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Primera parte

INTRODUCCION

HISTORICA
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JUAN EL BAUTISTA Y LOS ESENIOS

El mundo científico -especialmente el de los teólo-


gos y escrituristas- se conmovió rotundamente cuan-
do a partir de 1947, empezaron a hacerse públicos los
sensacionales descubrimientos hechos en las cuevas
de Cumrán, a orillas del Mar Muerto, de valiosísimos
manuscritos que pueden ser fechados en las postri-
merías de la era antigua o en los primeros años de la
era cristiana, es decir, aproximadamente en la época
de Jesús.
Estos descubrimientos han provocado un estupen-
do florecimiento de los estudios bíblicos y, aunque de-
jan todavía, como es natural, muchísimos puntos os-
curos, han arrojado gran luz sobre los orígenes y ante-
cedentes del cristianismo.
Y el hallazgo, en el mismo sitio, de las ruinas de un
viejo edificio, ha demostrado que allí estuvo estableci-
da una comunidad que escribió, conservaba y ocultó
los manuscritos.
Como es bien sabido, en las cuevas del Mar Muerto
se han encontrado ejemplares o fragmentos de todos
los libros del Antiguo Testamento, (con excepción del
de Ester), copias de algunos de los libros ya conocidos
que han sido llamados intertestamentarios o pseudo-
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epígrafos y algunos libros nuevos, que eran totalmente


desconocidos hasta ahora, y que pueden ser conside-
rados propios de la Comunidad de Cumrán. Hoy, des-
pués de algo más de 45 años de investigación y de
análisis, la mayoría -incluyendo a los más eminentes-
de los sabios que se han dedicado al estudio de estos
documentos, han llegado a la conclusión, sostenida
por elementos de probabilidad que llevan a la certeza
moral, de que los cumramitas, autores o conservado-
res de los manuscritos, eran los esenios de que habla-
ron Flavio Josefo en Las Antigüedades y en Las Gue-
rras de los Judíos, Plinio el Viejo en La Historia Na-
tural y Filón de Alejandría en El Hombre Probo.
También hay muy buenas razones para suponer
que estos esenios o cumramitas fueron los autores de
los libros llamados intertestamentarios o pseudoepí-
grafos, libros que se consideran escritos entre los del
Antiguo y los del Nuevo Testamento, que no llegaron a
entrar a la biblia judía ni a la cristiana y entre los que
se cuentan: los libros de Enoc, Los Testamentos de los
Doce Patriarcas, El Libro de los Jubileos, El Apoca-
lipsis de Baruc, los Oráculos Sibilinos, El Cuarto Li-
bro de Esdrás, etc.
Cualesquiera que sean las diferencias de detalle que
puedan hallarse entre un autor y otro o entre un grupo
y otro, es notorio que entre todos hay numerosas co-
incidencias o semejanzas de ideas y de prácticas y que
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todos quedan incluidos en la misma corriente de pen-


samiento, que exhibe una actitud filosófica cuyos ras-
gos más destacados son los siguientes: una base fun-
damental monoteísta judía, con una veneración por la
ley y un rigor de interpretación más grande aún que
los del judaísmo ortodoxo; un marcado ascetismo, con
desprecio por las riquezas y horror por el lujo, los pla-
ceres y los goces de la vida y con la práctica o la ten-
dencia a la práctica de la vida en comunidad de bie-
nes; un radical dualismo, con tajante separación de
los buenos y los malos, del Espíritu del Bien o de la
Luz y el Espíritu del Mal o de las Tinieblas; una rica
angeleología y demonología; una concepción de la in-
dignidad fundamental del hombre y de su situación de
invalidez y de desamparo frente a la vida, de la que no
puede salir si Dios no viene en su ayuda; y sobre todo
y fuertemente subrayada la creencia en la inminencia
de la era mesiánica, con el advenimiento del Ungido
de Dios anunciado en la Ley y en los Profetas, que ha
de venir como un juez terrible a juzgar a los vivos y a
los muertos, para dar a los buenos premio de biena-
venturanza eterna y a los malos castigos horrorosos en
fuego inextinguible.
Muchos escritores han señalado ya también la se-
mejanza entre estas ideas y muchas de las que se ex-
ponen en los evangelios canónicos, en el resto del
nuevo Testamento y en los primeros escritos cristia-
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nos, como el Pastor de Hermas, la Carta de Bernabé,


las epístolas de Clemente, etc., y que más tarde se es-
tablecieron sólidamente en la religión cristiana como
se ha desarrollado a través de los siglos. Estas seme-
janzas son tan grandes y tan importantes, que han
hecho decir a algunos escritores, como Edmundo Wil-
son, que el monasterio de Cumrán ―es quizá, más que
Belén o Nazaret, la cuna del cristianismo‖ (Los Rollos
del Mar Muerto, V) o como Potter, que ―si la comuni-
dad de Cumrán fue la madre del cristianismo, Enoc
fue el padre‖. (The Lost Years of Jesús, X)

Pero lo que ha dejado de percibirse (o al menos, yo


no he tenido noticias de que haya sido expresado con
suficiente precisión y en forma sistemática) es el
hecho de que en los evangelios y en varios pasajes de
las epístolas paulinas hay gran cantidad de ideas y de
enseñanzas diametralmente contrarias a las que aca-
bamos de resumir. Allí se presenta el humanismo y el
individualismo en la forma más radical y enérgica que
es posible, se coloca al hombre por encima de todas
las cosas, haciéndolo dueño de su destino y juez de su
conducta, atenido a sus propios recursos bajo la guía
de la razón, se hace de la felicidad del hombre en la
tierra la meta suprema y se exaltan el amor, la alegría,
la fe, la confianza y el goce de la vida.
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Esto me lleva a creer que en los evangelios se han


yuxtapuesto y entremezclado palabras provenientes
de dos fuentes distintas y totalmente antitéticas: una,
la predicación de Jesús de Nazaret y la otra, las doc-
trinas de los esenios, cumramitas o intertestamenta-
rios, que de aquí en adelante designaré comúnmente
como esenios. El presente libro tiene el propósito de
tratar de descubrir las palabras y las ideas de Jesús,
separándolas y purificándolas de las adiciones y de-
formaciones de origen esenio que les añadieron los
diversos redactores de los evangelios.
Para esto empezaré por formular una hipótesis de
carácter histórico para explicar cómo imagino que
ocurrieron los hechos que dieron origen a una situa-
ción que permitió la realización de esta mezcla de ide-
as contradictorias.

Podemos afirmar casi con certeza que Juan el Bau-


tista pertenecía a la comunidad de los esenios o cum-
ramitas. Los rasgos que conocemos de su personali-
dad y de su doctrina, en cotejo con los datos de que
ahora disponemos -después de los hallazgos de los
manuscritos del Mar Muerto- nos dan muy fuertes in-
dicios para sostener esta afirmación, que ya ha sido
mantenida por numerosos escritores eminentes y doc-
tos en la materia.
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Tenemos en primer lugar un dato extraordinaria-


mente significativo: los cuatro evangelistas, al empe-
zar a hablar de la predicación del Bautista, hacen una
cita de Isaías (en el Evangelio de Juan, se pone expre-
samente en su boca): ―Voz del que clama en el desier-
to: Preparad el camino del Señor.‖ (Mt., III, 3; Mc., I,
3; Lc., III, 4; Jn., I, 23) Pues bien, en el Manual de
Disciplina descubierto en Cumrán, que parece ser un
libro propio de la comunidad allí establecida y conte-
ner las reglas básicas de ésta, aparece la misma cita
claramente aplicada a esa comunidad: ―Cuando estos
hombres existan en Israel de acuerdo con estas reglas,
se separarán de la sociedad de los hombres perversos
e irán al desierto a preparar un camino para El, según
está escrito: En el desierto, preparad un camino...,
allanad en la estepa un sendero para nuestro Dios‖.
(VIII) Hay que advertir que aquí se da una variante
muy interesante del texto de Isaías. En lugar de ―Voz
del que clama en el desierto: Preparad un camino‖...,
ha de leerse: ―‘Voz del que clama: Preparad en el de-
sierto un camino‖... La comunidad de Cumrán consi-
dera, pues, que está llamada a cumplir -y está cum-
pliendo- en el desierto -en Cumrán-la misión ordena-
da por Dios por boca del profeta. Son ellos a quienes
toca preparar allí los caminos del Señor, preparar al
mundo judío para la llegada del Mesías y el adveni-
miento de la ‗‖era mesiánica‖. Entonces, cuando Juan
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sale a predicar en el Jordán, va a comunicar al pueblo


esta misión y a invitar a los demás a unirse a ella.
Lucas dice (III, 2) que la llamada de Dios a Juan
para ir a predicar le fue hecha ―en el desierto‖. Pode-
mos considerar que no se trata aquí de un desierto
cualquiera, de un simple lugar despoblado y árido, si-
no que se está refiriendo a un sitio determinado. Aho-
ra que tenemos datos históricos suficientes para iden-
tificar a los esenios y para situar su sede en un lugar
perfectamente definido al borde del Mar Muerto y en
el desierto de Judá -próximo, además, al vado de Be-
tania o Betabara, sobre el río Jordán, donde Juan em-
pezó su predicación y bautizaba- podemos compren-
der que la palabra ha adquirido en ese medio un sen-
tido de nombre propio. El desierto no es un lugar in-
determinado. Es precisamente Cumrán, la sede de la
secta.
Y esto se confirma con otra expresión del evangelio
de Lucas (I, 80) que resulta extraña e inverosímil si no
la entendemos así. Inmediatamente después de hablar
de la circuncisión del Bautista, dice: ―el niño crecía y
se fortalecía en espíritu, y moraba en el desierto hasta
el día de su manifestación a Israel‖. Cuesta trabajo
imaginar que el niño hubiera sido abandonado en un
páramo despoblado y que allí creciera como un
Tarzán entre las fieras. En caso de que hubiera ocurri-
do un suceso tan raro y peregrino, esperaríamos que
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el narrador nos diera alguna explicación. Sin embar-


go, Lucas nos lo cuenta como una cosa sencilla y natu-
ral. La expresión cobra sentido y se vuelve clara y ve-
rosímil si por ―el desierto‖ entendemos el monasterio
de Cumrán. Entonces, lo que quiere decir es que el ni-
ño fue puesto por sus padres bajo la custodia de la
comunidad cumramita para su educación. Josefo dice
de los esenios que ―permanecen célibes, pero eligen a
los hijos de los demás, mientras son maleables y están
a punto para la enseñanza, los aprecian como si fue-
ran suyos y los instruyen en sus costumbres‖. (Gue-
rras, II, 8).
Nada de raro tiene que un nombre común adquiera
en determinado lugar carácter de nombre propio. En
la ciudad de México, si alguien dice: Ayer fui al desier-
to, nadie piensa que el que habla se retiró a un pára-
mo desolado. Todos entienden que fue al lugar perfec-
tamente conocido donde está el antiguo convento de
carmelitas, llamado por su nombre completo ―Desier-
to de los Leones‖.
Estos datos sólos bastarían para crear una fuerte
presunción de que Juan pertenecía a la orden de los
esenios. Pero hay más. La figura que del Bautista nos
dan los evangelios es la de un asceta. No bebía vinos
ni licores (Lc., I, 15), se alimentaba de langostas y miel
silvestre, iba vestido de pelo de camello y llevaba un
cinturón de cuero a la cintura (Mt., III, 4) y prescribía
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ayunos a sus discípulos (Mc., II, 18 y paralelos). Esto


corresponde, en la actitud personal y en el género de
vida, aunque no corresponda necesariamente en los
detalles, con lo que sabemos de los esenios, que lla-
maron principalmente la atención de sus contem-
poráneos por su vida ascética.
En cuanto a la comida y la bebida y el vestido, si los
detalles que conocemos no coinciden exactamente
tampoco se excluyen como incompatibles. Flavio Jo-
sefo dice de la comida de los esenios que ―el panadero
les pone el pan delante y el cocinero llena un sólo pla-
to‖; atribuye su longevidad a ―la sencillez de su ali-
mentación y a su forma regular y moderada de vivir‖,
y su silencio y paz a ―su templanza en el comer y en el
beber, porque nadie se excede‖. (Guerras, II, 8) Por
curiosa coincidencia, entre las poquísimas referencias
que tenemos respecto a géneros de alimentos usados
por los miembros de la secta, encontramos que se
habla de las langostas y de cómo había que preparar-
las. En el Documento de Damasco -que hoy es consi-
derado como parte de las reglas de la comunidad—se
dice que, para ser comidas, las langostas, de cualquier
especie que sean, deben ser arrojadas vivas al agua o
al fuego. (XII)
En cuanto al vestido, Josefo dice que ―llevan siem-
pre impolutos sus vestidos blancos‖; pero podemos
suponer que éstos no constituían el traje ordinario y
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habitual, sino una vestidura ritual, porque el mismo


autor nos informa de que los usaban en el comedor,
adonde penetraban ―como si fuese un santo templo‖, y
que después de la comida, ―se quitan los vestidos
blancos y trabajan hasta la noche‖. Y en otra parte nos
dice que ―no se cambian la ropa ni el calzado hasta
que están rotos o desgastados con el uso‖.
Las diferencias que encontramos en cuanto a ali-
mentación y vestido entre Juan y los esenios son,
pues, de grado. Señalan en Juan una exageración del
ascetismo esenio. El hecho concreto de que Juan vis-
tiera de pelo de camello y llevara un cinturón de cuero
a la cintura, puede haber sido determinado por la con-
ciencia de su misión profética, y en especial por su
creencia -o la creencia de sus biógrafos—de que él
ocupaba el lugar de Elías (el precursor del Mesías),
quien en el Segundo Libro de los Reyes (I, 8) es des-
crito como ―un hombre vestido de pieles y con un cin-
turón de cuero a la cintura‖.
Y ahora, vamos a lo más importante: la doctrina y
los procedimientos. La doctrina predicada por el Bau-
tista, según aparece en el brevísimo resumen que de
ella nos dan los evangelios, queda colocada exacta-
mente dentro del marco doctrinal que nos ofrecen las
informaciones sobre los esenios, los documentos de
Cumrán y la literatura pseudepigráfica. Juan procla-
ma la inminencia de la llegada del Mesías y la necesi-
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dad del arrepentimiento para escapar de la ―ira veni-


dera‖. El Mesías cuyo advenimiento anuncia y la era
mesiánica que habrá de seguirse difieren de las carac-
terísticas del mesianismo tradicional judío y se aco-
modan a las ideas nuevas -en Palestina- que surgen en
la época intertestamentaria. Aunque se mantiene de-
ntro del cuadro ortodoxo de la ley mosaica y de la
condición privilegiada del pueblo de Israel como pue-
blo elegido, adopta características especiales y dife-
rentes del punto de vista que podríamos llamar canó-
nico. En lugar de anunciar la era venidera como una
situación en esta vida y en esta tierra, con el predomi-
nio del pueblo de Israel y la sujeción de los gentiles, lo
plantea en el ―más allá‖, en el ultramundo, con el
triunfo de los buenos y el castigo de los malos en fue-
go eterno.
Mateo (III, 7-12) nos transmite la predicación de
Juan en los siguientes términos: ―Raza de víboras,
¿quién os enseñó a huir de la ira venidera? Haced fru-
tos dignos de penitencia y no os forjéis ilusiones di-
ciéndoos: Tenemos a Abraham por padre. Porque yo
os digo que Dios puede hacer de estas piedras hijos de
Abraham. Ya está puesta el hacha a la raíz de los árbo-
les, y todo árbol que no dé fruto será cortado y arroja-
do al fuego. Yo, cierto, os bautizo en agua para peni-
tencia; pero detrás de mi viene otro más fuerte que yo,
a quien no soy digno de llevar las sandalias; él os bau-
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tizará en fuego. Tiene ya el bieldo en su mano y va a


limpiar su era y recogerá su trigo en el granero, pero
quemará la paja en fuego inextinguible‖.
(Doy aquí la lección que me parece correcta, su-
primiendo las palabras ―en el espíritu santo‖ en la
mención, al bautismo que hará ―el que viene detrás‖,
por las razones que expondré al tratar del bautismo de
Juan y el de Jesús).
Juan plantea una disyuntiva ineludible: O ahora os
arrepentís de vuestros pecados y os bañáis conmigo
en agua, o mañana el Mesías, juez inexorable, os cas-
tigará bañándoos en fuego eterno.
No importa pertenecer a la raza de Abraham, al
pueblo de Israel; lo que importa es quedar colocado,
por el arrepentimiento, entre los buenos y no entre los
malos. Se establece una radical diferencia entre dos
bandos: el de los buenos y el de los malos; y la nota
dominante es el castigo de los malos por el fuego inex-
tinguible.
Ahora bien, en el Manual de Disciplina de Cumrán
leemos: ―Dios ha creado al hombre para gobernar el
mundo y ha señalado dos espíritus, bajo cuya direc-
ción ha de andar hasta la inquisición final: los espíri-
tus de la verdad y de la mentira. Los nacidos de la
verdad vienen de la fuente de la luz, pero los nacidos
de la mentira vienen de la fuente de las tinieblas. Los
hijos de la rectitud están regidos por el príncipe de la
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luz y andan por caminos de luz; pero los hijos de la


mentira están regidos por el ángel de las tinieblas y
andan por caminos de tinieblas... Y la recompensa de
todos los que andan en este espíritu será multitud de
plagas por la mano de los ángeles de la destrucción,
condenación perpetua por la ira vengadora de la furia
de Dios, eterno tormento e inacabable desgracia y
vergonzosa extinción en el fuego de las regiones tene-
brosas‖. (III y IV) Y en el ritual de ingreso a la comu-
nidad, con el que empieza el mismo Manual, se dispo-
ne que, después de que todos han bendecido a Dios
por sus misericordias para con Israel, después de que
los que ingresan han hecho confesión general de sus
pecados y han prometido amar a los hijos de la luz y
odiar a los hijos de las tinieblas y de que los sacerdo-
tes han bendecido a los hombres que pertenecen a
Dios, los levitas maldecirán a los de Satanás dicien-
do:‘‖Maldito seas por todas tus obras perversas. Que
Dios te entregue a la tortura en manos de los vengado-
res. Maldito seas sin esperanza de misericordia. Como
tus obras han sido hechas en las tinieblas, así seas
condenado en las tinieblas del fuego inextinguible.
Que Dios no te escuche cuando le invoques ni te per-
done borrando tus pecados. Que te muestre su airada
faz para ejercer su venganza‖. (II)
Entre los poquísimos datos de la doctrina del Bau-
tista que tenemos además de los que ya transcribimos
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tomados de Mateo, Lucas nos da el siguiente: ―El que


tiene dos túnicas dé una al que no tiene, y el que tiene
alimentos haga lo mismo.‖ (III, 11) Esto concuerda
exactamente con los esenios que, según Josefo, ―dan
cuanto tienen al necesitado‖
El remedio que Juan proponía, el que le dio su
nombre, era el bautismo, esto es, la inmersión en el
agua ―para el perdón de los pecados‖. Y sabemos, por
otra parte, la enorme importancia que los esenios
concedían a los bautismos, es decir, a las purificacio-
nes por medio de la inmersión en el agua, que limpia-
ban el alma de sus faltas si estaban acompañados del
arrepentimiento. En el Manual de Disciplina encon-
tramos que Dios purificará las obras del hombre con
su verdad, y lo limpiará con el espíritu santo de todos
los efectos de su maldad y, como aguas purificadoras,
derramará sobre él el espíritu de la verdad (IV); pero
indica que el hombre perverso no será purificado por
meras ceremonias de expiación, ―ni limpiado por las
aguas purificadoras, ni santificado por la inmersión en
los lagos o en los ríos, ni purificado por ninguna ablu-
ción... Sólo por un espíritu de rectitud y de humildad
pueden ser expiados sus pecados. Sólo por la sumisión
de su alma a todos los mandatos de Dios puede que-
dar limpia su carne. Y sólo entonces puede ser real-
mente santificado por las aguas de la purificación.‖
(III) Y más adelante dice que ―los hombres no pueden
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ser purificados si no se arrepienten de su maldad‖.


(V)
Juan entendía que su bautismo sólo operaba—
como el de Cumrán—si estaba acompañado del arre-
pentimiento, como se desprende muy claro de sus pa-
labras. No sólo insiste en la penitencia, sino que a los
fariseos y saduceos que pretenden hacerse bautizar
por él les hace saber que ésta es indispensable. ―Como
viera a muchos saduceos y fariseos venir a su bautis-
mo, les dijo: Raza de víboras, ¿Quién os enseñó a huir
de la ira venidera? Haced frutos dignos de peniten-
cia.‖ (Mt., III, 7-8) Se ve aquí que él cree descubrir en
ellos la idea de que por el mero hecho del bautismo
podrán huir de la ira inminente sin cumplir con el ne-
cesario requisito del arrepentimiento.
A la inclusión de Juan entre los esenios y a la iden-
tificación de su bautismo con el bautismo esenio, se
ha objetado, por una parte, el que los esenios o cum-
ramitas constituían un grupo cerrado que no hacía
proselitismo y al que sólo permitían ingresar después
de un largo y riguroso período de noviciado y, por otra
parte, que el bautismo era para ellos, primero, un rito
de iniciación y después una práctica diaria entre los
iniciados, en tanto que el de Juan aparece como un
acto único que confiere una virtud especial y protege
contra la ―ira venidera‖.
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En cuanto a lo primero, hemos de hacer notar que,


tanto de los relatos de los historiadores como de los
documentos de Cumrán se desprende que había por lo
menos dos órdenes diferentes entre los esenios: una
constituida por un grupo cerrado, cuyos miembros
hacían vida en común en un lugar determinado—en
Cumrán- sujetos a rigurosa disciplina, viviendo en el
celibato y en total comunidad de bienes, es decir, en
forma netamente monástica; y otra formada por indi-
viduos que residían dispersos en diferentes ciudades y
aldeas, haciendo vida de familia igual a la del resto de
la población: casados y con hijos y sujetos seguramen-
te a reglas mucho más benignas, aunque ligados por
ideas y por votos a la comunidad total, en una situa-
ción que podemos imaginar semejante a la de las ―ter-
ceras órdenes‖ de las congregaciones de religiosos en
la iglesia católica.
Sabemos que para ingresar a la primera orden se
requería pasar por períodos de probación, pero tam-
bién nos consta que había prosélitos, que son mencio-
nados expresamente en el Documento de Damasco.
(XIV)
Filón de Alejandría, escribiendo cerca del año 20 de
nuestra era, con referencia probable a los esenios, di-
ce: ―Y si nosotros tuviéramos un verdadero celo por
nuestro mejoramiento iríamos a buscar a esos hom-
bres a sus retiros y con grandes ruegos les suplicaría-
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mos que vinieran a nosotros a dulcificar nuestras vi-


das tan fieras y salvajes, predicándonos, en lugar de la
guerra y la esclavitud y tantos otros males, su evange-
lio de paz y de libertad y todas sus otras bendiciones.‖
(El Hombre Probo).
¿No podría ser que esta invocación -u otra seme-
jante- hubiera llegado a los oídos de Juan como un
llamado a exponer al mundo las ideas y las prácticas
de su secta, y que esto haya sido ―la palabra de Dios
dirigida a Juan en el desierto‖, de que habla Lucas, y
lo hubiera movido a venir ―por toda la región del
Jordán predicando el bautismo de penitencia en remi-
sión de los pecados‖?
Establecida la similitud fundamental del bautismo
de Juan con el de los esenios, podemos explicarnos las
diferencias que entre ellos se encuentren atribuyéndo-
las a las diferencias en el género de vida de los indivi-
duos a quienes se aplicaban. Si Juan estaba predican-
do a todas las gentes del exterior, invitándolas a que
se unieran a las ideas y a los propósitos básicos de la
secta, sin que por ello tuvieran que dejar sus habita-
ciones y su vida ordinaria en las ciudades y en las al-
deas, es natural que el rito que les proponía—el bau-
tismo- tuviera que acomodarse a ese genero de vida y
tuviera que diferir en los detalles del que se usaba en
un medio monástico.
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Al parecer, el bautismo de Juan tenía un sentido de


iniciación y de adhesión a la comunidad. Mauricio
Goguel (Jean-Baptiste, I, 1) transcribe un párrafo de
Flavio Josefo sobre San Juan Bautista en las Antigüe-
dades Judías, XVIII, 5, 2, en los siguientes términos:
―Era un hombre excelente, que exhortaba a los judíos
a aplicarse a la virtud, a la práctica de la justicia entre
ellos y a la piedad para con Dios. Los invitaba a unir-
se por un bautismo‖ Y explica que la expresión usada
en el original griego es muy característica, porque im-
plica la idea de una comunidad o de un grupo, y por
consiguiente, la idea de que el rito bautismal de que se
trata tiene el carácter de un rito de iniciación. En este
sentido, coincide con el bautismo de los iniciados para
ingresar a la comunidad esenia y perdura en el bau-
tismo cristiano hasta nuestros días. Pero nada induce
a pensar que fuera un rito único e irrepetible. Si su
virtud estaba fincada en el arrepentimiento de los pe-
cados y el propósito de conversión, podemos suponer
que podría repetirse cuantas veces el individuo,
habiéndose apartado del camino recto, decidiera vol-
ver a él. Y esto se confirma con el hecho de que los
mandeanos—que reconocen a Juan el Bautista como
su fundador y maestro—practican el bautismo cuantas
veces lo creen necesario. Entonces operaría como ope-
ra el sacramento de la penitencia o confesión de los
pecados en la iglesia católica romana. Otra explicación
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que podemos hallar para el caso de que se considere


que el bautismo de Juan era único y no repetible, es la
hipótesis de que la proximidad del juicio y del fin de
los tiempos, que vemos proclamada en los escritos del
Mar Muerto y en la literatura pseudepigráfica, se
hubiera convertido para Juan—o para él y toda su sec-
ta—en inminencia; de tal manera que el bautismo que
él proponía fuera la última oportunidad de salvación
antes del día de la ira. ―Ya está puesta el hacha a la
raíz de los árboles...‖
Todo lo expuesto lleva a la convicción, ya sostenida
por varios autores, de que Juan el Bautista pertenecía
a la secta de los esenios o cumramitas y basta para que
veamos cómo Juan el Bautista trae al mundo el mis-
mo mensaje de Cumrán, y cómo entran por primera
vez a lo que habrá de ser el cristianismo las ideas del
juicio y del infierno, con sus terrores y su fuego eter-
no.
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2
JESÚS Y LOS ESENIOS

¿Y cuál fue la relación de Jesús con los esenios?


Creo que las noticias de que disponemos nos mues-
tran que Jesús vivió y se desenvolvió en un medio
esenio, aunque en oposición con él. El primer nexo
que encontramos es el parentesco con Juan el Bautis-
ta, atestiguado por el evangelio de Lucas, donde, al
hablar de la anunciación hecha a María, se refiere que
el ángel le dijo: ―Isabel, tu parienta, también ha con-
cebido un hijo en su vejez‖ (I, 36), relato seguido del
de la visita de Maria a Isabel, la madre del Bautista.
Como veremos adelante, hay numerosos y fuertes
indicios para creer que Santiago el Justo, el hermano
de Jesús y primer obispo de Jerusalén, pertenecía a la
comunidad de los esenios. Entonces tenemos desde el
primer momento y en el medio más íntimo y familiar,
a Jesús en relación muy próxima a la comunidad: un
hermano y un primo.
Según el Evangelio de los Hebreos son la madre y
los hermanos de Jesús los que lo inducen a hacerse
bautizar por Juan.
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Sus primeros discípulos, lo habían sido de Juan.


―Hallándose Juan con dos de sus discípulos, fijó la vis-
ta en Jesús, que pasaba, y dijo: He aquí el cordero de
Dios. Los dos discípulos que lo oyeron, siguieron a
Jesús...Era Andrés, el hermano de Simón Pedro, uno
de los dos que oyeron a Juan y le siguieron (a Jesús).‖
(Jn., I, 35-7 y 40)
En varias ocasiones, después, se ve a Jesús en co-
municación con los discípulos de Juan. ―Se llegaron a
él los discípulos de Juan diciendo: ¿Cómo es que,
ayunando nosotros y los fariseos, tus discípulos no
ayunan?‖ (Mt., IX, 14) ―Juan, que había oído en la
cárcel las obras de Cristo, por medio de sus discípulos
envió a decirle: ¿Eres tú el que ha de venir, o hemos
de esperar a otro?‖ (Mt., XI, 2-3) ―Vino Jesús con sus
discípulos a la tierra de Judea y permaneció allí con
ellos y bautizaba. Juan bautizaba también en Ainón,
cerca de Salim, donde había mucha agua, y venían a
bautizarse, pues Juan aún no había sido metido en la
cárcel. Se suscitó una discusión entre los discípulos de
Juan y cierto judío acerca de la purificación, y vinie-
ron a Juan y le dijeron: Rabí, aquél que estaba contigo
al otro lado del Jordán, de quien tú diste testimonio,
está ahora bautizando, y todos se van a él.‖ (Jn., III,
22-6) (Más adelante estudiaré este pasaje; ahora sólo
cito el hecho como una prueba más de las relaciones
entre el grupo de Jesús y el del Bautista.)
26

Además, son tan numerosas las referencias que a


Juan se hacen en los diálogos de Jesús, que nos dejan
la impresión de que él está hablando a gente para
quien el Bautista tiene una gran importancia.
Por otra parte, encontramos en los relatos evangé-
licos expresiones que inducen a pensar que las vicisi-
tudes de Juan repercuten de alguna manera en la acti-
vidad de Jesús. ―Habiendo oído que Juan había sido
preso, se retiró a Galilea.‖ (Mt., IV, 12) ―Así, pues, que
supo el Señor que habían oído los fariseos cómo Jesús
hacía más discípulos y bautizaba más que Juan—
aunque Jesús mismo no bautizaba, sino sus discípu-
los-abandono la Judea y partió de nuevo a Galilea.‖
(Jn., IV, 1-3) Aquí vemos relaciones no meramente
cronológicas sino de causa a efecto, que pueden no ser
muy claras para nosotros, pero que tienen que haberlo
sido para los narradores. Y Mateo nos cuenta (XIV,
13) que al enterarse Jesús de la muerte de Juan, se re-
tiró al desierto. ¿Por qué la noticia de la muerte de
Juan habría de inducirlo a ir al desierto? Esto aparece
aquí como un motivo y no como una mera coinciden-
cia. Si antes, con referencia al Bautista, identificamos
―el desierto‖ con el monasterio de Cumrán, podemos
también suponer que aquí señala el mismo sitio. Pare-
ce que la noticia de la muerte obliga a Jesús a ir a la
sede de la comunidad y tratar acerca del aconteci-
miento con los jefes de ella.
27

El enigma de los ―años oscuros‖ de Jesús ha inquie-


tado las mentes de muchos estudiosos en todos los
tiempos. Ni un sólo dato fehaciente tenemos para lle-
nar esa enorme laguna en la vida de Jesús que va des-
de su nacimiento hasta su ―manifestación a Israel‖,
que abarca por lo menos 30 años y que sólo se ve inte-
rrumpida por la fugaz mención de su presencia entre
los doctores a los doce de su edad.
Si no tenemos ningún dato digno de fe, lo único que
puede hacerse para tratar de llenar esa laguna son su-
posiciones. Pero estas suposiciones serán más funda-
das y creíbles si resultan congruentes con los datos
posteriores de que disponemos. Porque es evidente
que todos los cuentos contenidos en los evangelios
apócrifos de la infancia son sólo invenciones ridículas,
y que las afirmaciones de que Jesús pasó la primera
parte de su vida en la India, en el Tibet o en Grecia no
tienen más valor que el de leyendas sin ninguna base
documental conocida.
Pero hay un hecho de carácter negativo que puede
tenerse por cierto y comprobado: que Jesús no pasó
su juventud en el seno de su familia. Al hablar de su
llegada a la población donde vivía su familia, se dice
en Mateo, XIII, 54-6: ―Viniendo a su tierra, enseñaba
en la sinagoga, de manera que, admirados, se decían:
¿De dónde le vienen a éste tal sabiduría y tales prodi-
gios? ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿Su madre no
28

se llama María y sus hermanos Santiago y José, Simón


y Judas? ¿Sus hermanas no están todas entre noso-
tros? ¿De donde, pues, le viene todo esto?‖ Aquí se ve
con claridad que él faltaba de su tierra desde hacía
muchos años; pues la gente apenas lo reconoce, aun-
que conoce perfectamente a toda su familia. Si había
estado muchos años fuera y si después lo vemos reali-
zando una formidable labor intelectual, podemos su-
poner fundadamente que había estado dedicado al es-
tudio y a la preparación intelectual.
Refiriéndose a la niñez de Jesús, dice Lucas: ―El
niño crecía y se fortalecía, lleno de sabiduría‖; cuando
lo hace comparecer ante los doctores de la ley a los
doce años de edad, dice que ―todos los que le oían se
maravillaban de su sabiduría y de sus respuestas‖ y
más tarde vuelve a decir: ―Jesús crecía en sabiduría y
edad y gracia ante Dios y ante los hombres‖. (II, 4~0,
47 y 52) Con eso tenemos que entender que estaba
dedicado a adquirir sabiduría, es decir que estaba de-
dicado al estudio.
Cuando hace su aparición pública en Nazaret,
según acabamos de ver, la gente se admiraba y decía:
―¿De donde le vienen a éste tal sabiduría y tales prodi-
gios?‖ Después, en su predicación demuestra una sa-
biduría muy honda y muy amplia; pero de manera es-
pecial, los evangelios hacen referencia a sus conoci-
mientos de las escrituras sagradas y del arte médica.
29

Es razonable suponer que haya adquirido estos co-


nocimientos con los esenios, de quienes nos cuenta
Josefo que ―estudian con gran dedicación los escritos
de los antiguos, para extraer de ellos lo que conviene a
sus almas y a sus cuerpos e investigan cuidadosamen-
te las virtudes medicinales de raíces y piedras.‖ (Gue-
rras, II, 8)
Si tenemos en cuenta las estrechas relaciones de
Jesús con los esenios, que hemos señalado, y la cir-
cunstancia de que este grupo estaba dedicado espe-
cialmente al estudio y a la enseñanza, puede creerse
que haya sido precisamente en Cumrán donde Jesús
haya visto transcurrir los años que precedieron a su
predicación.
Y si consideramos la posibilidad -que ya ha sido
señalada por algunos autores—de que la misma secta
de Cumrán, u otra fraterna, haya estado establecida
en Heliópolis, cerca de Alejandría, en Egipto, podría
ser que allí hubiera estado Jesús durante su niñez; y
que una reminiscencia de este hecho hubiera llevado
al autor del evangelio de Mateo a hacer la mención del
viaje a Egipto. (II, 13-4)
Antes de empezar su predicación, ―es llevado por el
espíritu al desierto‖, donde permanece 40 días y es
―tentado por el diablo.‖ (Lc., IV, 1-2)
30

En otra parte analizaré detenidamente este pasaje


de las tentaciones—tan lleno de significado y de bri-
llantes alegorías—y veremos que las tentaciones re-
presentan las varias soluciones que se presentaron a
la mente de Jesús para regir su vida y su doctrina y
que él rechazó por considerarlas equivocadas.
Todo parece indicar que Jesús, antes de iniciar su
vida pública y de lanzarse a su gran empresa de expo-
sición de su doctrina, quiere retirarse a un lugar pro-
picio a la meditación y al estudio. ¿Y qué lugar más
propicio podía hallar que el monasterio esenio de
Cumrán, dedicado precisamente al estudio, dotado de
una rica biblioteca, donde ―ningún grito ni disputa
turba la casa‖, ocupado por hombres cuyo silencio era
tal que ―a los extraños les parecía un tremendo miste-
rio‖ y donde quizás había vivido anteriormente y hab-
ía recibido instrucción?
Por otra parte, de entre las sectas judías del Siglo I
que Flavio Josefo describe: es ciertamente la de los
esenios la que podía haber tenido mayor interés en es-
cuchar las enseñanzas de Jesús, aun cuando no estu-
viera de acuerdo con ellas; porque de las descripcio-
nes hechas por este historiador se ve claramente que
esta secta era sin duda alguna la que mayor preocupa-
ción tenia por el estudio de las cuestiones morales y fi-
losóficas.
31

Así como hay ocasiones en que se ve a Jesús en los


evangelios dirigiéndose expresamente a los fariseos,
hay otras en las que el auditorio parece haber sido
esenio. Así en Mateo, V, 43: ―Habéis oído que se dijo:
amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo.‖ Ahora
bien, en la sagrada escritura no hay ningún precepto
de odiar al enemigo, por lo que esto no puede haber
sido dicho a judíos ortodoxos; pero en el Manual de
Disciplina de Cumrán (I y IX) se dice expresamente
que quienes ingresan a la comunidad deben compro-
meterse a amar a todos los hijos de la luz y a odiar a
todos los hijos de las tinieblas y que debe tenerse odio
inexorable para los hombres de perdición.
Cuando los príncipes de los sacerdotes y los farise-
os tomaron la resolución de matarlo, ―Jesús ya no an-
daba en público entre los judíos; antes se fue a una re-
gión próxima al desierto, a una ciudad llamada Efrem,
y allí moraba con los discípulos.‖ (Jn., XI, 54)
Las instrucciones dadas a los doce sugieren que la
acción se desarrolla en un medio esenio. Según Mar-
cos, Jesús ―‘les encargó que no tomasen para el cami-
no nada más que un bastón, ni pan ni alforja ni dinero
en el cinturón, y se calzasen con sandalias y no lleva-
sen dos túnicas. Les decía: dondequiera que entréis
en una casa, quedaos en ella hasta que salgáis de
aquel lugar.‖ (VI, 8-10) Esto parece acomodarse bien
a lo que de los esenios sabemos por Josefo: que ―no
32

viven en una sola ciudad, sino que moran muchos en


cada una, y si uno de su secta llega de otro lugar le
ofrecen cuanto tienen como si fuera de él, y le tratan
como si fuera íntimo aunque no lo hayan visto jamás.
Por esta razón no llevan nada encima cuando viajan a
lugares remotos, sólo sus armas por miedo de los la-
drones. En cada ciudad hay uno encargado de cuidar
de los forasteros y proporcionarles vestidos y todo lo
necesario.‖ (Guerras, II, 8)
Hay otro indicio. Por el Documento de Damasco
(XIV) sabemos que los miembros de las comunidades
diseminadas en las ciudades debían entregar el im-
porte de dos días de ganancia al mes, al mebaquer
(―supervisor‖, esto es episkopos, obispo) para que este
lo distribuyera entre los huérfanos, inválidos y pobres.
Y por dos menciones hechas en el evangelio de Juan
(XII, 6 y XIII, 29) sabemos que Judas tenía, dentro
del grupo que rodeaba a Jesús precisamente esa fun-
ción de recolector y limosnero.
En la unción de Betania después de que él dijo:
―¿por qué no se vendió este perfume en 300 denarios
y se dio su producto a los pobres?‖, el evangelista co-
menta: ―esto lo dijo, no porque se preocupase de los
pobres, sino porque era ladrón y, como tenía la bolsa,
robaba lo que en ella había‖; y en la ultima cena, des-
pués de que Jesús le dijo: ―lo que has de hacer hazlo
pronto‖, ―algunos pensaron que, como había querido
33

decir que comprase lo necesario para la fiesta o que


diese algo a los pobres.‖ Y cuando, después de su trai-
ción y muerte y de la muerte de Jesús, se va a proce-
der a la elección de su sucesor, Pedro invoca el Salmo
CIX, 8, en los siguientes términos: ―que otro tome su
episcopado‖ (episkopee en el texto griego). (Hechos, I,
20)
Por último, tenemos un dato que, aunque impreci-
so, es muy digno de tomarse en consideración. Mucho
se ha discutido acerca de la fecha de la última cena de
Jesús con sus discípulos y acerca de su significado en
relación con la pascua judía. Los tres evangelios
sinópticos hablan de ella como de una comida pas-
cual, lo que la colocaría al anochecer de la víspera de
la fiesta, o sea del 14 del mes de nisán; en tanto que,
según San Juan, Jesús fue crucificado la víspera de la
pascua. Esto crea entre los relatos de los evangelistas
una discordancia que hasta hace poco parecía inconci-
liable; a más de suscitar graves dificultades a la vero-
similitud del relato de los sinópticos, porque colocan
el arresto de Jesús en la noche y el proceso y la cruci-
fixión en un sólo día y precisamente el de la fiesta.
Ahora bien, recientemente se ha ofrecido una hipó-
tesis que concilia las versiones y suprime las dificulta-
des. Danielou (Los Manuscritos del Mar Muerto, pág.
26) la expone así: ―Mlle. Jaubert ha demostrado que
los hombres de Cumrán utilizaban un antiguo calen-
34

dario sacerdotal de 364 días, integrado por cuatro


trimestres de noventa y un días, cada uno de trece
semanas. De acuerdo con este calendario, como el año
tiene exactamente cincuenta y dos semanas, las fiestas
caen obligatoriamente en el mismo día del mes y de la
semana. Ahora bien, en ese calendario, pascua era
siempre un miércoles. La víspera era, pues, un martes.
Así, Cristo habría celebrado la cena en la víspera de
pascua según el calendario esenio. Y al contrario,
habría sido crucificado en la víspera de la pascua ofi-
cial, que ese año caía en sábado.‖
Esta fecha se ve corroborada por una vieja tradi-
ción, conservada por San Epifanio, Victorino de Petau
y la Didascalia Apostolorum, según la cual la última
cena del Señor fue en martes. (Sutcliffe, Los Monjes
de Qumrán, IX)
Y hay todavía un pequeño detalle interesante en es-
ta cena. Cuenta Lucas (XXII, 24) que allí ―hubo entre
ellos una contienda sobre quién era el mayor‖, lo que
claramente parece ser una discusión sobre el orden de
precedencia para sentarse a la mesa; y esto se explica
si ellos estaban acostumbrados a respetar un cierto
orden como el establecido en Cumrán, donde, según el
Manual de Disciplina: (VI), cuando los miembros de
la comunidad comen juntos ―deben tomar sus lugares
de acuerdo con sus respectivos rangos‖, después de
haber dicho que todos los miembros deben quedar
35

inscritos en un cierto orden, uno después de otro,


según su entendimiento y su comportamiento. Quiere
decir que los apóstoles seguían las costumbres ese-
nias. Pero Jesús, para quien estas cosas carecen de va-
lor, les dice: ―Los reyes de las naciones las dominan y
sus príncipes se llaman bienhechores. No así voso-
tros, sino que el mayor sea como el menor y el que
manda como el que sirve.‖
Si esto es cierto—y parece muy probable--, demues-
tra no que Jesús fuera esenio, pero si que vivía en un
medio familiar esenio y seguía sus costumbres. Permí-
taseme decir aquí lo que ya he dicho: creo que Jesús
se desenvolvió y vivió en un medio esenio, pero en
discrepancia fundamental con los esenios. No tengo
por qué dar aquí pruebas de esa discrepancia. Todo el
presente libro trata de demostrarla. Bástame ahora
sólo recordar ciertos hechos: los discípulos de Juan
ayunan y los de Jesús no; vino Juan, que no comía ni
bebía, y dicen: Tiene un demonio. Vino el Hijo del
Hombre, que come y bebe, y dicen: He aquí un hom-
bre comedor y bebedor, amigo de publicanos y peca-
dores; Jesús considera a Juan el mayor de los nacidos
de mujer, pero considera que el menor en el reino de
los cielos es mayor que él; considera que la ley y los
profetas llegan hasta Juan, pero que desde entonces el
reino de Dios es predicado y cada cual ha de esforzar-
se por entrar en él; los discípulos de Jesús aparecen
36

compitiendo con los de Juan: ―Jesús hacía más discí-


pulos y bautizaba más que Juan, aunque Jesús mismo
no bautizaba, sino sus discípulos‖; se suscita una dis-
cusión acerca de la purificación, etc.
Esta cuestión del bautismo ha sido presentada, tan-
to en el Nuevo Testamento cuanto en la doctrina de la
iglesia, como una de las cosas que unen a Jesús con
Juan, en el hecho del bautismo del primero por el se-
gundo y en la institución por aquél de un bautismo
semejante al de Juan y perfeccionador de él.
Por mi parte, yo creo que esta es una de las cues-
tiones de más grave discrepancia entre ambos.
37

3
EL BAUTISMO DE JUAN Y EL DE
JESÚS

Tenemos un dicho de Jesús que nos ha sido con-


servado fuera de los evangelios: ―Juan bautizó en
agua, mas vosotros seréis bautizados en espíritu san-
to‖. (Hechos, XI, 16)
Si hemos captado la forma característica de la pre-
dicación de Jesús, veremos que este dicho encaja per-
fectamente en ella. Jesús toma las expresiones co-
rrientes en su tiempo y las cambia dándoles otro sen-
tido. Se ha mostrado adverso al ritualismo y al lega-
lismo, y frente al culto del templo y de los sacrificios
opone el culto en espíritu. A la samaritana le dice que
ha llegado el tiempo en que no se adorará ni en el
monte Garisín ni en Jerusalén, porque ―Dios es espíri-
tu, y los que lo adoran han de adorarlo en espíritu y en
verdad.‖ (Jn., IV, 24) El culto a la divinidad no se da
por medio de ritos ni en lugares determinados, sino en
espíritu, es decir, por la razón. Entonces, cuando se le
llama la atención acerca del hecho de que Juan bauti-
za ―para remisión de pecados‖, él, que ha venido di-
ciendo ―tus pecados están perdonados‖, sin exigir
38

ningún baño ni ningún rito, responde: Juan bautiza


(lava) en agua (en materia, por medio de un rito). Yo
bautizo (lavo) en espíritu (en razón, en convencimien-
to). La actitud es, pues, radicalmente diferente. Decir
que bautiza en espíritu es decir que no bautiza, que no
recurre a ritos, sino a la razón.
Y efectivamente, en los evangelios no se menciona
ni un sólo caso en que Jesús haya bautizado a nadie.
Al paralítico le dice: ―tus pecados están perdonados‖
(Mt., IX, 2), y de la pecadora que lo ungió en casa de
Simón, dice: ―sus muchos pecados le son perdona-
dos, porque amó mucho‖. (Lc., VII, 47) Y ni a uno ni a
otra les impone el bautismo, por lo que vemos que,
para él, la remisión de los pecados no depende del
bautismo. A sus discípulos les enseña a orar: ―perdó-
nanos nuestros pecados, porque nosotros perdona-
mos.‖ (Lc., XI, 4) Ni cuando manda a los doce a predi-
car (Mt., X, 5 y ss.) ni en la misión de los setenta y dos
(Lc., X, 1 y ss.) ni en ninguna otra ocasión durante su
vida ordena o recomienda el bautismo.
Por su parte, Pablo dice: ―No me envió Cristo a
bautizar, sino a predicar el evangelio.‖ (1 Cor., I, 17)
En I Corintios, XII, 13 se dice que ―todos nosotros
hemos sido bautizados en un sólo espíritu‖, lo que
significa que todos hemos sido bautizados ―en espíri-
tu‖.
39

El único lugar de los evangelios en que se dice que


Jesús bautizaba es en Juan, III, 22; y carece absolu-
tamente de valor histórico. En primer lugar, porque
está expresamente contradicho por el mismo autor,
unos cuantos renglones adelante, en IV, 2; Y en se-
gundo lugar, porque el análisis de los pasajes en que
están contenidos estos dos textos contradictorios, de-
muestra evidentemente la falsedad del primero. Estos
pasajes están tan mal forjados, enrevesados e ilógicos,
que exhiben con claridad su artificio.
―Después de esto, vino Jesús con sus discípulos a la
tierra de Judea y estuvo allí con ellos, y bautizaba.
Juan bautizaba también en Ainón, cerca de Salim,
donde había mucha agua, y venían a bautizarse, pues
Juan aún no había sido metido en la cárcel. Se suscitó
una discusión entre los discípulos de Juan y cierto
judío acerca de la purificación, y vinieron a Juan, y le
dijeron: Rabí, aquél que estaba contigo al otro lado del
Jordán, de quien tú diste testimonio, está ahora bauti-
zando, y todos se van a él... Así, pues, que supo el Se-
ñor que habían oído los fariseos cómo Jesús hacía más
discípulos y bautizaba más que Juan -aunque Jesús
mismo no bautizaba, sino sus discípulos-, abandonó la
Judea y partió de nuevo para Galilea.‖
Dice el evangelista que Jesús bautiza y que no bau-
tiza; dice que todos vienen a él y que ―nadie recibe su
testimonio‖. (111, 32) Y luego, ¿para qué tiene que de-
40

cir que donde Juan bautizaba había mucha agua?


¿qué objeto tiene la aclaración de que Juan aún no
había sido metido en la cárcel? ¿qué tiene que ver una
discusión entre los discípulos de Juan y cierto judío,
con que aquellos le vayan a decir a su maestro que
Jesús está bautizando? ¿con qué motivo salen allí los
fariseos? ¿y qué tiene que ver que éstos hayan oído
que Jesús hace más discípulos que Juan, para que
Jesús abandone la Judea? ¿ni por qué han de escan-
dalizarse o sorprenderse los de Juan porque Jesús,
―de quien Juan dio testimonio‖ exaltándolo enorme-
mente, atraiga más discípulos?
Precisamente todo esto, y lo intrincado y abrupto
de las frases mismas, nos están exhibiendo los apuros
de su redactor para conciliar lo inconciliable: la espiri-
tualidad de Jesús con el ritualismo de Juan. Si hay al-
go de cierto en este enredijo, es lo que se escapa en el
paréntesis: que Jesús no bautizaba, y quizá lo de la
controversia sobre la purificación, que no ha de haber
sido con ―cierto judío‖ sino con Jesús mismo. El evan-
gelista esenio se mete en dificultades por querer aco-
modar estos hechos a su deliberado propósito de po-
ner a Jesús siguiendo el camino abierto por Juan.
Es cierto que en Mateo, XXVIII, 19, se dice que
Jesús después de su resurrección, mandó a sus discí-
pulos: ―Id, pues, enseñad a todas las gentes, bautizán-
dolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
41

Santo.‖ Pero este texto es de muy dudosa autentici-


dad. Primero, por la ocasión en que está colocado,
después de la muerte y de la resurrección de Jesús;
segundo, por el uso de la fórmula trinitaria, que no
aparece en ningún otro lugar de los evangelios ni en
todo el resto del Nuevo Testamento y que no concuer-
da con la fórmula que después se va a usar en Los
Hechos: ―en el nombre de Jesús el Cristo‖ (11, 38; X,
48) o ―en el nombre del Señor Jesús‖ (VIII, 16; XIX,
5); y tercero y principal, por estar en contradicción
con todo lo que acabamos de exponer y especialmente
con el carácter antirritualista de Jesús. Y si el texto es
auténtico, debemos suponer que se refiere al bautismo
en espíritu y no al bautismo en agua.
Naturalmente que en esto -como en tantas otras
cosas- sus discípulos no lo entendieron. ¿Cómo iban a
entender eso de bautizar en espíritu? Si ellos estaban
totalmente inmersos en el ritualismo y sobre todo en
el ritualismo baptista esenio, no estaban capacitados
para entender, ni mucho menos dispuestos a aceptar
la inanidad del rito.
Pero si esto es aplicable a los discípulos directos de
Jesús, lo es con mucha mayor razón a los esenios que
redactaron los evangelios. Ya he dicho que se apode-
raron del nombre y de la figura de Jesús, sin captar su
doctrina; que se limitaron a proclamar que Jesús era
el Mesías, había resucitado y vendría triunfante a juz-
42

gar. Y esto lo tenían que encajar dentro de su sistema,


en el que el rito del bautismo y las purificaciones por
el agua constituían una base fundamental. Entonces,
tenían que seguir aplicando el bautismo de Juan, con
la única diferencia de hacerlo en adelante en el nom-
bre de Jesús.
Y como tienen que poner de acuerdo, de alguna
manera, a Jesús con Juan, y como Jesús ha hablado
del bautismo en espíritu, alteran la fuente que ya ten-
ían respecto a la predicación del Bautista, interpolan-
do la mención del espíritu santo en el bautismo que ha
de impartir ―el que viene detrás.‖ Ya antes dije que en
el texto original de la predicación de Juan, que vendrá
a ser insertado en Mateo, III, 11 y sus paralelos, debe
de haber dicho: ―Yo, cierto, os bautizo en agua para
penitencia; pero detrás de mí viene otro más fuerte
que yo, a quien no soy digno de llevar las sandalias; él
os bautizará en fuego.‖ Porque esto es lo que corres-
ponde al Mesías que Juan anuncia. Pero después de la
―conversión‖ de los esenios, tienen que hacer las nece-
sarias acomodaciones y corrigen: ―él os bautizará en el
espíritu santo y en el fuego.
Una prueba de que el bautismo ―en el espíritu san-
to‖ no estaba en la predicación del Bautista, nos la da
el suceso descrito en Los Hechos (XVIII, 24-XIX, 7)
respecto al grupo de Efeso. Este era indudablemente
un grupo baptista que no había recibido noticias de la
43

―conversión‖ de su comunidad madre. Dice así el rela-


to en la parte que nos interesa: ―Llegó entonces a Efe-
so un judío llamado Apolos, natural de Alejandría,
varón elocuente, poderoso en las escrituras. Este hab-
ía sido instruido en el camino del Señor; y siendo de
espíritu fervoroso, hablaba y enseñaba diligentemente
lo concerniente al Señor (hay que advertir que aquí la
palabra Señor se refiere a Dios), aunque solamente
conocía el bautismo de Juan. Y comenzó a hablar con
denuedo en la sinagoga; pero cuando lo oyeron Prisci-
la y Aquila, lo tomaron aparte y le expusieron más
exactamente el camino de Dios. .. Aconteció que en-
tretanto que Apolos estaba en Corinto, Pablo, después
de recorrer las regiones superiores, vino a Efeso, y
hallando a ciertos discípulos les dijo: ¿Recibisteis el
espíritu santo cuando creísteis? y ellos le dijeron: Ni
siquiera hemos oído si hay espíritu santo. Entonces
dijo: ¿En qué, pues, fuisteis bautizados? Ellos dijeron:
En el bautismo de Juan. Dijo Pablo: Juan bautizó con
bautismo de arrepentimiento, diciendo al pueblo que
creyesen en aquél que vendría después de él, esto es,
en Jesús el Cristo. Cuando oyeron esto, fueron bauti-
zados en el nombre del Señor Jesús.‖
Aquí queda borroso e impreciso cuál sea el signifi-
cado de esta última expresión: ―fueron bautizados en
el nombre del Señor Jesús.‖ Si la expresión es auténti-
ca y si en el hecho intervino Pablo -quien creo que sí
44

entendía el sentido del bautismo en espíritu como un


acto de la razón y del convencimiento y no como un ri-
to--, entonces hemos de entender la expresión como
significando un acto de la razón por medio del cual
aceptaron la doctrina de Jesús. En este supuesto, bau-
tizados en el nombre de Jesús querría decir: bautiza-
dos a la manera de Jesús, según la doctrina de Jesús.
Pero es muy posible que sea un añadido puesto por
Lucas, el autor de Los Hechos, para meter allí el rito
esenio, modificado sólo ―en el nombre de Jesús.‖
Y en todo caso, el relato corrobora lo que vengo
sosteniendo. Si los de Efeso, discípulos de Juan, no
habían oído hablar del espíritu santo, es que el bau-
tismo ―en el espíritu santo‖ no estaba en los anuncios
hechos por el Bautista, y sólo fue añadido cuando se
trató de poner de acuerdo a éste con Jesús.
Y esta labor de artificiosa conciliación de Jesús con
Juan fue hecha por partida doble. Así como añadieron
―el espíritu‖ en la predicación de Juan, de la misma
manera y en sentido inverso metieron a la fuerza ―el
agua‖ entre las palabras de Jesús en el diálogo con Ni-
codemo.
―En verdad, en verdad te digo que quien no nazca
de nuevo no puede ver el reino de Dios. Dísele Nico-
demo: ¿Cómo puede nacer un hombre viejo? ¿Acaso
puede entrar otra vez al seno de su madre y volver a
45

nacer? Jesús respondió: en verdad, en verdad te digo


que quien no nazca del agua y del espíritu no puede
entrar en el reino de Dios. Lo nacido de la carne es
carne y lo nacido del espíritu, espíritu es. No te asom-
bres de que te diga que es preciso nacer de nuevo. El
viento (pneuma) sopla donde quiere y oyes su voz, pe-
ro no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo
lo que nace del espíritu (pneuma).‖ (Jn., III, 3-8)
Allí, como se ve, toda la argumentación está hecha
sobre el tema del espíritu. Se habla de un renacimien-
to espiritual, que nada tiene que ver con hechos mate-
riales, ni mucho menos biológicos. Y allí, sin la menor
relación lógica con el asunto de que se está tratando,
aparece de repente ―el agua‖ que viene a caer en me-
dio del discurso como llovida del cielo.
He dicho que el bautismo ―en el espíritu santo‖ no
estaba en los anuncios de ―el que viene detrás‖ hechos
por el Bautista, porque este ser anunciado por Juan
no era Jesús, sino el Mesías terrible y justiciero de los
esenios; y que, por consiguiente, las menciones del
bautismo en espíritu fueron añadidas a esos anuncios.
Pero, aunque tomemos en su integridad los textos
evangélicos correspondientes, tal como ahora los lee-
mos, subsiste, de todos modos, la contraposición en-
tre el bautismo en agua y el bautismo en espíritu. ―Yo,
cierto, os bautizo en agua para penitencia; pero detrás
de mí viene otro más fuerte que yo, a quien no soy
46

digno de llevar las sandalias; él os bautizará en espíri-


tu santo y en fuego.‖ (Mt., III, 11 y par.) ―El que me
envió a bautizar en agua me dijo:..aquél sobre quien
veas bajar el espíritu y posarse sobre él, ese es el que
ha de bautizar en espíritu santo.‖ (Jn., I, 33) Luego, el
bautismo en agua no era de Jesús sino de Juan.
La imprecisión y confusión a que dan lugar la in-
comprensión del bautismo en espíritu, por un lado, y
la actitud ritualista por otro, originan muchos textos
del Nuevo Testamento, en que la recepción del espíri-
tu santo aparece como un nuevo rito o como un don
sobreañadido al bautismo o como una inspiración di-
vina que justifica la aplicación del bautismo de agua o
como un carisma o gracia sobrenatural que produce
efectos prodigiosos y perceptibles por los sentidos.
A veces aparece como un don sobreañadido al bau-
tismo, Así en Hechos, II, 38: ―Pedro les dijo: Convert-
íos, y bautizaos en el nombre de Jesús el Cristo para
perdón de los pecados, y recibiréis el don del espíritu
santo.‖
Otras veces parece ser un carisma o gracia sobrena-
tural concedida directamente por Dios y que produce
efectos prodigiosos y perceptibles por los sentidos. Así
en el caso de la reunión de Pentecostés, en que ―de re-
pente vino del cielo un estruendo como de un viento
recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde es-
47

taban sentados; y se les aparecieron lenguas reparti-


das, como de fuego, asentándose sobre cada uno de
ellos. Y fueron todos llenos del espíritu santo y co-
menzaron a hablar en lenguas extrañas, según el espí-
ritu les daba que habla- sen.‖ (II, 2-4). O como en la
reunión de los discípulos después de la liberación de
la cárcel de Pedro y Juan: ―Cuando hubieron orado, el
lugar donde estaban congregados tembló y todos fue-
ron llenos del espíritu santo y hablaban con denuedo
la palabra de Dios.‖ (IV, 31). O como aconteció con los
gentiles de la casa de Cornelio: ―Mientras aún hablaba
Pedro estas palabras, el espíritu santo cayó sobre to-
dos los que oían el discurso. Y los fieles de la circunci-
sión que habían venido con Pedro se quedaron atóni-
tos de que también sobre los gentiles se derramase el
don del espíritu santo. Porque los oían que hablaban
en lenguas y que magnificaban a Dios.‖ (X, 44.6) Esto
es tomado por Pedro como justificación para otorgar
el bautismo a los gentiles: ―Respondió Pedro: ¿Puede
acaso alguno impedir el agua, para que no sean bauti-
zados éstos que han recibido el espíritu santo también
como nosotros?‖ (X, 47) Y lo curioso es que Pedro lle-
ga a esa conclusión invocando del modo más ilógico la
palabra de Jesús que citamos al principio de este capí-
tulo: ―Entonces me acordé de lo dicho por el Señor,
cuando dijo: Juan ciertamente bautizó en agua, mas
vosotros seréis bautizados en el espíritu santo.‖ (XI,
48

16) La proposición de Jesús es adversativa: En lugar


del agua, recibiréis el espíritu; y aquí se toma con ila-
tiva: puesto que habéis recibido el espíritu, podéis re-
cibir el agua.
A veces, se toma como una mera inspiración, como
en IV, 8: ―Entonces, Pedro, lleno del espíritu santo, les
dijo:...‖
Otras veces, por fin, se da como un rito nuevo y dis-
tinto que no es consecuencia propia del bautismo, y
que se efectúa ―por imposición de manos.‖ Esto lo
vemos en el caso de los samaritanos convertidos y
bautizados por Felipe y a los que, después, fueron a
visitar Pedro y Juan, ―los cuales, habiendo venido,
oraron por ellos para que recibiesen el espíritu santo;
porque aún no había descendido sobre ninguno de
ellos, sino que solamente habían sido bautizados en el
nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las
manos, y recibían el espíritu santo.‖ (VIII, 15-7). Y en
el caso de Pablo después de su conversión: ―Fue en-
tonces Ananías y entró en la casa y poniendo sobre él
las manos dijo: Hermano Saulo, el Señor Jesús, que se
te apareció en el camino por donde venías, me ha en-
viado para que recibas la vista y seas lleno del espíritu
santo.‖ (IX, 17)
Al paso del tiempo, esta última forma va a perdurar
constituyendo un rito nuevo, además del bautismo,
49

que dará origen al ―sacramento de la confirmación‖,


que hasta hoy se practica ―por imposición de manos.‖
Y de este modo vemos cómo, de las palabras de
Jesús en las que pretendía sustituir un rito por un acto
de la razón, el resultado fue: dos ritos.
Ahora bien, Jesús opone expresamente el bautismo
en espíritu al bautismo en agua; lo que quiere decir
que no acepta éste. Y si éste se ha venido a convertir
en base fundamental del cristianismo hasta nuestros
días y ya lo era desde los primeros tiempos, esto cons-
tituye otro elemento para confirmar la hipótesis que
venimos sosteniendo, de que la iglesia primitiva era
sencillamente el grupo esenio que reconocía como su
maestro a Juan el Bautista.

Queda por averiguar la historicidad del hecho del


bautismo de Jesús por Juan. En este suceso, los histo-
riadores y críticos han distinguido dos elementos: uno
es el hecho mero del bautismo, y el otro, la epifanía o
manifestación gloriosa que le siguió, según los relatos
evangélicos. Y muchos, desechando este último, acep-
tan como bien probado históricamente el primero.
Es cierto que los tres sinópticos concuerdan en él, y
que el cuarto evangelio si no lo narra, parece darlo por
supuesto. Pero este acuerdo no tiene ningún valor por
sí mismo si, como yo supongo, los evangelios y sus
50

fuentes, los preevangelios, fueron redactados por ese-


nios.
Todo lo que hasta aquí he venido exponiendo con-
figura en Jesús una personalidad incompatible con la
aceptación de un ―bautismo de arrepentimiento para
la remisión de los pecados.‖ En un pasaje del Evange-
lio de Los Hebreos, conservado por San Jerónimo, se
cuenta: ―He aquí que la madre del Señor y sus herma-
nos le decían: Juan el Bautista bautiza en remisión de
los pecados; vayamos y seamos bautizados por él. Mas
él les dijo: ¿Qué pecados he cometido yo para que ten-
ga que ir y ser bautizado? A no ser que esto que digo
sea ignorancia.‖ (Contra Pelagio, III, 2) Aquí Jesús
expresa con toda precisión su actitud ideológica. Para
mí, la expresión es muy clara. Trasladada a términos
modernos y silogísticos diría: Este bautismo al que me
invitáis es para remisión de pecados; yo no tengo pe-
cados; luego este bautismo no es para mí. A menos
que esto que acabo de decir sea una tontería. Es decir,
a menos que me demostréis que el silogismo que aca-
bo de hacer es incorrecto.
Luego, Jesús no pudo aceptar el bautismo de Juan.
Pero a los pre-evangelistas y a los evangelistas nada
les interesaba tanto como establecer un firme vínculo
de Jesús con Juan, que era un vínculo de Jesús con la
secta de ellos. Si se habían apropiado del nombre y de
la personalidad de Jesús para hacer de él su Mesías,
51

nada les interesaba tanto como dar un título legal a


esta apropiación. Y el mejor título era el hecho de que
Jesús hubiera ido para ser bautizado por Juan, lo que
lo haría cabalmente esenio.
Si el hecho del bautismo de Jesús por Juan es in-
creíble, mucho más increíble es la epifanía o manifes-
tación gloriosa que le siguió, según el relato de los
sinópticos.
Y no solamente por milagrosa y sobrenatural, sino
porque es incompatible con otros hechos naturales,
creíbles y verosímiles referidos por los mismos evan-
gelios. El relato de Mateo dice: ―Después que Jesús
fue bautizado, salió en seguida del agua, se le abrió el
cielo y vio bajar, como una paloma, el espíritu de Dios
y posarse sobre él. Y se oyó una voz que decía desde él
cielo: Este es el hijo mío, el predilecto; en él me com-
plazco.‖ (III, 16-7) En parecidos términos refieren esto
Marcos y Lucas. El cuarto evangelio, que no mencio-
na el bautismo, expresa: ―Al día siguiente, ve Juan a
Jesús que viene hacia él y dice: He aquí el cordero de
Dios, el que quita el pecado del mundo. Este es de
quien yo dije: Detrás de mí viene un hombre que es
más que yo, porque era antes que yo. Y yo no lo conoc-
ía, pero para manifestarlo a Israel he venido a bauti-
zar con agua. Y atestiguó Juan diciendo: Vi al espíritu
que bajaba como una paloma del cielo y se posó sobre
él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar
52

con agua me dijo: Aquel sobre quien veas bajar el


espíritu y posarse sobre él, ese es el que ha de bautizar
en el espíritu santo. Y yo lo he visto y atestiguo que él
es el Hijo de Dios.‖ (I, 29-34)
Ahora bien, independientemente de su carácter
prodigioso y sobrenatural, el suceso es increíble aun-
que se le considere como una simple apariencia o ilu-
sión de los sentidos. Es absolutamente incompatible
con la inquisición que más tarde hace Juan cerca de
Jesús y que relatan Mateo y Lucas. ―Juan, que había
oído en la cárcel las obras de Cristo, por medio de sus
discípulos envió a decirle: ¿Eres tú el que ha de venir
o hemos de esperar a otro?‖ (Mt., XI, 2-3) Si Juan
había visto el espíritu de Dios bajar y posarse sobre
Jesús y había oído la voz del cielo proclamándolo hijo
predilecto de Dios, ¿cómo podía mandar inquirir si él
era ―el que había de venir‖? Si el suceso prodigioso
hubiera sido cierto, aunque no fuera sino en la apa-
riencia, ninguna duda podía haberle quedado a Juan
respecto a la personalidad mesiánica de Jesús. Y no
habría podido hacer otra cosa que seguirlo fielmente,
acomodarse a sus doctrinas e imitar su ejemplo. Sin
embargo, ya vimos que se conserva separado de Jesús
y que conserva a sus propios discípulos, los cuales se
distinguen claramente de los de Jesús y siguen prácti-
cas diferentes.
53

Pero los evangelistas esenios, que habían hecho de


Jesús uno de los suyos y que lo habían declarado el
Mesías, tenían que relacionarlo con Juan y que hacer-
lo superior a Juan, sin demeritar a éste. Y para ello si-
guieron exactamente el modelo que tenían en Los Tes-
tamentos de los Doce Patriarcas, donde, al anunciar
al Mesías se dice: ―Se levantará para vosotros un astro
de Jacob en paz; y surgirá un hombre de mi raza como
sol de justicia conversando con los hombres en justi-
cia y mansedumbre; y no se hallará en él pecado algu-
no. Los cielos se abrirán sobre él para derramar el
espíritu, bendición del Padre santo; y él derramará
sobre vosotros el espíritu de gracia.‖ (Judá, XXIV, 1-
3)
Pensaron que dejaban el asunto resuelto con el
bautismo y la manifestación gloriosa; urdieron estos
relatos y los cosieron a los documentos de que ya dis-
ponían. Pero su habilidad no fue tanta -felizmente—
que borrara de los documentos los numerosos indicios
de la oposición real que había existido entre Jesús y
Juan.
Jesús predicó una doctrina radicalmente contraria
a la de los esenios -y a todas las de sus contemporáne-
os-, pero vivió, creció y se desarrolló en un medio so-
cial esenio. Después de su muerte, este grupo que lo
había rodeado en vida, adoptó su nombre y su figura,
se apoderó de su doctrina, transformándola como qui-
54

so, y constituyó el germen de la primitiva iglesia cris-


tiana.
Veamos cómo ocurrió esto.
55

4
LOS ESENIOS Y LA IGLESIA PRIMITIVA

Los apóstoles no entendieron la predicación de


Jesús. Tiene que explicarles las parábolas del sembra-
dor y de la cizaña; no comprenden lo que quiere decir
cuando les habla de la levadura de los fariseos; no han
captado el sentido del reino de Dios, y los cebedeos le
piden que les dé lugar prominente a su lado; los de
Emaús están decepcionados porque creían que iba a
restaurar el reino de Israel; y en Los Hechos se dice
que después de la resurrección, los apóstoles le pre-
guntan si es entonces cuando lo va a restaurar.
Varias veces Jesús expresa la molestia que le causa
esta falta de comprensión. ―¿No entendéis esta pará-
bola? Entonces, ¿cómo vais a entender las otras?‖
(Mc., IV, 13) ―¿Todavía no comprendéis ni entendéis?
¿Tenéis endurecido vuestro corazón? ¿Teniendo ojos
no veis y teniendo oídos no oís?‖ (Mc., VIII, 17-8) Va-
rias veces se declara expresamente esta incompren-
sión de los discípulos; por ejemplo: ―Ellos no entend-
ían esas cosas, pero temían preguntarle.‖ (Mc., IX, 32)
―Pero ellos no entendían nada de esto; eran cosas in-
inteligibles para ellos; no entendían lo que les decía.‖
(Lc., XVIII, 34)
56

Todavía después de la muerte y de la resurrección,


y después de que en Pentecostés ha recibido el espíri-
tu santo, que ―habría de enseñarles todo y traerles a la
memoria todo lo que Jesús les había dicho‖ (]n., XIV,
26), Pedro no ha aprendido la lección de que ―no es lo
que entra por la boca del hombre lo que mancha al
hombre‖; puesto que en la visión de Jope declara que
no ha comido jamás cosa común o inmunda; y se ne-
cesita una voz del cielo que le diga: ―lo que Dios lim-
pió no lo llames tú común.‖ (Hechos, X, 14-5)
A la hora de la prisión de Jesús, todos huyen y lo
dejan solo. Herido el pastor, se dispersan las ovejas.
Pedro lo niega tres veces en la misma noche. A la hora
de la muerte, no vemos junto a él sino a las mujeres y
al discípulo a quien amaba. Al enterramiento vemos
concurrir a José de Arimatea y a Nicodemo, seguidos
de las mujeres que lo habían acompañado desde Jeru-
salén, pero no aparece allí ninguno de los apóstoles.
Vemos, pues, después de la muerte de Jesús, a un
pequeño grupo desconcertado y decepcionado, que no
ha entendido la doctrina predicada por su maestro y
que va a tardar en hallar un significado a su ignomi-
niosa muerte.
Y sin embargo, al seguir el relato contenido en Los
Hechos de los Apóstoles, vemos que el grupo empieza
a crecer en forma impresionante (en la reunión de
57

Pentecostés, ―se añadieron como tres mil personas‖, y


poco después ya suman cinco mil), encontramos di-
versos grupos establecidos en distintas poblaciones y
se nos muestran con una sólida estructura interna.
Y al mismo tiempo descubrimos profundas discre-
pancias, incertidumbres, controversias, actitudes con-
tradictorias y doctrinas claramente incompatibles con
las enseñanzas de Jesús.

La clave de todo esto es Santiago el Justo.


Analicemos a este misterioso personaje.
Al principio de Los Hechos, sólo figuran, de entre
los apóstoles, Pedro y Juan. Pero repentinamente, sin
explicaciones previas, sin decirnos cómo ni por qué,
aparece Santiago ocupando una posición muy promi-
nente; la más prominente, porque integra con Pedro y
Juan el triunvirato director y parece que lo preside.
Era hermano de Jesús. ―Hermano del Señor‖ lo
llaman Pablo en Gálatas, I, 19, Hegesipo y Clemente
de Alejandría. Y Josefo lo menciona como ―hermano
de Jesús llamado Cristo.‖ (Antigüedades, XX)
Todo hace suponer que pertenecía también a la sec-
ta de los esenios (o cumramitas o baptistas, pues ya
hemos visto que todos constituían el mismo grupo).
Las noticias que de él tenemos nos vienen principal-
58

mente de Hegesipo y de Clemente, citados por Euse-


bio de Cesárea en su Historia Eclesiástica, libro se-
gundo, capítulos I y XXIII. Allí se nos dice que ―fue
santo desde el vientre de su madre. Nunca bebió ni
vino ni zumo de dátiles.‖ Esto es sorprendentemente
igual a lo que se dice de Juan el Bautista en el momen-
to de su anunciación: ―No beberá vino ni licores, y
desde el seno de su madre será lleno del espíritu san-
to.‖ (Lc., I, 15) Y sigue diciendo Hegesipo: ―Se abstuvo
totalmente de la carne de animales, nunca se cortó la
cabellera ni acostumbraba a ungir ni a bañar su cuer-
po‖; lo que no solamente nos muestra la misma figura
ascética que conocemos en los esenios, sino que,
además, nos da en concreto el dato de la repugnancia
a los ungüentos, que Josefo les atribuye en Las Gue-
rras: ―Piensan que los óleos y ungüentos son afrento-
sos, y si alguno de ellos es ungido sin previa aproba-
ción, le limpian el cuerpo, porque creen que sudar es
bueno y saludable.‖ Se nos dice de él que no usaba si-
no un sólo vestido, y no de lana sino de lino, cuando
de los esenios se dice que usaban una vestidura blanca
y que ―no se cambian la ropa ni el calzado hasta que
están rotos o desgastados con el uso‖. ―Acostumbraba
a entrar solo en el templo y orar allí intercediendo an-
te Dios de rodillas por los pecados del pueblo, hasta el
punto de que sus rodillas hubiesen encallecido como
las del camello, cuando venerando a Dios asiduamen-
59

te se postraba en el suelo haciendo votos por la salva-


ción del pueblo.‖ Los cumramitas reprobaban los sa-
crificios cruentos del Templo, la carne de los holo-
caustos y la grasa de los sacrificios y consideraban que
la plegaria, la oblación de los labios, y la rectitud y
perfección de la conducta constituían la aceptable fra-
gancia y la ofrenda digna y agradable a Dios y que, por
medio de ellas, los miembros de la comunidad hacían
expiación por los pecados del pueblo. (Manual de Dis-
ciplina, IX).
La atribución que a Santiago se ha hecho de la epís-
tola que lleva su nombre en el Nuevo Testamento co-
rrobora todo lo que llevamos dicho; pues esta epístola
es desde el principio hasta el fin cabalmente esenia.
Casi podría seguirse frase por frase y en cada una de
ellas encontraríamos reflejos de la literatura de
Cumrán o de los apocalípticos intertestamentarios. No
habremos de seguirla frase por frase; pero señalare-
mos, unos cuantos ejemplos que demuestran que la
actitud intelectual que la domina es exactamente con-
cordante con la de los esenios o cumramitas.
Para empezar, vemos que está dirigida ―A las doce
tribus de la dispersión.‖ Se dirige, pues, exclusiva-
mente a judíos. Indudablemente a los judíos esenios
dispersos fuera de la Palestina.
60

En I, 12, dice: ―Bienaventurado el varón que sopor-


ta la tentación, porque, probado, recibirá la corona de
la vida que Dios prometió a los que le aman.‖ Y no po-
demos menos que recordar las muchas referencias a
las tentaciones y pruebas a que están sometidos los
elegidos, en el Manual de Disciplina y en Los Himnos
de Cumrán, y especialmente, la declaración que se
hace en el Manual (IV) de que los que caminan en el
espíritu de la verdad obtendrán como premio ―bendi-
ciones sin fin en la vida eterna, una corona de gloria y
una túnica de honor en la luz perpetua.‖
En I, 17, dice la epístola: ―Todo buen don y toda
dádiva perfecta viene de arriba, desciende del Padre
de las Luces.‖ Y en el Manual (IV) se enumeran lar-
gamente todos los dones buenos y verdaderos que re-
ciben los hijos de la verdad, después de haber dicho
que los hijos de la verdad están regidos por el Príncipe
de las Luces.
Pablo, en la Epístola a los Romanos, sostiene que
el hombre no se justifica por las obras de la ley sino
por la fe; e invoca a su favor (IV, 3) el lugar de la escri-
tura que dice: ―Abraham creyó en Dios y le fue com-
putado a justicia.‖ (Gén., XV, 6) Por su parte, la epís-
tola de Santiago sostiene la tesis diametralmente
opuesta; toma el mismo caso de Abraham y ―dice:
―Abraham, nuestro padre, ¿no fue justificado por las
obras cuando ofreció sobre el altar a Isaac, su hijo?‖
61

(II, 21); cita el mismo pasaje del Génesis y añade: ―Y


fue llamado amigo de Dios.‖ (II, 23) Pues bien, exac-
tamente la misma idea y expresada con palabras igua-
les encontramos en el Documento de Damasco (III),
donde se dice que ―Abraham fue considerado amigo
de Dios porque guardó los mandamientos de Dios.‖
Más adelante, en IV, 5 dice: ―¿Pensáis que sin causa
dice la escritura: el espíritu que El hizo morar en no-
sotros anhela con envidia?‖ Pero no hay ninguna es-
critura canónica que diga esto. Luego Santiago no se
está refiriendo a ella. Y parece muy probable que a lo
que se está refiriendo, considerándolo ―escritura‖ es al
Manual de Disciplina (IV), donde, después de haber
dicho que Dios asignó al hombre dos espíritus bajo
cuya dirección ha de estar: el espíritu de la verdad y el
espíritu de la mentira, expresa que el espíritu de la
mentira tiende a la codicia, la perversidad, la mentira,
el celo arrogante, etc.
Las invectivas contra los ricos, contenidas en la
epístola, son típicamente esenias y no hacen sino re-
producir, hasta con los mismos términos, varios pasa-
jes del Libro de Enoc. Por ejemplo, dice la epístola: ―y
vosotros los ricos, llorad a gritos sobre las miserias
que os amenazan. Vuestra riqueza está podrida; vues-
tros vestidos consumidos por la polilla; vuestro oro y
vuestra plata comidos del orín, y el orín será testigo
contra vosotros y roerá vuestras carnes como fuego.
62

Habéis atesorado para los últimos días... habéis vivido


en delicias sobre la tierra entregados a los placeres y
habéis engordado para el día de la matanza. Habéis
condenado al justo, y le habéis dado muerte sin que él
os resistiera.‖ (V, 1-6) Compárese esto con lo siguien-
te: ―¡Ay de vosotros los ricos, porque habéis confiado
en vuestras riquezas, de las que tendréis que separa-
ros, porque no os habéis acordado del altísimo en los
días de vuestras riquezas! Habéis cometido la blasfe-
mia e injusticia y estáis adobados para el día de la ma-
tanza y el día de las tinieblas y el día del juicio. ¡Ay de
vosotros, pecadores, que perseguís a los justos; por-
que seréis entregados y perseguidos, gente de injusti-
cia, y duro será el yugo que os impongan! ¡Ay de voso-
tros, que devoráis lo mejor del trigo y bebéis la fuerza
original de la fuente, y pisoteáis a los pequeños con
vuestra arrogancia!‖ (I Enoc, XCIV)
Y por último -para no hacer demasiado largo este
cotejo- veamos la frase contenida en V, 12: ―Pero ante
todo, hermanos, no juréis, ni por el cielo, ni por la tie-
rra, ni con otra especie de juramento; que vuestro sí
sea sí y vuestro no sea no, para no incurrir en juicio.‖
Esto coincide con lo que Josefo dice de los esenios,
que ―cuanto dicen lo cumplen mejor que si lo hubie-
ran jurado; pero el juramento está prohibido entre
ellos y lo consideran peor que el perjurio, porque di-
cen que quien no puede ser creído sin Dios ya está
63

condenado‖ (Guerras, II, 8); Y además sigue casi a la


letra un pasaje del Libro de los Secretos de Enoc: ―Yo
no juraré por ningún juramento, ni por el cielo, ni por
la tierra ni por ninguna otra criatura del Señor... y si
entre los hombres no existe la verdad, que juren sim-
plemente: sí, sí, o no, no.‖ (II Enoc, XLIX, 1)
Como se ve, la semejanza no puede ser mayor. Y
nada importa al caso el que en el evangelio de Mateo,
V, 33-7, se reproduzca esta misma idea. Porque esto
no hace sino confirmar la intrusión de las ideas ese-
nias en el evangelio.
Todo esto demuestra la mentalidad netamente ese-
nia de la epístola y define con más precisos contornos
la personalidad de Santiago que hemos bosquejado.
Además, en ella se contienen ideas radical e incon-
ciliablemente contradictorias con las tesis de Pablo
sobre la justificación por la fe y, sobre la libertad res-
pecto a la ley, expuestas ampliamente en las epístolas
a los Romanos y a los Gálatas. La oposición es tan
manifiesta que la carta de Santiago puede considerar-
se como una verdadera polémica contra Pablo.
Para el efecto que aquí me interesa, me bastará en-
tresacar y poner frente a frente unas cuantas frases
del uno y del otro.
Dice Pablo: ―Sostenemos que el hombre es justifi-
cado por la fe, sin las obras de la ley.‖ (Rom., III, 28)
64

Dice Santiago: ―Ved, pues, cómo por las obras y no


por la fe solamente se justifica el hombre.‖ (II, 24)
Sostiene Pablo: ―Si sois guiados por el espíritu, no
estáis bajo la ley.‖ (Gálatas, V, 18)
Y afirma Santiago: ―Quien observe toda la ley, pero
quebrante un sólo precepto, viene a ser reo de todos. .
. y si juzgas la ley, no eres ya cumplidor de ella, sino
juez.‖ (II, 10 y IV, 11)
Y puede compararse esto último con lo siguiente
tomado del Manual de Cumrán: ―Si alguno de aque-
llos que han ingresado al grupo de la santidad, al gru-
po de los que andan por el camino que Dios ha orde-
nado, viola, deliberadamente o por negligencia, una
sola palabra de la Ley de Moisés, será expulsado de la
comunidad y no regresará jamás.‖ (VIII)
Todo esto identifica a nuestro hombre con los ese-
nios y lo excluye de los discípulos de Jesús. Quien lle-
vaba el género de vida que hemos descrito ¿cómo iba
a ser seguidor de Jesús, el hombre aficionado a la
buena vida, a los banquetes y a los ungüentos y per-
fumes, comedor y bebedor, amigo de publicanos y pe-
cadores? El hombre que había encallecido sus rodillas
como las de un camello, en la constante oración, no
seguía ciertamente la enseñanza de aquél que dijo:
―cuando oréis, no seáis habladores como los paganos,
65

que piensan ser escuchados por su mucho hablar.‖


(Mt., VI, 7)
Pues este hombre va a venir a ser cabeza de la igle-
sia de Jesucristo.
Que Santiago el Justo no fue discípulo de Jesús du-
rante su vida, resulta no sólo de la diametral oposición
de vida y de personalidad entre ellos, sino de todos los
datos históricos de que disponemos. La identificación
que ha querido hacerse de él con Santiago el Menor,
uno de los apóstoles mencionados en los evangelios,
es absolutamente insostenible. No tiene a su favor si-
no la mera coincidencia del nombre (nombre vulgarí-
simo, por otra parte), y tiene en su contra todo. Los
hermanos de Jesús, entre los que expresamente es
mencionado Santiago por su nombre en Mateo, XIII,
55 y Marcos, VI, 3, aparecen en los evangelios en
franca oposición con él. ―Cuando lo oyeron los suyos,
vinieron para aprehenderlo, porque decían: Está fuera
de sí. Vinieron su madre y sus hermanos y desde fuera
lo mandaron llamar. Y la gente que estaba sentada al-
rededor de él le dijo: ahí afuera están tu madre y tus
hermanos, que te buscan. El les respondió: ¿Quién es
mi madre y mis hermanos? Y mirando a los que esta-
ban sentados alrededor de él, dijo: He aquí a mi ma-
dre y mis hermanos. Aquel que hace la voluntad de
Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.‖
(Mc., III, 21, 31-5) En el evangelio de Juan se dice cla-
66

ramente que ―sus hermanos no creían en él.‖ (VII, 5)


Con razón dijo él que ―los enemigos del hombre son
los de su casa.‖ (Mt., X, 36)
Si la conducta de Santiago respecto a Jesús hubiera
sido distinta de la de sus demás hermanos, los evange-
listas lo habrían dicho indudablemente. Y si el apóstol
de ese nombre, apodado el Menor, hubiera sido este
hermano de Jesús, ¿cómo no habrían de haber men-
cionado los evangelistas esta relación de parentesco
con el maestro, cuando se ocupan de señalar reitera-
damente que Andrés era hermano de Pedro (Mt., IV,
18; X, 2; Mc., I,16; Lc., VI, 14; Jn., I, 41; VI, 8) y que
Santiago el Mayor era hermano de Juan? (Mt., IV, 21;
X, 2; XVII, 1; Mc., I, 19; III, 17; V, 37; X, 35; Hechos,
XII, 2)
Esto se confirma con la descripción que hace Hege-
sipo de los sucesos que acarrearon la muerte de San-
tiago: ―Comenzaron a alborotarse los judíos, los escri-
bas y los fariseos, clamando que ya se había llegado
hasta el extremo de que casi todo el pueblo esperase a
Jesús como a Cristo. Por consiguiente, reuniéndose
todos se dirigieron a Santiago y lo estrecharon con es-
tas palabras: Te rogamos que reprimas el error del
pueblo, que ha concebido una opinión falsa acerca de
Jesús como si fuese el Cristo. Persuade por lo tanto a
todos los que se reúnen aquí en la fiesta de la pascua
que piensen rectamente acerca de Jesús. Pues todos
67

tenemos confianza en ti y con todo el pueblo te testi-


moniamos que eres un varón justísimo y que en ti no
hay acepción de personas. Por consiguiente, persuade
a la plebe de que en adelante no yerre acerca de Jesús.
Todo el pueblo y nosotros te obedecemos. Sube pues,
a lo alto del templo, para que colocado en lugar eleva-
do puedas ser fácilmente visto y escuchado por todos.
Porque con motivo de la solemnidad de la pascua se
han congregado aquí todas las tribus de los judíos y
no pocos gentiles. Luego, habiendo los escribas y fari-
seos mencionados colocado a Santiago en lo alto del
templo, comenzaron a hablarle con voz suplicante:
¡Oh, Justo!, a quien prestar fe todos nosotros es razo-
nable; todo el pueblo yerra siguiendo a Jesús crucifi-
cado. ¡Enséñanos cuál sea la puerta de Jesús clavado
en la cruz! Entonces Santiago dejando oír su voz les
respondió: ¿Por qué me preguntáis acerca de Jesús
Hijo del Hombre? El está sentado a la diestra de la
suma virtud y ha de venir en las nubes del cielo. Como
muchos, confirmados por ese testimonio de Santiago,
glorificasen a Jesús diciendo: ¡Hosanna al Hijo de Da-
vid!, entonces los mismos escribas y fariseos, hablan-
do entre sí dijeron: Malamente hemos procedido hon-
rando a Jesús con tan valioso testimonio. Pero sub-
amos y arrojémosle abajo, para que aterrados los de-
más dejen de prestarle fe.‖ (Eusebio, Hist. Ecl., II, 23)
68

Y lo arrojaron de lo alto del templo y como no murió


luego, lo acabaron a pedradas y bastonazos.
Esto demuestra que, aún el día de su muerte, los
escribas y fariseos confiaban en que Santiago hablaría
en contra de los que exaltaban a Jesús. Tratándose de
un hombre tan conocido y respetado, y además her-
mano de Jesús, era imposible que hubiera sido uno de
los seguidores de éste sin que los escribas y fariseos lo
hubieran sabido. Lo que quiere decir que su ―conver-
sión‖ tenía que ser muy reciente. Qué tan reciente
haya sido, no lo podemos saber, porque la cronología
de esa época y de esos sucesos es muy incierta; pero
no tiene mayor importancia. Para mi propósito, tiene
interés secundario el fijar cuánto tiempo después de la
muerte de Jesús entra Santiago en consorcio con los
apóstoles. Lo que me interesa es demostrar que no fue
discípulo en vida de Jesús.
¿Y cómo es que, no habiendo sido discípulo en vida
del Maestro, se le recibe inmediatamente entre los
discípulos y pasa a ocupar desde luego el primer lu-
gar? Para sustituir a Judas en el lugar que, por su trai-
ción y muerte, dejó vacante entre los doce, se exige en
el sustituto una larga militancia. Pedro dice que ha de
ser elegido uno de entre los varones ―que nos han
acompañado todo el tiempo en que vivió entre noso-
tros el Señor Jesús a partir del bautismo de Juan has-
ta el día en que fue tomado de entre nosotros.‖
69

(Hechos, I, 21-2) Y en cambio, para ocupar la presi-


dencia del grupo, se acepta a un recién llegado y que
antes se había mostrado hostil. Y aunque Pablo, el an-
tiguo perseguidor de los cristianos, no tuviera por qué
escandalizarse ni pudiera arrojar la primera piedra,
parece hacer una velada alusión a ello, cuando, al re-
ferir su entrevista con los del triunvirato, dice: ―De los
que parecían ser algo -lo que hayan sido no me inte-
resa, que Dios no es aceptador de personas-, de esos
nada recibí.‖ (Gál., II, 6)
Que Santiago pasa a formar parte del triunvirato
director y lo preside, resulta del análisis de varios tex-
tos: cuando Pablo habla de su segundo viaje a Jeru-
salén, dice con cierto retintín: ―Subí, pues, en virtud
de una revelación, y les comuniqué privadamente a
los que eran algo, el evangelio que predico entre los
gentiles, para saber si corría o había corrido en va-
no...De los que parecían ser algo... Santiago, Cefas (o
sea Pedro) y Juan, que pasan por ser las columnas,
reconocieron la gracia a mí dada.‖ (Gál., II, 2, 6 y 9) Y
en la misma epístola, al referir su primer viaje des-
pués de la conversión, dice: ―Pasados tres años, subí a
Jerusalén para conocer a Cefas, a cuyo lado permanecí
quince días. A ningún otro de los apóstoles vi, sino
sólo a Santiago, el hermano del Señor. En esto que os
escribo, bien sabe Dios que no miento.‖ (Gál. I, 18-20)
70

(Recordemos que Cefas es la forma aramea del


nombre de Pedro, como se explica en Juan, 1, 42: ―tú
serás llamado Cefas, que quiere decir Pedro.‖)
Después que Pedro fue libertado por el ángel y al
llegar a los suyos, les dice: ―Contad esto a Santiago y a
los hermanos.‖ (Hechos, XII, 17) En el llamado Conci-
lio de Jerusalén y en el decreto que allí se expide se
advierte la preponderancia de Santiago (Hechos XV,
1-30)
Por su parte, Clemente lo declara de modo expreso
y preciso. Llama a Santiago arzobispo y príncipe de
los obispos, como mandando con autoridad episcopal
sobre todos los apóstoles; y en otra parte dice: ―Des-
pués de la ascensión del Salvador, aun cuando el Se-
ñor había distinguido entre todos los demás a Pedro,
Santiago y Juan, no por ello contendieron entre sí
acerca del primer grado de honor, Sino que eligieron
obispo de Jerusalén a Santiago apellidado El Justo.‖
(Eusebio, Hist. Ecl., II, 1) Aunque la construcción de
esta frase induce a confundir a Santiago el Justo con
el apóstol del mismo nombre -lo que ya vimos que se-
ría incorrecto-, deja, sin embargo, establecida de ma-
nera indudable la primacía del Justo.
La preponderancia de Santiago, visible aunque es-
fumada en el libro de Los Hechos, aparece clara y ma-
nifiesta en toda la literatura llamada clementina. Es él
71

quien manda a Pedro a contender con Simón el Mago;


le ordena que cada año le rinda informes escritos de
sus actividades y de sus prédicas (Reconocimientos, I,
17 y 72; Homilías, I, 20); en la disputa con el sa-
nedrín, en que intervino Gamaliel, es Santiago quien
encabeza al grupo que sostiene que Jesús es el Cristo,
y aparece enfrentándose al sumo sacerdote Caifás con
el carácter de sumo obispo, (Rec.I, 68) Pedro reco-
mienda a sus discípulos: ―Tened mucho cuidado y no
creáis a ningún maestro si no trae de Jerusalén cre-
denciales de Santiago el hermano del Señor, o de
quien lo suceda, porque nadie debe ser recibido como
tal si no ha sido previamente aprobado allí como fiel y
verdadero maestro para predicar la palabra de Cristo.‖
(Rec., IV, 35)
En la carta a Santiago, que precede a las Homilías
clementinas, se le llama ―obispo de los obispos, que
gobierna la comunidad santa de los hebreos en Jeru-
salén y las comunidades fundadas en todas partes por
la providencia de Dios.‖
¿Pues cómo puede haber ocurrido tan, al parecer
injustificado y repentino encumbramiento? ¿Cuál
puede haber sido su causa?
En mi opinión, la causa fue la siguiente: Santiago
no era solamente un esenio. Era el jefe de los esenios.
72

Uno de los rasgos más importantes y sensacionales


de los hallazgos del Mar Muerto y uno de los que han
suscitado mayor número de cavilaciones, hipótesis y
controversias, es la mención en varios de los docu-
mentos que pueden considerarse propios de la comu-
nidad de Cumrán, de un personaje notabilísimo a
quien se llama el Maestro de Justicia. Se le menciona
en varios de los manuscritos, pero especialmente en el
Comentario de Habacuc y en el Documento de Da-
masco; y aparece como un maestro y guía de su pue-
blo, divinamente inspirado para descifrar el significa-
do de las palabras de los profetas, y que lleva en sí el
espíritu de la rectitud, la verdad y la justicia. En algu-
nos pasajes se le presenta perseguido violentamente
por un ―sacerdote impío‖, que también es llamado
―hombre de la mentira‖. Parece haber sido torturado o
desterrado. No es de creerse que se le atribuya carác-
ter mesiánico, porque en varias ocasiones se le distin-
gue de los Mesías de Aarón y de Israel.
Muchas han sido las hipótesis formuladas por los
estudiosos para tratar de descubrir quién haya sido el
personaje conocido de la historia a quien se pudiera
atribuir este título de Maestro de Justicia, y hasta ha
tratado de identificársele con Juan el Bautista y con
Jesús de Nazaret. A ninguna conclusión sólida han
podido llegar estas hipótesis, en parte, por la escasez
de los datos de que se dispone. En varios de los pasa-
73

jes más importantes, los manuscritos están incomple-


tos y ofrecen lagunas que hacen imposible conocer
con precisión el verdadero sentido de los textos.
Más correcta parece la interpretación que propone
Teodoro Gaster en la introducción a su versión en
inglés de las escrituras del Mar Muerto: ―Si conside-
ramos los textos sin prejuicios ni ideas preconcebidas,
resulta bien claro que el título de Maestro de Justicia
denota un oficio permanente más bien que un indivi-
duo en particular, y que las varias menciones que de él
se hacen no se refieren siempre a una misma y única
persona.‖ (The Dead Sea Scriptures, Intr., X)
Por otra parte, varios escritores han sostenido que
la expresión que primeramente fue traducida: ―Maes-
tro de Justicia‖ debe ser, más correctamente, ―Maes-
tro Justo‖, queriendo significar el maestro acertado y
exacto, verdadero y auténtico expositor de la ley.
Pues bien, si esto es así, el sobrenombre dado a
Santiago y con el que es conocido: ―el Justo‖, sería la
indicación de que, en su tiempo, él era el Maestro Jus-
to, el guía y rector de la comunidad esenia.
Probablemente a él se refería Ananías cuando le di-
jo a Pablo en Damasco después de la conversión de
éste: ―El Dios de nuestros padres te ha escogido para
que conozcas su voluntad, y veas al Justo y oigas la
voz de su boca.‖ (Hechos, XXII, 14) Esto querría decir
74

que Ananías, al saber que Pablo se había adherido a


las doctrinas de Jesús, lo mandó a buscar a Santiago
para que recibiera instrucciones de su boca.
Pablo no lo atendió en esto, porque consideró que
no tenía que consultar con carne y sangre, como dice
en la epístola a los Gálatas (I, 16), es decir, porque no
podía hacer depender de la opinión de otros la inter-
pretación que él hiciera de la doctrina de Jesús.
Hay todavía otro dato a considerar respecto a San-
tiago. Cuenta Hegesipo que ―era el único entre todos
que tenía el derecho y la facultad de entrar en el san-
tuario íntimo del templo‖. Si tomamos al pie de la le-
tra lo que aquí se nos dice, resulta tan extraordinario
que es inverosímil. Porque sabemos que al santuario
íntimo del templo, al santo de los santos, sólo entraba
el Sumo Sacerdote y sólo una vez al año para hacer
expiación con sacrificio de sangre por sus ignorancias
y las del pueblo. (Hebreos, IX, 7; Levítico, XVI) Hege-
sipo añade enseguida que Santiago ―acostumbraba a
entrar solo en el templo y orar allí intercediendo ante
Dios de rodillas por los pecados del pueblo.‖ Esto pa-
recería atribuir a Santiago el carácter de sumo sacer-
dote; pero como esto es imposible en sus términos y
dentro de la jerarquía ortodoxa del Templo, tenemos
que buscar alguna otra explicación. Yo no tengo noti-
cia de que se haya dado de esto una explicación satis-
factoria; y por consiguiente, tengo que imaginar una.
75

Como el hecho que se nos relata es imposible en sus


términos literales aplicados al funcionamiento del
Templo en la época de que se trata, supongo que
Hegesipo ha de haber recibido, sin entenderla con cla-
ridad, una tradición de origen esenio que atribuyera a
Santiago, dentro de su secta, carácter o funciones
equivalentes a las del sumo sacerdote, Esto se confir-
ma con un dato que nos da Epifanio: Santiago ―estaba
facultado para portar en la cabeza la diadema de sumo
sacerdote.‖ (Panarion, LXXVIII)
Pues bien, si Santiago era el jefe de los esenios, su
Maestro Justo, guía y sumo sacerdote, y se puso de
acuerdo con los apóstoles en reconocer a Jesús como
el Mesías y en reunirse todos bajo el nombre de Jesús,
constituyendo una sola comunidad a la que él aporta-
ría un grupo perfectamente organizado ya y muy nu-
meroso, es natural y explicable que los apóstoles lo
hayan aceptado desde el primer momento y le hayan
concedido inmediatamente el primer lugar; cuando,
además de todo lo que aportaba por su prestigio per-
sonal y por su secta organizada, llevaba consigo el
título de ―hermano del Señor.‖
Si la fusión era muy conveniente para el pequeño,
desconcertado y desorganizado grupo de los apóstoles
y sus discípulos, también lo era para la secta esenia o
baptista. Estos también deben de haber estado des-
concertados y decepcionados. Habían perdido tam-
76

bién a su gran maestro, Juan, y probablemente habían


sido ya expulsados de su sede de Cumrán y habían te-
nido que dispersarse y ocultarse. Los sabios que estu-
dian los hallazgos del Mar Muerto se inclinan a creer
que el monasterio fue definitivamente abandonado
hacia el 68 de la era cristiana, y en los relatos transcri-
tos por Eusebio se dice enseguida de la muerte de
Santiago: ―No mucho después acaecieron el asedio de
Vespasiano y la cautividad de los judíos... Fue tan
célebre y admirable para todos Santiago por su singu-
lar justicia, que llegasen a estimar los más prudentes
de los judíos que esa fue la causa del asedio de Jeru-
salén que siguió luego. El mismo Josefo no vaciló en
atestiguar por escrito que el asedio no ocurrió por otra
causa que por el crimen cometido contra Santiago,
cuando dice: Estas cosas acaecieron a los judíos a cau-
sa de Santiago el Justo, hermano de Jesús llamado
Cristo.‖
Aunque los esenios no hubieran comprendido a
Jesús, no han podido sustraerse a la influencia de su
fascinante personalidad. Durante su vida, pudieron
tener con él grandes diferencias de ideas; pero una vez
muerto, la idea de su condición mesiánica y de su re-
surrección les resultaba muy favorable. El Mesías su-
friente, varón de dolores, que con su pasión había ex-
piado los pecados del pueblo encajaba muy bien en la
expectación mesiánica que habían venido predicando.
77

Consideran que la proclamación que habían hecho de


la inminencia de la llegada de la ―era venidera‖ se ro-
bustece con la afirmación de que el Mesías esperado
ya llegó, padeció como el siervo de Dios de Isaías, re-
sucitó de entre los muertos y volverá en triunfo en un
futuro muy próximo, a juzgar a la humanidad.
Y todavía tenemos otro dato significativo en el rela-
to de Eusebio. Se habla allí de las siete sectas que
existían entre los judíos y se añade: ―Cuantos, pues, de
ellos creyeron, creyeron ciertamente por obra y minis-
terio de Santiago.‖
La ―conversión‖ de Santiago arrastró, pues, consigo
a su comunidad en masa. Y así se explica el que en un
sólo día se convirtieran tres mil personas. (Hechos, II,
41) (Filón de Alejandría dice que los esenios eran co-
mo cuatro mil) Y esto explica también la rápida difu-
sión y pronta organización que vemos en la iglesia
primitiva. Los apóstoles van a predicar a distintas po-
blaciones y allí se encuentran ya grupos previamente
formados, a los que sólo les van a llevar la noticia de la
―conversión‖ de sus jerarcas y la proclamación de que
Jesús de Nazaret resucitado de entre los muertos es el
Cristo que estaban esperando. Con sólo esta modifica-
ción por entonces -mientras no aparezca Pablo con
nuevas ideas- los grupos continúan como estaban; pe-
ro en Antioquía empiezan a llamarse cristianos.
(Hechos, XI, 26)
78

