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UNDACIÓN SAN
NTA MARÍA –E
EDICIONES SM
M 2012

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.NTA MARÍA – EDIC
SAN CIONES SM 2012 Autor:
A Facultad de Teología del Norte
e de España (sede
e Burgos)
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Índice

Tema 1. Introducción
 

La religión aquí y ahora 2


La crisis de la religión 6
La religión como hecho social 12
 

   

FUNDACIÓN SANTA MARÍA – EDICIONES SM 2012 Autor: Facultad de Teología del Norte de España (sede Burgos)
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TEMA 1 Introducción

La religión aquí y ahora

Existe un consenso generalizado entre los autores al señalar que vivimos en una
época de transformación de la religión, se han modificado las funciones de la
religión y eso conlleva un cambio de algunos de sus conceptos fundamentales. Esta
especie de purificación de la religión ha sido causada, en buena medida, por su
confrontación con el pensamiento crítico de la modernidad. “Más que al entierro de la
religión, estamos asistiendo a su desaparición como fenómeno sociológico, esto es a
su irrelevancia social y a su carencia de espacio funcional en el contexto cultural de
nuestro tiempo” (SAHAGUN DE LUCAS, J.: Fenomenología y filosofía de la religión.
Madrid, BAC, 1999, pág. 4). E. Durkheim apuntaba en la misma dirección al afirmar
que “las viejas religiones institucionalizadas agonizan y las nuevas todavía están
naciendo”. De ahí que la vuelta a la religión haya de cifrarse en su aspecto esencial y
en nuevas formas de religiosidad más personal y comunitaria, ajenas a la
institucionalización. La religión se hará privada e invisible, proclama Th. Luckmann en
su obra La religión invisible. Salamanca, 1973.

Como señalan Martín Velasco y Gómez Caffarena en el Prólogo a su obra Filosofía de


la Religión: “La Religión es todavía hoy uno de los rasgos más relevantes de la vida
humana, personal y social. La profunda crisis que viene sufriendo en el último siglo no
ha conseguido destruir su influjo, más o menos directo, sobre las conciencias y las
instituciones. No faltan, incluso, indicios, complejos y ambiguos, de adaptación
renovadora a la misma situación que causaba la crisis; y aún de franco renacimiento”
(GOMEZ CAFFARENA, J. y MARTIN VELASCO, J.: Filosofía de la Religión. Madrid
Revista de Occidente, 1973, pág. 11).

El interés por la religión y por los fenómenos religiosos, no es patrimonio de los


cristianos o de los que se sienten personalmente religiosos o viven inmersos en una
cultura y en un ambiente religioso. Tanto los estudios antropológicos como los
estudios históricos, psicológicos y sociológicos muestran un interés creciente y
renovado por el sentido y el significado de los fenómenos religiosos. Mención aparte
merece el renovado interés de los políticos por las repercusiones e implicaciones que
en la sociedad tiene la evolución de las actitudes religiosas y las nuevas religiones de
los ciudadanos, sobre todo desde el prisma de su fuerza transformadora y la
necesidad de hacer de ellas un factor humanizante. No olvidemos la incidencia que
tuvo en la caída del muro de Berlín el hecho de que un papa polaco iniciara el diálogo
con los líderes de los países comunistas. Tampoco conviene olvidar los trágicos
sucesos ocasionados por el fundamentalismo islámico en muchas partes del mundo.

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Un dato curioso, la evolución del pensamiento de Jürgen Habermas sobre la


religión, desde la afirmación de la irrelevancia de la religión en sus primeros
escritos a la opuesta afirmación de su relevancia en sus postreros libros es
manifiesta.

En dos textos de 1972-1974 escribía: “en nuestra sociedad, la religión ya ni siquiera


se puede considerar como una cosa privada” y “la evolución hacia el ateísmo de
masas apenas se puede negar ya empíricamente”.

En el año 2001, en su discurso de recepción del Premio de la Paz otorgado por los
libreros alemanes en la Pauluskirche de Frankfurt, Habermas retomó el tema de las
religiones bajo el título Glaube und Wissen (Fe y Saber). Si la caída del muro de Berlín
había sido un signo de esperanza, el derrumbe de las Torres gemelas (11 de
septiembre de 2001) once años más tarde había ensombrecido el futuro con negros
nubarrones.

Importante:

Podría decirse que el mensaje central del discurso de la Pauluskirche consiste en


la llamada a una cooperación entre creyentes y no creyentes para traducir a un
lenguaje secularizado, a un lenguaje moderno, aquellos contenidos de las
grandes tradiciones religiosas que sean relevantes para una supervivencia
verdaderamente humana de nuestras sociedades occidentales secularizadas, y
que no hayan podido encontrar, al menos no hasta ahora, una traducción
filosófica equivalente y sustitutoria. 

