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A LE X A NDR E COELLO DE L A ROSA · JOSEP LLUÍS M ATEO DIESTE

Elogio de la
antropología
histórica
Enfoques, métodos y aplicaciones
al estudio del poder y del colonialismo
Copyright © 2016. Editorial UOC. All rights reserved.

EDITORIAL UOC
PRENSAS DE L A UNIVERSIDAD DE ZAR AGOZA
Coello, de la Rosa, Alexandre, and Dieste, Josep Lluís Mateo. Elogio de la antropología histórica: enfoques, métodos y
aplicaciones al estudio del poder y del colonialismo, Editorial UOC, 2016. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bull-ebooks/det
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A LEXANDRE COELLO DE LA ROSA
(Barcelona, 1968) se doctoró en Historia
por la SUNY at Stony Brook (Nueva
York, EUA, 2001). Ha publicado diversos
trabajos en libros y revistas especializadas
sobre crónicas, historia colonial del Cari-
be e historia eclesiástica del Perú
y Filipinas de los siglos XVI y XVIII.
Es editor de la revista Illes i Imperis
del Departament d’Humanitats de la
Universitat Pompeu Fabra y profesor
agregado en dicha Universidad. Entre sus
últimas publicaciones destacan Historia
de las islas Marianas, de Luis de Morales
y Charles Le Gobien, SJ, edición e intro-
ducción de Alexandre Coello (Madrid,
2013); y Jesuits at the Margins: Missions
and Missionaries in the Marianas (Lon-
dres y Nueva York, 2016).

JOSEP LLUÍS MATEO DIESTE


(Manresa, 1968) es doctor en Historia
por el European University Institute
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(Florencia, 2002) y profesor Serra Hunter


en el Departamento de Antropología
Social y Cultural de la Universitat Autò-
noma de Barcelona. Ha realizado investi-
gaciones desde la etnografía y
el trabajo de archivo, sobre la imagen
del marroquí en España, las relaciones
sociopolíticas durante la colonización
española de Marruecos, las transforma-
ciones del campo religioso musulmán,
etc. Entre sus principales publicaciones
destacan Health and ritual in Morocco.
Notions of the body and healing practices
(Leiden, 2013) y
La «hermandad» hispano-marroquí. Políti-
ca y religión bajo el Protectorado de España
en Marruecos (Barcelona, 2003).
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ELOGIO DE LA ANTROPOLOGÍA HISTÓRICA
Enfoques, métodos y aplicaciones
al estudio del poder y del colonialismo
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ELOGIO DE LA ANTROPOLOGÍA
HISTÓRICA
Enfoques, métodos y aplicaciones
al estudio del poder y del colonialismo

Alexandre Coello de la Rosa


Josep Lluís Mateo Dieste
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EDITORIAL UOC
PRENSAS DE LA UNIVERSIDAD DE ZARAGOZA

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COELLO DE LA ROSA, Alexandre
Elogio de la antropología histórica : enfoques, métodos y aplicaciones al
estudio del poder y del colonialismo / Alexandre Coello de la Rosa, Josep Lluís
Mateo Dieste. — Zaragoza : Prensas de la Universidad de Zaragoza ; Barcelona :
Editorial UOC (Oberta UOC Publishing), 2016
330 p. ; 22 cm. — (Ciencias Sociales ; 120)
Bibliografía: p. 275-326. — ISBN 978-84-16933-30-3 (Prensas de la
Universidad de Zaragoza) — ISBN 978-84-9116-665-8 (Editorial UOC)
Antropología cultural y social–Historia
MATEO DIESTE, Josep Lluís
39(091)

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© Alexandre Coello de la Rosa y Josep Lluís Mateo Dieste


© De la presente edición, Prensas de la Universidad de Zaragoza
(Vicerrectorado de Cultura y Proyección Social)
y Editorial UOC (Oberta UOC Publishing)
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1.ª edición, 2016

Colección Ciencias Sociales, n.º 120


Director de la colección: Pedro Rújula López

Prensas de la Universidad de Zaragoza. Edificio de Ciencias Geológicas, c/ Pedro Cerbuna, 12


50009 Zaragoza, España. Tel.: 976 761 330. Fax: 976 761 063
puz@unizar.es http://puz.unizar.es

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zación de sus publicaciones a nivel nacional e internacional.

Impreso en España
Imprime: Servicio de Publicaciones. Universidad de Zaragoza
D.L.: Z 1407-2016

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A Verena, con admiración y gratitud
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AGRADECIMIENTOS

Queremos expresar muy sinceramente nuestro agradecimiento a


todas aquellas personas que nos han ofrecido valiosas apreciaciones sobre
los capítulos y partes del libro: Yolanda Aixelá, Montserrat Clua, Josep
Maria Fradera, Araceli González, João Melo, Maite Ojeda, Sol Tarrés;
todos ellos nos han regalado continuas reflexiones y referencias a conside-
rar, como es el caso especial de Verena Stolcke, generosa e inspiradora en
sus comentarios y observaciones. A ella dedicamos este trabajo. También,
damos las gracias a todos nuestros amigos y colegas, especialmente a los
vinculados al Departament d’Humanitats de la Universitat Pompeu Fabra
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(UPF), al Departament d’Antropologia Social i Cultural de la Universitat


Autònoma de Barcelona (UAB), así como al Programa Estatal de Fomento
de la Investigación Científica y Técnica de Excelencia. Subprograma de
Generación del Conocimiento, Proyecto HAR2013-40445-P de 2014-
2016, y al proyecto «Dentro y fuera. Cambio institucional e integración
social y cultural en el Imperio Español contemporáneo, 1550-1950»,
Ministerio de Economía y Competitividad, HAR2015-68183-P, 1/1/2016 -
31/12/2019, en los que se incluye este trabajo. Igualmente, al proyecto
«Estudio antropológico comparativo de las nociones de ser humano», Pro-
grama Estatal de Fomento de la Investigación Científica y Técnica de
Excelencia. Subprograma de Generación de Conocimiento (HAR2013-
40445-P) 2013-2016.

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INTRODUCCIÓN

Si queréis saber por qué comparezco hoy ante vosotros


con solemnidad tan inusitada, os lo diré si no encontráis eno-
josas mis palabras y me prestáis oídos, pero no aquellos de
que os servís para escuchar a los oradores sagrados, sino los
que se prestan a los charlatanes, bufones y juglares.1

La senda que conduce a este libro empezó, en realidad, hace ya unos


años. Nuestros propios caminos se cruzaron a mediados de los noventa
en el máster de Antropología de la Universitat Autònoma de Barcelona
(UAB), donde descubrimos el quehacer de antropólogos como Bill
Christian, y nos adentramos en sendas tesinas2 bajo la dirección de
Verena Stolcke, pionera en el enfoque del que aquí hacemos elogio. A lo
largo de estos años hemos trabajado con documentos, con vivos y con
muertos, en diferentes proyectos, y ante nosotros han ido pasando múl-
tiples autores, auténticas «pequeñas llamas» que nos han orientado en
este andar. Es posible que nuestra formación en otras disciplinas (histo-
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ria y sociología, además de la antropología), así como nuestro paso por


otras academias hayan conformado cierta mirada de outsider. En los últi-
mos años hablamos de manera informal sobre la importancia de reivin-
dicar una manera de hacer antropología, tal y como veníamos desarro-
llando en nuestras investigaciones sobre el colonialismo en Latinoamérica,
el Magreb y Asia-Pacífico. Y así iniciamos la andadura de este libro,

1 Erasmo de Rotterdam, Elogio de la locura [1511] 1984: 37.


2 Alexandre Coello de la Rosa, Génesis y desarrollo de las relaciones de poder en el
Perú virreinal, siglo XVI (Bellaterra: UAB, 1996); Josep Lluís Mateo Dieste, El «moro» entre
los primitivos. El caso del Protectorado español en Marruecos (Bellaterra: UAB, 1996).

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12 Introducción

alentados por la perspectiva de Verena Stolcke, con el ánimo de nuestros


colegas del grupo AHCISP, que resultó ya en la realización de la Jornada
«Elogio de la antropología histórica»,3 título que nos inspiró para escribir
este libro y que es toda una declaración de principios.

Un libro brújula
Con este libro queremos reivindicar formas de investigar y, en espe-
cial, de mirar el mundo. Junto a esa mirada, la creatividad ocupa también
un lugar destacado, entendida como una modesta herramienta que se inte-
rroga por aquello que se nos revela como evidente. No se trata tan solo de
pensar nuevas fuentes, sino de adoptar una nueva perspectiva para anali-
zarlas, emulando la imaginación sociológica de Wright Mills o la posterior
imaginación histórica reclamada desde la etnografía por Jean y John
Comaroff.
A menudo hemos comprobado los malentendidos y desconfianzas en
torno a este tipo de propuestas, no solo en el ámbito estrictamente teórico,
sino cuando hemos observado directamente sobre el terreno los efectos de
las barreras académicas, más que «disciplinares en sí» (las disciplinas no
piensan), en personas que actúan bajo la disciplina/autoridad de «su disci-
plina», reacias a cruzar fronteras, etiquetando las unas que «esto no es
nada histórico» (en un comité de selección de Juan de la Cierva), remu-
gando las otras que «falta etnografía» (observación durante una revisión
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ciega de artículos).
Es imposible recoger «todo» lo que se ha escrito sobre la antropolo-
gía histórica, teniendo en cuenta además que esta categoría descriptiva
no es canónica ni está claramente establecida. Por otro lado, este libro
tampoco pretende ser un manual de la misma. Pero sí hemos procurado
mostrar la pluralidad de miradas y, sobre todo, la diversidad de unos
enfoques que frecuentemente se desconocen. Conocidos que no se salu-
dan, o directamente vecinos que no se hablan. Aristócratas, nuevos ricos

3 Monográfico «Més enllà d’una dicotomia enganyosa. Reflexions sobre l’antropo-


logia històrica», publicado en Quaderns-e de l’ICA, 20:2, 2015.

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Un libro brújula 13

y otros que nada quieren saber de los parientes pobres. No sabemos si


formamos parte de este último grupo, pero tenemos claro que son nece-
sarias miradas más humildes y menos «etnocéntricas» (dentro de la aca-
demia) que reconozcan y traduzcan diferentes tradiciones de pensa-
miento. Podríamos decir que nos identificamos con un viejo cuento sufí
en que solo tras contrastar las opiniones de los diferentes consejeros del
rey, estos pudieron concluir que aquello que cada uno había palpado en
la oscuridad desde diferentes ángulos era, en realidad, un elefante.
Si nos enfrascamos en este embroglio es porque pensamos que se
puede aprender pensando el pasado como un problema etnográfico,
como un otro extraño, y el presente como un problema histórico, arras-
trado por la corriente del río de Heráclito. A nuestro entender existe
material suficiente para aprender del pasado, de nuestros ancestros. Pero
sabido es que la memoria de los ancestros es selectiva. Seguramente en
esa selección nos hemos acercado a los autores y autoras que precisa-
mente más nos han inspirado, porque han partido de preguntas sobre el
poder, de manera compleja, más allá de determinismos materialistas o
culturalistas.
Y nos hemos mantenido a distancia de pavoneos postmodernos, y
en general de otros «posts-» que no solo no han aportado más madera
etnográfica, sino que se han olvidado de que ya existían motores de cali-
dad, los clásicos, que podían continuar funcionando con un poco de
aceite. Y dado que en este libro nos ocuparemos en gran parte del estu-
dio de los colonialismos, consideramos imprescindible retomar estos
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pasados coloniales para mejor conocer los escenarios post-coloniales.


Pero no nos fiamos de la verborrea de ciertos enfoques que hablan del
colonialismo sin estudiarlo directamente; porque el estudio del colonia-
lismo no está agotado ni mucho menos, ni tampoco el estudio de sus
efectos. Por eso consideramos tan importante leer a George Balandier,
John L. y Jean Comaroff, Eric Wolf, Talal Asad y otras mentes lúcidas
que han sido capaces de realizar las conexiones entre colonialismo y
post-colonialismo de un modo fundamentado, relacionando lo micro
y lo macro, planteando serios enfoques sobre el motor de la historia, y
yendo a la densidad de un documento o a la palabra de un testimonio, al
archivo y a la etnografía, desde la crítica de los conceptos y no tanto
desde su entronización vacía.

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14 Introducción

Entre métodos
Este es un homenaje crítico a metodologías y trabajos inspiradores.
Imposible también sintetizarlos todos. Por eso este libro es una exposi-
ción de modos «de y para» investigar,4 y seguramente esta selección de
trabajos es un indicativo de nuestras propias posiciones: ofrecer metodo-
logías dialécticas sobre las relaciones humanas, mostrando las versiones
en liza, intentando superar no tanto las ambivalencias como los dualis-
mos (naturaleza-cultura, sujeto-estructura, tradición-modernidad) que
forman parte de tantos fenómenos humanos, como la llamada identi-
dad, las relaciones de poder o la emergencia de la modernidad, con sus
múltiples caras.
La imaginación sociológica que reclamara Wright Mills en 1959
está presente en este elogio crítico. No se trata de adscribirse a un método
llamado «antropología histórica», como muchos podrían estar pensando.
No se trata de «ser», sino de «hacer»; y este hacer requiere, como también
observaran Pierre Bourdieu y Loic J. D. Wacquant (1992), que el inves-
tigador adopte el método que requiera para resolver el problema que ha
planteado, y no al revés, adaptando el problema al método. Tal y como
vamos a explicar en las siguientes páginas, no se trata de elegir entre un
método u otro, entre hacer etnografía o analizar documentos. Se trata de
estudiar sociedades, y la temática a analizar determinará la técnica o
enfoque necesarios para abordar el problema. Si lo más difícil continúa
siendo plantear la pregunta, como tantas veces hemos oído decir a Verena
Stolcke, tan solo pedimos al paciente lector o lectora que se haga muchas
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preguntas tras leer este texto.


Frente a este cruce de pensamientos y métodos, es preciso remarcar
que la antropología histórica no equivale a «sumar esfuerzos» entre dos
disciplinas distintas, sino a formular la idea de que las sociedades solo
pueden comprenderse si las analizamos históricamente:
any relationship between disciplines is determined not by the intrinsic nature
of those disciplines but by prior theoretical considerations […] In my own

4 Parafraseando la idea de Clifford Geertz de que todo ethos implica una represen-
tación del mundo que conforma una forma de actuar (o de estar) en él.

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Entre métodos 15

view, there ought to be no ‘relationship’ between history and anthropology,


since there should be no division to begin with.5

Aplicando los interrogantes del grupo de investigación AHCISP6


sobre la noción de mezcla a nivel transcultural y transhistórico, y la idea
de que el mestizaje, lejos de disolver las diferencias, lo que confirma para-
dójicamente es la existencia de purezas, podemos preguntarnos lo
siguiente: ¿deberíamos hibridizar a la antropología e historia para obtener
un cruce como la antropología histórica?, ¿las contigüidades epistemoló-
gicas —lo que Geertz definió como el «desdibujamiento de los géneros»7—
indican la existencia de «purezas» disciplinares: la antropología y la histo-
ria? Lo cierto es que la práctica (etnográfica, archivística) ha generado
interpretaciones ambivalentes.8 Autores como John Davis (1980) han
mostrado su pesimismo sobre la aportación de la antropología a la histo-
ria, aduciendo que llevaría demasiado tiempo formar a los antropólogos
como «verdaderos historiadores de archivo». Pagden (1991) señaló que la
«antropología histórica» era «en realidad poco más que historia narrativa
convencional escrita, en parte, con la ayuda de un lenguaje antropológico
(a menudo miméticamente, con poca espontaneidad)».9 Igualmente
Viazzo entiende que han sido más bien los historiadores quienes se han
acercado a la antropología.10 En cualquier caso, es cierto que su etiquetaje
fronterizo ha generado la clásica desconfianza desde los dos lados de la
frontera.
También es preciso remarcar la existencia de modus operandi implíci-
tos en las metodologías que no hacen fácil los diálogos: el recelo teórico de
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muchos historiadores, el culto a los hechos, y la búsqueda de fuentes; o el

5 Comaroff y Comaroff, 1992: 13.


6 El grupo AHCISP, Antropologia i Història de la Construcció de les Identitats Socials
i Polítiques, al cual pertenecemos, nació en el Departament d’Antropologia Cultural de la
Universitat Autònoma de Barcelona (UAB) con el objetivo de estudiar tanto el elogio de
las identidades y diferencias socioculturales como la celebración de los mestizajes, hibri-
dismos y sincretismos que hacen permeables las fronteras entre personas de diversas pro-
cedencias. Al respecto, véase <http://blogs.uab.cat/ahcisp/?page_id=4>.
7 Citado en Pagden, 1991: 49.
8 Lisón Tolosana, 1996: 163-164.
9 Pagden, 1991: 50.
10 Viazzo, 2003: 19.

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16 Introducción

culto teórico de muchos antropólogos, o la proyección etno- y cronocén-


trica de sus conceptos.11 Notables excepciones fueron las del historiador
marxista recientemente fallecido, Eric J. Hobsbawm, quien en 1972 ya
defendía la búsqueda de modelos analíticos,12 o la de Peter Burke, cuando
en 1979, en Cambridge, intentó con Bob Scribner organizar un curso de
«antropología histórica».13 Sin embargo, los comités académicos detecta-
ron el peligro de un exceso de teóricos sobre los tranquilos pastos de los
historiadores.

Poder y colonialismo
El estudio del poder ocupa un lugar central en este trabajo porque
lo consideramos un motor de la historia, más allá de los enfoques mate-
rialistas o simbolistas, agenciales o estructuralistas. En todas estas pers-
pectivas emerge la dimensión del poder: conformando relaciones de des-
igualdad en la división sexual del trabajo, en la organización de la
subsistencia, en la redistribución y, obviamente, en las formas de organi-
zación social; pero también en las formas de significación simbólica del
mundo, a través de la legitimación y las pugnas por definir el propio
mundo. Ese poder que no es el poder de suma cero de la ciencia política,
sino ese poder que va más allá de la definición convencional de política,
porque está presente en las relaciones cotidianas, entre sexos, entre cla-
ses, entre «diferentes», convertidos en desiguales. Pero el poder a que nos
referimos en nuestra perspectiva no es tampoco ese poder omnívoro y
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omnipresente de Foucault, ahogador de toda posibilidad de escapatoria,


aunque reconocemos su enorme efectividad, al quedar impregnado en
los sistemas morales (Asad, 1987), en los cuerpos y en las llamadas for-
mas de «autocontrol», que el mundo contemporáneo está viendo conso-
lidar a través de las nuevas tecnologías. El poder, como producto

11 Amodio, 2010: 378. Josep Lluís Mateo puede dar fe de ello, en su paso por el
European University Institute de Florencia. En los ratos libres, los doctorandos de Cien-
cias Sociales iban a la búsqueda de sus variables; los doctorandos de Historia iban a la
búsqueda de sus sources, en la línea de la cita de Bernard Cohn que abre el primer capítu-
lo de este libro.
12 Viazzo, 2003: 42.
13 Amodio, 2010: 377.

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Poder y colonialismo 17

humano, es humano, imperfecto, repleto de contradicciones, de dialéc-


ticas entre el consciente y el inconsciente, aunque estas mismas catego-
rías no tengan siempre una frontera bien delimitada.
Este libro no es un estudio restringido al colonialismo. Nuestros
ejemplos y análisis abarcan escenarios y períodos no necesariamente mar-
cados por las relaciones coloniales, pero ciertamente una parte central de
nuestras reflexiones se basa en aquello que algunos autores, como Talal
Asad, denominan las «colonial situations». Desde que Asad organizara un
coloquio al respecto en 1973 se han sucedido los trabajos sobre una cues-
tión bien cercana a la antropología, pero sobre la cual y, paradójicamente,
la propia antropología había corrido un tupido velo. Sin embargo, las pro-
pias situaciones coloniales habían generado cantidades ingentes de docu-
mentos, tanto escritos como visuales, y en algunos casos, la propia etno-
grafía había podido reconstruir sus recorridos por medio de la historia
oral. De hecho la antropología nació y se hizo en medio de esos proyectos
coloniales. Entre las paradojas de la modernidad surgieron también los
dualismos teóricos cartesianos que una antropología «de la dinámica»
puede contribuir también a contrarrestar.
Otro de los hilos conductores que enhebran este trabajo es la conside-
ración de una historia de los excluidos. Las aportaciones a la micro-historia
de Emmanuel Le Roy Ladourie (1975), Carlo Ginzburg (1976, 1993) y
Giovanni Levi (1990, 1993) permitieron la incorporación de los sectores
plebeyos (o subalternos) al drama histórico,14 tal y como ya venía sugi-
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riendo Ernesto de Martino en la temprana fecha de 1948.15 Un énfasis en


la «cultura popular» que no buscaba analizar la tradición, entendida como la
persistencia de formas tradicionales de vida, sino las formas y prácticas
culturales que habían sido activamente marginadas por la cultura domi-
nante. Del mismo modo se trataba de interrogar antropológicamente a
colectivos a los cuales tradicionalmente se les había ignorado, atribuyéndo-

14 Viazzo, 2003: 10, 104; Burke, 2003: 31-32.


15 Nos referimos a su artículo «En torno a una historia del mundo popular subalter-
no», reeditado y comentado por Carles Feixa, en De Martino (2008). Igualmente, la obra
de E. P. Thompson, traducida al italiano en 1968, tuvo una gran influencia entre los
micro-historiadores italianos.

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18 Introducción

les un papel activo no solo en lo político, sino también en lo cultural.16 Así,


los especialistas han empezado a visibilizar los acontecimientos de dichos
actores sociales que se mostraban, sobre todo, en amplios espacios y de
manera liminar, a través de los cuales se reproducía lo que Bajtín deno-
minó el «espíritu de la plaza pública».17 Las fiestas populares conllevan
una dramaturgia participativa que revaloriza la importancia de los símbolos,
los rituales, los factores emocionales que condicionan las acciones de los
participantes en un determinado contexto histórico.18 En este sentido,
las prácticas representativas no eran inmunes a las concepciones del poder
monárquico y (post)colonial. Al contrario, ilustraban las estructuras de
significado de eventos tales como las ceremonias públicas, las funciones
religiosas, las coronaciones y funerales regios, resignificados a nivel local.
A través de un interesante análisis etnográfico del famoso carnaval de
Oruro, en Bolivia, el antropólogo Thomas Abercrombie señala que todas
las danzas representadas en esta festividad participan de una macro-narra-
tiva de la conquista y la conversión. Pero al mismo tiempo, estas danzas
también representarían «una historia sobre la lucha del ciudadano boli-
viano por tener una identidad».19 Lo «micro», pues, no hace referencia al
tamaño del objeto de estudio, sino a un enfoque analítico, es decir, que
partiendo de un estudio de caso se puede elaborar una hipótesis de amplio
espectro.20 En palabras de Carlo Ginzburg, «a close analysis of a single
case study may pave the way to much larger (indeed, global) hypotheses».21
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16 Thompson, 2000: 17; Hall, 2013: 183-201.


17 En su obra sobre Rabelais, Bajtín (1988) describió la cultura popular como una
narrativa de la batalla entre lo oficial y lo no oficial, centrada en la plaza pública. Al res-
pecto, Hall (2013: 191) apuntaba que «no hay ninguna “cultura popular” autónoma, au-
téntica y completa que esté fuera del campo de fuerza de las relaciones de poder cultural
y dominación».
18 Esa dramaturgia participativa que actúa como un componente esencial tanto del
control político de los gobernantes a través de teatro de la majestad, la superstición, el
poder, la riqueza, la justicia sublime («desde arriba»), como de la protesta urbana y la re-
belión («desde abajo») fue también compartida por Thompson (2000: 26).
19 Abercrombie, 1992: 282.
20 Como señala Abercrombie (2003: 176), la «folklorización de los festivales públi-
cos constituye hoy una arena privilegiada para la generación de conceptos de indianidad,
y para la construcción cultural y contestación de los parámetros de ciudadanía».
21 Ginzburg, 2015: 462. Sobre la convergencia entre micro y macro-historia, véase
Trivellato, 2011: 1-24.

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aplicaciones al estudio del poder y del colonialismo, Editorial UOC, 2016. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bull-ebooks/det
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Mapa de uso 19

Mapa de uso
Este libro es el proceso final de un hacer y deshacer textos, como
Penélope. Y, por consiguiente, el resultado podía haber sido otro, ya que
teníamos en mente desarrollar otros capítulos dedicados a cuestiones de
economía, parentesco o religión. Pero la abrumadora cantidad de trabajos
nos obligó a acotar la organización temática, y por ello nos pareció de
mayor importancia poder explicar la lógica con la que hemos organizado
nuestros materiales y reflexiones, como guía de lectura y justificación de
dichas selecciones.
El libro se abre con un primer capítulo que repasa la emergencia de
diferentes respuestas, y desde muy distintos contextos teóricos y académi-
cos, al problema de la historia en antropología, no como una elección, sino
como un elemento central en el estudio de las relaciones sociales.22 No se
trata de ningún modo de una historia lineal, aunque podemos observar
que esas respuestas son una reacción de insatisfacción tanto frente al fun-
cionalismo imperante en ciencias sociales hasta la mitad del siglo xx, como
frente al paradigma que le había precedido, un evolucionismo que de
hecho volvía a renacer a mediados de siglo. Con los procesos de descoloni-
zación y la Guerra Fría, el relativismo fue progresivamente desafiado por
una nueva visión estratégica del mundo que refundaba paradigmas neo-
evolucionistas que iban a medir el mundo a partir de criterios materiales
de crecimiento (Leclercq, 1973).
En esta propia historia de esa antropología histórica hemos procu-
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rado incluir y reconocer a tradiciones que, en la mayoría de los casos,


han permanecido ajenas por cuestiones idiomáticas y relaciones de poder
entre las academias del centro y la periferia. Sin embargo, nos ha resul-
tado sumamente complicado encontrar una forma concluyente para
organizar el análisis de estas diferentes propuestas. Algunas de ellas sur-
gieron desde tradiciones académicas «nacionales», como la escuela fran-
cesa de las mentalidades o la etnohistoria norteamericana, y por eso

22 Escribía Talal Asad en su primera gran etnografia sobre los kabbabish en 1970
que la historia no podía quedar como una simple nota introductoria de una monografía,
sino que debía ocupar el núcleo de la etnografía, al preguntarse sobre la construcción de
las estructuras tribales de poder y su relación con el colonialismo (Scott, 2006: 258).

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20 Introducción

hemos articulado la presentación en torno a una clasificación «geográ-


fica». Pero nuestro propio estudio de estas propuestas nos ha llevado a
concluir que, junto a las escuelas más influyentes a nivel internacional, y
hegemónicas como productoras de teoría (sitas en Gran Bretaña, Francia
y Estados Unidos), se desarrollaron paralelamente otras ricas tradiciones
del «sur», de las que aquí hemos seleccionado los casos de México, Perú
y Brasil. Queremos explicitar igualmente algunas aclaraciones sobre la
presentación del caso español, que tampoco nos ha resultado nada fácil.
Sin disponer de elementos suficientes para presentar una historia que
está todavía por hacer, hemos preferido remarcar las aportaciones de dos
grandes autores que han hecho antropología histórica sobre España y en
España; pero no casualmente ambos no se han insertado en la academia
(y podríamos decir, en la academia más disciplinariamente disciplinada).
Nos referimos a Julio Caro Baroja (1914-1995) y a la huella que su obra
dejó en otros investigadores, como William Christian Jr., cuyas obras
presentamos en el capítulo 2. De hecho, Caro Baroja manejó avant-la-
lettre muchos de los problemas planteados por la antropología histórica,
a partir del estudio de los archivos de la Inquisición y otras fuentes en el
estudio de minorías y grupos excluidos (Caro Baroja, 1957, 1962, 1970),
o en su influyente estudio sobre el funcionamiento y génesis de la estruc-
tura tribal saharaui (Caro Baroja, 1955).
El segundo capítulo sintetiza y revela propuestas y modos de hacer
antropología histórica que nos han parecido especialmente relevantes.
Es obvio que también se trata de una selección personal, pero nos
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hemos permitido presentarlos como «grandes maestros del pensar


antropológico» por el carácter sugerente y pionero de sus trabajos: en
primer lugar, el ya referido Julio Caro Baroja, como auténtico pionero
del tema, infravalorado a menudo por el gremio antropológico, y des-
conocido fuera del ámbito hispanohablante. En segundo lugar, desta-
camos los trabajos de Marshall Sahlins, por los interesantes debates
que aportó para elaborar una teoría dinámica del cambio y la repro-
ducción. A continuación Eric Wolf, por haber logrado mostrar una
visión diacrónica del poder. Le siguen Jean y John Comaroff, por haber
propuesto un modelo que se basa en hacer antropología histórica más
que en intentar definirla de manera unívoca. La idea central de estos
autores es que la inserción de la historia forma parte inexcusable del
propio sujeto de estudio y de toda teoría social que se precie. Last but

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Mapa de uso 21

not the least, Willian Christian Jr., por el poder evocador de su modus
operandi, inspirador para nosotros, en sus investigaciones de antropo-
logía religiosa, de ayer y hoy...
Un tercer capítulo presenta los principales desafíos metodológicos
que implica el análisis de archivos y otras fuentes del pasado. Pero no se
trata solo de una reflexión sobre los métodos de análisis del pasado, sino
sobre cómo adoptar una visión procesual de la sociedad, partiendo de pro-
blemas epistemológicos sobre el carácter situado de los investigadores, de
los conceptos que manejan, y de las nociones del tiempo de sus respectivas
sociedades y de las sociedades que analizan. Por ello se hace imprescindi-
ble comprender qué nociones del tiempo y de la historia tienen las propias
sociedades (sin necesidad de que las ciencias sociales renuncien a pensar
una idea de historia), como proponían algunos gurús postmodernos,
como Francis Fukuyama en su The End of History and the Last Man en
1992. Pero el tiempo es una representación colectiva y una medida de la
acción humana, tal y como ya lo han formulado distintos autores clási-
cos.23 Y ello tiene consecuencias no solo para las representaciones del
mundo, sino sobre la acción humana, como bien muestra la literatura
sobre los milenarismos y el efecto político de los profetismos. La compara-
ción transcultural muestra la existencia de concepciones lineales y concep-
ciones circulares del tiempo, que han generado distintas nociones de la
historia, o su propia ausencia (Munn, 1992). Aquí entran en juego las
diferentes nociones mitológicas, sobre el origen del universo, su carácter
abierto, circular-entrópico o escatológico y su relación con las relaciones
sociales, tal y como sintetiza Balandier en El desorden, la teoría del caos y
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las ciencias sociales (1988).


El cuarto capítulo se centra en mostrar las aplicaciones de esa antro-
pología histórica compleja de los Comaroff y otros, al estudio de las situa-
ciones coloniales, en su gran variedad de formas. Para ello hemos anali-
zado el papel central que las relaciones de poder jugaron en la expansión
colonial que dio comienzo a finales del siglo xv. Los imperios coloniales

23 Durkheim y Mauss, Classification primitive (1903), Herbert Hubert, «Étude


sommaire de la représentation du temps dans la religion» (1905), Evans-Pritchard, «Nuer
time reckoning» (1939), Leach, «Two essays concerning the symbolic representation of
time» (1961), Geertz, «Person, time and behaviour in Bali» (1966).

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22 Introducción

desplegaron diferentes tecnologías de poder a lo largo y ancho de los


cinco continentes, en el marco de unas modernidades múltiples y paradó-
jicas. Estos sistemas de dominación no fueron unidireccionales: hubo
acomodación y resistencia, tal y como analizamos a través de los trabajos
de Jean Comaroff, Roger M. Keesing y Jan Vansina. Los movimientos
anticolonialistas de mediados del siglo xx y las modernas «proyecciones
etnográficas de los eternos nativos y su tierra encantada» plantean un
enfoque dialéctico de las relaciones de poder. El capítulo critica tanto a
los historiadores que no tienen en cuenta lo micro en sus estudios, como
a los antropólogos que no incorporan lo macro en sus trabajos de campo,
presentando el papel jugado por factores interrelacionados como la clase,
el género y la «raza».24 Por ello hemos destacado aquí los trabajos pioneros
de Verena Stolcke (1974), Sidney Mintz (1985) o Ann L. Stoler (1985) en
el terreno del colonialismo, al trabajar con documentos de archivo y apli-
car las preguntas antropológicas clave sobre la construcción de desigual-
dades mediante la esencialización o invención de diferencias.
Termina el libro con un capítulo sobre el papel de los sistemas de
clasificación social, como mecanismo de producción y legitimación
de relaciones de desigualdad, de modos bien diversos. Esos sistemas cultu-
rales de clasificación no han sido solo mecanismos simbólicos de explica-
ción, sino que han irrumpido en las relaciones sociales desde su poder
performativo. Pero el gran desafío que se presenta a la antropología es
todavía cómo podemos explicar la generación y sobre todo la transforma-
ción de dichos sistemas de clasificación y dominación a lo largo de la his-
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toria. Por ello presentamos un estudio comparativo entre mecanismos


teológicos y nociones culturales de pureza e impureza, como los estatutos
de limpieza de sangre que surgen en la Península medieval, y las categorías
posteriores de «raza», en todas sus problemáticas acepciones. Resignificada
desde la noción de «linaje» a la de «grupo racial», la «raza» es una categoría
difundida en el mundo moderno, pero tampoco está nada claro que esa
categoría tuviera significados unívocos tanto en los diferentes contextos
coloniales como en las propias metrópolis. La naturalización de la catego-
ría, desgastada como sugería Cortázar para lamentar lo que sucede con

24 Dube, 2007: 610.

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Mapa de uso 23

determinadas palabras,25 ha hecho que se hable de raza para hablar de los


estatutos de sangre; que se la presente meramente como la expresión del
pensamiento científico moderno, cuando en algunos contextos, como el
caso colonial español, resulta en una combinación de nociones científicas
y teológicas; o que sirva, en el contexto post-colonial, para referir cualquier
tipo de discriminación. La antropología histórica deviene imprescindible
para comprender los usos actuales de categorías de exclusión, entendidas
desde un punto de vista dinámico, para su contraste con nociones del
pasado. En este sentido el epílogo recoge las principales conclusiones
del libro, y presenta un último ejercicio reflexivo sobre categorías recientes
como el fundamentalismo cultural y el multiculturalismo en los contextos
post-coloniales.
Desde los años ochenta se han incrementado las investigaciones his-
tóricas por parte de antropólogos, sin que se haya institucionalizado o
desarrollado la noción de antropología histórica, pero sí las reflexiones
sobre la intersección entre ambas disciplinas (Cohn, 1980). Este aumento
de investigaciones se vincula en gran parte a los estudios coloniales, y a un
interés por el análisis de las sociedades complejas.26 Los antropólogos se
estaban dando cuenta de la importancia de considerar la historia de las
sociedades que estaban etnografiando; pero el problema no se reducía a
las sociedades complejas, sino que también era posible extenderlo a las
sociedades estudiadas por la antropología clásica, excluidas erróneamente
de la historia.
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25 En palabras de Julio Cortázar, «[…] las palabras pueden cansarse y enfermarse,


como se cansan y se enferman los hombres y los caballos. A fuerza de ser repetidas, y
muchas veces mal empleadas, terminan por agotarse. En lugar de brotar de las bocas o de
la escritura como lo que fueron alguna vez, flechas de comunicación, pájaros del pensa-
miento y de la sensibilidad, empezamos a sentirlas como monedas gastadas y servirnos de
ellas como pañuelos de bolsillo, como zapatos usados» (conferencia de Julio Cortázar en
el Centro Cultural de Madrid, marzo de 1981).
26 Viazzo, 2003: 35.

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Capítulo 1
ANTROPOLOGÍA E HISTORIA:
UNA INCÓMODA PAREJA DE BAILE

La investigación histórica se basa en la búsqueda de da-


tos; la investigación antropológica se basa en la creación de
los mismos. Por supuesto, el historiador tiene que encontrar
las fuentes en las cuales va a basar su trabajo. Si no puede
encontrarlas, no importa cuán buenas sean sus ideas ni cuán
bien pensado el problema que quiere tratar […]. El antropó-
logo, al contrario, suele interesarse por un problema, descrip-
tivo o teórico, y entonces la cuestión viene a ser qué tipo de
materiales necesitará para investigar el problema.1

Desde sus orígenes, la relación de la antropología con la historia ha


sido fluctuante. En el siglo xix, el problema del cambio fue central para
los grandes pensadores clásicos de las ciencias sociales. La emergencia de la
sociedad industrial, la transición a la modernidad, la formación de los
imperios planteó numerosos interrogantes para autores como Karl Marx,
Max Weber o Émile Durkheim. Ciertamente, las bases de la filosofía de la
historia de la mayoría de ellos, como Marx o Durkheim, partían de visio-
nes lineales del tiempo, que compartían las nociones básicas evolucionistas
o la propia idea de progreso. Entre muchos de los pensadores predominaba
lo que se ha denominado la «teoría de las dos aguas», esto es, un modelo
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explicativo de la transición de sociedades tradicionales, fundadas en lazos


comunitarios, a sociedades modernas, basadas en nociones de individuo y
nuevas estructuras sociales.2
Para comprender esta artificial partición entre antropología e histo-
ria, es preciso ahondar en cuestiones teóricas y en los fundamentos filo-
sóficos propios de los distintos paradigmas, pero también en aspectos
históricos y políticos relevantes. Verena Stolcke (1993) explicó detallada-

1 Cohn, 1987: 23-25.


2 Para una crítica de la intemporalidad de estos análisis, véase Cohn, «History and
Anthropology», 1980.

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26 Antropología e historia: una incómoda pareja de baile

mente el peso de las tradiciones académicas nacionales en la formulación


de teorías, conceptos y paradigmas. En nuestro caso, la relación entre
antropología e historia no es una excepción, y no todo el mundo entiende
los mismos conceptos de historia o de antropología con las «mismas»
palabras.3 Para un repaso de esta dialéctica, James D. Faubion (1993) o
Pier Paolo Viazzo (2003) han realizado una interesante arqueología his-
tórica desde los clásicos del siglo xix hasta principios de los noventa,
mostrando las incertidumbres todavía existentes acerca de esta pareja de
baile.4
Nuestra propuesta parte de un problema epistemológico aún no
resuelto: las nociones transculturales derivadas de la historia y la tempora-
lidad (Wolf, 1982; Mintz, 1985; Roseberry, 1989; Amodio, 2010). La
forma como los seres humanos, en su diversidad cultural, interpretan el
tiempo y su división en «pasado», «presente» y «futuro», es una de las prin-
cipales preocupaciones del presente etnográfico.5 La academia y las disci-
plinas pueden estar fragmentadas, pero no las sociedades que analizan. En
el tiempo de los vivos, hay presente, pasado y futuro, pero en la aparición
de un santo, o en la posesión de un espíritu, el tiempo puede estar suspen-
dido. Y mucho nos tememos que en una antropología histórica como la
que proponemos, las sociedades también hablan con sus muertos en sue-
ños, sin fronteras entre pasado, presente y futuro.
En una conferencia dictada en 1949 en la Sorbona de París, Claude
Levi-Strauss afirmó que «todas las sociedades son históricas con el mismo
grado, pero algunas lo admiten francamente mientras otras lo repugnan y
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3 Viazzo, 2003: 13.


4 Viazzo ofrece, sin duda, la visión más completa del problema, puesto que no aborda
una única tradición, sino que incluye los debates de Estados Unidos, Inglaterra, Francia,
y de otros menos conocidos pero ciertamente pertinentes, como en el caso de Alemania e
Italia. Existen otros intentos de resumir y presentar estas perspectivas: Saurabh Dube
(2004, 2007), en relación con los estudios sobre el sur de Asia; Nikola Susanne Bock
(1995) y Gert Dressel (1996) se han centrado en el ámbito centroeuropeo; en Italia ha
habido también un gran interés por la materia: principalmente, Gavino Musio (1993);
Mazzoleni, Santiemma, Lattanzi (1995); Elisabetta Silvestrini (1999); junto a otras refle-
xiones sobre la memoria y su uso como fuentes para la narración histórica (Silvana Boru-
tti y Ugo Fabietti, 1998).
5 Clua, Kradolfer y Maite Ojeda, 2011. Más recientemente, véase Palmié y Stewart,
2016: 207-211.

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Antropología e historia: una incómoda pareja de baile 27

prefieren ignorarlo».6 En dicha conferencia, titulada Histoire et ethnologie


(1949), el antropólogo francés mostraba su escepticismo sobre la posibili-
dad de historiar sociedades sin escritura, pero no negaba la importancia de
la historia para describir e interpretar las sociedades del presente.7 A nues-
tro juicio, consideramos que estudiar las sociedades conlleva ineludible-
mente que tener en cuenta la historia no sea una opción a elegir. Por esta
razón consideramos que la investigación etnográfica no puede desligarse
del contexto histórico, porque ese «contexto» es también su objeto/sujeto
de estudio. Nos situamos, pues, en la línea propuesta por los Comaroff o
Eric Wolf (aunque esos autores se resistan a pensar en la posibilidad de
construir un «método» al estilo de Durkheim, Bourdieu o Giddens) y
defendemos que los seres humanos crean los mundos en los que habitan.
Proponemos un análisis que rompa definitivamente con la «teoría de las
dos aguas», mito fundacional de las ciencias humanas modernas, que con-
trapone modernidad/movimiento versus tradicionalismo/estaticismo, y
abogamos por una antropología que es —y debe ser— una práctica polí-
tica y ética.8 Esta cuestión va más allá de la supuesta división levistraus-
siana entre sociedades «frías» (donde no hay que preocuparse por la histo-
ria) y sociedades «calientes» (donde la historia importa), puesto que incluso
las sociedades que supuestamente no cambian necesitan una dinámica
para «no cambiar».9 Del mismo modo, las sociedades que en teoría se
transforman constantemente también arrastran pesados lastres (de estruc-
turas o de grupos sociales dominantes). Nuestro reto consistirá, pues, en
combinar un análisis de corte estructural (constricciones, organizaciones,
reproducciones sociales) con un análisis de la dinámica y agencia social
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que nos permita pensar las sociedades en marcha, en continua reconstruc-


ción (y en ocasiones, en construcción y destrucción).
En este capítulo pretendemos ilustrar las aportaciones de una serie de
ricas investigaciones que han coincidido en muchos de los prismas aquí
expuestos. Muchas de ellas se resisten a explicitar o canonizar unos enfo-

6 Se trata de una conferencia dictada como homenaje al libro Les rois thaumaturges
(1924), de Marc Bloch, que luego integró el primer capítulo de su Antropología estructural
de 1958 (Moritz Schwarcz, 2000: 22; Amodio, 2010: 380).
7 Amodio, 2010: 380, 383.
8 Angosto Fernández, 2012: 276.
9 Moritz Schwarcz, 2000: 17.

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28 Antropología e historia: una incómoda pareja de baile

ques sumamente complejos; sin embargo, nosotros pensamos que compar-


ten una serie de elementos que vale la pena recoger y mostrar para la
reflexión.

1.1. Intentos de aparejamiento


En 1991, Clifford Geertz hacía notar el interés de antropólogos e his-
toriadores por el trabajo del otro: antropólogos norteamericanos preocu-
pados por reconstruir la historia de las guerras de Fidji; historiadores ingle-
ses etnografiando los cultos de los emperadores romanos.10 En palabras de
Geertz, «everybody seems to be minding everybody else’s business».11 No
es extraño, pues, que en 1993 Verena Stolcke se lamentara de la dificultad
de concebir una historia de la antropología, planteando que lo que se pre-
cisaba era sobre todo una definición clara de lo que entendemos por esa
disciplina llamada antropología.12 En verdad hay tantas definiciones como
gustos y miradas antropológicas, la mayoría no siempre coincidentes, y a
menudo triviales. Sin embargo, uno de los elementos centrales a las
reflexiones antropológicas occidentales consistió en entender la unidad
humana en su diversidad. Lo que caracterizó desde siempre a la empresa
antropológica, según George W. Stocking, no fue «el estudio del hecho de
la diversidad cultural, sino el dilema de cómo reconciliar la unidad de la
especie humana con la manifiesta diversidad cultural».13 Otro tema sería
interrogarse acerca del momento en que la sensibilidad europea percibió
esa cuestión como problemática.14 Del mismo modo cabría preguntarse en
qué momento la antropología percibió la necesidad de incorporar la histo-
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ria en ese análisis de la manifiesta multiplicidad socio-cultural que carac-


teriza a la humanidad. A continuación vamos a hacer un repaso por las
principales escuelas y teorías histórico-antropológicas que, partiendo de
diversos ámbitos geográficos e intelectuales, se han acercado a la antropo-
logía desde un enfoque contextual e historicista. Esta propuesta expositiva

10 Geertz, 1991: 324.


11 Geertz, 1991: 324.
12 Stolcke, 1993a: 148-150.
13 Citado en Stolcke, 1993a: 175.
14 Según Stolcke, esa sensibilidad antropológica surgió en la Europa del Renaci-
miento (1993: 177-179).

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Intentos de aparejamiento 29

por países no presupone que las «tradiciones nacionales» y sus fronteras


sean el factor fundamental de clasificación o que dichas tradiciones sean
necesariamente homogéneas, sino que se trata más bien de exponer de un
modo no lineal diferentes respuestas a los problemas aquí planteados, con
temas que emergen, desaparecen y reaparecen en la historia de las ideas.
Por lo demás consideramos muy pertinente para este debate la presenta-
ción de sólidas aportaciones procedentes de las antropologías no-hegemó-
nicas, a menudo ignoradas desde el centro, tal y como observan los acuña-
dores de nociones como «antropología del sur» (Krotz, 1997) o
«antropologías del mundo» (Ribeiro y Escobar, 2008).

a) Gran Bretaña
La antropología de principios del siglo xx se caracterizó por un cambio
fundamental: el rechazo a la rigidez y el simplismo de los esquemas evolu-
cionistas, que planteaban que todas las sociedades habían pasado por esta-
dios de desarrollo similares. Si existía una supuesta unidad psíquica de la
humanidad, era posible hallar las leyes que gobernaban el crecimiento de
la sociedad.15 La escuela inglesa de antropología social, liderada por Bronis-
law Malinowski (1884-1942) y Alfred R. Radcliffe-Brown (1881-1955),
desarrolló un enfoque funcional-estructuralista relativista concebido como
un paradigma científico alternativo a la teoría y método del evolucionismo
socio-cultural. Sustentaban su aversión a la historia por la imposibilidad de
reconstruir el pasado de las sociedades «primitivas» ante la ausencia docu-
mental. Una postura que los llevó a considerar que la historia y la antropo-
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logía social eran opuestas. Sin embargo, habría disensiones. En una confe-
rencia de 1961 en Mánchester, Evans-Pritchard (1990) reafirmaba lo que ya
había remarcado en 1950 en la ya famosa Robert Marett Lecture de Oxford:
que la antropología estaría más cerca de la historia que de las ciencias natu-
rales.16 Este posicionamiento le supuso una lluvia de críticas, como el acalo-
rado debate iniciado en la revista Man tras la publicación de su conferencia,
y que duró tres años, lo que generó posteriores respuestas sobre si los antro-
pólogos debían ser o no historiadores (Smith, 1962; Schapera, 1962). El

15 Lewelen, 2009; Viazzo, 2003: 65-67.


16 Dube, 2007: 321.

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aplicaciones al estudio del poder y del colonialismo, Editorial UOC, 2016. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bull-ebooks/det
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30 Antropología e historia: una incómoda pareja de baile

presidente del Royal Anthropological Institute, Isaac Schapera (1905-2003),


respondió contrariado, citando trabajos de antropólogos que habían usado
documentación histórica. Pero seguramente no abordaba el problema meto-
dológico en sí, puesto que no se trataba de citar fuentes históricas, sino de
cómo abordar su estudio para comprender mejor los procesos de permanen-
cia o cambio. Si Schapera respondió preguntándose si los antropólogos
debían ser historiadores, el historiador Keith Thomas (1933-) ironizó sobre
dicha respuesta, escribiendo otro artículo en 1971 titulado «Should Histo-
rians be Anthropologists?», en el que invitaba a que los historiadores se
transformaran en antropólogos. Posteriormente, Thomas publicaría más
trabajos sobre esta propuesta.17
Tras la publicación de Political Systems of Highland Burma (1954), el
antropólogo Edmund R. Leach (1910-1989) analizará los rituales y los
mitos no como entidades abstractas, sino como expresiones de la actividad
humana en su conjunto. Aunque Leach defendería a Malinowski en el
debate de Man (enero, 1960),18 por aquel entonces también basaba su aná-
lisis estructural de las comunidades de las tierras altas de Birmania, los
kachin y los shan, en un enfoque procesual, aunque sin renunciar al
método estructuralista. En este trabajo Leach anticipaba los debates den-
tro del funcionalismo sobre las nociones de cambio y continuidad, y la
importancia del análisis histórico de las estructuras, para determinar su
reproducción o su transformación.19 Así, consideraba que:
Cualquier sociedad real es un proceso en el tiempo. Los cambios resul-
tantes de este proceso pueden pensarse de forma útil bajo dos encabezamien-
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tos. En primer lugar, existen aquellos que son consistentes con la continuidad
del orden formal existente. Por ejemplo, cuando un jefe muere y es sustituido
por su hijo, o cuando un linaje se segmenta y tenemos dos linajes donde ante-
riormente solo existía uno, los cambios forman parte del proceso de continui-
dad. No hay cambio en la estructura formal. En segundo lugar, existen cam-
bios que reflejan alteraciones de la estructura formal. Si, por ejemplo, puede

17 Al respecto, véase Man and the Natural World: Changing Attitudes in England,
1500-1800 (1983), o su más reciente, The Ends of Life: Roads to Fulfilment in Early Mo-
dern England (2009), donde reitera el compromiso de la historia con las ciencias sociales
y, en particular, con la antropología.
18 No en vano a mediados de los años treinta Leach había sido su alumno en la
London School of Economics.
19 Kuper, 1973: 187-199.

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Intentos de aparejamiento 31

demostrarse que en una localidad concreta, en el curso de un período de


tiempo, un sistema político compuesto de segmentos de linajes igualitarios es
sustituido por una jerarquía de rangos de tipo feudal, podemos hablar de un
cambio en la estructura social.20

Leach presentó los mitos como elementos vivos de la historia, en lugar de


los esquemas fijos e inertes que le atribuían numerosos clásicos de la antropo-
logía. En tanto que sistemas de representación, también estaban sometidos a
cuestiones de poder, a pesar de que fueran presentados como ahistóricos.
La crisis de la antropología británica, y en especial del funcionalismo de
B. Malinowski y el estructural-funcionalismo de A. R. Radcliffe-Brown, no
fue ajena al acercamiento a la historia. Frente a un cúmulo de factores inte-
lectuales (desafío del «antihumanismo» levistraussiano) y sociopolíticos
(desmoronamiento del imperio colonial), en 1968 se publicó un volumen
con el significativo título de History and Social Anthropology, editado por I.
W. Lewis, como fruto de la reunión anual de la Association of Social Anthro-
pologists, con una mayoría de africanistas. Se trataba de un precedente de
futuros proyectos más críticos, como el de Talal Asad (1973, 1993), frente a
la modernidad ilustrada y al colonialismo europeo. También en 1968 se
organizó otro encuentro relevante que reunió a autores de gran importancia
para la renovación y apuesta por la antropología histórica. En el King’s
College de Cambridge se celebró un encuentro sobre las acusaciones y con-
fesiones de brujería, entre historiadores y antropólogos, para responder al
desafío de Evans-Pritchard: «plantear a sus fuentes las preguntas que los
antropólogos habían aprendido a dirigir a sus informantes en el campo».21
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En este contexto surgió también la obra de Alan Macfarlane, que empezó su


andadura con el estudio de la brujería en la época de los Tudor (Macfarlane,
1970), y posteriormente ha producido una dilatada obra de antropología
histórica en numerosos ámbitos como la emergencia del individualismo, el
capitalismo y las formas de amor y matrimonio en Inglaterra y en Europa
occidental (Macfarlane, 1978, 1986, 1987).
Retomando, a modo de broma, la frase utilizada por algunos explora-
dores en Oceanía, podríamos estar hablando de un «first contact». De

20 Leach, 1976: 27.


21 Viazzo, 2003: 188. Véase también Douglas, 1970.

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32 Antropología e historia: una incómoda pareja de baile

hecho, los contactos entre historiadores y antropólogos también se darían


en el escenario de revistas que compartían métodos de análisis social de
base marxista. Es el caso de la prestigiosa revista de historia, Past and Pre-
sent, donde publicarían Peter Worsley, Jack Goody, Max Gluckman o
Edmund Leach, entre otros. Casos similares se darían también en la
revista Comparative Studies in Society and History. En su primer número de
1958, Sylvia Thrupp defendía aspectos como la importancia del método
comparativo para contrarrestar el etnocentrismo, la misión civilizadora de
la raza blanca y la teología que caracterizaba la historiografía del siglo xix,
reforzando la consideración de una humanidad compartida (Eric Wolf
sería codirector de la revista en 1969).
Junto a todos estos ejercicios, destaca un interés por la historia social y por
nuevas metodologías y enfoques, como en los trabajos de uno de los pioneros
de la antropología histórica británica: Edward P. Thompson (1924-1993). En
su libro The Making of the English Working Class (Londres, 1964), el historia-
dor británico analizó la conciencia y auto-percepción de la clase obrera inglesa
o de la «cultura popular» en particular («los de abajo»; «plebeyos») de la Gran
Bretaña del siglo xviii. Las protestas de un heterogéneo grupo de trabajadores
y pequeños artesanos durante un período de unos cien años no podían ser
explicadas como una simple reacción (materialista) a sus precarias condiciones
de vida, sino que era su percepción de dichas condiciones lo que las hacía sig-
nificativas. En palabras de Thompson, «los imperativos religiosos y morales
permanecen inextricablemente entremezclados con las necesidades
económicas».22 Estas categorías aparecían ligadas a la tradición y a la costum-
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bre como una suerte de «economía moral» frente a la economía de mercado del
capitalismo «moderno», lo que permitió un «diálogo honesto» entre los funda-
dores del movimiento de la «Nueva Izquierda» —Stuart Hall, Raymond
Williams, E. P. Thompson, entre otros— con los antropólogos.23

22 Thompson, 2000: 42. Al respecto acaba de publicarse el libro Marxismo e historia


social (Madrid: Siglo xxi, 2016), editado con el apoyo de la Fundación de Investigaciones
Marxistas. La obra, coordinada por Francisco Erice, José Babiano y Julián Sanz, recoge
los resultados de las Jornadas sobre E. P. Thompson y el cincuentenario del clásico, La
formación de la clase obrera en Inglaterra, organizadas por la Fundación 1.º de Mayo y la
Sección de Historia de la FIM.
23 Thompson, 2000: 39.

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Intentos de aparejamiento 33

Otro proyecto fue el que emprendieron Peter Laslett (1915-2001) y


Anthony Wrigley en la Universidad de Cambridge, centrado en la historia
de las poblaciones (1964, Cambridge Group for the History of Population
and Social Structure). Laslett ofreció un primer gran trabajo titulado The
World We Have Lost (1965), que abría de algún modo un nuevo enfoque
de la historia de la familia. Su tesis concluía que la familia nuclear había
sido el tipo de familia dominante en el noroeste europeo, al menos desde
los tiempos medievales.24 Desde entonces el grupo emprendió grandes
proyectos, basados en análisis matemáticos y cuantitativos de datos demo-
gráficos, que serían discutidos más tarde por otros enfoques más cualitati-
vos, como los de Ginzburg en Il formaggio e i vermi (1976). El objetivo se
centró en reconstruir la historia de la población inglesa entre los siglos xvi
y xix. Y el trabajo implicó a un gran grupo de historiadores locales que
trabajaron en 400 archivos parroquiales.

b) Estados Unidos
Si analizamos la trayectoria paralela de la llamada antropología cultu-
ral norteamericana (emparentada con la arqueología, la antropología física
y la lingüística), podemos hallar algunas similitudes, aunque al antropó-
logo alemán de origen judío, Franz Boas (1858-1942), le interesaba mucho
más la historia (p. ej., Race, Language and Culture).25 Sin embargo, un
discípulo de Boas como Alfred L. Kroeber (1935) no dejaría de criticar a
su maestro, al que acusaría de haber practicado en realidad un método
anti-histórico.26 Según Kroeber, el método histórico no consistía en el
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estudio de secuencias temporales sino en buscar una integración descrip-


tiva que formara una totalidad evolutiva independiente. O lo que es lo
mismo, identificar áreas geográfico-culturales que permitieran establecer
ciertas relaciones histórico-cronológicas entre grupos humanos. Y Boas
replicó con una crítica al excesivo simplismo del evolucionismo clásico.27

24 Laslett, 1972: 49; Laslett, 1977.


25 Dube, 2007: 317.
26 Kroeber, 1935: 1-25.
27 Boas, 1936: 137-141. Del mismo modo, el historicismo de la Escuela histórico-
-cultural de Viena se opuso igualmente a la orientación evolucionista clásica (Alcina
Franch, 1989: 30).

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34 Antropología e historia: una incómoda pareja de baile

En realidad, todos estos debates tenían poca fundamentación, tanto


las críticas como las respuestas, y no se podían interpretar como la oposi-
ción entre partidarios del método positivista y el método interpretativo.
Kroeber, por ejemplo, pensaba que muchas disciplinas científicas como la
biología se podrían denominar también ciencias históricas o historicistas,
porque permitían una reconstrucción diacrónica y temporal.
Otra rama de reflexiones se desarrolló tras la Segunda Guerra Mun-
dial en Estados Unidos, dedicada sobre todo en sus inicios al estudio de los
aborígenes norteamericanos, en torno al concepto de etnohistoria.28 Si a
principios de 1900 se negaba toda posibilidad de reconstrucción histórica
para las sociedades primitivas, el estadounidense Clark Wissler (1870-
1947) fue el primero en utilizar el término etnohistoria en la forma adjeti-
val etho-historical. Asimismo fue uno de los primeros en interesarse por
redimensionar temporalmente los estudios antropológicos.29 Para este
antropólogo norteamericano (conservador desde 1902 del American
Museum of Natural History de Nueva York) era posible que los etnólogos
utilizaran restos arqueológicos y documentos de archivo para identificar
«datos etno-históricos» relevantes. Los antropólogos norteamericanos
podían pasar de una disciplina a otra con facilidad, combinando los restos
arqueológicos y las fuentes escritas con el trabajo de campo. Para ello se
sirvió de las informaciones documentales resultantes del contacto de las
antiguas culturas nativas de la región de Nueva York con las autoridades
del Gobierno, órdenes misioneras y compañías comerciales (The Indian of
Greater New York and the Lower Hudson, 1909).
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Esta propuesta inicial de Wissler fue llevada a la práctica por otros


antropólogos como John R. Swanton (1873-1958) o Frank G. Speck (1881-
1950), que combinarían su trabajo etnográfico de campo con materiales
histórico-archivísticos. De hecho, es significativo el título de un homenaje
a Swanton titulado Essays in Historical Anthropology of North America
(1940).
Es relevante destacar las condiciones socio-políticas que conformaron
este interés inicial en 1946, como efecto de la ratificación del Congreso de

28 Faubion, 1993: 41.


29 Viazzo, 2003: 148; Curatola, 2012: 63.

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Intentos de aparejamiento 35

EE. UU. de la Ley de Reclamaciones Indígenas o Indian Claims Act, que


conllevó el interés por la consulta de archivos por parte de antropólogos
vinculados a grupos indígenas que necesitaban demostrar sus derechos
territoriales. Nació así la etnohistoria norteamericana orientada a la exhu-
mación e interpretación de documentos antiguos para resolver reclamacio-
nes agrarias de las comunidades indígenas.30 En 1954 estos antropólogos
se agruparon en la American Indian Ethnohistoric Conference para fundar
la revista Ethnohistory. La cátedra de etnohistoria en la Sorbona, a cargo de
Hubert Jules Deschamps (1900-1979), supuso también el inicio de una
interesante interacción entre antropólogos e historiadores sobre la combi-
nación de métodos para abordar el estudio de la población indígena. En
1966, se pretendió remarcar que dichos métodos no eran exclusivos para
las sociedades indígenas norteamericanas, y que se podían aplicar a cual-
quier grupo humano. Y por eso se bautizó a la sociedad con el nombre más
genérico de American Society of Ethnohistory. Según Viazzo esta apuesta
llegaba un poco tarde, después de veinte años ya de luchas de emancipa-
ción y expresión de autonomía de sociedades y grupos.
Por su parte, los estudios sobre las sociedades andinas adquirieron un
notable desarrollo por el trabajo de arqueólogos y etno-historiadores de la
talla de John H. Rowe (1918-2004), un discípulo de la escuela boasiana de
Berkeley cuyo clásico ensayo, «Inca Culture at the Time of the Spanish
Conquest» (1946), combinaba su estudio de las crónicas de Indias con su
pasión por la historia del arte, la arqueología y la etnohistoria.31 En su tesis
de doctorado, The Economic Organization of the Inca State (1955), John
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V. Murra (1916-2006) consideraba que la etnohistoria no era solo una téc-


nica (el estudio de sociedades extra-europeas a través de los documentos de
archivo), sino más bien una invitación para que la etnografía prestara aten-
ción al documento escrito.32 Aunque empezó estudiando a los campesinos

30 Se realizaron hasta 852 procesos, autos procesales que generaron 118 volúmenes
en los que participaron muchos antropólogos.
31 Rowe, 1957: 155-199.
32 Murra, 1975: 291-312. Al respecto, véase también la introducción de Murra a la
Visita hecha a la provincia de Chucuito por Garci Díez de San Miguel en el año 1567, espe-
cialmente la introducción, «Una apreciación etnológica de la visita» (1964), donde defien-
de esta lectura etnológica de las fuentes históricas coloniales. Poco después, editó la Visita
de León de Huánuco de Íñigo Ortiz de Zúñiga (1967), cuya introducción, «La visita de los

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36 Antropología e historia: una incómoda pareja de baile

de Otavalo, Murra acabó combinando otras disciplinas, como la historia


y la geografía, para analizar la influencia del archipiélago de pisos ecológi-
cos en la cultura de los pueblos andinos. En Formaciones económicas y polí-
ticas del mundo andino (1975), planteaba la adaptación de los grupos étni-
cos a los condicionamientos geográficos de su entorno, controlando la
producción y distribución de productos entre los diversos pisos ecológicos.
En 1968, Bernard S. Cohn acotó la definición de etnohistoria en un
artículo de la International Encyclopedia of the Social Sciences, destacando
no tanto el estudio de las memorias, historias y testimonios nativos que se
venía haciendo hasta la fecha, como la importancia de establecer un
método comparativo para analizar los factores endógenos y exógenos que
generan cambio social y cultural (véase también Krech, 1991). La práctica
etnohistórica empezó entonces a estudiar las culturas desaparecidas por
extinción o aculturación —esto es, las sociedades autóctonas— utilizando
para ello fuentes escritas. Es el caso de historiadores y antropólogos, como
el mexicano Miguel León Portilla (1959, 1961) y el francés Nathan
Wachtel (1971, 1973, 2014 ). Ambos autores son paradigmáticos en lo que
representó un intento de escribir desde el punto de vista de los indígenas.33
La visión de los vencidos, de Wachtel, no solo trató de romper con una tra-
dición historiográfica colonial marcada por el eurocentrismo, sino que
además trató de explicar la historia de las sociedades ágrafas, «sin historia».
En este contexto, el pensador francés señaló que la conquista no supuso
una pasiva aceptación por parte de los pueblos andinos, sino que dio lugar
a movimientos de resistencia indigenista frente a la dominación colonial.34
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Desde un punto de vista metodológico, procesos paralelos se dieron


en el africanismo, sobre todo con antropólogos como el belga Jan Vansina.
En 1960 se creaba la revista Journal of African History, sobre bases bien
distintas al vacío histórico de la época colonial. En el primer número de la
revista, P. H. Curtin planteaba el potencial de utilizar los archivos colo-
niales.35 Aunque, para Curtin, dichos archivos eran más útiles para estu-

chupachu como fuente etnológica», representó una nueva vuelta de tuerca a la aproxima-
ción de la etnografía al texto escrito.
33 Curátola, 2012: 70.
34 Salazar, 2008: 234-235.
35 Curtin, 1960: 129-147.

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Intentos de aparejamiento 37

diar los intereses europeos en África que la propia historia africana (esta es
una observación interesante a recuperar). Pero otros autores reaccionaron
intentando mostrar que sí era posible manejar esas fuentes para recons-
truir las instituciones y los sistemas de pensamiento de las poblaciones
locales.
Otra respuesta dentro del africanismo provino del interés por la lla-
mada historia oral. En el primer número de Journal of African History,
Vansina presentaba el método que utilizó para estudiar la historia oral de
los babuka, en el Congo Belga.36 En su artículo, el antropólogo belga
defendía que la tradición oral permite también reconstruir la historia de
una población. Para poder usar esas fuentes se las debía de someter a un
método, como otras fuentes de tipo archivístico: clasificar el tipo de testi-
monios y mostrar las causas de la distorsión. Pero a Vansina no le hizo
ninguna gracia que se tildara esa metodología como etnohistórica. No se
trataba de una historia especial, distinta a la de los pueblos con escritura
alfabética; esto es, una «historia de los grupos étnicos», o lo que es lo
mismo, una historia de los indios, como después lo expresó Charles Gibson
(1962),37 sino una antropología histórica, o simplemente, historia.38 No es
que los «salvajes» o «primitivos iletrados», para conservar la memoria o
autoconciencia histórica, necesitaran de enfoques distintos, como bien ha
hecho notar Curátola,39 sino que más bien resultaba inadmisible clasificar
a la humanidad en estos términos. Sin embargo, William Sturtevant lo
haría en 1966, cuando en un artículo en Ethnohistory se refería a «los pue-
blos estudiados por los antropólogos». Es decir, al hablar de «etnohistoria»,
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¿se estaba hablando de una «historia» especial o distinta para determina-


das poblaciones, esto es, a los excluidos, colonizados, o minorías en

36 Vansina, 1960: I: 45-54; II: 257-260.


37 Gibson, 1962: 279, citado en Curátola, 2012: 67.
38 Curátola, 2012: 61. En parecidos términos se expresó el antropólogo Alfredo Ji-
ménez en la Primera Reunión de Antropólogos Españoles (Sevilla, 1973), cuyo artículo de
1975 criticaba la etnohistoria por dejar fuera del foco de atención a la sociedad dominan-
te (los españoles), concentrándose exclusivamente en las sociedades nativas. Además de
denunciar la imposibilidad de entender la visión de conjunto sin el estudio de los estratos
dominantes de la sociedad colonial, Jiménez señaló después la importancia de la docu-
mentación de archivo para la etnohistoria, definiéndola como antropología histórica
(1997a: 23-60). Véase también Jiménez, 1997c: 121-131.
39 Curátola, 2012: 67.