Y todo esto explica las grandes, numerosas y sor-


prendentes semejanzas que, en ideas, en procedimien-
tos y en estructura orgánica, han sido señaladas ya en-
tre los esenios o cumramitas y la iglesia cristiana pri-
mitiva. En muchos de los libros que se han publicado
sobre los rollos del Mar Muerto, se exponen esas se-
mejanzas. Aquí me limitaré a mencionar algunas de
las más llamativas. La primera y principal es la vida
en comunidad de bienes y personas que se da en el
grupo de Jerusalén (que puede haber sido nada me-
nos que el grupo comunista expulsado de Cumrán.)
―Todos los que habían creído vivían unidos y tenían en
común todas las cosas; y vendían sus propiedades y
sus bienes y lo repartían entre todos según la necesi-
dad de cada uno. . . y la multitud de los que habían
creído era de un corazón y un alma; y ninguno decía
ser suyo propio nada de lo que poseía, sino qué tenían
todas las cosas en común...Así que no había entre ellos
ningún necesitado; porque todos los que poseían
heredades o casas, las vendían, y traían el precio de lo
vendido y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se re-
partía a cada uno según su necesidad.‖ (Hechos, II,
44-5; IV, 32, 34-5) Esto es exactamente lo mismo que
los historiadores dicen de los esenios del grupo cen-
tral y es exactamente lo mismo que el Manual de Dis-
ciplina prescribe para los que han ingresado plena y
definitivamente a la comunidad. La semejanza llega
79

hasta los detalles: en el Manual (VI) se prescribe que


si uno de los miembros miente deliberadamente en
cuanto a sus propiedades, será excluido por un año de
los actos de la congregación y castigado con una cuar-
ta parte de su ración de alimento. En Los Hechos (V,
1.10) se cuenta la historia de Ananías y Safira, quie-
nes, por haber mentido a los apóstoles en cuanto al
precio en que habían vendido una heredad para en-
tregarla a la comunidad, cayeron muertos instantá-
neamente.
En la jerarquía de Cumrán encontramos un grupo
de doce miembros y otro de tres sacerdotes (Manual,
VIII), aunque no se aclara si estos tres formaban parte
o no del grupo de los doce. En la iglesia de Jerusalén,
encontramos claramente constituidos el grupo de los
doce apóstoles y el de las tres columnas: Santiago, Pe-
dro y Juan. (Gál., II, 9) Y tenemos también entre los
esenios a los ancianos (presbíteros) y a otros funcio-
narios llamados mebaquerim, o sea ―supervisores‖,
cuyo nombre equivale exactamente al del episkopos
griego, de donde viene nuestro obispo.
Gaster, haciendo notar estas semejanzas entre la
primitiva iglesia y la comunidad de Cumrán dice: ―Es
muy significativo que algunos de los términos usados
para definir sus varios elementos constitutivos, aun-
que derivados en último extremo del Antiguo Testa-
mento, poseen en el dialecto arameo palestiniano de
80

los primitivos cristianos exactamente el mismo senti-


do casi técnico, denotando varias partes de la organi-
zación eclesiástica. Un ejemplo importante es el
término empleado para designar a la asamblea delibe-
rante; esah en el arameo palestiniano (en el que, por
cierto, es una palabra adoptada) significa especial-
mente el consejo de la iglesia o sinagoga; es usado en
las escrituras como equivalente del griego sinhedrion,
más familiar para nosotros en la forma hebraizada sa-
nedrín. Del mismo modo, la palabra usada para deno-
tar la congregación en su totalidad: edah, aunque to-
mada del Antiguo Testamento, fue igualmente adop-
tada en el siríaco, como término usual para decir igle-
sia. En otras palabras, el vocabulario técnico de la
primitiva iglesia palestiniana parece reproducir el
usado por los sectarios de la alianza del Mar Muerto
para describir su propia organización.‖ (The Dead Sea
Scriptures, intr., VII)
De los esenios dice Josefo que ―no hablan de mate-
rias profanas antes de que el sol nazca, sino que rezan
ciertas oraciones recibidas de sus antepasados, como
rogándole que aparezca. Después sus directores los
despiden para que practique cada uno su oficio, en los
que trabajan con gran diligencia hasta la hora quinta‖
y que más tarde ―penetran en el comedor como si fue-
se un santo templo.‖ Y de los cristianos de los prime-
ros años del siglo II informa Plinio el Joven que ―se
81

reúnen en ciertos días antes de la salida del sol y can-


tan un himno a Cristo, como a un dios‖, y que después
―se dispersan y se vuelven a reunir más tarde para la
comida.‖ (Carta a Trajano)
Todo esto demuestra que el pequeño grupo de los
discípulos de Jesús quedó injertado en el grupo ese-
nio, y que el rápido desarrollo y la fuerte y precoz or-
ganización con que aparece la naciente iglesia cristia-
na no son sino el desarrollo y la organización que ya
tenía adquiridos la comunidad esenia.
Lo que hemos llamado la conversión de los esenios
no consistió en la comprensión, ni mucho menos en la
aceptación, por ellos de las ideas predicadas por
Jesús; sino sólo en la afirmación de que era el Cristo
(el Mesías), que resucitó y que habrá de regresar
triunfante como juez.
Esto explica, entre otras cosas, la terrible pobreza
doctrinal del libro de Los Hechos de los Apóstoles.
Cuando uno ha leído los evangelios y los ha encontra-
do pletóricos de ideas, espera hallar estas ideas des-
arrolladas y expuestas en Los Hechos. Sin embargo,
allí no se ve casi nada de las enseñanzas de Jesús. Y no
por falta de oportunidad; porque aunque el libro es
una crónica de actos de los apóstoles, está lleno de
discursos de Pedro, de Pablo, de Santiago y de Este-
ban, pero que se reducen a hacer invocaciones o sínte-
82

sis del Antiguo Testamento, para concluir que Jesús


es el Mesías anunciado y que ―a este Jesús a quien
crucificaron, Dios lo ha hecho Señor y Cristo.‖ Esto
explica también las disensiones, las controversias con
Pablo, la tímida actitud de Pedro y las concesiones a
regañadientes de Santiago.
Estas controversias y disensiones afloran en varios
pasajes de Los Hechos de los Apóstoles y de las epísto-
las paulinas y cobran especial relieve en lo que se ha
llamado el Concilio de Jerusalén.
Son innumerables las dificultades y los problemas
de todo género que presentan los documentos, en
cuanto a la fijación y coordinación de textos, en cuan-
to a la armonización lógica y cronológica de los hechos
y en cuanto al descubrimiento de su verdadero senti-
do, de sus motivaciones y de sus consecuencias. No
puedo entrar aquí al análisis de estos problemas; y me
limitaré a considerarlos sólo en cuanto interesan a mi
propósito.
Si la hipótesis que venimos formulando es acerta-
da, tenemos entre los elementos influyentes de la
primitiva iglesia: al pequeño grupo de los apóstoles,
ignorantes, inseguros y desconcertados; al grupo ese-
nio supuestamente convertido pero bien estructurado;
y frente a ellos, a Pablo, al parecer solo. Como ya vi-
mos, Pedro, que se supone ser el Jefe del grupo
83

apostólico sigue adherido a las prescripciones alimen-


tarias Judaicas hasta la visión de Jope. Y aunque des-
pués de ella y a consecuencia de ella se nos presenta
en Los Hechos como el iniciador de la conversión de
los gentiles en el caso de Cornelio, sin embargo lo en-
contramos después en Antioquía que ―antes que vinie-
sen algunos de los de Santiago, comía con los gentiles;
pero después que vinieron, se retraía y se apartaba,
porque tenía miedo de los de la circuncisión; y en su
simulación participaban también los otros judíos, de
tal manera que aun Bernabé fue también arrastrado
por la hipocresía de ellos.‖ (Gál., II, 12-3) Esto dio
motivo a la reprimenda de Pablo. ―En su misma cara
me le opuse, porque era reprensible... Cuando yo vi
que no andaban rectamente según la verdad del evan-
gelio, dije a Cefas delante de todos: Si tú, siendo judío,
vives como gentil y no como judío, ¿por qué obligas a
los gentiles a judaizar?‖ (II, 11 y 14) Y esto nos de-
muestra que Pedro no tenía ni mucha consistencia, ni
mucha convicción ni mucha autoridad.
Y el mismo caso de Cornelio confirma que la auto-
ridad de Pedro era muy limitada. Según se narra en
los capítulos X y XI de Los Hechos, Pedro, movido por
la visión de Jope, bautizó al gentil Cornelio sin impo-
nerle la circuncisión. Y al entrar a casa de éste les dijo:
―Vosotros sabéis cuán abominable es para un varón
judío juntarse o acercarse a un extranjero; pero a mí
84

me ha mostrado Dios que a ningún hombre llame


común o inmundo.‖ ―Y cuando Pedro subió a Jeru-
salén, disputaban con él los de la circuncisión, dicien-
do: ¿Por qué has entrado en casa de hombres incir-
cuncisos, y has comido con ellos?‖ Y después que él les
explica la visión que lo movió, ―entonces, oídas estas
cosas, callaron y glorificaron a Dios, diciendo: ¡De
manera que también a los gentiles ha dado Dios con-
versión para vida!‖ Si tenemos en cuenta este relato y
si suponemos en Pedro la autoridad que después se le
atribuyó, debemos pensar que la cuestión había que-
dado definitivamente resuelta. Sin embargo, vemos
que la misma cuestión vuelve a plantearse bastante
tiempo después en Antioquía y motiva la reunión del
que se ha llamado el Concilio de Jerusalén.
De esta reunión de Jerusalén tenemos dos versio-
nes totalmente diferentes: la que dan Los Hechos de
los Apóstoles en el capítulo XV y la de la Epístola a los
Gálatas en el capítulo II. Empezaremos por estudiar
la primera.
Provocada por ―algunos que venían de Judea‖
(probablemente de Jerusalén), se suscita en Antioquía
la cuestión de si los gentiles convertidos están obliga-
dos a circuncidarse y a seguir la Ley de Moisés. Y des-
pués de una ―discusión y contienda no pequeña‖ con
Pablo y Bernabé, se acuerda que vayan estos dos y al-
gunos otros a Jerusalén a tratar la cuestión con los
85

apóstoles y los ancianos. Allí se reúne el grupo direc-


tor y ―después de mucha discusión, Pedro se levantó y
les dijo: Varones hermanos, vosotros sabéis cómo ya
hace algún tiempo que Dios escogió que los gentiles
oyesen por mi boca la palabra del evangelio y creye-
sen‖; Pablo y Bernabé contaron las maravillas que
había hecho Dios por medio de ellos entre los gentiles;
habló por fin Santiago y como consecuencia, se expide
un edicto redactado exactamente en los términos pro-
puestos por éste: ―Los apóstoles y los ancianos y los
hermanos, a los hermanos de entre los gentiles que
están en Antioquía, en Siria y en Cilicia, salud. . . Ha
parecido bien al espíritu santo y a nosotros no impo-
neros ninguna carga más que estas cosas necesarias:
que os abstengáis de lo sacrificado a ídolos, de sangre,
de ahogado y de fornicación.‖
El primer problema que aquí surge es el de la fija-
ción del texto. El que acabo de transcribir es el que
nos da la ―versión oriental‖ de Los Hechos, que es la
contenida en la mayoría de nuestras biblias modernas.
La versión occidental suprime ―lo ahogado‖ y añade la
regla de oro contenida en el Evangelio: ―no hacer a
otro lo que no se querría para sí mismo.‖ Y el manus-
crito Chester Beatty deja sólo las tres primeras pres-
cripciones, suprimiendo la fornicación. Aunque no me
interesa mayormente este problema textual, me pare-
ce que el texto de este último manuscrito es más co-
86

rrecto, porque da unidad a las prescripciones allí con-


tenidas. Son las que impone el Levítico en el capítulo
XVII a ―todo hombre de la casa de Israel o de los ex-
tranjeros que habitan en medio de ellos.‖
El problema que sí tiene interés consiste en deter-
minar a quiénes se aplicaba el edicto y cuáles eran su
alcance y su significación. Los Hechos presentan la
cuestión en una forma nebulosa que, a primera lectu-
ra, puede inducir a pensar que la naciente iglesia hab-
ía roto con las prescripciones judaicas y que sólo se
conservaban ciertas recomendaciones a los gentiles
recién llegados. Pero esto no es verdad. De los relatos
se desprende con claridad que el grupo de Jerusalén
se conserva totalmente dentro de la Ley de Moisés y
de las reglamentaciones rituales (era el grupo esenio),
y que sólo establece un régimen excepcional y transi-
torio para los gentiles conversos.
Para sostener esto, tenemos varias razones. Prime-
ra: Por su contenido mismo, las reglas del edicto no
pueden ser un sustituto del decálogo ni de las 631 re-
glas de la Ley judía. Segunda: El edicto está dirigido
de una manera específica y concreta ―a los hermanos
de entre los gentiles que están en Antioquía, en Siria y
en Cilicia.‖ Tercera y definitiva: En la última visita de
Pablo a Jerusalén, referida en el capítulo XXI, se dice
que entró a ver a Santiago y a los ancianos, ―y le dije-
ron: Ya ves, hermano, cuántos millares de judíos hay
87

que han creído; y todos son celosos de la ley. Pero se


les ha informado en cuanto a ti, que enseñas a todos
los judíos que están entre los gentiles a apostatar de
Moisés, diciéndoles que no circunciden a sus hijos, ni
observen las costumbres. ¿Qué hay, pues? La multitud
se reunirá de cierto, porque oirán que has venido.
Haz, pues esto que te decimos: hay entre nosotros
cuatro hombres que tienen obligación de cumplir vo-
to. Tómalos contigo, purifícate con ellos y paga sus
gastos para que se rasuren la cabeza; y todos com-
prenderán que no hay nada de lo que se les informó
acerca de ti, sino que tú también andas ordenadamen-
te, guardando la ley. Pero en cuanto a los gentiles que
han creído, nosotros les hemos escrito determinando
que no guarden nada de esto; solamente que se abs-
tengan de lo sacrificado a los ídolos, de sangre, de
ahogado y de fornicación.‖ (XXI, 20-5) Aquí se ve muy
claro cómo hay una regla para los ―judíos que han
creído y que todos son celosos de la ley,‖ y otra para
los gentiles, a los que se les ha escrito determinando
que ―no guarden nada de esto‖; y cómo Santiago y los
ancianos consideran indispensable que los de su gru-
po comprendan que Pablo anda ordenadamente,
guardando la ley.
Todo esto nos demuestra con nítida claridad que el
núcleo central y director jerosolimitano seguía siendo
―celoso de la ley‖, y que el edicto no había establecido
88

un nuevo régimen para toda la comunidad, sino ex-


clusivamente una concesión aplicable sólo a los genti-
les que se convertían, a quienes se colocaba en la
misma situación que había sido aplicada siempre a los
―prosélitos de la puerta‖, aquellos ―extranjeros que vi-
ven entre vosotros‖ a los que se refería el Levítico.
Es sabido que el proselitismo judío no tendía, ni
tiende necesariamente a la adhesión cabal de los ex-
tranjeros a las reglas todas ni a las creencias todas del
pueblo de Dios. El gentil que solicitaba y le era conce-
dida esa adhesión cabal se circuncidaba y quedaba su-
jeto a la ley y a todas las prácticas, como cualquier
judío de nacimiento, perdiendo toda su anterior per-
sonalidad jurídica y todos sus anteriores lazos familia-
res y recibiendo un nuevo nombre y una nueva perso-
nalidad, como nacido al momento de su circuncisión.
Estos eran los prosélitos de la justicia. Pero el proseli-
tismo se iniciaba (y en numerosos casos se limitaba
sólo a eso) por el reconocimiento del Dios verdadero y
la abstención de las cosas prohibidas por el Levítico a
los ―extranjeros que habitan entre vosotros‖, es decir
de los sacrificios a los ídolos, de la sangre y de los
animales muertos por sofocación. Los que a esto se
adherían eran llamados ―prosélitos de la puerta‖.
De manera que el famoso edicto de Jerusalén no
hace sino establecer para la naciente iglesia cristiana
las mismas reglas del proselitismo judío.
89

Esto no era ninguna novedad dentro del judaísmo


ortodoxo ni dentro del esenismo. Los esenios, como
hemos visto, tenían una orden central, principal y di-
rigente en Cumrán, sujeta a rigurosa disciplina, y otra
orden dispersa en las distintas poblaciones, sometida
a una disciplina mucho más laxa; y tenían además,
dentro de la orden central, distintos períodos de pro-
bación, en los que el aspirante, antes de su admisión
definitiva, estaba exento de las reglas propias de la
comunidad.
Pero esto establecía necesariamente dos clases de
cristianos: unos de primera y otros de segunda. La si-
tuación de los de segunda tenía que ser vista como al-
go transitorio y de noviciado. Quizá constituye el an-
tecedente histórico de los catecúmenos de que
hablarán documentos posteriores de la historia de la
iglesia, que concurrían con los fieles a la oración y a la
instrucción, pero que estaban excluidos del banquete
eucarístico.
Al paso del tiempo, el grandísimo desarrollo del
cristianismo entre los gentiles y su escasísimo progre-
so entre los judíos hará que algunas de las reglas dis-
ciplinarias judaicas se olviden y que el núcleo central
jerosolimitano pierda el control y la dirección de la co-
lectividad. Sin embargo, las restricciones impuestas a
los gentiles perdurarán por mucho tiempo, como se ve
con motivo de las persecuciones de Lion en la crónica
90

de Eusebio, donde cuenta que los mártires, acusados


de comer carne de niños en sus ágapes, se defendían
diciendo: ―¿Cómo puede ser que coman niños aquellos
a quienes ni siquiera es lícito gustar la sangre de los
animales?‖ (Hist. Ecl., V, 1)
Pero todo eso ya no nos importa aquí. Lo que nos
importa es el hecho de que todavía al momento de la
última visita de Pablo a Jerusalén, por lo menos diez y
siete años después de su conversión (Gál., I, 18-II, 1)
el grupo rector es puramente esenio y conserva su es-
tructura y su doctrina.
Poco después y dentro de este cuadro van a redac-
tarse los preevangelios y los evangelios.
En todo este relato de Los Hechos se hace aparecer
como si Pablo hubiera estado de acuerdo con las reso-
luciones adoptadas, las hubiera aprobado y las hubie-
ra puesto en ejecución en sus correrías misionales. Pe-
ro esto es absolutamente inadmisible. Pablo no reco-
nocía ninguna autoridad en materias filosóficas y mo-
rales, sostenía la más plena libertad y la ineficacia de
la ley para la justificación, no concedía ningún valor a
la circuncisión ni a las reglas de la comida ni a las
prescripciones rituales, no hacía distinción entre grie-
go y judío. ¿Cómo podía haber transigido y aprobado
la reglamentación del Concilio?
91

No reconocía ninguna autoridad. Inmediatamente


después de su conversión, ―sin pedir consejo a la car-
ne ni a la sangre, no subí a Jerusalén a los apóstoles
que eran antes de mí, sino que partí para la Arabia y
de nuevo volví a Damasco.‖ (Gál., I, 17) Afirma que el
evangelio que predica ―yo no lo recibí o aprendí de los
hombres.‖ (lb., I, 12) Se siente equiparado a los após-
toles: ―El que obró en Pedro para el apostolado de la
circuncisión obró también en mí para el de los genti-
les.‖ (II, 8) Y al referirse al grupo director de Jeru-
salén, en la misma epístola (II, 6 y 9) habla de su au-
toridad con no disimulado tono de sorna: ―los que pa-
recían ser algo‖, ―los que pasan por ser las columnas‖,
y declara que en nada es inferior ―a esos súper apósto-
les‖ (II Cor., XI, 5 y XII, 11)
En toda su obra conocida, no habla para nada del
edicto. Su versión del encuentro en Jerusalén, en
Gálatas, II, manifiesta que no cedió ni por un mo-
mento a las exigencias de ―los falsos hermanos que se-
cretamente se entrometían para coartar la libertad
que tenemos en Cristo Jesús y querían reducirnos a
servidumbre‖; y el asunto se reduce a que ―Santiago,
Cefas y Juan, que pasan por ser las columnas, recono-
cieron la gracia a mí dada, y nos dieron a mí y a Ber-
nabé la mano en señal de comunión, para que noso-
tros nos dirigiésemos a los gentiles y ellos a los cir-
cuncisos. Solamente nos pidieron que nos acordáse-
92

mos de los pobres, cosa que procuré yo cumplir con


mucha solicitud.‖
Pablo estaba solo frente al -relativamente- podero-
so grupo esenio. No podía llegar con ellos a ningún
acuerdo doctrinal. Pero tampoco podía romper defini-
tivamente con ellos, porque esto le habría cerrado
muchas puertas para la predicación. En Jerusalén no
tenía nada que hacer. No le quedaba más solución que
la emigración; irse lejos a predicar en medios sociales
nuevos, donde, por su lejanía, la influencia del grupo
central fuera más débil. Para esto llega a una transac-
ción de orden práctico. Ellos no le estorbarán su labor
misional entre los gentiles, a cambio de que él se en-
cargue de hacer recaudaciones de dinero entre los
grupos de la dispersión a favor de los comunistas de
Jerusalén. Para ellos, esta aportación en dinero tenía,
además de su valor numismático intrínseco, el sentido
de tributo que mantenía vivo el vínculo de autoridad,
como el tributo de la didracma para el Templo. Para
Pablo, no significaba sino el trabajo material de re-
caudar una limosna, a cambio de la cual se le dejaban
las manos libres para ir a la gentilidad, apoyándose en
los grupos esenios ya constituidos en muchas pobla-
ciones del mundo romano.
93

Hasta aquí he formulado una hipótesis de carácter


histórico. He dicho que los esenios, después de la
muerte de Jesús, se apoderaron de su nombre; y de su
personalidad, hicieron de él el Mesías cuya inminente
venida habían estado anunciando, declararon que
había resucitado de entre los muertos y que volvería
triunfante como juez inexorable.
Esto lo veo alegóricamente representado en las es-
cenas del sepulcro vacío y de la ascensión. Según
Marcos, cuando las mujeres llegan al sepulcro en-
cuentran removida la piedra que lo cerraba y ―al en-
trar en el sepulcro, vieron a un joven sentado a la de-
recha, vestido con una túnica blanca y se asustaron.
Pero él les dijo: No temáis. Buscáis a Jesús el Nazare-
no, el crucificado. Ha resucitado; no está aquí.‖ (XVI,
5-6) Lucas dice que eran dos varones con vestido res-
plandeciente; y Mateo habla de un ángel, pero dice
que su vestido era blanco como nieve.
En Los Hechos (I, 9-11) se relata el suceso de la as-
censión de Jesús: ―Viéndolo ellos (los apóstoles), fue
arrebatado y una nube lo ocultó a sus ojos y mientras
él se iba, como mirasen fijamente al cielo, se les pre-
sentaron dos varones vestidos de blanco y les dijeron:
Hombres de Galilea, ¿por qué estáis mirando al cielo?
Este Jesús que os ha sido arrebatado al cielo vendrá
de la misma manera que lo habéis visto subir al cielo.‖
94

Si recordamos que los esenios usaban túnicas blan-


cas, podemos verlos simbólicamente representados en
esos ―varones vestidos de blanco‖, que son quienes
declaran la resurrección, anuncian la parusia y las en-
señan a los apóstoles, quienes se resisten a creer en
ello.
Tenemos muchas pruebas de que los discípulos
inmediatos de Jesús se resistían a admitir su resurrec-
ción. En la parte final del evangelio de Marcos se dice
que ―se apareció primero a María la Magdalena, de la
cual había expulsado siete demonios. Ella fue a anun-
ciarlo a los que habían andado con él y estaban tristes
y llorando. Y, ellos, al oír que vivía, y que se había
aparecido a ella, no creyeron. Después se apareció en
otra forma a dos de ellos que iban de camino y mar-
chaban al campo. Ellos se volvieron para dar la noticia
a los demás. Tampoco creyeron a éstos. Y después se
apareció a los once cuando estaban a la mesa. Y les
reprendió por su incredulidad y dureza de corazón,
pues no habían creído a los que lo habían visto resuci-
tado.‖ (XVI, 9-14)
Lucas dice que las mujeres, ―vueltas del sepulcro,
anunciaron todas estas cosas a los once y a todos los
demás. Eran María Magdalena, Juana y todas las de-
más compañeras suyas las que decían estas cosas a los
apóstoles. Y les parecieron estas palabras como deli-
rio; y no les creyeron.‖ (XXIV, 9-11) Después narra lo
95

de la aparición a los del camino de Emaús y cómo


éstos regresaron a Jerusalén a contar el suceso a los
once y a sus compañeros. ―Y mientras contaban esto,
Jesús mismo se presentó en medio de ellos y les dice:
La paz con vosotros. Quedaron sobrecogidos y llenos
de miedo; creían ver un espíritu. Pero él les dijo: ¿Por
qué os turbáis y por qué dudáis en vuestros corazo-
nes? Ved mis manos y mis pies. Soy yo mismo. To-
cadme y ved. Un espíritu no tiene carne y huesos, co-
mo veis que yo tengo. Y cuando esto dijo, les mostró
las manos y los pies. Como siguiesen incrédulos por la
alegría y admirados, añadió: ¿Tenéis aquí algo de co-
mer? Y ellos le dieron un trozo de pez asado. El lo
tomó y comió delante de ellos.‖ (XXIV, 36-43) Aun
Mateo y Juan, claramente reticentes respecto a esta
incredulidad de los apóstoles, dejan ver sus dudas y
vacilaciones. El primero cuenta la aparición en Galilea
en el monte ―que Jesús les había indicado, y viéndolo,
se postraron, pero algunos dudaron.‖ (XXVIII, 16-7) Y
el segundo refiere las famosas dudas de Tomás: ―Si no
veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi
dedo en la llaga de los clavos y mi mano en su costado,
no creeré.‖ y al referir la visita al sepulcro de Pedro y
el otro discípulo, dice: ―Todavía no conocían la escri-
tura: convenía que resucitase de entre los muertos.‖
(XX, 25 y 9)
96

Todas estas pruebas de la incredulidad de los discí-


pulos inmediatos de Jesús, y particularmente la últi-
ma declaración de Juan que acabamos de transcribir,
demuestran, por un lado, la falsedad de las supuestas
profecías de la resurrección que se ponen en boca de
Jesús en distintas partes de los evangelios y por otro
lado -y esto es lo que aquí nos interesa- demuestran
que las ideas de la resurrección y de la parusia, no na-
cieron entre los discípulos inmediatos de Jesús, que
no estaban preparados para recibirlas. Fueron ―los
hombres vestidos de blanco‖ los que las inventaron y
las imbuyeron a los apóstoles, no sin vencer grandes
resistencias.
Insisto en hacer notar que aquí ya no estoy hacien-
do historia sino alegoría. Históricamente, es muy im-
probable que el primer suceso que invoqué: la decla-
ración del varón vestido de blanco a las mujeres en el
interior del sepulcro, haya ocurrido en ese lugar y en
ese momento.
Para dar una explicación racionalista del sepulcro
vacío, se han hecho toda clase de hipótesis y varias
novelas. Ya desde el evangelio de Mateo se dice: ―Al-
gunos de la guardia (que estaban cuidando el sepul-
cro) fueron a la ciudad para anunciar a los pontífices
todo lo sucedido. Reunidos con los ancianos, tomaron
la resolución de dar bastante dinero a los soldados y
decirles: decid que sus discípulos vinieron por la no-
97

che, estando vosotros dormidos, y lo robaron. Y si esto


llega a oídos del procurador, nosotros lo aplacaremos
y a vosotros os pondremos a salvo. Ellos tomaron el
dinero y procedieron como habían sido instruidos. Y
esta versión se ha propagado entre los judíos hasta el
día de hoy.‖ (XXVIII, 11-5)
Muchos han dicho que esta versión de los judíos
era la verdadera; que los discípulos robaron el cadáver
del sepulcro, para preconstituir una prueba de la resu-
rrección. Sin entrar al estudio del caso -que no me in-
teresa-, basta indicar aquí que la actitud de desaliento
en que estaban los discípulos después de la muerte de
Jesús, y su incredulidad de la resurrección hacen
completamente inverosímil ese novelesco y complica-
do complot del robo del cadáver.
Menos inverosímil sería atribuir el robo a los ese-
nios. Pero esto tampoco es creíble. Para esto, en pri-
mer lugar, habría que suponer que los esenios tenían
preparado todo su plan desde en vida de Jesús, lo cual
es casi imposible. Por otra parte, aunque se tuviera
preparada de antemano la creación del mito de la re-
surrección, la prueba material era completamente in-
útil; pues si alguien hubiera de creer en algo tan pro-
digioso y sobrenatural como la resurrección, ninguna
falta le haría la comprobación del hecho de la desapa-
rición del cadáver (que además, ya para entonces no
98

habría manera de comprobar), y si no lo hubiera de


creer, ni con sepulcro vacío creería.
Debemos suponer que esta idea de la resurrección
surgió en los esenios y fue comunicada a los apóstoles
algún tiempo después de la muerte de Jesús. ¿Meses?
¿Años? Al parecer, los discípulos, tristes y desalenta-
dos después de la muerte de Jesús y considerando su
misión terminada en el fracaso, se retiraron a Galilea
y reanudaron su vida ordinaria, volviendo a sus anti-
guas ocupaciones. El Evangelio de Pedro termina con
estas palabras: ―Era a la sazón el último día de los
ácimos y muchos partían de vuelta para sus casas una
vez terminada la fiesta. Y nosotros, los doce discípulos
del señor llorábamos y estábamos sumidos en la aflic-
ción. Y cada cual, apesadumbrado por lo sucedido, re-
tornó a su casa. Yo, Simón Pedro, por mi parte, y
Andrés, mi hermano, tomamos nuestras redes y nos
dirigimos al mar, yendo en nuestra compañía Leví el
de Alfeo.‖ (XIV, 58-60)
Y esto se ve confirmado en el evangelio de Juan,
que al narrar la aparición a la orilla del mar de Tiber-
íades, presenta a los apóstoles dedicados otra vez a
sus antiguas labores de pesca:
―Estaban juntos Simón Pedro y Tomás, llamado
Dídimo, Natanael, de Caná de Galilea, los hijos del
Cebedeo y otros dos de sus discípulos. Simón Pedro
99

les dice: voy a pescar. Ellos le responden: vamos tam-


bién nosotros contigo. Salieron y subieron en la barca,
pero aquella noche no pescaron nada. Al amanecer,
estaba Jesús en la ribera, pero los discípulos no sa-
bían que era Jesús. Díseles Jesús: Muchachos, ¿tenéis
algo que comer? Ellos le respondieron: No. Entonces
él les dijo: Echad la red hacia la parte derecha de la
barca y encontraréis. La echaron y no podían sacarla
por la cantidad de peces. El discípulo a quien Jesús
amaba dijo entonces a Pedro: El Señor es. Y Simón
Pedro, al oír que es el Señor, se puso la túnica exte-
rior, pues estaba desnudo, y se arrojó al mar. Los
otros discípulos llegaron con la barca, arrastrando la
red con los peces, pues no estaban lejos de tierra sino
como 200 codos. Cuando llegaron a tierra, ven pues-
tas brasas y un pez encima y pan. Jesús les dice: Traed
de los peces que habéis cogido ahora. Subió Simón
Pedro y sacó a tierra la red con 153 peces grandes. Y
siendo tantos, no se rompió la red. Díseles Jesús: Ve-
nid a comer y ninguno de los discípulos se atrevió a
preguntarle: ¿Tú quién eres?, porque sabían que era
el Señor. Jesús se acerca y toma el pan y se lo da y de
la misma manera el pez.‖ (XXI, 1-13)
Esto quiere decir que los apóstoles habían retorna-
do a sus casas y habían abandonado totalmente la
obra de Jesús.
100

Hasta que los esenios van a buscarlos y los conven-


cen de que Jesús es el Mesías, que ha resucitado de
entre los muertos y que ha de volver en gloria. Y
cuando los apóstoles han quedado convencidos de es-
tas ideas es cuando ―ven‖ a Jesús resucitado.
Es interesante hacer notar que en la mayoría de las
apariciones posteriores a la resurrección, lo que los
discípulos ven es un hombre desconocido para ellos;
ven un hombre de carne y hueso que no tiene la apa-
riencia ni el semblante de Jesús. Es decir, no ven la fi-
gura de Jesús ni ven a alguien que se parezca a Jesús.
Así es en el caso de Tiberíades que acabamos de trans-
cribir. Lo mismo ocurre en la aparición a la Magdale-
na, que refiere Juan: ―Se volvió hacia atrás y vio a
Jesús de pie. Pero no sabía que era Jesús. Dísele
Jesús: mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella,
creyendo que era el jardinero, le dice: Señor, si tú lo
has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo cogeré.‖
(XX, 14-5)
Igual sucede en el camino de Emaús. ―El mismo
día, dos de ellos iban a una aldea que dista de Jeru-
salén 60 estadios, llamada Emaús, y hablaban entre sí
de todos estos acontecimientos. Mientras iban
hablando y razonando, el mismo Jesús se les acercó e
iba con ellos, pero sus ojos no podían reconocerlo. Y
les dijo: ¿Qué discursos son estos que vais haciendo
entre vosotros mientras camináis? Ellos se detuvieron
101

entristecidos y tomando la palabra uno de ellos, por


nombre Cleofás, le dijo: ¿Eres tú el único forastero en
Jerusalén que no conoce los sucesos en ella ocurridos
estos días? El le dijo: ¿Cuáles? Contestáronle: Lo de
Jesús Nazareno, varón profeta, poderoso en obras y
palabras ante Dios y ante todo el pueblo; cómo le en-
tregaron los príncipes de los sacerdotes y nuestros
magistrados para que fuese condenado a muerte y
crucificado. Nosotros esperábamos que sería él quien
rescataría a Israel; mas, con todo, van ya tres días
desde que esto ha sucedido. Nos asustaron ciertas mu-
jeres de las nuestras que, yendo de madrugada al mo-
numento, no encontraron su cuerpo, y vinieron di-
ciendo que habían tenido una visión de ángeles que
les dijeron que vivía. Algunos de los nuestros fueron al
monumento y hallaron las cosas como las mujeres de-
cían, pero a él no lo vieron. Y él les dijo: ¡Oh, insensa-
tos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron
los profetas! ¿No era preciso que el Mesías padeciese
estas cosas antes de entrar en su gloria? y comenzan-
do por Moisés, por todos los profetas les fue declaran-
do cuanto a él se refería en todas las escrituras. Se
acercaron a la aldea a donde iban, y él fingió seguir
adelante. Obligáronlo diciendo: Quédate con noso-
tros, pues el día ya declina. Y entró para quedarse con
ellos. Puesto con ellos a la mesa, tomó el pan, lo ben-
dijo, lo partió y se lo dio. Se les abrieron los ojos y lo
102

reconocieron, y desapareció de su presencia.‖ (Lc.,


XXIV, 13-31)
Entonces, ―ver‖ a Jesús no significa ver su cuerpo
resucitado, sino aceptar el hecho de su resurrección.
En las apariciones en el cenáculo de Jerusalén, ni
se afirma ni se niega que la figura vista tuviera la apa-
riencia de Jesús.
Pero los relatos de estas apariciones en el cenáculo
contienen tantos elementos fabulosos y tantas contra-
dicciones internas y externas, que no merecen que se
les conceda ni siquiera un fondo de verdad. La ubica-
ción misma de los sucesos en Jerusalén está en oposi-
ción con el mensaje que se dice que Jesús envió a los
discípulos después de la resurrección: que fueran a
Galilea y que allí lo verían (Mt., XXVIII, 7 y 10; Mc.,
XVI, 7); y es incompatible con las apariciones en Gali-
lea, pues si las de Jerusalén hubieran existido -aunque
sólo fuera como visiones subjetivas con valor psicoló-
gico--, los apóstoles no se habrían retirado a su tierra
y a sus ocupaciones anteriores abandonando la misión
apostólica; y con mayor razón cuando allí se dice que
Jesús les ordenó permanecer en la ciudad. (Lc., XXIV,
49)
En estos personajes desconocidos, que convencen
de la resurrección a los apóstoles, podemos ver tam-
bién a los esenios, que les enseñan: ―No temáis. Busc-
103

áis a Jesús el Nazareno, el crucificado. Ha resucitado.‖


(Mc., XVI, 6) ―¡Oh, insensatos y tardos de corazón pa-
ra creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era pre-
ciso que el Mesías padeciese estas cosas antes de en-
trar en su gloria?‖ (Lc. XXIV, 25-6) ―Así está escrito,
que el Mesías tenía que padecer y resucitar de entre
los muertos al tercer día.‖ (Lc., XXIV, 46) ―Hombres
de Galilea, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este
Jesús que os ha sido arrebatado al cielo, vendrá de la
misma manera que le habéis visto subir al cielo.‖
(Hechos, I, 11)
Y en el momento en que estos hombres vestidos de
blanco logran convencer a los apóstoles de que Jesús
ha resucitado y de que es necesario que regrese otra
vez triunfante; en ese momento, digo, nace la religión
cristiana y se funda la iglesia cristiana, aunque todavía
inserta dentro del marco del judaísmo.
Pero el grupo esenio cristianizado no podía perdu-
rar sin grandes modificaciones. Estas se debieron, al
parecer, a tres causas fundamentales: la primera fue la
enseñanza de Jesús. Los esenios pudieron, como los
apóstoles, no haber entendido la doctrina de Jesús;
pudieron desfigurarla y pervertirla diluyéndola en el
océano de sus propias ideas. Pero no pudieron dejar
de sufrir la influencia de una doctrina tan original, ra-
dical, sólida, bella y vigorosa.
104

La segunda causa fue la poderosa personalidad de


Pablo de Tarso. Pablo fue quizá el único que com-
prendió en ciertos aspectos el mensaje de Jesús y va a
desarrollar con amplitud y profundidad, al menos al-
gunas de las ideas fundamentales del Maestro: el indi-
vidualismo, con su consecuencia forzosa: la universa-
lidad, la libertad frente a la ley, y la fe. Mucho tuvo
que discutir con todo el esenismo, y particularmente
con los tres pilares: Santiago, Cefas y Juan; y si en las
epístolas y en Los Hechos de los Apóstoles encontra-
mos mencionadas algunas controversias, los relatos
nos dejan la clara impresión de que allí sólo han aflo-
rado unas cuantas de las cuestiones controvertidas, y
que el terrible choque entre dos filosofías radicalmen-
te diferentes tiene que haber originado divergencias
mucho más extensas e intensas de las que se nos refie-
ren. Ciertamente Pablo no logró convencer a sus con-
tradictores y tuvo que apelar al recurso de retirarse
hacia otros lugares y otros medios sociales, hacia los
gentiles. Pero al menos logró romper las formas más
exageradas de exclusivismo nacionalista o de grupo,
de legalismo y de ritualismo, obteniendo fórmulas de
transacción.
La tercera causa fue la situación social en que se
encontró la comunidad esenia ―cristianizada‖, después
del año 70, después de la expulsión de Cumrán, de la
destrucción del Templo y de la ruina de Jerusalén. Po-
105

co éxito habían tenido y menos podían esperar del ju-


daísmo ortodoxo palestiniano; mientras que las ideas
de Jesús y de Pablo, gravemente alteradas, desfigura-
das y ―esenizadas‖, pero de todos modos distintas a las
de la comunidad madre, van a obtener una enorme di-
fusión fuera de la Palestina, entre los judíos helenistas
de la dispersión y entre los gentiles, llevando a la nue-
va iglesia a romper definitivamente sus nexos con el
judaísmo y con el núcleo original jerosolimitano, que
viene a quedar como un pequeño grupo heterodoxo
(probablemente el de los ebionitas, de que hablan los
padres de la iglesia) y que acabará por extinguirse.
Pero todo esto ya no nos interesa por ahora.
Lo que me interesa aquí -y para lo que he hecho to-
do el análisis histórico que antecede—es determinar el
medio social en que ocurre la formación de los evan-
gelios y, en general, del Nuevo Testamento.
106

5
LA FORMACION DE LOS EVANGELIOS

Como consecuencia de la formidable labor de in-


vestigación y análisis realizada por los escrituristas
protestantes -principalmente por los alemanes- du-
rante el siglo pasado y el presente, se han podido es-
tablecer ciertas hipótesis que hoy parecen muy soli-
damente fundadas, acerca del proceso de formación
de los evangelios. Presentadas en apretadísimo resu-
men, en forma meramente esquemática y sólo en
cuanto interesa a mi propósito actual, son las siguien-
tes: Todo aquel material que es común a los tres evan-
gelios sinópticos fue tomado por los autores de ellos,
de un evangelio anterior, hoy perdido, al que se ha
llamado Ur-Markus (―Marcos original‖). Las partes en
que coinciden Mateo y Lucas y no aparecen en Mar-
cos provienen de otro documento anterior y supuesto,
al que se le ha dado el nombre de Quelle (―fuente‖, en
alemán), abreviado Q; y quizá también atrás del evan-
gelio de Lucas hubo un Proto-Lucas. Además, cada
uno dispuso de elementos propios, recibidos por tra-
dición oral o escrita, que añadió por su parte, y que no
107

llegaron a los otros dos o no fueron tomados en cuen-


ta por éstos.
A su vez, los autores de los documentos que sirvie-
ron de fuentes a los evangelistas -y a los cuales llama-
remos pre-evangelistas- tuvieron a la vista ciertas co-
lecciones de dichos de Jesús, recopilados con anterio-
ridad y conservados primero por tradición oral y des-
pués por escrito, en forma de simples sartas de frases
puestas una a continuación de otra, sin orden lógico ni
cronológico, y a las que se designa con el nombre de
logia.
Pues bien, si lo que antes hemos expuesto acerca de
la constitución de la iglesia después de la muerte de
Jesús es cierto, resulta que el proceso se desarrolló
así: algunos de los discípulos inmediatos de Jesús
conserva.- ron en la memoria con respeto, cuidado y
amor, muchos de los dichos y de los más notables
hechos de su maestro. Más tarde, algunos consigna-
ron por escrito estos recuerdos, sin ninguna preten-
sión de hacer narraciones ordenadas ni mucho menos
completas. Estos escritos fueron las logia, de las que
debe de haber habido varias diferentes y cuya forma
exterior debe de haber sido muy parecida a la del inte-
resantísimo documento descubierto en 1945 en Nag-
Hamadi, en el Alto Egipto, y que es conocido con el
título de Evangelio de Tomás. Probablemente las
primeras logia que se escribieron contenían, en su
108

mayor parte al menos, material auténtico, aunque


afectado por las inevitables deformaciones en que
puede incurrir todo narrador.
Estas logia, o sus equivalentes orales, llegaron a
manos de los pre-evangelistas. Pero estos pre-
evangelistas eran esenios, como lo serían después de
ellos los redactores posteriores hasta llegar a los auto-
res de las versiones definitivas que conocemos. Toma-
ron las logias y las rellenaron con las cosas que a ellos
les interesaban. Por un lado, cosas propias de su secta,
como la narración de la vida y de la predicación de
Juan el Bautista, su gran profeta y guía, a quien -una
vez que habían adoptado a Jesús como Mesías- tenían
que hacer aparecer como ―el precursor‖, con lo que
daban a la secta algo así como un título de propiedad
sobre la persona y la enseñanza del Nazareno.
Por otro lado, añadieron comentarios a las palabras
de Jesús, inspirados, naturalmente, en las ideas de la
comunidad a la que ellos habían pertenecido; comen-
tarios que tenían por objeto operar la indispensable
acomodación o adaptación de las ideas de Jesús a la
doctrina esenia. Tal vez estos comentarios fueron
hechos, al principio, como glosas marginales y entra-
ron después al cuerpo del texto evangélico por obra de
copistas.
109

Por último, añadieron preceptos o doctrinas que les


eran propios y que descaradamente pusieron en boca
de Jesús.
Así se explica la gran cantidad de cosas contradic-
torias y de ideas incompatibles que se encuentran en
los evangelios. Allí vemos claramente dos corrientes
de pensamiento antitéticas: una individualista,
humanista, eudemonista, plena de libertad, de racio-
nalidad y de alegría y goce de la vida, y otra colectivis-
ta, teísta, legalista, llena de amenazas y de terrores, de
auto sacrificio y de complejo de culpa. Pero el análisis
nos descubre que esta última corriente es la secunda-
ria y postiza, y la primera, la original y auténtica.
Veamos algunos ejemplos de esta obra de interpo-
lación.
Empezaremos por uno de poca importancia, pero
evidente.
Cualquier lector atento de los evangelios, que venga
leyendo cuidadosamente y con ánimo de descubrir el
espíritu que rige la predicación de Jesús allí expuesta,
y que ha encontrado una serie de consejos para el
bienestar del individuo, se sorprende al tropezar de
repente con un párrafo reglamentario, de puro carác-
ter procesal, en el pasaje que se ha llamado ―de la co-
rrección fraterna.‖ Desde que yo empecé a estudiar los
evangelios hace muchos años, me chocó por disonante
110

y extraño. ―Si tu hermano pecare contra ti, repréndelo


a solas. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si
no te escucha, toma contigo un testigo o dos para que
todo el negocio se falle sobre el dicho de dos o tres tes-
tigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad; y si ni
a la comunidad hace caso, sea para ti como un pagano
y publicano.‖ (Mt., XVIII, 15-7).
Este precepto disuena por su estructura meramente
reglamentaria y procesal; pero más disuena en boca
de Jesús la referencia despectiva que allí se hace a los
paganos y a los publicanos, como gente a la que hay
que evitar y despreciar. ¿ Cómo podía haberla hecho
aquél que era ―amigo de publicanos y pecadores‖ y
comía con ellos?, ¿aquél que dijo: ―las rameras y los
publicanos os preceden en el reino de Dios‖ (Mt., XXI,
31); aquel que ―no encontró en ninguno de Israel tan
grande fe‖ como en un pagano y que aseguró que
―muchos vendrán del oriente y del occidente y co-
merán con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los
cielos‖? (Mt., VIII, 10-1)
Pues bien, en el Manual de Disciplina de Cumrán
(Y-VI), se dice: ―Si alguno tiene un agravio contra su
hermano, debe reprenderlo con verdad, humildad y
caridad. Debe reprenderlo el mismo día, para no incu-
rrir en culpa por causa de él. Y no acusará a su com-
pañero ante la comunidad sin antes haberlo amones-
tado en presencia de testigos.‖ Esto está aquí muy en
111

su lugar, en su contexto y en su ambiente, en un ma-


nual de disciplina de una congregación cerrada, fuer-
temente estructurada y rigurosamente reglamentada
y, en cambio, encaja muy mal en una plática dirigida
al pueblo en general. Claramente vemos, pues, que en
el Manual está en su lugar propio y original y que en
el evangelio ha sido indebidamente incrustado.

Otro caso: el de la parábola del juez inicuo.


―Había en una ciudad un juez que ni temía a Dios
ni respetaba a los hombres. Había asimismo en aque-
lla ciudad una viuda que vino a él diciendo: Hazme
justicia contra mi adversario. Por mucho tiempo no le
hizo caso; pero luego se dijo para sí: aunque, a la ver-
dad, yo no tengo temor a Dios ni respeto a los hom-
bres, mas, porque esta viuda me está cargando, le haré
justicia para que no acabe por molerme con su insis-
tencia.‖ (Lc., XVIII, 2-5)
La parábola nos enseña, con toda claridad y senci-
llez, que la perseverancia y la insistencia acaban por
vencer hasta a los inicuos y a los espíritus menos dis-
puestos a atendemos. Pero el evangelista no puede
conformarse con una explicación tan sencilla, y pone a
la parábola un marco que la perjudica y que es noto-
riamente falso.
112

Antes de transcribirla hace notar que ―les dijo una


parábola para mostrar que es preciso orar en todo
tiempo y no desfallecer‖; y al final añade: ―Dijo el Se-
ñor: Oíd lo que dice este juez inicuo. ¿Y Dios no hará
justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche? Os
digo que hará justicia prontamente.‖
Desde luego la comparación de Dios con un juez
inicuo es, por lo menos, desafortunada e irreverente.
Después, si Dios hace justicia prontamente, ¿para qué
tienen los elegidos que clamar día y noche y para qué
hay que orar en todo tiempo? Y por último, la actitud
que aquí se exhibe y el consejo que se da están muy
conformes con la manera de pensar de los esenios,
que oraban frecuentemente de día y de noche y con la
de Santiago el Justo que encalleció sus rodillas por la
constante oración, pero están en total contradicción
con lo que ha dicho Jesús en Mt., VI, 7-8: ―Cuando or-
éis no seáis habladores como los paganos, que piensan
ser escuchados por su mucho hablar. No os asemejéis
a ellos, porque vuestro Padre conoce las cosas de que
tenéis necesidad antes que se las pidáis.‖
Si esta última frase es auténtica, las que estamos
estudiando son necesariamente falsas.
Veamos ahora otro ejemplo, éste sí muy importan-
te, pero también muy claro y evidente para quien
113

quiera verlo. Es la explicación de la parábola de la ci-


zaña. La parábola, como la conocemos, dice así:
―El reino de los cielos es semejante a un hombre
que sembró buena semilla en su campo. Pero durante
el sueño, vino su enemigo, sembró cizaña entre el tri-
go y se marchó. Cuando creció el sembrado y echó fru-
to, entonces apareció también la cizaña. Los criados
fueron al amo y le dijeron: Señor, ¿no sembraste bue-
na semilla en tu campo? ¿Cómo es que tiene cizaña?
El les contestó: Un enemigo ha hecho esto. Dícenle los
criados: ¿Quieres que vayamos y la arranquemos? Les
respondió: No, no sea que, al recoger la cizaña, arran-
quéis juntamente con ella el trigo. Dejad crecer las dos
juntas hasta la siega, y cuando llegue la siega, diré a
los segadores: Recoged primero la cizaña y atadla en
gavillas para quemarla, y el trigo llevadlo al granero.‖
(Mt., XIII, 24-30)
Basta la simple lectura, para damos cuenta de que
el meollo de la parábola, su punto básico y en el que
está centrado todo su interés está en la orden del amo:
no arranquéis ahora la cizaña, porque dañáis el trigo.
Su sentido metafórico es transparente y valiosísimo y
el campo de aplicación de su enseñanza casi infinito.
En general es una prevención contra el autoritarismo
y contra el moralismo coercitivo, que, al creer descu-
brir un mal y tratar de corregirlo, causan innumera-
bles males mayores y dañan muchos bienes superio-
114

res. Sus casos de aplicación son tan numerosos, sobre


todo en el mundo moderno, que su abundancia misma
dificulta la selección de ejemplos. Señalemos brevísi-
mamente unos cuantos: los gobernantes de los Esta-
dos Unidos de América, viendo que la embriaguez y el
alcoholismo son dañosos, pretendieron erradicarlos
por medio de disposiciones generales de prohibición
absoluta, lo que se llamó la ―ley seca‖. Todo el mundo
conoce los desastrosos resultados que tuvieron esas
disposiciones y que llegaron a extremos tan graves y
tan dramáticos, que el clamor popular impuso su de-
rogación. No solamente hirieron el don precioso de la
libertad, sino que produjeron una serie innumerable
de crímenes y delitos, de contrabandos, extorsiones y
chantajes, de producción de bebidas de pésima cali-
dad y altamente dañosas para la salud, y por último,
fomentaron la embriaguez en lugar de disminuirla. Lo
mismo ocurre con las leyes y reglamentos que preten-
den defender una determinada moralidad en cuanto a
la conducta sexual de los individuos. Aunque sólo se
aplican en un número reducidísimo de casos en com-
paración del total de los que serían de posible aplica-
ción, su resultado no es sino extorsiones, chantajes y
procesos escandalosos y difamatorios, con gravísimo
daño de inocentes víctimas. La historia nos enseña
cómo todos los métodos represivos de la sexualidad,
que durante siglos se han ejercitado, no han logrado
115

sino hacer florecer las perversiones y fomentar las ob-


sesiones sexuales. La censura en la expresión de las
ideas no es, ya se sabe, sino un bárbaro freno a la cul-
tura. Y lo mismo ocurre, aunque desgraciadamente se
perciba menos, con todas las formas de legislación
protectora que hoy proliferan como cáncer en el mun-
do entero, desalentando la producción y la inversión,
castigando a los más aptos y premiando a los más
ineptos, deteniendo el progreso, rebajando la calidad
de las mercancías y de los servicios, y haciendo difícil
la vida para todos, con excepción de unos cuantos pri-
vilegiados en ciertos aspectos. En las relaciones de
carácter familiar y en la educación de los niños obser-
vamos muchas veces que la imprudente represión de
las ―malas pasiones‖ y de los ―actos pecaminosos‖
causan en el individuo traumas perdurables, angustias
y neurosis, ruina de la voluntad y de- formaciones de
la personalidad. La moderna psicología nos ha ilus-
trado acerca de los graves daños que puede causar una
educación excesivamente drástica y rigurosa. Si al ni-
ño y al adolescente se les permite desenvolverse con
mayor libertad, crecerán armónicamente y, al llegar a
la madurez, la experiencia y la razón les darán los da-
tos necesarios para conocer lo que les conviene y lo
que no les conviene, para tomar el trigo y hacer a un
lado la cizaña. Todos tenemos los defectos de nuestras
virtudes y las virtudes de nuestros defectos. Querer
116

realizar, la perfección en cada caso es exponernos a la


esterilidad. Decía Pascal: qui veut faire l’ange fait la
béte: ―quien quiere hacerse ángel se hace bestia‖. To-
do un voluminoso libro se requeriría para exponer los
infinitos males que, ha causado a la humanidad el
afán indiscreto de cortar la cizaña, todos los males que
ha causado a la humanidad el no haberse detenido a
reflexionar sobre esta sencillísima parábola.
Pues bien, en el Evangelio de Mateo, Jesús, estan-
do a solas con sus discípulos y a petición de estos, les
explica la parábola; y en su explicación no solamente
no se refiere a nada de esto, sino que ni siquiera men-
ciona lo que hemos dicho que constituye el meollo y la
razón de ser de la parábola. Esto sólo basta para que
podamos afirmar enfáticamente que el autor de la
parábola no es el autor de la explicación y que, por
tanto, ésta es añadida y espuria. Sólo toma el final: la
siega y la separación (que es en todo caso incidental y
que yo creo también falso) y hace con él una alegoría
terrorífica de marcadísimo sabor baptista y esenio: ―El
que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre; el
campo es el mundo; la buena semilla son los hijos del
reino; la cizaña son los hijos del maligno; el enemigo
que la siembra es el Diablo; la siega es la consumación
de los tiempos; los segadores son los ángeles. A la
manera, pues, que se recoge la cizaña y se quema en el
fuego, así será a la consumación de los tiempos. En-
117

viará el Hijo del Hombre a sus ángeles y recogerán de


su reino todos los escándalos y a todos los obradores
de iniquidad y los arrojarán en el horno de fuego; allí
será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los
justos brillarán como el sol en el reino de su padre.‖
(Mt., XIII, 37-43)
Esta es indudablemente la obra de un discípulo del
Bautista. Tenemos las mismas imágenes de la siega y
del fuego. Aquí se repite fiel y puntualmente lo mismo
que hemos visto en boca de Juan: ―Ya está puesta el
hacha a la raíz de los árboles y todo árbol que no dé
fruto será cortado y arrojado al fuego... Detrás de mí
viene otro más fuerte que yo; él os bautizará en fuego.
Tiene ya el bieldo en su mano y va a limpiar su era y
recogerá su trigo en el granero, pero quemará la paja
en fuego inextinguible.‖ (Mt., III, 10-2) Vemos tam-
bién a los dos bandos: el de los buenos y el de los ma-
los, capitaneados por sus cabecillas: el Príncipe de la
Luz y el Ángel de las Tinieblas (aquí el Hijo del Hom-
bre y el Diablo), con sus castigos de fuego para unos y
su brillante gloria para otros, que ya vimos antes en el
Manual de Disciplina de Cumrán; la misma danza
macabra de que están llenos los libros apocalípticos
intertestamentarios. ¿Cómo no hemos de advertir
aquí muy claramente la interpolación y la secta a la
que pertenece el interpolador?
118

Además, si esta clasificación de los hombres en


―hijos del reino‖ e ―hijos del maligno‖ va muy de
acuerdo con las ideas esenias y particularmente con la
clasificación de ―hijos de la verdad‖ o ―hijos de la luz‖
e ―hijos de la mentira‖ o ―hijos de las tinieblas‖ de los
libros cumramitas, en cambio es incompatible con las
ideas y con toda la predicación de Jesús, que busca
especialmente a los pecadores y es amigo de ellos, que
estima sobremanera a la oveja perdida y al hijo pródi-
go y que de tantos modos les muestra su cariño y el
del Padre. ¿Cómo podría considerarlos ―hijos del ma-
ligno‖?
La alegoría que en la supuesta explicación de la
parábola se fragua es tan disparatada que no sólo ig-
nora el elemento crucial de ésta, sino que resulta in-
conciliable con él; pues si los ángeles podrán, a la con-
sumación del mundo, separar a los malos y arrojarlos
al horno de fuego, ¿por qué no pueden hacerlo desde
ahora, sin causar el menor daño a ―los hijos del re-
ino‖?
El texto mismo de la parábola parece también
haber sido alterado con dos elementos advenedizos: el
enemigo que siembra la cizaña, y la siega con su sepa-
ración y su quema. Ambos son innecesarios y extraños
al propósito de la parábola; y el primero, además, es
irreal. Todas las parábolas de Jesús se caracterizan
por su sencillez y su realismo; están integradas por
119

sucesos ordinarios de la vida real. Sin embargo, aquí


el sembrador de cizaña es un personaje fantástico,
pues nadie siembra adrede cizaña, por la sencilla
razón de que, como no se acostumbra sembrarla, no
hay semilla.
Creo que la parábola debe de haber sido original-
mente así: ―Un hombre sembró en su campo semilla
buena. Cuando creció y dio fruto, apareció cizaña jun-
to a ella. Acercándose los criados al amo le dijeron:
Señor, ¿no has sembrado semilla buena en tu campo?
¿De dónde viene, pues, que haya cizaña? ¿Quieres que
vayamos y la arranquemos? Y les dijo: No, no sea que
al querer arrancar la cizaña arranquéis con ella el tri-
go.‖
Pero el evangelista (todo esto está sólo en Mateo)
necesitaba un sembrador intencional para su alegoría
del ―enemigo malo‖, príncipe de las tinieblas, y necesi-
taba la siega y la quema de la cizaña para aplicar las
enseñanzas de Juan y para satisfacer su obsesión pi-
romaniaca.

El mismo procedimiento aplica el evangelista para


comentar la parábola de la red. Dice la parábola:
―También es semejante el reino de los cielos a una red
que se echa al mar y recoge de todo. Una vez llena, la
120

sacan a la orilla y sentados recogen lo bueno en los


cestos y arrojan fuera lo malo.‖ (Mt., XIII, 47-8)
La parábola es nítida y muy instructiva. Nos enseña
que en el mundo hay ciertamente bondad y maldad;
que en la vida topamos con cosas buenas y cosas ma-
las; y que a nosotros nos toca, una vez conocidas to-
das, seleccionar las verdaderas, buenas y favorables
para nosotros y desechar las falsas, malas y dañosas.
Como se dice en la Primera Epístola a los Tesaloni-
censes, V, 21: ―Probadlo todo. Quedaos con lo bueno.‖
¿Cómo podemos seleccionar lo bueno, si no probamos
todo, conocemos todo y recibimos de todo? Pero des-
pués de conocer, estamos obligados a seleccionar. Es-
to es precisamente lo que estoy tratando de hacer aquí
y ahora: recibir los evangelios como una red barredera
que ha acarreado de todo: verdadero y falso, bueno y
malo, y sentado a la orilla, recoger lo que yo creo que
son las palabras de Jesús, palabras de vida, de alegría
y de amor, y arrojar lo que subrepticiamente se ha in-
troducido en la red y que son palabras de muerte, de
dolor y de terror.
En las Homilías clementinas, Pedro practica y re-
comienda esta labor de discernimiento en las sagradas
escrituras, fundándose en dos frases de Jesús no con-
signadas en los evangelios canónicos. Le dijo Simón el
Mago: ―dinos, pues, cómo os enseñó Jesús a discernir
en las escrituras‖, y Pedro le respondió: ―en cuanto a
121

la mezcla de verdad y mentira, yo recuerdo que en una


ocasión él, reprobando a los fariseos, dijo: erráis al no
conocer las cosas verdaderas de las escrituras, y por
eso ignoráis el poder de Dios. Pero si les imputó el no
conocer las cosas verdaderas de las escrituras, es cla-
ramente porque en ellas hay cosas falsas. Y también,
si él dijo: sed como prudentes cambistas, es porque
existen palabras genuinas y otras espurias.‖ (Hom.,
III, 49 y 50) Y más adelante, el mismo Pedro cita otra
frase de Jesús: ―a ti, hombre, te toca poner a prueba
mis palabras, del modo como el cambista sujeta a
prueba la plata y el dinero.‖ (Hom., III, 61) Jesús nos
enseña aquí a no aceptar las cosas que se nos propon-
gan simplemente por el manto de autoridad con que
se las revista, y a someter a juicio crítico aun sus pro-
pias palabras.
Y esta es también la enseñanza contenida en la
parábola de la red.
Pero el redactor baptista del evangelio, no podía
dejar pasar sin comentario esta parábola; y lo hizo en
el mismo tono de antes: ―Así sucederá a la consuma-
ción de los tiempos: saldrán los ángeles y separarán a
los malos de los justos y los arrojarán en el horno de
fuego. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.‖ (Mt.,
XIII, 49-50)
122

Vamos a otro pasaje que también considero grave-


mente alterado y con el mismo estilo. Es también ex-
clusivo de Mateo (XXV, 31-46) Copiaré primero toda
la perícopa, para hacer después el análisis tratando de
separar sus diversas partes.
―Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria y
todos los ángeles con él, entonces se sentará en su
trono de gloria. Y serán reunidas delante de él todas
las naciones; y apartará a los unos de los otros, como
aparta el pastor las ovejas de los cabritos. Y pondrá las
ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda. En-
tonces el rey dirá a los de su derecha: Venid, benditos
de mi padre, entrad a poseer el reino preparado para
vosotros desde la fundación del mundo. Porque tuve
hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis
de beber, fui peregrino y me hospedasteis, estuve des-
nudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la
cárcel y vinisteis a mí. Entonces le dirán los justos:
¿Cuándo, señor, te vimos con hambre y te dimos de
comer o con sed y te dimos de beber? ¿Cuándo te vi-
mos peregrino y te recibimos o desnudo y te vestimos?
¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y te visita-
mos? El rey les dirá: En verdad os digo que cuanto
hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeños, a mí
lo hicisteis. Entonces dirá también a los de la izquier-
da: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno prepa-
rado para el Diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre
123

y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de


beber, fui peregrino y no me hospedasteis, estuve des-
nudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no
me visitasteis. Entonces dirán ellos: Señor, ¿cuándo te
vimos con hambre, sediento, peregrino, desnudo, en-
fermo o en la cárcel y no te asistimos? Entonces les
responderá diciendo: En verdad os digo que cuanto no
hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí
lo hicisteis. Irán éstos al castigo eterno y los justos a la
vida eterna.‖
Aquí es algo más laboriosa la labor de rescate de las
palabras originales. El pasaje se inicia con la aparición
del Hijo del Hombre como Mesías triunfante y terrible
juez, viniendo en pleno esplendor de gloria sobrenatu-
ral y ultraterrena. Y después sigue: ―Entonces dirá el
rey‖. .. ¡Pero si no se había hablado de ningún rey!
Claro que podrá decirse que aquí el rey es el mismo
Hijo del Hombre de antes, pero esto es francamente
forzado dentro del estilo literario. El cambio de sujeto
es tan brusco que desconcierta al lector y hace com-
prender que lo que sigue fue tomado de un texto pre-
viamente existente en el que se hablaba de un rey, y, al
encajarlo aquí, no se tuvo cuidado de armonizar los
sujetos. Este texto que sigue es el que yo considero
auténtico. Parece haber sido extraído de una parábola
que empezara, como otras del evangelio (ejemplos:
Mateo, XXV, y Lucas, XIX, 15), con un rey que viene a
124

cuentas con sus súbditos. La parábola habrá conti-


nuado probablemente así: ―Entonces dijo el rey: Tuve
hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis
de beber, fui peregrino y me hospedasteis, estuve des-
nudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la
cárcel y vinisteis a mí. Entonces los siervos le respon-
dieron, diciendo: ¿Cuándo, señor, te vimos con ham-
bre y te dimos de comer o con sed y te dimos de be-
ber? ¿Cuándo te vimos peregrino y te recibimos o
desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o
en la cárcel y te visitamos? El rey les respondió di-
ciendo: En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno
de estos mis hermanos pequeños, a mí lo hicisteis.‖
Esto, que creo que es lo único original de Jesús,
está inspirado en un pasaje de Los Testamentos de los
Doce Patriarcas: ―Fui vendido como esclavo y el Se-
ñor me liberó; fui cautivo y su fuerte mano me soco-
rrió; tuve hambre y el Señor mismo me alimentó; es-
tuve solo y Dios me confortó; enfermo y el Señor me
visitó; en la cárcel y mi Señor me favoreció; en cade-
nas y me desató.‖ (José, I, 5-6)
Que la fuente de inspiración de nuestro párrafo
está aquí, parece indudable. Pero esto no es razón pa-
ra dudar de la autenticidad del párrafo, sino, al revés,
para afirmarla. Porque la fuente está tratada aquí con
el estilo característico de Jesús. Como en tantos otros
casos, toma frases de la escritura o expresiones del
125

habla común y les cambia radicalmente el sentido, a


veces invirtiéndolo totalmente. En Los Testamentos,
José dice que el Señor (Dios) lo alimentó, lo libertó, lo
visitó y lo favoreció. Jesús, con sentido profundamen-
te humanista, invierte la relación. Si el rey es aquí fi-
gura de Dios, es el hombre (el siervo) el que lo ali-
mentó, lo libertó, lo visitó y lo favoreció al alimentar,
libertar, visitar y favorecer a otros hombres. Es el
hombre el que liberta y favorece a Dios. O con otra in-
terpretación: si el rey representa a un hombre, todo lo
que se haga en favor de sus allegados, lo beneficia a él.
Dada la interrelación de los hombres, dado que el
hombre no se acaba en las fronteras de su cuerpo, sino
que se extiende y abarca su ambiente, todo cuanto fa-
vorezca a uno de sus prójimos (próximos) lo favorece
a él y, por consiguiente, lo que él mismo haga en favor
de los que le rodean, lo favorece a él.
La misma idea está expresada en otras frases del
evangelio: ―El que a vosotros oye, a mí me oye, y el
que a vosotros desecha, a mí me desecha.‖ (Lc., X, 16)
―El que os recibe a vosotros, a mí me recibe... y el que
diere de beber a uno de estos pequeños sólo un vaso
de agua fresca, en verdad os digo que no perderá su
recompensa.‖ (Mt., X, 40 y 42)
Pero llega el evangelista demoníaco y piromaníaco,
toma el precioso texto que estamos comentando y lo
deja envuelto en llamas, con diablos, ángeles, juez in-
126

exorable y fuego inextinguible; todo importado de


Cumrán; todo dentro del mismo espíritu justiciero y
terrible y con el mismo aparato infernal que hemos
hallado en los esenios.
Y podemos señalar, además, que los añadidos
hechos aquí a la parábola parecen inspirados concreta
y directamente en el Libro de los Secretos de Enoc.
Allí se transporta a Enoc al paraíso, lugar de inefables
delicias y se le dice: ―Este lugar, Enoc, está preparado
para los justos, que soportan en su vida todas las ad-
versidades. . . dan pan a los hambrientos y cubren con
su propia túnica a los desnudos, levantan a los caídos
y asisten a los enfermos y a los huérfanos...Es para
ellos para quienes este lugar está preparado en heren-
cia eterna. Y le mostraron al norte un lugar espantoso,
todo tormentos y horribles tinieblas, donde no hay luz
y arde perenne- mente un fuego tenebroso. .. y por to-
das partes ángeles inexorables torturan sin misericor-
dia con instrumentos agudos. Este lugar está prepara-
do para los que deshonran a Dios y hacen el mal sobre
la tierra... colmados de riquezas, dejan morir de ham-
bre a los pobres y despojan a los desnudos... Para to-
dos estos este lugar está preparado en herencia eter-
na.‖ (II Enoc, IX y X)
127

Veamos otro de los casos en que yo creo hallar la al-


teración del evangelio por influencia esenia. Es el fa-
moso caso de la expulsión de los mercaderes del tem-
plo.
Este suceso, por extraordinario y excepcional, re-
quiere ser estudiado con mucho cuidado. Desentona
fuertemente en todo el relato evangélico, porque es el
único acto de violencia atribuido a Jesús.
Lo primero que encontramos al analizarlo directa-
mente es que como mero hecho resulta inverosímil.
Parece difícil de creer que un sólo hombre inerme
haya arrojado a los mercaderes del templo, que pro-
bablemente eran numerosos, que fácilmente podían
ponerse de acuerdo en defensa de un interés común
gremial, y que deben de haberse sentido muy irritados
al ser víctimas de una, agresión violenta e injusta por
un hombre solo carente de autoridad y de fuerza ma-
terial. Además de que parece muy raro que, con el al-
boroto que el suceso debió de ocasionar, en lugar tan
céntrico y concurrido y en víspera de la fiesta, no
hayan intervenido los guardias del templo ni los sol-
dados de la guarnición romana.
Pero esta consideración, por sí sola, no sería bas-
tante para negar la verdad histórica del hecho. La his-
toria está llena de sucesos sorprendentes y de hazañas
grandiosas y casi increíbles. Lo que lo hace inacepta-
128

ble es su inverosimilitud psicológica; su total incon-


gruencia con la personalidad, la idiosincrasia y la filo-
sofía de Jesús. Y esto, no por ser un acto de violencia
atribuido a un predicador sereno y tranquilo, que
aconsejaba la paz y la mansedumbre. Pues el hombre
más manso, tranquilo y razonador puede ser arreba-
tado por la ira en determinadas circunstancias y recu-
rrir a una justísima y vigorosa violencia si el caso lo
requiere. Pero aquí lo que falta es un motivo suficiente
que lo explique y lo justifique.
Jesús ha expresado en distintas ocasiones y de va-
rias maneras su poco aprecio por el Templo: ha dicho
a la samaritana que no se ha de adorar ni en el Monte
Garisín ni en Jerusalén, sino en espíritu y en verdad.
Ha dicho: destruid el templo, que yo lo reedificaré en
tres días; ha invocado la palabra de Yavé: ―Misericor-
dia quiero y no sacrificio‖; ha recomendado no orar en
los lugares públicos, sino en el interior del aposento; y
ha dicho que el hombre es mayor que el templo. (Mt.,
XII, 5-6) ¿Cómo podemos suponerlo poseído de la ira
por una supuesta profanación del templo? ¿Y cómo
podemos suponerlo interesado hasta ese extremo en
su limpia? y si dijo: ―Yo destruiré este templo, hecho
por mano de hombre, y en tres días edificaré otro sin
mano de hombre‖, ¿cómo podemos aceptar que se le
acomode -como lo hace Juan- la expresión: ―el celo de
tu casa me devora‖? (II, 17) ¿Cómo podemos conside-
129

rarlo devorado por el celo de la casa de Yavé (el Tem-


plo), hecha por mano de hombre? Y si acaso pudiéra-
mos suponer -contra toda su predicación, su manera
de actuar y su actitud espiritual- que Jesús considera-
ra mancillado el templo, habremos de pensar que lo
consideraría mancillado por los hipócritas, por los
hombres de falsa y aparente religiosidad, por los sa-
cerdotes perversos o por los hombres de mala conduc-
ta que pretendían limpiar sus rapiñas con sacrificios.
Pero no vemos que aquí en la expulsión descargue su
ira contra éstos, sino contra los infelices mercaderes,
que se dedicaban a un comercio lícito y autorizado.
Por todo esto el acto resulta totalmente inaceptable,
por incompatible con la personalidad de Jesús.
Pero ¿no habrá algo auténtico en el relato? Creo
que sí lo puede haber: las palabras puestas en boca de
Jesús, que son dos citas de la escritura y que pueden
haber estado incluidas en la logia que conoció el pre-
evangelista: ―Les dijo: Está escrito: mi casa es casa de
oración, pero vosotros la habéis convertido en cueva
de ladrones.‖ (Lc., XIX, 46) Esto puede haber estado
entre los reproches dirigidos a los escribas y fariseos
para hacerles comprender su hipocresía, la falta de
sinceridad en su ritualismo, su legalismo y su aparen-
te celo religioso. Las palabras de Jesús están integra-
das por dos citas de la escritura: la primera tomada de
Isaías, LVI, 7: ―Mi casa será llamada casa de oración
130

para todos los pueblos‖, que tenía que ser aceptada


como palabra de Dios por los escribas y fariseos. Y la
segunda, tomada de Jeremías, VII, 11, va allí precedi-
da de estas expresiones: ―No pongáis vuestra confian-
za en vanas palabras, diciendo: ¡Oh, el templo de
Yavé! ¡Oh, el templo de Yavé! ¡Este es el templo de
Yavé! Pues si de verdad enderezáis vuestros caminos y
enmendáis vuestras obras; si de verdad hacéis justicia
a los litigantes; si no oprimís al peregrino, al huérfano
y a la viuda; si no vertéis en este lugar sangre inocen-
te; si no os vais tras dioses extraños para vuestro mal,
entonces yo permaneceré con vosotros en este lugar,
en la tierra que di a vuestros padres por los siglos...
¡Pues qué! ¡Robar, matar, adulterar, perjurar, quemar
incienso a Baal, e irse tras dioses ajenos que no conoc-
íais; y venir luego a poneros en mi presencia en este
lugar, en que se invoca mi nombre, diciéndoos: ya es-
tamos salvos; para luego volver a cometer todas esas
iniquidades! ¿Veis, pues, en esta casa, en que se invo-
ca mi nombre, una cueva de bandidos?‖
Entonces, como vemos, las palabras de Jesús son
perfectamente razonables y no hacen sino recordar y
actualizar -como podría actualizarse hoy- lo dicho por
el profeta Jeremías muchos siglos antes.
Pero de ellas no se sigue por ninguna relación lógi-
ca la disparatada acción que se les adhiere en los
evangelios. Yo puedo hoy reconocer y hacer notar que
131

la mayoría de los hombres y de las mujeres que llenan


nuestros templos en los domingos y en las fiestas,
asisten a ellos movidos por los mismos móviles que
denunció Jeremías y recordó Jesús; que asisten movi-
dos por el oculto pensamiento de que su asistencia
física les comprará el favor divino y la disculpa de sus
pecados de la semana; puedo mostrar indignación por
la inmoralidad y los engaños del alto clero. Pero sería
irracional que esto me llevara a irrumpir en las igle-
sias y dedicarme a expulsar a las viejas que allí venden
medallas, velas, rosarios y novenas, a derribar sus me-
sitas y derramar por el suelo sus mercancías. Pues es-
to es exactamente lo que los evangelistas atribuyen a
Jesús. Vemos que el hecho es incompatible con la per-
sonalidad de Jesús, que carece de móviles suficientes
y que no guarda relación lógica con las palabras en
que pretende fundarse.
En cambio, es perfectamente explicable como obra
de la mentalidad y de la imaginación esenias. Los ese-
nios veneran el Templo, pero consideran que ha sido
prostituido por el falso sacerdocio, por la ilegal litur-
gia y por los indebidos sacrificios. Requiere, pues, una
limpia. Si ellos no la pueden realizar materialmente, la
plantean como acto simbólico. Por otra parte, han de-
clarado que Jesús es el Mesías esperado. Es, pues, él
quien tiene que realizar -aunque sea simbólicamen-
te—esa limpia. Habían venido anunciando que la era
132

mesiánica estaba por llegar; y después de su ―conver-


sión‖, han proclamado que ya llegó. Entonces, la ex-
pulsión de los vendedores tiene por sí misma valor de
―signo de los tiempos‖. En efecto, así se cumple la pro-
fecía de Malaquías (III, 1-2): ―He aquí que voy a en-
viar a mi mensajero, que preparará el camino delante
de mí, y luego en seguida vendrá a su templo el Señor
a quien buscáis y el ángel de la alianza que deseáis, ¿y
quién podrá soportar el día de su venida? ¿quién
podrá tenerse firme cuando aparezca?‖; y la profecía
con la que Zacarías termina su anuncio del ―día de
Yavé‖: ―Y aquel día ya no habrá mercaderes en la Casa
de Yavé.‖ (XIV, 21)
Los evangelistas esenios, al inventar el suceso de la
expulsión, están expresando: que Jesús es el Mesías,
que ha realizado la purificación del templo y que ya ha
llegado la plenitud de los tiempos.
La forma primitiva de este pasaje es seguramente la
que da Lucas en XIX, 45: ―Entrando en el templo,
comenzó a echar fuera a los vendedores.‖ Después,
Mateo le añade algunos detalles, Marcos otros más y,
por fin, Juan lo enriquece con gran aparato escénico.
Estos pasajes, y otros que iremos encontrando, nos
muestran cómo se introdujeron en los evangelios las
ideas esenias del dualismo, del diablo, del juicio y del
infierno.
133

Veamos otras alteraciones de los textos, que si no


tienen importancia mayor, en cambio tienen la venta-
ja de poder ser fácilmente descubiertas y demostra-
das.
Si se compara la parábola del banquete que trae
Lucas en XIV, 16-24 con la de las bodas del hijo del
rey que Mateo refiere en XXII, 2-10, se verá que son
una sola y la misma parábola: la del señor que prepara
un banquete, manda llamar a sus invitados y, al irse
excusando éstos uno tras otro, ordena a sus criados
que lleven al banquete a cuantos encuentren por las
calles. Pero en la versión de Mateo se da una adición
clarísimamente espuria. Dice: ―Envió a sus criados a
llamar a los invitados a las bodas, pero estos no qui-
sieron venir. De nuevo envió a otros siervos, ordenán-
doles: Decid a los invitados: mi comida está prepara-
da; los becerros y cebones muertos; todo está pronto,
venid a las bodas. Pero ellos, desdeñosos, se fueron,
quien a su campo, quien a su negocio. Otros, cogiendo
a los siervos, los ultrajaron y les dieron muerte. El
rey montando en cólera, envió sus ejércitos, hizo ma-
tar a aquellos asesinos y dio su ciudad a las llamas.
Después dijo a sus siervos: El banquete está dispues-
to, pero los invitados no eran dignos. Id, pues, a las
134

salidas de los caminos y a cuantos encontréis llamad-


los a las bodas.‖
La parte que he subrayado no aparece en Lucas, y
es innecesaria e inverosímil, con lo que exhibe su fal-
sedad. ¿Por qué motivo los invitados habrían de ultra-
jar y de matar a los mensajeros de la invitación? ¿Y
cómo da tiempo para todos esos terribles sucesos de la
ira del rey, del envío de los ejércitos, del asalto, toma e
incendio de la ciudad y muerte de los convidados
(posteriores al homicidio de los mensajeros, que a su
vez ocurrió cuando ya todo estaba dispuesto para la
comida) , y después de todo esto, es cuando el rey
manda a sus siervos a traer a los que andan por los
caminos para que participen en las bodas y en la co-
mida, que ya entonces sería, por lo menos, cena? Todo
esto es tan extravagante y tan fuera de lugar, que tiene
que ser necesariamente falso. Pero adviértase otra vez
el tono sanguinario y piromaníaco de la interpolación.
Además, en ese texto de Mateo se da a la parábola
una continuación que ni aparece en su paralela de Lu-
cas ni es congruente con las circunstancias referidas:
―Entrando el rey para ver a los que estaban a la mesa
vio allí a un hombre que no llevaba traje de boda y le
dijo: Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin el vestido de
boda? El enmudeció. Entonces el rey dijo a sus minis-
tros: Atadle de pies y manos y arrojadle a las tinieblas
exteriores; allí será el llanto y el rechinar de dientes.‖
135

(Mt., XXII, 11-3) ¿Cómo podía el rey asombrarse de


que uno de los convidados no llevara traje de boda y
mandarlo expulsar, si los convidados eran cuantos los
siervos habían encontrado en los caminos? Cierta-
mente esto no puede corresponder a la misma parábo-
la y ha sido indebidamente cosido aquí. Corresponde a
otra parábola distinta, adicionada, a su vez, con tinie-
blas, llanto y rechinar de dientes, que ninguna falta le
hacen.

Cosa semejante encontramos comparando otras


dos parábolas paralelas: la de los talentos en Mateo,
XXV, 14.30 y la de las minas en Lucas, XIX, 12-27. En
esta última versión se hace un relato semejante en
términos generales al de Mateo, pero se le intercala
otro distinto y sin ninguna relación con él, que pondré
entre paréntesis en la siguiente transcripción:
―Un hombre noble partió para una región lejana (a
recibir la dignidad real y volverse); y llamando a diez
siervos suyos, les entregó diez minas y les dijo: Nego-
ciad mientras vuelvo. (Sus conciudadanos lo aborrec-
ían y enviaron detrás de él una legación diciendo: No
queremos que éste reine sobre nosotros.) Sucedió que
al volver él, (después de haber recibido el reino) hizo
llamar a aquellos siervos a quienes había entregado el
dinero para saber cómo habían negociado. Se pre-
136

sentó el primero, diciendo: Señor, tu mina ha produ-


cido diez minas. Díjole: Muy bien, siervo bueno, pues-
to que has sido fiel en lo poco, recibirás el gobierno de
diez ciudades. Vino el segundo, que dijo: Señor, tu
mina ha producido cinco minas. Díjole también a éste:
Y tú recibe el gobierno de cinco ciudades. Llega el otro
diciendo: Señor, ahí tienes tu mina, que tuve guarda-
da en un pañuelo, pues tenía miedo de ti, que eres
hombre severo, que quieres recoger lo que no pusiste
y segar donde no sembraste. Díjole: Por tu boca mis-
ma te condeno, mal siervo. Sabías que yo soy hombre
severo, que cojo donde no deposité y siego donde no
sembré ¿Por qué, pues, no diste mi dinero al banque-
ro, y yo, al volver, lo hubiera recibido con los inter-
eses? Y dijo a los presentes: Coged a este la mina y
dádsela al que tiene diez. Le dijeron: Señor, tiene ya
diez minas. Díjoles: Os digo que al que tiene se le
dará, y al que no tiene, aun lo que tiene le será quita-
do. (Cuanto a esos mis enemigos que no quisieron que
yo reinase sobre ellos, traedlos acá y delante de mi de-
golladlos). ―
Los sucesos marginales que he puesto entre parén-
tesis y que no aparecen en la versión de Mateo, rom-
pen la unidad del relato sin ninguna utilidad, carecen
totalmente de interés y de valor didáctico, pervierten
la figura del amo justo y generoso de la parábola,
cambiándola por la de un déspota cruel y sanguinario
137

que manda degollar en su presencia a sus súbditos por


el único delito de no haber querido que reinase sobre
ellos, y resultan confusos porque nos dejan sin saber a
quién enviaron la legación de que se habla al princi-
pio, y porque si al final se dice que el rey mandó dego-
llar a los que no quisieron que reinase sobre ellos, y al
principio se advierte que eran ―sus conciudadanos‖ los
que no querían que reinase sobre ellos, parece resultar
que se quedó sin conciudadanos y, por tanto, sin
súbditos a quienes mandar.
Por otra parte, esto parece inspirado en un suceso
que refiere Josefo: después de la muerte de Herodes el
Grande, su hijo Arquelao fue a Roma a rogar a Augus-
to que lo nombrase rey de Judea, y tras él fue también
a ver al César una diputación de cincuenta judíos para
oponerse al nombramiento. (Antigüedades, XVII)
Creo que todos estos son suficientes motivos para
que justificadamente tachemos de falsas esas adicio-
nes. Y nuevamente advirtamos el tono de sadismo y
de crueldad que las caracteriza.
Por su parte, el relato de Mateo tiene una adición
que no aparece en la versión de Lucas ni es necesaria
ni conveniente al suceso relatado y continúa con la
misma cantinela que ya antes encontramos: ―Y a este
siervo inútil arrojadlo a las tinieblas exteriores; allí
será el llanto y el rechinar de dientes.‖
138

Todas estas interpolaciones son tan claras y mani-


fiestas que no creemos que haya un lector cuidadoso y
desapasionado que, si analiza con esmero y sin prejui-
cios, pueda dejar de percibirlas.
Y en todas ellas hemos encontrado el mismo estilo,
la misma actitud mental, el mismo trasfondo ideológi-
co: juicio inexorable, castigo tremendo, sangre, cruel-
dad y muerte, fuego, tinieblas, llanto y rechinar de
dientes. Lo cual nos da un elemento valiosísimo para
posteriores análisis.

Si la influencia del pensamiento esenio es muy im-


portante en los evangelios, en el resto del Nuevo Tes-
tamento es abrumadora. Aunque no puedo detenerme
a demostrarlo, afirmo que aun en las epístolas que
pueden considerarse auténticas de Pablo, hay grandes
adiciones provenientes de esa fuente, y que las demás
epístolas y el Apocalipsis son documentos pura y ca-
balmente esenios.
No puedo detenerme en esto porque su demostra-
ción ocuparía un espacio excesivo. Pero cualquiera
que tenga algún conocimiento de las doctrinas conte-
nidas en los libros pseudepigráficos y cumramitas y
que estudie estos documentos neotestamentarios con
espíritu crítico hallará grandes semejanzas, modifica-
das sólo por la idea de que Jesús es el Cristo (el Mes-
139

ías) anunciado, que padeció y murió para expiación de


los pecados y que resucitó y habrá de venir a juzgar a
vivos y muertos. Es verdaderamente digno de llamar
la atención que en esos documentos, que se suponen
escritos por discípulos próximos de Jesús, no se en-
cuentre ni una sola cita de palabras del Maestro, y ni
siquiera reminiscencias de sus enseñanzas, como no
lo sean algunos consejos de amar al prójimo.
Todo lo expuesto nos explica la situación en la que
se escribieron los evangelios y nos da un criterio para
distinguir en ellos las palabras de Jesús de las que le
fueron falsamente atribuidas.
140

SEGUNDA PARTE
INTRODUCCION FILOSOFICA
141

ADAN Y EVA

Virtud de los grandes símbolos es representar dis-


tintas cosas para distintas personas. Uno de los do-
cumentos antiguos de más honda significación y de
más rico contenido es el formado por los tres prime-
ros capítulos del libro del Génesis. Creo que allí su au-
tor original quiso representar en forma simbólica la
situación especialísima que el hombre guarda en el
cosmos por el hecho de su peculiar naturaleza racio-
nal, y el tremendo problema que para el hombre deri-
va de este hecho especialísimo de ser racional: el pro-
blema de la libertad.
Quienes se dedican a los estudios escriturísticos
han creído hallar en el Génesis (y en general en el
Pentateuco, (del que aquél forma parte) tres versiones
diferentes yuxtapuestas o entremezcladas, a una de
las cuales se le ha llamado elohimista, porque da a
Dios el nombre de Elohim (que es un nombre plural
en hebreo), otra versión llamada yavista, porque da a
Dios el nombre de Yavé y una tercera versión que se
ha llamado sacerdotal. En la parte que nos interesa, la
versión sacerdotal llega hasta el principio del capítulo
142

segundo, después viene la versión yavista y creo que


los últimos versículos del capítulo tercero correspon-
den a otra versión.
El relato del Génesis empieza con la descripción de
la creación del mundo. Y -aunque lo haga en la forma
alegórica y sintética que era de esperarse en un libro
tan antiguo- la descripción se acomoda a las líneas
generales de la teoría de la evolución de la materia y
de la transformación de las especies.
En las primeras palabras dice: ―Al principio creó
Dios el cielo y la tierra. La tierra era confusa y vacía, y
las tinieblas cubrían la faz del abismo, mientras el
espíritu de Dios planeaba sobre la superficie de las
aguas.‖ (I, 1-2) Aquí, como se ve, las aguas preexisten
a la creación. Dios no las crea; ya están ahí. Por lo que
podemos suponer que el autor creía en la eternidad de
la materia. Las aguas representan aquí la ―prima
materia‖ de los alquimistas: la materia en confuso y
en estado caótico, de la que han de salir, por obra de
la energía, todas las cosas existentes.
Y lo primero que se crea es la luz. ―Dijo Dios: Haya
luz; y hubo luz.‖ (I, 3). Y esta no puede ser la que pro-
ducen los cuerpos celestes, sol y estrellas, que no fue-
ron creados sino el día cuarto. La luz creada el primer
día tiene que ser la energía, que da movimiento a la
materia.
143

Luego, en el segundo día, el día dos (que es símbolo


de división) Dios dijo: ―Haya firmamento en medio
de las aguas, que separe unas de otras‖ (I, 6); y así fue.
Se inicia el proceso de división y subdivisión, que
habrá de producir las cosas en concreto. En el tercer
día, aparece el elemento tierra, y después la hierba, las
plantas y los árboles. En el día cuarto se forman los
cuerpos celestes: sol, luna, planetas y estrellas. En el
quinto día aparece la vida animada, empezando por
los animales acuáticos (Toda la vida procede del mar).
Vienen después las aves, y en el sexto día, los animales
superiores y, por fin, el hombre.
Así, los seis días de la creación, corresponden a las
grandes etapas del proceso de la evolución y de la
transformación de las especies.

―Formó Yavé Dios al hombre (Adam) del polvo de


la tierra (Adamá) e insuflando en sus narices aliento
vital, quedó constituido el hombre como ser anima-
do.‖ (II, 7) Decir que Yavé formó al hombre del polvo
de la tierra es hacer una recapitulación y expresar que
el hombre, ser animado, procede remotamente de la
materia inanimada.
En la primera versión se dice que Dios creó al
hombre macho y hembra; en la segunda versión se di-
ce que Dios sacó a Eva del costado de Adán. Esto nos
144

recuerda que Platón cuenta que los hombres primiti-


vos eran andróginos, eran seres de dos sexos; pero
eran tan fuertes que los dioses los temieron y para de-
bilitarlos los partieron a cada uno en dos, y desde en-
tonces cada mitad busca su otra mitad. Y es una re-
presentación de la unidad original, una remembranza
de la forma primitiva de reproducción por división o
segmentación y un símbolo de que el varón y la hem-
bra humanos sólo encuentran su plena realización in-
dividual en la unión y complementación con el otro.
Y Dios dijo primero a los animales: ―Creced y mul-
tiplicaos.‖ (I, 22) Lo cual para los animales no puede
tener sentido de precepto, sino que es sólo la expre-
sión de cómo ocurren las cosas en la naturaleza; esto
es, la expresión de que los animales por ley biológica
crecen y se multiplican.
Pero estas mismas palabras son dichas también al
hombre. (I, 28) Y para el hombre no pueden tener ya
el mismo sentido. Para el hombre tenemos que enten-
derlas como un precepto, como una norma. El hombre
debe crecer y debe multiplicarse. Y si lo hemos de en-
tender como norma, tenemos que considerar que el
hombre debe crecer; esto es, debe madurar, debe lle-
gar a la libertad y a la responsabilidad, a la indepen-
dencia; y debe multiplicarse; esto es, debe ser fecun-
do, debe ser creador, debe obrar, actuar por sí mismo.
145

El hombre es puesto en el paraíso como un animal


entre los animales. Pero llega un momento en que
come del fruto del árbol de la ciencia del bien y del
mal. Y muy importante es advertir el nombre
del árbol: es precisamente el árbol de la ciencia del
bien y del mal. Pues cuando una especie llega evolutí-
vamente a adquirir noción del bien y del mal, se trans-
forma, y nace la especie humana.
Ahora bien, la evolución ontogenética, es decir la
evolución del individuo, repite o copia cada uno de los
pasos de la evolución filogenética, o sea de la evolu-
ción de la especie. Esto quiere decir que el individuo
humano pasa, a través de su existencia y en brevísimo
resumen, por todos los pasos por los que ha cruzado la
especie a la que pertenece. Se ha hecho notar que el
embrión humano pasa por etapas en las que es com-
parable a un gusano, a un pez, a un roedor, a un mo-
no, etc. Cuando nace no se distingue de los animales
superiores; pero llega un momento en el transcurso
de la vida del individuo, en que adquiere noción del
bien y del mal. Entonces es cuando llega a ser en ver-
dad hombre.
Aquí me interesa secundariamente la cuestión de la
evolución de las especies, y lo que quiero destacar es
la evolución en el individuo; lo que quiero traer a la
atención del lector es el tremendo drama que para el
hombre es este hecho especialísimo de ser hombre,
146

señalado en su rasgo distintivo por la capacidad de


distinguir el bien y el mal.
Tener noción del bien y del mal es poder elegir po-
der optar, tomar o dejar, hacer o dejar de hacer, seguir
por un camino o por otro. Y esta capacidad de elec-
ción que es la libertad, trae consigo soledad, riesgo y
responsabilidad. Porque el hombre al decidir está so-
lo, porque corre el peligro de equivocarse y porque
sólo a sí mismo se puede culpar de su error, si yerra.
Por esto, el magnífico, el maravilloso don de la liber-
tad es un don tremendo y se paga con la angustia. Es
lo que yo creo que quiere decir la Biblia cuando ex-
presa: Si comiereis del fruto del árbol de la ciencia del
bien y del mal, moriréis. (II, 17) No entiendo esto
como un precepto, como una prohibición, como un
imperativo categórico, sino más bien como expresión
condicional: Si comes, mueres.
¿Y que es aquí morir? No puede tratarse de la
muerte biológica, porque esto no tendría sentido, ya
que todos los animales mueren y que no podemos
concebir un ser material que no muriese. ¿Qué otra
cosa puede significar la muerte como consecuencia de
la adquisición de la noción del bien y del mal, sino la
angustia? Haber comido del fruto del árbol de la cien-
cia del bien y del mal es haber hecho lo que no han
hecho los animales. Es haber adquirido una potencia
147

que ningún otro ser de la creación posee. Es ocupar en


el cosmos una situación extraordinaria y única.
Y una comprobación de que en el relato bíblico co-
rrectamente interpretado, la comida del fruto del
árbol de la ciencia no está prohibida por Dios la obte-
nemos confrontando dos frases que se ponen en su
boca. Antes de crear a Adán, el primer hombre, dice
Dios: ―Hagamos al hombre a nuestra imagen y seme-
janza‖ (I, 26); y al final, después de la expulsión del
paraíso, Dios dice: ―He allí a Adán hecho como uno de
nosotros, conocedor del bien y del mal‖. (III, 22) Lo
que demuestra que el que el hombre llegara al cono-
cimiento del bien y del mal era preparado intencio-
nalmente por Dios desde antes de la creación del
hombre.
Lo que hace que el hombre sea semejante a Dios es
su naturaleza racional y libre, el ser discernidor del
bien y del mal; es decir, el hombre llega a ser imagen y
semejanza de Dios precisamente al comer del fruto
del árbol de la ciencia. Y la serpiente lo sabía muy bien
y lo dijo claramente a Eva: ―El día en que comáis de él
se abrirán vuestros ojos y seréis como dioses: conoce-
dores del bien y del mal‖. (III, 5)
Y a esta comida del fruto del árbol induce la ser-
piente, que con frecuencia vemos representada con
cabeza de mujer. Es la sabiduría. Así, en el ouroboros,
148

la serpiente que devora su cola, es símbolo de infinito,


de eternidad y de divinidad. En el caduceo de Mercu-
rio y en la vara de Esculapio es símbolo de medicina o
remedio. En el evangelio de Juan, Jesús dice que ―así
como la serpiente fue erigida en alto por Moisés en el
desierto, así el hijo del hombre ha de ser exaltado para
que quien en él crea tenga vida eterna.‖ (III, 14-5) Es
decir, Jesús mismo se identificó con la serpiente e
identificó con ella al hombre superior. Y hubo una
secta de cristianos gnósticos de los primeros siglos,
llamados ofitas (de ofis, serpiente) que adoraban a la
serpiente y la consideraban símbolo de Cristo.
Además, la serpiente es también símbolo de indepen-
dencia y de madurez porque no es incubada, sino que
la madre abandona los huevos, y la serpiente desde el
momento en que rompe el cascarón, es decir desde el
primer instante de su vida, está sola y atenida a sus
propios recursos.
Es la sabiduría la que guía a los hombres a la ad-
quisición de la ciencia. Y la primera que llega a esa
adquisición es la mujer. La mujer es la primera que
se hace adulta. Y es la que da a comer el fruto al hom-
bre. La madre tiene que hacer adulto a su hijo; y tiene
que hacerlo adulto guiándolo hacia la libertad. Y es la
mujer, como incentivo del hombre, como atractivo,
como inspiración la que guía al hombre hacia la ma-
durez, hacia la acción, hacia la libertad.
149

Adán dijo refiriéndose a Eva: ―He aquí que esto es


ya hueso de mis huesos y carne de mi carne. Por ella
dejará el hombre a su padre y a su madre.‖ (Gén., II,
23-4) Por ella los dejará, no solamente en el sentido
de que se separará materialmente de ellos para consti-
tuir una nueva familia; sino que por el dejará el víncu-
lo de subordinación y protección con el padre y la ma-
dre, que constituye el estado infantil, el paradisíaco
estado infantil.
Como consecuencia de haber comido del fruto,
Adán y Eva son expulsados del paraíso. Son expulsa-
dos de la quietud, de la tranquilidad, de la irresponsa-
bilidad características en la especie, de la inconscien-
cia animal, y en el individuo, de la inconsciencia de la
infancia. El estado infantil es el estado de tranquili-
dad, de irresponsabilidad, de quietud, de protección
paradisíacas.
Hay en el Libro de Horas del Duque de Berry una
lámina extraordinariamente interesante, que repre-
senta el paraíso, con Adán y Eva, la comida del fruto
del árbol y la expulsión. Pero en ella, si la analizamos
con cuidado, advertimos que el paraíso tiene la forma
de una matriz; de tal manera que entonces mientras
los hombres están en el paraíso están en la matriz,
están en un estado de gestación. Y es la comida del
fruto del árbol, cuya consecuencia es la expulsión del
paraíso, la que los hace nacer a la verdadera vida
150

humana. Adán y Eva, al ser expulsados del paraíso,


están saliendo de la matriz, están naciendo a la verda-
dera vida humana.
Al llegar el hombre a ser adulto pierde el paraíso de
la infancia, de ese estado en el que se tiene todo sumi-
nistrado, dado y en el que no se toman por sí mismo
las decisiones; en el que se está protegido, amparado.
Y un querubín con espada de fuego defiende la puerta
del paraíso, para impedir que el hombre vuelva a en-
trar a él. La espada es símbolo de división. Es, en pri-
mer lugar, la división entre dos etapas: termina la
etapa infantil, empieza la madurez. Allí se corta la de-
pendencia, se corta la protección, se corta la subordi-
nación. En el evangelio Jesús dice: ―No vine a traer
paz, sino espada. Vine a separar al hombre de su pa-
dre y a la hija de su madre y a la nuera de la suegra.
Los enemigos del hombre son los de su casa.‖ (Mt., X,
34-6)
Como consecuencia de la comida del fruto, dijo
Yavé al hombre: ―Comerás el pan con el sudor de tu
frente.‖ (Gén., III, 19) Es decir, en adelante será él
quien ha de proveer a su sustento. Ya no se le minis-
trará gratuitamente.
Y dijo a la mujer: ―Multiplicaré tus preñeces y pa-
rirás con dolor.‖ (III, 16) Porque para la mujer, como
madre, no se da sólo la preñez biológica, sino también
151

y principalmente la preñez psicológica, que es la edu-


cación del hijo y su preparación para la madurez. Y
parirá con dolor, no solamente en el parto biológico,
sino en ese que es el verdadero parto, que es la verda-
dera maternidad, cuando la madre conduce al hijo
hacia la independencia; que es, en primer lugar, inde-
pendencia respecto a ella. La madre se hace verdade-
ramente madre cuando hace independiente al hijo.
Pero esto exige valor y causa dolor, porque es positi-
vamente arrancárselo de su seno.
El hombre, como dije, al llegar a la madurez, al lle-
gar a la libertad verdadera, se enfrenta a un tremendo
drama. Y el primer aspecto del drama es la soledad. El
hombre, para tomar decisiones, está solo, rigurosa-
mente solo. Podrá recibir ayuda, consejo, guía; pero la
decisión es suya, únicamente suya.
Ante esta terrible situación, de soledad, de riesgo y
de responsabilidad que trae consigo la libertad, el
hombre se asusta. Se asusta y trata instintivamente de
renunciar a esa libertad tan costosa.
Lo cual se alegoriza en los ceñidores con los que
Adán y Eva se cubren después de la comida del fruto
del árbol. El hombre pretende regresar a la animali-
dad, si tomamos en cuenta los ceñidores de pieles de
animales de que habla la última versión (III, 21), o
aún más, de regresar a la vegetalidad, si atendemos a
152

los ceñidores de hojas de higuera de que habla la se-


gunda versión. (III, 7) El hombre quiere huir de su ser
consciente. Es lo que expresa Rubén Darío cuando di-
ce:
Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura, porque esa ya no siente.
Pues no hay dolor más grande que el dolor de ser
vivo, ni mayor pesadumbre que una vida consciente.

Y el hombre quiere zafarse de su responsabilidad,


echarle la culpa a otro. Por eso Adán se excusa: ―La
mujer que me diste me indujo a comer.‖ (III, 12) Y
Eva a su vez dice: ―La serpiente me engañó y comí.‖
(III, 13) Y el hombre se oculta, porque no quiere verse,
porque no quiere enfrentarse a ese futuro arriesgado y
doloroso con el que se va a encontrar; no quiere cono-
cer su íntimo ser, no quiere darse por enterado de la
realidad que lo rodea. Por eso se oculta. Se oculta de
Dios, porque quiere ocultarse de sí mismo. Dice Adán
a Yavé: ―Oí el ruido de tus pasos y me escondí, porque
estaba desnudo.‖ (III, 10)
Y el hombre metido en esta tensión y en esta angus-
tia, trata de salir de ella de cualquier modo, renun-
ciando a ese don tremendo de la libertad. Trata de fu-
garse de la libertad. Y fugarse de la libertad es fugarse
de sí mismo. Es una verdadera enajenación o aliena-
ción.
153

Pero es que la libertad es insoportable para la ma-


yoría de los individuos. Si el hombre superior dice:
―¡Dadme la libertad o dadme la muerte!‖, el hombre
vulgar exclama aterrado: ¡Quitadme la libertad o qui-
tadme la vida!
Con toda claridad lo vio el Gran Inquisidor de Dos-
toyewski y con todo rigor se lo dijo a Jesús en la celda
de la Inquisición: ―Nunca en absoluto hubo para el
hombre y para la sociedad humana nada más intole-
rable que la libertad. . . ¿Es que te olvidaste de que la
tranquilidad y hasta la muerte son más estimables pa-
ra el hombre que la libre elección con el conocimiento
del bien y del mal? No hay nada más seductor para el
hombre que la libertad de su conciencia; pero tampo-
co nada más doloroso.. Ellos acabarán por decir que la
verdad no está en ti, porque sería imposible sumirlos
en un estado de agitación y tormento mayores que
aquel en que tú les sumiste al dejarles tantas preocu-
paciones y enigmas insolubles.. Nosotros los conven-
ceremos de que sólo serán libres cuando deleguen en
nosotros su libertad y se nos sometan. ¿Y qué importa
que digamos verdad o mintamos? Ellos mismos se
persuadirán de que verdad decimos al recordar los
horrores de la servidumbre y confusión a que tu liber-
tad nos condujera. La libertad, el libre espíritu y la
ciencia los llevarán a tales selvas y los pondrán frente
a tales prodigios e insondables misterios, que los
154

unos, rebeldes y enfurecidos, se quitarán la vida otros,


rebeldes pero apocados, se matarán entre sí, y los de-
más, débiles y desdichados, vendrán a echarse a nues-
tros pies y clamarán: Sí, tenéis razón; sólo vosotros
estáis en posesión de su secreto y a vosotros volvemos.
¡Salvadnos de nosotros mismos!‖ (Los Hermanos Ka-
ramasovi, 11, 5)
Por esto, los hombres han hecho de la comida del
fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal el
símbolo del mayor de todos los pecados, del pecado
por excelencia. Si discernir por sí mismo el bien del
mal es lo más temible, tiene que ser visto como lo
esencialmente diabólico, como la representación más
clara del mal moral, como el pecado original, causa de
todos los demás e inherente a la naturaleza humana
misma.

Vamos a pasar revista, aunque sea brevísimamente,


a algunos de los subterfugios a los que el hombre re-
curre para intentar escapar de su libertad. Dejamos a
un lado la forma extrema que es el suicidio y las for-
mas claramente patológicas, como aquellas en que,
por ejemplo, el individuo se pone en cuclillas adop-
tando una postura fetal, enmudece y hace desaparecer
al mundo de su presencia. Y las dejamos porque, pre-
155

cisamente por extremas y patológicas, o no tienen re-


medio o sólo lo tienen en el manicomio.
Y vamos a considerar aquellas otras formas ate-
nuadas o disfrazadas que adopta la fuga de la libertad
y a las que, de una o de otra manera, en mayor o me-
nor grado, consciente o inconscientemente, recurre la
mayoría de los hombres y de las mujeres del mundo y
que todas son intentos de escapar de la responsabili-
dad y de volver a la infancia.
Y tenemos en primer lugar aquellas formas que po-
demos llamar orgiásticas. En la orgía o en el juego, en
el juego compulsivo, o en el opio o el alcoholismo o las
drogas estupefacientes, que con toda exactitud han si-
do llamadas ―paraísos artificiales‖, el individuo busca
ofuscar su razón para olvidar. Sí, para olvidar sus con-
flictos, para no enfrentarse a sus problemas, para elu-
dir, al menos temporalmente, su responsabilidad.
Una forma más oculta y menos visible de esto es la
fuga en el ensueño. Y no me refiero, claro está, a los
legítimos y bellísimos ensueños que decoran y hacen
tan hermosa la vida del hombre de imaginación.

¡Cuán grata es la ilusión, a cuyos lampos


tienen perenne vida los amores,
inmarcesible juventud los campos
y embriagadora eternidad las flores!
156

No, claro; me refiero a aquellos casos de los indivi-


duos que, disgustados y asustados por lo que conside-
ran la dureza y la injusticia del mundo de la realidad,
se fabrican en su imaginación un mundo fantástico a
su gusto y con él sustituyen la realidad, que se niegan
a ver.
Otros en lugar de esto se entregan a filosofías de
desesperación, declaran que la vida no tiene sentido y
que les produce náusea y deciden pasarla sin propósi-
to ni objeto, aproximándose a la inconsciencia.
Hay muchos hombres y muchas mujeres que serían
incapaces de darse a la borrachera o a las drogas
heroicas, pero que se fugan en el trabajo, en el trabajo
compulsivo y angustioso. Se consideran virtuosos
porque trabajan mucho, pero para ellos el trabajo es
propiamente un opio. A él se entregan frenéticamente
para olvidar los problemas de su casa, para rehuir sus
graves y verdaderos conflictos; en definitiva para huir
de su responsabilidad y de su libertad. En las mujeres,
esto con más frecuencia adopta las formas de la inten-
sa vida social, del cuidado obsesivo de la casa y de los
hijos o de las llamadas obras de caridad.
Vamos ahora a otra forma más general, más impor-
tante y más escondida, que consiste en no llegar a ob-
tener la independencia respecto al padre o a la madre;
157

en querer seguir permaneciendo en la infancia. Esto


podríamos relacionarlo con el complejo de Edipo, con
tal de que nos demos cuenta de que la importancia de
este complejo no radica principalmente en su aspecto
sexual, sino en la continuación del estado de depen-
dencia espiritual después de haber pasado de la niñez.
Y esto no depende de que los padres sean autorita-
rios o absorbentes. Es claro que un padre despótico y
autoritario puede afectar gravemente la integridad es-
piritual del hijo y estorbar su desarrollo; pero si cree-
mos en la libertad, creemos que está al alcance de
cualquier individuo en cualquier circunstancia en que
se encuentre colocado, y que el hijo siempre podrá, si
quiere, conquistar su independencia.
Pero lo que aquí nos importa, lo que estoy tratando
de analizar en este momento, es que en muchos casos
el hijo no quiere conquistar su independencia; quiere
seguir protegido, amparado, cobijado por el padre o
por la madre; quiere seguir subordinado a ellos, no
tanto porque en el aspecto material el padre pueda
subvenir a sus necesidades, sino por cuanto en lo espi-
ritual, el hijo pretende descargar en los padres la res-
ponsabilidad de sus actos.
Y como la situación se da en el interior del alma del
hijo, no hace falta que el padre o la madre estén pre-
sentes o pretendan ejercer autoridad; no hace falta si-
158

quiera que estén vivos, pues su memoria puede ejercer


la misma influencia. Y no tienen que ser necesaria-
mente el padre o la madre biológicos, pues su lugar
puede ser ocupado por una figura sucedánea, como
una hermana, una tía, un profesor, etc.
Creo que el tabú del incesto, que se da en todos los
pueblos y en todas las civilizaciones, no es original-
mente una prohibición del orden de la moral sexual,
sino más bien un intento de impedir que el hijo se
quede en la casa paterna ligado por vínculos sexuales
o conyugales, sino que salga a la calle a conquistar a la
mujer allá afuera, donde la conquista requiere esfuer-
zo.
Un aspecto de este mismo caso es el conocidísimo
problema de la suegra. El problema de la suegra cier-
tamente puede existir y puede ser muy grave; pero en
él, la única que no tiene la culpa es la suegra. Cuando
se da este problema, él no hace sino denunciar, como
un síntoma, que ahí hay un hijo o una hija, un marido
o una mujer, o más frecuentemente ambos, que no
han madurado. Y también, como en el caso anterior,
no hace falta que la suegra sea entremetida o perver-
sa, y puede ocurrir aun cuando la suegra viva en el ex-
tranjero o haya muerto hace muchos años; pues su
tremenda figura está presente en el alma del hijo o de
la hija que no han querido conquistar su independen-
cia.
159

Y el mismo es el caso del amor sadomasoquista, es


decir el caso en el que el individuo, en lugar de estar
subordinado al padre o a la madre o a la suegra, lo
está a su mujer, en la cual descarga su responsabili-
dad; y es ella quien lleva el gobierno de la conducta y
de las decisiones del marido. Y como ya han hecho no-
tar los psicólogos, en toda relación sadomasoquista, el
dominador depende tanto del dominado como el do-
minado del dominador.
Y ahora, un aspecto todavía más velado de esta
cuestión se da en los autoritarismos y dogmatismos,
tanto políticos como religiosos. El individuo que tiene
miedo a decidir por sí mismo, que tiene miedo a la lu-
cha por la vida, anhela de un modo más o menos in-
consciente que sus problemas se los resuelva la auto-
ridad. Dondequiera que encuentra algo que le molesta
o que le parece malo, dañino o injusto, considera que
todo se podrá resolver con una ley o con un reglamen-
to; que el rey o el congreso o la policía tienen que ve-
nir y arreglar el asunto. Piensa que todos los males de
la humanidad provienen de que no hay bastantes le-
yes y reglamentos, o de que los que hay están equivo-
cados o de que no se cumplen con eficacia.
Y en el aspecto religioso y moral se ve atraído por
los dogmatismos y los autoritarismos, porque en ellos
encuentra ya resueltos problemas a los que no quiere
enfrentarse. El dogma le da ya hecho lo que tiene que
160

creer, sin necesidad de que tenga que meterse a averi-


guar por sí mismo la verdad de ello y a resolverlo con
su propia cabeza. La moral establecida por la autori-
dad eclesiástica le dice cómo debe comportarse, y no
tiene ya que cavilar ni que decidir por su cuenta, y
cree poder evitarse el peligro de errar y la responsabi-
lidad de haber errado.
Magister dixit. Si algo ya lo resolvió San Agustín o
Santo Tomás, ¿para qué nos metemos a investigarlo?
Y si todavía tenemos alguna duda, acudimos al sacer-
dote o al obispo y lo que él diga es la verdad, aun
cuando nuestra íntima conciencia lo repugne. Recor-
demos a aquel señor católico inglés de que habla
Chesterton, que estaba muy satisfecho porque a la
hora del desayuno tenía su ejemplar del Times que le
decía cómo opinar en política, pero lamentaba no po-
der tener, junto con su periódico, una bula del Papa
que le dijera cómo debía comportarse ese día en su vi-
da privada.
Cuando se da esta situación, el individuo cree sen-
tirse protegido, amparado, cobijado bajo esta gran ca-
pa de la autoridad. Y esto se lleva al extremo cuando
se predica la obediencia absoluta, la obediencia ciega,
y se dice, como en alguna orden religiosa se ha dicho,
que el inferior debe ser en manos del superior como el
báculo en manos del viajero. Lo cual sólo se puede ex-
161

plicar si nos damos cuenta de que entonces el inferior


anhela ser un palo y no un hombre.
Otro aspecto de esta situación es el conformismo,
en que el individuo se siente excusado de responsabi-
lidad cuando sigue los dictados marcados por el grupo
al que pertenece, por la colectividad. ―Así hacen to-
dos‖, ―eso piensa la mayoría‖, ―esa es la costumbre.‖
Así el individuo se siente confortado, abrigado, por-
que forma parte del rebaño. Entonces tiene que seguir
la opinión de la mayoría, tiene que comportarse como
los demás. De otro modo se siente solo, se siente ais-
lado; es la oveja negra. Ser la oveja negra es malo por-
que es ser distinto. Por esto el individuo que piensa
con su cabeza y resuelve con su corazón se expone a
ser tan mal visto por el rebaño. El individuo que no
quiere tomar responsabilidades, que no quiere tomar
riesgos se apega a las costumbres, que venera como si
fueran leyes divinas. Claro que muchas costumbres
podrán ser buenas y verdaderas; pero entonces son
valiosas y deben seguirse por buenas y verdaderas y
no por acostumbradas. En uno de los primeros conci-
lios de la iglesia, un obispo hizo notar que Jesús dijo:
―Yo soy la verdad‖, y no dijo: ―Yo soy la costumbre‖. Y
todos sabemos que Jesús fue acusado de violar las
tradiciones de los antiguos.
Aunque el individuo se sienta tranquilizado y am-
parado en este gregarismo cuando piensa como todos
162

y obra como todos, no deja sin embargo de sentir con-


fusamente la pérdida de su individualidad. Y quiere
rescatarla aunque sea en mínima parte, distinguién-
dose de alguna manera, por las iniciales en la camisa o
en la cartera o por consumir un whisky de una marca
rara. Quiere distinguirse aunque sólo sea por medio
de un distintivo puesto en la solapa, para decirles a los
demás -para decirse a sí mismo- que él es diferente.
Otra manera de fugarse de la libertad, aparente-
mente contraria a la que acabo de describir, es a la
que recurre el eremita, que se va a vivir solo al desier-
to, huyendo de la sociedad, es decir huyendo de la so-
ciabilidad, característica de lo humano, huyendo así
de la lucha por la vida y de los conflictos a los que ésta
da lugar.
Ahora bien, cuando estas cosas se institucionalizan,
cuando el individuo que está colocado en la posición
psicológica que he venido describiendo se pone a es-
tructurar jurídicamente la sociedad, entonces resultan
los totalitarismos y los socialismos. Sólo dándonos
cuenta de este origen psicológico, podemos compren-
der cómo se puede llegar a locuras colectivas como la
que llevó al delirio del nazismo, donde el individuo, es
decir el ser pensante y libre, desaparece totalmente
absorbido y aplastado por la colectividad y por la au-
toridad. El individuo no es nada, el estado lo es todo.
―Todo por el estado, nada contra el estado, nada fuera
163

del estado.‖ Sólo el miedo a la libertad puede explicar


cómo muchos millones de hombres pudieron subor-
dinarse de buen grado a esa nefanda situación de es-
clavitud.
Y sin embargo, así fue. Pues claramente hemos vis-
to que no fue la imposición de una pequeña banda de
tiranos, sino que fueron muchos millones de hombres,
todo un pueblo culto e inteligente, quienes se subor-
dinaron voluntariamente a ese horror.
Y esto es lo mismo que conduce al comunismo, en
donde el individuo no es nada, la colectividad lo es to-
do, en donde se suprime la lucha por la vida, en donde
se suprime la legítima y gloriosa competencia, en
donde se prohíbe al individuo buscar lo que le gusta y
lo que le conviene, en donde se exige ―de cada quien
según su capacidad‖, y se promete ―a cada quien
según su necesidad.‖
Creo que muy apropiado símbolo del comunismo
sería el que fue en otro tiempo signo de la Roma Im-
perial: la gran loba romana que amamanta a los melli-
zos. En el comunismo todos esperamos que ese gran
monstruo extraño e impreciso que es el estado ha de
subvenir a nuestras necesidades, que el estado ha de
amamantarnos a todos, que así habremos vuelto a la
infancia.
164

Hoy, muchos individuos no se deciden a adoptar


las tesis del nazismo o del comunismo; pero repug-
nando el liberalismo, es decir la libertad, creen poder
hallar una tercera solución (como la han llamado) en
el intervencionismo de estado o en el estado-
beneficencia, que no es sólo un socialismo tímido y
disfrazado, y que constituye también un intento de
huir de la libertad y buscar la protección.