“Dos tendencias opuestas (escribe Habermas al comenzar la introducción a su último


gran libro Entre Naturalismo y Religión) caracterizan la situación del espíritu del
tiempo presente, la expansión de las cosmovisiones naturalistas y el creciente influjo
político de ortodoxias religiosas”.

Introducción que concluye con un párrafo, que el profesor Ureña no se resiste a


reproducir al final de su “Epílogo de la tercera edición. La teoría crítica a la sociedad”
de Habermas, La crisis de la sociedad industrializada, Madrid, Tecnos, 3º ed. 2008,
pág. 209); “En este conflicto yo defiendo la tesis de Hegel de que las grandes
religiones pertenecen a la historia de la razón misma. El pensamiento
postmetafísico no puede comprenderse a sí mismo si no incluye en la propia
genealogía, codo con codo con la metafísica, a las grandes religiones. Bajo esta

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premisa sería irracional dejar de lado aquellas tradiciones “fuertes”, como si fuesen en
cierta manera restos arcaicos, en lugar de aclarar la relación interna que las une con
las formas modernas del pensamiento. Las tradiciones religiosas consiguen hasta el
día de hoy la articulación de una conciencia de aquello que nos falta. Mantienen viva
una sensibilidad para lo que no logramos conseguir, para lo que se nos escapa.
Protegen del olvido aquellas dimensiones de nuestra convivencia social y personal en
las que los progresos de la racionalización cultural y social han causado todavía
abismales destrucciones. ¿Porqué no podrían encerrar esas tradiciones potenciales
semánticos todavía no descifrados que, si se transforman en un discurso
fundamentado y se extrajese su contenido de verdad profana, pueden desarrollar una
fuerza inspiradora?”.

No es difícil constatar, incluso con datos estadísticos fiables, el creciente interés por la
religión y todo lo referente al tema religioso. El 7 de abril de 1980, la revista Time
publicó un artículo bien documentado sobre el tema “Modernizing the case for God”.

Lo que más llama la atención es que el renovado interés por el tema de Dios no es
algo que acaece en el restringido mundo de los teólogos o de los creyentes, sino en
los círculos intelectuales de los filósofos académicos, y sobre todo entre las escuelas
de pensamiento anglo-americanas, donde hasta hoy predominaba el pensamiento
empiricista y positivista. “Solo podemos conocer aquello que nos dice la ciencia”,
decía Bertrand Russell. “Los únicos pronunciamientos válidos son aquellos que pueden
verificarse por los sentidos”, decían los modernos neo-positivistas. Estos principios
quizás puedan ser válidos en muchos campos de investigación pero se han mostrado
inadecuados cuando se trata de la experiencia humana.

Una característica de la situación “postcristiana” que fue diagnosticada por Nietzsche,


es el hecho aparentemente paradójico de que el teísmo decrece, mientras que la
religiosidad crece. En ocasiones este mismo autor había aludido a un “instinto
religioso”, que no equivale unívocamente a la fe en el Dios único monoteísta, de ahí
que haya que distinguir claramente entre lo cristiano y lo religioso. Aquí se alude a
una religiosidad no teísta, ateísta, como posibilidad probable para el futuro. Una
nueva religiosidad sin Dios, sin Dios teísta, más cercana a cierta religiosidad o mística
oriental como alternativa al cristianismo. “Religiosidad ancestral y religiosidad oriental,
ocultismo y esoterismo, misticismo y chamanismo, ecología y ufología se encuentran e
incluso a veces se dan la mano en las calles y tiendas de nuestras ciudades”.
(MARDONES, J. M.: La transformación de la religión. Madrid, PPC, 2005, pág. 74).

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Atención:

La impresión que transmiten ciertos ambientes que podríamos llamar


agnósticos es de una benévola y cortés indiferencia frente a la religión y frente
a todo lo que ella representa o ha significado en tiempos pasados. La actitud
que hoy domina en la sociedad occidental está representada por el
embotamiento del interés por la problemática religiosa: una sutil carencia de
sensibilidad que cierra la posibilidad misma de comportamiento que se pueda
interpretar como aceptación, aversión o rechazo de Dios.