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38 Antropología e historia: una incómoda pareja de baile

«Occidente»?40 ¿Acaso no se estaba asumiendo implícitamente el «hecho


colonial», es decir, el estudio de los pueblos colonizados por la invasión
europea? Vansina afirmaba todo lo contrario. La historia era igual para
todos los pueblos: no había una historia de «los otros» que solo pueda ser
reconstruida a través de la tradición oral y la cultura material.41
En 1966 Brunschwig rechaza la distinción entre pueblos con o sin
historia; esta clasificación era heredera de las distinciones anteriores entre
pueblos civilizados, con historia, y pueblos primitivos, sin historia, cuyos
sistemas culturales se caracterizan por tener «pautas» diferentes a las occi-
dentales (en otros términos, Descola y más recientemente, Lorandi, tam-
bién cuestionará años más tarde el uso abusivo de etno- para referirse a los
«otros aborígenes», como si requiriesen unas ciencias especiales).42 Hoy día
sabemos que no hay sociedades sin historia.
Por otro lado, antropólogos como el ya citado Bernard S. Cohn fue-
ron también pioneros en pensar una antropología histórica desde los Esta-
dos Unidos. A partir de su tesis de doctorado (1954) sobre los chamars de
la aldea de Senapur, en el norte de la India colonial, Cohn (1954) analizó
el problema del uso de las fuentes de archivo, criticando el «presente etno-
gráfico» duradero y planteando la necesidad de un enfoque diacrónico en
el estudio antropológico de las sociedades. En su propuesta trataba los
materiales de la historia, los documentos, de un modo similar a la utiliza-
ción por parte de un antropólogo de sus notas de campo. Algunos de sus
discípulos, como Nicholas Dirks, desarrollaron esta idea de la etnografía
de archivo (Dirks, 2002). Uno de los problemas principales apuntados ya
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entonces continúa siendo la manera de leer los documentos coloniales, al


igual que las estadísticas (Asad, 2002), puesto que son el producto de rela-
ciones hegemónicas de poder. Pero al mismo tiempo permiten compren-

40 La idea de «Occidente», según Hall (2013: 53), «se convirtió tanto en el factor
organizador de un sistema de relaciones de poder globales como en un concepto o térmi-
no organizador de una manera completa de pensar y de hablar».
41 Sin ir más lejos, el historiador Paul Thompson, en su obra The Edwardians (1975),
utilizó las fuentes orales para reconstruir una historia social en la era eduardiana. El pro-
pio Vansina ha culminado sus reflexiones en una gran obra retrospectiva sobre el reino de
del Kasai (Congo), contrastando las fuentes coloniales con las fuentes africanas (Vansina,
2010; Vansina, citado en Curátola, 2012: 61-62; 67).
42 Lorandi y Del Río, 1992; Lorandi, 2012: 20, 22.

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Intentos de aparejamiento 39

der las relaciones complejas entre agentes y los esfuerzos de los Estados por
controlar poblaciones o construir representaciones legítimas del momento.
Como el mismo Talal Asad concluía en su afterword al volumen de History
of Anthropology editado por George W. Stocking, Jr., «until we understand
precisely how the social domain has been restructured (constituted), our
accounts of the dynamic connections between power and knowledge
during the colonial period will remain limited».43
Finalmente, Pier Paolo Viazzo incluye de manera sorprendente a
Clifford Geertz en esta trayectoria de propuestas de análisis de la sociedad
como ente histórico. Ciertamente, una obra conocida pero realizada antes
de la canonización del paradigma interpretativo de Geertz es el trabajo
sobre los sistemas agrícolas de Java y sus transformaciones, en consonancia
con el sistema de plantaciones y el colonialismo (Geertz, 1963). Pero no
está tan claro que sea una etnohistoria, como escribe Viazzo,44 aunque sí
se puede considerar un estudio histórico sobre sistemas ecológicos y agrí-
colas conectados a factores políticos y demográficos: el trabajo muestra el
impacto del colonialismo holandés (1619-1942), que inserta a Java en una
economía mundial.
Sin embargo, Geertz no figuraría en los debates metodológicos por
este libro de Java, sino a raíz del éxito de su afamada Interpretación de las
culturas (1973). El método de la interpretación y de leer la cultura como un
texto no solo se extendió a la antropología, sino que en Estados Unidos
también tuvo su prédica entre historiadores culturales (Darnton, 1984) y
antropólogos postmodernos (Clifford y Marcus, 1986). La aplicación de la
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«descripción densa» (lo que los informantes dicen que pasa, y lo que pasa
realmente) por historiadores como Robert Darnton (The Great Cat Massa-
cre, 1985), Natalie Zemon-Davis (The Rites of Violence, 1973; The Return
of Martin Guerre, 1973), David Sabean (Power in the Blood, 1984) o la
«historia del tiempo presente» y la memoria de Pierre Nora (La lieux de la
mémoire, 1984-92), entre otros, venía a contraponerse al positivismo que
muchos historiadores veían introducirse en los años setenta, donde el dato
cuantitativo se convirtió en estrella, dilucidando significados.

43 Asad, 1991: 324.


44 Viazzo, 2003: 260.

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40 Antropología e historia: una incómoda pareja de baile

Pese a la notable aportación de estos enfoques interpretativos, diver-


sos autores, especialmente desde Italia, acusaban a Geertz y Darnton
(ambos sitos en Princeton) de magnificar la dicotomía entre explicación e
interpretación, entre positivismo y hermenéutica, entre trabajo cuantita-
tivo y cualitativo. Darnton nunca consideró que el empirismo británico
fuera positivista, ni que los hechos fueran un fiel reflejo de la realidad. Su
libro, The Great Cat Massacre (1985), le debe mucho a la antropología
simbólica e interpretativa de Mary Douglas, Victor Turner y a las concep-
ciones semióticas de la cultura de Clifford Geertz.45 Su obra incide espe-
cialmente en las actitudes de los sectores populares urbanos europeos,
aunque, a diferencia de Thompson, nunca pretendió demostrar cómo se
creó la cultura de la clase obrera.46
A pesar de los lazos evidentes que unen la micro-historia que siguió a
la publicación de El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo
XVI, de Carlo Ginzburg (1976), con la «descripción densa» (esto es, inter-
pretativa) geertziana, historiadores como Giovanni Levi, que intentaban
analizar lo que se ha dado en llamar la historia «desde abajo» (La herencia
inmaterial. La historia de un exorcista piamontés del siglo XVIII, de Giovanni
Levi, 1990), advertían desde Quaderni storici del peligro de usar inadecua-
damente el análisis micro.47 Para Levi dicho peligro no residía en el análi-
sis micro per se, que permitía describir sistemas de grandes dimensiones
sin perder de vista la «gente real», sino de las herramientas teóricas para
llevarlo a cabo.48 Aquí Levi apelaba a la antropología social, en contraste
con la perspectiva hermenéutica e interpretativa de Clifford Geertz, a
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quien reprochaba no haber entendido de manera adecuada que los signifi-


cados variaban histórica y socialmente. Asimismo, le criticaba su deriva
hacia el relativismo, que planteaba una pluralidad de interpretaciones, lo
que reducía la historia a una mera interpretación de interpretaciones (algo

45 El Far, 2000: 53-56.


46 Monsalve Zanati y Guibovich Pérez, 2005: 157-159.
47 Para Braudel, la microhistoire tenía un significado específico, esto es, negativo. La
consideraba un sinónimo de la histoire événementielle, o lo que es lo mismo, una «historia
tradicional» dominada por «protagonistas similares a directores de orquesta» (Ginzburg,
2010: 355). Véase también Amodio, 2010: 385-386.
48 Amodio, 2010: 386.

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Intentos de aparejamiento 41

que, por cierto, se había criticado a los «narrativistas», como Paul Veyne49
o el mismo Hayden White,50 para quienes la historia sería poco más que
un «relato verídico» que depende siempre de un contexto de interpreta-
ción), o, aún peor, a un asunto meramente hermenéutico.51

c) Francia
Sin duda, un ejercicio de los más tempranos a la hora de comprender
la importancia de reflexionar sobre las sociedades, más allá de las particio-
nes disciplinares, fue la llamada Escuela francesa de la revista Annales
d’Histoire économique et sociale, con el medievalista francés Jacques Le
Goff (1924-2014), André Bruguière (1938-), o los padres fundadores
Lucien Febvre (Combats pour l’ histoire, 1952) y Marc Bloch (Apologie pour
l’ histoire ou metier d’ historien, 1954). La labor de la Escuela se inició a
partir de dos líneas de investigación que luego se bifurcaron: la historia
económico-social y la historia de las mentalidades. En los Annales se cri-
ticó la historia erudita heredada del siglo anterior, caracterizada por una
tediosa reconstrucción de fechas y datos que supuestamente permitía
una visión «objetiva» del pasado.52 Uno de los primeros trabajos que desta-
caron fue un libro clásico de Marc Bloch (1886-1944) sobre la creencia en
la curación de la mano de los reyes franceses: Los reyes taumaturgos (1924).
Se trataba de una historia política en la que estaban en juego preguntas y
cuestiones abordadas por la antropología en sociedades contemporáneas
«primitivas». Hay que recordar, empero, que este ejercicio de Bloch fue
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49 En su Writing History, Paul Veyne consideraba que la historiografía, como la


gramática, implica un alto grado de interpretación relativa a un contexto de descripción
(Veyne, 1984: 6).
50 Desde el campo de la crítica literaria, White sostiene que la intención política y
social de un texto historiográfico puede rastrearse a partir de la estructura narrativa
y arquetípica de su autor (White, 1987). Ginzburg ha destacado las conexiones del escep-
ticismo de White con el neoidealismo italiano, que lo acerca a posturas relativistas
(Ginzburg, 2010: 312, 387).
51 Levi, 1985: 269-77; Levi, 1993; Jean y John Comaroff, citados en Angosto Fer-
nández, 2012: 277.
52 Esta misma crítica la encontramos en los trabajos de Henri Berr (1863-1954) y
sus colaboradores de la Revue de synthèse historique, fundada en 1890, en la que colaboró
Lucien Febvre.

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42 Antropología e historia: una incómoda pareja de baile

poco menos que ignorado en su época.53 Otro, el no menos clásico de


Georges Lefebvre (El gran pánico de 1789, 1932), constituye un excelente
estudio sobre las mentalidades populares colectivas y, más concretamente,
sobre los mecanismos de imaginación que dieron lugar al Gran Miedo
rural de 1789.
Lucien Febvre (1878-1956) escribió un trabajo que también sería ala-
bado por Lévi-Strauss, como el dedicado a la religión de Rabelais y al
problema de la incredulidad en el siglo xvi (1946). Según la propuesta del
influyente historiador francés, la incredulidad era impensable y desde
luego inexpresable hasta finales de los siglos modernos. La mera duda se
consideraba como una herejía.54 La preocupación del historiador francés
era situar al ser humano en la atmósfera «cultural» (o mentalité collective)55
de su época, lo que abrió la historia a otras disciplinas, como la psicología
y la antropología.56 Con La Méditerranée et le monde méditerranéen à
l’ époque de Philippe II (1947-1955), Fernand Braudel (1902-1985) reabrió
el debate sobre la historia y el tiempo histórico. Sus preguntas eran en
cierta medida similares a los debates futuros, que presentaremos más ade-
lante, de Marshal Sahlins y otros, con la distinción entre suceso y estruc-
tura. Frente a la narrativa tradicional, basada en lo que François Simiand
y Paul Lacombe llamaron peyorativamente la «histoire événementielle»,
esto es, la historia de los eventos superficiales, detallistas y singularmente
estériles, la «vida material» de Braudel se esforzó por buscar otras «menta-
lidades» en las continuidades estructurales, de longue durée —la «historia
lenta»— que definen a los seres humanos en sus relaciones con el medio
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que los rodea.57

53 Bloch murió en 1944 asesinado por los nazis. Su obra, Les rois thaumaturges
(1924), no fue traducida al castellano hasta 1988 por el Fondo de Cultura Económica.
54 García-Arenal, 2012.
55 Como señala Burke, la tradición francesa se ha distinguido por evitar el término
«cultura» y por centrarse, en cambio, en las nociones de civilisation, mentalités collectives
e imaginaire social (Burke, 2006: 16).
56 La «nueva historia cultural» se ha beneficiado de las aportaciones de la antropo-
logía. Sin embargo, no hay razón para suponer, como señala Pagden, que los historiado-
res no se hubieran interesado por el ritual, los símbolos y los festivales sin la asistencia de
los antropólogos (1991: 50).
57 Moritz Schwarcz, 2000: 18-19; Amodio, 2010: 378; Wallerstein, 2004: 164.

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Intentos de aparejamiento 43

En el año 1949, Lévi-Strauss también hizo su aportación a todos estos


problemas epistemológicos y metodológicos, en su ensayo «Ethnologie et
histoire», publicado en el número 54 de la Revue de métaphysique et de
morale e incluido en su Anthropologie Structurale (1958), en el que cita Le
probléme de l’ incroyance au XVIe siècle. La religion de Rabelais (1942), de
Lucien Febvre, como un libro de etnología. Por un lado, rechazaba el evo-
lucionismo, el historicismo y el funcionalismo por su incapacidad para
explicar los elementos comunes que caracterizan a diversos grupos étnicos.
Por el otro, reconocía que historia y etnología se ocupan de la misma cues-
tión, a saber, la vida social. 58 Tampoco pensaba Lévi-Strauss que la dife-
rencia radicase en el método o en las fuentes (escritas y orales), sino en las
perspectivas: la historia organiza sus datos en base a expresiones conscien-
tes y la etnología en base a condiciones inconscientes de la vida social.59 En
realidad, Lévi-Strauss no desarrolló tampoco una teoría acabada acerca de
estas cuestiones, pero examinando su modelo teórico general, sí sabemos
que partía de una razón analítica, es decir, trabajaba con las reglas del
intelecto, y no con las categorías de la razón dialéctica-hegeliana. Las
sociedades locales son manifestaciones históricas de estructuras universa-
les que son «profundas», esto es, inconscientes para las poblaciones. Esta
visión geológica y estructuralista redujo a la dialéctica a un papel mera-
mente auxiliar. Por eso la teoría de Lévi-Strauss también sedujo a historia-
dores franceses de su tiempo de la escuela de los Annales, interesados no
tanto en narrar acontecimientos cambiables (el consciente), sino en descu-
brir factores estructurales y permanentes (lo inconsciente).60 En la lección
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inaugural del Collège de France en 1960 Lévi-Strauss defendió de nuevo


el papel de la historia, en un momento en que su propio método era adap-
tado por los historiadores de Annales.
Frente a la concepción estática, sincrónica, propia del estructuralismo
levistraussiano, la antropología dinámica (propia de Georges Balandier,61

58 Rakić, 2004: 232, 252.


59 Lévi-Strauss, 1958: 25.
60 Lévi-Strauss, 1958: 28.
61 Al respecto, véase Sociologie actuelle de l’Afrique noire. Dynamique des change-
ments sociaux en Afrique centrale, 1955.

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44 Antropología e historia: una incómoda pareja de baile

René Girard62 y Max Gluckman)63 puso énfasis en el análisis procesual,


recapitulando los debates de los años sesenta en algunas corrientes socio-
lógicas, como la desarrollista (R. A. Nisbet), la estructuralista (L. Althus-
ser, É. Balibar) o los debates sobre el conflicto como motor de cambio
social. Tras la Conferencia de Bandung (1955), antropólogos e historiado-
res se interesaron por los movimientos sociales, las luchas de liberación
nacional y los movimientos de independencia en Asia y África. El ensa-
yista francés de Martinica Frantz Fanon (1925-1961) planteó la necesidad
de incorporar a los colonizados en la historia, recuperando conceptos tales
como raza, clase, cuerpo y cultura. Para superar su condición los (negros)
dominados adoptaron el bagaje cultural de los (blancos) dominadores,
absorbiendo las normas racistas que justificaban su discriminación (Peau
noire, masques blancs, 1952).64
En este sentido, frente a las tesis que definían el subdesarrollo como
un estado socio-económico, Balandier situaba las relaciones entre socieda-
des globales como elemento de transformación (teorías de la aculturación
de George Bastide y otros). Balandier consideraba un error separar los
aspectos sociales de los aspectos culturales en las relaciones entre socieda-
des (desiguales), subrayando su dinamismo interno, así como los proble-
mas sociales creados por la modernización en los nuevos Estados post-
coloniales.65
En el marco general del estructuralismo levistraussiano, Michel Fou-
cault (1926-1984) también fue catalogado como un intelectual abiertamente
anti-humanista, especialmente tras la publicación de L’Archéologie du savoir
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62 De René Girard (1923-2015) cabe destacar, entre otros, los siguientes trabajos: La
violence et le sacré (1972) y Le Bouc émissaire (1982).
63 Los trabajos del antropólogo sudafricano Max Gluckman (1911-1975) subrayan
el carácter histórico de los fenómenos religiosos, enfatizando la relación entre política y
religión. Al respecto, véase Order and Rebellion in Tribal Africa (1963) y Politics, Law and
Ritual in Tribal Society (1967) (Kuper, 1973: 175-86).
64 Para una lectura de Fanon desde una perspectiva postcolonial, véase Bhabha,
1994: 40-65.
65 Sus trabajos contienen abundantes aportaciones de gran utilidad para el debate y
para el análisis del mundo contemporáneo: Antropología y estudio del cambio (1959), Es-
tructuras sociales tradicionales y cambios económicos (1960), Dinámicas sociales: dinámicas
internas, dinámicas externas, Sociología de las mutaciones (1970) y Teoría de la descoloniza-
ción (Buenos Aires, 1973).

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Intentos de aparejamiento 45

(París, 1969).66 Ambos afirmaban la existencia de un nivel mental incons-


ciente, «profundo» o «arqueológico» (Foucault lo definía como discursos,
formaciones discursivas o epistemes), al que se supeditaba la praxis histórica
(Les mots et les choses. Une archéologie des sciences humaines, 1966; L’archéologie
du savoir, 1969). Posteriormente, desarrolló un método genealógico para
analizar lo que definió como la microfísica del poder.67 Estos discursos cons-
tituían los objetos referidos, y en última instancia, la cultura o sociedad en
su integridad. Así, la principal preocupación del Estado moderno era «el arte
de gobernar» (estadística o aritmética política). Para moldear el «cuerpo
social» era necesario disciplinar el «cuerpo individual». Su teoría del bio-
poder representaba no solo una categorización del ser humano como espe-
cie, sino como «objeto» que debía ser manipulado y controlado a través de
tecnologías disciplinarias (escuelas, prisiones, hospitales, talleres y fábricas).68
Estas tecnologías estaban relacionadas con el auge del capitalismo moderno:
delimitación, fijación y control del espacio físico (Surveiller et punir, 1975).
El bio-poder actuaba, así, como un régimen encargado de identificar las
patologías (homosexualidad, locura) y aislarlas mediante «tecnologías» de
normalización, aplicando procedimientos correctivos y terapéuticos (psi-
quiatría, medicina) (Histoire de la sexualité, vol. i, 1976). Este proceso de
subjetivación (discursos sobre la sexualidad, la medicina, la justicia criminal,
etc.) apuntaló el posterior deconstructivismo postmoderno.

d) México
Tras la llegada de Hernán Cortés (1519) se inició no solo un proceso
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de transformación agrícola del mundo indígena, sino además cambios


profundos en la tenencia de la tierra y su explotación.69 Posteriormente, a

66 Coutinho, 1973: 119-135.


67 Dreyfus y Rabinow, 1983: 104-117.
68 Dreyfus y Rabinow, 1983: 126-142, 143-167.
69 A los clásicos trabajos de los antropólogos Ángel Palerm («La distribución del re-
gadío en el área central de Mesoamérica», 1954), Pedro Carrasco Pizana (Los otomíes,
1950), y de los historiadores François Chevalier (La formación de los latifundios en México.
Tierra y sociedad en los siglos XVI y XVII, 1976) y Charles Gibson (The Aztecs Under Spanish
Rule. A History of the Indians of the Valley of Mexico, 1519-1810, 1980), se suman los más
recientes de Hans Prem [Milpa y hacienda. Tenencia de la tierra indígena y española en la
cuenca del alto Atoyac, Puebla, México (1520-1650), 1988] e Hildeberto Martínez [Codi-

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46 Antropología e historia: una incómoda pareja de baile

partir del siglo xviii, con la desaparición de los caciques —o señores natu-
rales— como categorías étnicas,70 la tenencia de la tierra se desligó del
antiguo sistema de valores indígena, pasando a manos de la comunidad.
Los estudios de Cheryl E. Martin (1985) en el valle de Cuernavaca y los de
David Brading (1975, 1978) para el Bajío atestiguaban cambios en la com-
posición étnica de sus pueblos.71 La pérdida de sus tierras reforzó la inicia-
tiva privada, transformando a los nativos en jornaleros y arrendatarios.
Asimismo la llegada de población indígena a los centros urbanos más
importantes, como la ciudad de México, Puebla, Zacatecas, tuvo como
consecuencia un aumento del mestizaje, agrandándose la diferenciación
social en el interior de las comunidades y debilitando los lazos étnico-
comunitarios.72 En el siglo xix tuvo lugar un proceso de desamortización
de la propiedad corporativa de los pueblos indígenas y de liberalización de
la propiedad, vinculada a la construcción del Estado nacional, que se
agravó con la independencia. Como señalaba Margarita Menegus, recons-
truir este proceso constituye un trabajo arduo que requiere el estudio de la
documentación existente en los archivos municipales.73
La formación de la nación estuvo en manos de los criollos, quienes
declararon la igualdad jurídica de todos los mexicanos, conservaron la pro-
piedad comunal así como el gobierno indígena. Con Benito Juárez (1806-
1872) y la Reforma (1859), la formación de la nación pasó a los mestizos.74
Al abolir la propiedad comunal, la Constitución de 1857 destruyó la base
económica en que se basaba la cultura indígena. En la práctica la situación
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ciaban la tierra. El despojo agrario en los señoríos de Tecamachalco y Quecholac (Puebla,


1520-1650), 1984], sobre los cambios en el régimen de la propiedad agraria y la formación
de la territorialidad española e indígena desde el siglo xvi al xix (Pérez Zevallos, 2001:
107-109).
70 Los caciques como categorías étnicas desaparecieron, pero no así los cacicazgos
que perduraron hasta el siglo xix. Por ejemplo, en el valle de Teotihuacán, los pleitos con
el cacique de San Juan Teotihuacán siguieron, al menos, durante toda la primera mitad
del siglo xix. Al respecto, véase el trabajo de Münch (1976).
71 Menegus, 2006: 51.
72 Los inmigrantes abundaban en las ciudades y los centros mineros que, según
Pérez Zevallos (1997: 265), «fueron los más importantes canales para el mestizaje en la
Nueva España».
73 Menegus, 2006: 51-58.
74 Marzal, 1993: 410.

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Intentos de aparejamiento 47

de los indios mexicanos no difería mucho de la que había sido en la época


colonial. Durante la dictadura de «orden y progreso» de Porfirio Díaz (1876-
1911) vivían hacinados como peones en cabañas situadas en las haciendas y
latifundios que se orientaban a una agricultura de explotación. Igualmente
las políticas indigenistas del porfiriato transformaron las costumbres y ritua-
les indígenas en parte de un nacionalismo folclórico que se opuso a los par-
ticularismos locales. Los indios se convirtieron en campesinos supeditados a
los mestizos/ladinos y criollos por su condición étnica y de clase.
Posteriormente la ideología oficial postrevolucionaria (1911-1920)
reflexionó acerca de la identidad del «indio» y su incorporación a la comuni-
dad nacional. Los grandes indigenistas modernos, como Manuel Gamio
(1883-1960),75 Alfonso Caso (1896-1970) y Gonzalo Aguirre Bertrán (1908-
1996), activaron una retórica asimilacionista que sirvió para neutralizar el
pluralismo racial y cultural. Pero estos intelectuales indigenistas, según
el historiador Alan Knight, se apropiaron de la conciencia indígena, repro-
duciendo buena parte del discurso racista occidental. A su juicio, los indios
eran los objetos, no los autores, del llamado indigenismo.76 En 1916 el antro-
pólogo Manuel Gamio publicó Forjando patria. Pro-nacionalismo, en un
contexto de optimismo e idealismo político. Frente al positivismo impe-
rante, el proyecto etnográfico de Gamio consistió en reconstruir el alma de
los pueblos nativos que se pensaban «puros» y «tradicionales».77 En palabras
del antropólogo mexicano, «[…] no sabemos cómo piensa el indio, ignora-
mos sus verdaderas aspiraciones, lo prejuzgamos con nuestro criterio, cuando
deberíamos compenetrarnos del suyo para comprenderlo y hacer que nos
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comprenda. Hay que forjarse —ya sea temporalmente— una alma indígena».78

75 La obra de Gamio puso fin a la primera etapa de la antropología mexicana que Pepe
Lameiras denominó como de «profesionalización». Dicha etapa dio comienzo con la fun-
dación del Museo Nacional en 1825 para finalizar con el inicio de la obra de Gamio
(Krotz, 2008: 42). Sobre la influencia de Gamio en la antropología y arqueología mexi-
canas, véase los trabajos de Matos Moctezuma (1983) y González Gamio (2004).
76 Knight, 1997: 77.
77 Wade, 1997: 42.
78 Gamio, 1960: 25. Al mismo tiempo Gamio utilizaba el concepto de «civilización»
como una categoría modernizadora. Así, declaraba que «para incorporar al indio no pre-
tendamos «europeizarlo» de golpe; por el contrario, «indianicémonos nosotros un tanto,
para presentarle, ya diluida con la suya, nuestra civilización, que entonces no encontrarán
exótica, cruel, amarga e incomprensible. Naturalmente que no debe exagerarse a un extremo

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48 Antropología e historia: una incómoda pareja de baile

A pesar de esta voluntad de alcanzar una fraternidad nacional, Gamio


no pretendía otra cosa que eliminar los antecedentes biológicos, geográfi-
cos e históricos que hacían de los indios una «raza» incapaz de alcanzar los
estándares morales de la civilización occidental. Los aztecas, otrora colo-
nizadores, se convirtieron, primero, en indios colonizados del Imperio
español y, luego, en iconos civilizadores de la nueva nación mexicana.79
Así, mientras juzgaba negativamente a los indios mexicanos, Gamio glori-
ficaba la sociedad azteca, elevándola al nivel de la antigua Grecia y Roma.
Como nos recordaba el padre jesuita Francisco Javier Clavijero (1731-
1787), uno de los precursores del indigenismo ilustrado (Historia Antigua
de México, 1780), los aztecas se convirtieron en los héroes clásicos de las
élites mexicanas, quienes a su vez redujeron a los indios contemporáneos a
meras representaciones folclóricas.
Paralelamente, la heterogeneidad étnica dio paso al símbolo de la
integración cultural: el mestizo. Así, Gamio declaraba que:
hay mezcla de sangre, de ideas, de industrias, de virtudes y de vicios: el tipo
mestizo aparece con prístina pureza, pues constituye el primer armonioso
producto donde contrastan los caracteres raciales que lo originan, siendo de
verse doncellas núbiles de grandes ojos negros, blanquísimos dientes apreta-
dos y manos y pies diminutos, que pregonan abolengo indiano, mientras la
undosa cabellera castaña y la tez apiñonada que cubre pelusilla de oro, son el
clamor de la sangre de España.80

La raza cósmica: misión de la raza iberoamericana (1925) del escritor y


filósofo José Vasconcelos (1881-1959) representó otro ejemplo «integra-
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dor» de este culto al mestizo.81 Según este modelo, todas las tensiones polí-

ridículo el acercamiento al indio» (Gamio, 1960: 95) (Nuestro énfasis). Véase también
Knight, 1997: 77.
79 Si los aztecas, como los antiguos romanos, «civilizaron» a los demás grupos étni-
cos, ¿podemos considerar al México contemporáneo como una sociedad postcolonial? En
este sentido, Sara E. Melzer se pregunta si los habitantes de la antigua Galia fueron los
herederos de la cultura greco-romana, o si por el contrario debemos asimilarlos a los sal-
vajes americanos que hallaron en el Nuevo Mundo. Es decir, «were the French to the
Ancients what the Amerindians were to the French?» (Melzer, 2012: 166).
80 Gamio, 1960: 66.
81 Anteriormente, Francisco Pimentel (1823-1893) y Andrés Molina Enríquez
(1868-1940) habían planteado que la única solución que le quedaba al indio para sobrevi-
vir era convertirse en mestizo (Marzal, 1993: 383-386).

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Intentos de aparejamiento 49

ticas y raciales desaparecerían, dando lugar a una sociedad socialmente


adaptada a sus necesidades. Su tesis central consistía en la superación de la
heterogeneidad racial a partir de la selección natural de los diferentes tipos
humanos que, al mezclarse, formaban una nueva «raza» (cósmica) univer-
sal. Este proyecto transcultural fue esencialmente un mito —esto es, un
idealizado estado espiritual o estético— que le dio la vuelta al metalen-
guaje darwiniano y al racismo spenceriano. El esquema de Vasconcelos
incidía claramente en una noción maniquea de las ciencias humanas. Por
un lado, negaba el positivismo y el darwinismo social por considerarlos
como teorías puramente mecánicas y biologistas. Por el otro, aspiraba a
alcanzar una interpretación más humanizada de la mezcla racial basada en
el principio espiritual de la «ley del gusto».
Frente a la popularidad de los principios eugenésicos, Vasconcelos
apelaba a un «darwinismo estético» mediante el cual la belleza, concep-
tualizada como una categoría nietzscheana superior, erradicaría la fealdad,
pobreza y miseria moral de los indios.82 Políticamente segregados y meta-
físicamente disueltos en un tropo-mestizo esencializado, Vasconcelos aspi-
raba a construir una nación mestiza mono-étnica, una «raza cósmica» que
unificara a todos los pueblos latinoamericanos en una nueva edad dorada.
Otros analistas, como Gilberto Freyre (1900-1987), popularizaron la
noción de «democracia racial» (1933) como la mejor forma de atenuar los
problemas raciales en Brasil. Aunque se convirtió en seña de identidad
latinoamericana, el mestizaje no fue una «mezcla» que disolvió las diferen-
cias ni una transgresión contra las jerarquías, sino más bien una estrategia
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hiperracial para el control social que acabó consolidando una ideología


racista.83

82 Sin embargo, la deliberada omisión de diferencias étnicas —lo que Vasconcelos


definió como un «astuto mendelismo»— no lo alejó demasiado del pensamiento eugené-
sico. Como ya apuntó Nancy Leys Stepan, «[…] Vasconcelos, in keeping with his educa-
tion as a man of science and letters, adopted the language of eugenics; but as within racial
theory, he redesigned it to suit his own ends» (1991: 148).
83 Como señala Leslie Bary (2013), el mestizaje fue un mecanismo para mantener
evidentes las jerarquías de sangre y a la vez invalidar su crítica. En parecidos términos se
expresaba Alan Knight al sugerir que el fin del racismo biológico no significó de ningún
modo el fin del racismo. La positiva rehabilitación del indio/mestizo conllevaba implica-
ciones negativas a otras categorías raciales, como los negros y los chinos (Knight, 1997:
95-96).

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50 Antropología e historia: una incómoda pareja de baile

Si, como parece, la construcción de esta identidad mestiza iba en contra


de cualquier pluralismo étnico al relegar a los indios a los márgenes del Estado
mexicano, era necesario explicar científicamente la persistencia de la diversi-
dad étnica y cultural en la «nación mestiza».84 Antropólogos como Gamio,
inspirados en las tesis de Franz Boas, se referían al aislamiento de muchos
grupos étnicos que supuestamente conservaban rasgos prehispánicos. Su tra-
tado sobre La población del valle de Teotihuacán (1922) planteaba la existencia
de comunidades indígenas que constituían totalidades coherentes perfecta-
mente adaptadas a distintos nichos ecológicos. Posteriormente son otros espe-
cialistas, como Moisés Sáenz (1936), y sobre todo la obra de Gonzalo Aguirre
Bertrán sobre las «regiones interculturales», los que definieron un paradigma
de investigación regional indigenista.85 El mundo nacional y urbano estable-
cía una jerarquía social, económica y étnica donde las etnias mexicanas ocu-
paban los estratos más bajos de la sociedad. Como señala De la Peña, el
indigenismo estatal trató de romper este sistema intercultural de poder,
fomentando la modernidad, la aculturación y la igualdad ciudadana.86
A partir de la década de los treinta, el estudio de nuevas fuentes docu-
mentales, especialmente escritas en náhuatl (Ángel María Garibay K. y
Walter Lehmann), maya, yucateca (Ralph Roys), zapoteco (Jiménez
Moreno), otomí (Jacques Soustelle)87 y otras lenguas mesoamericanas per-
mitió avanzar en el conocimiento de la organización social, tecnología
agrícola o sistemas de creencias. Así pues, la investigación etnohistórica se
esforzó por reconstruir la historia indígena a partir de fuentes diversas y
variadas, como las actas del cabildo de Tlaxcala (E. Celestino, A. Valencia,
C. Medina, 1985), los testamentos indígenas (T. Rojas Rabiela y E. L. Rea
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López y C. Medina, 1999-2000) o la tradición oral (J. Vansina, 1961,


1968, M. Restall, 2015).88

84 Como apuntaba Florencia Mallon, «[…] official mestizaje is constructed implic-


itly against a peripheral, marginalized, dehumanized Indian Other who is often disap-
peared in the process». (Mallon, 1996: 170-181). Véase también De la Peña, 2008: 170.
85 De la Peña, 2008: 168.
86 De la Peña, 2008: 168.
87 Soustelle fue posteriormente gobernador general de Argelia (1955-56) durante la
cruenta guerra de la independencia de aquel país (1954-1962), y promotor de una opera-
ción militar que fracasó, destinada a desmantelar al FLN, utilizando los conocimientos
en la zona del también antropólogo Jean Servier. Veáse Lacoste-Dujardin, 1997.
88 Tavárez y Smith, 2001: 18-19.

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Intentos de aparejamiento 51

A mediados de la década de los treinta, bajo el impulso del gobierno


de Lázaro Cárdenas, se dio un nuevo impulso a la educación, fundando
escuelas indígenas rurales que formarían a la nueva generación de maes-
tros (indios) bilingües.89 Como señala Knight, dichas escuelas no fueron
simples centros educativos, sino espacios de difusión de los avances tecno-
lógicos, movilización política y propaganda nacionalista. Asimismo se
crearon diversas instituciones orientadas a resolver los problemas de los
grupos étnicos, investigar y preservar el patrimonio arqueológico e histó-
rico de México. En 1936, se fundó el Departamento Autónomo de Asun-
tos Indígenas. Sus funciones consistían en atender aquellas cuestiones de
orden social que afectaran a los núcleos indígenas en su conjunto. El
Departamento no pudo cumplir con su misión, evidenciándose en 1940
cuando tuvo lugar el Primer Congreso Indigenista Interamericano, cele-
brado en Pátzcuaro (Michoacán). Su objetivo no era otro que impulsar la
asimilación de los grupos nativos, integrándolos en la «sociedad nacional».
En 1946 el Departamento Autónomo se transformó en la Dirección Gene-
ral de Asuntos Indígenas.90 En 1948, tras la institucionalización del Par-
tido Revolucionario Institucional (PRI) que fundó Plutarco Elías Calles
en 1929 (y que sustituyó al PRM en 1946) en el Gobierno mexicano, se
fundó el Instituto Nacional Indigenista (INI) en la ciudad de México. Su
primer director, Alfonso Caso, quien diez años antes había sido el funda-
dor del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH),91 impulsó
nuevamente la asimilación (o mexicanización) de las comunidades nati-
vas, las cuales debían renegar de su cultura y tradiciones.92 Su compren-
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sión solo podía obtenerse, según Guillermo de la Peña, en el marco de


sistemas espaciales de dominio: las élites criollas o mestizas, residentes en
los centros políticos y económicos de poder, ostentaban una capacidad
adaptativa superior a la de los indios. Por esta razón monopolizaban los

89 Knight, 1997: 82.


90 A pesar de que iniciaron sus actividades casi al mismo tiempo, la Dirección de
Asuntos Indígenas y el Instituto Nacional Indigenista nunca llegaron a integrarse (Mar-
zal, 1993: 417).
91 En 1938, Cárdenas fundó la Escuela Nacional de Antropología e Historia
(ENAH). Cuatro años después, en 1942, el ENAH acabó integrándose en el INAH,
impartiendo la enseñanza de antropología e historia indígenas.
92 Marzal, 1993: 391-396.

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52 Antropología e historia: una incómoda pareja de baile

recursos estratégicos mexicanos con el fin de sostener una economía pre-


capitalista, basada en la explotación de la mano de obra indígena.93 La
progresiva integración de las comunidades indígenas en la cultura nacio-
nal mestiza, según Caso, evidenciaba la política oficial del Gobierno con
respecto a la «raza» y a las relaciones étnicas.94 Dicha integración se veía
como algo inevitable; algo que debía hacerse en provecho de dichas comu-
nidades y no del país (¡librar al indio de México, no a México del indio!).95
Ambas instituciones —el INI y el ENAH— acabaron siendo indiso-
ciables, dedicándose en cuerpo y alma a la formación de arqueólogos, his-
toriadores y maestros en asuntos indígenas. A pesar de ello la acción indi-
genista provocó resistencias, en especial de promotores, sindicatos y
maestros indígenas que empezaron a irrumpir en la escena pública.96 A
mediados de 1960 se difundieron los movimientos anticolonialistas de
Asia y África, así como las críticas al colonialismo europeo y al eurocen-
trismo.97 La obra del filósofo e historiador indigenista Miguel León Porti-
lla sirvió para reivindicar la literatura autóctona a través de la traducción,
interpretación y publicación de varias recopilaciones en náhuatl (Visión de
los vencidos, 1959; El reverso de la conquista. Relaciones aztecas, mayas e
incas, 1964)98. Durante el sexenio del presidente Luis Echevarría Álvarez

93 De la Peña, 2008: 168.


94 Según Knight, a pesar de negar la superioridad o inferioridad de las «razas», los
intelectuales indigenistas aceptaban que todas ellas estaban determinadas biológicamen-
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te, y, por tanto, que las «razas» tal como se entendían en México (india, blanca o indoeu-
ropea, mestiza, negra) efectivamente existían (Knight, 1997: 87).
95 Marzal, 1993: 393-394; Knight, 1997: 94.
96 Un ejemplo son las luchas protagonizadas por los maestros indígenas de una de
las regiones más pobres y aisladas de México: la Montaña de Guerrero (1950-2000). Al
respecto, véase la tesis doctoral de García Leyva, 2010: 206-225.
97 Paralelamente al mestizaje surgió el movimiento chicano como un nuevo mito
étnico que sedujo a muchos mexicanos y a los latinos que vivían en Estados Unidos. Se
trataba de una manipulación de los símbolos pre-hispánicos, en particular Aztlán, lugar
legendario donde supuestamente habitaron los primeros aztecas. Aztlán se situaba al su-
doeste de Estados Unidos, y por esta razón, muchos chicanos se consideraron a sí mismos
como los descendientes de los aztecas que migraron hasta la fundación de México-Teno-
chtitlán (Klor de Alva, 1992: 3-8). Como señala Roger Bartra, el carácter nacional mexi-
cano solo tiene una existencia mitológica. Para una crítica de los mitos producidos por la
cultura hegemónica en el México postcolonial, véase Bartra, 1987.
98 Por el contrario, Guy Rozat (1992) planteaba una crítica insoslayable: que los
textos indígenas de la conquista, analizados por León Portilla y otros, no son documentos

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Intentos de aparejamiento 53

(1970-1976) se crearon 58 Centros Coordinadores Indigenistas, los cuales


se sumaron a los 12 fundados en las dos décadas anteriores, quintuplicán-
dose el presupuesto del INI.99 En 1971 tuvo lugar la Declaración del pri-
mer Congreso de Barbados, promovido por intelectuales (¿orgánicos?)
independientes apoyados por el Congreso Mundial de las Iglesias. Allí se
enarbolaron las primeras críticas al indigenismo oficial que promovía
desde el INI su director, Gonzalo Aguirre Beltrán, y al llamado «etnoci-
dio» de los pueblos amerindios.100 En 1973 se creó el Centro de Investiga-
ciones Superiores del INAH, que pronto se transformó en el Centro de
Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS).
En un primer momento su atención dejó de centrarse en los «indios» para
focalizarse en el origen del Estado, las clases sociales y los procesos de
explotación del campesinado. En 1974 se celebró el Primer Congreso Indí-
gena en Chiapas, organizado por el gobierno del estado de Chiapas y la
diócesis de San Cristóbal de Las Casas. El congreso estaba amparado por
un sector de la Iglesia identificada con los pobres.
La llegada al poder del presidente José López Portillo (1976-1982)
promovió las posturas de los «antropólogos críticos» que parecían promo-
ver un «indigenismo participativo». Unas posturas mediante las cuales los
indios dejarían de ser vestigios exóticos del pasado para convertirse en
sujetos políticos. Unas «antropologías segundas», que diría Esteban Krotz,
que inevitablemente obligaban a un replanteamiento del multicultura-
lismo y la ciudadanía étnica.101 Sin embargo, más que promover su parti-
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cipación, lo que esta «antropología indígena» realmente pretendía era cor-

históricos sino teológicos y deben ser, por tanto, abordados desde esta perspectiva. En
otras palabras, que la «visión de los vencidos» es en realidad una trampa discursiva puesto
que los textos indígenas producidos entre los siglos xvi y xvii estaban profundamente
vinculados a una cultura teológico-histórica medieval.
99 Hernández Castillo, 2001: 141.
100 Uno de los proyectos impulsados por el INI fue la creación de los Promotores
Culturales Bilingües (1964), dependientes de los Centros Coordinadores Indigenistas
(CCI). Estos centros, liderados por mestizos y ladinos que practicaban la castellanización
forzada, constituyeron ejemplos palpables del etnocidio cultural del Gobierno mexicano
(García Leyva, 2010: 189-206). Con respecto al concepto de «etnocidio», véase Aguirre
Beltrán, 1975: 405-418.
101 Krotz, 2008: 44; De la Peña, 2008: 175-177.

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54 Antropología e historia: una incómoda pareja de baile

porativizar y cooptar al movimiento étnico local.102 Por este motivo en la


década de los ochenta, los «antropólogos críticos» empezaron a debatir
acerca de la naturaleza y los límites de los modelos nacionales y la autono-
mía indígena.103 Para incorporarse plenamente a la sociedad mexicana los
grupos étnicos debían «dejar de serlo», pero, al mismo tiempo, mantener
una forma de identificación que nos recordara su condición de «indios»
explotados en regiones dominadas, desde la época colonial, por haciendas,
ranchos, obrajes y plantaciones dependientes de un mercado mundial.104
En 1987, el INAH publicó una obra que resultó clave en la constitu-
ción de la etnohistoria como disciplina o método de la antropología o de
la historia: La etnohistoria en Mesoamérica y los Andes, compilado por Juan
Manuel Pérez Cevallos y José Antonio Pérez Gollán. Los artículos de Car-
los Martínez Marín (1987), así como las reflexiones de Juan Manuel Pérez
Zevallos en este y otros trabajos (1987; 2001) sirvieron para definir la
etnohistoria como la disciplina dedicada al estudio de las sociedades
autóctonas que sufrieron —de manera muy distinta y fragmentada para
cada región— la dominación colonial.105 El uso de fuentes documentales
introdujo a los antropólogos en los métodos del historiador y, al mismo
tiempo, permitió a los historiadores incorporar una visión antropológica
centrada en la diversidad cultural.106 Al reconocer la dimensión diacró-
nica, los antropólogos fueron capaces de dar cuenta de las transformacio-
nes sociales producidas a raíz de la conquista española. El devenir histórico
de las sociedades indígenas era analizado a partir de fuentes históricas pero
a partir de preguntas de carácter antropológico. Es decir, se interrogaban
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las fuentes históricas con la intención de encontrar pistas que permitieran


recomponer el pasado histórico cultural de los grupos indígenas sometidos
al poder colonial, así como de otros grupos tradicionales que reivindica-

102 Krotz, 2008: 45-47.


103 De la Peña, 2008: 166.
104 Esta condición de «extranjería» del indio mexicano contrasta con la voluntad in-
tegradora del Estado nacional. La cuestión es cómo subvertir esa condición alienada de
«extraños» en un territorio que, paradójicamente, les pertenece (De Certeau, 1991).
105 Menegus, 2006: 59.
106 Un trabajo representativo de este alcance histórico-antropológico sobre el proce-
so de cambio y asimilación a la estructura colonial de la sociedad maya-yucateca fue el
trabajo de Nancy M. Farris, Maya Society under Colonial Rule (1984).

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Intentos de aparejamiento 55

ban su identidad «indígena» a partir de una convergencia de métodos y


técnicas de investigación de la antropología y la historia.
En este sentido, México profundo. Una civilización negada (1987) de
Guillermo Bonfil representó una vuelta de tuerca al papel que correspon-
día a indios y campesinos en la modernización económica del país.107
Influido por las tesis de James Scott (1985) sobre las formas de resistencia
campesina, Bonfil abogaba por la necesidad del control de los indios cam-
pesinos de su propia cultura, creando una separación entre dos mundos:
por un lado, el «México imaginario» de los grupos dominantes; y, por el
otro, el «México profundo» de los grupos en resistencia. Criticaba el indi-
genismo oficial del PRI, considerado como una superestructura impuesta
(un «discurso público», que diría Scott) sobre el México real, y en su lugar
reivindicaba la existencia de una civilización mesoamericana que consti-
tuía una matriz civilizatoria —algo así estaba implícito en el análisis y
reconstrucción que hizo Enrique Florescano (1999) de la memoria colec-
tiva mexicana— a partir de la cual se podía conseguir la integración de la
población autóctona del país.108 El principal reto de la antropología, según
Bonfil, era escribir la historia de los pueblos autóctonos y de otros sectores
sociales excluidos y negados de la academia mexicana. Recuperar la pers-
pectiva del actor (indígena) suponía no solo un cuestionamiento de las
condiciones de desigualdad y diferencia sino también recuperar la histori-
cidad del sujeto social y analizar las acciones micro-grupales o comunita-
rias.109 A raíz de este y otros trabajos, como los de Matthew Restall y la
llamada «nueva filología», liderada por el historiador norteamericano James
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Lockhart, se puso de nuevo el acento en el estudio sistemático de todo tipo


de fuentes coloniales en lenguas mesoamericanas. Fue a partir de las
numerosas traducciones de textos indígenas coloniales realizadas a finales

107 En un artículo de 1972, Guillermo Bonfil Batalla denunciaba la categoría de


«indio» como producto de la dominación colonial.
108 De la Peña, 2008: 172. Igualmente, El pasado indígena (1996), de Alfredo López
Austin y Leonardo López Luján, denunciaba las políticas neoliberales que habían sumido
a los pueblos indígenas en la miseria. Las armas de la resistencia no eran muchas, pero
entre las más valiosas, según los autores, existe «un legado cultural que, forjado a lo largo
de trece siglos, durante todo el Preclásico Temprano, formó la esencia de Mesoamérica»
(2001: 306).
109 Bonfil, 2009: 229-233.

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56 Antropología e historia: una incómoda pareja de baile

de los sesenta por especialistas de la talla de Arthur Anderson, Charles


Dibble, Fernando Horcasitas, Miguel León Portilla, Alfredo López
Austin, Luis Reyes García y Günter Zimmermann, entre otros, que el
centro de gravedad de los estudios filológicos se situó en el Valle de México
y en otras áreas de habla náhuatl.110
Asimismo se desarrolló una etnografía dialógica vinculada con la his-
toria de los indios, los campesinos y la evolución de los pueblos rurales,
que se interesaba por los cambios vinculados a la estructura política, eco-
nómica y social, el comercio, los tributos, la identidad (campesina) y temas
relacionados con el parentesco.111 En los años ochenta el indigenismo ya
no se identificaba con una «cultura nacional unificada», sino con un
modelo que permitía explicar el desarrollo de los pueblos por caminos
distintos de evolución.112 Este «etno-desarrollo» se benefició del giro mul-
ticultural que protagonizó el INI en los años noventa, enfatizando el
carácter multiétnico de la nación mexicana, así como el derecho a la diver-
sidad cultural de los pueblos. La reforma constitucional de 1992 abrió un
nuevo espacio de lucha y la negociación por los derechos indígenas, lo que
permitió al INI convertirse en una agencia estratégica. Esto quedó patente
en 1994, tras la revuelta zapatista del estado sureño de Chiapas, cuando el
INI amplió y fortaleció sus programas en defensa de la autonomía indí-
gena, del control de sus propios recursos, de sus tierras y formas de cono-
cimiento.113

e) Perú
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A diferencia de México, la vía del mestizaje no fue en ningún modo


utilizada como base para configurar un imaginario común. La dispari-
dad entre «criollos» e «indígenas» estaba tan arraigada que imposibilitó
toda interpretación del «mestizaje» como mecanismo de integración.
Tampoco existió un discurso o una retórica de exaltación de lo «indio»

110 Tavárez y Smith, 2001: 19.


111 Bracamonte, 1994. Para un análisis de este diálogo con interlocutores de otras
culturas, véase Wulf, 2008: 110.
112 De la Peña, 2008: 179.
113 De la Peña, 2008: 180.

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Intentos de aparejamiento 57

como fundamento de la nueva nación.114 A principios del siglo xix


muchos «criollos» todavía albergaban temores de las masas indígenas
levantadas durante los primeros años de revuelta de Tupac Amaru II
(1780). Este recuerdo trágico significó que «lo Inca» fuese tímidamente
resucitado por los «criollos», quienes consideraban al «indio» como una
antigua reliquia nacional ubicada en la distancia del pasado «clásico».115
En este sentido, las élites criollas no implantaron ninguna conexión
entre este pasado «clásico» del mundo andino con los «indios», estable-
ciendo sobre estas poblaciones un velo de «deshistorización» que invirtió
la propuesta de Benedict Anderson, representando en palabras de Mark
Thurner unas «unimagined communities».116
Efectivamente, no fue hasta principios del siglo xx cuando se volvió
la mirada hacia los «indios» contemporáneos. Un cambio radical de orien-
tación cuya principal consecuencia, como señaló Manuel Andrés García,
fue «la caracterización de lo criollo con la herencia española y de lo autóc-
tono con lo genuinamente peruano, generando una tendencia que apelaría
a lo indígena como receptor de los más sustanciales componentes del
Inkario —reconocido como germen de la peruanidad— pese a los siglos
de dominación foránea y a una República que poco o nada había hecho
por reivindicarlos».117
Sin embargo, la distinción entre «mestizo» (o «mistis»), «criollo» o
«español» se ha convertido hoy día en problemática. Fundamentalmente
porque esas categorías sociales revelan fronteras porosas que no solo cues-
tionan la idea de culturas puras, entendidas como residuos preciosos de un
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pasado irrecuperable, sino que obligan a un replanteamiento de los objetos


de estudio de ciertas (sub)disciplinas o disciplinas propias constituidas
como (sub) campos de investigación, como la etnohistoria o antropología
andina. La intensidad del contacto intercultural entre los conquistadores
españoles y los pueblos andinos produjo nuevas categorías sociales —«mes-

114 Por el contrario, durante los primeros años de la independencia los patriotas chi-
lenos exaltaron la figura retórica del «araucano» (o mapuche) como indio luchador, heroi-
co e invencible frente al invasor hispano (Gallardo, 2001: 119-134).
115 Thurner, 1997: 9.
116 Thurner, 1997: 12.
117 Andrés García, 2010: 31-32.

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58 Antropología e historia: una incómoda pareja de baile

tizos», «criollos», «mulatos»— que se incorporaron a un sistema impuesto


por la dominación colonial, transformando a sus integrantes en un cam-
pesinado que ocupó los estratos inferiores de la nueva estructura social.
Frente a la historiografía «clásica» (A. Arrom, G. Céspedes del Castillo, A.
Gerbi)118 que sostuvo la dicotomía entre «criollos» y «peninsulares» para
explicar el funcionamiento de la sociedad colonial, otros historiadores (A.
Acosta, S. Gruzinski, J. C. Garavaglia y, más recientemente, T. Pérez
Vejo)119 han expresado sus dudas acerca de la operatividad de tales catego-
rías analíticas, avisando que de no revisarlas a fondo podrían distorsionar
fuertemente los análisis sociales. ¿Cuál era la diferencia en Perú entre un
«criollo», un «mestizo» y un «español»? ¿El «criollo» se consideraba a sí
mismo como tal o, por el contrario, fue «inventado» por las élites limeñas
o peninsulares? ¿Esos términos significaban lo mismo en la corte de
Madrid o en Lima que en las tierras altas de Perú?
Parte del problema reside en las múltiples capas de significación acu-
muladas en el término «criollo». Para desentrañar su significado es impres-
cindible situar el análisis en el contexto histórico que le dio origen y senti-
do.120 Historiadores como Bernard Lavallé (1993) señalaron que el «ser
criollo» no ha de entenderse esencialmente por su vinculación a un lugar
de nacimiento o a una identidad étnica, sino como la adhesión de grupos de
origen variado a determinados intereses locales.121 En esta misma línea,
José Antonio Mazzotti (1996) apuntaba que lo «criollo» —y por extensión,
el «criollismo» como construcción ideológica de lo «criollo»— no debería
analizarse desde una perspectiva esencialista o monolítica, sino como una
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categoría elaborada conscientemente por grupos corporativos a fin de


obtener determinados objetivos políticos y económicos.122 Como concepto
no tuvo ninguna validez legal. Se trató, más bien, de un fenómeno cultu-
ral que caracterizó los moldes discursivos utilizados por las élites hispano-

118 Para una aproximación «clásica» a los términos «criollo» y «criollismo», véase Ar-
rom, 1951: 172-176; Gerbi, 1982; Céspedes del Castillo, 2009: 305.
119 Para una crítica de la capacidad heurística de la oposición entre peninsulares y
criollos, véase Acosta, 1984: 73-88; Acosta, 1981: 29-51; Garavaglia, «Una breve nota
acerca de los patriotas criollos; Pérez Vejo, 2010: 169-212.
120 Koselleck, 2004: 37-38.
121 Lavallé, 1993: 23-25.
122 Mazzotti, 1996: 173-174.

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Intentos de aparejamiento 59

criollas del seiscientos, como las crónicas conventuales, memoriales, infor-


mes y tratados jurídico-administrativos, con el fin de igualarse a los
españoles y reivindicar sus intereses socio-políticos y económicos, llegando
a su punto más álgido a finales del siglo xviii hasta la independencia.123
Desde la publicación del clásico Orbe indiano (1991), la tesis de la
propagación de un «patriotismo criollo» —en palabras del historiador bri-
tánico David A. Brading—, en contraposición al discurso imperial domi-
nante en España, ha llamado la atención de los historiadores del mundo
colonial. En 2001 el historiador ecuatoriano Jorge Cañizares-Esguerra
(2001) identificó una «epistemología patriótica» expresada a través de las
obras de los «hijos de la tierra» americana.124 A partir del siglo xvii la intel-
ligentsia de Lima desarrolló un fuerte sentimiento de identidad («étnica»)
grupal en función de patrones étnicos y culturales compartidos, que esta-
blecía una estricta diferenciación con respecto a los indígenas.125 Se trataba
de «letrados», esto es, abogados, juristas, médicos e intelectuales educados
en la Universidad de San Marcos y el colegio de San Felipe y San Marcos,
así como en colegios jesuitas (especialmente en San Martín), cuya sensibi-
lidad de pertenecer a una élite hispánica, caracterizada por la idealización
de una serie de rasgos culturales comunes a un territorio o patria local, fue
adquiriendo expresión en términos simbólico-morales.126 Pero en los
Andes, donde había muchos menos peninsulares que en Lima y con una
abrumadora mayoría indígena y mestiza,127 esta sensibilidad patriótica
adquirió tintes diferentes a los de la capital del Virreinato peruano (David
Garrett, Paulina Numhauser, Donato Amado).
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Otros intelectuales y críticos literarios, como J. A. Mazzotti (2000,


2009), han abonado las tesis de J. Jorge Klor de Alba sobre la polisemia del
discurso colonial.128 En particular Mazzotti y C. García-Bedoya (2003)

123 Como apuntó Céspedes del Castillo, «la distinción real entre criollos y peninsu-
lares no se debe al lugar de nacimiento, «aunque en esto se base la diferencia, porque hubo
«criollos» nacidos en España y «peninsulares» nacidos en América» (citado en Acosta,
1984: 80). Véase también Lavallé, 1993; Lavallé, 2000: 375-385.
124 Cañizares-Esguerra, 2001: 204-210; Cañizares-Esguerra, 2007: 29-36.
125 Cañizares-Esguerra, 1999: 33-68.
126 Al respecto, véase Cañizares-Esguerra, 1999: 33-68.
127 Coello y Numhauser, 2012: 14.
128 Klor de Alva, 1992: 3-23.

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60 Antropología e historia: una incómoda pareja de baile

han destacado el carácter ambiguo del criollismo, enfatizando las conti-


nuas negociaciones, alianzas y enfrentamientos de las élites criollas con
el poder ultramarino. A finales del siglo xvi, el aumento del mestizaje y el
forasterismo transformaron el ordenamiento territorial impuesto desde la
metrópoli en Perú (p. ej., parroquias, reducciones), convirtiendo las oposi-
ciones binarias que han caracterizado los debates coloniales y postcolonia-
les —«colonizadores»/«colonizados»; «americanos»/«europeos»— en un
puro anacronismo.129 Desde la capital del Virreinato (Lima), las subjetivi-
dades criollas se construyeron, siguiendo los planteamientos de Mazzotti,
en un espacio inestable de negociación con los peninsulares españoles.
Desde los Andes (Cuzco, Arequipa, Charcas), el sujeto-criollo se distin-
guía no solo de los peninsulares, sino también de sus homónimos limeños,
reforzando la ambigüedad (se proclama plenamente español, leal a la
Corona, pero al mismo tiempo se enorgullece de sus orígenes americanos)
de su estatus con respecto a la geopolítica imperial y al orden colonial.130
A principios de los setenta, la etnohistoria se interesó particularmente
por el estudio de las fronteras geográficas, sociales y étnicas de los «otros»
minorizados que fueron zonas de contacto fluido entre los llanos y los
Andes, como los valles cruceños, yungas de La Paz, el Chapare (Bolivia),
así como otras zonas limítrofes de Perú, Paraguay y Brasil.131 Apareció en
la academia peruana de la mano de ilustres especialistas, como el cosmo-
polita John V. Murra,132 John H. Rowe133 y Reiner Tom Zuidema,134 en un
contexto de preocupación por la progresiva desaparición de las culturas
andinas a raíz de la conquista. En este sentido, la utilización de fuentes
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escritas de los administradores españoles —como las Visitas seculares de


Garci Díez de San Miguel135 y Ortiz de Zúñiga,136 estudiadas por Murra,

129 Cañizares-Esguerra, 2001: 9; Bauer y Mazzotti, 2009: 10.


130 Bauer y Mazzotti, 2009: 1-42. Véase también Garrett, 2012: 139-165. Así como
García-Bedoya (2003: 182), quien ha destacado el carácter bifronte o jánico de estas sub-
jetividades criollas.
131 Villar y Combès, 2012: 7-31.
132 Murra, 1975: 291-312. Para una biografía reciente de John V. Murra, véase Anas-
tasoaie, 2013-14: 21-49.
133 Rowe, 1964: 1-19.
134 Zuidema, 1964; Zuidema, 1977: 221-259.
135 «Una apreciación etnológica de la visita», en Díez de San Miguel, 1964: 421-444.
136 Ortiz de Zúñiga, Visita de la provincia de León de Huánuco (1967).

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Intentos de aparejamiento 61

así como las Visitas eclesiásticas de Toribio Alfonso de Mogrovejo— per-


mitió arrojar alguna luz sobre la organización político-social de los «venci-
dos», como diría el ya citado historiador y antropólogo Nathan Wachtel,137
dando lugar a una suerte de etnografía de «rescate» —y de una lectura en
clave etnográfica— de los textos coloniales que requería evidentemente de
ciertas habilidades paleográficas y de investigación en archivos. También
se examinaron otras fuentes producidas por intelectuales andinos (princi-
palmente, Guamán Poma de Ayala, Juan de Santa Cruz Pachacuti Yamqui,
Titu Cusi Yupanqui, Garcilaso de la Vega y Cristóbal de Molina, el cuz-
queño) que recogían buena parte de la tradición oral de los pueblos de
Perú, lo que exigía un conocimiento de las culturas pre-hispánicas, o lo
que es lo mismo, de ciertas capacidades para desentrañar el sentido lógico
de lo transmitido.
Posteriormente nació la llamada «moderna etnohistoria peruana»,
integrada por historiadores y antropólogos interesados por la historia colo-
nial del mundo andino. Entre ellos destacaron María Rostworowski, Luis
Millones, Franklin Pease, Waldemar Espinoza Soriano, los cuales se cen-
traron en el estudio de los incas y de los pueblos aborígenes «sin escritura»,
«sin historia», que habitaban las tierras altas de Perú. Estos historiadores
tomaron algunas de aquellas herramientas utilizadas por Rowe, Murra y
Zuidema, como la etnografía de archivo, a las que les sumaron los resulta-
dos de investigación de la arqueología y la historia oral.138
En la década de los ochenta, se produjo un cambio significativo en las
agendas de investigación de la antropología e historiografía del campesi-
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nado andino de la mano de Steve J. Stern (1982, 1987), Brooke Larson


(1987, 1988), Olivia Harris (1987), Frank Salomon (1987), Luis Miguel
Glave (1988, 1989) y María Isabel Remy (1983), entre otros. Se trataba,
básicamente, de repensar la herencia colonial y reconstruir la cultura polí-
tica de los grupos subalternos (indios, campesinos), o de aquellos que hasta
entonces la historiografía tradicional había marginado, partiendo de los
estudios sobre la «economía moral» y los sectores populares pre-capitalis-

137 En La vision des vaincus (1971), Wachtel estudiaba los efectos traumáticos de la
conquista en las poblaciones andinas contemporáneas.
138 Un ejemplo de la importancia que los etno-historiadores andinos han atribuido a
la memoria oral se percibe en Wachtel (1990) y Abercrombie (1998).

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62 Antropología e historia: una incómoda pareja de baile

tas inspirados en los trabajos de E. P. Thompson (1971, 1972, 1974),


Christopher Hill (1973), Charles Tilly (1978) y James C. Scott (1985,
1990). De la historia institucional se pasó a la historia local-comunal,
dando un mayor énfasis a las formas cotidianas de rebelión y resistencia
frente al poder colonial, así como a las múltiples alianzas y convivencias
entre españoles e indígenas, fundamentalmente a nivel de las élites.
Cuando estas alianzas entraron en crisis se extendió un tipo de milena-
rismo compulsivo (Taqui Onkoy, o «enfermedad del baile», 1560-1565) a
lo largo del altiplano central que supuestamente proclamaba una resurrec-
ción de las wak’as mediante un acto literal de «posesión» de las almas
andinas.139 Como mensajeros de Pachacamac y de las divinidades autócto-
nas, los taquiongos predicaban de Quito a Charcas una alianza pan-andina
que derrocaría al Dios cristiano y mataría a los colonizadores españoles de
enfermedades y otras calamidades.140
Estos argumentos cabe situarlos en la revalorización de lo andino y
la proliferación de ciertas mistificaciones, como el mito de Inkarrí, que
dieron pie a todo tipo de movimientos milenaristas y nativistas. Un mito
que, como es sabido, expresa la reconstitución del mundo andino a par-
tir de la resurrección del cuerpo del Inca.141 El libro Buscando un inca.
Identidad y utopía en los Andes (1987), de Alberto Flores Galindo (1949-
1990), se enmarca en este contexto de pervivencia y vitalidad de las
sociedades andinas. Frente a la opresión colonial y la violencia cotidiana,
el Tawantinsuyu fue reconstruido en la imaginación colectiva como una
civilización benévola, justa y recuperable. La representación de la muerte
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de Atahualpa en Oruro (Bolivia), estudiada por Nathan Wachtel en su


libro de 1971, fue esta vez analizada por Flores Galindo en Chiquián,

139 Stern, 1993: 71-79.


140 Existe una extensa bibliografía acerca del Taqui Onqoy, calificándolo de movi-
miento milenarista (Nathan Wachtel; Pierre Duviols), nativista (Luis Millones), de tipo
regional (Guillermo Cock; Mary Doyle; Steve J. Stern), etc. No vamos a comentarla en
este espacio. Sin embargo, cabe señalar que a menudo se ha magnificado el carácter de
resistencia ideológica de dicho movimiento, dejándose de lado los intereses político-so-
ciales de perseguidores y/o extirpadores de idolatrías que, como Cristóbal de Albornoz
(1530-?), buscaban algún medio de reconocimiento y promoción personal. Este es el hilo
conductor que sigue Gabriela Ramos en un interesante artículo aparecido en su libro,
editado conjuntamente con Henrique Urbano (1991).
141 Ortiz Rescaniere, 1973.