Bien. Habiendo hecho la rapidísima exposición de


algunos de los procedimientos a los que recurre el
hombre para fugarse de su responsabilidad, nos da-
mos cuenta de que ninguno de ellos puede darle tran-
quilidad, que ninguno puede darle seguridad, y que
por el contrario, no hacen sino crearle un complejo de
culpa en el que, sin percibir claramente por qué, se
siente en pecado, se siente manchado, se siente acu-
sado. Y se siente enajenado, alienado, arrastrado por
fuerzas desconocidas, incomprensibles e invencibles,
en manos de las cuales él es un títere, movido por
hilos y poseído por los demonios de la aprehensión, de
la depresión y de la tensión.
Y preguntémonos ahora: ¿Es esto la consecuencia
de la libertad? No; es consecuencia del miedo a la li-
bertad.
165

He dicho que la libertad trae consigo riesgo y res-


ponsabilidad; pero para el hombre integrado, maduro,
adulto, valeroso esto no es nada temible, pues lo con-
sidera, en primer lugar, como el precio de tan precioso
don. Por duro y costoso que sea, resulta barato en
comparación con el premio de vivir la vida con pleno
señorío, de ser dueño de su ser y de su existencia, de
ser libre y ser por ello imagen y semejanza de Dios.
Para el hombre íntegro, para el hombre cabal, la so-
ledad, el riesgo y la responsabilidad, que trae consigo
la libertad, son un incentivo más. Entonces los acepta
plenamente de antemano y encara el futuro con tran-
quilidad y confianza.
Y no le espanta la soledad en que se encuentra para
decidir, porque sabe que esta soledad, que existe sólo
en el momento de la decisión, es la espléndida soledad
de Dios, y que después lo liga de la manera más per-
fecta a todos los seres y a todas las cosas del universo.
Porque cuando el hombre por su libertad está plena-
mente integrado, dueño de su ser y de su destino es
precisamente cuando puede adoptar una actitud de
amorosa unidad con todos los seres y todas las cosas;
porque entonces el universo entero se vuelve su cuer-
po extenso, entonces todo se integra en él. Sólo enton-
ces puede cumplir verdaderamente el precepto ―Ama-
os los unos a los otros.‖
166

Sabe que la vida libre y plena exige esfuerzo y lleva


consigo necesariamente riesgo y eventualmente dolor
y fracaso; sabe que el hombre,
fruto de humano amor, cumple lo escrito:
no se desgaja sin romper un seno
y no respira sin lanzar un grito.

Sabe que la posibilidad de errar es condición inelu-


dible de la posibilidad de acertar, que los éxitos se
construyen sobre las ruinas de los fracasos, que la vic-
toria exige lucha y por ello peligro de derrota. Por eso
no quiere que se le prive del sagrado derecho de equi-
vocarse, del sagrado derecho de poder perder. Sí me
quitan la posibilidad de llegar el último en una carre-
ra, me están arrebatando la posibilidad de la gloria de
llegar el primero y conquistar la palma.
La vida es tan bella y tan amada precisamente por-
que está sujeta a continuos peligros. El hombre libre
sabe que siempre estará asediado por sus enemigos
exteriores e interiores, que lo acompañarán siempre;
pero que nunca le podrán hacer daño mientras con-
serve su libertad. Acepta la vida como una lucha cons-
tante, que no es contra carne y sangre, sino contra
principados y potestades; y la acepta con alegría y
confianza porque sabe que nunca será derrotado en
definitiva, como no lo fue Jacob en su lucha contra el
167

ángel, donde ganó el nombre de Israel, ―fuerte contra


Dios‖. (Gén., XXXII, 28-9)
Y no le asusta la responsabilidad, porque sabe que
es afirmación de su propia personalidad; porque decir
―Yo lo hice‖, aun tratándose de una tontería, de un
disparate o de un crimen, es sentirme agente y no pa-
ciente, autor y no cosa.

Y ahora, regresando a nuestro relato del Génesis,


veremos que el pecado de Adán no consiste en comer
del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. Su
pecado consiste en arrepentirse de haber comido; su
pecado no es haber llegado a la libertad, que lo hace
semejante a Dios, sino tener miedo a esa libertad; su
pecado es sentirse en pecado.
Y de este pecado de miedo, que crea el complejo de
culpa y por ello produce la muerte, que es la angustia,
es del que Jesús trata de redimir al hombre.
Primero con sus enseñanzas, haciendo saber que
vino ―a separar al hombre de su padre y a la hija de su
madre y a la nuera de la suegra‖, es decir, que vino a
hacer madurar al hombre, a hacerlo independiente y
adulto. Haciendo saber al hombre que debe aceptar el
riesgo y la responsabilidad; que el reino de los cielos
(la felicidad en la vida) está en el interior del alma de
cada uno y que cada uno ha de esforzarse por entrar
168

en él; que el hombre no está sujeto a leyes eternas ni a


autoridades superiores, sino que ha de regirse por la
razón aplicada a la realidad, y especialmente a la rea-
lidad de su propia naturaleza humana; que sólo puede
ser feliz superando sus sentimientos de culpa, de ren-
cor, de codicia y de envidia, de los que él es único juez;
y que así podrá vencer la angustia e identificarse con
Dios, amoroso padre que lleva dentro de sí.
Después con sus curaciones, haciendo ver a los cie-
gos, oír a los sordos, hablar a los mudos, es decir a los
que no querían ver, a los que no querían oír, a los que
no querían hablar; levantando a los paralíticos, a los
que no querían andar, resucitando a los muertos, que
son, según la terminología del Génesis en la interpre-
tación que he venido dando, los que están poseídos de
la angustia.
Por esto en la Epístola a los Romanos se contrapo-
ne Adán a Cristo y se dice que ―como por un hombre
entró el pecado en el mundo y con el pecado la muer-
te, y así la muerte pasó a todos los hombres por cuan-
to todos habían pecado, de la misma suerte por un
hombre entró la rectitud en el mundo y con la rectitud
la vida.‖
Y hay una leyenda que cuenta que la cruz de Cristo
fue hecha con un madero del árbol de la ciencia del
bien y del mal.
169

Con frecuencia se representa la cruz de Cristo sobre


una calavera y sabemos bien que fue crucificado en el
monte Calvario, el Monte de la Calavera, lo que signi-
fica que Cristo en su muerte mató a la muerte, es decir
a la angustia que es la consecuencia del miedo.
Jesús no pretende de ninguna manera hacer que el
hombre regrese al paraíso, sino que trata de llevarlo al
―reino de los cielos‖, donde encuentra la felicidad en
la vida libre, responsable, pero plena, tranquila y ale-
gremente vivida.
En resumen: cuando el hombre adquiere la noción
del bien y del mal, es decir la libertad, se hace verda-
deramente humano y con ello semejante a Dios. En-
tonces lo asalta el miedo a la soledad, al riesgo y a la
responsabilidad y se ve tentado de fugarse de su liber-
tad. Este miedo le produce la angustia, que es llamada
muerte en la Biblia. Pero cuando vence el miedo y
acepta valientemente el riesgo y la responsabilidad,
rompe las ataduras de la angustia y puede decir triun-
fal y orgullosamente con San Pablo: ―Muerte, ¿dónde
está tu victoria? Muerte, ¿dónde está tu aguijón?‖ (I
Cor., XV. 55)
170

TERCERA PARTE
LAS IDEAS DE JESUS
171

1
LA EXPECTACIÓN MESIÁNICA

En la época del advenimiento de Jesús, el pueblo


judío estaba dominado por la expectación del Mesías,
el ser prodigioso anunciado en la Ley y en los Profe-
tas, que habría de librar a Israel, darle la dominación
sobre todas las naciones y establecer la justicia en el
mundo.
Cuando Juan el Bautista comienza su predicación,
lo interrogan acerca de si es el Mesías (Jn., 1, 19.20);
él a su vez, habiendo oído de las obras de Jesús, man-
da enviados a preguntarle: ―¿Eres tú el que ha de ve-
nir, o hemos de esperar a otro?‖ (Mt., XI, 2-3; Lc. VII,
19)
Las profecías eran obscuras y contradictorias en
cuanto a los rasgos característicos del Mesías; pero
tomadas en general y en su forma más popular, des-
cribían a un guerrero fuerte y dominador, que por
medio de la fuerza y con la ayuda divina, habría de li-
berar a Israel de sus opresores, subyugar a todas las
172

naciones y establecer el reino de Dios, es decir un re-


ino de justicia, de paz y de prosperidad para todos;
naturalmente después de haber castigado severísi-
mamente a todos los que habían hecho el mal, habían
desobedecido a Yavé o habían agraviado al pueblo ele-
gido.
Los Salmos de David nos presentan un tipo fuer-
temente violento y sanguinario: ―Promulgaré el decre-
to de Yavé: Díjome: Mi hijo eres tú; yo mismo hoy te
he engendrado. Pídeme y te daré los pueblos por
herencia y por tu posesión los polos de la tierra. Los
regirás con vara de hierro; como vasija de alfarero
haráslos añicos. Ahora, pues, ¡oh, reyes! sed juiciosos.
Dejaos aleccionar; ¡oh, jueces de la tierra! Servid a
Yavé con temor; con temblor besadle los pies‖. (II, 7-
11) ―Dios rompe la cabeza a sus enemigos y el cuero
cabelludo al que persiste en su maldad. Dijo el Señor:
Te haré volver de Basán, te sacaría aun del fondo de
los mares, para que puedas enrojecer tus pies en la
sangre, y la lengua de tus perros en la sangre de tus
enemigos.‖ (LXVIII, 22-4) ―Y dominará de un mar a
otro mar y del río a los polos del mundo. Ante él se
postrarán sus enemigos, y sus rivales lamerán el pol-
vo. Y a él habrán de adorar todos los reyes; todas las
gentes lo han de servir.‖ (LXXII, 8-9, 11) Y en Isaías:
―Reyes serán tus ayos, y princesas tus amas; rostro en
tierra se prosternarán ante ti y lamerán el polvo de tus
173

pies.‖ (IL, 23) ―¿Quién puso en sus manos los pueblos


y le entregó los reyes? Su espada los reduce a polvo y
su arco los dispersa como brizna de paja... ¿Quién es
aquel que avanza enrojecido, con vestidos más rojos
que los de un lagarero, tan magníficamente vestido,
avanzando en toda la grandeza de su poder? -Soy yo,
el que habla justicia, el poderoso para salvar. ¿Cómo
está, pues, rojo tu vestido y tus ropas como las de los
que pisan en el lagar?.... -He pisado con furor, he
hollado con ira, y su sangre salpicó mis vestiduras y
manchó mis ropas, porque estaba en mi corazón el día
de la venganza y llegaba el día de la redención. . . Y
aplasté a los pueblos en mi ira y los pisotee en mi fu-
ror, derramando en la tierra su sangre.‖ (XLI, 2 y
LXIII, 1-4 y 6)
Uno de los rasgos característicos del Mesías rey es
su condición de justiciero. Los Salmos de Salomón lo
llaman ―el rey justo, bajo cuyo reinado no existen ini-
quidades‖, y añaden: ―él reunirá al pueblo de los san-
tos y lo dominará con justicia‖.
Y en los Salmos de David: ―Defenderá la causa de
los pobres del pueblo, salvará a los hijos del indigente
y aplastará al opresor. Florecerá en sus días la justicia,
y abundancia de paz hasta que no haya luna‖. (LXXII,
4 y 7)
174

El Mesías ha de venir a implantar un reino de Dios,


que será un reino de justicia, de paz y de prosperidad.
―Juzgará en justicia al pobre, y en equidad a los
humildes de la tierra. Herirá al tirano con los decretos
de su boca y con su aliento matará al impío. La justicia
será el cinturón de sus lomos, y la fidelidad el ceñidor
de su cintura. Habitará el lobo con el cordero, y el leo-
pardo se acostará con el cabrito, y comerán juntos el
becerro y el león, y un niño pequeño los llevará.... El
niño de pecho jugará junto a la cueva del áspid, y el
recién destetado meterá la mano en la caverna del ba-
silisco. No habrá más daño ni destrucción en todo mi
monte santo‖. (Isaías, XI, 4-9) ―Entonces la tierra
dará sus frutos a diez mil por uno; cada vid llevará mil
sarmientos, cada sarmiento mil racimos, cada racimo
mil granos y cada grano rendirá un coro de vino‖.
(Apocalipsis de Baruc, XXIX, 5)
Josefo, Tácito y Suetonio coinciden en considerar
que la causa principal de la gran revuelta que culminó
en la destrucción del Segundo Templo (y lo mismo es
aplicable a las otras rebeliones judías) fue ―un oráculo
ambiguo que se encontraba en sus escrituras sagra-
das, en el sentido de que en aquellos días uno de su
nación habría de reinar sobre el mundo entero.‖ (Jo-
sefo, Guerras, VI, 5; Tácito, Hist., V, 13; Suetonio, Los
Doce Césares, Vesp., IV)
175

Un escritor judío moderno, José Klausner, hace


una síntesis de las profecías, para describir la figura
del Mesías de la siguiente manera:
―El Mesías judío es un salvador político de su escla-
vizada nación, que está oprimida y afligida en el exilio,
entre pueblos que la odian y la persiguen. El Mesías
judío es también un redentor espiritual de toda la
humanidad, que por el espíritu de Dios que ‗descansa
en él‘ y por la rectitud que ‗será el cinto de sus lomos‘,
de manera que ‗asolará la tierra con la vara de su boca‘
y ‗con el soplo de sus labios destruirá al malvado‘ (Is.,
XI, 2-5), por medio de estos ‗dones del espíritu santo‘,
conquistará a los paganos. Entonces, todos los pue-
blos invocarán el nombre del Dios único, ‗todas las
naciones afluirán a... la montaña de la casa del Señor‘
(Is., II, 2), dejarán de hacerse la guerra entre sí y
‗vendrán a constituir un sólo bando para cumplir la
voluntad de Dios con todo su corazón‘. Entonces ‗toda
maldad desaparecerá como el humo‘, ‗la regla de la
arrogancia pasará de la tierra‘ y ‗el reino de los cielos‘
quedará establecido para siempre sobre la tierra‖.
(Klausner, From Jesús to Paul, VII. 3)
Podríamos continuar indefinidamente con estas ci-
tas. Es muy abundante la literatura judía relativa a la
venida del ―reino de Dios‖ o ―reino de los cielos‖ (am-
bas expresiones son sinónimas, pues, como es sabido,
entre los judíos se procuraba evitar mentar el nombre
176

de Dios y se le sustituía con alusiones o formas pe-


rifrásticas), que también se designaba como ―la era del
Mesías‖, ―el reino del Omnipotente‖, ―la era venidera‖,
etc.

Ahora bien, lo verdaderamente importante es ad-


vertir que esta expectación mesiánica, este mesianis-
mo, no es sólo un dato de la historia del pueblo de Is-
rael, no es sólo un elemento de la religión judía, sino
que es una actitud del espíritu humano, que se puede
dar en todos los hombres de todos los tiempos y en
todos los pueblos.
Esta expectación mesiánica consiste esencialmente
en esperar que ha de venir a establecerse en la tierra
la felicidad, con paz, prosperidad y justicia, por un ac-
to prodigioso que tiene estas características: a).- Ser
externo. Será una situación material, dada, percepti-
ble por los sentidos, que se traducirá en hechos visi-
bles. b).- Colectivo. Será una situación social, cuyo ac-
tor y primer beneficiario es un pueblo elegido (el pue-
blo de Israel) y de la que disfrutarán todas las nacio-
nes del mundo que se sometan a Israel; y c).- Coacti-
vo. Será una estructura jurídica impuesta por la fuer-
za. Se va a establecer un ―reino‖ (una estructura jurí-
dica) que dará felicidad, paz, prosperidad y justicia a
toda la humanidad.
177

Esta actitud de espera de la felicidad por el adve-


nimiento de una situación externa, colectiva y coacti-
va, la encontramos en los hombres de todos los pue-
blos y de todos los tiempos. Los hombres tienden a
confiar en que un buen rey, un buen caudillo, unas
buenas leyes les pueden traer el bienestar y la dicha.
Están inclinados a esperar que la felicidad se la van a
encontrar establecida, estructurada, como algo que se
establece por un orden jurídico, del cual serán benefi-
ciarios, dentro de una situación organizada social-
mente, colectivamente.
Y en esta nuestra época actual la actitud mesiánica
se ha hecho especialmente aguda. La inquietud por la
llegada del ―reino de los cielos‖ es ahora tan intensa y
tan extendida -o más- que en la época de Jesús. ¿Qué
otra cosa son todos los grandes movimientos sociales
de nuestro tiempo sino muestras del anhelo mesiáni-
co? El nazismo, el comunismo y sus hermanos meno-
res: el fascismo, la democracia cristiana, el justicia-
lismo, la doctrina social católica y en general todos los
sistemas socialistas no son sino otras tantas expresio-
nes de esa misma actitud espiritual. Bajo la guía de un
mesías (el Duce, el Führer, Marx, el Papa) y por medio
de la dominación que sobre toda la humanidad venga
a ejercer un pueblo elegido (Roma, la raza aria, el pro-
letariado, la URSS, China, la Iglesia Católica) se im-
plantará para toda la humanidad, por la fuerza, un
178

régimen que habrá de traer prosperidad y justicia. (Y


no se diga que la personalidad de Carlos Marx no co-
rresponde a la figura del Mesías por no haber sido un
guerrero fuerte y violento. Recuérdese que en las pro-
fecías se anuncia que el Mesías vencerá a las naciones
―con el soplo de sus labios‖, ―con la vara de su boca‖,
es decir, con su palabra).
Y volviendo al tiempo de Jesús, advertiremos que
fue otra de las épocas en que esta expectación mesiá-
nica se hizo más intensa y más general, como se ob-
serva en los escritos judíos de los dos últimos siglos
antes de Cristo y los dos primeros de la era cristiana.
En toda esta literatura, que ha sido llamada pseude-
pigráfica y dentro de la que se pueden citar: los libros
de Enoc, Los Testamentos de los Doce Patriarcas, el
cuarto libro de Esdrás, el Apocalipsis de Baruc, los
Salmos de Salomón y los Oráculos Sibilinos, las des-
cripciones de la ―era venidera‖ se hacen más abundan-
tes, más intensas y más coloridas y pintorescas que
nunca.
179

2
EL REINO DE DIOS

Dentro de esta situación de inquietud por la expec-


tación de la llegada del reino de los cielos, ocurre el
advenimiento de Jesús.
Y Mateo (IV, 17), al empezar a hablar de la predica-
ción de Jesús, dice: ―Desde entonces comenzó Jesús a
predicar y a decir: Convertíos, porque el reino de los
cielos ha llegado‖; y en otro lugar (Mt., XII, 28; Lc.,
XI, 20), dice Jesús: ―Si yo arrojo a los demonios por el
espíritu de Dios, es que el reino de Dios ha llegado a
vosotros.‖ Por esto dicen los evangelios (Mt., IV, 23;
IX, 35; Lc., IV, 43): ―Recorría Jesús toda la Galilea,
enseñando en las sinagogas y predicando la buena
nueva del reino‖; es decir va predicando el evangelio
del reino (evangelio quiere decir precisamente: buena
nueva, buena noticia); va dando a las gentes la buena
noticia de que el reino de Dios ya llegó.
Naturalmente los que lo escuchan le preguntan: ¿Y
dónde está? Y Jesús responde (Lc., XVII, 20-1): ―No
viene el reino de Dios ostensiblemente, ni dirán: Helo
180

aquí, o helo allá, porque el reino de Dios está en voso-


tros.‖
Este es el texto clave para entender todo el evange-
lio; para comprender el verdadero sentido de la pre-
dicación de Jesús.
Aquí les dice Jesús: Ese reino de Dios que estabais
esperando, ya no lo esperéis; ya llegó. ¿Ah, sí? ¿Y
dónde está? Está en vosotros. ¡Está en ti! Está en el
interior de tu alma. ¿Qué es lo que buscas? ¿Qué es lo
que esperas? ¿La felicidad? Pues la llevas dentro de ti.
Y la tomas o la dejas. Está a tu disposición. Está al al-
cance de tu mano; está ya en presente, aquí y ahora.
El reino de Dios, es decir la felicidad, con paz, prospe-
ridad y justicia, es algo que no puede sernos dado
desde afuera, ni depende de nada externo y estructu-
rado; sino que cada quien lo ha de lograr por sí mismo
y para sí mismo. El reino de Dios no viene con apara-
to; no es una cosa visible, perceptible por los sentidos;
no se puede ver, ni se le puede señalar con el dedo; no
es una institución jurídica; no se construye por leyes
ni por decretos; no lo hacen los reyes ni los congresos
ni los tribunales. Por eso dice Jesús a Pilato: ―Mi reino
no es de este mundo.‖ (Jn., XVIII, 36) No es como los
reinos del mundo; no es una organización política ni
un régimen jurídico, puesto que es algo espiritual, al-
go que ocurre en el alma de cada hombre.
181

Esto se confirma con otro texto de Lucas (XVI, 16):


―La ley y los profetas llegan hasta Juan. Desde enton-
ces se anuncia el reino de Dios y cada cual ha de es-
forzarse por entrar en él.‖ Las profecías, que anuncia-
ban el reino mesiánico fundado en la ley, llegan hasta
la predicación de Juan el Bautista. Desde entonces, es
decir desde la aparición de Jesús en la escena del
mundo, se anuncia el reino espiritual, íntimo e indivi-
dual. Es asunto de cada cual, de cada individuo; y ca-
da cual, cada individuo, ha de esforzarse por entrar en
él.
Hay otro texto fundamental para comprender el
sentido de la predicación de Jesús. Está en Marcos, X,
38. Dos de sus discípulos, Santiago y Juan, hijos de
Cebedeo, le piden a Jesús que les conceda sentarse
uno a su derecha y el otro a su izquierda, en el reino; y
Jesús les responde: ―No sabéis lo que pedís. ¿Podéis
acaso beber la copa que yo bebo?‖ (El resto de la perí-
cope es claramente espurio.)
Los cebedeos no han comprendido el sentido del
mensaje de Jesús y siguen dando al reino la significa-
ción externa, colectiva y coactiva que tiene en el me-
sianismo. Siguen creyendo que Jesús les anuncia que
va a instaurar en Israel un régimen político, y le piden
que, cuando lo instaure, los coloque entre los prime-
ros ministros. Pero Jesús, respondiendo dentro de los
términos de su doctrina, trata de hacerles comprender
182

que lo que le piden es insensato e imposible, y que si


el reino de Dios es la felicidad, es la vida, la verdadera
vida, que nadie puede dar a otro, del mismo modo
como nadie puede beber en lugar de otro.
Exactamente la misma idea y expresada exacta-
mente con la misma metáfora, la encontramos en una
anécdota de un maestro budista. Se cuenta que un
monje budista le pidió a su maestro que lo ayudara a
descubrir el misterio de la vida, y el maestro le res-
pondió: ―Tengo muy buena voluntad de ayudarte en
todo; pero hay cosas en las que no puedo ayudarte.
Por ejemplo, si tienes hambre o sed, mi comida o mi
bebida no llenan tu estómago. Tú tienes que comer y
beber por ti mismo.‖ (D. T. Suzuki, Zen Buddhism, IV)
Esto es: nadie puede vivir la vida de otro. Nadie puede
vivir en lugar de otro. Cada quien tiene que vivir su
propia vida. Nadie puede vivirme mi vida. La felicidad
es la vida, la verdadera vida; y es algo tan radicalmen-
te íntimo y personal, tan individual, que si no lo logra
el individuo para sí y por sí, nadie puede propor-
cionárselo desde afuera. Por mucho que yo ame a una
persona, no puedo vivir en lugar de ella, no puedo
darle la felicidad que ella no quiera buscar por sí
misma. Nadie, ni Dios, puede darnos la felicidad. La
felicidad no puede proceder de un acto de la provi-
dencia, ni puede ser el regalo de un hada madrina.
Dios crea el reino de los cielos y lo pone a disposición
183

del hombre; ha estructurado el mundo de tal manera


que en él el hombre pueda ser feliz, pueda hallar la
posibilidad de felicidad en la vida. Pero tomarla o de-
jarla es obra de cada quien. Dios ha creado el sol y ha
hecho que produzca calor; pero si yo quiero disfrutar
de su calor, yo tengo que salir a tomarlo. Los elemen-
tos de nuestra vida, los elementos de nuestra felicidad
nos son dados desde que nacemos. El mundo como tal
nos está ofrecido. Allí está. Pero cada quien sabe qué
toma de él y cuándo lo toma y cómo lo toma. El hom-
bre tiene que hacer su vida solo, personalmente, adap-
tando a sí los elementos que le son dados; y esos ele-
mentos sólo se convierten en vida del organismo
cuando él los toma, los adopta, los asimila y los valúa.
Las cosas materiales nos pueden ser proporcionadas
por otro, nos pueden ser regaladas; pero solamente
nosotros podemos hacerlas nuestras y disfrutar de
ellas. Alguien puede regalarme un libro; pero no pue-
de leerlo en mi lugar. Soy yo y nadie más que yo quien
tiene que leerlo. Esta misma idea aparece en los ver-
sos de Amado Nervo:
Muy cerca de mi ocaso yo te bendigo, Vida,
porque nunca me diste ni esperanza fallida,
ni trabajos injustos, ni pena inmerecida;
porque veo al final de mi rudo camino
que yo fui el arquitecto de mi propio destino;
que si extraje las mieles o la hiel de las cosas
184

fue porque en ellas puse hiel o mieles sabrosas.


Cuando planté rosales, coseché siempre rosas.
Cierto; a mis lozanías va a seguir el invierno.
Mas tú no me dijiste que mayo fuese eterno.
Hallé sin duda largas las noches de mis penas;
mas no me prometiste tú sólo noches buenas,
y en cambio tuve algunas santamente serenas.
Amé, fui amado, el sol acarició mi faz.
¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!
(―En paz‖, del libro Elevación.)
Los evangelios están llenos de menciones del reino
de Dios o reino de los cielos (y en ocasiones se habla
simplemente de ―el reino‖); pero la verdad es que toda
la predicación está referida de una u otra manera a es-
te reino de Dios, es decir a la felicidad del hombre y a
su personal utilidad:
Entre las parábolas que expresamente se refieren al
reino, tenemos las brevísimas del tesoro y de la perla:
―El reino de los cielos es semejante a un tesoro escon-
dido en un campo. Lo descubre un hombre y lo oculta,
y en su alegría va, vende todo lo que tiene y compra
aquel campo. ―También es semejante el reino de los
cielos a un mercader que busca perlas finas. Cuando
encuentra una de gran valor, va, vende todo lo que
tiene y la compra.‖ (Mt., XIII, 44-6) El razonamiento
aquí es simplísimo. No se trata de deberes, no es cues-
tión de decálogos ni de normas morales predetermi-
185

nadas. Es una cuestión de purísima conveniencia.


¿Qué le conviene a uno? Le ―conviene adquirir lo de
más valor a, cambio de lo de menos valor. ¿Qué hace
el mercader de perlas, si sabe de una perla extraordi-
naria, que vale por sí sola más que todo lo que él tiene,
y que sin embargo se la venden por el equivalente de
lo que él tiene? Pues vende todo lo que tiene y lo cam-
bia por la perla; porque al cambiarlo por la perla,
tendrá más de lo que antes tenía. ¿Qué debemos hacer
todos en todas las ocasiones? Dar lo de menos valor
para nosotros por lo de más valor para nosotros. To-
dos los problemas de la vida del hombre se resuelven
en definitiva del mismo modo que un negocio mercan-
til: dar menos por más. Pero por la felicidad ¡qué no
se ha de dar! Si la felicidad es el valor por excelencia,
el valor de los valores, porque es la vida, la verdadera
vida, ¡qué no se ha de dar por lograrla! No tenemos
más que una vida y nada nos importa tanto como vi-
virla bien. Entonces, por lograr esto hay que dar todo,
todo cuanto sea menester. Dar todo lo que sea menes-
ter para que yo sea feliz es buen negocio.
Por esto dice Jesús: ―¿Qué aprovechará al hombre
si gana el mundo entero y pierde su alma? ¿O qué
dará el hombre a cambio de su alma?‖ (Mt., XVI, 26)
Hay que advertir que la palabra que aquí ha sido
traducida alma (psique) es la misma que en otros lu-
gares de los evangelios se usa para decir vida. Enten-
186

deremos más claramente este pasaje si le restituimos


a la palabra su sentido original. ¿Qué aprovechará al
hombre si gana el mundo entero y pierde su vida?
¿Qué me pueden dar a mí a cambio de mi vida? ¿Dos
mil pesos, tres mil, diez mil, un millón, el mundo en-
tero? ¡Y para qué los quiero! La expresión de Jesús es
tan simple, tan elemental como eso. Y el equivalente
de la vida es la felicidad. Quiero vivir para ser feliz; no
para ser desgraciado. Entonces, ¿qué me pueden dar,
que valga el que yo dé, a cambio, mi dicha? El hombre
que se afana tras la riqueza, tras el poder, tras la fama,
tras el placer, tras el prestigio, y que en la búsqueda de
ello deja su dicha, ¿qué negocio hace? La felicidad es
la perla de gran valor, es el tesoro escondido, es la vi-
da en su auténtico sentido. ¡Cómo no va a ser negocio
dar cualquier cosa, cualquier cosa por lograrla! Por
ello hemos de sacrificar todo cuanto sea menester.
Esta misma idea está expresada, con excepcional
vigor y sencillez, en otro pasaje: ―Si tu ojo derecho te
escandaliza, arráncalo y arrójalo lejos de ti; porque te
conviene más perder uno de tus miembros antes que
tu cuerpo entero sea arrojado a la Gehena. Y si tu ma-
no derecha te escandaliza, córtala y arrójala lejos de ti,
porque te conviene más perder uno de tus miembros
antes que tu cuerpo entero caiga a la Gehena‖. (Mt., V,
29.30)
187

Empezaremos por hacer notar que escandalizar


significa originalmente ―tumbar o hacer caer‖, es decir
dañar, y que la Gehena era el nombre del valle de
Henón, un barranco donde se tiraban y quemaban los
desperdicios y basuras de Jerusalén. Si leemos con
sencillez, veremos que el sentido de estas frases es
perfectamente claro. Si mi mano está gangrenada y
amenaza gangrenarme el cuerpo entero y causarme la
muerte, ¿qué debo hacer? Pues amputármela inme-
diatamente, porque con ello quedaré manco, pero vi-
vo. Si mi ojo derecho padece un glaucoma que amena-
za trasmitirse al otro y dejarme ciego, ¿qué debo
hacer? Pues arrancármelo y quedar tuerto, pero vivo y
con vista. Esto, en sentido material y directo, es bien
claro. Y en sentido metafórico quiere decir: si hay algo
que te esté haciendo daño, que esté siendo para ti
fuente de desdicha, e impidiéndote gozar plenamente
de la vida, sea porque te cause remordimientos o in-
quietudes de conciencia, o porque de cualquier modo
altere la paz y la tranquilidad de tu alma, eso debes
quitar inmediatamente. Y esto puede ser algo muy
próximo y aparentemente muy importante para ti;
puede ser tu fortuna o tu posición social, económica o
política, o puede ser una persona de tu familia: tu mu-
jer, tus hijos, tus padres. ¡Cuántas veces vemos ma-
trimonios en que marido y mujer se están lanzando
los trastos a la cabeza, que viven en un infierno de ira
188

y de odios, en donde los hijos están totalmente des-


quiciados! Pues ¿qué es lo único que se debe hacer?
Abandonarlo todo, renunciar a la mujer, a los hijos, a
la posición social, a la situación económica, a todo,
con tal de lograr la paz, la tranquilidad y el bienestar.
Naturalmente que me refiero a algo que sea causa de
desdicha y no a los naturales contratiempos, desajus-
tes y dificultades que siempre existirán en el trato en-
tre los hombres, y aun en las parejas mejor avenidas.
Pero cuando se da una situación inaguantable, cuando
ya no es vida la que se lleva, ¿qué otra cosa hay que
hacer, sino abandonarlo todo? Y sin embargo, vemos
numerosísimos casos de hombres y de mujeres que si-
guen soportando una vida insoportable, y que si se les
habla de divorcio piensan que eso es un pecado y que
sus principios morales no se lo permiten; y continúan
alimentando el mal, la discordia y la desgracia.
En síntesis, dice Jesús en Lucas, XIV, 33: ―Cual-
quiera que no se separe de todos sus bienes no puede
ser mi discípulo.‖ Pero entiéndase: Que se separe de
todos sus bienes no quiere decir que materialmente
haya de despojarse de cuanto posee; porque si esto lo
relacionamos con las parábolas del tesoro escondido y
de la perla y con lo que, respecto a esto citamos y co-
mentamos, nos daremos cuenta de que tenemos que
interpretar estas palabras en el sentido de la conve-
niencia; y entonces hemos de leer: el que no esté dis-
189

puesto a renunciar a todo cuanto sea necesario para


obtener la felicidad, no puede ser mi discípulo.
Si queremos entender estas palabras como una exi-
gencia incondicionada de despojarnos materialmente
de todo cuanto poseemos, sin relación a un fin concre-
to, resultan absurdas e insostenibles. ¿Qué bien le
vendría a nadie por el mero hecho material de que yo
me despoje de todos mis bienes? ¿En qué podría fun-
darse tan disparatada acción o por qué razón habría
de considerarse recomendable? En cambio, si vemos
esta frase en relación con las que antes hemos citado y
la referimos al fin por excelencia del hombre: su pro-
pia felicidad, la encontraremos perfectamente lógica y
luminosa.
En Lucas, X, 38-42, se cuenta; ―Yendo de camino
Jesús entró en cierta aldea, y una mujer llamada Mar-
ta lo recibió en su casa. Esta tenía una hermana lla-
mada María, la cual sentada a los pies de Jesús, escu-
chaba sus palabras y Marta estaba atareada con el
mucho servicio. Se acercó y dijo: Señor, ¿no te impor-
ta que mi hermana me deje servir sola? Dile, pues, que
me ayude. Jesús le contestó: Marta, Marta, te angus-
tias y turbas por muchas cosas. Basta una sola. María
ha escogido la mejor parte.‖ Efectivamente, nos tur-
bamos y angustiamos por muchas cosas. Y sin embar-
go, una sola es necesaria: la felicidad. Todo lo demás
es secundario, es accesorio. Pero los hombres anda-
190

mos preocupados, angustiados, trabajando y corrien-


do tras de cosas que, bien vistas, son fantasmas, me-
ros fantasmas, apariencias y vanidades.
Es tan rigurosa la invitación que Jesús hace a dis-
frutar de la felicidad, y tan excelso e inapreciable el
valor que le atribuye, que lo lleva a los mayores ex-
tremos. En Mateo, VIII, 21-2, se cuenta que a un indi-
viduo le dijo: sígueme. Y él le contestó: ―Señor, déja-
me primero ir a dar sepultura a mi padre. Pero Jesús
le respondió: Sígueme, y deja a los muertos sepultar a
sus muertos.‖ Seguir a Jesús es entrar al reino de los
cielos, entrar a disfrutar de la felicidad. Pues bien, ¡ni
la muerte de mi padre debe estorbar mi felicidad!
Es claro que aquí, cuando el invitado a seguir a
Jesús le dice: déjame primero ir a dar sepultura a mi
padre, no se trata del hecho material, del hecho físico
de colocar el cadáver del padre en una fosa; porque en
la mayoría de los casos no son los hijos los que hacen
eso materialmente. Y además, si el hijo no va, al padre
lo entierran de todos modos. Aquí se entiende, en sen-
tido natural y directo, ir para estar presente al funeral,
a las exequias del padre. Este del evangelio se excusa
diciendo que va a asistir al funeral de su padre. En
sentido metafórico, significa el dolor por la pérdida de
un ser muy amado. ¡Pues ni la muerte de su padre le
debe impedir ser feliz! Esto no quiere decir que uno
no pueda o no deba sentir dolor por la pérdida de un
191

ser muy próximo y muy amado; porque el dolor no se


opone por sí solo a la felicidad. La felicidad no signifi-
ca ausencia total de dolor; porque la vida está entrete-
jida de dolor y placer. Así como la felicidad no consis-
te sólo en el placer, tampoco requiere necesariamente
la ausencia total de dolor. Yo puedo ser feliz a pesar de
padecer un dolor. El dolor es contingente, transitorio.
La felicidad es algo permanente, algo estable, algo su-
perior. Es el bien supremo que el hombre logra al rea-
lizar su ser racional de la mejor manera que le es po-
sible dentro de la situación en que se encuentra, y que
le permite gozar intensa y plenamente del don mara-
villoso de la vida.
Aquí Jesús llega al extremo de decirle al hombre: ni
la muerte de tu padre es motivo de infelicidad. Eso no
es motivo para que tú no vengas al reino de los cielos.
Vendrás con tu dolor; pero debes venir, debes entrar a
la felicidad. Con todo esto nos está indicando del mo-
do más vigoroso, cómo todo, absolutamente todo lo
que se oponga a nuestra felicidad debe ser hecho a un
lado.
Y dice: Deja que los muertos entierren a sus muer-
tos. Porque el que se da al dolor del duelo está muerto.
La vida sólo puede llamarse vida cuando es feliz. Sólo
entonces es verdadera vida, vida eterna. El que vuelve
el rostro hacia el dolor, el que se entrega a la pena es
un muerto. Son, pues, los muertos los que entierran a
192

sus muertos; son los que están muertos los que hacen
duelo a sus muertos.
Y aquí vemos cuán anticristiana es la costumbre del
luto; no solamente por lo que tiene de apariencia y
formalismo, no solamente porque sea resultado de
una superstición, sino por la influencia que puede te-
ner sobre el alma del individuo. En primer lugar, el lu-
to es una apariencia o formalismo semejante a los que
tantas veces reprobó Jesús en los fariseos. En segundo
lugar, es el resultado de una superstición. Se cuenta
que el luto se originó en la creencia de que, cuando
una persona está a punto de morir, los espíritus
diabólicos se aproximan y lo rodean tratando de lle-
varse su alma; y para protegerse de ellos, los circuns-
tantes debían vestir de negro y cubrirse el rostro, por-
que los espíritus, habitantes de la oscuridad, no perci-
ben el color negro. La verdadera razón parece ser algo
diferente: el que cree en los espíritus, cree que el alma
de un hombre, al desprenderse de su cuerpo, adquiere
poderes extraordinarios, superiores a los de los mor-
tales, y es capaz de conocer los pensamientos y los de-
seos más íntimos de los vivientes; y entonces podía
vengarse de todo lo que éstos -y en particular sus más
allegados parientes y amigos- le habían hecho o de-
seado hacerle. Y una manera de ocultarse era vestirse
de negro. También por esto se acostumbraba en otro
tiempo cubrir los espejos -las legendarias puertas por
193

donde entran los espíritus- y cerrar las ventanas de la


casa.
Pero además, el luto puede influir en el alma del
individuo. Con sólo vestirme de luto, me estoy provo-
cando la tristeza. Y si además me abstengo de asistir a
espectáculos, fiestas y reuniones, de oír música y de
jugar, me estoy dañando el alma sin necesidad y sin
utilidad para nadie.
Desde hace muchos siglos, ya decía el Eclesiástico:
―Según la condición del muerto haz su duelo, un día o
dos para no ser puesto en lenguas, y luego consuélate
y da fin a tu tristeza. Porque la tristeza origina la
muerte, y la tristeza del corazón consume el vigor. Con
la sepultura del muerto debe cesar la tristeza, pues la
vida afligida hace mal. No te acuerdes ya más de él.
Aléjale de la memoria y piensa en lo porvenir. No
pienses más en él, pues no hay retorno; que al muerto
no le aprovecha y a ti te daña. Piensa en su destino,
pues el suyo será el tuyo; el suyo ayer, mañana el tuyo.
Con el descanso del muerto descanse su memoria, y
consuélate de su partida.‖ (XXXVIII, 18-24)

En toda la predicación de Jesús, encontramos el


más cabal individualismo. Toda está dirigida al indi-
viduo, para su bien personal. En toda ella se razona
sobre la base de la conveniencia del sujeto a quien va
194

dirigida, y es el individuo el que tiene que buscarla por


sí y para sí. Esto se expresa también en aquella pala-
bra que dice: ―Entrad por la puerta estrecha. Ancha es
la puerta y espacioso el camino que conduce a la per-
dición y muchos entran por ellos. ¡Qué estrecha es la
puerta y qué angosto el camino que conduce a la vida,
y cuán pocos entran!‖ (Mt., VII, 13-4) ¿Cuál es la
puerta ancha? Es aquella por donde entra la masa, por
donde entra la colectividad, por donde va el rebaño.
Es por ella por donde entran los que se acogen al gre-
garismo, los que no quieren decidir por sí solos ni vi-
vir por sí mismos, los que siguen los dictados de las
mayorías, los que se dejan arrastrar por la masa, no se
atreven a separarse de las costumbres establecidas,
quieren ser regidos por normas predeterminadas y
sólo se sienten seguros cuando siguen la opinión aje-
na. ¿Y cuál es la puerta estrecha? Es aquella por don-
de se entra de uno en uno. Es aquella por donde tengo
que entrar yo solo, atenido a mis propios recursos,
aceptando la responsabilidad de mis actos, razonando
por mí mismo, decidiendo por mí mismo y actuando
por mí mismo.
Esta misma idea, vista desde otro ángulo, es la que
se expresa en las parábolas de la oveja perdida y de la
dracma extraviada. La oveja perdida vale más que las
noventa y nueve del resto del rebaño. El individuo so-
lo vale más que el rebaño.
195

Y el individuo que busca su propia felicidad hace el


bien de los demás. ―Sois la luz del mundo. Nadie en-
ciende una candela para taparla con una vasija, sino
que la pone en un candelero y alumbra a todos los de
la casa.‖ (Mt., V, 14.5) Yo enciendo mi luz para mí, pa-
ra alumbrarme yo. Pero al encenderla y al alumbrar-
me yo, ilumino a todos los que me rodean. Yo no me
propuse iluminarlos; pero mi luz se derrama y benefi-
cia a muchos. Así, el que busca su propia felicidad, de-
rrama felicidad a su alrededor. Si yo estoy contento,
alegre y feliz, los que me rodean compartirán esta feli-
cidad y se sentirán mejor. En cambio, si yo estoy in-
quieto, preocupado, angustiado o triste derramaré mi
desdicha, y todos cuantos estén a mi alrededor pade-
cerán en mayor o menor grado por ello. Nadie puede
enriquecerse sin hacer más ricos a otros.
Jesús toma las palabras que corrían en su tiempo,
toma las expresiones ya acuñadas: ―reino de Dios, re-
ino de los cielos‖, y las cambia radicalmente de senti-
do. Las vacía de su significado externo, colectivo y co-
activo y les da un nuevo significado interno, individual
y voluntario.
―En verdad os digo que algunos de los aquí presen-
tes no probarán la muerte antes de que vean el reino
de Dios.‖ (Lc., IX, 27) Este pasaje ha sido una verda-
dera crux para los intérpretes que entienden el reino
de los cielos con sentido externo y colectivo; pues cier-
196

tamente durante la vida de los que escuchaban direc-


tamente a Jesús, no ocurrió ningún suceso de esta na-
turaleza al que correctamente pudiera aplicarse la
predicción. Críticos que consideran a Jesús como uno
más entre los profetas, afirman que él creía realmente
en que muy pronto habría de venir el reino mesiánico
como lo esperaban los judíos, y se limitan a reconocer
que su creencia resultó frustrada. Otros piensan salir
del apuro refiriendo el anuncio a la ruina de Jerusalén
en el año setenta, y otros más imaginan verlo realiza-
do en la transfiguración; todo lo cual es bien poco sa-
tisfactorio.
Mayor es la dificultad para quienes entienden el re-
ino como algo extraterrestre y de ultratumba, pues en-
tonces es imposible que alguien lo vea antes de ―pro-
bar la muerte‖.
Dentro de la posición que yo he adoptado, el texto
resulta perfectamente claro, comprensible y verdade-
ro: algunos de los que escuchaban a Jesús lograrían
hallar la felicidad en la vida. Siendo la felicidad algo
individual e íntimo, algunos de los allí presentes la lo-
grarían para sí durante su vida; algunos de los presen-
tes habrían de ver el reino.
Tenemos un curioso testimonio acerca de que Jesús
predicaba la felicidad en esta vida. En los Reconoci-
mientos Clementinos se relata la polémica que, des-
197

pués de la muerte de Jesús, tuvieron los primitivos


cristianos con los miembros del sanedrín, y allí se re-
fiere que ―Caifás pretendía atacar la doctrina de Jesús
diciendo que había sostenido cosas insustanciales,
pues decía que los pobres son felices, prometía re-
compensas terrenas, hacía consistir el don supremo
en una herencia terrenal y afirmaba que quienes ob-
servaran la rectitud serían saciados de comida y de
bebida‖. (I, 61)
Esto nos indica que, aunque Caifás, lo hubiera
comprendido mal, había oído a Jesús decir -
probablemente en el interrogatorio al que lo sujetó-
que el reino de Dios que predicaba estaba en esta vida
y en esta tierra.

La religión oficial ha vaciado totalmente a la expre-


sión ―reino de los cielos‖ o ―reino de Dios‖ de su senti-
do de presente y la ha trasladado sin más a la vida de
ultratumba.
Y con ello nos la ha echado a perder y ya no nos sir-
ve para regir esta nuestra vida actual, que es la que
nos interesa.
En efecto: aun el más creyente en la supervivencia
del alma puede abrigar serias dudas acerca de la exis-
tencia de la vida de ultratumba, de ―la otra vida‖. Pero
de ésta de hoy en la cual estamos nadie abriga dudas.
198

Es la única de la que estamos seguros, la única cuya


existencia se nos demuestra de un modo inmediato,
directo, primario y evidente. Si no hay nada allende la
muerte, todo lo que poseemos, es esta vida; y si no la
aprovechamos habremos perdido todo.
Si hay otra, no quedan sino dos posibilidades: o no
está de ninguna manera relacionada con ésta, de tal
modo que nada de lo que hagamos aquí influirá en el
más allá, o sí lo está. En el primer supuesto, queda-
mos en la misma condición de la vida única: por aho-
ra, es ésta la que nos conviene vivir bien. En el segun-
do supuesto, es decir si la vida actual determina la del
más allá, debemos suponer que hay entre ambas una
relación lógica, de tal manera que todo lo que haya-
mos logrado aquí en la integración de nuestro ser lo
llevaremos con nosotros allende la muerte. Entonces,
cuanta más felicidad hayamos logrado ahora, más
tendremos después. Quizá es este el sentido de la frase
evangélica: ―lo que atareis en la tierra será atado en el
cielo y lo que desatareis en la tierra será desatado en
el cielo.‖ (Mt., XVIII, 18) Si atamos felicidad en esta
tierra, atada la llevaremos con nosotros. Sea, pues,
que creamos o que no creamos en la otra vida, sigue
siendo cierto que la única que interesa al hombre es
ésta.
La teología oficial cristiana ha concebido la allendi-
dad de la muerte como un lugar de premios y castigos.
199

Esto lo discutiré en otro lugar. Yo creo que, si Dios


existe, ni premia ni castiga. Pero si creemos en la exis-
tencia de un Dios justo, misericordioso y amante del
hombre, a quien quiere darle felicidad infinita en el
―cielo‖, tenemos que creer que este su deseo de que el
hombre sea feliz no tiene límites ni en el tiempo ni en
el grado y que, por tanto, la ―voluntad de Dios‖ es que
seamos felices desde aquí y desde ahora. De donde re-
sulta evidentemente lo que he venido sosteniendo:
que el fin último del hombre, su valor por excelencia,
principio, base y medida de todos los demás valores es
su propia felicidad individual en esta vida, aquí y aho-
ra. Y este es el espléndido mensaje de Jesús contenido
en estas palabras: ―El reino de Dios está en vosotros.‖
200

3
LAS TENTACIONES

Jesús, antes de iniciar la exposición de su doctrina,


es llevado por el espíritu al desierto para entregarse a
la meditación con objeto de descubrir y definir lo que
habrá de constituir la base de su predicación. Y allí se
le ofrecen tres soluciones que rechaza terminante-
mente. Esto se presenta en los evangelios en un pasaje
riquísimo en significado y en representación simbóli-
ca, bajo la forma de tres tentaciones puestas por el
diablo. De este pasaje dice Dostoyewski: ―Si fuese po-
sible idear, sólo para ensayo y ejemplo, que esas tres
preguntas del espíritu terrible se suprimiesen sin de-
jar rastro en los libros y fuese menester plantearlas de
nuevo, idearlas y escribirlas otra vez, para anotarlas
en los libros, y a este fin se congregase a todos los sa-
bios de la tierra -soberanos, pontífices, eruditos, filó-
sofos, poetas-, sometiéndoles esta cuestión, impo-
niéndoles esta tarea: discurrid, redactad tres pregun-
tas que no sólo estén a la altura del acontecimiento,
sino que, además, expresen en tres palabras, en tres
frases humanas, toda la futura historia del mundo y
201

de la humanidad, ¿piensas tú que toda la sabiduría de


la tierra reunida podría discurrir algo semejante en
fuerza y hondura a esas tres preguntas que, efectiva-
mente, formuló entonces el poderoso e inteligente
espíritu del desierto? Porque en esas tres preguntas
parece compendiada en un todo y pronosticada toda
la ulterior historia humana y manifestadas las tres
imágenes en que se funden todas las insolubles antíte-
sis históricas de la humana naturaleza en toda la tie-
rra.‖ (Los Hermanos Karamasovi, II, 5)
El pasaje, en la versión de Lucas (IV, 1-12), dice así:
―Jesús, lleno del espíritu santo, se volvió del Jordán y
fue llevado por el espíritu al desierto y tentado allí por
el Diablo durante 40 días. No comió nada en aquellos
días y, pasados, tuvo hambre. Díjole el Diablo: Si eres
hijo de Dios di a esta piedra que se convierta en pan
Jesús le respondió: Escrito está: No de sólo pan vive el
hombre. Llevándolo a una altura le mostró desde allí
en un instante todos los reinos del mundo, y le dijo el
Diablo: Todo este poder y su gloria te daré, pues a mi
me ha sido entregado y a quien quiero se lo doy; si,
pues, te postras delante de mi, todo será tuyo. Jesús,
respondiendo, le dijo: Escrito está: al Señor tu Dios
adorarás y a él sólo servirás. Lo condujo luego a Jeru-
salén y lo puso sobre el pináculo del Templo y le dijo:
Si eres hijo de Dios échate de aquí abajo; porque escri-
to está: A sus ángeles ha mandado sobre ti que te
202

guarden y te tomen en las manos para que no tropiece


tu pie contra las piedras. Respondiendo, díjole Jesús:
Dicho está: No tentarás al Señor tu Dios.‖
Aquí se presentan a Jesús las tres soluciones que,
alternativa o simultáneamente, se ofrecen a todos los
hombres para resolver el problema fundamental de la
vida: la riqueza, el poder o el favor divino.
Rechaza las tres, porque las tres son ineficaces, ya
que hacen depender la vida del hombre de algo con-
tingente y externo al hombre.
La primera tentación consiste en hacer depender la
dicha de la riqueza, pues eso es precisamente trans-
formar en pan las piedras. Pero la riqueza no puede
dar por si sola la felicidad. ―La vida de los que poseen
mucho no se funda en lo que poseen.‖ Expondré esto
ampliamente en los siguientes capítulos.
La segunda tentación es el poder: ―los reinos del
mundo‖. El hombre está inclinado a pensar que puede
obtener su bien por la fuerza; sea por la que él ejerza
subyugando a otros o por la que ejerzan los gobernan-
tes imponiendo un régimen jurídico que lo beneficie.
Una de las formas de esta solución falsa es la acti-
tud mesiánica, a la que ya nos referimos.
En la actitud mesiánica el hombre espera que la fe-
licidad le sea dada desde fuera, por medio de un ―re-
ino del mundo‖. En la actitud cristiana el hombre sabe
203

que su felicidad la lleva dentro y que de él depende


tomarla o no.
Por esto podemos contraponer mesianismo a cris-
tianismo. Como es bien sabido, Cristo y Mesías son
etimológicamente sinónimos perfectos. Cristo en grie-
go y Mesías en hebreo quieren decir lo mismo: ungido
(El Ungido de Dios).
Si el reino de Dios es la felicidad y si la felicidad
está en el interior de cada uno, y cada uno ha de esfor-
zarse por entrar a él; y si -según la tradición- el Mesías
es el que ha de traer el reino, resulta que -en cierto
sentido y sólo en este sentido- Jesús es el Mesías (el
Cristo) porque ha descubierto esto y lo trae al mundo;
y en otro sentido, cada hombre es -o puede ser- Mes-
ías para si mismo. Por esto y sólo con este significado,
Jesús acepta esta designación. ―¿Vosotros quién decís
que soy yo? Respondió Simón Pedro y dijo: Tú eres el
Cristo, el Hijo de Dios vivo. Respondió Jesús y le dijo:
Bienaventurado eres, Simón Barjona, porque no te lo
ha revelado la carne y la sangre.‖ (Mt., XVI, 16-7)
Y para subrayar el sentido absolutamente indivi-
dualista de su doctrina, añade: ―Y yo te digo que tú
eres piedra, y sobre esta piedra edificaré mi colectivi-
dad.‖ Es el individuo la base fundamental y la razón
de ser de la colectividad. La colectividad vive por y pa-
ra el individuo y no el individuo para la colectividad.
204

―Tú‖, aquél a quien se habla, cualquiera a quien se


habla es la piedra fundamental de la comunidad.
Y parece que así lo entendió Pedro -a quien perso-
nalmente fue dicha la frase- pues en la primera de las
epístolas que llevan su nombre dice a su vez a los des-
tinatarios de ella: ―Vosotros como piedras vivas sois
edificados en casa espiritual y sacerdocio santo, para
ofrecer sacrificios espirituales.‖ (I Ped., II, 5) Vemos
aquí que la condición de piedra fundamental es dada a
todos y cada uno. Lo que demuestra que no fue dada a
Pedro particular y exclusivamente por ser él, sino que
se le atribuye por ser un individuo. Esta contraposi-
ción entre mesianismo y cristianismo, como contrapo-
sición entre colectivismo e individualismo, ha sido
bien percibida por José Klausner, distinguidísimo au-
tor judío moderno que, desde el punto de vista del ju-
daísmo, estudia el nacimiento de las ideas cristianas
en dos magníficos libros: Jesús of Nazareth y From
Jesús to Paul. Dice en el último de estos libros, refi-
riéndose a la época del advenimiento de Jesús: ―Como
en todo período del desenvolvimiento social en que
los lazos de la comunidad se ven gradualmente debili-
tados y en que las viejas costumbres y las instituciones
establecidas van perdiendo su fuerza, el individuo
viene ahora a ocupar el primer plano y exige satisfac-
ción espiritual para sí mismo. En este romántico per-
íodo del mundo antiguo, que corresponde a los días
205

del nacimiento del cristianismo, el individuo empezó a


buscar la salvación de su alma. Se pidió a la religión la
salvación del individuo en lugar de la salvación de la
comunidad, y el individuo quedó inconscientemente
disociado del estado.‖ (II, 3) Y en otra parte, refirién-
dose a San Pablo: ―Pablo, en último análisis, se pre-
ocupa sólo del individuo, de la salvación de su alma y
de su redención del pecado y de la muerte. En esto era
un fiel discípulo de Jesús. El auténtico judaísmo, des-
de los tiempos del profeta Ezequiel, también se pre-
ocupa del individuo y de la salvación de su alma; pero
en último análisis el interés principal de la idea me-
siánica judía es la nación, y también la sociedad
humana y toda la humanidad como un agregado de
naciones y sociedades. Este mesianismo judío no pue-
de depender de ninguna persona, ni puede preocupar-
se exclusivamente del alma del individuo. Por consi-
guiente, su ―reino de los cielos‖ está en este mundo, y
este ‗reino‘ será realizado gradualmente por medio de
‗la reforma del mundo por la regla del omnipotente‘,
como resultado del cultivo de los buenos impulsos y
de la lucha contra los malos impulsos. La esperanza
de este judaísmo no es visionaria ni mística. Su prin-
cipio básico es la nacionalidad para la universalidad.
Porque la aspiración al fortalecimiento y desarrollo de
la nación judía en su propia tierra va unida a la aspi-
ración de ‗reformar al mundo‘, de llevar a toda la
206

humanidad a la rectitud. Y por esta razón puede de-


cirse sin ninguna pretensión de supremacía nacional,
que el judaísmo es la simiente del progreso en el
mundo.‖ (VII, 8) Y al final de su libro sobre Jesús de
Nazaret, dice: ―El reino de los cielos según Jesús está
en el presente, el reino de los cielos, según el judaís-
mo, está ‗en los últimos días‘. El primero ha de venir
repentinamente ‗como un ladrón en la noche‘; el últi-
mo será el fruto de un largo desarrollo y de arduos es-
fuerzos. El verdadero socialismo es judío y no cris-
tiano. ¿Como pues, podía el judaísmo considerar a
Jesús como el Mesías?‖ (VIII, 6)
Como se ve, para Klausner, judío, la contraposición
básica entre las ideas de Jesús y el judaísmo, lo que
hacía a Jesús absolutamente inaceptable para los jud-
íos, era el individualismo. Y considera clara y expre-
samente que ―el verdadero socialismo es judío y no
cristiano‖.
Pero ni los apóstoles entendieron el mensaje de
Jesús, y siguieron pensando con los mismos concep-
tos de la expectación mesiánica. Los mismos discípu-
los de Jesús siguen creyendo en el Mesías rey triunfa-
dor y esperan que sea él quien imponga por la fuerza
la justicia. Después de la multiplicación de los panes,
quieren ―arrebatarlo y hacerlo rey‖ (Jn., VI, 15), y él se
retira solo al monte para huir de sus pretensiones. Ya
vimos que Santiago y Juan, los hijos de Cebedeo, le
207

pedían que los hiciera sentarse uno a su derecha y


otro a su izquierda en el reino. Los del camino de
Emaús dicen: ―Nosotros esperábamos que sería él
quien rescataría a Israel.‖ (Lc., XXIV, 21) Y se dice que
después de la resurrección, los discípulos le preguntan
todavía: ―¿Es ahora cuando vas a restablecer el reino
de Israel?‖ (Hechos, I, 6)
Por el miedo a la libertad de que antes hablé, le es
más fácil al hombre concebir las cosas como algo ex-
terno, material e impuesto por la fuerza; le es más
fácil esperar el bien como algo dado y que vendrá de
fuera, y someter su vida y sus decisiones a autoridades
externas, que cobrar conciencia de su propia entidad
individual, aspirar a lograr el bien por sus propios re-
cursos y su propia decisión y aceptar la responsabili-
dad de sus actos.
Después de la muerte de Jesús, y ante el fracaso
que resultaba del ―escándalo de la cruz‖, los cristianos
que seguían pensando en términos mesiánicos, se re-
fugiaron en una tesis conciliatoria creada por los ese-
nios: Jesús era ciertamente el Mesías, pero tendría
dos advenimientos, y sería en el segundo -que imagi-
naban próximo- cuando se presentaría como rey
triunfador y justiciero. A este segundo advenimiento
es al que se ha llamado -con una palabra tomada de
Mateo—la parusia. Y todavía hoy algunos historiado-
res del cristianismo consideran que si San Pablo de-
208

claraba a los discípulos exentos de cumplir la ley y las


prescripciones de los judíos y si, como se cuenta en
Los Hechos de los Apóstoles, los de Jerusalén se des-
pojaban de todos sus bienes y los ponían en común,
era porque suponían que la situación era completa-
mente breve y transitoria y que a muy corto plazo se
implantaría en el mundo la era mesiánica.
Pero el paso del tiempo frustra las esperanzas y
desacredita la tesis de la inminente parusia. Entonces
se aplazan las esperanzas para ―los últimos días‖, para
un tiempo remoto e incierto del que nadie puede sa-
ber el día ni la hora. Y entre algunos surge la creencia
en el milenario o quiliasma, la creencia en que llegará
una época, que durará mil años, en la que Jesús el
Cristo ha de reinar en la tierra, dando a todos perfecta
dicha y prodigiosa prosperidad.
Pero otros, mucho más numerosos y colocados en
todos los siglos de la historia del cristianismo, han
considerado, siguiendo de un modo más o menos
consciente las ideas del mesianismo judío; han consi-
derado, digo, que ellos son los soldados del rey Mesías
Jesús y que son ellos los que han de contribuir a esta-
blecer en el mundo su reinado. Y en esta idea mesiáni-
ca inmortal que perdura a través de los siglos, se ori-
ginan todos los intentos de dominación del poder
temporal por la religión, de imposición de los princi-
pios cristianos por la fuerza, la teoría de las dos espa-
209

das, las cruzadas (¡Hacer la guerra bajo el signo de la


cruz!), la inquisición, las guerras de religión (¡Matar
por la religión cristiana!) y en nuestro siglo y en nues-
tro México la rebelión cristera (¡Matar al grito de Viva
Cristo Rey!), rebelión que en medio de su herético
error tuvo algo útil: darnos una palabra para distin-
guir a lo partidarios del Mesías violento y sanguinario,
de los verdaderos cristianos amantes de la razón, de la
libertad y de la paz.
Todavía hoy sigue habiendo ―cristianos‖ que pre-
tenden difundir e imponer su religión por la fuerza de
las armas. Y como en los tiempos modernos se ha
vuelto difícil que la iglesia domine directamente al es-
tado, han surgido formas subrepticias del intento de
dominación, que no son sino nuevas expresiones de
ese espíritu mesiánico: democracia cristiana, doctrina
social cristiana, por medio de las cuales se pretende
implantar por vía coactiva una justicia sobre base su-
puestamente cristiana, es decir pretende hacerse de
Jesús, de cualquier manera y contra su voluntad, rey
triunfador y justiciero.
Pedro no quiere envainar la espada, a pesar de la
orden de su maestro.

La tercera tentación consiste en esperarlo todo del


favor divino. « Échate de aquí abajo, porque escrito
210

está: a sus ángeles ha mandado sobre ti que te guar-


den y te tomen en sus manos para que no tropiece tu
pie contra las piedras ». Se piensa que la felicidad sólo
nos puede ser dada por obra de poderes sobrenatura-
les, por la Providencia, por los ángeles, por la inter-
vención de los santos, por los conjuros, por la magia o
los amuletos.
Pero Jesús comprende que el hombre ha sido pues-
to en el mundo para que por sí mismo resuelva sus
problemas, para que gane su pan con el sudor de su
frente y conquiste su dicha con el ejercicio de su men-
te; que él y sólo él puede lograr su felicidad y que na-
die fuera de él -ni Dios mismo- puede proporcionarse-
la.
Por eso replica al Diablo: ―Escrito está: no tentaras
al señor tu Dios.‖ Porque es tentar a Dios pretender
exigirle que se ocupe de darnos aquello que a nosotros
nos incumbe procurar y que sólo nosotros podemos
lograr.
Como vemos, cuando Jesús trata de definir las ba-
ses de su filosofía de la vida, rechaza las tres solucio-
nes que en todos los tiempos se han presentado como
halagadores espejismos a los hombres. Niega que la
felicidad -el bien supremo del hombre- le pueda ser
dada por la riqueza, por el poder o por la divinidad.
Sabe que el hombre, por su naturaleza racional y libre,
211

tiene que obtener su bien por si mismo y no depende


de nadie ni de nada que le sea extraño.
Y ahora regresamos para tratar por extenso del te-
ma de la primera tentación.
212

4
LA RIQUEZA

Este es uno de los temas en los que más gravemen-


te se ha pervertido la doctrina de Jesús. Trágicas con-
fusiones y lamentables y torcidas interpretaciones de
todos los conceptos que intervienen en esta cuestión,
han desfigurado de tal modo la limpia y sana doctrina
del Cristo que la han llevado a conclusiones diame-
tralmente opuestas a sus verdaderos principios, han
hecho del cristianismo histórico, como se viene predi-
cando desde hace siglos, fuente de angustia y de an-
siedad y han llegado al extremo de que hoy se use el
nombre de Jesús para sostener los principios que sir-
ven de base al socialismo y al comunismo.
Para empezar, trataremos de disolver la confusión
entre dos conceptos totalmente diferentes: ocupación
y preocupación. Jesús nos recomienda, por el bien de
cada individuo, no preocuparnos de la riqueza. Pero
esto no quiere decir que no debamos ocuparnos de
ella. Por no hacer esta distincion, muchos, tanto cris-
tianos como no cristianos, han sacado la consecuencia
de que Jesús recomendaba una vida de indolencia, de
inactividad, de paralización; que aconsejaba no ocu-
213

parse de los bienes del mundo y no trabajar. Y esto


llevó a los anacoretas, diciéndose cristianos y preten-
diendo poner en práctica hasta sus últimas conse-
cuencias lo que creían que era la doctrina expuesta en
los evangelios, a abandonar materialmente todos sus
bienes, huir del trato con los hom- bres, irse al desier-
to, subirse allí a una columna y quedarse en ella por el
resto de sus días.
Esta misma equivocada interpretación por confu-
sión de conceptos, difundida en todas partes y a lo
largo de muchos siglos, ha hecho que algunos no cris-
tianos acusen al cristianismo de ser una doctrina ne-
gativa, contraria a la vida, contraria al progreso, con-
traria a la acción y al desarrollo y, por tanto, reproba-
ble.
Por esto es tan importante distinguir cuidadosa-
mente los dos conceptos que estamos analizando.
Jesús, buscando aquí como en todos los momentos de
su predicación, el bien del sujeto al que se dirige, re-
comienda no preocuparse. Dice en el sermón de la
montaña: ―No os angustiéis por vuestra existencia qué
comeréis o qué beberéis, ni por vuestro cuerpo cómo
lo vestiréis. ¿No vale la vida más que el alimento y el
cuerpo más que el vestido?‖ (Mt., VI, 25) El consejo de
Jesús es que no nos preocupemos, que no nos angus-
tiemos. ¿Y qué cosa puede contribuir más a la felici-
214

dad de la vida que suprimir las preocupaciones, la an-


gustia y la ansiedad?
Pero esto no quiere decir que no nos ocupemos en
conseguir qué comer o de qué vestirnos. Los evange-
lios están llenos de invitaciones al trabajo, a la ocupa-
ción y a la acción productiva; y no solamente a la ocu-
pación para la satisfacción de la necesidad inmediata,
sino también de aquella que resulta del razonable y
prudente cuidado por el mañana. No solamente reco-
mienda la acción, sino la acción intensa, perseverante
y sostenida. Veamos algunos de los numerosos textos
que podemos invocar como comprobación de esto.
―Había un hombre rico que tenía un administrador,
a quien denunciaron porque derrochaba sus bienes.
Lo llamó y le dijo: ¿Qué es lo que oigo de ti? Dame
cuenta de tu administración, pues no podrás adminis-
trar ya más. El administrador se dijo a sí mismo: ¿Qué
haré? Mi amo me va a quitar la administración; yo no
puedo cavar; me da vergüenza pedir. Ya se lo que ten-
go que hacer para que cuando me quiten la adminis-
tración me reciba la gente en sus casas. Llamó a cada
uno de los deudores de su amo y dijo al primero:
¿cuánto debes a mi amo? El contestó: cien batos de
aceite. Díjole: toma tu recibo; siéntate y escribe en se-
guida: cincuenta. Dijo después a otro: y tú, ¿cuánto
debes? Contestó: cien coros de trigo. Dícele: toma tu
recibo y escribe: ochenta. Y el amo alabó al adminis-
215

trador malo, porque había obrado con sagacidad.‖


(Lc., XVI, 1-8)
¿No está claro que aquí Jesús está aconsejando, a
través de la parábola, la ocupación para el mañana?
¿No está alabando a quien en el presente cuida de
preparar con previsión y prudencia el futuro?
Y para hacer más enérgica la expresión, ejemplifica
la situación con un caso en el que puede ser discutible
la moralidad del modo empleado, pero en el que lo
que se alaba no es el modo sino la previsión. El evan-
gelio añade un comentario probablemente espurio,
pero acertado: ―Los hijos de este mundo son más pru-
dentes en sus tratos que los hijos de la luz.‖
Mucho se ha discutido el por qué Jesús pone aquí
como modelo un acto de dudosa moralidad; y hay
quienes han tratado de explicar este acto, exonerán-
dolo de culpa. Así Caird, que en su comentario a este
texto de Mateo sostiene que, como los judíos tenían
prohibidos por su ley los préstamos con interés, los
disfrazaban de deudas en aceite o trigo, sumando el
valor de los réditos al del capital; que cuando el ma-
yordomo de la parábola reduce el importe de las de-
udas, les está quitando nada más el valor de los rédi-
tos, y de esta manera, actuando como apoderado de su
amo, está realizando un acto que podrá ser mercan-
tilmente poco lucrativo, pero que es el único ajustado
216

a la ley, y así, al mismo tiempo que queda bien con los


deudores, hace a nombre de su amo lo único que le-
galmente debía hacer, por lo que éste no se lo puede
echar en cara. G. B. Caird, The Pelican Gospel Cam-
mentaries, Saint Luke, p. 186-7) Considero que esta
explicación es muy ingeniosa, muy verosímil y proba-
blemente correcta. Pero no la considero indispensable
para la buena inteligencia de la parábola.
Lo que la parábola quiere hacer resaltar, no es la
moralidad del mayordomo, sino su previsión. Pode-
mos encontrar un rasgo admirable y digno de imita-
ción en actos que, por otros conceptos, nos parezcan
reprobables. Así, en muchos casos de timadores o es-
tafadores, podemos admirar el ingenio, la inteligencia,
la perspicacia y, a veces, el arduo y perseverante tra-
bajo y el escrupuloso cuidado que demuestran; y de-
cimos: ¡cuánto mejor sería que este hombre aplicara
sus habilidades a fines más nobles! Pero admiramos
estas habilidades. Como también podemos poner de
ejemplo el valor personal, el vigor y la entereza que
demuestran muchos héroes de la leyenda y de la vida
real, que por violentos y sanguinarios nos horrorizan.
Aquí, pues, el meollo de la parábola, su único motivo
es exaltar y ofrecer como modelo la previsión y la pru-
dencia del mayordomo. ¿Qué está haciendo éste con
todas sus artimañas sino preparar que ―cuando le qui-
ten la administración, la gente lo reciba en sus casas‖?
217

¿Qué nos está diciendo la parábola sino que debemos


preparamos para el mañana? Hay que preparamos
para el futuro; pero sin angustias, sin inquietud.
El mismo consejo de previsión para atender al futu-
ro lo encontramos en la parábola de las vírgenes pru-
dentes y las necias.
―El reino de los cielos es semejante a diez vírgenes
que tomando sus lámparas salieron al encuentro del
esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco prudentes.
Las necias al tomar las lámparas no tomaron consigo
aceite, mientras que las prudentes tomaron aceite en
alcuzas juntamente con sus lámparas. Como el esposo
tar- dase, todas sintieron sueño y se durmieron. A la
media noche se oyó un grito: ¡ahí está el esposo, salid
a su encuentro! Se despertaron entonces todas las
vírgenes y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las
necias dijeron a las prudentes: dadnos de vuestro
aceite, que nuestras lámparas se apagan. Pero las
prudentes respon- dieron: no, porque podría ser que
no bastase para nosotras y vosotras; id más bien a la
tienda y compradlo. Pero mientras fueron a comprar-
lo, llegó el esposo, y las que estaban prontas entraron
con él a las bodas y se cerró la puerta.‖ (Mt., XXV, 1-
10)
218

Aquí vemos que Jesús exalta la prudencia de las


vírgenes y el atesoramiento para atender a necesida-
des futuras.
Igual consejo encontramos en las numerosas ex-
presiones contenidas en los evangelios, en que se
habla de que hay que estar preparados porque no sa-
bemos el día ni la hora en que se presente una situa-
ción de apuro. Así en la parábola de los siervos:
―Estad ceñidos y con las lámparas encendidas. Es-
tad como los que esperan a su señor de vuelta del
banquete de bodas para abrirle en seguida cuando lle-
gue y llame. ¡Dichosos los siervos que, a su vuelta, en-
cuentra el señor despiertos!‖ (Lc., XII, 35-7)
La misma actitud de inteligente precaución se ma-
nifiesta en las dos pequeñas parábolas del constructor
y del rey.
―¿Quién de vosotros, que quiere construir una to-
rre, no se sienta primero para calcular los gastos, a ver
si tiene para acabar? No sea que, después de haber
echado los cimientos, no pueda terminar, y todos los
que se enteren comiencen a burlarse de él diciendo:
este hombre comenzó a construir y no pudo terminar.
O ¿qué rey, que ha de hacer guerra a otro rey, no se
pone primero a considerar si será capaz, con diez mil
hombres, de salir al encuentro al que viene contra él
con veinte mil? En caso contrario, cuando el otro está
219

todavía lejos, manda una embajada para pedir la paz.‖


(Lc., XIV, 28-32)
Muchos pasajes encontramos en los evangelios, en
donde se recomienda la ocupación productiva. Cuan-
do los recaudadores del tributo de la didracma para el
templo de Jerusalén vienen a cobrárselo, Jesús le dice
a Pedro: ―Ve al mar, echa el anzuelo, toma el primer
pez que caiga y ábrele su boca. Encontrarás un estáter.
Tómalo y se lo das a ellos por ti y por mí.‖ (Mt., XVII,
27) Jesús actúa como empresario y Pedro como traba-
jador. Pedro va al mar, echa el anzuelo y saca un pez.
Si en el mercado le dan por él un estáter, se puede de-
cir con verdad que el pez traía un estáter en la boca.
Con el estáter (que valía dos didracmas) pagan por
Jesús y por Pedro. Es decir, que para subvenir a sus
necesidades, recurren al trabajo productivo: Jesús al
trabajo intelectual y Pedro al corporal. Actúan igual
que un empresario y sus obreros.
Lo mismo tenemos en el suceso que relata Lucas
(V, 4.6):
―Dijo a Simón: Boga mar adentro, y echad vuestras
redes para la pesca. Respondió Simón y dijo: Maestro,
toda la noche hemos trabajado y no hemos pescado
nada; mas, por tu palabra echaré la red. Habiéndolo
hecho, cogieron gran cantidad de peces, tantos que las
redes casi se rompían.‖
220

Jesús incita a los discípulos al trabajo perseverante.


No han pescado nada; pero él los mueve a insistir una
vez más, a pesar del fracaso. Su consejo es el mismo
que se envuelve en la conocida expresión inglesa: try
again. ¿No está recomendando aquí ocuparse del ali-
mento en primer lugar y directamente, y del vestido y
de sus demás necesidades indirectamente, pues con el
producto de tan abundante pesca, podían subvenir a
ellas?
Y adviértase -de paso- que la pesca relatada sólo se
puede llamar milagrosa por inesperada y abundante,
pero no porque intervenga en ella ningún elemento
sobrenatural ni prodigioso. Es el resultado del trabajo
arduo y tesonero, de la ocupación productiva.
La misma idea de la acción confiada y tranquila
está envuelta en la parábola del sembrador y en la
comparación: ―Ninguno que ha puesto su mano al
arado y mira atrás es apto para el reino de Dios.‖ (Lc.,
IX, 62).
Y más claramente aún, en la parábola de los talen-
tos: ―Es como un hombre que, al partir de viaje, llama
a sus propios criados y les confía sus bienes. Y al pri-
mero da cinco talentos, al otro dos, y al tercero uno. A
cada uno según su capacidad. Después se marcha.
Luego, el que había recibido cinco talentos se puso a
negociar con ellos y ganó otros cinco. De la misma
221

manera el que había recibido dos, ganó también otros


dos. Pero el que había recibido uno sólo hizo un hoyo
en la tierra y escondió el dinero de su señor. Al cabo
de mucho tiempo viene el señor de aquellos criados y
les pide cuentas. Se presenta el que había recibido
cinco talentos y ofrece otros cinco, diciendo: Señor,
me entregaste cinco talentos; mira otros cinco que he
ganado. Dícele su señor: ¡bien!, siervo bueno y fiel;
fuiste fiel en lo poco, yo te pondré al frente de lo mu-
cho; entra en el gozo de tu señor. Se acercó a su vez el
de los dos talentos, y dijo: Señor, me entregaste dos
talentos, mira otros dos que he ganado. Dícele su se-
ñor: ¡bien!, siervo bueno y fiel; fuiste fiel en lo poco, te
pondré al frente de lo mucho; entra en el gozo de tu
señor. Se acerca el que había recibido un talento y di-
ce: Señor, sé que eres un hombre duro, que quieres
cosechar donde no has sembrado y recoger donde no
has echado; por temor fui y oculté en la tierra tu talen-
to. Ahí tienes lo tuyo. Contestóle el señor: siervo malo
y perezoso, sabías que quiero cosechar donde no
sembré y recoger donde no eché. Debías, pues, haber
llevado mi dinero a los banqueros y a mi vuelta habría
recibido lo mío con interés. Quitadle, pues, el talento y
dádselo al de los diez talentos. Porque a todo el que
tiene se le dará y abundará, y al que no tiene se le qui-
tará aun lo que tiene.‖ (Mt., XXV, 14-29)
222

Esto nos está enseñando que la inacción, el apoca-


miento, la deserción de la lucha por la vida y por el
triunfo son altamente reprobables a los ojos de Jesús.
El siervo que recibió un talento debía haber invertido
el capital que le habían confiado (como hicieron sus
compañeros) y haber corrido valientemente los ries-
gos inherentes a la inversión. Y en último caso, si no
era capaz de manejar por sí mismo el dinero, debía
haberlo entregado a los banqueros para obtener los
réditos correspondientes. Como se ve, Jesús predica la
actividad productiva y alaba la inversión lucrativa de
los bienes de fortuna para acrecentarlos y lograr ma-
yor riqueza; y esto aunque para ello hayan de correrse
graves riesgos. Está invitando a la acción, a la enérgica
y valerosa lucha por la vida y a la búsqueda de la ri-
queza. Y como la acción es motivada por el interés -
por el justo y santísimo interés-, está justificando el
interés.
―Buscad y hallaréis; pedid y se os dará; llamad y se
os abrirá.‖ (Mt., VII, 7)
Y esto se ejemplifica con dos parábolas: ―Si alguno
de vosotros tuviere un amigo y viniese a él a media
noche y le dijera: amigo, préstame tres panes, pues un
amigo mío ha llegado de viaje y no tengo qué darle. Y
él, respondiendo de dentro, le dijese: no me molestes,
la puerta está ya cerrada y mis niños están ya conmigo
en la cama; no puedo levantarme para dártelos. Yo os
223

digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo su-


yo, a lo menos por su insistencia se levantará y le dará
cuanto necesite.‖ (Lc.., XI, 5-8) ―Había en una ciudad
un juez que ni temía a Dios ni respetaba a los hom-
bres. Había asi mismo en aquella ciudad una viuda
que vino a él diciendo: hazme justicia contra mi ad-
versario. Por mucho tiempo no le hizo caso; pero lue-
go se dijo para sí: aunque, a la verdad, yo no tengo
temor a Dios ni respeto a los hombres, mas, porque
esta viuda me está cargando, le haré justicia para que
no acabe por molerme con su insistencia.‖ (Lc., XVIII,
2-5) Con esto se está recomendando la constancia, la
acción perseverante y sostenida.
Muy certeramente señala Jesús en otra parte la dis-
tinción entre ocupación y preocupación. ―El reino de
Dios es como un hombre que arroja la semilla en la
tierra, y ya duerma, ya vele, de noche y de día la semi-
lla germina y crece, sin que él sepa cómo. De sí misma
da fruto la tierra, primero la hierba, luego la espiga,
ense- guida el trigo que llena la espiga; y cuando el
fruto está maduro, se mete la hoz, porque la mies está
en sazón.‖ (Mc., IV, 26-9)
El hombre tiene que trabajar para sembrar el gra-
no; pero una vez hecha la labor que le corresponde,
debe retirarse a descansar confiada y tranquilamente.
El grano germina y crece aunque el sembrador duer-
ma o vele. Ninguna utilidad tendría el que él se desve-
224

lase. Cuando llegue el momento de la cosecha, el


hombre volverá a trabajar; y la cosecha será resultado
de la ocupación y no de la preocupación.
Volvamos ahora al sermón de la montaña. Y si te-
nemos presente la distinción que hemos establecido
entre ocupación y preocupación, y si hemos aprendido
bien la lección de actividad, de esfuerzo, de constancia
y de previsión que se desprende de las citas que
hemos transcrito, daremos a las palabras del sermón
su sentido verdadero y valiosísimo. Veremos que lo
único que allí se combate es la preocupación, es decir,
la angustia, la inquietud. Toda la perícopa contenida
en Mateo, VI, 25-34 es un cántico a la alegría, la tran-
quilidad y la confianza en Dios (que es confianza en
uno mismo) y una cálida invitación a desechar las
preocupaciones, que no sólo son totalmente inútiles
sino contraproducentes para lograr el fin material que
se desea, y que desde luego impiden absolutamente el
goce de la felicidad.
Entonces nos daremos cuenta de que allí las aves
del cielo y los lirios del campo no están puestos como
modelos de inacción ni de imprevisión, sino de alegre
tranquilidad y despreocupación.
―No os angustéis por vuestra existencia, qué co-
meréis o qué beberéis; ni por vuestro cuerpo, cómo lo
vestiréis. ¿No vale la vida más que el alimento, y el
225

cuerpo más que el vestido? Mirad a las aves del cielo,


que no siembran; ni siegan, ni reúnen en graneros, y
vuestro padre del cielo las alimenta. ¿No valéis voso-
tros más que ellas? ¿Quién de vosotros puede por an-
gustiarse añadir a su estatura un codo? ¿Y del vestido
por qué os angustiáis? Aprended de los lirios del
campo cómo crecen; no traba jan ni hilan. Pero yo os
digo que ni Salomón con toda su magnificencia, se vis-
tió como uno de ellos. Pues si Dios así viste a una
hierba del campo, que existe hoy, y mañana es arroja-
da al horno, ¿no hará mucho más por vosotros, hom-
bres de poca fe? No os angustiéis diciendo: ¿qué co-
meremos?, o ¿qué beberemos?, o ¿con qué nos vesti-
remos? . . Buscad el reino de Dios y todas estas cosas
se os darán por añadidura. No os angustiéis por el día
de mañana, porque el día de mañana cuidará de sí.
Bástale a cada día su trabajo. ―(Mt., VI, 25-34)
¿Y quién podrá no estar de acuerdo en que es con-
veniente desechar las preocupaciones? La angustia, la
inquietud, la ansiedad dañan gravísimamente nuestro
bienestar y destruyen nuestra felicidad. Y son comple-
ta-mente inútiles para remediar el mal que tememos.
―¿Quién puede, por angustiarse, añadir un codo a su
estatura?‖ (o ―una hora a su vida‖, según puede leerse
también) ¿Angustiarnos por la comida de mañana,
nos dará comida? No solamente no nos la dará, sino
que, al ofuscar nuestra mente, dificultará el que la ob-
226

tengamos. Y aun en el supuesto increíble de que tuvié-


ramos la certeza de no tener mañana qué comer o con
qué vestirnos, ¿no vale nuestra vida (nuestra felici-
dad) más que el alimento, y nuestro cuerpo (nuestro
ser) más que el llevarlo mañana cubiérto?
Vemos, pues, que la única pero valiosísima, ense-
ñanza que se contiene en este pasaje es la de que el
hombre no debe preocuparse por la satisfacción de
sus necesidades; pero no la de que no deba ocuparse
de ellas.
Si por el hecho de que aquí se menciona que las
aves del cielo no siembran ni siegan ni reúnen en gra-
neros y que los lirios del campo no hilan ni trabajan,
se quiere sacar la conclusión de que aquí se está re-
comendando que los hombres no trabajen, se incurre
en un gravísimo error, haciendo una interpretación
absurda y descabellada y, como dice el dicho, se está
tomando el rábano por las hojas.
Creo que podemos asegurar con certeza que si un
hombre se queda en total inactividad, no le va a llover
del cielo un traje de lirio del campo, y que si otro no
hace nada por lograr su alimento, no va a bajar Dios a
darle de comer a cucharadas en la boca.
Jesús mandó a Pedro a pescar para pagar la di-
dracma y a los discípulos para que consiguieran ali-
mento. No les puso entonces de ejemplo a las aves del
227

cielo, ―que no siembran, ni siegan.‖ A las vírgenes ne-


cias, que ―no reunieron en graneros‖, no les llovió
aceite de las nubes. Y de los siervos que recibieron los
talentos, el que mejor imitó a los lirios del campo en
no hilar ni trabajar no salió vestido con mayor magni-
ficencia que Salomón.
Creo que no vale la pena detenerse más en comba-
tir tan ridícula interpretación.
El pasaje que estamos analizando no nos da sino
una lección: que hay que ocuparse de la riqueza, pero
no preocuparse de ella. Y esta lección es importantí-
sima para la consecución de la felicidad, es decir, para
entrar al reino de los cielos.
Jesús quiere que yo trabaje hoy para hoy y para
mañana, y si es posible, para los años venideros; pero
no quiere que me quede sin dormir, desvelado por la
angustia. Quiere que yo busque en primer lugar la fe-
licidad (el reino), y me asegura que si la busco, todas
las demás cosas se me darán por añadidura. ¡Cómo no
se me han de dar todas por añadidura! Si yo busco re-
al y verdaderamente mi felicidad, trabajaré en lo que
me gusta y trabajaré con gusto, con lo que obtendré
forzosamente la satisfacción de mis necesidades como
ser racional, en la medida de mi capacidad, de mi gus-
to y de mi racionalidad.
228

Verdaderamente, podemos obtener un raudal de fe-


licidad con sólo desechar las preocupaciones. Nos
amargan la vida, sin ninguna utilidad. Se cuenta que
Montaigne decía: ―Mi vida ha estado llena de terribles
tragedias, que nunca sucedieron.‖ El día de hoy, el que
estamos viviendo, es el único que nos pertenece, el
único del que estamos seguros, el único que es nues-
tro. Echarlo a perder por la angustia del mañana es lo
más disparatado que puedo hacer. Porque nunca se
sabe si el mañana llegará. Sea cualquiera el género de
preocu-pación que se tenga, cualquiera que sea la gra-
vedad del peligro que nos amenace en el futuro, siem-
pre es posible que no se realice, porque, aparte de las
numerosas circunstancias que puedan impedirlo,
siempre es posible, en último extremo, que no viva-
mos para entonces. Supongamos que yo estoy amena-
zado ciertamente de que me lleven mañana a la cárcel.
Siempre es posible que yo muera esta noche, y enton-
ces no podrán llevarme mañana a la cárcel. Pero mi
angustia de esta tarde me amargó y destrozó el último
día de mi vida. ¿Qué utilidad tiene, pues, la preocupa-
ción por el día de mañana? Ninguna, absolutamente
ninguna.
En los Salmos se dice: ―Este es el día que hizo el
Señor; alegrémonos y regocijémonos en él‖. (CXVIII,
24) Este de hoy es en el que hay que regocijarse, en el
que hay que vivir intensamente, porque es el único
229

que nos es dado, es el único nuestro. ―Basta a cada día


su propio trabajo. El día de mañana ya cuidará de sí.‖
Esto se expresa magníficamente en la Salutación al
Alba, de Kalidasa:
Atiende bien a este día.
Porque él es la vida,
la verdadera vida de la vida.
En su breve curso
están todas las verdades
y todas las realidades de tu existencia:
la bendición del crecimiento,
la gloria de la acción,
el esplendor de la realización.
Porque el ayer no es sino un sueño,
y el mañana es sólo una ilusión.
Pero el hoy bien vivido
hace de cada ayer un sueño de dicha
y de cada mañana una ilusión de esperanza.
Atiende, pues, a este día.
Esta es la salutación al alba.

La distinción entre ocupación y preocupación se


expresa claramente en otra frase de Montaigne. Lo
nombraron alcalde de Burdeos y al tomar posesión de
su puesto, dijo frente al pueblo: ―Me comprometo a
tomar los negocios de la ciudad en mis manos, no en
mi hígado.‖
230

Si Jesús ha hecho de la felicidad de la vida el valor


por excelencia, el valor de los valores, al que hay que
sacrificar cuanto sea necesario, cuanto estorbe su con-
secución; y si la preocupación y la angustia estorban
esta consecución; si debemos ocuparnos en conseguir
los bienes materiales que satisfagan nuestras necesi-
dades, pero no inquietar nuestra alma, resulta que el
apetito de adquirir riquezas y el disfrute de las adqui-
ridas es muy noble, conveniente y recomendable,
siempre que no altere nuestra paz interior y no nos
impida gozar de las cosas que ya tenemos.
Por esto dice Jesús: ―Guardaos de la codicia, por-
que la vida de los que poseen mucho no se funda en lo
que poseen.‖ (Lc., XII, 15)
El apetito de riqueza no pasa a ser codicia porque lo
que se apetezca sea mucho, sino por el modo con que
se apetece. Se pueden desear riquezas muy cuantiosas,
y procurarlas con empeño; se puede aspirar a ser mi-
llonario y trabajar intensamente para llegar a serlo. Si
quien lo intenta conserva su bienestar, trabaja alegre y
confiadamente, y al trabajar desarrolla su ser racional,
en la medida de su capacidad y de su personal manera
de ser, y no se priva de los goces que la vida le ofrece
mientras tanto, no se le puede llamar codicioso.
Pero si el individuo no antepone a todo su propia
felicidad, si no sabe usar de su razón y colocar sus va-
231

lores personales por encima de las cosas materiales; si


se deja arrastrar por la engañosa, pero extendidísima
ilusión de creer que la posesión material de muchos
bienes da por sí misma la felicidad, entonces, el an-
helo de riqueza se convierte en fuente de amargura, de
decepciones, de penas y de dolores.
Ayn Rand, después de haber hecho el elogio del di-
nero y de haberlo considerado como producto del me-
jor de los valores humanos, dice por boca de Francisco
D‘Anconia:
―Pero el dinero es sólo un instrumento. Te podrá
llevar a donde desees, pero no te reemplazará como
conductor. Te ofrecerá los medios para la satisfacción
de tus deseos, pero no te proveerá de deseos. El dinero
es el azote de quienes intentan revertir la ley de causa-
lidad; de quienes tratan de reemplazar la mente con
los productos de la mente. El dinero no comprará feli-
cidad para quien no tenga un concepto claro de lo que
desea; no le proporcionará valores, si ha eludido el
conocimiento de lo valioso, ni le proveerá de un
propósito, si ha evadido la elección de lo deseable. El
dinero no conseguirá inteligencia para el tonto, ni
admiración para el cobarde, ni respeto para el incom-
petente. .. Si un heredero está a la altura de su dinero,
su dinero le sirve; si no, lo destruye. Vosotros clamáis
que el dinero lo ha corrompido. ¿No habrá sido él
quien ha corrompido al dinero?.. El dinero es una
232

fuerza viva, que muere si carece de raíz. El dinero no


servirá a una mente que no sea digna de él.. . El dinero
es tu medio de supervivencia. El veredicto que pro-
nuncies acerca de la fuente de tu sustento es el mismo
que pronuncias acerca de tu vida. Si la fuente es co-
rrupta, habrás condenado tu existencia toda. ¿Adqui-
riste el dinero con fraude? ¿Halagando los vicios o la
estupidez humana? ¿Sirviendo a imbéciles con la es-
peranza de conseguir más de lo que tu habilidad me-
rece? ¿Bajando la calidad de tus servicios? ¿Realizan-
do una tarea que aborreces con destino a compradores
que desprecias? En tal caso, tu dinero no te propor-
cionará ni un momento de auténtica alegría. Todo
cuanto compres se convertirá no en recompensa sino
en reproche; no en triunfo sino en vergüenza. Enton-
ces gritarás que el dinero es maldito. ¿Maldito porque
no sustituye a tu respeto propio? ¿Maldito porque no
te deja disfrutar de tu depravación?.. El dinero será
siempre un efecto y rehusará reemplazarte como cau-
sa. El dinero es producto de la virtud, pero no confe-
rirá virtud ni te redimirá de tus vicios. El dinero no te
dará lo que no hayas merecido, ni material ni espiri-
tualmente. ¿Es ésta la causa de tu odio al dinero?‖
(Atlas Shrugged, segunda parte, cap. II. En la edición
española: La Rebelión de Atlas).
La relación de la riqueza con la felicidad (con el re-
ino de Dios) no es, pues, de cantidad sino de actitud
233

espiritual. No importa el que la riqueza anhelada, pro-


curada o conseguida sea poca o mucha; no importa en
cuánto se valúe en pesos y centavos. Lo que importa
es la actitud del espíritu con la que el sujeto se enfren-
ta a ella. ¿.Qué hemos de hacer, pues, respecto a la
adquisición de la riqueza? En cuanto a la cantidad,
tratar de adquirir toda la que podamos dentro de lo
que deseamos. Si las cosas materiales son justamente
llamadas ―bienes‖, porque satisfacen nuestras necesi-
dades y nos proporcionan placeres y bienestar, adqui-
rir esos bienes en mayor cantidad no puede ser, por sí
mismo, sino mayor bien. Pero si tratando de adquirir
mucho, sólo hemos podido lograr poco, hemos de
quedar contentos con lo que obtuvimos y tratar de sa-
car de ello la mayor satisfacción posible. Fácilmente,
por el apetito de aquello de que se carece, se deja de
gozar de lo que ya se tiene. Por desear ansiosamente
una casa mejor, se pierde el goce de la que ya tene-
mos. Si yo anhelo desordenadamente poseer un tele-
visor del que carezco, y su carencia me causa un pade-
cimiento, este padecimiento me pone en estado de de-
jar de disfrutar del receptor de radio que ya poseo.
Entonces, hay que desear y procurar todo lo que se
quiera; pero estar siempre conforme con lo que se tie-
ne y con lo que se obtiene.
Que esta ocupación de procurar las riquezas no nos
impida el goce de la vida. ¡Cuántos hay que en la
234

búsqueda de la riqueza han echado a perder su vida! Y


obtienen la riqueza, sí, ¡pero a qué costo, y cuando ya
no la pueden disfrutar! En un barco en que venía yo
de Nueva York a Veracruz, trabé amistad con un es-
pañol que venía de España. Era un viejo de Tampico,
que regresaba después de haber ido a visitar su pueblo
natal. Lo invité a tomar una copa, y me dijo: No, no
puedo; porque cuando yo era joven y podía beber, es-
taba tratando de acumular dinero y consideraba que
el vino era muy caro para mí, y ahora que puedo pagar
todo el que quisiera, mi estado de salud no me permi-
te beber. De manera, que erré irremediablemente.
La tranquila, serena y confiada búsqueda de la ri-
queza lleva en sí misma su propio premio; porque al
estarla buscando, ya se la está gozando de antemano;
se la está gozando ya en el deseo y se la está gozando
en la realización actual del trabajo que la procura.
Pero esto no nos debe privar de otros goces, reales
y actuales y asequibles ya. Se busca la riqueza para go-
zar; pero al buscarla, se suprimen los goces que ya se
podrían tener. Es insensato estar trabajando con
grandes privaciones durante 40 años para acumular
una riqueza que nos permita gozar de la vida, y cuan-
do nos llega esta riqueza, ya no tenemos capacidad
física para gozar de ella. Y esto en el supuesto de que
lleguemos y de que la muerte no haya venido antes a
cortar la carrera. Ningún dinero del mundo en la vejez
235

nos compensará de los goces de que nos privamos en


la juventud y en la madurez. Para gozar de la vida no
se necesita dinero. Lo que se necesita es amor a la vi-
da. A lo que ya tengo es a lo que debo extraerle todo el
jugo que pueda tener. ¡Cuántos millonarios pagan sus
millones con el ataque cerebral, con la úlcera duode-
nal, con el infarto, etc. O con el divorcio de la mujer y
de los hijos. Y naturalmente que no me refiero al di-
vorcio legal, sino al único que cuenta para el hombre:
al divorcio espiritual. Un hombre trabaja toda su vida
pretendiendo dar bienestar a su mujer y a sus hijos;
pero para acumular esta riqueza que juzga necesaria,
ha perdido la convivencia con su mujer y con sus
hijos. Al cabo de los años les dan un palacio, joyas y
automóviles; pero para entonces, esa mujer ha perdi-
do un marido desde hace muchos años y esos hijos
nunca han tenido padre, en el sentido de la conviven-
cia humana.
Y con más frecuencia todavía vemos millones de
hombres y de mujeres que sienten herido su orgullo
porque no obtienen una posición económica y social
destacada; padecen gran amargura por sus carencias y
sus limitaciones y llevan una vida desgraciada aspi-
rando a más de lo que su capacidad puede lograr y
sintiéndose frustrados e inferiores por no haber obte-
nido lo mismo que otros, sin darse cuenta de que sólo
tienen una vida y que si supieran disfrutarla podrían
236

ganar gran felicidad en las circunstancias que les son


dadas.
Y todo esto ―porque la vida de los que poseen mu-
cho no se funda en lo que poseen.‖ La vida, la verda-
dera vida, que es la vida de felicidad o vida eterna, no
depende de cuánto se posee, sino de cómo se posee.
Y a todo esto es a lo que alude la parábola del rico
necio.
―Había un hombre rico, cuyas tierras le dieron gran
cosecha. Comenzó él a pensar dentro de sí, diciendo:
¿Qué haré, pues no tengo donde encerrar mi cosecha?
y dijo: Ya sé lo que voy a hacer: demoleré mis grane-
ros y los haré más grandes y almacenaré en ellos todos
mis granos y mis bienes, y diré a mi alma: alma, tienes
muchos bienes almacenados para muchos años; des-
cansa, come, bebe, regálate. Pero Dios le dijo: insensa-
to, esta misma noche te pedirán el alma, y todo lo que
has acumulado, ¿para quién será?‖ (Lc., XII, 16-20)
Esta parábola ha sido invocada muchas veces, so-
bre todo en los tiempos modernos, por los sostenedo-
res de la ―justicia social‖ para tratar de justificar y pa-
ra dar tinte de cristianismo a las perversas y desqui-
siadoras doctrinas del socialismo y del intervencio-
nismo de estado y para exigir que se arrebaten sus ri-
quezas a los ricos, o para sostener, al menos, que los
ricos deben repartir sus bienes a los pobres.
237

Como puede verse fácilmente, aquí no hay nada


que justifique tan torcida interpretación. La parábola
está puesta -como toda la predicación de Jesús- para
el bien del sujeto al que se dirige. Lo único que quiere
decir es que el rico no se debe inquietar ni tomarse
demasiados trabajos por un futuro incierto. Le está
diciendo aquí al rico: ¡Necio, tú, tonto! No injusto ni
ladrón. Necio, porque estás acumulando angustias,
trabajos, inquietudes y carreras para un día que nunca
llegará. Está dicha por la conveniencia del rico y nada
más. Lo que aquí se presenta como malo es que el rico
del ejemplo no llegó a gozar él del fruto de sus esfuer-
zos, sus privaciones y sus cavilaciones. No hay aquí
ninguna alusión a los pobres. La víctima de la riqueza
es el rico. El motivo de la lección es el rico, y nada
más.
De los textos del evangelio que hemos analizado,
resulta que la riqueza es denunciada como peligrosa;
pero no como mala ni como injusta. Jesús, buscando
la felicidad del hombre, le previene: Mucho cuidado
con la riqueza, con el apego a la riqueza. Es una cons-
tante llamada de atención para que el hombre cuide
de no caer en la tentación de codiciar cosas que lo
hagan desgraciado.
Y adviértase que por riqueza no se entiende una
gran abundancia o cantidad de bienes, ni un cúmulo
de bienes de alto precio, sino simplemente las cosas
238

materiales como tales, sean muchas o pocas, preciosas


o corrientes. Pues para un hombre de muy corta capa-
cidad económica, puede ser motivo de preocupación,
de inquietud y de desgracia la codicia de una cosa ma-
terial de muy escaso valor en el mercado. La preven-
ción del peligro de la ―riqueza‖ lo mismo se refiere a
los pobres que a los ricos. ¡Cuántos y cuántos hombres
muy pobres venden su alma (pierden su dicha) por la
codicia de bagatelas! Y si volvemos al pasaje del
sermón de la montaña antes citado, veremos que es
precisamente a los pobres a quienes puede aplicarse
en sentido literal la preocupación por el alimento y
por el vestido.
Lo expuesto nos lleva a disolver otra confusión de
conceptos: la confusión entre ―riqueza‖ y ―abundancia
de bienes.‖
También lo anterior nos lleva a considerar que no
es la ―riqueza‖, como tal, la que impide entrar al reino
de los cielos; sino la codicia de riqueza. Así aparece,
entre otros lugares, en la explicación de la parábola
del sembrador, cuando se hace referencia a los granos
que caen entre espinas y se dice: ―Tales son los que
oyen la doctrina, pero las preocupaciones por las co-
sas de este mundo, el atractivo de las riquezas y las
ambiciones de toda clase ahogan la palabra y se queda
estéril.‖ (Mc., IV, 18-9)
239

Después de la parábola del mayordomo infiel y, al


parecer como comentario de Jesús a esa parábola, se
dice en Lucas, XVI, 9 y 11: ―Procuraos amigos con las
riquezas injustas, para que, cuando os falten, os reci-
ban en las moradas eternas. Si no habéis sido fieles en
la riqueza injusta, ¿quién os confiará la verdadera?‖
Los textos, en la forma en que nos han llegado, resul-
tan confusos y difíciles de interpretar. Porque ni pue-
de entenderse que toda riqueza sea por sí misma in-
justa -pues esto sería considerar injusta toda la crea-
ción-, ni puede entenderse que Jesús está aconsejando
que, en lugar de restituir la riqueza injustamente ad-
quirida, se la destine a procurarse amigos; ni mucho
menos que, para procurárselos, se adquiera riqueza
por medios injustos. Entonces, a esto tenemos que
hallarle otro sentido. Notemos que aquí, en la última
parte, se contrapone riqueza injusta, no a riqueza jus-
ta sino a riqueza verdadera; lo que nos debe hacer
pensar que el adjetivo injusta no está empleado en un
sentido de ―contraria a la justicia‖ sino de ―contraria a
la autenticidad, a la genuinidad, a la legitimidad‖. Es
decir, que se está contraponiendo riqueza de buena
ley a riqueza de mala ley, como se contrapone un peso
falso o de mala ley a un peso auténtico y genuino, es
decir a un peso de buena ley. Entonces, la contraposi-
ción es entre riqueza verdadera, auténtica, genuina, y
riqueza falsa, aparente o de oropel. Las cosas que nos
240

hacen felices son riqueza verdadera; las cosas que nos


hacen desgraciados són sólo riqueza falsa o de oropel.
Si esto es como lo vengo explicando, entonces la pri-
mera parte del dicho: ―Procuraos amigos con las ri-
quezas injustas, para que cuando éstas os falten, os
reciban en las moradas eternas‖, quiere decir que de-
bemos procurar que las riquezas materiales -que por
meramente materiales son puramente aparentes- nos
sirvan como medio para adquirir bienes verdaderos,
auténticos; es decir que sean para nosotros fuentes de
felicidad. ¿Y por qué se usa aquí el adjetivo injusta?
En primer lugar, creo que se ha usado aquí por la
proximidad en que se pusieron estos dichos con la
parábola del mayordomo infiel, y que la influencia del
sentido de esta parábola, en la que el mayordomo se
hace amigos por medio de una infidelidad -al menos
aparente- hizo que se usara aquí esta palabra; en se-
gundo lugar, creo que la palabra usada en el texto
griego (adikia) tiene, además del sentido de ―contra-
rio a la justicia‖, el de ―contrario a la legitimidad o a la
autenticidad.‖ En Juan, VII, 18 es usada como ―false-
dad‖ o ―engaño‖.
Creo que ilustra muy bien esta situación un precio-
so soneto de Sor Juana Inés de la Cruz, que resulta in-
teresante en relación con lo que estamos tratando,
tanto por las ideas que allí se expresan, cuanto por un
adjetivo que usa y que considero aplicable a nuestro
241

caso y quiero comparar con el que venimos estudian-


do. El soneto dice:
¿En perseguirme, Mundo, qué interesas?
¿En qué te ofendo cuando sólo intento
poner bellezas en mi entendimiento
y no mi entendimiento en las bellezas?
Yo no estimo tesoros ni grandezas,
y así siempre me causa más contento
tener riquezas en mi pensamiento,
que no mi pensamiento en las riquezas.
Y no estimo hermosura que, vencida,
es despojo civil de las edades
ni riqueza me agrada fementida,
pues tengo por mejor, en mis verdades,
consumir vanidades de la vida
que consumir la vida en vanidades.

