demagogos— comienza
con nuestro albedrío ético. Ninguna justicia puede prevalecer contra la
primera libertad, ínsita a la naturaleza humana, que es la de la con
ciencia. Y sin derecho al análisis, la discusión, la inconformidad, la pro
testa, la misma Justicia Social sería unilateral y sectaria; instrumento
o mito de poder y no impretermitible derecho humano. ¡Cuánta autén
tica injusticia se enmascaraba bajo la sedicente justicia proletaria de
Stalin o la falsa protección a la colectividad que prometían todos los
fascismos! Contra la libertad los Estados-Leviatanes o las superestruc
turas políticas irguieron siempre un fantasma de seguridad y defensa
colectiva, pero ella consistía en no leer los libros de Erasmo, para la
Inquisición Española; en olvidar las canciones de Heine y los mejores
cuadros de la pintura europea, después del impresionismo, para los nazis
alemanes. Esa seguridad nazi o staliniana revestida de falsa justicia so
cial o de revolucionario derecho obrero, era capaz de dar a los alemanes
o a los rusos comidas a módico precio fijo, cupones para las tiendas y
acceso multitudinario a los estadios, parques y museos, dejándoles el alma
ayuna de toda nutrición creadora y rebelde, y conducidos de la mano por
los gendarmes. El Estado que se irrogaba el derecho de pensar por ellos.
Y salvando lo auténtico de su mensaje, todo escritor que lo sea de veras,
ha de trazarse la órbita de su libertad. Se la forja Quevedo en la pape
lera, cortesana y chismosa España del siglo xvn , y aun los memoriales
que no puede confiar a la letra impresa los pone bajo las servilletas de los
nobles y salva por la sátira y la burla sombría el furor justiciero de su
corazón; lo logra Tolstoy en el aterido silencio moscovita de los zares, y
Voltaire, Romain Rolland o Tomás Mann, cruzando la frontera hacia
Suiza, país que por ser pequeño y no haber creado un Estado monstruoso
no se asustaba de ninguna idea.
La Literatura, además (y de ahí su reclamo de Libertad), no sólo
refleja el estado presente o pretérito de determinada sociedad, sino tam
bién se adelanta a adivinar el futuro, puede ver con pupila mágica que
desde las miserias o la ridiculez de hoy penetre catárticamente en el
mañana. No hay que asustarse por ello —como los muy puros artistas
del “arte por el arte”— del uso social y político que se haga, ancilar-
mente, de las obras literarias. Claro que esto nada tiene que ver con su
jerarquía estética, y “Madame Bovary” no es un alegato para que las
mujeres incomprendidas logren con facilidad el divorcio y no tengan que
suicidarse, como Doña Bárbara de Gallegos, tampoco es un argumento a
favor de la agricultura tecnificada y de la necesidad de un buen sistema
ferroviario en los llanos de Venezuela. ¿Pero, por qué alterarse, si los
que no tienen sensibilidad para otra cosa, extraen de la Literatura seme
jante lección pragmática?
C U L T U R A Y SO SIEGO
HABLAR Y ESCRIBIR
En tres artículos excelentes de El Nacional, con suma agudeza filológica
y criterio histórico (cualidades de quien estudia en serio las lenguas).
Angel Rosenblat ha deshecho una de las más viejas y prolongadas carco
mas del intelecto venezolano: el falso purismo académico, que con fre
cuencia se torna en fobia contra todo pensamiento nuevo y toda expresión
literaria que rebase los límites de lo usual y mediocre. Se fundamenta
semejante purismo en la consideración de que los escritores son sólo los
herederos de un idioma ya hecho, en que en toda invención estilística
tiene que ceñirse a reglas y palabras inmutables de los más rancios dic
cionarios y a la voluntad caprichosa de los dómines que con sus “tabús”
y pequeñas reglas pretenden alzarse “con la monarquía de la Gramática”.