En expresión de Max Weber “la humanidad occidental contemporánea carece de oído


musical para la religión”. Con esa aseveración hace referencia a cierta actitud opaca a
la experiencia religiosa, que ni siquiera niega a Dios o a la religión, sino que vive
ajena a este ámbito o a esta dirección del espíritu humano. Esta es una de las formas
más peculiar de increencia o indiferencia presente en nuestro entorno cultural. Las
personas que así viven no se declaran simplemente “ateas” sino “irreligiosas”. De ahí
que afirmen no entender la pregunta sobre Dios, ni sientan la nostalgia de Dios o la
ira contra

Hay otra modalidad de increencia que permanece todavía más silenciosa ante Dios. Se
trata de la defendida por los pensadores neopositivistas del Círculo de Viena, que
tuvieron su gran apogeo en los años veinte del siglo pasado, para estos autores todo
aquello que no sea susceptible de verificación empírica carece de sentido. Con lo cual
la palabra Dios queda reducida a un simple conglomerado de letras y sonidos que no
significan nada, por tanto, no merece la pena hablar de Él. Esa misma mentalidad
positivista y empírica está muy presente en muchos de nuestros contemporáneos, que
consideran que la fe en Dios es algo irracional y por lo tanto lo consideran como un
insulto a la inteligencia humana.

La famosa aseveración de Chesterton de que “cuando se ha dejado de creer en Dios,


ya se puede creer en cualquier cosa” se hace más evidente con el paso del tiempo,
hasta el punto de la más inusitada irracionalidad, que es lo que está de moda en ese
imposible metafísico que llamamos agnosticismo que priva al hombre de algo que le
es tan propio como es el conocimiento con todas sus posibilidades.

Lo más curioso, sin embargo, es que la mayoría de los que estadísticamente se


confiesan creyentes tampoco hablan de Dios. Es lo que algunos autores llaman “la
apostasía silenciosa”. Este tipo de creyentes, están infectados por un virus que el
teólogo alemán Biser llama “herejía emocional” y sufren “una especie de afasia que
casi ha hecho desaparecer por completo el elemento religioso del vocabulario

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corriente”. Según este mismo autor, el léxico “políticamente correcto” exige excluir los
temas religiosos como si se tratara de un tabú: Lo religioso se ha convertido en lo
“propiamente obsceno”. Este es un síntoma muy grave de nuestra sociedad
postcristiana, puesto que lo que no se expresa en el discurrir cotidiano va dejando de
existir para los otros y también para mí, sobre todo si se tiene presente que el
lenguaje crea realidad.

Recuerda:

De ahí la necesidad de hablar de Dios hoy, no sólo con palabras sino sobre todo
con la coherencia de la propia vida y con el testimonio valiente de los propios
creyentes. Da la impresión que hablamos mucho de moral, de doctrina, pero no
se habla de Dios.

La crisis de la religión

A la hora de indagar sobre las posibles causas que configuran la llamada “crisis de la
religión”, hemos de remontarnos al siglo XVII con el nacimiento del racionalismo y de
la nueva ciencia ya que es allí donde están las raíces de las críticas posteriores a la
religión. Descartes, considerado el padre del racionalismo, aplicó el método
matemático a la filosofía, iniciando así un nuevo método de pensamiento: el
racionalismo. Esto supuso un giro copernicano en la filosofía. Este giro consistió en
que, frente al estilo medieval que partía de la certeza de Dios para llegar a la certeza
de sí mismo, instauró el estilo moderno que parte de la certeza de sí mismo para
llegar a la certeza de Dios. Por otra parte, su método le llevó a establecer una división
de la realidad en dos ámbitos: el pensamiento (res cogitans) y la materia (res
extensa).

Atención:

Finalmente, su método racionalista le condujo a instaurar también una división o


separación entre el mundo de la razón y el mundo de la fe.

Aunque Descartes fue creyente, su método generó divisiones entre materia y


pensamiento, entre cuerpo y alma, entre razón y fe. Ahí podemos encontrar ya
las raíces de dos grandes líneas filosóficas que conducen al ateísmo y a la crítica a la
religión del siglo XIX. Por un lado están el racionalismo y el idealismo, que
producen el desmoronamiento de la Teología (reflexión sobre la fe y sobre Dios). Por

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otro lado aparecen el empirismo, el mecanicismo, y el materialismo, que niegan


de manera expresa la trascendencia.

En el posterior desarrollo de estas corrientes filosóficas hay que destacar dos autores
que han tenido una influencia decisiva sobre el pensamiento y la cultura de los
siglos XIX y XX: Kant y Hegel y posteriormente, los llamados “maestros de la
sospecha”: Feuerbach, Marx, Nietzsche y Freud. Ahí podemos encontrar los factores
ideológicos que han provocado la denominada “crisis de la religión”.

Social y culturalmente, los países occidentales padecen, en parte, un oscurecimiento,


una especie de eclipse de Dios, una “desertización espiritual y religiosa”. La religión
ocupaba hasta hace no mucho tiempo buena parte de la vida social. Impregnaba la
cultura hasta tal punto, que la mayor parte de las grandes obras de arte eran obras
religiosas, las grandes obras literarias hacían referencia a Dios y a la religión. Dios y la
religión ocupaban un lugar importante en la vida ordinaria de las personas. Hoy el
panorama ha cambiado radicalmente.