Este soneto expresa en muy hermosa forma las ide-


as que aquí estoy tratando de exponer; pero de un
modo especial y concreto, quiero llamar la atención
hacia el uso que en él se hace del adjetivo fementida.
Dice: ―ni me agrada riqueza fementida.‖ Y vemos que
el diccionario da dos acepciones de fementido; la pri-
mera: ―falto de fe y palabra‖, y la segunda: ―engañoso,
falso, tratándose de cosas.‖ Vemos claramente que Sor
Juana está usando la palabra en su segunda acepción.
Se refiere a riqueza fementida en el sentido de riqueza
242

falsa o engañosa, a pesar de que el adjetivo, cuando se


aplica a personas, quiera decir desleal o falto de pala-
bra. Volviendo ahora al texto evangélico, creo que
podríamos traducir: ―procuraos amigos con las rique-
zas femen- tidas, para que cuando os falten, os reciban
en las moradas eternas. Si no habéis sido fieles en la
riqueza fementida, ¿quién os confiará la verdadera?‖
Entonces, la lección que aquí se contiene es la de
que debemos usar inteligentemente de los bienes ma-
teriales para obtener de ellos bienes espirituales valio-
sos y verdaderos: bienestar, paz, tranquilo y perdura-
ble gozo de la vida. Debemos usar las cosas para nues-
tro bien y no para nuestro daño.
Cuentan que cuando el famoso torero Cagancho es-
tuvo por primera vez en México, le ofrecieron un
magnífico contrato para filmar una película. Ya había
aceptado, en vista de que la retribución era muy cuan-
tiosa, cuando le dijeron que tendría que estar todos
los días a las 7 de la mañana en el estudio cinema-
tográfico, durante la filmación de la película; y enton-
ces rechazó terminantemente el contrato y dijo: ―Ne-
gocio que no deja levantarse a las once de la mañana,
no es negocio.‖
Es riqueza fementida, falsa, aparente la que no nos
da la satisfacción que deseamos, de acuerdo con nues-
243

tros gustos y aficiones, y nos priva de cosas más valio-


sas para nosotros.
―No amontonéis tesoros en la tierra, donde la poli-
lla y el herrumbre los destruyen y donde los ladrones
perforan los muros y roban; amontonad más bien te-
soros en el cielo, donde la polilla y herrumbre no los
destruyen y donde los ladrones no perforan los muros
ni roban; porque donde está tu tesoro allí está tam-
bién tu corazón.‖ (Mt., VI, 19-21)
Claramente vemos aquí el consejo del despego por
los bienes materiales, que por su propia naturaleza
son perecederos y están expuestos a la destrucción. Si
nosotros hacemos de ellos nuestro tesoro, si apega-
mos nuestro espíritu a ellos, estamos grandemente
expuestos a que al sernos sustraídos o al destruirse,
nos causen desgracia. Si hemos fincado nuestro bien-
estar, nuestra felicidad, en la posesión de bienes ma-
teriales, estamos dependiendo de algo ajeno, contin-
gente, transitorio y que, por tanto, puede ser para no-
sotros fuente de desdicha. Pero si buscamos la paz del
alma, la quietud del espíritu, la elevación de la mente,
el goce de los bienes elementales de la naturaleza, esto
no nos puede ser sustraído por nadie ni puede ser des-
truido contra nuestra voluntad; ahí no puede entrar el
orín, la polilla ni los ladrones, puesto que sólo depen-
de de nosotros y está en el terreno del espíritu. Esto
no quiere decir que no debamos buscar o poseer bie-
244

nes materiales. Lo que quiere decir es que no debemos


hacer de ellos ―nuestro tesoro‖, que no debemos va-
luarlos excesivamente ni fundar en ellos nuestra vida;
que nuestro tesoro está ―en el cielo‖, en el reino de los
cielos, es decir, en nuestra verdadera felicidad. Insisto
otra vez: no se trata de qué cosas se poseen ni de
cuánto se posee sino de cómo se posee; de cómo se
valúan jerárquicamente las cosas y cómo se ordenan
las menos valiosas para nosotros al servicio de las más
valiosas para nostros.
Refiere Séneca que ―cuando Demetrio, de sobre-
nombre Poliorcetes, tomó a Megara, le preguntaron al
filósofo Estilpón si había perdido algo. Nada, respon-
dió, todas mis cosas están conmigo. Y sin embargo,
habían hecho de su patrimonio botín de guerra y el
enemigo había raptado a sus hijas y la patria había pa-
sado a dominio ajeno y el rey le preguntaba de lo alto
de su carro, rodeado de las armas del ejército vence-
dor. Pero él le quitó la victoria, y en una ciudad con-
quistada se mostró no sólo invicto, sino indemne.
Porque tenía consigo los bienes verdaderos, a los que
nadie puede echar mano, y los que se llevaban disipa-
dos y robados, no los juzgaba suyos sino adventicios y
sujetos al capricho de la fortuna. Por eso no los amaba
como propios; porque la posesión de los bienes que
afluyen de fuera es siempre frágil e incierta....No sé
dónde están aquellas cosas caducas y que cambian de
245

dueño; en cuanto a las cosas mías están conmigo, y


conmigo estarán.‖ (De la Constancia, V y VI)
En un sentido algo más restringido, quiere decir
que es preferible adquirir bienes intelectuales que
bienes materiales; que es preferible enriquecer la
mente con razón, inteligencia, cultura, ciencia, habili-
dad y fortaleza que adquirir joyas y palacios; porque
los bienes de la mente no nos pueden ser arrebatados
ni se gastan con el uso y porque pasan a integrar nues-
tro propio ser, de tal manera que con ellos no sólo
tengo más sino que soy más. Así debe causarme ―más
contento tener riquezas en mi pensamiento, que no mi
pensamiento en las riquezas.‖
Y no sé cómo pueda sacarse de este bello pasaje
evangélico la conclusión que saca Lucas (XII, 33):
―Vended vuestros bienes y dad limosna‖, que es la que
saca también la ―doctrina social de la iglesia.‖ Si el de-
fecto que aquí se está poniendo a las riquezas materia-
les consiste en que son perecederas y su poseedor
puede verse privado de ellas, ¿cómo puede esto llevar
a la conclusión de que su poseedor se prive de ellas
voluntariamente y desde luego? Esto sería realizar ya
inmediatamente y en acto el mal que se teme como
posible y futuro.
―Nadie puede servir a dos señores, porque odiará a
uno y amará al otro, o seguirá al uno y despreciará al
246

otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas.‖ (Mt.,


VI, 24) No dice que no se pueda servir a Dios y ser ri-
co, sino que no se puede servir a Dios y servir a las ri-
quezas. Lo que se contrapone al servicio de Dios -que
es la felicidad- no es el hecho material de la riqueza,
sino el servicio a la riqueza. Ser siervo de la riqueza es
depender de ella, estar apegado a ella, considerarla
condición de nuestra vida y de nuestro bienestar. Las
posesiones del hombre son para él lo que él quiera
hacer de ellas; como él las quiera ver. Sus cosas son
sus cosas en el modo en que las aprecia como suyas. Si
yo compro un automóvil viejo, los primeros días estoy
contento con él y me parece una gran riqueza. Pero si
un día al salir de mi casa veo que mi vecino está estre-
nando un automóvil nuevo y lujoso, mi vieja carcacha
se me empequeñece, se me devalúa. ¿Es que objeti-
vamente cambió mi automóvil? No, en la realidad ob-
jetiva es el mismo de ayer, Y sin embargo, ¿por qué
ayer era una riqueza y hoy es una pobreza? Porque lo
que ha cambiado es mi apreciación de la cosa. Esto es
lo que señala la parábola de los operarios de la última
hora. Los operarios de la primera hora estaban muy
satisfechos con la paga convenida, hasta que vieron
que a los de la última hora se les pagaba igual. Esto
nos demuestra que nuestras cosas no son para noso-
tros como son ellas en la realidad, sino como nosotros
las apreciamos. Cuando yo atiendo a aquello de que
247

carezco, en vez de apreciar aquello que poseo, me em-


pobrezco automáticamente. Cuando tengo por las co-
sas un apego que me subordina a ellas, de manera que
sólo me siento satisfecho si las poseo, yo estoy ligando
mi vida a mis cosas, y en el momento en que las pier-
do me desgarro el alma. ¿No es, entonces, más feliz el
hombre despegado de la riqueza, el que de la riqueza
material toma la satisfacción que le puede proporcio-
nar, pero que no permite que la carencia de ella le
cause dolor? Si yo poseo una cosa, debo gozarla inten-
samente mientras la poseo; pero si se rompe, si me la
roban. si me la quitan, su pérdida no debe causarme
desazón; porque entonces subordino mi vida a la cosa.
En lugar de ser señor de la riqueza, me hago siervo de
la riqueza.
Además, si yo tengo despego por las cosas, estoy
dispuesto a deshacerme de ellas; porque mi vida no
depende de ellas. Esto no quiere decir que yo deba
ponerme a repartir materialmente mi fortuna, sino
que tenga espíritu de desprendimiento. Jesús nos está
llamando la atención hacia el peligro del apego a la ri-
queza, porque ―en donde está tu tesoro allí está tu co-
razón.‖ Ya he dicho que en la lengua hebrea, el co-
razón es la sede de la razón, y ocupa así el lugar que
ahora atribuimos al cerebro. De manera que al decir
―allí está tu corazón‖, quiere decir: allí está tu pensa-
miento, allí está tu atención. Donde está aquello de lo
248

que has hecho tu tesoro, allí está puesta toda tu men-


te, allí está puesto todo tu ser. Tú has ligado tu vida a
una cosa. En lugar de ser señor de la cosa, eres su es-
clavo.
En la parábola del epulón y el pobre Lázaro, se des-
cribe en forma dramática y teatral la suerte que corren
el rico y el pobre, entendidos en la forma en que lo he
tratado de explicar.
―Había un hombre rico que se vestía de púrpura y
de lino fino y tenía espléndidos banquetes todos los
días. Al mismo tiempo, un pobre llamado Lázaro yacía
a su puerta lleno de llagas, con el deseo de alimentarse
con lo que caía de la mesa del rico. Y hasta los perros
venían a lamerle sus llagas. Murió el pobre y los ánge-
les lo llevaron al seno de Abraham. Murió también el
rico y fue sepultado. Y en el hades, estando en tor-
mentos, levantó sus ojos y vio desde lejos a Abraham y
a Lázaro en su seno. Y exclamó y dijo: Padre Abra-
ham, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje
en agua la punta de su dedo y refresque mi lengua,
porque sufro gran dolor en esta llama. Y Abraham
respondió: hijo, acuérdate que tus bienes los recibiste
en la vida y Lázaro a su vez males, y ahora aquí él es
consolado, pero tú sufres gran dolor. Y sobre todo esto
se ha puesto entre vosotros y nosotros un abismo
grande, para que los que pretenden pasar de allí a no-
sotros no puedan, ni tampoco se pase desde aquí a vo-
249

sotros. Respondió: te ruego, pues, padre, que lo envíes


a la casa de mi padre. Porque tengo cinco hermanos.
Que les avise seriamente para que ellos no vengan a
este lugar de tormento. Responde Abraham: tienen a
Moisés y a los profetas. Que los oigan. Pero él respon-
dió: no, padre Abraham; pero si alguno de los muertos
fuere a ellos, harán penitencia. Y le dijo: si no oyen a
Moisés y a los profetas, ni aunque resucite uno de los
muertos creerán.‖ (Lc., XVI, 19-31)
Esta parábola (que sólo da Lucas) es tan diferente
en su forma y su tono de las demás parábolas conteni-
das en los evangelios, que fácilmente puede sospe-
charse de su autenticidad. Algún comentarista ha se-
ñalado un antiguo cuento egipcio de argumento seme-
jante. Aceptándola como auténtica, debemos tratar de
obtener de ella una interpretación razonable. Muy
equivocadamente ha querido sacarse de ella una con-
denación de las riquezas y una obligación de los ricos
de distribuir su dinero a los pobres. La parábola que
estudiamos no tiene nada que ver con esto. Advirta-
mos que aquí los dolores que padece el rico no están
relacionados con el hecho de que no le diera al pobre,
sino exclusivamente con el consumo que el rico hacía
de su riqueza y de sus viandas. Desde luego, hay que
entender que el rico sí le daba al pobre, puesto que se
dice que éste ―yacía a la puerta con el deseo de alimen-
tarse con lo que caía de la mesa del rico.‖ En este pun-
250

to, la versión de la Vulgata añade: ―y nadie se lo daba‖;


pero este añadido no aparece en los originales griegos
y está en desacuerdo con el contexto, por lo que po-
demos suponer que es una indebida adición de San
Jerónimo (si él hizo esta versión de la Vulgata), adi-
ción resultante de no haber entendido el sentido de la
parábola o de querer acomodarla a un propósito pre-
establecido, pervirtiendo -¡desde entonces!- la doctri-
na de Jesús y preparando las nefandas ideas que pre-
valecen en nuestro tiempo. De la narración se des-
prende con claridad que Lázaro se beneficiaba y comía
de las sobras de la mesa del rico; y tratándose de un
hombre rico y dado a los espléndidos banquetes, las
sobras de su mesa no deben de haber sido desprecia-
bles. Si el pobre frecuentaba la casa era ciertamente
porque le da- ban esas sobras. Y tan es cierto que la
frecuentaba, que el rico lo conoce por su nombre:
Lázaro, y lo menciona por este nombre. Luego, le era
perfectamente conocido. Hay que advertir que aquí no
se da el nombre propio del rico (pues epulón, derivado
de la Vulgata, no es nombre propio, sino sólo quiere
decir comilón o glotón, dado a la buena mesa y a la
gula), en tanto que Lázaro sí aparece como nombre
propio. Si, pues, el rico conoce a Lázaro por su nom-
bre es porque éste era asiduo de su casa; y si lo era,
indudablemente es porque allí obtenía comida, pues
de otro modo no habría insistido en frecuentar la casa.
251

Luego, los padecimientos del rico no tienen nada que


ver con que diera o no diera, con que repartiera o no
repartiera.
Por otra parte, no encontramos en el relato ningu-
na cosa por sí misma merecedora de premio en Lázaro
y ninguna cosa merecedora de castigo en el rico. Y no
podemos admitir, por absurdo e irracional, que el
hecho mero de ser rico sea motivo de castigo y el
hecho mero de ser pobre sea motivo de premio. En-
tonces, no podemos entender esto como un juicio con
premio y castigo, sino como la relación de ciertos ac-
tos con sus resultados o consecuencias. Debemos ver
pues, en los dolores del rico una pura consecuencia
del abuso de los placeres, y un caso de los señalados
peligros e inquietudes que provoca la riqueza; y en la
felicidad del pobre, una consecuencia de su frugalidad
y de su falta de cuidado por los tesoros del mundo.
Tenemos al pobre que vive despreocupado y que
duerme a pierna suelta, mientras el rico está pasando
apuros y angustias. Y cuando está pasando apuros,
angustias e insomnios, querría tener el buen sueño del
pobre, querría que el pobre le convidase de su buen
sueño y de su tranquilidad. Pero esto no es posible;
porque hay un abismo entre los dos, el abismo que
ellos mismos han abierto entre sí; porque no se puede,
dice Jesús, servir a Dios y a las riquezas. Aquí los pa-
252

decimientos del rico son consecuencia de su riqueza


mal empleada, empleada para su daño.
Y si vemos esto en forma todavía más concreta y
material, advertimos que no es sino una exposición en
forma dramática, figurativa y simbólica, de una indi-
gestión. El rico epulón, es decir glotón, comía dema-
siado, y después padecía indigestión, agruras e in-
somnios. En tanto que el pobre, que sólo se alimenta-
ba con las sobras, comía con moderación y frugalidad
-aunque de muy buena calidad- y por consecuencia,
tenía buena digestión y buen sueño. En la televisión
estuvo apareciendo durante algún tiempo un anuncio
de una medicina contra la indigestión, hecho con di-
bujos animados en los que se veía a un hombre que
comía mucho, y después se veía su estómago ardiendo
en llamas y con unos diablos pinchándolo con sus
trinches, mientras otros lo pinchaban en la cabeza.
Pues el autor de este anuncio, aunque no se haya dado
cuenta, representó exactamente lo mismo que el
evangelista en esta parábola. El que padece una indi-
gestión está sintiendo fuego en las entrañas y está su-
friendo inextinguible sed y grandes dolores. Vemos
aquí otra vez cómo, si queremos transportar las ense-
ñanzas del evangelio a la otra vida, nos estamos per-
diendo la preciosísima instrucción que nos dan para
vivir ésta. Si queremos entender la parábola como una
relación de ciertos actos con premios y castigos, nos
253

resulta bárbara, ilógica e inaceptable. En cambio, si la


vemos como una relación de causa a efecto, nos resul-
ta perfectamente explicable y lógica. Otra vez vemos
señalados los peligros del uso insensato de las cosas y
otra vez vemos que la predicación está enfocada hacia
el bien del sujeto al que se dirige. En ninguna parte se
están imponiendo deberes, ni decretando normas au-
toritarias, sino invitando al sujeto a usar su razón para
descubrir su propia conveniencia racional.
La mejor prueba de que Jesús alaba el uso racional
de las riquezas, en cualquier cantidad y de cualquier
precio, y la mejor prueba de que no se preocupa por
los pobres ni menos les concede un título como acree-
dores para exigir parte de las riquezas de los ricos, la
tenemos en el suceso de la unción de Betania.
―Como se encontrase Jesús en Betania, en casa de
Simón el Leproso, se le acercó una mujer con un fras-
co de alabastro con perfume de mucho precio, que de-
rramó sobre la cabeza de Jesús, que estaba a la mesa.
Viendo esto los discípulos, se enfadaron y decían: ¿A
qué viene este derroche? Podía haberse vendido en
mucho precio y darse a los pobres. Como lo advirtiese
Jesús, les dijo: ¿Por qué molestáis a esta mujer? Ha
hecho una buena obra conmigo, porque a los pobres
siempre los tendréis entre vosotros, pero a mí no me
tendréis siempre. En verdad os digo que donde se
predique este evangelio, en todo el mundo, se dirá
254

también lo que ella ha hecho, para memoria suya.‖


(Mt., XXVI, 6-11 y 13) En la versión de Juan (XII, 2-
8), se precisa que la mujer que lo ungió fue María, la
hermana de Marta y Lázaro, y que el que protestó di-
ciendo que el perfume debía haberse vendido y darse
su producto a los pobres, fue Judas Iscariote.
Aquí Jesús alaba la dádiva de una cosa de mero lu-
jo, y la alaba por encima de una posible distribución
en limosnas a los pobres. Difícilmente se puede tipifi-
car mejor el lujo, ―lo superfluo‖, que con un perfume
de alto precio. No veo cómo los que se dicen cristianos
y tienen este ejemplo de su Maestro puedan sostener
una tesis tan absurda y tan contraria a lo que aquí se
enseña, como la que se contiene en la expresión: ―Na-
die tiene derecho a lo superfluo mientras alguien ca-
rezca de lo necesario.‖
Aquí -¡Dios sea loado!- había representantes de la
doctrina social de la iglesia y defensores de los pobres.
Sí hay en este pasaje palabras que muestran preocu-
pación por los pobres y que podrían servir de lema a
varias doctrinas sociales contemporáneas: ―¿Por qué
no se vendió esto y se distribuyó su producto entre los
pobres?‖ Pero estas palabras no están en la boca de
Jesús, sino en la de Judas. Judas es aquí quien de-
fiende -contra Jesús-la ―justicia social‖, y quien exige
que se haga una ―mejor distribución de la riqueza‖.
Entonces, creo que la doctrina social cristiana se de-
255

bería llamar, con mejor fundamento, ―doctrina social


judasiana‖. Judas, 18 siglos antes de Marx y de León
XIII, y 19 siglos antes de Cruschev y de Juan XXIII,
defendía los derechos de la clase explotada. Cuando
hoy el Papa Paulo VI declara en la encíclica Populo-
rum progressio, que ―no hay ninguna razón para re-
servarse en uso exclusivo lo que supera a la propia ne-
cesidad, cuando a los demás les falta lo necesario‖,
debiera citar por su nombre y pagar reverente tributo
de admiración a su fuente de inspiración: Judas Isca-
riote.
Uno de los móviles de Judas (y de quienes siguen
su altruista doctrina) se declara en el texto de Juan
(XII, 6): ―Esto lo dijo, no porque se preocupase de los
pobres, sino porque era ladrón y, como tenía la bolsa,
robaba lo que en ella había.‖ Como dice Ayn Rand,
―siempre que se habla de sacrificios, hay alguien co-
lectando las ofrendas sacrificiales‖; y como dice una
copla española: ―aquel que parte y reparte y al repartir
tiene tino, se deja la mejor parte, porque así le convi-
no‖. Siempre que se trate de distribuir la riqueza y a
mí me toque hacer la distribución, algo se me queda
en el proceso.
Pero no es éste el único móvil. Otro es la envidia,
denunciada por Jesús en la parábola de los operarios
de la última hora. Cuando alguien habla de que se qui-
te a los ricos para dar a los pobres, no le interesa, en el
256

fondo, que los pobres reciban, sino que a los ricos les
quiten, y que con ello satisfaga su envidia respecto a
los que tienen más que él. Y el otro móvil, el más hon-
do, es el que denuncié al principio de este estudio: el
miedo a la libertad y el consecuente anhelo de ser am-
parado, protegido y alimentado.
(En los relatos evangélicos de este suceso de la un-
ción, se intercala una supuesta excusa que da Jesús
para aceptar el perfume: ―Al derramar ella este per-
fume sobre mi cuerpo lo ha hecho para mi enterra-
miento.‖ (Mt., XXVI, 12) Pero esta excusa es tan ex-
travagante e incongruente, que resulta inaceptable y
por ello, debemos afirmar que fue indebidamente in-
terpolada por el evangelista o el pre-evangelista. ¿Qué
tiene que ver el perfume con el enterramiento? ¿A
quién, que haya usado alguna vez un perfume, se le ha
ocurrido que se está embalsamando para su sepultu-
ra? Y Lucas relata otro caso en que Jesús es ungido
con perfume por una mujer, con gran satisfacción de
su parte y sin dar excusas por ello ni acordarse de los
pobres. (VII, 36-50)
Que Jesús era partidario del lujo y de la buena vida,
se desprende también de los numerosos pasajes del
evangelio -que después citaré- en que compara el re-
ino de los cielos a fiestas y banquetes, de las varias ve-
ces en que lo vemos disfrutando de fiestas y especial-
mente en casa de Levy, que le da un ―gran banquete‖,
257

del hecho de que los fariseos lo hayan acusado de


―comedor y bebedor‖ y del milagro de las bodas de
Caná, en que dio de beber a los convidados, y no
cuando el beber era una necesidad primaria, sino
cuando ya estaban inebriati, según dice la Vulgata.
Vamos ahora a otro de los pasajes que más han ex-
plotado los de la ―justicia social.‖ En la versión de
Marcos dice:
―Había salido de camino, y corrió uno que se le
arrodilló y le decía: Maestro bueno, ¿qué haré para
poseer la vida eterna? Jesús le respondió: ¿Por qué
me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios. Co-
noces los mandamientos: no matarás, no cometerás
adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio,
no dañarás, honra al padre y a la madre. El le dijo:
Maestro, todas estas cosas las he guardado desde mi
juventud. Jesús lo miró fijamente, lo amó y le dijo:
Una cosa te falta. Ve, vende cuanto tienes y dalo a los
pobres, y tendrás un tesoro en el cielo. Ven y sígueme.
El puso mala cara con la respuesta y se marchó triste.
Porque tenía muchos bienes. Jesús, mirando a su al-
rededor, dijo a sus discípulos: ¡qué difícilmente en-
trarán en el reino de Dios los que tienen riquezas! Es
más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja
que un rico entre en el reino de Dios. Los discípulos se
admiraban de sus palabras. Pero Jesús volvió a hablar
y les dijo: hijos, ¡qué difícil es para los que confían en
258

las riquezas entrar en el reino de Dios!‖ (Mc., X, 17-


25)
En otro lugar estudiaré el principio de este pasaje.
Aquí lo tomo en la forma en que está en el evangelio.
Cuando el joven interroga a Jesús acerca de qué ha
de hacer para adquirir la vida eterna, Jesús empieza
por responderle que guarde los mandamientos (entre
los cuales no está la obligación de socorrer a los po-
bres), y cuando el joven insiste diciéndole que eso ya
lo ha hecho, le dice: ―Ve, vende cuanto tienes y dalo a
los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo. Y ven y
sígueme.‖ Si analizamos este texto en relación con to-
dos los demás que hasta aquí hemos estudiado y lo
queremos hacer congruente con la tesis que hemos
dejado establecida, tendremos que ver que este no es
sino un caso más de aquellos en que se pone en con-
flicto el valor de los valores: la felicidad, el reino de
Dios, con los valores relativos, temporales y contin-
gentes. Seguir a Jesús es sinónimo de entrar en la vida
eterna, en el reino de los cielos, en la perfecta felici-
dad. Como dijimos al principio, por adquirir este valor
excelso hay que estar dispuesto a renunciar a todo
cuanto sea menester, sin límite alguno. Cuando el jo-
ven declara no querer conformarse con la vida vulgar
y ordinaria que resulta de la simple guarda de los
mandamientos, y pretende ―poseer la vida eterna‖,
Jesús lo pone a prueba preguntándole si está dispues-
259

to, por ello, a renunciar a todo cuanto posee. Y el jo-


ven no se muestra capaz de pagar el precio. Una vez
más, el pasaje está puesto en relación al bien del suje-
to de que se trata; en este caso, del joven rico.
Es cierto que aquí, según las versiones evangélicas
que conocemos, Jesús le aconseja dar a los pobres. Pe-
ro, en primer lugar, también aquí podemos sospechar
que este ―y dalo a los pobres‖ es indebida interpola-
ción. Y lo podemos sospechar porque para tener ―un
tesoro en el cielo‖ aquí, como en el pasaje de Mateo
que antes vimos (VI, 20), no hace falta dar a los po-
bres. Lo que hace falta es poner el tesoro ―donde la
polilla y herrumbre no lo destruyan y donde los ladro-
nes no perforen los muros ni roben.‖ Y en segundo lu-
gar, aun tomando el texto en la forma en que lo cono-
cemos, el interés del consejo no está centrado en el
hecho de que los pobres reciban, sino en que el rico
esté dispuesto a desprenderse de sus bienes y si se ha
de desprender de ellos, más vale que los reparta entre
los pobres. Si el propósito del consejo fuera aliviar a
pobres, sería absurdo y contraproducente; porque al
cumplirlo el joven vendiendo cuanto posee, sólo se
habría logrado aumentar el número de pobres. Y si los
pobres a quienes se iba a distribuir hubieran de seguir
también el consejo, estarían impedidos de recibir la
dádiva. Antes, ellos también tendrían que despojarse
de cuanto poseían.
260

Esto se confirma con lo que se dice más adelante


con relación al mismo caso: ―Entonces, tomando Pe-
dro la palabra le dijo: Pués nosotros lo hemos dejado
todo y te hemos seguido, ¿qué tendremos? Y Jesús les
dijo:... Todo el que dejare hermanos o hermanas o pa-
dre o madre o hijos o campos por mí, recibirá el
céntuplo y poseerá la vida eterna.‖ (Mt., XIX, 27 y 29)
Pedro menciona el hecho de que lo han dejado todo, y
no se refiere a que lo hayan repartido entre los pobres
(ni era fácil que repartieran hermanos, hermanas, pa-
dres y madres) y Jesús, en su respuesta, se refiere ex-
clusivamente al acto de la dejación.
Entonces aquí la exigencia que se pone al joven de
―vender cuanto posee‖ para seguir a Jesús tiene que
tener el mismo sentido de la conveniencia del merca-
der de perlas y del que descubrió el tesoro, de ―vender
cuanto poseen‖ para adquirir la perla o el campo del
tesoro; el mismo sentido de la conveniencia de cortar-
se la mano o arrancarse el ojo cuando ponen en peli-
gro la vida. Es la insistencia en la rigurosa afirmación
de que para obtener la felicidad hay que estar dispues-
to a deshacerse de todo cuanto la estorbe.
Si tratamos, pues, de estudiar cuidadosamente este
pasaje y de darle una interpretación racional, útil y
congruente con el resto de las enseñanzas contenidas
en el evangelio, hallaremos que aquí se nos presenta
otra vez la denuncia de los peligros que el atractivo de
261

la riqueza tiene para la consecución de la felicidad.


―¡Qué difícilmente entrarán en el reino de Dios los que
tienen riquezas! Es más fácil que un camello entre por
el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de
Dios.‖ Esto -claramente se ve—no es sino un modo
enfático de subrayar la gravedad de la dificultad, em-
pleando un dicho popular. Completamente insustan-
ciales me parecen las cavilaciones y las discusiones
que se han hecho acerca de esta expresión, para tratar
de establecer si significa una imposibilidad total o no,
y para tratar de debilitar el vigor de la expresión; co-
mo esas supuestas explicaciones de que no debe leerse
―camello‖ (kamelos) sino ―cable‖ (kamilos), o la de
que el ―ojo de aguja‖ era el nombre de una puerta muy
pequeña que había en Jerusalém y por la que con mu-
cha dificultad podía caber un camello. Todo esto es in-
significante y demuestra un criterio más pequeño que
el ojo de aguja de que se está hablando. Es evidente
que aquí se está usando un dicho del habla popular,
semejante a otros que se usan en todos los pueblos y
en todas las lenguas, para significar una dificultad con
una comparación exagerada. En el Talmud se cita el
mismo dicho, poniendo un elefante en vez de un ca-
mello y se habla de ―el elefante que entra por el ojo de
una aguja‖. (Klausner, Jesús of Nazareth, VIII, 3)
En el texto de Marcos, como lo he transcrito (ante-
poniendo el versículo 25 al 24, según aparece en va-
262

rios manuscritos antiguos y en varias ediciones mo-


dernas), Jesús empieza por señalar la dificultad para
los ricos de entrar al reino; y ―cuando los discípulos se
admiran de sus palabras‖, aclara y precisa el sentido
de éstas: ―¡Qué difícil es para los que confían en las
riquezas entrar en el reino de Dios!‖ El obstáculo, en-
tonces, no está en la riqueza como tal sino en la con-
fianza en la riqueza; es decir en considerar que la feli-
cidad depende de las cosas materiales.
Hay una variante de este versículo 24, que en algu-
nos manuscritos no contiene las palabras ―para los
que confían en las riquezas.‖ Si nos atenemos a esta
variante, resulta que Jesús señala la dificultad para los
ricos de entrar al reino, y ―cuando los discípulos se
admiran de sus palabras‖, generaliza la sentencia, ex-
tendiéndola a todos: ―¡Qué difícil es entrar en el reino
de Dios!‖ Sí, qué difícil es para todos, ricos y pobres,
chicos y grandes, desvalidos y poderosos, decidirse a
ser felices!
Entendido esto así, veremos que en todas las expre-
siones en que el evangelio habla de las riquezas, no
hay nada de toda esa baraúnda de ―justicia social‖, au-
tosacrificio y obligación de despojarse de los bienes, ni
hay tampoco alusión a ningún derecho de los pobres
para que se les reparta la riqueza de los ricos. A po-
bres y ricos se les está diciendo: ¡Cuidado con la ri-
queza! Es decir: ¡cuidado con la codicia, con la avari-
263

cia, con el apego a las cosas materiales! Lo único que


está en juego es la conveniencia del individuo.
Cuando Jesús dio respuesta a los enviados de Juan,
les dijo: (Mt., XI, 4-5): ―Id y decid a Juan lo que oís y
veis: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son
limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucita-
dos, los pobres...‖ ¿Qué podríamos esperar que dijera
aquí de los pobres? ¿que son enriquecidos? Pues no;
lo que dice es que los pobres ―son evangelizados‖, es
decir que reciben la buena nueva, la noticia de que: ―el
reino de Dios está en vosotros.‖ La noticia de que la
felicidad no se funda en la riqueza, de que ―la vida de
los que poseen mucho no se funda en lo que poseen.‖
Es decir, que para ser dichoso en esta vida no hace fal-
ta ser rico; que el ser pobre no es obstáculo para la fe-
licidad y que la escasez y las carencias, aunque sean
por sí un mal relativo, tienen la ventaja -si se saben
aprovechar-, de disminuir los cuidados y los motivos
de preocupación.
Así lo entendió Fray Luis de León:
¡Qué descansada vida
la del que huye el mundanal ruido
y sigue la escondida
senda por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido!
264

Esto es lo que poetas y filósofos han exaltado al


cantar las delicias de la vida bucólica.
Por esto, Jesús llama a los pobres ―bienaventura-
dos.‖ (Lc., VI, 20) Al paso del tiempo, las palabras
cambian su sentido. Como hoy no usamos la palabra
bienaventurado sino precisamente cuando nos refe-
rimos a estos textos, nos resulta una cosa muy lejana,
muy etérea. Hoy la palabra bienaventurado no nos su-
giere otra cosa sino una alusión a los santos que se
supone que están en el cielo gozando de la presencia
de Dios. Por esto resulta interesante hacer notar que
lo mismo su original griego: makarioi, que su versión
latina: beati, no quieren decir otra cosa que ―felices,
dichosos‖. Empezaremos, pues, a entender las biena-
venturanza s del sermón de la montaña cuando empe-
cemos por traducir correctamente: dichosos los man-
sos, dichosos los puros de corazón, etc. Entonces en-
tenderemos que aquí Jesús nos está diciendo a quié-
nes considera felices y, por tanto, cómo podemos ser
felices nosotros. Pero hay que darse cuenta de que la
lista no es ni pretende ser exhaustiva. No pretende
sostener que sólo los que queden incluidos en ella se-
an o puedan ser dichosos. Sólo se refiere a aquellos
que aparentemente y por una lógica vulgar pudiera es-
timarse que tienen motivo para ser desgraciados. La
enumeración quiere decir que también ellos, si saben
aprovechar inteligentemente las circunstancias, regir-
265

se por la razón y atender a sus más altos intereses per-


sonales, pueden ser felices. Nuevamente aquí y con-
cretando en determinadas casos especificados, se está
sosteniendo la regla general de que la felicidad está en
el interior de cada quien y a la disposición de cada
quien, sin que puedan impedirla las circunstancias
materiales y exteriores. Como la carencia de bienes y
de poderes evita o disminuye la tentación de cuidados
y preocupaciones, puede llamarse dichosos a los po-
bres, según el texto de Lucas; pues, como dice Sor
Juana, ―no teme ladrones desnudo el pasajero‖. Pero
como la dicha -insisto- no depende de circunstancias
exteriores, no puede depender de la pobreza mera, así
como no depende de la riqueza mera. Depende de la
actitud espiritual del sujeto frente a cualesquiera cir-
cunstancias. Por esto, en el texto correspondiente de
Mateo, (V, 3), se precisa: ―dichosos los pobres de espí-
ritu‖, con lo que se quiere dar a entender que no se es
dichoso por el hecho de ser pobre materialmente; que
se requiere espíritu de pobre, el espíritu que se supone
en el pobre. Como para la doc- trina de Jesús lo que
cuenta es la actitud espiritual del sujeto y no su situa-
ción económica, será bienaventurado a sus ojos quien
sea pobre de espíritu, es decir el que tenga espíritu de
conformidad y de despego de los bienes materiales,
aunque los posea en abundancia; y será en cambio
desdichado el que tenga espíritu de avaricia, el que
266

finque su felicidad en las cosas del mundo y las estime


desmedidamente, aunque las tenga en poca cantidad.
Lo que interesa, pues, no es la cantidad mayor o me-
nor de bienes que se poseen, sino la actitud espiritual
de apego o despego con que se poseen. Lo que importa
es seguir el consejo del apóstol y poseer como si no se
poseyese. (I Cor., VII, 30)
Debemos, pues, mover las almas, todas las almas,
hacia la longanimidad, el desinterés y la generosidad.
Si el pobre no codicia y el rico no codicia, éste es-
tará muy dispuesto a dar y aquél nada ansioso de re-
cibir, y ambos se verán como hermanos, sin envidias
ni rencores ni desprecios.
Como vemos por todo lo anterior, Jesús nunca se
preocupó por los pobres. ¿Cómo habría de preocupar-
se por ellos, si los consideraba bienaventurados, si les
trajo la buena nueva del reino y si consideraba peli-
grosa la riqueza? Si por algunos se preocupaba, era
por los ricos, según hemos vistos en las numerosas ci-
tas y consideraciones que anteceden. ¿Cómo pueden,
pues, pretender derivarse de las enseñanzas evangéli-
cas todas las teorías, tan en boga hoy, de la justicia so-
cial, de la redistribución de la riqueza, de la necesidad
de nivelar las desigualdades económicas, de la obliga-
ción de los ricos de repartir su dinero a los pobres,
etc.? Esto es posible sólo porque muchos siglos de ma-
267

terialismo (en la peor acepción de la palabra) han


hecho que los hombres traduzcan a vil materia los
conceptos más espirituales y, preocupados desmedi-
damente por los bienes materiales, se empeñen en
acomodar a sus inquietudes las enseñanzas de Jesús,
que no contienen sino la más cabal despreocupación
por esos bienes del mundo. Cuando Jesús ha dicho
que la vida del rico no se funda en su riqueza, los par-
tidarios de la doctrina social ―cristiana‖ consideran
que sí se funda, puesto que andan ansiosamente exi-
giendo que se enriquezca a los pobres con bienes ma-
teriales. Mientras Jesús recomienda no preocuparse
por el alimento ni por el vestido, sus sedicentes discí-
pulos andan no sólo preocupados sino obsesionados
con exigir que se les garantice a ellos y a otros, no so-
lamente el alimento y el vestido -que eso podría ser el
salario mínimo-, sino vivienda, educación, diversio-
nes, participación en las utilidades de las empresas, Y
que se les asegure para el futuro contra toda clase de
riesgos de enfermedad, de vejez, de desempleo, etc.
Cuando Jesús envió en misión a los doce, ―les en-
cargó que no tomasen para el camino nada más que
un bastón, ni pan, ni alforja, ni dinero en el cinturón,
y se calzasen con sandalias y no llevasen dos túnicas.‖
(Mc., VI, 8-9) Pero ahora sus discípulos, los que en su
nombre han ido a enseñar a todas las naciones, no
confían ya en su palabra, y quieren que se arrebate ri-
268

queza a los que consideran ricos para proveer a los


que consideran pobres, de bien provista alforja, abun-
dantes túnicas y dinero en el cinturón.

Los sostenedores de la justicia social, que andan


buscando en los evangelios fundamentos para la obli-
gación que quieren imponer a los ricos de repartir su
riqueza a los pobres, invocan con frecuencia el ejem-
plo de Jesús en el caso de la multiplicación de los pa-
nes, en el que suponen que él se compadeció de la
turba de pobres que no tenían para comer. Analice-
mos el caso.
―Como se hiciese ya tarde, se le acercaron los discí-
pulos y le dijeron: este sitio está desierto y ya ha pasa-
do el tiempo. Despide, pues, a la gente para que vayan
a las aldeas a comprar alimentos. Jesús les dijo: no
hace falta que vayan; dadles vosotros de comer. Ellos
contestaron: no tenemos aquí más que cinco panes y
dos peces. Díjoles él: traédmelos aquí. Y después de
ordenar que la gente se echase sobre la hierba, tomó
los cinco panes y los dos peces, levantó sus ojos al cie-
lo, los bendijo; partió los panes y los entregó a sus
discípulos y los discípulos a la gente.‖ (Mt., XIV, 15-9)
Como se ve, no se trataba de pobres que no pudieran
subvenir por sí mismos a sus necesidades. Los discí-
pulos le dicen: ―despide a la gente, para que vayan a
269

las aldeas a comprar alimentos.‖ No le faltaba, pues, a


la gente dinero para comprar alimentos; no se trataba
de pobres ni les faltaba capacidad económica. Pero
allí, en el desierto, es decir, en un lugar apartado, no
había quien los proveyese y de nada les servía su dine-
ro. Muchos de ellos tendrían buena posición y manera
de comer ampliamente; pero allí y entonces no la ten-
ían. Más todavía, ni siquiera se trata de que Jesús
haya satisfecho allí una necesidad apremiante y ac-
tual; porque los discípulos lo previnieron con tiempo
suficiente para que la gente pudiera ir a las aldeas.
Entonces, simplemente se trata de que Jesús quiso
convidarlos a comer, como cualquier individuo puede
convidar a sus amigos para retenerlos otro rato más
en su compañía. Muy hermoso el ejemplo de amistad,
de sociabilidad y de liberalidad. Pero nada tiene que
ver con la justicia social.

Y ahora, creo que podremos analizar mejor las im-


precaciones que se encuentran en Lucas, VI, 24-6:
―¡Ay de vosotros, los ricos, pues ya tenéis vuestro con-
suelo! ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis hartos,
porque tendréis hambre! ¡Ay de los que ahora reís,
porque gemiréis y lloraréis! ¡Ay de vosotros cuando
los hombres os alaben, porque así hacían sus padres
con los falsos profetas!‖
270

En primer lugar, este párrafo, que sólo trae Lucas y


que no tiene paralelo en ninguno de los otros evange-
lios, es de muy dudosa autenticidad. Basta compararlo
con el texto que le precede (VI, 20-3), que contiene las
bienaventuranzas, para darse cuenta de que no es sino
una simple reversión de éstas. Así como llamó bien-
aventurados a los pobres, a los hambrientos, a los que
lloran y a los injuriados y perseguidos, ahora vuelve la
cosa de revés y lanza imprecaciones contra los ricos,
contra los hartos, contra los que ríen y contra los que
son alabados. Pero hacer esto es no comprender que,
como antes hice notar, la lista de las bienaventuranzas
no pretende ser exhaustiva ni señalar quiénes son ex-
clusivamente, los bienavenulrados o dichosos, sino
decir que los allí mencionados también pueden serlo,
si saben aprovechar las circunstancias. Presentar la
cuestión como la presenta Lucas en su doble enume-
ración, querría decir que es bueno por sí mismo ser
pobre y hambriento, llorar y ser injuriado y persegui-
do, y que es malo por sí mismo ser rico, estar harto,
reír y ser alabado; lo cual es evidentemente disparata-
do. Y resulta tan disparatado, absurdo y contradicto-
rio, que basta ver el galimatías que se arma con ello.
Dice: ―¡ay de vosotros, los que ahora estáis hartos,
porque tendréis hambre!‖ Pero al tener hambre van a
quedar entre los bienaventurados del párrafo anterior.
Entonces, ¿por qué se compadece de ellos o los maldi-
271

ce porque van a quedar incluidos entre los bienaven-


turados? ―¡Ay de los que ahora reís porque gemiréis y
lloraréis!‖ Pero cuando lloren, quedarán incluidos en-
tre aquellos de quienes antes ha dicho: ―bienaventu-
rados los que ahora lloráis porque reiréis.‖
Y no se me venga a decir que esto se refiere a ―la
otra vida‖, a la vida de ultratumba en la gloria celes-
tial; porque aun en el supuesto de que creamos en esa
otra vida y que creamos que en ella Dios reparte pre-
mios y castigos, no podemos admitir que Dios casti-
gue en ella a los que en esta vida rieron, simplemente
por haber reído, y premie a los que lloraron, simple-
mente por haber llorado.
Otro motivo de sospecha respecto a la autenticidad
del pasaje que estamos considerando, resulta de la
semejanza de estilo y de doctrina que hay entre él y
varios párrafos que ya vimos de la Epístola de Santia-
go, tan claramente esenia, y del libro de Enoc. Los re-
petiremos aquí para su comparación. ―Se levantó el
sol con sus ardores, secóse el heno, se marchitó la flor
y desapareció su belleza. Así también el rico se mar-
chitará en sus empresas... ¿No son los ricos los que os
oprimen y os arrastran ante los tribunales? ¿No son
ellos los que blas- feman el buen nombre invocado so-
bre vosotros? .. Sentid vuestras miserias, llorad y la-
mentaos; conviértase en llanto vuestra risa, y vuestra
alegría en tristeza. . , Vosotros los ricos, llorad a gritos
272

sobre las miserias que os amenazan. Vuestra riqueza


está podrida; vuestros vestidos, consumidos por la po-
lilla; vuestro oro y vuestra pla- ta, comidos del orín, y
el orín será testigo contra vosotros y roerá vuestras
carnes como fuego. Habéis atesorado para los últimos
días. .. Habéis vivido en delicias sobre la tierra, entre-
gados a los placeres, y habéis engordado para el día de
la matanza.‖ (Sant., 1, 11; II, 6-7; IV, 9; V, 1-5)
―¡Ay de vosotros los ricos, porque habéis confiado
en vuestras riquezas, de las que tendréis que separa-
ros, porque no os habéis acordado del altísimo en los
días de vuestras riquezas! Habéis cometido blasfemia
e injusticia y estáis adobados para el día de la matanza
y el día de las tinieblas y el día del juicio. ¡ Ay de voso-
tros, pecadores, que perseguís a los justos; porque
seréis entregados y perseguidos, gente de injusticia, y
duro será el yugo que os impongan! ¡Ay de vosotros,
que devoráis lo mejor del trigo y bebéis la fuerza ori-
ginal de la fuente, y pisoteáis a los pequeños con vues-
tra arrogancia!‖ (I Enoc, XCIV)
Y este otro de Los Testamentos de los Doce Pa-
triarcas: ―Los que murieron en dolor se levantarán en
gozo; y los que eran pobres por el Señor, serán ricos; y
los que padecían hambre serán saciados; y los débiles
vendrán a ser fuertes.‖ (Judá, XXV, 4)
273

Todo esto me lleva a la conclusión de que las im-


precaciones de Lucas son un añadido puesto por el
evangelista por la influencia esenia que infectó el cris-
tianismo desde sus orígenes.
Pero si hubiéramos de considerar auténtico este
pasaje, tendríamos que darle una interpretación razo-
nable y congruente con el resto de la doctrina de
Jesús. Entonces, no podremos ver aquí, maldiciones
contra los ricos, contra los que ríen y contra los que
son alabados; sino muestras de compasión respecto a
los que confían en las riquezas, a los que atolondra-
damente se entregan a los placeres y a los que buscan
con ansia la alabanza de la gente. Igual fórmula, sin
ninguna intención de maldición, sino sólo de lástima o
compasión, en Lucas, XXI, 23: ―¡Ay de las que estén
encinta o criando en aquellos días!‖
De no ser así; si fuéramos a considerar que aquí se
maldice a los ricos porque son ricos, a los que ríen
porque ríen y a los que son alabados porque son ala-
bados; y si ésta fuera realmente la doctrina de Jesús,
entonces tendríamos que concluir que esa doctrina
era absurda y monstruosa.
De todo lo anterior resulta que en la enseñanza de
Jesús no se condena la riqueza, ni se alaba la pobreza
como tal, ni se impone a los ricos la obligación de dar
a los pobres. Jesús, buscando en todo el bien racional
274

del sujeto al que se dirige, denuncia los daños que


causa la codicia, señala el error de considerar que la
abundancia de bienes materiales pueda dar por sí
misma la felicidad y, por consiguiente, llama la aten-
ción hacia el peligro que representa la riqueza y hace
saber a los pobres que su condición de pobres no les
impide el acceso a la felicidad y que, si saben aprove-
char las ventajas que les proporciona el verse libres de
los cuidados, inquietudes y tentaciones que dan las ri-
quezas, podrán fácilmente entrar al reino de los cielos.
Explica esto en la parábola de los convidados al
banquete:
―Un hombre hizo un gran banquete e invitó a mu-
chos. A la hora del banquete envió a su siervo para de-
cir a los invitados: venid, que ya está preparado todo.
Todos unánimemente comenzaron a excusarse. El
primero dijo: he comprado un campo y tengo que salir
a verlo; te ruego que me des por excusado. Otro dijo:
he comprado cinco yuntas de bueyes y tengo que ir a
probarlas; ruégote que me des por excusado. Otro di-
jo: he tomado mujer y no puedo ir. Vuelto el siervo,
comunicó a su amo estas cosas. Entonces, el amo de
casa, irritado, dijo a su siervo: sal a las plazas y calles
de la ciudad, y a los pobres, tullidos, ciegos y cojos
tráelos aquí.‖ (Lc., XIV, 16-21)
275

Aquí el reino de Dios -la felicidad- es representado


como una fiesta, a la que son llamados, en primer lu-
gar, los ricos, los individuos de la misma clase y con-
dición social del invitante. Parece que son los ricos los
llamados en primer lugar a ser felices. Sus riquezas
son instrumentos que, bien manejados, pueden llevar-
los a la dicha. Pero si no saben gobernar sus riquezas,
estas mismas les sirven de estorbo para disfrutar del
banquete de la vida. Los primeros convidados de la
parábola, los ricos, podían haber gozado de la fiesta si
hubieran querido; pero estaban muy ocupados en sus
cosas o en sus negocios y no asistieron; en cambio, los
pobres, ciegos y cojos callejeros, que no tenían esos
estorbos, pudieron disfrutar de ella. Como se ve, la fe-
licidad que muchos ricos desprecian, puede ser goza-
da por algunos pobres, que por eso pueden ser llama-
dos bienaventurados.
Pero de que la riqueza sea peligrosa, por los cuida-
dos y atenciones que exige, no se sigue que sea mala.
Sólo el pusilánime considera malo lo peligroso. Mu-
chas de las cosas mejores de la vida exigen riesgos pa-
ra su consecución. El hombre valeroso acepta esos
riesgos, los elude o los supera con inteligencia y goza
del galardón y quien, por sus circunstancias, se en-
cuentra exento de esos riesgos, debe disfrutar de las
ventajas de esa exen- ción. En conclusión: la felicidad
no depende de ser rico ni de ser pobre, sino de ser in-
276

teligente o no. Pero la riqueza es por sí misma un


bien, al ser un valioso instrumento para el hombre.
Claro que es bueno, y muy bueno, dar limosnas a
los pobres -y dar regalos a los ricos, o a cualquiera, sin
distinción de su capacidad económica-, siempre que
se haga voluntariamente y a la luz de la prudencia. Di-
jo Jesús: ―Mejor es dar que recibir.‖ (Hechos, XX, 35)
Es mejor dar que recibir, porque el que recibe se enri-
quece sólo en el equivalente de la riqueza material que
le es dada, mientras que el que da realiza un acto de
creación. El bien obtenido por el beneficiario es la
obra del benefactor. Y si el ser del hombre consiste en
el hacer, el hombre se hace más cuanto más realiza.
Cuando el hombre da un regalo, dispone de lo que es
suyo, de lo que ha producido; y esto lo ha producido
precisamente para tener el gusto de disponer de ello
como le parezca. Y cuando el hombre enriquece su al-
rededor, se enriquece vitalmente a sí mismo. Dar es
ejercer el verbo tener. La generosa liberalidad es pro-
ducto y muestra de la fuerza y, al mismo tiempo, ro-
bustecimiento de la propia fuerza.
Pero es necesario evitar confusiones y determinar
con precisión los conceptos. En primer lugar, para que
la dádiva sea una obra de la caridad tiene que ser ab-
solutamente voluntaria y libre de toda coacción inter-
na o externa. Hablar de una obligación de caridad es
incurrir en una contradicción en los términos. Cuando
277

hablamos de una ―ley de caridad‖ o decimos que ―la


caridad nos obliga a... ―, hemos de entender que esto
sólo es admisible si le damos el mismo sentido que a
otras expresiones como: ―la razón nos impone‖ o ―el
amor nos manda‖; pero de ninguna manera como sig-
nificando la existencia de una norma heterónoma.
De ahí se sigue que no podemos atribuir al benefi-
ciario de la dádiva ningún derecho para exigirla.
En tercer lugar, hay que advertir que, como todos
los actos del hombre, la dádiva debe estar regida por
la prudencia. Antes de dar, hay que considerar cuida-
dosamente si lo que estamos dando va a redundar en
un bien verdadero o en un mal. En la Didajé o Doctri-
na de los Doce Apóstoles, se cita una frase de Jesús no
contenida en los evangelios canónicos: ―Que la limos-
na sude en tu mano hasta que sepas a quién se la vas a
dar.‖ (I, 6) Y en los evangelios se dice con muy vigoro-
sas expresiones: ―No está bien tomar el pan de los
hijos y darlo a los perros.‖ (Mt., XV, 26; Mc., VII, 27)
―No deis lo santo (―vuestras joyas‖, leen algunos) a los
perros, ni arrojéis vuestras perlas a los cerdos, no sea
que las pisoteen con sus pies y revolviéndose os des-
trocen.‖ (Mt., VII, 6) De nada les sirven las joyas a los
perros ni las perlas a los cerdos; sólo provocan su fu-
ror al verse engañados, por esperar alimento, y hacen
que se revuelvan contra el mismo que se las dio. Es
inútil y contraproducente querer hacer un bien a
278

quien no está capacitado para recibirlo. Y otra vez ve-


mos que es el bien del sujeto el que está en juego. Una
dádiva imprudente daña al que la hace, y por esto es
mala.
Y todo esto nada tiene que ver con que los benefi-
ciarios sean ricos o pobres.
Otra confusión de conceptos que ha obscurecido
lamentablemente la comprensión de los asuntos de
que estamos tratando, es la confusión entre miseria y
pobreza.
En el lenguaje común se entiende la miseria como
superlativo de la pobreza, como pobreza en grado ex-
tremo. Esto es un error de graves consecuencias. Co-
rrectamente entendidos, miseria y pobreza son dos
conceptos totalmente diversos. La pobreza es una es-
casez de bienes materiales; su antónimo es la riqueza,
en una de sus acepciones. Por otra parte, la miseria es
un estado personal de padecimiento, que se da en el
individuo en cierta circunstancia, independientemen-
te de su situación económica. Un millonario que pa-
dece cólico nefrítico es un miserable, un rey angustia-
do es un miserable, un acomodado burgués que des-
cubre la infidelidad de su esposa es un miserable; y al
contrario, un pobre sano, satisfecho y tranquilo no lo
es, como no lo es el Hijo del Hombre, que no tiene
dónde reclinar la cabeza; como no lo era el hombre fe-
279

liz del cuento, que no tenía camisa. La miseria no dis-


tingue entre las clases sociales o económicas. El mise-
rable, el que padece hambre, sed, dolor, pena, angus-
tia, desfallecimiento, puede hallarse en todas las cla-
ses sociales o económicas.
Cuando en el evangelio se nos habla de dar de co-
mer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al
desnudo, visitar al enfermo, consolar al triste, asistir
al preso, se nos está hablando de miserias y no de po-
brezas.
―Tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me
disteis de beber; fui peregrino y me hospedasteis; es-
tuve desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitas-
teis; en la cárcel y vinisteis a mí. Entonces le dirán los
justos: ¿Cuándo, señor, te vimos con hambre y te di-
mos de comer, con sed y te dimos de beber? ¿cuándo
te vimos peregrino y te recibimos, o desnudo y te ves-
timos? ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y te
visitamos? El rey les responderá: En verdad os digo
que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos
pequeños, a mí lo hicisteis.‖ (Mt., XXV, 34-40)
En otro lugar he analizado el significado de la iden-
tificación del rey de esta parábola con el hambriento,
con el sediento, etc.
Aquí lo que me interesa hacer notar es que en el
pasaje evangélico que acabo de transcribir se está ha-
280

blando de miserias y no de pobrezas; y que por consi-


guiente, no puede ser correctamente invocado para
sacar de él ninguna cqnsecuencia en relación con los
pobres.
Ya antes estudié el suceso de la multiplicación de
los panes y vimos cómo allí no se trata de pobres y ni
siquiera de hambrientos, puesto que bastaba que
Jesús los despidiera para que llegaran a tiempo a co-
mer a las aldeas; y que lo único que pasó es que Jesús
quiso invitarlos a comer para que lo acompañaran.
En cuanto a la segunda multiplicación, que relatan
Mateo en XV, 32-8 y Marcos en VIII, 1-9, lo más pro-
bable es que se trate de meros dobletes o repeticiones
del mismo suceso. Si acaso se trata de dos sucesos dis-
tintos, la única variación importante en la situacion,
es la que se expresa en Mateo, XV, 32: ―Me da compa-
sión de la turba, pues ya van tres días que vienen
conmigo y no tienen qué comer; y no quiero despedir-
los en ayunas, no sea que desfallezcan en el camino.‖
La diferencia consiste, pues, en que, dadas las circuns-
tancias de tiempo, las turbas que escuchaban a Jesús
ya no podrían llegar a las aldeas a hora oportuna para
comer. O sea: que la gente, aunque trajera mucho di-
nero en los bolsillos y tuviera en sus casas muchos
bienes, no tenían en ese lugar desierto y en ese mo-
mento, manera de saciar su hambre adquiriendo ali-
281

mentos. Entonces, Jesús se compadece no de pobres


sino de hambrientos.
Si el hombre ama y defiende su propia vida, tiene
que amar y venerar la vida en donde la encuentre, en
todo lo que lo rodea. Y si comprende que el ámbito en
el que está colocado integra de alguna manera su pro-
pio ser, ha de cuidar, defender y fomentar la vida a su
alrededor. Tiene, pues, interés en socorrer la miseria
en sus prójimos, atendiendo a la jerarquía de valores y
guardando las debidas proporciones respecto a los
riesgos que corre y el bien que crea.
Pero de lo que se establezca con relación a la mise-
ria, nada se puede concluir respecto a la pobreza, que
constituye una situación completamente diversa.
Si un hombre ha sufrido un accidente grave en la
calle o en el camino, y está tan afectado física y mo-
ralmente que no tiene capacidad de decidir por sí
mismo ni de atender por sí mismo a su defensa, y yo
acierto a pasar cerca, como el buen samaritano, y, de-
cidiendo en lugar de él, lo llevo a un hospital y con-
cierto que le hagan una operación quirúrgica de emer-
gencia, habré hecho una obra buena gobernando tran-
sitoriamente su vida y tomando decisiones en su lu-
gar. Pero de aquí no se puede sacar la conclusión de
que, una vez restablecido el hombre y vuelto al uso
cabal de sus facultades, yo conserve el derecho, o la
282

obligación, de seguir decidiendo por él y disponiendo


en qué debe trabajar, con quién se debe casar o cómo
ha de distribuir sus ingresos.
Tampoco tengo la obligación de seguir sostenién-
dolo económicamente por el hecho de que, cuando es-
tuvo en el caso del accidente, yo haya pagado los gas-
tos que se originaron o le haya dado de comer en la
boca.
No sería necesario entrar en estas explicaciones si
no viéramos con cuánta frecuencia los partidarios del
altruismo quieren basar sus doctrinas en la ―moral de
emergencia‖ y empiezan por plantear preguntas como
éstas: ¿No socorrerías a un hombre que está colgando
de un precipicio? ¿No te sentirás obligado a tirar un
cabo a un hombre que se está ahogando? Y de allí pre-
tenden sacar la obligación del hombre de sacrificarse
por todos los demás.
Con la misma falta de lógica proceden quienes pre-
tenden apoyarse en estos textos evangélicos: ―Tuve
hambre y me disteis de comer‖. .. ―Me compadezco de
las turbas‖. . ., para concluir que los ricos deben dis-
tribuir sus riquezas entre los pobres, que se deben pa-
gar salarios que basten al sostenimiento ―decoroso‖
del trabajador y de su familia, que debe obligarse a los
patrones a dar a sus obreros participación en sus uti-
lidades, etc.
283

Naturalmente que todo lo anterior no quiere decir


que no debamos hacer el bien a todos los que poda-
mos, sin distinción de ricos y pobres. La caridad im-
pulsará siempre al cristiano a proporcionar, en la me-
dida de sus posibilidades, goce, satisfacción, comodi-
dad y bienestar a todos los que lo rodean. La distin-
ción que estoy tratando de establecer sólo pretende
aclarar conceptos, y de ninguna manera lleva en sí
una incitación a la crueldad ni a la dureza de corazón
ni a la indiferencia para con el prójimo, sino todo lo
contrario: pretende llevar a la convicción de que, por
amor a todos, debemos buscar el bien de todos. No
sólo hemos de procurar aliviar las miserias, sino de-
rramar bienes alrededor, sin más límites que los de
nuestra capacidad y los de la prudencia.
Otras aclaraciones tenemos que hacer: no hay mi-
seria, aunque haya carencia total de un bien, si esta
carencia no causa dolor o padecimiento. Muchos
hombres viven desnudos o casi desnudos y se encuen-
tran muy felices. ¿Por qué hemos de vestirlos? Una
señora preguntaba a un niño indio desnudo: ¿Qué, no
tienes frío? Y él le respondió: ¿Por qué habría de te-
nerlo? ¿Qué usted tiene frío en la cara? Pues yo soy
todo cara.
Tampoco hay miseria, aunque pueda haber pade-
cimiento, si es buscada voluntariamente como lo
hacen los ascetas. Y aunque se nos presente un caso
284

de aparente miseria, no tenemos por qué socorrerla,


cuando el sujeto no quiere hacer el esfuerzo necesario
para salir de ella. Por eso, San Pablo dice con la mayor
energía: ―que el que no quiera trabajar no coma.‖ (II
Tes., III, 10)
Esta frase ha sido adoptada, desfigurada y perver-
tida por los socialistas, para hacer de ella -contra toda
su intención original- un lema comunista, y han llega-
do al extremo de incluirla en la Constitución Política
de la URSS (la Unión de Repúblicas Soviéticas Socia-
listas) de 1936, que en su artículo 12 dice: ―En la URSS
el trabajo es obligación de todo ciudadano apto, de
acuerdo con el principio: que el que no trabaje no co-
ma.‖.
La frase de la epístola tiene un sentido totalmente
contrario al que en esta perversa adaptación se le ha
querido dar. Incluida en su contexto, dice: ―No hemos
vivido entre vosotros en ociosidad, ni de balde comi-
mos el pan de nadie, sino que con afán y con fatiga
trabajamos día y noche para no ser gravosos a ningu-
no de vosotros. Y no porque no tuviéramos potestad,
sino porque queríamos dar un ejemplo que imitar, y
mientras estuvimos entre vosotros os advertimos que
el que no quiera trabajar no coma. Porque hemos oído
que algunos viven entre vosotros en la ociosidad, sin
hacer nada, sólo ocupados en inmiscuirse en todo.‖
285

Esto quiere decir: Si consideráis que por caridad


debéis dar de comer al hambriento, considerad que
esta obligación cesa cuando el que se muestra ham-
briento se rehusa a ganar su pan con su trabajo. En-
tonces no debéis preocuparos por su hambre.
Como se ve, el autor de la epístola sólo aclara una
cuestión relativa a la limosna, y no se mete a averiguar
si el que no trabaja tiene derecho a comer lo que pue-
da, ni se mete a determinar si existe o no la obligación
de trabajar.
Dice lo mismo que, más por menudo, explica la Di-
dajé o Doctrina de los Doce Apóstoles (uno de los
primeros escritos patrísticos): ―Todo el que viniere a
vosotros en el nombre del Señor sea acogido. Luego
de haberlo probado lo conoceréis, pues tenéis criterio
para juzgar entre la diestra y la siniestra. Si el advene-
dizo viene tan sólo de paso, socorredlo todo lo posible;
él, por su parte, no quedará entre vosotros más que
dos o, según su necesidad, tres días. Mas si quisiera
radicar entre vosotros como artesano, que trabaje y
coma. Si no sabe oficio alguno, proveeréis según vues-
tra inteligencia, para que no viva entre vosotros
ningún cristiano holgazán. Si a eso no quiere confor-
marse, es un traficante de Cristo. ¡Cuidado con esos!‖
(XII, 1-4)
286

Si alguien llama a mi puerta y pide una limosna di-


ciendo tener hambre, yo le ofrezco darle comida a
cambio de que barra mi jardín y él rehusa hacerlo,
¿por qué me ha de inquietar su hambre? si alguien
tiene una necesidad y dispone de los medios para sa-
tisfacerla y no los usa, ¿qué obligación tenemos los
demás para con él?
Cuentan que en la India mueren de hambre mu-
chos millares de hombres y que allí hay gran abun-
dancia de vacas, pero que no pueden matarlas para
comerlas, por que las consideran sagradas; por lo cual
ellos (y muchos partidarios del altruismo en el resto
del mundo) exigen que los países ricos (y en primer
lugar los Estados Unidos de América) les envíen ali-
mentos. Creo que a esto podría responderse paro-
diando al apóstol: el que no quiera comer vacas sagra-
das, que se muera de hambre.
287

5
LA DOCTRINA SOCIAL CRISTIANA

Hay un aspecto de la cuestión relativa a las ideas de


Jesús sobre la riqueza que hoy es indispensable con-
siderar especialmente. Desde hace algún tiempo, mu-
chos cristianos y varias iglesias cristianas no sólo sos-
tienen la perversidad de la riqueza y la obligación de
los ricos de subvenir a las necesidades y a las aspira-
ciones de los pobres, sino que, excediendo el campo
puro de la moral y entrando de lleno al de la política,
pretenden establecer un régimen jurídicopositivo im-
puesto por la fuerza del estado para reglamentar las
relaciones económicas, y pretenden fundar este régi-
men en la doctrina de Jesús.
Desde hace algún tiempo oímos hablar con crecien-
te frecuencia de democracia cristiana, de orden social
cristiano, de doctrina social cristiana. Ahora bien, si
por democracia ha de entenderse una forma de orga-
nización del estado; si por doctrina social se entiende
un programa de distribución de la riqueza que haya de
realizarse por medio de una legislación provista de
coacción material; y si, por otra parte, haya de darse el
288

calificativo de cristiano a algo que deriva de las ense-


ñanzas de Jesucristo, entonces no puede correctamen-
te hablarse de una doctrina social cristiana ni de una
democracia cristiana.
De ninguna parte de las enseñanzas de Jesús puede
derivarse una organización del estado ni un programa
de distribución coactiva de la riqueza, porque estos
temas le fueron totalmente ajenos.
Aunque no se acepten los principios morales ni la
interpretación ni la selección de palabras de Jesús que
he expuesto en los capítulos anteriores; aunque se
tome el texto de los evangelios en su integridad como
lo conocemos; aunque se mantenga uno en la más ri-
gurosa ―ortodoxia‖ y aunque considere que la caridad
predicada por Jesús impone al cristiano la obligación
moral de socorrer a los pobres; de todas maneras, de
allí no puede derivarse lógicamente ningún régimen
coactivo.
Toda la predicación de Jesús puede resumirse en
una palabra: caridad, que es amor. Y la condición
primaria del amor es la libertad y la espontaneidad. El
amor no se impone; porque en el mismo momento en
que trate de imponerse, deja de ser amor.
Aunque esto es tan claro y evidente, un ejemplo lo
pondrá en relieve: si yo soy dueño de una hacienda y,
movido por el afecto a mis trabajadores, la reparto en-
289

tre ellos, podrá considerarse que he seguido la ense-


ñanza evangélica: ―Si quieres ser perfecto, vende tus
bienes y dalo a los pobres.‖ (Mt., XIX, 21), y mi acto
podría llamarse cristiano. Pero si por virtud de la ley
agraria me veo privado de mi hacienda y ésta es dis-
tribuida entre mis trabajadores, el resultado material
habrá sido exactamente el mismo; pero el acto habrá
cambiado total- mente de naturaleza y -por justo,
acertado y eficaz que pudiera estimarse- no podrá ser
llamado cristiano.
La doctrina del amor se dirige a cada hombre indi-
vidual para mover su voluntad a acomodar su conduc-
ta al bien de sus hermanos, y nada tiene que ver con la
forma en que el estado se organice y la legislación po-
sitiva se instituya.
Esto resulta no sólo del aspecto negativo consisten-
te en que no puede hallarse en toda la predicación de
Jesús, como nos es transmitida por los evangelios,
ningún indicio, ninguna base, ninguna señal del
propósito de plantear un programa de organización de
la sociedad, sino también de las muchas expresiones
que abundan allí y que formalmente excluyen seme-
jante propósito:
―Mi reino no es de este mundo‖. (Jn., XVIII, 36)
Esto es: yo no pretendo ejercer las funciones que to-
can a los reyes del mundo. Y ¿qué función les incumbe
290

a éstos más claramente que establecer la estructura de


la sociedad que rigen?
―Dad al César lo que es del César‖ (Mt., XXII, 21;
Mc., XII, 17; Lc., XX, 25): Dejad al César que organice
el imperio como le parezca, pues esto no os incumbe a
vosotros, en tanto que sois discípulos míos. Y más
concretamente aún: ―Díjole uno de la muchedumbre:
Maestro, dí a mi hermano que parta conmigo la
herencia. El le respondió: Pero, hombre, ¿quién me ha
constituido juez o partidor entre vosotros?‖ (Lc., XII,
13-4)
Difícilmente podría esperarse hallar una declara-
ción más clara y enfática de la decisión de Jesús de no
intervenir en cuestiones jurídicas ni reclamar autori-
dad alguna en ellas.
Una de las tentaciones que resistió Jesús en el de-
sierto fue la de recibir ―los reinos del mundo y la glo-
ria de ellos.‖ (Mt., IV, 8) Es decir, rehusó terminan-
temente pretender regir al mundo como los reyes del
mundo.
Y es conveniente hacer notar que en las encíclicas
pontificias en que se han expresado las bases de la
llamada doctrina social católica, aunque se afirma la
autoridad de la iglesia para tratar de estas cuestiones
y se dice que ―la Iglesia es la que del evangelio saca
doctrinas tales que bastan a dirimir completamente
291

esta contienda o por lo menos a quitarle toda aspereza


y hacerla más suave‖, no se hace una sola cita concreta
del evangelio, ni para fundar la afirmada autoridad de
la iglesia ni para sostener aquellos programas en que
pretende hacerse intervenir la autoridad del estado.
No es, ciertamente, una economía ni una política lo
que predicó Jesús, sino una religión y una moral.
Y contra eso no vale la objeción de que la religión
no se refiere sólo a lo espiritual, sino que también de-
be tomar en cuenta lo material.
Claro es que muchas veces la caridad tendrá que
ejercerse por medio de bienes materiales: pan para el
hambriento, vestido para el desnudo, agua para el se-
diento; pero aquí no se trata de la distinción entre lo
espiritual y lo material -que nada tiene que ver con el
asunto de que trato-, sino de la distinción entre lo vo-
luntario y lo forzoso. Quien ha de dar pan al ham-
briento, quien ha de vestir al desnudo es cada indivi-
duo en relación con su prójimo y por medio de sus
propios bienes. ―Benditos vosotros, porque tuve ham-
bre y me disteis de comer.‖ (Mt., XXV, 34-5) No dice
―porque organizasteis un estado en que se quitara a
los ricos para dar de comer a los hambrientos.‖ Será
bendito el que dé de lo suyo, movido a compasión por
la miseria de su hermano y guiado por el amor.
292

Debo aclarar que nada de lo dicho hasta aquí impli-


ca la afirmación de que no sea bueno o necesario que
se instituya un estado, ni que no ―Sea debido y conve-
niente que los hombres se ocupen de estructurarlo de
la mejor manera posible, y ni siquiera -para los efectos
de la cuestión que estoy tratando- niego que el estado
deba hacer cierta distribución de la riqueza. Tampoco
considero aquí si el contenido de la llamada doctrina
social cristiana sea justo o injusto, acertado o desacer-
tado, eficaz o ineficaz, conveniente o dañino; ni discu-
to ahora si la iglesia católica tenga derecho de formu-
lar semejante doctrina o si sea conveniente que lo
haga.
Independientemente de sus obligaciones de carác-
ter religioso y moral, el hombre realiza y debe realizar
muchas otras actividades: de técnica, de cultura, de
investigación científica, de deporte o de pasatiempo;
pero todas muy buenas -y algunas indispensables-, no
pueden llamarse cristianas ni puede considerarse que
se deducen de la palabra de Cristo.
Puede ser que haga muy bien la iglesia en estable-
cer un observatorio astronómico, en crear hospitales o
en sostener equipos de futbol; pero no podrá afirmar-
se que haga astronomía cristiana, ni cirugía cristiana,
ni futbol cristiano.
293

Y si vemos el asunto desde otro punto de vista,


¿cómo puede planearse un programa social que bus-
que hacer que los pobres dejen de ser pobres, y fundar
este programa en las enseñanzas del evangelio, donde,
como hemos visto, se considera bienaventurados a los
pobres y se afirma que es más fácil que un camello pa-
se por el ojo de una aguja que el que un rico se salve?
Y recordemos aquí también que cuando Jesús dio res-
puesta a los enviados de Juan les dijo: ―Id a decir a
Juan lo que oís y veis: Los ciegos ven, los cojos andan,
los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muer-
tos son resucitados, los pobres. . .‖ ¿Qué podíamos es-
perar que dijera aquí de los pobres? ¿Que son enri-
quecidos? Pues no; lo que dice es que los pobres ―son
evangelizados‖, es decir que reciben la buena nueva, la
noticia de que siendo pobres pueden entrar más
fácilmente al reino de los cielos. ¿Cómo, pues, derivar
de aquí una doctrina social que pretenda enriquecer a
los pobres?
Y no se crea que la cuestión que aquí he suscitado
tenga sólo un interés teórico y doctrinal. Es de la ma-
yor importancia práctica, especialmente en la época
actual en que los problemas sociales y económicos se
han vuelto particularmente agudos y en que las dife-
rencias de opinión acerca de ellos no sólo se han agra-
vado y enconado especialmente, sino que amenazan
294

conducir a la humanidad a la mayor violencia y a la


guerra más destructora.
La primera condición para resolver bien un pro-
blema es plantearlo correctamente en el ámbito que le
corresponde y no hacer interferir en su solución ele-
mentos extraños y perturbadores. Hay que plantear
los problemas con claridad y precisión.
Cuando, dentro de la discusión entre el socialismo
y el sistema de libertad económica, se ofrece una ter-
cera solución a la que se aplica la etiqueta de cristiana,
se hace intervenir en la cuestión un elemento extraño
y perturbador: la idea del cristianismo.
Cuando un católico de nuestros tiempos sabe que
para la cuestión social hay una solución propuesta con
la denominación de ―cristiana‖ o ―católica‖, puede
verse muy fácilmente inducido a estimar que su reli-
gión lo obliga a adoptar esta solución, o a adherirse a
ella y a pugnar por su establecimiento, sin necesidad
de analizarla dentro del campo que le corresponde y a
la luz de los principios propios de la economía y de la
política.
Podrá quizá estar bien el que un hombre -cristiano
o no cristiano- se adhiera a la doctrina social de la
iglesia y la sostenga por sus méritos propios, después
de haberla analizado suficientemente. Pero es muy
malo y muy peligroso que los hombres sostengan esa
295

doctrina, o cualquier otra, simplemente por el adjetivo


que se le añade.
Y si este elemento de confusión es dañino en cuan-
to a los problemas sociales, lo es más gravemente en
cuanto toca a la religión, porque puede inducir al cris-
tiano a considerar que la religión ha de realizarse por
medios políticos, y olvidarse de que es asunto del
hombre con su Dios y con su hermano.

En el periódico Excelsior de la ciudad de México,


del 17 de octubre de 1962, publiqué un artículo intitu-
lado ―No puede existir una doctrina social cristiana‖,
conteniendo lo mismo que (salvo necesarias y ligeras
acomodaciones) he expuesto en el presente capítulo.
Como era de esperarse, ese artículo provocó mucha y
a veces muy vehemente oposición. Sin contar los ata-
ques que aparecieron en otras publicaciones, en el
sólo periódico Excelsior once personas trataron de re-
futar mi tesis. En el curso de la polémica a que esto
dio lugar, yo dije y repetí: ―Si mi tesis es errónea, su
refutación debe de ser muy fácil. Basta con señalar las
palabras de Jesús que se tomen como base y desarro-
llar el proceso deductivo por medio del cual se obten-
ga de ellas la doctrina social que se busca. Si esto es
posible, debe de ser muy fácil, repito. Pero es el único
296

modo congruente y válido de refutarla. Cualquier otra


cosa es salirse del tema planteado.‖
Pues bien, mis opositores gastaron mucha tinta
hablando de la dignidad de la persona humana, de los
derechos naturales humanos y sociales, de los diez
mandamientos, de las doctrinas sociales entre los an-
tiguos hebreos y de la comunidad de bienes entre los
primitivos cristianos, de que el cristianismo es una
cosmovisión de cuyos principios se derivan todas las
ciencias y todas las técnicas, etc. Pero no fueron capa-
ces de proporcionarnos lo único que interesaba al
asunto, lo único que podría destruir mi tesis: las pala-
bras de Jesús en que se base una doctrina social que
pretenda ser realizada coactivamente. Con lo que si
alguna duda pudiera yo haber tenido antes de la
polémica, después de ella quedó totalmente disipada.
Mis contradictores sostuvieron que había que dar
una interpretación correcta a las palabras de Jesús
que yo invoqué, tan diáfanas, precisas y enérgicas:
―Dad al César lo que es del César‖; ―Mi Reino no es de
este mundo‖; ―¿Quién me ha constituido juez o parti-
dor entre vosotros?‖
Y la interpretación que a ellos les parece correcta
consiste en que estas palabras digan precisamente lo
contrario de lo que dicen. Afirman que Jesús sí era rey
de este mundo y sí estaba constituido juez; pero que
297

―en aquellas circunstancias no quiso usar de su poder‖


y ―no quiso intervenir.‖ Curiosa interpretación. En las
palabras que estamos estudiando no se habla del ejer-
cicio del poder, sino de su institución misma: ―Mi re-
ino no es. . .‖ ―¿Quién me ha constituido?‖ No se niega
el ejercicio del poder regio, sino la realeza misma; no
se niega la sentencia, sino la jurisdicción.
Alguno dijo que debemos estar a la interpretación
pública y autorizada de la iglesia, y que ésta la tene-
mos claramente en Pío XI cuando escribe: ―Erraría
gravemente el que arrebatase a Cristo Hombre el po-
der sobre todas las cosas temporales; puesto que él ha
recibido del Padre un derecho absoluto sobre todas las
cosas creadas, de modo que todo se debe someter a su
arbitrio. Sin embargo, mientras vivió sobre la tierra,
se abstuvo completamente de ejercer tal poder.‖
Respondí: ¿Qué interpretación podrá haber -sea
pública o privada, si es realmente interpretación y no
magia o prestidigitación-, que sea capaz de trasmutar
un no en un sí?
Si las palabras de Pío XI han de interpretarse, a su
vez, en el sentido de que erraría gravemente el que di-
jese que el reino de Cristo no es de este mundo, ser-
íamos por lo menos dos los que erraríamos gravemen-
te: Cristo y yo. ¡Y me agrada la compañía!
298

No hay autoridad alguna, ni humana ni angélica,


que pueda convencerme de que Jesús quiso decir lo
contrario de lo que dijo. Y me atengo al apóstol San
Pablo, que me previno: ―No es que haya otro evange-
lio; lo que hay es que algunos os turban y pretenden
pervertir el evangelio de Cristo. Pero aunque nosotros
o un ángel del cielo os anunciase otro evangelio distin-
to del que os hemos anunciado, sea anatema.‖ (Gál., I,
7.8)
Se ha tratado de fundar la doctrina social de la igle-
sia en la filiación divina de los hombres, en la digni-
dad de la persona humana y en el derecho natural sin-
tetizado en el decálogo; y para dar tintes de cristia-
nismo a estas ideas generales, se pretende demostrar
que Jesús las predicó y las sublimó y que dio nuevo
sentido y nivel al decálogo, ―que permaneciendo incó-
lume, en su expresión material, se eleva hasta conver-
tirse en una ley de amor.‖
Niego que de estas ideas generales pueda deducirse
lógicamente una doctrina social que imponga coacti-
vamente la distribución de la riqueza. Pero en caso de
que así fuera, la doctrina social que de ellas se extraje-
ra no tendría por qué llamarse cristiana, ya que esas
ideas han sido compartidas por millones de hombres y
de mujeres antes y después de Jesucristo.
299

Y si para dar tinte de cristianismo a estos supuestos


fundamentos se dice que Jesús dio nuevo sentido y
nivel al decálogo, que permaneciendo incólume en su
expresión material, se eleva hasta convertirse en una
ley de ámor, respondo que si el decálogo es elevado
por Cristo hasta convertirlo en una ley de amor, no
puede ya ser impuesto por la fuerza; y que si puede ser
impuesto por la fuerza, no es ya ley de amor, sino el
viejo decálogo mosaico.
La ley de caridad no puede llevarse a la práctica por
medio de una legislación jurídicopostiva, ni por la
administración pública, ni por los tribunales.
Podrá la legislación positiva arrebatar riquezas a
los ricos y distribuirlas entre los pobres; pero con ello
no habrá logrado que alguien dé, si entendemos el dar
en el excelso sentido que tiene en la dimensión de la
caridad.
Los problemas sociales son fundamentalmente
problemas humanos, y estos tienen dos aspectos: el de
la conducta exterior y el de la actitud interior del suje-
to. La economía, el derecho y la política pueden regir
la conducta exterior. La doctrina filosófica de Jesús se
dirige hacia la actitud interna del hombre, que es la
que pretende transformar. El estado podrá quitarle
sus riquezas al rico, pero no quitarle su codicia; podrá
darle esa riqueza al necesitado, pero no darle confor-
300

midad ni modestia; podrá atar las manos al violento,


pero no atar la violencia en su corazón. La doctrina de
Jesús pretende entrar al corazón del hombre, afectar
su conciencia y transformar su alma; mudarlo del odio
al amor, de la codicia al desinterés, de la violencia a la
paz, de la enemistad a la amistad. Le hará que deje de
verse a sí mismo y de ver a sus hermanos como ins-
trumentos, máquinas o mercancías, para pasar a ver-
los como seres humanos sujetos a sus mismos dolores,
a sus mismas angustias y a sus mismas debilidades:
sus semejantes y sus hermanos. Jesús busca la con-
ciencia del hombre. Ella es su campo propio de ac-
ción; el que él eligió. No pretendamos llevarlo a la
técnica ni a la ciencia, ni al palacio nacional ni a la
cámara de diputados, donde nada tiene que hacer.
La labor propia de quienes pretendamos seguir las
ideas de Jesús consistirá en procurar transformamos
a nosotros mismos en la radical actitud interna de
nuestro ser y procurar transformar a los que nos ro-
dean en la radical actitud interna de su ser.
Es claro que el hombre transformado transformará
las instituciones. Pero esto será un resultado y no un
propósito. Si imagináramos, en un sueño de optimis-
mo, que algún día todos los hombres de la tierra pen-
saran, sintieran y obraran de acuerdo con las ense-
ñanzas de Jesús, ese día probablemente los gendar-
mes y los jueces y 108 legisladores se habrían quedado
301

sin función. Pero nadie podría sacar de aquí la conse-


cuencia de que Jesús sea enemigo de los gendarmes,
de los jueces ni de los legisladores.
El reino de Jesús es el reino de las almas, el reino
del espíritu. Allí es donde él impera con plenísima po-
testad y donde ha de imponerse con la fuerza dulce,
suave y arrebatadora del amor, su ley de caridad, de
paz y de fraternidad, de desinterés y de generosidad.

El desmedido valor que el hombre atribuye a los


bienes materiales lo lleva a pervertir los conceptos
más nobles y más espirituales. Así ha pervertido el
más excelso de todos: el de caridad. De tal modo lo
hemos degenerado que hoy lo hacemos sinónimo de
limosna o de beneficencia. Hemos llegado a no ver en
él sino sus más burdos y externos aspectos y hemos
perdido la idea de su íntimo y elevadísimo sentido.
Es cierto que algunas veces la limosna y la benefí-
cencia podrán ser fruto de la caridad; pero ni lo son
siempre, ni son, en el mejor de los casos, otra cosa que
sus aplicaciones o resultados. La caridad en su verda-
dero significado es algo mucho más hondo, más im-
portante y más grande; pero sobre todo, es algo que
pertenece a otra dimensión. El ágape griego, la cari-
tas latina, la caridad en su connotación original no
son sino sinónimos del amor en su más excelso senti-
302

do. Ante la lamentabilísima depauperación del voca-


blo, quizá haya que con- siderar que han acertado los
redactores de la nueva ver sión revisada de la Biblia de
Cipriano de Valera (Sociedades Bíblicas en América
Latina, 1960) al haber sustituido en muchos pasajes
del libro santo la palabra caridad por la palabra amor.
La caridad -el amor- no es una pasión, ni una sen-
sación, ni un sentimiento. Es una actitud radical del
espíritu. Es una actitud del espíritu que se vuelca
atraído por la vida, por todas las formas de vida. Y la
vida está presente en todo lo que es, pues aun en las
cosas inanimadas hay formas de vida latente o larva-
da, no perceptible cabalmente por nosotros, pero pre-
sente en ellas. Y aun en el caso de que negáramos a lo
inanimado todo aspecto vital por sí, tendríamos que
reconocer que al relacionarse con los hombres pasa a
integrar las vidas de éstos. Por ello el verdadero amor
no puede ser sino amor por todo lo que es: amor a las
cosas, a los animales, a los hombres sin distinción al-
guna de razas, credos o situaciones, amor a sí mismo,
amor a Dios.
Siendo el amor una actitud radical del espíritu, o
como dice Erich Fromm, una orientación del carácter
que determina la relación de la persona con el mundo
en su totalidad, no se compadece con el odio y, por
consi- guiente, tiene que extenderse a todo y a todos.
No se puede amar a una persona y odiar a otra. ―Si al-
303

guno dijere: amo a Dios, pero aborrece a su hermano,


miente.‖ (I Jn., IV, 20) Como dice el mismo Fromm:
―Si yo amo realmente a una persona, amo a todas las
personas, amo al mundo, amo a la vida. Si yo puedo
decir a alguien te amo, debo poder decirle: en ti amo a
todo, en ti amo al mundo, en ti me amo a mí mismo.‖
(El Arte de Amar, II, 3) Si amas verdaderamente,
―como el santo de Asís, dirás hermano al árbol, al ce-
laje y a la fiera.‖ No podemos entonces amar al próji-
mo y odiar a los judíos o a los norteamericanos o a los
comunistas; no podemos amar a los pobres y aborre-
cer a los ricos.
La caridad nos lleva a aliviar las miserias de los
demás y a proporcionarles goce, satisfacción y bienes-
tar. Algunas veces -pero sólo algunas veces- tendre-
mos que valernos para ello de objetos materiales: pan
para el hambriento, agua para el sediento, etcétera.
Pero ni nuestra caridad está en estas cosas que damos
sino en la actitud espiritual que nos mueve a darlas, ni
necesitamos estrictamente de ellas para ser caritati-
vos. Ya en el catecismo se nos enseña a distinguir en-
tre las obras de misericordia corporales y las espiri-
tuales; y entre éstas últimas se colocan: consolar al
triste, dar buen consejo al que lo ha menester, etcéte-
ra. ¡Son tantas las obras de misericordia que podemos
hacer con sólo la palabra, el gesto o la mirada! Al pa-
ralítico de la Puerta Hermosa, Pedro le dijo: ―No tengo
304

oro ni plata; lo que tengo te doy: en nombre de Jesu-


cristo Nazareno, anda. Y tomándolo de la diestra lo le-
vantó.‖ (Hechos, III, 6-7)
¡Y por otro lado son tantas las ocasiones en que se
dan cosas materiales por motivos de vanidad o de
conveniencia o por acallar ocultos complejos de culpa!
Donativos muy cuantiosos para hospitales o asilos son
hechos muchas veces sólo para satisfacer la vanidad
del donante. Debemos alegramos de que se hagan es-
tas obras; habremos de aplaudirlas y agradecerlas. Pe-
ro no son obras de la caridad. ¡Cuántos obsequios que
hacemos en acatamiento de las costumbres de la so-
ciedad son meros compromisos, es decir, gastos que
se erogan para mantener el rango social! ¿Cómo po-
demos atribuirlos a la caridad? ¿y las limosnas que se
dan por supersticioso temor, queriendo comprar con
ellas el favor del Cielo para nuestros bienes materia-
les?
En nuestro tiempo, en que muchos hombres están
poseídos de pánico y de complejos de culpa, se están
predicando doctrinas que se decoran pomposamente
con títulos de caridad y de justicia social, y que no son
sino producto del miedo a las convulsiones sociales
que apuntan en el horizonte (¡se cree cándidamente
combatir el comunismo con migajas de salario fami-
liar y de participación en las utilidades y de repartos
de ropa y con melosas expresiones de cariño a los
305

obreros!) y resultado de una inquietud de conciencia


que, con razón o sin razón, hace a muchos sentirse
avergonzados de sus riquezas, cortas o largas. Llámese
a esto como se quiera, pero no se le confunda con la
caridad.
San Pablo, en el bellísimo capítulo XIII de la Pri-
mera Epístola a los Corintios, dice: ―Si repartiere toda
mi hacienda, no teniendo caridad nada me aprove-
cha.‖
La caridad está en el interior del alma y no en la
dádiva. Mucho menos puede medirse por la dádiva. Y
si la caridad no está en la dádiva ni se mide por ésta,
nadie puede dar en caridad sino lo que le es propio,
pues sólo de ello puede desprenderse. No ha de haber
sido muy correcto el sermón sobre la caridad que es-
cuchó en un templo el raterillo que, movido por las
palabras del orador sagrado, sustrajo las billeteras de
todos los asis- tentes y las puso juntas en el cepo de
las limosnas; y ciertamente no vamos a creer que era
un modelo de caridad aquel legendario bandido de
quien canta el pueblo andaluz: ―Ya murió José María,
el que a los ricos robaba y a los pobres socorría.‖
Y si, pues, la caridad sólo puede ser efusión de sí
mismo; y si la caridad sólo puede dar de lo que es
propio, ¿cómo es posible que en la caridad se apoye
306

un medio coactivo de arrebatar a unos para dar a


otros?
Se han necesitado verdaderos malabarismos del
pensamiento para poder sacar de una proposición
como ―amaos los unos a los otros‖, otra tan discordan-
te como ―arrebatad a unos para dar a otros‖.
Se necesita una nefanda perversión del pensamien-
to discursivo para poder convertir la caridad -tan per-
sonal, tan íntima, tan individual, tan libre y tan volun-
taria- en fundamento filosófico de algo tan heteróno-
mo, tan coactivo, tan externo, tan no individual, como
la distribución forzosa de los bienes materiales.
Para ver de bulto cómo las obras de la caridad no
pueden ser impuestas por la fuerza, recordemos la
anécdota de aquel rey que hacía azotar a sus súbditos
diciéndoles: ―No quiero que me temáis. Es preciso que
me améis.‖ Supongamos que a oídos de los miembros
del cuerpo legislativo llega la noticia de que el señor
Juan Pérez, profundamente enamorado de su esposa,
le lleva todos los días un ramo de claveles. Y los legis-
ladores, impresionados por este bello gesto y conside-
rando primero.- Que la costumbre de llevar flores a la
esposa es una bella expresión del amor, que fortalece
la vida conyugal y contribuye a elevar las relaciones
humanas; considerando segundo. - Que el egoísmo y
la depravación de las costumbres que dominan la so-
307

ciedad actual hacen que desgraciadamente sean muy


raros estos casos de amor; considerando tercero. -
Que la familia es la base y fundamento de la sociedad;
y considerando cuarto. - Que toca al poder público vi-
gilar la moralidad de las costumbres, elevar la cultura
del pueblo y mejorar en todos sus aspectos la convi-
vencia entre los hombres, decretan: l.-Todo marido
está obligado a llevar diariamente un ramo de flores a
su esposa; II.-La infracción del precepto anterior será
castigada con tres meses de prisión, pena que se du-
plicará en caso de reincidencia.
¡Pues ya echaron a perder estas expresiones del
amor, y la primera víctima fue la señora Pérez!
La paz social, la conveniencia colectiva, la justicia
pueden exigir esta o la otra imposición violenta; pue-
den exigir tales o cuales sistemas de distribución de la
riqueza, tales o cuales exacciones, que quizá estén
fundadas en principios de justicia y de solidaridad so-
cial. Pero querer fundarlas en la caridad es ignorar el
sentido íntimo de ésta y pervertir abominablemente
su concepto.
Dé, pues, cada uno de lo que tiene cuanto quiera;
pero absténgase de aborrecer a nadie y de profanar el
sagrado nombre de la caridad, usándolo como másca-
ra para disfrazar las bajas pasiones de odio, de envidia
308

y de miedo que conducen a los extorsionadores y an-


tihumanos sistemas socialistas.

Como apéndice al tema que venimos tratando, va-


mos a analizar la comunidad de bienes en la iglesia
primitiva, que tantas veces ha sido mencionada. En
los Hechos de los Apóstoles, II, 44-5, se dice: ―Todos
los que habían creído vivían unidos, y tenían en
común todas las cosas; y vendían sus propiedades y
sus bienes y lo repartían entre todos según la necesi-
dad de cada uno‖; y más adelante ( IV, 32, 34 y 35):
―La multitud de los que habían creído era de un co-
razón y un alma y ninguno decía ser suyo propio nada
de lo que poseía, sino que tenían todas las cosas en
común. No había entre ellos ningún necesitado, por-
que todos los que poseían here-dades o casas, las
vendían y traían el precio de lo vendido y lo ponían a
los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno
según su necesidad.‖
En primer lugar, hay que advertir que, a pesar de
los términos tan generales que se usan: ―Ninguno de-
cía ser suyo propio nada de lo que poseía, sino que
tenían todas las cosas en común‖, lo cierto es que de-
bemos con- siderar que esta comunidad de bienes era
voluntaria y sólo afectaba a un grupo dentro de la igle-
sia de Jerusalén. En efecto, en el mismo relato de los
309

Hechos, V, 1.5 se dice: ―Cierto hombre llamado Anan-


ías, con Safira su mujer, vendió una posesión y retuvo
una parte del precio, siendo sabedora de ello también
la mujer, y llevó el resto a depositarIo a los pies de los
apóstoles. Díjole Pedro: Ananías, ¿por qué se ha apo-
derado Satanás de tu corazón, moviéndote a engañar
al espíritu santo, reteniendo una parte del precio del
campo? ¿Acaso sin ven- derlo no lo tenías para ti, y
vendido no quedaba a tu disposición el precio? ¿Por
qué has hecho tal cosa? No has mentido a los hom-
bres, sino a Dios.‖ Vemos aquí cómo era meramente
voluntario ese poner en común los bienes; pues Pedro
le dice a Ananías: ¿Acaso sin vender el campo no lo
tenías para ti, y vendido no quedaba a tu disposición
el precio? Por donde se ve que lo que se le reprocha no
es el no haber entregado el precio del campo, sino
haber pretendido engañar. Dejemos, pues, bien esta-
blecido que este ensayo de comunidad de bienes era
cosa realizada por acuerdo voluntario entre un cierto
grupo, y que de ninguna manera era algo impuesto
obligatoriamente por la moral que ellos sostenían.
En segundo lugar, hay que tener en cuenta que ese
sistema de comunidad de bienes no derivaba de las
enseñanzas de Jesús, sino que -como en otra parte ex-
pusimos- era la continuación del sistema establecido
desde mucho tiempo antes en la orden principal de los
esenios o cumramitas.
310

Ahora vamos a ver cuál fue el resultado de esto. En


Los Hechos de los apóstoles, VI, 1.4, se refiere que
―por aquellos días, habiendo crecido el número de los
discípulos, se produjo una murmuración de los hele-
nistas contra los hebreos, porque las viudas de aque-
llos eran mal atendidas en el servicio cotidiano.‖ Aquí
tenemos ya el primer efecto que era de esperarse de
este comunismo: las murmuraciones y las divisiones
entre los grupos, los celos y las rivalidades.
Y, naturalmente, el sistema no podía ser económi-
camente autosuficiente. En la epístola a los Gálatas,
II, 9- 10, Pablo, refiriéndose a sus diferencias con los
otros apóstoles respecto a la admisión de los gentiles,
dice: ―Santiago, Cefas y Juan, que pasan por ser las
columnas, reconocieron la gracia a mí dada y nos die-
ron a mí y a Bernabé la mano en señal de comunión,
para que nosotros nos dirigiésemos a los gentiles y
ellos a los circuncisos‖; y añade: ―solamente nos pidie-
ron que nos acordásemos de los pobres, cosa que pro-
curé yo cumplir con mucha solicitud‖. Indudablemen-
te aquí no se está refiriendo a los pobres en general,
pues esto no tendría nada que ver con la división de
jurisdicciones que allí estaban estableciendo los após-
toles. Solamente podemos entenderlo referido a los
pobres de Jerusalén; es decir que lo que Santiago, Pe-
dro y Juan pidieron a Pablo y a Bernabé a cambio de
dejarlos predicar libremente entre los gentiles fue que
311

no dejaran de socorrer a los pobres de Jerusalén, o sea


a los comunistas de los que hemos hablado. Y esto
queda aclarado cuando leemos en Romanos, XV, 25,
que Pablo dice: ―Ahora parto para Jerusalén en servi-
cio de los santos, porque Macedonia y Acaya han teni-
do a bien hacer una colecta a beneficio de los pobres
de entre los santos de Jerusalén‖; y en la primera
epístola a los Corintios, XVI, 3: ―Y cuando llegue yo,
aquellos que tengáis a bien los enviaré con cartas para
llevar vuestro obsequio a Jerusalén.‖
Vemos pues que Pablo tenía que andar recogiendo:
por todas partes limosnas para sostener a los comu-
nistas de Jerusalén, lo que demuestra que la comuni-
dad no se sostenía a sí misma y, como todas las de su
tipo, tenía que depender de donativos extraños. Y
después no se vuelve a hablar de ello y sólo quedan
vestigios parciales en las congregaciones monásticas.
312

6
EL CAPITALISMO

He dicho que de las ideas de Jesús, como nos son


conocidas a través de los evangelios, no puede dedu-
cirse ningún sistema de política económica que pre-
tenda establecer coactivamente una distribución de la
riqueza. Y creo haberlo dejado demostrado.
He dicho también que Jesús no se ocupó de cues-
tiones de economía ni de política y que, por consi-
guiente, las soluciones que demos a estas cuestiones
no le pueden ser atribuidas.
Pero si un hombre ha quedado convencido de la
verdad de las ideas filosóficas de Jesús acerca del va-
lor supremo de la felicidad, de la primacía del indivi-
duo, del eudemonismo y del régimen de la razón y de
la libertad, cuando ese hombre se enfrente a los pro-
blemas de la política económica y quiera mantener
congruencia en sus pensamientos, no podrá hacer otra
cosa que adherirse a la solución de la libertad indivi-
dual, es decir a la solución de la libertad de produc-
ción y de contratación que constituye el régimen del
capitalismo, el régimen de la libre empresa.
313

En esto no hay contradicción. He dicho que de las


enseñanzas de Jesús no puede derivarse un sistema de
distribución coactiva de la riqueza. Y el capitalismo no
propugna sino repugna expresamente cualquier dis-
tribución coactiva de la riqueza.
He dicho que Jesús no predicó ni una política ni
una economía; que estas cuestiones le fueron total-
mente ajenas; que la base de su doctrina consiste en la
afirmación de que la felicidad no depende de algo ex-
traño al individuo y, por tanto, ni de la riqueza ni del
sistema político que rija la comunidad a la que perte-
nece; que el hombre puede ser feliz en cualquier situa-
ción en que se encuentre colocado, sea pobre o rico,
poderoso o desvalido, esclavo o libre, amo o siervo,
alabado o vituperado. Pero con esto no se dice que el
hombre no deba tratar de mejorar la situación en que
se encuentra. Así como la vida del hombre no se funda
en lo que posee, pero él debe tratar de adquirir lo que
le da verdadera satisfacción, así también su vida no se
funda en el régimen jurídicopositivo que lo rija, pero
debe procurar que este régimen sea el más satisfacto-
rio para él.
Todo sistema político está fundado en ciertos prin-
cipios morales. Jesús no propugnó ningún sistema
político; pero de los principios morales que predicó no
puede derivarse lógicamente sino un sistema de liber-
314

tad. Y el capitalismo es el único sistema que conviene


a la naturaleza humana racional y libre.
Los colectivistas cristianos, con manifiesta mala fe,
dicen que el capitalismo es odiosamente materialista y
lo acusan de constituir un culto a la riqueza, preten-
diendo ignorar que, como sistema político, sólo exige
que se deje a cada quien en libertad para elegir sus fi-
nes y para poner en ejecución los medios que prefiera
para rea- lizarlos, sin prescribir cuáles hayan de ser
unos y otros, ni prohibir más que los que ataquen la
libertad de los demás; y que, como teoría económica,
se limita a investigar y escoger los medios más ade-
cuados para lograr la prosperidad material de todos y
cada uno, dentro de la realidad del mundo en que vi-
vimos, sin obligar a nadie a poner en ejecución estos
medios si no quiere obtener tal prosperidad. Dentro
del capitalismo el hombre es libre de dedicar su vida a
acumular millones de pesos fabricando automóviles
de lujo o dedicarla a construir hospitales y a asistir a
los enfermos; puede ser tendero o misionero; puede
dedicar su tiempo a comer opíparamente o a escribir
versos o a rezar el rosario.
Cuando estos colectivistas cristianos rasgan sus
vestiduras y alzan los brazos al cielo clamando que el
mundo moderno corre desaforadamente tras la rique-
za y los placeres, no culpen de ello al sistema político
que permite a los hombres seleccionar los fines que
315

han de proponerse; culpen más bien a la ineficacia de


los sistemas morales que rigen a esos desaforados, y
en primer lugar, a la ineficacia del sistema moral que
ellos predican.

Si analizamos los evangelios, encontraremos que en


ellos Jesús muestra una personalidad y una mentali-
dad netamente capitalistas.
Al estudiar este tema tenemos que empezar por un
aspecto negativo, que sería innecesario tratar si los co-
lectivistas no hubieran hecho una afirmación gratuita
y extravagante. Sin el menor fundamento documental,
sin ningún indicio en que apoyarse, sin base racional
alguna y sólo con el propósito de halagar a las masas
obreras y dar tinte de cristianismo a las prédicas obre-
ristas que hoy tienen infectado al mundo, los colecti-
vistas se han dado a presentar a Jesús como obrero. El
cinismo y la desfachatez de esta actitud llegó al extre-
mo de establecer en nuestros templos católicos y con
autorización de las autoridades eclesiásticas una ―mi-
sa de trabajadores‖ -que en su oportunidad denuncié
en un periódico de la ciudad de México--, en la que,
aparte de otras extravagancias, se invocaba varias ve-
ces a ―Jesús Obrero‖, durante la liturgia.
¿En qué puede apoyarse tan extraña denomina-
ción? Si recorremos los relatos de los cuatro evange-
316

lios canónicos no vemos a Jesús trabajar material-


mente ni un cuarto de hora, ni mucho menos lo vemos
trabajar como obrero a las órdenes de un patrón. No
hallamos ni un indicio ni una referencia que pudiera
inducir a pensar que se ganaba la vida como asalaria-
do. Lo hallamos hablando, predicando a la gentet cu-
rando a los enfermos, disfrutando de fiestas y banque-
tes. Pero ni por un momento se nos presenta realizan-
do una labor servil.
En cuanto al modo que tuviera de atender a sus ne-
cesidades económicas durante su vida pública, no te-
nemos sino el siguiente dato: ―Lo acompañaban los
doce y algunas mujeres que habían sido curadas de
espíritus malignos y enfermedades: María, por sobre-
nombre la Magdalena, de la que habían salido siete
demonios, Juana la mujer de Cusa, intendente de
Herodes, Susana y otras muchas, las cuales lo asistían
con sus bienes.‖ (Lc., VIII, 1-3)
En cuanto a las actividades a las que se haya dedi-
cado antes de su vida pública, ya he dicho que no sa-
bemos nada con certeza y que podemos suponer fun-
dadamente que estuvo dedicado al estudio y a la me-
ditación, es decir, a actividades puramente intelectua-
les.
Aun la atribución que tradicionalmente se le ha
hecho del oficio de carpintero carece de toda base
317

histórica. El único apoyo evangélico que se le ha podi-


do hallar es la referencia que hace Marcos de su llega-
da a Nazaret, en la forma en que aparece en nuestras
biblias. Dice así: ―Vino a su tierra, siguiéndolo sus
discípulos. Llegado el sábado, se puso a enseñar en la
sinagoga; y la muchedumbre que lo oía se maravilla-
ba, diciendo: ¿De dónde le vienen a éste tales cosas y
qué sabiduría es esta que le ha sido dada, y cómo se
hacen por su mano tales prodigios? ¿No es acaso el
carpintero, hijo de María y hermano de Santiago y de
José, y de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no vi-
ven aquí entre nosotros?‖ (Mc., VI, 1-3)
En primer lugar, hay que advertir que la palabra
que aquí ha sido traducida ―carpintero‖ (tekton en el
original griego) designa a un artesano que se dedica a
ejercer por su cuenta un oficio, y de ninguna manera
corresponde a un asalariado.
En segundo lugar -y esto es lo importante- el texto
que hemos transcrito, que es el que inexplicablemente
sigue apareciendo en la mayoría de nuestras biblias
modernas, está ciertamente alterado y es, por consi-
guiente, incorrecto. Esto se demuestra por las siguien-
tes razones:
a).- El texto paralelo de Mateo (XIII, 54-6) dice:
―Viniendo a su tierra, enseñaba en la sinagoga, de
manera que, admirados, se decían: ¿De dónde le vie-
318

nen a éste tal sabiduría y tales prodigios? ¿No es éste


el hijo del carpintero? ¿Su madre no se llama María y
sus hermanos Santiago y José, Simón y Judas? ¿Sus
hermanas no están todas entre nosotros? ¿De dónde,
pues, le viene todo esto?‖
b).- En varios manuscritos importantes, y entre
ellos el muy valioso Chester Beatty, el texto de Marcos
aparece en la misma forma que el de Mateo: ―el hijo
del carpintero.‖
c).- Orígenes declara que ―en los evangelios recibi-
dos en las iglesias no se escribe que Jesús mismo fue-
ra carpintero‖ (Contra Celso, VI, 36), lo que demues-
tra que en la época de Orígenes el texto de Marcos se
conocía con la misma lección que hoy tiene Mateo y
que dan los manuscritos que acabo de invocar.
d).-La expresión que venimos analizando: ―el car-
pintero, hijo de María‖, que designa a Jesús con refe-
rencia sólo a su madre, sin ninguna mención del pa-
dre, es contraria a la manera de hablar de los judíos.
e).-Como ya he hecho notar en otra parte, el pasaje
de que aquí tratamos demuestra que Jesús había es-
tado ausente de su tierra durante largos años, pues los
circunstantes, que conocen muy bien a todos los
miembros de su familia, no lo conocen a él y apenas lo
identifican. ¿Cómo habían de saber, entonces, cuál era
su oficio?
319

f) .-En los pasajes correspondientes -aunque no ri-


gurosamente paralelos- de los otros dos evangelistas,
no aparece esa referencia al oficio de Jesús. Juan (VI,
42) se expresa así: ―¿No es éste Jesús, el hijo de José,
cuyo padre y madre nosotros conocemos?‖; y Lucas
(IV, 22): ―Maravillados de las palabras llenas de gracia
que salían de su boca, decían: ¿No es éste el hijo de
José?‖
La poética leyenda de Jesús carpintero haciendo
yugos y arados no es de ningún modo ofensiva, ni
disminuye en nada su personalidad. Pero no pasa de
ser eso: una mera leyenda sin fundamento histórico.