De obedecer a los puristas y si no fuese por el impulso histórico que
cambia los idiomas y aporta —según la época— palabras nuevas para
nuevos usos y cosas, y por la fuerza creadora del escritor que tiene que
encajar, de alguna manera, en las palabras, sus vivencias, el Castellano
se habría congelado en los siglos xin y xiv, en los días de Alfonso el
Sabio o, cuando más, del Arcipreste. En poesía no habríamos llegado
más allá de Juan de Mena o Cristóbal de Castillejo. Porque lo que ahora
llamamos tan clásico como los endecasílabos de Garcilaso, los sonetos de
Lope o los coloreados epítetos de Góngora, hubieran sido considerados
“italianismos” o “latinismos” por algún carcomido y reaccionario purista
del siglo xvi. Y a pesar de que hayan empleado “neologismos” y aun
inventado palabras cuando las requerían, escritores contemporáneos como
Unamuno y Ortega y Gasset son ya autoridades en materia de lengua,
nuevos clásicos de nuestra Literatura en la misma medida en que lo son
Quevedo, Cervantes o Fray Luis de León. Para nuevos conceptos filo
sóficos, un Ortega y Gasset necesitaba troquelar palabras con el mismo
derecho y responsabilidad con que en el siglo xvi Santa Teresa enriquecía
el vocabulario místico y religioso con formas de expresión antes no usadas
en Español. Muchos adjetivos que hoy nos parecen extremadamente
castizos, se consideraban exóticos, “italianizados” o “latinizados”, cuando
Góngora los usó a comienzos del siglo xvn .
Los eventuales puristas venezolanos no saben esto, y de cuando en
cuando salen zumbando como abejorros para estorbar el naturalísimo
proceso de transformación de nuestra cultura. Recuerdo la impresión que
ya me causaron de muchacho los excesos y estupidez de uno de esos
“gramatiqueros” criollos que se entretenía en inventarle “gazapos” a un
admirable poema de Leopoldo Lugones, y aun llegaba a negar el derecho
del poeta para inventar sus metáforas. No existiría poesía auténtica ni
buena prosa, si siempre estuviéramos pendientes de tan refrigeradas admo
niciones. Ya lo dijo, con su sabiduría habitual don Andrés Bello, hace
más de cien años, en su admirable crítica contra los preceptos retóricos
y gramaticales de don José Mamerto Gómez Hermosilla. ¿No declaró
locos uno de estos puristas provinciales de Venezuela a casi todos los
poetas importantes de Hispanoamérica, a partir de Rubén Darío? Como
los versos modernos no le sonaban como los de las serenatas de su ju
ventud, bajo la luna de la provincia, era necesario excomulgarlos.
La manía purista y la ingenua cacería de “gazapos” nada tiene que ver
con la propiedad y justeza con que se maneje la lengua y el respeto al
orden sintáctico. Aunque cabe pensar que la estructura de la Sintaxis
no es la misma entre autores tan alejados por los siglos como Azorín y
Santa Teresa, y hay un ritmo interno de la lengua en que influye,
forzosamente, la manera de ver y sentir de cada época. Lo mismo que la
Plástica y la Música, la Literatura de un idioma —que es su suprema
expresión— se desarrolla en historia de estilos. A menos que sea irre
mediablemente malo, ningún escritor contemporáneo —que lo sea de
veras— escribiría hoy con párrafos castelarianos, aunque Castelar haya
sido un valiosísimo escritor del siglo xix. Nos parecen pasados de moda
aquellos “discursos de orden” poblados de trémolos y frenesí retórico,
con muy escaso contenido y abrumadora fraseología en que se entretenían
nuestros abuelos, y que aún nos sirven en malas “veladas literarias” de
Venezuela. Pero hay, en todo caso, una profunda diferencia entre la
lengua viva y armoniosamente enlazada en una gran obra artística, y el
idioma atomizado, comprimido en reglas, significado literal y rastrero
sentido común, que es el de los malos preceptistas. Hay que hablar de
los malos, porque los que eran filólogos y gramáticos auténticos, como
Bello, comprendían bien que el lenguaje —como cualquiera otra forma
social— es un producto histórico, continuamente configurado por el
proceso creador de las generaciones. No pudiéramos pensar con ideas de
hoy si nos atuviésemos tan sólo a las palabras limitadas en un diccionario
de hace cincuenta años. Con mucha frecuencia, la Filosofía, las Cien
cias, las técnicas de nuestra edad, marchan a paso más veloz que la
venerable Academia Española.