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Intentos de aparejamiento 63

una pequeña población de la provincia de Bolognesi (Departamento de


Ancash), durante la fiesta patronal en homenaje a Santa Rosa de Lima.
No solo era interpretada como el apego de los indígenas a sus propias
tradiciones y ordenamientos culturales, sino como la prueba de que el
mesianismo y el milenarismo habitaban la cultura popular del Perú con-
temporáneo.
Otros historiadores y antropólogos poco o nada interesados en estas
posiciones esencialistas o mistificadoras del mundo andino, como Karen
Vieira Powers (1995), Cruz Zúñiga (2011), Sergio Serulnikov (1996,
1998, 1999, 2006), Jeremy Mumford (2003), Jane E. Mangan (2005,
2009), Marisol de la Cadena (2000, 2005, 2010), Ana María Presta
(2010), Guillermo Wilde (2003, 2009) y Ana María Lorandi (1992,
2012), entre otros, han analizado los mecanismos y estrategias políticas
de indios, mestizos y señores étnicos, repensando las categorías sociales
del mundo hispano-americano («raza», clase o género) no como variables
independientes, sino como resultado de múltiples interacciones y con-
tactos entre grupos étnico-sociales con lazos de sangre e intereses (eco-
nómicos, políticos) compartidos. Una historia social «desde abajo» que
revela la fragilidad del sistema de castas, analizando la naturaleza cons-
tructivista y procesual de las identidades coloniales.142 Frente a las cate-
gorías de clasificación étnico-racial impuestas desde la metrópoli, como
la sangre indígena o mestiza, asimiladas a linajes plebeyos o a la ilegiti-
midad e impureza étnica, los pueblos andinos fomentaron otros marca-
dores culturales que no eran permanentes ni dependían exclusivamente
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del fenotipo, como los oficios, la vestimenta, la reputación o la lengua


nativa, pero que facilitaban la movilidad social.143 Pensamos que dichos
marcadores constituyen los elementos centrales en la constitución de los
límites étnicos. Si las autoridades metropolitanas insistían en una
supuesta clasificación objetiva «desde arriba», la realidad concreta de
ejercer un oficio determinado, vestir y hablar de una determinada
manera y vivir dentro o fuera de una ciudad constituían percepciones

142 Larson, 1999: 241-44; Silverblatt, «Foreword», ix-xii; Fisher y O’Hara, 2009:
15-30.
143 Fisher y O’Hara, 2009: 11. Véase también Ares, 1999: 133-146; De la Cadena,
2000; Graubart, 2009: 471-499; Presta, 2009: 41-53.

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64 Antropología e historia: una incómoda pareja de baile

concretas que los grupos plebeyos tenían de su posición en la sociedad


colonial.144
¿Pero qué significa exactamente ser «indio», «convertirse en indio» o
«adquirir la cultura indígena»? ¿Y «pueblo tradicional»? La etnicidad no
existe como un atributo a priori, sino que constituye un instrumento de
construcción identitaria producto de la práctica social. En Brasil, los pue-
blos autóctonos, o aborígenes, actualmente se reivindican a sí mismos
como «étnicos», buscando sus raíces, aprendiendo el folclore como condi-
ción sine qua non para tener acceso a las tierras de sus ancestros.145 En
Perú, la cuestión de lo «etno», como apuntaba recientemente Thomas
Abercrombie, tuvo bastante que ver con la necesidad de caracterizar a
«otros» colectivos que se pensaban diferentes —esto es, aborígenes, mesti-
zos y mulatos marginalizados por la sociedad hegemónica de origen euro-
peo—.146 Si como señala Ana María Lorandi, el concepto de étnico/a solo
se aplica a los aborígenes, ¿cuál es su validez heurística?147 En Brasil la lla-
mada «historia indígena» se reduce exclusivamente al ámbito «peculiar» de
«lo indio», incorporando una historicidad de cuño occidental. Pero
de nuevo, si esos «indios reducidos» son cada vez menos exóticos y más
próximos, ¿no deberían ser incorporados a la historia como sujetos histó-
ricos tout court?
Tradicionalmente la antropología peruana ha seguido una antigua
distinción entre los amazonistas, por un lado, y los andinistas, por el otro.
En cuanto a los temas u objetos de estudios en las diferentes perspectivas
teórico-metodológicas (culturalismo, teoría de la dependencia, etno-ecolo-
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gía, substantivismo ecológico, formalismo económico, interculturalidad y

144 Como han señalado diversos historiadores y antropólogos, el mestizaje no existe


como categoría social, sino más bien como un proceso dinámico caracterizado por las
diversas mezclas interétnicas entre blancos, negros e indios. Con todo, la aleatoriedad de
la mezcla nos obliga a repensar nuestras categorías analíticas, así como el reconocimiento
de estos espacios intermedios (Garavaglia y Grosso, 1994: 39-80; Amselle, 1999; Gru-
zinski, 2000: 60; Stolcke, 2008: 17-58).
145 Como apunta João Pacheco de Oliveira, el proceso de desterritorialización de los
pueblos indígenas de Brasil ha promovido el reconocimiento administrativo por parte del
Estado de sus tierras, «resguardando-lhes a posse permanente e o usufruto exclusivo das
riquezas ali existentes» (Pacheco de Oliveira, 1998: 45).
146 Abercrombie, 2012: 137-145.
147 Lorandi, 2012: 19-20.

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Intentos de aparejamiento 65

nociones de humanidad), los estudios andinistas siguen siendo predomi-


nantes en las escuelas de antropología del país.148 En 1975, Manuel Gutié-
rrez Estévez, profesor del Departamento de Antropología y Etnología de
América de la Universidad Complutense de Madrid, realizó su primer tra-
bajo de campo sobre mito y ritual en Ingapirca, en los Andes ecuatoria-
nos.149 En los últimos años, uno de sus alumnos, Gerardo Fernández Juá-
rez, profesor de la Universidad de Castilla-La Mancha, ha analizado la
aplicación de políticas interculturales de salud en América Latina, y parti-
cularmente en Bolivia. Sus investigaciones han girado en torno a las nocio-
nes indígenas de salud y enfermedad y su relación con procedimientos
asistenciales y terapias biomédicas. Desde esta perspectiva, sus trabajos
analizan procesos de salud, enfermedad y asistencia tales como materni-
dad, susto, vergüenza, hospitales, además de los problemas de legalización
de las terapias tradicionales.150
Como señala Fernández Juárez, las «sombras», o «almas», constituyen
el objetivo principal de buena parte de las estrategias rituales practicadas
por los pueblos que viven en el altiplano aymara. Perder una de las entida-
des anímicas, o «almas» (ajayu, ánimo o animu, coraje o kuraji), plantea
un serio problema de salud. La gravedad del caso depende de la naturaleza
del alma que se ha extraviado (o que ha sido «agarrada»), siendo el ajayu,
término antiguo recogido por el padre jesuita Ludovico Bertonio (1612),
la «sombra» de todas las cosas.151 Para evitar que el alma sea devorada es
necesario acudir a un yatiri («sabio») o ch’amakani («dueño de la oscuridad»),
especialistas rituales capaces de liberar el alma capturada y restituirla a la
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persona enferma. Por otra parte, perder la grasa constituye otro problema
médico considerable. La grasa humana es objeto de deseo de los «malignos»
saxras, ñanqhas, antawalla o del propio kharisiri, un peculiar «sacamante-
cas» que ataca a sus víctimas valiéndose de diferentes procedimientos para
hacerlos dormir y robar así la grasa corporal.152 Al igual que sucede con el

148 Rivera Andía, 2011: 423-431.


149 Martínez Mauri y Orobitg Canal, 2015: 13-14.
150 Fernández Juárez, 2000a: 281-324; Fernández Juárez, 2000b: 192; Fernández
Juárez, 2004: 297-304; Fernández Juárez, 2007: 61-90; Fernández Juárez, 2010: 383-
412.
151 Fernández Juárez, 2000b: 176.
152 Fernández Juárez, 2000a: 291-292; Fernández Juárez, 2000b: 171.

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66 Antropología e historia: una incómoda pareja de baile

extravío de las «almas», la víctima fallece de no mediar el tratamiento


adecuado, estando ambos sucesos en estrecha relación.
Desde una óptica revisionista, cabe asimismo destacar los trabajos
de Alejandro Díez (1997, 2005, 2013) o las recientes tesis doctorales de
Ch’aska Eugenia Carlos Ríos (UAB, 2016) y de Teodoro Palomino Mene-
ses (UAB, 2010). La primera examina la noción de persona como un con-
tinuum, planteando que no existe una división entre humano y no
humano, ni entre sujeto y objeto, atribuyéndose características o compor-
tamientos humanos a diversos objetos o especies. Como antropóloga indí-
gena quechua-hablante, Ch’aska plantea la existencia de una franja
de indefinición que hace que las palabras y los conceptos no se desarrollen de
manera independiente en el idioma quechua: es necesario explicitar el con-
texto, así como las relaciones y nociones. Así, un «loro» se relaciona con la
«radio», pues ambos producen sonidos. Igualmente, cuando se dice que «la
cerveza quiere que yo la saboree», se atribuyen cualidades y sentimientos
propios de la persona a la cerveza. En resumidas cuentas, cualidades y
sentimientos «humanos» se atribuyen a la cerveza, enfatizando que la
constitución de la persona no tiene fin, sino que es continua.
La segunda tesis examina algunos conceptos clave de la formación
social andina, como las comunidades campesinas de Piura y del norte de
Ayacucho, respectivamente, analizándolas como continuidades transfor-
madas. La mayoría de especialistas (F. Barricaud, 1967; J. M. Arguedas,
1967-1968; F. Fuenzalida Vollmar, 1970; N. Wachtel, 1973; J. Matos Mar,
1976) situaron el origen de la «comunidad» a partir del primer ordena-
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miento político colonial que organizó a la población indígena en cabildos


y que impuso un sistema reduccional (siglo xvi) —«las comunidades cor-
poradas cerradas», parafraseando a Eric Wolf (The Mexican Bajio in the
18th Century, 1955)— sobre los ayllus.153 Sin embargo, hay que ser cautos.
Los modelos reduccionales impuestos en el Virreinato peruano, como
sabemos, no fueron del todo exitosos, provocando un aumento del mesti-

153 Precisamente correspondió a Fuenzalida su énfasis en lo hispano sobre el ayllu.


Un «énfasis» revolucionario para la época. Cabe notar que su trabajo seminal de 1970,
realizado bajo la promoción de Matos Mar, retomó mucho de lo realizado previamente
por Emilio Mendizábal Losack, a quien Fuenzalida dio muy poco reconocimiento explí-
cito. Agradezco al antropólogo Juan Javier Rivera Andía el dato.

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Intentos de aparejamiento 67

zaje y su disgregación. Como apunta el historiador Luis Miguel Glave, el


mito de la creación colonial de la «comunidad andina» tuvo ineludible-
mente que ver con las reducciones impuestas por el gobierno del virrey
Toledo (1569-1580). Estas «comunidades andinas», según Glave, fueron el
resultado de un proceso colonial y no de la imposición acontecida en sus
momentos tempranos.154 Esta confusión dio lugar a una «continuidad ilu-
soriamente inalterada» de las unidades sociales campesinas comunitarias
(en adelante, USCC) que, como señala Palomino, todavía perviven.155
Posteriormente, la «comunidad republicana, local o sucesorial» fruto
de la modernidad latinoamericana (siglo xix) tuvo que ver con la desinte-
gración de su unidad y la aparición de un escenario segmentado y pertene-
ciente mayormente a zonas de altura (espacios sallqa, altoandinos). Este
planteamiento es reduccionista porque considera que la «comunidad
andina» no solo había tenido un origen andino, a partir del ayllu, sino
hispano, por lo que los conquistadores habrían traído consigo la experien-
cia organizativa de sus comunidades rurales (J. M.ª Arguedas, Las comu-
nidades de España y el Perú, 1968). Estos enfoques continuistas y esencia-
listas fueron producto de una suerte de inercia del indigenismo peruano,156
todavía hoy presente en los estudios andinos, que analizan las USCC
como congeladas en el tiempo, sin incorporar la dinámica histórica. Por el

154 Glave, 1992: 15, citado en Palomino, 2010: 80.


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155 Palomino, 2010: 19.


156 Sobre el indigenismo peruano hay mucho escrito. Tras la llegada al poder, por
segunda vez, de Augusto B. Leguía y Salcedo (1919-1930) se impuso una política tutelar
sobre el indio frente al gamonalismo, que culminó con la Gran Sublevación de 1919 a
1923 (Andrés García, 2010: 136-175). La influencia de la burguesía intelectual indigenis-
ta quedó reflejada en la constitución de 1920, en la que se recogieron derechos indígenas
tales como la propiedad de la tierra y el reconocimiento legal de las comunidades. Se
crearían otras medidas, como la formación de organismos en defensa del indio campesino
frente a los gamonales —identificados con los mestizos— y sus atropellos (Andrés Gar-
cía, 2010: 176-178). La aparición del Grupo Resurgimiento en 1926 fue otro de los movi-
mientos que trataron de aunar las diversas tendencias defensoras del indio existentes en
Perú. Uno de sus integrantes, Luis Enrique Valcárcel (1891-1986), publicó un libro pro-
logado por José Carlos Mariátegui: Tempestad en los Andes (1927). En este libro Valcárcel
planteaba no solo una crítica furibunda de los efectos negativos del mestizaje, sino la de-
fensa de una cultura andina homogénea, denunciando la falta de un espíritu nacional y
reclamando la aparición de un nuevo líder, para un indígena renovado, que pudiera co-
mandar este movimiento reivindicacionista (Andrés García, 2010: 230-242).

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68 Antropología e historia: una incómoda pareja de baile

contrario, la tesis de Palomino incide en las discontinuidades —o mejor


dicho, esas «transformaciones con continuidad»— para conciliar la conti-
nuidad con el cambio.157 En la formación histórico-social andina, cambio
y continuidad no son momentos excepcionales, sino que se dan a la vez.
Cambio, porque permitió la creación de condiciones y elementos para un
nuevo orden social; y continuidad, porque esos elementos se insertan en
un proceso histórico que nos remite mucho antes, y pugna por reorientarlo
en función del nuevo orden social impuesto por los españoles. De acuerdo
con esto, existe una continuidad entre la «comunidad colonial» y la «comu-
nidad republicana», según Palomino, que demuestra que esas comunida-
des no eran tan autosuficientes, sino que estaban ya adaptadas a los cam-
bios en las relaciones capitalistas de producción.158
Llegados a este punto, se plantea un problema metodológico. En un
mundo donde esos «otros» ya no son tan extraños o ajenos, ¿podemos lla-
mar etno-historiadores a los intelectuales autóctonos que investigan su
propia cultura?, ¿tiene sentido continuar hablando de «etnohistoria» (Tur-
ner, 1988) para entender el punto de vista de los indígenas?,159 ¿por qué no
utilizar simplemente el término antropología, o historia?, ¿pero qué antro-
pologías, o qué historias?160 Como es sabido, John H. Murra dio un gran
impulso a la etnohistoria andina como una técnica antropológica consis-
tente en el análisis y la reconstrucción de las estructuras sociales y cultura-
les de los grupos étnicos que entraron en contacto con las potencias euro-
peas. Y lo hizo a partir de una lectura etnológica de fuentes históricas. Por
muchos años se encargó personalmente de la sección «Ethnohistory: South
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America» de la Handbook of Latin American Studies, ofreciendo a sus lec-


tores estudios actualizados sobre las fuentes de estudios andinos. Indiscu-
tiblemente, uno de sus méritos fue la reconstrucción de la historia de los
pueblos andinos con un nivel comparable a las refinadas civilizaciones del
mundo no occidental. Resulta elocuente que durante todos esos años
Murra se negara siempre a definirse como historiador o como antropó-
logo. Sin embargo, algunas historiadoras como Karen Spalding, muy

157 Palomino, 2010: 22.


158 Palomino, 2010: 22, 45.
159 Curátola, 2012: 69-70.
160 Pease y Saignes, citados en Lorandi, 2012: 19-20.

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Intentos de aparejamiento 69

influenciadas por la obra monumental de Charles Gibson (1920-1985)


sobre la historia indígena del México central, reconocieron sin ambages
que esa asociación entre antropología e historia estaba en realidad muy
próxima a la historia social.161
En los últimos años han predominado en Perú los estudios relaciona-
dos con las memorias sociales de la violencia política, el conflicto armado
interno y las políticas de reconciliación (Jelin, 2001, 2002; Theidon,
2004). Asimismo la participación ciudadana ha sido un tema recurrente
en los estudios sociales, incidiendo en los procesos de democratización y
los cambios provocados en el poder local. Especialmente en las zonas
andinas del sur del país, este proceso tuvo mayor incidencia al finalizar la
violencia política de Sendero Luminoso (1980-2000), lo que permitió que
los gobiernos locales iniciaran un proceso de fortalecimiento y mayor par-
ticipación (Starn, 1992). La proliferación de conflictos en torno a la muni-
cipalidad, tales como las revocatorias de autoridades, denuncias e incluso
protestas violentas, fueron el resultado de nuevos mecanismos de partici-
pación ciudadana en los gobiernos locales (Degregori, 1993; Remy, 2005;
Wiener, 2009).
En resumidas cuentas, queda claro que los pueblos andinos nunca
fueron aquellos individuos pasivos e indolentes, participando activamente
en las dinámicas de poder, representación política y resistencia en un con-
texto colonial y postcolonial.

f) Brasil
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En su trabajo sobre las «antropologías periféricas», el antropólogo


brasileño Roberto Cardoso de Oliveira señaló que desde los años sesenta
se detectaba una «creciente concientización crítica acerca del ejercicio de la
antropología en nuestros países que se refleja en las antinomias occidental/
no occidental (o indígena), metrópolis/satélite, antropólogo extranjero/
antropólogo local, centro/periferia». Unas antropologías «culturalmente
colonizadas», pero que cuestionaban la hegemonía de las disciplinas metro-

161 Spalding, 1984. En su libro De indio a campesino (1974), Spalding invitaba a es-
cribir una obra similar a la de Gibson para el mundo andino (Pérez Zevallos, 2001: 109).

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70 Antropología e historia: una incómoda pareja de baile

politanas.162 A partir de los años noventa, la historia de los indios, descui-


dada por los historiadores de Brasil, se desarrolló de manera productiva en
el campo de la antropología, donde surgieron las primeras voces críticas
que cuestionaban las viejas concepciones que les reservaban el lugar de
víctimas pasivas de los procesos de conquista y colonización. Antropólo-
gos e historiadores, como Manuela Carneiro da Cunha (1986; 1998: 7-15)
y John Manuel Monteiro (1956-2013) representaron los primeros intentos
de pensarlos como sujetos históricos. Fruto de su tesis de doctorado en la
Universidad de Chicago (1985), Negros da Terra. Índios e Bandeirantes nas
Origens de São Paulo (1994), Monteiro dio visibilidad al protagonismo de
los indios en la construcción de la sociedad colonial de la capitanía de São
Paulo, poniendo de manifiesto que las dinámicas de conquista y coloniza-
ción dependían, en buena medida, de las poblaciones autóctonas, cuya
actuación se daba a partir de la dinámica de sus propias sociedades. Una
fructífera línea de investigación interdisciplinaria centrada en la presencia
y actuación de los indios y negros en las historias regionales, y más amplia-
mente, en la propia historia del Brasil. Ambos fueron los principales dina-
mizadores de la historia de los indios en contacto con sociedades colonia-
les y postcoloniales, transformándolos en agentes históricos. Siguiendo
estos presupuestos teórico-metodológicos, diversos especialistas han cues-
tionado estas visiones canónicas del pasado que niegan la capacidad de las
diferentes etnias de Río de Janeiro y São Paulo para (re)construir su propia
historia. No solo sobrevivieron al colonialismo portugués, sino que preser-
varon sus costumbres y usos tradicionales para mantenerse, así, en la con-
dición de «indios aldeanos hasta el siglo xix».163
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Lejos de pensar en la desaparición de los indios brasileños, víctimas del


colapso demográfico, la reducción a pueblos y la conversión forzada, dichos
pueblos están construyendo sus identidades a partir de un intenso activismo
político que, en los últimos años, ha reaccionado frente a la ideología de la
asimilación, pero que no está exento de una esencialización de sus diferen-
cias culturales. La internacionalización de los movimientos indígenas ha

162 Citado en Krotz, 2008: 47-48. El primer trabajo de campo de Cardoso de Olivei-
ra se orientó a estudiar la asimilación de los Terena del Mato Grosso do Sul al mundo de
los blancos (Eremites de Oliveira, 2009: 10-11).
163 Almeida, 2012: 113.

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Intentos de aparejamiento 71

proporcionado a estos grupos un foro de debate que ha dado lugar a la re-


etnificación de América, Asia, África y Oceanía. La Declaración de los
Derechos de los Pueblos Indígenas, adoptada el 13 de septiembre de 2007
por la Asamblea de Naciones Unidas, supuso una revitalización identitaria
de los pueblos autóctonos (referencia común utilizada por la etnología fran-
cesa), como las comunidades mapuche en Neuquén (Argentina),164 los cha-
morros en Guam (islas Marianas, EE. UU.)165 y los kaiowá, guaraní y terena
en Mato Grosso do Sul (Brasil),166 entre otros, apelando a sus particularis-
mos culturales (hábitos alimentarios, idioma, vestimenta) y a las tierras que
los estados y gobiernos federales habían arrebatado a sus ancestros.
El caso de los kaiowá es representativo de las reivindicaciones de los
pueblos autóctonos a partir de sus propias motivaciones e intereses. Al
sistema de reservas indígenas (1915-1928) cabe añadir las políticas estata-
les educativas y de expansión agro-pastoril, lideradas por el Estado Novo
de Getulio Vargas (1882-1954), que supuso un proyecto de colonización
federal en toda regla.167 A consecuencia de la explotación capitalista del
territorio nacional, los kaiowá fueron obligados a vivir en unos espacios
reducidos, lo que supuso un proceso sistemático y relativamente violento
de confinamiento. Fue a partir de las discusiones sobre legislación indige-
nista que integraron parcialmente el Estatuto do Índio y la nueva Consti-
tución Federal de 1988 (artículos 231-232), en cuya elaboración participa-
ron ilustres antropólogas, como Manuela Carneiro da Cunha,168 las que
obligaban al Estado brasileño a asegurar el respeto a la diversidad étnica y
cultural, garantizar el derecho de los indios a disfrutar de manera perma-
nente de las tierras que habitaban, elaborando nuevas estrategias territoria-
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les —reterritorialización— para defender sus áreas.169 En 1995 se inicia-


ron los procesos de reconocimiento y delimitación como Tierra Indígena

164 Kradolfer, 2011: 44-51.


165 Pérez, 2005: 571-591.
166 Como apunta João Pacheco de Oliveira, el proceso de desterritorialización de los
pueblos indígenas de Brasil ha promovido el reconocimiento administrativo por parte del
Estado de sus tierras, «resguardando-lhes a posse permanente e o usufruto exclusivo das
riquezas ali existentes» (Pacheco de Oliveira, 1998: 45).
167 Lourenço, 2008; Maciel, 2012: 25-39.
168 «Manuela Carneiro da Cunha: una antropóloga militante», <http://revistapes-
quisa.fapesp.br/es/2009/12/01/una-antropologa-militante/>.
169 Maciel, 2012: 25-31. Véase también Little, 2002: 14.

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72 Antropología e historia: una incómoda pareja de baile

Panambizinho, permitiendo su ampliación a partir de un proceso de


indemnización que llevó a los kaiowá, en 2005, a recuperar 1272 hectáreas
de lo que un día fue un territorio mucho mayor.170
Del mismo modo, los líderes terena de la comunidad de Buriti, en
Mato Grosso do Sul, han reclamado la devolución de sus tierras ancestra-
les. Gran parte del territorio terena fue ocupado por las tropas paraguayas
durante la Guerra de la Triple Alianza (1864-1870) y la resistencia armada
no fue suficiente para expulsar a los invasores.171 Así, mientras que en 1930
el Serviço de Proteçao ao Índio (SPI) obligó a los terena a concentrarse en
2090 de las 17 200 hectáreas que ocupaban a principios del siglo xx, a
partir del año 2000 la Fundación Nacional del Indio (FUNAI), fundada
en 1967, elaboró una propuesta de ampliación del área que ocupaban
desde 1930, sin mucho éxito.172 El 15 de mayo de 2013, un grupo de tere-
nas ocuparon una parcela de tierra que reclamaban como parte de las tie-
rras de sus antepasados. Dicha parcela, propiedad de un político local,
estaba situada en el municipio de Sidrolândia, y fue ocupada por espacio
de dos semanas hasta que tropas de élite de la policía los desalojó violenta-
mente, causando un muerto y varios heridos.173
Este y otros temas han obligado a los especialistas a repensar la pre-
sencia indígena en los procesos históricos.174 ¿Hasta qué punto las reivin-
dicaciones y conquistas de derechos indígenas han legitimado un campo
de actividades académicas específico para los indios brasileños? ¿Existe
una antropología e historia indígenas y otras historias occidentales? Uno
podría pensar, ingenuamente, que el multiculturalismo proporciona las
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bases de una justicia e igualdad que, sobre el papel, abarca a todos los ciu-
dadanos sin distinción de raza, color o clase social. En su libro Multicultu-
ral Dialogue. Dilemmas, Paradoxes, Conflicts, Randi Gressgård se plantea
esta cuestión desde la problemática de la coexistencia de las diferencias en

170 Maciel, 2012; Maciel, «Após medio século: Terra Indígena Panambiziho» (ma-
nuscrito).
171 Eremites de Oliveira, 2009: 11.
172 Marques Pereira, 2009: 23-44.
173 <http://www.bbc.com/news/world-latin-america-22725310> [consultado el 08/
04/2016].
174 Ventura, 2015: 53-65.

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Intentos de aparejamiento 73

un mismo espacio político nacional. Reconciliar estos opuestos —digni-


dad/igualdad; identidad/diferencia— conlleva preguntarse si es posible
trasladar los debates teóricos sobre el reconocimiento socio-político de las
minorías étnicas al nivel de la praxis. Es decir, la libertad, dignidad e
igualdad de los seres humanos ante la ley son derechos universales de la
modernidad (Taylor, 1994).
Pero, al mismo tiempo, cabe plantearse la necesidad de proteger las
peculiaridades o cualidades específicas de los individuos y grupos huma-
nos. En la actualidad, muchas comunidades indígenas, como los xavantes
del extremo sur del Mato Grosso, han abandonado la alimentación tradi-
cional, basada en mandioca, calabaza y patata dulce, introduciendo bebi-
das azucaradas y alimentos procesados con azúcar que han favorecido la
aparición de enfermedades crónicas como la diabetes. A consecuencia de
estos desequilibrios nutricionales, la obesidad y la mortalidad infantil han
aumentado exponencialmente, alterando la relación de los xavantes con su
entorno ecológico.175
Los Estados-nación latinoamericanos han invisibilizado a las «minorías
étnicas» (o las «mayorías minorizadas») en los proyectos de construcción
nacional, lo que en muchos casos ha obligado a dichas «minorías» a luchar
por sus derechos frente a las sociedades nacionales (brasileña, peruana, boli-
viana) y a las corporaciones y grupos de poder que los instrumentalizan para
sus propios intereses. En el estado de Mato Grosso do Sul, donde vive la
mayor parte de la población guaraní hablante de Brasil, prevalece esta larga
historia de apropiación de mano de obra y de tierras. Para las grandes corpo-
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raciones agro-pecuarias y mineras, los indios siguen siendo un obstáculo


para el progreso. En la actualidad el biocombustible (soja, caña de azúcar) ha
provocado la diáspora de miles de campesinos e indígenas, amenazados con
convertirse en una especie de subproletariado urbano en la Amazonía, lo que
sin duda amenazaría la biodiversidad de la región.176

175 <http://app.folha.uol.com.br/#noticia/581422> [consultado el 10/08/2015].


176 Como señala Graciela Chamorro, «en 2007 se han plantado 192 000 hectáreas de
caña dulce; en 2009, 490 000; en 2012 se prevé un millón de hectáreas» (Chamorro,
2012: 220-221). Véase también Carneiro da Cunha, «Manuela Carneiro da Cunha: una
antropóloga militante». <http://revistapesquisa.fapesp.br/es/2009/12/01/una-antropolo-
ga-militante/>.

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74 Antropología e historia: una incómoda pareja de baile

En el centro de Brasil, los kaiapó («mebengokré»), una comunidad


indígena que habita las riberas del río Xingu, fueron capaces de construir
el primer «aeropuerto» en plena selva. Ingresaban grandes sumas por la
explotación de la mina de oro de María Bonita, lo que supuso una inevi-
table transformación de sus modos de vida «tradicionales». Una transfor-
mación que por vez primera ha sido registrada en vídeo.177 El libro de
John L. y Jean Comaroff, Ethnicity, Inc., nos ofrece una propuesta para
entender y conceptualizar la etnicidad que se aleja de aquella dimensión
primordialista, ontológica, de la cultura, profundizando en la capacidad
de los grupos humanos para mercantilizarla como producto de consumo.
Frente a una imagen tradicional, monolítica, que define lo «étnico» como
algo que adscribe al individuo a ciertos patrones culturales predetermina-
dos, los Comaroff reflexionan sobre la etnicidad como un producto cul-
tural «en permanente construcción».178 La imagen de los kaiapó cargando
cámaras de vídeo al hombro, escribiendo en portátiles y danzando para
los turistas, revelan las estrategias adaptativas a partir de las cuales dife-
rentes pueblos y naciones delimitan sus identidades y se proyectan hacia
el exterior.179
En el Nordeste del país, los indios «misturados» (o «mestiçados») se
han constituido como comunidad étnica por oposición a los indios
«puros» del pasado, idealizados y presentados como antepasados míti-
cos.180 Partiendo del concepto de territorialización como un proceso de
reorganización social que depende de contingencias históricas (por ejem-
plo, las «etnias» en las colonias francesas, las «reducciones» o «resguardos»
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en la América hispánica o las «comunidades indígenas» en Brasil), el


antropólogo João Pacheco de Oliveira incide en el contexto inter-social en
el que se constituyen los grupos étnicos en procesos históricos defini-
dos.181 Otros antropólogos, como Rodrigo de Azeredo Grünewald, con-

177 Turner, 1992: 5-16.


178 Más que un recurso político que se activa automáticamente en situaciones de
conflicto, la etnicidad aparece como «a labile repertoire of signs by means of which
relations are constructed and communicated; through which a collective consciousness of
cultural likeness is rendered sensible» (Comaroff, 2009: 38).
179 Turner, 1991: 285-313; Turner, 1992: 5-16.
180 Pacheco de Oliveira, 2004: 19.
181 Pacheco de Oliveira, 2004: 22-23.

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Intentos de aparejamiento 75

sideran la territorialidad como una fuerza latente de cualquier grupo


humano. Un proceso de revitalización étnica y etnogénesis a través del
cual los indios del área indígena Atikum, establecidos en la Sierra de
Umã, se constituyen situacionalmente en comunidades étnicas de pleno
derecho.182 Así, señala que:
eles não são um caso de perdas que um grupo específico sofreu até se tornar
residuo de um cultura aborígene prévia; ao contrário, trata-se de um agrupa-
mento de pessoas de diversas origens étnicas (índios descendentes de diversos
grupos distintos, negros e brancos) que, ameaçadas de perderem seu recurso
básico (a terra), resolvem constituir-se como comunidade indígena e atribuir
a si próprios tradições, tais como o órgão tutor exigia para o reconhecimento
de reservas indígenas no Nordeste.183

Estos ejemplos han llevado a María Regina Celestino de Almeida a


constatar que «las aldeas funcionaban como un espacio posible de recrea-
ción de identidades étnicas de los varios grupos allí reunidos».184
La renovación teórica del indigenismo, territorialidad, así como la
idea de identidades plurales debe analizarse, pues, a partir de un proceso
abierto de intercambios (o flujos, que diría Hannerz) culturales a través del
cual los grupos étnicos construyen sus propias tradiciones en un espacio
social dinámico. En opinión del antropólogo Paul E. Little, la renovación
teórica del concepto de territorialidad pasa necesariamente por una recons-
trucción histórica de la memoria colectiva de los grupos implicados.185 De
nuevo, la clave es entender lo que significa ser indio. Frente a la «ilusión
autóctona» de la pureza aborigen,186 R. Radhakrishan se pregunta «por
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que eu não posso ser indiano sem ter de ser autenticamente indiano? A
autenticidade é um lar que construímos para nós mesmos ou é um gueto
que habitamos para satisfacer ao mundo dominante?».187 En el caso de la
Sierra de Umã, la toré (o ciência do Índio) determina la marca de indiani-

182 Kradolfer, 2011: 41-42.


183 De Azeredo Grünewald, 2004: 140.
184 Almeida, 2012: 113.
185 Little, 2002: 11.
186 De Azeredo Grünewald, 2004: 140; 172.
187 Pacheco de Oliveira, 2004: 37. Véase también Little, 2002: 22-23; Almeida,
2010: 47-60.

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76 Antropología e historia: una incómoda pareja de baile

dad que distingue a los atikum por oposición a los blancos/civilizados.188


Por un lado, existen individuos que en un momento dado decidieron
morar en otro lugar, abandonando el ethos indígena, por lo que no fueron
considerados por más tiempo como indios (o caboclos). Por otro lado,
aquellos que decidieron alojarse en la Sierra de Umã pasaron a ser conside-
rados como miembros de la etnicidad atikum a partir del momento en que
participaban activamente de la toré, «entendida como un corpo de saberes
dinámicos sobre o qual fundamenta-se a segredo da tribu».189 Según la
Constitución de 1988, para que una tierra fuera considerada como indí-
gena, sus habitantes indios debían establecer una ocupación tradicional de
manera estable y regular.190 Para demostrarlo, los atikum solicitaron a los
pueblos de alrededor que los instruyeran en la toré, con el fin de demostrar
su «pureza étnica». Como ha sido señalado recientemente, las intensas
relaciones inter-étnicas de los indios de las aldeas de Río de Janeiro nos
obligan a pensar sobre los procesos de mestizaje, cuestionando los grupos
étnicos —mestizos, indios, negros— y sociales —indios, no indios—
como bloques monolíticos que actúan de forma unívoca de conformidad
con sus papeles y lugares étnicos y/o sociales atribuidos a ellos.191
La razón instrumental del Estado brasileño se ha basado en la incor-
poración de unos 220 grupos étnicos diferenciados, según el Instituto Bra-
sileiro de Geografia e Estatística (IBGE), al territorio nacional.192 Pero,
desde la perspectiva indígena, esa territorialidad no puede explicarse
exclusivamente como una estrategia geo-política de grupos en conflicto,
sino más bien como una lógica económico-social que dichos grupos étni-
cos instrumentalizan en su propio beneficio.193
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188 De Azeredo Grünewald, 2004: 166-167.


189 De Azeredo Grünewald, 2004: 167.
190 Pacheco de Oliveira, 2004: 111.
191 Almeida, 2012: 114.
192 Según el Censo elaborado en 2000, estos 200 grupos humanos forman a unos
734 000 individuos, hablantes de 180 lenguas, que constituyen el 0,4% de la población
brasileña (Dos Santos Luciano y Baniwa, 2006: 12).
193 Little, 2002: 19-22.

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Capítulo 2
«MAESTROS DEL PENSAR»
HISTÓRICO-ANTROPOLÓGICO

I mean, whatever anthropology is, I think it is most


fruitful to think in processual terms so that explanations can
be found in the unfolding of social forms over time. But I shy
away from abstract discussions.1

En este capítulo vamos a revisar la obra de varios antropólogos cuyos


trabajos no aparecieron formalmente definidos como antropología histó-
rica. Sin embargo, fueron pioneros de una forma de pensar antropológica
que ha marcado una línea de investigación en la cual nos situamos, aun a
riesgo de que dichos autores no compartan o no hubiesen compartido
nuestra lectura. Como diría E. P. Thompson, no destacaron en la cons-
trucción de categorías o modelos (teóricos), sino en la localización de
nuevos problemas, en la posibilidad de ver viejos problemas de formas
nuevas.2 Para resolver este problema metodológico vamos a presentar las
propuestas de varios auténticos «maestros del pensar» antropológico:3
Julio Caro Baroja, Marshall Sahlins, Jean y John Comaroff, Eric Wolf y
William Christian Jr., por las respuestas que han aportado al análisis
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diacrónico de la sociedad y su encuadre en una teoría social más general.

2.1. Julio Caro Baroja: un clásico moderno


Nos parecía un auténtico pecado no dedicar unas páginas de este
trabajo a la obra y aportaciones de Julio Caro Baroja. Se trata de un autor

1 Eric Wolf, en Friedman (1987: 111).


2 Thompson, 2000: 16.
3 Hemos tomado prestada la expresión «maestros del pensar» del libro de Salazar
(2009: 45-99).

Coello, de la Rosa, Alexandre, and Dieste, Josep Lluís Mateo. Elogio de la antropología histórica: enfoques, métodos y
aplicaciones al estudio del poder y del colonialismo, Editorial UOC, 2016. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bull-ebooks/det
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78 «Maestros del pensar» histórico-antropológico

citado y reconocido por historiadores, pero pensamos que no ha recibido


la atención que se merece, especialmente por parte de antropólogos, a
pesar de ser uno de los pioneros y máximos exponentes de una antropolo-
gía e historia originales, eruditas e inspiradoras.4
No es el espacio aquí para realizar un vaciado y estudio ya realizado por
otros autores como el de Castilla Urbano (2002) y otros (Marrosan Charola,
1993; Maraña, 1995; Paniagua Paniagua, 2003; Ortiz García, 1996, 2005;
Alvar Ezquerra, 2006; Fuster García, 2014) sobre la trayectoria formativa y
los desarrollos conceptuales y empíricos del sabio de Itzea. El libro de Casti-
lla Urbano ha constituido una guía extraordinaria para dar luz a esta síntesis
de las aportaciones de Caro Baroja. Sería un esfuerzo imposible abarcar y
sintetizar una obra tan prolífica. Por ello nos fijaremos en una selección de
sus principales contribuciones, que volverán a aparecer a lo largo del presente
trabajo. Seguramente una de ellas es, sin duda, el gesto inspirador de este
volumen, con la insistencia de que no se trata de ensamblar a historia y
antropología, porque en realidad jamás se deberían haber separado.
En otros apartados de este libro desarrollaremos ideas y contenidos
específicos de algunos de sus variados trabajos, especialmente los dedica-
dos a las minorías marginadas y perseguidas y las formas de religiosidad en
la España moderna. En contraste con los autores anglo-sajones menciona-
dos en este capítulo, y a pesar de que estos se han resistido a explicitar unos
métodos de antropología histórica, Caro Baroja se mostró aún más hui-
dizo en este aspecto, y no solo en el terreno de la antropología histórica.
De hecho Caro Baroja expone su método en el quehacer de la propia obra,
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entre líneas, lo que nos hace pensar hasta cierto punto, si es que en este
trabajo no estaremos incurriendo en una especie de revelación del secreto
que daría al traste con el propio funcionamiento de la antropología histó-
rica... Un camino que solo se hace andando, esto es, tejiendo investigacio-
nes más que teorizando sobre las mismas.
Caro Baroja como persona también es una historia, y como remarca-
ría él mismo, una biografía, y los cambios son observables en sus métodos

4 Por citar un rápido ejemplo, la completa biblioteca universitaria de Princeton


contiene 76 libros del autor, pero solo dos de ellos son versiones traducidas al inglés;
Evans-Pritchard contiene 45 entradas...

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aplicaciones al estudio del poder y del colonialismo, Editorial UOC, 2016. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bull-ebooks/det
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Julio Caro Baroja: un clásico moderno 79

y principios básicos. En sus inicios fue marcado por la escuela de Viena y


el método histórico-cultural y difusionista, más preocupado por la cues-
tión de los orígenes de los fenómenos culturales, su difusión y vinculación
con otras tradiciones, como en sus trabajos sobre la vida rural vasca;5 aun-
que pronto incorporaría las críticas de Lowie a la teoría de los círculos
culturales de Schmidt, por haber caído en un tipo de metafísica ontológica
de purezas. Sin desdeñar la teoría de los ciclos, ya que más tarde la reto-
mará para rescatar avant-la-lettre a Ibn Jaldún del olvido, antes de que se
le reivindique en el ámbito magrebista, Caro Baroja rechaza el ahistori-
cismo funcionalista, pero también el historicismo metodológico para bus-
car explicaciones del pasado en el presente.6
El recelo de Caro Baroja a teorizar generalizaciones está detrás de la
ausencia de una herencia teórica muy consciente: el autor prefería dar voz
a los datos, para evitar que las teorías los manipulen. Pero se trataría de un
recurso argumentativo, ya que tras su obra sí que habría una epistemología
explicativa,7 de un modo notablemente parecido, a nuestro entender, a los
trabajos de William Christian Jr.
Sus revisiones teóricas continuarían con la crítica a la psicología de los
pueblos, por esencialista, y a las teorías racialistas por entonces en boga en
la España franquista, y que ponía en duda en trabajos como Los pueblos de
España (1946). En 1949, en su Análisis de la cultura. Etnología. Historia.
Folklore, Caro Baroja planteaba la práctica de un funcionalismo, a diferen-
cia de sus postuladores, más cercano a la historia. En este traspaso, Caro
tomaría como modelos funcionalistas las obras de Jakob von Uexküll y del
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Evans-Pritchard de los años cincuenta. En la práctica, entabló relaciones


con antropólogos norteamericanos como George Foster, al que acompañó
por diversas zonas de España, y británicos como Pitt-Rivers (1996), desde
1949. Tras obtener una beca conoció a Evans-Pritchard en Inglaterra en
1952. En esta época Caro remarcó ya que el funcionalismo de Evans-Prit-
chard le resultaba inspirador, a diferencia de Malinowski o Radcliffe-
Brown, para conducirlo a su perspectiva diacrónica e histórica (una conci-

5 Castilla Urbano (2002: 61); sobre esta escuela, véase Müllauer-Seichter (2009).
6 Castilla Urbano, 2002: 67.
7 Castilla Urbano, 2002: 70.

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80 «Maestros del pensar» histórico-antropológico

liación bizarra en su momento si analizamos el contexto). No es casualidad


que en medio de estas notables influencias se gestase la investigación
magrebí de Caro. El trabajo sobre el Sahara fue la expresión de estos nuevos
enfoques. Tras aceptar un encargo del director general de Marruecos y
Colonias, José Díaz de Villegas, no sin el recelo que le caracterizaba en su
relación con las instituciones, realizó un intenso trabajo de campo, genera-
dor de una impresionante cantidad de datos sobre la estructura social de las
tribus saharianas, y sobre aspectos históricos que a posteriori ganarían nue-
vos significados a medida que el conflicto descolonizador se consolidara.8
El trabajo de Caro Baroja devino fundacional para los propios saharauis,
que lo citan y conocen, en una suerte de parecido al kostumari que los
kwaio reclaman a Keesing, para dignificar y recoger su cultura en proceso
de amenaza. La etnografía funcionalista de la tribu tributaria de los awlad
tidrarin aparece separada en capítulos de la parte más histórica sobre Ma
al-‘Aynin. Esta separación le fue criticada en la recensión del libro por
parte de J. S. Canby (1957) en American Ethnologist. Menos conocido es su
trabajo sobre Ibn Jaldun, un auténtico tesoro que predecía la posterior
aplicación de las teorías del autor norteafricano por parte de referentes
como Gellner (1986) o Bonte (1991), y que contenía abundantes reflexio-
nes que años más tarde retomaría la etnografía magrebista, sin tan siquiera
conocer la obra de Baroja, en cuestiones como el carácter abierto y cons-
truido del nasab o genealogía (Caro Baroja, 1955, 1957).
Merece destacarse en este período un curso publicado en 1955 sobre
«La investigación histórica y los métodos de la etnología», en consonancia
con el proyecto de Evans-Pritchard de hacer historia social, preconizado
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en su conferencia de 1950 y en su trabajo sobre los sanussi (Evans-Prit-


chard, 1973). El texto de «Morfología y funcionalismo» es una compila-
ción de conferencias impartidas en el Instituto de Estudios Políticos. En él
criticaba Caro Baroja la práctica de homologías por parte de autores que
aplican términos de una época para describir fenómenos de otras de un
modo erróneo, tal y como sucede con «capitalismo», «totemismo» o
«hechicería». El método morfológico parece excluir aquello que no puede
ser comparado de acuerdo con los propios criterios. Y dicho método habría

8 Estudios saharianos (1955). Sobre este trabajo de campo y la influencia de la mis-


ma, véase García-Arenal (1994), López Bargados (2005), Ortiz García (2006).

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Julio Caro Baroja: un clásico moderno 81

llevado a una búsqueda obsesiva de los orígenes de las cosas, sin basarse en
fuentes fundamentadas, tal y como realizaba el evolucionismo.
En aquella época la propuesta de Caro Baroja implicaba extender el
funcionalismo al estudio de la historia: no tenía sentido establecer compa-
raciones morfológicas entre sociedades, sino que lo importante era con-
trastar las funciones de las diferentes partes de una sociedad y las relacio-
nes entre las mismas. Aquí Caro Baroja respondía a la idea de Malinowski
de que no era posible reconstruir la historia de los pueblos primitivos desde
sus propias fuentes, reclamando que sí lo era para las sociedades que «cuen-
tan con un pasado cognoscible a la luz de fuentes numerosas y variadas».9
Pero al tiempo que Caro Baroja proponía extender la inspiración del fun-
cionalismo más sociológico, tampoco renunciaba a mantener el equilibrio
con el estudio de la personalidad y la psicología, a través sobre todo del
método biográfico que irá desarrollando en posteriores trabajos como El
señor inquisidor y otras vidas por oficio, o Vidas mágicas e Inquisición.
Tras el contacto directo de Caro Baroja con el funcionalismo y sus
reflexiones expuestas en el artículo de 1955, el autor fue moldeando lo que
él mismo denominaría como funcional-estructuralismo o estructuralismo
histórico. El libro sobre Los moriscos del reino de Granada aparece en 1957,
y es ya una muestra de esta nueva forma de hacer historia social; el subtí-
tulo «Ensayo de historia social» así lo sugiere. Castilla Urbano (2002: 123)
insiste, no obstante, en la reticencia de Caro Baroja a definir un método,
entendido como un lastre si se aplica de manera mecánica.10 De hecho,
este recelo se puede deber al temor a que el método encorsetado coarte la
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imaginación en la investigación, el planteamiento de nuevas temáticas o el


replanteamiento de las existentes. En realidad no es que Caro se parape-
tase contra un método, sino contra «el método», reclamando que cada cual
sea capaz de generar una vía propia a partir de la síntesis de influencias,
pero sin el ánimo de crear una escuela.
Al mismo tiempo Caro Baroja iba anticipando las críticas al estati-
cismo funcionalista, contraponiendo una visión conflictivista de la socie-
dad, pero sin adoptar en ningún momento la perspectiva marxista de Eric

9 Castilla Urbano, 2002: 121.


10 Castilla Urbano, 2002: 123.

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82 «Maestros del pensar» histórico-antropológico

J. Hobsbawm o la «economía moral» de E. P. Thompson que por aquella


misma época desarrollaban estos autores. Esta mirada se fue consolidando
en sus trabajos históricos sobre las minorías étnicas y religiosas, dedicados
a la brujería, los moriscos y los judíos principalmente (Caro Baroja, 1957,
1961, 1962, 1967). Caro evidencia las persistencias en las acusaciones y las
actitudes hacia dichos grupos marginados, basadas en doctrinas dualistas
excluyentes. De este modo, el estudio de la historia permite observar regu-
laridades y comparaciones sobre los grupos en cuestión, y sobre los proce-
sos de exclusión.
Si, por un lado, desafiaba al funcionalismo con la aplicación de un
enfoque diacrónico, por el otro, se inspiraría en las técnicas de la antropo-
logía funcionalista que esta usaba para el estudio de los «primitivos», y las
aplicaría al estudio de los grupos marginados europeos en sociedades com-
plejas. Las minorías excluidas solo se podían comprender en relación
con los grupos mayoritarios, a partir de formas de inclusión o exclusión,
como los estatutos de limpieza de sangre, los vínculos con el poder, los
contactos con sociedades externas o las formas de residencia.11 La (supuesta)
diferencia con las sociedades que estudiaba la antropología funcionalista
es que las sociedades complejas disponían de muchas más fuentes docu-
mentales. Aun siendo cierta en determinados casos, esta afirmación se
debe matizar, puesto que la documentación colonial rescatada por nume-
rosos autores citados en nuestro trabajo indica un rico universo de fuentes
sobre las sociedades «simples» extra-europeas, sin contar con que una gran
parte de la humanidad no-occidental también ha vivido en sociedades
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complejas. La obra de Caro también se distanciaba del funcionalismo clá-


sico al prestar atención al conflicto y al cambio, y no solo al orden y la
reproducción. Contra la especulación teórica (antropológica o histori-
cista), Caro otorgaba mayor importancia al dato, al contexto del mismo,
en situaciones concretas y no tanto a las abstracciones. Pero el trabajo
artesanal de Caro Baroja se iría forjando con los años. El estudio sobre los
moriscos de 1957 todavía se basaba en fuentes ya editadas y no en docu-
mentos inéditos, en contraste con el trabajo sobre los judíos que ya se
adentraba en los archivos.

11 Castilla Urbano, 2002: 127.

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Julio Caro Baroja: un clásico moderno 83

Con el estudio diacrónico de las sociedades, la propuesta de una his-


toria social «ofrecía las mismas garantías científicas que la antropología
social al ocuparse de su análisis sincrónico».12 Y en ese ejercicio la observa-
ción participante era sustituida por un contraste entre las diferentes fuen-
tes recabadas en esa sociedad del pasado. Podemos decir que, pese a sus
desconfianzas metodológicas, Caro realizaría precisamente una «vigilan-
cia epistemológica» constante al remarcar que dentro de una sociedad
existían, por ejemplo, visiones distintas de la brujería, y como en otros
casos era preciso diversificar las fuentes, teniendo en cuenta que estas son
parciales.
La sociedad no podía ser vista como un ente estático, y sobre todo no
podía ser concebida como un ente de orden. Aunque Caro remarcaría la
importancia de concebir lo cultural como material, no adoptaría el método
marxista por sus recelos hacia las canonizaciones. Entre sus explicaciones
de los conflictos hallamos lo que se podría denominar como un tipo de
cronologías encabalgadas y chocantes entre diferentes formas de entender
el mundo: personajes que encarnan ideas de otro tiempo que no encajan
en el que viven; como el campesino que es concebido como supersticioso
o loco por estar convencido de unas cosas que hace años eran completa-
mente normales.13 Y la relación con el medio también es cambiante. Pero
no se da en el sentido expresado en las teorías de la adaptación: de ser así
todos los pueblos que viven bajo condiciones similares serían iguales, o no
cambiarían. Lo que conforma a los humanos no es el medio sino la inter-
pretación que estos hacen del mismo. Caro denominaría «mundo circun-
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dante» a este entorno físico y social interpretado por los humanos, que se
va transformando y que es conflictivo en su dinámica. Una forma de mos-
trar esas disparidades, especialmente entre maneras de ver el mundo (esa
especie de «des-sincronicidades»), serían las biografías de individuos,
enfrentados a las formas dominantes de definir el universo.
Así, una de las principales técnicas empleadas por Caro para llevar a
cabo este proyecto fue la biografía, presente en varios de sus trabajos. En su
discurso de entrada en la Real Academia Española de la Lengua fue precisa-

12 Castilla Urbano, 2002: 130.


13 Caro Baroja, 1974: 28-29.

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84 «Maestros del pensar» histórico-antropológico

mente la biografía la que centró su presentación. La historia individual per-


mite realizar un retrato de su tiempo, la vía para recomponer toda una socie-
dad, tal y como realizan otros autores, como por ejemplo Eickelman (1992)
en Knowledge and Power in Morocco, al trazar la historia del Marruecos rural
durante el siglo xx a través de un letrado de Boujad, combinando en este
caso la documentación histórica con la historia de vida.

2.2. Sahlins: cultura, razón práctica e historia


Marsahll Sahlins (1930-) es un autor prolífico que inició su trabajo de
campo en las Islas Fiji y que empezó su carrera académica bajo la influen-
cia del neo-evolucionismo cultural de Leslie White de los años cincuenta,
pero también de las obras de Karl Marx y Karl Polanyi. Su perspectiva
crítica le condujo de hecho a oponerse a la Guerra del Vietnam desde el
campus universitario, con la fórmula del teach-in (encuentro docente estu-
diantil) como veremos más adelante, junto a su colega y amigo Eric Wolf.14
Tras un nuevo trabajo de campo en Nueva Guinea (Tribesman, 1968),
Sahlins desarrolló una crítica a la antropología económica formalista y al
cronocentrismo que implicaba el análisis de otros pueblos y otros períodos
desde la perspectiva liberal. En su libro Economía de la edad de piedra
(Stone Age Economics, 1972), propuso una crítica a perspectivas evolucio-
nistas clásicas y a la propia idea de progreso, al entender que no era cierto
que las sociedades paleolíticas o las sociedades contemporáneas de cazado-
res-recolectores viviesen en la escasez y la pobreza. En este sentido se tra-
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taba de una hipótesis que situaba la creciente complejidad social y política,


con el origen del Estado, como motor de las desigualdades y la miseria
humana, y la construcción de necesidades humanas como producto de la
cultura, no de la naturaleza.15
En la obra posterior de Sahlins (Culture and practical reason, 1976),
también encontraremos varios paralelismos con los modelos de Anthony

14 El teach-in surgió por primera vez en la Universidad de Michigan en 1965 como


una iniciativa de protesta en el campus en contra de la Guerra de Vietnam, que ofrecía
clases alternativas y abiertas a la crítica, la discusión y la participación (Sahlins, 2009).
15 Sus críticas a los abusos de la socio-biología de E. O. Wilson serán desarrolladas
en otro trabajo (Sahlins, 1976).

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Sahlins: cultura, razón práctica e historia 85

Giddens (1938-) o Pierre Bourdieu (1930-2002), en su intento de formular


una teoría de la praxis que permitiera superar la dicotomía entre estructura
y acción social.16 Pero queremos remarcar aquí sus propuestas sobre el
análisis del cambio y el tiempo en antropología. En Islas de historia (Chi-
cago, 1985), Sahlins planteaba que la cultura y la historia no se pueden
analizar como entidades distintas. Los esquemas culturales (cultura) fun-
cionan por una revalorización en la práctica y la acción (historia), y la
estructura es también un objeto histórico. Sus propuestas teóricas en torno
a las ideas de antropología e historia se centraban en una serie de plantea-
mientos como la «revalorización funcional de las categorías», para mostrar
que los viejos nombres que están en boca de todos adquieren connotacio-
nes alejadas de su significado original.
En «Otros tiempos, otras costumbres» (1983), Sahlins insistía en
reflexionar sobre cómo se construye culturalmente la idea de historia. En
la Europa moderna se produjo un cambio decisivo en la noción de historia;
se pasaba de una historia heroica, centrada en la crónica real, la historia de
las élites y las batallas y hechos «memorables» a una historia «popular». En
la historia heroica la práctica es identificada con el orden cósmico, y la
acción humana es sinónimo de la acción divina (providencialismo). El
tiempo social se calcula a partir de las genealogías reales de las monarquías
absolutas o de los personajes semi-divinos. Y las personas imaginan sus
biografías de acuerdo con el tiempo cronológico de jefes, dioses y reyes.
Sahlins proponía algunos ejemplos de estas formas:
• Las sociedades con monarquías divinas: en Europa, con la teoría
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de Ernst Kantorowicz (1957) acerca del doble cuerpo del rey; o el


simbolismo del poder en las ceremonias de coronación africanas
estudiadas por Luc de Heusch (1986). La muerte del jefe o del rey
provoca un caos en el universo y en la sociedad, que debe ser res-
tituido a través del nombramiento (o coronación) de un nuevo
líder.
La visión europea moderna se contraponía a sociedades como la
maorí, estudiada por Sahlins:

16 Bourdieu, 1989: 18-22.

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86 «Maestros del pensar» histórico-antropológico

mientras que el pensamiento occidental lucha por comprender la historia de


los sucesos contingentes que elabora para sí mismo invocando fuerzas o
estructuras básicas como, por ejemplo, las de producción o mentalité, el
mundo maorí se desarrolla como un eterno retorno, como la manifestación
recurrente de las mismas experiencias.17

Según el planteamiento de Sahlins, los nativos desarrollaron una


racionalidad mito-práctica que consistía en rememorar elementos (mitos)
del pasado (aquí la propuesta es muy similar al modelo de Balandier,
1989). A modo de ejemplo, el autor describe el caso de la revuelta maorí
anti-británica (1844-1846). La motivación central de dicha revuelta tenía
mucho que ver con la mitología local sobre la cosmogénesis. Dicha revuelta
se focalizó en la destrucción de los mástiles de las banderas de los británi-
cos. La razón de dicho acto se correspondía con un proceso de identifica-
ción de los pilares con la vinculación de los humanos a la tierra. Los más-
tiles, denominados tûâhu, eran un símbolo de poder que encarnaba la
vinculación material con la tierra. El ataque a los mástiles expresaba su
descontento sobre el tratado de Waitangi (1840), en que los maoríes cedían
su soberanía a la reina de Inglaterra. Aunque el tratado supuestamente
respetaba el control de los maoríes sobre sus tierras, para estos no había
distinción posible entre soberanía política y propiedad, y los mástiles
representaban el poder político y el control sobre la tierra.
Sahlins destaca las confusiones abundantes en ciencias sociales entre
historia y cambio, como si la persistencia o las conexiones entre pasado y
presente no formaran parte del problema. Aquí, Sahlins coincide con la
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idea de persistencia de Nisbet (1979):


[…] solo hay un pequeño paso lógico a la confusión entre la historia y el cam-
bio, como si la persistencia de la estructura a través del tiempo no fuese tam-
bién histórica. Sin embargo, la historia hawaiana no es sin duda la única que
demuestra que la cultura funciona como una síntesis de la estabilidad y el
cambio, el pasado y el presente, la diacronía y la sincronía.18

Sahlins critica la oposición teórica entre historia y estructura. En


muchas corrientes de pensamiento una de las premisas básicas es la contra-

17 Sahlins, 1997: 68.


18 Sahlins, 1997: 124.

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Sahlins: cultura, razón práctica e historia 87

posición entre estabilidad y cambio, entre lo estático y lo dinámico. Dicha


premisa se basa en una confusión entre historia y cambio. Esto es, la repro-
ducción y la persistencia también forman parte de la historia. En la noción
de reproducción de Sahlins, esta no equivale a ausencia de cambio o movi-
miento, entendiendo que la generación que reproduce las categorías de
una cultura no lo hace del mismo modo, aunque formalmente así lo pre-
sente y auto-represente:
cuanto más iguales permanecían las cosas más cambiaban, puesto que cada
una de esas reproducciones de las categorías no es la misma. Toda reproduc-
ción de la cultura es una alteración, en tanto que en la acción las categorías
por las cuales se orquesta un mundo presente recogen cierto contenido empí-
rico nuevo.19

Todo ello se debe a que la cultura es una creación en acción: la expe-


riencia humana se basa en la apropiación de percepciones específicas
mediante conceptos generales que ordenan el mundo de un modo arbitra-
rio e histórico; y el uso de conceptos en contextos empíricos somete los
significados culturales a revaloraciones prácticas. De este modo, las cate-
gorías «tradicionales» también se transforman, si bien esta transformación
es relativa, porque «las cosas deben preservar cierta identidad a través de
sus cambios, o de otra manera el mundo es un manicomio».20
Desde esta noción de mito-praxis, Sahlins lanzó también el concepto
de «estructura de la coyuntura» para indicar el papel de la acción social en
las estructuras. En este sentido Sahlins planteaba un modelo similar al de
Giddens («estructuras estructurantes») o de Bourdieu («habitus»; o «estruc-
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turalismo constructivista»), que permite un ámbito de libertad individual


de los agentes y/o actores dentro de los límites impuestos por dichas estruc-
turas.21 Un modelo que abre la puerta a la «cultura política» en general, y
en particular, a las nociones de justicia, autoridad y poder al preguntarse
«cómo la reproducción de una estructura se convierte en su
transformación».22 Así, las normas, valores y símbolos compartidos de una

19 Sahlins, 1997: 135.


20 Sahlins, 1997: 141.
21 Bourdieu, 1989: 14-25.
22 Kuper, 2001: 209; Aljovín de Losada y Jacobsen, 2007; Aljovín de Losada, 2012:
54-55.

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88 «Maestros del pensar» histórico-antropológico

comunidad social, étnica y religiosa constituyen elementos fundamentales


para entender los comportamientos colectivos e individuales.
A principios de los años noventa, la tesis de Sahlins (1981, 1985) que él
había aplicado a la historia de Hawai’i, y en especial a la presencia, muerte y
mitificación del capitán Cook en 1779, fue contestada por Gananath Obe-
yesekere (1992). Ello generó un debate sobre la relación entre antropología e
historia.23 El caso mostraba las dificultades de interpretar el pasado (y el
presente), y la emergencia de diversas alternativas de interpretación. Un apa-
sionante debate sobre cómo los hawaianos entendieron al capitán James
Cook antes y después de su muerte en 1779. Una de las cuestiones principa-
les consistió en averiguar si Cook había sido percibido por los sacerdotes de
Kuali’i como el Dios Lono antes de su asesinato (Sahlins), o si en realidad
fue siempre contemplado como un colonizador convertido a posteriori en
un Dios (Obeyesekere).24 Este caso remite a un tema central en que conver-
gen varios problemas que afectan al trabajo del antropólogo: ¿cómo otros
pueblos se entienden a sí mismos y al mundo que les rodea? En la interpre-
tación de lo que se supone que pensaron los indígenas acerca del capitán
Cook emerge el debate entre universalismo y relativismo, los diferentes
modelos de explicar la acción social y los condicionantes epistemológicos de
los distintos análisis, en este caso, de Sahlins y Obeyesekere:
• Obeyesekere acusó a Sahlins de proyectar en los hawaianos un pen-
samiento mítico (mito-praxis) que les conducía a pensar que el
capitán Cook era un dios (y a que terminaran con él ritualmente,
tal y como sucedía con uno de los dioses en cuestión en su mitolo-
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gía), cuando, en realidad, los hawaianos habrían tenido un com-


portamiento político racional marcado por razones prácticas de
expulsión de un eventual enemigo.
• Las fuentes basadas en los testimonios de los acompañantes de
Cook habrían sido interpretadas por Sahlins de un modo erróneo,

23 Este debate queda resumido en Borofsky, 1997.


24 Algo parecido sucedió cuando los primeros jesuitas llegaron a Brasil y luego a
Paraguay, donde muchos de ellos fueron considerados como los sucesores del héroe mítico
Sumé, asociado a Santo Tomás, uno de los doce apóstoles de Jesucristo, quien supuesta-
mente había evangelizado a los nativos del Nuevo Mundo antes de la llegada de los euro-
peos (Vieira Cavalcante, 2009: 27-35).

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Sahlins: cultura, razón práctica e historia 89

puesto que tampoco dominaban las lenguas polinesias, y confun-


dían a un dios con un jefe político. De manera que Sahlins debería
haber estudiado la mitología de los británicos. Pretender que los
hawaianos los concebían como dioses implicaba, por un lado, acep-
tar que se trataba de pueblos «supersticiosos»; o lo que es lo mismo,
una homogeneización de la cultura «indígena» hawaiana en térmi-
nos de pureza cultural, mientras que, por el otro, ocultaba los efec-
tos devastadores del colonialismo británico en el Pacífico.
Las acusaciones de Obeyesekere por el etnocentrismo y falta de com-
promiso ético de Sahlins merecieron una contundente respuesta del antro-
pólogo norteamericano en How «Natives» Think: About Captain Cook, for
Example (1995). Si para el primero Cook era un jefe poderoso con induda-
bles cualidades «divinas» que fueron instrumentalizadas por el rey
Kalani’opu’u en su propio beneficio, el segundo evitaba caer en estos dua-
lismos («divino», «humano») para recordarnos que la racionalidad no es
universal, sino una característica del pensamiento occidental. En ese sen-
tido, avisaba del peligro de caer en la trampa del universalismo racionalista
y nos recordaba que un acontecimiento histórico se construye cultural-
mente a partir de una lógica simbólica determinada. Si los hawaianos se
aliaron militarmente con los europeos, ello no significa que estos hubieran
perdido sus cualidades «divinas», sino que fueron integrados en un mundo
de encarnaciones múltiples —las poderosas cualidades de Cook le permi-
tieron convertirse en el kino lau de Lono— por motivos socio-políticos
que dependen, en última instancia, del contexto histórico del momento.
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Del mismo modo, si los hawaianos decidieron atacarlos, lo hicieron con


(¿plena?) conciencia de que se trataba de dioses.25
Las reflexiones de Sahlins no se quedaron aquí. En Apologies to Thu-
cydides. Understanding History as Culture and viceversa (2004), reivindicaba
una historiografía antropológica, comparando distintos modos de pensar el

25 Para una mayor discusión de estos temas, véase la reseña de Jonathan Friedman
(1997: 261-22) en American Ethnologist. Igualmente, Frank Salomon analizó las diversas
interpretaciones del pasado que emanan de una misma fuente, cuando esta es leída por un
historiador autóctono (léase Obeyesekere) y un académico foráneo (Sahlins) (Salomon,
1999: 19-95).