En lo muy poco que conocemos de la vida de Jesús


y en lo que sabemos de sus ideas lo vemos actuar y
hablar como un hombre de mentalidad capitalista.
La única vez que se nos muestra teniendo que pa-
gar una cantidad de dinero, el tributo de la didracma
para el templo, manda a Pedro a pescar, para que con
el producto de la pesca pague por los dos. El no mueve
pie ni mano; se limita a dar la idea, y es Pedro quien
hace todo el trabajo. Sin embargo, se reparten el pro-
ducto al cincuenta por ciento. No veo por qué los co-
munistas y los partidarios de la doctrina social de la
iglesia no lo consideran como explotador.
320

Ya señalé los casos de las dos unciones con perfu-


mes de alto precio, en las que está disfrutando de co-
sas típicamente de lujo, sin que le importen los pobres
que pudieran beneficiarse con el producto de la posi-
ble venta de ellas.
En la parábola de las vírgenes, está decididamente
del lado de las ricas y no de las que padecen escasez.
―El reino de los cielos es semejante a diez vírgenes que
tomando sus lámparas salieron al encuentro del espo-
so. Cinco de ellas eran necias y cinco prudentes; las
necias, al tomar las lámparas no tomaron consigo
aceite, mien- tras que las prudentes tomaron aceite en
alcuzas juntamente con sus lámparas. Como el esposo
tardase todas sintieron sueño y se durmieron. A la
media noche se oyó un grito: ¡ahí está el esposo, salid
a su encuentro! Se despertaron entonces todas las
vírgenes y se pusieron a preparar sus lámparas. Las
necias dijeron a las prudentes: dadnos de vuestro
aceite, que nuestras lámparas se apagan. Pero las
prudentes respondieron: no, porque podría ser que no
bastase para nosotras y vosotras; id más bien a la
tienda y compradlo. Pero mientras fueron a comprarlo
llegó el esposo, y las que estaban prontas entraron con
él a las bodas y se cerró la puerta.‖ (M t., XXV, 1-10)
Jesús está manifiestamente del lado de las vírgenes
ricas y no del de las pobres; no le afecta la desigualdad
económica ni considera injusta la distribución del
321

aceite, y pone como modelos a las ―egoístas‖, que no


quisieron compartir con sus compañeras.

La parábola de los renteros de la viña, que dan los


tres sinópticos (Mc., XII, 1.9 y par.), si la despojamos
de los detalles terribles de que está sobrecargada,
queda reducida a un simple caso de juicio de desahu-
cio por falta de pago de rentas. En la versión de Mar-
cos, dice así: ―Un hombre plantó una viña; le puso una
cerca, excavó un lagar, levantó una torre. La arrendó a
unos labradores y se marchó al extranjero. A su tiem-
po envió a los labradores un siervo para que le entre-
gasen los frutos de la viña. Ellos lo cogieron, lo azota-
ron y lo remitieron sin nada. Por segunda vez les en-
vió otro siervo. A este lo golpearon en la cabeza y lo
injuriaron. Les envió otro y a este lo mataron. Des-
pués, otros muchos. A unos azotaron y a otros mata-
ron. Tenía todavía uno: el hijo querido. Se lo envió el
último, pensando: respetarán a mi hijo. Pero los la-
bradores se dijeron: este es el heredero; vamos a ma-
tarlo y la herencia será nuestra. Lo cogieron, lo mata-
ron y lo arrojaron fuera de la viña. ¿Qué hará el amo
de la viña? Irá, matará a los labradores y dará la viña a
otros.‖ Mateo precisa todavía más dónde está el meo-
llo de la parábola original, al concluir su versión en los
siguientes términos: ―Dará la viña a otros labradores
que le den los frutos a su tiempo.‖ (XXI, 41)
322

Como vemos, la parábola está a favor de los propie-


tarios del inmueble, que exigen que se les paguen las
rentas con puntualidad, y a los que los partidarios de
la doctrina social cristiana ven hoy con tan malos ojos
y llaman ―caseros voraces‖.

―El reino de los cielos es semejante a un amo que


salió muy de mañana a buscar obreros para su viña.
Convenido con ellos en un denario al día, los envió a
su viña. Salió también a la hora de tercia y vio a otros
que estaban ociosos en la plaza. Díjoles: id también
vosotros a mi viña y os daré lo justo. Y fueron. De
nuevo salió hacia la hora de sexta y de nona e hizo lo
mismo, y saliendo cerca de la hora undécima, en-
contró a otros que estaban allí y les dijo: ¿cómo estáis
aquí ociosos todo el día? Dijéronle ellos: porque nadie
nos ha contratado. El les dijo: id también vosotros a
mi viña. Llegada la tarde, dijo el amo de la viña a su
administrador: llama a los obreros y dales su salario,
comenzando por los últimos hasta los primeros. Vi-
niendo los de la hora undécima recibieron un denario.
Cuando llegaron los primeros pensaron que recibirían
más, pero también ellos recibieron un denario. Al co-
gerlo murmuraban contra el amo, diciendo: estos
últimos han trabajado sólo una hora y los has igualado
a nosotros que hemos soportado el peso del día y el
calor. Y él respondió a uno de ellos diciéndole: amigo,
323

no te hago agravio. ¿No has convenido conmigo en un


denario? Toma lo tuyo y vete. Yo quiero dar a este
último lo mismo que a ti. ¿No puedo hacer lo que
quiera con lo mío? ¿Es que tu ojo es malo porque el
mío sea bueno?‖ (Mt., XX, 1-15)
Difícilmente podrían expresarse en fórmulas más
breves, claras y contundentes y dentro de un marco
más vivo, natural y humano los dos principios básicos
del liberalismo económico: la libertad de contrata-
ción: ―Amigo, no te hago agravio. ¿No has convenido
conmigo en un denario? Toma lo tuyo y vete‖, y el va-
lor absoluto de la propiedad: ―¿No puedo hacer con lo
mío lo que quiera?‖
Sin embargo, los mismos que profesan seguir las
ideas de Jesucristo se han dado a la tarea de construir
toda una tremenda estructura, a la que ahora llaman
doctrina social cristiana, y que consiste precisamente
en la negación de estos principios. Dice el Papa Paulo
VI, en la encíclica Populorum Progressio (58): ―Los
precios que se forman libremente en el mercado pue-
den llevar consigo resultados no equitativos. Es por
consiguiente el principio fundamental del liberalismo,
como regla de los intercambios comerciales, el que
está aquí en litigio.‖
Cierto que es el principio fundamental del libera-
lismo el que está ahora en litigio -aunque los colecti-
324

vistas hayan eludido hábilmente su discusión directa-;


pero es precisamente este principio fundamental el
que está expuesto en el evangelio, en la parábola que
estamos considerando. Los sostenedores de la doctri-
na social católica, colectivista y obrerista, están a favor
de los operarios de las primeras horas, que reclaman
una retribución mayor, por haber ―soportado el peso
del día y el calor‖. No les importa que Jesús les haya
respondido ya de antemano en los términos más
enérgicos, por boca del amo de la viña: ―Amigo, no te
hago agravio. ¿No has convenido conmigo en un de-
nario? Toma lo tuyo y vete.‖ Como se ve, la regla para
la determinación del salario es el convenio y no las
mayores o menores fatigas y sudores.

Estos partidarios de la doctrina social católica di-


cen que el trabajo es inherente a la dignidad de la per-
sona humana y que, por ello, no es una mercancía y su
retribución no debe quedar sujeta a la ley de la oferta
y la demanda.
Analicemos este argumento.
Si consideramos el trabajo del hombre en relación
con su retribución en dinero, ¿qué otra cosa puede ser
sino mercancía? Dentro de un sistema de intercambio
de cosas y servicios, en el que el dinero es un símbolo
de valor o un común denominador para facilitar las
325

operaciones, sólo podemos concebir cosas intercam-


biables, o sea mercancías. Si un hombre acepta traba-
jar por un jornal de $ 20.00 está cambiando su traba-
jo de un día, no por 20 monedas de a peso - que por sí
no son consumibles- sino por tantas piezas de pan o
por un par de zapatos; y si el pan o los zapatos son
mercancías porque son cambiables, aquello que se da
en cambio -el trabajo- tiene que ser del mismo género,
es decir, mercancía.

Y quienes argumentan en la forma que estámos


analizando no son capaces de quitar al trabajo su con-
dición de mercancía, porque la única consecuencia
que sacan es la de que su precio no sea fijado por el
mercado, sino detenninado autoritariamente sobre
otras bases; con lo que el salario, fijado de una o de
otra manera, sigue siendo la retribución que se paga
por un servicio y este servicio sigue siendo una mer-
cancía.
Si en un sistema legislativo se considera que, por
dañino, debe restringirse el uso de las bebidas alcohó-
licas y se prohibe que sean vendidas a menos de de-
terminado precio, esto no les quita a tales bebidas su
carácter de mercancía, como tampoco les quita ese
carácter a las medicinas el hecho de que se fijen para
ellas precios topes que las hagan más baratas.
326

Y no vemos en qué ofenda a la dignidad de la per-


sona humana el que la retribución del trabajo del
hombre se detemine por los mismos métodos que la
retribución por los ladrillos o las lechugas; como tam-
poco se ve ofendida esa altísima dignidad por el hecho
de que un hombre sea pesado en la misma báscula y
con la misma escala de peso que una res o un costal de
harina, ni porque se mida con el mismo metro, ni
porque se cuente con los mismos números a los hom-
bres, a los animales y a las cosas inanimadas.
Y esto porque no es el Hombre -así con mayúscula-
lo que se paga con el salario, sino unos ciertos servi-
cios prestados por un hombre. Ni el jornalero vende
su persona al patrón, ni el barbero enajena la suya en
jirones a cada uno de los clientes a quienes sirve, ni el
pintor la da en sus cuadros, ni el violinista en sus au-
diciones. No se ofende la dignidad de Platón porque
podamos comprar en $10.00 una edición popular de
sus Diálogos; y si compramos una Biblia en $ 5.00 no
por eso estamos valuando la palabra de Dios en me-
nos que un kilo de carne; simplemente porque al
comprar los libros no estamos adquiriendo para nues-
tra propiedad ni la digna persona de Platón, ni la
santísima del Espíritu Santo.
Y es curioso que quienes tan bravamente defienden
la dignidad de la persona sean quienes la ofenden,
pues si consideran que el trabajador que recibe menos
327

del ―salario familiar‖ ve herida su dignidad, pero que


si recibe ese ―salario familiar‖ -supongamos $ 37.50-
queda con su dignidad satisfecha, resulta de allí que
esos señores valúan la dignidad de la persona humana
en $ 37.50. Así un argumento tan espiritual y elevado
a primera vista, exhibe, visto de cerca, el más craso
materialismo.
En todo lo que se vende está contenido un trabajo
humano, mayor o menor, de esta o de la otra clase. Y
por consiguiente, en todo precio está comprendida la
retribución del trabajo. Si yo fabrico sillas con mis
propias manos y con materiales adquiridos por mí y
las llevo a vender al mercado, lo que yo vendo puede
ser llamado mercancía sin ofensa de nadie, y su pre-
cio—en el que está incluida la retribución de mi traba-
jo—puede ser regulado por la ley de la oferta y la de-
manda sin agravio de la dignidad humana; pero si me
pongo a fabricar esas mismas sillas a jornal para un
empresario, entonces mi trabajo, que es exactamente
el mismo -aunque disminuido del esfuerzo de ir a tra-
er los materiales y de llevar el producto al mercado—
adquiere un especial nimbo de gloria que prohibe que
se le dé el vil nombre de mercancía, y su retribución
ya no puede ser regida por la oferta y la demanda sin
que se agravie mi dignidad personal. Esto no lo en-
tiendo, y quedaré muy agradecido a quien me haga el
favor de explicármelo.
328

Hago notar que no me ocupo en refutar ahora otras


razones que quizá pudieran aducirse para excluir del
juego de la oferta y la demanda la fijación de los sala-
rios.
Sólo pretendo aquí que se expulse del estudio del
problema una idea impertinente e intrusa: la de la
dignidad de la persona humana, que nada tiene que
hacer en él y sirve nada más para crear confusión y
obscurecer el estudio.
Pero hay otro ámbito, totalmente diferente y sin re-
lación con la cuantía del salario, en el que sí debe con-
siderarse la dignidad inapreciable del trabajo. Es en la
relación propiamente humana y no económica de los
hombres entre sí; es en la actitud espiritual que el
hombre adopta frente a sí mismo y frente a los demás.
Cuando el hombre empieza por verse a sí mismo
sólo como una entidad productora de riqueza, y a es-
timarse en tanto en cuanto es capaz de producir en
bienes de fortuna, de manera que se siente inferior
cuando es pobre y se llena de orgullo cuando es rico,
entonces ha degradado su dignidad humana, porque
está valuando lo eterno -su persona- con la misma
moneda con que se valúa lo transitorio.
Y si empieza por esto, sigue inevitablemente por
apreciar a los demás por lo que le producen o pueden
llegar a producirle. Halaga al rico y desprecia al pobre;
329

ve en el amigo no a un alma hermana sino a un cliente


o a un futuro benefactor; ve en su dependiente no a un
semejante sujeto a sus mismas debilidades, a sus
mismos dolores y a sus mismas angustias, sino a una
máquina más o menos apta para su servicio; confunde
la caridad con la mera beneficencia y cree haber sido
caritativo cuando ha entregado bienes materiales, sin
detenerse a considerar si no ha herido los sentimien-
tos del individuo a quien pensó favorecer.
Pero esto no tiene que ver con la cuantía de la re-
tribución pecuniaria. El patrón que humilla o despre-
cia a sus empleados, hiere su dignidad aunque les pa-
gue espléndidos sueldos.
El trabajo, en cuanto es vida humana y, por serlo,
pertenece a la dignidad de la persona, es impagable
con ningún salario, por elevado que sea, ya que todo el
oro del mundo no basta a pagar un hombre. Mis tra-
bajadores están realizando vida en sus labores; y al
prestarlas para una obra mía, están entrelazando sus
vidas con la mía, están integrando de alguna manera
mi propia vida. Esto no lo puedo retribuir sino con
moneda de eternidad, es decir, con respeto, afecto y
gratitud.

Y citaremos otras palabras del evangelio, cuyo tono


es radicalmente contrario a la actitud obrerista de los
330

que hoy afirman ser seguidores de Cristo y partidarios


de la justicia social:
―¿Quién de vosotros que tenga un criado arando o
apacentando el rebaño le dirá cuando llegue del cam-
po: entra en seguida y ponte a la mesa? Más bien le
dirá: prepárame la cena y cíñete para servirme mien-
tras como y bebo, y después comerás y beberás tú.
¿Por ventura tiene que agradecer al criado el que haga
lo que le manda? De la misma manera, vosotros, des-
pués que hayáis hecho todo lo que se os ha mandado,
decid: somos siervos sin mérito, sólo hemos hecho lo
que debíamos hacer.‖ (Lc., XVII, 7-10)
En este pasaje se expresa con toda claridad en los
términos más enérgicos -y podría decirse que hasta
rudos-, el principio de que el trabajador que ha recibi-
do el salario convenido, no tiene derecho a más. Pero
esto está en contradicción absoluta con lo que hoy
sostiene la iglesia católica. Innumerables citas podr-
íamos hacer aquí. Nos limitaremos a una de las más
moderadas, proveniente de la fuente más autorizada.
En la encíclica Rerum Novarum, expone León XIII:
―Dícese que la cantidad de jornal o salario la de-
termina el consentimiento libre de los contratantes, es
decir, del amo y del obrero; y que, por tanto, cuando el
amo ha pagado el salario que prometió queda libre y
nada más tiene que hacer; y que sólo se viola la justi-
331

cia cuando, o rehusa el amo dar el salario entero o el


obrero entregar completa la tarea a que se obligó, y
que en estos casos, para que a cada uno se guarde su
derecho, puede la autoridad pública intervenir, pero
fuera de estos en ninguno. A este modo de argumen-
tar asentirá difícilmente y no del todo quien sepa juz-
gar de las cosas con equidad.‖
Como ya hemos visto que Jesús asentía fácilmente
y del todo a este modo de argumentar, hemos de pen-
sar que Su Santidad considera que Jesús no sabía juz-
gar de las cosas con equidad.

Volviendo a la parábola de los operarios de la viña


repetiremos que en ella se afirma el valor absoluto de
la propiedad privada. ―¿No puedo hacer con lo mío lo
que quiera?‖ Sin embargo, los cristianos de hoy, sos-
tenedores de la doctrina social de la iglesia niegan este
principio, y pretenden imponer a la propiedad tales
restricciones que conducen a su destrucción.
Es verdaderamente lamentable que desde el más
alto grado de la jerarquía de la iglesia católica -
institución tan importante y tan influyente por tantos
motivos y de tantas maneras--, se difundan al mundo
errores graves que minan la moral, deforman las ba-
ses de la estructura social y ponen en peligro la liber-
tad, la paz y el bienesstar de todos.
332

La encíclica del Papa Paulo VI, Populorum Pro-


gressio, sostiene aparentemente la propiedad privada
y la libre contratación; pero parte de premisas tan in-
adecuadas y falsas que -aunque su autor no lo preten-
da o no lo prevea- sólo pueden contribuir a desquiciar
la vida social y a abrir un camino al comunismo, ca-
mino tanto más peligroso cuanto más engañoso, por-
que oculta el abismo al que conduce.
La encíclica contiene tantos errores que es imposi-
ble estudiarlos todos a la vez. Por ahora me limitaré a
analizar la idea fundamental, de la que derivan todas
las demás. Dice, citando un documento del reciente
concilio: ―Dios ha destinado la tierra y todo lo que en
ella se contiene para uso de todos los hombres y de
todos los pueblos, de modo que los bienes creados de-
ben llegar a todos en forma justa, según la regla de la
justicia, inseparable de la caridad.‖ Y unos renglones
más adelante, citando a San Ambrosio: ―No es parte
de tus bienes lo que tú des al pobre; lo que le das le
pertenece. Porque lo que ha sido dado para el uso de
todos, tú te lo apropias. La tierra ha sido dada para
todo el mundo y no solamente para los ricos‖.
Esta misma idea había sido ya expuesta por el
mismo Papa Paulo VI en declaraciones publicadas por
los periódicos diarios del 12 de mayo de 1966 en los
siguientes términos: ―Los bienes y frutos de este
mundo fueron creados para todos. Nadie tiene el de-
333

recho de reservárselos, ni los individuos ni las comu-


nidades. Todos tienen el sumo deber de colocarlos al
servicio del mundo entero.‖ Entonces me pareció in-
creíble esta declaración y me negué a considerarla
auténtica. Hoy, después de la encíclica, tengo que re-
conocer su autenticidad.

La idea contenida en las expresiones que dejo


transcritas es tan fundamental y tan grave, que todos
debemos detenemos a analizarla y a tratar de descu-
brir con precisión su sentido y a calcular sus implica-
ciones y sus consecuencias.
No se dice con claridad si al hablar de ―la tierra y
todo lo que en ella se contiene‖, o de ―los bienes y fru-
tos de este mundo‖, se quiere aludir sólo a las cosas
que la naturaleza da espontáneamente sin interven-
ción del hombre o si también se pretende comprender
las cosas ya elaboradas; aunque la generalidad de los
términos empleados hace suponer que se trata de
unas y de otras.
Estudiemos los dos casos separadamente. Si se
quiere hablar sólo de las cosas que la naturaleza pro-
duce espontáneamente, la afirmación de que fueron
creadas para todos o que Dios las destinó para el uso
de todos los hombres, no tendría más sentido racional
que el simplísimo de que cada una de ellas no trae un
334

destinatario determinado. Es claro que la manzana no


brota del árbol con un letrero que diga: ―Soy para el
señor Juan Pérez‖, ni la tierra da lotes de terreno ya
deslindados y acotados con el nombre de su dueño.
Pero de aquí sólo se sigue que las cosas están origina-
riamente a disposición del primer ocupante, el que las
reserva para sí, constituyendo la propiedad. Como
está el huachinango en el mar, sin dueño fijo; pero el
pescador que lo pesca lo hace suyo y lo reserva para sí.
Si, en lugar de esto, se considera que la humanidad
tiene una propiedad comunal sobre todas y cada una
de las cosas naturales, de manera que nadie pueda
consumirlas individualmente, el hombre no podría
subsistir, porque no podría comer; ya que la humani-
dad no tiene una boca común ni un vientre común. El
que come consume el alimento comido y lo sustrae de-
finitivamente a todo el resto de la humanidad. Si se
piensa que la propiedad es común pero divisible entre
todos los hombres por partes iguales, de manera que
cada individuo tenga derecho a una parte alícuota de
cada pera, de cada mata de hierba y de cada árbol pa-
ra hacer leña, parece que la división resultaría algo
difícil. Si queriendo fa cilitar la división, no tomára-
mos cosa por cosa, sino todas en conjunto, tendríamos
que hacer primero un inventario de todas las existen-
cias y un recuento de todos los individuos humanos,
para determinar las cifras del dividendo y del divisor;
335

y después tendríamos que establecer equivalencias,


pues como a unos les habrían de tocar peras, a otros
uvas, a otros hierba verde, a otros hierba seca; como a
unos les tocaría petróleo crudo para calentarse y a
otros madera para hacer leña, tendría que establecer-
se a cuántos kilos de hierba seca corresponde una uva,
a cuántas uvas una pera, etc. Y hay que tener en cuen-
ta que si esas cosas fueron creadas para todos los
hombres, también lo fueron para los que vendrán en
siglos futuros, a los cuales no tendremos derecho de
sustraer el petróleo y la leña que hoy consumimos. Y
mientras no quedaran determinadas las porciones in-
dividuales, nadie podría lícitamente morder una fruta
silvestre ni quemar un leño. Sin necesidad de conti-
nuar con estas lucubraciones, vemos que decir que las
cosas naturales fueron creadas para todos no es, en
definitiva, decir nada.
No es decir nada en concreto, racional e inteligible.
Pero sí es suscitar en muchos individuos la creencia
de que tienen derecho a las cosas que desean, sim-
plemente porque las desean o consideran que las ne-
cesitan.

Además, podemos asegurar que no es en las cosas


brutas de la naturaleza en las que se piensa cuando se
dice que fueron creadas para todos. Estas cosas son
336

tan insuficientes para la satisfacción de las necesida-


des humanas, que si la humanidad quedara en cierto
momento atenida exclusivamente a ellas, no podría
subsistir ni la centésima parte de ella. En lo que se
piensa es en las cosas elaboradas o transformadas por
la industria y el ingenio humanos: panes, vestidos, ca-
sas, instrumentos, maquinaria, etc. Pues bien, respec-
to a ellas, la afirmación de que ―fueron creadas para
todos‖ o de que ―Dios las ha destinado para el uso de
todos los hombres‖ es todavía más falsa e inaceptable.
Para empezar: estas cosas no ―fueron creadas‖, así en
pretérito y en indeterminado, como si estuvieran da-
das para la naturaleza o llovidas del cielo. Son cons-
tantemente producidas por los individuos para sí
mismos. ¿Puede alguien pensar que cuando un zapa-
tero hizo un par de zapatos, lo hizo para todos? Si el
zapatero produjo un par de zápatos (o 20 pares), los
produjo él, los creó él. No se puede decir que ―fueron
creados‖, así en indeterminado. No los hizo Dios (que
no es zapatero). Si el zapatero no hubiera puesto su
inteligencia y su esfuerzo en esa obra, los zapatos no
existirían. Si los creó, no los creó para todos. Los creó
para sí mismo. Y la más elemental razón, la lógica y la
justicia exigen que pueda reservárselos o disponer de
ellos como le plazca. Si decide conservar en especie
para su uso personal sólo un par y vender los otros 19
y con el producto de la venta comprar un refrigerador,
337

¿no tendrá derecho a reservarse ese refrigerador, que


no es otra cosa sino el resultado de los zapatos que él
produjo?
Y cuando el pescador regresa a puerto y descarga
sus pescados en la orilla ¿podemos ir a decirle que
―tiene el sumo deber de colocarlos al servicio del
mundo entero‖ o que ―Dios los ha destinado para el
uso de todos los hombres y de todos los pueblos‖?
¿Quiere esto decir que de todos los rincones de la tie-
rra podrán venir hombres, mujeres y niños a apode-
rarse de los pescados, sin que el pescador deba opo-
nerse?
Esto es ir más allá del comunismo, más allá de la
anarquía, más allá de la ley de la selva, porque en la
selva todavía el agredido puede defenderse con sus
uñas; pero aquí la víctima tendría prohibido oponer
resistencia.
El título de propiedad más legítimo e indubitable es
la producción. La justicia pide que el productor de una
cosa pueda disponer de ella, reservándosela para su
uso o consumo, o cambiándola voluntariamente por
otra cuyo dueño esté dispuesto a dársela en cambio.
Producción y pacto libre determinan la propiedad de
las cosas elaboradas. Entonces, cuando se dice al rico
que lo que tiene se lo ha apropiado indebidamente, y
se hace saber al pobre que lo que el rico tiene le perte-
338

nece a él, al pobre (que no lo ha producido), se está


sosteniendo una tesis inmoral y desquiciadora, inci-
tando a la rapiña, matando la caridad y extinguiendo
la gratitud, que es uno de los más nobles y bellos sen-
timientos humanos.
De estas premisas: ―La tierra y todo lo que en ella
se contiene ha sido destinado para uso de todos los
hombres y de todos los pueblos‖; ―nadie tiene el dere-
cho de reservarse los bienes y frutos de este mundo‖,
―no puede deducirse lógicamente sino la anarquía y la
lucha de todos contra todos, o, en el mejor de los ca-
sos, el comunismo puro. Por esto digo que la encíclica
abre el camino al comunismo y a ella le son aplicables
palabras contenidas en la mismísima encíclica:
―¿Quién no ve los peligros que hay en ello, de reaccio-
nes populares violentas, de agitaciones insurecciona-
les y de deslizamientos hacia las ideas totalitarias?‖
Una vez aceptadas las premisas, la conclusión lógica
se impone por necesidad.
Pero la encíclica no saca esta conclusión. Inexplica-
ble e incongruentemente, da la apariencia de sostener
la propiedad privada, la libertad de contratación y la
necesidad de que el hombre atienda a su propia sub-
sistencia. Y por esto digo que el camino es engañoso,
porque parece que no se altera la dirección general de
la sociedad libre.
339

En la encíclica que analizamos se incurre en tama-


ñas contradicciones que harían suponer que unas fra-
ses fueron escritas por una persona y otras por otra.
Sirva de ejemplo la siguiente frase que, si la aislamos
de todo el resto del documento y la consideramos sola,
merecería ser puesta en un marco como norma fun-
damental de moral: ―El hombre no es verdaderamente
hombre más que en la medida en que, dueño de sus
acciones y juez de su valor, se hace él mismo autor de
su progreso, según la naturaleza que le ha sido dada
por su creador y de la cual asume libremente las posi-
bilidades y las exigencias.‖ Esto está perfectamente
bien dicho. Pero quien lo crea con sinceridad, no pue-
de aceptar las demás tesis contenidas en la encíclica.
Si el hombre ha de ser él mismo autor de su progreso
y ha de asumir libremente las posibilidades y las exi-
gencias de su naturaleza, debe estar atenido a sus
propios recursos, a lo que pueda producir por sí y para
sí. Quien crea esto, no puede exigir que se quite al rico
para dar al pobre, ni que los países prósperos ayuden
gratuitamente a los subdesarrollados; porque enton-
ces los beneficiarios ya no serían ellos mismos autores
de su progreso, ya no asumirían libremente las posibi-
lidades y las exigencias de su naturaleza y, por tanto,
ya no serían (en los términos de la frase que acabo de
transcribir) ―verdaderamente hombres.‖
340

Se sostiene la propiedad privada. Pero se declara


expresamente que ésta ―no constituye para nadie un
derecho incondicional y absoluto.‖ Y se añade inme-
diatamente: ―No hay ninguna razón para reservarse
en uso exclusivo lo que supera a la propia necesidad,
cuando a los demás les falta lo necesario.... Si se llega-
se al conflicto entre los derechos privados adquiridos
y las exigencias comunitarias primordiales, toca a los
poderes públicos procurar una solución, con la activa
participación de las personas y de los grupos sociales.‖
En el comunismo puro, mi casa deja de ser mi casa.
En el sistema de la encíclica, mi casa sigue siendo mi
casa. Pero no puedo reservarme en uso exclusivo
aquella parte de mi casa que supera a mi propia nece-
sidad, cuando a los demás les falta lo necesario. Y co-
mo no hay un criterio objetivo que determine hasta
dónde llega la necesidad, habrá quien o quienes, pro-
vistos de fuerza material, decidan que mi casa es muy
grande para mi necesidad; que la sala, el vestíbulo y la
biblioteca superan a mi propia necesidad y, en cam-
bio, son muy apropiados para que allí se alojen 35
desarrapados que carecen de habitación confortable.
Esto no sería comunismo, porque la casa seguiría ins-
crita a mi nombre en el Registro Público de la Propie-
dad; pero sería peor, porque yo, además de no poder
disponer de mi casa, seguiría obligado a pagar las con-
341

tribuciones y a hacer las obras de conservación. Me


conviene más que me la quiten.
Así, mezclando ideas contradictorias, dejando esta-
blecidos principios comunistas pero envolviéndolos
en una capa de propiedad individual y de libertad,
proponiendo programas que han de ser realizados por
vía coactiva pero dándoles tono de amor fraternal se
crea una dañosa confusión. Las mentes que absorben
estas ideas no perciben que están ingiriendo con ellas
los gérmenes del comunismo y de la destrucción.
Y no perciben tampoco que estas ideas son total-
mente contrarias a las enseñanzas de Jesús.

La parábola de los operarios de la viña nos descu-


bre, con perspicacia, una de las profundas raíces psi-
cológicas de las ideas de ―justicia social‖: la envidia.
Los operarios de las primeras horas estaban contentos
con su salario hasta que vieron que los otros obtenían
proporcionalmente más que ellos; que obtenían lo
mismo con menos trabajo. Así vemos que los que abo-
gan, para sí o para otros, por una ―justa distribución
de la riqueza‖, no están movidos sino por un oculto
anhelo de que se despoje a los que tienen más que
ellos.
Al transcribir la última frase de la parábola, he mo-
dificado la forma en que nos es conocida; porque con-
342

sidero que así se le restituye su sentido original. En los


textos usuales aparece en los siguientes términos:
―¿Tu ojo es malo porque yo soy bueno?‖ Los intérpre-
tes han señalado que la expresión ―ojo malo‖ significa:
envidia. Y por ello, en algunas ediciones modernas
(por ejemplo la revisada de Valera, 1960) el texto se
da así: ―¿Tienes tú envidia, porque yo soy bueno?‖
Considero que esta es una interpretación correcta
del texto comúnmente aceptado; y con ella se pone de
manifiesto lo que acabo de decir: que la envidia es la
causa de la inconformidad de los primeros operarios.
Pero creo que la redacción que propongo: ―¿Es que
tu ojo es malo porque el mío sea bueno?‖, es más na-
tural, más profunda, más amplia y más ajustada al
tema que se está tratando. En sentido directo, quiere
decir: ¿Tu ojo es miope porque el mío tenga buena
vista? Y en sentido metafórico: ¿Es que tú careces
porque yo abunde? Esto nos indica, con una compara-
ción muy viva y expresiva, que la riqueza o la inteli-
gencia o la habilidad o la buena suerte de unos no es
causa de la pobreza, de la tontería, de la ineptitud o de
la mala suerte de otros. Y que, por tanto, las desigual-
dades en las fortunas, en las aptitudes o en las opor-
tunidades no son culpa de quienes tienen esos bienes
en abundancia.
343

7
EL HIJO DEL HOMBRE

En los evangelios se repite muchas veces la expre-


sión: ―hijo del hombre‖. Si queremos entender la en-
señanza contenida en ellos es indispensable que ob-
tengamos una interpretación satisfactoria de esta ex-
presión.
Muchos escrituristas señalan que en el hebreo y en
el arameo de la época, es un sinónimo de ―hombre‖. Y
sin embargo -cosa asombrosa- no se les ocurre inves-
tigar si Jesús la usa con este sentido. Pues bien, esto
es precisa y sencillamente lo que quiere decir Jesús: El
Hombre. Veamos algunos casos en los que esto apare-
ce con toda claridad.
―He aquí que le traen un paralítico, echado sobre
una camilla. Y al ver la fe de ellos, dijo Jesús al paralí-
tico: confía, hijo. Tus pecados están perdonados. Y al-
gunos de los escribas dijeron en su interior: este blas-
fema. Jesús conoció sus pensamientos y dijo: ¿por qué
pensáis mal en vuestro corazón? ¿Qué es más fácil de-
cir: tus pecados están perdonados, o decir: levántate y
anda? Pues para que veáis que el hijo del hombre tie-
344

ne poder de perdonar los pecados en la tierra, dice en-


tonces al paralítico: levántate, toma tu camilla y mar-
cha a tu casa. Se levantó y marchó a su casa. La turba
presente se asombró y glorificó a Dios, que da tal po-
der a los hombres.‖ (Mt., IX, 2-8) ,
Vemos que aquí se usa alternativamente y con el
mismo sentido: ―hijo del hombre‖ y ―los hombres‖;
pues se dice que ―el hijo del hombre tiene poder de
perdonar pecados‖, y que la turba glorificó a Dios,
―que da tal poder a los hombres‖. Luego, ambas ex-
presiones están usadas indistintamente y como sinó-
nimos. Esto bastaría para establecer el significado de
la expresión. Pero detengámonos un poco más a estu-
diar este pasaje. Advirtamos que no es Jesús quien
perdona los pecados del paralítico. Ni éste se lo ha pe-
dido, ni él le dice: yo te perdono. Le declara que sus
pecados ―están perdonados.‖ ¿y por quién han sido
perdonados? ¡Pues por él mismo! No se puede decir
que hayan sido perdonados por Dios, por un acto es-
pecial de benevolencia, pues ni Jesús lo dice así, ni se
podría decir entonces que Dios ―ha dado tal poder a
los hombres.‖ Y ese poder no ha sido dado a Jesús,
por ser él, sino a los hombres en general. En conse-
cuencia, cuando Jesús dice: ―El hijo del hombre tiene
poder de perdonar pecados en la tierra‖, quiere decir
que el perdonar pecados no es una potestad que Dios
se haya reservado para usarla discrecionalmente
345

cuando quiera y como quiera; sino que es una potes-


tad que está a disposición del hombre, del hombre
común, de todos los hombres. ¿Y de qué pecados se
trata? ¡Pues de los de cada quien!
En el aspecto moral, cada cual es el único juez de
sus actos y la primera víctima de sus errores. Es cierto
que un hombre puede dañar o agraviar a otro; pero la
carga de culpa que el dañador lleve consigo o la tran-
quilidad de conciencia que después logre obtener no
dependen del perdón del ofendido. El ofendido debe
perdonar pero para su propio bien y en su propio pro-
vecho y no en el del ofensor.
¡Blasfemia! clama la gente. ¿Quién puede perdonar
pecados sino sólo Dios? Para una mentalidad legalista
y teísta, que ve a Dios como amo celoso y juez terrible,
la sensacional declaración humanista de Jesús es
horrenda blasfemia.
Pero esto es lo que Jesús dijo. Y lo prueba con la
curación del paralítico. Cuando el paralítico se siente
limpio de culpa, puede andar, porque lo que lo tenía
paralizado era su conciencia de indignidad y de impu-
reza.
Después volveremos a tratar de esta cuestión del
perdón de los pecados; ahora lo que pretendo es de-
terminar el significado de ―el hijo del hombre‖, y ve-
346

mos que este pasaje no nos permite darle otro sentido


que el de: ―hombre‖.

―Pasaba Jesús un día de sábado a través de los


sembrados. Sus discípulos tenían hambre y comenza-
ron a arrancar espigas y a comerlas. Al verlos, los fari-
seos le dijeron: tus discípulos hacen en sábado lo que
no está permitido. Y él les contestó: ¿no habéis leído
lo que hizo David cuando tuvo hambre y los que lo
acompañaban? ¿Cómo entró en la casa de Dios y co-
mió los panes de la proposición, a pesar de que no es-
taba permitido comerlos ni a él ni a sus compañeros,
sino solamente a los sacerdotes? ¿O no habéis leído en
la ley que, en el día del sábado los sacerdotes en el
templo violan el sábado y no son culpables? Pues yo
os digo que aquí hay algo mayor que el templo. Y si
hubierais comprendido lo que significa: ‗Misericordia
quiero y no sacrificio‘, no condenaríais a inocentes.
Porque el hijo del hombre es señor del sábado.‖ (Mt.,
XII, 1-8)
En primer lugar, hay que hacer notar que el acto de
los discípulos no podía ser reprobado porque se trata-
se de arrancar espigas en un sembrado ajeno; pues es-
to estaba expresamente permitido en el Deuterono-
mio, XXIII, 26: ―Si entras en la mies de tu prójimo,
podrás coger unas espigas con la mano, pero no meter
347

la hoz en la mies de tu prójimo.‖ Lo que aquí era re-


probado por los fariseos era que hicieran esto en
sábado, porque podía considerarse como una labor de
siega prohibida en el día de reposo. Jesús les hace no-
tar que los sacerdotes en el templo no cumplen las
prescripciones del sábado y quedan justificados, por
servir al templo; y añade que ―aquí (en este caso) hay
algo mayor que el templo.‖ Adviértase que no dice ―al-
guien‖, lo que pudiera referirse a él; sino ―algo‖, lo que
no puede referirse sino a los hombres, a los discípulos
que tenían hambre. Lo que es, pues, mayor que el
templo es el hombre. Y lo corrobora invocando pala-
bras de Yavé (en Oseas, VI, 6), ―Misericordia quiero y
no sacrificio‖, que ponen la atención de las necesida-
des y de las conveniencias humanas antes que los ac-
tos de culto y de adoración a Dios. Las necesidades y
conveniencias del hombre importan más que el cum-
plimiento de la ley y el culto divino que significa el
sábado. Por esto, ―el hijo del hombre es señor del
sábado.‖ ¿Quién es el señor del sábado? El hombre.
Como dice Marcos en el pasaje paralelo: ―el sábado es
por el hombre, no el hombre por el sábado‖. (11, 27)
Vemos, pues, que aquí, sin lugar a dudas, sin que ad-
mita otra posible interpretación, ―hijo del hombre‖
quiere decir pura, precisa y sencillamente: ―hombre‖.
Esto es humanismo en su forma más rigurosa.
348

La expresión que venimos analizando está tomada


de la sagrada escritura. Y el texto básico es el Salmo
VIII, 4-7: ―Cuando contemplo los cielos, obra de tus
manos, la luna y las estrellas, que tú has establecido,
digo: ¿qué es el hombre, para que de él te acuerdes, el
hijo del hombre para que tú cuides de él? Y lo has
hecho poco menor que Dios; lo has coronado de gloria
y de honor. Le diste el señorío sobre las obras de tus
manos, todo lo has puesto debajo de sus pies.‖
Aquí ―hijo del hombre‖ es un sinónimo perfecto de
―hombre‖. De lo que está hablando el salmista es del
hombre; y lo considera -aunque tan pequeño en rela-
ción con el cosmos—apenas algo menor que Dios, lle-
no de gloria y señor de todo cuanto existe. Sor Juana
Inés de la Cruz dirá muchos siglos más tarde, que la
creación del hombre por Dios es
fin de sus obras, círculo que cierra
la Esfera con la Tierra,
última perfección de lo criado
y último de su eterno autor agrado,
en quien con satisfecha complacencia
su inmensa descansó magnificencia. . .
el hombre, digo, en fin, mayor portento
que discurre el humano entendimiento;
compendio que absoluto
parece al ángel, a la planta, al bruto;
cuya altiva bajeza
349

toda participó naturaleza.


(―El Sueño‖ o ―Primero Sueño‖).

Jesús parte de este pasaje del salmista y exalta aún


más al hombre, puesto que le da un atributo que se
consideraba reservado a Dios: la potestad de perdonar
los pecados. En lugar de ver al hombre como una infe-
liz criatura puesta en las manos de un amo exigente y
juez inexorable, lo hace único juez de su conducta y
único responsable de sus actos, mayor que el templo y
señor del sábado.
Y que la expresión de que se trata no tiene en el An-
tiguo Testamento otro significado que el de ―hombre‖
lo vemos confirmado en el libro de Ezequiel, en el
Salmo LXXX y en el libro de Daniel. En Ezequiel, el
profeta es llamado por Yavé muchas veces, ―hijo del
hombre‖ (II, 1, 3, 6 y 8; III, 1, etc.), sin ninguna califi-
cación especial, como un vocativo genérico. En el
Salmo LXXX, 18: ―Sea tu mano sobre el varón de tu
diestra, sobre el hijo del hombre a quien para ti forti-
ficaste.‖ Y en el libro de Daniel, VII, 13, donde aunque
se presenta en una visión profética con intención
alegórica -que después consideraremos-, el significado
de la expresión es indudable: ―Seguía yo mirando en
la visión nocturna, y vi venir en las nubes del cielo a
un como hijo de hombre, que se llegó al anciano de
350

muchos días y fue presentado a éste. Fuele dado el se-


ñorío, la gloria y el imperio, y todos los pueblos, na-
ciones y lenguas le sirvieron, y su dominio es dominio
eterno que no acabará nunca, y su imperio, imperio
que nunca desaparecerá.
Y sigue teniendo el mismo significado en la época
de Jesús. En Marcos, III, 28, se dice: ―Todos los peca-
dos serán perdonados a los hijos de los hombres, pero
quien blasfemare contra el espíritu santo no tiene
perdón‖; cuando en el pasaje paralelo de Mateo se di-
ce: ―Todos los pecados se perdonarán a los hombres,
pero el pecado contra el espíritu no será perdonado.‖
(XII, 31)
Ahora volvemos a la cuestión del sábado. Sabido es
que, además del caso del corte de las espigas que ya
queda referido, Jesús provocó el descontento de los
fariseos por varias curaciones hechas en el día del
sábado, como la del hombre de la mano seca que rela-
tan los sinópticos en Marcos, III, 1-5 y paralelos, la de
la mujer encorvada y la del hidrópico que cuenta Lu-
cas en XIII, 11-6 y XIV, 1-6, y las del paralítico y del
ciego que registra Juan en V, 2-16 y IX, 1-34. La
abundancia de estos casos dentro de la brevedad de
los relatos evangélicos demuestra que no se trata de
una conducta ocasional, sino de una actitud definida,
sistemática y sostenida. Las razones que se ponen en
boca de Jesús para justificar su conducta son varias:
351

―¿Es lícito hacer bien o hacer mal en sábado, salvar


una vida o destruirla?‖ (Mc.,III, 4; Lc., VI, 9) ―¿Quién
de vosotros, teniendo una oveja, si cae en un pozo en
día de sábado no la coge y la saca? ¡Pues cuánto más
vale un hombre que una oveja!‖ (Mt., XII, 11-2) ―Si se
circuncida en sábado para que no se quebrante la Ley
de Moisés, ¿os irritáis contra mí porque en sábado he
curado a todo el hombre?‖ (Jn., VII, 23)
Se ha alegado algunas veces que Jesús argumenta-
ba en una forma típicamente rabínica o farisea; que
las discusiones de Jesús son del mismo género que las
controversias que existían entre las escuelas de los
doctores fariseos Hillel y Shamai; y que en el Talmud
se encuentran expresiones equivalentes, como las del
rabí Simeón Ben-Menasia, que dijo que ―el sábado ha
sido entregado a vosotros y no vosotros al sábado‖ y
que ―un hombre puede profanar un sábado para poder
observar muchos sábados.‖ De donde se seguía que no
sólo ―la salvación de la vida humana hace a un lado las
leyes del sábado‖, sino que la misma regla se aplica en
casos en que hay un inminente peligro para la vida.
Pero, en primer lugar, estas reglas no son equivalentes
a las razones expuestas por Jesús, ni sus campos de
aplicación semejantes. En los casos de Jesús, no hay
ningún peligro para la vida ni urgencia alguna. En se-
gundo lugar -y esto es lo verdaderamente importante-,
la posición filosófica es diametralmente opuesta. No
352

se trata aquí de un doctor de la ley que haga una in-


terpretación más laxa o más benévola. Se trata de un
hombre que ha planteado una radical inversión de va-
lores.
El sábado era para los judíos -y lo sigue siendo-
mucho más que un día de descanso para recuperar las
energías gastadas en el trabajo, y más aún que un día
de fiesta religiosa en el que hubiera obligación de
cumplir con ciertas ceremonias rituales y abstenerse
de determinadas ocupaciones o actividades. El sábado
es el símbolo más importante y el reconocimiento más
expreso de lo santo. Instituido en conmemoración del
día séptimo en que Yavé cesó en sus obras después de
los seis días de la creación, significa la divina quietud,
característica de lo absoluto; y por medio de él, el jud-
ío se reconoce obra y posesión de Dios. Lo sabático es
lo sagrado. La observancia del sábado es más impor-
tante que la de cualquiera otra de las fiestas religiosas;
y por su mismo patrón se regula el año sabático cada
siete años y el año del jubileo cada siete veces siete
años. Es tan importante que, aunque el judaísmo ha
podido sobrevivir sin el Templo, no habría podido so-
brevivir sin el sábado. Un escritor judío ha dicho que
―en mayor grado de lo que Israel ha guardado el sába-
do, el sábado ha guardado a Israel.‖ (Citado por
Klausner, From Jesús to Paul, VII, 5)
353

Pues bien, Jesús niega todo esto y declara que el


hijo del hombre (el hombre) es señor del sábado, con
lo que coloca los intereses, conveniencia y bienestar,
del hombre por encima del culto a la divinidad. El
hombre no está sometido a una ley que impositiva-
mente lo obligue a realizar actos de adoración. Todo
ha de hacerse para su beneficio. Por esto Jesús cita las
palabras de Dios en boca de Oseas: ―Misericordia
quiero y no sacrificio.‖ Comprende la inanidad del ac-
to ritual y de oblación a la divinidad, como tal y por sí
mismo; y con ello sigue la corriente de pensamiento
del profetismo judío, tan mal comprendido hasta en-
tonces y hasta ahora y que va a repercutir en varios
lugares de los escritos de los primeros cristianos, co-
mo en la Carta de Bernabé (II, 5) y en la primera Apo-
logía de Justino (XXXVII, 5), que citan a Isaías, I, 14:
―Vuestros novilunios y vuestros sábados, mi alma los
aborrece.‖ Y como en el Diálogo con Trifón, del mis-
mo Justino (XII, 3): ―La nueva ley quiere que guardéis
el sábado continuamente, y vosotros, con pasar un día
sin hacer nada, ya os parece que sois religiosos, sin
entender el motivo por que os fue ordenado el sába-
do.‖
La misma -y con mayor razón- es la actitud de
Jesús respecto al templo. Ya vimos que considera al
hombre mayor que el templo. En el encuentro con la
samaritana, ―díjole la mujer: nuestros padres adora-
354

ron en este monte, y vosotros decís que es en Jeru-


salén, el sitio donde hay que adorar. Jesús le dijo:
creeme, mujer, que es llegada la hora en que ni en este
monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre... Ya llega la
hora, y ésta es, cuando los verdaderos adoradores
adorarán al Padre en espíritu y en verdad, pues tales
son los adoradores que el Padre busca. Dios es espíri-
tu y los que lo adoran han de adorarlo en espíritu y en
verdad.‖ (Jn; IV, 19- 24) Aquí se establece claramente
la inutilidad del templo.
Y esta misma actitud se ve confirmada en numero-
sos lugares. Es el sentido que tiene la supuesta profec-
ía de la destrucción del templo. ―Saliendo Jesús del
Templo, se le acercaron sus discípulos y le mostraron
las construcciones del Templo. Y él les dijo: ¿Veis todo
esto? En verdad os digo que no quedará aquí piedra
sobre piedra. Todo será destruido.‖ (Mt., XXIV, 1-2)
Esto no es el anuncio profético de un hecho material
futuro (que como tal tendría muy poco interés, pues
es cierto que algún día todos los edificios existentes
quedarán arruinados), sino el anuncio de un cambio
radical en el espíritu del hombre. La profecía tiene el
mismo sentido que las palabras del arcediano de
Víctor Hugo cuando, mostrando un libro y señalando
con el dedo a la catedral, exclama: ceci tuera cela: ―es-
to matará a aquello.‖ El libro matará al edificio. ―Era
el grito del profeta que oye ya el murmullo de la
355

humanidad emancipada, que ve en el porvenir a la in-


teligencia socavar la fe, a la opinión destronar a la cre-
encia, al mundo sacudir a Roma. Pronóstico del filóso-
fo que ve el pensamiento humano, volatilizado por la
prensa, evaporarse del recipiente teocrático.‖ (Nues-
tra Señora de París, V, 2)
Refiriéndose al proceso ante el sanedrín, dice Mar-
cos: ―Algunos se levantaron para testificar falsamente
contra él y decían: nosotros le hemos oído decir: yo
destruiré este templo, hecho por mano de hombre, y
en tres días edificaré otro sin mano de hombre.‖ (XIV,
57.8) Contra lo que aquí sostiene Marcos, podemos
considerar que la imputación que le hacen los testigos
a Jesús no es falsa y que sí había pronunciado esas pa-
labras u otras equivalentes. En el pasaje paralelo de
Mateo se dice: ―Los pontífices y todo el sanedrín bus-
caban un falso testimonio contra Jesús para matarlo.
Y no lo encontraron, aunque se presentaron muchos
falsos testigos. Finalmente, se presentaron dos que di-
jeron: este ha dicho: puedo destruir el templo de Dios
y reedificarlo en tres días.‖ (XXVI, 59-61) De donde se
desprende que primero, llegaron varios testigos falsos,
y después llegaron los que le atribuyeron la frase que
estamos estudiando; lo que quiere decir que estos
últimos no eran falsos. Por otra parte, la frase, aunque
con distinta redacción, se encuentra puesta en boca de
Jesús en el evangelio de Juan: ―Destruid este templo y
356

en tres días lo levantaré.‖ (II, 19) Y en el proceso de


Esteban: ―presentaron testigos falsos, que decían: ese
hombre no cesa de proferir palabras contra el lugar
santo y contra la ley; y nosotros le hemos oído decir
que ese Jesús de Nazaret destruirá este lugar y mu-
dará las costumbres que nos dio Moisés.‖ (Hechos, VI,
13.4); y en el discurso que en su defensa hace Esteban
dice: ―No habita el Altísimo en casas hechas por mano
de hombre, según dice el profeta: mi trono es el cielo,
y la tierra el escabel de mis pies. ¿Qué casa me edifi-
caréis a mí, dice el Señor, o cuál será el lugar de mi
descanso?‖ (Hechos, VII, 48.9) Lo mismo afirma Pa-
blo en su discurso ante el Areópago: ―El Dios que hizo
el mundo y todas las cosas que hay en él, ese, siendo
señor del cielo y de la tierra, no habita en templos
hechos por mano de hombre, ni por manos humanas
es servido, como si necesitase de algo, siendo él mis-
mo quien da a todos la vida, el aliento y todas las co-
sas.‖ (Hechos, XVII, 24.5) Acusación semejante le
hacen al mismo Pablo: ―Este es el hombre que por to-
das partes anda enseñando a todos contra el pueblo,
contra la ley y contra este lugar.‖ (Hechos, XXI, 28)
Si se admite que Jesús pronunció la frase, al menos
en la versión que da Juan: ―Destruid este templo y en
tres días lo levantaré‖, tenemos que entender que no
estaba haciendo alarde de su capacidad de erigir en
tres días una enorme obra de arquitectura, sino anun-
357

ciando su sustitución por una obra espiritual, como lo


dicen los testigos de Marcos: un templo no hecho por
mano de hombre.
Esta misma idea resonará después en los discípulos
que lo habían entendido (al menos en este punto),
como en los casos que acabamos de citar de Esteban y
de Pablo; como en la Epístola a los Hebreos: ―Cristo,
constituido pontífice de los bienes futuros, entró una
vez para siempre en un tabernáculo mejor y más per-
fecto, no hecho por manos de hombres‖ (IX, II); en las
epístolas paulinas: ―¿No sabéis que sois templo de
Dios y que el espíritu de Dios habita en vosotros? ..
Porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois
vosotros‖ (I Cor., III, 16.7); en la Carta de Bemabé:
―Por todos los profetas, el Señor nos ha manifestado
que no necesita de sacrificios ni de holocaustos ni de
ofrendas. Expresa en alguna ocasión: ¿qué me impor-
ta la cantidad de vuestras víctimas? dice el Señor. Es-
toy harto de holocaustos, no quiero la gordura de los
corderos, ni la sangre de los toros y machos cabríos.
No os presentéis delante de mí. Pues ¿quién ha pedido
de vuestras manos estos dones? No vengáis ya a pisar
mi atrio, si me traéis la flor de harina, inútil. Abomino
del incienso. Ya no soporto vuestros novilunios ni
vuestros sábados. Abrogó, pues, todo esto; a fin de
que la ley nueva de nuestro señor Jesucristo, la que no
sabe del yugo de la necesidad, no contenga una ofren-
358

da hecha por el hombre. Porque otra vez les dice:


¿acaso yo les mandé a vuestros padres, cuando salie-
ron de la tierra de Egipto, ofrecerme holocaustos y
víctimas? Esto sí que les he mandado: nadie de entre
vosotros medite en su corazón maldad contra su
prójimo, ni améis el juramento falso. A nosotros,
pues, habla de este modo: un sacrificio al Señor es un
corazón contrito. El perfume de suavidad para el Se-
ñor es un corazón que glorifica al que lo ha plasma-
do.‖ (II, 4-8 y 10)
Jesús declara, pues, que el hombre es mayor que el
templo y señor del sábado.

Y que tiene potestad de perdonar los pecados en la


tierra.
Para explicar mejor esto último vamos a analizar
otra expresión contenida en el evangelio. Dice Jesús
―en verdad os digo que, entre los nacidos de mujer, no
ha existido uno mayor que Juan el Baustista.‖ Y aña-
de: ―pero el más pequeño en el reino de los cielos es
mayor que él.‖ (Mt., XI, 11) ¿Qué quiere decir ―nacido
de mujer‖? También encontramos esta expresión en el
Antiguo Testamento. Job habla a su Dios y le dice: ―El
hombre nacido de mujer vive corto tiempo y lleno de
miserias, brota como una flor y se marchita, huye co-
mo sombra y no subsiste. ¿Y a un tal persigues con
359

abiertos ojos y citas a tu tribunal? ¿Quién podrá sacar


pureza de lo impuro? Nadie; pues que tienes contados
sus días y definido el número de sus meses. Y le pusis-
te un término que no podrá traspasar.‖ (Job, XIV, 1-5)
Vemos que aquí también la expresión ―nacido de
mujer‖ designa al hombre. Pero la designación tiene
una nota pesimista y peyorativa. Job se siente en pe-
cado, se siente manchado, se siente impuro. Vemos en
él esa actitud de desesperación y de pesimismo propia
del individuo que, dominado por un sentimiento de
culpa, se encuentra irremisiblemente perdido y gene-
raliza esta actitud como si fuera algo connatural al
hombre.
Ya vimos que cuando el hombre se enfrenta a la li-
bertad, se asusta y trata de fugarse de ella de cualquier
modo, rehuyendo la responsabilidad. Y vimos también
que ninguno de los subterfugios a que recurre para es-
to pueden darle tranquilidad ni seguridad. Como to-
das estas formas de fuga pretenden ignorar la reali-
dad, el que se acoge a ellas choca constantemente con-
tra esa realidad que se niega a ver, y estos choques le
acárrean fracasos constantes, que producen en él sen-
timientos de culpabilidad. Si, queriendo eludir la res-
ponsabilidad del gobierno de sí mismo, se entrega a
una auotoridad dogmática externa que le diga qué de-
be hacer, queda aprisionado en una tupida red de re-
glas y prescripciones arbitrarias y caprichosas -de las
360

que sólo son ejemplo las 613 reglas de la Ley Mosaica-


, que por contrarias a la razón y a la realidad, resultan
impracticables. Forzosamente tiene que violarlas mu-
chas veces, y esto engendra en él un sentimiento de
impotencia y de indignidad fundamental. La negación
de la razón y la consecuente fuga de la libertad consti-
tuyen la causa verdadera de la conciencia de culpa y
del complejo de culpa. A este lamentable estado del
hombre lo llamamos conciencia de culpa cuando está
formado por una sensación de pecado, de mancha, de
vergüenza originada por actos propios ciertos y cono-
cidos y no perdonados por su autor; y lo llamamos
complejo de culpa cuando se origina en actos que el
sujeto ha expulsado de su memoria, por medio de la
represión, por considerarlos intolerablemente vergon-
zosos y monstruosos, pero cuya mancha subsiste en el
inconsciente, rompiendo el equilibrio y la tranquilidad
de la conciencia. Este segundo caso es aun más la-
mentable y más difícil de remediar que el primero;
pues aquí el hombre, sin atinar por qué, se siente en
pecado, se siente manchado, se siente indigno.
No hay nada que más radicalmente impida la feli-
cidad, que el sentimiento de culpa, porque destruye en
el hombre la estimación de sí mismo. La negación de
la razón tiene que producir necesariamente este sen-
timiento de culpa, porque entonces el hombre ha co-
metido el único verdadero pecado, el pecado contra el
361

espíritu: la deserción de su naturaleza humana racio-


nal. Inútiles son todos los subterfugios por medio de
los cuales se quiera obtener la remisión de los peca-
dos, dejando subsistente su causa fundamental.
El hombre dominado por ese sentimiento de culpa
está en la situación de vergüenza, de impotencia y de
impureza que se exhibe en la frase de Job. De allí el
afán compulsivo de lavarse y la necesidad del autocas-
tigo como medio -ilusorio- de recuperar la estimación
propia.
Juan el Bautista es ―el mayor de los nacidos de mu-
jer.‖ Es el mayor de los que están poseídos por el sen-
timiento de culpa. Por eso usa y predica los baños y
las abluciones. Los psiquiatras han señalado como
uno de los síntomas característicos del complejo de
culpa el deseo compulsivo de lavarse las manos. Y éste
es el símbolo que se encierra en la mancha indeleble e
invisible de las manos de Lady Macbeth.
Jesús, que está sin culpa, no se lava las manos (Mt.,
XV, I-20); y cuando sus parientes lo invitan para ir a
ser bautizado por Juan, responde, en el Evangelio de
los Hebreos: ―¿Qué pecado he cometido para que ten-
ga que ser bautizado (lavado)?‖ (Jerónimo, Contra
Pelagio, III. 2).
362

Juan, dominado por el sentimiento de culpa, es un


asceta, mortifica su carne y se ve poseído de temor al
castigo divino.
Y otra vez en esto, Jesús se contrapone a Juan. ―Vi-
no Juan el Bautista, que no comía ni bebía... Viene el
hijo del hombre que come y bebe. . .‖ (Mt., XI, 18-9)
Juan es el símbolo del individuo que, sometido al
complejo de culpa, trata de liberarse de él por medio
del ascetismo es decir, por medio del dolor y de la pri-
vación. Por esto no comía ni bebía. El hombre libera-
do, tranquilo y feliz, come y bebe y goza alegremente
de la vida.
El asceta, el neurótico, el avergonzado, es decir, el
que se ha negado a la razón y a la libertad, pretende
lavar su culpa por medio del dolor. Pero el intento es
necesariamente frustráneo. Por varios motivos: pri-
mero, porque como ambas funciones: culpa y dolor,
no son comensurables, nunca se sabe cuánto dolor es
necesario para pagar una culpa. Si yo tengo una deuda
líquida y conocida, y pretendo pagarla en parcialida-
des en una especie comensurable con la deuda, algún
día acabo de pagar. Pero si no tengo un patrón o uni-
dad de valor, que mida por un lado la culpa y por otro
el dolor, nunca podré saldar con dolor mi deuda de
culpa. Cuando los teólogos hablan de la eternidad o
infinitud de las penas del infierno, no están haciendo
sino reconocer esa incomensurabilidad entre culpa y
363

pena. El asceta se castiga, se flagela, se impone toda


clase de dolores y de privaciones, y sigue indefinida-
mente, porque no puede llegar un momento en que
diga: ya pagué. Está queriendo llenar un saco sin fon-
do.
En segundo lugar, el remordimiento, que provoca
el autocastigo, mantiene viva y presente en el campo
de la conciencia la imagen del pecado; y con ello hace
que el pecado permanezca psicológicamente tan real y
verdadero como en el momento de su comisión. Si el
pecado es un mal y un error, la retención de su ima-
gen en la memoria está llenando el alma de error y de
mal. Por necesidad psicológica, el hombre no puede
realizar en la práctica sino lo que tiene en ―el esquema
de su cerebro. Quien está lleno de ideas constructivas,
de alegría y de confianza en sí mismo tiene todo su ser
dispuesto a realizar lo bueno y constructivo que lleva
dentro, y a gozar al realizarlo. Pero si conserva viva la
imagen de sus pecados -reales o supuestos, pero para
él subjetivamente ciertos-, está lleno de ideas destruc-
tivas, de tristeza y de desconfianza de sí mismo. Está
lleno de mal. Mientras se mantenga en este estado, el
hombre está incapacitado para la felicidad y para la
práctica de las virtudes. Alegóricamente puede decirse
que está poseído por el espíritu del mal. Está en el es-
tado que describe San Pablo en Romanos, VII, 18-20:
―El querer el bien está en mí, pero el hacerlo no. En
364

efecto, no hago el bien que quiero sino el mal que no


quiero; pero si hago lo que no quiero, ya no soy yo
quien lo hace, sino el pecado que habita en mí.‖ Y
termina exclamando: ―¡Desdichado de mí! ¿Quién me
librará de este cuerpo de muerte?‖
Con toda justificación enseña Espinoza: ―El arre-
pentimiento no es una virtud, o sea, no nace de la
razón; sino que el que se arrepiente de lo que ha
hecho es dos veces miserable e impotente.‖ (Etica, IV,
prop. 54) Y es lo que con toda claridad y sencillez hab-
ía enseñado Jesús en frases que, desgraciadamente
mal comprendidas, fueron lanzadas en los evangelios
fuera de contexto y de circunstancia: ―¿Por ventura se
cogen uvas de los espinos o higos de los abrojos? Todo
árbol bueno da buenos frutos, y todo árbol malo da
frutos malos.‖ (Mt., VII, 16-7) ―O hacéis un árbol bue-
no, y su fruto será bueno, o hacéis un árbol malo, y su
fruto será malo. ¿Cómo podéis decir cosas buenas,
siendo malos? Porque de la abundancia del corazón
habla la lengua.‖ (Mt., XII, 33-4) ―El hombre bueno
saca el bien del tesoro bueno de su corazón y el malo
saca el mal del tesoro malo.‖ (Lc., VI, 45)
Las vidas de los santos nos dan claros ejemplos de
que la rigurosa mortificación de la carne, a la que re-
curren para tratar de dominar las pasiones, no les da
la victoria que buscaban, sino que mientras más ayu-
nan y se flagelan más graves son las tentaciones que
365

padecen. Recordemos las famosas tentaciones de San


Antonio. San Jerónimo nos describe su propia expe-
riencia: ―¡Oh, cuántas veces, estando yo en el desierto
y en aquella inmensa soledad que, abrasada de los ar-
dores del sol, ofrece horrible asilo a los monjes, me
imaginaba hallarme en medio de los deleites de Ro-
ma! Me sentaba solo porque estaba rebosante de
amargura. Se erizaban mis miembros afeados por un
saco, y mi sucia piel había tomado el color de un etío-
pe. Mis lágrimas eran de cada día, de cada día mis
gemidos, y si alguna vez, contra mi voluntad, me venc-
ía el sueño repentino, estrellaba contra el suelo unos
huesos que apenas si estaban ya juntos. De comida y
bebida ni hablar, pues aun los enfermos sólo beben
agua fresca, y tomar algo cocido se reputa demasía y
regalo. Así, pues, yo, que por miedo al infierno me
había encerrado en aquella cárcel, compañero sólo de
escorpiones y fieras, me hallaba a menudo metido en-
tre las danzas de las muchachas. Mi rostro estaba
pálido de los ayunos, pero mi alma, en un cuerpo
helado, ardía de deseos y, muerta mi carne antes de
morir yo mismo, sólo hervían los incendios de los ape-
titos.‖ (Carta a Eustoquia)
Por esto, el ascetismo, el remordimiento, el dolor
de los pecados, el autocastigo son tremendas equivo-
caciones que producen exactamente lo contrario de lo
366

que buscan: no destruyen el pecado cometido; lo ali-


mentan y lo conservan y lo vivifican.
E impiden el ingreso a la felicidad y la práctica de
las virtudes. El remordimiento, el autocastigo y la cre-
encia en la indignidad fundamental del hombre pro-
ducen necesariamente la tristeza. Y la tristeza, como
dice Espinoza, es directamente mala. ―La alegría es un
afecto por el cual es aumentada o favorecida la poten-
cia de obrar del cuerpo; pero la tristeza, por el contra-
rio, es un afecto por el cual es disminuida o reprimida
la potencia de obrar del cuerpo.‖ (Etica, IV, prop. 41)
Y por esto, ―el hombre libre en ninguna cosa piensa
menos que en la muerte, y su sabiduría no es una me-
ditación de la muerte, sino de la vida. Demostración:
el hombre libre, esto es, el que vive según el sólo dic-
tamen de la razón, no es guiado por el miedo de la
muerte, sino que desea el bien directamente, esto es,
desea obrar, vivir, conservar su ser, teniendo por fun-
damento el buscar la propia utilidad; y por tanto, en
nada piensa menos que en la muerte, sino que su sa-
biduría es una meditación de la vida.‖ (prop. 67) Esto
lo había ya entendido y expresado muy bien, desde el
siglo II, El Pastor de Hermas: ―Arranca de ti toda tris-
teza, porque es hermana de la duda y de la iracundia.‖
¿No entiendes que la tristeza es el más malvado de to-
dos los espíritus y el más temible a los siervos de Dios,
y que más que todos los espíritus destruye al hombre
367

y expulsa al espíritu santo?.. Por tanto, arranca de ti la


tristeza y no quieras ofender al espíritu santo que
habita en ti. .. porque el espíritu de Dios que ha sido
dado a esta carne no puede sufrir ni tristeza ni angus-
tia. Por esto, revístete de la alegría que siempre es gra-
ta y acepta a Dios y regocíjate en ella. Porque todo
hombre alegre obra bien y piensa bien, al paso que el
hombre triste siempre obra mal.‖ (precepto X)
Y Espinoza, que entendió la doctrina de Jesús me-
jor que sus discípulos directos y que todas las iglesias
cristianas, termina su Etica con una proposición que
puede ofrecerse como síntesis de todas las enseñanzas
de Jesús: ―La felicidad no es el premio de la virtud, si-
no la virtud misma; y no gozamos de ella porque re-
primamos nuestras concupiscencias, sino al contrario,
porque gozamos de ella, podemos reprimir nuestras
concupiscencias.‖ (V, prop. 42) Combatiendo direc-
tamente la concupiscencia, se la fortalece, y así no
podrá llegarse nunca a la felicidad. Hay que adquirir
directa e inmediatamente la felicidad; que una vez ad-
quirida ésta, ella sola, por sí y automáticamente, ven-
cerá la concupiscencia. Esto no hace sino traducir la
palabra de Jesús: ―Buscad el reino de Dios (la felici-
dad) y todo lo demás se os dará por añadidura.‖ (Mt.,
VI, 33) Cuando se ha obtenido la felicidad, no sólo se
obtienen fácilmente todas las cosas materiales útiles o
necesarias, según he explicado en otra parte, sino que
368

se vence la concupiscencia; porque el hombre feliz no


apetece nada que sea irracional o dañino.
La primera palabra que oímos pronunciar a Jesús
en el evangelio de Mateo es: ―Convertíos; el reino de
los cielos ha llegado.‖ (IV, 17) He aquí otra palabra
que ha sido pervertida y desfigurada hasta hacerle de-
cir lo contrario de lo que dice. El vocablo del original
griego (metanoeite) ha sido tradicionalmente traduci-
do en nuestras biblias por ―arrepentíos‖ o ―haced pe-
nitencia‖, implicando las ideas de dolor, de pena o ne-
cesidad de castigo. Ahora bien, el verbo griego (meta-
noeo; sustantivo: metanoia) lleva la idea de conver-
sión del espíritu, de cambio en la actitud mental o en
el propósito. La palabra latina poenitentia, con que se
tradujo en la Vulgata el metanoia griego ya altera su
sentido; por lo cual, un escritor eclesiástico del siglo
IV, Lactancio Firmiano, consideraba que los griegos
expresan el concepto mejor y más significativamente
de lo que pueden hacerlo los latinos con el término re-
sipiscentia, que quiere decir volver en sí o caer en
cuenta, y que se aplica cuando alguien ha sufrido un
desmayo y luego vuelve en sí, o cuando alguien vuelve
al uso de la razón después de un estado de obnubila-
ción o demencia. (Instituciones Divinas, VI, 24)
Si restituimos, pues, al vocablo su sentido original,
veremos que lo que Jesús aconseja es cambiar de acti-
tud mental, mudar la atención del error hacia la ver-
369

dad, del mal hacia el bien, de las tinieblas a la luz, del


pecado a la virtud. Pero para ello es indispensable que
nos perdonemos nuestros pecados y, una vez recono-
cido su error, no volvamos a acordamos de ellos. No
se trata de reprimir su recuerdo ni de sofocarlo su-
mergiéndolo en el inconsciente, sino de encararlos
franca y valientemente, contemplarlos en su desnuda
y cabal realidad sin atenuaciones ni falsas disculpas,
tomar de ellos experiencia y perdonarlos verdadera y
totalmente, mudando la atención hacia el futuro,
hacia la rectitud, hacia la confianza, hacia la vida.
―Ninguno que ha puesto su mano al arado y mira atrás
es apto para el reino de Dios.‖ (Lc., IX, 62) Nadie
puede ser feliz llevando la carga del remordimiento.
Tercero y principal: Como ya dijimos, el autocasti-
go deja subsistente la única y verdadera causa de la
culpa, que es la fuga de la razón. Por esto, el ascetismo
y la mortificación ponen al hombre en más lamentable
estado de aquel del que quiere salir.
Juan es ―el mayor de los nacidos de mujer‖; es el
mayor de los que se sienten impuros. El mayor, por-
que era un hombre muy grande, muy notable, muy
distinguido; porque su deseo de virtud y de bien era
muy grande. (En el asceta hay un deseo del bien, aun-
que frustráneo y equivocado).
370

Y a Juan el Bautista le va bien la designación,


además, por un motivo todavía más concreto y perso-
nal. Juan es el más destacado de los esenios; y los
esenios no solamente están poseídos del complejo de
culpa y dominados por la idea de la indignidad fun-
damental del hombre (como sabemos por su doctrina
y por su género de vida), sino que usan con frecuencia
de la mismísima expresión que aquí se aplica a Juan.
En los himnos descubiertos en Cumrán, leemos: ―Per-
tenezco a la humanidad perversa, a la comunidad de
la carne pecadora. Mis iniquidades, rebeliones y peca-
dos y la maldad de mi corazón me ponen en compañía
de los gusanos y de aquellos que andan en las tinie-
blas.... ¿Qué es el hombre mortal en medio de tus
obras formidables? ¿Qué es el nacido de mujer para
mantenerse en tu presencia? De tierra amasado, es
pasto de gusanos. No es sino figura modelada de barro
y tiende hacia el polvo.‖ (Manual, XI) ―¿Cómo puede
el nacido de mujer descifrar tus designios misterio-
sos? No es sino una estructura de polvo, y una cosa
amasada con agua, cuyo origen es vergonzosa desnu-
dez y que está regido por un espíritu perverso. . .
Abriste una fuente en la boca de tu siervo para que re-
pruebe a la criatura de barro por su conducta y al que
es nacido de mujer por la culpa de sus obras.‖ (Him-
nos, XIII y XVIII)
371

Entonces, si los esenios se consideran a sí mismos


con vergüenza y desprecio ―nacidos de mujer‖, y si
Juan es su gran líder, Jesús puede llamarlo con toda
precisión ―el mayor de los nacidos de mujer.‖
Pero, ―el menor en el reino de los cielos es mayor
que él.‖ El menor de entre aquellos que han llegado a
la felicidad y a la tranquilidad es mayor que el mayor
de los que se sienten impuros.
Es cierto que el hombre, por inteligente, prudente y
valiente que sea, puede errar muchas veces, ya que su
razón no es infalible; puede equivocarse en numerosas
ocasiones y hacer el mal. Pero si se mantiene fiel a la
razón, despierto a la realidad y amante de la vida,
comprende su error, lo toma como lección de la expe-
riencia para evitarlo en el futuro y se da cuenta de dos
verdades básicas e incontrovertibles: primera, que el
acto ya realizado no puede ser borrado del campo de
la existencia; que no hay ningún medio para hacer,
que lo que ya existió deje de haber existido; que ―palo
dado ni Dios lo quita.‖ Segunda: que las lágrimas, el
autocastigo y la vergüenza no pueden influir sobre el
pasado borrando el error y sí influyen perjudicialmen-
te en el presente, creando un nuevo error y un nuevo
daño al sujeto, malgastando su tiempo y debilitando
su alma. Por esto, se perdona sus pecados, es decir,
borra todo sentimiento de vergüenza y de culpa por
los errores, cometidos, y se dispone a vivir una vida
372

nueva, provisto de la experiencia adquirida. Así, dice


Jesús al paralítico: ―tus pecados están perdonados.‖ Y
entonces, el paralítico puede andar; porque lo que lo
tenía paralizado era el deseo de autocastigo, por el
sentimiento de culpa. ―Y la turba glorificó a Dios, que
da tal poder a los hombres.‖
Para que el hombre viva tranquilo y feliz -para que
entre al reino de los cielos- es preciso que se perdone
sus pecados; que supere el sentimiento de culpa y de
vergüenza.
Y es preciso que perdone los pecados ajenos. Pues
el rencor por los agravios recibidos es una amargura
que le corroe el alma. ―Los agravios y las injurias reci-
bidos -dice Confucio- nos dañan sólo mientras nos
acordamos de ellos‖. Por esto, el que perdona a su
enemigo, ―echa ascuas sobre su cabeza.‖ (Rom., XII,
20; Prov., XXV, 22) Lo que quiere decir, no sólo y no
tanto que con su ejemplo edifica a su enemigo y lo in-
duce a convertirse y a volver al camino de la paz, sino
principalmente que el perdón hace desaparecer al
enemigo en su calidad de enemigo, quitándole el valor
negativo que para el agraviado tenía.
Por esto dice Jesús: ―Si vosotros no perdonáis,
vuestro padre que está en los cielos tampoco perdo-
nará vuestras ofensas.‖ (Mc., XI, 26) Lo cual no quiere
decir que Dios, como juez en un tribunal, castigue mis
373

errores o faltas si yo no perdono las de otros, y me las


deje sin castigar si yo perdono las ajenas. Lo que quie-
re decir es que si yo no me perdono, nadie -ni Dios
mismo podrá quitarme la carga y el daño del senti-
miento de culpa; y que si no perdono a los demás, na-
die -ni Dios mismo- podrá quitarme la carga y el daño
del sentimiento de rencor.
El mismo significado tienen otras expresiones del
evangelio: ―Todo lo que ates en la tierra quedará atado
en el cielo. Todo lo que desates en la tierra quedará
desatado en el cielo.‖ (Mt., XVI, 19 Y XVIII, 18) Esto
no puede querer decir una cosa tan absurda, ridícula y
descomunal como que algunos hombres tuvieran la
potestad de limpiar de culpa las conciencias ajenas o
dejarlas manchadas, según les pareciera. Esto no
quiere decir sino que el que mantiene su culpa atada a
su vida, permanece aprisionado en el nudo de su con-
ciencia.
Lo mismo puede decirse de la otra sentencia: ―A
quienes perdonareis los pecados, les son perdonados y
a quienes los retuviereis, les son retenidos.‖ (Jn., XX,
23) Es verdaderamente increíble que haya quien ima-
gine que unos hombres puedan perdonar o retener los
pecados de otros. Esta frase sólo puede leerse razona-
blemente de la siguiente manera: los pecados que
perdonareis quedan perdonados, y los que retuviereis
quedan retenidos. ¿Pero de qué pecados se trata? Pues
374

sólo de los propios; porque son los únicos sobre los


que el hombre tiene potestad. Quiere decir que si yo
no perdono mis pecados, que si los retengo, quedarán
necesariamente retenidos. Porque nadie fuera de mí
podrá venir a quitarlos.
Mientras el hombre no perdona sus pecados tiene
en sí un sentimiento de vergüenza; mientras no per-
dona los pecados de los otros, los agravios que le han
hecho, tiene un sentimiento de rencor. En ambos ca-
sos tiene en el alma elementos de desdicha.
Se cuenta que William James dijo: ―El Señor puede
perdonamos nuestros pecados, pero el sistema nervio-
so nunca.‖ (Citado por D. Carnegie, Como suprimir
las preocupaciones) Esta frase es muy útil porque es
muy claramente explicativa de lo que estoy tratando
de exponer; pero no es exactamente verdadera. Por-
que si Dios (sive Natura, diría Espinoza) obra al
través de las fuerzas de la naturaleza, y entre ellas al
través del sistema nervioso, no puede ser que Dios
perdone y el sistema nervioso no. Si este no perdona,
está denunciando que Dios no ha perdonado. Por esto
es más exacto decir, como Jesús: ―Si vosotros no per-
donáis, vuestro Padre que está en los cielos tampoco
perdonará vuestras ofensas.‖
Esto es lo que Jesús quiere significar al declarar
que ―el hijo del hombre tiene potestad de perdonar
375

pecados en la tierra.‖ Quiere decir que, cuando el


hombre ha cometido un error, no queda aprisionado
irremisiblemente por su error, ni queda entregado en
las manos de un juez extraño -humano o divino- que
lo haya de juzgar y decidir de su suerte; sino que en
sus manos está el corregir y borrar el error y reinte-
grarse a la guía de la razón.
Hasta aquí, hemos analizado aquellos pasajes
evangélicos en los que la expresión ―hijo del hombre‖
tiene en labios de Jesús indudable y solamente el sig-
nificado de ―hombre‖. Esto me hace considerar tales
pasajes, como plenamente auténticos y confirma que
Jesús predicó el humanismo puro. Exalta al hombre a
la más elevada dignidad, lo coloca al centro del uni-
verso y, por tanto, al centro de la atención del mismo
hombre, lo hace superior a todas las formas eclesiásti-
cas y le concede la potestad divina de regirse a sí
mismo.
En varios otros lugares y de varias otras maneras,
unas más claras y otras más veladas, expone Jesús su
doctrina de riguroso humanismo. Ya vimos que toma
el testamento de José e invierte sus términos, hacien-
do que el hombre tome el lugar que José asignaba a
Dios al sustentar, ayudar, visitar y libertar a otro
hombre. Al decir a los discípulos: ―Vosotros sois la luz
del mundo‖ (Mt., V, 14), está atribuyendo a los hom-
bres algo que la Sagrada Escritura atribuye a Dios en
376

varias ocasiones; como en II Samuel, XXII, 29: ―Tú


eres mi lámpara, ¡oh Yavé! que ilumina mis tinieblas.‖
Y en el Salmo CXIX, 105: ―Tu palabra es para mis pies
una lámpara, es la luz de mis pasos.‖
Y cuando Jesús se da a sí mismo la designación
―hijo de Dios‖, no parece que se la atribuya por algo
que le sea exclusivo en lo particular, sino por el hecho
de ser hombre.
Quizá el obstáculo mayor para comprender correc-
tamente las palabras de Jesús consiste en que no se le
ve en realidad como verdadero hombre. Alguien ha
dicho que la iglesia siempre ha estado afectada de do-
cetismo. Como es sabido, se llama docetismo al siste-
ma que niega de alguna manera la realidad material
del cuerpo carnal de Cristo y lo considera como una
mera figura o apariencia. La iglesia combatió el doce-
tismo y, en contra, estableció como uno de sus princi-
pios básicos—en verdad, como el dogma fundamental
de su doctrina- la afirmación de que Jesucristo es ver-
dadero Dios y verdadero hombre. Pero el énfasis de la
creencia ha sido puesto siempre en el primer miembro
de esta afirmación y no en el segundo. Si hemos de
dar pruebas de esto, sin hacer una digresión demasia-
do larga, citaremos sólo dos: Primera.- Se invocan sus
milagros como prueba de su divinidad; lo que quiere
decir que se le atribuyen cosas que no son humanas, y
esto no podría hacerse si se le considerara verdade-
377

ramente hombre. Segunda.- Se toman sus palabras


como decretos lanzados con autoridad soberana e in-
condicionada, desde allá arriba sobre toda la humani-
dad; lo cual no podría hacer un verdadero hombre,
porque ni siquiera sería entendido por sus oyentes.
Aunque se envuelva en un enorme y descomunal
aparato de argumentos, disquisiciones y argucias te-
ológicas, lo cierto es que todos dentro del cristianismo
histórico, desde los pontífices y los grandes teólogos
hasta el más humilde de los fieles, siempre han visto a
Jesús como un Dios turista que alguna vez, allá hará
20 siglos, hizo una visita a la tierra, revistiéndose de
un cuerpo humano, al modo como algunos turistas
europeos que visitan el Oriente gustan de usar ropas
de la región; y que al dar por concluida su visita, re-
gresó a su domicilio, al Cielo, como había venido.
Ahora bien, si lo vemos así, ya no nos pueden servir
de ejemplo ni sus obras ni sus palabras. Ya no me
pueden servir de ejemplo sus obras, porque si son las
de un ser tan infinitamente superior a mí y cuya natu-
raleza no comparto, ¿cómo se me pueden ofrecer co-
mo modelos? Sin embargo, Jesús dijo: ―En verdad, en
verdad os digo que todo el que cree en mí hará tam-
bién las obras que yo hago, y las hará mayores.‖ (Jn.,
XIV, 12) Lo que quiere decir que él no hizo nada que
supere a la capacidad de un hombre; no hizo nada que
yo no pueda hacer. Aunque lo consideremos Dios, si lo
378

vemos humanado, tenemos que verlo actuando y


hablando como cualquier hombre podría hacerlo.
Si no lo consideramos como hombre verdadero, sus
palabras no serán inteligibles. Admitiendo que fuera
Dios encarnado, si quería hacerse entender de sus
oyentes inmediatos y directos, que lo veían en la figu-
ra de un hombre, tenía que usar palabras que tuvieran
sentido en la boca de un hombre y que, por ello, pu-
dieran y debieran ser repetidas por cualquiera. Sólo
así puede tener utilidad el que Dios hable a los hom-
bres con cuerpo de hombre. Si no fuera así; si Dios
quisiera hablar a los hombres desde su infinitamente
alta autoridad y refiriéndose a su persona como dife-
rente de la de los hombres, les hablaría en el Sinaí en-
tre rayos y truenos.
Luego debo escuchar las palabras de Jesús, todas
sus palabras, como las de un hombre verdadero igual
a mí. Entonces, cuando él dice: ―soy hijo de Dios‖, no
está pretendiendo atribuirse a sí mismo, en lo perso-
nal e indi- vidual, de una manera exclusiva y por ser
él, Jesús, una condición extraordinaria y única. Está
afirmando lo que cualquier hombre puede y debe
afirmar: que es hijo de Dios.
Jesús habla de Dios llamándolo padre. Ya esta sola
designación establece una diferencia fundamental en-
tre el Dios de Jesús y el Yavé terrible y justiciero del
379

Antiguo Testamento o el juez inexorable de los ese-


nios. Ya el sólo uso de la palabra padre altera total-
mente el concepto de la relación entre el hombre y
Dios y hace esta relación mucho más estrecha, íntima
y familiar. ―Ellos concebían a Dios como un déspota,
guardando las observancias ceremoniales en su casa;
él respiraba en la presencia de Dios. Ellos lo veían sólo
en su ley, que habían convertido en un laberinto de
oscuros desfiladeros, callejones sin salida y pasos se-
cretos; él lo veía y sentía en todas partes. Ellos estaban
en posesión de un millar de mandamientos suyos y
por eso creían que lo conocían; él tenía sólo uno, y por
él lo conocía. Ellos habían convertido la religión en un
tráfico terrenal, y no había nada más detestable; él
proclamó al Dios vivo y la nobleza del alma.‖ (Har-
nack, citado por S. Neill, La Interpretación del Nuevo
Testamento, IV)
Pero a este concepto de la paternidad de Dios se le
pueden hallar todavía antecedentes en el Antiguo Tes-
tamento. Los autores judíos han señalado las varias
ocasiones en las que se llama padre a Dios, tanto en la
biblia judía cuanto en la literatura talmúdica, y en las
cuales se menciona la relación de Israel con Yavé co-
mo relación de hijo a padre; aunque reconocen que en
todas estas ocasiones el concepto no tiene ni el énfasis
ni el tono ni el alcance que adquiere en boca de Jesús.
(Por ejemplo, Klausner, Jesús of Nazareth, VIII, 4)
380

Pero en donde está la novedad de la doctrina de


Jesús, aquello en lo que consiste su valor profundísi-
mo y su radical diferencia, es en la identificación del
Hijo con el Padre. Si, como acabo de decir, oímos las
palabras de Jesús como palabras de un hombre, que
cualquier otro hombre puede pronunciar justificada-
mente, descubriremos la hondura del purísimo
humanismo de Jesús. ―El Padre obra y yo obro... Lo
que el Padre hace lo hace igualmente el Hijo‖ (Jn., V,
17 Y 19) ―El Padre que mora en mí hace sus obras.‖
(Jn., XIV, 10) Esto es decir que Dios obra cuando yo
obro; que Dios, para mí, no tiene otras manos que mis
manos. ―El Padre está en mí y yo en el Padre.‖ (X, 38)
―Yo y el Padre somos una sola cosa.‖ (X, 30) No es
ésta una actitud ateísta, puesto que se distingue con-
ceptualmente entre el Padre y el Hijo. Pero sí es una
actitud cabalmente humanista, en la que se funden
trascendencia e inmanencia. El Padre no es ese Dios
―allá arriba‖ o ―allá afuera‖ que conciben todas las teo-
logías.
El Dios superior y externo al hombre, que predican
todas las religiones, el Dios que es pura alteridad, no
ha podido satisfacer nunca ni a los espíritus altamente
reflexivos ni a los místicos hondamente emotivos. Y
esto, aparte de otras razones, por la fundamental de
que, si yo lo concibo como algo radicalmente ―otro‖ y
distinto de mí, ya no lo puedo admitir como absoluto;
381

porque lo que yo soy le falta a él; donde yo termino, él


termina; mis linderos son sus linderos. Podré imagi-
narlo como enormemente mayor que yo e incalcula-
blemente más poderoso que yo, pero como un ser en-
tre los seres. Sólo concibiéndolo como el Gran Todo y
como la esencia misma del ser, en la que estoy plena-
mente inmerso y que está plenamente en mí, puedo
considerarlo absoluto. Cuando Moisés pregunta su
nombre a Dios, él le responde: ―Yo soy el que es‖
(Exodo, III, 14), o con mayor precisión: yo soy lo que
es; yo soy la esencia del ser. Dios es, pues, la esencia
del ser y de la vida. Dios es la existencia.
Esta esencia del ser y de la vida la tengo en mí en
plenitud, en totalidad, puesto que no es fraccionable.
Pero no la poseo con exclusión de otros; ya que en los
otros seres está también en plenitud, en totalidad.
Como tal esencia, es incomprensible para mí, ya que
carece de género superior; pero la siento como mía
con la mayor inmediatez y evidencia. Si no puedo co-
nocer esa esencia, puedo conocerme a mí como indi-
viduo existente y vivo y, al conocerme, conozco la
esencia del ser en cuanto me es posible ontológica-
mente y en cuanto me es necesario y útil para mi vida
y para regir mi conducta. ―Yo soy el camino, la verdad
y la vida; nadie viene al Padre sino por mí. Si me hab-
éis conocido, conoceréis también al Padre. Desde aho-
ra lo conocéis y lo habéis visto. Felipe le dijo: Señor,
382

muéstranos al Padre y nos basta. Jesús le dijo: Felipe,


¿tanto tiempo ha que estoy con vosotros y no me hab-
éis conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Pa-
dre. ¿Cómo dices tú: muéstranos al Padre? ¿No crees
que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?‖ (Jn., XIV,
6-10) Si el absoluto, lo que es en sí, la esencia divina
es incomprensible e inconocible, toda ciencia directa
de Dios es vana y frustránea. La teología es una cien-
cia sin materia posible. Pero como el hombre, el Hijo,
sí es conocible, debe ser el hombre el motivo de nues-
tra atención, de nuestro estudio y de nuestra conside-
ración. La única teología posible es antropología. Por
esto dijo Jesús: ―¿Has visto a tu hermano? Has visto a
tu Dios.‖ (Clemente de Alejandría, Strom., I, 19, 94, 5)
Toda la doctrina de Jesús, es, pues, necesaria y radi-
calmente antropocéntrica. ―El Padre no juzga a nadie,
sino que ha entregado al Hijo todo el poder de juzgar,
para que todos honren al Hijo, como honran al Padre.
El que no honra al Hijo no honra al Padre.‖ (Jn., V,
22-3) ―Así como el Padre tiene la vida en sí mismo, así
dio también al Hijo tener vida en sí mismo, y le dio
poder de juzgar, por cuanto él es hijo del hombre.‖ (V,
26-7) ―El Padre ama al Hijo y ha puesto en su mano
todas las cosas. El que cree en el Hijo tiene la vida
eterna; el que rehusa creer en el Hijo no verá la vida.‖
(III, 35-6)
383

Pero todo esto constituye terrible e intolerable blas-


femia. Y encontramos perfectamente explicable que
por esto sus parientes lo consideraran enajenado, las
turbas lo abandonaran, y que ―por esto los judíos bus-
caban con más ahinco matarlo, porque no sólo que-
brantaba el sábado, sino que decía a Dios su padre,
haciéndose igual a Dios.‖ (Jn., V, 18) Y después de que
les dijo: ―yo y el Padre somos una sola cosa, de nuevo
los judíos trajeron piedras para apedrearlo. Jesús les
respondió: muchas obras os he mostrado de parte de
mi padre. ¿Por cuál de ellas me apedreáis? Respondié-
ronle los judíos: por ninguna obra buena te apedrea-
mos, sino por la blasfemia, porque tú, siendo hombre,
te haces Dios. Jesús les replicó: ¿no está escrito en
vuestra ley: yo digo: dioses sois? Si llama dioses a
aquellos a quienes fue dirigida la palabra de Dios -y la
escritura no puede fallar-, de aquel a quien el Padre
santificó y envió al mundo decís vosotros: blasfemas,
porque dije: soy hijo de Dios?‖ JIn., X, 30-6)
Con esto podemos entender otros pasajes en los
que se presenta al hijo del hombre en gloria y majes-
tad.
Así, en el proceso ante el sanedrín, después de la
imputación de haber dicho que destruiría el templo y
lo reedificaría en tres días, el sumo pontífice dijo a
Jesús: ―Te conjuro por el Dios vivo que nos digas si tú
eres el Cristo, el Hijo de Dios. Dícele Jesús: Tú lo has
384

dicho. Y os digo que un día veréis al hijo del hombre


sentado a la diestra del poder y venir sobre las nubes
del cielo.‖ (Mt., XXVI, 63-4; Mc., XIV, 61-2)
Aquí, en las palabras de Jesús, hay una clara alu-
sión a la visión de Daniel: ―Vi venir en las nubes del
cielo a un como hijo de hombre, que se llegó al ancia-
no de muchos días y fue presentado a éste. Fuele dado
el señorío, la gloria y el imperio, y todos los pueblos,
naciones y lenguas le sirvieron, y su dominio es domi-
nio eterno que no acabará nunca, y su imperio, impe-
rio que nunca desaparecerá.‖ (Daniel, VII, 13) Es al
hombre, al hombre de carne y hueso y no a ningún ser
mítico, sobrenatural o divino, a quien se atribuye la
visión profética.
Y esto es precisamente lo que es considerado blas-
femia por el sumo sacerdote y por todo el sanedrín.
Pues inmediatamente después se dice: ―El sumo sa-
cerdote entonces rasgó sus vestiduras y dijo: ha blas-
femado. ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Vo-
sotros habéis oído su blasfemia. ¿Qué os parece? Ellos
respondieron y dijeron: es reo de muerte.‖ (Mt.,
XXVI, 65-6)
Muchos teólogos y escrituristas han hecho notar
que no había blasfemia alguna en las palabras de
Jesús que justificara la sentencia del sanedrín; pues,
dicen, no era blasfemia que alguien se atribuyera
385

carácter mesiánico ni menos que alguien citara una


profecía del Antiguo Testamento. Pero si entendemos
la doctrina de Jesús como la he venido exponiendo, la
blasfemia era muy clara. Se le imputa, primero, haber
dicho que destruiría el templo hecho de mano de
hombre y lo sustituiría por otro no hecho de mano de
hombre, imputación a la que Jesús callaba, lo que
quiere decir que la aceptó. Después se le interroga
acerca de si es él el Mesías, es decir si él se considera
el hombre que ha de traer al mundo el reino de Dios.
Jesús no pudo haber respondido a esto sino en los
términos de su doctrina, como él la había predicado.
Aunque no nos hayan llegado todos los términos de su
declaración en el relato del proceso, tuvo que haber
respondido haciendo saber que él era el Mesías, por-
que él traía a los hombres el reino de Dios, ya que les
había dicho que el reino estaba en el interior de cada
uno y a disposición de cada uno. Pero entonces, tuvo
que hacer notar que cada hombre es también mesías
para sí mismo, puesto que él es quien abre o no para sí
las puertas del reino, las puertas de su propia felici-
dad; que entonces, él es el Mesías, como lo es cada
uno de los hombres, y que es el hombre de carne y
hueso, el hombre común, el que, cuando logre ingre-
sar por sí mismo al reino de los cielos, quedará glorio-
so y potente como la figura de la visión de Daniel.
386

Pero establecer así al hombre como centro de toda


gloria y de todo honor, superior al culto de adoración
a la divinidad e identificado con Dios constituia en-
tonces una terrible blasfemia a los oídos de los miem-
bros del sanedrín, como lo constituye hoy para los oí-
dos de cualquier jerarquía eclesiástica. Con razón —
desde su punto de vista eclesiástico y teocrático— el
sanedrín consideró a Jesús blasfemo y reo de muerte.

Hay otros pasajes en los evangelios, en que la ex-


presión ―Hijo del Hombre‖ parece referirse a Jesús
mismo en lo personal, de manera que, en su boca, fue-
ra un equivalente de ―yo‖. Así en Mateo, XVI, 13, pre-
gunta Jesús a sus discípulos: ―¿Quién dice la gente
que es el Hijo del Hombre?‖, mientras en los pasajes
paralelos (M c., VIII, 27 y Lc., IX, 18) pregunta:
―¿Quién dicen las gentes que soy yo?‖ Y en el mismo
pasaje de Mateo, cuando los discípulos le responden:
―unos dicen que Juan el Bautista, otros que Elías,
otros que Jeremías o alguno de los profetas‖, él les di-
ce: ―pero vosotros, ¿quién decís que soy yo?‖.
Es posible que aquí la discrepancia entre los sinóp-
ticos se deba a incomprensión de alguno o algunos de
ellos. Que Jesús haya formulado la pregunta refirién-
dose a sí mismo en lo individual (como dicen Marcos
y Lucas), y que Mateo haya sustituido indebidamente
387

el ―yo‖ por ―hijo del hombre‖. También es posible que


la pregunta de Jesús haya estado formúlada tal como
aparece en Mateo, queriendo inquirir qué entendía la
gente común con la expresión usada en el Salmo VIII
y en el Libro de Daniel, y que los otros dos evangelis-
tas, Marcos y Lucas, hayan cambiado indebidamente
para poner en su lugar el pronombre de primera per-
sona.
Pero también es posible -y a mí me parece más
probable- que la expresión pueda ser puesta en boca
de Jesús como un sinónimo de ―yo‖. Y esto, por dos
razones. Porque si él usaba la expresión ―hijo del
hombre‖ como sinónimo de ―hombre‖, podía atri-
buirsela a sí mismo, como a uno de los hombres.
Además, encuentro muy verosímil que si él usaba fre-
cuentemente esta expresión y la usaba para predicar
una doctrina tan nueva y llamativa, la gente a su alre-
dedor se la haya aplicado a él como apodo. Vemos to-
dos los días que cuando un individuo usa con insis-
tencia cierta palabra o cierta expresión, y sobre todo
cuando con ella pretende colocarse en una actitud que
discrepa de lo vulgar, la gente tome esa palabra o esa
expresión para aplicársela, a manera de apodo, al in-
dividuo que la emplea.
Igual significado parece tener la expresión en Ma-
teo, XXVI, 2: ―Sabéis que dentro de dos días es la pas-
cua y el Hijo del Hombre va a ser entregado para que
388

lo crucifiquen.‖ Y también en Mateo, XXVI, 45 y su


paralelo, Marcos, XIV; 41, cuando en el huerto de los
Olivos, al advertir que llegan a prenderlo, dice Jesús:
―Mirad, ha llegado la hora en que el Hijo del Hombre
va a ser entregado en manos de pecadores.‖
Lo mismo en Lucas, XXII, 48, cuando dice a Judas:
―¿Con un beso entregas al Hijo del Hombre?‖
Y más claramente aún en Mateo, XI, 18-9 y su pa-
ralelo Lucas, VII, 34: ―Vino Juan el Bautista, que no
comía pan ni bebía vino, y decís: tiene un demonio.
Ha venido el Hijo del Hombre, que come y bebe, y
decís: he aquí un hombre comedor y bebedor, amigo
de publicanos y pecadores.‖ Y en Juan, IX, 35-7:
―¿Crees en el Hijo del Hombre? Respondió él y dijo:
¿quién es, señor, para que crea en él? Díjole Jesús: lo
estás viendo; es el que habla contigo.‖
―Hijo del Hombre‖ también parece estar referido a
Jesús en lo personal, en los tres pasajes de anuncios
de la pasión. (Mc., VIII, 31; IX, 31; X, 33 y sus parale-
los) En el primero de estos casos, el texto de Mateo
sustituye la expresión ―Hijo del Hombre‖ por una re-
ferencia directa e indudable a la persona de Jesús.
Volveré después a estudiar estos pasajes, que con-
sidero sobrecargados de profecías hechas post even-
tum. Aquí sólo me interesan para demostrar que
389

Jesús era llamado comúnmente (y él se designaba) "el


Hijo del Hombre."
Esto queda confirmado con el hecho de que, cuan-
do Santiago el Justo habla al pueblo de Jerusalén des-
de lo alto del templo les dice: "¿Por qué me preguntáis
acerca de Jesús Hijo del Hombre?" (Hist. Ecl., II, 23)
Aquí vemos que éste era el nombre con el que se le
identificaba, el nombre con el que era conocido por el
pueblo.
Esto me lleva a formular una hipótesis que explique
históricamente y dé significado simbólico al extraño
suceso de la elección entre Jesús y Barrabás.
Los cuatro evangelistas refieren este hecho en for-
ma semejante en sus rasgos principales, aunque dis-
crepen en los detalles y en la forma de referirlo. El re-
lato de Mateo dice así: "Era costumbre que el procu-
rador, con ocasión de la fiesta diese a la turba la liber-
tad de un preso, el que pidieran. Había entonces un
preso famoso llamado Barrabás. Estando, pues, re-
unidos, les dijo Pilato: ¿a quién queréis que os suelte:
a Barrabás o a Jesús llamado el Cristo? … Los prínci-
pes de los sacerdotes y los ancianos persuadieron a la
muchedumbre que pidiesen a Barrabás e hicieran pe-
recer a Jesús. Tomando la palabra el procurador, les
dijo: ¿a quién de los dos queréis que os suelte? Ellos
respondieron: a Barrabás. Díjoles Pilato: entonces,
390

¿qué queréis que haga con Jesús el llamado Cristo?


Todos dijeron: crucifícalo. Dijo el procurador: ¿y qué
mal ha hecho? Ellos gritaron más diciendo: ¡crucifíca-
lo!" (XXVII, 15-23)
Muchos historiadores y escrituristas han objetado
la verdad de este suceso, apoyándose en que no existe
dato ni indicio alguno, fuera de los relatos evangéli-
cos, que confirme la existencia de la costumbre de que
el procurador romano soltase, con motivo de la fiesta,
un preso que el pueblo le pidiese, costumbre que, por
otra parte, no se ajustaría al modo como las autorida-
des romanas ejercían su imperio en las provincias
conquistadas, ni menos, en el caso concreto, con lo
que se sabe del temperamento y de la manera de ac-
tuar de Pilato.
Por otro lado, no se ve con qué objeto refieren los
evangelistas este hecho.
La hipótesis que formularé en seguida lo explica y
le da sentido.
En varios manuscritos antiguos del evangelio de
Mateo, se da a Barrabás el nombre de Jesús: Jesús
Barrabás, que en la forma aramea, era: Yoshua Bar-
Abba, significando Bar-Abba "Hijo del Padre". Si,
como he tratado de demostrar, Jesús de Nazaret había
adquirido el apodo, con que era conocido entre el
pueblo, de "Hijo del Hombre", (en arameo: Bar-
391

Nasha), entonces tenemos un marcado paralelismo y


una gran semejanza entre los nombres de los dos in-
dividuos de que aquí se trata: Yoshua Bar-Abba y
Yoshua Bar-Nasha, Jesús el Hijo del Padre y Jesús el
Hijo del Hombre.
Es cierto que en estos pasajes de los evangelios no
se da este nombre a Jesús de Nazaret; pero los textos
varían en los nombres que le dan, y ninguno de ellos
parece apropiado a la circunstancia. El texto de Mar-
cos (XV, 9) dice: "Pilato respondió y les dijo: ¿queréis
que os suelte al Rey de los Judíos?" Por su parte, Ma-
teo, en el pasaje paralelo (XXVII, 17) dice: "¿A quién
queréis que os suelte? ¿A Barrabás o a Jesús llamado
Cristo?" Aparte de que, como se ve, discrepan las dos
versiones, no parece que ninguna de ellas use el nom-
bre adecuado. Comentaristas de Marcos han hecho
notar que este evangelista no usa nunca la expresión
"Rey de los Judíos" antes del capítulo XV que se inicia
con el juicio ante Pilato de que estamos tratando, y
que de allí en adelante la usa con mucha frecuencia. Y
algunos pretenden explicar esto diciendo que, para
formular la acusación ante Pilato, se usó esta expre-
sión en lugar de la de Mesías (que no sería fácilmente
comprensible por un no judío), para subrayar las im-
plicaciones políticas que podrían interesar al procura-
dor romano. Pero esto no explica que Pilato usara esta
expresión ante las turbas, porque las turbas, a su vez,
392

no la habrían entendido, ni podrían haber identificado


con ella a Jesús, que nunca se había presentado ante
ellos con pretensiones mesiánicas ni de aspiración a la
realeza.
Por esta última razón, es también inaceptable la
designación "Jesús el Cristo", es decir: el Mesías, que
usa Mateo. En cambio, la expresión "el Hijo del Hom-
bre" sí servía para identificar ante la turba a Jesús de
Nazaret, si con ella era conocido popularmente. Y te-
nemos una corroboración de esto en el texto de Juan.
Inmediatamente después de haber hablado de la elec-
ción entre Jesús y Barrabás, y aun, al parecer, for-
mando parte del mismo hecho, dice Juan (XIX, 4-5):
"Salió otra vez Pilato fuera y les dijo: yo os lo saco fue-
ra para que sepáis que no encuentro en él culpa nin-
guna. Jesús salió entonces llevando la corona de espi-
nas y el manto de púrpura. Pilato les dice: he aquí el
hombre." "El hombre" (homo en latín, antropos en
griego) es la forma como naturalmente traduce un
hombre de habla latina o de habla griega la expresión
Bar-Nasha.
Todo esto me lleva a suponer lo siguiente: No exist-
ía la costumbre que mencionan los evangelios. Un
grupo más o menos grande de partidarios de Barrabás
se presenta intercediendo por él y pidiendo a Pilato
que lo suelte de su prisión; y para ello lo mencionan
por su nombre propio: Jesús. Pilato tiene dos presos
393

del mismo nombre: Bar-Abba y Bar-Nasha. Enton-


ces, para aclarar, pregunta a la turba de solicitantes:
¿A quién queréis que os suelte, a Yoshua Bar-Abba o
a Yoshua Bar-Nasha? ¿A Jesús el Hijo del Padre o a
Jesús el Hijo del Hombre? Entendido así, el caso re-
sulta perfectamente verosímil y explicable.
Además, cobra una profunda significación simbóli-
ca. A la turba se le da a elegir entre "el hombre", el
hombre maduro, adulto, responsable, dueño de su ser
y de su destino y atenido a sus propios recursos, y "el
hijo de papá", el inmaduro, el subordinado, el atenido
a que lo mantengan y lo dirijan, lo que hoy llamaría-
mos el "junior". Y la turba -como siempre han hecho y
harán las turbas- elige a éste último.. Aquí vemos ex-
puesta de dramática manera la eterna disyuntiva en-
tre la libertad y la servidumbre. Más tarde, el mundo,
deificará al "Hijo del Hombre", pero seguirá prefi-
riendo al "hijo de papá". El mundo, como dice Díaz
Mirón, "imita a Barrabás y adora al Justo."