Si a causa de la inmigración que ahora desemboca en Venezuela o el
mal adiestramiento humanístico de muchas gentes que escriben inco
rrectamente en los periódicos, notamos que el buen uso de la Lengua
peligra entre nosotros, el remedio no consiste en ofrecer pasajeras listas
de nuestros “tabús” gramaticales, sino ir al fondo del problema, que es
el de la cabal enseñanza del Castellano. Una preocupación de detener
a priori la lengua en cánones inflexibles; una enseñanza demasiado abs
tracta y tediosa de la Gramática, olvidó en nuestra pedagogía escolar lo
que parece previo, como es el valor de la lectura de los grandes autores
y los abundantes ejercicios de composición. Entre los pueblos modernos,
Francia se ha distinguido ejemplarmente en el empleo de su idioma (se
ha dicho que allí hasta las porteras escriben con la claridad y agudeza
de Anatole France) porque en la enseñanza francesa tiene importancia
primordial el análisis directo de las obras literarias, la explicación de tex
tos y redacción de temas. Son Montaigne, Racine y Voltaire quienes
enseñan a escribir a los franceses, y la Gramática sólo generaliza lo que
se gustó en tan excelsos autores. En los colegios venezolanos no lee casi
el estudiante las obras maestras de nuestro idioma; se acabó aquella
“lectura en alta voz” que, por lo menos, a las gentes de las generaciones
pasadas nos enseñaba a señalar las pausas, apreciar el ritmo del discurso
y buscar su encadenamiento lógico. A la lectura por gusto —para sentir
qué es una buena prosa, qué rica vivencia interior nos transmite un
poema— se le sustituye por una muda lectura de simple información.
Conozco alumnos que leen los más bellos romances o el Cántico Espiritual
de San Juan de la Cruz, con la misma abulia estética con que leerían
la más chata prosa de las Selecciones del Reader’s Digest. Que el estu
diante lleve datos a la clase, datos sueltos —y, a veces, de escasísimo
valor formativo— es lo que suele preferirse. En la Literatura misma
se reemplaza el deleite y obligación de leer directamente las obras —de
gustar El Lazarillo , El Quijote, los versos de Lope o de Garcilaso— por
la biografía de los autores o por disertaciones demasiado generales sobre
géneros literarios. Jóvenes pedantes pueden discurrir así sobre la epopeya,
la égloga renacentista, la pastoral o la novela caballeresca, sin conocer
una línea de los respectivos autores. Formación mental, honestidad en
la documentación, sensibilidad para gustar las grandes obras, más que
sueltas y atiborradas noticias que pueden encontrarse en cualquier Dic
cionario, es lo que requieren nuestros métodos de enseñanza.
Para el desenvolvimiento progresivo de nuestra Cultura, conviene que
los venezolanos hablen y escriban con propiedad. Que si no tienen
instinto estético, manejen siquiera con lógica y orden mental, su rico
idioma. Que tengan conciencia lingüística bastante despierta para sal
varla del alud de barbarismos que ahora parece inundarnos. Pero este
problema no se ordena con las rancias prohibiciones puristas de quienes
quieren convertir el idioma en asunto de policía o petrificarlo en las
formas más arcaicas. Como en el excelente bachillerato francés, cuyo
íntegro valor humano vinieron a descubrir, tardía pero gozosamente, en
1946, los profesores de Harvard, la cuestión estriba en leer amorosa
mente los grandes libros; enriquecer nuestro espíritu con su lección de
belleza; saber decir con precisión lo que queremos. Quizá lo que se ha
llamado “purismo lingüístico” pretende estancarnos en la rutina. La
propiedad con que ordenemos nuestro pensamiento alude, más bien,
a la continua fuerza creadora, a las nuevas adquisiciones de cultura que
se plasman en el lenguaje.
LA LENGUA IMPURA