Importante:

La religión ha perdido importancia en las sociedades avanzadas. Ha pasado a ser


cosa de cada persona y del interior de su conciencia, vivimos en un mundo
secularizado.

Mircea Eliade, intelectual rumano y uno de los estudiosos más conocidos del
fenómeno religioso afirma que “lo sagrado es un elemento de la estructura última de
la conciencia”, no un momento de la historia de la conciencia. (ELIADE, M.: Diario
1945-1969, Barcelona, Kairós, 2000, pág. 349). De ahí que la religión nunca muera,
sencillamente porque el hombre, en el fondo, nunca deja de ser religioso. Incluso en
los momentos en que la religión parece desaparecer entre las fauces de la
indiferencia, como parece suceder en el actual momento de la civilización occidental,
la realidad es que simplemente se halla enmascarada o camuflada en unos ropajes
que se identifican con lo profano. Esta tesis elidiana, J. M. Mardones la considera
“atrevida y digna de consideración”, sobre todo a la hora de afrontar momentos como
los actuales en los que los datos estadísticos revelan que el desierto de la increencia o
indiferencia avanza. ¿Será cierto que la religión no muere sino que se transmuta, se
reviste con nuevas imágenes, y adopta formas que se asemejan a su contrario? Estos
presupuestos nos obligan a prestar atención a los dioses vestidos de paisano y a los
aromas sacros trasmutados en pura inmanencia con los que podemos tropezar en
nuestra vida de la tardo-modernidad. (Cf. MARDONES, J. M.: ¿Indiferencia o
camuflaje? Mircea Eliade y la persistencia de lo sagrado. 6 de Diciembre de 2003, Vida
Nueva, 23 ss.).

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En contra de los pronósticos de los años sesenta, la religión no desaparece en


Occidente, e incluso se percibe un renovado interés por las religiones, sus creencias y
sus prácticas. Algunos no temen hablar de una “revancha de Dios” (KEPEL, G.: La
revancha de Dios, Madrid, 1991), aunque más bien habría que hablar de una
revancha de las religiones. El modelo de sociedad secular, laica y no confesional
plantea problemas a las tradiciones religiosas, pero también abre un espacio a nuevas
posibilidades y perspectivas. La crisis de valores, debida a una pluralidad cada vez
más heterogénea de perspectivas sobre el bien y el mal; así como la ausencia de
instituciones que ocupen el lugar tradicional de las Iglesias como referentes morales
ha clarificado el papel y funcionamiento de las religiones en la sociedad. Además, la
crisis familiar y de las instituciones educativas en lo que concierne a generar
conductas, hábitos, significados y valores que sirvan de pauta orientativa y
motivadora en la vida, ha hecho que renazca el interés por las religiones y sus
funciones (Cf. ESTRADA, J. A.: Cambios en la religión y en la concepción de Dios, en
MARDONES, J. M.: (Ed.) ¿Hay lugar para Dios hoy? Madrid, PPC, 2005, 79 ss.).

“A menudo la gente dice: “Soy espiritual pero sin adscripción religiosa”. En el mundo
occidental, la espiritualidad atrae y la religión repugna; la espiritualidad es algo íntimo
y personal, mientras que la religión es algo dogmático y organizado. Afectado por este
prejuicio, el individuo construye su cara interior a partir de materiales dispares que
están disponibles en el supermercado de lo espiritual y él los ensambla de manera
muy libre, ecléctica, doméstica, sin afiliación a una iglesia o a una confesión religiosa”
(ROY, L.: Experiencias humanas abiertas a la trascendencia, julio –sept. 2009, Iglesia
Viva, nº. 239, pág. 140).

Religión no, espiritualismo sí: con mucha frecuencia se ha ido creando un ambiente,
una verdadera matriz de opinión por la que se rechaza la religión, pero se acepta una
pseudo-religiosidad que más bien es una especie de “espiritualismo” a la carta
mediante la cual cada uno escoge lo que quiere de cualquier fuente, cristiana o
pagana, religiosa o atea, verdadera o falsa, para hacerse su propio sistema de
creencias.

La secularización no lleva a la pérdida de la religión en las sociedades modernas, pero


sí a su transformación y a la pérdida de relevancia pública de las iglesias en
favor de la religión privada y las prácticas personales por libre, sin dependencia
jerárquica ni lazos institucionales. Es decir, hay una tendencia creciente a la
desinstitucionalización y a una religiosidad personal, individualista y subjetiva,
selectiva, que algunos denominan “religión a la carta”. (Cf. CASANOVA, J.:
Religiones públicas en el mundo moderno. Madrid, 2000). Lo sagrado postmoderno se
presenta y vive como un collage construido con diversas religiones, una especie de
eclecticismo o ecumenismo envolvente, marcado por la búsqueda de una religión

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intimista, que retorna a valorar el significado mistérico, simbólico e intuitivo de la


religión. De ahí que el dios postmoderno sea sobre todo un dios experimentable que
se disuelve en el mar de las sensaciones y de las emociones individuales y colectivas.