Continuemos ahora con el estudio de los pasajes en


que se menciona el Hijo del Hombre en los tres anun-
cios de la pasión. Aquí tenemos otro caso en que po-
demos ver cómo un texto evangélico va creciendo por
sucesivas adiciones: Empecemos por el texto que yo
creo original (o más próximo al original) y que es el
394

más breve y escueto: "Oíd esto que digo: el Hijo del


Hombre ha de ser entregado en manos de los hom-
bres." (Lc., IX, 44)
Es perfectamente sabido que el hombre superior, el
que destaca de entre el vulgo, el que se eleva sobre el
nivel de la mayoría, el que tiene una recia personali-
dad y una clara individualidad, el que no se pliega a
los dictados de la masa ni se somete a los comunes
prejuicios, despierta la envidia y el resentimiento del
vulgo y, por ello, se ve grandemente expuesto a ca-
lumnias, ataques y crueles persecuciones. Muy bien
dijo esto Sor Juana Inés de la Cruz -que lo padeció en
carne propia- en su Respuesta a Sor Filotea, de la que
entresaco las siguientes frases: "Cierto, señora mía,
que algunas veces me pongo a considerar que el que
se señala --o le señala Dios, que es quien sólo lo puede
hacer- es recibido como enemigo común, porque pa-
rece a algunos que usurpa los aplausos que ellos me-
recen o que hace estanque de las admiraciones a que
aspiraban, y así le persiguen... ¿Cuál fue la causa de
aquel rabioso odio de los fariseos contra Cristo,
habiendo tantas razones para lo contrario? .. Júntanse
en su concilio y dicen: ¿quid facimus, quia hic homo
multa signa facit? ¿Hay tal causa?.. ¡V álgame Dios,
que el hacer cosas señaladas es causa para que uno
muera!... ¿Señalado? ¡Pues padezca, que eso es el
premio de quien se señala!... Cualquiera eminencia, ya
395

sea de dignidad, ya de nobleza, ya de riqueza, ya de


hermosura, ya de ciencia, padece esta pensión; pero la
que con más rigor la experimenta es la del entendi-
miento. Lo primero, porque es el más indefenso, pues
la riqueza y el poder castigan a quien se les atreve, y el
entendimiento no, pues mientras es mayor es más
modesto y sufrido y se defiende menos. Lo segundo es
porque, como dijo doctamente Gracián, las ventajas
en el entendimiento lo son en el ser. .. Sufrirá uno y
confesará que otro es más noble que él, que es más ri-
co, que es más hermoso, y aun que es más docto; pero
que es más entendido apenas habrá quien lo confiese.
.. Cuando los soldados hicieron burla, entretenimiento
y diversión de nuestro señor Jesucristo, trajeron una
púrpura vieja y una caña hueca y una corona de espi-
nas para coronarle por rey de burlas. Pues ahora, la
caña y la púrpura eran afrentosas, pero no dolorosas;
pues ¿por qué sólo la corona es dolorosa? ¿No basta
que, como las demás insignias, fuese de escarnio o ig-
nominia, pues ese era el fin? No, porque la sagrada
cabeza de Cristo y aquel divino cerebro eran depósito
de la sabiduría; y cerebro sabio en el mundo no basta
que esté escarnecido, ha de estar también lastimado y
maltratado; cabeza que es erario de sabiduría no espe-
re otra corona que de espinas. .. Es el triunfo de sabio
obtenido con dolor y celebrado con llanto, que es el
modo de triunfar la sabiduría; siendo Cristo, como rey
396

de ella, quien estrenó la corona, porque santificada en


sus sienes, se quite el horror a los otros sabios y en-
tiendan que no han de aspirar a otro honor."
Pero hay una razón más, que Sor Juana no expresa,
para la aversión del vulgo por el hombre superior. Y
esta es la más profunda y la más importante. El hom-
bre superior, libre y guiado sólo por su razón, agravia
al hombre vulgar porque, con su sola existencia, le
pone de manifiesto lo que el vulgar perdió al incurrir
en el pecado contra el espíritu, al renunciar a la razón
y a la libertad.
Desde la mitología griega está representada la pa-
sión del superhombre en el mito de Prometeo ("el que
piensa primero"), aquel que por haber robado para los
hombres el fuego del cielo, fue encadenado en un pi-
cacho del Cáucaso, donde un buitre le roe diariamente
el hígado, que se le restaura por las noches, para hacer
su tormento infinito.
Esto mismo es lo que describe Roark, el personaje
de Ayn Rand, en su discurso ante el jurado:
"Hace miles de años, un hombre descubrió por
primera vez cómo hacer fuego, y probablemente fue
quemado en la misma pira que había enseñado a sus
hermanos a encender. Lo consideraron como un mal-
hechor que había tenido tratos con un demonio temi-
do por la humanidad. Pero desde entonces, los hom-
397

bres dispusieron del fuego para calentarse, para cocer


sus alimentos y para alumbrar sus cuevas. Les había
dejado un regalo que ellos no habían concebido y que
había arrojado las tinieblas fuera de la tierra. Siglos
más tarde, un hombre inventó la rueda. Probablemen-
te murio desgarrado en la misma rueda que había en-
señado a sus hermanos a construir. Lo consideraron
un trasgresor que se había aventurado en territorio
prohibido. Pero en adelante, los hombres pudieron
viajar a todas partes traspasando todos los horizontes.
Les había dejado un regalo que no habían concebido y
les había abierto todos los caminos del mundo. .. A
través de los siglos, hubo hombres que dieron los pri-
meros pasos por ignotos caminos, provistos sólo de su
propia vision. Sus metas fueron diferentes; pero todos
ellos tuvieron esto en común: que el paso era el pri-
mero, el camino nuevo, y la visión propia. Y la retribu-
ción que recibieron, el odio." (El Manantial, IV, 18)
Por la misma razón, los herejes han sido persegui-
dos y quemados en tantas ocasiones. El hereje es, eti-
mológicamente, "el que escoge."
No por adivinación, sino aplicando la razón y espe-
cialmente la psicología, pudo Jesús anunciar que
quienes lo siguieran se exponían a graves peligros y
serían probablemente objeto de persecuciones.
"Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los
sanedrines, y en sus sinagogas os azotarán. Por mi
398

causa seréis llevados a los gobernadores y a los reyes.


.. El hermano entregará al hermano a la muerte, el
padre al hijo, y se levantarán los hijos contra los pa-
dres y les darán muerte. Seréis aborrecidos de todos
por mi nombre.." (Mt., X, 17-8; 21-2) "Si el mundo os
aborrece, sa bed que me aborreció a mi primero que a
vosotros. Si fueseis del mundo, el mundo amaría lo
suyo; pero porque no sois del mundo, sino que yo os
escogí del mundo, por eso el mundo os aborrece..... Si
me persiguieron a mí, también a vosotros os perse-
guirán... Os echaran de las sinagogas; pues llega la
hora en que todo el que os quite la vida pensará pre-
star un servicio a Dios." (Jn., XV, 18-9,20; XVI, 2) Los
discipulos de Jesús, los que siguen su doctrina indivi-
dualista y humanista no son del mundo. Si fueran del
mundo serían conformistas y gregarios, seguirían los
dictados de la masa; y la masa los aprobaría. Pero co-
mo no son del mundo, como son los escogidos, los se-
lectos, la masa los aborrece, como aborreció a Jesús. Y
cuando las masas, o sus directores, los hombres-
masas, matan al hereje (a aquel "que escoge"), creen
hacer un servicio a Dios.
Por eso, Jesús pudo anunciar que el Hijo del Hom-
bre sería traicionado y perseguido. Sabía que al predi-
car el individualismo y el humanismo, al combatir el
ritualismo y la hipocresía, al identificar al hombre con
Dios y proclamar la libertad en la razón, había provo-
399

cado el odio de todos, desde los proceres hasta el po-


pulacho.
Y este es el sentido de la pasión de Jesús. Imaginar
la pasión de Cristo como un sacrificio expiatorio por
los pecados de los hombres ha sido una de las ideas
más absurdas y disparatadas que hayan podido cruzar
por una mente humana. ¿Cómo es posible pensar que
mi conciencia se limpia de la mancha de la culpa por-
que otro padezca? ¿Que relación lógica puede existir
entre una cosa y otra? ¿Podemos concebir un Dios
que, ofendido por los pecados de los hombres, sólo se
apacigua y perdona si se le da dolor, sangre y muerte?
¿Qué sale ganando Dios -si no es un sádico- con que
alguien padezca y muera? Y el Dios que nos pintan no
se sacia con todo el dolor de toda la humanidad su-
friente. Exige más. Exige que sea precisamente su hijo
el que padezca y muera. ¿Qué son, frente a este Dios,
todos los personajes delirantes y enfermos que nos
pinta el Marqués de Sade? Para haber imaginado una
idea tan loca y disparatada, es preciso haber invertido
todos los valores; es preciso considerar la vida, el
amor y el placer como males, y la muerte, el odio y el
dolor como bienes. ¿Y cómo es esto posible? Vuelvo a
mi tesis fundamental: el hombre tiene miedo a la li-
bertad y a la razón, es decir a la vida, y se refugia en la
esclavitud y el delirio, es decir en la muerte. Busca in-
conscientemente la destrucción, y esto lo lleva a santi-
400

ficar el padecimiento y la efusión de sangre y a decla-


rar pecados el goce y la alegría.
Y no es extraño que la idea del valor expiatorio de
la pasión de Cristo vaya unida a la idea del pecado ori-
ginal, a la idea de que el hombre nace en pecado, lo
que quiere decir que el hecho mero de ser hombre es
algo sucio, y a la idea de la santidad de la mortifica-
ción (padecer es bueno, gozar es malo), como lo ex-
presa esa perfecta flor del masoquismo canonizado,
Santa Margarita María de Alacoque, en su lema: "O
padecer o morir." En todo ello, la actitud mental es la
misma: antivida.
¿Cuál es, pues, el verdadero sentido de la pasión de
Jesús? Significa el padecimiento y la persecucion a la
que está expuesto siempre el heroe, el hombre supe-
rior. Y si está expuesto a ello, muchas veces se reali-
zará el riesgo y padecera. El no busca el padecimiento
ni la persecución. Los repugna, los reprueba y le des-
agradan. Pero los acepta como riesgo si, al precio de
este riesgo, se realiza a si mismo, si con ello logra
cumplir su altísima misión de integrarse en su ser ra-
cional; lo que, por el hecho mismo, habrá de redundar
en "salvación de muchos."
La prueba de que Jesús repugna el dolor y la muer-
te, la tenemos en el huerto de los olivos. El temor a la
pasión y a la muerte -que prevé próximas y gravemen-
401

te amenazadoras- lo altera hasta producirle el "sudor


de sangre" de que habla Lucas, y que debemos enten-
der como enfática expresión de una realidad humana:
la honda repugnancia ante el dolor inminente.
Pero el conocimiento pleno del peligro y de su
magnitud no lo hacen desertar de su misión. Por esto
rechaza la insinuación de Pedro de que rehuya el ries-
go abandonando su empresa. (Mt., XVI, 22-3) Del
mismo modo, Prometeo no habría dejado de robar el
fuego, aunque previera que iba a ser quemado en él, y
el inventor de la rueda no habría desistido de su em-
presa aunque se le anunciara que perecería en su in-
vento.
Se habla de la virtud redentora de la sangre de Cris-
to; se dice, con voz de Isaías, que "en sus llagas hemos
sido curados." Esto es cierto si se entiende correcta-
mente. Muchas veces leemos que la sangre (o la muer-
te) de los heroes nos dio libertad. Es claro que la liber-
tad obtenida como resultado de una guerra libertaria
no tiene como causa precisa y concreta la muerte de
los heroes que lucharon en esa guerra. Tomada como
hecho concreto, la muerte del heroe dificultó más que
causó la victoria (puesto que suprimió a un valioso
combatiente). Lo que fue causa de victoria fue su de-
nuedo y su valor personal al entregarse a la lucha des-
preciando el riesgo. El triunfo se debe tanto a los que
murieron como a los supervivientes. Entonces, cuan-
402

do la victoria se atribuye a la muerte o a la sangre de-


rramada, se esta usando una figura de dicción que to-
dos entendemos.
Pues, si usamos la misma figura, podemos decir
que Jesús derramó su sangre para salvación de mu-
chos. Jesús estableció el valor supremo de la felicidad,
predicó el individualismo y el humanismo, la libertad
y la alegría de vivir. Todo esto es salvación para quie-
nes lo entiendan y lo pongan en práctica. "El hijo del
hombre no ha venido para ser servido sino para servir
y dar su vida como rescate de muchos." (Mc., X, 45;
Mt., XX, 28)
Por estas razones creo que de los tres "anuncios de
la pasión" que aparecen en los evangelios sinópticos,
el que más se aproxima a las palabras originales de
Jesús y que, por ello, debe ser considerado auténtico,
es el contenido en Lucas, IX, 44: "El Hijo del Hombre
ha de ser entregado en manos de los hombres."
Este texto está copiado en Marcos, IX, 31 y Mateo,
XVII, 22; pero ya con una adición: "y le darán muerte
y resucitará al tercer día", que indudablemente está
puesta para que las palabras originales de Jesús -que
se referían al azaroso destino del hombre superior y a
la reprobación que encuentra en el vulgo- aparezcan
como anuncio profético de su muerte y de su resurrec-
ción.
403

Otra versión aceptable se encuentra en Lucas IX,


22 a: "Es preciso que el hijo del hombre padezca y que
sea rechazado por los ancianos y los príncipes de los
sacerdotes y los escribas." El texto hasta aquí no hace
sino expresar lo mismo que he venido diciendo: que el
hombre superior encuentra la reprobación de la ma-
yoría y especialmente la reprobación de quienes ejer-
cen la autoridad de la ortodoxia y de la "ciencia ofi-
cial". Pero también aquí el texto está adicionado (en
los tres evangelios) por el mismo anuncio profético de
que será muerto y resucitará al tercer día.
Estas adiciones con expresiones de anuncios de la
suerte personal que espera a Jesús se enriquecen y se
dan con más pormenor en el tercer caso (Mt., XX,
17.9; Mc., X, 32.;4; Lc., XVIII, 31.4): "El Hijo del
Hombre será entregado a los príncipes de los sacerdo-
tes y a los escribas, que lo condenarán a muerte y lo
entregarán a los gentiles, y se burlarán de él y lo escu-
pirán y lo azotarán y Ie darán muerte, pero a los tres
días resucitará." (Mateo añade que lo crucificarán)
Todas estas adiciones son evidentemente profecías
post eventum.
Por otra parte, el texto de Lucas que acabamos de
citar está precedido por ciertas palabras que no hacen
sino confirmar la falsedad del pasaje: "Tomando apar-
te a los doce les dijo: mirad, subimos a Jerusalén y se
404

cumplirán todas las cosas escritas par los profetas del


Hijo del Hombre: será entregado a los gentiles, etc."
Ahora bien, es positivamente cierto que ninguno de
los profetas escribió nada acerca de que el Hijo del
Hombre fuera entregado a los gentiles, insultado, azo-
tado, etc. Ni siquiera en el extracanónico libro de Enoc
hay una sola palabra que ni remotamente pueda refe-
rirse a estas cosas.
La misma afirmación gratuita de que los padeci-
mientos del Hijo del Hombre "estaban escritos" apa-
rece en Marcos, IX, 12. Pero, aparte de que a éste
también le es aplicable lo que acabo de decir con rela-
ción al texto de Lucas, todo el pasaje es tan enrevesa-
do e inconsistente que resulta totalmente inaceptable.
El pasaje sigue inmediatamente al relato de la transfi-
guración y, sin guardar ninguna relación lógica con las
palabras que le anteceden, dice: "y le propusieron esta
cuestión: ¿cómo dicen los escribas que debe venir an-
tes Elías? Y les con- testó: Elías, ciertamente, vendrá
antes, y lo restablecerá todo. Más ¿cómo está escrito
del Hijo del Hombre que sufrirá mucho y será des-
honrado? Pues bien, os digo que Elías ha venido y han
hecho con él lo que han querido, como estaba escrito."
Muchos exégetas se han quebrado en vano la cabe-
za tratando de entender este pasaje. Sin entrar aquí a
su estudio (que no me interesa), sólo haré notar que si
Elías había de venir antes que el Mesías y habría de
405

"restablecerlo todo", ¿qué objeto tenía ya la venida del


Mesías? Y si ya había venido y habían hecho con él,
"cuanto habían querido", ¿qué era lo que había resta-
blecido? Y por último, que en ninguna parte está es-
crito que con Elías, en su vuelta a la tierra, habrían de
hacer cuanto quisieran.
Esta afirmación de que estaba escrito que el Hijo
del Hombre habría de padecer y ser deshonrado sólo
pudo ser hecha después de un largo proceso de adap-
tación que condujera a una doble identificación: del
"Hijo del Hombre" con el Mesías y del Mesías con el
siervo sufriente de Isaías. Todo esto no pudo hacerse
sino en el medio esenio de la iglesia constituida ya en
los siglos II y III; dentro de un medio ya influido por
las ideas contenidas en Las Similitudes del libro de
Enoc.
En el judaísmo ortodoxo común en Palestina en la
época de Jesús era inconcebible la idea de un Mesías
sufriente. En primer lugar, el Mesías judío es, como ya
lo señalamos, un libertador de su pueblo de la suje-
ción de las potencias extranjeras; y en segundo lugar,
redime a su pueblo de la iniquidad, no por su sangre
ni sus padecimientos, sino por el espíritu de Dios, el
espíritu de justicia que radica en el.
Los judíos de esa época interpretaban -como los
judíos de hoy interpretan- el capítulo LIII de Isaías (el
406

del siervo sufriente) como una representación del


pueblo de Israel, que ha sido perseguido y sojuzgado
por los otros pueblos y que, de esta manera, "despre-
ciado y conocedor de todos los quebrantos, ha sido
traspasado por sus iniquidades y molido por sus pe-
cados, justificará a muchos y cargará con las iniquida-
des de ellos." Dice Klausner que la creencia de que la
muerte de Jesús tiene valor de expiación por el mun-
do entero, podrá ser grata a la imaginación, podrá ser
poetica y sublime, "pero en su esencia, aunque esté
edificada sobre fundamentos judíos, es pagana y ema-
na un marcado olor de las religiones de misterio de los
griegos, los egipcios, los persas y los pueblos del Asia
Menor: de Dionisos, Isis y Osiris, Atis y Mitra." (From
Jesús to Paul, VII, 7)
Esta idea del Mesías sufriente sólo pudo nacer en
un medio saturado previamente de ideas de origen
oriental, como el de los esenios, que además ya tenían
como ejemplo anterior a su Maestro Justo perseguido
y atormentado.
Y también sólo en este medio pudo surgir la expre-
sión "Hijo del Hombre" como designacion del Mesías.
Ya he dicho que en el Antiguo Testamento esta ex-
presión no tiene otro significado que el común de
"hombre". Ni en Ezequiel, ni en Isaías, ni en Daniel
admite otra significación que esa. Aunque se suponga
407

que el personaje de la visión de Daniel representa al


Mesías, la expresión de que se trata no se usa como un
nombre del personaje, sino como una manera de des-
cribirlo: "Vi venir a un como hijo de hombre." Lo que
el visionario quiso decir es que vio un ser que tenía fi-
gura de hombre; lo cual no tiene nada de raro, porque
siempre se creyó que el Mesías esperado sería un ser
humano, un hombre como todos, aunque dotado de
gracias y de poderes extraordinarios. Así lo dice el
judío Trifón en el Diálogo de Justino: "Todos noso-
tros, en efecto, esperamos al Cristo, (al Mesías), que
ha de nacer hombre de hombres y a quien Eías vendra
a ungir. Y si éste (Jesús) se presenta como el Cristo,
hay que pensar absolutamente que es hombre nacido
de hombres." (IL, I)
Fuera de los evangelios, el único documento en que
se usa la expresion "Hijo del Hombre" para designar
al Mesías (o al Elegido) es en las Similitudes conteni-
das en los capitulos XXXVII a LXXI del Libro de En-
oc. Ahora bien, desde hace mucho que se ha sospe-
chado que esta parte es una adición cristiana interpo-
lada posteriormente al libro; porque no aparece en la
versión griega y porque no ha sido hallada entre los
numerosos manuscritos de Enoc descubiertos en el
Mar Muerto.
A esto añadiré otro dato interesante: tampoco se
encuentra usada la expresión en ninguna de las epís-
408

tolas, que se consideran los documentos más antiguos


del Nuevo Testamento; y sólo aparece una vez en Los
Hechos (VII, 56) y es al final del largo discurso de Es-
teban, donde no puede referirse sino a Jesús mismo
en lo personal o al hombre en general: "El, lleno del
espíritu santo, miró al cielo y vio la gloria de Dios y a
Jesús en pie a la diestra de Dios, y dijo: estoy viendo
los cielos abiertos y al Hijo del Hombre en pie a la
diestra de Dios. Ellos, gritando a grandes voces, tapá-
ronse las orejas y se arrojaron a una sobre él, y sacán-
dolo fuera de la ciudad, lo apedrearon." Como se ve,
aquí la expresión "Hijo del Hombre", se refiere en lo
personal a Jesús, a quien se acaba de mencionar (y
entonces confirma que este era su apodo) o es una re-
petición de lo que Jesús dijo al sanedrin (Mt., XXVI,
64 y paralelos) refiriéndose a la gloria del hombre, y
que le ocasionó la condenación del tribunal. Si en este
caso de Esteban se diera a "hijo del hombre" el signifi-
cado de Mesías, nada tendría de escandaloso, ni habr-
ía dado motivo para que los oyentes judíos se indigna-
ran y lo mataran.
Esto demuestra que la expresión que estamos estu-
diando: "el Hijo del Hombre" no había adquirido sen-
tido mesiánico durante los primeros tiempos de la
predicación del cristianismo.
He venido sosteniendo que los esenios, después de
la muerte de Jesús, se apoderaron de su nombre y de
409

su personalidad, para hacer de él el Mesías cuya inmi-


nente llegada habían estado anunciando. Para esto
había que hacer ciertas acomodaciones y superar cier-
tas dificultades:
Primero.- Había que superar el obstaculo que re-
presentaba el fracaso humano de la misión de Jesús y
su ignominiosa muerte (el "escandalo de la cruz").
Pues bien, esto era fácil de solucionar; porque el Sal-
vador (el Soter) de las religiones de misterio padecía y
moría para resucitar después. Había que dejar esta-
blecido, entonces, que el Mesías tenía que padecer y
morir. Y para dar a esto un apoyo escriturario, venía
de perlas el capitulo LIII de Isaías, con lo que se podr-
ía decir que había padecido y muerto "según las escri-
turas."
Segundo.- Había que acomodarlo a la figura del
juez terrible que habría de venir en gloria sobrenatu-
ral y con gran aparato de angeles a juzgar a todos los
hombres de todos los tiempos, premiar a los justos
con eterna bienaventuranza y castigar a los pecadores
con fuego inextinguible; tal como lo anunciaba la lite-
ratura apocalíptica y lo había predicado Juan el Bau-
tista: "detrás de mí viene otro más fuerte que yo, a
quien no soy digno de llevar las sandalias. El os bauti-
zará en fuego. Tiene ya el bieldo en su mano y va a
limpiar su era; y recogerá su trigo en el granero pero
410

quemará la paja en fuego inextinguible." (Mt., III, 10-


2)
Para esto era preciso que Jesús resucitara y que se
anunciase su nueva venida con gran gloria, de acuerdo
con la predicación esenia.
Tercero.- Como Jesús, en su doctrina individualista
y humanista, había usado la expresión "hijo del hom-
bre", para exaltar al hombre, y como esta expresión le
había sido aplicada a él como apodo o sobrenombre,
era conveniente cambiarla de sentido y hacer de ella
una designación del Mesías triunfante y justo juez. Pa-
ra ello, los esenios redactan las Similitudes y las enca-
jan en el Libro de Enoc, que ya ellos tenían y que pro-
bablemente había sido escrito dentro de la misma co-
munidad, y llenan los evangelios de visiones apocalíp-
ticas del "Hijo del Hombre."
De algunas de estas ya me he ocupado y he dado las
razones que tengo para considerarlas inaceptables,
como las de las ovejas y los cabritos y las de la explica-
ción de la parábola de la cizaña.
Tenemos otra, la más llamativa y espectacular, en
lo que se ha llamado el "discurso escatológico" o "pe-
queño apocalipsis", contenido en el capitulo XIII de
Marcos, correspondiente a Mateo, XXIV y a Lucas,
XXI. Este discurso merecería un largo y detenido es-
411

tudio que desgraciadamente no puedo dedicarle aquí.


Pero tengo que hacer sobre él ciertas consideraciones:
Primera.-Como ya se ha hecho notar por muchos
autores, el discurso carece totalmente de unidad y
nunca pudo haber sido pronunciado como una sola
pieza oratoria. Está constituido por un verdadero mo-
saico de piezas diversas, y algunas de ellas incon-
gruentes e incompatibles. Una parte, que yo creo
auténtica, pero muy mal colocada y fuera de contexto,
contiene anuncios de persecuciones que amenazan a
los discípulos de Jesús y consejos para esos casos: "Os
entregarán a los tribunales, seréis azotados en las si-
nagogas y compareceréis ante gobernadores y reyes
por mi causa para dar testimonio ante ellos. Cuando
os lleven para entregaros, no os preocupéis de lo que
habéis de decir, sino que diréis lo que en aquel mo-
mento se os comunique, pues no sois vosotros los que
habláis, sino el espíritu santo. El hermano entregará
al hermano a la muerte, el padre al hijo, y los hijos se
levantaran contra sus padres y los matarán. Y seréis
odiados por todos a causa de mi nombre. Quien per-
severe hasta el fin, se salvará." (Mc., XIII, 9-13)
Veremos que esto está aquí indebidamente incrus-
tado, si advertimos que Mateo (aunque lo sintetiza
también en el pasaje correspondiente) lo copia en sus
mismos términos, con más tino y oportunidad, en las
instrucciones que Jesús da a los doce cuando los
412

manda a predicar (X, 17-22), y Lucas lo repite, tam-


bién con más tino y mejor oportunidad, en consejos a
los discípulos, en XII, 11-2.
Otra parte se refiere a calamidades comunes y rela-
tivamente frecuentes, que amenazan a todos y que, en
boca de Jesús, tienen que haber sido mencionadas no
para amedrentar ni amenazar, sino para fortificar el
ánimo de sus oyentes al llegar esos desgraciados even-
tos, y para dar consejos de orden práctico para esos
casos: "Cuando oigáis de guerras y rumores de gue-
rras, no os alarméis. Es necesario que esto suceda;
más no es el fin. Se levantará nación contra nación y
reino contra reino; habrá terremotos en diversos luga-
res; habrá hambres. Más vosotros, mirad por vosotros
mismos... El que esté sobre el terrado no baje ni entre
a sacar algo de su casa; y el que haya ido al campo, no
vuelva atrás para tomar su manto." (Mc., XIII, 7-9 a,
15-6)
Y en Lucas, termina: "Cuando comiencen a suceder
estas cosas, animaos y levantad vuestras cabezas, por-
que se aproxima vuestra redención." (XXI, 28)
Además, se anuncia que vendrán falsos mesías y
falsos profetas, que engañarán a muchos y que no de-
ben ser creídos; lo cual es posible en cualquier tiempo;
y está repetido en Lucas en otro lugar (XVII, 23)
413

Y luego viene la parte propiamente escatológica y


apocalíptica: "Cuando veáis la abominación de la de-
solación puesta donde no debiera estar -que el lector
entienda-, entonces los que estén en Judea, huyan a
los montes... ¡Ay de las que estén encinta o criando en
aquellos días! Orad para que no suceda en invierno
("ni en sábado", añade Mateo). Habrá en aquellos días
tal tribulación cual no la ha habido desde el principio
de la creación que Dios creó hasta ahora, ni la habrá.
Y si el Señor no acortase aquellos días ninguna carne
se salvaría. En atencion a los elegidos se abreviarán...
En aquellos días, despues de la tribulación, el sol se
obscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estre-
llas comenzarán a caer del cielo y los poderes de los
cielos vacilarán. Entonces se verá al Hijo del Hombre
venir en las nubes con gran poder y gloria. Y enviará a
sus ángeles y reunirá a sus escogidos de los cuatro
vientos, desde un extremo de la tierra hasta el extre-
mo del cielo." (Mc., XIII, 14, 17-20, 24-7)
Vemos, pues, que el discurso carece de unidad y
que está formado ensartando frases diversas, de dis-
tinto origen y diferente sentido. (Por brevedad, he de-
jado de señalar otros ingredientes del discurso)
Segunda.-- Un curioso descuido del pre-evangelista
(Ur-Markus) nos da la prueba de la indebida incrus-
tación del pasaje escatológico. Como podemos ver en
la transcripción que acabo de hacer, hay allí una ex-
414

presión: "que el lector entienda", que tiene que haber


sido tomada forzosamente de un documento escrito y
que no pudo formar parte nunca de un discurso oral.
Aquí se ve como el pre-evangelista tomó el pasaje de
un documento de carácter apocalíptico que tenía a su
vista y que introdujo en el supuesto discurso de Jesús.
Tercera.-El discurso todo esta metido a fuerza, re-
lacionándolo arbitrariamente con el anuncio de Jesús
de la destrucción del Templo, con el que no guarda la
menor relación lógica.
Se toma como ocasión el siguiente pasaje:
"Al salir del Templo, díjole uno de sus discípulos:
Maestro: mira qué piedras y qué construcciones. Y
Jesús le dijo: ¿Véis estas grandes construcciones? No
quedará aquí piedra sobre piedra que no sea destrui-
da." (Mc., XIII, 1-2)
De allí se toma pretexto para continuar: "Habién-
dose sentado en el Monte de los Olivos, enfrente del
Templo, le preguntaron aparte Pedro y Santiago, Juan
y Andrés: dinos cuando será esto y cuál será la señal
de que todo esto va a cumplirse...Jesús comenzo a de-
cirles. . ." Y sigue el discurso que estamos analizando.
¡Pero en todo él no se hace ni la menor referencia a la
destrucción del Templo! La supuesta respuesta no co-
rresponde en nada a la pregunta. Y si, para relacionar
de algún modo la respuesta con la pregunta, supusié-
415

ramos que todo lo descrito en el discurso fueran las


"señales" de que esa ruina del Templo se iba a cum-
plir, tendríamos que reconocer que la profecía había
fallado lamentablemente; porque el Templo quedó
destruido el año 70 sin que se hubieran realizado las
cosas terribles y sobrenaturales que allí se describen.
Mateo pretende disimular esa incongruencia, aña-
diendo en la pregunta: "Dinos cuándo será esto y cuál
será la señal de tu venida (parusia) y de la consuma-
ción de los tiempos." (XXIV, 3) Pero este añadido -que
no aparece en Marcos ni Lucas y que está formado
por expresiones peculiares y exclusivas del primer
evangelio- no hace sino poner de manifiesto el re-
miendo que el evangelista pretendió echar a la mala
costura que encontró en su fuente.
Cuarta.- En Marcos, el discurso está dicho en pri-
vado a 4 de los apóstoles. Este recurso literario es muy
usado por el evangelista, y en los casos en que lo usa
(IV, 10 y ss.;VII, 17 y ss.; IX, 11.3; X, 10-2) hallamos
siempre material sospechoso, aunque no siempre ne-
cesariamente falso.
Quinta.-La descripción apocalíptica de "las últimas
cosas" es incompatible con otras descripciones que se
hace en seguida. A continuación de la venida del Hijo
del Hombre que dejamos transcrita, se dice en Mateo:
"Oíd esta parábola tomada de la higuera: cuando ya
416

sus ramas se ponen tiernas y brotan las hojas, conoc-


éis que se acerca la primavera. De la misma manera,
cuando veáis todas estas cosas, sabed que está ya cer-
ca, a las puertas... Como en los días de Noe, así será la
venida del Hijo del Hombre. Como en los días que
precedieron al diluvio se comía y se bebía, tomaban
mujer o marido, hasta el día en que Noe entró en el
arca, y no se dieron cuenta hasta que vino el diluvio y
los arrastró a todos. Así será la venida del Hijo del
Hombre. Dos estarán en el campo; uno será tomado y
otro será dejado. Dos darán vueltas a la rueda de mo-
ler, una será tomada y otra será dejada." (Mt., XXIV,
32-3; 37-41) ¿Cómo puede conciliarse esto con lo que
inmediatamente le precede? En primer lugar, si ya el
sol y la luna dejaron de dar su luz, cayeron las estre-
llas del cielo y vino el Hijo del Hombre en las nubes
con gran poder y majestad y reunió a sus escogidos
desde un extremo de la tierra hasta el extremo del cie-
lo, ¿qué es lo que "está ya cerca, a las puertas"? Y en
segundo lugar, ¿cómo es posible que, con todas esas
catástrofes espantosas y nunca vistas y que superan
hasta lo creíble, los hombres sigan comiendo y be-
biendo y casándose y haciendo las labores del campo y
dando vueltas a la rueda de moler, sin darse cuenta de
la proximidad de la venida del Hijo del Hombre?
Y todavía, a renglón seguido se dice: "Velad, pues,
porque no sabéis a que hora llega vuestro señor. Sa-
417

bed esto: que si el amo de la casa supiera en qué parte


de la noche había de venir el ladrón, velaría y no de-
jaría que perforasen su casa. Por esto, también voso-
tros estad preparados, porque el Hijo del Hombre
vendrá a la hora que no pensáis." (Mt., XXIV, 42-4)
Todo esto es incongruente y tiene que venir necesa-
riamente de dos fuentes diversas. Bien claro se ve aquí
que al urdirse la teoría de la venida del Mesías como
juez inexorable y sobrenatural, se crearon dos versio-
nes por dos autores distintos. Uno se limitó a com-
pendiar los datos apocalípticos que ya se tenían en la
literatura esenia, mientras el otro quiso probablemen-
te aprovechar palabras de Jesús pronunciadas por él
para el simple efecto de prevenir a sus discípulos res-
pecto a peligros inesperados y repentinos y aconsejar-
les la prudente vigilancia. Uno quiso presentar la ve-
nida del juez terrible con gran aparato escénico, como
un cataclismo cósmico precedido de muchas ominosas
señales precursoras. El otro quiso presentarla como
algo súbito, que puede ocurrir a cualquier hora del día
o de la noche, sin anuncio previo. Y ambas versiones
fueron mezcladas aquí, con muy poco sentido crítico.
Sexta.-La profecía queda desacreditada histórica-
mente por un alarde de precisión y de inminencia que
quiso dársele: "En verdad os digo que no pasará esta
generación sin que todo esto suceda." (Mc., XIII, 30 y
paralelos) Apenas es necesario hacer notar que ha pa-
418

sado "esta generación" y muchas más sin que todo eso


haya sucedido.
Hay quien ha argumentado que, si los evangelios
fueron redactados cuando ya habían pasado varias
generaciones después de Jesús sin que hubieran ocu-
rrido los sucesos anunciados, esto mismo demuestra
la autenticidad de este versículo, pues los evangelistas
no podían haberlo inventado entonces. No creo que
esto demuestre nada. Lo probable es que el versículo
de que tratamos, con su contexto apocalíptico, haya
sido redactado por un escritor esenio hacia el fin del
tiempo de la generación de la época de Jesús (digamos
unos 20 o 30 años después de la muerte de éste),
cuando el anuncio profético resultaba más inminente
y amenazador; y que mucho tiempo después, al hacer-
se la redacción definitiva de los evangelios, los evan-
gelistas lo hayan conservado, ateniéndose a las expli-
caciones alegóricas que ya para entonces se habían
formulado, como es la contenida en la segunda epísto-
la petrina: "Debéis saber cómo en los postreros días
vendrán, con sus burlas, escarnecedores, que viven
según sus propias concupiscencias, y dicen: ¿donde
está la promesa de su venida? Porque desde que mu-
rieron los padres, todo permanece igual desde el prin-
cipio de la creación. Es que voluntariamente quieren
ignorar que en otro tiempo hubo cielos y hubo tierra,
salida del agua y en el agua asentada por la palabra de
419

Dios; por lo cual el mundo de entonces pereció anega-


do en el agua, mientras que los cielos y la tierra actua-
les están reservados por la misma palabra para el fue-
go en el día del juicio y de la perdición de los impíos.
Carísimos, no se os caiga de la memoria que delante
de Dios un sólo día es como mil años, y mil años como
un sólo día. No retrasa el Señor la promesa, como al-
gunos creen; es que pacientemente os aguarda, no
queriendo que nadie perezca, sino que todos vengan a
penitencia." (II Ped., III, 3-9)
Sólo que, con explicaciones de tal modo arbitrarias,
en que la palabra: "esta generación" puede significar
millones de años, ya no habría criterio para interpre-
tar las palabras de Jesús, ya estas no tendrían ningún
sentido fijo; simplemente ya no serían palabras.
No hay más remedio que reconocer que la profecía
en los términos en que está expresada, falló. Y enton-
ces no quedan sino dos posibilidades: o -como yo creo
y afirmo terminantemente- todo ese anuncio de la pa-
rusia no fue proferido por Jesús o, si lo hizo, se equi-
vocó redondamente y no tenemos por qué hacer caso
de esas sus palabras.
Séptima.-Toda esta teoría del fin del mundo y del
juicio terrible de Dios por medio de su elegido, está
completamente de acuerdo con la doctrina esenia,
como aparece en la abundante literatura apocalíptica
420

intertestamentaria, en los manuscritos de Cumrán y


en la predicación de Juan el Bautista, por lo que con
toda seguridad podemos atribuirla a los esenios. En
cambio, está en radical contradicción con palabras de
Jesús contenidas en los evangelios: "Y si alguno escu-
cha mis palabras y no las guarda, yo no lo juzgo; por-
que no he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al
mundo." (Jn., XII, 47) "El hijo del hombre no vino a
perder las almas de los hombres sino a salvarlas." (Lc.,
IX, 56) "El hijo del hombre ha venido a salvar lo que
estaba perdido." (Mt., XVIII, 11; Lc,. XIX, 10) "De los
que me diste no perdí a ninguno." (Jn., XVIII, 9) Y
con expresiones relativas a Cristo en el Nuevo Testa-
mento: "A la verdad, Dios estaba en Cristo reconci-
liando al mundo consigo y no imputándole sus deli-
tos." (II Cor., V. 19)
Octava.-Por último, ¿con qué propósito nos habría
de contar Jesús -que busca la felicidad y el bienestar
del hombre y procura mejorar su conducta y guiarlo
hacia la salvación -, con que propósito, digo, nos habr-
ía de contar cómo va a ser el fin del mundo y cuáles
serán sus señales precursoras? ¿Qué interés tiene para
nadie el relato del fin del mundo, como no sea para
entretenerse con una novela truculenta? ¿Qué me im-
porta a mi el fin del mundo? Lo que me importa es mi
propio fin. Si yo perezco, ¿qué más me da que el mun-
do siga rodando o que le caigan encima los planetas y
421

las estrellas? ¿En qué puede todo esto hacer cambiar


mi conducta? Y si acaso me tocara estar vivo al llegar
esa tremenda e inevitable catástrofe, ¿de qué me habr-
ía servido conocerla de antemano, si nada puedo
hacer para evitarla? ¿Y que saldría yo ganando con
que no fuera en invierno ni en sábado?
En resumen: Jesús uso la expresión "hijo del hom-
bre" con el único y preciso significado de "hombre", y
la usó así para exaltar al hombre, ponerlo por encima
de las leyes y de los ritos, darle potestades divinas y
colocarlo al centro del universo y, por tanto, al centro
de la atención del hombre mismo. Por este motivo, la
gente atribuyó la expresión a Jesús en lo personal co-
mo apodo o sobrenombre, y él mismo la aceptó así y la
usó para designarse a sí mismo.
Cuando los esenios, después de la muerte de Jesús,
se apoderaron de su nombre y de su personalidad pa-
ra hacer de él el Mesías juez sobrenatural que habían
venido anunciando, dieron a esta expresión un senti-
do mesiánico apocalíptico y fraguaron los pasajes
evangélicos en que se presenta al Hijo del Hombre
como el terrible juez que habrá de venir.
422

8
LA LEY

Si Dios es omnipotente y creó el mundo, tiene que


haberlo creado de la mejor manera posible. Como dice
Espinoza, "las cosas no han podido ser producidas por
Dios de ningún otro modo ni en ningún otro orden
que como han sido producidas." (Etica, I, prop. 33) El
mundo no podría haber sido hecho de otro modo ni
ordenado de otro modo que como fue hecho y orde-
nado.
Si el mundo quedó regido por leyes absolutamente
inmutables y movido por fuerzas que siempre necesa-
riamente operan como están constituidas; y si atri-
buimos a Dios una voluntad, esta voluntad no puede
ser otra sino la de que se cumplan las leyes inviolables
de la naturaleza. Quiere que el fuego queme y que la
fricción produzca calor; quiere la impenetrabilidad de
los cuerpos; quiere que los hechos produzcan las con-
secuencias que se derivan de las leyes que los rigen.
423

El hombre es colocado en la naturaleza y tiene que


someterse forzosamente a la estructura orgánica que
la gobierna y que él no puede mudar de ninguna ma-
nera ni en un ápice. Pero es inteligente y libre; y por
ello puede tomar de la naturaleza lo que le convenga y
repugnar lo que no le convenga; puede maniobrar so-
bre la naturaleza, poniendo a funcionar unas fuerzas u
otras, poniendo a funcionar una fuerza de un modo o
de otro; pero para ello tiene que acomodarse a la rea-
lidad y someterse a las leyes que rigen estas fuerzas.
La razón es el único instrumento de que el hombre
dispone para conocer la realidad y para gobernarla y
usarla en su provecho. La razón, por medio de la expe-
riencia y de la reflexión, le señala cuales son los efec-
tos de las cosas y, por consiguiente, cuáles pueden ser
las consecuencias próximas y remotas de sus propios
actos. Necesita saber para prever, prever para obrar.
Como su razón es falible y limitada, conoce imper-
fectamente la naturaleza - y dentro de ella, su propia
naturaleza – y, por consiguiente, puede equivocarse y
sufrir consecuencias desfavorables, que no desea. Si
acierta, obtendrá un resultado favorable; si yerra, ob-
tendrá un resultado desfavorable. Y esto siempre, en
cada caso, sin posible falla, sin elusión posible.
Sí Dios creó al hombre y lo creó racional, indepen-
diente y libre, tenemos que suponer que quiere el bien
424

del hombre; pero lo quiere sólo en tanto en cuanto el


hombre sepa, pueda y quiera obtener este bien, dentro
de las circunstancias en que ha quedado colocado. Si
atribuimos a Dios una voluntad y suponemos que creó
y ama al hombre, su voluntad no puede ser otra que la
de que el hombre procure su bien por sí mismo, de-
ntro de la situación en que lo ha colocado. Yo cumplo
la voluntad de Dios si procuro obtener mi felicidad
poniendo los medios adecuados a mis circunstancias.
El fin será mi felicidad, y los medios estarán determi-
nados por la realidad y serán conocidos por la razón.
Entonces, el acto concreto de un hombre, en cuanto
decide obrar de un modo o de otro, le es imputable
sólo a ese hombre y no a Dios. Pero el que en ese acto
humano operen ciertas fuerzas naturales del modo
que les está prescrito y produzcan las consecuencias
que les son propias, sí es imputable a Dios. No pode-
mos decir de ninguna manera que Dios quiere que un
malvado asesino mate a una niña inocente cortándole
la cabeza. Pero sí podemos afirmar que Dios quiere
que cuando a un ser humano se le cercena la cabeza,
perezca, sin que importe nada el que sea niña inocente
o malvado asesino. Dios no quiere que los inquisido-
res quemen a los herejes; pero sí quiere que los que-
mados padezcan las consecuencias de sus quemadu-
ras, aunque sus ideas sean ortodoxas o heréticas. Y si
Dios hubiera querido que no fuera así, habría hecho
425

las cosas de otro modo. Habría hecho que los cuchillos


sólo penetraran en los vientres de los culpables y no
en los de los inocentes; habría hecho que el fuego no
quemara a los ortodoxos, a la manera como se cuenta
de los tres jóvenes del libro de Daniel, que fueron
arrojados a un horno y a los que un ángel "apartaba
las llamas de fuego y hacía que el interior del horno
estuviera como si en él soplara un viento fresco; y el
fuego no les tocaba absolutamente ni los afligía ni les
causaba molestia" (Daniel, III, 49.50), mientras las
llamas abrasaban a los que los habían echado al hor-
no. Pero esto ciertamente no es así; ni pudo ser así en
el caso de los tres jóvenes porque si así hubiera sido,
tendríamos que concluir que, o Dios actúa capricho-
samente, liberando a quien le da la gana, porque sí, o
que de entre todos los que han sido quemados en toda
la historia de la humanidad, sólo esos tres jóvenes
eran inocentes. Así lo hizo notar Jesús cuando se refi-
rió a aquellos galileos cuya sangre mezcló Pilato con la
de las víctimas que ofrecían y a aquellos 18 a los que
mató al caer la torre de Siloé, diciendo: ¿creéis acaso
que eran más culpables que los demás?" (Lc., XIII, 1-
4) Y cuando dijo que: "el Padre que está en los cielos
hace salir el sol para malos y buenos y llueve sobre
justos e injustos." (Mt., V, 45)
Como he dicho en otro lugar, el hombre no puede
lograr su felicidad sino atenido a sus propios recursos
426

y de acuerdo con la realidad. El aspecto más impor-


tante para él de esa realidad es su propia naturaleza
racional; y ésta le exige vivir como ser productivo y no
como depredador. Siempre que actúe como depreda-
dor, recurriendo a la violencia y no a la razón, dañan-
do innecesariamente a otro y subyugándolo para ob-
tener un aparente y momentáneo beneficio, violará su
naturaleza, lesionará su respeto propio, e impedirá
consecuentemente su acceso a la felicidad. Si se da el
caso de un individuo que, por carecer de respeto pro-
pio, parezca que no se daña y sí se beneficia cuando
comete un acto de injusta violencia, esto significa que
ese individuo carece de la noción del bien y del mal;
aunque tenga apariencia humana carece de naturaleza
racional, y entonces no le es aplicable el concepto de
felicidad ni la ley moral. Pertenece al género de las
bestias; y su acto es equivalente al de un tigre. Así co-
mo Dios permite que los tigres devoren niños que no
los han ofendido y que las torres caigan sobre hom-
bres inocentes, sin que se viole la justicia, así también
permite que los pitecántropos vestidos ejerzan violen-
cia sobre los seres racionales, sin que se viole la moral.
Este respeto de sí mismo, consecuencia de la natu-
raleza racional, que hace que la injusticia siempre da-
ñe al injusto, aunque los resultados materiales y visi-
bles no exhiban ese daño, es lo que se ha llamado con-
ciencia en sentido moral. Es aquello cuya fuerza, cuyo
427

imperio ineludible cantó el poeta Gaspar Núñez de


Arce:
Conciencia nunca dormida,
mudo y pertinaz testigo que no dejas
sin castigo ningún crimen en la vida.
La ley calla, el mundo olvida;
mas ¿quién sacude tu yugo?
Al Sumo Hacedor le plugo
que a solas con el culpado, fueses tú para el pecado
delator, juez y verdugo.
("El Vértigo")

Si el hombre tiene conciencia, su conciencia lo cas-


tigará siempre, ineludiblemente, sin fuga ni escapato-
ria posible; aun en el caso de que, por suerte o por ac-
cidente, la realidad material no lo dañe ni a la corta ni
a la larga. Si no tiene conciencia, la impunidad de que
pueda disfrutar no será una violación de la justicia.
De esta manera, la voluntad de Dios se cumple
siempre, infaliblemente. La realidad actúa como un
juez inexorable, infalible, justísimo, que "no hace
acepción de personas". Y así Dios "juzga" en cada caso
de modo perfectísimo por medio de un juez perfectí-
simo.
428

Hay quienes piensan que la prosperidad del malva-


do exige el castigo en la otra vida. Señalan casos de
individuos a quienes consideran notorios malvados y
ven prósperos, y de allí sacan la conclusión de que, si
esos malvados obtienen sólo bienes en esta vida, de-
ben pagar con padecimientos en la otra para que la
justicia quede satisfecha.
Quienes así argumentan deben empezar por revisar
si en los casos que señalan se realizan efectivamente
los dos términos de la expresión con que los califican,
y cómo se realizan. En primer lugar, ¿ese "malvado
próspero" que señalan es realmente un malvado? ¿Co-
rresponden verdaderamente a la realidad los informes
que respecto a él tienen los que lo juzgan? Porque
puede ser un hombre calumniado, que no haya hecho
nada de lo malo que le atribuyen y que, por tanto, no
sea un malvado. Y suponiendo que los hechos sean
ciertos y comprobados, ¿será correcto el juicio de
maldad que sobre ellos se hace? ¡En cuántas ocasiones
podemos juzgar mal a un hombre porque nuestro
concepto del bien y del mal sea incorrecto, porque
nuestros principios morales sean erróneos! Yo sosten-
go que la moral altruista y de autosacrificio es radi-
calmente equivocada, y que el hombre debe buscar su
propia conveniencia racional. Entonces, es posible
que el hombre que señalan como malvado por egoísta
sea un hombre moral y virtuoso que procura su ver-
429

dadero bien, que es su felicidad. Pero para el asunto


de que estamos tratando, no es necesario compartir
mis principios morales. Es un hecho notorio y de dia-
ria observación el que distintos hombres se rigen por
distintas normas de moralidad. Muchos fueron los
que juzgaron a Jesús malo, blasfemo, pernicioso y en-
demoniado. Los enemigos de la Iglesia católica pue-
den considerar malvados a quienes forman parte de
ella, y especialmente a sus jerarcas. Pueden llamar
"infame" al Papa y, sin embargo, verlo prospero y su-
ponerlo feliz. Por su parte, los partidarios de la Iglesia
dirán que este caso de "malvado próspero" es falso.
Con esto no estoy queriendo decir que haya varios sis-
temas morales válidos; sino que, para determinar si se
da el caso del malvado próspero y feliz, primero hay
que verificar los principios según los cuales se le con-
sidera malvado. Solo así podemos saber si el sujeto de
que se trata hace en verdad la maldad.
Pero vamos a aceptar que este supuesto quedara
comprobado. Falta por averiguar cómo es prospero
ese malvado. La prosperidad material puede verse y
comprobarse; pero ¿va acompañada de verdadera feli-
cidad? Bien sabemos cuántos millonarios y cuántos
gobernadores de pueblos, cuántos poderosos de esta
tierra son profundamente desdichados. Si así es, ¿de
qué les valió la fortuna y el poder? Ellos están reci-
biendo su castigo y la justicia queda satisfecha.
430

Si hacen realmente el mal y no son desdichados, es


forzosamente porque carecen del sentido moral, por-
que no tienen conciencia; y entonces, la ley moral no
les es aplicable, ni pueden violarla. No podemos pen-
sar que sus actos exijan el infierno, de la misma ma-
nera como no exigimos el infierno para los tigres que
devoran niños, ni para los bacilos, ni para las vigas
que aplastan inocentes. Mientras más desalmado con-
sideremos a un individuo, menos responsabilidad po-
demos atribuirle y menos merecedor de castigo tene-
mos que hacerlo. Lo cual no quiere decir que en la vi-
da social y política no nos defendamos de quienes
hacen daño y ejercen la violencia, del mismo modo
como nos defendemos de los bacilos y de las fieras.
El hombre está puesto en un mundo en el que hay
numerosas fuerzas que le son adversas o peligrosas;
en un mundo en el que hay rayos, aludes, inundacio-
nes y terremotos; en un mundo en el que hay fieras,
parásitos y microbios. Tiene que defenderse por me-
dio de la razón y, en ocasiones, por medio de la fuerza
guiada por la razón. Tiene que defenderse de los
homínidos irracionales como se defiende de las fieras,
de los parásitos y de los microbios.
La razón le enseña que robar no le conviene; por-
que, aunque momentáneamente obtenga una utilidad
aparente, las consecuencias de sus actos a la larga y
dentro de las circunstancias en que se encuentra, van
431

a ser altamente inconvenientes para él, y porque, aun-


que por suerte, casualidad o ardid, pudiera eludir las
consecuencias materiales, nunca evitaría las conse-
cuencias morales o psicológicas que son inherentes a
su conciencia, es decir, a su naturaleza de ser racional.
Por esto, puede formular el precepto: "no robaras", y
referirlo a Dios como decreto de su divina voluntad.
Pero entonces tenemos que advertir, primero, que el
hombre descubrió ese dato de la voluntad de Dios
gracias a su razón y no porque el precepto haya sido
grabado por el dedo divino en una tabla de piedra;y
segundo, que sólo por una manera de hablar antro-
pomórfica y autoritaria se puede dar al precepto esa
forma de orden incondicionada, de imperativo categó-
rico; pues, a la verdad, no se puede decir que Dios
quiere que los hombres no roben, ya que entonces su
voluntad sería violada constantemente. Lo que Dios
quiere es que siempre que los hombres roben se da-
ñen. Y esta voluntad divina se cumple siempre, infali-
blemente.
Dios no puede tener ni comunicar a los hombres
otras expresiones de su voluntad que aquellas que re-
sultan de la realidad del mundo y son conocibles por
la razón. No podemos admitir que Dios revele al hom-
bre algo que repugna a la razón y va en contra de los
datos de la realidad. Porque sería atribuir a Dios vo-
luntades contradictorias: la que tuvo al instituir la na-
432

turaleza y darle sus leyes, y la que después tendría al


contrariar éstas; la que tuvo al dotar al hombre de
razón para que le sirva de guía de su conducta y la que
después tendría al desacreditar el don y ordenar al
hombre que piense y actúe en contra de su razón.
Además ¿cómo podría el hombre identificar esa vo-
luntad divina revelada? ¿Cómo puedo yo distinguir lo
que es revelación divina de lo que es fantasía de mi
imaginación o tentación diabólica? Muchos hombres
me hacen saber que Dios ha revelado a ellos o a otros
ciertas verdades o ciertos mandatos. Pero lo que unos
afirman otros lo niegan. Unas son las verdades reve-
ladas a los católicos, otras a los protestantes, otras a
los mormones otras a los musulmanes, y muchísimas
otras más a tantos iluminados que en el mundo han
sido. ¿De qué criterio dispongo para determinar cuá-
les son verdaderas y cuáles son falsas? Los datos
extrínsecos relativos al portavoz de la revelación o al
modo como fue hecha son insuficientes y, en todo ca-
so, tendrían que ser juzgados por la razón. Digo que
son insuficientes, porque no tenemos una marca, sello
o señal que identifique indubitablemente al mensajero
de Dios. Como en otro lugar digo (pág. 439), los mila-
gros y el don de profecía, aun suponiéndolos ciertos y
comprobados, no son pruebas de divinidad ni de divi-
na legación. Para discernir, entonces, de la verdad de
la revelación que se nos propone, tenemos que justi-
433

preciar su valor intrínseco, su contenido mismo. ¿Y de


qué manera podemos justipreciarlo si no es por medio
de la razón? Si lo encontramos razonable, podemos
admitirlo como expresión de la inteligencia o de la vo-
luntad de Dios; pero entonces lo consideramos así por
ser razonable y no por ser revelado. Si está en contra
de la razón, tenemos que desecharlo, porque Dios no
puede afirmar ni mandar cosas irracionales. Y si se
nos dice que supera a la razón, porque se refiere a co-
sas que la razón no alcanza a comprender, no pode-
mos creerlo, precisamente porque no podemos com-
prenderlo.
En conclusión: No podemos admitir que Dios im-
ponga a los hombres preceptos para normar su con-
ducta que no estén de acuerdo con la realidad y sean
descubribles por la razón.
Quienes no estén de acuerdo con esto dirán que lo
que he expuesto no son sino las viejas tesis del racio-
nalismo, ya superadas. Pero llamarlas viejas no es
demostrar que sean falsas, y decir que han sido ya su-
peradas no es sino eludir su discusión. Las consideran
superadas porque han tratado de ahogarlas bajo to-
rrentes de palabrería, y de desvirtuarlas recurriendo a
las bajas emociones y, en primer lugar, al instintivo
miedo a la razón y a la libertad, que he venido denun-
ciando como la primera y más grave tentación para los
hombres.
434

No hay, pues, una ley de Dios que se imponga al


hombre de un modo meramente autoritario, sin estar
determinada por la razón y dirigida al bien del hom-
bre mismo. Esto quiere decir que no puede existir una
moral heterónoma; que no pueden existir reglas mo-
rales que pretendan regir la conducta humana desde
fuera y sin necesidad de justificar su contenido. Pero
esto no quiere decir que no haya normas morales váli-
das.
En todos los pueblos y en todos los tiempos, una
enorme cantidad de hombres, asustados por la liber-
tad y temerosos de la razón, que crea la responsabili-
dad, han preferido suponer una ley divinamente reve-
lada, que les quite la enorme carga de regir por sí
mismos su conducta. Esto se da en todos los pueblos y
en todos los tiempos; pero en el pueblo hebreo de la
época del advenimiento de Jesús se daba del modo
más típico y expreso. Este pueblo ha sido llamado "el
pueblo de la ley" o "el pueblo del libro" que contenía la
Ley Divina. La vida entera está regulada por los 613
preceptos de la Ley, dada expresa y directamente por
Dios, agravados por la rígida interpretación farisaica.
Estas reglas se interpretan, se estudian, se analizan, se
cuida escrupulosamente de su cumplimiento; pero no
se discuten ni se pone en duda su validez, ni se les exi-
ge una justificación racional. Constituyen la expresión
de la voluntad de Dios y deben ser obedecidas.
435

Pero Jesús no se somete a la ley, ni le concede va-


lidez normativa. Los redactores esenios de los evange-
lios procuraron ocultar este hecho y desfigurarlo
cuanto pudieron. Pero felizmente no procedieron con
bastante habilidad, y el hecho queda patente y fácil de
descubrir, si se logra penetrar más allá de los torpes
remiendos y adiciones de los textos. Y va a repercutir
en forma clara y manifiesta en la predicación de Pablo
de Tarso.
La actitud de Jesús respecto a la ley es indudable:
no guarda el sábado, no ayuna, desprecia el templo;
viola la tradición de los antiguos; se junta y come con
rameras y publicanos, pecadores y gentiles, sin cui-
darse de las prescripciones de impureza legal; no se
lava las manos antes de comer y declara expresamente
que "no es lo que entra por la boca del hombre lo que
mancha al hombre" (Mt XV, 11; Mc,; VII, 15), con lo
que niega valor a todas las prescripciones alimenta-
rias; invoca la frase de Oseas, VI, 6, puesta en boca de
Yavé: "Misericordia quiero y no sacrificio" (Mt., XII,
7), que aunque viene del antiguo profetismo judío, no
por ello deja de ser la más cabal reprobación de las le-
yes sacrificiales; en el sermón de la montaña, contra-
pone varias veces sus propios consejos, fundados en la
razón y la conveniencia, a los preceptos de la ley:
"habéis oído que se dijo.." pero yo os digo. . ." De mo-
do expreso y terminante, declara: "La ley y los profe-
436

tas hasta Juan; desde entonces se anuncia el reino de


Dios y cada cual ha de esforzarse por entrar en él".
(Lc., XVI, 16) Habla de la Ley y de las escrituras como
de algo en lo que sus oyentes creen y a lo que se con-
sideran sometidos, pero que a él ni le toca ni le es
propio: "Estudiáis las escrituras, porque creéis que
por ellas tendréis vida eterna" (Jn., V, 39); "Está escri-
to en vuestra ley. . ." (Jn., VIII, 17 y X, 34),"Se le acer-
co uno y le dijo: Maestro, ¿qué bien he de hacer para
obtener la vida eterna? Él le respondió: ¿por qué me
preguntas acerca del bien?" (Mt., XIX, 16-7) "Conoces
los mandamientos." (Mc., X, 19) Es decir: ¿por qué me
preguntas que bien has de hacer para obtener la vida
eterna, si conoces los mandamientos puestos en las
escrituras y "creéis que por ellas tendréis vida eter-
na"? Si acaso es cierto que, como creéis, la ley puede
dar la vida, ya tienes la solución sin necesidad de pre-
guntarme. Pero el que había preguntado replicó: "To-
das esas cosas las he guardado desde mi juventud."
Sin embargo, no había obtenido la vida eterna. Con
esto Jesús trata de demostrarle que la ley no da la vi-
da. (Después viene el consejo de Jesús de seguirlo,
vendiendo cuanto posee, que ya estudiamos en otro
lugar.)
En la transcripción anterior he juntado palabras de
Mateo con otras de Marcos porque creo que así se
conserva la congruencia en la respuesta y se restablece
437

el texto original. No puedo detenerme aquí a estudiar


las variantes de este pasaje en los sinópticos, pero
ellas demuestran que se trato de desvirtuar esta acti-
tud de Jesús y de hacerlo aparecer ratificando los
mandamientos, al poner en Mateo: "Si quieres entrar
en la vida guarda los mandamientos. Dicele: ¿cuáles?
Y Jesús fue diciendo: no matarás, no cometerás adul-
terio, no robarás, no levantarás falso testimonio, hon-
ra al padre y a la madre, amarás a tu prójimo como a
ti mismo." Aun así, adviértase que aquí sólo se ponen
cinco de los diez mandamientos del decálogo, y preci-
samente aquellos que pueden ser establecidos por la
razón. Al quitar así los otros cinco está violando fla-
grantemente el precepto del Deuteroniomio, IV, 2:
"No añadáis nada a lo que yo os he prescrito, ni nada
quitéis, sino guardad los mandamientos de Yavé,
vuestro Dios, que yo os prescribo."
La única vez que vemos a Jesús cumpliendo mate-
rialmente un precepto positivo de la ley -el pago del
tributo de la didracma- lo hace contra su voluntad y
expresando su desaprobación.
Todo esto va a repercutir en la predicación de Este-
ban. Los testigos que deponen contra Esteban, dicen:
"Este hombre no cesa de proferir palabras contra el
lugar santo y contra la ley; y nosotros le hemos oído
decir que ese Jesús de Nazaret destruirá este lugar y
438

mudará las costumbres que nos dio Moisés." (Hechos,


VI, 13-4),
Frente a todo esto, ¿cómo no percibir la falsedad de
las palabras que Mateo (V, 17-9) pone en boca de
Jesús: "No penséis que he venido a abrogar la ley y los
profetas; no he venido a abrogarla sino a consumarla.
Porque en verdad os digo que antes pasarán el cielo y
la tierra que falte una jota o una tilde de la ley hasta
que todo se cumpla. Si, pues, alguno descuidase uno
de esos preceptos menores y enseñare así a los hom-
bres será el menor en el reino de los cielos; pero el que
practicare y enseñare, éste sera grande en el reino de
los cielos"? La contradicción no puede ser más mani-
fiesta. Si está comprobado que Jesús descuidaba por
lo menos algunos "de esos preceptos menores" y en-
señaba así a los hombres, ¿hemos de creer que por
ello (aplicándole sus propias palabras) era "el menor
en el reino de los cielos"?
Notoria es la falsedad de este pasaje, y muy claros
su motivo y su origen. Los esenios, rigurosamente le-
galistas, al adoptar a Jesús como su Mesías, quieren
presentarlo defendiendo y aprobando la ley. Y piensan
que les basta con añadir en el evangelio, contra la
lógica y la verdad histórica un texto que está en per-
fecto desacuerdo con la conducta de Jesús, pero en
perfecto acuerdo con lo que leemos en el Manual de
Disciplina de Cumrán (VIII) : "Si alguno de aquellos
439

que han ingresado al grupo de la santidad, al grupo de


los que andan por el camino que Dios ha ordenado,
viola, deliberadamente o por negligencia, una sola pa-
labra de la Ley de Moisés, será expulsado de la comu-
nidad y no regresará jamás."
Pablo desarrolla ampliamente el tema de la libertad
frente a la ley, en las epístolas a los Gálatas y a los
Romanos.
Citaremos sólo unos cuantos textos, empezando
por el más claro, conciso y enérgico: "Si os guiáis por
el espíritu (esto es, por la razón), no estáis bajo la ley."
(Gál., V, 18) Y después, en Gálatas: "Cuantos confían
en las obras de la ley se hallan bajo la maldición, por-
que escrito está: maldito todo el que no se mantiene
en cuanto está escrito en el libro de la ley, cumplién-
dolo... Cristo nos redimió de la maldición de la ley,
haciéndose por nosotros maldición." (III, 10 y 13) "Pa-
ra que gocemos de libertad, Cristo nos ha hecho li-
bres; manteneos, pues, firmes y no os dejéis sujetar al
yugo de la servidumbre…Os desligáis de Cristo los que
buscáis la justicia en la ley; habéis perdido la gracia."
(V, 1 y 4) Y en Romanos: "Por las obras de la ley nadie
será reconocido justo." (III, 20) "El pecado no tendrá
ya dominio sobre vosotros, pues que no estáis bajo la
ley, sino bajo la gracia." (VI, 14) "Ahora, desligados de
la ley, estamos muertos a lo que nos sujetaba, de ma-
440

nera que sirvamos en espíritu nuevo, y no en la letra


vieja." (VII, 6)
Y ya mencionamos antes que a Pablo lo acusaron
diciendo: "este es el hombre que por todas partes an-
da enseñando a todos contra el pueblo, contra la ley y
contra este lugar." (Hechos, XXI, 28)

Ahora bien, si el hombre ha de regirse por la razón


de acuerdo con la realidad, la primera lección que la
razón le da es la de que, para él, como para todo ser
viviente, el primer valor, condición de todos los de-
más, es la conservación de su vida; y que para él, co-
mo ser viviente y además racional, su vida sólo es vi-
da, vida eterna, cuando es feliz; de donde resulta que
su valor supremo, el que tiene que conservar y fomen-
tar en primer lugar y por encima de todo es su propia
felicidad. Si Dios creó al hombre y desea su bien; y si
lo creó como es, a él le encomendó el cuidado de su
vida y de su felicidad. Si atribuimos al hombre debe-
res, el primero y fundamental que hemos de atribuirle
es el de cuidar de sí mismo. "Si yo no cuido de mi
mismo, ¿quién cuidara de mi?"
Los altruistas, los que piensan que el hombre está
en el mundo para sacrificarse por los demás, no perci-
ben el absurdo y la falta de fundamento de su tesis.
441

¿Con qué fundamento he de sacrificarme por otros? Si


el bien del otro no es valioso para él, ¿por qué lo es
para mí? Si mi bien no es valioso para mí, ¿por qué lo
es para otros? Si yo debo despreciarme, es que soy
despreciable. Y si lo soy, ¿por qué resulto apreciable
para el otro? Si fuera cierto que el hombre debe vivir
para otro y no para sí, y si lleváramos esto, hasta sus
últimas consecuencias -como deberíamos-, resultaría
que yo no debo llevarme el alimento a la boca, sino
debo buscar otro a quien alimental'. Entre todos los
demás, ¿Cómo identifico a ese otro? Supongamos que
ya lo identifiqué. Yo tendré que trabajar para llevarle a
él de comer en la boca; y él tendrá que hacer lo mismo
conmigo. Y le daré, a él lo que a mí me gusta y pueda
conseguir, y él me dará lo que a él le gusta y pueda
conseguir ¿No es mejor que cada quien se atienda a sí
mismo?
Pero la verdad es que nadie cree en esto con verda-
dera convicción. Los hombres sienten, saben y com-
prenden que tienen que vivir, al menos en primer lu-
gar, para sí mismos. El instinto vital lo impone. El
principio es tan evidente, claro, fundamental e indis-
pensable que no hay nadie que pueda dejar de perci-
birlo, aunque sea borrosamente y esfumado entre las
nubes de las falsas ideas.
Gracias a eso muchos viven de manera satisfacto-
ria, aunque con los labios profesen doctrinas altruis-
442

tas y de autosacrificio. Las profesan con los labios


porque las han venido oyendo desde su infancia a sus
directores espirituales, en la escuela y en el templo, en
los periódicos y los libros, en discursos y sermones, en
el cine, la televisión y el radio, en la casa y en la calle,
en conferencias solemnes y en tertulias de sociedad:
Pero en el fondo de su alma saben que tienen que vivir
para sí y procurar su utilidad personal. Y así lo hacen
y logran su bienestar y, como consecuencia, el progre-
so de la humanidad: Es lo que decía cierto sacerdote
católico: Nosotros predicamos el altruismo; pero gra-
cias a Dios la gente no nos hace caso."
Esto es lo que se explica en la parábola de los dos
hijos: "Un hombre tenía dos hijos, y dirigiéndose al
mayor le dijo: hijo, ve hoy a trabajar en la viña. El res-
pondió: no quiero. Pero después se arrepintió y fue. Y
llegándose al segundo le habló del mismo modo, y el
respondió: voy, señor. Pero no fue. ¿Cuál de los dos
hizo la voluntad del padre?" (Mt., XXI, 28-31)
Hace la "voluntad del Padre" el que acomoda su
conducta a la realidad bajo la guía de la razón, bus-
cando su propia conveniencia, aunque con la boca di-
ga que no debe procurar esto.
Con ello no se quiere decir que sea indiferente e
inocuo el profesar ideas falsas. Estas siempre harán
daño al hombre que las profesa, porque inducen al
443

fracaso, porque pueden impregnar toda la mente y


porque establecen un conflicto interno en el alma. Lo
que se quiere decir es que el hombre obtendrá su bien
en tanto se ajuste a la razón -expresa o tácitamente- y
padecerá daños en tanto se aparte de esa guía.
Hasta los más fervientes altruistas, que ponen el
supremo bien del hombre en la otra vida, en la gloria
celestial, tienen que reconocer que esa gloria la recibe
cada uno por sus propios méritos, que nadie puede ser
llevado allí por actos ajenos y que nadie puede renun-
ciar a ella para que otro se beneficie.
Si el hombre piensa razonablemente, tiene que lle-
gar a establecer como base de la moral el siguiente
principio: Es bueno para el individuo lo que le convie-
ne; es malo lo que no le conviene.
Ahora bien, lo que conviene al individuo es lo que
le conviene a la larga y en definitiva. Todas las cosas
en la vida tienen un precio. No se puede adquirir un
bien sin privarse de otro. En sentido humano, en sen-
tido vital, el precio de una cosa no es la cantidad de
dinero que se paga por adquirirla, sino aquellas otras
cosas de que nos privamos por adquirir ésta. Y esto es
cierto no sólo para la inmensa mayoría de los hom-
bres, que tienen recursos monetarios limitados, sino
aun para los más ricos multimillonarios que quiera
imaginarse; pues hay un bien que es igualmente esca-
444

so para todos: el tiempo. Hay bienes que se adquieren


a cambio de una pena, de un dolor, de un esfuerzo o
de un daño en la salud. Hay cosas que proporcionan
un bien momentáneo y relativo y se pagan con un da-
ño posterior y grave. La conveniencia, en todo caso,
será dar menos por más. La conveniencia estará de-
terminada por la realidad, y sólo será conocible de an-
temano por la razón y la experiencia. Nada valen el
capricho ni el antojo. Decir que el hombre debe hacer
lo que le conviene no es decir que deba hacer lo que le
dé la gana. Porque la gana del hombre no cambia la
realidad ni impide que se cumplan las consecuencias
naturales de los actos. La realidad es lo que es, y no se
pliega a los deseos, los antojos, los caprichos ni los en-
sueños de los hombres. Pero si nos acomodamos a sus
leyes y en tanto la conozcamos, lograremos lo que nos
conviene.
Los altruistas, los partidarios del autosacrificio,
tienen tanto miedo a la libertad y a la razón, que han
acabado por ignorar su sentido y sus efectos. Imagi-
nan que si a un hombre se le quitan los frenos morales
heterónomos y autoritarios, se lanzará desaforada-
mente a hacer el mal y el daño, se dedicará a la des-
trucción, al robo, al asalto, a la violación y al asesinato
sin límites ni control. Como su idea de la vida es el pa-
rasitismo, no conciben más que víctimas y verdugos.
Piensan que si alguien se niega a ser víctima es que
445

quiere ser verdugo; que si alguien no es masoquista,


es sádico; que si alguien no quiere sacrificarse por los
demás, es que quiere sacrificar a los demás a sí mis-
mo. Cuando encuentran a un individuo que declara
que el hombre no nació para servir de pasto ni de es-
clavo de los demás, que el hombre debe buscar su
propia conveniencia y procurar su bien último a cual-
quier precio, lo pintan como un "monstruo de egoís-
mo", como un infame depredador que pretende lograr
la riqueza y el poder arrollando todo y pisando sobre
cadáveres.
Pero al hombre no le conviene ser víctima ni ver-
dugo; no le conviene dejarse subyugar ni subyugar a
otros. Lo que le conviene es producir por sí y para sí e
intercambiar con otros sus productos y sus ideas vo-
luntariamente y para beneficio mutuo. El violento, el
depredador acaba siempre arrollado por las propias
fuerzas destructivas que desencadena. Crime does not
pay: "el crimen no es buen negocio". Y como ya dije,
aun en el caso de que el violento y depredador logre
eludir las consecuencias materiales de sus actos, no
podrá eludir el daño a su respeto propio, que resulta
de su naturaleza racional, por lo que no podrá lograr
nunca la felicidad; lo que quiere decir que habrá
hecho algo que no le conviene.
Y como también dije ya, cuando el hombre busca su
propio bien, derrama necesariamente bienes a su alre-
446

dedor. Entre todo lo que le rodea, no hay nada tan va-


lioso para un hombre como otro hombre. Imaginemos
dos hombres que viven solos en una isla desierta, que
han cazado un cabrito y se disponen a comerlo. A uno
de ellos puede asaltarle la tentación de matar al otro
para no tener que compartir con él ese cabrito. Pero si
lo piensa detenidamente, se dará cuenta de que, en los
días subsecuentes, cuando vuelva a tener hambre, no
contará ya con la cooperación del otro y le será mucho
más difícil cazar otros cabritos. No le conviene, pues,
matarlo. Las primitivas guerras son guerras de exter-
minio. La tribu vencedora aniquila totalmente a los
vencidos hombres, mujeres y niños; hasta que los
vencedores descubren que les convienen más los
enemigos subyugados que muertos; y así nace la es-
clavitud y nace también el precepto: "no matarás", que
no está formulado pensando en la ventaja del posible
occiso, sino en la del posible matador. Más tarde -
mucho más tarde- los amos percibirán que les convie-
ne más un asalariado que un esclavo; que les rinde
mejor fruto un hombre al que se le ofrece una ganan-
cia que un esclavo al que hay que arrear a latigazos y
azuzar por medio de capataces. Lo único que acaba
con la esclavitud (donde ésta se acaba) es el egoísmo y
no el altruismo de los amos.
Es asombroso como la gente deja de ver, aunque lo
tiene delante de sus ojos, que todos los bienes de la
447

humanidad, su supervivencia y su progreso se deben a


los individuos que han buscado su propio bien. Por-
que nadie puede enriquecerse por la producción y no
por la rapiña, sin enriquecer a otros. El que quiere ga-
nar dinero (ganarlo, no robarlo) tiene que valerse de
trabajadores que lo ayuden, de proveedores que le
proporcionen los materiales necesarios, de comer-
ciantes que distribuyan sus productos y de consumi-
dores que paguen por sus servicios; y para conseguir-
los tiene que darles algo que los beneficie. Un solo in-
dustrial "codicioso" que establece en una aldea una
fábrica de hilados y tejidos derrama en la aldea mayo-
res bienes que los que hayan derramado allí en tres-
cientos años los frailes franciscanos y las asociaciones
de caridad. Y esto es cierto en todos los órdenes de la
vida: el pintor pinta para su beneficio, el violinista to-
ca para su beneficio, el novelista y el poeta escriben
para su beneficio; y toda la humanidad se beneficia
con sus obras. El hombre que ha logrado su propia fe-
licidad esta alegre contento y tranquilo y, sin necesi-
dad de proponérselo derrama su alegría y su bienestar
en cuantos lo rodean. Y esto porque, como dijo Jesús,
"nadie enciende una candela para ponerla dentro de
una vasija, sino en un candelero, y alumbra a todos los
que están en la casa." (Mt., V, 15)
En el contrato voluntario ambos contratantes ga-
nan, pues si no fuera así, no contratarían. El que ven-
448

de una mesa en cien pesos estima más los cien pesos


que la mesa, por lo que, al venderla, se ha enriqueci-
do; el que la compra, estima más la mesa que los cien
pesos, con lo que, al comprarla, se ha enriquecido
también. Y esto sin detrimento de nadie. El interés de
cada uno beneficia al otro. Lo mismo ocurre en los
contratos de trabajo y en cualquier otra transacción o
convenio libre y voluntario. Nunca el interés racional
de uno puede ser causa de daño para otro.

A todo lo largo de este libro he tratado de demos-


trar que Jesús no dicta decretos autoritarios para pre-
tender regir la conducta de los hombres ni les prescri-
be la sumisión a normas heterónomas, sino que da
consejos fundados en la razón y dirigidos a satisfacer
la conveniencia del que escucha.
Veamos otros casos.
"Conciértate pronto con tu adversario mientras vas
con el por el camino, no sea que te entregue al juez y
el juez al guardia y seas puesto en la cárcel. En verdad
te digo que no saldrás de allí hasta que no entregues el
último céntimo." (Mt., V, 25-6)
Esto está dicho por la conveniencia del sujeto y tie-
ne frecuentes aplicaciones en la vida diaria, sobre todo
para quienes hemos vivido en países con deficiente
administración de justicia. Yo voy en mi automóvil
449

por la calle y tengo una ligera colisión con otro, que da


por resultado la abolladura de una salpicadera o la ro-
tura de un fanal del coche. El otro tuvo toda la culpa, y
sin embargo, alega muchas razones y me exige que le
pague doscientos pesos por los daños sufridos por su
automóvil. Yo sé que tengo el derecho de mi parte y
exijo que me indemnice. Hacemos intervenir a un
gendarme que nos lleva a la comisaría. Allí el asunto
se embrolla de manera increíble y acabo siendo acu-
sado de varias infracciones, Paso la noche en la cárcel
y, si tengo suerte, al día siguiente puedo salir después
de haber gastado mil 0 dos mil pesos. ¿No habría sido
mejor que hubiera recordado oportunamente el sabio
consejo de Jesús y me hubiera concertado pronto con
mi adversario?
Varias de las palabras de Jesús reflejan la situación
de la Palestina de su tiempo: país ocupado por los le-
gionarios romanos, regido por autoridades locales
tiránicas y rapaces y asoladas por bandidos declarados
Y por supuestos rebeldes contra la dominación extra-
njera que actuaban como vulgares y feroces forajidos.
Unos y otros ejercían el derecho de angaria, obligando
al pobre judío que iba con su burro por el camino a
desviarse para que les acarrease los equipajes, entra-
ban a saco en las casas, arrebataban a los habitantes
sus modestas posesiones, los vejaban o les imponían
prestamos forzosos que nunca habrían de devolver.
450

Los infelices judíos se sentían profundamente heridos


por estas cosas, tentados de resistir a ellas por la
fuerza o de ejercer venganza; pero sus intentos de re-
sistencia o de venganza no podían acarrearles sino
males mucho mayores. Y a esto estaban expuestos es-
pecialmente los más pobres y desvalidos. Si atende-
mos a este contexto histórico, comprenderemos el
motivo y el sentido de varios de los consejos del
sermón de la montaña.
"Habéis oído que se dijo: ojo por ojo y diente por
diente. Pero yo os digo: no resistáis al malo, antes si
alguno te hiere en la mejilla derecha preséntale tam-
bién la otra. Y al que quiere pleitear contigo y llevarse
tu túnica, déjale también el manto. Y si alguno te re-
quisa para una milla, ve con él dos. Da al que te pide y
no rechaces al que quiere que le prestes." (Mt., V, 38-
42)
En esto no hay altruismo ni servilismo ni autosacri-
ficio. Hay exclusivamente conveniencia. El sabio com-
prende que no debe obstinarse en procurar conservar
sus bienes materiales ni en sostener sus derechos civi-
les cuando ello le exige poner a riesgo su vida, su li-
bertad 0 su bienestar. Está dispuesto a desprenderse
con facilidad de sus cosas cuando con ello consigue
conservar su tranquilidad y su alegría. La legítima de-
fensa solo es "legítima" en el sentido de la moral de la
conveniencia, si tiene probabilidades de ser eficaz, y si
451

el bien que cuesta es menos valioso para el defensor


que el bien defendido. Y para hacer esta comparación,
hay que tener en cuenta que los bienes espirituales
son enormemente más valiosos que los bienes mate-
riales. La paz del alma vale más que la túnica y el
manto juntos. Yo gano con que el otro se los lleve y a
mí me deje tranquilo.
No se trata, pues, de que yo me sacrifique por el
bien del otro, sino sólo de que yo sepa dar oportuna-
mente lo menos valioso para mí con el fin de conser-
var lo más valioso para mí. Se trata exclusivamente de
mi conveniencia.
Esto no es poner al individuo como juguete en ma-
nos de cualquier violento agresor; porque los consejos
del sermón de la montaña que acabamos de transcri-
bir deben ser entendidos en términos de prudencia,
calculando las probabilidades de éxito y el costo de la
defensa deben ser interpretados en forma congruente
con la otra frase de Jesús que ya citamos antes: "¿Qué
rey, que ha de hacer guerra a otro rey, no se pone
primero a considerar si será capaz, con diez mil hom-
bres; de salir al encuentro al que viene, contra él con
veinte mil? En caso contrario cuando el otro esta to-
davía lejos, manda una embajada para pedir la paz."
(Lc., XIV, 31-2)
452

Si se considera capaz de resistir, no manda emba-


jada para pedir la paz.
¿Y que es presentar la otra mejilla? Un insolente
me injuria sin motivo. Yo me veo tentado a vengar el
agravio y castigar por la fuerza al insolente. Pero, en
primer lugar, es posible que el resulte más fuerte que
yo físicamente, y yo quede injuriado y molido a palos.
Aun en el caso de que yo triunfe, algunos daños mate-
riales habré de sacar en la lucha; aparte de que proba-
blemente intervendrá la policía y me causara innume-
rables molestias. Y en todo caso, los sentimientos de
ira y de odio suscitados en mi por la pendencia,
habrán dañado mis bienes espirituales, los más valio-
sos para mí. Si, en vez de esto, desprecio al insolente,
no tomo en consideración la injuria y respondo con
una sonrisa, habré presentado la otra mejilla. Y habré
logrado lo que realmente me conviene.
Al hombre superior no lo hieren las injurias. Sabe
que su honor solo puede ser lesionado por el mismo y
no depende de la opinión ajena, ni menos de la proca-
cidad de un villano. Aunque no lo haya escuchado
nunca, el romano Catón cumplió puntualmente el
consejo evangélico según nos cuenta Séneca: "¿Que
hará un sabio al que abofetean? Lo que hizo Catón
cuando le pegaron en la cara, que no se enfadó ni se
vengó, ni siquiera lo perdonó, sino que negó que se le
hubiera injuriado. Es de mayor ánimo no admitir la
453

injuria que perdonarla." Y comenta el mismo Séneca:


"¿Luego no recibirá injuria el sabio si le pegan, si le
arrancan un ojo? ¿No será ultrajado si le van siguien-
do por el foro los insultos de los libertinos? ... No ne-
gamos que estas cosas produzcan dolor, sino que se
llamen injuria, la cual no puede reci birse donde que-
da ilesa la virtud." (De la Constancia, XIV-XVI)
Veamos otro consejo evangélico, dirigido -como to-
dos los de Jesús- a procurar el bien del sujeto. "Cuan-
do alguno te convide a un banquete de bodas, no ocu-
pes el primer asiento, no sea que otro más distinguido
que tú esté convidado también y venga el que os invito
y te diga: cede tu lugar a éste, y entonces con vergüen-
za vengas a ocupar el último sitio. Cuando te convi-
den, ve y siéntate en el último lugar, y cuando venga el
que te convidó te dirá: amigo, sube más arriba. En-
tonces quedarás honrado en presencia de todos los
comensales." (Lc., XIV, 8-10)
Como vemos, se trata de evitar que el individuo,
por imprudencia, se exponga a un desaire bochorno-
so. Ni en este ni en ninguno de los casos que antes vi-
mos, hay una actitud espiritual de humillación ni de
servilismo ni de autosacrificio, sino todo lo contrario:
una actitud de dignidad, de señorío y de búsqueda de
la propia conveniencia racional.
454

La misma actitud espiritual encontramos en los


consejos evangélicos para los casos de calamidades o
tribulaciones. "Cuando oigáis de guerras y rumores de
guerras, no os alarméis. Es necesario que esto suceda;
mas no es el fin. Se levantará nación contra nación y
reino contra reino; habrá terremotos en diversos luga-
res'"; habrá hambres. Mas vosotros, mirad por voso-
tros mismos." (Mc., XIII, 7-9)
Jesús trata de hacer comprender a sus oyentes que
no deben perder la calma aunque escuchen rumores
alarmantes y terroríficos; que no deben desesperar
aunque se encuentren en situaciones apuradas y terri-
bles, y que en todo caso cada cual debe atender a cui-
dar de sí mismo. En muchas ocasiones, cuando la si-
tuación se hace más angustiosa, está más cerca la cri-
sis salvadora. "Cuando comiencen a suceder estas co-
sas, animaos y levantad vuestras cabezas, porque se
aproxima vuestra redención." (Lc, XXI, 28) En cual-
quier circunstancia en que el hombre se encuentre,
debe conservar la serenidad, la esperanza y la fe; y con
ellas logrará defender sus valores más preciados y sa-
lir del conflicto de la mejor manera posible.
Y nuevamente, y ahora para estos casos de calami-
dad, Jesús reitera su consejo de ceder las cosas menos
importantes para conservar las más importantes. "El
que esté sobre el terrado no baje ni entre a sacar algo
455

de su casa; y el que haya ido al campo, no vuelva atrás


a recoger su manto." (Mc, XIII, 15-6)
Hemos sabido de quienes, habiéndose incendiado
su casa, y estando ellos ya fuera y a salvo, vuelven a
entrar tratando de rescatar sus alhajas o documentos
que juzgan preciosos, y no pudiendo ya salir de nuevo,
perecen en las llamas. Otros, en una guerra, pierden la
oportunidad de escapar de la zona de fuego, por que-
rer llevar consigo todas sus propiedades. Y otros más -
¡cuántos más!- no saben cortar a tiempo una empresa
que ha demostrado ser improductiva, y "le echan di-
nero bueno al malo" o, lo que es peor, incurren en
fraudes, falsificaciones y abusos de confianza, por tra-
tar de reparar lo que era una simple perdida de dine-
ro. Por defender el manto pierden la vida.
En todos estos casos, como en toda la doctrina atri-
buible a Jesús, hallamos sencillos, sanos y razonables
consejos para la utilidad propia del sujeto al que se di-
rigen. Encontramos una actitud moral eudemonista y
de conveniencia y no una actitud autoritaria y dogma-
tica. No cuentan para nada los preceptos previamente
establecidos ni las leyes supuestamente escritas por el
dedo de Dios, sino sólo la razón y la utilidad en rela-
ción con la realidad de la situación. "La ley fue dada
por Moisés; pero la gracia y la verdad vinieron de
Jesús el Cristo." (Jn., I, 17) Por esto dijo Jesús: "En el
456

estado en que os sorprenda, en ese os juzgaré." (Justi-


no, Diál.,XLVII)
Esta moral racional y utilitaria es la que sintetiza
Pablo en una frase: "Todo me es licito; pero no todo
me conviene." (I Cor., VI, 12) Todo me es lícito, puesto
que no reconozco ninguna ley moral externa que pue-
da prohibirme algo; pero no todo me conviene, ya que
en la realidad del mundo en que vivo, hay cosas que
me son benéficas y otras dañosas. Debo, pues, buscar
aquellas y evitar estas.
457

9
LA RAZON

Las parábolas constituyen la forma más caracterís-


tica de la enseñanza de Jesús y la forma que le era fa-
vorita, como vemos por la abundancia con que las en-
contramos en los evangelios y también por los testi-
monios de los evangelistas, que con expresión exage-
rada a ilustrativa nos dicen que "estas cosas habló
Jesús en parábolas a las turbas, y sin parábolas no les
hablaba" (Mt., XIII, 34; Mc., IV, 33-4). Es por medio
de ellas como la predicación de Jesús se ha difundido
más ampliamente y se ha .afianzado con más hondas
raíces en las inteligencias.
Entonces, hay que preguntarse cuál era el propósito
de las parábolas. ¿Por qué hablaba Jesús en parábola?
Parece que tenemos una respuesta expresa en Mar-
cos IV, 11-2: "A vosotros os ha sido comunicado el
misterio del reino de Dios; mas a aquellos de afuera
todo se les presenta en parábolas, a fin de que miran-
do miren y no vean y oyendo oigan y no entiendan; no
sea que se conviertan y se les perdone."
De este pasaje parecería desprenderse la explica-
ción de que el propósito de las parábolas era ocultar
458

su sentido para que no fuera comprendido por la mu-


chedumbre. Esta explicación ha sido seguida en dos
diferentes líneas de pensamiento. Por un lado, dentro
de la tesis de que "el Señor ciega y endurece a aquellos
que, poniéndoles delante una gran luz y auxilio para
creer, para arrepentirse y por consiguiente para entrar
en el camino de la salud, toman ocasión de este mis-
mo beneficio para ser más rebeldes, y endurecerse
más" (Scío de San Miguel en nota a Isaías, VI, 10); o
que el pueblo judío, al que vino Jesús, fue por provi-
dencia divina, cegado para que no percibiera la signi-
ficación de su advenimiento y, por su rechazo del
Mesías, pudiera realizarse el misterioso propósito de
Dios.
En otro sentido fue aceptada también esta explica-
ción por las escuelas esotéricas que tienen alguna re-
lación con el cristianismo: gnósticos, alquimistas, etc.,
las cuales consideran que las grandes verdades no
pueden ser dadas al vulgo sin grave daño o peligro;
que sólo pueden ser puestas al alcance de los iniciados
y que, por consiguiente, su enseñanza ha de envolver-
se en fórmulas enigmáticas, cuyo sentido resulte sólo
accesible a quienes han adquirido la clave que lo des-
cifra.
Pero estas explicaciones son totalmente inacepta-
bles para cualquiera que haya logrado comprender el
espíritu de la predicación de Jesús. Sin poder entrar
459

aquí al estudio de la cuestión de la predestinación,


baste decir que el Dios de amor y de bondad, no puede
procurar la ceguera ni la perdición ni puede oponer
obstáculos para que alguien llegue al conocimiento de
la verdad. Si esto requiriera pruebas, en abundancia
las hallaríamos en las palabras de Jesús: "Yo vine co-
mo luz al mundo para que todo el que crea en mí no
quede en las tinieblas. Y si alguno escucha mis pala-
bras y no las guarda, yo no lo juzgo porque no he ve-
nido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo." (Jn.,
XII, 46-7) "De cuantos me diste no perdí a ninguno.‖
(Jn., XVIII, 9)
Tampoco puede un lector atento del evangelio ver
en él enseñanzas esotéricas. No hallamos a Jesús
hablando en secreto a grupitos de iniciados en cená-
culos cerrados, sino predicando a cielo abierto y en
presencia de las multitudes, y buscando con especial
cuidado a los pequeños e ignorantes. ¿Cómo podemos
imaginar, pues, que tratara de ocultar a nadie el senti-
do de sus palabras?
Evidentemente, la explicación tiene que ser otra. Y
creo que podemos hallarla si nos acercamos más a la
cita de Isaías (VI, 9-10) contenida en el pasaje de
Marcos, IV, 11-2 que hemos tomado como base.
Este lugar de Isaías dice, en la versión hebrea (cito
según Scío de San Miguel trasladando la versión de la
460

Vulgata): "Ciega el corazón de este pueblo y agrava


sus orejas y cierra sus ojos; no sea que vea con sus
ojos y oiga con sus orejas y entienda con su corazón, y
se convierta y le sane."
Pero en la versión de los Setenta se lee en pretérito:
"El corazón de este pueblo se ha engrasado, y con sus
orejas han oído duramente y han cerrado los ojos, por
no ver de los ojos ni oír de las orejas ni entender del
corazón, y se conviertan y yo los sane." Respecto a es-
ta versión dice Scío de San Miguel: "Esta translación
se ajusta muy bien con el versículo precedente, y los
Setenta leyeron sin puntos por el pretérito lo que al
presente por razón de la puntuación masorética se lee
en imperativo."
Como se ve, en esta versión griega el sentido es to-
talmente diferente. No es Dios quien ha tapado las
orejas ni cerrado los ojos del pueblo; es el pueblo el
que ha tapado sus orejas y cerrado su ojos para no ver,
y es el pueblo el que no quiere ser convertido y sana-
do.
Esta versión griega es la que pasó más puramente
al "pasaje de Maleo correspondiente al antes citado de
Marcos. En él leemos: "Por esto les hablo en parábo-
las, porque viendo no ven y oyendo no oyen ni entien-
den. Y se cumple en ellos la profecía de Isaías, que di-
ce: 'Oyendo oiréis y no entenderéis y viendo veréis y
461

no miraréis. Porque se engrasó el corazón de este


pueblo y con sus oídos oyeron torpemente, y cerraron
sus ojos; para no ver con sus ojos y no oír con sus oí-
dos y no entender con el corazón y convertirse, cuan-
do yo los sanaría'." (XIII, 13-5)
En este pasaje se expresa, en los términos propios
de un profeta del Antiguo Testamento, el problema
más grave de la epistemología, de la moral, de la psi-
cología y aun de la salud mental. Yavé manda al profe-
ta a hablar a su pueblo y le advierte que el pueblo no
quiere ver ni quiere oír ni quiere ser sanado.
El problema más grave para el hombre es vencer el
miedo a la verdad, que es miedo a la libertad. Como
dije al hablar de Adán y Eva, el hombre, al enfrentarse
a la libertad, que es la consecuencia necesaria de la
razón, se asusta y trata de fugarse de ella. Por esto "el
pueblo ha engrasado su corazón" (en la lengua hebrea,
el corazón es la sede de la inteligencia), ha cerrado sus
ojos y ha tapado sus orejas. No quiere ver la luz de la
verdad, no quiere oír la voz de la razón.
La razón es la característica del hombre. Es lo que
lo distingue de los animales y, dentro de la evolución
del individuo, lo que distingue al adulto del infante. Es
su único medio de conocer la realidad y el único ins-
trumento de que dispone para sobrevivir y para reali-
zarse en cuanto hombre. Y la razón trae consigo nece-
462

sariamente la libertad. Dice Jesús: "La verdad os hará


libres". (Jn., VIII, 32) El hombre no puede, pues, rea-
lizarse a sí mismo, integrar verdaderamente su propio
ser, sino dentro del marco y con las características
propias de su especial naturaleza humana, es decir,
con racionalidad y en libertad. Y sólo realizándose a sí
mismo es como puede lograr la felicidad. De donde se
sigue forzosamente que el hombre no puede obtener
su felicidad (entrar al "reino de Dios") sino guiado por
la razón y ejerciendo la libertad. Para ello tiene que
abrir los ojos y destapar las orejas.
Pero el hombre, asustado de su libertad, trata de
huir de ella de cualquier manera, valiéndose de los
numerosos subterfugios que ya antes enumeré. Y con
ello, al tratar de hallar protección, lo único que consi-
gue es condenarse a la desdicha; porque en todo lo
que haga negando su razón, se está sustrayendo a su
naturaleza propia y se está privando del único instru-
mento con el que puede enfrentarse triunfalmente a la
realidad.
Esto lo vemos también en problemas concretos de
la moral y de la salud mental.
Es el problema más grave de la moral. Si el hombre
llega a ver el bien en su límpida desnudez y en su re-
fulgente verdad, no puede menos de apetecerlo y se-
guirlo. Los hombres somos pecadores sólo porque en
463

el pecado vemos un bien, aunque sea relativo y tem-


poral e inferior, pero que satisface nuestro apetito ac-
tual. Como satisface un apetito, nos le apegamos y no
queremos renunciar a él; pero como barruntamos que
sólo es temporal, limitado e inferior (es decir que es
un mal) tememos verlo en su condición de relativo,
temporal e inferior, al contrastarlo con el bien absolu-
to o superior, y entonces nuestro apetito nos induce a
cerrar los ojos y tapar los oídos para defender este
nuestro bien inferior, que es nuestro pecado, del cual
"no queremos ser sanados."
Es lo que los moralistas llaman ignorancia afectada
y que, como adelante trataremos de explicar, es el pe-
cado contra el espíritu, el único y verdadero pecado
propiamente tal.
Es el más grave problema de la salud mental. La
moderna psicología ha puesto en claro que el origen
de la neurosis radica en los deseos reprimidos y en las
experiencias infantiles que, resultando repugnantes al
sujeto por considerarlas reprobables o monstruosas,
son expulsadas del consciente y sepultadas en el sóta-
no del inconsciente para no ser percibidas. En la ter-
minología de Stekel, los disturbios emocionales o pa-
rapatías tienen su causa en el "desplazamiento", que
es "un proceso activo, un acto de voluntad, en contra-
posición al olvido‖. Y añade que "por desplazamiento
entendemos un olvido aparente, cuando no queremos,
464

por razones de displacer, pensar en una representa-


ción determinada". Y Freud en su conferencia sobre
psicoterapia (citada por Stekel) explica que "esta tera-
pia está fundada en el conocimiento de que la repre-
sentación inconsciente, o mejor dicho la inconsciencia
de sucesos psíquicos, es la causa inmediata de los
síntomas mórbidos. "El psicoanálisis intenta precisa-
mente, por medio del proceso de la anamnesia, volver
a traer al campo del consciente, es decir al conoci-
miento, esos sucesos desplazados o deseos reprimi-
dos. Pero el procedimiento terapéutico encuentra la
resistencia del paciente, porque éste se obstina en no
ver. "El parapático se parece a un hombre atacado por
tortícolis, que siempre tiene que mirar en una misma
dirección, porque no puede volver la cabeza del otro
lado. El parapático mira también en una dirección fal-
sa. Esto explica la imposibilidad de ver, que en el aná-
lisis se revela siempre como voluntad de no ver." (Es-
tados Nerviosos de Angustia, 1, 2)
Todo este proceso de resistencia a la luz de la ver-
dad, que psicólogos, moralista s y sociólogos han des-
cubierto y descrito a través de trabajosas investigacio-
nes, múltiples teorías y explicaciones llenas de una
complicada terminología científica, es precisamente el
que se describe en unos cuantos renglones de impre-
sionantes y vívidas figuras en el agudísimo pasaje de
Isaías que estamos estudiando. El hombre tapa sus
465

orejas y cierra sus ojos porque no quiere ver la verdad,


pues teme que ella lo sane de su pecado o de su en-
fermedad.
Si, pues, el hombre amuralla su mente para opo-
nerse a la verdad, el ataque frontal está condenado al
fracaso. Habrá que superar la muralla por un proyectil
disparado con trayectoria parabólica; y esto es lo que
pretende hacer la parábola. Quizá seria más exacto
decir que la parábola es el caballo de Troya, que por
su apariencia no agresiva, es llevado voluntariamente
por la puerta al interior de la ciudadela, pero que lleva
en su vientre la esencia de la verdad.
Esto es lo que pretende realizar la parábola. El
oyente la escucha porque no cree ser aludido en ella.
Se habla de unos hombres invitados a una fiesta, o de
un ladrón que llega por la noche, o de un siervo al que
se le encomendó una moneda, o de un mercader de
perlas, etc.
Pero esta parábola, que es un cuento, un relato muy
sencillo, plantea un problema de conducta y pide un
juicio sobre la situación descrita; y el oyente tiene que
formular este juicio y cree hacerlo respecto a sujetos
remotos y casi desconocidos. Pero cuando el oyente
formuló este juicio, es posible que advierta la seme-
janza entre la situación planteada en la parábola y su
propia situación.
466

En el Antiguo Testamento, vemos en acción una


típica parábola. Cuando el rey David se había apode-
rado de la esposa de Urías y había mandado a éste a la
muerte, el profeta Natán le dijo: "Había en una ciudad
dos hombres, uno rico y otro pobre. Tenía el rico gran
cantidad de ganado lanar y vacuno, mientras el pobre
no poseía más que una corderilla que había comprado
y alimentado y criado con él y con sus hijos, comiendo
de su mismo bocado, bebiendo de su copa y durmien-
do en su seno, pues era para él a modo de una hija.
Llegó una visita al hombre rico, y dándole pena tomar
de su rebaño y vacada con qué preparar un banquete
al viajero, cogió la cordera del hombre pobre y la pre-
paró para el que le había venido. Y la cólera de David
se encendió vivamente ante aquel sujeto y dijo a
Natán: ¡Vive Yavé, que el hombre que tal hizo es reo
en verdad, de muerte; y pagará la oveja cuatro veces
en castigo de esa acción y porque no tuvo entrañas de
misericordia! Natán dijo entonces a David: ¡tú eres
ese tal!‖ (II Samuel, XII, 1-7)
En todas las parábolas, la intención es la misma. En
algunas, la pregunta relativa al juicio a formular se
plantea expresamente, como en la de los dos hijos:
"¿Qué os parece? . . . ¿Cuál de los dos hizo la voluntad
del padre?" (Mt., XXI, 28-31) O en la de los labradores
pérfidos, que concluye preguntando: "Cuando venga,
467

pues, el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos la-


bradores?" (Mt., XXI, 40)
Pero aunque no se haga expresamente la pregunta,
la invitación a formular un juicio sobre la situación
planteada se encuentra implícita en todas las parábo-
las.
La intención de las parábolas es, pues, la de procu-
rar burlar la resistencia del oyente para escuchar ver-
dades que le afectan en lo personal profundamente.
Corresponde al mismo sistema al que alude nuestro
dicho familiar: "Te lo digo, mi hija, para que lo en-
tiendas, mi nuera."
Por otro lado, las parábolas son pequeños relatos
tomados de la realidad viva. Para los hombres y las
mujeres del auditorio directo de Jesús, eran la reali-
dad que todos los días vivían y percibían como labra-
dores, pastores o pescadores. Y aun para nosotros,
hombres modernos y de ciudad, se refieren a realida-
des tan elementales, que si no las vemos y las vivimos
materialmente, podemos facilísimamente imagina-
rias. Afectan, pues, del modo más sencillo aun a las
mentes más sencillas.
Para muchas personas será difícil hacerles com-
prender que la felicidad exige el sacrificio de cosas
aparentemente muy valiosas, pero es fácil hacer que
468

entiendan que un hombre venda cuanto posee para


adquirir una perla de inestimable valor.
Y todo esto demuestra que Jesús considera que el
abrir los ojos y destapar las orejas, es decir el aceptar
la razón y la libertad, es condición básica para entrar
al reino de Dios. Así lo declara desde el principio de su
predicación.
"Vino a Nazaret, donde se había criado y entró en la
sinagoga según costumbre suya en el día de sábado, y
se levantó para leer. Le entregaron el libro del profeta
Isaías, lo abrió y encontró el pasaje en que estaba es-
crito: 'El espíritu del Señor sobre mí, en el cual me ha
ungido para evangelizar a los pobres. Me ha enviado
para anunciar a los cautivos la liberación y a los ciegos
la vista, para dar libertad a los oprimidos, para pro-
clamar el año de gracia del Señor'. Cerró el libro, lo
dio al ministro y se sentó. Todos los de la sinagoga
tenían sus ojos fijos en él. Y comenzó a decirles: Hoy,
cuando escucháis, se cumple esta escritura". (Lc., IV,
16-21)
Al mismo pasaje de Isaías (LXI, 1-2; XXXV, 5) aquí
citado expresamente, se va a referir más tarde al dar
respuesta a los enviados de Juan. "Juan, que había oí-
do en la cárcel las obras de Cristo, por medio de sus
discípulos envió a decirle: ¿eres tú el que ha de venir o
hemos de esperar a otro?" Tanto vale como mandarle
469

preguntar: ¿Eres tú el Mesías? ¿Ha llegado ya el reino


de los cielos? "Jesús respondió y les dijo: id a decir a
Juan lo que oís y veis: los ciegos ven, los cojos andan,
los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muer-
tos son resucitados, los pobres son evangelizados."
(Mt., XI, 2-5) Como vemos, aun cuando no coincidan
exactamente las palabras, se está refiriendo al mismo
pasaje de la Sagrada Escritura. Jesús toma un párrafo
de las profecías en que se anuncia el reino de Dios
describiéndolo con ciertos rasgos característicos, y lo
da como ya realizado, como existente ya en presente.
En los evangelios se relatan varios casos en los que
Jesús devuelve la vista a ciegos y hace oír a sordos. En
otra ocasión analizaremos estos "milagros". Pero aquí
las expresiones que estamos considerando no pueden
referirse a hechos físicos y materiales. Y esto por va-
rias razones: en primer lugar, Jesús ha dicho que "el
reino de Dios no viene ostensiblemente, ni podéis de-
cir: helo aquí o helo allá; porque el reino de Dios está
en vosotros." En segundo lugar, porque en la declara-
ción hecha en Nazaret, la profecía se da como ya reali-
zada ("hoy se cumple esta escritura"), aun cuando no
se habla de ningún ciego al que materialmente se le
haya dado la vista, ni ha habido oportunidad para ello.
Entonces, las expresiones de que se trata tienen que
tener significado metafórico.
470

Cuando Jesús inicia la predicación de la llegada del


reino de Dios, lo primero que señala es la necesidad
de abrir los ojos y destapar las orejas, es decir, de usar
la razón y de aceptar la libertad. Por esto, inmediata-
mente después de la cita de Isaías (VI, 9-10) que
hemos venido analizando, Jesús exclama: "Dichosos
vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque
oyen". (Mt., XIII, 16) Son dichosos los ojos porque ven
y los oídos porque oyen. No por lo que ven ni lo que
oyen; sino porque ven y oyen; esto es, porque están
abiertos a la verdad.
(El versículo siguiente: ―Pues en verdad os digo que
muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros
veis y no lo vieron y oír lo que vosotros oís y no lo oye-
ron", es espurio o al menos colocado fuera de lugar.
En Lucas, X, 23-4, se encuentra en otro contexto. Ma-
teo lo ha intercalado aquí, por no haber entendido el
sentido de la frase anterior).
Y por esto también, Jesús repite frecuentemente al
terminar una exposición: "El que tenga oídos para oír
que oiga." (Mt., XIII, 9 y 43; XI, 15; Mc., IV, 23; Lc.,
XIV, 35)
Y en Marcos, VIII, 17-8: "¿Todavía no comprendéis
ni entendéis? ¿Tenéis endurecido vuestro corazón?
¿Teniendo ojos no veis y teniendo oídos no oís?"
471

Y el mismo sentido simbólico es el que hemos de


atribuir a varios pasajes de Isaías, como XXXV, 5-6:
"Entonces se abrirán los ojos de los ciegos, se abrirán
los oídos de los sordos. . . y la lengua de los mudos
cantará gozosa." Y IX, 1-2, citado en Mateo, IV, 16-7,
antes de iniciarse la predicación de Jesús: "El pueblo
asentado en tinieblas vio gran luz, y a los asentados en
región de sombra de muerte, luz les alumbró." Así
como las numerosas referencias a la luz (símbolo de la
verdad) que se encuentran diseminadas en los evange-
lios, y con más frecuencia en Juan. Por ejemplo: "En
él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres...
Era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que
viene a este mundo." (Jn., I, 4 y 9) "Yo soy la luz del
mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que
tendrá luz de vida." (VIII, 12) "Si alguno camina du-
rante el día, no tropieza porque ve la luz de este mun-
do, pero si camina de noche tropieza porque no hay
luz en él." (XI, 9-10) "Yo he venido como luz al mun-
do, para que todo el que cree en mí no permanezca en
tinieblas." (XII, 46)
"La lámpara del cuerpo es el ojo. Si pues tu ojo es-
tuviere sano, todo tu cuerpo estará iluminado; pero si
tu ojo estuviere enfermo, todo tu cuerpo estará en ti-
nieblas." (Mt., VI, 22-3) Si te abres a la luz de la razón,
toda tu vida estará iluminada por la verdad, y tu con-
ducta ajustada a la realidad. Pero si has renunciado al
472

uso de la razón, ¿cómo quieres obrar correctamente?