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90 «Maestros del pensar» histórico-antropológico

tiempo histórico.26 Para ello reconstruye y establece paralelismos entre las


guerras del Peloponeso, entre Atenas y Esparta (431-404 a. C.), y la guerra
en las Islas Fiji (1843-1855) entre los reinos de Bau y Rewa, a partir de los
textos de Tucídides y del misionero metodista John Hunt. En ese estudio
comparativo se vislumbran estructuras de poder contrapuestas entre un
modelo de sociedad con muestras de poder ritual ejemplar, Atenas y Bau
respectivamente, distinto al de Esparta y Rewa. Pero se puede observar en
esta comparación una contradicción básica, como sería la de criticar el uni-
versalismo de Tucídides, justamente partiendo de una perspectiva universa-
lizante que le permite a Sahlins realizar su comparación histórica. A lo largo
de esta obra Sahlins va presentando diferentes modelos de cambio histórico
y el modo en que las contingencias históricas vienen conformadas por el
orden cultural («no history without culture», Sahlins, 2004), en una suerte
de neo-culturalismo. Sahlins ha continuado con este tipo de ejercicios inte-
lectuales, en especial en su estudio histórico de la «ilusión de la idea de
naturaleza humana» en el pensamiento occidental (Sahlins 2005, 2008).
En conclusión, la obra de Sahlins habría pasado de un neo-evolucio-
nismo materialista (Stone Age Economics, 1974) a una propuesta cultura-
lista en la búsqueda de un método para la antropología histórica. El antro-
pólogo Adam Kuper, al igual que Jonathan Friedman, observan en las
aportaciones de Sahlins un exceso de determinismo cultural,27 de manera
que Sahlins se habría pasado al otro lado del péndulo, después de perse-
guir en sus primeros años una aplicación del materialismo marxista. Otras
críticas han remarcado los peligros de un relativismo que clama por reco-
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nocer diferentes nociones del tiempo y de la historia, y que impediría un


frente común para la comparación o la «objetivación», tal y como ya obser-
vara en su momento Jan Vansina.28 De todos modos, la aportación de
Sahlins fue sin duda el despertar a la disciplina antropológica de una
«pereza intelectual» (Chevalier, 2005) en el estudio de la mundialización.
No es que el objeto tradicional de la antropología estuviese desapare-
ciendo, como planteaba el pensamiento postmoderno, sino que la antro-
pología debía analizar la nueva dialéctica entre los diversos mundos en

26 Palmié y Stewart, 2016: 211.


27 Kuper, 2001: 232-233.
28 Vansina, 1968: 153-175.

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Comaroff: etnografía y la imaginación histórica 91

contacto y su relaciones de poder, tal y como planteó en un revelador


artículo titulado «What is Anthropological Enlightenment» (1999), donde
puso a prueba concepciones del cambio no siempre adecuadas para obser-
var procesos de dominación o estrategias de apropiación de la modernidad
por parte de las sociedades indígenas.

2.3. Comaroff: etnografía y la imaginación histórica


La obra de Jean y John Comaroff (1945-) es rica y compleja. Com-
prende un variado número de monografías sobre Sudáfrica, el mundo
contemporáneo colonial y capitalista, y aportaciones teóricas que recupe-
ran el sentido humanista de la disciplina, sin renunciar al rigor de las
ciencias sociales, a las aportaciones de los clásicos, y a la reflexión sobre el
problema del cambio y las relaciones de poder.29
Desde que se conocieran estudiando antropología en la Universidad
de Ciudad del Cabo, sus trayectorias personales y académicas confluyeron
en su principal trabajo etnográfico entre los barolong boo ratschidi de
Tswana, en la frontera entre Sudáfrica y Botswana, desde 1969 y con pos-
teriores visitas a la zona que les permitieron construir una perspectiva dia-
crónica de aquellas sociedades. Así surgieron múltiples trabajos sobre la
historia política y religiosa de Tswana que conjugan el análisis de agencias
sociales y estructuras, con la tensión dialéctica entre lo micro y lo macro,
y entendiendo que las relaciones de poder son el motor de la historia (Jean
Comaroff, 1985; Comaroff y Comaroff, 1991). Uno de sus estudios más
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relevantes sobre el proceso histórico es un trabajo editado en dos volúme-


nes, Of revelation and revolution (Comaroff y Comaroff, 1991, 1997), que
reconstruía la noción de hegemonía y su efectividad social como forma no
consciente, insertada en el mundo dado por descontado (Donham, 2001;
Merry, 2003). Esta perspectiva dinámica también se incorporó al estudio
de los rituales africanos desde su dimensión más socio-política (Comaroff
y Comaroff, 1993). Frente a las clásicas presunciones que presentan al
ritual exclusivamente como un mecanismo de reproducción social y con-

29 En La identidad de la antropología (1990: 9-22), Josep R. Llobera se lanzó tam-


bién en defensa de una concepción a la vez humanista, crítica y científica de la disciplina.

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92 «Maestros del pensar» histórico-antropológico

tinuidad cultural, las investigaciones recogidas en aquel volumen observa-


ban que el ritual es también un escenario y un medio de práctica experi-
mental, de subversión y acción transformadora; en definitiva, un vehículo
de «history-in-the-making», legitimando el mundo o modificándolo.30
En toda su obra existe un hilo argumental que vincula el análisis local
con los grandes procesos globales, como expusieron en su análisis del
mundo capitalista de finales del siglo xx (Comaroff y Comaroff, 2000) o
de las formas que adquiere la violencia y el Estado en el mundo postcolo-
nial (Comaroff y Comaroff, 2006); así aparece también en su reciente
trabajo sobre las nuevas etnicidades y su adaptación al capitalismo de
marca, que comentaremos en el epílogo final de nuestro trabajo (Coma-
roff y Comaroff, 2009).
De entre estos sugerentes trabajos, nos vamos a detener en una com-
pilación de artículos en los que realizaron una ambiciosa propuesta que
presentaron en la introducción de Ethnography and the historical imagina-
tion (1992). Esta es, sin duda alguna, una de las aportaciones más reco-
mendables para reflexionar sobre un «elogio de la antropología histórica»
y por eso nos adentraremos en los elementos clave de aquel texto:
• Repensar el método. En ningún momento explicitan estos autores
la intención de construir un modelo teórico. Parten de la tradición
marxista de Antonio Gramsci (1891-1937) y Raymond Williams
(1921-1988), pero también del post-estructuralismo de Michel
Foucault. Sin embargo, en medio de los años de la deconstrucción/
destrucción postmoderna en la cual la antropología giraba más
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bien en torno a «académicos estadounidenses agonizando sobre sí


mismos», los Comaroff proponen que la antropología sea todavía
distinguible por su método, más que por sus teorías, la terminolo-
gía o el objeto de estudio: la etnografía continuaría siendo la herra-
mienta básica para producir conocimiento.31
• Para llevar a cabo esta idea sería necesario redefinir una antropolo-
gía neo-moderna. En un mundo de transformaciones, la antropo-
logía no puede permanecer aletargada asistiendo a un disappearing

30 Comaroff y Comaroff, 1993: xxix.


31 Angosto Fernández, 2012: 276.

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Comaroff: etnografía y la imaginación histórica 93

world, sino que debe desarrollar una antropología de los cambios.


Y para enfrentarse a este desafío, habría que replantear los dualis-
mos que imperan tanto en la sociedad como en la teoría social, y
que contraponen categorías: la tradición y la modernidad, lo colec-
tivo y lo individual, el ritual y lo racional, etc.
• La antropología también contribuyó a estas contraposiciones,
excluyendo de la historia a determinadas sociedades estudiadas por
su condición de ágrafas, remarcando la esfera de la «tradición», la
reproducción social o la cosmología, en lugar de analizar el cambio
o el caos. Este reto representaba reflexionar sobre las nociones
diversas de historia y la definición de ese mundo cambiante en el
«nuevo mundo moderno». Aquí no se debería aplicar un universa-
lismo estéril al que se exportase la noción de historia desde el centro
colonizador, sino que se debería pensar el mundo como la genera-
ción de nuevas formas híbridas, donde las sociedades y los agentes
locales elaboran su propia visión y adaptación de la modernidad.
Frente a la «deriva postmoderna», que reduce la antropología a una
dimensión textual, privándola de cualquier valor cognoscitivo, los autores
piensan en el modo de construir una ciencia antropológica situada en
la historia y de qué manera poder seguir retomando las aportaciones de la
observación directa. La cuestión es precisamente cómo hacer etnografías
del orden mundial contemporáneo que nos permitan comprender «las
prácticas constitutivas de la acción social».32 La gran paradoja es que esta
etnografía que evidenció el etnocentrismo y los falsos universalismos occi-
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dentales también acompañó en muchos casos la expansión colonial. Pero


el trabajo etnográfico es de por sí paradójico, puesto que debe reconocer la
presencia del sujeto investigador.
Sin embargo, este reconocimiento de los límites epistemológicos no
significa que no podamos representar la sociedad que estamos estudiando.
Aquí los Comaroff lanzan una crítica a autores postmodernos como James
Clifford o George C. Marcus para quienes la antropología se reducía más
que nada a textos, esto es, a interpretación, hermenéutica, y no a los con-
textos que los producen. La idea de que no se podía escribir «sobre los

32 Lorandi, 2012: 22.

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94 «Maestros del pensar» histórico-antropológico

otros» llevó a extremos relativistas que los Comaroff ridiculizan de manera


irónica al recordar un grafito del lavabo de la London School of Econo-
mics que decía: «Is Raymond Firth real, or just a figment (quimera) of the
Tikopean imagination?».33
En medio de la tempestad postmoderna, los Comaroff intentarán
dignificar la etnografía:
Ethnography… is not a vain attempt at literal translation… It is a his-
torically situated mode of understanding historically situated contexts […]
We tell of the unfamiliar… to confront the limits of our own epistemology,
our own visions of personhood, agency, and history».34

En este proyecto se cuestiona también el propio objeto de estudio.


¿De quién y de qué hacer etnografía? Según los autores, sería un error
reservar la antropología al estudio de «lo local» o «regional», como si aque-
lla no pudiese analizar fenómenos «globales», esto es, generales y comple-
jos.35 Lo que proponen es más bien llevar la antropología a una escala
incómoda (2003), esto es, desarrollar un trabajo local dentro de un marco
global de análisis.36

Propuesta de una antropología histórica provisional y reflexiva


La idea de una antropología histórica no consiste en pensar que la antro-
pología adopte una perspectiva histórica y viceversa, como parece plantear
Dube.37 No es simplemente que el historiador tenga que leer el material de
archivo con un «filtro antropológico», o que el antropólogo acepte la dimen-
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sión histórica del trabajo de campo. Más bien se trata de reconocer que la
división resulta imposible, puesto que toda teoría de la sociedad debería com-
prender una teoría de la historia.38 Pero sí podemos observar que la aproxima-
ción de historiadores como Carlo Ginzburg o E. P. Thompson hacia grupos
humanos de otros períodos fue similar a la que adoptaron los antropólogos

33 Comaroff y Comaroff, 1992: 9.


34 Comaroff y Comaroff, 1992: 9-10.
35 Lorandi, 2012: 29.
36 Angosto Fernández, 2012: 278.
37 Dube, 2007b: 301.
38 Comaroff y Comaroff, 1992: 13.

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Comaroff: etnografía y la imaginación histórica 95

para comprender culturas «exóticas»: esto es, que compartían el problema de


aprehender el native point of view de otro lugar y de otro tiempo. Y ello tam-
bién implicaba estudiar a los grupos no hegemónicos infra-representados por
la historia oficial. Por tanto, no se trata tan solo de «darle voz al otro», sino de
contextualizarlo en unas relaciones de poder y dominación para analizar los
silencios, las exclusiones o las sobre-representaciones.
La propuesta de los Comaroff es neo-moderna en el sentido de que
contempla la posibilidad de objetivación, pero de un modo provisional y
reflexivo: no se trata de distinguir entre una historia ideológica y una his-
toria real, sino de entender que un enfoque que contempla «etapas históri-
cas» también es un mito (eurocéntrico) que se presenta como universal
cuando en realidad es parroquial.39 Frente a la tendencia europea a situarse
en el centro de los desarrollos históricos, el interés debería consistir en
estudiar otras formas de consciencia histórica, y cómo son construidas y
esencializadas por los individuos y las culturas.
La apuesta por una antropología histórica debería empezar por analizar
las respuestas dadas al extraño flirteo entre antropología e historia. Cuando
Evans-Pritchard destacaba en la célebre Marett lecture (Exeter College,
Oxford, 1950) que su objetivo era hacer «historia social», ¿a qué se refería
exactamente?, ¿a la percepción de que, en el fondo, los antropólogos debían
interrogar, lisa y llanamente, a los sujetos contemporáneos del investigador,
utilizando para ello todo el arsenal de la teoría social? Para profundizar en
este desafío, los Comaroff distinguen tres grandes propuestas:
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• Análisis mecánico del tiempo estructural: la sociedad funciona a


partir de una serie de contradicciones y conflictos que no transfor-
man el sistema, sino que lo refuerzan. Esta fue la metáfora del fun-
cionalismo británico; pero también la utilizada por el neo-mar-
xismo francés de autores como Claude Meillassoux (1925-2005) y
la idea de la reproducción de los sistemas de dominación.
• Análisis de la estructura de las sociedades a partir de elementos y
variables contrastables y correlacionadas (por ejemplo, el tipo de

39 Véase, al respecto, la crítica que hace Jack Goody del sesgo eurocéntrico y
occidentalista de la historia europea (Goody, 2011: 7-15).

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96 «Maestros del pensar» histórico-antropológico

transmisión del poder, la frecuencia de matrimonios entre determi-


nados parientes…). Para los Comaroff, el modelo es interesante,
pero no se pueden confundir las correlaciones entre factores con la
lógica de las prácticas sociales.
• Análisis de órdenes sociales que existen en el tiempo (incluidos los
llamados primitivos). Esta perspectiva, compartida por los Coma-
roff, se acerca a las propuestas de Edmund Leach o Louis Dumont:
estudiar las prácticas sociales; situar los sistemas locales en mundos
sociales y políticos más amplios de los que forman parte; reconocer
que todas las comunidades humanas se conforman en una interac-
ción entre formas internas y condiciones externas.
Este último enfoque de las sociedades como procesos en el tiempo
comporta diversos desafíos: el concepto de «sistema» sería una ficción, una
licencia analítica para explicar el mundo y las conexiones invisibles entre
fenómenos sociales; sin embargo, en contra del escepticismo postmoderno,
y aunque la vida social parezca episódica o irregular, tampoco está demos-
trado que no existan formas y relaciones.
En el reconocimiento de las «otras historias» es muy importante con-
siderar la perspectiva endógena de los mundos sociales. Por el contrario, ha
sido muy frecuente excluir de la historia a determinadas poblaciones abo-
rígenes hasta la llegada de los «pueblos con historia» (Wolf, 1982). Pero la
historia de los pueblos no empieza con la llegada de los europeos. Este
prejuicio estaría arraigado en aquellas perspectivas que referían «socieda-
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des pre-capitalistas», como si no hubiera historia antes del capitalismo. Los


nativos no han construido el pasado a través de una cronología (colonial),
sino a través del tiempo mítico. En este punto, los Comaroff no ven mucha
luz en los trabajos de Wolf, Meillassoux, Sahlins o Bourdieu, y su visión
de la historicidad de los pueblos no europeos. Para un interesante debate
sobre la cuestión de la pretendida universalidad del concepto de «historia»
europea (historicismo), véase Palmié y Stewart (2016: 207-236).
Las unidades de análisis y los métodos usados en antropología parten
ya de una visión muy clara. Se estudian acontecimientos e individuos, de
acuerdo con las expectativas del antropólogo o el historiador. Así, las técni-
cas habituales dan por descontada la noción de individuo: biografía, historia
de vida, memoria, diario personal… Pero estas formas nacieron a partir de

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Comaroff: etnografía y la imaginación histórica 97

una noción de persona del siglo xvii en Europa. Así, esta noción de indivi-
duo aparece como una acumulación de acontecimientos y como un agente
de los mismos. Lo irónico es que a efectos históricos, el peso de la agencia y
los acontecimientos no son siempre tan relevantes como ciertas leyes que
pueden condicionar la vida cotidiana de las personas. Como ilustración, los
Comaroff comparaban la batalla de Trafalgar (1805), plagada de agencia y
acontecimientos, con la Ley de propiedad de las mujeres casadas de 1870,
que permitía que las esposas pudiesen conservar como propias sus propieda-
des y ganancias; esta ley marcaría las condiciones de vida de la Gran Bretaña
del siglo xix de un modo más decisivo que la citada batalla.
La mejor manera de explicar este modus operandi de los Comaroff es
presentar alguna muestra de sus análisis recogidos en el propio volumen de
Ethnography and the historical imagination, como el estudio de los espacios
misionales del siglo xix en Sudáfrica. El problema metodológico principal
de este tipo de investigaciones es cómo ir más allá de la retórica de los
actores, en este caso los misioneros, para analizar las formas de control de
las prácticas y de los cuerpos. Los misioneros británicos trataban de «civi-
lizar a los nativos» reconstruyendo su hábitat y su habitus, a imagen y
semejanza del ethos burgués de la Revolución Industrial. Pero en este aná-
lisis no se trataba de aplicar de manera mecánica modelos y teorías, sino
de interrogar las fuentes desde preguntas etnográficas. La imposición de
edificios cuadrados sobre los circulares autóctonos, a los que se atribuía
una menor racionalidad, es una muestra de estas aplicaciones prácticas de
sus metáforas: el desierto africano debía ser germinado por jardines que
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devenían el icono y el ejemplo de la misión civilizadora. Por ello los actores


locales, como los «productores de lluvia», eran deslegitimados por los
misioneros, que presentaban la ciencia como superior a la magia autóc-
tona. Pero lo interesante es entender cómo los Comaroff consiguieron
visualizar por medio de documentos e historia oral que la visión tswana
del intercambio de conocimientos permitía que, a pesar de la presión
misionera, aquellos no abandonaran sus asunciones del cosmos. Los misio-
neros transmitían el ethos colonial de la propiedad privada, la competencia
entre individuos o el aprovechamiento del tiempo; el trabajo femenino
local en el campo debía ser confinado a la esfera doméstica y era tildado de
atraso; la monetarización, la orientación de la producción al mercado, y
procesos similares a los presentados por Stoler (1985) y otros eran la expre-
sión de esas nuevas tensiones. En este sentido los misioneros encarnaban a

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98 «Maestros del pensar» histórico-antropológico

los portadores de la ética protestante del capitalismo. La religión no se


concibe, pues, como una esfera autónoma sino que difunde una disciplina
(Asad, 1993) y un ascetismo intramundano en consonancia con el nuevo
ethos del trabajo. Y aunque los misioneros impulsaban una «colonización
de la consciencia» local, la consciencia del colonialismo era ambigua, ya
que los mismos misioneros proyectaban en África la idea del paraíso per-
dido de la sociedad pre-industrial, y constituían una fracción dentro del
grupo dominante en competencia con otras visiones del colonialismo.
En definitiva, el análisis de los Comaroff reconstruye un contexto del
pasado desde las herramientas holistas etnográficas, mostrando las tensio-
nes entre los modelos ideológicos de los dominadores (modelo estatal,
colonialismo de asentamiento de los boers y colonialismo de los misione-
ros) y sus expresiones sobre el terreno, en cuerpos y espacios, en el teatro
cotidiano de las representaciones, cuadriculando el espacio, y disponiendo
la sociedad para el ethos moderno capitalista. De este modo se revisan las
teorías esencialistas sobre el poder, y en este caso del colonialismo, al mos-
trar sus paradojas y tensiones, tal y como detallará igualmente nuestro
siguiente autor.

2.4. Wolf: de nuevo antropología y poder


El ejemplo intelectual de Eric R. Wolf (1923-1999) nos habilita para
trabajar numerosos aspectos relativos al ámbito del poder. Pero su figura
también resulta sumamente sugerente para ilustrar las conexiones entre bio-
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grafía y teoría. De origen judío, Wolf nació en Viena y durante su infancia y


adolescencia estuvo siempre rodeado de influencias multiculturales que lo
sensibilizaron para entender otras realidades. Hacia 1933 su familia se tras-
ladó a la República Checa, en el territorio montañoso de los Sudetes,
huyendo del fascismo de la Alemania nazi. Cinco años después, cuando los
nazis estrecharon su persecución contra los judíos y otros grupos no arios, el
joven Eric fue enviado a Inglaterra para proseguir sus estudios, mientras sus
padres fueron escondidos por una familia católica checa. Esta experiencia
personal le hizo vivir de primera mano los marcadores políticos de la dife-
rencia. Con solo 16 años fue enviado a un campamento para judíos y otros
potenciales enemigos ubicado al norte de Liverpool. Su caso refleja además
las contradicciones de la época. Allí entró en contacto con notables pensado-

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Wolf: de nuevo antropología y poder 99

res judíos provenientes de Europa central, pero sobre todo con marxistas.
También se formó en la escuela sociológica de Max Weber y conoció a ilus-
tres weberianos, como Norbert Elias (1897-1990), de quien escuchó charlas
sobre la noción de sociedad. A principios de los años cuarenta pasó a los
Estados Unidos, donde se alistó como voluntario en la Décima División de
Montaña, combatiendo en los Alpes.40
Después de la Segunda Guerra Mundial, todavía en calidad de
recluta, se inscribió en el programa de antropología de la Universidad
de Columbia.41 A pesar de tratarse de un ámbito universitario dominado
por el culturalismo, Wolf se alejó de la perspectiva de Ruth Benedict (Pat-
terns of Culture, 1934) y adoptó el enfoque materialista que le llevó a
rechazar, por un lado, la ecología cultural de Julian H. Steward (The People
of Puerto Rico: A Study in Social Anthropology, 1956), por a-histórica, y, por
el otro, la historia natural de Alfred L. Kroeber (The Nature of Culture,
1952), por supra-histórica, al tiempo que contactaba con investigadores de
izquierdas de la talla de John Murra, Elman Service, Stanley Diamond,
Paul M. Sweezy o Sidney Mintz.
En la genealogía de la obra de Wolf hallamos un primer proyecto,
dirigido por Julian Steward, y en el que además participaron otros inves-
tigadores, como Robert Manners, Sidney Mintz, Elena Padilla y Ray-
mond Scheele.42 The Puerto Rico Project (1948-1949) fue respaldado por
la Rockefeller Fundation y la Universidad de Puerto Rico, que dio lugar
a la defensa de su tesis de doctorado en 1951 sobre la hacienda de San José
y el cultivo de café en la isla caribeña. Partiendo de las tesis evolucionistas
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de Gordon Childe (1969), Leslie White (1982) y Julian Steward (1955),


Wolf y Mintz consideraban que la idea de civilización, sustentada en una
compleja especialización y especialización del trabajo, solo había podido
desarrollarse a partir de sistemas agrícolas, como las plantaciones, capa-
ces de crear un excedente que luego sería monopolizado por los grupos
dirigentes.43 Su tesis, Culture Change and Culture Stability in a Puerto

40 Por los servicios prestados en el campo de batalla fue condecorado con la Estrella
de Plata (Tonatiuh Romero y Ávila Ramos, 2000: 323).
41 Para este y otros datos biográficos, véase la entrevista de Friedman (1987).
42 Wolf, 2001: 38.
43 Wolf, 2001: 215-229.

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100 «Maestros del pensar» histórico-antropológico

Rican Coffee Community, se inspiró en la ecología cultural de su mentor y


maestro, Julian Steward.44 Fue pionera en los estudios regionales de
antropología, dando lugar a una serie de investigaciones posteriores sobre
la integración sociocultural de las sociedades campesinas.45
Tras su doctorado pasó a enseñar antropología en la Universidad de
Illinois, Urbana, donde se había retirado Steward. Entre 1951 y 1992
siguió otra etapa de trabajo de campo en México, donde observaría la
constitución de «lo mexicano» y de la idea de nación.46 Financiado por la
Doherty Fundation, sus investigaciones se centraron en estudiar el papel
de la región del Bajío en la formación de la nación mexicana. Se trataba de
demostrar que las regiones culturales no podían entenderse aisladas o des-
conectadas de las unidades superiores de las que formaban parte. A dife-
rencia de la escuela funcionalista, Wolf analizaba la comunidad y la región
a partir de la existencia de «niveles de integración socio-cultural», que diría
Julian Steward, lo que permitía entender mejor las transformaciones (o
evolución) de sociedades simples a complejas.47 Junto con su gran amigo
Àngel Palerm i Vich (1917-1980), el etnógrafo catalán exiliado en México,
hicieron trabajo de campo en Acolhuacan (en la región de Texcoco) y en el
área de los pedregales de San Ángel. De dichos estudios de campo Wolf
publicó diversos trabajos y artículos, algunos de ellos con el citado Ángel
Palerm, que luego aparecieron reunidos en Agricultura y civilización en
Mesoamérica (1972). En 1959 pasó por la Universidad de Chicago, de
donde afirmó huir de «a gerontocracy […] and ritual and obeisance to the
ancestors».48 En 1965 realizó un estudio sobre el Tirol, donde remarca las
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conexiones entre historia, etnicidad y ecología.


En 1966 Wolf publicó un libro que se convertiría en un clásico de las
ciencias sociales: Peasants, en el que reinterpretó conceptos marxistas,

44 Wolf, 2001: 39.


45 Tonatiuh Romero y Ávila Ramos, 2000: 323.
46 Dos importantes trabajos resultaron de esta etapa de investigación: en primer
lugar, el artículo editado por Àngel Palerm, «La formación de la nación: un ensayo de
formulación», Ciencias Sociales, 4, abril de 1953: 50-61 (publicado en inglés en Wolf,
2001); en segundo lugar, el libro Sons of the Shaking Earth (1959) (publicado en castellano
como Pueblos y culturas de Mesoamérica, 1967).
47 Tonatiuh Romero y Ávila Ramos, 2000: 324.
48 Wolf, 2001: 7.

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Wolf: de nuevo antropología y poder 101

como el modo de producción asiático, definiéndolo como modo de pro-


ducción despótico u oriental para definir la producción y las relaciones
políticas del México antiguo. Para ello utilizó las herramientas teóricas del
historiador alemán Karl A. Witffogel (1896-1988) y del ruso Alexander
Chayanov, cuyos trabajos sobre la economía rural campesina giraban en
torno a la familia, basada en el autoconsumo y no en la producción exce-
dentaria. En su análisis de las comunidades campesinas, Wolf difería del
marxismo ortodoxo al destacar la capacidad (cultural) adaptativa de los
grupos humanos en situaciones ecológicas e históricas determinadas.
Frente a los estudios que consideraban a los indígenas (ahora campesinos)
como miembros de la sociedad tradicional, o folk, esto es, como grupos
estáticos, pasivos, Wolf les otorgó un mayor protagonismo situándolos en
la dinámica histórica global.49
En esta época agitada Wolf destacó por su activismo político, recla-
mando la emergencia de una ética antropológica, participando junto con
su amigo Marshall Sahlins del primer teach-in y de la crítica norteameri-
cana a la Guerra de Vietnam, que despertó un mayor interés por la teoría
marxista (Wolf, 1971).50 En 1967 dirigió el Carnegie Seminar on Develo-
ping Nations en la Universidad de Indiana, en Bloomington, analizando la
naturaleza y las causas de las revoluciones campesinas.51 Fruto de esas
reflexiones publicó en 1969 el libro Peasant wars at the 20th century, que
aunaba los «estudios campesinos» con la consideración de movimientos
sociales y políticos que habían desencadenado cambios revolucionarios.
Estados Unidos se encontraba inmerso en una guerra impopular con ele-
vado coste en vidas humanas. Wolf se opuso firmemente a esta interven-
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ción militar y denunció (junto con su colega Joseph G. Jorgensen, Gui-


llermo Bonfil Batalla y Àngel Palerm) la intervención y espionaje
norteamericanos en Tailandia y México.52
A partir de los años setenta, Wolf abandonó la Universidad de Michi-
gan para enrolarse en la City University de Nueva York. Desde allí remar-
cará la importancia de ofrecer una antropología como disciplina humanís-

49 Wolf, 2001: 252-259.


50 Véase también Guerrero (1996: 117-118).
51 Wolf, 2001: 230-240.
52 Tonatiuh Romero y Ávila Ramos, 2000: 326.

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102 «Maestros del pensar» histórico-antropológico

tica y como instrumento crítico orientado hacia cuestiones sociales. Para ello
analizó de manera comparativa los casos de México, Rusia, China, Viet-
nam, Argelia y Cuba, mostrando las raíces de las transformaciones socio-
históricas. La antropología salía así de su ámbito clásico de estudio, para
estudiar los procesos y las causas de los mismos. En esta misma línea publicó
en 1982 uno de sus libros más celebrados: Europe and the People Without
History. Un libro proveniente de la tradición marxista y en cuya génesis se
podía descubrir la influencia del primer Geertz (Agricultural Involution: the
processes of ecological change in Indonesia, 1964), Sahlins (Stone Age Econo-
mics, 1972) o el mismo Wolf (1969). Su proyecto consistía en entender la
historia de la humanidad como una red de procesos interconectados que
necesariamente implicaba una visión global e histórica. A diferencia de la
economía política clásica, Wolf consideraba que las sociedades debían enten-
derse a partir de las relaciones o vínculos que los individuos mantienen entre
sí. Esta perspectiva holista exigía una nueva teoría antropológica que fuera
capaz de reconocer la universalidad del contacto entre las sociedades, estu-
diando los procesos históricos. Es decir, repensar las sociedades y culturas no
como unidades separadas sino como parte de una historia común.
Del mismo modo, había que repensar la génesis y la expansión de
algunos esquemas explicativos que priorizaban las estructuras y sistemas
en detrimento de los actores históricos, en particular de aquellos que
habían sido tradicionalmente olvidados por la historia oficial y que, por
tanto, se encontraban en una posición de subalternidad.53 Los teóricos del
capitalismo y del mercado mundial, como André Gunder Frank e Imma-
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nuel Wallerstein, no habían relacionado la historia del desarrollo capita-


lista con las transformaciones de las poblaciones locales. Su objetivo fue
ofrecer una teoría del sistema-mundo que reflejaba que el centro (metró-
polis) había explotado a la periferia (colonias), creando un mercado y una
división del trabajo mundial.
Para entender esta relación desigual entre «centros» y «periferias»,
Wolf analizó el intercambio de trabajo a partir de tres modos de produc-

53 En ese sentido, algunos teóricos, como Gayatri Chakravorty Spivak, criticaron el


eurocentrismo teórico que naturalizaba la organización colonial del mundo, planteándo-
se retóricamente si los subalternos «podrían hablar» por sí mismos (Spivak, 1995: 24-28).

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Wolf: de nuevo antropología y poder 103

ción: a) el modo de producción centrado en el parentesco, que carece de


capital y de tributos. En este sistema el liderazgo es informal, basado en las
cualidades personales del líder. No existe un poder despótico ni autorita-
rio y las decisiones se toman de manera colectiva. Del mismo modo, los
recursos se distribuyen de manera equitativa entre los miembros del grupo
de parentesco. El orden social no se mantiene por medio de la coerción,
sino por la tradición y la costumbre; b) el modo de producción tributario,
que carece de un mercado de trabajo porque los individuos participan de
los medios de producción, pero en el que son obligados a pagar impuestos
y tributos. En esta categoría se incluirían el «modo feudal» y el «modo
asiático de producción», y c) los modos dependientes del capitalismo, que
se definen por la apropiación por parte del capitalista de los medios de
producción (tecnología, factorías, etc.). Al separarlos de los trabajadores,
estos se ven obligados a vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario.
El leitmotiv del capitalismo sería, pues, la acumulación del capital
mediante una constante racionalización del trabajo y la mejora técnica de
los procesos de producción.54
Según Wolf, el marxismo circulacionista de Wallerstein no describía
adecuadamente los efectos que el desarrollo mercantil y capitalista tuvo en
las micro-poblaciones estudiadas tradicionalmente por la antropología.
Sus «periferias» quedaban relegadas en los confines del sistema-mundo.
Por este motivo, Wolf declaraba sin ambages que:
I set out to write a kind of anthropological history of the world, to place
the micropopulations studied by anthropologists within this new understan-
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ding.55

Este proyecto se enfrentaba a dos grandes obstáculos: uno, la necesi-


dad de replantear las teorías clásicas de corte eurocéntrico; y dos, la obli-
gación de abordar el estudio de las historias locales. Este enfoque se
enmarcaba en los nuevos intentos de realizar una antropología contextua-
lizada a partir de realidades etnográficas interconectadas, con especial
énfasis en la diacronía y en los procesos complejos, sin renunciar al estudio
de lo local. A pesar de estas buenas intenciones, la historia de los «pueblos

54 Wolf, 2001: 335-352.


55 Friedman, 1987: 9.

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104 «Maestros del pensar» histórico-antropológico

pre-capitalistas» quedaba absorbida por el proceso de expansión del capi-


talismo occidental, lo que mereció las críticas de algunos antropólogos,
como Jan Vansina y Talal Asad, por negarles cualquier iniciativa. Así, se
preguntaban si, pese a esa expansión del desarrollo capitalista mundial,
existían otras historias (locales) en la formación de sujetos sociales.56 Este
era el foco principal de interés en relación con las transformaciones que
experimentaban los otros modelos productivos, como el tributario y el
centrado en el parentesco. En ese mismo contexto de producción intelec-
tual Wolf pronunció la Westermarck Memorial Lecture (1984), con el
título «Incorporation and Identity in the Modern World». Un texto poco
conocido, incluido en la compilación póstuma de 2001, Pathways of Power.
Building an Anthropology of the Modern World, en la que mostró su interés
por las múltiples formas de resistencia («agency») empleadas por los pue-
blos colonizados. De nuevo, el concepto de «cultura política» adquiría
relevancia como una de las principales herramientas interpretativas. Frente
a la tradicional historia institucional, los modos de acción colectiva de los
grupos subalternos llamó la atención de los especialistas. Aunque analizar
la agencia de los grupos dominados en términos de resistencia es
reduccionista,57 Wolf se había interesado especialmente por la participa-
ción de dichos grupos en los procesos de cambio histórico.
Esta perspectiva venía a romper también con muchos años de igno-
rancia premeditada de la historia de las sociedades «primitivas», o con una
noción de historia y de nuestras propias concepciones del tiempo restrin-
gidas a los pueblos considerados como «civilizados», marcados por la escri-
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tura o el Estado. Aunque Wolf ya había manifestado su interés por vincu-


lar el poder a la cultura, no fue hasta la publicación de su última obra,
Envisioning Power. Ideologies of Dominance and Crisis (1999), que sugirió
una fórmula para estudiarlo etnográfica e históricamente. El libro fue el
resultado de una serie de discusiones con estudiantes del Programa de
Doctorado de la Universidad de Nueva York en 1984 sobre la imposibili-
dad de entender las representaciones mentales y, en particular, el poder,
como aisladas o independientes de los procesos materiales e históricos.

56 Asad, 1987: 594-607. Véase también Whitehead, 1995: 312.


57 Camacho, 2008: 207-222.

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Wolf: de nuevo antropología y poder 105

En este trabajo Wolf analizó la relación entre los modos de producción,


la ideología y la dinámica del poder en tres tipos diferentes de sociedades.
Para ello llevó a cabo un nuevo ejercicio comparativo sobre formas simbóli-
cas y relaciones asimétricas de poder en tres casos centrales: a) el sistema del
potlach, un ritual que exhibía y afirmaba privilegios entre las élites de jefes
kwakiutl (o kwakwaka’wakw, como se denominan a sí mismos) de las islas
de Vancouver, en Canadá, a través de la transferencia (o destrucción) pública
de objetos de valor simbólico. La novedad radicaba en analizar el potlatch no
solo desde su propia lógica cultural, sino a partir de las transformaciones que
la penetración del capitalismo había provocado en el orden social tradicio-
nal; b) los sacrificios humanos entre los aztecas en el centro de México.
Como herederos de los antiguos olmecas, teotihuacanos y toltecas se erigie-
ron en los responsables de perpetuar el orden socio-cósmico. La nobleza,
identificada con el dios Huitzilopochtli, impulsó los sacrificios rituales
como pago del don divino de la vida. De este modo quedaba claro, según
Wolf, la relación entre ritual y poder. Una ideología que justificaba un orden
jerárquico de posiciones sociales entre dioses, nobles, plebeyos y esclavos; c)
la ideología nacionalsocialista del III Reich alemán dio lugar a un naciona-
lismo exacerbado que se basaba en la superioridad de la «raza» aria. Las
funestas consecuencias son de sobras conocidas: el exterminio de millones
de judíos en campos de concentración.
A pesar de su interés por la antropología histórica y de entender la
sociedad como un fenómeno procesual, Wolf también prefirió no formu-
lar grandes teorías explicativas en abstracto. Tampoco gustaba de «revisi-
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tar» sus viejos textos. Sin embargo, los responsables de Pathways of power
(Sydel Silverman y Aram A. Yengoyan) consiguieron reunir una excelente
colección de ensayos que ilustra la determinación de Eric R. Wolf de no
renunciar al análisis complejo desde casos particulares, presentados desde
un punto de vista dinámico. Su análisis de los procesos sociales y su nega-
ción a considerar las culturas como configuraciones estáticas al margen de
las fuerzas sociales y políticas le llevó a analizarlas en términos de relacio-
nes de poder.58 Frente a las explicaciones totalizadoras de los teóricos de la
dependencia (A. Gunder Frank; Samir Amin) y del marxismo circulacio-

58 Wolf, 2001: 383-397.

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106 «Maestros del pensar» histórico-antropológico

nista (E. Wallerstein), queda claro, pues, que este «antropólogo acciden-
tal», como lo definiera Robert McG. Thomas en 1999, se decantó por
integrar lo «local» (antropológico) en lo «global» (tradición marxista) en
un intento por alcanzar un holismo histórico-antropológico.59

2.5. William Christian: visiones de antropología religiosa


Nuestro último autor nos acerca al campo de la antropología reli-
giosa, que ha ocupado un lugar central en la conformación de la antropo-
logía histórica. Por ello vamos a presentar sintéticamente el encaje de su
obra en este potente cruce de tradiciones. Dichas aproximaciones a «lo
religioso» abordaron en muchos casos los procesos de transformación
europea entre la Edad Media y el mundo contemporáneo, poniendo en
jaque las hipótesis sobre la secularización, con la interacción entre diversos
sistemas simbólicos, formas de legitimación en competición, ortodoxias y
heterodoxias; estos estudios, en realidad, ponen a prueba las categorías de
religión o sistemas de creencias, magia, superstición, al situarlas en sus
contextos dinámicos de construcción, y convertidas en un problema ana-
lítico (Keitt, 2005; Salazar, 2009; Tambiah, 1990); o planteando la propia
frontera de «lo religioso», en relación con el campo político o económico.
Así, uno de los campos más fecundos que han atraído la atención de
los grandes autores de la antropología histórica ha sido el de la brujería.
Concepto polisémico donde los haya, la arqueología de los estudios se
remontaba al célebre trabajo de Evans-Pritchard (1937) sobre los Azande,
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y que sirvió de inspiración para varios autores, que lo aplicarían al estudio


de fenómenos europeos, a pesar de las críticas a la universalidad del con-
cepto (Geertz, 1975). Aunque la génesis de los estudios fue situada en
Inglaterra, es preciso destacar que cronológicamente no podemos olvidar
la obra de Caro Baroja.60 Un interesante precedente data de 1921 cuando

59 McG. Thomas, 1999. La influencia de la historia social en la obra de Wolf es


asimismo notoria. Como señaló E. P. Thompson, «we cannot understand the parts unless
we understand the function and roles in relation to the whole». Wolf definió su análisis
como una historia relacional y procesual (Taylor, 1985: 121).
60 Para una síntesis de estos debates, véase el capítulo de Viazzo (2003), «Antropó-
logos, historiadores y brujos»: 189-239.

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William Christian: visiones de antropología religiosa 107

Margaret Murray aplicó el enfoque de Frazer al estudio de la brujería


europea en The Wicht-Cult in Western Europe. Este trabajo rompía con las
obras anteriores porque reconocía la existencia de cultos paralelos a la Igle-
sia oficial, aun consciente de que la información de los acusados era obte-
nida bajo tortura.
Un tiempo después de que Caro Baroja presentara su libro sobre las
brujas (1961), el historiador Hugh Trevor-Roper publicaba Religion, Refor-
mation and Social Change en 1967, contraponiéndose abiertamente a la pers-
pectiva antropológica, y a sus contemporáneos británicos que sí practicarían
ese ejercicio. Entre ellos destacan Keith Thomas y Alan Macfarlane, cuya
perspectiva presentaron en el Congreso de la Asociación de Antropólogos
Sociales Británicos en 1968. En estas investigaciones se estaba planteando
también el marco general expuesto por Weber sobre el desencantamiento,
con el declive de unas formas religiosas y la emergencia de la ciencia, no
siempre separadas, como en el caso del paradigmático Isaac Newton y sus
vínculos con el hermetismo (Tambiah, 1990). De hecho, algunas preguntas
de Keith Thomas (Religion and the Decline of Magic, 1971) coincidían con
las de Febvre (1947) y su libro sobre Rabelais al plantear el estudio de la
«descreencia» de la modernidad, y que estaba dando círculos a los interro-
gantes planteados al Weber de la ética protestante y el espíritu del capita-
lismo. En Witchcraft in Tudor and Stuart England. A Regional and Compa-
rative Study (1970), Alan Macfarlane trasplantaba en parte las tesis
africanistas al continente europeo: la acusación de brujería en la Inglaterra
isabelina recaía sobre mujeres ancianas, en una suerte de mecanismo de
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chivo expiatorio que permitía dar una explicación a las desgracias de un


período histórico convulso. Esta tesis se basaba en las actas procesales que
describían cómo esas acusaciones recaían sobre mujeres viudas y pobres.
Esto es, se daba una explicación funcionalista, o si se quiere «anomista».
Viazzo61 valora ese ejercicio como un verdadero salto metodológico, al pasar
al terreno de lo micro y al gran detalle etnográfico que ofrecía el archivo:
Macfarlane analiza 1200 procesos en Essex entre 1560 y 1680 con la preci-
sión de un trabajo de campo intenso, reconstruyendo las diferentes estruc-
turas sociales y poniendo en relación sus funciones.

61 Viazzo, 2003: 221.

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108 «Maestros del pensar» histórico-antropológico

En otra línea paralela encontramos la micro-historia de Ginzburg y


sus numerosas obras sobre la Edad Moderna, como el estudio de los
benandanti (Ginzburg, 1966). Se trata de una importante contribución al
estudio del cambio en los universos simbólicos y las prácticas políticas,
al documentar cómo los benandanti de Friuli, cuyos poderes se atribuían a
personas nacidas cubiertas con la membrana amniótica, eran concebidos
como protectores de las cosechas contra la brujería en el siglo xvi, y un
siglo después eran redefinidos por los inquisidores precisamente como
brujos; en contraste con la «escuela de las mentalités», el estudio mostraba
de este modo las formas en que se construye de manera coercitiva la idea
homogénea de cultura, escondiendo sus diversidades. También en la
«tradición» italiana de la crítica a la cultura hegemónica y el rescate de los
excluidos de la historia, no se puede olvidar el trabajo de De Martino,
especialmente etnográfico, pero que introduce ya reflexiones sobre el
contexto de la tarantela en tensión con la ilustración, en su clásico La terra
del rimorso (1961). Una heredera destacada de la obra de Gramsci y De
Martino, la sarda Clara Gallini, inició su entrada en la antropología histó-
rica abordando las formas de protesta en la antigua Roma (1970), y poste-
riormente revisó la confrontación entre la retórica católica y el positivismo
cientista en el siglo xix, en un estudio sobre el sonambulismo y el magne-
tismo (Gallini, 1983), o la medicalización de lo religioso en Lourdes, al
introducirse la presencia de médicos que venían a certificar los milagros ya
desde 1858 y posteriormente con la transformación de los mismos en casos
clínicos hacia 1873 (Gallini, 1998).
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Desde el trabajo fundacional de Marc Bloch (1924) sobre la mano


curadora de los reyes taumatúrgicos se han sucedido los trabajos históricos
que adoptarán la mirada antropológica sobre los acontecimientos, en el
marco de una perspectiva dinámica de lo que Lévi-Strauss definiera como
«eficacia simbólica» (Lévi-Strauss, 1958) en sus múltiples manifestaciones,
pero incorporando el vínculo de esos fenómenos con las relaciones de
poder. En un ámbito más weberiano y foucaultiano, estos vínculos entre
simbología y poder fueron sincronizados por los estudios de Talal Asad
(1993), que no solo abordarían la reflexión sobre las categorías religiosas y
la secularidad, sino también el vínculo entre las éticas religiosas, las formas
rituales o la disciplina corporal. Las legitimidades, corroboradas o discuti-
das por los sistemas simbólicos, ocupan un lugar central en la historia de
los movimientos religiosos, en las propias revoluciones sociales y en las

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William Christian: visiones de antropología religiosa 109

cosmologías del orden social, como mostraron los estudios históricos sobre
los movimientos milenaristas (Worsley, 1957; Lanternari, 1979; De Mar-
tino, 1977; Cohn, 1981; García Arenal, 2000).
En el contexto español en que aterriza William Christian Jr. se
encuentra sin duda la influencia de Caro Baroja, sin olvidarnos de la obra
de Carmelo Lisón Tolosana (1990), especialmente inspiradora en su tra-
bajo sobre los Demonios y exorcismos en los siglos de oro, y que junto a Chris-
tian, han encontrado continuidad en jóvenes autores de gran interés, como
la prolífica historiadora María Tausiet, con sus originales estudios sobre la
brujería, las posesiones y el demonio, los atarantados, las reliquias o la
definición situada de las emociones (Tausiet, 2002, 2004, 2009, 2013;
Tausiet y Amelang, 2004, 2009).
La conexión entre transformaciones sociales y procesos simbólicos
particulares quedó bien expuesta en los materiales históricos disponibles
sobre las posesiones en Europa, un fenómeno extendido en el siglo xvii.
Como las posesiones de Jaca estudiadas por Tausiet, y en otros casos, no
es casual su emergencia en el contexto de la Contra-Reforma. Uno de los
textos del historiador jesuita Michel de Certeau, creador de una particular
antropología religiosa, se centró precisamente en uno de aquellos fenóme-
nos, mostrando en detalle el caso de las posesiones del pueblo francés de
Loudun (Francia) en 1632 y la pugna por constituir una interpretación
judicializada y medicalizada de la verdad (De Certeau, 1970).
Desde otra línea, la intersección entre simbología y política en esta
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modernidad ambivalente ha sido recogida en magníficas monografías,


como el estudio contemporáneo de Manuel Delgado (1992) sobre el anti-
clericalismo en España, también abordado por Caro Baroja (1980), o el
estudio de Gerard Horta sobre el espiritismo catalán entre 1860-1939 y su
difusión entre sectores revolucionarios (Horta, 2004). Estos trabajos plan-
tean también un desafío a la propia definición acotada de religión, fuera
del marco institucional copado por las Iglesias, y la generación de nuevas
formas simbólicas de dar respuestas a las grandes preguntas humanas.

Observando presencias divinas


La obra de Christian intenta romper esas fronteras, o más bien obs-
táculos, que impiden conocer en un sentido amplio. La curiosidad de este

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110 «Maestros del pensar» histórico-antropológico

autor le llevó a superar dichas barreras y a aplicar una imaginación meto-


dológica que ha combinado la etnografía, el análisis de documentación
histórica, y otras fuentes, como las visuales. Pero si en algún aspecto que-
remos destacar el valor de sus trabajos es en la mirada puesta sobre las
fuentes. Esta mirada se centró en un campo específico de lo social, como
el fenómeno religioso en la Europa occidental, desde la Edad Media hasta
la actualidad. Pero la naturaleza de lo religioso queda interrogada precisa-
mente a lo largo de sus trabajos. Y la mirada antropológica pondría la duda
sobre qué podemos entender por fenómeno religioso, para ir más allá de
retóricas dominantes que han monopolizado su definición o han excluido
otras expresiones del mismo. Precisamente los análisis de Christian remue-
ven estas certidumbres para considerar los fenómenos estudiados desde el
desafío de intentar comprender a las gentes que en ellos están imbricadas,
eludiendo la aséptica perspectiva de «laboratorio».
A su llegada a España, su mirada era hasta cierto punto «externa»,
debido a su origen familiar protestante; su padre era profesor de estudios
religiosos, y en la familia de su madre había influencias cuáqueras, donde
no hay mediadores entre el creyente y la divinidad, un hecho en parte
similar al fenómeno que Christian observará en las visiones.62 Sin embargo,
al igual que muchos de los autores aquí analizados, se niega a ubicarse en
una corriente teórica, a la que no sabría ponerle nombre y, además, remar-
cando un mayor interés hacia las personas que hacia los otros antropólo-
gos… De hecho, la frontera entre disciplinas resulta más que ridícula,
puesto que «lo interesante es el fenómeno, no la disciplina».63
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Desde este punto de vista las dicotomías como ortodoxia versus orto-
doxia, culto versus popular se ponen también en entredicho en un análisis
de lo social en la tradición más fenomenológica, dispuesta a descubrir los
entresijos del lebenswelt, de lo cotidiano y sus significados; pero al mismo
tiempo, remarcando desde una cierta «distancia teórica» por respeto a los
«hechos», las correlaciones sugeridas por la antropología social entre
los fenómenos religiosos y las tensiones sociales y políticas de la época en

62 Aliaga et ál., 2014: 111-112.


63 Aliaga et ál., 2014: 118. En parecidos términos se expresa Tim Ingold en su últi-
mo libro, Making: Anthropology, Archaeology, Art and Architecture (2013), en el que aboga
firmemente por la interdisciplinariedad.

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William Christian: visiones de antropología religiosa 111

que acontecen. Esa distancia teórica parece temer la imposición de mode-


los teóricos sobre las personas, convertidas en agentes o títeres de los mis-
mos; y en este sentido, la mirada que estamos aquí remarcando refiere esa
sensibilidad especial para buscar el equilibrio entre el conocimiento de los
sujetos estudiados y la explicación externa de los mismos. Además, esta
mirada presta especial atención a una población habitualmente excluida
por las fuentes escritas, y el autor muestra las posibilidades de hacer emer-
ger a esas personas anónimas, en la línea de autores como De Martino.
Analizado en su conjunto, el estudio de las apariciones y los visiona-
rios en contextos de cambio social nos permiten enlazar con textos clásicos
como los de Worsley sobre los fenómenos rituales y el fin de los tiempos.
Las apariciones surgen a lo largo de la historia como advertencias morales,
que hasta cierto punto generan procesos de reconstrucción (o de revitali-
zación, como dirían otros autores). Pero dichos procesos son también la
expresión de transformaciones sociales y políticas.
Como explica Carmelo Lisón en la introducción a la versión española
de Person and God in a Spanish Valley,64 Christian llegó a España para
realizar el Camino de Santiago y desde entonces no cesó en sus viajes por
la geografía española a la búsqueda de fenómenos religiosos, para sumer-
girse en archivos de muy diversa índole, pero también entre las gentes,
para su trabajo etnográfico. El estudio de los santuarios y las apariciones
le llevó a plantearse numerosas preguntas sobre el contexto histórico del
fenómeno, que resultará en la publicación de dos grandes monografías, la
relativa a las Apariciones en Castilla y Cataluña (siglos XIV-XVI) (Christian,
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1981), y un estudio más general de las formas de religiosidad en el siglo


xvi en Castilla la Nueva (Christian, 1987); en este caso la fuente principal
de la que parte el estudio son las respuestas a un cuestionario enviado por
los cronistas de Felipe II entre 1575 y 1580. Este material le permitió acce-
der a una religiosidad que parecía salir del centro hegemónico y que se
definía como una religión local con su propia historia sagrada en torno a
capillas, santuarios y reliquias. Pero como ya hemos remarcado, dicha

64 Christian (1978: 11). Por cierto, Christian menciona que el uso de la palabra
«popular» en la versión española (Religiosidad popular. Estudio antropológico en un valle
español) no se ajusta a su perspectiva, y que se debió a una traducción alterada de su Person
and God in a Spanish Valley, por razones editoriales (Aliaga et ál., 2014: 115).

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112 «Maestros del pensar» histórico-antropológico

perspectiva va más allá de las dicotomías entre culto y popular, grande y


pequeña tradición. La expresión de religión local muestra en realidad la
importancia de la mirada etnográfica sobre sociedades y épocas, que indi-
can la dialéctica entre modelos y prácticas.
La perspectiva diacrónica de las apariciones es un eje central, y per-
mite captar las transformaciones de las sociedades entre los siglos xv y xx
a través de ese fenómeno, así como las pautas predominantes de relaciones
con la presencia divina en cada momento histórico. Se vislumbran así dos
grandes tipologías de apariciones: (1) Figuras humanas que se aparecen a
videntes (entre 1400 y 1525, y de nuevo a partir de 1900), especialmente la
Virgen María. (2) Apariciones de signos de presencia divina (sudoraciones,
sangre, lágrimas en figuras de cruces), que puede observar cualquier per-
sona (siglos xvi-xviii, y varios casos en el siglo xx). A grandes rasgos pode-
mos deducir que las apariciones del primer tipo se reducen con el inicio de
la Reforma y la Contrarreforma y se extienden las de segundo tipo, cuando la
intromisión de la Inquisición irá controlando mucho más las visiones, rele-
gándolas de los espacios más laicos a los conventos y sus formas de espiri-
tualidad mística, tras el V Concilio de Letrán (1516). Los videntes empie-
zan a devenir sospechosos de ser inspirados por el diablo, mientras se
inician otras persecuciones como las de los alumbrados.65 Ello transfor-
mará las pautas de los siguientes trescientos años. Pero Christian no pro-
pone únicamente encontrar unas explicaciones sociológicas:
Más que explicar sus visiones, he intentado aprender a partir de ellas el
modo en que la gente percibía tanto el mundo que conocían como el que se
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veían obligados a imaginar.66

Un elemento fascinante de estos estudios es la mirada sobre los proce-


sos de construcción y transmisión de la imaginación de visionarios y
comunidades. Las visiones no son improvisadas, reproducen patrones de
leyendas sobre el modo en que aparece la Virgen,67 y estas pautas se verán

65 Esta especie de «escándalo del éxtasis», construido por el Santo Oficio hacia 1525
(García-Arenal y Pereda, 2012: 113), también se ha dado en otros contextos, como el
musulmán, cuando los movimientos reformistas a caballo entre los siglos xix y xx se
posicionan contra santos, mediadores y cofradías extáticas (Spadola, 2008).
66 Christian, 1990: 21.
67 Christian, 1990: 68.

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William Christian: visiones de antropología religiosa 113

claramente propulsadas en la Edad Moderna por la propagación de imá-


genes con los nuevos soportes iconográficos (postales especialmente).68
Pero esta imaginación no se puede entender como una mera recreación,
sino que las personas pueden ir incluyendo elementos creativos innovado-
res. De este modo, cambian también las formas de representación de la
presencia divina, como en el interesante caso de las apariciones marianas,
mucho menos estandarizadas las primeras (más severas y nocturnas), y
mucho más sometidas con el tiempo a cánones de belleza y hermosura
(más dóciles y diurnas).
A lo largo de la historia estas apariciones van repitiendo también
pautas morales de consecuencias políticas muy claras: la presencia divina
proporciona normas o respuestas a problemas, pero también anuncia y
advierte desastres inminentes de consecuencias comunitarias potentes, y
que generan lo que la teoría clásica denomina una revitalización. El
risorgimento de las apariciones en el mundo contemporáneo responde a
estos procesos socio-políticos: la aparición de la Salette (1846) advierte
de peligros y reclama un retorno devocional; la aparición de Lourdes
(1858) confirmará el culto de la Inmaculada Concepción; o las aparicio-
nes de Fátima (1917) coinciden con el primer gobierno laico de Portugal
y advierten sobre los peligros de la Revolución Soviética. La magnífica
monografía sobre las visiones de Ezkioga (Christian, 1997) reflejará en
este sentido las tensiones políticas en la España de la II República, y
posteriores apariciones, como las de Garabandal (1961-1963), revelarán
otros «peligros», como la Guerra Fría, y hasta la aparición de los ovnis,
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como fenómeno histórico que constituye una suerte de secularización de


las apariciones marianas (Christian, 1999b).
Si en los trabajos anteriores Christian solo disponía del documento
como fuente básica, el estudio de fenómenos más cercanos en el tiempo
permitiría combinar técnicas archivísticas con técnicas etnográficas,
aunque de hecho las etnográficas ya fueran aplicadas como método de
observación de los documentos: entrevistas, fuente orales y observación

68 Sobre las formas de representación de la religiosidad en postales, con una compa-


ración entre el rezo del Ángelus y la oración musulmana en el norte de África, véase
Christian y Mittermaier, 2015.

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114 «Maestros del pensar» histórico-antropológico

de rituales desde los años sesenta permiten la reconstrucción de aparicio-


nes o imágenes en movimiento, como el Cristo de Limpias (1919) (Chris-
tian y Karsznai, 2009). Igualmente, el libro Moving crucifixes introdu-
cirá reflexiones que más tarde nos llevan a la cuestión de las ontologías y
las naturalezas de las entidades divinas, con la humanización de imáge-
nes, o la divinización de personas (Christian, 1992, 2004, 2009a, 2009b,
2012).

Ezkioga y el apocalipsis republicano: política y religión


La triangulación de fuentes y miradas culmina, a nuestro entender,
en una obra excepcional sobre los visionarios de Ezkioga (País Vasco) de
1931-1932, por la riqueza de la documentación, la densidad del análisis y
la reconstrucción de un fenómeno del pasado que, en realidad, había que-
dado silenciado y estigmatizado. Los autores de este libro no pueden
esconder su fascinación por este trabajo, del que pudieron ver las entrañas
en los seminarios que W. Christian impartía en el máster de la Universitat
Autònoma de Barcelona allá por 1994, y que marcó nuestras orientaciones
investigadoras a partir de la metodología y análisis de un fenómeno social
en toda su complejidad.
Dedicamos esta última sección a esta obra porque a través del modus
operandi de su autor podemos observar una inspiradora forma de investi-
gar y de viajar al pasado. El método no está explicitado; hay que leerlo
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entre líneas y en la propia exposición de los resultados, que merecen ser


detallados. Christian no saca a la luz únicamente un fenómeno que per-
manecía ocultado y olvidado, y literalmente escondido, como algunos
documentos, en lugares insospechados, sino que nos permite mirar la his-
toria desde ángulos contrapuestos, pero simultáneos. En primer lugar, la
presentación de una cronología de acontecimientos políticos y religiosos
muestra coincidencias extraordinarias entre el temor de los sectores con-
servadores al avance del anti-clericalismo y el inicio de las visiones, con su
fervoroso éxito inicial, y su posterior ocultamiento por la jerarquía ecle-
siástica. En segundo lugar, la enorme documentación manejada permite
asistir a procesos humanos centrales que explican la eficacia simbólica de
las visiones: el mundo busca preguntas sin respuesta, como la muerte, la

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William Christian: visiones de antropología religiosa 115

enfermedad o el sufrimiento en general.69 En tercer lugar se aprecia la


coexistencia, lucha y competencia de cosmovisiones, no siempre fáciles de
separar, cuando la Iglesia buscaba deslegitimar las visiones, y cuando espe-
cialistas como el jesuita José Antonio Laburu, que filmaban los trances,
atribuían pocas cualidades morales a unos visionarios que no seguían las
pautas de las verdaderas visiones, como las de Santa Teresa.70
Documentos de los promotores de las visiones, testimonios diversos,
periodistas y religiosos generaron un gran volumen de información sobre
Ezkioga, tanto escrita como visual; a este conjunto añade Christian su
incisivo trabajo de campo, casi detectivesco, para dar con testimonios de
aquellos que asistieron a los fenómenos, mostrando la dificultad de remo-
ver una memoria oculta. En esta reconstrucción del pasado es preciso
tener en cuenta que tanto lo oral como lo escrito esconden sus propios
sesgos:
Es indudable que las personas de un lugar retienen con mucha más
probabilidad anécdotas ancladas en el parentesco y el origen local, y con
mucha menos los mensajes de importancia política o teológica. En cambio,
las transformaciones escritas por ideólogos como Burguera, omitirán proba-
blemente los significados más locales. Estos videntes hablaban a un tiempo
para los dos niveles.71

Desde el punto de vista metodológico destaca también el trabajo en


antropología visual, para el análisis de los rituales, de los escenarios de las
visiones, y hasta la identificación minuciosa de personas cuya presencia no
recogían determinadas fuentes escritas u orales. De hecho la diversifica-
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ción de fuentes era necesaria para completar ese enfoque casi cercano a
Sherlock Holmes.72
La reconstrucción de unos «hechos» y sus múltiples interpretaciones
implica asimismo la reconstrucción de los vínculos sociales que aquellos
generaron: la relación de los videntes con los difusores del fenómeno hacia
el mundo exterior, la relación de los videntes con los promotores y los dife-

69 Christian, 1997: 394-403.


70 Christian, 1997: 138-145.
71 Christian, 1997: 186.
72 Sobre esta perspectiva del estudio de indicios, véase Macfarlane, s. f.

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116 «Maestros del pensar» histórico-antropológico

rentes movimientos religiosos que hallaron en los videntes la oportunidad


para difundir mensajes morales y políticos frente a la presión del ateísmo
y el comunismo. Los mensajes de las visiones no eran, pues, meros fenó-
menos de pietismo, sino que se deben interpretar en conexión con el clima
político de la época: los «mensajes» de la Virgen o de los difuntos eran una
advertencia para los vivos contra esos movimientos laicizantes.
El detalle de este trabajo adquiere tintes novelescos en muchos pasa-
jes, entrecruzando biografías y encuentros colectivos; la triangulación de
fuentes permite tejer múltiples historias dentro de la historia general; para-
lelos acontecimientos sincrónicos a las apariciones de Ezkioga. Con la
conexión entre videntes y promotores se vislumbran sincronías e interac-
ciones entre una especie de patronos y clientes que generan mensajes sobre
un mundo en cambios, y que ponía en contacto a gentes de diferentes
condiciones sociales. Son especialmente sintomáticas las conexiones esta-
blecidas entre retóricas de algunos promotores o fieles que advertían de
decadencias morales en el cuerpo de las mujeres y otros peligros prove-
nientes de la República, y la expresión ritual a través de los videntes de
performances destinadas a contrarrestar esos peligros, como el sacrificio
corporal expresado en representaciones de la crucifixión. En este sentido,
las visiones siguen también las pautas indoeuropeas del sacrificio.
La producción social de la visión es, sin duda, una de las grandes
aportaciones, al revelarnos los mecanismos que los propios protagonistas
adoptan en un fenómeno colectivo: la interacción social emerge, con una
retroalimentación entre las imágenes de la prensa, o la imitación de mode-
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los, sugerida por las formas de socialización en rituales colectivos, en con-


versaciones familiares, en textos doctrinarios, imágenes y otros mecanis-
mos imitativos.73
Es un trabajo de complejidad, que muestra la división entre los pro-
pios sectores católicos temerosos de la República, unos a favor de las visio-
nes, entendidas estas como una suerte de mecanismo de redención, y otros
actores, como el jesuita José Antonio Laburu, o la propia posición oficial
de la Iglesia, en contra de las mismas, vinculándolas a hechos falsos o a

73 En este sentido podemos apuntar algunos parecidos con la teoría de la mímesis,


desde ópticas bien distintas, como Paul Stoller (1995) y su estudio sobre los hauka.

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William Christian: visiones de antropología religiosa 117

inspiraciones del diablo, hasta llegar a judicializar el fenómeno o a pasarlo


a manos de la psiquiatría y la ciencia,74 tal y como De Martino ya advirtió
con el fenómeno del tarantismo y su progresiva definición a manos de la
retorica de la psiquiatría y la enfermedad mental (De Martino, 1999).
Sea como fuere, los millares de datos recogidos magistralmente en
este entrecruce de biografías, acción colectiva y tensiones socio-políticas
son indicativos de un mundo de cambios, que comparte características
con otros fenómenos de corte milenarista y apocalíptico (De Martino,
1977; Cohn, 1981). Muchos de los mensajes de los videntes derivarán en
advertencias sobre el advenimiento del fin de los tiempos, que se repiten en
la historia contemporánea en torno al culto al Sagrado Corazón, usado
para construir nociones de nación española, como en el acto de 1919 enca-
bezado por Alfonso xiii, hasta la reciente confirmación del contrato en el
mismo escenario en 2009.
Estas conexiones se van reproduciendo a lo largo del mapa de las
visiones de Ezkioga y de otros lugares. Lo político queda claramente
inscrito en la gramática religiosa: en los mensajes que los seres celestiales
envían a los videntes, pronosticando que habría una guerra civil, advir-
tiendo del peligro de abandonar la práctica de la oración, y en un con-
texto que requería pietismo, muchas de las visiones tienen lugar con el
rezo del rosario. Y, al igual que en otros procesos de revivalismo, los
visionarios, como los profetas, reclaman códigos morales y corporales.75
La regeneración pasaba por imprimir una moral en los cuerpos, para que
no incurrieran en el desorden republicano. Aparecen aquí elementos
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repetidos en otros tiempos y otros contextos, como indica la literatura


existente (Worsley, 1957; Lanternari, 1979; García Arenal, 2000). Así
pues, estas pautas comunes sugieren la base común profética en el origen
de movimientos religiosos que adquieren relevancia o estabilidad por su
conexión con condicionantes políticos que explican su difusión, fracaso
o transformación.

74 Christian, 1997: 188.


75 Para una comparativa con el contexto norteafricano durante el período colonial,
véase Clancy-Smith (1993); y Mateo Dieste (2016) sobre el caso de Ahmad al-‘Alawi y la
difusión de la cofradía ‘Alawiyya en el Marruecos oriental.