En consecuencia, la religión a la carta, que inicia y termina en una elaboración


individualista y subjetiva, conduce el pensamiento religioso a un terrible vacío de
contenidos. Es un tipo de religiosidad que no presta demasiada atención a la
institución religiosa, a la objetividad de la doctrina o a la legalidad de las normas o
ritos, sino que se centra sobre el hecho mismo de la experiencia, como búsqueda y
disposición personales, donde el sentimiento y la emoción son garantía de la presencia
de lo divino.

Importante:

El fracaso de los grandes sistemas ideológicos y el derrumbe de las


grandes utopías políticas, la insatisfacción ligada al materialismo cotidiano,
cierto vacío dejado por las instituciones políticas, incapaces de dar razones de
actuar y de esperar, y la ausencia de consenso sobre las grandes cuestiones
éticas, han cavado un foso en el corazón del hombre del siglo XXI, abriendo al
mismo tiempo un espacio para la búsqueda espiritual e incluso mística.

Actualmente, lo peor es el retorno de cierta barbarie que se presenta con rostro


religioso que llamamos integrismos o fundamentalismos, sectas de todo género,
“nuevo orden moral”, espiritualidades de pacotilla, la “Nueva Era” regida por los
cánones tan mercantiles de la moda, que nos prepara el advenimiento de un mundo
sin memoria, y que para algunos críticos no sería más que un vulgar neognosticismo
(H. Bloom), adaptado a los paladares no demasiado exigentes de la burguesía
americana. Desde Europa se la ha clasificado de “nebulosa neomística y neoesotérica”
(F. Champion).

Lo mejor: junto a la vuelta de lo sagrado encontramos el redescubrimiento del


“espacio interior”, de las grandes vías religiosas, de los textos originales de Oriente
y Occidente (la Biblia, la Baghavad Gita, los escritos sufíes y hasidies, los místicos
cristianos, la práctica del yoga y del zen).

En un interesante libro escrito por Jean Francois Revel y por su hijo Matthieu Ricard,
titulado El monje y el filósofo, se constata que Occidente ha triunfado en la ciencia,
pero ya no tiene una sabiduría ni una moral que resulten plausibles, de ahí el interés
creciente por el budismo y por otras formas de sabiduría oriental, debido sobre todo,
al hecho de que estas corrientes del pensamiento abordan los mecanismos

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fundamentales de la felicidad y del sufrimiento, que pueden ayudarnos a ser mejores


seres humanos. La ciencia es capaz de mejorar nuestras condiciones de vida y hacer
de nosotros individuos más cómodos capaces de vivir un mayor número de años, pero
ya vivamos treinta o cien años, el problema de la calidad de la existencia sigue siendo
el mismo. La única manera de vivir una existencia de calidad es dándole un sentido
interiormente. En una entrevista reciente le preguntaron al dalái lama ¿cuál es la
mejor religión? Su respuesta sencilla no deja de sorprender: “la mejor religión es la
que te aproxima más a Dios, al Infinito. Es aquella que te hace mejor”.

Recuerda:

Es preciso reconocer también, que las nuevas formas de religiosidad dan


lugar a toda una serie de fenómenos, que se presentan como sacralizaciones
camufladas o religiones laicas, que componen lo que se ha dado en llamar
“secularidad sagrada”. Entre ellas sobresalen las de tipo “político y social”
(como el comunismo o los fascismos, que encarnan un destino escatológico: el
proletariado llamado a cambiar la suerte del mundo y a consumar la
realización de la historia; las de tipo “nacionalista” (exaltación del espíritu
patrio, de la propia etnia, de los héroes locales, etc.), las del “culto al cuerpo”
y a la sexualidad como hierofanías, las de “exaltación de la naturaleza” como
expresión de la divinidad y nostalgia del paraíso, etc.

Según las encuestas, en España un 80% de la gente se apoya en los nuevos


movimientos sociales de la modernidad: ecologismo, feminismo, pacifismo, defensa
de los Derechos Humanos…serpentea una corriente de religiosidad, digna de ser
tenida en cuenta, acaso ese rumor de lo invisible, el “rumor de ángeles” que Berger
percibe en medio del ruido de la civilización contemporánea. La misma
postmodernidad fomenta la dimensión estético-simbólica, místico-emocional, como
clave de acceso a la vida profunda; no se seca en el alma la sed de misterio aunque
se explaye en formas triviales e irracionales. La misma aparición de los nuevos
movimientos religiosos y de vetas sincretistas de espiritualidad, además de ser
justificada como una forma de protesta y de queja frente a las instituciones
tradicionales, puede ser una manera de paliar el vacío y las carencias vitales (A.
Hernández-Sonseca).