Por esto dijo Jesús a Pilato: "Para esto he venido al
mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que
es de la verdad oye mi voz." (Jn., XVIII, 37)
Y este es el mismo sentido simbólico que debemos
dar a las curaciones de ciegos y de sordos, como las
que se describen en Mateo, IX, 27-30; XX, 29-34 y sus
paralelos; Marcos, VII, 32-5; VIII, 22-5 y Juan, IX, 1-
7.
El que ha renunciado a la razón sólo está dispuesto
a prestar su asentimiento a lo irracional: a lo que se le
da por vía de autoridad, a lo mágico, sobrenatural o
supersticioso, a lo místico, milagroso o prodigioso.
Jesús dice (Jn., IV, 48): "Si no veis señales y prodi-
gios, no creéis." Y en otra parte (Mc., VIII, 12): "¿Por
qué pide esta gente un prodigio? Yo os aseguro que no
se le dará a esta gente ningún prodigio. "Jesús no
puede, ni está dispuesto a darles un motivo irracional
de credibilidad. Y les hace notar que por sí solos,
usando la razón y observando la realidad, es como
pueden llegar a la verdad. "Cuando veis que una nube
se levanta por poniente, en seguida decís: hay lluvia. Y
así sucede. Y cuando sopla viento sur, decís que hará
calor. Y hace. Sabéis averiguar el estado de la tierra y
del cielo. Pues ¿cómo no discernís vuestra situación?
¿Por qué no juzgáis por vosotros mismos lo justo?"
(Lc., XII, 54.7)
473

En estos pasajes vemos cómo Jesús está negando


valor a los motivos irracionales de credibilidad y, por
consiguiente, a los argumentos de autoridad y de mi-
lagro en que consiste lo que se ha llamado el conoci-
miento ―por la fe‖, e invitando a sus oyentes a que re-
suelvan, cada uno por sí mismo, lo que les conviene, lo
que es justo, y a que lo resuelvan usando los mismos
instrumentos que usan para conocer las cosas de la
realidad: la ciencia y la experiencia, es decir la razón.
El común de los hombres está muy dispuesto a usar
de su razón para las cosas menudas y materiales de su
existencia; pero se niega a usarla cuando se trata de
descubrir las verdades fundamentales de la vida, que
pueden decidir su conducta en cuestiones trascenden-
tales.
La misma idea, con otra metáfora, se da en otra
expresión de Jesús: "Si la sal pierde su sabor, ¿quién
la salará?" (Mt., V, 13) La sal es símbolo de sabiduría.
En el rito del bautismo en la iglesia católica, se da sal
en la boca al bautizado, y se le dice: "recibe la sal de la
sabiduría." Así como la sal es la que da sabor a todos
los alimentos, la razón es lo que da sentido a todos los
actos humanos. Pero si privamos a nuestra razón de
su carácter de guía supremo, ¿con qué podremos sus-
tituirla?
474

Como la razón humana no es infalible, los hombres


pueden incurrir en numerosos errores. Pero estos
errores no afectan, por sí mismos la consecución del
destino final del hombre, no impiden que se realice a
sí mismo y logre su felicidad. Son experiencias que va
obteniendo y que le permiten conocer cada vez mejor
la realidad. Por esto son pecados que "serán perdona-
dos". Pueden ser llamados pecados porque constitu-
yen errores, desviaciones de lo que, la recta razón ob-
jetiva pediría. Pero son simples resultados de la limi-
tación propia de la naturaleza humana; integran la
trama de la existencia. Cada uno de ellos produce por
sí mismo, automáticamente, necesaria e ineludible-
mente su propio "castigo", su efecto dañoso. Pero no
impiden que el hombre logre su máximo bien en la
medida que su circunstancia lo permita.
En cambio, cuando el hombre se niega a la razón,
cuando cierra los ojos a la luz de la verdad y no acepta
contemplar la realidad cara a cara, pierde el único ins-
trumento de que dispone para conocer el mundo, se
priva de la única guía de su conducta y lesiona radi-
calmente la esencia de su naturaleza humana racional.
Entonces queda incapacitado para lograr su felicidad,
para entrar al "reino de los cielos".
Esto es lo que quiere decir Jesús cuando exclama:
"Todos los pecados se perdonarán a los hombres; pero
475

el pecado contra el espíritu no será perdonado." (Mt.,


XII, 31)
El "pecado contra el espíritu" es la rebeldía contra
el imperio de la razón. Es el único verdadero pecado
que el hombre puede cometer. Y no será perdonado.
Mientras subsista, impide totalmente el acceso a la fe-
licidad. Mientras el hombre se mantenga en una acti-
tud irracional, tiene cerrada la puerta al reino de los
cielos. Volvemos así a la idea que al principio expresé:
el miedo a la libertad, que es miedo a la razón, es el
origen de todos los males de la humanidad.
476

10
EL AMOR

El amor a si mismo es la única fuente de todos los


amores, si son verdaderos. ¿Cómo puede amar a un
semejante quien no haya empezado por amarse a si
mismo? El amor es la atracción que ejerce el bien. Su
paradigma es la atracción por el bien sumo: por la
esencia del ser y de la vida, por lo que es en sí, por
Dios. ¿Y en dónde tiene el hombre la esencia del ser y
de la vida más patente, presente, íntima y próxima
que en sí mismo? ¿En dónde tiene más clara, viva y vi-
sible la imagen de Dios que en él? Si no sabe verla y
apreciarla en él, ¿cómo ha de verla y apreciarla en
otros? Se dice en la Primera Epístola de Juan (IV,
20): "Si alguno dijere: amo a Dios, pero aborrece a su
hermano, miente. Pues el que no ama a su hennano, a
quien ve, no es posible que ame a Dios, a quien no ve."
Yo digo: si alguno dijere: amo a mi hermano, pero se
aborrece a si mismo, miente. Porque si no ama a Dios
(fuente y paradigma de todos los amores) en sí mis-
mo, donde lo ve, lo siente, lo percibe y lo respira de
inmediato, no es posible que lo ame en otro.
477

Jesús dice que el mayor y primer mandamiento es:


―amarás al señor tu Dios con todo tu corazón, con to-
da tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y
primer mandamiento. El segundo, semejante a este,
es: amarás a tu prójimo como a ti mismo." (Mt., XXII,
37-9) Ahora bien, este segundo mandamiento: amarás
a tu prójimo como a ti mismo, presupone necesaria-
mente el amor a sí mismo, puesto que lo toma como
término de comparación. Y si lo presupone es que le
es anterior, lo que quiere decir que está incluido en el
primero. El amor a Dios, a la esencia pura del ser y de
la vida, a lo que es en si, incluye el amor a sí mismo,
que es donde inmediatamente se concreta e individua-
liza esa esencia. Y aunque no se quiera ver así, basta
con analizar la estructura del segundo mandamiento
para comprender que el amor al prójimo tiene que ve-
nir después del amor propio y dependiendo de él.
Para comprender el alcance y la jerarquía de este
precepto y la relación lógica deductiva entre sus dos
miembros, debe ser formulado, con más exactitud de
la siguiente manera: "Ama a tu prójimo, porque es
parte de ti mismo". Sólo así se deriva de su funda-
mento y guarda congruencia con él. El hombre debe
comprender que su verdadero ser no se agota en su
cuerpo físico; que él está colocado siempre y en todo
momento dentro de un cierto ámbito o circunstancia
que lo rodea y que lo afecta necesaria y gravemente;
478

que él no termina en las fronteras de su piel. Cómo sea


este ámbito o circunstancia determina el cómo pueda
ser él. Si hace frío o calor, si la tierra que pisa es fértil
o estéril, si tiene a su alcance unas cosas u otras, si
dispone o no de ciertos instrumentos, todo esto im-
porta decisivamente para determinar la manera como
deba comportarse. Lo que quiere decir que todo esto
le pertenece vitalmente, e integra, de algún modo, su
propio ser. Si se ama a sí mismo, tiene que amar estas
cosas, tiene que amar su ámbito.
Pero, como ya dijimos, lo más valioso de entre
aquello que rodea al hombre son los demás hombres
con quienes entra en relación. Luego debe amarlos,
porque son parte de él mismo, porque integran su
propio ser. El amor al prójimo deriva así, racional y
lógicamente; del amor propio, en el que tiene su fun-
damento y su patrón de medida. El hombre tiene que
amar su circunstancia toda como ama su propio cuer-
po. En realidad es su cuerpo extenso. Tiene que pro-
curar el bien de su circunstancia como procura el de
su propio cuerpo.
Y este amor y este interés por los seres y las cosas
que lo rodean tiene que ser graduado y ordenado
jerárquicamente de acuerdo con la naturaleza y la im-
portancia del objeto de que se trate. Así como ama su
cuerpo todo, pero no ama ni atiende igual a sus diver-
sos miembros, tampoco ama ni atiende igual a todos
479

los seres y a todas las cosas de su alrededor. Todas las


partes de su cuerpo físico le interesan, y no hay nin-
guna que carezca totalmente de importancia para él;
pero no cuida ni atiende igual a una uña del pie o a un
cabello de su cabeza que a sus piernas, ni a estas como
a su corazón o su cerebro. Todo esto quiere decir que
su prójimo lo es en la medida en que es su próximo;
que la medida de la projimidad es la de la proximidad.
Lo cual vemos del modo más claro y evidente en la ex-
periencia diaria, pues no amamos igual -hablando en
términos generales- a los parientes más íntimos que a
los amigos, ni a estos igual que a los vecinos, ni a los
vecinos igual que a los demás compatriotas o que a los
demás seres humanos.
Como todas las cosas del universo están correlacio-
nadas y "no se puede cortar una flor sin perturbar una
estrella", no hay en rigor nada que nos sea totalmente
indiferente. Pero como el ámbito en que nos movemos
es muy corto y nuestros conocimientos del universo
muy limitados, y como no todas las cosas se relacio-
nan con nosotros de la misma manera ni con la misma
importancia, hay numerosísimas cosas -la inmensa
mayoría de ellas- cuya relación con nosotros no po-
demos percibir ni tiene importancia. Lo mismo po-
demos decir en relación con los hombres. En rigor,
todo lo que afecte a un individuo del genero humano
me afecta a mi, y debo decir, como Terencio: "Hombre
480

soy, y nada humano me es ajeno", por lo que debo


amor a toda la humanidad. Pero como el mundo social
en que me muevo es muy pequeño y mi capacidad de
actuar sobre los demás muy limitada, mis prójimos,
en la práctica, se reducen a un grupo muy pequeño. Y
dentro de este grupo no todos los individuos ocupan el
mismo rango. Al aproximarse más al sujeto, la rela-
ción de projimidad se hace más estrecha y el amor
más intenso, hasta llegar a "la amada" por excelencia,
que es una sola carne con el sujeto y lo mejor de él
mismo. Para otros, lo serán los hijos, para otros, la
madre, para otros un amigo. Como la vida del hombre
se desenvuelve principalmente en lo psicológico -
intelectual y afectivo- más que en lo biológico y físico,
las relaciones de la sangre no ocupan ni tienen por
que ocupar, por si mismas, un rango preferente. Las
relaciones de padres a hijos son verdaderas relaciones
humanas excelsas cuando se dan en el mundo del
espíritu como ligas de afectuosa comprensión, pero no
cuando sólo resultan de los vínculos de la biología o
de la forzada convivencia. Para un hombre racional, la
mayor proximidad se da con otro ser que lo compren-
da y que comparta sus sentimientos y sus emociones.
Jesús nos dejó un ejemplo de esto, en forma tan enér-
gica que a muchos ha parecido ruda y desagradable.
"Vinieron su madre y sus hermanos, y desde fuera lo
mandaron llamar. Y la gente que estaba sentada alre-
481

dedor de él le dijo: ahí afuera están tu madre y tus


hermanos, que te buscan: El les respondió: ¿quién es
mi madre y mis hermanos? Y mirando a los que esta-
ban sentados alrededor de él, dijo: he aquí a mi madre
y mis hermanos. Aquél que hace la voluntad de Dios,
ese es mi hermano y mi hermana y mi madre." (Mc.,
III, 31.5).
Como ya he dicho que la "voluntad de Dios" es la
felicidad del hombre lograda por la razón, quienes
hacen esa voluntad son los hombres racionales y feli-
ces. Estos son, pues, a quienes Jesús considera su
hermano, su hermana y su madre.
Esta relación de projimidad puede alterar su grado
temporalmente, en virtud de las circunstancias. En
ciertos momentos, un objeto de nuestro amor puede
venir a ocupar un grado más próximo del que habi-
tualmente tiene y demandar nuestra atención prefe-
rente. Un hijo enfermo de gravedad requiere que la
madre se dedique a él, descuidando momentánea-
mente a los demás hijos, al marido y el gobierno de la
casa. Un desconocido que sufre un ataque cardiaco a
nuestra puerta adquiere automáticamente un valor
que no tenía antes y que no tienen los demás descono-
cidos, y esto hace de él, en la ocasión, nuestro próji-
mo, nuestro próximo. Esta es la enseñanza que se
desprende de la parábola del buen samaritano.
482

"Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en


manos de unos ladrones, los cuales, después de haber-
lo despojado y golpeado, se marcharon y lo dejaron
medio muerto. Accidentalmente bajaba por aquel ca-
mino un sacerdote; lo vio y pasó de largo. Lo mismo
hizo un levita, pasó por aquel sitio, lo vio y siguió ade-
lante. Pero un samaritano que iba de viaje, llego junto
a él y, al verlo, se compadeció; acercóse y vendó sus
heridas después de ungirlas con aceite y vino; lo
montó en su cabalgadura, lo llevó a una posada y lo
tomó a su cuidado. Al día siguiente sacó dos denarios
y se los dio al hostelero y le dijo: cuídalo, y lo que gas-
tes demás yo te lo pagaré a mi vuelta." (Lc., X, 30-5).
La parábola no pretende -como quiere darlo a en-
tender el contexto- definir quién es el prójimo, sino
hacer comprender cómo un desconocido puede venir
a tener carácter de prójimo. Esta es también una de
las varias enseñanzas que se desprenden de la parábo-
la del hijo prodigo. (Lc., XV, 11-32) El padre no festeja
y agasaja al hijo pródigo por haber sido pródigo, ni
porque le tenga mayor cariño que al otro hijo, que ha
permanecido en la casa, sino porque en ese día de su
regreso adquiere un valor muy particular y una
proximidad mayor.
La misma idea está contenida también en las otras
parábolas de la oveja perdida y de la dracma extravia-
da:
483

"¿Quién de vosotros que tenga cien ovejas y pierda


una de ellas no deja las 99 en el desierto y va en busca
de la oveja extraviada hasta que la encuentra? Y cuan-
do la encuentra, la toma lIeno de gozo sobre sus hom-
bros, y una vez que lIega a casa convoca a sus amigos
y vecinos y les dice: alegraos conmigo, porque he en-
contrado mi oveja perdida." (Lc., XV, 4-6)
"¿Que mujer que tiene 10 dracmas, si pierde una,
no enciende la lampara, barre la casa y la busca con
gran diligencia hasta que la encuentra? Y una vez que
la encuentra convoca a las amigas y vecinas y les dice:
alegraos conmigo, porque he encontrado la dracma
que había perdido." (Lc., XV, 8-9)
Vemos, pues, que dentro de las intrincadas y varia-
bles relaciones humanas, la condición de "prójimo"
del objeto del amor depende de la proximidad al suje-
to amante; de donde resulta, una vez más, que el amor
al prójimo deriva y depende del amor a sí mismo.
Veamos esto desde otro punto de vista. Se ha dicho
que el hombre sólo ama su semejanza. Es lo que trata
de exponer la fábula de Narciso, contada tan galana-
mente por varios mitólogos de la antigüedad clásica y,
entre ellos, por Ovidio en Las Metamorfosis. (III, vv.
341-510) Narciso se enamora (hasta morir consumido
de amor) de su propia imagen reflejada en el cristal
del agua de una fuente; y en el lugar donde cayó su
484

cuerpo muerto, brota la flor que lleva su nombre. Sor


Juana Inés de la Cruz adaptó admirablemente esta
fábula a la teología católica, en su magistral auto sa-
cramental El Divino Narciso. Allí Cristo, el Verbo Di-
vino, aparece en la figura del Narciso mitológico,
enamorado de su imagen, la naturaleza humana, re-
flejada en la fuente de la gracia, y muere de amor por
ella. En el lugar donde cae su cuerpo, se levanta una
flor: la áurea custodia que contiene en su centro la
hostia consagrada, el cuerpo sacramentado de Cristo.
Dios ama al hombre, que es "su imagen y semejanza",
y lo ama porque antes se amo a si mismo y en el hom-
bre sigue amándose a sí mismo. En cierto sentido, el
amor del hombre por su semejante, por su prójimo,
es, como el amor de Dios al hombre -que le sirve de
modelo-, amor a su imagen y semejanza. ¿Y cómo
podría amar su imagen reflejada en el prójimo si antes
no amara al original de esa imagen en sí mismo? Así
como del amor de Dios a sí mismo se sigue su amor al
hombre, así del amor del hombre a sí mismo se sigue
su amor al projimo.
Cuanto más crece y se desarrolla un hombre, cuan-
to más rico y robusto se hace, cuanto más se ama a si
mismo, tanto más aumenta el número de las personas
y de las cosas que le interesan. Para un pescador de
una aldea sudamericana, que en toda su vida sólo en-
tra en relación con unas cuantas personas vecinas, son
485

completamente indiferentes las pestes, las hambres,


los disturbios políticos y las inundaciones que ocurran
en Irán, en Australia o en Nápoles. Para un multimi-
llonario, con negocios en los cinco continentes, estas
calamidades no le pueden ser indiferentes. Le intere-
san porque afectan de algún modo sus propios nego-
cios. Y esto es porque su cuerpo extenso ha crecido y
se ha enriquecido. Para el son prójimos muchos hom-
bres colocados en lejanas y diversas regiones del
mundo, que para el pescador son extraños y descono-
cidos.
Y por otra parte, cuanto más se desenvuelve, se afi-
na y enriquece la mente, más crecen estas relaciones
de projimidad en extension y en intensidad.

Cuando sepas hallar una sonrisa


en la gota sutil que se rezuma
de las porosas piedras, en la bruma,
en el sol, en el ave y en la brisa;

cuando nada a tus ojos quede inerte,


ni informe, ni incoloro, ni lejano,
y penetres la vida y el arcano
del silencio, las sombras y la muerte;

cuando tiendas la vista a los diversos


486

rumbos del cosmos, y tu esfuerzo propio


sea como potente microscopio
que va hallando invisibles universos,

entonces en las flamas de la hoguera


de un amor infinito y sobrehumano,
como el santo de Asis, dirás hermano
al árbol, al celaje y a la fiera.
Sentirás en la inmensa muchedumbre
de seres y de cosas tu ser mismo;
serás todo pavor con el abismo
y seras todo orgullo con la cumbre ...
(Enrique González Martinez, Los Senderos Ocul-
tos)

La mente aguda y perspicaz, aunque tenga pocos


intereses materiales, percibe mejor la esencia de la vi-
da en todo viviente, ve con más claridad su propia
imagen reflejada en los demás. Y al verla con más cla-
ridad, se ve atraída a ella con mayor fuerza. Ama más.
Y al amar más, goza más; porque el amor es fuente
inagotabIe de alegria.
Y hace la vida placentera y fácil, y toda labor, ama-
ble y llevadera. Dice la Imitación de Cristo (III, 5):
"Gran cosa es el amor y bien sobremanera grande.
El solo hace ligero todo lo pesado, y lleva con igualdad
todo lo desigual, pues lleva la carga sin carga y hace
487

dulce y sabroso todo lo amargo.... No hay cosa más


dulce que el amor, nada más fuerte, nada más alto,
nada más ancho, nada más alegre, nada más lleno ni
mejor en el cielo ni en la tierra, porque el amor nació
de Dios y no puede aquietarse con todo lo creado, sino
con el mismo Dios. El que ama vuela, corre y se ale-
gra; es libre y no embarazado; todo lo da por todo y
todo lo tiene en todo, porque descansa en un sumo
bien sobre todas las cosas, del cual mana y procede
todo bien. .. El amor muchas veces no guarda modo,
mas se enardece sobre todo modo. El amor no siente
la carga, ni hace caso de los trabajos, desea más de lo
que puede, no se queja que le manden lo imposible,
porque cree que todo lo puede y le conviene, pues pa-
ra todos es bueno, y muchas cosas ejecuta y pone por
obra en las cuales el que no ama desfallece y cae. El
amor siempre vela, y durmiendo no duerme., fatigado
no se cansa, angustiado no se angustia, espantado no
se espanta, sino como viva llama y ardiente luz, sube a
lo alto y se remonta con seguridad. Si alguno ama co-
noce lo que dije."
Por esto, Jesús, que no se somete a ley alguna, que
no acepta deberes ni tolera normas externas, predica
el amor y dice a sus discípulos: "Un precepto nuevo os
doy: que os améis los unos a los otros, como yo os he
amado." (Jn., XIII, 34) Esto no es dar un precepto
más que vaya a añadirse a los 613 de la Ley Judía. Es
488

un precepto nuevo, porque va a sustituir a toda la ley y


los profetas. Y ni siquiera es propiamente un precep-
to; porque no puede serlo, ya que el amor no se puede
imponer por decreto. Es un consejo de la razón, pero
Jesús lo llama precepto porque con él está sustituyen-
do a todos los de la antigua ley. Es decir, si los disci-
pulos, a quienes ha dicho que no estan sujetos a pre-
ceptos externos y arbitrarios, le preguntan con qué
han de regir entonces su conducta, les contesta: Yo os
doy en cambio un preecepto nuevo: Amad. Esto es lo
mismo que en frase feliz dijo San Agustín: "Ama, y haz
lo que quieras". (Ep. Jn., VII, 8) El hombre no está su-
jeto a ninguna ley ni a ningún precepto extraño y arbi-
trario. Debe regirse por una única norma que le da la
razón: Buscar su conveniencia propia; y para lograr
ello, seguir un consejo: Amar a todo lo que le rodea.
Podemos ver la diferencia entre el deber y el amor
en una pequeña parábola: Dos amas de casa vecinas.
Una está dominada por el sentido del deber. Se levan-
ta antes de la salida del sol, prepara el desayuno del
marido y de los hijos, baña y peina a los niños y los
lleva a la escuela, al regresar barre y limpia la casa, va
al mercado, hace la comida, atiende puntualmente a
todas las labores domésticas; en la noche sirve la cena
y acuesta a los pequeños y, por fin, a la hora en que el
marido regresa de su trabajo, está derrengada y ex-
hausta y, después de haber cumplido al pie de la letra
489

con todas sus obligaciones y llevando en sus sienes la


aureola de la santidad, solo anhela irse a dormir, des-
cansar y olvidar, hasta el dia siguiente, en que reanu-
dará la cotidiana e interminable labor. La vecina de
enfrente no sabe de deberes; pero está enamorada de
su marido, de sus hijos y de su casa. Baña y peina a los
niños, porque bañarlos y peinarlos es para ella placen-
tero, atiende a la casa y a la comida con deportiva ale-
gria, y al fin de la jornada quizá no haya hecho las co-
sas tan puntual y eficazmente como su vecina de en-
frente; pero lo que ha hecho, lo ha hecho con gusto,
alegría y amor. Ha gozado un día feliz y espera a su
marido con entusiasmo de amante, disponiéndose a
cumplir con él los deseos que el poeta latino formula-
ra a su esposa: "Sé Lucrecia todo el día, si quieres tal
gravedad; pero de noche y a solas conmigo, te quiero
Lais." (Marcial, Epigramas, I, XI, 104. Trad. A.
Méndez Plancarte)
Y podríamos terminar esta parábola preguntando,
como en la del evangelio: "¿Cuál de las dos hizo la vo-
luntad del Padre?"
Si nos dejamos guiar por el amor y por la razón, no
haremos sino lo que nos gusta; pero eso lo haremos
con gusto y lo haremos bien. El hombre no debe ca-
sarse sino con la mujer a la que ama. Si ya se casó con
aquella a la que no ama, no le quedan sino dos solu-
ciones razonables: o enamorarse de ella o dejarla. No
490

debe trabajar sino en aquello que le gusta. Pero si ya


está trabajando en lo que no le gusta, no le quedan si-
no dos soluciones: o hacer que le guste su trabajo o
dejarlo.
Como hemos dicho, el amor no tolera imposición
alguna. "En la caridad no hay temor; pues la caridad
perfecta echa fuera el temor; porque el temor supone
castigo, y el que teme no es perfecto en la caridad." (l
Jn., IV, 18) Un hombre, movido por un sentimiento de
deber, puede realizar obras materiales que parezcan, a
la observación de los sentidos, iguales o semejantes a
las obras del amor; pero no podrá decirse que su autor
ame, ni que esté ejercitando la caridad. El amor es
fruto del conocimiento, y el conocimiento lo es de la
razón. Para amar al prójimo es preciso comprender
que el prójimo es parte de uno mismo; aunque, dada
la manera de funcionar de la mente, esta comprensión
no aparezca siempre como resultado de un razona-
miento discursivo, sino como una mera intuición o
como una emoción primaria.
Así como el amor no tolera imposiciones, tampoco
admite sacrificios. El amante no se sacrifica nunca por
la persona amada. Si esta persona es de gran valor pa-
ra el amante, lo que el haga por su bien, su progreso y
su satisfacción será siempre corto precio. Un padre
que ama a su hijo no puede considerar que se ha sacri-
ficado por éste. Todos los trabajos y sudores, priva-
491

ciones y desvelos que le hayan costado la crianza, edu-


cación, desarrollo y bienestar del hijo los verá como
ridícula y despreciablemente minúsculos en compara-
ción con el bien obtenido.
Si he logrado expresar con claridad mi pensamien-
to y el lector ha entendido lo que trato de exponer,
será innecesaria la aclaración que en seguida he de
hacer. Decir que debo amar al prójimo porque es par-
te de mi mismo no es decir que el prójimo sea un obje-
to de mi propiedad ni una cosa a mi servicio. El amor
viene del conocimiento; y el conocimiento del prójimo
me enseña que él es un ser con individualidad propia
absoluta, incanjeable y dignísima; por lo cual, el pri-
mer requisito del amor es el respeto. No hay nada más
alejado del verdadero amor que la relación sadomaso-
quista, absorbente y dominadora, entre dos seres que
no han maduurado y que dependen uno del otro, por-
que no pueden subsistir aislados. Sólo el hombre ma-
duro, dueño de sí mismo, puede amar verdaderamen-
te.
Ya citamos la frase de Jesús: "Vine a separar al
hombre de su padre y a la hija de su madre y a la nue-
ra de su suegra, y los enemigos del hombre son los de
su casa." (Mt., X, 35.6) El hijo tiene que romper el lazo
infantil de subordinación para poder adquirir su indi-
vidualidad propia, con libertad y responsabilidad. Pe-
ro es precisamente entonces cuando está capacitado
492

para amar en verdad a su padre. La separación ocurre


en el orden de la dependencia y produce la unión en el
orden del amor.
Entendido así el amor al prójimo como una forma
del amor a sí mismo, resulta lógico, congruente, ar-
monioso e integrador del hombre. En cambio, si lo en-
tendemos a la manera de los altruistas, como opuesto
al amor propio, es ilógico, incongruente y desintegra-
dor. El altruista está desgarrado, partido en dos,
arrastrado en direcciones contrarias por dos fuerzas
inconciliables que se hacen perpetua guerra.
Los partidiarios del altruismo se han valido de un
ardid: han llamado "egoísta" al individuo de mente
tan miope, incapaz y limitada que no puede percibir
sino su bien más próximo e inmediato y que, por ello,
no ha podido captar el valor que tienen para él sus
semejantes que lo rodean, no puede ver reflejada su
imagen en los demás y, por consiguiente, no com-
prende que su prójimo es parte de él mismo. Y cuando
todos convenimos en que ese individuo está equivoca-
do y obra mal, extienden el significado del vocablo y
declaran que es malo y reprobable el amor a sí mismo
y la busqueda de la propia conveniencia.
Ante esta situación quedan dos soluciones: tratar
de restituir al vocablo "egoísmo" su significado de vir-
tud, o construir una nueva palabra que signifique el
493

amor propio racional. Yo creo que esto último encon-


traría menos obstáculos. Podríamos llamar "egofilia" a
la virtud de que estamos tratando y al sistema de mo-
ral fund-ado en la búsqueda de la verdadera conve-
niencia 0 utilidad del sujeto, y llamar "egófilo" al
hombre que practica esa virtud y se adhiere a ese sis-
tema moral. También se podría exhumar un vocablo
arcaico que, por haber caído en desuso hace siglos,
hoy podría tener la pureza de lo nuevo: el vocablo "fi-
laucia". (De filos: amante y autos: uno mismo).
Entonces diremos que el egófilo, el filauta, es el
hombre que ama racionalmente su verdadero ser,
procura su auténtica felicidad por encima de todo y,
por ello, ama real y ordenadamente a sus prójimos.
494

11
EL NUEVO TESTAMENTO

La distinción entre la sujeción a la ley y la sujeción


a la razón corresponde a la distinción entre el Antiguo
y el Nuevo Testamento. La palabra testamento que se
usa en la denominación de las dos grandes partes en
que se divide nuestra biblia cristiana -berit en hebreo,
diateke en griego, testamentum en latín- significa,
como es bien sabido, pacto o alianza, y hace alusión al
antiguo pacto o alianza celebrado por Dios con el pue-
blo escogido, y al nuevo concertado por Dios can los
hombres por mediación de Jesucristo.
En la Epístola a los Hebreos (VIII, 8-12) se hace
una cita de Jeremías, que constituye el anuncio profé-
tico del nuevo pacto o nuevo testamento:
"He aquí que vendrán días, dice el Señor, en que
concertaré con la casa de Israel y con la casa de Judá
un pacto nuevo, no semejante al pacto hecho con sus
padres el día en que los tomé de la mano para sacarlos
de la tierra de Egipto... Este será el pacto que yo haré
con la casa de Israel, después de aquellos días, dice el
Señor: imprimiré mis leyes en su mente, y en sus co-
495

razones las escribiré. Y yo seré su Dios y ellos serán mi


pueblo. Y nadie enseñará a su prójimo ni a su herma-
no diciendo: conoce al Señor; porque todos me cono-
cerán, desde el menor hasta el mayor, porque tendré
misericordia de sus iniquidades, y de sus pecados
jamás me acordare." (XXXI, 31 y ss.)
La primera alianza fue hecha por Dios con el pue-
blo bajo la condición del cumplimiento de la ley dada
por él. El pueblo se obliga a cumplir los mandatos de
Yavé y, bajo esta condición, Yavé le promete su pro-
tección: "Si de verdad escuchas la voz de Yavé, tu
Dios, guardando diligentemente todos sus manda-
mientos, que hoy te prescribo, poniéndolos por obra,
Yavé, tu Dios, te pondrá en alto sobre todos los pue-
blos de la tierra, y vendrán sobre ti y te alcanzarán to-
das estas bendiciones, por haber escuchado la voz de
Yavé, tu Dios." (Deut., XXVIII, 1-2)
El nuevo pacto o nuevo testamento no es semejante
a este. En este nuevo, Dios escribirá sus leyes en las
mentes de los hombres y las imprimirá en sus corazo-
nes; lo que quiere decir que ya no habrá leyes previa-
mente redactadas y decretadas desde afuera, autorita-
riamente, sino que el hombre encontrará en su razón
la norma de su conducta. Y nadie tendrá que decirle a
otro cómo es Dios y qué quiere, porque cada cual, por
sí mismo, tendrá que conocer directamente a Dios y
descubrir su voluntad, sin intermediarios ni autorida-
496

des. Y Dios no se acordará jamás de las iniquidades de


los hombres; porque no habiendo ley, no hay pecado,
y de este modo desaparece el motivo del sentimiento
de culpa. Este es, pues, el testamento de la razón, de la
libertad y del perdón: el testamento del amor.
Los dos pactos o dos testamentos, presentados
históricamente, son dos etapas sucesivas en las rela-
ciones de los hombres con Dios. Pero en su sentido
profundo, son dos actitudes radicales del espíritu, dos
actitudes radicales del hombre frente a Dios, del hom-
bre frente a la vida. La primera es la actitud de subor-
dinación a una norma heterónoma, a una voluntad ex-
traña. La segunda es la actitud de sujeción a la propia
razón y a nadie y a nada más. En la primera actitud
esta el niño justificadamente y en virtud de su natural
inmadurez, e injustificadamente y en virtud de su
miedo a la responsabilidad el adulto que niega su
razón y se entrega al dominio de normas extrañas y de
voluntades exteriores para que rijan su conducta.
Jesús, que ha denunciado la nulidad de la ley, que
ha dicho a sus oyentes que juzguen por sí mismos de
lo que es justo y que la verdad los hará libres, y que ha
sustituido todos los mandamientos por la regia del
amor, declara en la ultima cena el nuevo pacto o nue-
vo testamento, la nueva actitud radical del hombre
frente a la vida. Y como Moisés en el Sinaí derramó la
sangre de los toros como señal o símbolo de la alianza
497

de la ley, diciendo: "Esta es la sangre de la alianza que


hace Yavé con vosotros" (Ex., XXIV, 8), él simboliza el
nuevo testamento, el testamento de la razón, de la li-
bertad y del amor, en el vino de la exaltación y de la
alegría que comparte con sus discípulos. "Bebed to-
dos. Esta es la sangre de la nueva alianza". (Mt.,
XXVI, 28) "Haced esto todas las veces que bebiereis,
en memoria mía." (I Cor., XI, 25)
Desgraciadamente, la iglesia cristiana oficial re-
nunció al nuevo pacto que Jesús le ofreció con la copa
de bendición, y prefirió mantenerse dentro de la anti-
gua alianza; y por eso mantuvo vigentes todos los li-
bros del Antiguo Testamento como escritura sagrada,
y por eso, en toda su historia, ha centrado su predica-
ción en la ley del Sinaí y en las amenazas del Dios te-
rrible y justiciero más que en el amor y la libertad
proclamados en el cenáculo; ha mantenido como for-
malmente válidas todas las innumerables prescripcio-
nes de la ley judía (aunque a algunas, por ridículas, no
les haga caso) y ha añadido otras muchas. Ha mante-
nido toda la estructura del legalismo, del formalismo y
del ritualismo judíos; ha conservado el templo hecho
por manos de hombres, multiplicándolo hasta el infi-
nito; ha dejado de guardar el sábado sólo para guardar
el domingo; ha dejado de ayunar los jueves para ayu-
nar los viernes; suprimió la circuncisión para instau-
rar en su lugar el bautismo; cambió los sacrificios ex-
498

piatorios por la confesión, etc. Se atiene a la letra (de


la ley) que mata y no al espíritu (la razón) que vivifica.
Y sus súbditos recayeron en el temor originado por la
servidumbre a la ley, a pesar de la expresa advertencia
del Apóstol: "no habéis recibido el espíritu de siervos
para recaer en el temor, antes habéis recibido el espí-
ritu de adopción, por el que clamamos: ¡Aba, padre!"
(Rom., VIII, 15)
Que en la infancia, el niño esté sometido a la ley es
justo, razonable y conveniente; que los pueblos primi-
tivos lo hayan estado cuando no se habían desarrolla-
do suficientemente, lo es también, y también lo es que
un adulto que no puede regir por sí mismo su conduc-
ta, se someta a la dirección de normas extrañas y de
autoridades morales externas. Pero en estas situacio-
nes, la ley tiene que ejercer una función pedagógica,
tendiendo a desaparecer para dejar lugar a la libertad
y al gobierno propio. Así puede decirse que el Antiguo
Testamento prepara el Nuevo. Dice Pablo: "Antes de
venir la fe, estábamos encarcelados bajo la ley, en es-
pera de la fe que había de revelarse. De suerte que la
ley fue nuestro ayo para llevarnos a Cristo, para que
fuéramos justificados por la fe. Pero llegada la fe, ya
no estamos bajo el ayo." (Gal, III, 23-5) La iglesia au-
toritaria y dogmática presta, entonces, una impor-
tantísima función como mater et magistra, como ma-
dre y maestra, como aya de niños pequeños. Pero la
499

importancia y utilidad de esta función no debe impe-


dir que el hijo y discípulo llegue a la madurez y tome
el gobierno de sí mismo; no debe impedir que ingrese
al nuevo testamento.
500

12
EL PECADO ORIGINAL

Desde los primeros tiempos del cristianismo, se in-


trodujeron en él varios conceptos falsos y pervertidos,
que lo hicieron degenerar, de lo que pudo haber sido:
una religión de razón, de amor, de perdón, de bondad
y de consuelo, en una religión de irracionalidad, de te-
rror, de dolor y de angustia.
Entre estas ideas falsas y pervertidas podemos con-
tar las del pecado original, del infierno, del diablo y de
la necesidad de la mortificación de la carne. Todas
ellas juntas contribuyen a crear en el sujeto que las
adopta una lamentabilísima situación de temor y de
complejo de culpa, y son causa de que el hombre se
sienta perma- nentemente en pecado y que, por consi-
guiente, tenga su vida arruinada; cuando el magnífico
don de Jesús es haber venido a quitarle al hombre su
pecado, la carga de su pecado.
Se dice que los primeros hombres; Adán y Eva, fue-
ron creados por Dios y, como creados por Dios, crea-
dos en el bien y en la inocencia y, además, inmortales.
Pero que se rebelaron contra su creador, pecaron al
501

comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y del


mal y que, por ella, fueron castigados por Dios can la
mortalidad, con la pérdida del paraíso y con la suje-
ción al trabajo y al dolor. Y que trasmitieron por
herencia a todos los hombres, sus descendientes, no
solo las consecuencias de su pecado que como castigo
les habían sido impuestas, sino también su pecado
mismo como mancha moral. A esto han llamado el
pecado original.
Los teólogos distinguen entre el acto propio de
Adán, al que llaman pecado original originante, y el
estado de pecado que como propio tienen todos los
hombres y todas las mujeres de la humanidad desde el
momento mismo de su concepción, al que llaman pe-
cado original originado. Aquí, al referirme al acto que
como pecado se atribuye a los primeros padres, le
llamaré el pecado de Adán; y reservare la designación
de pecado original para el que se atribuye a sus des-
cendientes, por ser sus descendientes.
Son tantos los absurdos, tantas las contradicciones,
tamaña la injusticia, tanta la irracionalidad que se
contienen en esta idea, que es muy difícil analizarla en
detalle.
La menor de todas las dificultades que se oponen a
su aceptación consiste en que presupone la creencia
en la existencia histórica real de un primer hombre y
502

una primera mujer; lo cual, en pleno siglo XX y des-


pués de Darwin sus antecesores y sus sucesores, ya re-
sulta bien difícil. Pero esta es, como digo, la menor de
las dificultades. En lo que sigue, razonaré partiendo
de la hipótesis de la existencia real e individual de
Adán y Eva.
Difícilmente puede encontrarse injusticia mayor
que la de castigar a todos los hombres de todos los
tiempos por un pecado cometido por el primero de
ellos hace muchos siglos.
Pero a quienes sostienen esta doctrina no les basta
con atribuir a Dios la monstruosa injusticia de casti-
gar a inocentes, sino que llegan hasta el absurdo de
decir que el pecado original está en cada uno de los
hombres desde el momento de su concepción no sólo
como pena sino como culpa propia de cada uno; es
decir que el hombre es pecador desde el momento de
su concepción por un hecho en el que no tuvo parte
alguna; que peca sin tener conocimiento, consenti-
miento ni voluntad. Hacer que uno padezca por culpa
de otro es monstruosamente injusto, pero concebible.
Decir que uno peca sin conocimiento ni voluntad es
simplemente absurdo e impensable. Culpa sin volun-
tad libre es una contradicción en los términos.
Toneladas de papel y de tinta han gastado los teó-
logos para tratar de explicar lo inexplicable y de justi-
503

ficar lo injustificable. Para lectores racionales no es


necesario detenerse a analizar la tesis de que en Adán
estaba contenida y representada toda la humanidad y
que, por ello, el acto de Adán valió para toda la huma-
nidad y fue acto de todos y cada uno de los hombres y
de las mujeres del mundo. Haciendo a un lado lo ab-
surdo de la tesis, ¿por qué el pecado de Adán vale para
todos, y su arrepentimiento (ya que la iglesia acepta
que se arrepintió) no vale también para todos?
Dicen que los "dones preternaturales": inmortali-
dad, impasibilidad, gloria celestial, etc., fueron dados
por Dios como un bien común a la humanidad, que
habría de ser trasmitido por herencia por el primer
hombre si conservaba la santidad y la justicia que lo
condicionaban. Pero si era un bien común de la
humanidad y si la humanidad no se salva en masa ni
se condena en masa, el bien común era bien de todos
y cada uno y, por tanto, no podía quedar a disposición
de uno solo.
Aunque podría resultar gracioso, no voy a caer en la
tentación de ponerme a considerar lo que habría ocu-
rrido en distintas hipótesis a las que puede dar lugar
(y ha dado lugar) la peregrina teoría del pecado origi-
nal; como por ejemplo, que habría ocurrido si solo
Eva hubiera pecado y Adán no, o si Adán y Eva hubie-
ran tenido unos hijos antes del pecado y otros después
504

de él; o si ellos no hubieran pecado, pero sí algunos de


sus hijos o de sus nietos.
Esta idea del pecado original fue totalmente desco-
nocida por el judaísmo anterior a Cristo. En toda la
abundantísima literatura que constituye el Antiguo
Testamento no se encuentra ni una sola mención, ni el
menor indicio, ni siquiera una remota alusión a ella.
En los primeros capítulos del Génesis, en los que se
cuenta todo lo de Adán y Eva, con la comida del fruto
del árbol, la expulsión del paraíso y las consecuencias
que Yavé atribuyó a esa famosa comida, no se dice ni
una palabra acerca de que los descendientes hubieran
de ser castigados por la transgresión de los primeros
padres, ni mucho menos acerca de que esos descen-
dientes hubieran de llevar como culpa propia la trans-
gresión de los primeros padres. Los teólogos, que -
como digo- no pueden explicar lo inexplicable ni justi-
ficar lo injustificable, tratan de salir del apuro decla-
rando que esto es un misterio. Si es un misterio, que
rebasa toda capacidad y comprensión de la razón
humana, no pudo ser conocido sino por medio de una
revelación directa, inmediata y expresa de Dios. Y pa-
ra esta revelación, el momento oportuno habría sido
antes de la transgresión -para cumplir con el elemen-
tal principio de justicia de que no puede haber pena
que no haya sido establecida por una ley anterior al
delito- o por lo menos, en el momento de la expulsión
505

del paraíso, cuando Yavé enumeró las consecuencias


que habrían de tener los actos del hombre y de la mu-
jer y de la serpiente. Sin embargo, nada se dice allí. No
podemos suponer que a Dios se le olvidó hablar de es-
to y que sólo se vino a acordar muchos siglos después.
Ni en la ley ni en los profetas ni en los libros histó-
ricos ni en los sapienciales, en ninguna parte de toda
esa riquísima colección de escritos que constituyen la
biblia judía y que contienen la recopilación de muchos
siglos de estudio y de meditación sobre toda clase de
cuestiones morales y religiosas, en todo ello no se en-
cuentra nada que tenga relación próxima ni remota
con nuestra extravagante teoría.
Los teólogos, metidos a buscar y rebuscar, han in-
vocado a veces dos pasajes de la Sagrada Escritura,
uno de Job y otro de los Salmos. Citan el primero
(Job, XIV, 4) según la versión de la Vulgata: "¿quién
puede hacer limpio al concebido de simiente inmun-
da?" En este no hay por qué detenerse, porque se trata
solo de un error de traducción. Tomando cualquier
versión hecha sobre el original hebreo (por ejemplo,
Nacar-Colunga), encontramos un texto totalmente di-
ferente: "¿Quién podrá sacar pureza de lo impuro?
Nadie." El Salmo LI, 7 dice: "Mira que en maldad fui
formado, y en pecado me concibió mi madre." Ahora
bien, de aquí no se deduce que el autor piense que to-
dos los hombres son concebidos en pecado, ni que lo
506

sean como consecuencia del pecado de Adán. El sal-


mista pudo creer que él individualmente había sido
concebido en un acto de pecado; pero de allí no se de-
duce que creyera que todos los hombres son concebi-
dos en pecado. Si hubiéramos de interpretar este
versículo como expresión no de una situación perso-
nal del autor, sino de una condición común a todos los
hombres, tendremos que entenderlo dentro del cua-
dro de ideas en que se mueve el autor. Ahora bien, ni
en el resto de los salmos ni en la literatura anterior
hay nada que relacione la naturaleza moral del hom-
bre con los actos de Adán, y sí hay, perfectamente sa-
bida y conocida, la ley de impureza ritual que resulta
del ayuntamiento sexual, establecida en el Levítico,
XV, 16-7: "El hombre que efundiere su semen lavará
con agua todo su cuerpo, y toda ropa o piel en que se
efunda será lavada con agua, y será inmunda hasta la
tarde. La mujer con quien se acostare con emisión del
semen, se lavara como él, y como él será inmunda
hasta la tarde." Lo cual constituye una impureza legal
o ritual, pero de ningún modo un pecado. Y si se quie-
re entender que el hombre es concebido no en impu-
reza legal, sino pecador, podemos pensar que el versí-
culo de que se trata manifiesta una idea pesimista de
la naturaleza humana, que hace considerar a todo
hombre inclinado al pecado, pues allí se presenta esa
507

circunstancia como motivo de excusa para fundar la


imploración de perdón que el salmista dirige a Dios.
No solamente no hay en el Antiguo Testamento
huellas de la idea del pecado original, sino que en él se
encuentran muchas expresiones absolutamente in-
compatibles con esta idea. Destacadísimamente, la si-
guiente sentencia de Ezequiel puesta en boca de Dios:
"El alma que pecare, esa morirá; el hijo no llevará so-
bre sí la iniquidad del padre ni el padre la del hijo; la
justicia del justo será sobre él, y sobre él será la ini-
quidad del malvado. Y si el malvado se retrae de su
maldad y guarda todos mis mandamientos y hace lo
que es recto y justo, vivirá y no morirá. Todos los pe-
cados que cometió no le serán recordados y en la jus-
ticia que obró vivirá." (XVIII, 20-2)

En los cuatro evangelios -y esto es lo que me inter-


esa para los fines del presente libro- no hay nada que
tenga relación con el pecado original. Ni una sola de
las palabras puestas allí en boca de Jesús puede ser
invocada en apoyo de esa idea. Esto solo bastaría para
quitar a la misma el carácter de cristiana. ¿Es posible
que Jesucristo, el redentor del mundo, no hubiera
hecho ni la menor referencia a algo que, en caso de ser
cierto, sería tan importante, tan decisivo para la vida
del hombre y para su salvación? ¿Y es posible pensar
508

que, si él hubiera hablado de este tema, sus discipulos


y los evangelistas lo hubieran omitido?
Pero, además, toda la doctrina de Jesús es incom-
patible con tamaño disparate. Jesús no acepta siquie-
ra que los males, defectos o enfermedades de un hom-
bre sean consecuencia de los pecados de sus padres.
"Pasando, vio a un hombre ciego de nacimiento, y sus
discípulos le preguntaron, diciendo: Rabí, ¿quién
pecó, este o sus padres, para que naciera ciego? Con-
testó Jesús: ni pecó éste ni sus padres." (Jn., IX, 1.3)
Si no aceptaba ni esto, ¿cómo podría haber aceptado
una cosa tan enormemente más descomunal y absur-
da, como es el pecado original? Y esta pregunta de los
discípulos respecto al ciego de nacimiento era muy
buena oportunidad para que Jesús hablara de la rela-
ción de los males de la humanidad con la transgresión
cometida por el primer padre, si acaso creyera en ello.
A pesar de esto, muchos teólogos presentan los ma-
les, dolores y padecimientos de la humanidad como
pruebas del pecado original.
Jesús no acepta ni siquiera que las calamidades o
desgracias que accidentalmente puedan caer sobre el
hombre sean castigos por sus pecados. "Por aquel
tiempo se presentaron algunos que le contaron lo de
los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la
de los sacrificios que ofrecían, y respondiéndoles dijo:
509

¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los


otros por haber padecido esto? Yo os digo que no....
Aquellos 18 sobre los que cayó la torre de Siloé y los
mató, ¿creéis que eran más culpables que todos los
hombres que moraban en Jerusalén? Os digo que no."
(Le., XIII, 1-5)
(De paso hay que hacer notar que aquí el evangelis-
ta mete también dos adiciones indebidas, incongruen-
tes e ilógicas. Después de cada uno de los dos casos
que se citan, añade: "Y si no os convertís, todos
igualmente pereceréis." Lo cual es inconsecuente con
lo que antecede.)
Según la doctrina de la iglesia, el niño está en peca-
do desde antes de nacer, y por sí mismo no puede
hacer nada para limpiarse de él. Pero en el evangelio
de Mateo, Jesús dice: "En verdad os digo: si no os
volvéis y hacéis como niños no entraréis en el reino de
los cielos. Quien se haga pequeño como este niño, ese
es el más grande en el reino de los cielos. Y quien re-
ciba en mi nombre a un niño como éste, a mí me reci-
be." (XVIII, 3-5) Y más adelante: "Mirad no despreci-
éis a ninguno de estos pequeños; pues os aseguro que
sus ángeles ven continuamente el rostro de mi padre
que está en los cielos... No quiere vuestro padre celes-
tial que se pierda ninguno de estos pequeños." (XVIII,
10 y 14) Si el padre celestial no quiere que se pierda
ninguno de esos pequeños, no puede haberles impu-
510

tado un pecado ajeno ni puede hacerlos responsables


y castigarlos por un acto que no han cometido.
Ya he explicado cómo la idea del pecado original es
la expresión más clara y más radical del aborrecimien-
to a lo humano, como consecuencia del miedo a la li-
bertad. Santo Tomás de Aquino -quizá el más mode-
rado y racional de los grandes teólogos- describe con
toda precisión el pecado de Adán: "El primer hombre
pecó principalmente apeteciendo la semejanza de
Dios en cuanto a la ciencia del bien y del mal, como la
serpiente le sugirió, de modo que por virtud de su
propia naturaleza determinase qué le fuese bueno y
qué malo para obrar; o también para que por sí mis-
mo preconociera lo que había de sucederle bueno o
malo; y secundariamente pecó en apetecer la seme-
janza de Dios en cuanto a la potestad de obrar, es de-
cir, que obrase por virtud de la propia naturaleza para
conseguir la bienaventuranza." (Suma Teológica, Se-
gunda de la segunda, cuest. CLXIII, .art. 2) Como ve-
mos, el pecado se hace consistir, en primer lugar, en
que el hombre, "por virtud de su propia naturaleza de-
terminase qué le fuese bueno y qué malo para obrar."
Pues bien, en esto precisamente consiste la libertad. Y
esto es precisamente lo que Jesús quiere que los hom-
bres hagan. "¿Por qué no juzgáis por vosotros mismos
lo justo?" (Lc., XII, 57) "Así como el padre tiene la vi-
da en sí mismo, así dio también al hijo tener vida en sí
511

mismo, y le dio poder de juzgar, por cuanto él es hijo


del hombre." (Jn., V, 26-7) Dios le dio poder de juz-
gar, por cuanto es hombre. Y secundariamente se hace
consistir el pecado en que el hombre "obrase por vir-
tud de la propia naturaleza, para conseguir la biena-
venturanza." Ahora bien, el hombre -como ya dije en
otra parte- no puede obtener la bienaventuranza (la
felicidad) sino de acuerdo con su propia naturaleza y
atenido a sus propios recursos. Y esto es lo que enseña
Jesús: "El reino de Dios está en vosotros." (Lc., XVII,
21) "Se anuncia el reino de Dios y cada cual ha de es-
forzarse por entrar en él." (Lc., XVI, 16) Y a los cebe-
deos, que le piden que les conceda sentarse a su lado
en el reino, les responde: "No sabéis lo que pedís.
¿Podéis acaso beber la copa que yo bebo?" (Mc., X,
38)
Por ninguna razón, motivo ni pretexto puede atri-
buirse a Jesús la nefanda teoría que estamos estu-
diando. Aunque no se acepten las interpretaciones
que yo propongo, aunque no se tome en cuenta la dis-
criminación que he venido haciendo de las palabras
puestas en boca de Jesús, aunque se tomen los evan-
gelios como los conocemos, en toda su integridad, no
podrá encontrarse en ellos nada que sirva de apoyo a
este error fundamental. Ni en todo el Antiguo Testa-
mento ni en todos los cuatro evangelios aparece seme-
jante idea, ni aun en vislumbres.
512

Ni siquiera en la literatura esenia, hasta donde aho-


ra la conocemos, aparece formulada esta doctrina. Sin
embargo, allí encontramos ya sus gérmenes y el medio
propicio para su desarrollo. Hallamos el medio propi-
cio para su desarrollo en la actitud pesimista y deses-
perada que ya señalamos en los himnos de Cumrán y
que está presente, como nota dominante, en todos los
escritos cumramitas e intertestamentarios, en el asce-
tismo, en la mortificación y en el aborrecimiento de
las riquezas y de los placeres, que son tan característi-
cos de todo ese movimiento; en su rica angelología y
demonología; en su marcada afición por lo apocalípti-
co y escatológico; todo lo cual exhibe con evidencia
una actitud espiritual de profundo e intenso complejo
de culpa.
En los libros pseudepigráficos están ya los gérme-
nes de esta idea, aunque todavía nebulosos e impreci-
sos. En la Vida de Adán y Eva" oímos a Eva exclamar:
"He pecado, Señor, he pecado grandemente; he peca-
do delante de ti, y por mí ha venido todo pecado a la
creación." Pero allí mismo se describe como Adán es
llevado por el arcángel Miguel al tercer cielo, y cómo
Dios habla al cuerpo de Adán enterrado y le dice: "Yo
te dije que tú eras tierra y que volverías a la tierra; y
ahora de nuevo te anuncio la resurrección: Yo te resu-
citaré a la resurrección en el último día, con todo
hombre que sea de tu raza." En el Cuarto Libro de
513

Esdrás (III), el autor se dirige a Dios refiriéndose a


Adán: "Le habías intimado un mandato; pero él lo
violó y, por ello, tú diste un decreto de muerte contra
él y sus descendientes." Y más adelante (VII) dice:
"Mejor hubiera sido que la tierra no hubiera produci-
do a Adán o que, habiéndolo producido, le hubiera
impedido pecar. Pues ¿qué ventaja sacamos de llevar
ahora una vida de tristeza y esperar penas para des-
pués de la muerte? ¡Que has hecho, Adán! Pecaste, y
tu caída no es solamente tuya, sino de nosotros los
que descendemos de ti." Aunque a continuación aña-
de: "¿De qué sirven las promesas de vida inmortal, si
hemos hecho obras dignas de muerte? ¿De qué nos
sirven las moradas llenas de bienestar y de seguridad
que nos han sido reservadas, si hemos llevado una vi-
da criminal?" Y en el Apocalipsis de Baruc, XLVIII:
"¡Oh, Adán! ¿Qué has hecho a todos los que de ti na-
cieron? Toda la gran muchedumbre sucumbe a la per-
dición, e innumerables son aquellos a quienes el fuego
devora. Tú, Señor Dios mío, sabes lo que hay en tu
criatura. Ordenaste al polvo producir a Adán, y sabes
el número de los que de él han nacido. ¡Cúantos han
pecado contra ti, aquellos que han existido y no te han
confesado a ti, su autor!" Pero hay que tener en cuenta
que en este libro de Baruc no parece tomarse a Adán
como primer padre histórico de la humanidad, de
quien derivaran por herencia las desgracias y pecados
514

de ésta, sino como símbolo común de todos y cada


uno de los hombres; pues más adelante (LIV) se dice:
"Si el primer Adán pecó y acarreó la muerte sobre to-
dos aquellos que no eran aún, sin embargo, de aque-
llos que de él nacieron, cada uno ha preparado a su
alma el suplicio venidero y cada uno ha elegido las
glorias futuras ... Porque Adán no fue causa sino para
él solo; mas para todos nosotros, cada uno es Adán
para sí mismo . " A la consumación de los siglos, los
impíos serán retribuidos según su impiedad, mas a los
fieles tú los glorificarás según su fidelidad." Todo esto
está lejos aún de la doctrina estructurada por San
Agustín y desarrollada después por la iglesia. Pero ya
están aquí los gérmenes que habrán de producirla.

Y podemos pensar que ya apuntaba con cierto vigor


a fines del siglo I, porque la vemos reflejada en La
Epístola a los Romanos. El capítulo V de esta epístola
(con su breve repetición o síntesis en I Corintios, XV,
20.2) es el único texto de la escritura que los sostene-
dores de la idea del pecado original puedan invocar
con algún viso de seriedad. Pero, como veremos, antes
les es adverso que favorable. Para comprender bien su
sentido y su alcance, tenemos que estudiar con cuida-
do el contexto en que se encuentra, la naturaleza y
515

propósito del documento de que forma parte y el esti-


lo y la manera de razonar del autor. La Epístola a los
Romanos no es un tratado doctrinal en que su autor
exponga, como maestro, fría y sistemáticamente su
doctrina. Es un escrito vivamente polémico con el que
el Apóstol trata de convencer a la gente a que se diri-
ge, valiéndose de todos los recursos de la controversia
y concediendo muchas de las ideas de los opositores,
para los fines de la discusión. Quien tenga algún cono-
cimiento de los escritos paulinos y del estilo y del mo-
do de argumentar del autor, se dará cuenta de que
gusta de discutir colocándose en el terreno del oposi-
tor y concediendo, para los fines de la discusión, algu-
nas de las ideas y de las expresiones del opositor, pero
dándoles otro sentido y otro alcance. Así lo dice cla-
ramente en I Corintios, IX, 20·2: "Me hago judío con
los judíos para ganar a los judíos. Con los que viven
bajo la ley, me hago como si yo estuviera sometido a
ella, no estándolo, para ganar a los que bajo ella están.
Con los que están fuera de la ley, me hago como si es-
tuviera fuera de la ley, para ganarlos a ellos, no estan-
do yo fuera de la ley de Dios, sino bajo la ley de Cristo.
Me hago con los flacos flaco, para ganar a los flacos;
me hago todo para todos, para salvarlos a todos." Pre-
cisamente en la primera parte de la epístola que esta-
mos estudiando, tenemos un ejemplo muy claro de es-
ta forma de argumentar. El apóstol defiende su tesis
516

universalista contra el cerrado exclusivismo naciona-


lista de los judíos, y con ello la igualdad de todos los
hombres ante Dios, la igualdad de todos, judíos y no
judíos, en materia moral y en relación con el pecado y
con la salvación. Pero en lugar de negar simplemente
valor al hecho de la descendencia de Abraham, a la
circuncisión, prueba de la pertenencia al pueblo elegi-
do y prenda del pacta con Yavé, y a la ley recibida por
Moisés, hace una larga y a veces enrevesada argumen-
tación para establecer la circuncisión del corazón, la
descendencia de Abraham al través de la promesa y el
cumplimiento de la ley sin ley. Todo esto nos sirve pa-
ra comprender que cuando más adelante, en la segun-
da parte del capítulo V, se contrapone el pecado de
Adán a la redención de Cristo, está aceptando, para
los efectos de la discusión, la comunidad de los hom-
bres en el pecado del primer padre, para anularla des-
pués por medio de la redención de Cristo, que sus
opositores aceptaban.
Con estas advertencias previas, vamos a transcribir
todo el pasaje que ahora nos ocupa:
"Así pues, como por un hombre entró el pecado en
el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte pa-
so a todos los hombres, por cuanto todos pecaron. "
Porque hasta la ley, había pecado en el mundo, pero
como no existía la ley, el pecado, no existiendo la ley,
no era imputado. Pero la muerte reinó desde Adán
517

hasta Moisés, aun sobre aquellos que no habían peca-


do como pecó Adán, que es tipo del que había de ve-
nir. Mas no es el don como fue la transgresión. Pues si
por la transgresión de uno solo mueren muchos, mu-
cho más la gracia de Dios y el don gratuito de uno so-
lo, Jesucristo, se difundirá copiosamente sobre mu-
chos. Y no fue del don lo que fue de la obra de un solo
pecador, pues por el pecado de uno solo vino el juicio
para condenación, mas el don, después de muchas
transgresiones, acabó en la justificación. Si, pues, por
la transgresión de uno solo, esto es, por obra de uno
solo, reinó la muerte, mucho más los que reciben la
abundancia de la gracia y del don de la justicia rein-
arán en la vida por obra de uno solo, Jesucristo. Por
consiguiente, como por la transgresión de uno solo
llegó la condenación a todos, así también par la justi-
cia de uno solo llega a todos la justificación de la vida.
Pues, como par la desobediencia de uno, muchos fue-
ron hechos pecadores, así también por la obediencia
de uno muchos serán hechos justos. Se introdujo la
ley para que abundase el pecado; pero donde abundó
el pecado, sobreabundó la gracia, para que como reinó
el pecado por la muerte, así también reine la gracia
por la justicia para la vida eterna, por Jesucristo nues-
tro señor." (V, 12-21)
Después de leer esta transcripción, lo primero que
advertimos, en el aspecto formal, es una terca y reite-
518

rada insistencia en repetir de muchos modos distintos


una idea. Desde el punto de vista literario, este es un
grave y casi incomprensible defecto en una exposición
doctrinal; tan grave y manifiesto que nos tiene que
hacer pensar que el texto que acabamos de transcribir,
o es un borrador en que el autor ensayó una tras otra
distintas maneras de expresar una misma idea, para
después elegir de entre ellas la mejor, o es una versión
taquigráfica de una apasionada discusión en que se
repite y se repite la misma idea. Allí el autor de la
epístola está replicando, una y otra vez, a quienes sos-
tienen el pecado de Adán como pecado de la humani-
dad, oponiéndoles la redención de Cristo como super-
abundante y aniquilador remedio.
En primer lugar, aquí el autor no aparece afirman-
do por sí mismo el pecado del primer hombre como
pecado común a todos; sino aceptándolo hipotética-
mente, para demostrar que, si acaso existió, quedó to-
talmente anulado por Cristo.
En segundo lugar, si tomamos en cuenta que en el
contexto que le precede, el apóstol dedica una larga
exposición a demostrar que todos, judíos y gentiles,
anteriores y posteriores a la expedición de la ley, peca-
ron, cada uno en lo personal, debemos entender que
cuando, al llegar aquí, relaciona el acto de Adán con
todos los hombres, como relaciona la redención de
Cristo can todos, no está tomando el acto del primer
519

hombre como un acto que se trasmita por herencia a


sus descendientes, sino como un símbolo de los actos
de cada individuo de la humanidad; de la manera que
acabamos de verlo expresado en Baruc: "Para todos
nosotros, cada uno es Adán para sí mismo." Es decir,
cada individuo está representado en Adán en cuanto
al pecado, como está representado en Cristo en cuanto
a la redención.
Ya muchas veces se ha hecho notar que en los pri-
meros siglos se alteró el sentido del primer versículo
de esta perícope, a consecuencia de un error de tra-
ducción en la Vulgata, que vertió: "Como por un hom-
bre entró el pecado en este mundo, y por el pecado la
muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, pues
en él todos pecaron", traduciendo incorrectamente el
ef oo del original por in quo (en él), en lugar de eo
quod (por cuanto). De esta manera, donde el apóstol
dijo que la muerte pasó a todos los hombres por cuan-
to todos (cada uno por sí) habían pecado, se le hizo
decir lo que no dijo: que la muerte pasó a todos los
hombres, porque todos habían pecado en Adán. Pero
la corrección posterior del error de traducción, no
acarreó la rectificación de la doctrina que en ese error
se apoyaba. Y se siguió diciendo que San Pablo afirma
que en Adán pecamos todos.
En tercer lugar, si no se quieren aceptar las anterio-
res explicaciones y se cree que Pablo sostiene aquí la
520

culpa de todos los individuos del género humano por


causa del acto del primer hombre, hay que admitir
que en cada una de las frases en que lo menciona, le
opone el don de Cristo como remedio superabundan-
te: "Si por la transgresión de uno solo mueren mu-
chos, mucho más la gracia de Dios y el don gratuito de
uno solo, Jesucristo, se difundirá copiosamente sobre
muchos. . . Donde abundó el pecado, sobreabundó la
gracia ... " Esto es: si existió ese pecado original tras-
mitido a todos los descendientes por obra del primer
hombre, tiene que haber quedado total, absoluta y su-
perabundantemente anulado por la redención opera-
da por el acto expiatorio de Cristo. Con lo que hoy ya
no tendríamos que ocuparnos de él ni siquiera para
mencionarlo.
Dije que el pasaje de Romanos que estamos consi-
derando parece un borrador en que se ensayaron dis-
tintas formas de expresar la misma idea. Parece que la
versión definitiva de esta es la que se encuentra en I
Corintios, XV, 21-2: "Como por un hombre vino la
muerte, también por un hombre vino la resurrección
de los muertos. Y como en Adán hemos muerto todos,
así también en Cristo somos todos vivificados."
Es incongruente, irreverente y blasfema la doctrina
de quienes afirman la supervivencia del pecado origi-
nal y de muchas de sus consecuencias, después de
afirmar que el hijo unigénito de Dios, el Verbo Divino
521

emanado del Padre, verdadero Dios de Dios verdade-


ro, se hizo hombre por nuestra salvación, padeció y
murió para expiar los pecados de los hombres, y en
primer lugar, el pecado original. A la redención ope-
rada por la muerte del Hijo de Dios tendríamos que
darle un valor infinito, infinitamente superior a todo
valor negativo que se le oponga. Entonces, ¿cómo es
posible que después de ella y a pesar de ella, los hom-
bres sigan naciendo en pecado y sigan estando sujetos
a la muerte, al dolor, a la enfermedad y a la concupis-
cencia y a las demás consecuencias penales que se
atribuyen al pecado de Adán? Si Dios, que vino a re-
dimir al hombre, con su muerte, de su pecado, no lo
restableció a su estado anterior, no puede ser sino
porque no pudo o porque no quiso. Si no pudo, nos
resulta muy débil. Si no quiso, muy poco generoso. En
uno y en otro caso, resulta que el Diablo seduciendo a
Adán y Adán pecando pudieron más en el mal, que
Cristo redimiendo. En el balance de la lucha del Dia-
blo contra Cristo queda un saldo a favor del Diablo.

Ya he dicho y repetido que la idea del pecado origi-


nal es la expresión más radical del aborrecimiento a lo
humano, y en primer lugar a las dos características
fundamentales de lo humano: la racionalidad y la li-
bertad; y que en definitiva lo que quiere decir es que el
hecho mero de nacer hombre es algo sucio.
522

Hay que hacer notar que, además, es expresión del


aborrecimiento al placer, y especialmente al placer
sexual. San Agustín -a quien podemos considerar co-
mo el padre de esta doctrina, pues influyó como nadie
para dejarla establecida en la iglesia- hace una larga
serie de curiosas consideraciones acerca de cómo
habría sido el acto de la procreación en el paraíso si
los padres no hubieran pecado.
"Sin el pecado, estos matrimonios dignos de la feli-
cidad del paraíso serían fecundos en amables frutos y
estarían exentos de toda libido vergonzosa. ¿Cómo
sería esto posible? A la verdad que actualmente no
hay ejemplo capaz de ilustrarlo. Sin embargo, no por
eso debe parecer increíble que aquel miembro pudiera
obedecer sin libido a la voluntad, pues son tantos los
que ahora le están sometidos. Si movemos las manos
y los pies cuando queremos... ¿por qué no creemos
que los órganos de la generación, en el acto de la
misma, pudieran obedecer dócilmente a la voluntad
humana, como los demás, de no existir la libido, justo
castigo de la desobediencia?.. Esta libido de que tra-
tamos es tanto más vergonzosa cuanto que el ánimo ni
tiene un poder absoluto sobre sí mismo para que no le
agrade ni sobre el cuerpo para que sea la voluntad la
que mueva esos miembros vergonzosos y no la libido
... Así, el campo de la generación sería sembrado por
los miembros creados para ese fin, como la tierra re-
523

cibe la simiente de manos del hombre ... Allí el hom-


bre seminaría y la mujer recibiría el semen cuando y
cuanto fuere necesario, siendo los órganos de la gene-
ración movidos por la voluntad, no excitados por la li-
bido ... ", así como "hay quienes mueven las dos orejas
a la vez o por separado, y otros que, sin mover la cabe-
za, echan sobre su frente la cabellera y la retiran
cuando les place." (La Ciudad de Dios, XIV, 23-4) Al
tratar este tema mucho más ampliamente de lo que
aquí hemos transcrito, el santo varón pide perdón al
lector y declara que el pudor no le permite extenderse
más sobre esta materia. Yo también de claro que me
abstengo de seguir copiando otras cosas extravagantes
y ridículas que expone el santo.
Con lo dicho nos basta para darnos cuenta de que
lo que a San Agustín le parecería ideal sería que el
ayuntamiento sexual entre marido y mujer fuera algo
tan frio y desprovisto de apetito y de placer como el
sembrar una semilla en la tierra o mover las orejas.
524

13
EL INFIERNO

Ya vimos que Dios no tiene necesidad de someter a


juicio a los hombres después de la muerte y de apli-
carles premios y castigos en la otra vida. Imaginar a
Dios estableciendo un tribunal y dictando sentencias,
sentado en su trono, como un sátrapa oriental o como
un juez de paz, es rebajarlo de su altísima dignidad; es
pensar que las cosas le salieron mal en este mundo y
tiene que componerlas a palos en el otro.
Ciertamente, los hombres crean a sus dioses a su
imagen y semejanza. Atribuyen a Dios los resenti-
mientos, la ira y los anhelos de venganza que hierven
en sus corazones, y proyectan en él los deseos sádicos
y los masoquistas temores de que están poseídos. Y así
crean la idea del infierno.
Ya es extravagante y absurdo imaginar a Dios, el
absoluto, el impasible, el inmutable, interviniendo pa-
ra dictar sentencias en cada caso y separar a los bue-
nos de los malos, como el pastor separa las ovejas de
los cabritos. Pero suponerlo, además, imponiendo pe-
nas infinitas e irremisibles es exagerar el absurdo e
525

incurrir en la blasfemia. Ya he tratado de demostrar


que Dios no necesita juicios, premios ni castigos para
que se cumpla siempre su voluntad. Pero vamos a su-
poner que Dios llamara a cuentas a cada hombre al
terminar su vida y le impusiera un castigo por sus pe-
cados. ¿Podría imponerle penas eternas, como se en-
tienden las del infierno, es decir, infinitas e irremisi-
bles? ¿Son compatibles estas penas eternas con la idea
de un Dios esencia misma de la justicia, de la bondad,
del amor y de la misericordia? ¿Es posible que un Dios
justo, bondadoso, misericordioso y amante castigue al
hombre, tan pequeño y débil, tan insignificante en
comparación con él, y lo castigue con penas infinitas?
¿Y que nunca se sacie su ira; que nunca quede satisfe-
cha su venganza? Creer a Dios capaz de castigar así es
blasfemar horrorosamente de Dios. Por eso, si yo creo
en Dios, no puedo creer en el infierno. Y si me con-
vencen de la existencia del infierno, dejo de creer en
Dios. Porque entonces creeré que el autor del infierno,
el que puede enviarme allí, es ciertamente un ser de
inmenso poder, contra quien nada puedo, que me tie-
ne agarrado en sus manos y dispone de mi destino
como le plazca, pero que no tiene ninguno de los atri-
butos divinos; un ser a quien debo temer profunda-
mente, pero que no es digno de mi amor ni de mi ve-
neración ni de mi respeto. Si el Yavé del Antiguo Tes-
tamento ya era un Dios cruel, nada más lo era en esta
526

vida. Pero el Dios que ha creado la iglesia, que castiga


con penas infinitas, es el Dios más cruel, despótico e
irrespetable que haya podido imaginar una calentu-
rienta mente humana.
Dicen que el pecado constituye un agravio hecho a
Dios, y que como Dios es un ser infinito, el agravio
que se le hace tiene valor infinito y merece pena infi-
nita.
El primer error de este argumento es considerar
que Dios es agraviable. El ser absoluto, eterno, impa-
sible, inmutable, no puede sufrir agravio, porque el
agravio lleva consigo necesariamente una lesión o da-
ño. Y Dios no es vulnerable ni damnificable.
El segundo error consiste en que juega con el voca-
blo "infinito", dándole dos connotaciones diferentes.
Cuando se habla de las penas infinitas se piensa en
una duración sin fin; y este concepto no es aplicable a
Dios, porque supone duración, esto es, sucesión.
Cuando se aplica a Dios, se le da el sentido de absolu-
to (no relativo) o eterno (no duradero). La supuesta
ofensa a Dios, ser absoluto, seria ofensa absoluta, que
mereciera castigo absoluto, el cual para un ser contin-
gente, solo podría consistir en el no ser y no en la du-
ración sin fin. Si la pena fuera eterna, en el sentido en
que se dice que Dios es eterno, no podría tener tam-
poco duración sin fin.
527

Para sostener este error, dicen que la ofensa se mi-


de en relación con la dignidad del ofendido y que no
es igual la ofensa hecha al rey que la que se hace a un
hombre común. Pero con mayor razón tiene que me-
dirse en relación con la condición del ofensor, pues
claramente no es igual la ofensa hecha al rey por un
niño que la hecha por un adulto. Si el que ofende es el
Hombre, ser pequeño, finito, limitado -sobre todo en
comparación con Dios-, no puede ofender sino en la
medida de su naturaleza y de su capacidad. Nuestro
dicho vulgar reza muy sabiamente que "al que escupe
al cielo, en la cara le cae". El puede tener la peor in-
tención y poner en su acto todas sus fuerzas; pero su
escupitajo ni llega al cielo ni lo moja ni lo agravia. Y el
agravio que recibe en su cara es el que quiso inferir
pero no es infinito.
Los teólogos y moralistas no pueden sostener su te-
sis congruentemente, y establecen distinción entre el
pecado mortal y el venial. El pecado venial, según di-
cen, no merece la pena del infierno y se castiga con
pena temporal y finita. Si consideran que el pecado
venial es pecado y merece un castigo, es porque lo
consideran ofensa a Dios; y si lo llaman venial y puni-
ble con pena temporal y limitada, es porque estiman
que la ofensa no tiene valor infinito. Como el ofendido
en este caso es el mismo que en el pecado mortal, re-
sulta que el valor de la ofensa no se mide por la digni-
528

dad del ofendido, y que la ofensa hecha a Dios no exi-


ge pena eterna o infinita.
Dicen que el pecado es venial cuando la materia no
es grave o cuando se comete sin pleno conocimiento.
Pero la diferencia entre lo leve y lo grave es diferencia
de grado y no de naturaleza. Si la sanción debida a lo
leve es X, la sanción para lo grave será X multiplicado
por N; pero siempre limitada. Si robar un centavo es
ofensa finita, ¿por qué robar mil pesos es infinita,
siendo que la diferencia entre ambas cantidades: no-
vecientos noventa y nueve pesos noventa y nueve cen-
tavos, es clarísimamente finita?
En cuanto a la falta de conocimiento, también es
relativa y de grado. Además, si se exige el conocimien-
to pleno para el pecado mortal, y este conocimiento
pleno se relaciona con Dios para establecer la magni-
tud infinita de la ofensa, encontramos allí otra razón
para no admitir esta magnitud infinita. Para que el
supuesto agravio adquiriese tamaña magnitud, se re-
queriría que el ofensor tuviera conocimiento pleno de
Dios, pues sólo así tendría, como dicen los teólogos,
"aversión total a Dios". Pero este conocimiento pleno
de Dios no es posible al hombre. Luego el hombre no
puede tener nunca aversión total a Dios. La deficien-
cia en el conocimiento es forzosamente deficiencia en
la aversión y, con ello, deficiencia en el agravio. Y si no
hubiere esa deficiencia; si, por mera hipótesis, supu-
529

siéramos un hombre con pleno conocimiento de Dios,


es decir, del bien sumo y absoluto, ese hombre no
podría tener ninguna aversión a Dios; pues no podría
experimentar ningún apetito, ningún atractivo, nin-
guna tentación que se opusiera al bien sumo cabal-
mente conocido. De donde resulta que ningún pecado,
ni el más grave imaginable, puede implicar conoci-
miento pleno del supuesto agraviado.
Si esto nos lo enseña la más simple y elemental
razón, el evangelio nos lo confirma de modo irrefuta-
ble, especialmente para quienes creen que contiene la
palabra divina. Si Jesús es Dios verdadero, matar a
Jesús es cometer el pecado típico en el más alto grado
de gravedad imaginable. Y sin embargo, Jesús colgan-
do de la cruz, exclama refiriéndose a quienes cometen
este pecado: "Padre, perdónalos, porque no saben lo
que hacen". (Lc., XXIII, 34) La Verdad Indiscutible
declara que en el pecado máximo imaginable sus au-
tores carecen de conocimiento pleno y merecen por
ello, ser perdonados; y que lo merecen desde luego,
sin exigir que se arrepientan, sin esperar a que se
arrepientan. Entonces, ¿cuál pecado merecerá castigo
infinito? ¿Cuál pecado supondrá agravio infinito a
Dios hecho con conocimiento pleno?
Y no creo que a nadie se le ocurra pensar que ta-
maña generosidad es propia de la segunda persona de
la Trinidad, pero que no puede ser compartida por la
530

primera persona, y que esta primera persona no debe


hacer caso de la misericordiosa petición de la segun-
da. Además de que ni en este ridículo supuesto, se
saldría con la suya la primera persona. Los mismos
teólogos que tan laboriosa y entusiastamente han
formulado esa idea del infierno eterno son los mismos
que afirman que Jesús el Hijo del Hombre será el juez
que juzgue a todos los hombres y que dicte las senten-
cias que conduzcan a algunos a ese infierno. ¿Cómo
pueden sostener simultáneamente estas dos cosas, si
ya conocen desde ahora cuál será el veredicto del juez,
puesto que está en las palabras que en su boca se po-
nen en los evangelios?
"Si alguno escucha mis palabras y no las guarda, yo
no lo juzgo, porque no he venido a juzgar al mundo,
sino a salvar al mundo". (Jn., XII, 47)
"El Hijo del Hombre no vino a perder las almas de
los hombres, sino a salvarlas". (Lc. IX, 56)
"Dios no envió a su hijo al mundo para que juzgue
al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él".
(Jn., III, 17)
"De cuantos me diste, no perdí a ninguno". (Jn.,
XVIII, 9)
"Seréis hijos del altísimo, que es bondadoso para
con los ingratos y los malos. Sed misericordiosos co-
mo vuestro padre es misericordioso". (Lc., VI, 35.6) Al
531

paralitico dijo: "Tus pecados están perdonados". (Mt.,


IX, 2) Y a la mujer adultera: "Ni yo te condeno". (Jn.,
VIII, 11)
Y especialmente, en la palabra que ya citamos:
"Perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Lc.,
XXIII, 34), que contiene la más total, universal e in-
condicionada absolución. También dijo: "¿Quién de
vosotros es el que si su hijo le pide pan le da una pie-
dra, o si le pide un pez le da una serpiente? Si, pues,
vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a
vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro padre que está en
los cielos dará cosas buenas a quien se las pide!" (Mt.,
VII, 9-11) ¿Será Dios menos bueno que nosotros?
¿Será menos bueno que un buen padre de familia? En
la parábola del hijo pródigo, el padre sale gozoso a re-
cibir al hijo y lo festeja, sin preguntarle nada, sin exi-
girle nada, desde antes de que él le pida perdón. "To-
davía estaba lejos, cuando lo vio su padre, que se
conmovió, corrió, se echó sobre su cuello y lo besó".
(Lc., XV, 20)
Jesús nos recomienda (o, si se quiere, nos manda)
que perdonemos a nuestros enemigos. ¿Y cuándo
hemos de perdonarlos? ¿Cuando se arrepientan, des-
pués de que hagan penitencia, después de que se
arrodillen delante de nosotros y nos pidan perdón?
No; tenemos que perdonarlos inmediatamente y sin
condiciones. Esto es lo que hace un buen cristiano. ¿Y
532

podemos imaginar que Dios sea menos bueno que un


buen cristiano?
"Amad a vuestros enemigos y orad por los que os
persiguen, para que seáis hijos de vuestro padre que
está en los cielos, que hace salir el sol sobre malos y
buenos y llueve sobre justos e injustos". (Mt., V, 44·5)
"Pues si amáis a los que os aman, ¿qué gracia tendr-
éis? Los pecadores aman también a quienes los
aman". (Lc., VI, 32) No creo que podamos considerar
a Dios conduciéndose como los pecadores.
Y lo mismo encontramos en numerosos pasajes de
las epístolas, relativos a Cristo: "Cristo, a su tiempo,
murió por los impíos. En verdad apenas habrá quien
muera por un justo; sin embargo, pudiera ser que mu-
riera alguno por uno bueno; pero Dios probó su amor
hacia nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo
por nosotros. Con mayor razón, pues, justificados
ahora por su sangre, seremos por el salvos de la ira;
porque si, siendo enemigos, fuimos reconciliados con
Dios por la muerte de su hijo, mucho más, reconcilia-
dos ya, seremos salvos en su vida". (Rom., V, 6-10)
"No habéis recibido el espíritu de siervos para reca-
er en el temor; antes habéis recibido el espíritu de
adopción por el que clamamos: ¡Aba, padre! El espíri-
tu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que so-
mos hijos de Dios, y si hijos, también herederos, here-
533

deros de Dios, coherederos de Cristo". (Rom., VIII, 15-


7)
"Y por ser hijos, envió Dios a nuestros corazones el
espíritu de su hijo, que grita: ¡Aba, padre! De manera
que ya no eres siervo, sino hijo, y si hijo, heredero de
Dios por Cristo". (Gal., IV, 6-7) "Cristo nos redimió de
la maldición de la ley, haciéndose por nosotros maldi-
ción". (Gal., III, 13) Si la ley es la que castiga, y esta-
mos redimidos de la maldición de la ley, ya no pode-
mos recibir castigo.
"Hijitos míos, os escribo esto para que no pequéis.
Si alguno peca, abogado tenemos ante el Padre, a Je-
sucristo justo. El es la propiciación por nuestros peca-
dos. Y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el
mundo...Os escribo, hijitos, porque por su nombre os
han sido perdonados los pecados." (l Jn., II, 1, 2 y 12)
"Dios nos encerró a todos en la desobediencia, para
tener de todos misericordia." (Rom., XI, 32) "La cari-
dad de Cristo nos constriñe, persuadidos como esta-
mos de que si uno murió por todos, luego todos son
muertos; y murió por todos para que los que viven, no
vivan ya para sí, sino para aquél que por ellos murió y
resucitó. Porque a la verdad, Dios estaba en Cristo re-
conciliando al mundo consigo y no imputándole sus
delitos. A quien no conoció el pecado, le hizo pecado
por nosotros, para que en él fuéramos justicia de
Dios". (II Cor., V, 14-5, 19 y 21)
534

"Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?


... ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Siendo Dios
quien justifica, ¿quién condenará? Cristo, el que mu-
rió, aun más, el que resucitó, el que está a la diestra de
Dios, es quien intercede por nosotros. ¿Quién nos
arrebatará al amor de Cristo?.. Porque persuadido es-
toy que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los
principados, ni lo presente, ni lo venidero, ni las vir-
tudes, ni la altura, ni la profundidad, ni ninguna otra
criatura podrá arrancarnos al amor de Dios en Cristo
Jesús, nuestro señor." (Rom., VIII, 31-5, 38-9)

San Pablo cita la frase de los Proverbios, XXV, 21-


2: "Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tie-
ne sed dale de beber, pues así echas ascuas sobre su
cabeza". Y añade: "No te dejes vencer del mal, antes
vence al mal con el bien". (Rom., XII, 20-1) Si vemos
que el hombre conquista y atrae al hombre siendo
bondadoso con él y perdonándolo, ¿no habremos de
creer que Dios hace lo mismo con el hombre? Dios no
puede querer llevar a sí al hombre a latigazos; tiene
que querer que el hombre vaya libremente a Él en
respuesta al perdón magnífico que le otorga.
Por todo esto vemos que Dios no castiga; no puede
castigar al hombre de ninguna manera. Nuestros erro-
res -llamémoslos pecados- nos acarrean ciertamente
535

daños; pero estos daños son consecuencia y no casti-


go. Dentro de la estructura que Dios dio al mundo; re-
sulta que no se puede hacer el mal moral sin recibir
un daño. Los gnósticos llamaban al pecado ignoran-
cia, y lo oponían a la sabiduría. El pecado no puede
venir sino de un conocimiento imperfecto de la reali-
dad o de una valuación incorrecta de las cosas. Y tiene
que acarrear necesariamente malas consecuencias.
Ilustraré esto con una pequeña parábola. Si una ma-
dre ve que su hijo se está asoleando demasiado, le di-
ce: Hijo, ten cuidado, no te asolees demasiado, porque
te vas a quemar la piel Vente para la sombra. El hijo
no hace caso y se queda ahí. Al día siguiente está muy
adolorido y no puede ni siquiera ponerse la camisa.
¿Acaso lo castigó la madre? No. ¿Lo castigó Dios?
Tampoco. Simplemente padeció la consecuencia de su
error. Dios se limita a decirnos: ¡Vente para la som-
bra!
Un amigo mío, que no comparte mis ideas, pero
tiene buen sentido cristiano, me dijo así acerca de este
problema: "Caemos y nos levantamos y nos arrepen-
timos de nuestras faltas. Si vemos lo pequeño que so-
mos y lo grande que es Dios, advertimos que no es po-
sible que seamos capaces de ofenderlo, por ser quien
es, por estar tan infinitamente arriba de nosotros.
Vemos que su amor es tan extraordinariamente gran-
de que abarca todas las cosas; que vivimos dentro de
536

él como vive una esponja en el océano, penetrados y


rodeados por todos lados por la misericordia divina.
Entonces, ¿cómo podremos nosotros ofender a tan
inmenso ser, al divino creador de todas las cosas?
¿Quién es el individuo que a sabiendas ofende a Dios?
Debemos pensar que un castigo infinito sería para un
ser que se comparase con el creador; pero nosotros,
que somos unos gusanitos, seremos juzgados por
nuestro divino hacedor de acuerdo con nuestras
humanas y finitas equivocaciones. Y nos dirá: como tú
no estás rebelado contra mí, a su tiempo vendrás a la
mesa de los escogidos, para que goces de mi compañía
por la eternidad".

Si Dios ama al hombre, desea su bien; si Dios no


quiere "la muerte del pecador, sino que se convierta y
viva" (Ezequiel, XXXIII, 11); y si se piensa que Dios
impone castigos, estos tienen que ser de naturaleza
medicinal, es decir, correctiva. Un buen padre de fa-
milia o un buen gobierno de un estado impone casti-
gos a sus hijos o a sus súbditos con el propósito de
hacerlos rectificar sus errores y enderezar su conduc-
ta. A veces, el padre de familia o el gobernante tendrá
que recurrir a imponer sanciones que ya no son par sí
mismas correctivas, sino meramente excluyentes: la
expulsión, el destierro, la muerte, la prisión perpetua.
Pero esto se debe a la limitación de sus medios inte-
537

lectuales o materiales, que les impide hallar y aplicar


un medio de corrección condigno y, por ello, suficien-
temente eficaz. Dios, omnisciente y omnipotente, no
tiene esta limitación. Pensar que Dios tiene que recu-
rrir a penas meramente excluyentes, infinitas e irre-
misibles, es declarar la impotencia y el fracaso de
Dios. Y si el Diablo es quien induce a los hombres al
mal, cada condenado en el infierno es un triunfo que
el Diablo le gana a Dios; y es un triunfo definitivo, sin
desquite ni revancha.
Y no se diga que esto es porque, en la muerte, el
alma no puede tener ya mutación o conversión. Si no
hay posibilidad de mutación tampoco hay sucesión y,
por tanto, no hay duración infinita.
Mucho más razonable me parece el sistema de Orí-
genes, el famoso escritor eclesiástico del Siglo III.
Afirma que en el principio Dios creó a todas las almas
iguales y libres; que después, ellas, en uso de su liber-
tad, se aproximan más o menos al bien o más o menos
al mal y que, como consecuencia de ello, adquieren
distintas naturalezas, viniendo a ser ángeles unos,
hombres otros, y otros demonios. Más que diversas
naturalezas, son distintas vidas en diversos mundos.
Ángeles, hombres y demonios conservan siempre
su libertad y pueden en todo momento convertirse y
cambiar su actitud moral y su conducta y, como resul-
538

tado de ello, pasar al fin de su vida a otro estado o si-


tuación. Así los hombres, después de la muerte pue-
den pasar a ser ángeles o demonios; y a su vez, los
ángeles y los demonios pueden pasar a ser hombres. Y
esto por todo el tiempo y durante numerosas existen-
cias en diversos mundos. Como los ángeles están in-
clinados al bien, tratan de impulsar a los hombres
hacia el bien. Todas las naciones tienen ángeles que
las guían y protegen, y lo mismo cada hombre tiene un
ángel tutelar que trata de defenderlo y de guiarlo
hacia el bien. Por su parte los demonios, inclinados al
mal, tratan a su vez de inclinar a los hombres al mal; y
así como cada nación tiene un ángel propio y cada
hombre un ángel propio (su ángel custodio), también
las naciones y los hombres tienen un demonio custo-
dio. Las diversas situaciones en que se encuentran las
almas: ángeles, hombres o demonios, no son castigos,
no son impuestas desde fuera por sentencia, sino que
son simple consecuencia natural de la elección que las
almas han hecho y hacen constantemente entre el
bien y el mal Las consecuencias del pecado son malas
y dañinas, no solo para otros sino para el mismo pe-
cador; pero hace falta que las almas las prueben para
que se den cuenta del horror del pecado y de su in-
conveniencia, y gracias a ello se conviertan. Una vida
puede ser demasiado corta para que en ella experi-
mente el alma todas las malas consecuencias de sus
539

errores, pero al pasar por innumerables vidas en di-


versas situaciones, acabara por conocerlas. Dios ejerce
constantemente su providencia, principalmente a
través de los ángeles; pero respeta siempre la libertad
de las almas y sólo trata de persuadirlas por medio de
la bondad y el amor. Las almas pasan así por innume-
rables peripecias en innumerables mundos, pero al fi-
nal de los tiempos Dios triunfará, logrando, por vía de
persuasión, de amor y de bondad, atraer hacia sí,
hacia el bien, a todas las almas, que volverán al punto
original. A esta reversión final de todas las almas al
bien es a lo que se llama apocatástasis o restauración,
y está simbolizada en el jubileo, en el perdón a los cin-
cuenta años, es decir después de la semana de sema-
nas de años; pues si una semana de años simboliza
una vida, la semana de semanas representa las innu-
merables vidas que han de recorrer las almas antes de
llegar a la unión definitiva con Dios.
Debo advertir que la síntesis que antecede no ha si-
do tomada directamente de las obras de Orígenes, si-
no de referencias de segunda mano, y que no está
hecha con pretensiones de exactitud y fidelidad. Debo
aclarar también que no presento esto porque lo sos-
tenga en los términos en que está expuesto. Ni pre-
tendo traducir con precisión el pensamiento de Orí-
genes ni defender el sistema tal cual lo he expresado.
Trato de demostrar que se puede formular una teoría
540

que satisfaga y concilie la supervivencia del alma, la


condigna sanción del pecado, la omnipotencia, omnis-
ciencia, justicia y misericordia de Dios, la libertad, el
valor positivo y absoluto del bien, y el valor negativo,
relativo y temporal del mal y el triunfo final y total del
bien, por su propia virtud y por medio de la razón y de
la libertad del alma. Satisface además a quienes en-
cuentran inexplicables o difíciles de conciliar con la
justicia la prosperidad del malvado y las diferencias
de condición entre los hombres. Si -al parecer, contra
la justicia- el malvado prospera en esta vida, recibirá
la sanción al adquirir en la siguiente una situación
muy desfavorable, y precisamente tan desfavorable
cuanto corresponda a su maldad. Pero esto le será
educativo y purgativo. Cuanto más caiga en el mal,
tanto más padecerá. Pero siempre con posibilidad de
conversión; y en la medida en que se convierta, en esa
medida mejorara su situación. Al llegar a esta vida te-
rrena, el hombre llega en la condición que correspon-
de exactamente a la medida en la que se ha adherido
al bien en existencias anteriores.
541

Vamos ahora a analizar los textos que en los evan-


gelios tienen relación, de cerca o de lejos, con el in-
fierno.
Al hacer su recopilación, no he encontrado ni uno
solo de Juan, sólo uno de Marcos, que coincide con
Mateo, unos cuantos de Lucas y todos los demás de
Mateo; lo cual ya nos debe llamar la atención. Pode-
mos considerar que el infiernista es Mateo.
Lo primero que debe hacerse notar es que no puede
decirse que en los evangelios se menciona el infierno
por su nombre; pues no es correcto dar a las dos pala-
bras de los originales griegos hades y gehena que han
sido traducidas con la palabra "infierno", la connota-
ción que ésta ha adquirido, después de muchos siglos
de elaboración doctrinal.
Empezaremos por aquellos textos en los que se usa
la palabra hades. Y tenemos en Mateo, XI, 20 y ss. y
su paralelo, Lucas, X, 13 y ss.: "Entonces comenzó a
increpar a las ciudades en que había hecho muchos
milagros, porque no habían hecho penitencia: ¡Ay de
ti, Corozaín; ay de ti, Bastida! Porque si en Tiro y en
Sidón se hubieran hecho los milagros hechos en ti,
mucho ha que en saco y ceniza hubieran hecho peni-
tencia. Así, pues, os digo que Tiro y Sidón serán trata-
das con menos rigor que vosotros en el día del juicio.
Y tú, Cafarnaúm, ¿te levantarás hasta el cielo? Hasta
542

el infierno descenderás. Porque si en Sodoma se


hubieran hecho los milagros hechos en ti, hasta hoy
subsistiría. Así, pues, os digo que el país de Sodoma
será tratado con menos rigor que tú el día del juicio."
Yo creo que todo el pasaje es espurio. Sus milagros,
su penitencia en saco y en ceniza, su día del juicio y su
tono amenazador son marcadamente esenios. Pero,
concretándonos a lo que ahora nos interesa: la su-
puesta mención del infierno, diremos que lo que en el
original griego se menciona es el hades. "Y tú, Cafar-
naúm, ¿te levantarás hasta el cielo? Descenderás has-
ta el hades." Esta es una cita de Isaías, XIV, 13·5, y el
hades de los LXX no hace sino traducir el sheol
hebreo, que no significaba sino el lugar de los muer-
tos, el estado de muerte o destrucción, sin ninguna
idea implícita de castigo. Por tanto, traducir aquí
hades por infierno es completamente incorrecto. De-
berá decirse: "descenderás hasta el sepulcro" o "caerás
en la muerte". Y es curioso advertir que las mismas
biblias (por ej.: Nacar-Colunga y Bover-Cantera) que
ponen la palabra "infierno" en estos lugares de Mateo
y Lucas, usan, en cambio, en el lugar correspondiente
de Isaías las expresiones "sepulcro" o "sheol". Y que
este sentido de muerte o destrucción es el único que
aquí se expresa, queda demostrado por lo que sigue
inmediatamente: "Porque si en Sodoma se hubieran
hecho los milagros hechos en ti, hasta hoy subsistiría."
543

Se trata de una supervivencia en el tiempo. Lo que


ocurrió a Sodoma es que fue destruida. Y correlativa-
mente, lo que se anuncia a Cafarnaúm es su ruina o
destrucción. Luego de aquí no se saca nada con rela-
eión al infierno.
Tenemos otro texto exclusivo de Mateo, que en lu-
gar de probar a favor de los infiernistas, prueba en su
contra. Es donde están las conocidísimas palabras de
Jesús a Pedro: "Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre
esta piedra edificaré mi colectividad (ekklesia), y las
puertas del infierno (hades) no prevalecerán contra
ella." (Mt., XVI, 18) Este pasaje ha sido considerado
espurio por muchos autores. No proviene de la fuente
común (Ur-Markus), puesto que no aparece en sus
paralelos de Marcos y Lucas. En contra de su autenti-
cidad se han dado muchas razones, que no voy a repe-
tir aquí. Considerándolo auténtico y suponiendo que
allí hades signifique infierno, tenemos que la colecti-
vidad, la iglesia, vencerá sus puertas, las abrirá; y si
las abre, deja salir a los que están adentro. La función
de una puerta es impedir entrar o salir. Si el hades, el
infierno, es un lugar de prisión, de castigo (de cual-
quier modo, un lugar desagradable), cuando se vencen
sus puertas se conquista éste y los ocupantes se salen.
Luego, el hades no puede subsistir, ni mucho menos
ser eterno o infinito.
544

Hay otra mención del hades en la parábola del


epulón y el pobre Lázaro (Lc., XVI, 23), exclusiva del
tercer evangelio y que ya analicé antes (pág. 192).
Como dije, esta parábola es muy extraña, diferente a
las demás del evangelio y puramente alegórica.
Tenemos otra prueba de que no se puede dar a la
palabra hades en el Nuevo Testamento otro significa-
do que el de muerte o estado de muerte, y que de nin-
guna manera equivale al infierno creado posterior-
mente por los teólogos. La tenemos en el discurso de
Pedro consignado en Los Hechos de los Apóstoles: "A
Jesús de Nazaret... lo alzasteis en la cruz y le disteis
muerte por mano de los infieles. Pero Dios, rotas las
ataduras de la muerte, lo resucita, por cuanto no era
posible que fuera dominado por ella, pues David dice
de él:... no abandonarás en el hades mi alma, ni per-
mitirás que tu santo experimente la corrupción... Da-
vid... siendo profeta y sabiendo que le había Dios ju-
rado solemnemente que un fruto de sus entrañas se
sentaría sobre su trono, lo vio de antemano y habló de
la resurrección de Cristo, que no sería abandonado en
el hades, ni vería su carne la corrupción. A este Jesús
lo resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testi-
gos." (II, 22-32) Si Jesucristo no fue abandonado en el
hades, es que estuvo allí; y si estuvo allí, no podemos
suponer que estuvo en el infierno de que hoy se nos
habla, y que de allí fue sacado. Ni esto es posible, ni a
545

esto se refiere el discurso, que sólo pretende probar la


resurrección de Jesús de entre los muertos. Luego, la
palabra hades, no tiene otro sentido que el de muerte.
Vamos a ver ahora aquellos textos en que se usa la
palabra gehena. Como ya dije en otro lugar, esta pala-
bra es de origen hebreo y significa el valle de Henón,
que era un valle a las afueras de Jerusalén, en el cual,
en tiempos de la idolatría, se hacían los sacrificios a
Moloc, arrojando niños al fuego, por lo que adquirió
un negro prestigio y el nombre de Valle de la Matanza
(Jer., VII, 31-2; XIX, 6), y que después se destinó a ti-
radero de basuras de la ciudad. Como todos los días se
estaban arrojando allí basuras y se les prendía fuego
para consumirlas, adquirió el nombre de "Gehena del
Fuego". La gehena no aparece en ninguno de los libros
canónicos del Antiguo Testamento sino con sentido
puramente topográfico. Sólo viene a adquirir un sen-
tido metafórico como lugar extraterreno de castigo en
la literatura intertestamentarios, atribuible a los ese-
nios, como en el Apocalipsis de Baruc.
Encontramos esta expresión en una frase del
sermón de la montana: "Habéis oído que se dijo a los
antiguos: no matarás. Quien matare será reo de con-
denación. Pero yo os digo: todo el que se enfada con
su hermano será reo de condenación. Y quien dijere a
su hermano raca, responderá ante el sanedrín. Y
quien le dijere necio, será reo de la gehena del fuego".
546

(Mt., V, 21-2) Yo creo que aquí las palabras auténticas


de Jesús son sólo las primeras: "Habéis oído que se
dijo a los antiguos: no matarás. Quien matare será
reo de condenación. Pero yo os digo: todo el que se
enfada con su hermano, será reo de condenación". Y
con ellas quiere decir que no sólo el que mata causa
daño a otro y se lo causa a sí mismo y se expone a un
peligro grave, sino que basta con enojarse o airarse
contra otro para causarse daños y exponerse a peli-
gros mayores. Lo demás no lo podemos atribuir a
Jesús, por insensato, descabellado y contradictorio;
sobre todo si a la última expresión: "gehena del fuego"
le damos el significado moderno de infierno. Resultar-
ía: el que mate será reo de condenación, según se dijo
a los antiguos, o sea según la Ley de Moisés, lo que
quiere decir que la pena que reciba será la de muerte;
el que se enfade será también reo de condenación, y
como la expresión usada es la misma, parece que la
pena tendría que ser la misma: la de muerte. El que
diga raca, responderá ante el sanedrín, que era un
tribunal judío perfectamente conocido y establecido,
que no iba a imponer pena alguna al que dijere raca,
nada mas por que así lo había decretado Jesús, y que,
en todo caso, impondría una pena temporal y huma-
na. Y sólo al que diga necio se le aplica la pena del in-
fierno. Como se ve, todo esto es disparatado, incon-
gruente y sin sentido.
547

Pero hay más; y esto es definitivo. Jesús no pudo


pronunciar nunca estas palabras, porque con ellas ¡él
mismo se habría hecho reo del infierno! Porque en el
mismo evangelio de Mateo (XXIII, 17) dice necios a
los fariseos. (La palabra empleada en el original griego
es precisamente la misma: mooros). Y le sería aplica-
ble su misma sentencia: "Por tus palabras serás con-
denado." (Mt., XII, 37)
Demostrada la falsedad de la adición, podemos te-
ner algún indicio de su orígen. Potter (Did Jesus write
this book?, IV), apoyándose en el libro de Lamsa The
Gospels from Aramaic, señala la probabilidad de que
la palabra raca, provenga de un vocablo arameo no
comprendido por el redactor griego del evangelio y
trasladado allí con simple imitación fonética, y que
significa: "yo te escupo", o la acción misma de escupir;
y considera que su fuente de inspiración puede estar
en El Libro de los Secretos de Enoc, donde se dice: "EI
hombre fue hecho a imagen de Dios. El que injuria el
rostro del hombre, injuria el rostro del Señor. El que
se encoleriza contra un hombre sin agravio, cosechará
la gran cólera del Señor. El que escupe al rostro de un
hombre, recogerá vergüenza en el gran juicio del Se-
ñor." (XLIV, 1-3) Si incluimos este libro de Enoc entre
los libros redactados o, al menos, leídos con aproba-
ción por los esenios, podemos atribuir a estos las fra-
ses que aquí estamos estudiando.
548

Hay otra mención de la gehena en Mateo, XXIII,


33, puesta en boca de Jesús dirigiéndose a los farise-
os: "Serpientes, raza de víboras, ¿cómo podéis huir de
la condenación de la gehena?" Ahora bien, Charles
Dodd (The Parables of the Kingdom, II) hace notar
que en varias ocasiones, Mateo pone en boca de Jesús
palabras de Juan el Bautista y viceversa. La frase esta
incrustada aquí en el texto de Mateo, rompiendo la
secuencia del pasaje paralelo de Lucas; y es práctica-
mente igual a la que el mismo Mateo da en III, 7, en
perfecta correspondencia con Lucas III, 7 atribuyén-
dola al Bautista: "Raza de víboras, ¿quién os ha ense-
nado a huir de la ira venidera?" La frase guarda con-
sonancia con las ideas y el estilo de Juan y resulta di-
sonante en la boca de Jesús. Podemos considerar, en-
tonces, que la fuente común (Quelle) la daba entre los
dichos de Juan, y que Mateo la puso además como pa-
labra de Jesús. El mismo Dodd señala otro caso igual:
otra frase de Juan el Bautista: "todo árbol que no pro-
duzca buen fruto será cortado y arrojado al fuego",
que el primer evangelista pone en III, 10, en corres-
pondencia a la letra con su paralelo, Lucas, III, 9, la
vuelve a insertar, atribuyéndola a Jesús en VII, 19. Y a
la inversa, una expresión que es indudablemente de
Jesús, pues constituye su proclamación básica: "Con-
vertíos, por que el reino de los cielos ha llegado" (Mt.,
IV, 17; Mc., I, 15), la encaja el mismo evangelista entre
549

los dichos de Juan (III, 2), a los que ciertamente no


corresponde. Estos tres casos demuestran o un gran
descuido del primer evangelista al manejar sus fuen-
tes o un mañoso ardid para hacer coincidir la predica-
ción de Jesús con la de Juan.
En cuanto al texto que estamos considerando, el de
la gehena, el análisis nos demuestra que la frase no es
de Jesús sino de Juan y que el evangelista puso "la ge-
hena" en lugar de "la ira venidera" que estaba en su
fuente.
Hay otra mención de la gehena, que proviene tam-
bién de Quelle. (Mt., X, 28; Le., XII, 4-5) En la versión
de Mateo dice: "No temáis a los que matan el cuerpo,
pero al alma no pueden matar. Temed más bien al que
puede destruir alma y cuerpo en la gehena." Yo creo
que la frase original -y valiosísima- debe de haber di-
cho así: "No temáis a los que sólo pueden matar el
cuerpo; temed más bien a lo que puede destruir el al-
ma". Es claro que el hombre, con prudencia y precau-
ción, debe evitar los daños materiales en cuanto le sea
posible. Pero no debe tenerles miedo. Ni amenazantes
ni realizados, deben dañar la paz de su alma. Si un
daño material nos amenaza, debemos hacer lo que en
nuestra mano esté para evitarlo; pero sin miedo, por-
que el miedo debilita nuestra defensa. Si ya se realizó
irremediablemente, debemos aceptarlo con alegría y
olvidarnos de él, en cuanto daño, pues de otro modo
550

destruimos nuestra felicidad, que es la verdadera vida


del alma. Jesús, en la tempestad, dormía. El no era
marinero ni tenía el manejo de la nave. Nada le tocaba
hacer, sino descansar confiadamente. Y cuando los
marineros asustados lo despiertan, los reprende:
"Hombres de poca fe, ¿por qué teméis?" (Mt., VIII,
26) Los reprende por tener miedo; porque el miedo,
por sí mismo, es grave daño del alma y obstruye los
medios adecuados para la salvación.
El daño material ya realizado, "ni Dios lo quita";
pero el que me siga dañando espiritualmente, depen-
de de mí; y esto es lo que verdaderamente me impor-
ta. Otra vez nos dice Jesús que la verdadera vida del
alma es la felicidad, que no depende de las cosas ma-
teriales, que está siempre a la disposición del hombre
y que es el bien más alto que el hombre debe procurar.
No son, pues, los males materiales los que deben ser
temidos, sino los males espirituales. Y estos siempre
podemos evitarlos por nosotros mismos. Cuentan que
el filósofo estoico Epicteto, que tenía muchas cosas
dignas de un buen cristiano, decía: "Mis enemigos me
pueden aprisionar, torturar, desterrar, matar, despo-
jar; lo que no pueden es hacerme enojar."
Tenemos, pues, otro bello texto de Jesús arruinado
par la intromisión esenia.
551

Otra mención de la gehena, propia de Mateo


(XXIII, 15): "¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipó-
critas, que recorréis mar y tierra por hacer un proséli-
to; y una vez hecho, lo hacéis hijo de la gehena doble-
mente más que vosotros!" Como todas las inserciones
de esta palabra, parece ser ésta una adición esenia,
proveniente del libro de Baruc. Pero si la hubiéramos
de considerar auténtica, tendríamos que dar a la ex-
presión el sentido de ruina o destrucción. Ya he dicho
que la gehena era el tiradero de basura de Jerusalén.
Por tanto, estar destinado a la gehena o ser hijo de la
gehena será tener arruinada la vida, haber echado a
perder la vida y estar destinado a la basura. Los fari-
seos, hipócritas, ritualistas, legalistas, llenos de trabas
y de restricciones caprichosas y leguleyas, que se im-
ponían a sí mismos e imponían a los demás, tenían
arruinada la vida; y al hacer prosélitos y convencerlos
de sus doctrinas, los hacían más infelices que ellos
mismos, les quitaban la oportunidad de ser libres, de
ser sencillos, de ser naturales, de ser felices.