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Capítulo 3
EPISTEMOLOGÍAS Y MÉTODOS

Me di cuenta de las potencialidades ofrecidas por los


archivos locales, cuya humilde documentación —si es opor-
tunamente interrogada— permitía estudiar una comunidad
del pasado con métodos que, en principio, no eran tan dife-
rentes de los que el antropólogo usaba para estudiar una co-
munidad en el presente.1

En 1950 Michel Leiris escribía que la etnografía apareció estricta-


mente relacionada con el hecho colonial. La mayoría de etnógrafos desa-
rrollaron su trabajo en contextos coloniales o semi-coloniales que depen-
dían de su país de origen, y en buena medida, la gente que estudiaban y
sus representantes los solían asimilar a agentes de la administración colo-
nial.2 Etnografiar el archivo, aplicar el método antropológico al estudio de
documentos tiene la desventaja de que aquellos a los que estudiamos hace
ya tiempo que son ceniza. Sin embargo, a pesar de que al etnógrafo que
trabaja con documentos (etnografía diacrónica) le resulte imposible efec-
tuar una observación participante, el uso y análisis continuado del mate-
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rial histórico le permitirán igualmente entender la sociedad objeto de estu-


dio. Las culturas son inseparables de la historia; no son sistemas cerrados
de valores sino procesos dinámicos que se ven continuamente alterados
por agentes externos.3 Estas intenciones metodológicas suponen más que
lemas defendidos por algunos autores y lanzan interesantes retos para pen-
sar nuevas y viejas estrategias para el estudio de la sociedad. En este capí-
tulo queremos presentar desafiantes intentos de abrir caminos de acceso a

1 Viazzo, 2003: 11.


2 Leiris, 1995: 34.
3 Leiris, 1995: 40-41.

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120 Epistemologías y métodos

ese pasado a través de los archivos y de su lectura con la lente y los interro-
gantes de la antropología. En primer lugar, se trata de convertir unas fuen-
tes esencialmente históricas en material etnográfico, interrogándolas de un
modo innovador; y, en segundo lugar, de desarrollar estrategias que per-
mitan leer dichas fuentes como si se tratase de informantes vivos.4

3.1. Interrogando archivos


Entre las propuestas sobre cómo afrontar los obstáculos del docu-
mento histórico, destaca la de Ginzburg y Ponti (1979), en la que remar-
caban la dificultad, a diferencia del trabajo etnográfico, de reconstruir la
conducta humana en el mundo basada en la acción y el conflicto. Ello
implicaba situar al individuo más allá de los sistemas prescriptivos y
normativos que rigen su conducta. Ginzburg y Ponti distinguían entre
datos documentales agregativos (los utilizados por la historiografía
cuantitativista, que refiere nacimientos, defunciones, etc.) y datos nomi-
nativos. Estos últimos permiten seguir a personas concretas y recorrer el
hilo de Ariadna para recomponer —o restaurar— las piezas del rompe-
cabezas de una sociedad.5 El dato nominativo permite igualmente traba-
jar posteriormente a un nivel cuantitativo. Por tanto, no se trata de con-
traponer lo cualitativo a lo cuantitativo, sino de terminar con el
anonimato y evitar el monopolio de los dominadores en la restitución de
la historia.
Otro ámbito de estudio que generó debates metodológicos de gran
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interés fue el de la demonología y la brujería europeas (Viazzo, 2003). Una


de las discusiones centrales refería el uso de unas fuentes elaboradas desde
el punto de vista de los dominadores. ¿Podemos usar como fuentes histó-
rico-antropológicas las actas y procesos de algunas instancias represoras,
como la Inquisición, para obtener información sobre la población perse-
guida? Ginzburg lamentaba la demora en aceptar el incalculable valor his-
tórico de dichas fuentes.6 Cabría preguntarse, por ejemplo, si sería posible

4 Jiménez, 1972: 163-196; Jiménez, 1995: 32; Sanchiz Ochoa, 1995a: 54.
5 Ginzburg, 2010: 9.
6 Ginzburg, 2010: 396.

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Interrogando archivos 121

asumir como «ciertas» las informaciones sobre la vida de las brujas, que
eran el producto de la tortura y la confesión forzada. Hubo trabajos que
apostaron incluso por entrar en el sistema de creencias de las brujas, como
el trabajo de Margaret A. Murray (1863-1963), si bien sus fuentes eran en
general limitadas. A pesar del sesgo protagonizado por dichas fuentes,
pensaba que era posible encontrar elementos sobre religiones paganas que
la antropología venía mostrando en otros contextos culturales; en contra
de la opinión de otros autores como Trevor-Roper, quien en 1967 escribió
un extenso trabajo sobre la represión de las brujas, negando que la antro-
pología aportase nada al análisis, espetando desde la soberbia que la antro-
pología solo se dedicaba al estudio de tribus extrañas.7
El congreso sobre brujería de 1968 de la Association of Social Anthro-
pologists vio la presentación de dos brillantes ponencias a cargo de los
profesores Alan Macfarlane y Keith Thomas. El primero presentaba un
análisis a partir de material de archivo relativo al condado de Essex en la
época de los Tudor y los Estuardo, que constituiría su tesis doctoral
(Macfarlane, 1970), mientras que el segundo ofrecía una visión más gene-
ral acerca de la función social de la creencia en la brujería como refuerzo
de «normas morales aceptadas», así como de los cambios analizados por
Weber sobre el desencantamiento y el declive de la magia (Thomas, 1971).8
Ambos autores aplicaban la teoría antropológica al material histórico:
la documentación por ellos analizada muestra que también en los pueblos
ingleses de la edad isabelina la creencia en la brujería servía para explicar las
desgracias que habían golpeado a sus habitantes, que las acusaciones eran
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metódicamente usadas para resolver un conflicto y que las sospechas y las


acusaciones se dirigían prevalentemente hacia una particular categoría: muje-
res ancianas, frecuentemente viudas y en todo caso pobres […].9

Macfarlane y Thomas explicarían esta estigmatización de las ancia-


nas como consecuencia de un cambio en la sociedad inglesa de la segunda
mitad del siglo xvi. Se pasaba de un sistema de asistencia a los pobres

7 Trevor-Roper, 1985: 77-152.


8 Sobre la utilización de ejemplos etnográficos por parte de K. Thomas en su Reli-
gion and the Decline of Magic (1971), véase el debate que tuvo lugar en el número del
Journal of Interdisciplinary History de 1975 (Amodio, 2010: 385).
9 Viazzo, 2003: 219.

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122 Epistemologías y métodos

dejado en manos de familias a un sistema estatal. Ello aumentó el número


de mendigas; como consecuencia aumentó el maltrato hacia estas mujeres,
responsabilizándolas de toda clase de desgracias y enfermedades. La gran
aportación de estos trabajos fue el análisis de microscopio, el detalle analí-
tico, realizado desde herramientas teóricas, sobre fuentes que a menudo
habían pasado desapercibidas para los historiadores, como los archivos
parroquiales, los cuadernos del astrólogo así como obras literarias de
carácter menor. Carlo Ginzburg bordaría esta perspectiva en su estudio
sobre Domenico Scandella, alias Menocchio, el molinero friulés proce-
sado y luego condenado a la hoguera en 1600 por proferir proposiciones
heréticas, mostrando, como diría Greenblatt,10 que su tesis de que el
mundo se había creado a partir de un caos primigenio del que habrían
surgido Dios y los ángeles, como los gusanos del queso, representaba una
«subversión radical» de la ideología renacentista.
La potencialidad de leer los documentos a contrapelo, como sugería
Walter Benjamin, en contra de las intenciones de quien los produjo, signi-
fica descifrarlos no como la fuente de verdad —dogma religioso, ciencia—
sino como la expresión de puntos de vista de personas concretas y relacio-
nes de poder.11
Así, los documentos inquisitoriales, a menudo denostados por los his-
toriadores confesionales que operaban desde una óptica exclusivamente
institucional, permitían el estudio de actas densas y cargadas de informa-
ción que nos facilitaba el acceso a una historia social del pasado.12 Estos
«archivos de la represión» nos proporcionaban una historia sobre grupos
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excluidos y perseguidos y sobre sistemas de dominación particulares surgi-


dos con la modernidad; persecución de «herejes», de brujas y de heterodo-
xias religiosas difundidas en Europa durante la época medieval y el trán-
sito hacia la Edad Moderna. Ello dio lugar a numerosas monografías de
gran interés sobre otros grupos étnicos o religiosos (marginados, subalter-
nos) de la historia, como los moriscos o los judío-conversos, que propor-
cionaban una nueva mirada (antropológica) sobre el comportamiento del

10 Greenblatt, 1981: 40-61.


11 Burke, 2006: 62; Ginzburg, 2010: 15.
12 Ginzburg, 2010: 396-397.

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Interrogando archivos 123

mundo intelectual, moral y fantástico de otros sujetos, como el molinero


Menocchio, que no habían recibido suficiente atención.13
Al igual que Thomas, Macfarlane elaboró un trabajo de etnografía
histórica, esta vez en la localidad de Essex. Para ello combinó diversas
fuentes y documentos de escrituras notariales, cartas protocolarias, libros
parroquiales, etc., lo cual permitió reconstruir la estructura social, las rela-
ciones de parentesco y otros aspectos de la sociedad en cuestión. Macfar-
lane también enriqueció su análisis porque estaba perfectamente aleccio-
nado en la metodología de Evans-Pritchard, quien estuvo en su tribunal de
tesis (recordemos la conferencia de Mánchester de 1961 en la que argu-
mentaba que ambas, historia y antropología, eran casi disciplinas idénti-
cas) y buscaba en los datos las «funciones» de las instituciones, así como la
interrelación entre partes.14
Fue también Ginzburg quien, en un terreno temático similar, insis-
tió en la importancia del contexto, aunque su metodología se acercaría
más bien a la hermenéutica, remarcando la posibilidad de filtrar el sesgo
de poder de los autores de los documentos analizados, para obtener
información sobre la vida de las personas encausadas, perseguidas y
subordinadas. En 1961 Ginzburg ya había iniciado su interés por los
procesos de brujas, inspirado por los trabajos de De Martino (1948)
sobre la confrontación del espíritu científico occidental con la experien-
cia de la magia. En el Archivo arzobispal de Udine empezó a estudiar
procesos de la Inquisición, en particular, las actitudes de los jueces, así
como las de los hombres y mujeres acusados de brujería en el Friul de los
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siglos xvi-xvii. Allí descubrió la existencia de una asociación de benan-


danti, esto es, de personas que habían nacido envueltos en la membrana
amniótica, y a los que se atribuían poderes, como el de abandonar su
cuerpo, y congregarse en espacios donde tenían lugar luchas con entida-
des malignas. Observando el modo en que explicaban sus viajes en los
procesos de brujería, Ginzburg destacó grandes paralelismos con el cha-

13 Ginzburg, 2010: 374.


14 Este análisis total fue también llevado a cabo por Macfarlane (1977) en una pio-
nera monografía sobre la vida de un vicario protestante de Essex, Ralph Josselin, durante
la segunda mitad del siglo xvii, a través de un diario que le permitía a MacFarlane recom-
poner la vida social de la época «desde dentro».

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124 Epistemologías y métodos

manismo, estableciendo comparaciones con las investigaciones de los


antropólogos, como Claude Lévi-Strauss.15
Otro autor que empleó métodos parecidos para reconstruir un grupo
perseguido fue Emmanuel Le Roy Ladurie, que consiguió una notable
difusión con su investigación, efectuada de modo artesanal, sobre Montail-
lou (1294-1314), un pequeño pueblo pirenaico agro-pastor, cuyos escasos
doscientos habitantes fueron perseguidos por la Inquisición bajo sospecha
de catarismo (Ladurie, 1975). Le Roy Ladurie aplicó su análisis tomando
los campos clásicos de la etnografía, a partir de un manuscrito en latín que
registraba los interrogatorios inquisitoriales de Jacques Fournier (futuro
papa Benedicto XII) entre 1318 y 1325. Años más tarde, el antropólogo
Renato Rosaldo criticaría la fiabilidad del «realismo novelístico llevado a
los extremos» del historiador francés, aduciendo que las voces de los subor-
dinados no son tales, porque están distorsionadas por las actas procesa-
les.16 Rosaldo mostraba su escepticismo frente a la dificultad de aprehen-
der los significados culturales y las relaciones de poder que generaron
dichos documentos.17
Frente a la fútil y contradictoria crítica postmoderna, Ginzburg
defendía la metodología de la microhistoria, reconociendo igualmente la
dificultad de afrontar documentos que distaban de ser neutrales. Para ello
era preciso analizar las condiciones de producción del documento. Tras
analizar las actas del largo proceso a Adriano Sofri, acusado de planear el
asesinato del jefe de policía Calabresi en la Italia de los años setenta, Ginz-
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burg sostuvo irónicamente que dichas actas estaban plagadas de «peque-


ños errores» (así lo narra en Il giudice e lo storico, 1991).18 A su juicio, una
fuente histórica no era solo un objeto de estudio para comprender quién la
elaboró y su contexto, sino que reclamaba que también se podía emplear
«lo que cuenta»: el hecho de que una fuente no sea objetiva, no significa
que sea inutilizable (así lo formula en Il formaggio e i vermi, 1976).

15 Ginzburg, 2005; Ginzburg, 2010: 371.


16 Rosaldo, 1986: 79.
17 Rosaldo, 1986: 82.
18 Amodio, 2010: 387-388.

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Etnografía del archivo colonial 125

3.2. Etnografía del archivo colonial

I see the call for an emergent methodological shift: to move away from
treating the archives as an extractive exercise to an ethnographic one.19

Este tipo de planteamientos para observar los archivos desde una


mirada antropológica han sido especialmente desarrollados en el caso de
los estudios coloniales.20 El archivo como instrumento, fuente y objeto
etnográfico ya había sido repensado abundantemente para ser visto tam-
bién como sujeto (Combe, 1994; Cerutti et ál., 2006). El sistema de archi-
vos y burocracias, con sus mecanismos de fichaje, como sistema de domi-
nación cuenta con diversas monografías (Feldman, 2008). Y la nueva
etnografía del archivo permite rescatar «historias arrestadas» (McGrana-
han, 2005). Este rescate responde a una sensibilidad etnográfica para tener
en cuenta las historias locales y la historia oral, y repensar la producción
del archivo incorporando a los excluidos y excluidas de la historia (Amin,
1995; Lawrance, Osborn, Roberts, 2006).
En España la antropología sobrevivió durante los oscuros años del
franquismo en los Departamentos de Pre-Historia, Antropología e Histo-
ria de América. En la Universidad de Barcelona, Claudi Esteva Fabregat
(1918-) fomentó los estudios de arqueología americana, etnohistoria y
etnología andinas. En 1972, ya como catedrático del Departamento de
Antropología e Historia de América, formó a la primera generación
de antropólogos catalanes: Jesús Contreras, Gonzalo Sanz, Joan Frigolé,
María Jesús Buxó, Juanjo Pujades, Dolors Comas, Josep M.ª Comelles,
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Joan Prat e Ignasi Terrades.21


Igualmente, la Universidad de Sevilla fue pionera en la introducción
de la antropología americanista en la academia española. En 1959, tras
ganar la cátedra de Historia de América prehispánica y Arqueología ame-
ricana, José Alcina Franch (1922-2001), arqueólogo americanista de ori-
gen valenciano, impulsó la antropología social en el Sur.22 Formado al

19 Stoler, 2010: 47.


20 Véase, al respecto, los trabajos de Dirks (2002) y Stoler (2010).
21 Martínez Mauri y Orobitg Canal, 2015: 7-12.
22 Cabello, 2004, citado en Martínez Mauri y Orobitg Canal, 2015: 12.

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126 Epistemologías y métodos

estilo boasiano bajo la influencia de Manuel Ballesteros en Madrid, Alcina


fue pionero en el uso de fuentes escritas en la investigación antropológica,
entre otras razones por la proximidad del Archivo General de Indias. Un
archivo que, como es sabido, contiene documentación valiosa sobre las
tasaciones de tributos, las visitas efectuadas por parte de autoridades civi-
les y eclesiásticas, los memoriales, probanzas de méritos y servicios, testa-
mentos, protocolos notariales, pleitos judiciales…23 Como primer director
del Departamento de Antropología y Etnología de América, Alcina Franch
(1959-1967) destacó como defensor de la arqueología antropológica,24
mientras que algunos de sus alumnos, como Alfredo Jiménez, Pilar San-
chiz Ochoa y Salvador Rodríguez, hicieron lo propio desde la etnohistoria
de Andalucía y América.25 Cabe, sin embargo, precisar el papel que han
podido jugar los «indígenas» en la gestación del archivo, así como las apor-
taciones críticas elaboradas desde la historiografía feminista, que han
remarcado la ausencia de mujeres y de determinados temas en el estudio
del proceso colonial (Burton, 2003; Gosh, 2004; Arondekar, 2005).26
En Along the Archival Grain, Ann Stoler propone desarrollar este paso
de considerar los archivos no solo como fuentes sino también como sujetos
creadores, con sus propias contradicciones. Siguiendo la estela de otras
predecesoras que reflexionaron sobre el archivo, como Farge (1989), esta
autora afronta el reto de pensar los archivos coloniales, reconociendo cierta
perspectiva weberiana al remarcar el poder del archivo como herramienta
burocrática. Pero el archivo es también un lugar y un fruto de su tiempo.
Para desarrollar estas tesis, Stoler tomó como referencia su área de investi-
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23 Sanchiz, 1997: 53-60; Morell, 1997: 60-67; Suñe, 1997: 69-105.


24 Para una aproximación a lo que definía como «arqueología antropológica», o
«nueva arqueología», véase Alcina Franch, 1973: 47-62; Alcina Franch, 1989: 5-9.
25 Jiménez, 1997a: 29. Uno de los proyectos en los que se aplicó la metodología et-
nohistórica fue en los territorios de la Audiencia de Guatemala (siglo xvi), que compren-
día una vasta área de las actuales repúblicas de Guatemala, El Salvador, Honduras, Nica-
ragua, Costa Rica y las tierras mexicanas de Chiapas y Soconusco (1997b: 107-116).
26 A pesar de que algunos autores, como Pilar Sanchiz Ochoa (1995a: 59), conside-
ran que «la falta de datos sobre valores, creencias (aunque sí hagan interpretación de los
mismos los españoles de la época), hace imposible adentrarse en el conocimiento del as-
pecto mental y, por supuesto, alcanzar el nivel ideal de la cultura indígena», consideramos
que los documentos proporcionan información muy valiosa para entender las motivacio-
nes políticas, sociales y económicas de los grupos étnicos a nivel local.

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Etnografía del archivo colonial 127

gación vinculada a los archivos coloniales de las Indias Neerlandesas. El


archivo en sí pasa a ser visto como un espacio de producción, para poder
prestar atención a los principios que regían las prácticas dentro del mismo.
En este análisis de las formas archivísticas, el archivo deviene un proceso
más que un objeto, del que se pueden analizar los estilos, las tensiones
afectivas, las categorías de clasificación y las ansiedades epistemológicas y
políticas que dan lugar a sus productos documentales. Además, el archivo
no es solo elaborado por los oficiales y creadores directos del documento,
sino por múltiples protagonistas de la sociedad (maestros, doctores, sacer-
dotes) e informantes locales (Dirks, 1993). Además, los documentos tam-
bién nos dan cuenta de manera indirecta de los perseguidos, juzgados y
excluidos. Por todo ello el archivo no es la mera expresión de la domina-
ción sino que evoca fuerzas centrífugas y centrípetas, muestra la autori-
dad, así como las fricciones y las incertidumbres.
El funcionamiento críptico y panóptico de las instituciones de domi-
nación genera un conocimiento reservado y secreto. En esta producción de
archivos para la institución, determinados informes sobre hechos sociales
y personas convierten arbitrariamente a estos últimos en problemas. Y no
es casual que gran parte de esos «problemas» se centren en marcar la vida
cotidiana de personas que atraen el interés de la institución: conversos,
madres de hijos mezclados, en definitiva de aquellos que podemos deno-
minar como passeurs (Liauzu, 2000; Mateo Dieste, 2003b). Aquí la lógica
del «secreto» está rodeada de cierto fetichismo; en realidad muchos «secre-
tos» no desempeñaban otra función que la de dar vida a aquello que deno-
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minaban, o de catalogar como reservadas cuestiones comunes como la


presencia de pedigüeños holandeses en Batavia. El secreto no es la infor-
mación en sí, sino el proceso y el misterio que rodea a la consagración del
registro hecho secreto, y la incertidumbre que puede generar su interpreta-
ción por parte del poder. Así, el propio criterio de secretismo podía cam-
biar en poco tiempo, como el citado caso de los mendigos holandeses en
1874, asunto que ya no fue calificado como secreto hacia 1900.
La comprensión del archivo precisa la comprensión de la institución a
la que sirve y sus fines políticos. El archivo es ante todo un engranaje del
Estado. El aparato colonial reúne datos y organiza información; y entre
esta, la propia interpretación del pasado desde intereses del presente. En
esta labor la administración clasifica poblaciones y relaciones, y las técni-

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128 Epistemologías y métodos

cas de esta construcción devienen ciencias morales, como la estadística:


«statistics used deviations from the mean to identify deviations from the
norm».27
Llegados a este punto, la gran pregunta continúa siendo qué significa
hacer etnografía del archivo:
Students often ask what and where is ethnography in the colonial archi-
ves: is it in what, where, or how we approach these gatherings of documents?
Is it in the issues addressed or their treatment? What would, and should,
what Marilyn Strathern calls «immersement» look like for the ethnographer
on historical-colonial ground? One could respond that the ethnographic
space of the archive resides in the disjuncture between prescription and prac-
tice, between state mandates and the manoeuvres people made in responde to
them, between normative rules and how people actually lived their lifes.28

Esta distinción entre prescripciones y praxis permite diversas lectu-


ras de los archivos coloniales, no solo como expresión del poder estatal.
Por ello los archivos no se pueden leer únicamente como repositorios del
poder sino como movimientos inciertos en un campo de fuerzas, donde
se producen ajustes y cambios, y donde los sentimientos y los afectos son
también un indicativo de las relaciones de poder. Parte de este ejercicio
pasa por descifrar cómo funcionaba y se construía el «sentido común» de
los oficiales y las personas que lo producían. Para ello Stoler propone
centrarse en las categorías sociales empleadas y descifrar sus «etimolo-
gías sociales».29 Estas son el reflejo de relaciones de poder, aunque las
categorías empleadas no son meras palabras, sino que trazan unas prác-
ticas. La antropología es aquí un instrumento útil a la hora de analizar
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este sentido común.30 Los constructores de archivos siguen hábitos epis-


témicos que están lejos de ser fijos y uniformes, pero que conforman la
distinción entre lo pensable y lo impensable. Las categorías de mezcla
son un ejemplo revelador de las dificultades de clasificación que los pro-
cesos sociales generan en los administradores, como muestra Stoler con

27 Stoler, 2010: 31.


28 Stoler, 2010: 32.
29 Stoler, 2010: 35.
30 Véase aquí el texto de Keesing (1987) sobre la producción política del
conocimiento, la doxa de Bourdieu, el «mundo dado por descontado» de Schütz y Geertz
o el «significado implícito» de Mary Douglas.

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Etnografía del archivo colonial 129

los euroasiáticos, y como queda patente en múltiples escenarios que evi-


dencian el carácter ambivalente de la identidad.31
Esta producción se genera en el marco de tensiones afectivas. Si para
Weber la burocracia moderna se centraba en un control racional que elimina
las emociones y las pasiones, Stoler mantiene que la administración colonial
también funcionaba a partir de elementos emocionales y de una episteme de
la incertidumbre, no solo de la «verdad». Los sentimientos forman parte de la
razón política. Aquí el savoir faire es indicador de la formación de los oficia-
les, y se evidencia en sus textos, en las referencias que citan. No se trata
únicamente de observar los documentos producidos, sino de observar cómo
son leídos y las contradicciones que encaran.32 El trabajo sobre los rumores
se puede incluir, por ejemplo, como fuente relevante, demostrando además
la interacción entre lo oral y lo escrito (White, 2000).
Llegados a este punto, podemos añadir que la etnografía del archivo
observa los documentos del poder para escudriñar el poder de los docu-
mentos y la dialéctica entre normatividad y praxis. En esta línea, los archi-
vos judiciales son especialmente adecuados: litigios, reclamaciones y jui-
cios son fuentes recurrentes para la explicitación del conflicto y de las
relaciones sociales asimétricas, así como de los límites del propio poder o
las posibilidades de contrapoder. Este recurso cuenta con notables referen-
tes tanto a nivel etnográfico como histórico (Dupret et ál., 2008). En
especial, las situaciones coloniales han sido frecuentemente analizadas a
partir de este tipo de escenarios. Por ejemplo, Ravi Mumford (2008),
quien, sobre el caso andino, explora las posibilidades de interpretar los
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litigios en tribunales españoles con litigantes indígenas en Perú del siglo


xvi; el colonialismo británico en la India; o el largamente pensado ámbito
islámico con la tensión entre norma y praxis. En este último encontramos
reveladores estudios basados en demandas y documentos judiciales que
muestran dinámicas sociales mucho más variadas y sorprendentes que las
propuestas por otro tipo de fuentes más «normativas». El fenómeno ya se
dio desde los inicios del islam (Simonson, 2011); bajo el Imperio otomano,

31 Véase los trabajos desarrollados por nuestro grupo de investigación Antropología


e Historia de la Construcción Social de Identidades Sociales y Políticas: entre otros,
Stolcke (2008), Mateo Dieste (2012a), Ventura et ál. (2014).
32 Stoler, 2010: 49.

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130 Epistemologías y métodos

el dinamismo de los grupos religiosos quedó bien patente en el uso cru-


zado de los sistemas judiciales, como el registro de transacciones legales
entre cristianos y judíos en el Estambul de finales del xvii. Aunque cris-
tianos y judíos vivían en tierra del islam en condición de protegidos
(dhimmi) y podían mantener su autonomía judicial, muchos de ellos pre-
ferían acudir a las instancias judiciales islámicas (Wittman, 2008). De este
modo, la acción social emerge y muestra desafíos a los propios criterios de
clasificación dominantes.
Junto a los archivos judiciales como mecanismo analítico de relacio-
nes sociales, hay que precisar el giro realizado por la creación imperial de
archivos sobre «pueblos y culturas». En el caso de los archivos coloniales
de la India, Dirks observa un interesante cambio hacia 1857, cuando la
antropología suplanta a la historia como modalidad colonial principal de
conocimiento (Dirks, 2002: 56). El Estado colonial deviene un «Estado
etnográfico», no en el sentido de la antropología académica, sino en el
sentido de que los intereses de la política colonial se transforman bajo la
necesidad de identificar a las poblaciones para controlarlas, después de las
grandes rebeliones de 1857. Cabría señalar que previamente a los ejemplos
contemporáneos de Dirks, el colonialismo ibérico en América ya albergó
tempranos proyectos para-etnográficos, especialmente en manos de misio-
neros, y de hecho los propios archivos misionales son relevantes muestras
de este proyecto de dominación. Y para no caer en un nuevo «robo de la
historia» sería preciso considerar igualmente los otros casos históricos no
europeos de archivos y formas de organización de la información vincula-
das a la reproducción del poder y la gestión de poblaciones.33
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Podemos afirmar que esta modalidad emergió en otros contextos


coloniales, como el África negra, con el aparejo cognitivo que rodeaba a la
fórmula de lord Lugard y el indirect rule británico (Asad, 1973),34 y su

33 Sobre el caso otomano, véase Fetvaci (2013).


34 En 1921 Lord Lugard escribe el libro The Dual Mandate, un auténtico manual
que remarca la importancia de conocer la organización política africana; esta cuestión
centrará los objetivos de la antropología política funcionalista hasta bien entrados los años
cuarenta. Ya en las décadas de los años veinte y treinta, un gran número de funcionarios
coloniales se hicieron miembros del Royal Anthropological Institute. Así, en 1926 se
funda el Instituto Internacional Africano, cuna de las etnografías clásicas del funcionalis-
mo de Fortes, Evans-Pritchard o Seligman.

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Etnografía del archivo colonial 131

equivalente francés en el África occidental y el norte de África (Burke,


2007).35 Las disciplinas y sus productos recogidos en archivos se van espe-
cializando: la historia se va relegando al estudio de las metrópolis y los
occidentales para construir los mitos fundacionales de los Estados nación
modernos,36 mientras que los archivos y museos antropológicos se van
especializando en los pueblos colonizados, excluidos de la historia. Esta
etnocéntrica y perversa separación culminará años más tarde con la distin-
ción entre sociología y etnología, en unos términos parecidos, tal y como
Bourdieu saca a la luz durante la guerra colonial argelina: la sociología
debía estudiar a los europeos y la etnología quedaba relegada a los indíge-
nas. Invertir los términos resultaba inaceptable.37
En esta revisión del documento del poder y el poder del documento
no podemos olvidar el lugar ocupado por la estadística en el mundo con-
temporáneo, como sugería Stoler en el mundo colonial. Las estadísticas,
vinculadas al Estado,38 pueden ser leídas no solo como una fuente, sino
como un objeto de estudio de la mecánica de las sociedades, tal y como
sugiere Asad (2002: 67). Pero este autor también se muestra crítico con la
limitación de la antropología a la experiencia etnográfica como única
forma de aprender la sociedad, y recoge las críticas y desconfianzas hacia
la investigación basada en una experiencia sesgada y personal, tal y como
formulaba la etnografía clásica (no vamos a entrar aquí en la larga y densa
discusión planteada por la reflexión postmoderna en torno al sesgo etno-
gráfico; entre otros, véase Clifford, Marcus, Crapanzano, 1986). La cues-
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35 En las propias colonias la necesidad de «conocer a los indígenas» genera institu-


ciones como el Comité d’Études Historiques et Scientifiques en el África Occidental
Francesa, creado en 1915 para estudiar los sistemas jurídicos sudaneses. En 1914 Delafos-
se establece la Escuela Colonial y en 1924 el Institut d’Ethnologie de París. En el norte de
África los procesos son parecidos. En 1904 M. A. Le Chatelier, profesor del Collège
de France, funda la Mission scientifique du Maroc. En 1914 acuerda con el gobierno del
Protectorado de Marruecos la publicación de la serie Villes et tribus du Maroc, basada
principalmente en informes del servicio de información colonial.
36 Es muy significativo que el primer Archivo Nacional moderno surge tras la Revo-
lución Francesa en 1790 (Dirks, 2002: 61).
37 Su primera obra, Sociologie de l’Algérie (1958), fue recibida con menosprecio por
los sectores conservadores dominantes del Argel colonial, y los estudiantes de extrema
derecha le incluyen en la lista negra. Véase Martín Criado, 2006.
38 Desrosières, 1998; Breen, 1994.

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132 Epistemologías y métodos

tión planteada por Asad no es tanto la validez de un método cualitativo o


cuantitativo, sino cómo la investigación maneja tipologías y etiquetas que
suponen muestras y representaciones de una sociedad determinada.39 La
cuestión es que las estructuras sociales que se intentan estudiar no son
accesibles a la observación directa y requieren otras técnicas de análisis,
como la estadística. Como escribía Fortes,40 nos encontramos en el reino
de la gramática y de la sintaxis, no de la palabra en sí. En esta misma línea
sitúa Asad el trabajo de los Comaroff, pero ve obscura su explicación de
cómo conseguir la fundamentación empírica a partir de la imaginación
del etnógrafo, y remarca que la distinción entre historiadores y antropólo-
gos se mantiene, ya que los primeros interactúan con textos y los segundos
con su presencia en los acontecimientos descritos, esto es, con su interac-
ción con gente viva:
This obscurity may be resolved if by the ethnographic gaze we take the
Comaroffs to mean the construction of a discursive universe inhabited by
human types who are capable of being understood because, like them, they
are human.41

Pero una vez expresado el papel político de la estadística, el recurso a


la misma es ciertamente útil como técnica de archivo no solo demográfica
(análisis de censos, fichas parroquiales, para el estudio de natalidad, mor-
talidad, nupcialidad, etc.), sino también para el análisis de fenómenos tan
simbólicos como la tipificación de las prácticas espirituales de los santos y
sus milagros. Es el caso del trabajo de Cornell (1998) en un estudio de los
santos magrebíes a partir de hagiografías de la época almohade. Anali-
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zando la información de 316 notas biográficas, y siguiendo el método apli-


cado por Weinstein y Bell (1982) para el estudio de santos cristianos, el
autor realiza correlaciones estadísticas entre la etnicidad de los santos
(árabe, bereber, «negro»), el origen geográfico, el perfil educacional (alfa-
betizado, alfaquí, formación avanzada), el estatus ocupacional, las prácti-
cas espirituales (piedad, ascetismo, escrupulosidad, seclusión, pobreza,
humildad, caridad, ayuno), los elementos que otorgan un estatus especial

39 Sobre el poder performativo de los censos, véase Angosto Fernández y Kradolfer


(2012).
40 Citado por Asad (2002: 74).
41 Asad, 2002: 75.

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Diálogos entre lo oral, lo visual y lo escrito 133

(fenómenos paranormales, patronazgo, estados, intercesión, guía espiri-


tual, oposición política, caridad, intervención política, jerifismo) y el tipo
de milagros (lectura de la mente, profecía, poder sobre los animales, mila-
gros alimentarios, descubrimiento de tesoros, viajes a distancia, visiones
del profeta, curaciones, control sobre los genios y milagros con agua). Es
preciso destacar que la mayoría de etiquetas manejadas son traducciones
de términos en árabe propios de los textos que suponen también un ejerci-
cio de interpretación de las categorías «indígenas», con el consiguiente pro-
blema de interpretación sugerido por la tradición antropológica.42 Así
pues, la vigilancia epistemológica debería estar atenta a las categorías
empleadas a la hora de etiquetar grupos y prácticas sociales, que pueden
estar sesgadas o ser simplemente el reflejo de las ideas (implícitas) del cons-
tructor de las tipologías (véase en capítulo 5 sobre la producción de la
etnicidad), tal y como bien ilustrara Bourdieu (1973) en su trabajo sobre
la construcción social de la «opinión pública» a través de la estadística.

3.3. Diálogos entre lo oral, lo visual y lo escrito


Nos podemos atrever a sugerir que muchos de los problemas atribui-
dos a las fuentes escritas e históricas no distan en demasía de los proble-
mas que podemos encontrar en fuentes contemporáneas orales y etnográ-
ficas diversas, a la hora de asegurar certidumbres popperianas. De manera
que la vigilancia epistemológica pueda servir para ambas técnicas de un
modo similar, aún guardando sus diferencias. No podemos dejar de
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recordar aquí el trabajo de Julio Caro Baroja (1991) sobre las mentiras en
la historia española, en especial acerca de los orígenes míticos o legenda-
rios del país, situados en un tiempo y espacio lejanos. La unificación
política, religiosa y territorial de la Península Ibérica efectuada por los
Reyes Católicos se convirtió en razón de Estado. En ese momento un
humanista italiano, Juan Annio de Viterbo (más conocido por el Seudo-
Berosio), apoyaba esa idea de unidad. En su obra «De primis temporibus
et quattuor ac viginti regibus Hispaniae et eius antiquitate», incluida en
el tratado que lleva por título Comentaria super omnia opera auctorum

42 Cornell, 1998: 93-120.

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134 Epistemologías y métodos

diversorum de antiquitatibus loquentium (Roma, 1498), señalaba que era


veinticuatro el número de los antiguos reyes de España. Esta afirmación
se basaba en las tesis del caldeo Berosio que consideraban a Túbal, nieto
de Noé y quinto hijo de Jafet, como el primero que pobló y señoreó la
antigua España. Unas tesis que eran bien conocidas en los círculos huma-
nistas y cortesanos.43 En 1588, durante el reinado de Felipe II, se suceden
los textos grabados en plomo, y reliquias procedentes del Sacromonte gra-
nadino, que contenían un elogio a los árabes y su lengua realizado por la
propia Virgen María. Estas falsificaciones, según Caro Baroja, se enmar-
caban en un contexto de zozobra e incertidumbre frente a las acusaciones
inquisitoriales contra los «cristianos nuevos».44
Por todas estas consideraciones resulta imprescindible escuchar los
símiles y las sugerencias metodológicas aportadas por otro de los debates
epistemológicos en torno al uso de las fuentes orales, y a los propios géne-
ros de estudio (historia oral, tradición oral, etc.). Está claro que la historia
oral es un recurso pensado para investigaciones contemporáneas, pero
también los planteamientos metodológicos de autores como Jan Vansina
pueden ser útiles para un análisis de elementos de la cultura oral transcri-
tos de algún modo en documentos del pasado.
Al mismo tiempo, pensamos que la antropología histórica no es solo
una disciplina sobre el pasado, sino que está unida al análisis de las proyec-
ciones del presente en el pasado (y viceversa) (Thomas, 1994); y nos per-
mite remarcar que las ciencias sociales no pueden abarcar un presente
«imposible», en el sentido de que rápidamente deviene un ayer.
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Vansina es el gran referente para el uso crítico de la historia oral. El


autor insistía en que antes de iniciar una investigación histórica sobre un
grupo era preciso haber profundizado en el estudio de dicho grupo, ya sea
a través de un contacto etnográfico, ya bien con un conocimiento de la
lengua y los referentes culturales de la misma.45 De hecho, este ejercicio

43 Berosi. Chaldei Sacerdotis. Reliquorumque consimilis argumenti autorum. De anti-


quitate Italiae, ac totius orbis, cum F. Ioan Annii Viterbensis Theologi comentatione et auses,
at verborum rerumque memoriabilium indice plenisimo. Ludguni: Apud Joannem Tempo-
ralem [1498] 1555.
44 Para un análisis reciente de estas cuestiones, García-Arenal y Mediano (2013).
45 Vansina, 1960: 45.

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Diálogos entre lo oral, lo visual y lo escrito 135

es uno de los objetivos de la antropología histórica, en la reconstrucción


de la historia de una sociedad desde diferentes puntos de vista, conforma-
dos por factores de poder, clase o género (Passerini, Thomson, Leyders-
dorff, 1996).
Desde los años setenta se han sucedido los trabajos que han combinado
y manejado fuentes de archivo con fuentes orales.46 El trabajo de Ignasi
Terrades sobre la población de La Ametlla de Merola, publicado original-
mente en 1979, fue pionero en el uso de la historia oral para analizar la
implantación de las colonias industriales en la Cataluña de finales del siglo
xix. A través de entrevistas a los más ancianos consiguió entender el impacto
que el sistema de colonia industrial tuvo en sus vidas.47 El contraste entre
documentos y fuentes orales permite ricas reconstrucciones de un pasado
reciente que no constituyen meras sumas de verdades parciales, sino que
representan diversas visiones de la realidad como expresión de la memoria
politizada, con sus propias reglas y estrategias comunicativas, sobre conflic-
tos armados y genocidios, el colonialismo, la vida de grupos subordinados o
dominantes, y la reconstrucción de relaciones sociales (Fraser, 1979; Valensi,
Wachtel, 1986; Passerini, 1987; Portelli, 1989, 2004).
En algunos casos el contraste de escrito, oral e incluso visual permite
evidenciar las contradicciones de las propias fuentes entre sí, como nos
narraba hace años William Christian mientras preparaba su monografía
sobre Ezkioga (Christian, 1997); muchos testimonios que no menciona-
ban su presencia en los masivos encuentros en torno a las apariciones
marianas se podían encontrar entre las fotos, tras pacientes búsquedas con
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lupa entre la multitud.


La disponibilidad de informes coloniales sobre instituciones, encuen-
tros y representaciones políticas y la posibilidad de contar con testigos de
aquellos hechos públicos generan poliédricos collages, donde pueden que-
dar en entredicho tanto la memoria de los testimonios como la intención
y parcialidad de las fuentes escritas. Y, además de las fuentes orales con-
temporáneas, existe una estrategia metodológica para interpretar fuentes

46 Resultaría imposible reproducir aquí esta abundante literatura. Para una orienta-
ción general, véase revistas como Historia, antropología y fuentes orales (1989-2012).
47 Terrades, 1979: 147.

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136 Epistemologías y métodos

escritas del pasado como reflejo de fuentes orales de su tiempo. El pro-


blema básico no diferiría en ambos casos:
It follows that oral traditions are not just a source about the past, but a
historiology (one dare not write historiography!) of the past, an account of
how people have interpreted it.48

Existen textos del pasado que se nutren de fuentes orales o que son
expresión de las mismas, como los casos de la Inquisición, las confesiones
y otro tipo de géneros. Las legitimidades de cada retórica varían histórica y
transculturalmente. Los criterios de verdad, credibilidad o certeza absor-
ben diferentes fuentes en función del contexto y el papel que se otorga a lo
escrito y a lo oral (Goody, 1985; Bloch 1998).
El caso del mundo árabe musulmán ilustra esta dialéctica entre lo
escrito y lo oral. Por un lado, el texto escrito goza de una legitimidad
indiscutida, a menudo también entre historiadores, que dotan al docu-
mento de una áurea intrínseca de verdad. Las etnografías sobre la región
refieren informantes que remiten al investigador a libros y documentos
donde encontrar la «verdad» sobre su cultura. El documento en el mundo
árabe, como mostró Kilani (1992) en su trabajo de campo en los oasis
tunecinos, genera también un recelo por su poder evocador y jurídico;
recelo a mostrar documentos y genealogías por el poder que se les atri-
buye por albergar detalles biográficos que podrían permitir el acceso a
derechos de tierras y herencias a linajes determinados. Kilani jamás
podía hallar el documento prometido por sus informantes, y conoció
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todo tipo de excusas para justificar su eterna ausencia. En este sentido el


propio documento es un elemento vivo, reinterpretado. Lo escrito garan-
tiza la autenticidad de la palabra oral. Lo que cuenta es la invocación del
documento escrito, que deviene un capital simbólico para la obtención o
reproducción de otros recursos.49

48 Vansina, 1985: 196.


49 «L’efficacité de l’écrit ne réside pas dans le contenu qu’il peut livrer, mais dans
l’effet de persuasion qu’il peut avoir sur soi et sur l’interlocuteur. Invoquer l’existence
d’un document pour appuyer sa version, c’est suggérer une réalité intangible sur laquelle
reposerait la mémoire.» (Kilani, 1992: 137). Para casos similares sobre manuscritos y bi-
bliotecas al sur de Marruecos, véase Simenel (2012).

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Diálogos entre lo oral, lo visual y lo escrito 137

Por otro lado, esta legitimidad de lo escrito se nutre originalmente, al


menos en el mito fundador islámico, de la revelación de la palabra divina
(Messick, 1993). En la historia de otros géneros como los hadices, la legi-
timidad se basa igualmente en la cadena transmisora, donde se incluyen
testigos orales. La oralidad es la que dota de fuerza y credibilidad a lo que
más tarde será fijado como un texto escrito y compilado. Caro Baroja
(1955, 1957) conoció muy bien la función de estos documentos y su inte-
racción con la cultura oral en sus trabajos sobre el Sahara. De hecho fue de
los primeros autores en tomar la obra de Ibn Jaldun y su primigenia con-
cepción del nasab (genealogía) como algo construido más que descriptivo,
al estilo de la distinción de Morgan sobre el parentesco clasificatorio.
Estos diálogos entre lo oral y lo escrito se pueden ampliar con una
última triangulación a partir de otro tipo de fuentes como las visuales. La
obra de Panofsky (1972) reveló las diversas lecturas que la iconografía
podía ofrecer al estudio de las sociedades, de un modo igual o más rele-
vante que las fuentes clásicas escritas. Del mismo modo que la comunica-
ción no-verbal forma parte de los mecanismos principales de transmisión
cultural, las imágenes requieren una atención especial para comprender
las formas de enculturación, adoctrinamiento o pugna por definir la rea-
lidad. Burke (2005) resumió este tipo de potencialidades como recurso
metodológico, para el análisis de iconografías, adoctrinamientos, devo-
ciones, polémicas, protestas o estereotipos. Si la antropología clásica reco-
gía «cultura material», por qué no mantener esa esencial labor para la
antropología histórica, liberándola del factor coleccionista, donde el
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objeto pierde su sentido original y adopta el valor de la propia exhibición


en la wunderkamer. Las investigaciones sobre el colonialismo se han
beneficiado extraordinariamente de este estudio de las imágenes como
producto de relaciones de poder para comprender tanto la ideología colo-
nial, como las formas de resistencia o los mecanismos de generación de
estereotipos (Mateo Dieste, 2011).
Aquí no nos referimos únicamente al objeto material en sí, sino en
especial a las interpretaciones y usos que cada época realiza de dichos obje-
tos: vestidos, utensilios cotidianos, alimentos, objetos del poder, reli-
quias… Dichos objetos pueden encarnar valores, poderes curativos o
devenir marcadores de fronteras grupales, al ser representados como ele-
mentos que dan vida a lo colectivo o comunitario.

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138 Epistemologías y métodos

Podemos afirmar que la decodificación de «lo escrito» no se restringe


al documento en papel, puesto que este también deviene cultura material
y adquiere otros valores de uso según el momento; un caso ilustrativo son
los archivos «nacionales», generados modernamente por los Estados como
parte de su propia legitimación ad hoc. Si Gellner escribía que tener una
nacionalidad en el mundo moderno es como tener una nariz y dos orejas,
quizás tener una boca es tan natural como que una nación tenga su archivo
nacional.
Si nos centramos en el ámbito iconográfico, la recogida de imágenes
en todos sus formatos, cambiantes en el tiempo, ha permitido a diversos
autores el análisis de las formas de representación de la alteridad, especial-
mente durante la expansión colonial. La transformación tanto de las imá-
genes como de los formatos queda bien patente en trabajos de longue durée
como el de Martín Corrales (2002) sobre la imagen del magrebí en España
desde el siglo xvi hasta la actualidad. En esta obra se pueden observar
repeticiones, continuidades, transformaciones, cortes, reinterpretaciones
de las mismas imágenes, lecturas distintas de una misma imagen… y la
importancia de considerar variados formatos de observación: fachadas de
catedrales, escultura religiosa, libros de cordel, literatura popular, graba-
dos, publicística, documentos oficiales, revistas, publicidad, carteles, cari-
caturas, juegos infantiles, postales, etc.
La literatura centrada en la explotación de los archivos coloniales
visuales ha demostrado sus enormes potencialidades para el estudio de la
cultura imperial, la difusión de estereotipos o las guerras de imágenes
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(Bancel, Blanchard y Gervereau, 1993); un desafiante espacio que ha lla-


mado la atención de antropólogos son los llamados «zoos humanos» y en
especial las exposiciones coloniales como forma de representación de la
humanidad, con sus efectos no solo para la sociedad colonial sino también
para las situaciones post-coloniales, en especial a la hora de elaborar las
imágenes del inmigrante (Blanchard y Bancel, 1998).

3.4. Teoría social e historia


Una de las distinciones y común denominador de los diversos enfo-
ques aquí apuntados sería ciertamente la necesidad de vincular el análisis
socio-histórico con algún tipo de modelo social: de teoría social, en el

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Teoría social e historia 139

sentido de cómo se explica el cambio, material y simbólicamente, de cómo


se entiende en el conflicto y el consenso, y cómo se define en la sociedad,
los individuos, los grupos, sus relaciones, estructuras y estrategias. Ello
implicaría, claro está, situar históricamente, como ha hecho la antropolo-
gía comparada, todos estos conceptos básicos, como individuo o sociedad,
que no siempre han lugar o son pertinentes.50
Al mismo tiempo se trataría de abrir las teorías sociales al estudio
diacrónico de las sociedades sin necesidad de caer en un modelo «dado por
descontado»: cuando las ciencias sociales plantearon análisis del cambio o
la transformación de las sociedades, lo hicieron desde puntos de vista
teleológicos; esto es, casi normativos y predictivos, como en el caso del
evolucionismo o el desarrollismo. O bien proponiendo que las sociedades
debían pasar necesariamente por los estadios fijos de sus predecesoras
(evolucionismo de Lewis H. Morgan o Edward B. Tylor), o por unos pocos
núcleos o «círculos culturales» (Kultur Kreise de la escuela alemana) que se
iban expandiendo a partir de estos rasgos, hasta las hipótesis antiguas ya
formuladas por el tunecino de origen hispánico, Ibn Jaldun (1332-1406),
acerca del permanente cambio a que están sometidas todas las sociedades.
Dichas hipótesis lo convirtieron, según Yves Lacoste, en un claro precur-
sor del materialismo histórico (Al-Muqaddimah, 1374-1378).51
Está claro que los puntos de partida condicionan los objetos de estu-
dio elegidos y los aspectos «encontrados» avant-la-lettre:
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Se comprende porque Levi haya tomado resueltamente las distancias ya


sea de Geertz, como de historiadores geertzianos como Darnton, que buscan el
significado de las peleas de gallos en Bali o de una masacre de gatos sucedida en
la Francia del Ancien Régime al interior de un sistema cultural coherente y casi
inmóvil. Se comprende también por qué críticas diversas, pero no menos
duras, han sido dirigidas a Laslett, acusado de utilizar una noción de estruc-
tura, social o familiar, no menos estática y normativamente inflexible de
aquella que había suscitado la reacción de Firth y de los transaccionalistas.52

50 Sobre estas cuestiones, véase la noción de individuo como producto de la moder-


nidad, analizada por Dumont (1983) y Stolcke (2001); también, la discusión de la idea de
sociedad planteada por Wolf (2001) e Ingold (1996b).
51 Pagès, 1983: 129.
52 Viazzo, 2003: 295.

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140 Epistemologías y métodos

La imaginación metodológica debería ser prioritaria, sin dogmatis-


mos. Por ejemplo, la teoría de Jeremy Boissevain (1979) sobre el análisis
de redes personales podía servir también para recomponer el pasado,
desde el modelo transaccionalista. Este modelo parece proponer una
alternativa tanto a la rigidez estructuralista de Laslett, como al cultura-
lismo de Geertz o Darnton.
Los debates teóricos en otros ámbitos han ido pasando también al
estudio de la historia, y en concreto entre historiadores de la familia.
Mientras que Laslett hablaba de tipologías de familia, otros autores toma-
ban las observaciones de Meyer Fortes (1906-1983) sobre África, y emplea-
ban el concepto de ciclo de desarrollo, para destacar que las diferentes
tipologías de familia (nuclear, extendida, etc.) no eran excluyentes, puesto
que los grupos domésticos se van transformando a lo largo del tiempo. En
1972 Berkner fue quien remarcó esta idea del ciclo de desarrollo. Un año
después, Levi también presentaba reservas a la metodología de Laslett; en
especial revisaba la noción estructural del análisis, para proponer el con-
cepto de estrategia, que el sociólogo francés Pierre Bourdieu también venía
reivindicando en sus trabajos sobre el papel de las estrategias matrimonia-
les y la reproducción social. En sus estudios sobre el casamiento de Béarn
y de la sociedad kabilia, en Argelia, Bourdieu (1988) rechazó la rigidez del
concepto de «reglas de parentesco», heredado del estructuralismo levis-
traussiano, proponiendo un sistema de disposiciones (o habitus), de sen-
tido práctico, en el que los individuos actuaban de acuerdo con un sentido
del juego que los conducía a «elegir» la mejor opción posible.
Un ejemplo de estos debates es el trabajo de Levi, La herencia inmate-
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rial (1985). El análisis de un sacerdote acusado de practicar exorcismos en


masa le sirvió a Levi para reconstruir las relaciones interpersonales y las
alianzas entre familias en un pueblo piamontés, o el papel político de los
notables. El análisis denso no está, pues, reñido con el micro-análisis de las
estrategias matrimoniales o las estructuras de poder.53 En esta línea se
forjan futuros estudios sobre redes de parentesco, que son ya paradigmáti-
cos, como los del Instituto Max Planck de Gotinga, desde donde David
Warren Sabean analizó la economía moral de Neckarhausen, en el sudoeste

53 Un libro procedente de la escuela italiana recogía las aportaciones de este tipo de


trabajos y tomaba por bandera el nombre de microhistoria: Muir y Ruggiero, 1991.

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Teoría social e historia 141

de Alemania (1990, 1997).54 A través de una serie de episodios ocurridos


en pequeñas aldeas de la comunidad, Sabean reconstruyó la vida de los
habitantes del ducado de Wütemberg (1580-1800) en su globalidad y dife-
rentes niveles, poniendo en evidencia el papel fundamental de sus sistemas
de parentesco y alianza en un contexto de transición hacia el mundo
moderno.55 Desde 1700 a 1740, los miembros de las familias adineradas se
casaban con mujeres de rango inferior, fomentando relaciones verticales y
de patronazgo. Sin embargo, a partir de 1750 estos patrones matrimonia-
les se modificaron a través de un sistema endogámico de alianzas que se
articuló con un nuevo principio organizativo de la sociedad moderna: las
clases sociales. Contrariamente a lo que se había pensado, los matrimonios
consanguíneos entre primos, lejos de disminuir, aumentaron hasta 1900,
reforzando un sistema patrilineal de estratificación de clases. Su acierto
fue mostrar el papel clave de las familias en los mecanismos de producción
y circulación de bienes, articulando unas relaciones sociales mediatizadas,
como la propiedad, el acceso a los recursos, la aceptación de ciertos deberes
y normas, el honor, sin olvidarnos de la esfera de la producción y el inter-
cambio.56 Queda claro, pues, que las estrategias matrimoniales no pueden
disociarse del conjunto de las estrategias (económicas, educativas, etc.) de
reproducción social (Bourdieu, 1988). Asimismo, cabe destacar los cam-
bios de estatus y actividad de las mujeres, cuyo protagonismo en este
período revela su papel protagónico en la reconfiguración familiar de
principios del siglo xix.57
Una de las grandes preocupaciones de subvertir los límites entre
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antropología e historia tiene que ver ineludiblemente con las fuentes y

54 Exceptuando los estudios de David Warren Sabean, la antropología histórica ale-


mana no es muy conocida. En 1968 en el Institut für historische Anthropologie de Friburgo
(fundado en 1975) se avanzó desde un punto de vista filosófico (Bock, 1995: 203-204),
mientras que en 1993 se crearía en Alemania una revista específica, Historische Antropolo-
gie, dependiente de la Universidad de Zúrich, con un planteamiento que iba más allá de
la historia social (Mitterauer, 2004: 13).
55 Sabean, 1997: 449.
56 Sabean, 1984.
57 Sabean, 1997: 362-367. En la segunda mitad del siglo xix, en la tribu Rovci de
Montenegro, Milorad Medaković escribió sobre el curioso caso de Milica, una joven que,
al no tener hermanos, se hizo pasar por un hombre, manteniéndose célibe y gozando del
respeto de la comunidad como un «verdadero hombre» (Medaković, 2004: 35-45).

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142 Epistemologías y métodos

técnicas que utilizan dos disciplinas tomadas por sentado.58 Sin ir más
lejos, antropólogos e historiadores como Jean y John Comaroff (1992),
Jonas Frykman y Orvar Löfgren (1987) o Nicholas Thomas (1996) se
resisten a defender la dicotomía de la explicación y la interpretación; no
solo porque temerían una dogmatización, sino porque también verían
peligrar la práctica antropológica ante este «giro histórico» de la discipli-
na.59 En Francia, desde los trabajos de Febvre o Bloch, predominó más
bien una preocupación de la historia por acercarse a la antropología, mien-
tras que en el ámbito germano sí que se planteó la construcción de una
disciplina específica. En la práctica, algunos trabajos relevantes, como los
de Bernard S. Cohn sobre la India del norte, han incluido notas etnográ-
ficas provenientes de materiales de archivo, así como del trabajo de campo
que había realizado en la región, demostrando que la antropología puede
—y debe— analizar el cambio histórico sin prejuicios.60

3.5. Historia, historias


Los análisis sobre el período colonial han resultado igualmente funda-
mentales no solo para comprender el mundo contemporáneo, sino para ofre-
cer recursos metodológicos para el estudio histórico-antropológico de las
relaciones entre poder y conocimiento (Asad, 1993). La transición del colo-
nialismo al sistema mundial desigual post-colonial también mereció la aten-
ción de autores pioneros en el análisis del cambio. En 1957 el escritor arge-
lino Albert Memmi, uno de los pioneros en el análisis de las complejas
interacciones que caracterizaron la relación entre colonizadores y colonizados,
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publicó su Portrait du Colonisé précède du Portrait du Colonisateur (1957) en


plena revolución argelina. Una relación colonial que, en palabras de Memmi,
«encadenaba al colonizador y al colonizado en una especie de dependencia
implacable, configuraba sus rasgos respectivos y dictaba sus conductas».61
Igualmente el ya mencionado Georges Balandier es de gran interés
por su combinación de estudio antropológico y análisis de la dinámica

58 Dube, 2007b: 301.


59 Viazzo, 2003: 23.
60 Dirks, 2002: 47-65; Dube, 2007a: 624-625; 2007b: 304-306.
61 Memmi, 1971: 40.

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Historia, historias 143

social. El escenario de desigualdades mundiales cuestionaba el mito del


librecambismo y del laissez-faire. La libertad del comercio no se desarro-
llaba a partir de monopolios, como parecía sugerir Karl Polanyi (1944),
sino a través de lo que A. G. Frank denominó como el desarrollo del sub-
desarrollo.62 Se trataba de una etapa basada en una conquista militar y
política iniciales, que luego reproduce esa violencia inicial en una forma de
protección de la propiedad a nivel global.63 Immanuel Wallerstein (1974)
lo definió como un sistema global y sus teorías tuvieron un impacto
importante sobre la antropología:
Descubriendo que las áreas en las cuales habían llevado a cabo sus
investigaciones no eran pequeños mundos aislados, sino constituían desde
hacía siglos nudos periféricos de colosales redes de relaciones económicas.64

Se podría decir que su enfoque expuso la unidad geopolítica del capi-


talismo a nivel mundial. Por otra parte, el trabajo de Eric Wolf de 1982
parecía una respuesta al desafío de Wallerstein al exponer el impacto que
el sistema mundial había tenido en los pueblos de la «periferia», señalando
las relaciones de poder que se establecieron, sin negar el papel activo de los
pueblos. No obstante, ambos autores adolecen de una excesiva valoración
de la importancia del capitalismo según sus consecuencias demográficas y
geográficas.65 A pesar de ello, autores como Jan Vansina han subrayado
que la importancia del análisis de Wolf radica en haber introducido la
antropología en la tradición marxista. De hecho, su aportación como
antropólogo consistió en remarcar el papel de estos pueblos como «agentes
dominados» y excluidos de la historia. Aquí Wolf pudo dejar en evidencia
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algunos planteamientos dualistas poco discutidos, como los del propio


Lévi-Strauss, al definir a determinadas sociedades como «frías».
La lectura de esta historia vista desde el lado no-europeo tampoco iba
a resultar tan fácil. Al tiempo que Wolf presentaba su magna obra, Sahlins
daba unas conferencias sobre la polémica muerte del capitán Cook. Como
ya hemos visto, reconstruir los hechos de 1779 implicaba todo un desafío

62 Foster-Carter, 1977: 46-55.


63 Terrades, 1988: 284.
64 Viazzo, 2003: 302.
65 Terrades, 1988: 285.

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144 Epistemologías y métodos

histórico, al que la antropología también podía contribuir. Se trataba de


realizar una lectura antropológica de los documentos históricos. Pero
parece que Sahlins no salió exitoso de su intento: proponía de manera
brillante que la muerte de Cook había sido leída de modo distinto por los
ingleses, que lo veían como un asesinato, y por los nativos, que lo habían
sacrificado, por haberlo tomado por una divinidad que aparece anual-
mente para regenerar el cosmos. Sahlins remarcaba igualmente que se
enfrentaban dos modos de ver el mundo y de la propia historia: la inglesa,
marcada por acontecimientos y por una visión lineal, y la local, organizada
por un pensamiento mitológico y ritual, y una visión cíclica.
Desde esta aportación, Sahlins (2004) planteaba que no existe una
forma de leer la historia, ni una objetividad histórica, sino que hay formas
plurales de interpretar el pasado.66 Estas perspectivas coinciden con la crí-
tica postmoderna a las ciencias sociales. Habrá que ver hasta qué punto los
enfoques de Sahlins y sobre todo el de Wolf comparten el diagnóstico
postmoderno. Decir que existen diversas visiones del mundo, ¿significa
que sea imposible la tarea histórica? O si, como plantea Hartog, vivimos
«un presente que se ha vuelto omnipresente», ¿ya no es válido reactivar la
autoridad del pasado? Estas preguntas, de hecho, ponen en duda no solo la
pregunta decimonónica sobre una historia centrada en lo acontecido, sino
la posibilidad misma de proyectarse hacia el futuro.67
Sin querer desviar la atención de la discusión, es preciso recordar aquí
diversos debates derivados de la cuestión moderna-postmoderna. El antro-
pólogo norteamericano Marvin Harris (1927-2001) insistía en que la
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imposibilidad de objetivar o demostrar lo que había sucedido en el pasado,


tal y como defendían los postmodernos, podía traer graves consecuencias
éticas: ¿realmente es imposible documentar las desigualdades y atrocida-
des provocadas por el nazismo, el racismo y la explotación capitalista de
los pueblos oprimidos? (Harris, 2007).
De vuelta al debate, la cuestión es dilucidar si existe un tiempo histó-
rico común a todas las sociedades o si, por el contrario, hablamos de diver-
sas «historicidades». Es decir, si existen diversas formas de entender el

66 Palmié y Stewart, 2016: 211.


67 Hartog, 2009: 1438-1442.

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Historia, historias 145

tiempo, de la relación de los humanos con el mismo, y el propio cosmos.


Pero detrás de este debate, se oculta otro todavía más imponente a nivel
teórico que concierne a la epistemología de la antropología: ¿son todos los
humanos iguales? Que se muevan por variantes distintas de capacidades
comunes de raciocinio, ¿significa que no podemos establecer modelos
explicativos de su acción, comportamiento o modos de pensamiento?
Obeyesekere ofrecía una respuesta nada relativista a estas cuestiones.
En su crítica Obeyesekere veía en la idea de Sahlins un retorno al diferen-
cialismo primitivista de Lévy-Bruhl (La mentalité primitive, 1922). En
cambio, Obeyesekere, desafiando al postmodernismo relativista, defendía
la universalidad de la racionalidad práctica, y negaba que los hawaianos
identificaran a Cook con un Dios (es decir, negaba que fueran «supersti-
ciosos»). Aquí el «supersticioso» es Sahlins, que cree en el mito de Cook
divinizado por los indígenas.68
Sahlins y Obeyesekere entraron en un agrio debate. Lo más irónico
del caso es que para defender su posición más relativista o anti-positivista,
Sahlins tuvo que recurrir precisamente a recursos «positivistas» de demos-
tración, para fundamentar su argumento (sucedió o no sucedió lo que
decimos, qué hizo la gente de la época y qué pensaba —si podemos decirlo
así—; Comaroff y otros también han puesto en duda que la acción social
sea puramente consciente o inconsciente).
Otras preguntas vinculadas al debate Sahlins-Obeyesekere giran en
torno al sujeto constructor de la historia, las diferentes versiones de la his-
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toria, y las diversas visiones y legitimidades de la misma. La antropología


ha aportado desde el historicismo boasiano la idea de que toda visión del
mundo merece ser valorada desde sí misma, sin jerarquías. Aplicar a la
historia esta crítica del etnocentrismo suponía también poner en duda,
como dirían los postmodernos, la «autoridad» de un único observador (el
científico, el historiador, etc.). No en vano Michel Leiris lamentaba en
1950 que la etnografía, «como una de las ciencias que había de contribuir
a la elaboración de un auténtico humanismo», fuera tan unilateral. Es

68 Para una reflexión sobre este tipo de proyecciones, véase el inspirador texto de
Wittgenstein (1967) y su crítica a Frazer, que evidencian que la idea de superstición no es
propia de los «nativos» sino de Frazer.

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146 Epistemologías y métodos

decir, que si era evidente que había una etnografía hecha por occidentales
que estudiaban las culturas de otros pueblos, ninguno de estos pueblos
había sido capaz de hacer lo propio con nuestras sociedades.69 Así, se pre-
guntaba si no sería una utopía «formar en los países colonizados etnógra-
fos de cosecha propia que estuvieran en condiciones de venir a Europa a
estudiar nuestras formas de vida».70 En este sentido, el relativismo cultural
se podía aplicar al enfoque histórico y al cronocentrismo.
Sin embargo, autores como Klein (1995) remarcaron que esta idea
del pluralismo histórico volvía a caer en dicotomías que dividían el
mundo en un dualismo entre nosotros y ellos, sociedades «calientes» y
«frías»: porque en definitiva la pregunta planteada por el fin del mono-
polio teórico occidental en antropología es quién es el «nosotros» que se
vincula a hablar de «la historia de los otros». Esto es, la antropología no
debería formar parte de un bando, el occidental; pero tampoco, del
supuesto «otro». Obeyesekere tampoco estaría más autorizado en su crí-
tica por su condición de «indígena» (aunque no hawaiano). Ni Sahlins
sería portavoz de occidente ni Obeyesekere del «no-occidente»: «la biza-
rra pretensión de un cingalés de poseer un privilegiado conocimiento
intuitivo del modo de pensar de los hawaianos gracias a una común
subalternidad en relación con Occidente».71
El debate no está cerrado. Por fin se desafía la autoridad occidental,
heredera del colonialismo. Se pone en duda, como afirma un antropólogo
hawaiano, el modelo de «extranjeros occidentales que conversan con infor-
mantes indígenas» (Kane, 1997). Ahora bien: ¿hasta qué punto la condi-
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ción de indígena asegura la calidad del trabajo y de la perspectiva? La


antropología nació, para bien y para mal, como experiencia de extraña-
miento, que permite construir visiones nuevas. Pero este extrañamiento

69 Leiris, 1995: 54. En pleno proceso de descolonización iniciado por Francia en el


Congreso de Brazaville (1944), Leiris publicó la conferencia «L’etnographe davant le co-
lonialisme» en Les Temps Modernes (agosto, 1950). Un trabajo en el que desarrolló una
crítica de los procesos de descolonización en África e Indochina (Delgado, 1995: 7-32),
como continuación de su primera gran revisión del colonialismo en Afrique fantôme
(1934), libro en el que dejó en evidencia las malas prácticas de la expedición Dakar-Dji-
bouti (1931-1933) de Marcel Griaule, de la que Leiris fue secretario.
70 Leiris, 1995: 55.
71 Viazzo, 2003: 317.