Estos extraños retornos de religiones exóticas nos plantean una pregunta importante:
¿A qué tipo de religión daría lugar la omisión de Dios? Como señala Manuel Fraijó
“nos encontraríamos ante lo que G. van der Leeuw ha llamado religión ‘de la huida’.
Huida de Dios y apelación a uno mismo. Estaríamos ante un concepto “débil” de
religión entendida como todo proceso de autoescucha, todo método de relajación para

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vencer el estrés, toda especie de cura humanística en la que se reponen fuerzas. En


definitiva, estaríamos ante un conjunto de estaciones hacia uno mismo. La religión
sería una especie de refugio para desengañados…”. La religión convertida, pues, en
algo así como el sucedáneo del imposible compromiso político.

Otra posibilidad de un concepto de religión que huye de Dios sería, la reflejada en la


tercera cosmovisión metafísica de Dilthey, que él califica de “idealismo objetivo”. Es la
religión de Goethe, Hegel, G. Bruno, Spinoza y algunos pensadores de la India y
China. Es decir: una actitud contemplativa, expectante, estética y artística ante la
vida. El individuo queda envuelto en una especie de simpatía universal. Un monismo
reconfortante, consolador, lo invade todo. Se experimenta la riqueza y el valor de la
vida. La persona se siente unida a todos los miembros y elementos de la creación. La
solución a todos los problemas se vislumbra en una especie de armonía universal. La
palabra mágica, como en Schleiermacher, es “sentimiento”. El idealista objetivo es,
sobre todo, un esteta. No se siente “creyente”, pero sí “religioso”. “Una religiosidad
difusa, generosa, profunda, tolerante, sin dogmas ni dioses” (FRAIJO, M. en VV. AA.
¿Hay lugar para Dios hoy? Madrid, PPC, 2005, 217 ss.).

¿No será ésta la única religiosidad que admiten muchos de nuestros contemporáneos,
es decir, la estetización de la religión que aparece en los Discursos de
Schleiermacher?

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La religión como hecho social

El hombre es un ser religioso, con lo cual la religión no es una simple cuestión


accesoria de la vida humana, sino uno de sus problemas esenciales. Para ser hombre,
y, por tanto, para alcanzar una vida plenamente libre, el hombre se las tiene que ver
con la suprema “forma de ser”, tanto social (ciudad ideal) como personalmente
(hombre en autenticidad). Sólo podemos juzgar lo inferior desde lo superior; sólo
podemos desvelar las injusticias si buscamos el sentido de lo justo; sólo podemos
desvelar lo inhumano si tenemos un criterio de lo que es realmente humano. A esa
forma suprema de ser se la ha llamado, a lo largo de la historia del pensamiento,
Dios. Sin la referencia a un fundamento absoluto, el mundo queda inexplicado y
suspendido en el vacío. No es razonable que un ser razonador se avenga a sostener la
afirmación de que la realidad carezca de un fundamento o razón. Nada es sin
fundamento o razón, que lo ignoremos o no podamos percibirlo no significa que no lo
haya. De ahí la frase emblemática de uno de los personajes de Dostoievski: “Si Dios
no existiera, todo sería permitido”, si Dios no existe la consecuencia es el nihilismo y
la negación de todos los valores.

Desde los albores de la civilización, la religión ha jugado un papel importantísimo


tanto en la vida privada de las personas como en el conjunto de la sociedad. En
tiempos prehistóricos, los restos de pinturas de animales en las cuevas del paleolítico,
por ejemplo, sugieren rituales religiosos que pudieron haber sido utilizados para
asegurar el éxito en las cacerías. Una necesidad similar de invocar un poder
sobrenatural se sentía en las comunidades agrícolas posteriores, cuyos rezos y
rituales estaban dirigidos a asegurar una cosecha abundante o la lluvia para que la
tierra fuera fértil.

La religión se preocupa de los hechos fundamentales de la existencia humana,


planteando cuestiones y temas cruciales como la creación del mundo, el sentido y
significado de la vida, la vida después de la muerte, el comportamiento ético y la
felicidad personal. La religión no ha sido nunca un asunto meramente cerebral,
preocupada sólo por ideales abstractos, ha sido, y sigue siendo, la savia vital de las
sociedades humanas, proporcionando a los pueblos rituales de gran significado,
festivales coloristas y peregrinajes a lugares sagrados.

