en ir en bicicleta hasta tu casa. Remar no se trata de llegar a la isla, es disfrutar el trayecto –dijo Ricardo cuando nos enseñó. Cada desplazamiento tiene su clave sensitiva. Bajo los cambios para subir, después apoyo el peso del cuerpo en los pedales y me dejo caer en picada. Se entretejen nudos en los pelos cuando se ponen a flamear hacia atrás. Las construcciones van perdiendo altura, una estela de humo atraviesa el cielo dibujada con la punta de una fábrica. Aterrizo en la entrada de tu casa, las cosas andan bastante mal ahí adentro o en cualquier otro reducto que tengamos que compartir. Puedo aceptar que ya no nos queremos como antes, pero, si insisto, es porque la distancia fabricada entre nosotros es tan hermosa y delicada como ningún otro trayecto que conozca hasta ahora. Vi nevar, en Rosario, y con sol A ver si alguien entiende lo que digo. Estábamos en el primer piso de un estacionamiento. Nos bajamos, encastrando las manos en los huecos de la ropa. Un señor pasó muy cerca con su auto, dijo algo que sonó como que estaba nevando en Fisherton, dijimos “¿qué dijo?”, “este tipo está loco”, miramos afuera y los copos perfectos descendían sobre los parabrisas, fue como una redención y me acordé de tantos libros y de tantas películas. Quise llamar a todos por teléfono, decirles que los amo. Necesito algo que me haga concha el corazón. Como cuando se te pega una canción espantosa y necesitás otra pegadiza para reemplazar esa pieza en tu cerebro automático. Necesito algo que me destruya. Equilibrio
Papá aflojó los tornillos
para que aprendiera a andar sin las rueditas. Ella me llevó a la vereda de tierra que rodea al hipódromo, justo enfrente de casa. Y cuál es la necesidad de aprender a sostener mi cuerpo todo de nuevo. Le hice prometer que no me soltaría por nada del mundo; giraba apenas mi cuello para ver que ella siguiera ahí, corriendo justo detrás mío, agarrándome de la parte baja del asiento. “Yo no te suelto –me decía–, yo no te suelto”, pero para ese entonces ya estaba pedaleando sola y no me daba cuenta de cómo ella se alejaba de mí, aun quedándose quieta entre los troncos viejos y gruesos. Me enojé tanto cuando me di vuelta que rechacé ese objeto a un costado de la vereda y quise volver a casa. Ahora voy esquivando colectivos, haciendo finitos, calculo el tiempo exacto para pasar en rojo y no morir en el asfalto, pero así y todo no voy a reconocerlo. He decepcionado muchas veces a mi madre y sé que seguiré haciéndolo. No hay lugar en el mundo para dos personas iguales, ni siquiera lo hay en una casa, y por eso me fui apenas terminada la escuela. Pero es necesario para que mamá aprenda. El equilibrio se fabrica con la distancia, si nos quedamos quietas seguramente nos vamos a caer. Ahora rebobino el cassette y resulta que soy yo la que se aleja mientras ella se queda parada, palideciendo bajo el sol de un domingo. Pero yo no te suelto, mamá, yo no te suelto. Y era ir todos apretados en el auto como esa vez llegando tarde a la cena de navidad. En el asiento de atrás vamos yo, mis hermanos y la abuela lleva a upa a uno de los primos, en ese entonces el más chico en edad y tamaño. Ella se agarra del respaldo delantero para mantener rígido el cuerpo en la curva, mi primo enfoca la vista en su mano pulposa, me señala el relieve de las venas y me dice a la abuela se le ven los cables. Después, por una cuestión de ecología la abuela se muere, para que entremos más cómodos y el abuelo, que va del lado del acompañante, tira el asiento hacia atrás, estira las piernas. Papá escucha indicaciones cruzadas en una ciudad que conoce de memoria. Los hijos atrás como en los veraneos, donde había que pelear para respirar por la ventanilla, aburrirse hasta el hartazgo, comer sánguches con mayonesa caliente, dosificar el jugo del bidón (eh, no te lo tomes todo), esquivar piñas y soportar un hermano durante todo el viaje escandirte un octosílabo: To/co el /ai/ re y /no/ te /to/co. To/co el /ai/re y /no/ te /to/co. Pero mis hermanos aprenden a manejar, de vez en cuando se turnan para que mi viejo descanse, los roles cambian, uno se casa, el otro se embaraza, el otro se va a vivir a las sierras. Van subiendo a otros autos, recién comprados, usados, con olor a nuevo.
Y se bajan en ciudades que desconozco.
Ahora voy viajando sola y cada vez que despierto tengo miedo de haberme quedado dormida, haber perdido la estación o tomado el colectivo equivocado. Entonces me acurruco contra la ventana, por la hendija entra el temor. Le pido a los dioses de mi familia lo que después de tantos años de invertir en ellos me correspondería por herencia: protección protecciónprotección.