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Cronocentrismo, memoria y poder 147

también se puede y debe extender al entorno «propio». La antropología,


según Evans-Pritchard, era una disciplina humanista que ofrecía el desafío
de comparar y traducir los conceptos de la cultura estudiada a los de quien
la estudiaba.72 Estas alternativas críticas no deberían pasar por negar la
comparación y la traducción, o la confirmación de barreras políticas exclu-
sivistas. Y por desgracia, parece que se imponen las categorías exclusivistas
de cultura desarrolladas a finales del siglo xx. Esto es, debería ser posible
desafiar la hegemonía teórica de una antropología académica anglosajona
(o de cualquier otra ex-metrópoli), sin que ello implique justificar una
supuesta inconmensurabilidad, que haría un flaco favor a propuestas
humanistas.73

3.6. Cronocentrismo, memoria y poder


Una reflexión crítica no puede obviar que, además de los problemas
epistemológicos analizados, también se entremezclan factores éticos y ses-
gos políticos ampliamente conocidos: ¿cómo afecta el presente en el modo
de reconstrucción del pasado, qué funciones desempeña esta visión del
pasado o de la propia historia? La creación del pasado como objeto de
estudio es un reto absolutamente relevante: la construcción de la nación,
de una etnia, de un grupo religioso, debates sobre genocidios, conflictos
del pasado y memoria son ejemplos de este reto.
La posibilidad de reconocer a los excluidos de la historia es un desafío que
resaltamos en este trabajo y que ha sido puesta de manifiesto en abundantes
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monografías. La preocupación por observar las relaciones de poder, sus hege-


monías y sus grietas no puede olvidar a dichos excluidos como agentes de la
historia. Desde la tradición de Gramsci, Ernesto de Martino (2004) trasladó
esa labor a una antropología de grupos y poblaciones, mucho antes que lo
hicieran los estudios post-coloniales de la subalternidad (Spivak, 1995; Guha,
1997).74 En esta línea, y a la luz de los ejercicios analíticos propuestos por Ginz-

72 Viazzo, 2003: 2-3.


73 Este es el espíritu escéptico que subyace en el libro de S. J. Tambiah (1990), ofre-
ciendo un interesante modelo alternativo.
74 El objetivo central del llamado «Grupo de Estudios de la Subalternidad» fue, a
grandes rasgos, rectificar la inclinación elitista con que se había analizado la historia del

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148 Epistemologías y métodos

burg y otros, podemos remarcar la utilidad y posibilidad de rescatar esos


excluidos y excluidas también desde las fuentes procedentes del poder hege-
mónico, a falta de otros recursos. Este recurso solo puede ser posible tras una
decodificación crítica de las fuentes, haciendo una distinción entre los docu-
mentos del poder y el poder de los documentos: la posibilidad de extraer el
estudio de la relatio, para analizar los borrados del pasado (Trouillot, 1995).
Este problema figura en diversos capítulos y artículos que juegan con
la relación del «pasado en el presente o el presente en el pasado». Este doble
flujo de la relación presente-pasado ha tenido diversas interpretaciones.75
Pero los postmodernos invirtieron la pregunta: el supuesto pasado no se
puede reconstruir, puesto que era una construcción desde el presente. Sin
embargo, Nicholas Thomas mostró esta doble condición de la reflexión,
sin excluirse ambas a la vez (Thomas, 1994). De hecho, el uso político del
pasado ha sido ampliamente estudiado en casos como el pensamiento
nacional moderno, basado en la idea de una tradición o de un pasado
mítico fundacional, ya bien en las naciones en expansión, ya bien en los
indigenismos y en diversos nacionalismos «defensivos» (Guibernau, 1998;
Hobsbawm y Ranger, 1988).76
El poder político de las palabras se refleja todavía en los términos
empleados para designar las disciplinas y sus fronteras. Una búsqueda
rápida por palabras nos ofrece reveladores resultados: en lengua francesa
predomina el término «anthropologie historique» en relación con el de
«ethnohistoire», y en general no designa tanto el estudio de un grupo
humano como el estudio de fenómenos socio-culturales (p. ej., antropolo-
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gía histórica del tiempo). En contraste, en lengua inglesa, prevalece el uso

colonialismo británico y el nacionalismo indio, estableciendo una perspectiva que consi-


deraba la subalternidad «como denominación del atributo general de subordinación en la
sociedad surasiática, ya sea expresado en términos de clase, casta, edad, género, ocupa-
ción, o en cualquier forma» (Guha, 1997a: 23). Para estos intelectuales postcoloniales, la
problemática central de la historiografía de la India colonial era, precisamente, «el estudio
de este fracaso histórico de la nación para constituirse como tal» (Guha, 1997b: 30).
75 Ingold, 1996a: 161-184.
76 Procesos similares han tenido lugar en torno a la interpretación genealógica. Por
ejemplo, en el caso de la limpieza de sangre, en diferentes contextos (Porqueres, 2001), o
en las luchas políticas por el acceso a la genealogía en el ámbito árabo-musulmán (Bonte,
Conte, Hamès, Ould Cheikh, 1991; Kilani, 1992).

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Cronocentrismo, memoria y poder 149

de «ethnohistory» frente a «historical anthropology», aplicado a decenas de


monografías dedicadas especialmente a pueblos indígenas. En cierto
modo, parece como si dicha sub-disciplina se orientara a analizar una his-
toria de pueblos «aislados».
A la hora de reconstruir una sociedad del pasado, el lenguaje del pre-
sente es sin duda una de las mayores trampas epistemológicas en la inves-
tigación: en este sentido, el debate, aunque discutido, sobre categorías
étnicas y externas, puede resultar útil al aplicarlo a esta reflexión diacró-
nica. La proyección de categorías y conceptos, como limpieza de sangre,
raza, mestizos o mixed people, es más que frecuente en los análisis compa-
rativos. Como señala Miri Song:
In Britain, mixed people are referred to by officialdom as an «ethnic
group», but this terminology is rather misleading because what mixed people
have in common is their mixedness, as defined by the state, rather than any
common ethnic or racial ancestry as such.77

Este problema metodológico no es nuevo. Ya R. Koselleck en su texto,


Futuro pasado (1979), analizó la dificultad de trabajar con categorías del
presente para analizar fenómenos —o acontecimientos— del pasado. Este
reto epistemológico no está nada alejado de los propios problemas de la
antropología, cuando intenta analizar fenómenos de otros contextos cul-
turales, desde los propios referentes, apelando a la pretendida «objetivi-
dad» del método etnográfico.78 El debate es ya antiguo y mucho se ha
escrito sobre el papel de los historiadores en la construcción de las catego-
rías sociales; pero quizás menos sobre este común denominador que afecta
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a historiadores y antropólogos, y sobre los eventuales aprendizajes de com-


parar el etnocentrismo y el cronocentrismo.79
¿Cómo conseguir este análisis de sociedades, desde los debates
modernos-postmodernos en ciencias sociales? La crítica a la antropología
y a la historia como disciplinas objetivas sirvió para mostrar los mecanismos
de construcción del conocimiento y sus vínculos con cuestiones de poder.
Pero una vez adquirida esta consciencia constructivista aportada por el

77 Song, 2012: 566.


78 Pagden, 1991: 43-53.
79 Taylor, 1988: 151-192.

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150 Epistemologías y métodos

postmodernismo, ¿qué hacemos con los documentos, con las sociedades


del pasado, qué podemos decir de ellas, de sus gentes, sus formas de
pensamiento, de sus relaciones sociales y del ejercicio del poder?
Una primera actuación debería empezar por barrer la propia casa. El
escaso debate sobre la historia de la antropología entraría en el mismo
paquete de problemas (Stolcke, 1993a). Al convertir a la antropología en
objeto de estudio se plantearon problemas similares al estudio de las expe-
riencias locales de las sociedades. Ello formaba parte de las preguntas cen-
trales de los autores del siglo xix, aunque, como sabemos, sus preguntas
estaban mediatizadas por un punto de partida supra-histórico, desde el
enfoque evolucionista. Y este enfoque era más normativo que descriptivo,
puesto que tendía a «explicar» las instituciones en orden progresivo a tra-
vés de una dinámica de estadios de la sociedad, presuponiendo unas leyes
universales marcadas por la idea de progreso y de un tiempo lineal (el
propio Marx se inspiró en los trabajos antropológicos de Lewis Morgan).
Sin embargo, otros antropólogos, como Boas, ya habían llamado la aten-
ción sobre el problema, y por la misma época, un autor poco citado, como
Frederick W. Maitland, criticaba la teleología evolucionista, remarcando
que la antropología debía ser historia.80
Un recorrido por la historia de la antropología demuestra que en nin-
gún modo la historia o el cambio social fueron negados por aquella «etno-
logía libresca, tan amateur como especulativa de los evolucionistas y los
difusionistas».81 Según Viazzo, 1922 marcará la fecha crítica de la separa-
ción entre antropología e historia: es el año en que ven la luz las obras de
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Malinowski (Argonauts of the Western Pacific, 1922) y Radcliffe-Brown


(The Andaman Islanders, 1922).82 En su libro Out of Time: History and
Evolution in Anthropological Discourse (1989), Nicholas Thomas avisaba
que al privilegiar un «presente etnográfico» duradero se había excluido al
objeto antropológico del tiempo histórico. Pensada como método exclu-
sivo —y rito de paso— del antropólogo, la práctica etnográfica parecía

80 Viazzo, 2003: 69. Maitland criticó el uso antropológico del pasado que hizo Hen-
ry Maine (1822-1888) en su Village Communities in the East and West (1871). Al respecto,
véase Nolan (2003: 570).
81 Viazzo, 2003: 1, 65.
82 Thomas, 1989, cap. 2.

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Cronocentrismo, memoria y poder 151

existir fuera del tiempo histórico.83 Prueba de ello ha sido el desdén con
que los etnógrafos profesionales trataron de excluir y deslegitimar los
informes de los primeros exploradores, misioneros y funcionarios colonia-
les. Esta marginalización de la historia (colonial) efectuada por los etnó-
grafos modernos, según Thomas, ha sido siempre problemática.84 No en
vano el mismo Lévi-Strauss en su libro Tristes Tropiques (1955) definía la
obra del explorador francés Jean de Léry como el «breviario del etnólogo».85
El antropólogo necesita datos históricos para entender el cambio que
(siempre) se produce en los procesos estructurales por los que se interesa.
Sin embargo, no debería caer en el presentismo al evaluar e interpretar el
pasado desde los criterios del presente.86 Los fenómenos sociales son histó-
ricos por naturaleza, es decir, los seres humanos interpretan la realidad a
partir de estructuras sociales y significados cuyos orígenes no pueden abs-
traerse del pasado. ¿Pero de qué historia estamos hablando? En su último
libro, The Theft of History (2006), Jack Goody (1919-2015) nos recordaba
que «Europa ha robado la historia a Oriente imponiendo sus propias ver-
siones del tiempo (en gran medida cristianas) y del espacio al resto del
mundo euroasiático».87 En la Antigüedad, Atenas se convirtió en la cuna
de la democracia. Una democracia, por cierto, cuyos valores —la libertad,
la igualdad, la racionalidad— no encajaban demasiado bien con una prác-
tica habitual de la ciudad griega, como era la esclavitud. Otras ciudades,
como Tiro, colonia fenicia, o la misma Cartago, utilizaron igualmente
procedimientos democráticos, pero deliberadamente fueron «excluidas del
guion».88 Pero imaginar una Antigüedad europea exclusiva permitió la ela-
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boración de un esquema evolutivo que apuntaba hacia el take off del capi-
talismo moderno. La India y la China también fueron «civilizaciones»,
pero desde la afamada Historia moral y natural de las Indias (1590), de José
de Acosta (1540-1600), los historiadores europeos las consideraron inferio-

83 Este argumento había sido elaborado anteriormente por Bernard Cohn en su


History and Anthropology (1980: 199).
84 Thomas, 1990: 155-156.
85 Lévi-Strauss, 1988: 83.
86 Viazzo, 2003: 55.
87 Goody, 2011: 303.
88 Goody, 2011: 308.

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152 Epistemologías y métodos

res porque, a pesar de su sofisticación cultural, no eran cristianas.89 El


presente y el pasado se conciben, en efecto, como el auge de una Europa
cristiana que a partir del siglo xvi consolidó su dominio del mundo, pri-
mero, a través del comercio, y, luego, por medio de la conquista y coloni-
zación de nuevos territorios. La imposición de este dominio llevó a la con-
solidación de un modelo hegemónico que permitió a los países de la
Europa occidental adueñarse del tiempo y aplicarlo al resto del mundo. El
desafío que representó el islam fue un factor importante en la consolida-
ción de «Europa» como una única familia, o civilización, dando forma a la
idea de «Occidente».90 Sin embargo, una antropología debería devolver el
tiempo a los pueblos «sin historia», porque no es que viviesen fuera de ella,
sino que la historia europea, simplemente, no les correspondía.
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89 Para entender la conmoción que trajo el cristianismo, con un nuevo tiempo y una
autoridad del pasado radicalmente distinta a la del Imperio Romano, véase Hartog (2009:
1425-1428).
90 La palabra «europeos» parece haber surgido en el siglo xviii refiriéndose a la
victoria de Carlos Martel (sobre las fuerzas islámicas) en Tours. Como apunta Roberts,
«todas las colectividades se vuelven más conscientes de sí mismas en presencia de un de-
safío exterior, y la conciencia de sí promueve la cohesión» (J. M. Roberts, «The Triumph
of the West», citado en Hall, 2013: 67).

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Capítulo 4
SISTEMAS COLONIALES
DE PODER Y DOMINACIÓN

No hay tamarindo dulce ni mulata señorita.1

El siglo xvi representó una época de grandes cambios y transforma-


ciones que marcaron la vida política y económica del Viejo Mundo. Para
el historiador francés Pierre Chaunu (1984), aquel período significó «la
mayor mutación jamás habida del espacio humano». El «des-cubrimiento»
del Nuevo Mundo supuso la primera ruptura de los principios antropoló-
gicos, temporales y geográficos del Viejo Mundo: una naturaleza nueva y
salvaje, nuevos bárbaros y nuevas fronteras.2 Pero lo que realmente sacudió
a las monarquías ibéricas fueron las actividades de conquista y explotación
subsiguientes, lideradas por las capas más desfavorecidas durante la Recon-
quista cristiana que, al verse presionadas por los profundos cambios eco-
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nómico-sociales, decidieron embarcarse hacia el Nuevo Mundo como una


solución para abrirse camino en un mundo abierto y posibilista.
En palabras de William B. Taylor, «los españoles y portugueses pensa-
ron el continente americano como una unidad, como un Nuevo Mundo tan
diferente y desconocido que había de ser inventado».3 Pero América no

1 Stolcke, 1992: 186.


2 Para el humanista Pedro Mártir de Anglería, «des-cubrir» significaba simplemen-
te mostrar lo que antes estaba oculto. Por esta razón, Cristóbal Colón «[…] se gloria de
haber dado al género humano esta tierra, pues estando oculta la ha descubierto con su
industria y su trabajo», Mártir de Anglería, 1530: 55.
3 Taylor, 1985: 116.

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154 Sistemas coloniales de poder y dominación

estaba vacía. Unos seres salvajes, semidesnudos, vivían allí.4 La magnitud de


las diferencias morales, que no fenotípicas, provocó una auténtica conmo-
ción en el saber tradicional.5 Las antiguas categorías ontológicas se mostra-
ron completamente inoperantes. Los textos fundamentales del cristianismo
no aportaron ninguna pista acerca de la naturaleza humana de aquellos
extraños seres. Al principio los cronistas los definieron como una ingenua,
pura y nueva humanidad, situándolos en una idílica «edad de oro» o «edad
de la ley natural» (Cristóbal Colón; Pedro Mártir de Anglería). Sin embargo,
esa imagen cambió muy pronto, describiendo la existencia de pueblos sin
historia, sin escritura, sin religión, cuyas costumbres depravadas atentaban
contra la moral cristiana, siendo sus culturas catalogadas como bárbaras en
relación con los usos y prácticas «civilizadas» (Amerigo Vespucci, Gonzalo
Fernández de Oviedo, Ginés de Sepúlveda). La representación de su
exterioridad inventó al «indio», y al mismo tiempo, fortaleció la percepción
del «nosotros» como identidad cultural superior.6 Este sentimiento de perte-
nencia basculaba a menudo entre la atracción y la repulsión de ambos polos,
derivando en algunos fenómenos sociales que van desde la cohesión inter-
grupal hasta el etnocentrismo más agresivo y militante.
Uno de los cambios más significativos fue la inserción de aquellos gru-
pos locales en estructuras políticas globales. Tras el «des-cubrimiento» de
América los imperios ibéricos se expandieron por un «mundo atlántico» des-
tinado a engrandecer la monarquía compuesta de los Habsburgo en los
enclaves oceánicos de ultramar. En ese mundo impusieron una lógica de
provecho material entre las Indias y las metrópolis. Una lógica global («glo-
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balization») que erróneamente se ha asociado a ciertos axiomas euro-centris-


tas sobre la modernidad («modernity»).7 Por el contrario, pensamos que la
difusión de esa modernidad europea, es decir, la exportación de institucio-
nes políticas, económicas y formas de vida en contextos históricos bien defi-

4 Sobre la cuestión del cuerpo en los contextos coloniales, véase Martí, 2012.
5 Wachtel, 1993: 9.
6 Siguiendo la fábula de William H. Prescott (History of the Conquest of Mexico,
1840), T. Todorov (1987) consideraba que los españoles, de la mano de Hernán Cortés,
poseían una «tecnología superior de simbolización» que les permitía engañar y mentir,
mientras que los nahuas, por el contrario, estaban atenazados por una cultura dominada
por el entendimiento cíclico del tiempo.
7 Robertson, 1997: 27; Subrahmanyam, 2014.

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Sistemas coloniales de poder y dominación 155

nidos, se difundió a través del cosmopolitismo y la circulación de ideas y


conocimiento entre el Viejo y el Nuevo Mundo («globality»).8 Uno «mundo
atlántico» y otro «pacífico» de gran diversidad y dispersión territorial que,
como diría el profesor John H. Elliot, podrían permitirnos trascender las
estructuras nacionales, longitudinales y teleológicas y escribir un tipo de
historia «horizontal» trans-nacional (es decir, comparativa) y trans-imperial
sobre algunas de las regiones más dinámicas del Hispaniarum Rex.9
Por supuesto, ello no significa que los nativos de las Indias Occiden-
tales no hubieran desarrollado formas de intercambio a larga distancia con
otras culturas. Las grandes civilizaciones americanas (mayas, incas, azte-
cas) recorrieron miles de kilómetros para forjar sus imperios (en el caso de
los incas) o sociedades de prestigio (en el caso de los mayas y aztecas),
estableciendo redes de intercambio —político, social, económico— entre
grupos étnicos alejados entre sí (Berdan, 1982, 2014; Demarest, 2004).
Igualmente, los habitantes de las otras Indias (filipinos, chamorros, caro-
linos, hawaianos), o de lo que por un tiempo (1513-1607) se conoció como
el «lago español», que diría Oskar H. Spate (citado en Bernabéu Albert,
1992), habían forjado redes comerciales con pueblos vecinos para inter-
cambiar productos y crear alianzas mucho antes del establecimiento de la
ruta del galeón Manila-Acapulco.10
Efectivamente, fue a partir del desembarco de Cristóbal Colón en el
Caribe (12 de octubre de 1492) y de la llegada de Vasco de Gama a un
puerto del sudoeste de la India (27 de mayo de 1492) cuando las monar-
quías hispano-lusas impulsaron la occidentalización y mundialización de la
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economía y la cultura, desarrollando redes políticas de gobierno a través de


las cuales se expandieron por los territorios de ultramar (Gruzinski y Ber-
nand, 1996; Gruzinski, 2004). Con el siglo xvi se desplegó la dominación
europea sobre los demás continentes. Pero este proceso que se inició en
diferentes espacios y que sería conducido desde diferentes países no fue ni

8 Robertson, 1997: 27-28.


9 Bailyn y Denault, 2009: 2; Fabre y Vincent, 2007: 1-2; Elliot, 2009: 21-26.
10 Una línea regular que desde 1593 situaba anualmente dos buques por año de
300 toneladas de mercancías orientales en el virreinato americano a cambio de cantidades
significativas de plata que aseguraban el control español del archipiélago filipino (Schurtz,
1992).

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156 Sistemas coloniales de poder y dominación

mucho menos homogéneo. El resultado de dicha expansión generó situa-


ciones coloniales diversas, fruto de las reacciones locales, pero también de
los diferentes modelos de expansión de los colonizadores. A pesar de sus
tramas comunes, los proyectos coloniales diferían en las ideologías religio-
sas y políticas, en los marcos jurídicos, en los sectores sociales metropolita-
nos que los impulsaban, en los modelos socio-económicos implantados y
las formas de establecimiento de poblaciones colonizadoras, así como en la
propia gestión política de las poblaciones colonizadas (Fieldhouse, 1981).
Sin embargo, esta movilidad social del «centro» a las «periferias» no
debería excluir la capacidad de los grupos locales para incidir en la toma de
decisiones a nivel global. A la mundialización europea se agrega un proceso
posterior: el fortalecimiento de hábitos regionales y hábitos localistas. Hace
años William B. Taylor ya avisaba que «to describe local social structures,
integration, centralization, and standardization only in terms of capitalism
and external dependencies neglects the role of local modes of thought and
practice and local arrangements of power in forming those dependencies».11
No hay que olvidar que el colonialismo es un proceso ambivalente y fluido
que implica apropiación, préstamo cultural y resistencia efectiva por parte
del colonizado. Una tensión entre la diversidad y la homogeneidad cultural
que algunos teóricos modernos han definido como «glocal».12 En este sen-
tido, los patrones culturales de los nativos no solo sobrevivieron tras la lle-
gada de los europeos sino que integraron, adaptaron o reinterpretaron sus
valores y tradiciones a los nuevos símbolos y códigos cristianos como una
forma de preservarlos en una forma de sincretismo cultural.13
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4.1. De las Indias Occidentales a las Indias Orientales


A mediados del siglo xvii España y Portugal establecieron imperios
ultramarinos de dimensiones colosales.14 Junto con esta razón práctica del
provecho material, los españoles fomentaron la «conquista espiritual»
—por utilizar el término popularizado por Robert Ricard (1900-1984)—

11 Taylor, 1985: 122.


12 Robertson, 1997: 25-44; Županov, 1999; Aranha, 2010: 79-83.
13 Díaz, 1993, 1995, 2010: 1; Atienza de Frutos y Coello de la Rosa, 2012.
14 Martínez Shaw y Martínez Torres, 2014: 1-32.

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De las Indias Occidentales a las Indias Orientales 157

de las culturas con las que entraron en contacto, fruto de siglos de lucha
contra la cultura musulmana: extender la fe cristiana, reforzar el cristia-
nismo mediante la evangelización de los indios del Nuevo Mundo. La
tarea evangelizadora correspondió primeramente a las órdenes mendican-
tes, para quienes la idea de misión cristiana se convirtió en sinónimo de
«civilización» (Prosperi, 1992). Franciscanos, dominicos, mercedarios,
agustinos, primeramente, y luego, la Compañía de Jesús, considerada la
primera organización religiosa con un carácter globalizado, protagoniza-
ron una efervescencia evangelizadora extraordinaria (Banchoff y Casa-
nova, 2016). Pero si a finales del siglo xvi en América la tendencia era
sustituir a los frailes por el clero diocesano, en las Filipinas esto no fue
posible debido a la escasez de seculares. Ello obligó a los regulares a fun-
cionar como curas parroquianos en determinados enclaves estratégicos
con escasísima población de origen español, peninsular o americano, con-
virtiéndolos en lo que Marcelo H. del Pilar (1889) definió como una
auténtica «frailocracia».15
Una de las primeras reformas políticas y eclesiásticas de las Indias fue la
reagrupación de la población indígena en reducciones o poblados localizados,
cuya realización no estuvo exenta de tensiones. En un principio, las reduccio-
nes fueron instituciones implantadas por el gobierno metropolitano orienta-
das a la preservación de la primera fuente de riqueza: los «indios». La reduc-
ción de indios de San Francisco Acámbaro, en Michoacán (1526-1532), o la
de Santa Fe de la Laguna en la ribera del lago Pátzcuaro, junto a los famosos
«pueblos-hospital» de la capital tarascana de Tzintzuntzan (1532), preten-
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dían cumplir con ese objetivo.16 El responsable fue Vasco de Quiroga, futuro
obispo de Michoacán (1537-1565), quien se inspiró en el humanismo crítico
de Erasmo de Róterdam y, en particular, en la Utopía (1516) de Sir Thomas
More para reducir a los indios mexicanos a pueblos.17

15 Si bien es cierto que las órdenes regulares se erigieron en un elemento esencial en el


mantenimiento del dominio peninsular en las Filipinas, ello no significa que las sociedades
colonizadas estuvieran dominadas por la pasividad o la atonía. Para un análisis del papel
que jugaron los caciques locales en el entramado de poder colonial, véase Inarejos, 2015.
16 Verlinden, 1994: 13-18.
17 El obispo Vasco de Quiroga fue uno de los primeros en denunciar las contradic-
ciones existentes en el «proceso civilizador». Para más detalles sobre el pensamiento de
Vasco de Quiroga y su política reformista, véase Gómez, 2000: 101-121.

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158 Sistemas coloniales de poder y dominación

Otros intentos similares para organizar las misiones de Nueva España


fueron llevados a cabo por fray Martín de Valencia, fray Pedro de Gante
(1523-1572) o por el primer obispo de México (1535-1536), Juan de Zumá-
rraga (1476-1548), y la Segunda Audiencia en Oaxaca (1537) y Guatemala
(Tuzulutlán, 1537; Vera Paz o Tierra de Guerra, 1547-1556). Estos proyec-
tos franciscanos de socialización, influenciados por corrientes milenaristas
(Revelación, 20), reaccionaron violentamente contra cualquier manifesta-
ción de la religiosidad indígena, destruyendo lo que consideraron libros,
templos paganos y falsas imágenes. Dado que la mano de obra empezaba
a escasear y los indígenas no eran fácilmente reemplazables, las reducciones
priorizaron la concentración de poblaciones rurales dispersas en nuevos
campos de cultivo o áreas de pastoreo, en núcleos o poblados. Con todo,
el establecimiento de las congregaciones o pueblos de indios se constituyó en
la base de un andamiaje institucional que tuvo consecuencias irreparables
para la población nativa, a saber: la desterritorialización, explotación y
migración de los grupos locales así como la posterior readaptación de las
estructuras socio-económicas regionales a la lógica de mercado.
En Irlanda, el emergente imperio colonial inglés implementó un
modelo de organización social igualmente desestabilizador para la
población nativa. Durante el reinado de Elizabeth I (1558-1603), el pro-
testante moderado Sir Henry Sidney (1529-1586), nombrado goberna-
dor en 1565, puso en marcha un proyecto de colonización dirigido a
atraer a los «bárbaros católicos» dentro de la zona inglesa (English Pale).
En concreto, el plan consistía en despoblar un área de belicosos celtas-
irlandeses, substituyéndolos por nuevos colonos de quienes podía espe-
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rarse una mayor lealtad. En este sentido, al reformar la lengua, las leyes
y costumbres nativas, dicho proyecto se convirtió en el primer paso
hacia el establecimiento de una hegemonía inglesa en la isla vecina. A
pesar de las diferencias formales, todo parece indicar que el patrón no
era inglés, sino español. Entre 1553-1556, Sidney estuvo en España
como emisario de la reina Mary I (1553-1558), en donde muy probable-
mente pudo aprender de las técnicas españolas para «reducir» a los «bár-
baros» de las Indias.18 Desde una perspectiva anglicana, los católicos

18 Canny (1976: 66, 133-136), especialmente el capítulo 6, «The Breakdown:


Elizabethan Attitudes Towards the Irish».

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De las Indias Occidentales a las Indias Orientales 159

irlandeses eran extremadamente licenciosos y paganos debido a su igno-


rancia de los beneficios de la civilización.19
En Perú, la única manera de garantizar el buen orden moral consistió
en aplicar una política de concentración de la población nativa en congre-
gaciones, pueblos de indios o reducciones bajo el cuidado de la Compañía
de Jesús, según lo acordado en la primera Congregación Provincial Jesuita
celebrada en Lima (16-27 de enero) y en Cusco (8-16 de octubre) en 1576.20
En el mundo andino los criterios de producción comunitaria, en torno al
ayllu precolombino, se vieron afectados también en su evolución y organi-
zación interna fundamentalmente por causa de esta alteración de las jerar-
quías sociales tradicionales que habían perdurado en dichos ayllus.21 Estos
cambios se agravaron al reubicar a los nativos en lugares diferentes a los
suyos y con nuevas políticas de gobierno —ayllu colonial— que les cons-
treñían a producir excedentes para mantener a los sacerdotes y a las auto-
ridades españolas. Poco a poco, la continuidad de los valores tradicionales,
su renovación y/o difusión se vio también afectada por los nuevos modelos
de ingeniería social, política y moral impuestos desde el exterior, además de
«la usurpación de las tierras desocupadas…, ya sea en forma legal (merce-
des) o admitiendo las irrupciones de facto de los europeos».22
Con el fin de favorecer el abandono de los nativos el virrey Francisco
de Toledo (1569-1580) llegó incluso a incendiar sus poblados originales y
a la completa destrucción de sus bienes, provocando auténticos desajustes
ecológicos.23 El objetivo del «Solón peruano» consistió en implementar un
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19 Canny, 1976: 124; Ellis, 2003: 28. Al respecto, un inglés confesaba que «we have
Indians at home: Indians in Cornwall, Indians in Wales, Indians in Ireland» (Hill, 1974: 20).
20 Sobre el objetivo religioso de las reducciones jesuitas, véase el Memorial de Juan
de la Plaza (1585) en Zubillaga, 1961: 181-244; Acosta, De Procuranda, 1984: 303-312:
II: 8. Sin embargo, muchos de los nuevos asentamientos se ubicaron en áreas de influen-
cia económica contrastada, como Huamanga o Potosí.
21 Irene Silverblatt ha mostrado una gran clarividencia en relación con las alteracio-
nes que las prácticas tributarias y reorganizativas impuestas por el virrey Francisco de
Toledo tuvieron en la práctica totalidad de la población nativa. Al respecto, véase su tesis
doctoral (Silverblatt, 1990).
22 Sempat Assadourian, 1992: 81.
23 El contador Francisco López de Caravantes, en su Noticia General del Perú
(aprox., 1630), apunta que «[…] para que los indios, una vez reducidos, no volvieran a sus
lugares de origen el Virrey ordenó quemar las casas antiguas» (Escobedo, 1979: 81).

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160 Sistemas coloniales de poder y dominación

proyecto de ingeniería social basado en la reducción de los indios a pueblos


que abarcara la totalidad del Virreinato. Un proyecto ambicioso que fra-
casó como método efectivo de domesticación ideológica y social (lo que
Foucault definió como gubernamentalidad), pero que, sin embargo, repre-
sentó el primer intento de la Corona española por establecer su hegemonía
política en el Perú colonial. Para llevarlo a cabo Toledo contó con el apoyo
de funcionarios reales y religiosos de la Compañía de Jesús, en especial, del
provincial José de Acosta (1576-1581), a quienes encargó la administración
de dos de las parroquias, o reducciones, más significativas de Perú: San-
tiago del Cercado (1571) y Juli (1576). El Cercado fue una reducción
urbana, situada en Lima, donde los jesuitas recién llegados aprendían el
quechua, mientras que Juli se situaba en la región de Chucuito, junto al
lago Titicaca. Desde el comienzo ambas reducciones funcionaron como
laboratorios de experimentación para la futura evangelización de los indios
de Perú.24 Para los jesuitas el modelo reduccional se convirtió en la única
forma de transformar al «bárbaro» en «civilizado» por medio de un tipo de
control disciplinario, casi policial, sobre las conductas de los indios. Esta
socialización forzada tenía como objetivo doblegar las conductas «desvia-
das», a saber, la poligamia, el «amancebamiento» de los jóvenes antes del
matrimonio, las borracheras colectivas, la ociosidad y la idolatría. La
mayoría de estudiosos coinciden en señalar a Juli como un experimento
deslumbrante en el Altiplano sur-andino, a partir del cual los jesuitas se
extendieron hacia la provincia jesuítica de Paraguay (1609-1637). Sin
embargo, otros historiadores, como Antonio Darí (2007), han planteado
visiones divergentes al paternalismo jesuítico que convirtió las parroquias
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de Juli, en Chucuito, en lo que Manuel Marzal (1992) definió como la


«utopía posible».
La Compañía de Jesús fue la primera orden religiosa «globalizada»
cuyo objetivo consistió en defender y propagar el evangelio por los cuatro
continentes. Estudios recientes han analizado la misión jesuita como una
respuesta a los desafíos globales a los que se vio confrontado el cristia-
nismo. En un contexto de expansión del catolicismo tridentino, las misio-
nes25 católicas fueron claves en la formación de los imperios coloniales

24 Coello, 2006; Coello, 2007: 951-990.


25 Coello, Burrieza y Moreno, 2012; Wilde, 2012; Blanchoff y Casanova, 2016: 1-13.

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De las Indias Occidentales a las Indias Orientales 161

ibéricos (siglos xvi-xviii).26 En las islas Filipinas, las autoridades políticas


y religiosas de Manila decidieron concentrar a los dispersos e independien-
tes barangays en pueblos o doctrinas con el fin de facilitar la evangeliza-
ción, así como el aumento de la producción y la recaudación del tributo. 27
La organización de la población, la preocupación de las autoridades civiles
por su cuidado y control, en una palabra, por la cuestión de la «policía», se
construyó en torno a la sujeción de las poblaciones nativas en los curatos o
parroquias. Los jesuitas, como el resto de órdenes religiosas, no actuaron
solamente como párrocos, sino como gestores políticos y económicos de
las misiones que tenían a su cargo, fomentando una circulación de saberes
(misioneros) a escala mundial (De Castelnau, Copete, Maldavsky,
Županov, 2011). En teoría, sus objetivos se dirigían a transformar la
identidad de los pueblos asiáticos para mayor gloria de Dios (Ad maiorem
Dei gloriam) y mayor bien universal de los hombres. En la práctica, la
identidad de los misioneros jesuitas también se vio profundamente afec-
tada por aquellas culturas a las que trataron de evangelizar.28 La acepta-
ción de algunas reducciones o parroquias no supuso un freno a las activi-
dades misionales de la Compañía de Jesús en las Filipinas, ampliando su
radio de acción hacia las islas adyacentes más conflictivas, como las islas
Mindanao y Joló, bajo la influencia del islam, o los archipiélagos de las
Carolinas, Palaos y Marianas, situadas en la periferia del imperio católico
español.29
A diferencia de las civilizaciones china y japonesa, los habitantes de la
Micronesia no fueron contemplados como civilizaciones sofisticadas
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«comparables» a las europeas, por lo que fueron conquistados y evangeli-


zados (Coello de la Rosa, 2010). Al traducir el dogma cristiano a las expre-
siones culturales locales, los jesuitas nunca trataron de «seducir cultural-
mente» a los chamorros y carolinos por considerarlos inferiores en términos

26 Elliot, 2007. Más recientemente, véase Elliot, 2009: 21-26.


27 El barangay representaba la unidad política básica de los tagalos (Reed, 1978: 11-
16). En relación con estas políticas reduccionales, véase también Javellana, 2000: 428-
430.
28 Sobre las estrategias evangelizadoras de los jesuitas italianos, véase, por ejemplo,
Alessandro Valignano (1539-1606), Michele Ruggieri (1543-1607) y Mateo Ricci (1552-
1610) en China (Standaert, 2000).
29 Coello, 2010; Coello, 2013; Coello, 2015.

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162 Sistemas coloniales de poder y dominación

morales. Si decidieron ir a aquellas misiones no fue para enseñar matemá-


ticas o aprender idiomas, como hicieron Michele Ruggieri (1543-1607),
Alessandro Valignano (1539-1606) y Mateo Ricci (1552-1610), sino para
convertir a los gentiles al catolicismo y evitar su condenación eterna. A
cambio, aquellos «pobres e ignorantes indios», a diferencia de los chinos y
japoneses, fueron obligados a abandonar sus ritos y tradiciones, considera-
das paganas, y colaborar con las nuevas autoridades políticas y religiosas
de las islas.30 Para conseguir estos fines, los jesuitas no se «acomodaron»
sino que aplicaron métodos coercitivos y violentos. Para entender las par-
ticularidades de la «acomodación jesuita» hace falta situar aquellas islas en
un contexto más amplio relativo a las geografías imperiales.31 Es decir,
espacios coloniales donde los misioneros, como agentes y mediadores cul-
turales, jugaron un papel fundamental en la construcción de un orden
político-moral y cultural en el Pacífico (Gruzinski, 2005).
Este proceso de mundialización conlleva la necesidad de replantear el
concepto gramsciano de resistencia como una reacción conscientemente
organizada frente al colonizador. El problema de fondo reside en que el
hecho colonial es una condición objetiva que se impone a las dos partes de la
colonización. Ni los colonizados están perpetuamente resistiendo la domi-
nación colonial en defensa de una supuesta esencialidad y/o pureza cultu-
ral ni los colonizadores representan una política estatal establecida de
manera eficiente (véase el apartado final de este capítulo). Se trataría, más
bien, de una constante negociación a través de la cual colonizadores/colo-
nizados se imponen nuevas formas de existencia.32 Con todo, los elemen-
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tos de pertenencia e identidad, las micro-solidaridades y el tejido de tradi-


ciones sociales de los nativos resistieron al desarraigo, fruto de la
implantación de la autoridad política metropolitana, adaptándose a una
nueva lógica de mercado que los nativos incorporaron convenientemente
en una economía monetarizada dentro de un marco global de desborda-
miento y expansión colonial.

30 Rubiés, 2005: 243.


31 Al respecto, Joan-Pau Rubiés ha destacado el papel que indirectamente jugó esta
«acomodación jesuita» en el proceso de secularización de la cultura europea hasta la Ilus-
tración (Rubiés, 2005: 244).
32 Prakash, 1995: 3-4; Lockhart, 2000.

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De las Indias Occidentales a las Indias Orientales 163

Frente a la deriva postcolonial, consideramos que los nativos no fue-


ron simples víctimas del imperialismo metropolitano, sino que se apropia-
ron de las costumbres y creencias foráneas, incorporándolas a las suyas
propias. En este sentido, el poder y el discurso (colonial) no están comple-
tamente en manos del colonizador. Más bien el colonialismo debería con-
siderarse como un proceso cultural que incide en la noción de práctica, o
acción histórica, de los sujetos o agentes de las culturas (post)coloniales
implicadas (Thomas, 1994; Cooper y Stoler, 1989). En Perú los pueblos
andinos habían forjado un complejo sistema de alianzas para obtener posi-
ciones ventajosas en una economía mercantil (Stern, 1993). Sin embargo,
a mediados de 1570 las alianzas entre kurakas y españoles fracasaron. La
economía mercantil experimentó una acelerada expansión. La gradual
monetarización de la economía operaba como el principal móvil de inte-
gración de otras actividades paralelas a la minería, como el comercio,
resultando de este engranaje una estructuración en el sistema de intercam-
bios que, por otro lado, absorbió de manera directa o indirecta el trabajo
de las comunidades indígenas.33 Muchos nativos, en su mayoría forasteros,
acudían periódicamente a las faldas del Cerro Rico atraídos por la plata
potosina y la posibilidad de evadir el tributo, lo que perjudicó la autosufi-
ciencia de las comunidades tradicionales y la autoridad de los kurakas o
señores étnicos.
Este proceso de resistencia adaptativa pone de relieve las limitaciones
de una literatura que insiste en representar los contactos culturales como
destructivos y corrosivos.34 Sin obviar las consecuencias negativas (gue-
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rras, colapso demográfico, epidemias) que tuvo la llegada de los primeros


misioneros (Juan Pobre, 1602; Diego Luis de San Vitores, 1668) a las islas
Marianas, lo cierto es que los chamorros no desaparecieron sino que desa-
rrollaron una extraordinaria capacidad de adaptación socio-cultural.35
Como ya señaló Marshall Sahlins, los nativos del Pacífico se habían mez-
clado desde siempre: primero, a consecuencia de los intercambios comer-
ciales con las islas vecinas; y luego, a partir de los intercambios transoceá-
nicos que facilitaron la llegada de los europeos (Sahlins, 1981). Igualmente,

33 Sempat Assadourian, 1985: 83 y ss.


34 Thomas, 1990: 152.
35 Quimby, 2011: 24-26.

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164 Sistemas coloniales de poder y dominación

los chamorros establecieron relaciones comerciales con las islas del sur
(Palaos, Carolinas), y luego, con los españoles, filipinos y criollos novo-
hispanos recién llegados, constituyendo un mosaico étnico neo-chamorro
(Del Valle, 1979). A partir de 1830, el número de mestizos en Guam se
había doblado y los censos españoles ya no distinguían entre una pobla-
ción autóctona y otra foránea.36 Entre 1830 y 1855 la población de las
Marianas experimentó un aumento notable, ascendiendo a 9000 habitan-
tes.37 Al año siguiente descendió a la mitad.38 Para paliar esta situación, el
gobernador Felipe de la Corte y Ruano (1855-1866) autorizó la llegada a
las islas de 1000 convictos procedentes de las Filipinas.39 Hacia 1860 lle-
garon nuevos contingentes de carolinos para trabajar en las islas de Guam
y Saipán.40 Los beneficios de esta población inmigrante fueron incuestio-
nables, recuperando la caída demográfica del archipiélago. Sin embargo, el
gran número de carolinos acentuó la xenofobia de la sociedad receptora.
Fue entonces cuando empezó a constituirse lo que se ha dado en llamar la
Kostumbren Chamorro. Una síntesis entre elementos culturales de diversa
procedencia que estableció las bases míticas de la «sociedad tradicional
chamorra» que sobrevivió hasta finales del siglo xix.41
¿Cuál es la identidad de los chamorros de principios del siglo xxi?
¿Qué es o qué significa «lo chamorro»? Como apunta Maurice Halbwachs

36 Según el Informe (1887-1889) que el explorador francés Antoine-Alfred Marche


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(1844-1898) escribió para el Museo de París, en 1830 el número de mestizos había au-
mentado ostensiblemente (3865) con respecto a los chamorros (2628). Una de las razones
fue evitar el pago de impuestos (Craig, 1982; Underwood, 1976: 208).
37 Tras la publicación de la famosa Memoria de 1828, los gobernadores de las Ma-
rianas distribuyeron gratuitamente tierras para su cultivo a los particulares. El objetivo
era promover la población de las islas y evitar su progresivo abandono (Brunal-Perry,
2001: 405).
38 En 1856, una violenta epidemia de viruela redujo la población a 5241 habitantes
(Marche, 1982: 5-6), lo que favoreció la llegada de convictos a las Marianas.
39 La deportación al presidio de las islas Marianas era una práctica corriente. Los
españoles deportados en 1873 extendieron mucho los cultivos y las obras hidráulicas,
creando pueblos nuevos así como lazos familiares con la población autóctona (Martínez,
1886: 33).
40 Del Valle, 1979: 52-55; Rodao, 1998: 31.
41 Rodao, 1998: 27-35. Compárese este proceso de codificación con el que expone-
mos en la última sección, con el trabajo de Keesing (1992) y la codificacion del kastumu
de los kwaio.

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De las Indias Occidentales a las Indias Orientales 165

(1968), la memoria colectiva es la reconstrucción del pasado. Para los cha-


morros del siglo xxi, el pasado solamente tiene sentido cuando se seleccio-
nan e interpretan los hechos históricos en respuesta a las demandas del
presente. Esto les conduce directamente a buscar los atributos naturales y
culturales que los identifican o los diferencian con los demás grupos
humanos de su entorno. Dichos elementos —o sentimientos— de auto-
identificación tienen que ver con la memoria colectiva, las tradiciones y los
símbolos que no pueden ser simplemente considerados como elementos
fetichizados de las culturas que representan, sino que son siempre alinea-
mientos sociales históricos y cambiantes. Como bien ha señalado Roger
M. Keesing, si bien los discursos de identidad cultural en el Pacífico con-
temporáneo se piensan como productores de imágenes contraculturales, lo
cierto es que estas imágenes dependen en buena medida de ideologías
occidentales.42
Un ejemplo de estos discursos contra-hegemónicos lo encontramos
en la arenga que un líder o ma’ga chamorri de San Ignacio de Agaña (o
Hagåtña, en la isla de Guam), de nombre Hurao, pronunció en 1670 de
manera elocuente frente a dos mil guerreros en la que mostraba sus rece-
los ante la superioridad de la cultura europea, al tiempo que defendía las
maneras y costumbres ancestrales de su pueblo. Dicha arenga, incluida
en la Histoire des Isles Marianes nouvellement converties à la religion chré-
tienne (París, 1700), supuestamente escrita por el padre jesuita Charles
Le Gobien (1653-1708), confirma, como ha señalado Keesing, que las
estructuras conceptuales43 maniqueas del discurso misionero se hallan
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todavía presentes en el Pacífico, especialmente en el discurso contra-


colonial.44 A diferencia de Kepuha, el primer líder chamorro a quien el
padre San Vítores bautizó —y sometió— en Guam, Hurao representaba
la otra cara de la moneda. Un líder de la resistencia que no solo se
enfrentó a los invasores españoles, sino que consiguió desplazar a Kepuha
como emblema de la cultura chamorra. En contraposición a los «márti-
res extranjeros» que murieron a lo largo del siglo xvii, Hurao se ha con-
vertido en un héroe sacrificial elevado a la categoría de «mártir local». Y

42 Keesing, 2000: 234-235.


43 Coello, 2013: 25-34.
44 Keesing, 2000: 235.

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166 Sistemas coloniales de poder y dominación

mucho más importante, su discurso no se dirige ya a los «invasores espa-


ñoles», sino a los que fueron sus aliados norteamericanos en la Segunda
Guerra Mundial.45
En esta línea de argumentación, algunos autores, como Jonathan Blas
Díaz, han tratado de reconstruir la historia del pueblo Chamoru —«the
Chamoru race»— desde una perspectiva primordialista que busca su iden-
tidad estática, heredada y estereotipada en los espíritus —aniti— 46 de sus
ancestros, en la tradición y en su apego a la naturaleza. Partiendo de lo que
Eleazar S. Fernández (1994) ha definido como una «theology of struggle»,
Díaz (2010) describe a los chamorros como un pueblo pacífico y católico,
subyugado por el colonialismo norteamericano, que sueña con la reunifi-
cación de las islas Marianas como una entidad política independiente.
Igualmente, los líderes de los movimientos nacionalistas, como Nasion
Chamoru o Chamorro Nation, Guahan Indigenous Collective, Famoksaiyan
o la Organization of People of Indigenous Rights (OPI-R),47 han convertido
el discurso del «noble Hurao» en un icono del nacionalismo chamorro, y
al bravo Hurao, en el líder de la subalternidad postcolonial.

4.2. Entre lo global y lo local


Eric Wolf formulaba, en Europa y la gente sin historia (1982), la impor-
tancia de considerar la historia mundial como un entramado de relaciones
políticas desiguales y de procesos interconectados. Durante el último
cuarto del siglo xx, tras los períodos de descolonización, se plantearon
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nuevas teorías para explicar tanto el período colonial como la transición a


los períodos post-coloniales. Wallerstein (1974) es uno de los más conoci-
dos con su teoría del world-system, pero otros como Balandier (1971) ya
venían describiendo desde la antropología africana las paradojas de un

45 Stade, 1998: 184-200.


46 Actualmente los antiguos aniti son conocidos como taotaonomo’na (Del Valle,
1979: 24-25; Haynes y Wuerch, 1995).
47 Actualmente, OPI-R ya no existe, pero otros grupos, como Famoksaiyan, Nasion
Chamoru, Taotao Mo’na Native Rights Group y We are Guahan, entre otros, continúan
reivindicando la defensa de la cultura chamorra, ya sea frente al colonialismo del pasado
(español) o del presente (norteamericano) (Díaz, 2010: 254-255).

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Entre lo global y lo local 167

mundo desigual basado en formas de poder entre centros y periferias.


Desde entonces se han sucedido diversos modelos, según si presentan un
origen eurocéntrico de expansión, si consideran más bien el peso de las
reacciones locales, o si proponen la existencia de múltiples centros. Desde
una antropología sistémica global, autores como Jonathan Friedman
(1946-) han planteado incluso la necesidad de establecer comparaciones
con períodos más alejados en el tiempo, para observar ciclos históricos de
hegemonías y «deshegemonías», o para relativizar el supuesto aspecto
innovador o exclusivo de la expansión europea, así como de los reduccio-
nismos vinculados a la idea determinista de modo de producción.48 De
hecho, las propias constataciones de la etnografía colonial que describían
sociedades «simples» no revelaban que en muchos casos fue la penetración
colonial la que desorganizó estructuras locales complejas, o que en el
pasado habían existido organizaciones y sistemas económicos de inter-
cambio no aislados.
Pero más allá de estas interpretaciones, queremos remarcar aquí la
utilidad de combinar el análisis macro de los nuevos flujos de poder sin
perder de vista los efectos locales y observables en documentos y estudios
de detalle etnográfico. Un trabajo sugerente que combinó estas dos dimen-
siones fue el del recientemente fallecido Sidney W. Mintz (1922-2015),
Dulzura y poder. El lugar del azúcar en la historia moderna (1985). En esta
original obra, Mintz consiguió presentar la conexión transcontinental
entre producción, distribución, consumo y formas de desigualdad, y la
interdependencia de todos estos procesos de manera simultánea. Esto es,
que la explotación de plantaciones en las colonias de América se vinculaba
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al movimiento forzado de millones de africanos como mano de obra


esclava, y todo este complejo político-económico se mantenía en relación
con la expansión industrial europea y la nueva estructura de clases. Así, el
azúcar producido en las colonias pasaba de ser un bien de lujo de las aris-
tocracias a devenir una especie de combustible de las clases obreras, como

48 Friedman, 2001: 38-39. Un argumento frente a cualquier modalidad de reduc-


cionismo se halla en el «contextualismo radical» de Stuart Hall (1932-). Según el intelec-
tual jamaicano, «un evento o práctica (incluso un texto) no existe independientemente de
las fuerzas del contexto que lo constituyen en cuanto tal. Obviamente, el contexto no es
un mero telón de fondo sino la misma condición de posibilidad de algo» (citado en Res-
trepo, 2013: 25).

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168 Sistemas coloniales de poder y dominación

alimento energético que acompañaba al trabajo industrial. Este ejercicio


implicaba un enfoque diacrónico, sin duda, pero sin renunciar a la fuerza
interrogadora de la tradición antropológica:
Aunque no comparto acríticamente el mandato de que la antropología
debe convertirse en historia o no ser nada, creo que sin la historia su poder
explicativo se ve gravemente comprometido. Los fenómenos sociales son histó-
ricos por naturaleza, de modo que las relaciones entre acontecimientos en un
«momento» no pueden abstraerse nunca de su panorama pasado y futuro.49

Son pocos los estudios que se ocupan de analizar el proceso completo


de las relaciones de poder, y las investigaciones suelen quedar fragmenta-
das o bien en Europa o bien en la colonia. De hecho el trabajo de Mintz
surge desde las preguntas generadas por su etnografía de 1948 en Puerto
Rico sobre el destino y uso de los productos tropicales.50 Los habitantes de
Barrio Jauca trabajaban en el proceso de elaboración del azúcar, pero este
azúcar no se fabricaba para ellos:
De no haber habido consumidores dispuestos en algún lado, nunca se
hubieran destinado tales cantidades de tierra, trabajo y capital a un único y
curioso cultivo, domesticado primero en Nueva Guinea, procesado por pri-
mera vez en India, y transportado al Nuevo Mundo por Colón.51

Estos detalles «banales» delataban la existencia de una cadena de pro-


ducción y consumo. La explicación de estos fenómenos locales no se podía
entender sin el análisis «macro» de los procesos que más adelante se llamarán
globales. En este proyecto Mintz no ahorraba críticas a la idea de que la
antropología se debía centrar solo en sociedades estáticas y simples, supues-
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tamente aisladas de lo occidental, prístinas, que eran extraídas del colonia-


lismo: «aborígenes impolutos, por un lado, y niños que cantan himnos en las
misiones, por el otro».52 En esta imagen del antropólogo como héroe, el
objetivo central parecía ser el de entender a esos primitivos en sus contextos

49 Mintz, 1996: 28. Véase también el obituario de Sarah Hill publicado reciente-
mente en Boston Review (31 de diciembre de 2015). <http://bostonreview.net/books-
ideas/sidney-mintz-in-memoriam>.
50 Su trabajo de campo en el Caribe fue la base de su libro, Worker in the Cane: A
Puerto Rican Life History, publicado en 1960.
51 Mintz, 1996: 16.
52 Mintz, 1996: 25.

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Entre lo global y lo local 169

históricos, en lugar de estudiar el cambio o su transformación en «moder-


nos», o el de buscar sustitutos de los primitivos, como los «grupos étnicos,
ocupaciones exóticas, elementos criminales, la vida de los marginados».53
El resultado principal se derivó de cuestionar algo evidente que era indis-
cutido como la «demanda», y que distaba de ser algo «natural», ya que no se
basaba en el principio de que «a nadie le amarga un dulce». Este estudio
permite observar también otro tipo de procesos vinculados a las estructuras
sociales: el valor cambiante del gusto en función de factores socio-económi-
cos. El análisis revelará mecanismos sociales similares a los mostrados por
Bourdieu en La distinción (1979). El consumo de azúcar pasará de ser una
práctica aristocrática en 1650 a devenir un alimento considerado imprescin-
dible en la dieta de las clases proletarias de Gran Bretaña hacia 1900.54 Esta
transformación del consumo se vincula a procesos sociales que no se pueden
explicar de manera aislada; es también a mediados del xvii cuando Gran
Bretaña establece sus sistemas de plantación de azúcar caribeños, que se irán
imponiendo sobre la producción de las colonias españolas.
Tras analizar todo el contexto de producción, Mintz reconstruye las
transformaciones de los usos del azúcar en Europa, y especialmente en
Inglaterra, mostrando cómo pasa de ser más bien un condimento, especie,
elemento decorativo o curativo, a devenir un elemento energético de la
dieta, sin olvidar también el declive del azúcar como elemento simbólico
de poder tras su difusión y popularización,55 acompañando a las bebidas
estimulantes como el té o el café. Esta inversión se produjo a lo largo del
siglo xix, cuando fueron precisamente las clases más bajas las que pasaron
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a consumir más azúcar, lo cual indicaba la introducción de nuevas formas


de organización del tiempo; de hecho, este cambio respondía a las necesi-
dades de eficiencia energética industrial proyectada también en los cuer-
pos y la alimentación.

53 Hill, 2015, <http://bostonreview.net/books-ideas/sidney-mintz-in-memoriam>.


54 En términos salariales, antes del siglo xv, en Europa, el azúcar era un producto de
lujo que costaba unas treinta veces más caro que la mantequilla (esto es, un kilo de azúcar
costaba uno o dos meses de salario de un obrero sin cualificar), mientras que hacia 1980,
en los países occidentales desarrollados, el precio de un kilo de azúcar representaba unos
diez minutos de salario (Bairoch, 1986: 285).
55 Mintz, 1996: 137-139.

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170 Sistemas coloniales de poder y dominación

El mundo está interconectado, pero no de cualquier manera. Esta


conexión se realiza a través de relaciones económicas y políticas, filtradas
por significados, los (internos) que otorgan los consumidores de azúcar al
mismo, y los (externos) que otorgan los actores comerciales y políticos.
Citando la cínica frase del colonialista Edward Gibbon Wakefiled refe-
rida por Mintz, «no es porque una lavandera inglesa no pueda sentarse a
desayunar sin té y azúcar por lo que se ha dado la vuelta al mundo; es
porque se le ha dado la vuelta al mundo por lo que una lavandera inglesa
requiere té y azúcar para desayunar. Los deseos de los individuos y las
sociedades van de acuerdo con el poder del intercambio».56 Para comple-
tar este estimulante análisis ofrecido por Mintz, nos atrevemos a recordar
aquí una obra de la literatura infantil que deviene una auténtica metáfora
de esta sección. La novela de Roald Dahl (1967), Charlie y la fábrica de
chocolate, donde un niño de clase proletaria y su abuelo logran el sueño de
visitar la fábrica. Aunque finalmente acaban renunciando al gran premio
y se impone la moral del trabajo y los lazos familiares, lo más destacable
es que dicha fábrica se sustentaba en el trabajo a destajo de unos obreros
singulares, los oompa loompas, unos pigmeos africanos que trabajan para
el propietario, el señor Wonka, en una macabra metáfora de todo lo
expuesto por Mintz: esclavos africanos fabricando dulces para el con-
sumo de las clases obreras europeas.
Aunque desde otro ámbito distinto y en otro momento teórico poste-
rior, Enseng Ho, en su The Graves of Tarim. Genealogy and Mobility across
the Indian Ocean (2006), propone una etnografía transoceánica para mos-
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trar las «cercanías» e interrelaciones sociales entre diferentes zonas, articu-


lando el estudio de lo local con lo global. A diferencia de la época del tra-
bajo de Mintz, la literatura de las ciencias sociales ya ha asentado aquí las
vulgatas sobre la noción de globalización, y el texto de Ho está plagado de
conceptos difundidos en la academia como hibridación o cosmopolitismo.
Sea como fuere, este tipo de trabajos muestran que la llamada globaliza-
ción, planteada como un fenómeno del último tercio del siglo xx impul-
sado por factores tecnológicos, económicos y culturales, empieza mucho
antes y no es necesariamente producto de los «occidentales», tal y como

56 Mintz, 1996: 215.

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Entre lo global y lo local 171

criticaría Goody en su «robo de la historia».57 El trabajo de Ho expresa no


solo la correlación entre diversos sistemas económicos, como mostraran
Wolf o Mintz, sino que amplía la cuestión a los lazos de parentesco como
creadores de pertenencia. La monografía parte de un grupo, los yemeníes
de la región de Hadramaut, y de sus viajes por el océano Índico a lo largo de
cinco siglos, que resultan en la construcción de un entramado de redes
comerciales, políticas, culturales y religiosas, que pondrán en contacto
diferentes puntos de la región, en paralelo a la expansión europea y sin el
apoyo de una institución estatal colonial. Para analizar este complejo
entramado, Ho parte de la zona de Tarim, sede de santuarios y tumbas de
siyyids («santos») a los que suele volver la diáspora hadramí en forma
de peregrinación. Los hadramíes establecieron puntos comerciales y se
expandieron por la costa oriental africana, la Península Índica, Malasia y
el archipiélago indonesio. El hilo conductor de estas redes giró en torno a
la genealogía patrilineal y su tensión con las sociedades locales. El caso
hadramí ofrece una extraordinaria oportunidad para visualizar un aspecto
poco elaborado en la literatura antropológica, como es la interacción
práctica entre diferentes «sistemas de parentesco», sus interacciones,
jerarquías y transformaciones en el tiempo. Los hadramíes eran portadores
de un sistema patrilineal centrado en el nasab (genealogía árabe), pero los
sistemas de parentesco locales diferían: bilateral en Malasia, patrilineal en
Somalia, matrilineal en Sumatra o Nayar. Esta circunstancia ha sido
remarcada por otros autores como Le Guennec-Coppens, quien mostró
que en las Islas Comores la descendencia de los hombres hadramíes y de
las mujeres de la élite local era considerada como perteneciente al grupo
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de la madre, porque se imponía el sistema matrilocal.58 Por tanto, la con-

57 En Turquía, Persia, la India y otros territorios islámicos existían historiadores,


como Mustafa Ali ibn Ahmadibn, Abdullah de Galípoli (1541-1600), autor de Künh
Ul-Akhbar (La esencia de la historia), que escribió una historia del mundo desde una óptica
otomana. Otros historiadores, como Tarith-i-Hind-i Gabi, intercalaron en sus relatos infor-
mación sobre la colonización americana a partir de la lectura de la obra de Gonzalo Fernán-
dez de Oviedo (Historia general de las Indias, 1535) (Subrahmanyam, 2005: 30-31; 2014).
58 «Le système de filiation comorien étant matrilinéaire, le statut de la mère prévaut
sur celui du père. Les enfants, issus de ces mariages, ne se reconnaissent nullement hadra-
mi mais comme waungwana, c’est-à-dire nobles de par leur lignée maternelle. Le statut
d’Arabe et encore mieux celui de Sharif de leur ancêtre ne font que valoriser leur statut
déjà élevé», Le Guennec-Coppens, 1991: 153.

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172 Sistemas coloniales de poder y dominación

dición de los hadramíes de la diáspora dependía en muchos casos de su


interacción con el régimen de clases sociales y sistemas de parentesco loca-
les. De este modo, la propia «identidad» y pertenencia hadramí se muestra
móvil y cambiante, y el retorno a las tumbas de Tarim no refleja solo una
homogeneidad identitaria sino la expresión de diversidades ambivalentes
que convergen en un espacio ritual.
Para reivindicar, como hace Ginzburg,59 el valor de los análisis dialéc-
ticos entre lo micro y lo macro, hemos elegido otro estudio de caso signi-
ficativo que permite leer de otro modo las influencias transcontinentales.
El estudio de Jonathan Friedman sobre los sapeurs, «La economía política
de la elegancia» (1994), analiza el desarrollo en el Congo de mediados de
siglo xx de clubes de la elegancia entre clases bajas urbanas. Es preciso
tener en cuenta que en la sociedad local ya existía un arte de la vestimenta
como instrumento de autodefinición,60 pero la práctica se aceleró con la
introducción colonial del concepto de évolués, la etiqueta para los africa-
nos que adoptaban los valores europeos. Sin embargo, el fenómeno no
puede interpretarse como un mero consumo de la modernidad impuesta
por el colonialismo, sino más bien como una «complementariedad en la
que un régimen colonial calca una praxis jerárquica ya existente». Saper es
vestir con elegancia, y la SAPE significa Société des Ambianceurs et des
Personnes Élégantes. El movimiento se desarrolló entre jóvenes y solteros
que se reunían en clubes, conformando lazos comunitarios; su práctica
central consistía en acumular ropa que imitaba la moda europea de alta
costura, con el fin de devenir «grand homme» y completar el gran rito de
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paso de ir a París (Gandoulou, 1984, 1989). Vestir con elegancia consti-


tuye una apropiación del estatus del blanco, en una suerte de mimetismo
similar a otros movimientos y cultos africanos.61 El fenómeno venía a ser
un reflejo de los cambios sociales derivados de la urbanización, la moneta-
rización, pero también de tensiones entre grupos étnicos del país, ya que la
SAPE se desarrolla sobre todo entre los bakongo. Hay que tener en cuenta
además que la SAPE encajaba en cosmovisiones y nociones de persona
locales según las cuales el individuo acumula fuerza vital, tal y como

59 Ginzburg, 2015: 472.


60 Friedman, 2001: 240.
61 Sobre los fenómenos de imitación en los cultos africanos, Stoller, 1995.

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Entre lo global y lo local 173

sucede con la brujería. La elegancia es en este sentido una subversión del


poder porque se obtiene la apariencia del éxito y de la riqueza sin pasar por
los vehículos del trabajo y el poder, y se adoptan sus símbolos. Y final-
mente, la SAPE no se puede leer como una imposición del narcisismo
consumista liberal, una proyección etnocéntrica, sino como una forma
particular de experiencia que conjuga cosmovisiones locales y adopta ele-
mentos externos, al modo de los cultos cargo, en una estrategia de apropia-
ción de la modernidad (Sahlins, 1999).
La última monografía de esta sección nos conduce a la pregunta sobre
la difusión de las ideas, la generación de ideologías y cosmovisiones, y una
crítica a las visiones lineales de la modernidad como expansión desde el
centro a la periferia. En Bajo tres banderas (2008), Benedict Anderson,
renombrado por su perspectiva de la nación como comunidad imaginada,
enfatizó el protagonismo desempeñado por un grupo de ilustrados filipi-
nos en la reivindicación de libertades y derechos a la metrópoli.62 Para ello
se centró en las figuras de dos activistas mestizos acomodados, conocedo-
res del castellano y educados en Manila y Europa: José Rizal Mercado y
Alonso (1861-1886) e Isabelo de los Reyes y Florentino (1864-1938), a
través de las cuales Anderson muestra la existencia de un denso y complejo
tejido de contactos que vincularán al anarquismo con los movimientos
anti-coloniales a finales del siglo xix. Sin una pretensión explicativa de
todos estos movimientos, el autor se limita a constatar y documentar esa
densa red internacional de personas que generan y se intercambian ideas y
praxis políticas por medio de encuentros o de cartas en aquello que deno-
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mina la «primera era de la globalización». Su tesis insiste precisamente en


mostrar la simultaneidad e interconexión de lo que sucede en ese fin de
siglo entre tres grandes áreas como el Caribe, con las guerras de Cuba y
Puerto Rico, el Asia insular, con la revuelta de Filipinas y los movimientos
anarquistas en Europa. Los protagonistas de esa red de ideas y praxis se
comunican en diversas lenguas y desafían las fronteras que construyen los
Estados-nación modernos, y hasta las propias ciencias sociales a la hora de

62 Desde una óptica diferente, Reynaldo Ileto enfatizó el potencial revolucionario


de las clases subalternas nativas, analizando diferentes movimientos revolucionarios de
carácter mesiánico, como el protagonizado por Andrés Bonifacio durante la revolución
de 1898 (Ileto, 1979).