Aún cuando la religión posea su lado oscuro y pueda ser usada para justificar la
intolerancia, el fanatismo, el fundamentalismo y el nacionalismo desenfrenado, su
capacidad para inspirar actos de solidaridad y grandes obras de arte no tiene rival.
Manuscritos profusamente iluminados, música, pintura, estatuas, poesía, mezquitas,
catedrales y templos representan algunas de las cotas más altas de la civilización.

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El hecho religioso es múltiple y muy variado, incluso cambiante, por lo que todas las
religiones se desglosan en infinidad de ramas colaterales, iglesias, tendencias, sectas,
escuelas, grupos, etc. que hacen del hecho religioso un auténtico mosaico lleno de
vida. Podríamos perdernos en esa jungla de creencias, dioses, doctrinas, etc. Pero lo
cierto es que existe un hilo conductor común a todas ellas: es lo que denominamos “el
hecho religioso”. El hecho religioso lo podemos contemplar desde dos ángulos bien
distintos: el individual, entendido como búsqueda y relación personal del hombre con
lo santo, y el social si esa relación se exterioriza. En este segundo supuesto los
creyentes se reúnen para comunicarse entre sí y compartir esta manifestación pública
hacia lo santo, hacia la divinidad. Paulatinamente el hecho religioso va tomando unas
características especiales que desembocan en una determinada religiosidad que
perdura en el tiempo y que constituye, sin duda, un fenómeno social.

Dios, es por definición, la única instancia que posibilita que no nos sometamos a los
poderes, sean políticos o mediáticos, de este mundo. El hombre sólo puede superar
“los valores culturales establecidos”, si tiene su hogar verdadero “más allá”. La no
sumisión al “status quo” sólo es posible si buscamos el “verdadero estado social”, la
“ciudad ideal”. Por eso no sólo los grandes pensadores, sino también los reformadores
sociales de Occidente, han planteado necesariamente el problema de la religión.

En 2001, Jacques Lang, ministro de educación de Miterrand, envió una carta a Régis
Debray, conocido revolucionario social que había luchado junto al Che Guevara, para
encargarle que elaborara un informe riguroso y fundamentado sobre La enseñanza del
hecho religioso en la escuela laica. El informe, entregado en septiembre del 2002,
define la religión como un hecho, el “hecho religioso”: la religión es un hecho
universal, permanente a lo largo de la historia humana. No es, pues, una etapa
infantil superada por la modernización de la sociedad. Es un hecho social que reclama
ser estudiado con rigor y tomado absolutamente en serio; unos lo estudiaran como un
hecho objetivo que está en la sociedad; otros lo estudiarán para inspirar una forma de
vida. Lo que no se puede hacer es negar los hechos. La sociedad que desconoce el
universo simbólico descubierto, pensado y vivido por las religiones es una sociedad
incapaz de considerarse como intelectualmente adulta porque niega una dimensión
profunda de la realidad, rechaza la objetividad de la historia pasada, se imposibilita
para dar respuesta a los problemas del presente.

En 2003, el ministro de educación francés, Luc Ferry, en su Carta a todos los que
aman la escuela, tuvo el valor de romper uno de los prejuicios intelectuales que se
arrastran desde mayo del 68. De un lado y seducidos por el marxismo, los
intelectuales centraron todo el interés en lo económico y en lo político, ocultando los
terribles hechos de los campos de concentración. De otro lado, y seducidos por
Nietzsche, los intelectuales proclamaron el mundo utópico de la sociedad sin “límites
personales”, sin conciencia de responsabilidad; un hombre creador de todo desde la
nada. Ahora bien, en este contexto hay que preguntarse: ¿es posible la educación?,

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¿cómo transmitir una verdad si las creencias individuales definen la realidad, y los
medios de comunicación masivos son las fuentes de la ley? ¿Es posible una educación
para la justicia, la libertad, la solidaridad? ¿Es posible la democracia en una sociedad
que no tiene criterios comunes ni metas compartidas? ¿Cómo pasar del mero hábito
de estar juntos a una convivencia desde el encuentro personal, sin que nos dirijan los
poderes mediáticos, económicos y políticos de turno? La perdurabilidad de la
democracia exige ir más allá de la mera formalidad del derecho. El problema de fondo
de nuestra democracia es si seremos capaces de construir “proyectos sociales”, de
crear formas de convivencia y de colaborar. Y no afrontaremos este problema desde
sus raíces si no analizamos las “propuestas de sentido” (cultura, ética, religión) que
definen la identidad de los diversos grupos sociales.

Nicolás Sarkozy, presidente de uno de los países más secularizados de Europa, decide
afrontar, con un enfoque sorprendente, uno de los temas tabú de la sociedad
francesa: la religión. Reflexiona sobre los valores necesarios de la religión en la
República del laicismo, llegando a afirmar que “la religión ofrece un gran servicio a la
sociedad, dota a los hombres de la esperanza espiritual que el Estado no puede
darles”.