Veamos otro texto que ha sido invocado por los


sostenedores del infierno. Está en Mateo, VIII, 11-2:
"Vendrán del oriente y del occidente y se sentarán a la
mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los
cielos, mientras que los hijos del reino serán arrojados
a las tinieblas exteriores; allí será el llanto y el rechi-
552

nar de dientes." Al parecer, proviene también de Que-


lle. En Mateo se encuentra intercalado en el suceso
del centurión, rompiendo el contexto y sin correspon-
dencia allí con su paralelo en Lucas, que lo pone con
otra redacción y en otro lugar (XIII, 28-9): "Allí será
el llanto y rechinar de dientes, cuando veáis a Abra-
ham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el reino
de Dios, pero vosotros arrojados fuera. Vendrán del
oriente y del occidente, del norte y del mediodía y se
sentarán a la mesa, en el reino de Dios."
Parece que el texto viene alterado desde su fuente.
Creo que lo único auténtico es lo siguiente: "Muchos
vendrán del oriente y del occidente, del norte y del
mediodía y se sentarán a la mesa en el reino de Dios."
Jesús trata de enseñar la universalidad de su doctrina
y la igualdad fundamental de todos los hombres, en
contra del cerrado exclusivismo nacionalista de los
judíos. Trata de hacerles comprender que, si el reino
de Dios es un estado de ánimo accesible a todo hom-
bre, puede ser disfrutado por hombres de todas las ra-
zas y de todos los pueblos y no es herencia particular
del pueblo judío por ser el pueblo elegido. Ni basta ni
es necesario pertenecer a ese pueblo para tener acceso
al reino. El que ciertos hombres hayan nacido en este
grupo racial (dicho entonces) o que hayan sido bauti-
zados en tal iglesia (dicho hoy) no les garantiza el ac-
ceso al reino de los cielos, ni es necesario para ello.
553

Esto había que decirlo entonces porque los oyentes


inmediatos de Jesús consideraban que, aunque todos
los hombres estaban llamados a la salvación, no pod-
ían obtenerla sino por medio del pueblo escogido. Y es
necesario decirlo hoy, porque las iglesias cristianas si-
guen considerando, a la manera del judaísmo, que po-
seen en patrimonio exclusivo el reino de los cielos.
Ya el pre-evangelista añade la presencia de los pa-
triarcas hebreos (lo que todavía podría ser admisible)
y el llanto y el rechinar de dientes que ya tenemos tan
conocido. Pero Mateo agrava la corrupción del texto,
al meter un disparate mayúsculo que desacredita su
versión y demuestra, sin lugar a dudas, su falsedad.
¡Dice que "los hijos del reino serán arrojados a las ti-
nieblas exteriores"! Cualquiera que sea el significado
que se dé a las tinieblas exteriores, ¿cómo podemos
admitir que Jesús diga que allí serán arrojados los
hijos del reino, es decir, los bienaventurados, los que
han obtenido el máximo bien? Y no solamente es un
disparate del evangelista; es también un descuido y
una inconsistencia, porque en la explicación de la
parábola de la cizaña ha dicho que los hijos del reino
están representados en la buena semilla, es decir, que
son los justos, de los que dice que "resplandecerán
como el sol en el reino de su padre." (XIII, 38 y 43)
Entonces, ¿cómo los manda aquí a las tinieblas exte-
riores? Esto demuestra no solamente la falsedad del
554

texto; demuestra que quien lo escribe no tiene noción


de lo que está hablando y sólo trata de meter tinieblas,
llanto y rechinar de dientes, sea como sea y sea donde
sea.
Ya en otro lugar (en el capítulo de La Formación de
los Evangelios, págs. 88 y ss.), he analizado otros pa-
sajes infernales: los contenidos en las explicaciones de
las parábolas de la cizaña y de la red y en las de los ta-
lentos o las minas y de los convidados al banquete; y
he dado las razones en que me apoyo para considerar-
las espurias y de origen esenio.
Por último, tenemos otro que antes invoqué dando
la interpretación que creo correcta y valiosísima.
Aquí vamos a ver cómo crece y se desarrolla el texto
en sus varias versiones, complicándose y llenándose
cada vez más de notas terroríficas.
Empezare por repetir la transcripción de la versión
que estimo original o más próxima al original:
"Si tu ojo derecho te escandaliza, arráncalo y arró-
jalo lejos de ti, porque te conviene más perder uno de
tus miembros, antes que tu cuerpo entero sea arrojado
a la gehena; y si tu mano derecha te escandaliza,
córtala y arrójala lejos de ti, porque te conviene más
perder uno de tus miembros, antes que tu cuerpo en-
tero caiga en la gehena." (Mt., V, 29-30)
555

En Mateo, este es un doblete. El pasaje se repite en


XVIII, 8-9, ya un poco modificado:
"Si tu mano o tu pie te escandaliza, córtalo y arrója-
lo lejos de ti. Mejor te será entrar en la vida manco o
cojo, que ser arrojado con tus dos manos o tus dos
pies en el fuego eterno. Y si tu ojo te escandaliza,
arráncalo y arrójalo lejos de ti. Mejor te será entrar en
la vida con un solo ojo que ser arrojado con tus dos
ojos a la gehena del fuego."
Aquí, en la primera ocasión, la gehena ha sido sus-
tituida por el fuego eterno; y en la segunda, le ha sido
añadida la expresión: del fuego. Tenemos ya una pri-
mera alteración del texto, y hace su aparición el fuego
eterno.
Otra versión se da en Marcos, IX, 43-8:
"Si tu mano te escandaliza, córtala; más te vale en-
trar manco en la vida que irte con dos manos a la ge-
hena, al fuego inextinguible. Y si tu pie te escandaliza,
córtalo; más te vale entrar en la vida cojo que ser arro-
jado con tus dos pies en la gehena. Y si tu ojo te es-
candaliza, sácalo; mejor te es entrar con un solo ojo en
el reino de Dios que con dos ser arrojado a la gehena,
donde el gusano no muere ni el fuego se apaga."
En esta nueva versión se ha conservado la gehena
en todos los casos; y en el primero, se le ha añadido
556

"el fuego inextinguible", y en el último: "donde el gu-


sano no muere ni el fuego se apaga."
Y todavía tenemos otra versión. Pues la que acabo
de transcribir es la más aceptada hoy para ese lugar de
Marcos, porque es como aparece en los más antiguos
y valiosos manuscritos. Pero hay otros manuscritos en
los que se intercalan los versículos que hoy llevan los
números 44 y 46 y que son una repetición de la última
frase, la de que el gusano no muere ni el fuego se apa-
ga; es decir, esta se viene dando, como repetición o ri-
tornelo en cada caso.
Vemos cómo va creciendo el texto y cómo se va
haciendo cada vez más terrible; y vemos que crece con
la misma obsesión piromaníaca que ya hemos señala-
do, con el mismo fuego eterno o inextinguible que ha
incendiado otros lugares de los evangelios y que ya
habíamos encontrado en la literatura de Cumrán, en
los libros intertestamentarios y en la predicación de
Juan el Bautista.
557

14
LA MORTIFICACION

La mortificación de la carne ha sido grandemente


alabada, aconsejada y recomendada durante muchos
siglos por la iglesia, y la encontramos frecuentemente
como dato destacado en las vidas de los santos, por lo
que, podemos considerar que la iglesia la estima como
fuente de santificación.
Para usar palabras de un libro clásico y muy repu-
tado en su tiempo, el Ejercicio de Perfección y Virtu-
des Cristianas, del padre Alonso Rodríguez, diré que
la mortificación consiste en "disciplinas, ayunos, cili-
cios, mala cama, comida pobre, vestido áspero y otras
cosas semejantes que afligen y castigan la carne y le
quitan su regalo y deleite." (Parte II, trat.I, cap. VII)
Pues bien, todo esto es radicalmente contrario a la
predicación y al ejemplo de Jesús y a todo el espíritu
de su doctrina.
Pretendiendo hallar algún apoyo evangélico, se ci-
tan algunas veces palabras de Jesús transcritas según
las versiones que vienen de la Vulgata; por ejemplo:
558

"haced penitencia, porque se ha acercado el reino de


los cielos". (Mt., IV, 17) "Si no hiciereis penitencia, to-
dos pereceréis." (Lc., XIII, 5) Pero, como ya hice notar
en otro lugar, esto no proviene sino de un error de
traducción, ya que la palabra que se usa en los origi-
nales griegos no tiene otro significado que el de "cam-
biar de opinión o de actitud mental." Se trata de una
conversión espiritual, de algo que ocurre sólo en el in-
terior del alma y que nada tiene que ver con actos físi-
cos, ni menos con la mortificación del cuerpo.
También se han invocado textos que se refieren al
ayuno. El mismo padre Rodríguez, que acabo de citar,
dice: "por nombre de ayuno entienden comúnmente
los santos todo género de penitencia y mortificación
de la carne." (loc. cit., Cap. I) Veamos que encontra-
mos en el evangelio acerca del ayuno.
"Ayunaban los discípulos de Juan y los fariseos, y
vienen a decide: ¿porqué si los discípulos de Juan y
los de los fariseos ayunan, tus discípulos no ayunan?
Jesús les respondió: ¿Pueden los convidados al ban-
quete ("los hijos de la cámara nupcial") ayunar mien-
tras está con ellos el esposo? Mientras tienen consigo
al esposo no pueden ayunar. Ya vendrá el tiempo en
que se les quite al esposo y entonces, en ese tiempo,
ayunarán." (Mc., II, 18-20).
559

Basta este texto para demostrar concluyentemente


que Jesús no ayunaba y que enseñaba a sus discípulos
a no ayunar. Y el argumento que da para justificarse,
tiene dos sentidos. Primero. ¿Acaso ayunan los convi-
dados a bodas mientras está el esposo, es decir mien-
tras dura la fiesta? Cierto que no. ¿Quién asiste a una
fiesta para ayunar? Es conveniente darnos cuenta de
que en ese tiempo y en aquellos lugares (como todavía
ahora en muchos de nuestros pueblos pequeños) las
bodas duraban una semana de banquetes, comilonas,
bailes y festejos. En un medio social relativamente
pobre, donde las gentes sufren escasez y carencias, es
en las fiestas en donde, como dice el viejo dicho espa-
ñol, "sacan la tripa de mal año". Pero ya se acabará la
fiesta, regresarán a sus casas y entonces ayunarán.
¿Por qué? Porque entonces volverán a las escaseces y
carencias que les son propias y habituales. Aunque
disfrutemos de cierta holgura económica, si nos con-
vidan a un banquete y nos dan muy buena comida y
vinos importados de alta calidad, nos aprovechamos;
pero al volver a nuestras casas, como el vino es muy
caro tenemos que conformarnos con tomar agua. Pues
esto es, sencillamente, lo que está diciendo Jesús: que
se ayuna cuando se carece, y que, cuando, como en
una fiesta, se tiene la oportunidad de satisfacer al
cuerpo, debemos satisfacerlo. Otro viejo dicho declara
que "bien ayuna el que mal come". Si ya la vida nos
560

impone muchas privaciones, no hemos de imponernos


otras voluntariamente. Ayunamos cuando la carencia
se nos impone. Me dirán que esto es hacer de la nece-
sidad virtud. Pues sí, esto es lo que Jesús aconseja:
hacer de la necesidad virtud, saber prescindir de las
cosas cuando no las tenemos, hacer que su carencia
no nos haga padecer; pero disfrutar de ellas cuando
las tenemos a nuestra disposición.
El argumento empleado por Jesús tiene, además,
dirigido a los fariseos, otro sentido. Los fariseos ten-
ían la regla de que los convidados a la boda estaban
exentos de la oración, del ayuno y del uso de filacte-
rias durante los siete días de la fiesta. (Klausner, Jesus
of Nazareth, IV, 2) Pero para Jesús y para quienes
signen sus doctrinas, la vida entera es una fiesta. Por
tanto, la exención farisea se aplica a todos los días del
año. Si vives en una fiesta permanente, nunca tienen
cabida en ella las reglas originadas en el dolor y en la
tristeza.
Otro texto nos confirma que Jesús no ayunaba, sino
que, al contrario, gustaba de la buena vida y de los
placeres de la mesa. "Vino Juan el Bautista, que no
comía pan ni bebía vino, y decís: tiene un demonio.
Ha venido el Hijo del Hombre, que come y bebe, y
decís: he aquí un hombre comedor y bebedor, amigo
de publicanos y pecadores." (Lc., VII, 33-4) Y no se
diga que estas eran imputaciones calumniosas de sus
561

enemigos; pues, por otros pasajes evangélicos, sabe-


mos que Jesús ciertamente era amigo de publicanos y
pecadores; y el no rechaza las imputaciones y expre-
samente acepta que ―come y bebe‖ lo cual, en el con-
texto en que está colocado no puede tener un sentido
estricto y literal, sino que quiere decir que gustaba de
la comida y de la bebida y que no se privaba de ellas.
Vayamos a otro texto. "Cuando ayunéis no os pon-
gáis tristes, como los hipócritas, que desfiguran sus
rostros para que se vea que ayunan... Tú, por el con-
trario, cuando ayunes perfuma tu cabeza y lava tu ros-
tro, para que no vean los hombres que ayunas:" (Mt.,
VI, 16-8)
Es cierto que en estas palabras puede hallarse lo
que tantas veces se ha señalado: un reproche a la falsa
y aparente religiosidad, que se reduce a ostentar ante
los demás un cuidadoso y hasta exagerado cumpli-
miento de las prescripciones religiosas. Cierto que
puede hallarse aquí esto, que corresponde a los otros
reproches que tantas veces hace Jesús al espíritu fari-
saico. Pero además, hay algo más hondo y más impor-
tante. "Tú, cuando ayunes. . ." Si hemos entendido que
Jesús habla del ayuno en la forma en que lo acabo de
explicar en relación con el pasaje de las bodas, quiere
decir: cuando carezcas de algo, cuando sufras priva-
ciones y apuros, muéstrate alegre, perfuma tu cabeza
y lava tu rostro, para que los demás no vean que pade-
562

ces. No tenemos porque andar exhibiendo ante los


hombres nuestras pobrezas o nuestras escaseces e
inspirando lástima. La gente está más dispuesta a
ayudar a quien ve robusto, alegre y confiado, que a
quien se le presenta con aspecto miserable, amargado
y triste. El primero puede lograr un buen negocio o un
buen empleo que lo saque definitivamente de su apu-
rada situación; el segundo lo más que puede obtener
será una limosna. Además -y esto es lo verdaderamen-
te importante-, al mejorar nuestro aspecto exterior,
fortalecemos el espíritu, contribuimos a nuestro bien-
estar y nos colocamos en condición psicológica más
propicia para superar las dificultades que se nos pre-
sentan. "A mal tiempo buena cara", aconseja el sabio
refrán.
Mateo y Lucas nos cuentan que, cuando Jesús fue
llevado por el espíritu al desierto antes de empezar su
vida pública, ayunó durante cuarenta días. (Mt., IV, 2;
Le., IV, 2) Analicemos el caso. Jesús, antes de iniciar
su predicación y para prepararse a ella, se retira a un
lugar aislado, buscando la soledad propicia a la medi-
tación. En otra parte hice notar que ese lugar llamado
"el desierto" era probablemente el monasterio de
Cumrán. Si esto fue así, él tenía que someterse a las
reglas de la orden y, por tanto, a los ayunos que estas
prescribieran. Si no fue así, si "el desierto" de que aquí
se habla era en verdad un lugar solitario, el ayuno se
563

le imponía por necesidad en virtud de las circunstan-


cias, ya que en esa situación no es fácil adquirir comi-
da. De una o de otra manera, no parece que él vaya
buscando directamente el ayuno. Busca la soledad y el
aislamiento y encuentra y acepta el ayuno. El ayuno
aquí en el desierto resulta, como lo hemos venido ex-
plicando respecto a los textos anteriores, de una ca-
rencia no buscada sino soportada.
Por otra parte, fácilmente puede sospecharse de la
veracidad de los textos de que ahora tratamos, porque
en ellos se transparenta el deseo de los evangelistas de
acomodar aquí -como en tantos otros lugares- los ac-
tos de Jesús a ciertos pasajes del Antiguo Testamento.
Se ve clara la intención de hacer a Jesús reproducir el
ayuno de Moisés antes de recibir y trasmitir las tablas
de la ley. Sobre todo en la versión de Lucas, que exa-
gerando la nota, dice que "no comió nada en aquellos
días", aparece reflejado lo que cuenta el Exodo: "Yavé
dijo a Moisés: escribe estas palabras, según las cuales
hago alianza contigo y con Israel. Estuvo Moisés allí
cuarenta días y cuarenta noches sin comer y sin beber,
y escribió Yavé en las tablas los diez mandamientos de
la ley." (XXXIV, 27-8).
Y ahora y sólo para no dejar ningún cabo suelto, me
referiré a otro texto que de alguna manera pudiera ser
relacionado con el tema que estamos considerando.
En el caso del joven endemoniado que los discípulos
564

no pudieron curar y que fue conducido por su padre a


Jesús, leemos en algunas ediciones de Mateo, XVII,
21: "Esta clase (de demonios) no se arroja sino con
oración y con ayuno". Pero este versículo es claramen-
te espurio. No aparece en los códices más dignos de fe
y no concuerda con su contexto, pues inmediatamente
antes, Mateo ha relatado que, cuando los discípulos le
preguntaron a Jesús "¿por qué no hemos podido no-
sotros arrojarlo?" les había contestado: "por vuestra
falta de fe; porque yo os aseguro que si vosotros tuvie-
seis tanta fe como un grano de mostaza, diríais a este
monte: trasládate de aquí allá y se trasladaría, y nada
os sería imposible". El versículo 21 fue intercalado co-
piándolo de Marcos, IX, 29; pero en este también los
manuscritos más autorizados suprimen la palabra
ayuno; o sea que dicen: "esta clase (de demonios) no
puede arrojarse con nada si no es con oración". Y
también este versículo de Marcos resulta sospechoso
en su totalidad, primero porque difiere completamen-
te de la explicación que aparece en Mateo y que aca-
bamos de citar y, además, porque no está en la versión
de Lucas en el lugar correspondiente. Las más cuida-
dosas versiones modernas omiten la palabra ayuno en
el texto de Marcos y omiten todo el versículo de Ma-
teo. Luego podemos desentendernos de esto.
He analizado aquellas expresiones de los evangelios
(que, mal comprendidas, pudieran tomarse como
565

apoyo para atribuir a Jesús alguna forma de mortifi-


cación de la carne. Ya vemos que no pueden darlo. Ni
en los actos ni en las palabras de Jesús hallamos nada
que pudiera servir para justificar tan reprobable
práctica. Y en cambio, vemos que toda su vida y toda
su predicación están llenas de exultación, de alegría y
de invitación a los goces terrenales.
Si consideramos el número tan pequeño de hechos
de Jesús que conocemos, nos sorprende la frecuencia
con que lo vemos en fiestas y banquetes: en las bodas
de Caná, donde proporciona vino a los convidados, en
la casa del fariseo de que habla Lucas (XI, 37 y ss.), en
la casa de Mateo o Levy, que le da un "gran banquete"
con "gran número" de convidados (Mc., II, 15 y para-
lelos), en la del otro fariseo, donde lo ungió la pecado-
ra (Lc., VII, 36), con Simón el Leproso en Betania,
donde María lo perfuma con nardo legítimo de gran
precio, en los casos de las multiplicaciones de los pa-
nes y los peces, que como quiera que se las considere,
son banquetes; para culminar en la última cena, en la
que instituye como símbolo permanente de su ser y de
su doctrina el pan y el vino, la comida y la bebida.
Una de las partes cruciales de la predicación de
Jesús son las bienaventuranzas, que, como ya dijimos,
no son sino expresiones, de felicidad, expresiones de
los modos como los hombres pueden ser dichosos. En
las parábolas, Jesús representa con frecuencia el reino
566

de los cielos can alegorías de fiestas y banquetes. Así


son: la de las bodas del hijo del rey, que relata Mateo
(XXII, 2 y ss.), la del gran banquete que refiere Lucas
(XIV, 15 y ss.), la del hijo pródigo, la de las vírgenes
prudentes, etc. Y en la declaración hecha en Lucas,
XXII, 29-30: "Como mi padre me ha dado el reino, así
os lo doy a vosotros, para que comáis y bebáis a mi
mesa". Leyendo los relatos de la vida y las palabras de
Jesús nos sentimos inmersos en un ambiente de eufo-
ria, de placer y de goce de la vida.
Ya desde los antiguos profetas, se había condenado
el ayuno. Y esto resuena en los escritos de los prime-
ros cristianos. En la Carta de Bernabé, se hacen dos
citas de Isaías: "¿Para qué me ayunáis, dice el Señor, a
fin de que hoy día sea oído el clamor de vuestra voz?
No es tal el ayuno que yo he elegido, dice el Señor, no
al hombre que mortifica su vida. Curvar vuestro cuello
cual un anillo, revestiros de un cilicio y extenderos so-
bre un lecho de ceniza, no se os ocurra llamar a esto
un ayuno aceptable". (Isaías, LVIII, 4-5) Y después
continua: "A nosotros, en cambio, dice: mira, dice el
Señor, este es el ayuno que yo elegí: disuelve toda ata-
dura de iniquidad, deshaz los lazos de contratos im-
puestos por la fuerza, deja en libertad a los oprimidos
y despedaza toda convención injusta, reparte tu pan
entre los hambrientos y viste a quien veas desnudo; a
los desamparados, acógelos en tu casa, cuando veas a
567

una persona humilde no la mires con desdén ni te


apartes de los parientes de tu sangre." (Bernabé, III,
1-3)
En el Pastor de Hermas, uno de los más antiguos
documentos cristianos, que durante algún tiempo fue
tenido en la Iglesia como divinamente inspirado y
como libro canónico, se dice: "Estando yo ayunando
en cierta montaña y dando gracias al Señor por todo
lo que había hecho conmigo, vi al Pastor sentado a mi
lado y oí que me decía: ¿Por qué has venido aquí tan
de madrugada? Vine, Señor, dije, porque tengo una
estación. ¿Qué es, preguntó, una estación? Estoy ayu-
nando, señor, contesté. ¿Qué es eso de ayunar como
vosotros ayunáis? Ayuno, señor, dije, según acostum-
bro. Vosotros, replicó, no sabéis ayunar al Señor, ni es
ayuno ese ayuno inútil que le hacéis. ¿Por qué, señor,
pregunté, dices esto? Te digo, repuso, que no es ayuno
esto que os parece ayunar; mas yo te voy a enseñar lo
que es el ayuno completo y grato al Señor. Escucha,
dijo, Dios no quiere tal ayuno vano, pues ayunando a
Dios de esta suerte, nada trabajas para la justicia.
Ayuna pues a Dios de la manera siguiente: no cometas
nada malo en tu vida y sirve al Señor con un corazón
puro, guarda sus mandamientos procediendo por el
camino de sus preceptos, no suba ninguna mala con-
cupiscencia a tu corazón, y cree en Dios. Luego, si
hicieres estas cosas, si le temieres y te abstuvieres de
568

todo negocio malo, vivirás para Dios. Haciendo estas


cosas realizarás un ayuno grande y acepto a Dios."
(Semejanza V, 1)
Y esta nota de alegría se comunica a las leyendas de
la infancia. Si consideramos que el tiempo de Jesús en
los evangelios se inicia con el anuncio hecho por el
ángel a María, observamos que la primera palabra que
se escucha, la palabra con que el ángel saluda a María
es: Jaire: alégrate. (Lc., I, 28) Y cuando María visita a
Isabel, ésta la recibe diciendo: "Bendita tú entre las
mujeres y bendito el fruto de tu vientre. . . Apenas la
voz de tu salutación llegó a mis oídos, he aquí que el
niño saltó de gozo en mi seno". Y María entonó un
canto de alegría: "Magnifica mi alma al Señor y mi
espíritu salta de gozo en Dios mi salvador... He aquí
que desde ahora todas las generaciones me llamaran
feliz." (Lc., I, 42-8)
Y la misma nota predominante se conserva los es-
critos de los primitivos cristianos. En la edición de Los
Padres Apostólicos, de Desclée de Brouwer y al ini-
ciarse la transcripción de la carta de Bernabé, que
empieza diciendo: "En el nombre del Señor, quien nos
ha amado, hijos e hijas, alegría y paz", el editor, Padre
Sigfrido Huber, pone una nota aclarando que, aunque
corrientemente el término de salutación jairete se
traduce por "salud", él prefiere, sin embargo, conser-
569

var el significado inmediato de la palabra, y explica en


seguida:
"Los santos epistológrafos de la antigüedad cristia-
na querían decir lo que el verbo expresa, y es: ¡alegra-
os! El autor de la carta llamada de Bernabé no siente
de otra manera. Las verdades que enseña son ‗para
vuestro gozo' y sus destinatarios son 'hijos de la alegr-
ía' en medio de las presentes tribulaciones que moti-
van la misiva. Fuerza es repetir lo que casi tenemos
olvidado: que el evangelio es la buena nueva de la ver-
dadera y esencial alegría, por ser la de la verdadera y
esencial existencia. No se cansan los apóstoles de pre-
dicar esta realidad cristiana, completamente nueva en
el mundo humano. La predican por haberla aprendido
y experimentado en la compañía del Divino Maestro
que exhorta a los suyos: ¡alegraos y saltad de gozo!
(Lc, VI, 23) Aquel apóstol que más de cerca había oído
las revelaciones del corazón divino, escribe: "esto que
vimos y oímos, os lo anunciamos, a fin de que… nues-
tra unión sea con el Padre y con su Hijo Jesucristo... y
para que vuestro gozo sea perfecto'. (I Juan, III, 4)"
En las epístolas paulinas hay numerosas expresio-
nes de invitación al gozo, como en Filipenses, IV, 4:
"Alegraos siempre en el Señor. De nuevo os digo, ale-
graos."
570

Y citemos otra vez el Pastor de Hermas: "Arranca


de ti, dijo, toda tristeza, porque esta es hermana de la
duda y de la iracundia… ¿No entiendes que la tristeza
es el más malvado de todos los espíritus y el más te-
rrible a los siervos de Dios, y que más que todos los
otros espíritus destruye al hombre y expulsa al espíri-
tu santo?... Por tanto, arranca de ti la tristeza y no
quieras ofender al espíritu santo que habita en
ti...porque el espíritu de Dios que ha sido dado a esta
carne, no puede sufrir ni tristeza ni angustia; por esto,
revístete de la alegría que siempre es grata y acepta a
Dios y regocíjate en ella, porque todo hombre alegre
obra bien y piensa bien, al paso que el hombre triste
siempre obra mal." (Precepto X).
Con frecuencia se relaciona la mortificación de la
carne con la pasión de Cristo y se hace aparecer que el
cristiano que mortifica su cuerpo está imitando la pa-
sión de Jesús. Pretendiendo tomarlo como modelo, se
dice: si Jesús padeció, yo debo padecer; si Jesús llevó
corona de espinas, yo debo llevarla. Pero, ¿es que
Jesús buscó esa pasión y sus dolores? ¿Es que se puso
él la corona de espinas? No; Jesús repugno franca-
mente el dolor. No lo rehuyó, porque habría sido re-
huir el cumplimiento de su misión. Lo aceptó como
algo inevitable y que le venía impuesto desde fuera.
En el huerto de Getsemaní, previendo su próxima pa-
sión, que le habrían de imponer sus enemigos, dijo:
571

"Mi alma está triste hasta la muerte", y orando a Dios


exclama: "Padre, si es posible, aparta de mí esta copa;
pero no sea como yo quiero sino como tú quieres".
(Mt., XXVI, 38 y 39) Y en el relato de Lucas, se dice
que sudaba "como gotas de sangre". (XXII, 44) Esto
nos demuestra indudablemente que Jesús repugna el
dolor y que sólo lo sufrió cuando se le impuso inevita-
blemente. Yen Juan, VIII, 59, vemos que cuando qui-
sieron apedrearlo, se escondió y salió del Templo; y
cuando envió en misión a los doce, les recomendó que
si eran perseguidos en una ciudad huyeran a otra.
Así lo entendieron los primeros cristianos. En el ac-
ta del martirio de San Policarpo, se dice relatando una
de las primeras persecuciones: "Uno, sin embargo, un
tal Quinto, frigio, recién llegado de Frigia, se acobardó
a la vista de las fieras. El era precisamente quien había
empujado a sí mismo y a otros a presentarse espontá-
neamente. A éste, con mucha insistencia, persuadió el
procónsul a jurar y a sacrificar a los dioses. Por eso,
hermanos, no alabamos a quienes se entregan a sí
mismos. El evangelio no nos enseña así." (IV)
Si restituimos al verbo sufrir su significado origi-
nal, de sobrellevar con paciencia y fortaleza de ánimo
los dolores y las adversidades, diremos que el hombre
está obligado a sufrir, pero no a padecer. Está obliga-
do a sufrir con grandeza de ánimo, con longanimidad,
los males que no puede evitar; pero debe repugnar y
572

combatir todos aquellos que pueda evitar o expulsar


de sí.
Después de todo esto hemos de preguntarnos: ¿De
dónde vinieron las ideas que desde temprana hora en-
traron al cristianismo, en favor de la mortificación, de
las privaciones voluntarias y de las aflicciones del
cuerpo, y que ya en el siglo IV habían producido a los
cenobitas y a los anacoretas y habían provocado toda
la predicación tan extendida en favor de los ayunos,
de las privaciones, de las abstinencias y de las mortifi-
caciones, que encontramos en los escritos de los pa-
dres de la iglesia de esos tiempos y tan destacadamen-
te en San Jerónimo, unida al mayor o menor aborre-
cimiento del matrimonio y de la sexualidad y a la exal-
tación de la virginidad?
Creo que estas ideas vinieron del esenismo, el cual,
a su vez, las había recibido del gnosticismo, el mani-
queísmo y otras doctrinas similares de origen oriental
que invadieron el mundo judeo-romano en la época
del advenimiento de Jesús y en los dos siglos inmedia-
tamente anteriores y posteriores. Hans Jonas, en su
libro sobre la religión gnóstica, señala dos rasgos ca-
racterísticos y comunes a todas estas corrientes de
pensamiento, que son, por un lado, un concepto to-
talmente trascendente, es decir trasmundano, de
Dios, y en segundo lugar, un radical dualismo de los
reinos del ser: Dios y el mundo, espíritu y materia,
573

alma y cuerpo, luz y tinieblas, bien y mal, vida y muer-


te, y consecuentemente una extrema polarización de
la existencia, que afecta no sólo al hombre sino a toda
la realidad; y explica: "El rasgo cardinal del pensa-
miento gnóstico es el radical dualismo que gobierno la
relación de Dios y el mundo y correspondientemente
la del hombre y el mundo. Dios es absolutamente
trasmundano. Su naturaleza, ajena totalmente a la del
universo, el cual ni es creado ni gobernado por Dios,
sino que es su completa antítesis. Al reino divino de la
luz, remoto y autónomo, se opone el cosmos como re-
ino de las tinieblas. El mundo es la obra de poderes
inferiores, que aunque descienden mediatamente de
Dios, no conocen al verdadero Dios y obstruyen el co-
nocimiento de Él en el cosmos, sobre el cual rigen."
(The Gnostic Religion, I, 2; f) De Dios emanó un ser,
el demiurgo, o varios ángeles o arcontes, y fue éste o
éstos, quienes crearon el mundo y todo lo material.
Entonces, toda la creación se debe a seres que son ti-
nieblas, en oposición a la luz, es decir que son un an-
tidiós, que en ocasiones se identifica con el Yavé del
Antiguo Testamento, creador y legislador. En conse-
cuencia, todo lo creado es obra de las tinieblas; es por
tanto malo. Pero en el hombre ha quedado una chispa
de la luz divina, que es el espíritu, aprisionado en las
tinieblas del cuerpo y del alma. Es a través de esta
chispa del espíritu y gracias al Salvador que Dios ha
574

de enviar, como el hombre puede redimirse del poder


de las tinieblas. De aquí resulta necesariamente un
aborrecimiento de todo lo material, de todo lo corpo-
ral, y de aquí el ascetismo mas exagerado, el deseo de
castigar el cuerpo y el aborrecimiento al matrimonio,
no sólo por lo que tiene de sexualidad y placer corpo-
ral, sino principalmente por su aspecto generativo,
pues colaborar a la obra de la creación es colaborar a
la obra del antidiós.
Pero este dualismo no solamente es contrario a las
ideas filosóficas de Jesús como yo las he entendido y
expuesto en el presente libro, sino que, además, es in-
compatible con los principios básicos de la religión
cristiana, que es monoteísta-trinitaria y se funda en la
encarnación del verbo divino. Del primer principio,
eterno, inmóvil, inmutable -el Padre- emana el Verbo,
el Logos, existente en el Padre y con el Padre desde
toda la eternidad. Pero el Verbo emanado del Padre
no se opone hostilmente a este, como el demiurgo o
los arcontes, sino que queda unido a él del modo más
cabal y perfecto, por medio de la tercera persona, el
Espíritu Santo, que es vínculo de conocimiento y
amor. "Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en
Dios y el Verbo era Dios. El estaba al principio en
Dios. Todas las cosas fueron hechas por él, y sin él no
se hizo nada de cuanto ha sido hecho. En él estaba la
vida. Y la vida era la luz de los hombres. Era la luz
575

verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este


mundo." (Jn., I, 1-4 y 9) El Verbo es, pues, el ser y la
vida del mundo y de todo hombre que viene a este
mundo. El mundo se identifica con el Verbo en cuanto
es ser y es vida.
Y en forma más clara, precisa y concreta: "El Verbo
se hizo carne." (Jn" I, 14) Si el verbo divino se hace
carne, materia, quiere decir que la carne, la materia,
es divina. A través de la encarnación del Verbo se di-
suelve la contraposición Dios-Mundo. No queda Dios
por un lado y el mundo por otro; sino que en el verbo
encarnado, Dios y el mundo se conjugan. La encarna-
ción del verbo puede personificarse en un individuo
del género humano: Jesucristo; pero se realiza en todo
hombre que viene al mundo, en toda la humanidad.
Sólo concebida así adquiere el valor de generalidad y
permanencia, el sentido de eternidad que corresponde
a un principio básico de la existencia. Sólo en esta
concepción, Dios deja de ser "el otro" del monoteísmo
no trinitario o del dualismo, y Cristo deja de ser el
dios turista, distinto y ajeno a nosotros, del cristia-
nismo oficial.
Y aunque se conciba la encarnación como realizada
en la persona única de Jesús, como la concibe la igle-
sia, aun en ese caso, la carne queda divinizada por
participación en la persona de Cristo.
576

Pues a mí en excelencia me habéis hecho


Dios, y a Dios al ser de hombre habéis bajado.
(Miguel de Guevara, Soneto: "Poner al hijo en
cruz... ")

Dice Pablo: "¿No sabéis que vuestros cuerpos son


miembros de Cristo?... ¿No sabéis que vuestro cuerpo
es templo del espíritu santo, que está en vosotros y
habéis recibido de Dios?... Glorificad pues a Dios en
vuestro cuerpo." (I Cor., VI, 15, 19-20) Y se dice en la
Segunda Epístola de Clemente a los Corintios: "Con-
siderad en qué fuisteis salvados, en qué recuperasteis
la vista, sino estando en esta carne. Luego, os convie-
ne cuidar vuestra carne como templo de Dios; pues así
como en la carne fuisteis llamados; así también en la
carne llegareis. Si el Cristo, el Señor que nos ha salva-
do, siendo primero espíritu se hizo carne, y así nos ha
llamado, del mismo modo también nosotros en esta
carne hemos de recibir el galardón." (IX, 2-5)
Así el cristianismo trinitario y encarnacionista, de
cualquier manera que se le entienda, si se atiende a
sus principios básicos y de ellos se sacan las conse-
cuencias lógicas, impide toda actitud de desprecio o
de aborrecimiento de la carne. Creo que no hay nin-
guna otra religión que de tan completa manera exalte
y divinice la materia, el cuerpo, el hombre, la vida. Y
577

así en el cristianismo podemos encontrar la misma


enseñanza que la razón natural nos da para amar pro-
fundamente nuestro cuerpo, nuestro mundo, nuestro
goce, nuestra vida.
Si se cree que el Verbo de Dios se hizo carne, ¿cómo
podemos aborrecer la carne? El que da de latigazos a
su cuerpo esta flagelando a Cristo.
Y sin embargo, la iglesia lleva muchos siglos reco-
mendando que se le flagele. Ha conservado la contra-
posición dualista gnóstica entre alma y cuerpo, par-
tiendo así al hombre en dos entidades hostiles que se
hacen perpetua guerra. El mismo Padre Rodríguez, a
quien he citado, dice que "este nuestro cuerpo es el
mayor contrario y enemigo que tenemos, enemigo
mortal, el mayor traidor que nunca se vio, que anda
buscando la muerte, y muerte eterna, a quien le da de
comer y todo lo que ha menester; que por haber él un
poco de placer, no tiene en nada dar enojos a Dios y
echar el alma en el infierno para siempre jamás"; y
cuenta de un monje que, preguntado por que castiga-
ba su cuerpo, respondió: "atormento y fatigo a quien
me fatiga y atormenta; véngome de mi enemigo"; y de
San Doroteo, "que hacía gran penitencia y afligía mu-
cho su cuerpo, y una vez viéndole otro tan trabajado,
díjole: ¿Por qué atormentas tanto tu cuerpo? y res-
pondió: porque me mata él a mí." (loc.cit., cap. IV)
578

Podríamos multiplicar estas citas hasta el infinito.


Las vidas de los santos, los tratados de teología moral,
los manuales de prácticas religiosas y hasta los libritos
de instrucción para los niños están llenos de expresio-
nes de aborrecimiento del cuerpo y de odio al placer.
Toda la literatura y la predicación cristiana de todos
los tiempos ha estado dominada por una nota sado-
masoquista de culto al dolor y a la muerte, que se ex-
acerba en ciertas épocas y se suaviza en otras, pero
que nunca ha dejado de estar presente en los veinte
siglos de vida de la iglesia.
579

15
LOS MILAGROS

Si por milagro entendemos un hecho en el que cier-


tas fuerzas de la naturaleza dejan de operar del modo
que les es propio, según las leyes que las rigen, lo úni-
co que podemos decir es que el milagro es imposible;
por que las leyes de la naturaleza no pueden dejar de
cumplirse nunca. Toda la ciencia y la experiencia
comprueban esto, y sólo en esto están basadas.
Como ya dijimos antes, si Dios creó el mundo, lo
creó de la mejor manera posible; y si le dio las leyes
que lo rigen, su voluntad fue que estas se cumplieran
indefectiblemente. No puede después, en un caso,
hacer que no se cumplan, porque esto supondría en
Dios dos voluntades contradictorias.
Y no se diga que si Dios todo lo puede, puede tam-
bién hacer excepción a sus leyes, y que si no pudiera
hacer excepciones, su omnipotencia se vería limitada.
La omnipotencia divina no implica contradicción. Si
creemos que Dios es omnipotente, no por ello hemos
de admitir que pueda suicidarse; y esta incapacidad
de suicidarse, no lesiona ni debilita su omnipotencia.
Tampoco puede ser y no ser al mismo tiempo. Dios no
580

puede hacer algo fuera del orden de la justicia, porque


entonces sería injusto. Del mismo modo, tampoco
puede hacer algo fuera del orden de la natura.
Todas las cosas y todas las fuerzas del universo
están de tal manera ligadas y correlacionadas, que si
por hipótesis supusiéramos que en una sola ocasión
una sola fuerza dejara de operar, todo el universo se
desquiciaria, convirtiendose en un caos. Pero Dios no
creó ni quiere el caos; quiere un cosmos, un universo
ordenado y armónico. No va a venir el mismo a desor-
denarlo. La apologética cristiana ha señalado muchas
veces el orden infalible y maravilloso del cosmos, si no
como una prueba, al menos como un indicio de la
existencia de Dios creador y ordenador. A Dios pode-
mos atribuirle el orden; nunca el desorden ni el capri-
cho.
¡En cuántas cosas tiene que dejar de creer el que
cree en los milagros! Tiene que dejar de creer en el
principio de identidad y en el de contradicción, en la
ley de causalidad, en el orden y armonía del universo,
en la ciencia y en la experiencia, en la guía de la razón
y en la inmutabilidad, sabiduría y justicia de Dios. En
verdad, al hombre que cree en milagros no se le debe
llamar creyente, sino descreído.
La creencia en un Dios inteligente, eterno, inmuta-
ble y justo nos impide suponer que anda haciendo ca-
581

prichosamente cosas según se le ocurran en cada


momento. No podemos imaginarlo empujando aquí y
frenando allá, como un niño que juega con un treneci-
to. No podemos imaginarlo curando a unos o sacán-
dolos del sepulcro cuando le da la gana y dejando mo-
rir a otros o dejándolos pudrirse en la tierra, cuando
no le da la gana. Admirable y maravillosa es la obra de
Dios en un universo ordenado, en el que todo se cum-
ple puntualmente; y la confianza en ese orden es lo
que permite a los hombres vivir, trabajar, prever, ac-
tuar y proyectar.
A veces, los teólogos defienden la posibilidad del
milagro, invocando el ejemplo del rey absoluto, que
puede derogar las leyes que él mismo dictó o dispen-
sar de su cumplimiento. Pero al hacerlo, están mos-
trando que tienen una idea antropomórfica de Dios, al
que atribuyen las limitaciones, los caprichos, las ve-
leidades y las peripecias propias de un hombre.
Por otra parte, si los milagros fueran posibles, ser-
ían inútiles. ¿Para qué podrían servir? La predicación
cristiana los ha usado como pruebas de la divinidad
de Jesús y como pruebas de la revelación divina. Aho-
ra bien, aun suponiendo su posibilidad y su realiza-
ción, los milagros no son pruebas de divinidad de su
autor. Podrán demostrar que éste posee poderes ex-
traordinarios y sobrehumanos y que, por ello, perte-
nece a una naturaleza superior, y aun muy superior, a
582

la naturaleza humana; pero no demostrarán que tenga


los caracteres que se atribuyen a la divinidad. No de-
muestran que su autor sea increado, eterno, omnipo-
tente, infinitamente sabio, perfectamente justo, etc.
Si una hormiga pudiera razonar y contemplara las
obras de un hombre, hallaría que exceden a las posibi-
lidades de ella tanto o más de lo que los milagros que
se nos cuentan exceden a nuestras posibilidades. Y si
por ello, la hormiga llegara a la conclusión de que ese
hombre es Dios, increado, eterno, omnipotente, justí-
simo, se equivocaría ciertamente.
Por la misma razón, los milagros no pueden ser
tampoco credenciales que acrediten al profeta para
demostrar que lo que habla es revelación divina. Po-
demos imaginar un ser dotado de poderes extraordi-
narios y sobrehumanos y que, sin embargo, sea menti-
roso, malvado o loco. Las maravillas que ejecute no
prueban la verdad de sus palabras. Los mismos que
creen en los milagros, creen en el Diablo, y admiten
que puede ejecutar prodigios pasmosos.
"Surgirán falsos cristos y falsos profetas y harán
milagros y prodigios para engañar, si fuera posible,
aun a los elegidos". (Mc., XIII, 22; Mt., XXIV, 24) Y en
la Segunda Epístola a los Tesalonicenses, se dice: "La
venida del inicuo irá acompañada del poder de Sa-
tanás, de todo género de milagros, señales y prodigios
583

engañosos, y de seducciones de iniquidad para los


destinados a la perdici6n, por no haber recibido el
amor de la verdad que los salvaría." (II, 9-10) En épo-
ca muy cercana a la de Jesús, se contaron numerosos
y grandes milagros de Apolonio de Tiana y de Simón
el Mago; Suetonio cuenta que Vespasiano curó a un
ciego aplicándole saliva y a un cojo tocándolo con el
pie (Los Doce Cesares, Vesp., VII); y cosas semejantes
y aun mayores se han dicho de los héroes, dioses y
semidioses de la antigüedad y de tantos otros indivi-
duos en diversas religiones y en distintos lugares y
épocas de la historia. "Por sus frutos los conoceréis."
(Mt., VII, 16) Los conoceréis por sus realizaciones, por
sus resultados, por el valor intrínseco de sus palabras;
no por los prodigios que realicen.
Y de hecho, la eficacia persuasiva que los mismos
evangelios atribuyen a los milagros de Jesús es insig-
nificante y prácticamente nula. De los relatos evangé-
licos se desprende que los testigos oculares de seme-
jantes prodigios no se ven movidos por ellos, y desde-
ñan o persiguen a su autor, que es procesado y conde-
nado por el odio de las turbas y que muere en el cadal-
so, solo y abandonado.
Si Dios hubiera de recurrir a procedimientos tan
extraordinarios y descomunales para dar pruebas de
su presencia y de su voluntad, lo haría de manera tan
clara y manifiesta, que no dejara lugar a duda.
584

"Los que pasaban lo insultaban y movían sus cabe-


zas y decían: tú que destruyes el templo y lo reedificas
en tres días, sálvate a ti mismo y baja de la cruz.
Igualmente los príncipes de los sacerdotes con los es-
cribas se burlaban entre sí y decían: a otros ha salvado
y no puede salvarse a sí mismo. El Cristo, el Rey de Is-
rael, baje ahora de la cruz para que veamos y crea-
mos." (Mc., XV, 29.32)
Si Dios hubiera de dar pruebas extraordinarias de
su voluntad, las daría indudables y concluyentes; y si
no hubieran de ser así, ¿para que las intentaba? Ya he
dicho que la voluntad de Dios es manifiesta y revelada
a los hombres en la realidad inalterable del cosmos
ordenado y precisamente regulado, y por tanto, en las
consecuencias necesarias e ineludibles de las acciones
humanas; sin necesidad de prodigios ni milagrerías.
El milagro -si no es una mentira- es sólo un hecho
natural cuya causa ignoramos. Dice San Agustín: "De-
cimos que todos los portentos son contra la naturale-
za; pero en realidad no lo son. ¿Cómo van a ser con-
trarios a la naturaleza los efectos que produce la vo-
luntad de Dios, siendo voluntad de tal creador la natu-
raleza de cada cosa creada? El portento no es, pues,
contrario a la naturaleza, sino contrario a nuestro co-
nocimiento de la naturaleza." (non contra naturam,
sed contra quam est nota natura.) (La Ciudad de
Dios, XXI, 8, 2)
585

Hace años, leí en un periódico el siguiente sucedi-


do: Un español rigurosamente positivista casó con
una señora francesa que había sido medium espirita y
que había adquirido cierta fama por sus facultades
fuera de lo común. Cuando contrajeron matrimonio,
la señora dejó de ejercer sus antiguas actividades y se
comprometió a no volver a usar de sus facultades ex-
traordinarias. Un día, el marido tuvo que ir a arreglar
un negocio a una ciudad cercana; y al salir de su casa,
su mujer le entregó una carta, encareciéndole que la
depositara al correo. Llegó apresuradamente a la esta-
ción del ferrocarril en el último momento, y al abordar
el tren cuando ya partía, el maletero que le había lle-
vado sus bultos le gritó desde el andén: ¡no olvide us-
ted poner la carta! Al llegar, en el lugar de su destino,
a un hotel donde tenía que entrevistarse con cierta
persona, el chofer del taxi que lo había llevado le gritó,
al arrancar: ¡acuérdese de la carta! Muy impresionado
por estos dos casos tan sorprendentes, fue a depositar
la carta al buzón de correos y encontró a un amigo su-
yo a quien contó lo sucedido. El amigo era correspon-
sal de un periódico inglés, e inmediatamente redactó
un reporte que, publicado en su periódico, fue a dar
más tarde a los archivos de la Sociedad de Estudios
Metapsíquicos de Londres. Terminada su gestión en
unas cuantas horas, el viajero regresó a su ciudad y al
disponerse a bajar del tren, una señora que venía tras
586

el por el pasillo del carro le dijo: señor, ¿ya puso usted


la carta al correo? El, muy sorprendido, le respondió
que sí; a lo que la señora replicó: entonces, ya puede
usted quitarse el letrero que trae pegado a la espalda...
Pero este último incidente no llegó ya al archivo de la
Sociedad de Estudios Metapsíquicos.
En este suceso veo tipificados todos los milagros.
Nos parecen tales porque no conocemos su explica-
ción; y no la conocemos porque la tenemos a la espal-
da.

Para el propósito del presente libro, lo que me in-


teresa es señalar que Jesús no creía en milagros. Ya
cité en otra parte su palabra: "En verdad, en verdad os
digo que el que cree en mí, ese hará también las obras
que yo hago, y las hará mayores." (Jn., XIV, 12) Esto
demuestra sin duda alguna que él sabía que ninguna
de sus obras excedía a la capacidad de un hombre. Y
de allí se sigue forzosamente que los actos que se le
atribuyen, o son de los que puede hacer un hombre
común o son falsos.
Y ya cité también otras palabras de Jesús: "Si no
veis señales y prodigios, no creéis." (In., IV, 48) ¿Por
qué pide esta gente un prodigio? Yo os aseguro que no
se le dará a esta gente ningún prodigio." (Mc., VIII,
587

12) Reprocha a sus oyentes que, para creer, busquen


milagros, y declara que no puede, ni está dispuesto a
darles semejantes motivos irracionales de credibili-
dad. Y les hace notar que por sí solos, usando la razón
y observando la realidad, es como pueden llegar a la
verdad. "Cuando veis que una nube se levanta por po-
niente, enseguida decís: hay lluvia. Y así sucede. Y
cuando sopla, viento sur, decís que hará calor. Y hace.
Sabéis averiguar el estado de la tierra y del cielo. Pues
¿cómo no discernís vuestra situación? ¿Porqué no
juzgáis por vosotros mismos lo justo?"(Lc., XII, 54-7).
Recordemos además cuando el Diablo "lo condujo
a Jerusalén y lo puso sobre el pináculo del templo y le
dijo: si eres hijo de Dios, échate abajo, porque escrito
está: a sus ángeles ha mandado sobre ti, que te guar-
den y te tomen en sus manos para que no tropiece tu
pie contra las piedras. Respondiendo díjole Jesús: di-
cho está: no tentarás al Señor tu Dios." (Lc., IV, 9-12)
Vemos que Jesús no se echa abajo confiado en los
ángeles, sino que, como hombre prudente y racional,
se baja por las escaleras. Y comenta: no tentarás al se-
ñor tu Dios; porque es claro que atenerse al milagro es
querer cargar a Dios con la tarea de cuidarnos, que
nos incumbe a nosotros, valiéndonos de nuestras
fuerzas.
588

Luego Jesús no creía en milagros, ni se atenía a


ellos.
Lo que no quiere decir que no haya podido realizar
y no haya realizado muchas obras portentosas y que
exceden a las que usualmente realiza la mayoría de los
individuos humanos. En todas las épocas de la histo-
ria ha habido y, hay seres superiormente dotados, a
los que llamamos genios, que realizan cosas que pare-
cen negadas al común de los mortales. ¡Tantos nota-
bilísimos médicos, cirujanos, investigadores, invento-
res, artistas, poetas y filósofos, o atletas, deportistas, y
descubridores hacen cosas extraordinarias! No todos
pueden cantar como Horacio, ni pintar como Rafael,
ni calcular como Einstein, ni inventar como Edison, ni
superar las adversidades como Helen Keller. El hom-
bre superior logra adquirir un dominio sobre la natu-
raleza, o al menos sobre un cierto sector de la natura-
leza (y quizá, en primer lugar, sobre su propia natura-
leza), que aparece como milagroso ante la común ob-
servación.
Si, pues, los actos de Jesús no eran ni podían ser, ni
el pretendió que fueran milagros en sentido riguroso;
y si él no pretendía asombrar sino enseñar; entonces,
al estudiarlos, tenemos que buscar en ellos una signi-
ficación simbólica o ejemplar, que les preste un valor
doctrinal. De otro modo, nos resultan inútiles.
589

Aunque no hemos de seguir un orden cronológico,


empezaremos por el primer caso que refiere Juan:
"Hubo una boda en Caná de Galilea y estaba allí la
madre de Jesús. Fue invitado también Jesús con sus
discípulos a la boda. No tenían vino, porque el vino de
la boda se había acabado. En esto dijo la madre de
Jesús a éste: no tienen vino. Díjole Jesús: mujer, ¿qué
nos va a mí y a ti? No es aún llegada mi hora. Dijo la
madre a los servidores: haced lo que él os diga. Había
allí seis tinajas de piedra para las purificaciones de los
judíos, en cada una de las cuales cabían dos o tres me-
tretas. Díjoles Jesús: llenad las tinajas de agua. Las
llenaron hasta el borde, y él les dijo: sacad ahora y lle-
vadlo al maestresala. Se lo llevaron, y luego que el
maestresala probó el agua convertida en vino -él no
sabía de dónde venía, pero lo sabían los servidores
que habían sacado el agua-, llamó al novio y le dijo:
todos sirven primero el vino bueno, y cuando están ya
bebidos, el peor; pero tú has guardado hasta ahora el
vino mejor." (Jn., II, 1-10)
Es claro que no podemos admitir una transubstan-
ciación real; que no podemos admitir que en la com-
posición molecular de la bebida se haya operado una
metamorfosis, en virtud de la cual las moléculas
hayan dejado de ser de agua para pasar a ser de vino.
590

Podemos imaginar varias explicaciones naturales.


Una: Jesús manda a gente de fuera de la casa que trai-
gan vino de fuera y lo viertan en las tinajas que
usualmente se empleaban para agua. Después manda
a los servidores de la casa que tomen de allí y sirvan a
las mesas; y cuando los servidores creen estar sirvien-
do agua, encuentran, para su sorpresa, que es vino.
Otra: es sabido que en aquella época se usaba un vino
muy espeso, que había que diluir con agua para beber-
lo. Es posible que, con motivo de la fiesta, hubieran
puesto el vino en las tinajas destinadas comúnmente
al agua, y que en el momento de la intervención de
Jesús, no se hubiera agotado totalmente, pero si fuera
muy escaso para el número de los convidados. Jesús
manda echarle agua, con lo que obtiene un vino mu-
cho más ligero del que se acostumbraba, pero que re-
sultó del agrado de los comensales. No habría hecho
con esto sino lo que hoy llamamos "bautizar" el vino;
operación muy común y que la malicia atribuye a to-
dos los taberneros.
Pero independientemente de estas explicaciones
naturalistas, podemos pensar en una transformación
de la realidad psicológica. Ya he dicho y repetido que
la realidad objetiva no se altera con nuestros deseos,
nuestras opiniones, nuestros errores o nuestros capri-
chos. Pero también es cierto que la valuación de la
realidad opera en el interior del alma; y que la correc-
591

ta o incorrecta valuación que hagamos de las cosas de-


termina el modo como disfrutemos de ellas y, por
consiguiente, la utilidad que en determinado momen-
to tengan para nosotros. Lo presente, aquello de que
podemos disponer, adquiere, por virtud de su actuali-
dad y su asequibilidad, un valor especial aquí y ahora,
que supera, o al menos iguala, el de otra cosa más va-
liosa objetiva y generalmente, pero ahora remota e in-
asequible. Jesús pudo hacer, por su presencia y su pa-
labra, que los convidados, bebiendo agua, estuvieran
tan alegres y contentos como si hubieran bebido vino.
No estoy suponiendo una sugestión colectiva -aunque
pudo haberla habido, y probablemente habría sido
útil-, sino una revaluación, que diera al agua presente
el valor del vino ausente. Lo que deseamos y estamos
buscando es estar alegres y gozar de la fiesta. Para eso
nos sería muy conveniente tener vino. Pero no lo hay,
¿Qué hemos de hacer? Disfrutar de lo que sí hay. Yo
puedo distinguir entre un vino de alta calidad y un vi-
nillo corriente, y preferir el primero al segundo si ten-
go los dos enfrente de mí; pero si sólo dispongo de
éste, he de gozarlo como si fuera aquél. Esto no es
magia ni engaño ni autosugestión, sino correcta va-
luación de lo propio y presente en su condición de
presente y propio. ¿Conformidad? Sí; que es una gran
virtud, si no se la entiende como pasiva resignación o
indolente dejadez, sino como vivo y activo goce de lo
592

que ya se posee. La conformidad verdadera no evita el


deseo y la búsqueda de lo mejor, ni impide la grada-
ción en los valores objetivos de las distintas calidades
de las cosas; pero sí evita la indebida devaluación de
lo que se tiene por impertinente comparación con
aquello de que se carece.
Contando la vida en el convento, Fray Luis de León
dice que para el religioso,
su casa y celda estrecha
alcázar le parece torreado,
la túnica deshecha
vestido recamado,
y el duro suelo lecho delicado.

El poeta no pretende hacernos pensar que el fraile


de que habla en su poema se engaña e imagina que las
cosas son lo que no son, sino que disfruta de esas co-
sas como otros disfrutan de las de más alta calidad en
su clase. ¿Y no es esto transformar el agua en vino?
Podemos repetir todos los días el milagro de Caná, si
sabemos disfrutar de la vida racional e intensamente.
De muy distintas maneras y con varias compara-
ciones y representaciones, Jesús trata de comunicar la
base fundamental de su enseñanza: que la felicidad
está a disposición del hombre en cualesquiera circuns-
tancias en que se encuentre y que no depende de las
593

cosas materiales. Jesús transforma el agua de la vul-


garidad y de la tristeza en el néctar de la exaltación y
de la alegría.
No se trata, pues, de una metamorfosis química, si-
no de una transformación vital, anímica, que haga que
el agua sea vino para mí. Si un hombre es capaz de
alegrarse con agua, para él el agua tuvo efectos de vi-
no; es decir transformó el agua en vino. ¿De qué se
trataba en las bodas de Caná? De que se había acaba-
do el vino y había que procurar que los convidados si-
guieran estando alegres. Jesús hace que sigan estando
alegres dándoles agua. Logró, pues, la finalidad que se
buscaba. Logró el milagro. Y para esto no hace falta
pensar en ninguna interrupción de las leyes de la na-
turaleza ni en ninguna obra de magia ni en poderes
divinos. ¿Con que lo hizo? Sólo con la palabra; sólo
con hablarles hizo que lograran estar tan contentos,
tan alegres, como si hubieran tomado muy buen vino.
Saquemos de aquello que tenemos todo el fruto de
bienestar que pueda darnos. No estemos dependiendo
de nuestras carencias. Tú puedes desear, anhelar, pro-
curar lo que no tienes. Puedes trabajar por obtenerlo;
pero mientras lo obtienes, debes tratar de sacar de lo
que ya tienes toda la felicidad que pueda darte.
Extrayendo así de los relatos evangélicos el maravi-
lloso sentido simbólico que llevan dentro, logramos
un enorme beneficio. En cambio, si nos limitamos a
594

ver en ellos cosas puramente milagrosas, meros actos


sobrenaturales y prodigiosos, ¿qué ventaja nos pro-
porcionan?
Además, si tomamos el relato como está, con la mi-
nistración del vino, nos da un ejemplo muy valioso.
Nos muestra el gusto que Jesús tenia por los placeres,
por el lujo y por el goce de la vida. No solamente dis-
fruta y participa de la fiesta, sino que proporciona más
vino a los convidados. Y esto cuando ya estaban bebi-
dos (inebriati dice la Vulgata). Y lo hace a instancias
de su madre, lo que demuestra que ella también era
partidaria del vino y del placer.
Enseñanza semejante se obtiene de la multiplica-
ción de los panes (o de los multiplicaciones, si acaso
son dos), que ya estudié en otra parte.
Como ya he dicho, creo que se trata de un solo su-
ceso indebidamente duplicado por Marcos y Mateo.
Con mejor criterio, Lucas no lo repite, aunque debe de
haberlo tenido a la vista duplicado en la fuente común
(Ur-Markus); y Juan, que también lo da, no lo da sino
una vez.
Si en la versión de Mateo (XIV, 15-21) prescindi-
mos de la parte final (versículos 20 b y 21), el relato es
así:
"Como se hiciese ya tarde, se le acercaron los discí-
pulos y le dijeron: este sitio está desierto y ya ha pasa-
595

do el tiempo; despide, pues, a la gente para que vayan


a las aldeas a comprar alimentos. Jesús les dijo: no
hace falta que vayan; dadles vosotros de comer. Ellos
contestaron: no tenemos aquí más que cinco panes y
dos peces. Díjoles él: traédmelos aquí. Y después de
ordenar que la gente se echase sobre la hierba, tomó
los cinco panes y los dos peces, levanto sus ojos al cie-
lo, los bendijo, partió los panes y los entrego a sus dis-
cipulos y los discípulos a la gente. Comieron todos
hasta hartarse."
Cortado aquí el relato, resulta un suceso natural,
sencillo y muy instructivo. Como hice notar ya cuando
lo estudié en relación con la cuestión de la riqueza y la
pobreza, no se trata aquí ni de pobres ni de hambrien-
tos:
No se trata de pobres, porque tenían dinero para ir
a comprar alimentos a las aldeas; y tampoco se trata
de hambrientos, porque, cuando los discípulos le avi-
saron a Jesús, tenían tiempo para ir a comprarlos. Se
trata simple y sencillamente de que Jesús quiere con-
vidarlos a comer, para retenerlos en su compañía. Y se
trata de un grupo relativamente grande en relación
con los alimentos de que allí se dispone, pero no
enorme ni descomunal. Los discípulos hacen notar a
Jesús que no tienen sino cinco panes y dos peces, lo
que parece escaso para atender a los convidados. Es el
mismo problema que se plantea numerosísimas veces
596

a las amas de casa; y que las amas de casa inteligentes


y prudentes resuelven con habilidad y modestia. Un
ama de casa con pocos recursos económicos, pero con
recursos intelectuales, resuelve el problema con una
hábil presentación y distribución de lo que tiene y con
una prudente comprensión de la situación, que la lle-
va a ofrecer modestamente aquello de que dispone,
aunque sea poco, para compartirlo con los amigos.
Atiende así a lo principal e importante: la grata convi-
vencia, y no a lo accesorio y aparente: la vanidad y la
presunción. Con modestia y frugalidad podemos lo-
grar una agradable vida social sin que nos la impidan
las escaseces y las carencias. Si en determinado mo-
mento tenemos poco, pero lo compartimos con buena
voluntad, se nos vuelve mucho, y quienes lo reciben
quedan satisfechos con ese poco. Pues esto es preci-
samente multiplicar los panes y los peces. ¡Cuántas
veces nos privamos de reunirnos con amigos a quie-
nes queremos, por no poderles ofrecer una cena rica y
abundante! ¿Por qué no comprendemos que la amis-
tad y la grata conversación son más importantes que
la cena abundante y rica? Muchas veces decimos: si yo
fuera rico, haría tales y tales cosas. Pues si alguna vez
llegas a ser rico, debes hacer esas cosas como ahora
las sueñas; pero mientras tanto, debes hacerlas como
ahora las puedes.
597

Dos son las causas que nos impiden disfrutar de


esos bienes reales y actuales: la vanidad y la indebida
valuación de las cosas materiales. Por vanidad quere-
mos quedar bien ante la opinión ajena; no queremos
exponernos a que los demás nos vayan a juzgar como
pobres mezquinos. Por indebida "confianza en la ri-
queza", creemos que sólo podemos obtener ciertos
bienes sustanciales si disponemos de cierta cantidad
de riqueza material. Estamos dependiendo de lo ex-
terno y aparente, en lugar de atender a lo propio y
esencial. Olvidamos que, como dice el Apóstol, "el re-
ino de Dios (la felicidad) no es comida ni bebida, sino
rectitud, paz y gozo en el espíritu". (Rom., XIV, 17)
Hemos de dar importancia a lo verdaderamente
importante, y no a lo meramente aparente. Hemos de
seguir el consejo de Isaías: "¿Por qué gastáis dinero
en cosa que no es pan, y el fruto de vuestro trabajo en
cosa que no da hartura? ¡Escuchadme atentamente y
comed cosa buena, y vuestra alma se deleite en grosu-
ra!" (Isaías, LV, 2)
En el cuarto evangelio, se toma la multiplicación de
los panes como un símbolo, y allí Jesús, comentándo-
la, dice, entre otras cosas: "Trabajad no por el alimen-
to perecedero, sino por el alimento que perdura para
la vida eterna...En verdad, en verdad os digo: no es
Moisés quien os dio el pan del cielo, sino el Padre es
quien os da el verdadero pan del cielo, porque el pan
598

de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo ...


Yo soy el pan de la vida; el que viene a mí no tendrá
hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás."
(Jn., VI, 27, 32-5)
La oración dominical contiene, tanto en la versión
de Mateo como en la de Lucas, una expresión digna
de estudio. En su forma más conocida y que aprendi-
mos desde la infancia, dice: "Danos hoy el pan de cada
día". (Mt., VI, 11) Lucas dice: "danos diario el pan co-
tidiano" (Lc., XI, 3) Ahora bien, la palabra correspon-
diente a "de cada día" o "cotidiano" en los originales
griegos es epiousios, una extraña palabra que ha dado
origen a muchas discusiones y a muchas y variadas in-
terpretaciones. Además de la forma conocida, ha sido
traducida por "de mañana", "venidero", "necesario",
"vivificante" y "transustancial". El vocablo no corres-
ponde a la lengua griega común y parece haber sido
acuñado por el pre-evangelista que sirvió de fuente a
Mateo y a Lucas (Quelle) y no se vuelve a usar en nin-
guna otra parte del Nuevo Testamento. No puedo en-
trar al estudio propiamente semántico y etimológico
del vocablo (estudio para el que carezco de autoridad
y de elementos) y me limitaré a considerarlo en su as-
pecto ideológico y en relación con su contexto y con
las ideas de Jesús, como yo las entiendo. No considero
admisible la versión vulgar porque el texto de Lucas
resultaría muy mal construido, pues diría: "danos dia-
599

rio el pan cotidiano", lo que constituye una redundan-


cia y deja sin sentido al adjetivo.
Tampoco es admisible la expresión: "el pan de ma-
ñana", porque, sea que entendamos "mañana" en su
significado literal: el día siguiente, o sea que lo tome-
mos con un significado metafórico como futuro o de la
otra vida, de todos modos carece de sentido que pi-
damos que se nos dé diario.
Yo creo que si el pre-evangelista (o quien le sirvió a
él de fuente, o el mismísimo Jesús) se sintió obligado
a construir una palabra nueva fue porque quiso dar un
concepto fuera de lo común. Por eso me inclino a cre-
er que es más correcto traducir: pan transustancial,
como lo hizo San Jerónimo en la Vulgata en el lugar
correspondiente de Mateo: panem supersubstantia-
lem. Creo que aquí se quiso significar lo que es verda-
dera y auténtica sustancia, lo que da verdaderamente
vida, lo que es positiva y realmente útil, la cosa que sí
es pan, de Isaías, el pan de vida, del evangelio de
Juan.
Pero todas estas valiosas enseñanzas que se des-
prenden del relato evangélico de los panes y los peces
quedan arruinadas con la adición contenida en la se-
gunda parte del versículo 20 y en el 21: "Y recogieron
de los trozos que sobraron doce canastos llenos. Los
que habían comido eran alrededor de cinco mil hom-
600

bres, sin contar las mujeres y los niños." Con esta sola
adición, un suceso natural, sencillo y muy ilustrativo
se transforma en un milagro, y ya no nos sirve para
nada.
El afán milagrero de los evangelistas tenía en este
caso modelos de donde copiar; porque ya en otros
tiempos, Elías y Eliseo habían hecho sus multiplica-
ciones de panes, de aceite y de harina, que se cuentan
en el Primer Libro de los Reyes, XVII, 13-6 y en el Se-
gundo, IV, 1-7, 42-4. Pero, como era de esperar, las
multiplicaciones atribuidas a Jesús son mucho más
espectaculares y sensacionales. En uno de los casos
antiguos a que nos referimos, Eliseo, con veinte pa-
nes, dio de comer a cien personas, "y quedaron so-
bras", lo cual, aunque es bastante apreciable, no guar-
da proporción con los cinco panes para cinco mil
hombres, "sin contar las mujeres y los niños."
Incidentalmente, haremos notar que en la versión
de Marcos de la primera multiplicación (VI, 40), se
dice que se acomodaron los hombres por grupos de
ciento y de cincuenta; y en el lugar correspondiente de
Lucas (IX, 14): "haced que se sienten por grupos de
cincuenta". Lo cual parece situarnos en el ambiente de
Cumrán; porque los cumramitas estaban organizados
por millares, centenas, cincuentenas y decenas, según
se desprende del Documento de Damasco. (XIII)
601

Pasamos ahora a considerar las curaciones que co-


mo milagros se atribuyen a Jesús en los evangelios.
Muchas de ellas podemos admitirlas como verdade-
ras, sin necesidad de estimarlas milagrosas. Todo hace
suponer que Jesús era un buen médico, y aun más, un
médico de extraordinaria habilidad y de conocimien-
tos superiores a los comunes en su tiempo. Ya hemos
dicho que, hasta antes de su aparición en público, de-
be de haber pasado toda su vida dedicado al estudio; y
hemos señalado como probable que ese estudio lo
haya hecho con los esenios, de los cuales sabemos, por
Flavio Josefo, que "estudian con gran dedicación los
escritos de los antiguos para extraer de ellos lo que
conviene a sus almas y a sus cuerpos, e investigan cui-
dadosamente las virtudes medicinales de raíces y pie-
dras." (Guerras, II, 8) Hemos señalado también la po-
sibilidad de que Jesús haya estado en Egipto con los
terapeutas -secta muy semejante a la de los esenios- y
de la cual Filón nos dice que son llamados así "porque
profesan un arte curativo mejor que el común en las
ciudades, que cura sólo los cuerpos, mientras el suyo
atiende también a las almas oprimidas por atroces y
casi intolerables padecimientos". (Vida Contemplati-
va, I, 2) Indudablemente, esto es el ejercicio de la psi-
quiatría. Y en los relatos evangélicos hallamos muchos
casos de curaciones de naturaleza psiquiátrica. Hoy
todos sabemos, sin necesidad de haber hecho estudios
602

médicos, que la mayor parte de las enfermedades son


psicosomáticas y que en numerosos casos el origen del
padecimiento radica exclusivamente en trastornos o
desequilibrios de la psiquis provenientes de incorrec-
tas apreciaciones de la realidad o de incorrectas va-
luaciones morales que determinan un complejo de
culpa. En los evangelios se refieren casos de parálisis
(Jn., V, 1 y ss.; Mt., VIII, 5 y ss.; Mc., II, 1-12 y par.),
de epilepsia (Mc., IX, 17-27 y par.), de tartamudez
(Mc., VII; 32-6), de dismenorrea (Mc., V, 25-34 y
par.) y de lo que entonces consideraban posesión por
los espíritus inmundos y que hoy consideraríamos his-
teria o algo semejante. (Mc., V, 1-20 y par.; I, 23-6;
Lc., IV, 33.5; etc.) Por los síntomas que se nos dan de
estos casos, parecen corresponder a dolencias de ori-
gen psíquico. Cuando Jesús restablece el equilibrio de
la razón del paciente y logra que este supere el com-
plejo de culpa, la enfermedad desaparece. Esta rela-
ción entre la enfermedad y el complejo de culpa se
pone de manifiesto, como ya lo señalé en otro lugar,
en el caso del paralitico, que cuentan Mateo en IX, 1-
8, Marcos en II, 1-12 y Lucas en V, 17-26.
Jesús, buen psicólogo, "no tenía necesidad de que
alguien diese testimonio del hombre, pues el conocía
lo que en el hombre había". (Jn., II, 25)
Ya en otra parte estudie los casos de curaciones de
ciegos y de sordos, que considero que tienen sólo valor
603

simbólico y representan a hombres que "no querían


ver y no querían oír", es decir a hombres que se nega-
ban, por miedo, a atenerse a su razón y hacer uso de
ella.
Dejamos a un lado ciertos milagros puramente es-
trafalarios y carentes de valor didáctico, como el de la
higuera que Jesús secó por medio de una maldición
por el único pecado de no dar fruto fuera de su tempo-
rada (Mc., XI, 12-21) y el del endemoniado de Gerasa,
del que expulsó una legión de demonios, a quienes,
por darles gusto, mandó que se alojaran en una piara
de cerdos que, enloquecidos, se arrojaron al mar, con
grave daño de sus propietarios, completamente ino-
centes, y tan prudentes que se limitaron a rogar a
Jesús que se alejara de su país. (Mc., V, 1-20 y par.)
Y vamos a las resurrecciones de muertos. Los co-
mentaristas y los predicadores señalan tres casos, pe-
ro si nos atenemos a los textos de los evangelios, no
son sino dos; ya que el de la hija de Jairo -que es el
único que dan los tres sinópticos y que es el único
admisible como hecho real e histórico- no es una resu-
rrección, sino la curación de una enfermedad, proba-
blemente grave. El mismo Jesús declara expresamen-
te que la niña de que se trata no había muerto. Contar
esto como la resurrección de una muerta es, pues, ne-
gar valor al diagnóstico de Jesús.
604

Tomando la versión de Marcos y suprimiendo el


suceso de la curación de la hemorroísa, que allí se in-
tercala, el relato dice así:
"Llegó uno de los jefes de la sinagoga llamado Jai-
ro, que en viéndolo se arrojó a sus pies e insistente-
mente le rogaba diciendo: mi hijita esta muriéndose,
ven e imponle las manos para que sane y viva. Se fue
con él y le seguía una gran muchedumbre que lo apre-
taba… Aún estaba él hablando, cuando llegaron de ca-
sa del jefe de la sinagoga, diciendo: tu hija ha muerto.
¿Por qué molestar ya al maestro? Pero oyendo Jesús
lo que decían, dice al jefe de la sinagoga: no temas, ten
sólo fe. No permitió que nadie le siguiera, más que
Pedro, Santiago y Juan el hermano de Santiago. Lle-
gados a la casa del jefe de la sinagoga, ve el gran albo-
roto de las lloronas y plañideras, y entrando les dice:
¿A que ese alboroto y ese llanto? La niña no ha muer-
to; duerme. Se burlaban de él; pero el echando a todos
fuera, tomó consigo al padre de la niña, a la madre y a
los que iban con él y entró donde la niña estaba, y
tomándola de la mano le dijo: talita, kumi, que quiere
decir: niña, a ti te lo digo, levántate. Y al instante se
levantó la niña y echó a andar, pues tenía doce años, y
se llenaron de espanto. Recomendóles mucho que na-
die supiera aquello y mandó que diesen de comer a la
niña." (V, 22.4; 35-43)
605

Nos quedan, entonces, dos resurrecciones: la del


hijo de la viuda de Naím y la de Lázaro.
Empezaremos por hacer notar que cada uno de es-
tos casos aparece sólo en un evangelio: el primero ex-
clusivamente en Lucas (VII, 11-7) y el segundo exclu-
sivamente en Juan (XI, 1-53). Cuando se trata de pa-
labras de Jesús o de actos ordinarios de su vida, nada
pierde el testimonio de ellos por ser único. Entre mu-
chos oyentes de un discurso o entre muchos testigos
de un acto común, unos pueden retener en la memo-
ria unas palabras o unas acciones y otros otras; por-
que no todos las entienden igual ni a todos les impre-
sionan igual ni todos les conceden la misma impor-
tancia. Por tanto, el testimonio de uno solo puede ser
perfectamente verdadero, y no hay motivo para dudar
de él sólo por eso. Pero tratándose de sucesos tan ex-
traordinarios, descomunales y sensacionales, no es
posible admitir que hayan sido retenidos sólo por una
persona y que no hayan llegado al conocimiento de los
demás evangelistas ni de los pre-evangelistas ni de sus
informantes, a pesar de que Lucas dice del caso rela-
tado por él que (como tendría que haber sido) "la fa-
ma de este suceso corrió por toda la Judea y por todas
las regiones vecinas".
Este caso de Lucas tiene, al menos, el mérito de la
brevedad y de la sencillez:
606

"Aconteció, tiempo después, que iba a una ciudad


llamada Naím e iban con él sus discípulos y una gran
muchedumbre. Cuando se acercaban a la puerta de la
ciudad vieron que llevaban un muerto, hijo único de
su madre, viuda, y una muchedumbre bastante nume-
rosa de la ciudad la acompañaba. Viéndola el Señor,
se compadeció de ella y le dijo: no llores. Y acercándo-
se, tocó el féretro; los que lo llevaban se detuvieron y
el dijo: joven, a ti te hablo, levántate. Sentóse el muer-
to y comenzó a hablar, y él se lo entregó a su madre.
Se apoderó de todos el temor y glorificaron a Dios di-
ciendo: un gran profeta se ha levantado entre noso-
tros, y Dios ha visitado a su pueblo. La fama de este
suceso corrió por toda la Judea y por todas las regio-
nes vecinas".
Juan, en cambio, hace un largo relato lleno de deta-
lles y se esfuerza en agravar cuanto puede la situación,
a la manera de los evangelios apócrifos; y cuantos más
detalles acumula y cuanto más agrava la situación,
mas inverosímil hace el hecho que refiere.
"Había un enfermo, Lázaro, de Betania, la aldea de
María y Marta su hermana. Era esta María la que un-
gió al señor con ungiiento y le enjugó los pies con sus
cabellos, cuyo hermano Lázaro estaba enfermo. En-
viaron, pues, las hermanas a decirle: Señor, el que
amas está enfermo. Oyéndolo Jesús dijo: esta enfer-
607

medad no es de muerte sino para gloria de Dios, para


que el Hijo de Dios sea glorificado por ella. . . "
(Aquí Jesús declara expresa y terminantemente que
la enfermedad no es mortal; de donde tenemos que
concluir que o Jesús se equivocó en el diagnóstico o
son falsas y añadidas la muerte y la resurrección que
después se cuentan)
" . ... Jesús amaba a Marta y a su hermana y a Láza-
ro. Aunque oyó que estaba enfermo permaneció en el
lugar en que se hallaba dos días más, pasados los cua-
les dijo a sus discípulos: vamos otra vez a Judea. Los
discípulos le dijeron: Rabí, los judíos te buscan para
apedrearte, ¿y de nuevo vas allá? Respondió Jesús:
¿no son doce las horas del día? Si alguno camina du-
rante el día no tropieza, porque ve la luz de este mun-
do; pero si camina de noche tropieza, porque no hay
luz en él. Esto dijo y después añadió: Lázaro, nuestro
amigo, está dormido, pero yo voy a despertarlo. Dijé-
ronle entonces los discípulos: Señor, si duerme, sa-
nará..."
(Jesús dice aquí de Lázaro lo mismo que había di-
cho de la hija de Jairo: que estaba dormido. Si adver-
timos que antes de esto el evangelista ha intercalado
un dialogo que está en desacuerdo con el contexto,
podemos sospechar que la fuente de donde tomó sus
datos, contenía, en lugar de ese diálogo, la, mención
608

de que Jesús había ido a Betania y había visto a Láza-


ro, y que, después de esto, dijo que estaba dormido.
Pero el evangelista quería convertir esta curación en
una resurrección, y así continua):
―... Hablaba Jesús de su muerte, y ellos pensaron
que hablaba del descanso del sueño. Entonces les dijo
Jesús claramente: Lázaro ha muerto, y me alegro por
vosotros de no haber estado allí, para que creáis; pero
vamos allá... "
(Parece algo cruel que Jesús demore varios días su
partida a visitar a su amigo moribundo, y después se
alegre de que éste haya muerto -con todos los dolores
que su muerte tuvo que causar a él mismo y a sus
hermanas y allegados- sólo porque así iba a tener
Jesús la oportunidad de ejercer sus poderes portento-
sos y de dar una exhibición a los discípulos)
"... Dijo, pues, Tomás llamado Dídimo a los compa-
ñeros: vamos también nosotros a morir con él. Fue,
pues, Jesús y se encontró con que llevaba ya cuatro
días en el sepulcro. Estaba Betania cerca de Jerusalén
como unos quince estadios, y muchos judíos habían
venido a Marta y a María para consolarlas por su
hermano. Marta, pues, en cuanto oyó que Jesús llega-
ba, le salió al encuentro; pero María se quedo sentada
en casa. Dijo Marta a Jesús: Señor, si hubieras estado
aquí no habría muerto mi hermano; pero sé que cuan-
609

to pidas a Dios, Dios te lo otorgará. Dijole Jesús: resu-


citará tu hermano. Marta le dijo: sé que resucitará en
la resurrección en el último día..."
(No son consecuentes las palabras de Marta. Cuan-
do le dice: "si hubieras estado aquí no habría muerto
mi hermano; pero sé que cuanto pidas a Dios, Dios te
lo otorgará", hemos de creer, que estaba segura de que
Jesús volvería a su hermano a la vida. Sin embargo,
cuando él le dice: "resucitará tu hermano", ella no
piensa siquiera en una resurrección inmediata, sino
sólo en la resurrección "en el último día". Y más ade-
lante, sigue esta contradicción en sus expresiones)
"...Díjole Jesús: yo soy la resurrección y la vida; el
que cree en mí, aunque haya muerto vivirá; y todo el
que vive y cree en mí no morirá jamás. ¿Crees tú esto?
Díjole ella, sí, Señor; yo creo que tu eres el Mesías, el
Hijo de Dios que ha venido a este mundo. Diciendo
esto, se fue y llamo a María, su hermana, diciéndole
en secreto: el Maestro está allí y te llama. Cuando oyó
esto, se levantó al instante y fue a él, pues aún no hab-
ía entrado Jesús en la aldea, sino que se hallaba en el
sitio donde lo había encontrado Marta. Los judíos que
estaban con ella en casa consolándola, viendo que
María se levantaba con prisa y salía, la siguieron, pen-
sando que iba al monumento a llorar allí. Así que
María llegó donde Jesús estaba, viéndolo, se echo a
sus pies, diciendo: Señor, si hubieras estado aquí no
610

hubiera muerto mi hermano. Viéndola Jesús llorar, y


que lloraban también los judíos que venían con ella, se
conmovió hondamente y se turbó y dijo: ¿dónde lo
habéis puesto? Dijéronle: Señor, ven y ve. Lloró Jesús,
y los judíos decían: ¡como lo amaba!. . ."
(¿Por qué habría de llorar Jesús, si sabía que inme-
diatamente después iba a devolver la vida a Lázaro y a
dejarlo tan campante como si nada hubiera pasado?)
"... Algunos de ellos dijeron: ¿no pudo este, que
abrió los ojos del ciego, hacer que no muriese? Jesús,
otra vez conmovido en su interior, llegó al monumen-
to, que era una cueva tapada con una piedra. Dijo
Jesús: quitad la piedra. Díjole Marta, la hermana del
muerto: Señor, ya hiede, pues lleva cuatro días. Jesús
le dijo: ¿no te he dicho que si creyeres verás la gloria
de Dios? Quitaron, pues, la piedra y Jesús, alzando los
ojos al cielo, dijo: Padre, te doy gracias porque me has
escuchado. Yo sé que siempre me escuchas, pero por
la muchedumbre que me rodea lo digo, para que crean
que tú me has enviado... "
(Esta explicación que Jesús se siente obligado a dar
al Padre, según el evangelio, es extraña y ridícula)
" ... Diciendo esto gritó con voz fuerte: Lázaro, sal
fuera. Salió el muerto, ligado con fajas pies y manos, y
el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: soltad-
lo y dejadlo ir... "
611

(El afán del evangelista de complicar el caso lo lleva


hasta el extremo de hacer que el muerto salga por su
pie, a pesar de estar ligado de pies y manos, lo cual es
casi tan milagroso como el que haya resucitado).
" ... Muchos de los judíos que habían venido a Mar-
ía y vieron lo que había hecho, creyeron en él, pero al-
gunos se fueron a los fariseos y les dijeron lo que ha-
bía hecho Jesús. Convocaron entonces los príncipes
de los sacerdotes y los fariseos una reunión y dijeron:
¿qué hacemos, porque este hombre hace muchos mi-
lagros? Si lo dejamos así, todos creerán en él, y
vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar santo
y nuestra nación".
Completamente infundado era el temor de los
príncipes de los sacerdotes y de los fariseos; porque si
todos habrían de creer en Jesús y Jesús resucitaba
muertos con tanta facilidad, los romanos no podrían
destruir la nación, por muy poderosos que fueran.
Hay que suponer que los príncipes de los sacerdotes
no creían en la resurrección de Lázaro; lo que se con-
firma con lo que más adelante dice el mismo evange-
lista: "Los príncipes de los sacerdotes habían resuelto
matar a Lázaro, pues por él muchos judíos se iban y
creían en Jesús". (XII, 10-1) Si Jesús ya lo había resu-
citado una vez, ningún trabajo le costaría repetir la
hazaña.
612

Pero si las resurrecciones son increíbles como


hechos reales, en cambio como símbolos son valiosí-
simas. Al tratar de Adán y Eva dije que cuando el
hombre se enfrenta a la razón y a la libertad integran-
tes de su naturaleza racional, se asusta y se ve poseído
de la angustia, que es llamada muerte en el Génesis.
"Si comiereis del fruto del árbol de la ciencia del bien
y del mal, moriréis". Pero que, cuando supera el mie-
do y acepta valientemente la soledad, el riesgo y la
responsabilidad, vence a la angustia, realiza su ser ra-
cional y adquiere la felicidad, que es la verdadera vida,
la vida eterna. Esto es, pues, salir de la muerte; y no
puede ser representado mejor que como resurrección
de entre los muertos. Por eso dice Jesús: "Yo soy la re-
surrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya
muerto vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no mo-
rirá jamás‖. Yo traigo una doctrina de vida; yo enseño
como salir de la mortal angustia y entrar a disfrutar de
la libertad vivificante. Quien cree en esta doctrina,
saldrá de muerte a vida, y quien viva en ella verdade-
ramente, quien viva en la libertad y en la razón, no
padecerá jamás la muerte psíquica.
Y por esto también dijo en otra ocasión: "quien no
nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios…quien
no nazca del espíritu no puede entrar en el reino de
Dios". (Jn., III, 3-5)
613

Aquí tiene su origen la idea de la resurrección del


Cristo, que Pablo predicará ardientemente después de
la muerte de Jesús.
Pablo encuentra ya formulada la doctrina de que
Jesús era el Mesías (el Cristo) y que había resucitado.
El la adopta, pero le cambia totalmente el contenido
ideológico, haciéndolo congruente con la predicación
de Jesús. El Cristo, para él, no es ya el guerrero ungi-
do de Dios, triunfante y dominador, al que esperaba el
mesianismo judío ortodoxo, ni el siervo sufriente y fu-
turo juez terrible del mesianismo esenio, sino el hom-
bre arquetipo.
Jesús había predicado la exaltación del hijo del
hombre, es decir del hombre liberado de la culpa y de
la ley heterónoma, liberado del miedo a la razón y a la
responsabilidad y de la dependencia de poderes so-
brenaturales, y ha enseñado que sólo así, por medio
de esta liberación, puede el hombre entrar a vivir la
vida verdadera, la vida eterna, que es el reino de los
cielos. Y por esto dijo que él era la resurrección y la
vida.
Pablo toma esta idea, la eleva a la condición de ar-
quetipo y hace de su predicador la encarnación de ese
arquetipo. Jesús el Cristo, Jesu-Cristo, viene a ser así
el hombre ideal, el paradigma de la humanidad, el se-
gundo Adán, que se eleva a la perfección a la que no
614

pudo llegar el primero por no haber aceptado valien-


temente la libertad.
Pablo contrapone de este modo a Adán con Cristo
en el capitulo V de la epístola a los Romanos, que ya
transcribimos, y en la Primera Epístola a los Corin-
tios (XV, 20-2): "Cristo ha resucitado de entre los
muertos como primicia de los que mueren; porque,
como por un hombre vino la muerte, también por un
hombre vino la resurrección de los muertos. Y como
en Adán hemos muerto todos, así también en Cristo
somos todos vivificados". Y "el primer hombre, Adán,
fue hecho alma viviente; el último Adán, espíritu vivi-
ficante. Pero no es primero lo espiritual sino lo ani-
mal; después lo espiritual. El primer hombre fue de la
tierra, terreno; el segundo hombre fue del cielo. Cual
es el terreno, tales son los terrenos; cual es el celestial,
tales son los celestiales. Y como llevamos la imagen
del terreno, hemos de llevar también la imagen del ce-
lestial". (XV, 45-9)
La resurrección de Cristo ocurre en el mundo de los
arquetipos; y es símbolo y garantía de la posibilidad
de la resurrección de cada individuo particular, de la
posibilidad de que cada hombre, en el momento en
que lo quiera, rompa las ataduras de la angustia y pa-
se a gozar de la vida verdadera.
615

Pero esta resurrección de los hombres no es un su-


ceso sobrenatural que haya de ocurrir alguna vez, por
obra divina, en el ultramundo, en la otra vida; sino al-
go que cada hombre· puede lograr, por obra propia, en
esta vida, aquí y ahora. En las epístolas paulinas, hay
varias expresiones que demuestran claramente que su
autor considera la resurrección como un suceso de-
ntro de esta vida terrenal. "Con Cristo fuisteis sepul-
tados en el bautismo y en el fuisteis resucitados por la
fe en el poder de Dios, que lo resucitó de entre los
muertos. Y a vosotros, que estabais muertos por vues-
tros delitos, os vivificó con él, perdonando todos vues-
tros delitos". (Col., II, 12-3) "Si fuisteis, pues, resuci-
tados con Cristo, buscad las cosas de arriba". (Col., III,
1) "Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor
con que nos amó, y estando nosotros muertos por
nuestros delitos, nos dio vida por Cristo y nos resucitó
y nos sentó en los cielos por Cristo Jesús". (Ef., II, 4-
6) "La caridad de Cristo nos constriñe, persuadidos
como estamos de que si uno murió por todos, luego
todos han muerto; y murió por todos para que los que
viven no vivan ya para sí, sino para aquel que por ellos
murió y resucitó. De suerte que el que es de Cristo, se
ha hecho criatura nueva y lo viejo pasó, se ha hecho
nuevo". (II Cor., V, 14-5 y 17) El pretérito usado en es-
tos textos nos indica que se refieren a sucesos ya reali-
zados. Y confirmamos que Pablo consideraba la resu-
616

rrección como un suceso de la vida actual, cuando


vemos que, en la Epístola a los Romanos, al referirse
a que los de su linaje (los judíos), por haber repudiado
a Cristo dieron ocasión a que la doctrina se ofreciese a
los gentiles, pero que él conserva la esperanza de que
por lo menos algunos se convertirán, dice: "Mientras
sea apóstol de los gentiles; haré honor a mi ministerio,
por ver si despierto la emulación de los de mi linaje y
salvo a algunos de ellos. Porque si su reprobación es
reconciliación del mundo, ¿qué será su reintegración,
sino una resurrección de entre los muertos?" (XI, 13-
5) Como vemos, es la conversión la que es llamada re-
surrección de entre los muertos. El autor de la Segun-
da Epístola a Timoteo no lo ha de haber creído así,
pero nos deja testimonio de quienes sí lo creyeron:
"Himeneo y Fileto, que, extraviándose de la verdad,
dicen que la resurrección se ha realizado ya". (II, 17-8)
La resurrección es, pues, la misma conversión que
ha predicado Jesús, puesto que es la salida de la
muerte de la angustia, el miedo y la culpa, para entrar
a la vida verdadera de la libertad y de la razón, a la vi-
da eterna. Pablo toma como símbolo el bautismo por
inmersión total. El que se sumerge en el agua queda
simbólicamente muerto y sepultado; y al emerger del
agua entra a una vida nueva, como si en ese momento
naciera. Y esto constituye una identificación con el
hombre arquetipo, con el más perfecto Adán, es decir
617

con Cristo. "Cuantos hemos sido bautizados (inmer-


sos) en Cristo Jesús, fuimos bautizados (inmersos) en
su muerte. Con él hemos sido sepultados por el bau-
tismo (la inmersión) en su muerte, para que como él
resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre,
así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque
si hemos sido injertados en él por la semejanza de su
muerte, también lo seremos por la de su resurrección.
Así pues, haced cuenta de que estáis muertos al peca-
do, pero vivos para Dios en Cristo Jesús". (Rom., VI,
3-5 y 11)
"El que se allega al Señor se hace un espíritu con
él". (I Cor., VI, 17). Por eso dice Pablo: "Ya no vivo yo;
es Cristo quien vive en mí"'. (Gál., II, 20)
De la conversión resulta un hombre nuevo, que no
se ve afectado por la carga de su pasado. Cualesquiera
que hayan sido sus culpas, sus debilidades y sus erro-
res, quedan muertos y aniquilados. "Despojaos del
hombre viejo con todas sus obras, y vestíos del nuevo,
que sin cesar se renueva para lograr el perfecto cono-
cimiento, según la imagen de su creador". (Cor., III,
9-10) "Despojaos del hombre viejo, viciado por la co-
rrupción del error; y renovaos en vuestro espíritu y
vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en recti-
tud y santidad verdadera". (Ef. IV, 22-4)
618

Y esto tiene que renovarse diariamente, porque la


vida se nos ofrece cada día nueva. "Os aseguro; her-
manos, por la gloria que de vosotros tengo en Jesu-
cristo nuestro Señor, que cada día muero". (I Cor.,
XV, 31). "Mientras nuestro hombre exterior se co-
rrompe, nuestro hombre interior se renueva de día en
día". (II Cor., IV, 16)
Ocurre una transformación total en el hombre que
logra vencer la angustia y entrar a la felicidad. "En la
resurrección de los muertos, se siembra en corrupción
y resucita en incorrupción. Se siembra en ignominia y
se levanta en gloria; se siembra en flaqueza y se levan-
ta en poder; se siembra cuerpo animal y se levanta
cuerpo espiritual. Pues si hay cuerpo animal, también
lo hay espiritual. Porque es preciso que lo corruptible
se revista de incorrupción, y que este ser mortal se re-
vista de inmortalidad, y cuando este ser corruptible se
revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista
de inmortalidad, entonces se cumplirá lo que está es-
crito: la muerte ha sido sorbida por la victoria.
¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muer-
te, tu aguijón?" (I Cor., XV, 42-4, 53.5)
Y por esto Pablo hace de la resurrección del Cris-
to el eje de su doctrina. Porque si Jesucristo, el arque-
tipo del hombre, no resucita, es que los hombres es-
tamos condenados a permanecer en la angustia, en la
culpa y en la desesperación. Entonces no hay esperan-
619

za de salvación. "Si la resurrección de los muertos no


se da, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó,
vana es nuestra predicación, vana vuestra fe. Porque
si los muertos no resucitan ni Cristo resucitó; y si
Cristo no resucitó, vana es vuestra fe; aun estáis en
vuestros pecados". (I Cor., XV, 13-4; 16-7)
Esta es la enseñanza que se deriva del valor simbó-
lico de la redención de Cristo por su resurrección, y
del valor simbólico de las resurrecciones operadas por
Jesús, según los evangelios. La de que, cualquiera que
sea la situación en que un hombre se encuentre colo-
cado, cualesquiera que sean sus circunstancias, cua-
lesquiera que hayan sido los errores que haya cometi-
do, siempre podrá, en el momento en que lo quiera,
entrar a disfrutar de la felicidad viviendo una vida
nueva.
620

16
LA FE

"Jesús dijo: tened fe en Dios. En verdad os digo que


todo el que diga a ese monte: arráncate de allí y échate
en el mar, sin dudar en su corazón y creyendo que se
hará lo que dice, lo obtendrá". (Mc., XI, 22-3)
El lector y yo estamos absolutamente convencidos
de que si un individuo se para delante de un monte y
dice las palabras del evangelio, el monte no se moverá
ni un milímetro y permanecerá en su sitio. Pero Jesús
dijo que había que pronunciar estas palabras sin du-
dar en el corazón y creyendo que se hará lo que se di-
ce. Ahora bien, quien da esa orden al monte, sin dudar
en su corazón, es porque lo cree posible de acuerdo
con las leyes naturales y lo desea ardientemente. Y en-
tonces, pondrá los medios adecuados para ello: se
proveerá de materiales, instrumentos y explosivos,
contratará trabajadores, se trasladará al lugar, barre-
nará el monte y hará explotar los barrenos. Y el monte
se quitará de su sitio y se arrojará al mar. Y esto habrá
sido la obra de la fe. Y habrá sido el cumplimiento
puntual de las palabras de Jesús.
621

Con este ejemplo a la vista, nos preguntaremos:


¿Qué es la fe? Y habremos de responder que la fe es
una concentración clara y definida de la razón, puesta
en un objeto determinado y servida por una voluntad
firme y decidida. Para ello se requiere una creencia
clara y racional de que algo es posible, aunque parezca
muy difícil, y una valoración tan alta del fin propuesto
que haga que a su logro se subordine todo otro propó-
sito. Si se dan estas condiciones, se logra el fin inde-
fectiblemente. Por esto se dice que "la fe obra mila-
gros" y que "querer es poder". Y para esto hay que te-
ner confianza en Dios, que es confianza en nosotros
mismos, confianza en las incalculables potencialida-
des que llevamos dentro dormidas e inactivas. Confiar
en Dios es confiar en mí. Yo no puedo decir que tengo
confianza en Dios y desconfianza de mí mismo; por-
que Dios obra en el hombre a través del hombre mis-
mo, porque si a Dios lo tenemos dentro de nosotros,
tener confianza en él, no permite tener desconfianza
de nosotros. Si el Padre está en mí y yo estoy en él; si
el Padre y yo somos la misma cosa, la fe en Dios es fe
en mí. "Mi Padre obra y yo obro". (Jn., V, 17). "El Pa-
dre, que mora en mí, hace sus obras". (Jn., XIV, 10) Si
yo tengo desconfianza de mí, desconfianza de mi ca-
pacidad, es que no tengo fe en el Padre que habita en
mí, es que soy "hombre de poca fe".
622

De este análisis resulta que la fe (pistis en griego,


fides en latín) de que habla Jesús en el evangelio no es
algo que sea contrario ni que exceda a la razón es la
razón misma llevada a su más alto grado de intensi-
dad y eficacia. Todos hemos sido actores o espectado-
res o sabedores de increíbles portentos realizados por
la fe. Todos hemos visto que el hombre logra cosas
que parecían imposibles, cuando concentra en ellas
toda su atención y toda su voluntad, confía en sus
propias fuerzas y se lanza con ímpetu a la acción. "To-
do es posible para el que cree". (Mc., IX, 23)
"Subió a una barca y lo acompañaron sus discípu-
los. He aquí que se levanta una gran tempestad, tan
grande que las olas cubrían la barca. Pero él dormía.
Se acercaron para despertarlo y le dijeron: ¡sálvanos,
Señor, que perecemos! Y les respondió: ¿por qué te-
méis, hombres de poca fe?" (Mt., VIII, 23-6)
Durante la tempestad, Jesús dormía. El no era ma-
rinero; no tenía a su cargo el gobierno ni el cuidado de
la nave. Ante un peligro que amenaza, o podemos o no
podemos hacer algo para evitarlo. Si nada podemos
hacer, lo único que nos toca es esperar confiada y
tranquilamente. La razón nos enseña que, sea que el
peligro llegue a realizarse o que no llegue a realizarse,
ninguna utilidad habrá resultado de nuestro miedo o
de nuestra inquietud. Debemos aceptar de antemano
y de buen grado que "se haga la voluntad de Dios". Por
623

esto la sabiduría popular dice: si tu mal tiene remedio,


¿por qué te afliges? Y si no lo tiene ¿para qué te afli-
ges? Y por esto, durante la tempestad Jesús dormía.
Si podemos hacer algo para evitar el peligro, debe-
mos hacerlo desde luego; pero debemos hacerlo con
tranquilidad y confianza. Así nuestra mente estará
despejada y clara y podrá guiamos eficazmente para
poner los remedios adecuados. El miedo, la inquietud,
la falta de confianza no harán sino ofuscar el enten-
dimiento e impedirnos acertar en la defensa. Y por es-
to, cuando los discípulos, asustados, despiertan a
Jesús invocando su protección, él los reprende: "¿Por
qué teméis, hombres de poca fe?" Aquí vemos como el
miedo, lo irracional, se opone a la fe, lo racional.
Algunos ejemplos vulgares nos ayudaran a com-
prender como funciona la fe. Cualquiera puede cami-
nar fácil y seguramente sobre una viga de veinte
centímetros de ancho colocada sobre el suelo; pero si
suspendemos la viga a diez metros de altura del suelo,
serán pocos los que puedan recorrerla sin caer. ¿Por
qué esta diferencia, si la viga y su anchura son las
mismas? La explicación es muy sencilla y por todos
sabida: en los movimientos de nuestro cuerpo, los
músculos obedecen puntualmente a las órdenes tras-
mitidas por los nervios motores y procedentes del ce-
rebro, reproduciendo con exactitud el esquema o plan
de acción formulado por el cerebro. El miedo a la caí-
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da hace que el cerebro formule un esquema o plan de


caída y que los músculos lo ejecuten; de manera que
podemos decir que el individuo que cae, en realidad se
arroja abajo cumpliendo el esquema mental que tiene
en su cerebro. Los que son capaces de caminar sobre
una viga a gran altura, como lo hacen los rema-
chadores que trabajan en la construcción de los gran-
des edificios, o de caminar sobre una cuerda suspen-
dida en el aire como los funámbulos, lo pueden hacer
gracias a que no dan cabida en su mente a la idea de
caída, porque concentran su atención exclusivamente
en la acción que se proponen realizar; esto es, porque
tienen fe. De la misma manera vemos que el que por
primera vez monta en bicicleta va a chocar contra el
único árbol que hay en la calle, y vemos que el nada-
dor novato se hunde si tiene miedo de hundirse. Pro-
bablemente Jesús propuso a sus oyentes un ejemplo
como estos, y alguno de los oyentes, "mitologizando"
el ejemplo, fabricó los sucesos milagrosos de que
Jesús anduvo sobre las aguas y que Pedro se hundió al
querer imitarlo.
"La barca se había alejado ya de la costa muchos es-
tadios y era agitada por las olas, pues el viento era
contrario. A la cuarta vigilia de la noche, vino a ellos
caminando sobre el mar. Y los discípulos, al verlo ca-
minar por el mar, se turbaron y decían: es un fantas-
ma, y por el miedo comenzaron a gritar; pero Jesús les
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dijo en seguida: confiad, soy yo; no tengáis miedo. En-


tonces Pedro le dijo: Señor, si eres tú, mándame ir a ti
sobre las aguas. Y él le contesto: ven. Y bajando de la
barca, Pedro caminó sobre las aguas y se dirigió hacia
Jesús. Pero al notar la violencia del viento, sintió mie-
do y como comenzara a hundirse, gritó: ¡señor,
sálvame! Al punto Jesús alargo la mano y lo cogió di-
ciéndole: hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?" (Mt.,
XIV, 24-31)
A Pedro le sucedió precisamente lo que al nadador
novato: cuando sintió miedo de hundirse, se hundió. Y
Jesús le reprocha su duda y su poca fe. Y otra vez ad-
vertimos aquí que la duda se opone a la fe.
Entendida así la fe como razón clara y concentrada,
servida por una voluntad firme y confiada, nos resulta
utilísima: Por ella podemos hacer bien las labores que
emprendemos, por ella podemos realizar cosas que a
primera vista parecerían exceder nuestra potencia, y
por ella, cuando nada nos toca hacer, podemos con-
servar la tranquilidad y la calma.
Correctamente la llamaremos fe en Dios, si con esto
entendemos confianza en la esencia del ser y de la vi-
da que llevamos dentro de nosotros y nos dota de
enormes potencias capaces de realizarse en acto, o
confianza en el Padre amante y providente que está
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dispuesto a ayudarnos, valiéndose de nuestras propias


fuerzas.
Pero lo que es absurdo e inadmisible es entenderla
como creencia en lo irracional o como esperanza en lo
gratuito y sobrenatural.
La misma contraposición entre la fe, por un lado, y
la angustia o la preocupación, por otro, se da en el
sermón de la montaña, donde Jesús, después de re-
comendar a sus oyentes no angustiarse por la comida
ni por el vestido, les dice: "Aprended de los lirios del
campo como crecen; no trabajan ni hilan. Pero yo os
digo que ni Salomón con toda su magnificencia se vis-
tió como uno de ellos. Si Dios así viste a una hierba
del campo, que existe hoy, y mañana es arrojada al
horno ¿no hará mucho más por vosotros, hombres de
poca fe? No os angustiéis diciendo ¿qué comeremos?
¿qué beberemos? o ¿con qué nos vestiremos?" (Mt.,
VI, 28-31)
En varios casos, Jesús, después de haber curado a
un enfermo le dice: "tu fe te ha salvado". Así en el caso
de la hemorroisa (Mt., IX, 22 y par), en el del leproso
(Lc. XVII, 19) y en el del ciego. (Mc., X, 52 y par.) A la
pecadora que lo ungió en casa del fariseo le dice lo
mismo, después de haberle hecho comprender que sus
pecados estaban perdonados. (Lc., VII, 50)
627

Ya he dicho que para superar la angustia provocada


por el miedo a la responsabilidad y para vencer el
complejo de culpa y la conciencia de culpa, se requiere
aceptar la razón valientemente, es decir, se requiere
fe.
Y ya hemos hecho notar también que en los casos
claramente psicopáticos, el enfermo no puede salir de
su mal mientras no quiera ser curado, mientras no
quiera ver la causa de su neurosis, no quiera aceptar la
realidad como es y no quiera admitir su responsabili-
dad frente a la vida. Queda curado cuando ejercita su
razón, su voluntad y su confianza en sí mismo: su fe.
La fe, entendida como aquí la entiendo, supera la
angustia, vence el miedo, logra el perdón de los peca-
dos, cura la neurosis, da tranquilidad al alma, fortale-
ce el espíritu y permite realizar cosas portentosas. To-
do es posible a aquel que cree.
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