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174 Sistemas coloniales de poder y dominación

radiografiar los movimientos extra-europeos como meras reproducciones


de los modelos occidentales. Desde un método centrado en el cruce de
biografías, Anderson va relatando, casi al ritmo de una novela, ese entra-
mado de flujos, intercambios, viajes y encuentros como elemento creativo.
De entre esos retratos merece destacar el caso del etnógrafo y periodista,
revolucionario y nacionalista Isabelo de los Reyes, metáfora de ese mundo
en movimiento: presente ya en la Exposición filipina celebrada en Madrid, en
1887, como literato, aunque paradójicamente en un escenario que repre-
senta precisamente el evolucionismo racialista (Sánchez Gómez, 2002).63
Desde el periodismo, De los Reyes se inició en el «folk-lore», que él rebau-
tizó como «saber popular», para presentar a la cultura filipina de un modo
políticamente revolucionario, al criticar el folclorismo etnocéntrico penin-
sular: en su estudio sobre la provincia de Ilocos, su provincia natal, reco-
nocía lo contemporáneo, no una tradición primitiva, donde «una cierta
fruta local proporcionaba un mejor antídoto contra el virus del cólera que
el fabricado por un doctor español»,64 de manera que reconocía el pro-
fundo conocimiento que los indígenas tenían de las plantas medicinales;
para ello hacía una defensa de sus «hermanos selváticos aeyas, igorrotes y
tinguianes» que le permitía construir la base de un renacimiento cultural
que desafiara a los colonialistas, para dignificar a los ilocanos, y librarlos
de los estereotipos que la Iglesia colonial les había atribuido como «supers-
ticiosos». Para ello el autor realizaba una inversión de perspectiva para
hablar «de las supersticiones ilocanas que se han de hallar en Europa»; su
ingenioso recurso retórico le llevaría a comparar las supersticiones de ilo-
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canos y europeos, para desafiar a quienes ridiculizaban a sus paisanos.65

63 Sánchez Gómez, 2001: 145-172. De los Reyes fue arrestado por participar en la
revuelta de 1897. Regresará de nuevo a España, pero por otras razones a las de 1887, ya
que fue encarcelado en Montjuïc, donde coincidió justamente con anti-colonialistas
cubanos y con los anarquistas reprimidos tras el atentado con bomba en la procesión de
Corpus en junio, ampliando así las redes intelectuales. Fue liberado en 1898, regresando
a Filipinas en 1901 «cuando los americanos ya se habían instalado» (Loayré, 2001: 125).
64 Anderson, 2008: 21. Para un estudio de Isabelo de los Reyes como etnógrafo y
nacionalista filipino, véase Loyré, 2001: 121-143.
65 Anderson, 2008: 24-27; El Folklore filipino es de 1889. Véase también Loyré,
2001: 125-128. Sobre las auto-etnografías indígenas primigenias, véase Fahim (1982),
Howe (2009).

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Género, clase y «raza»: intersecciones coloniales 175

4.3. Género, clase y «raza»: intersecciones coloniales


Desde la publicación de los trabajos de Kimberlé W. Crenshaw (1989,
1991), devino célebre el concepto de interseccionalidad para referir el
cruce de factores explicativos diversos para comprender la construcción de
desigualdades sociales, haciendo especial hincapié en la interacción entre
las categorías sociales de género, clase o «raza»-etnia. Estos conceptos ana-
líticos resultaban igualmente discutibles ya que a su vez parecían reprodu-
cir dicotomías hegemónicas del pensamiento que contraponían naturaleza
y cultura, tal y como sucedía con sexo versus género, o «raza» versus etnici-
dad (Collins, 2000; Stolcke, 2000, 2010). El modelo de las intersecciona-
lidades resultaría sumamente sugerente para analizar también sociedades
históricas y repensar las fuentes desde los nuevos interrogantes planteados
(Nash, Díez, Deusdad, 2013). Presentamos aquí dos monografías de refe-
rencia, centradas en dos contextos coloniales y en dos momentos históricos
distintos, manejando la articulación del poder entre género, clase y «raza».
La primera, de Verena Stolcke, sobre la Cuba del siglo xix, y la segunda,
de Ann L. Stoler, sobre la Indonesia colonial de los siglos xix y xx.
La obra de Verena Stolcke, Racismo y sexualidad en la Cuba colonial
(1992 [1974]), es pionera en su campo, porque constituye un ejercicio tem-
prano de antropología histórica y precede en el tiempo a la referida teoría
de las interseccionalidades, inspirada, por un lado, en la teoría crítica
feminista de mediados de los años setenta y, por el otro, en antropólogos
como Louis Dumont o Edmund Leach a la hora de pensar el sexo y la
alianza como elementos estructurantes de lo social.
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El trabajo de Stolcke sobre Cuba (siglos xviii-xix) muestra el papel


jugado por los prejuicios raciales y las jerarquías de género en la conforma-
ción de la sociedad esclavista. La articulación entre parentesco y género
giraba en torno a tres momentos interrelacionales que explican el orden
esclavista, a saber: a) la constitución histórico-cultural de las relaciones de
género; b) la interacción, mediada por la forma de organizar la procrea-
ción, que se daba entre la construcción cultural del género y la configura-
ción socio-cultural del parentesco; c) la contextualización histórico-
estructural de estas interseccionalidades.66 Asimismo, la relegación del

66 Stolcke, 2010: 327.

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176 Sistemas coloniales de poder y dominación

matrimonio y la sexualidad a la esfera privada formaba parte de una mera


representación ideológica, puesto que, en realidad, se trataba de cuestiones
puramente políticas y vinculadas directamente a la dinámica social y a la
conformación de fronteras entre grupos. Los cuerpos sexuados de las
mujeres de las clases altas perpetuaban el honor de sus familias, por lo que
debía «protegerse» la pureza del grupo, representada a través de las nuevas
categorías de «raza», en combinación con las ideas de pureza de sangre
provenientes de la Península. En contraste, las mujeres esclavas de origen
africano eran tomadas sexualmente por hombres blancos, dando lugar a
concubinatos, a pesar de los notables esfuerzos de la Iglesia católica por
consagrarlos en matrimonio.67 Las estrategias llevadas a cabo por aquellas
mujeres son difíciles de determinar con los datos disponibles, pero las soli-
citudes de permiso de matrimonio interracial parecen indicar que una de
las vías de transformación pasaba por el blanqueo, esto es, la dotación a la
descendencia de un aspecto físico que marcaba la posición social. El estu-
dio de las relaciones interraciales no se puede entender, pues, sin analizar
el papel de las mujeres como reproductoras del estatus social. Pero el estu-
dio de Stolcke, aunque circunscrito al ámbito cubano, también parte de
un marco teórico y de unos interrogantes sumamente reveladores de las
paradojas de la modernidad y de las nuevas formas de diferenciación basa-
das en atributos naturales e individuales.
Stolcke llegó a Cuba en 1967, y podemos decir que fue a parar al
Archivo Nacional de la Habana casi por las circunstancias del momento,
debido a las trabas en los permisos para el trabajo de campo iniciado en
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Sierra Maestra. El descubrimiento de materiales documentales etiquetados


como «matrimonio» y otros relativos a «raptos y estupro» en el Archivo des-
tapó la posibilidad de estudiar la ideología, política y praxis matrimonial en
la Cuba del xix. A partir de los datos de archivo, una de las estrategias más
fructíferas devino no tanto estudiar la «norma» directamente como aprove-
char la existencia de evidencias sobre raptos y prácticas contrapuestas a la
misma (lo que otros autores denominarían en otros contextos el estudio de
«las prácticas»). Uno de los puntos de partida fue la Pragmática Sanción
de 1776, que limitaba la libertad de matrimonio entre desiguales, so pena de

67 Stolcke, 1992: 15.

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Género, clase y «raza»: intersecciones coloniales 177

desheredamiento. Y estas restricciones estaban estrechamente vinculadas a


la reproducción de los grupos, como señalan las leyes destinadas a frenar los
matrimonios inter-raciales. Dichos controles legales por parte de la comuni-
dad «blanca» aumentaron justamente a medida que crecía una comunidad
de color libre, y de hecho la prohibición del matrimonio interracial se man-
tuvo hasta 1881, tras la abolición de la esclavitud.
Este tipo de investigaciones ponen en duda también el uso ahistórico
y simplista de categorías como «raza», sumamente problemáticas y descon-
textualizadas:
en la Cuba decimonónica no era la apariencia física como tal la causa de
prejuicio y discriminación, sino lo que la apariencia física representaba, es
decir, cuál era la situación de un individuo dentro de un sistema económico
que se basaba en la explotación de un grupo por el otro. […] y cuando no
bastaba con el fenotipo se recurría al color legal […] [el racismo] era un pre-
texto para la explotación económica, más que psicoanalíticamente o en tér-
minos de algún tipo de tendencia innata en los seres humanos a formas
grupos exclusivos.68

El universo documental de la época requiere una especial atención:


199 solicitudes de licencia de matrimonio interracial entre 1810 y 1882,
que permiten realizar observaciones sobre el lenguaje oficial y sus formas
de clasificar las relaciones; sobre los movimientos e intenciones de los pro-
tagonistas, como la cuarta parte de casos en que la licencia se debía a
disenso paterno, aunque a partir de 1830 son más bien las parejas quienes
inician los trámites. La documentación permite reconstruir también los
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argumentos expuestos por los padres contra los matrimonios mixtos: la


defensa de la pureza de sangre (hasta 1840); o la identificación que
la sociedad establece de los hijos con el progenitor de condición inferior.
La importancia de atender a los usos de los términos en su contexto
por parte de los actores de la época se hace remarcable en el caso de «raza».
Es un recordatorio imprescindible para entender que «el atributo del color
no clasificaba claramente a las personas en blancas y negras».69 En muchos
casos los funcionarios que juzgaban las relaciones consideraban que el

68 Stolcke, 1992: 31.


69 Stolcke, 1992: 57.

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178 Sistemas coloniales de poder y dominación

estatus de clase de la persona podía ser más relevante que el color (o hacer
que alguien de clase alta fuese «más blanco»). Así, tal y como formularán
más tarde las teorías de la interseccionalidad, «había, pues, no uno sino
varios criterios complementarios de clasificación social».70
El caso muestra la necesidad de vincular los conformantes económi-
cos y políticos con las diversas actitudes hacia los matrimonios inter-racia-
les en Cuba, producto también del contexto local y su relación con el
comercio transatlántico. Y es que los debates son frecuentes durante la
segunda mitad del siglo xix entre sectores hacendados que prefieren por el
bien de sus intereses frenar la esclavitud y fomentar los matrimonios inter-
raciales para generar mano de obra, en contraposición a los comerciantes
de esclavos que veían en esos matrimonios el fin de su negocio. Esta pers-
pectiva sobre el colonialismo centrada en las tensiones internas se puede
observar igualmente en los conflictos entre Iglesia y Estado sobre la cues-
tión de los matrimonios, cuando la curia prefería autorizar los matrimo-
nios antes que favorecer el amancebamiento y defender la moral —aunque
el bajo clero mantenía posturas ambiguas—, en contraposición a las auto-
ridades gubernativas que mayoritariamente preferían prohibir los matri-
monios, por razones de «orden público».
Al igual que otras monografías analizadas en este libro, la lectura de
los documentos también nos permite entrar en la «visión indígena» del
fenómeno, a pesar de las limitaciones, para reconstruir el contexto que
conforma los matrimonios, o el lenguaje empleado en la época, que se
trasluce en los argumentos de los actores sociales a favor o en contra del
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matrimonio o el amancebamiento. En la siguiente ilustración emerge la


voz de un joven expósito que intenta mostrar que su nivel social marginal
no debería impedir el matrimonio, reconociendo en cierto modo su posi-
ción inferior frente a las autoridades como una especie de estrategia:
llamará la atención á primera vista, que un blanco guste enlazarse matrimo-
nialmente con una parda, pero si ese hombre blanco es del estado llano, sin
familia que se lo estorbe, sin ninguna consideración en la sociedad, y acos-
tumbrado a asociarse con los pardos.71

70 Stolcke, 1992: 58.


71 Stolcke, 1992: 108, a partir de un documento original.

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Género, clase y «raza»: intersecciones coloniales 179

Así pues, para el análisis de esa visión indígena del documento se hace
imprescindible reconstruir el contexto de poder en que aparece la versión
de la persona: en muchos casos, esas versiones podían ser también una
reproducción de los valores dominantes, o la búsqueda de un encaje con la
visión del decisor, apelando el solicitante al amor, a la honra o a la gratitud
hacia la pareja, el procurar por los hijos o el abandono de una vida de
pecado.72 Otra cuestión central es la distinción entre color legal y color
percibido («real»), que conduce a la cuestión del origen. La apariencia
deviene un factor clave pero no es el factor en sí de la jerarquización. Ello
se puede atribuir a la introducción desde la Península de la ideología de la
pureza de sangre, basada en los orígenes más que en las apariencias.73 A
este criterio se sumarían otros factores como el de los oficios considerados
viles o de baja condición, tal y como sucedió con los chinos trasladados a
Cuba para suplir mano de obra; aunque su piel podía ser más blanca que
la de los llamados blancos, también eran rechazados matrimonialmente
equiparándolos a los morenos, de manera que la llamada jerarquía de colo-
res está repleta de ambivalencias.
Aunque las pautas matrimoniales en general fueron endogámicas,
con el fin de reproducir las fronteras entre los grupos jerarquizados, las
excepciones fueron abundantes. En este caso, las partes tenían diversas
vías para frenar el disenso paterno. O bien conseguir una licencia matri-
monial, o bien la práctica del rapto. Este último desafiaba la honra de la
familia, pero aún así, en el caso de raptos inter-raciales, los padres prefe-
rían la deshonra a un matrimonio que situaba una mácula en el linaje. Y
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en la construcción de las barreras, el sexo de los afectados era especial-


mente relevante, en combinación con la pertenencia social y la «raza».
Mientras que las élites blancas eran libres para relacionarse y abusar de las
«mujeres de color» carentes de honra sexual, relaciones de «hombres
negros» con «mujeres blancas» eran mucho más perseguidas, tal y como
sucedía en otros contextos coloniales (Young, 1995).
Años después del trabajo fundacional de Stolcke, la historiadora Ann
L. Stoler ofrece otra pieza de orfebrería que nos remite a cuestiones simila-

72 Stolcke, 1992: 115.


73 El concepto de «pureza de sangre» será analizado en el próximo capítulo.

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180 Sistemas coloniales de poder y dominación

res, pero en otro contexto colonial, el de las indias holandesas. En Carnal


knowledge and Imperial Power. Race and the intimate in colonial rule
(2002), el trabajo de archivo y memoria se centra en Java y en el norte de
Sumatra entre finales del siglo xix y principios del xx, bajo dominio colo-
nial holandés. Stoler analiza la vida íntima de las casas coloniales y su
relación con los sirvientes y sirvientas locales, así como las fronteras entre
colonizadores y colonizados, atendiendo a aspectos originales de las rela-
ciones de poder, inscritas en los cuerpos.
La primera lectura del libro invita a reseguir una serie de 41 fotogra-
fías de los protagonistas y que conforman en sí una parte importante de la
documentación. Estas fuentes visuales son excepcionales porque no son
fotografías de estudio o estandarizadas en postales, sino que pertenecen a
álbumes privados de las familias holandesas. En la mayoría de ellas obser-
vamos a niños rubios acompañados de sus babu, las criadas indonesias, y
son una representación de los valores dominantes de esas familias, de su
estatus, de los objetos que les definen, y sobre todo de su relación paternal
hacia los criados «indígenas».
El trabajo incluye una reflexión sobre la obra de Foucault, aplicada
a una forma de leer las conexiones entre conocimiento y poder, entre
«raza» y sexualidad. El interés por el tema surge de una determinada
manera de mirar la realidad y de seleccionar los interrogantes; la pre-
gunta es por qué lo evidente no es de interés para la historiografía, rele-
gado a lo privado, a lo sentimental. Justamente Stoler reivindica cruzar
esa frontera hacia lo doméstico, para demostrar que lo «íntimo» era una
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esfera central de las relaciones de poder.


Stoler muestra cómo los sistemas de clasificación se transforman y
van más allá de determinadas simplificaciones dualistas a la hora de con-
traponer a colonizadores y colonizados. Hacia 1880 «ser europeo» hacía
referencia básicamente a ser blanco y cristiano, pero en los años treinta del
siglo xx otros colectivos se incorporaron legalmente a esa categoría, inclu-
yendo a los half-blood (indos). En este sentido Stoler rompe el rutinario
ejercicio de no hacer compleja la sociedad colonial; de este modo se reco-
nocen diferencias de clase o estatus que excluyen a ciertos individuos a
pesar de ser «colonizadores». En la órbita de los «nuevos» estudios colonia-
les de los noventa, Stoler desafía la noción de poder tentacular, explici-
tando sus imperfecciones y sobre todo sus ansiedades, coincidiendo con

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Género, clase y «raza»: intersecciones coloniales 181

las observaciones de Thomas (1994). Porque nociones como «ser blanco» o


«europeo» no resultan tan evidentes y justamente por ello las ansiedades
de muchos colonizadores les condujeron a construir nuevas «diferencias
evidentes». Las dudas e incertidumbres sobre la pertenencia eran más
importantes de lo esperado. La propia cuestión del color de la piel que
parece jugar un lugar central en las clasificaciones raciales deviene proble-
mática a raíz del color de los mixtos, quienes a pesar de «ser blancos»
podían ser clasificados en otra categoría. Uno de los temores más repetidos
es el de los blancos empobrecidos y de los mestizos. Pero la pregunta es por
qué también lo fueron durante años las mujeres blancas. Hasta los años
veinte las autoridades holandesas restringieron el matrimonio de hombres
blancos, y prefirieron las uniones con concubinas locales. Cuando esta
política cambió, entonces la legislación se centró también en controlar a
esas mujeres, como la Ordenanza de Protección de Mujeres Blancas de
1926. Otra de las pruebas de esas ansiedades e incertidumbres es la propia
noción de europeo, que se fue transformando también como categoría
legal, y que hasta cierto punto no se identificaba claramente con la de
«colonizador», debido precisamente a la presencia de europeos pobres o
procedentes de relaciones mixtas.
Por otro lado, al situar la sexualidad como «fuente histórica» central
y no marginal, nos damos cuenta de que lo íntimo constituía un motor
político de las relaciones sociales. El colonialismo es visto como un espacio
que reconstruyó el mundo de los afectos; pero captarlo requiere romper
con la separación entre público y privado, y, de hecho, la antropología
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histórica contribuye a resituar el contexto de estas distinciones. Los este-


reotipos sexuales sobre la alteridad dieron lugar a regulaciones, barreras y
temores.74 Pero la comparación entre contextos coloniales nos indica algu-
nas diferencias, que Stoler no termina de remarcar, especialmente si se
tienen en cuenta los contextos árabo-islámicos. Así en las colonias de
América, África negra y Asia, se consideran aceptadas las relaciones entre
hombres blancos y mujeres locales, mientras que las relaciones entre muje-

74 Según Stuart Hall, «la estereotipación reduce, esencializa, naturaliza y fija la di-
ferencia». Es una forma de violencia simbólica por su capacidad de marcar, asignar y cla-
sificar comportamientos «anómalos» e «inaceptables» (Hall, «El espectáculo del Otro»,
citado en Restrepo, 2013: 43).

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182 Sistemas coloniales de poder y dominación

res blancas con hombres indios y africanos son perseguidas y hasta casti-
gadas. En cambio en las colonias del Magreb encontramos variaciones.
Mientras que la relación entre europeas y magrebíes es considerada inde-
seable como en las otras colonias, el contacto de hombres europeos con
mujeres locales se consideró una afrenta y devino también un asunto polí-
tico; las propias directrices coloniales indicaban el carácter sensible del
asunto, vinculado además a cuestiones religiosas.75
En los últimos años historiadores y antropólogos han analizado los
procesos de violencia contra las mujeres —violaciones, raptos, desfigura-
ciones— no solo como un fenómeno consubstancial al colonialismo, sino
como una de las consecuencias de lo que Stoler definió como «desechos
imperiales».76 Un proceso de descomposición («ruination») social que
afecta a millones de personas en la actualidad (corrupción, violencia, mise-
ria), cuyos antepasados vivieron bajo el yugo del imperialismo europeo
genocida.77 Como señala Nancy Rose Hunt, muchas de las violaciones de
mujeres congoleñas acaecidas a principios del siglo xx en la República del
Congo Belga ya habían tenido lugar durante el gobierno del rey Leopoldo II
de Bélgica. Los horrores de la dominación imperial no han desaparecido,
sino que permanecen muy vivos en la actualidad.78
La eugenesia imperial es otro ejemplo de las obsesiones y las ideolo-
gías para mantener los sistemas de dominación. Las ideas sobre la degene-
ración son declaraciones de principios de las diferencias de clase y del esta-
tus racializado: los trabajos eugenésicos lamentaban la degeneración de las
clases bajas europeas, al tiempo que naturalizaban la inferioridad de los
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mestizos, manteniendo que la delincuencia de muchos de ellos provenía de


la sangre materna local. Fue por ello que tanto en las Indias holandesas
como en la India británica se intentó frenar la migración de clases pobres
ya desde el siglo xviii. El caso se puede comparar con el caso del Protec-
torado español en Marruecos, cuando las autoridades españolas temieron

75 Clancy-Smith y Gouda, 1999; Mateo Dieste, 2003b.


76 Stoler, 2013: 9.
77 Bruneteau, 2006: 35.
78 Sobre la revuelta de los mau-mau en Kenia (1952-1960) y la brutal represión del
Gobierno británico, véase Elkins, 2005. Hunt, 2013: 44. Véase también Bruneteau,
2006: 31-58.

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Género, clase y «raza»: intersecciones coloniales 183

la inmigración de más poblaciones humildes que podían cuestionar la


superioridad de los colonizadores, y hasta difundir ideologías obreras
«subversivas».
El análisis diacrónico de la colonia va permitiendo visualizar el vínculo
entre los sistemas de dominación, el control de la sexualidad y las fronteras
raciales entre grupos.
El control de la prostitución, del servicio doméstico, de los tipos de
matrimonio son diversos prismas de esa política. Los cambios en el tiempo
hacen más explícitas estas conexiones. Entre 1600 y 1800 la política de la
Compañía de las Indias Orientales, verdadero para-Estado colonial, fue
restringir la presencia de mujeres holandesas y fomentar el concubinato o
matrimonios con mujeres locales. Hacia 1880 la mitad de los hombres
europeos convivían con mujeres asiáticas, en concubinato para evitar en la
medida de lo posible la prostitución, como medida para frenar las enfer-
medades sexuales.79 Así, los hombres se unieron con mujeres definidas
como nyia en Java y Sumatra, o congai en Indochina. El código civil de las
Indias de 1848 no otorgaba a estas mujeres ningún derecho sobre sus hijos
desde el momento en que eran reconocidos por los padres europeos.
Junto al estudio de las normas y directrices, resulta imprescindible
analizar también las categorías usadas en la época para referir y de hecho
«construir» estos colectivos. Sin embargo, Stoler no deja siempre claros
esos conceptos pese a ser centrales, y cuando refiere el término half-blood
no sabemos si está refiriendo una categoría específica de esa época o si es
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una proyección presente para referir ideas de la mezcla, un problema gene-


ral en el estudio de los «mezclados».80 Por ejemplo, el término indisch, para
referir descendientes de holandeses e indonesios, les clasificaba como euro-
peos.81 En realidad, estas confusiones clasificatorias son producto del pro-
pio problema de definición: unos «mestizos» fueron reconocidos como
franceses u holandeses mientras que otros no. Algunos descendientes eran
etiquetados como blank-haters, «los que odian a los blancos». Lo cierto es
que tanto en las colonias francesas, británicas como holandesas surgieron

79 Stoler, 2002: 49.


80 Stolcke, 2008; Mateo Dieste, 2012a.
81 Stoler, 2002: 82.

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184 Sistemas coloniales de poder y dominación

a lo largo del siglo xix instituciones coloniales para huérfanos mestizos


con el fin de frenar a los resentidos, la prostitución y la profusión de dege-
nerados. Y es que la gran presencia de mestizos generó debates públicos,
que en realidad estaban asignando la pertenencia a la europeidad, la ciu-
dadanía y la nacionalidad. Una de las conclusiones más sugerentes para
repensar el concepto unívoco de «raza» es que los gemengden (mezclados),
los hijos de holandeses y mujeres locales, eran clasificados de manera
diversa según las circunstancias; el aspecto físico no era suficiente para
determinar su pertenencia legal. Los ideólogos coloniales de principios del
xx mantenían que el entorno y ambiente (omgeving) era el que determi-
naba el carácter y la pertenencia a la condición de holandés. Por ello,
muchos aconsejaban que los propios descendientes de padres holandeses
fuesen educados en Europa. Así pues, el ius sanguinis tampoco aseguraba
esa pertenencia moral. En 1898 uno de aquellos autores, como J. Neder-
burgh, escribía que los criterios jurídicos clásicos de ius solis e ius sanguinis
ya no servían con los «mezclados»: ni el nacimiento ni el origen garantiza-
ban quién era echte (verdadero) holandés, aunque ello no debe leerse como
una suavización de los criterios racialistas sino todo lo contrario, ya que en
la base de la argumentación se hallaba el convencimiento de la superiori-
dad europea.
Estas retóricas fueron plasmadas en los códigos jurídicos. En 1884 el
acceso al estatus de europeo en las Indias requería «idoneidad» a lo euro-
peo a partir de la religión, el dominio de la lengua holandesa y el dominio
de la moral y las ideas europeas; y esta idoneidad era certificada por las
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autoridades de distrito, en una especie de política que Stoler califica de


«racismo cultural»: se exigía al candidato que se hubiera alejado de su con-
dición indígena y que «ya no se sienta como en casa».82
El estudio de la ley de matrimonios mixtos de 1898 es otra fuente
central. Desde 1617 hasta el primer cuarto de siglo xix imperó un decreto
que prohibía el matrimonio entre cristianos y no-cristianos. El código civil
de 1848 introdujo que los indígenas que se casaran con holandeses podían
ser sujetos de la ley europea; las mujeres locales concubinas se podían casar
con los hombres holandeses y sus hijos podían ver reconocida su condición

82 Stoler, 2002: 99.

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Género, clase y «raza»: intersecciones coloniales 185

legal. Gemengde huwelijken refería informalmente a matrimonios entre


personas de diferentes «razas»; pero en la ley colonial indicaba dos perso-
nas sujetas a jurisdicciones legales distintas. Se contraponía la ley indone-
sia del adat (costumbre) a las leyes matrimoniales holandesas. Y la gran
paradoja de este sistema es que los descendientes de esos matrimonios
podían ser clasificados en cualquiera de las dos categorías. Los factores de
género y clase resultarían relevantes en los propios argumentos de los juris-
tas enfrentados a la cuestión de los matrimonios mixtos, especialmente
cuando se trataba de mujeres holandesas. Como en otros casos, el matri-
monio de europea con indígena se consideraba una degradación porque
implicaba la conversión de la mujer en indígena, si se aplicaba el principio
de que la mujer sigue el estatus y nacionalidad del marido. Aunque ello
suponía una afrenta no tolerable para unos, muchos juristas aceptaban el
hecho consumado porque consideraban que se trataba de mujeres de clase
baja o de mujeres que ya habían renunciado a su condición honorable y se
habían degenerado por el mero hecho de tener una unión con un inferior:
ya no se trataba de verdaderas (werkelijk) holandesas.
La ley de 1898 dejaba vía abierta a que las mujeres locales esposasen
hombres holandeses adquiriendo el estatus holandés, pero en cambio, en
sentido contrario limitaba que los hombres indonesios accediesen a la con-
dición holandesa a través del matrimonio. Determinar quién era holandés
devino crucial a medida que parte de la población holandesa se empobre-
cía y los recursos eran más escasos. En definitiva, las categorías de la época
eran sumamente ambivalentes y aún hoy en día resulta complicado defi-
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nirlas. La categoría de indo-holandeses (Indiers o Indische Nederlanders)


incluía a los mengbloeden («de sangre mezclada») de origen holandés y
nativo; pero también a los europeos nacidos en las Indias, o aquellos
europeos que consideraban Indonesia como su segunda tierra. Cuando las
mujeres holandesas empezaron a llegar en mayor número a la colonia, el
control de su sexualidad, cuerpo y moralidad se extendió en múltiples
formas, en torno a instituciones que difundían una moral higienista,
centrada en una obsesión por mantener aisladas a esas mujeres. En 1920
se crea en la Haya una Escuela Colonial para Chicas y Mujeres donde se
enseñaba higiene doméstica o cómo tratar a los criados. La mujer deviene
también en depositaria de valores nacionales, como reproductora, y se
difunden mitos sobre que la vida en los trópicos disminuye la fertilidad
de las europeas; o se remarca el papel de las mujeres para supervisar la

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186 Sistemas coloniales de poder y dominación

educación de los hijos, por el temor de la influencia de las sirvientas


indonesias.83
La ansiedad de los colonizadores se proyectó sobre todo en la educa-
ción de los hijos, con los peligros que amenazaban su integridad como
holandeses, al estar en contacto con las sirvientas locales, o en el caso de los
indo-holandeses. De hecho, las sirvientas (babus) eran identificadas como
la fuente de corrupción de los niños. A partir de un trabajo de memoria e
historia oral realizado en 1996 y 1997 en Yogyakarta entre antiguos sirvien-
tes entre los años 1920 y 1950, Stoler da un paso más allá y contrasta todo
este marco socio-político con el punto de vista de las antiguas sirvientas
javanesas. El punto de partida es la existencia de una contradicción entre
cómo vivían aquellas sirvientas en lo cotidiano y cómo los holandeses
recuerdan su relación con ellas desde una añoranza idealizada, tal y como
se desprende de novelas y memorias. Pero en su estudio de la memoria
colonial el método de Stoler no buscaba reconstruir hechos, acontecimien-
tos, sino rescatar «sentimientos coloniales» a través de lo que denomina
«memorias táctiles», que podríamos también denominar como sensibles:
Colonial domestic relations were invoked through recollections of the
color and texture of clothes, the taste and smell of unfamiliar foods, the
sound of partially understood conversations and commands, and reference to
sweat, soaps, chamber pots, and fragrance. Sentiments lay not outside of tac-
tile memories but embedded in them.84

Stoler ofrece provocadoras observaciones metodológicas sobre la histo-


ria oral y el modo de abordar la memoria en los estudios coloniales. Presenta
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un desafío a los autores que ven en la memoria oral un contrapunto de los


subalternos a la versión oficial de los documentos, ofreciendo la «verdad» de
la historia. Para Stoler esa memoria no es un puro almacén de información
que se rescata y está igualmente sesgado. Trabajos como el de Guha (1996)
sobre las «pequeñas voces» como contra-narrativas al poder hegemónico que
escapan a sus intrusiones constituyen lo que Stoler denomina el modelo
hidráulico. Las historias de los subalternos están ocultas en una especie de

83 Sobre estas proyecciones de la mujer como símbolo de la nación en el contexto


árabe, véase Abu-Lughod, 1998.
84 Stoler, 2002: 168.

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Género, clase y «raza»: intersecciones coloniales 187

circuitos escondidos y la etnografía las identifica y desvela. Se divide la socie-


dad en dos mundos, uno de represión saturado por el Estado colonial, y otro
que evade sus intrusiones y que cuenta con unos circuitos. Pero según Stoler,
estas investigaciones asumen «the production of narrative and the preva-
lence of telling»; contrariamente, en su investigación con las sirvientas
dichos circuitos no son tan evidentes. Este análisis crítico de la memoria se
centra en revelar no solo la cosa recordada sino cómo es recordada. En la
remembranza no asistimos a una mera repetición. La pregunta es cómo el
lenguaje del pasado es reelaborado desde el presente. En definitiva, Stoler
reivindica una historia de lo cotidiano en contraste con la historia del acon-
tecimiento. Una antigua sirvienta comenta que los amos no querían que
tocara a sus hijos porque podía impregnarles su olor. Al ser preguntada por
el olor de los holandeses comenta que su «sudor huele peor, porque comen
mantequilla, leche, queso». Los recuerdos de las sirvientas remarcan la insis-
tencia de los amos en la disciplina y sobre todo en la «limpieza», especial-
mente vinculada al cuerpo y el sudor. Por su parte, las memorias de holan-
deses en la colonia centran sus sentimientos sobre los sirvientes como
símbolo de lo local, controlado y fiel. Pero muchos sirvientes no muestran
semejantes remembranzas sentimentales; referían su relación con los holan-
deses como puramente laboral. En realidad, la memoria del período colonial
no era un mero «remembering» sino un «retelling» (Bloch, 1998). No era un
relato fácil sobre el pasado: emergían evasiones y reticencias.85 El presente
imponía y conformaba. Incluso la propia presencia de entrevistadores indo-
nesios coartaba en determinados momentos las críticas de los entrevistados
a los responsables políticos contemporáneos.86 En el período de las entrevis-
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tas, el anti-colonialismo era pensado como una postura radical de la era de


Suharto, y por tanto la mitología nacionalista no se desplegaba como en
otros contextos post-coloniales o como en otros momentos de la propia
Indonesia. En algunas entrevistas el período holandés era apartado del
relato, puesto que el testimonio temía que se le identificara como colabora-
dor o traidor. El salto temporal dado por los testimonios era en muchas
ocasiones un recurso para recordar solo «lo recordable».87 Algunos testimo-

85 Stoler, 2002: 175.


86 Stoler, 2002: 184.
87 Stoler, 2002: 178.

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188 Sistemas coloniales de poder y dominación

nios insistían en el período de la independencia pese a ser preguntados sobre


el período anterior; la participación en el heroísmo anticolonial otorgaba un
capital social en el presente, tal y como sucede en Marruecos con el concepto
de «resistencia» (muqawwama).88 Referir el tiempo de los holandeses podría
sugerir sospechas de traición. Y es que la afiliación a movimientos naciona-
listas como Sarikat Islam exigía incluso que los aspirantes no tuviesen a
nadie de la familia ejerciendo como sirvienta para los holandeses. Las entre-
vistas revelaban en los silencios que la condición de sirviente era pensada
como un probable equivalente de concubinato, prostitución o abusos sexua-
les. Otro argumento de contrapunto al heroísmo de los estudiosos de la
«subalternidad» es que diversos ex-sirvientes compartían con los holandeses
la idea de que estos les trataban bien y les consideraban como miembros de la
familia.89 Esta aceptación del paternalismo por los indonesios concernidos,
y aun reconociendo la disciplina impuesta por los holandeses en la vida
doméstica, se podría deber a una idealización del trato en comparación con
la miseria post-colonial o con el hecho de que muchos sirvientes encontra-
ban una salida a la precariedad, cuando no contaban con otra «familia». Un
recurso analítico de gran interés es el de los álbumes de fotos, porque vislum-
bran una representación colonial que contrasta con las relaciones prácticas
de poder. Esas fotos sirvieron en su día a los holandeses para representar el
bienestar en las colonias. En realidad, la mayoría de fotos representa a los
javaneses como un decorado en segundo plano, de pie y servil junto a las
familias (apo)sentadas.
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4.4. Poder, resistencias y acomodaciones:


enfoques diacrónicos
En los años ochenta, se replanteó el paradigma del poder y emergió
un interés por estudiar las resistencias, criticando aquellos enfoques que se
limitaban a remarcar la hegemonía de los dominadores. Al considerar las
resistencias se estaba destacando la agencia de los actores colonizados y de
los dominados en general (clases subordinadas, mujeres). Thomas (1994)

88 Mateo Dieste, 2003a: 40.


89 Stoler, 2002: 183.

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Poder, resistencias y acomodaciones: enfoques diacrónicos 189

presentaba el problema remarcando las contradicciones y paradojas de la


acción colonial; esto es, los propios colonizadores o el llamado partido
colonial encarnaban diversos proyectos, a menudo en competencia. Su
poder tampoco era necesariamente tentacular, con un dominio ni perfecto
ni igualmente eficaz sobre toda la sociedad colonizada. Y, además, dicho
poder quedaba limitado por la agencia y diversas formas de resistencia de
los colonizados. Este enfoque encontró notable difusión entre los llamados
estudios postcoloniales (Spivak, 1995). Frente a la difusión de dicho para-
digma crítico, no tardaron en surgir voces reflexivas que alertaban de la
simplificación en que se podía incurrir al reificar la resistencia. Esto es,
que los colonizados parecían actuar de manera autónoma y con una cons-
ciencia propia que los motivaría a resistir. Algunos autores inventariaron
las tipologías de resistencia en situaciones concretas, como Scott (1985),
que añadía además la noción everyday form of resistance para ampliar el
abanico de tipologías más informales, como el sabotaje a las máquinas.
Desde esta perspectiva, la resistencia se deriva de la consciencia de la domi-
nación y requiere una ideología consciente y compartida en contra de la
primera. Otros autores, como Jean Comaroff (1985), no tenían tan claro
que la resistencia se limitase a factores puramente conscientes. Además
existen situaciones donde actos conscientes de revuelta abierta pueden
contribuir a mantener de manera no intencionada el propio sistema que
critican; ni se puede considerar a los dominantes o a los subalternos como
dos bloques homogéneos, circunstancia que se evidencia en conflictos con
alianzas transversales o entre grupos subalternos y el efecto de otras dife-
rencias (étnicas, políticas o religiosas) (Gutman, 1993).
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En el marco de estos debates surgieron algunas monografías sobre


situaciones coloniales que problematizan la noción de resistencia y la hacen
más compleja, yendo más allá de una mera oposición entre colonizadores
y colonizados, entre «Occidente» y «Oriente». ¿Cómo explicar las
acomodaciones,90 las paradojas de la aculturación, las resistencias cam-
biantes, las alianzas transversales entre colonizadores y colonizados, o

90 El término «acomodación» permite comprender la adaptación estratégica de los


colonizados a una nueva situación política, en donde la colaboración es una posibilidad
dentro de estas adaptaciones o la única, después de la imposición militar. El término está
tomado de Levtzion (1978: 345). Véase también Robinson (1976) y Triaud (1997: 13-14).

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190 Sistemas coloniales de poder y dominación

aquellas resistencias que no se movían por la acción consciente de los suje-


tos sino por elementos inconscientes o factores estructurales? Estas res-
puestas pasaban por ofrecer una descripción densa, profunda y sobre todo
diacrónica de los procesos de poder, tal y como proponen las monografías
que aquí presentamos.
Veamos a continuación las ricas aportaciones de tres trabajos que con-
sideramos de gran utilidad para analizar las relaciones dialécticas de poder
desde un punto de vista diacrónico, y combinando tanto un enfoque
estructural como teniendo en cuenta la agencia de los protagonistas: Body
of Power (1985) de Jean Comaroff; Custom and confrontation (1992) de
Roger M. Keesing; y el más reciente, Being colonized (2010) de un africa-
nista de referencia como Jan Vansina.
En Body of Power, Spirit of Resistance. The Culture and History of a
South African People, Jean Comaroff sigue durante 150 años a un pueblo
sudafricano para desplegar en toda su complejidad un análisis de la prác-
tica social entre Sudáfrica y Botswana y de los condicionantes estructura-
les en el tiempo: los barolong boo ratshidi (thsidi). En este trabajo se
maneja como hilo conductor la interacción entre lo local y el contexto
general; introducidos en el mercado de trabajo durante el siglo xx, pero
dependientes todavía de una producción agrícola no monetarizada. En el
siglo xix los tshidi recibieron la llegada de misioneros cristianos que intro-
dujeron nuevas formas de pensamiento y de práctica social. El metodismo
evangélico no conllevaba solo una religión sino una serie de valores ligados
a la disciplina de la sociedad industrial. Todo este proceso se construía
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sobre una gran paradoja y contradicción: la simbología cristiana introdu-


cía un nuevo lenguaje que justificaba las desigualdades, pero al mismo
tiempo trasladaba metáforas polisémicas sobre el Nuevo y el Viejo Testa-
mento que ofrecían una imaginación crítica a los tshidi, desde la cual la
sumisión se podía transformar en un desafío justificado bíblicamente,
deviniendo lo que Lanternari (1979) definía como «religión de los oprimi-
dos». Sin embargo, la existencia de resistencias no impidió el impacto de
las agencias coloniales sobre la población local. Así, las misiones metodis-
tas lograron sus principales objetivos, con la introducción de nuevas éticas
del trabajo y nuevas concepciones del espacio. El contexto concreto de las
situaciones conformaría los límites y el alcance de la resistencia. Las alian-
zas estratégicas con los misioneros británicos tuvieron lugar para evitar ser

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Poder, resistencias y acomodaciones: enfoques diacrónicos 191

absorbidos por la República boer y quedar bajo protección británica, pero


dichas alianzas mermaron el poder local para oponerse a los misioneros.91
Por consiguiente, las resistencias no se definirían únicamente en términos
de estrategias conscientes o colectivas. Y de hecho, existen formas de opo-
sición que no son conscientes o no están verbalizadas, como los ritos de
posesión que simbolizan la protesta contra sistemas de dominación deter-
minados (dominación colonial, dominación masculina, etc.).92
La penetración del sistema capitalista no se producía como un pro-
ceso unívoco y venía, por tanto, conformado por los sistemas locales. De
este modo, los tshidi combinaban su existencia entre relaciones de produc-
ción capitalista y relaciones sociales pre-coloniales definidas por nociones
culturales de ser humano basadas en una continuidad entre humanos,
espíritu y naturaleza.93
Uno de los principales desafíos planteados por Comaroff es cómo
acotar la unidad de análisis, sin renunciar al estudio del sistema social
observado y del mundo «exterior». El estudio de los tshidi buscaba superar
también los límites de enfoques sincrónicos que remarcan la reproducción
de estructuras sociales o de enfoques temporales teleológicos centrados en
ideologías de la modernización o la dependencia. Esta investigación resulta
además un magnífico ejemplo de gestión metodológica, partiendo de un
material histórico destinado a observar la práctica mundana de gente
corriente. Para superar las dificultades de acceso al período pre-colonial,
Comaroff recurre a los primeros emisarios del imperialismo (viajeros,
misioneros, comerciantes), que recogieron detalles sobre mitos y prácticas
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rituales locales, tal y como hicieron también Varese, Keesing y Vansina


(1968). Este tipo de fuentes no permiten alcanzar el fantasma de la objeti-
vidad sino precisamente mostrar las estructuras de pensamiento y praxis
de los actores sociales estudiados; dichos relatos se complementan con las
copiosas etnografías elaboradas a lo largo del siglo xx. Los vacíos en algu-

91 Gledhill, 2000: 137.


92 Existe un debate también sobre el supuesto papel que los cultos de posesión jue-
gan como ritos de protesta social. Boddy (1994) critica el trabajo clásico de Lewis (1989)
en que mantiene una postura funcionalista sobre la atribución de dicho papel de contra-
poder a los más desfavorecidos.
93 Comaroff, 1985: 2.

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192 Sistemas coloniales de poder y dominación

nos ámbitos temáticos son complementados con observaciones de campo,


bajo el reconocimiento de los peligros de reconstruir el pasado desde el
presente.94
El estudio se inicia con el análisis del orden social tshidi entre 1800 y
1830, hasta la expansión del Estado sudafricano y la introducción de un
sistema racial y de clase, distinguiendo entre un análisis estructural de la
sociedad y una exposición de la historia del acontecimiento. La avanzadilla
colonial fue la Iglesia metodista, que chocaría con la autoridad ritual local.
La ideología misionera transportaba unos valores de «divine legitimation
to the reified and divided self, the value of private property, and the free
market in both labor and commodities».95 Pero el desarrollo de un nuevo
movimiento cristiano local independiente generó una segunda evangeliza-
ción, en parte llevada por representantes de la contra-cultura urbana nor-
teamericana, que dio lugar a las sectas zionistas. El mensaje se contraponía
a los valores del protestantismo y el liberalismo burgués. Estos procesos de
cambio son analizados por Comaroff en tres bloques:
(1) Una historia de «acontecimientos» que presenta el marco general
de la sociedad tshidi y sus rasgos (descripción de los barolong entre las
jefaturas Tswana; establecimiento de las misiones a partir de 1830; el
avance de los boers; crecimiento del capitalismo industrial e instalación de
un nuevo sistema de desigualdades que explota a la población local). Le
sigue un análisis que pasa del acontecimiento a la estructura, identificando
el sistema pre-colonial en sus dimensiones de economía política y orden
sociocultural; un sistema de parentesco complementario, entre un domi-
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nio de matrilateralidad que unía unidades domésticas sin rango; y un


dominio agnático a partir del cual se construía un rango entre unidades
sociales; una esfera agrícola trabajada por mujeres, y un terreno pastoril
organizado por los hombres, que otorgaba a estos otros poderes políticos o
curativos que excluían a las mujeres.
(2) El análisis del proceso en que el sistema pre-colonial se va inser-
tando en el capitalismo industrial europeo, representado en un primer
momento por los misioneros. Este proceso no fue unidireccional; esto es,

94 Comaroff, 1985: 14.


95 Comaroff, 1985: 11.

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Poder, resistencias y acomodaciones: enfoques diacrónicos 193

el proceso de dominación supuso una recomposición de las formas sociales


tshidi y la generación de nuevas prácticas sociales, y no tanto una mera
imposición, puesto que esta nueva práctica también «expressed resistance
to the self-image bred by proletarization and subordination».96 El nuevo
orden social se reflejó en transformaciones culturales que afectaron las
formas de organizar el tiempo y el espacio. Pero el encuentro colonial puso
en marcha también la agencia de la población local, y la emergencia de
contradicciones y discrepancias «make participants aware of formal aspects
of their own world previously below the level of consciousness».97
El estudio del impacto de los misioneros no puede desatender la pers-
pectiva local. En este sentido, y como ejemplo para otras investigaciones
de este estilo en otros contextos, Comaroff muestra la importancia de cap-
tar la «consciencia» indígena desde la noción de persona, cosmovisión e
ideología; esto es, las respuestas locales parten activamente de concepcio-
nes propias de consciencia que contrastan con la noción de persona que
introducen los misioneros. La visión local pre-colonial mantenía continui-
dades entre lo material y lo espiritual, entre humanidad y cosmos articu-
ladas en formas como la magia o la brujería, que justamente los misioneros
se empecinarían en desterrar. La alfabetización también tuvo sus efectos:
la introducción del texto escrito contribuyó a construir la consciencia
local, que se empezaría a diferenciar de la cosmovisión de los antepasa-
dos.98 Así pues, la resistencia e interacción con las misiones y la sociedad
capitalista engendró nuevas formas de conciencia: gentes que objetivan su
propia «cultura» frente a la exterior; otros que son atraídos por la nueva
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ética y, tras convertirse, se contraponen a facciones que defienden los ritos


locales.
Uno de los movimientos más importantes que sintetizó estas divisio-
nes fue el de las Iglesias zionistas o dikereke («iglesias» en idioma afrikaans).
Los movimientos, de gran dinamismo y fisión, se centraban en rituales de
curación, control alimentario y gestión vestimentaria, haciendo parodia

96 Comaroff, 1985: 12.


97 Para un análisis de los problemas metodológicos de la historiografía convencional
para aprehender cuestiones como la posesión espiritual, el mundo de los sueños o el baile,
véase Palmié y Stewart, 2016: 226. Comaroff, 1985: 149.
98 Comaroff, 1985: 143.

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194 Sistemas coloniales de poder y dominación

de insignias occidentales.99 El cuerpo, por tanto, ocupaba un lugar central en


este proceso, y el movimiento guardaría notables correspondencias con otros
de corte milenarista, como los estudiados por Worsley (1980) o Cohn (1981).
(3) Finalmente Comaroff muestra la emergencia del orden sociocul-
tural moderno de los tshidi en relación con el Estado sudafricano. Se pro-
duce una contradicción entre formas pre-coloniales de subsistencia y el
nuevo sistema de mercado de trabajo. La respuesta a esta contradicción
por parte de los tshidi no fue una rebeldía directa contra el orden neoco-
lonial, sino que esta tuvo lugar en la práctica cotidiana, en especial en las
retóricas disidentes del cristianismo zionista. Dicha protesta se articuló a
través de los rituales, en un modo comparable al que ha tenido lugar en
otros márgenes del sistema mundial moderno.
El movimiento zionista católico tuvo su origen entre las clases urba-
nas pobres de Norteamérica a finales del siglo xix, fundado en Chicago en
1896 por John Alexander Dowie. Su difusión en Sudáfrica hacia 1904 se
venía a contraponer al modelo ortodoxo protestante basado en la visión
dualista cartesiana, y en sus rituales curativos se recuperaba la cosmovisión
holista pre-colonial, al tiempo que vehiculaba nuevas utopías para un
tiempo de cambios entre las nuevas clases emergentes. Tanto en Estados
Unidos como en Sudáfrica esta Iglesia vehiculaba un lenguaje de protesta
para los desposeídos de la proletarización.100 Al igual que otros casos revi-
valistas, esta Iglesia reclamaba la restauración de una institución nativa y
la reforma de las gentes en su vida cotidiana. Se mezclaban elementos
nuevos y antiguos, pero la gestión del cuerpo ocupaba un lugar central en
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el culto.
La interpretación de estos ritos es que se trataría de una somatización
de conflictos sociales; esto es, el desorden físico como expresión de males-
tar social. Para Dowie la curación del cuerpo pasaba por la purificación de
la sociedad, una situación que se da también en el islamismo contemporá-
neo, que a su vez también retoma mitos de origen. Pero no se trataba de un
mero regreso al pasado; el movimiento era motivado por «pain and desire
that were products of the process of alienation itself, a disjuncture between

99 Comaroff, 1985: 167.


100 Comaroff, 1985: 177.

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Poder, resistencias y acomodaciones: enfoques diacrónicos 195

means and ends».101 Los seguidores del zionismo tampoco eran grupos que
se contrapusieran política y económicamente de manera abierta al sistema
dominante sino que más bien constituían una contracultura que contes-
taba los símbolos dominantes.
Para Comaroff la resistencia no pasaba necesariamente por «respues-
tas dramáticas» (ideologías públicas, organizaciones, encuentros, protestas
y huelgas), sobre todo en situaciones en que el control férreo las impide, y
las pautas de resistencia se restringen a la vida cotidiana. El ritual es aquí
un medio central de esas protestas en torno a prácticas iconoclastas con los
símbolos dominantes:
The widespread syncretistic movements that have accompanied capita-
list penetration into the Third World are frequently also subversive bricolages;
that is, they are motivated by an opposition to the dominant system. While
they have generally lacked the degree of self-consciousness of some religious
or aesthetic movements, or of the marginal youth cultures of the moderns
West, they are nevertheless a purposive attempt to defy the authority of the
hegemonic order.102

Al final de esta compleja exposición, Comaroff se pregunta si los


rituales que supuestamente subvierten el sistema dominante no estarían
contribuyendo en realidad a reproducirlo, ya que tampoco logran trans-
formar las condiciones estructurales de la desigualdad.103 Esta pregunta,
que veremos planteada también por Keesing, se centra en el debate sobre
la agencia, la consciencia y el cambio, y la investigación de Comaroff
resulta en cierto modo desconcertante. Reconoce finalmente que la resis-
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tencia que se expresa en la esfera del mundo cotidiano, más bien religioso,
no desafía las fuerzas dominantes, aunque sí altera su penetración en las
estructuras del «mundo natural» (en términos prestados a la fenomenolo-
gía social). Por tanto, se trata de una resistencia implícita.104 Aunque sí que
existía un conocimiento de las desigualdades, no se generaba una cons-
ciencia explícita o una acción estratégica de clase. Es más: la cuestión es si
la supuesta resistencia no estaba generando el efecto contrario de mantener

101 Comaroff, 1985: 184.


102 Comaroff, 1985: 198.
103 Comaroff, 1985: 251.
104 Comaroff, 1985: 261.

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196 Sistemas coloniales de poder y dominación

dominados y en la docilidad a los trabajadores bajo el apartheid, tal y como


sostienen diversos intelectuales negros sudafricanos. Más allá de este
debate teórico, una crítica que se puede lanzar a este trabajo es la ausencia
de detalles personales y biográficos que podrían mostrar de modo menos
hipotético las trayectorias de los tshidi, ofreciendo más luz al debate sobre
la resistencia y la consciencia, que aparece en el libro de un modo excesi-
vamente teórico, o si se quiere, «estructuralista», a diferencia de la investi-
gación de Keesing que presentamos a continuación. Sin embargo, Coma-
roff lanzaba una crítica premonitoria a nociones restringidas de resistencia
y de lo político entendidas únicamente como acción directa, a la luz de las
aportaciones sobre todo del milenarismo.
En Custom and Confrontation. The Kwaio Struggle for Cultural Auto-
nomy (1992), Roger Keesing documenta la historia de los kwaio de las Islas
Salomón a partir de un excepcional trabajo de campo que cubre un período
de treinta años desde 1962, complementado, en menor medida, con mate-
rial colonial de archivo. Esta visión a largo plazo permite explicitar los
determinantes de la acción colectiva de los kwaio del interior de la isla de
Malaita. Hasta 1927 la confrontación armada fue violenta, pero cuando los
colonizadores se impusieron por la fuerza la agencia local derivó hacia otras
formas como las revelaciones ancestrales a partir de 1930.105 Y esta vía se
transformaría en confrontación política a partir de 1940. Pero Keesing
se resiste a encorsetar estos momentos bajo la categoría de «fases», entendi-
das como momentos sin discontinuidad, puesto que, en los tres casos, exis-
ten elementos transversales, como el culto a los ancestros.
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Esta excepcional duración del seguimiento de una sociedad permite


observar la transformación del autor y su relación con el grupo en el
tiempo. En el encuentro se va tejiendo el trabajo del antropólogo junto al
propio proyecto histórico de los kwaio. Desde esta mirada, Keesing pre-
senta una crónica de la larga relación de los kwaio con los europeos, y su
lucha para preservar su autonomía y sus tierras durante 120 años. El trata-
miento de esta historia contemporánea gira en torno a la reacción local
frente al colonialismo, y por ello Keesing considera necesario efectuar
unas advertencias para una aproximación crítica a la cuestión de la resis-

105 Keesing, 1992: 211-212.

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Poder, resistencias y acomodaciones: enfoques diacrónicos 197

tencia, que ya estaba en boga cuando redacta su trabajo: (1) En primer


lugar, ¿qué es resistencia? La pregunta se vincula directamente a la noción
de consciencia. Entre los kwaio, como entre los tshidi analizados por
Comaroff, se desarrollan formas religiosas que no expresan abiertamente
la consciencia de la resistencia. (2) La otra gran pregunta se refiere a los
efectos de la resistencia simbólica: si no hay cambio de las estructuras de
dominación y la protesta es puramente simbólica, el resultado es que la
situación es aceptada. (3) Keesing advierte del sesgo de ofrecer visiones
románticas de la resistencia, que ocultan eventuales factores como las
ambiciones personales de determinados líderes. (4) También prefiere evi-
tar el uso de dicotomías esencialistas para referir bloques del estilo de «el
capitalismo», «Occidente», fijándose más bien en personas y grupos con-
cretos, como el misionero o el oficial de distrito, que son los actores sobre
el terreno. (5) Otros problemas metodológicos no están ausentes, cuando el
estudio de la resistencia se basa en fuentes orales que son representaciones
de hechos, y recreados desde el presente. Por ello, al tiempo que Keesing
reclama la incorporación de las voces de los kwaio para comprender todo
el proceso, también avisa de las simplificaciones indígenas (como de los
colonizadores) que usan contraposiciones y dicotomías estructurales
dominantes para sus discursos contra-hegemónicos; y aquí refiere Keesing
el ejemplo de que el black is beautiful como lema no deja de reconocer
y reforzar la importancia de la contraposición hegemónica entre blanco y
negro,106 de un modo similar a lo que sucede con la categoría de «mestizo».
La metodología para reconstruir estas relaciones de poder es variada:
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para recoger la historia más antigua recurre a historias y cantos épicos sobre
el pasado; para los hechos transcurridos a partir de 1920 incorpora el testi-
monio de hombres y mujeres que vivieron el período; y a ello le suma la
historia oral recogida y traducida de la lengua kwaio durante 28 años.
Keesing señala con razón la importancia de no olvidar el complejo del
traduttore-tradittore del trabajo etnográfico, complicado aún más por este
ejercicio histórico. El ejemplo de la traducción de los términos que los
kwaio usaban para describir la muerte de occidentales a sus manos no es
baladí. «Masacre», «asesinato», términos que para el lector en castellano ya

106 Keesing, 1992: 8.

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198 Sistemas coloniales de poder y dominación

son traducciones del inglés de Keesing de la palabra mae, «morir, lucha,


batalla, asesinato...». En cualquier caso, esta dificultad inherente al trabajo
antropológico adquiere una importancia especial cuando se están anali-
zando categorías de resistencia que refieren el acto de matar desde matices
políticos bien distintos:
I use «assassination» when the victim held a publicly recognized posi-
tion […] (If the Lord Mayor is killed by an angry pensioner, it is an assassi-
nation; if he is killed by a jilted lover, it is a murder).107

Del mismo modo, y en tono casi humorístico, Keesing asiente la


necesidad apuntada por los postmodernos de tejer el relato de los kwaio,
pero sin aventurarse en experimentos, novelas, o narcisismos, aunque
reconociendo su papel en las luchas de los kwaio y en la selección de sus
narrativas. Asimismo, los relatos de los kwaio, las voces diversas que refie-
ren unos hechos «are squarely situated in the times and contexts of the
telling, not the times and contexts of the event».108 En este collage, la infor-
mación recogida es «situacional», esto es, que en un contexto de litigio un
hombre kwaio destacará los derechos patrilineales derivados del precio de
la novia, mientras que en otro defenderá los derechos de los hermanos
de la madre. Del mismo modo, el etnógrafo-historiador selecciona sus
materiales. El desafío queda explicitado: ¿cómo atreverse con el pasado si ya
resulta compleja la descripción de una sociedad que podemos observar? El
antropólogo actúa aquí como un detective, siguiendo la pista de recuerdos,
de cómo los kwaio entienden que unas cosas han cambiado y otras como el
culto a los ancestros se mantienen. Pero el pasado kwaio no es el de una
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sociedad con unas estructuras estáticas que se reproducían sino que tam-
bién estaban en el flujo de procesos y cambios. Keesing traza una etnogra-
fía de cómo eran los kwaio hacia 1880, a partir de informes externos de
viajeros y de la propia memoria local. En algunos pasajes, el autor sor-
prende con la reflexión de que un exceso de «prejuicios teóricos» (nuestra
expresión) acaba distorsionando la interpretación de las relaciones sociales,
como en el caso de aquello que el ojo del observador formado en la antro-
pología clásica denomina «descent group» y que para los kwaio es «simply

107 Keesing, 1992: 12.


108 Keesing, 1992: 12.

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Poder, resistencias y acomodaciones: enfoques diacrónicos 199

the visible component of a local social universe that it includes the living
and the dead».109 El pasado es también especial en el sentido de que el
adalo, el espectro de los ancestros, está presente, y de hecho fiscaliza la
moral y el comportamiento de los vivos con el cumplimiento de los tabúes,
como la contaminación por la sangre menstrual o la orina; pero los ances-
tros también albergaban un carácter profiláctico, y por ello los kwaio que
se enfrentaron a los colonizadores se consideraban protegidos por aquellos.
Y esta memoria se articula de manera importante de acuerdo con diferen-
cias de género. Las principales tensiones sociales se articulaban en torno a
venganzas de sangre por acusaciones de seducción, asesinatos y otros fac-
tores basados en cuestiones de honor, que solían depositar en las mujeres;
por ello, la memoria de aquellos tiempos no es igual entre hombres y muje-
res, ya que estas últimas solían ser el chivo expiatorio de muchos de los
conflictos.110
Hacia 1870 se iniciaron los primeros desembarcos de europeos para
secuestrar y reclutar mano de obra para las plantaciones de Queensland
(Australia) y Fiji, tal y como narran los propios kwaio, y se calcula que un
tercio de la misma no regresaba.111 En las reclutas participaban también
otros grupos de las islas que mantenían conflictos de sangre entre sí.112 Los
viejos testimonios recuerdan igualmente la resistencia en los barcos y las
muertes entre ambos bandos. ¿Eran estos motines actos de «resistencia»?
En el caso de algunos líderes como Maeasuaa la rebelión se debía leer
como un acto de guerrero que incrementaba su prestigio al derrotar a un
enemigo exterior, y que al mismo tiempo confirmaba el apoyo de los
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ancestros.
En 1911 se produjo el asesinato del misionero Daniels a manos de
unos kwaio. Daniels pertenecía a la South Sea Evangelical Mission, que
entró en el territorio en 1904. Keesing muestra con testimonios directos e

109 Keesing, 1992: 25.


110 Keesing, 1992: 31-32.
111 Para un estudio de longue durée de los sistemas de plantaciones, véase Stoler, para
el caso de Sumatra (Capitalism and Confronation in Sumatra’s Plantation Belt, 1870-1979,
1985), y Stolcke, para el caso de São Paulo (Coffee Planters, Workers and Wives. Class
Conflict and Gender Relations on São Paulo Plantations, 1850-1980, 1988).
112 Keesing, 1992: 37.

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200 Sistemas coloniales de poder y dominación

indirectos que los motivos del asesinato son complejos de escudriñar:


¿malestar porque se estaban rompiendo tabúes de contacto entre hombres
y mujeres?, ¿acto premeditado para provocar un desorden que permitiese
distraer la atención sobre un problema de uno de los agresores? Este tipo
de preguntas justifican precisamente la pregunta de Keesing sobre el sen-
tido otorgado a la resistencia. Otro asesinato en 1927 es más evocador del
conflicto social derivado del colonialismo, desde que en 1893 se procla-
mara el Protectorado Británico de las Islas Salomón. Bell, el oficial Comi-
sionado de Trabajo había empezado a aplicar una política ya clásica en el
colonialismo británico, como era la imposición de impuestos para acabar
generando nuevas formas de trabajo monetarizado. La reacción de los
kwaio frente a esta imposición es muy sintomático y se debe leer desde sus
propias nociones de economía política: además de percibirlo como una
imposición externa, entendieron el impuesto como una forma de recipro-
cidad, pero al no recibir a cambio ningún tipo de contra-don se rebelaron.
El jefe Basiana atacó la base de Bell y lo mató. A raíz del ataque, las auto-
ridades coloniales enviaron una expedición de castigo que masacró a dece-
nas de kwaio, hombres, mujeres y niños. La participación de otros kwaio
del norte entre las tropas de policía colonial explica también el tipo de
castigos simbólicos que les propinaron al profanar sus objetos rituales,
lanzándolos a las casas de la menstruación, y propiciando en este sentido
la desprotección de los ancestros.113
El concepto de resistencia no es equívoco a la luz de estos ejemplos:
There can be few more dramatic and direct ways to express resistance
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than to assassinate the agent of political domination while he is in the process


of exacting tribute and to massacre his armed force. But, even here, the con-
cept of «resistance» is somewhat clumsy in its romanticization of action
directed to a collective cause. Basiana and the other warrior leaders had moti-
ves and agendas of their own, were manipulating, withholding information,
and scheming. They were bent on self-aggrandizement and personal ven-
geance as well as liberation.114

Uno de los principales movimientos políticos fue el Maasina Ruru,


que reclamaba terminar con las injusticias y restablecer la costumbre local.