Es cierto que el hombre religioso no es mejor que el no religioso, pero no por ello
conviene olvidar las palabras de Platón al respecto: “nunca ningún hombre a quien las
leyes hayan persuadido de la existencia de los dioses ha cometido con plena
deliberación un acto impío, ni ha proferido ninguna palabra nefasta y criminal; el que
lo haya hecho solamente ha podido hacerlo inducido por una de las tres convicciones
siguientes: o bien no creía, como he dicho, en la existencia de los dioses, o bien, en
segundo lugar, fue porque creía que los dioses existían, pero que no sentían ninguna
preocupación por los humanos; o bien, en fin, porque los considerara blandos y fáciles
de aplacar por medio de plegarias y sacrificios” ( Las leyes, X, 885b).

Sea como fuere, en la actualidad constatamos que la filosofía ha abandonado por lo


general su hostilidad antirreligiosa, y filósofos como Jürgen Habemas escriben: “No
creo que como europeos podamos entender seriamente conceptos como el de
moralidad y eticidad, persona e individualidad, libertad y emancipación…sin
apropiarnos de la sustancia de la idea de historia de la salvación de procedencia
judeocristiana” (Nachmetaphysisches Denken, Frankfurt a. M. 1988, 23). Y en otro
lugar insiste en algo muy parecido “A la hora de dar respuesta motivadora a la
pregunta de por qué hemos de seguir nuestras convicciones morales, por qué en
absoluto hemos de ser morales, en ese sentido tal vez se pueda decir: sin Dios, salvar
un sentido incondicional es vano” (Texte und konteste, Frankfurt a. M. 1992, 125).

También hay quienes consideran la religión como un elemento represivo, un “poder


coercitivo sobre el individuo”, con lo cual la religión se identifica con las instituciones

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religiosas, cuya función social es subyugar las conciencias mediante el sometimiento a


un poder superior (tótem). Otros, más en la línea positivista, consideran la religión
como un estadio infantil de la historia, superado por el saber científico, por ello, la
secularización del mundo moderno sería muestra de la madurez de la historia. Esta
creencia ha sido desmentida por los hechos históricos, como muestran los recientes
conflictos internacionales, donde una vez más se pone de relieve la importancia que
desempeña la religión en la sociedad.

Como apunta Martín Velasco: “La gran contribución social de la religión en una cultura
fragmentada, contradictoria y ambigua como la nuestra radica en dar sentido último a
la propia existencia, al conjunto de la realidad y al curso de la historia” (MARTÍN
VELASCO, J.: Introducción a la fenomenología de la religión, Madrid, 1978, pág.
203). La religión no es simplemente ideología, ni teoría sobre la realidad o sobre el
hombre, ni sentimiento, emoción o estado de ánimo, ni es acción ética o expresión
cúltica, ni pura institución social. Es un hecho humano, que como tal, comprende
todos esos elementos sin reducirse a ninguno de ellos. El núcleo esencial de este
hecho humano lo constituye la actitud de reconocimiento de una realidad suprema
frente a las demás realidades naturales e incluso, y sobre todo, frente al propio
sujeto.

A pesar de que parece que la religión ha perdido su función social en nuestro mundo,
ni la sociedad se ha desacralizado por completo ni la religión se ha convertido en algo
marginal e irrelevante entre nosotros. Se cumple así el pronóstico de Durkheim de
que la religión está más llamada a transformarse que a desaparecer, ya que los
impactos externos que desfiguran las religiones institucionalizadas no consiguen
anular el fondo de sacralidad que las caracteriza (Cf. SAHAGUN DE LUCAS, J.: O.c.,
6).

En la nueva sociedad que se está gestando, uno de los componentes esenciales de la


convivencia es la religión. La célebre frase de André Malraux “el siglo XXI será
religioso o no será” sigue dando mucho que pensar. La religión sigue ofreciendo
perspectivas de futuro tanto para mejorar las condiciones del presente histórico del
hombre (equidad, libertad, solidaridad) como para asegurar la felicidad más allá del
espacio y del tiempo. Sólo la religión es capaz de presentar un futuro abierto a las
legítimas aspiraciones del hombre y de la sociedad. Solo cabe esperar que esas
aspiraciones y deseos constitutivos esenciales del ser humano conozcan mejor
destino que su extinción forzosa en la nada. Ya Unamuno se resistía a pensar que la
vida se agote en “una fatídica procesión de fantasmas que van de la nada a la
nada…” (DE UNAMUNO, M.: Del sentimiento trágico de la vida. Espasa, Madrid,
Calpe, 1967, pág. 39). Es, pues, evidente que las ciencias de la religión: historia,
sociología, psicología, fenomenología, filosofía, etc. pueden aportar mucha luz sobre el
fenómeno religioso.

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