113 Keesing, 1992: 72.


114 Keesing, 1992: 72.

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Poder, resistencias y acomodaciones: enfoques diacrónicos 201

En dicho movimiento Maasina confluyeron elementos renovadores, como


la voluntad de terminar con disensiones internas y reclamar a las autorida-
des coloniales que se terminara con los abusos en las plantaciones, con los
impuestos y la pérdida de autonomía. En el centro de las demandas se
hallaba una cuestión que sigue viva hasta finales del siglo xx: la recodifi-
cación de la costumbre, el kastumu. La paradoja que se visualiza en este
proceso histórico es comparable a la de otros contextos, donde se genera
una idea de «cultura» como auto-representación y reacción.115 Tras la
imposición y adopción de formas sociales nuevas y el abandono de las
viejas, se inicia un interés (y casi una obsesión) por codificar y fijar esa
costumbre,116 en un sentido cercano a la idea apuntada por Favret-Saada
(1967) de «la tradición como un exceso de modernidad».
Keesing finaliza su trabajo desarrollando los debates teóricos sobre la
resistencia. En el caso kwaio, aquella no funcionaría necesariamente a par-
tir de una lógica de confrontación sino de compartimentación. Esto es, que
la visión local incorpora a los europeos, y los kwaio emulan o adoptan ele-
mentos simbólicos externos, como la bandera, ejercicios para-militares, o la
necesidad de transcribir una «ley».117 Los problemas analíticos son diversos
a la hora de situar el contexto de la resistencia: ¿qué es resistencia, qué moti-
vos la provocan? Quizás en su época la resistencia no era conceptualizada
tal cual, como sucede con visiones posteriores románticas. ¿Existen conti-
nuidades en la resistencia? Varios ejemplos se repiten, como la oposición a
pagar los impuestos, desde la perspectiva melanesia de la reciprocidad.118 Se
puede hablar también de herencias transgeneracionales de versiones del
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pasado que conducen a resistencias, como la imagen de las masacres de


1927 (en un modo comparable a lo que sucede con los recuerdos familiares
de la Guerra Civil española). Acudiendo al campo teórico, Keesing toma la
palabra a Scott y su reflexión sobre las formas cotidianas de resistencia, y
la existencia de una «subcultura subalterna» (fenómeno que Stoler no veía
por ningún lado en sus casos de Java y las domésticas). En realidad, el
debate parte del clásico de Marx sobre el 18 Brumario y la existencia de una

115 Sobre los kayapo, véase el trabajo de Turner (1991).


116 Keesing, 1992: 124.
117 Keesing, 1992: 200.
118 Keesing, 1992: 209.

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202 Sistemas coloniales de poder y dominación

conciencia para sí por parte de los dominados. La cuestión que plantea


Keesing, de un modo similar a Comaroff, Taussig u Ong es que en muchos
casos no siempre hay conciencia de la resistencia, cuando la protesta toma
otros idiomas, como el de la posesión por espíritus. Se trataría de lo que
Scott denomina hidden transcripts: como en los cultos cargo, donde los
actores no parecen ser conscientes de su motivación política.
A partir de ahí se plantea otro problema: ¿hay resistencia a los ojos del
observador o a los ojos del observado? Esto es, cuando la subyugación es
potente, ¿hasta qué punto es la acomodación una forma latente de resisten-
cia? Dicho de otro modo: si la pasividad es también resistencia, ¿qué es
entonces resistencia? Otra confusión proviene del alcance de la resistencia
en términos del universo humano concernido: cuando se habla de resisten-
cia colectiva, ¿se trata realmente de ello o de actuaciones «en nombre de un
colectivo», a modo de una ventriloquía grupal ejercida por actores movi-
dos por otras motivaciones particulares?
La tercera obra que presentamos es Being Colonized (2010) de Jan
Vansina. En ella, el autor belga reconstruye la historia de los kuba del
Congo a lo largo del siglo xx para narrar su propia vivencia del colonia-
lismo. El trabajo se reivindica como una llamada a tener en cuenta la
visión de los africanos, tantas veces olvidada. En ningún momento busca
Vansina que la experiencia kuba represente ni a todo el Congo y mucho
menos a un continente. El autor reclama la importancia del detalle, por
cercano a las gentes estudiadas. Para obtener esta visión de los propios
africanos, Vansina defiende el manejo de fuentes trianguladas. Al igual
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que Keesing con los kwaio, el gran valor de su obra consiste en haber
logrado una visión de conjunto tras su larga relación con la población
etnografiada. El propio Vansina expone los límites del método británico
en boga cuando inició su trabajo entre los kuba a principios de 1953. El
método de una estancia temporal basada en observación participante
resultaría insuficiente a los ojos de Vansina. En aquel tiempo también tuvo
la lucidez de incorporar a un grupo de jóvenes locales a los que formó para
que recogieran información sobre su propia sociedad, rescatando la memo-
ria (reminiscencias, en palabras de Vansina) de los ancianos, y deviniendo
en cierto modo unos etnógrafos improvisados. Años más tarde, esta com-
pilación sería usada por Vansina para completar su monografía. Estas ricas
fuentes se completan con sus notas de campo y los documentos obtenidos
a lo largo del tiempo, de fuentes coloniales, privadas, y de fondos fotográ-

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Poder, resistencias y acomodaciones: enfoques diacrónicos 203

ficos. Y si se trataba de incorporar la visión local, Vansina contaría, ade-


más de los citados fondos etnográficos, con documentos generados por el
propio reino kuba y la autobiografía de un personaje letrado, Georges
Kwete Mwana. Una de las fuentes más originales empleadas por Vansina
son las narrativas de los kuba sobre los sueños, que permiten reconstruir
los anhelos, las contradicciones y los cambios experimentados por la gente
corriente, cuando nuevos objetos o personajes entran en el mundo onírico.
Vansina traza la historia del reino kuba en el conjunto de la región y
presenta los cambios y dinámicas generados por el impacto colonial sobre la
población. En contra de las simplificaciones dominantes en las fuentes euro-
peas, la consideración de las reminiscencias y otros relatos locales permite
mostrar la historia del reino kuba en toda su complejidad, considerando su
estructura social, las luchas entre facciones y el papel de los reyes. Esto es, la
propia lógica interna política, como en el caso de la rivalidad entre líneas
sucesorias del rey Kwet a Mbembeky. Este encargó potentes sortilegios para
que otras líneas sufriesen la infertilidad y la muerte, y finalmente una de
estas líneas confeccionó otros anti-sortilegios. El acceso de esta rama al
poder por medio del rey Kwet a Pe fue interpretada como una victoria de
dicha magia. Estos aspectos simbólicos juegan un papel importante en las
interpretaciones locales del conflicto colonial a lo largo de los años.
Las primeras revueltas emergieron en torno al cambio de siglo en
algunos de los poblados donde los agentes estatales habían practicado sus
abusos.119 En el poblado de Olenga, los habitantes, para hacer frente a la
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miseria del momento, se adscribieron a un nuevo culto colectivo llamado


Tongatonga/Inkunia hacia 1904. El espíritu de revuelta de este culto se
expandió por otras zonas como una clara reacción frente a la explotación
colonial y las rebeliones armadas se sucedieron. Los mecanismos del culto
así lo indican: el Tongatonga solo funcionaba si se evitaba la sal europea y

119 El sistema es especial en la historia del colonialismo contemporáneo, puesto que


hasta que Bélgica no se hizo cargo oficialmente de la colonia, esta era literalmente una
propiedad privada del rey belga Leopoldo II, y frente a la ausencia de un Estado colonial,
los agentes del rey desempeñaban funciones económicas, militares y de captación de co-
misiones personales para su propio beneficio, que dieron lugar a documentados abusos.
Al respecto, véase Bruneteau, 2006: 34-36.

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204 Sistemas coloniales de poder y dominación

vestir textiles europeos.120 En el marco del debate sobre las tipologías de


resistencia Vansina insiste en que el movimiento Tongatonga no es un
movimiento nacionalista, porque no se trata de un movimiento en que
una élite difunde una revuelta para reclamar la independencia, y se acerca
más bien a una forma de «resistencia primaria» (Hobsbawm, 1974). Pero
la presión de la Compagnie du Kasai para la explotación del caucho y de
las misiones presbiterianas, que colaboraron en el proceso, avanzó y el
propio rey kuba terminó aceptando las masivas explotaciones de mano de
obra. Una muestra de la articulación entre lo externo y lo local fue la pre-
sión que la compañía ejerció para producir más caucho, cuando los precios
en el mercado mundial descendían. La obligación impuesta sobre la pobla-
ción kuba para trabajar la explotación del caucho provocó en muchos
casos que no se pudiese atender la plantación de alimentos básicos, y esta
escasez generó diversos conflictos entre poblaciones vecinas para la obten-
ción de comida.
Al igual que en las otras monografías analizadas, encontramos que
tras la represión de las revueltas armadas emergen otras formas de res-
puesta. Por ello a la hora de categorizar las reacciones de los colonizados y
subordinados a la dominación colonial, la definición restringida de «polí-
tica» puede resultar engañosa. Los movimientos religiosos y simbólicos
contienen dimensiones de protesta, revuelta o adaptación, y el caso kuba
no es una excepción. Sin duda es preciso poner en primer plano la visión
local del conflicto. Los kuba tomaron consciencia de que algo terrible
estaba sucediendo en su sociedad. Se había quebrado el poloo (paz, armo-
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nía social) y fenómenos como la reducción de la natalidad fueron atribui-


dos a la brujería y la envidia. La única vía para restablecer el orden social
era invocar cultos y prácticas que terminasen con el caos.121
Los kuba concebían un mundo habitado por ngesh (espíritus de la
naturaleza) que ofrecían la fertilidad o castigaban con enfermedades a
quienes no observaban sus prohibiciones. Los deseos de tales espíritus se

120 Vansina, 2010: 94. El fenómeno es muy parecido a otros casos de resistencia co-
lonial como en Marruecos. Una forma de protesta consistía en rechazar la compra o el uso
de productos europeos o procedentes de los españoles (Mateo Dieste, 2003a: 36-37). Esta
forma es la que algunos autores han denominado como «resistencia cultural».
121 Vansina, 2010: 244.

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Poder, resistencias y acomodaciones: enfoques diacrónicos 205

hacían visibles a través de los trances y los sueños de las sacerdotisas. El


sistema es similar al explicado por Evans-Pritchard entre los azande: la
existencia de brujería, sita en órganos corporales, y provocadora del mal;
la elaboración de sortilegios y magia para contrarrestar la brujería o pedir
deseos. A su muerte, los reyes podían devenir ngesh y provocar todo tipo
de desgracias. Las muertes durante las revueltas de 1923-1925 en Kam-
pungu y Misumba fueron atribuidas al anterior rey.
Según Vansina los efectos coloniales fueron más devastadores en las
zonas rurales, debido a la explotación económica del trabajo forzado en las
plantaciones, el trabajo en obras públicas y el pago de impuestos. En 1917
se obligó a los campesinos a plantar determinados tipos de productos,
como la palma o el algodón, bajo pena de cárcel. En los cuarenta se
fomentó el sistema de plantaciones porque aumentaba la productividad. Y
este tipo de obligaciones generaron algunas resistencias porque determina-
dos productos, como el algodón, agotaban el suelo.122 El colonialismo
generó también cambios en las formas de subsistencia: las pautas de tra-
bajo obligatorio, vinculadas a la obtención de salarios, se articulaban con
las formas de control social innovadoras, como los impuestos, y otras más
sutiles, como nuevas formas de consumo: estas requerían dinero (y trabajo
asalariado) e implicaban la introducción de productos externos, con la
consiguiente creación de nuevos gustos, nuevas necesidades de distinción
o imitación de la sociedad blanca.123 También la visión androcéntrica
europea topó abiertamente con el sistema de parentesco matrilineal, evi-
denciando las contradicciones del colonialismo. La retórica oficial afir-
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maba introducir la civilización y el desarrollo, aunque los efectos fueron


precisamente los contrarios: la introducción del subdesarrollo en materia
económica, con el hartazgo de los campesinos por tener que cultivar obli-
gatoriamente determinados productos y ser convocados a trabajos públicos
o reclutas militares forzadas. Y la ideología cristiana de los misioneros

122 Vansina, 2010: 219.


123 Vansina, 2010: 230. Sobre esta cuestión, Balandier también trabajó en profundi-
dad el impacto del colonialismo y la proletarización en la sociedad africana por medio de
la monetarización de la economía, la aparición del trabajo asalariado y la transformación
de las formas de producción, consumo o de lo que Balandier llama la «inversión socioló-
gica» (Balandier, 1971).

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206 Sistemas coloniales de poder y dominación

intentaría transformar el poder de las mujeres en la sociedad kuba.124 Las


palabras de Prosper Denolf, un misionero católico, son muy claras: «el
matriarcado es irreconciliable con los principios de una familia cristiana
porque el hombre es situado detrás de la mujer y a menudo debe residir en
la casa de ella o de su familia, y porque el padre no tiene autoridad sobre
sus propios hijos».125 El colonialismo perjudicó este balance de fuerzas
entre géneros. Las chicas no fueron escolarizadas como los chicos, y las
mujeres fueron excluidas del trato con las autoridades y de todo tipo de
cuestiones públicas.
Vansina reflexiona también sobre las categorías de la tradición y la
modernidad, usadas erróneamente no solo como una falsa contraposición
sino también como un falso proceso lineal: no se puede confundir la
adopción de objetos «modernos» (bicicletas, ropa, gramófonos…) con
la adopción de modos de vida. Estos últimos serían mucho más impac-
tantes y transformadores que los objetos en sí: nuevos ritmos temporales,
control por el reloj, nueva concepción del trabajo como forma de obten-
ción monetaria, nuevas concepciones de las obligaciones de parentesco…
El colonialismo marcó indefectiblemente la sociedad kuba. El segui-
miento detallado de un caso permite llegar al detalle, pero también per-
mite realizar generalizaciones sobre el impacto del colonialismo en la
sociedad congoleña en general.126 Al mismo tiempo es preciso remarcar
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124 La madre del rey detentaba honores y poder efectivo. Las mujeres kuba desempe-
ñaban labores comerciales, tenían control sobre sus finanzas, las ancianas ejercían como
tesoreras de los matrilinajes y ejercían notable influencia en las transacciones matrimo-
niales y en los juicios, con tribunales específicos para mujeres.
125 Vansina, 2010: 238.
126 En una conferencia pronunciada el 7 de marzo de 1950 en la Asociación de
Trabajadores Científicos de París, el antropólogo Michel Leiris avisaba que «cal, però,
reaccionar —i posar els estudiants en guardia— contra una tendencia molt freqüent
entre els etnògrafs, almenys pel que fa a França: la que consisteix a dedicar-se als pobles
que, relativament, es poden qualificar d’intactes, per gust d’un cert primitivisme o per-
què aquests pobles presenten en relació amb d’altres l’atractiu d’un major exotisme»
(1995: 50). Para comprender que las culturas «colonizadas» no son estáticas, sino diná-
micas, aseguraba que «una etnografía lliure de qualsevol esperit directament o indirec-
tament colonialista contribuiría probablement a assegurar per l’avenir un mínim de bon
enteniment entre la metrópoli i les seves antigues colònies, si més no en el pla de les re-
lacions culturals» (1995: 58).

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Poder, resistencias y acomodaciones: enfoques diacrónicos 207

que las experiencias del colonialismo variaron internamente, según el esta-


tus ocupado por la población, dada la existencia de una jerarquía local
bien remarcada. Pero esta jerarquía no permite concluir que del colonia-
lismo se derivase una historia de ganadores y perdedores ni la existencia de
dos bloques homogéneos.127 Los campesinos salieron abiertamente perju-
dicados por el sistema de trabajo forzado. Sin renunciar a criticar la acción
colonial, Vansina matiza que la dominación colonial se ejerció desde con-
tradicciones y cambios que favorecieron también a grupos locales y dieron
al traste con muchos proyectos fallidos de los colonizadores. El caso plan-
tea también el desafío de cómo explicar la consciencia que los locales
tenían del propio colonialismo. Según Vansina, esta fue muy limitada
durante la primera fase de la instalación, y fue solo a partir de los años
cincuenta, cuando aparecieron posturas alternativas entre grupos escolari-
zados o de las élites. Pero este debate sobre la consciencia no altera la
importancia de considerar la agencia como motor de la historia; y en este
caso, los kuba multiplicaron sus respuestas a la nueva situación, desde
antiguas formas culturales reconstituidas. Uno de los principales obstácu-
los para recomponer la situación colonial es la propia memoria presente y
posterior al colonialismo, que reinterpreta las experiencias, suavizando la
dominación o valorando sus efectos desde una situación postcolonial
catastrófica. Por ello Vansina nos presentará también el peso de otras for-
mas de interpretación de la situación colonial, utilizando la metodología
onírica. Elisabeth, por ejemplo, soñó que:
I received a gun from Maxi Schillings [the son of the administrator]. I went
with it to track a leopard that I had wounded earlier on. My reason for killing
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this animal was to be invested with the title of Cikl128 But when I came very
close to the beast I became afraid and in its evil way the leopard killed my
dog.129

127 Vansina, 2010: 327.


128 La chica está removiendo varias jerarquías de poder en su sueño, porque aspira a
entrar en el Cikl, el segundo título honorífico más importante, que además era solo ad-
quirido por hombres. La paradoja del anhelo es que la chica estaba adquiriendo nuevas
ideas de movilidad social por mérito individual, pero aplicadas a reproducir un orden je-
rárquico tradicional.
129 Vansina, 2010: 320.

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Capítulo 5
SISTEMAS DE CLASIFICACIÓN
Y EXCLUSIÓN SOCIAL

Oh, Adán, no te he asignado ningún lugar fijo, ni una


imagen particular ni un quehacer específico. Por propia
decisión y opción detendrás y ocuparás un lugar, tendrás una
imagen y desempeñarás aquellas tareas que tú desees. A los
otros seres les he prescrito una naturaleza gobernada por
ciertas leyes. Tú diseñarás tu naturaleza de acuerdo con la
libertad de la que te he dotado porque tú no estás sujeto a
ningún camino estrecho. Te he colocado en medio del
mundo para que mires alrededor tuyo con placer y contemples
lo que hay en él. No te he hecho ni celestial ni terrenal, ni
mortal ni inmortal. Tú mismo debes forjar la forma que
prefieres para ti, pues eres el árbitro de tu honor, el que lo
configurará y lo conservará. Podrás decidir degradarte hasta
llegar a ser como las bestias o podrás elevarte hasta las cosas
divinas (Pico della Mirándola, Discurso u oración sobre la dig-
nidad del hombre, 1463-1494).1

En un artículo de 1993, Verena Stolcke nos recordaba que si, como


apuntaba George W. Stocking (1983), el empeño intelectual de la antropo-
logía consistía en resolver el problema de la unidad humana en la diversi-
dad cultural, los inicios de la disciplina se situaban en el Renacimiento
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europeo. Con ello no sugería que otras diversidades culturales no hubieran


inquietado a los seres humanos en otros tiempos y en otros lugares del
planeta. Pero fue en el Renacimiento, y más concretamente tras la con-
quista de América, «cuando los europeos se posicionan intelectual y polí-
ticamente ante la abrumadora diversidad cultural de ese nuevo mundo de
una manera distinta y típicamente moderna».2
El humanismo renacentista se originó en Italia y se difundió hacia otros
países, constituyendo uno de los elementos definitorios de la modernidad

1 Citado en Stolcke, 1993a: 178.


2 Stolcke, 1993a: 177. En parecidos términos se expresan Hodgen (1964).

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210 Sistemas de clasificación y exclusión social

occidental.3 Cuando el Renacimiento redescubrió la erudición y el arte de las


lenguas clásicas, los horizontes de entendimiento se expandieron más allá de la
tradición judeo-cristiana. Los humanistas, como señala Stolcke, «exaltan
la dignidad del hombre y hacen de él la medida de todas las cosas».4 Conciben
una nueva noción activa del individuo, igual a sus semejantes y «libre de cual-
quier imposición natural o divina para forjar su propio destino».5 En suma, a
partir del siglo xv se difundió una idea universalista moderna del sujeto (mas-
culino) que defendía la libertad del hombre para proyectar su vida de modo
autónomo. Aunque el Discurso del humanista florentino Giovanni Pico della
Mirándola (1463-1494)6 atribuía la libertad del hombre a la bondad divina,
esa concepción del individuo autónomo ya planteaba, según Stolcke, la inquie-
tud intelectual que permitiría, años más tarde, la búsqueda de las leyes natu-
rales que explicaban la libertad del hombre de otro modo.
Sin embargo, la idea de libertad individual implicaba que el individuo
era responsable de sus actos y, sobre todo, de las diferencias que se perci-
bían en los «otros» culturalmente extraños por su diversidad. De ahí resul-
taba que la comprensión de aquella «novedad» no fuera tan solo un pro-
blema de recepción de realidades culturales ajenas, sino también un
problema de identidad.7 Esta es la paradoja o la ironía de la modernidad.

3 De acuerdo con David Theo Goldberg, «by modernity, I will mean throughout that
general period emerging from the sixteenth century in the historical formation of what only
relatively recently has come to be called “the West”» (1993: 3). Para Baudrillard (1990: 552),
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«la modernité n’est pas seulement la réalité des bouleversements techniques, scientifiques et
politiques depuis le xvie siècle, c’est aussi le jeu de signes, de moeurs et de culture qui traduit
ces changements de structure au niveau du rituel et de l’habitus social».
4 Stolcke, 1993a: 177.
5 Stolcke, 1993a: 177-178.
6 Pico della Mirándola, autor de novecientas tesis resumidas como introducción en
la famosa Oración acerca de la dignidad del hombre (1486), puso en un serio aprieto al
estamento eclesial. Pico decidió interpretar determinados dogmas cristianos a la luz de
una nueva perspectiva enriquecida de diversas fuentes. Inocencio VIII condenó trece
de las tesis como heréticas, obligando a su autor a refugiarse en Francia. Unos años más
tarde, Pico volvió a Florencia para completar su trabajo más importante, el Heptaplus,
donde interpretaba la doctrina cristiana a través de la Cábala, lo que irritó aún más a
Inocencio VIII. Fue en 1493 cuando Lorenzo de Médici persuadió a su sobrino, el papa
Alejandro VI, para que absolviese a Pico della Mirándola de la acusación de herejía.
7 Como señaló Horst Pietschmann (1990: 3), «la visión que se ha tenido del indio
en Europa a través de los tiempos fue siempre una réplica de la auto-comprensión del
europeo, frente a la cual se vio al indio como diferente de lo europeo y de lo que se enten-

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Marginados, herejes e impuros 211

Así, cuando los europeos iniciaron la conquista y colonización de otros


continentes, esa concepción moderna del individuo libre e igual a sus
semejantes contradecía la realidad de la dominación colonial, basada en la
dominación de los «otros» culturalmente diversos y su descalificación
moral y/o natural.8
No cabe duda de que la antropología nació como una reflexión
moderna sobre la diversidad cultural humana. En el siglo xvi numerosos
cronistas se mostraron incapaces de identificar, describir y clasificar lo
diverso de acuerdo con el esquema espiritual y político del Viejo Mundo.
Al principio se negará esta realidad múltiple para, posteriormente, tratar
de domesticarla y asimilarla. En este sentido, la expansión europea hacia
otros continentes favoreció la aparición de una sensibilidad antropológica
que adquirió un nuevo impulso con el colonialismo europeo del siglo xix.
Sabemos que durante la época medieval diversos grupos marginales fue-
ron clasificados, adoctrinados, vigilados, sometidos a trabajos forzados, a
exacciones económicas, a normativas que regulaban cualquier tipo de
comportamiento. Posteriormente, en un contexto globalizado, la «civiliza-
ción» europea fue inventando nuevas categorías raciales para infravalorar
a los otros «primitivos» a partir de criterios biológicos y culturales. Pero,
como advertía Talal Asad, la antropología no fue simplemente una disci-
plina al servicio de los poderes coloniales europeos, sino que dichos pode-
res, entendidos como discursos y prácticas, fueron más bien parte indiso-
luble de la realidad que los antropólogos buscaron entender.9
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5.1. Marginados, herejes e impuros


Uno de los ámbitos de estudio privilegiados por auténticos pioneros,
como Caro Baroja, Macfarlane o Ginzburg, ha sido el de los grupos exclui-

dió por cultura europea». El mito del hombre salvaje, de profundas raíces populares, se
expandió a partir del Renacimiento en los territorios de la cultura culta, convirtiéndose
en el espejo donde los europeos recuperaron su propia imagen (Bartra, 1996: 18).
8 Stolcke, 1993a: 179-180. Como señala Goldberg, «cuanto más universales son los
compromisos de la modernidad, tanto más abierta y determinada está por los semejantes
de la especificidad racial y la exclusividad racista» (Golberg, 1993: 4-5, citado en Stolcke,
2010: 330).
9 Asad, 1973; Asad, 1991: 315.

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212 Sistemas de clasificación y exclusión social

dos por el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, fundado en 1478


por los Reyes Católicos para preservar la fe cristiana en sus reinos. El tra-
bajo de estos autores es ilustrativo de cómo se puede proceder al estudio de
grupos marginados a partir de fuentes represoras y constructoras de la
propia marginalidad; de hecho, esta será una estrategia empleada para el
estudio de las sociedades coloniales o de la propia institución estatal.
Estos trabajos han hecho posible observar el proceso de elaboración
de la exclusión, con sus problemas y contradicciones. En este sentido las
instituciones dominantes generaron sistemas de clasificación social. Como
señaló Jean Pouillon, «classer, en effet, consiste à opérer à la fois des
regroupements et des distinctions, autrement dit à introduire des différen-
ces et des relations au sein d’une totalité confuse qui, autrement, resterait
immaîtrisable parce que rien n’y serait discernable».10 Esta perspectiva de
análisis resulta inspiradora puesto que ha permitido establecer compara-
ciones entre diferentes períodos, y contrastar la existencia de diferentes
criterios de exclusión y legitimación de la misma, ya sea desde cosmovisio-
nes teológicas dominantes, o bien desde las nuevas cosmovisiones científi-
cas que generarán nuevas categorías como «raza»,11 con sus variedades y
paradojas, hasta su progresiva sustitución por otras como «etnia» o los
modernos fundamentalismos identitarios.12
Los estudios de antropología histórica aquí presentados muestran el
valor de un ejercicio denso de análisis de esos sistemas de clasificación en
cambio y transformación.
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Uno de los trabajos que se hicieron más populares en la década de los


setenta fue el de Le Roy Ladurie sobre la persecución cátara y su monogra-

10 Según Pouillon (1998: 20), no son las diferencias «naturales» las que fomentan las
desigualdades, sino que son las políticas discriminadoras las que inventan esas mismas
diferencias para justificar esas voluntades descalificadoras hegemónicas.
11 A pesar de haberse demostrado que las «razas» no existen, su uso abusivo nos
obliga a entrecomillarlo, dejando claro que se trata de un concepto generalizado y no de
un objeto, en tanto que entidad biológica, que, evidentemente, no tiene sentido.
12 Mientras que el racismo justificaba la exclusión de los «otros inferiores» apelando
a criterios biológicos (sangre, raza), el fundamentalismo cultural lo hace apelando a crite-
rios culturales: «a cultural other, the immigrant as foreigner, alien, and as such a potential
enemy who threatens our national-cum-cultural uniqueness and integrity, is constructed
out of a trait which is shared by the “self ”» (Stolcke, 1995: 7-8).

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Marginados, herejes e impuros 213

fía consagrada al pueblo occitano de Montaillou. En ella reconstruyó la


vida de su población a modo de una etnografía clásica, a partir de los
materiales inquisitoriales recogidos por Jacques Fournier, futuro papa de
Aviñón entre 1318 y 1325, con 578 interrogatorios, 98 casos analizados y
114 acusados (48 mujeres), mayoritariamente gente humilde. Los materia-
les del tribunal de Pamiers reabrían los interrogatorios ya desarrollados por
el dominico fray Bernard Gui sobre la población de Montaillou. La docu-
mentación de aquellos procesos que ha sobrevivido al tiempo fue usada
por Le Roy Ladurie para reconstruir diversos aspectos de la vida cotidiana:
la ecología de una sociedad pastoril trashumante por la zona de los Pirineos,
y su dinámica social, en materia de autoridad y relaciones; pero el trabajo
sobre todo presentaba un estudio de la cosmovisión local, de sus nociones
del tiempo y el espacio, de los ritos de infancia, matrimonio y muerte, su
visión del destino, la magia o la salvación y sus prácticas religiosas.
En este caso, el manejo de la documentación inquisitorial permitió
reconstruir, por un lado, el proceso de denuncia, arresto, violencia (física,
como la tortura, o simbólica, como la amenaza de excomunión) y castigo
sobre los acusados (ejecuciones, encarcelaciones y estigmatización por
medio de cruces amarillas cosidas en la ropa), y, por otro, conjeturar sobre
aspectos de su vida cotidiana. De hecho, este ejercicio es ahora posible en
parte por el deseo (¿ansiedad en términos de Stoler?) de Fournier de saber
lo que pensaban e imponer su visión de la realidad. Pero el proceso de
búsqueda e imposición de la verdad pasaba por un ejercicio lingüístico que
es preciso destacar, y que concierne también al ejercicio de traducción
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antropológica y a un problema epistemológico sobre la producción del


conocimiento usado como fuente. Los acusados hacían sus declaraciones
en occitano o en gascón, y los escribas de la minuta las traducían al latín,
casi de manera simultánea o a posteriori. Y durante la lectura de las decla-
raciones a los acusados, el texto en latín fue retraducido de nuevo a las
lenguas locales, generando numerosas confusiones.
El detalle cotidiano aparecía con los modos de vestir, dormir, comer
o expresar las emociones; brotaban descripciones de la homosexualidad
practicada entre maestros, eclesiásticos y discípulos y otras prácticas sexua-
les del clero (circunstancia que podría explicar el inusitado éxito que
obtuvo este libro a nivel internacional y entre un público no académico).
Este enfoque en la obra de Le Roy Ladurie mostraba la influencia progre-

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214 Sistemas de clasificación y exclusión social

siva de la antropología sobre el historiador, y el paso de la economía polí-


tica en su obra anterior (Les paysans du Languedoc, 1966) al uso de catego-
rías de descripción etnográfica:
los historiadores se dieron cuenta de que lo económico no domina en todos
los tiempos y lugares, como es el caso, indiscutiblemente, en las sociedades
capitalistas contemporáneas, y que los conceptos y las categorías de la econo-
mía política moderna no son aplicables, sin anacronismo, a realidades aleja-
das, en el tiempo y en el espacio, de los centros nerviosos del capitalismo
occidental. […] Los éxitos —brillantes o ruidosos— de la antropología plan-
teaban preguntas nuevas a la historia, ofrecían modelos de interpretación,
abrían caminos imprevistos.13

Historia y antropología permitían entrecruzar reflexiones para el


estudio tanto del pasado como de la diversidad cultural:
En el caso de sociedades más lejanas, el paso a la antropología exige sin
duda revisiones más desgarradoras, puesto que las categorías de la sociología
occidental, como burguesía o clase, son en ese caso tan impropias como las de
la economía liberal. De allí una búsqueda más inquieta de instrumentos
de análisis específicos y un recurso más sistemático a las técnicas de la etno-
logía, tanto en la recolección como en la lectura de la información.14

Así, en su capítulo sobre «Matrimonio y amor», Le Roy Ladurie recu-


peró la teoría de Lévi-Strauss sobre el intercambio matrimonial para pre-
sentar los casos de Montaillou, como el de la viuda Raymonde d’Argelliers,
que es desposada tras negociaciones grupales; o el trabajo de Pierre Bour-
dieu sobre el Béarn para referir las limitadas elecciones de partner y, de este
modo, poner en cuestión la noción de matrimonio por amor. Este rico
retrato de la herejía albigense, reprimida duramente por la Inquisición,
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generó interesantes debates sobre el uso de las fuentes inquisitoriales, pri-


mero con la crítica de Renato Rosaldo (1986) al «antropólogo como inqui-
sidor», y después con la defensa indirecta por parte de Ginzburg (1989) del
«inquisidor como antropólogo».
El estudio de las formas de exclusión en época medieval encontró un
fresco aire transdisciplinar con el historiador David Nirenberg, quien leyó

13 Valensi y Wachtel, 1976: 136. Véase también en este sentido, la crítica de Pierre
Clastres a la antropología marxista de Meillassoux o Godelier (Clastres, 1980, cap. 10,
«Los marxistas y su antropología»).
14 Valensi y Wachtel, 1976: 137.

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Marginados, herejes e impuros 215

los materiales a partir del peso de factores simbólicos, de sexualidad y


matrimonio en Comunidades de violencia. La persecución de las minorías en
la Edad Media (1996).
En los precedentes de este tipo de análisis nos cruzamos de nuevo con
la obra de Caro Baroja sobre moriscos y judíos. Para Caro la exclusión de
colectivos como el morisco o el judío era situacional y contextual. Los
contextos van variando, y se aprecian diversos esquemas que se repiten en
esta exclusión a pesar de los cambios, en la línea de otros autores que pos-
teriormente elaborarán teorías sobre la persistencia.15 Los ritos excluidos a
lo largo de la historia tenían unas estructuras dadas que existen en relación
con una especie de «contra-estructura»: «una vez con el crédulo pagano del
mundo romano imperial, otra con el inquisidor, otra con el parapsicólogo».16
En estas relaciones de poder, de conflicto, Caro Baroja no pensaba en la
dinámica social de manera maniquea, a pesar de distinguir entre domina-
dores y dominados. La Inquisición fue una institución de represión, pero
en ella hubo juzgadores «justos», o también fue manipulada por persona-
jes, como algunos conversos que la usaron para sobrevivir y fomentar riva-
lidades. Este ejercicio de desnudar las entrañas del poder resultaba cierta-
mente sugerente, y quedaban exhibidas sobre todo en el libro El señor
inquisidor y otras vidas por oficio, al mostrar la biografía y humanidad (en
sentido amplio) de los inquisidores, que actuaban por motivos personales,
por protocolos y ceremoniales diversos.
En este contexto Caro observó los mecanismos de poder ejercidos
contra las minorías, pero también intentó mostrar cómo reaccionaban los
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implicados a estas medidas y cómo se percibían a sí mismos en esa situa-


ción.17 Se trata de aquello que años después remarcará la antropología de
la agencia y, más tarde, la antropología de la subjetividad o la subalterni-
dad. En su clásico libro Los moriscos del reino de Granada (1957), Caro
narró el levantamiento morisco iniciado en Las Alpujarras (1568-1571) y
extendido a otros puntos de la zona. La revuelta desató un conflicto
armado que también generó el acoso a las instituciones cristianas y a su

15 Nisbet, 1979.
16 Caro Baroja, De la superstición al ateísmo, cita seleccionada por Castilla, 2002:
140.
17 Castilla, 2002: 144.

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216 Sistemas de clasificación y exclusión social

clero, hasta la derrota definitiva de los moriscos y la posterior expulsión


decretada por el rey. En dicho texto, Caro llevó a cabo una historia social
de los moriscos, en parte a la luz de las propuestas de Evans-Pritchard
sobre el giro que debía tomar la antropología para no olvidarse de la histo-
ria y el cambio. De este modo, la monografía se construyó en forma de
etnografía clásica, presentando la historia de este colectivo en su constitu-
ción particular a lo largo del siglo xvi, desde las conversiones forzadas de
todos los musulmanes de Aragón y Valencia (1525) hasta la expulsión defi-
nitiva de los moriscos con los decretos dictados por Felipe III entre 1609 y
1613. Para ello se presentaban los campos clásicos etnográficos, descri-
biendo el contexto material de Granada, la estructura social, el papel de
los linajes y las variantes grupales internas, marcadas por factores étni-
cos.18 Le seguía un análisis de las diferencias entre condiciones profesiona-
les urbanas y rurales, y finalmente un estudio de los factores culturales,
centrados en la definición de un islam particular, aunque aquí las investi-
gaciones se encontraban en estado embrionario y apuntaba la necesidad de
explorar los archivos inquisitoriales, tal y como hará la literatura poste-
rior.19 Last but not least, Caro se centró en presentar el contexto y las causas
de la rebelión, su desarrollo y las consecuencias derivadas de la represión,
expulsión y diáspora de los moriscos por el Mediterráneo.
Años más tarde, Caro Baroja emprendería la reconstrucción de la tra-
yectoria de los judíos en España.20 El trabajo sobre los judíos ha sido
repensado por García-Arenal a la luz de los problemas de la «construcción
del converso».21 En este sentido, García-Arenal sugiere que Caro preparó
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aquella obra desde un examen de consciencia, impresionado por los efec-


tos de la Segunda Guerra Mundial, pero entrando en un juego peligroso,
al igual que otros historiadores que se debatían sobre si «lo judío» se excluía
o incluía en «lo español».22 Caro habría caído en el error que años más

18 Caro usa étnico y racial de manera intercambiada en su argumentario.


19 García-Arenal, 1978.
20 Caro Baroja, 1962.
21 García-Arenal, 2013: 10-12.
22 El libro de Maite Ojeda, resultado de su tesis doctoral, arranca de las conclusiones
de Haim Avni (1972) al postular que lo realmente significativo no fue que Franco protegie-
ra a los «judíos españoles» (sefardíes nacionalizados), sino que les privó de sus derechos de
ciudadanía. Para entender esta ambivalencia la autora rechaza la concepción monolítica,

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Marginados, herejes e impuros 217

tarde él mismo reconsidera, como es la pretensión de que existe un «carác-


ter nacional» o relativo a un pueblo (El mito del carácter nacional, 1970).
Estas observaciones nos muestran las dificultades epistemológicas, cuando
no conceptuales, que arrastra todo estudio del pasado y el manejo de con-
ceptos analíticos cargados de connotaciones políticas.
Existen respuestas inspiradoras para estos problemas metodológicos,
como las ofrecidas por Carlo Ginzburg en su clásico El queso y los gusanos.
Merece la pena detenerse en este libro para reflexionar sobre las posibilida-
des de una vía atrevida de estudio, al defender la posibilidad de acceder al
mundo subalterno, y a cómo este era producido. ¿Podemos conocer la cul-
tura dominada a partir de la cultura dominante, y de las fuentes de la
cultura dominante? Debido al predominio de fuentes elaboradas desde
esta última, las informaciones sobre la cultura dominada se hallan defor-
madas y filtradas; pero ¿significa ello que debamos desistir de intentar leer
el material histórico? Si no es posible estudiar directamente la cultura
dominada, quizás se pueda estudiar la cultura que se ha impuesto a la
cultura dominada. Para Ginzburg, el sesgo provocado por el uso de fuen-
tes intermedias (esto es, que no sean la expresión directa del grupo social
analizado) no invalida el uso de este tipo de fuentes no del todo objetivas:
Una crónica hostil puede aportarnos valiosos testimonios sobre com-
portamientos de una comunidad rural en rebeldía.23

Sobre el problema de la representatividad, el autor expuso que extra-


polar las coordenadas mentales de toda una época a partir de un individuo
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podía resultar una inferencia inadecuada, como sería el caso de obras tan
meritorias como el trabajo de L. Febvre sobre Rabelais y el ateísmo del
siglo xvi. En el estudio aquí analizado sobre el molinero Menocchio,
Ginzburg prefiere hablar de «cultura popular» en lugar de «mentalidad»,
pero el término tampoco le satisface: lo importante es entender la existen-
cia de visiones distintas entre clases sociales.

ahistórica y acontextual del antisemitismo. Reivindica la construcción relacional, fluida y


cambiante de las categorías socio-políticas de «judío» y «sefardí» en la España contemporá-
nea y sus consecuencias jurídico-políticas desde una perspectiva histórico-antropológica
(Ojeda Mata, 2012).
23 Ginzburg, 1994: 14.

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218 Sistemas de clasificación y exclusión social

El objeto central del estudio es Domenico, nacido en 1532 en Monte-


reale en la región de Friuli, y acusado en 1583 por el Santo Oficio por
difundir ideas heréticas. El proceso transcrito nos permite reconstruir
muchísimos detalles del evento: quiénes le denuncian y quiénes muestran
una actitud más o menos neutra. El párroco de su pueblo estaba al frente
de la denuncia, puesto que chocaba frontalmente con él. Menocchio venía
discutiendo la autoridad de la Iglesia y la legitimidad de sus representan-
tes; y, sobre todo, explicaba en público una versión del cristianismo, mez-
clada con elementos naturalistas y particulares que provocaron la previsi-
ble reacción del Santo Oficio. Ginzburg resume la peculiar cosmovisión y
cosmogénesis ofrecida por el molinero: el universo se generó con los ele-
mentos naturales básicos (aire, tierra, fuego, agua) y de ellos se formó una
masa, «como se hace el queso con la leche y en él se forman gusanos, y
estos fueron los ángeles; y la santísima trinidad quiso que aquello fuese
Dios y los ángeles; y entre aquel número de ángeles también estaba Dios
creado también él de aquella masa y al mismo tiempo, y fue hecho señor
con cuatro capitanes, Luzbel, Miguel, Gabriel y Rafael».24
Ginzburg acompaña el relato del proceso con incursiones en el con-
texto social del momento; en especial, presenta una sociedad en conflicto
con facciones de nobles, y un sistema de explotación basado en la influen-
cia eclesiástica. No es de extrañar que Menocchio, que se auto-clasificaba
como miembro de los dominados, denuncie un sistema que considera
opresor y deslegitime a su institución eclesiástica, tildando a los sacramen-
tos de mercancía. Llegados a este punto, Ginzburg inicia un apasionante
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viaje de investigación densa, para determinar si Menocchio tomó sus ideas


de movimientos de la época, si participó en algún grupo o si, simplemente,
se inspiró de ideas que circulaban por la zona, se las apropió y realizó su
particular síntesis para criticar el ritual eclesiástico y defender un cristia-
nismo más igualitario. Nos propone, así, un detectivesco juego de hipóte-
sis para discernir qué influencias pudo recibir a partir de las frases dichas
en el proceso. El uso que Menocchio hace del término luterano es todo un
desafío al empleo de conceptos en términos de la dicotomía antropológica
emic-etic: el molinero elaboraba su propia versión de «lo luterano» (como

24 Ginzburg, 1994: 34.

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Marginados, herejes e impuros 219

una especie de entramado de ideas críticas), que no coincidía necesaria-


mente con la definición dada por el propio luteranismo o por definiciones
canónicas de otros autores. En cambio, Ginzburg apuesta por otra explica-
ción a la hora de entender las motivaciones del molinero: la existencia entre
el campesinado de un sustrato de ideas más o menos reproducido oral-
mente, de tipo «pagano», que ya existía antes de la Reforma, y que en
determinados momentos deviene un esquema de referencia para expresio-
nes radicales críticas del orden social.
Por su parte, los inquisidores parecían querer encontrar una «raciona-
lidad» en su discurso. Quieren identificar qué heterodoxia le ha inspirado,
qué compañeros le han alentado. Por ello se encuentran contrariados
frente a la respuesta del molinero al argüir que sus ideas las ha elaborado
por su cuenta. Ginzburg analiza la lista de principales lecturas que Menoc-
chio afirma haber leído. No resulta fácil establecer un vínculo entre sus
ideas y el contenido de los libros. En unos casos hay claras coincidencias,
pero en muchos otros hay una extraña conexión entre lecturas e interpre-
tación del molinero. Este hecho en realidad nos estaría indicando que es
un error trasplantar los contenidos de un texto a los contenidos mentales
de quien lo interpreta y lee: el molinero se inspira en ideas propias o de
otros, pero en cualquier caso, en pensamientos seleccionados que luego
adapta a su propio esquema general de interpretación: evangelios apócri-
fos, críticas a la imagen de Cristo como Dios, a partir de las dudas sobre la
virginidad de María. Y libros de viajes, como el Travels (1371) de Sir John
of Mandeville (ca. 1300-1372), que con sus fantasías sobre los pigmeos
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habrían acrecentado las dudas relativistas de Menocchio. Hay un pasaje


crucial en que Menocchio deduce que el alma también muere con el
cuerpo. A partir de sus lecturas de Mandeville sobre los antropófagos,
el molinero piensa que no puede ser que exista un más allá, porque hay
otras sociedades que no comparten esta creencia: «de allí saqué esta opi-
nión mía de que muerto el cuerpo muere también el alma, ya que hay
tantas y distintas suertes de naciones que creen de una manera y de otra».25
El estudio de los interrogatorios permite acotar los procesos de racio-
nalización de los inquisidores. Estos exigen al molinero que justifique todo

25 Ginzburg, 1994: 85.

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220 Sistemas de clasificación y exclusión social

un sistema de pensamiento teológico complejo, y que le dé coherencia,


sobre si Dios es anterior al caos o posterior al mismo. La preocupación del
inquisidor se centra en descifrar si para Menocchio existe otro ser o enti-
dad superior o con mayor poder que Dios: de ahí su interrogatorio sobre el
papel de los ángeles (sobre si son ejecutores o corresponsables). Estos pasa-
jes vaticinan la posterior reflexión de Ginzburg al definir al «inquisidor
como antropólogo», en respuesta irónica al texto de Rosaldo que criticaba
a aquellos antropólogos que actúan como inquisidores. En este frontón de
preguntas y respuestas, los inquisidores terminan por obsesionarse con el
caso para intentar discernir la base de los pensamientos de Menocchio.
Pero fracasan en su intento, puesto que las referencias son muy diversas, y
tampoco guardan la coherencia interna que suponen los inquisidores.
Las preguntas y respuestas sobre el cuerpo, el alma, el espíritu, el
paraíso, lo que sigue a la muerte, reflejan la distancia entre unos y otros.
Los inquisidores están desorientados por unas ideas que deben encajar en
la ortodoxia, y que expulsan como herejía sin tener muy clara su proceden-
cia: pero en juego está una idea de Dios, y sobre todo, la legitimidad de la
Iglesia, que es puesta en evidencia continuamente por el molinero. El
orden social está en juego. En la sentencia se podrá observar el ensaña-
miento especial de los inquisidores; la sentencia es el triple de lo habitual;
el desafío del molinero a la ontología hegemónica es intolerable y conti-
nuamente estigmatizada, como desacato a la Iglesia, a Dios y a Jesucristo.
En una primera sentencia se le condena a cadena perpetua y a llevar un
hábito con una cruz, además de otras penitencias. Tras ser liberado y reci-
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bir posteriores denuncias, la Inquisición le vuelve a reclamar en 1599. En


el nuevo auto de fe, Menocchio expone otra vez su visión naturalista: no
hay distinción entre creador y mundo creado, Dios es todo. Y puesto que
Dios era todo, se entendía que todas las creencias entraban bajo su halo
(herejes o turcos). Y en cierto modo, estaba justificando su propia postura,
a pesar de lo que dijesen sus interrogadores. La retórica de Menocchio era
ciertamente moderna, y presentaba un relativismo universalista: todos
somos iguales a pesar de las diferencias.
Las persecuciones contra herejes y relapsos se sucedieron por todo el
continente, y la producción de herejías se revela como un mecanismo de
conocimiento y poder. La enorme masa de producción de estas persecucio-
nes es comparable a la enorme masa de documentos generada por fenóme-

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Marginados, herejes e impuros 221

nos como el colonialismo y que ahora nos permiten reconstruir las socie-
dades del pasado. La propuesta que Ginzburg y tantos autores posteriores26
plantean consiste no solo en visitar esos documentos sino en volver a inter-
pretar unas fuentes que parecían agotadas, pero que merecen relecturas
desde nuevos interrogantes. Un ejemplo de las posibilidades de interrogar
a las fuentes históricas desde el ojo de un antropólogo lo hallamos en el
trabajo de Enric Porqueres sobre los chuetas de Mallorca y, en particular,
sobre los mecanismos de creación y reproducción de grupos sociales. En
este caso, vamos a ver el modo en que factores endógenos a los grupos
interactúan con los procesos externos de exclusión y estigmatización
social. La construcción de fronteras entre grupos no se articula única-
mente con la formulación de políticas de conversión forzosa y persecucio-
nes, sino que existen también múltiples mecanismos simbólicos que esta-
blecen poderosos sistemas de pensamiento indiscutidos, como las nociones
de pureza e impureza que darán lugar a los estatutos de limpieza de san-
gre.27 O mecanismos de parentesco y matrimonio ligados en parte a estas
nociones simbólicas, que conformarán la dinámica de construcción de los
propios grupos. La cuestión de la alianza como constructora, reproductora
y transformadora de grupos cuenta con otras monografías de referencia,
en diferentes contextos históricos y geográficos.28
Precisamente el trabajo de Enric Porqueres (2001) sintetiza todas estas
complejidades en torno a un caso histórico como el de los chuetas de
Mallorca, judíos forzados a la conversión desde 1391. Porqueres realizó una
etnografía de los chuetas a partir de los materiales documentales disponibles
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entre 1435 y 1750, dándole una rica lectura desde las teorías antropológicas
de la alianza y las exclusiones simbólicas. El libro contiene un sugerente
ejercicio comparativo de colectivos que han sido excluidos a partir de los
elementos antes mencionados, como los cagotes, los vaqueiros de alzada,
los moriscos y los gitanos. En su estudio sobre los chuetas, el autor muestra

26 García-Arenal y Pereda, 2012.


27 Sicroff, 1979; Lira Montt, 1995: 33-34. Más recientemente, véase Hernández
Franco, 2011.
28 Como ejemplos de gran interés metodológico, véase Sabean (1990), sobre las pau-
tas matrimoniales de las élites industriales alemanas; Ferchiou (1992), sobre el estudio de
las élites tunecinas a lo largo del tiempo; o MacDonogh (1988), sobre las grandes familias
de Barcelona.

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222 Sistemas de clasificación y exclusión social

la importancia de construir interrogantes fundamentados para leer las fuen-


tes de un modo especial; en este caso, partiendo de las teorías sobre la repro-
ducción de los grupos y las estrategias matrimoniales, planteadas desde el
estructuralismo levi-straussiano al desafío planteado por Bourdieu (1988).
Pero Porqueres añade una serie de cuestiones que correlacionan alianza y
estructura social, para plantear una original pregunta que se puede aplicar a
otros estudios históricos de caso: «¿los chuetas se casan entre ellos porque son
chuetas, o son chuetas porque se casan entre ellos?». La identidad no es aquí
un motor primordialista del comportamiento, sino que aquella es un efecto
de estrategias de alianza, ciertamente conformadas por límites políticos muy
claros, respuestas a una presión y represión religiosa que se fundamentaba en
criterios de pureza que definían a la persona.
El principal soporte analítico de Porqueres procede de los autos de fe
de la Santa Inquisición, que le permiten realizar diversos ejercicios sobre
este grupo que era conocido localmente como «la gente de la Calle» (carrer
del Sagell), en referencia a una concentración de la residencia (aunque no
todos vivían en esa calle): patronímicos de los conversos al cristianismo, y
sobre todo las pautas de matrimonio, que permiten indicar, no sin dificul-
tades, el grado de endogamia y exogamia. El principal corpus de docu-
mentos matrimoniales que analiza Porqueres se encuadra entre 1565 y
1600, con 365 matrimonios, de los cuales una cuarta parte se realiza con
alguien de fuera del grupo.
Sin embargo, es preciso remarcar que no es nada fácil encontrar una
«identidad» basada en la religión, los hábitos alimentarios, la residencia o
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los nombres, ya que los patronímicos adquiridos tras las conversiones tam-
poco son exclusivos de ellos.29 Pese a esta falta de identificadores o marca-
dores culturales, los documentos inquisitoriales o notariales les clasifican
como diferentes y recibirán las trágicas consecuencias de esta persecución
en diversos autos de fe (1679 y 1691). Para Porqueres, en realidad, el verda-
dero elemento que explica la existencia del grupo será la dimensión matri-
monial como motor de reproducción.30 Aquí se encuentra el elemento
clave presentado por el autor:

29 Porqueres, 2001: 59.


30 Porqueres, 2001: 60.

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Marginados, herejes e impuros 223

No és partint de la identitat ètnica dels xuetes que podem explicar la


seva endogàmia, és a l’inrevés que ho hem de fer: és a partir de la seva endo-
gàmia que podem abordar de manera satisfaent el problema de la identitat de
la gent del Carrer. Així, doncs, baldament es pugui pensar que els xuetes es
casen entre ells perquè comparteixen una ascendència comuna com a descen-
dents dels jueus de Mallorca, creim que els termes poden ser convenientment
invertits: no és perquè la gent del Carrer sigui descendents de jueus que es
casen entre ells; «són» descendents de jueus perquè es casen entre ells.31

La identidad no es una mera reproducción, sino que es una adquisi-


ción, como el producto de un proceso. Y en este proceso pesa más la
alianza que la filiación. Los datos de los chuetas son analizados desde una
crítica a las estrategias matrimoniales que Bourdieu hizo en el Béarn, y
otros autores de la historia de la familia en Europa que hacen hincapié en
la reproducción del sistema social, a los que Porqueres contrapone un
modelo que se centra en la creación y recreación social; que se quiere librar
del reduccionismo económico en los estudios sobre las estrategias matri-
moniales, o de cierto determinismo de la idea de Bourdieu de habitus,
entendiendo que el actor social como jugador no podía nunca cambiar las
reglas del juego.
En su análisis de los matrimonios y las genealogías Porqueres propone
partir del análisis de las consecuencias sociales de los matrimonios, más
que de sus causas.32 Desde una teoría de connotaciones weberianas, el
autor no reniega del estudio de las intenciones, hecho que juzga suma-
mente complejo a partir de los documentos, sino que insiste en que dichas
intenciones no coinciden necesariamente con las consecuencias desenca-
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denadas, de acuerdo con la idea de los efectos no deseados:


en tant que persones, eren evidentment éssers intencionals, en aquest treball
no propugnam que la redefinició del grup del Sagell sigui l’efecte de les inten-
cions dels protagonistes dels diversos matrimonis que analitzam.33

Efectivamente, el contexto de las intenciones es claramente confor-


mador de sus consecuencias:

31 Porqueres, 2001: 60.


32 Porqueres, 2001: 66.
33 Porqueres, 2001: 69.

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224 Sistemas de clasificación y exclusión social

Un casament mixt al segle xvi no té les mateixes conseqüències que al


segle xvii. Si en el primer cas, pot significar per al descendent de jueus i els seus
fills una passa cap a la integració en la societat dels cristians de natura, en el
segon, pot significar, simplemente la «contaminació» del cònjuge cristià.34

De acuerdo con estas lógicas, la identidad religiosa tampoco es nece-


sariamente el efecto de una transferencia sino que es el efecto de las alian-
zas matrimoniales. Analizando a partir de matrices estadísticas las prácti-
cas matrimoniales, se observa que existen pautas endogámicas de
patronímicos, también correlacionadas con factores de clase, ya que los
linajes más ricos se casan casi siempre entre sí.35 Pero ello no significa que
no existiesen cambios de clase o patronímicos. En cuanto a la endogamia
de parentesco, Porqueres observa también que los datos se pueden leer
desde diversas interpretaciones: esta endogamia no se puede ver solo como
marcada por la pertenencia o línea genealógica, sino partiendo del hecho
de que la gente se emparenta porque se producen matrimonios. Este sería
el caso de los matrimonios sucesivos, los re-encadenamientos de alianzas
entre estirpes o linajes, que son muy frecuentes en los chuetas.36
Esta práctica quedaría registrada en las dispensas matrimoniales, un
interesante recurso documental usado por otros antropólogos del paren-
tesco, como Joan Bestard, que le permitieron reconstruir la historia de la
familia en Formentera más allá de la memoria genealógica oral. Bestard
halló abundantes casos de endogamia en la isla a partir de «papeles»
guardados por algunas familias, como las dispensas matrimoniales.37
Para una sociedad campesina y tradicional como la balear, la continui-
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dad de la casa como elemento estructural del sistema de parentesco


giraba en torno a los dos principios de su reproducción social: la descen-
dencia y la alianza. Los matrimonios consanguíneos definidos por el
derecho canónico formaban parte de sus estrategias matrimoniales.38

34 Porqueres, 2001: 69.


35 Porqueres, 2001: 129.
36 Porqueres, 2001: 143. Este tipo de matrimonios re-encadenados fueron igual-
mente importantes en el caso tunecino analizado en Hasab wa nasab, y mucho más signi-
ficativos que el llamado matrimonio árabe entre primos paralelos patrilineales (Ferchiou,
1992).
37 Bestard, 1986: 142.
38 Bestard, 1986: 10-11.

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Marginados, herejes e impuros 225

Efectivamente, entre 1872 y 1888, dichos enlaces suponían casi la mitad


de los matrimonios existentes.
En el caso de los matrimonios estudiados a finales del xvi por Por-
queres, trescientos setenta y ocho de los mil matrimonios celebrados
habían requerido la obtención de dispensa; y aún habría que añadir otros
encadenamientos en grados más alejados. Un indicador de estas endoga-
mias es el desprecio que existía por los matrimonios mixtos, también entre
los chuetas, como aparece en declaraciones a la Inquisición en 1673, donde
se dice que los chuetas denominan «mal mezclados» a los que esposan
cristianos viejos y llaman «poma presech» a sus descendientes.39 Un ejem-
plo del modelo propuesto por Porqueres sobre el carácter de recreación de
estas dinámicas es que ante la hostilidad recibida, los «manzana-melocoto-
nes» terminan casándose a su vez entre sí. Y estas alianzas están de nuevo
afectadas por factores políticos. Tras los actos de fe de 1691 los matrimo-
nios mixtos dejan de practicarse, especialmente por parte de las clases más
acomodadas del grupo de cristianos.
Las nociones del cuerpo y los criterios de exclusión de los chuetas,
como en otros escenarios, han generado debates sobre el cronocentrismo
de los conceptos a utilizar. ¿Qué significado tenían estas palabras en su
época? En la acusación contra Úrsula Forteza, el inquisidor escribe:
«mayormente siendo por todas sus naturalezas de sangre infecta, y descen-
diente de conversos judíos».40 La idea se mantuvo en la cultura oral, como
en canciones populares que hablan de la sangre chueta como sucia, y en
otras que presentan atributos físicos externos para la identificación, o el
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recurso a la animalización (con cola, se les llamaba «rabuts»).


En su parte final, el estudio completa una sugerente comparativa entre
los chuetas y otros colectivos que han sido marginados por razones pareci-
das, y donde el motor de la endogamia ha articulado la producción, segrega-
ción y redefinición del grupo; pero dicha endogamia por exclusión se apo-
yaba también en retóricas simbólicas, en nociones indiscutidas sobre todo
del cuerpo, o que utilizan al cuerpo como metáfora de las diferencias: atri-
butos corporales de impureza, de infección, donde la sangre desempeñó un

39 Porqueres, 2001: 172.


40 Porqueres, 2001: 184.

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226 Sistemas de clasificación y exclusión social

papel central en muchos de los casos (judíos, moriscos, agotes, vaqueiros,


gitanos). El mecanismo de transmisión de la pertenencia no era exclusiva-
mente el de la sangre, sino también la leche materna, cuando en algunos
casos se atribuía una tara al hecho de haber mamado leche de una nodriza
de otro grupo social.41 Esta cuestión de la leche genera notables interrogantes,42
sobre todo porque en determinados casos se atribuye la transmisión del esta-
tus, pero en otros no. Los esclavos de los oasis del sur de Marruecos convi-
vían con los amos en las mismas casas porque se planificaba una lactancia
común que convertía a sus descendientes en hermanos de leche para evitar
contactos sexuales. Así pues, la leche no siempre transmitía el estatus sino
determinadas cualidades, como las presentadas por Soler (2011) en un origi-
nal estudio histórico sobre la lactancia y el recurso de los reyes de España o
de la burguesía catalana a las pasiegas de Cantabria.

5.2. De la sangre a la «raza»


A lo largo de las páginas precedentes hemos destacado la importancia
de la antropología histórica como antropología reflexiva. Partiendo de esta
perspectiva, queda claro, pues, que la interpretación de estos sistemas de
exclusión ha generado abundantes debates y malentendidos. En especial, a
la hora de caracterizar estos sistemas de clasificación como «naturalistas»,
al otorgarles la categoría de raciales, por el mero hecho de basarse en sus-
tancias corporales. Esta cuestión ha sido explicitada por Nirenberg (2000)
y Heng (2011a; 2011b), situando el debate sobre la aplicación del racismo
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a los sistemas de clasificación medievales como los primeros estatutos de


limpieza de sangre de la España de los siglos xv-xvi. Según la opinión
de Robert Maryks, los estatutos de limpieza de sangre de Pedro (o Pero)
Sarmiento (Toledo, 1449) equivaldrían al nacimiento del racismo
moderno, desarrollado en España, y desde allí exportado al mundo ente-
ro.43 En este ejercicio, los defensores de un «racismo religioso» en la Baja
Edad Media sufren de una mentalidad cronocentrista o presentista, al pro-

41 Martínez, 2008: 55.


42 Parkes, 2004.
43 Para el caso de los jesuitas mestizos en el Perú del siglo xvi, véase Brewer-García,
2012: 365-390. Maryks, 2010: xxii.

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De la sangre a la «raza» 227

yectar la categoría de «raza» como su soporte ideológico.44 El problema es,


como veremos, que dicha noción es posterior y no se corresponde necesa-
riamente con el sentido de la época en discusión.45
A mediados del siglo xv, la doctrina de limpieza de sangre se trasladó
del campo religioso al campo social, de la ausencia de antecedentes heréticos
a la prueba de nobleza.46 Según esta doctrina, la fe religiosa no cristiana dejó
de ser una cuestión de elección para convertirse en una mácula inherente y
heredada por la «sangre». Al convertirse la religión en un atributo cuasi here-
ditario se estableció una estrecha vinculación entre «pureza de sangre»,
matrimonio endogámico y (como prueba de la primera) nacimiento legíti-
mo.47 Queda claro, pues, que el término «raça» hacía referencia a la estruc-
tura familiar del linaje como el medio de conservar y transmitir la calidad
—o en su defecto, la degeneración o impureza— étnico-religiosa de las per-
sonas en función de las uniones matrimoniales desiguales.48 En este sentido,
la nobleza o limpieza absoluta —entre los otros estamentos— denotaba cali-
dad y se justificaba a partir de la «raça».49
Sin embargo, a principios del siglo xvi «raza» también hacía referen-
cia a linaje maculado, y consecuentemente evocaba la impureza de la san-
gre.50 Los 80 000 judíos expulsados de la Península Ibérica (1492) son un

44 Como apunta Geraldine Heng, «race is a structural relationship for the articula-
tion and management of human differences, rather than a substantive content» (Heng,
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2011b: 275). No se trata de analizar las diferencias raciales a partir de determinadas ca-
racterísticas —léase bio-raciales— que se esencializan, sino que dichas características,
según Heng, comportan discriminaciones basadas en diferencias genéticas, fenotípicas
y/o culturales en épocas y contextos históricos distintos.
45 Stolcke, 2006: 371-392; Sweet, 2012: 152.
46 López Vela, 2009: 143-168.
47 Stolcke, 1993b: 35.
48 Esta cuestión hacía referencia a las mezclas entre españoles con indios (limpios de
sangre) y negros (impuros por su condición servil), consideradas negativas, porque propi-
ciaban la aparición de grupos sociales levantiscos («mestizos»). Al respecto, Paul Gilroy
(1993: 8) apuntaba que «it is significant that prior to the consolidation of scientific racism
in the nineteenth century, the term race was used very much in the way the word culture
is used today».
49 Para un análisis de las conexiones entre el término raça, nación y linaje (como una
manifestación de la procedencia o identidad étnica) en el siglo xvi, véase Hogden, 1964:
214; Stallaert, 1998: 13-69; Hering Torres, 2003.
50 Hering Torres, 2011: 10.

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228 Sistemas de clasificación y exclusión social

claro ejemplo no solo del «peso de la sangre» sino del principio de unita-
rismo y uniformidad que define la construcción del Estado moderno en
base a su pureza racial.51 El poder real absoluto de los Reyes Católicos se
abrió paso e impuso su autoridad a través de la asimilación de las comuni-
dades minoritarias (judía, musulmana) a la cultura (cristiana) dominante,
considerada como consustancial al concepto de identidad nacional espa-
ñola. La cohesión del cuerpo social exigía precisamente la asimilación de
las minorías, o su desaparición, por lo que efectivamente Fernando e Isabel
impusieron una unidad que trascendía las barreras de la administración,
lingüísticas y culturales, uniendo a todos los habitantes de la España de
finales del siglo xv en una santa cruzada (luego definida como Recon-
quista) desde las montañas de Asturias hacia el sur peninsular.52 Para ello
los cristianos lucharon para conseguir la hegemonía política mediante el
universalismo religioso. Los Reyes Católicos utilizaron diversos mecanis-
mos de represión, como la Inquisición, cuyo objetivo consistía en perse-
guir herejes entre los conversos, pero que en la práctica se convirtió en un
aparato ideológico al servicio de la Corona. La identidad corporativa,
hegemónica, se construyó mediante la demanda de una homogeneidad o
pureza religiosa, que en la práctica integraba identidad religiosa, cultural y
racial.53 Una fe común servía para compensar la real división administra-
tiva, cultural, y la dispersión del Estado.54 Los inquisidores así como
«muchas personas religiosas, eclesiásticas y seglares» observaron:
el gran daño que a los cristianos se ha seguido y sigue de la participación,
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conversación, comunicación que han tenido y tienen con los judíos, los cuales
se prueba que procuran siempre, por cuantas vías y maneras pueden, de sub-
vertir y sustraer de nuestra santa fe católica a los fieles cristianos y los partar
della y atraer y pervertir a su danada creencia y opinión (Edicto de expulsión
de los judíos, 1492)

51 En un sentido genealógico, raça no tenía nada que ver con el determinismo bio-
lógico de raza (s. xix), sino que se hacía referencia a la pureza/impureza de la sangre que
se transmitía inevitablemente de generación en generación por medio del linaje con el fin
de establecer los límites sociales entre minorías y mayorías religiosas. Al respecto, véase
Hering Torres, 2011: 11.
52 Elliot, 1963: 75-76.
53 Véase la nota 51.
54 Rae, 2002: 55-81.

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De la sangre a la «raza» 229

La pureza de sangre simbolizaba la fe genuina e inquebrantable en


Dios. La gradación entre pureza e impureza era ante todo un problema de
índole moral. A pesar de su conversión al cristianismo, a mediados del
siglo xv, y sobre todo a lo largo del xvi, se continuaba considerando al
judío como un enemigo, por lo que apareció una nueva forma de conce-
birlo. Según Porqueres, el relato bíblico explicaba que Pilatos se ofreció a
liberar a Jesús, pero que los judíos se negaron, exclamando «que su sangre
caiga sobre vosotros y vuestros hijos». De esta manera se entendía que los
judíos siguieran siendo culpables aunque se convirtieran. Se trataba, como
ha señalado Porqueres, de un nuevo elemento genealógico que se añadía al
criterio religioso. En este sentido, el Renacimiento incrementó el peso
social del parentesco en lugar de disminuirlo.55 El grupo extenso del
parentesco fue substituido por la linealidad, dando lugar a la creación de
genealogías profundas. Si en el siglo xv, al referirse al parentesco, primero
se hablaba de carne, a partir del siglo xvi se habló ya de sangre, de fluidos.
El argumento consistía en una retórica muy fuerte que reforzaba las genea-
logías antiguas, los vínculos de la sangre y las «razas malditas» (agotes,
vaqueiros, moriscos, conversos, o cristianos nuevos, gitanos…) marcadas
por su ascendencia impura. Una lógica genealógica, indeleble, ligada a la
modernidad que subdividía la humanidad en una jerarquía de «razas»
dotadas de cualidades morales e intelectuales desiguales y que se afianzó
en el siglo xix con el discurso científico, poniendo las bases del racismo
decimonónico. Según Porqueres, las «razas malditas» aparecieron como
sistemas de clasificación social que manipularon la noción de persona del
sistema de parentesco del cristianismo occidental.
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La insistencia en la pureza del cristiano viejo representaba una contra-


dicción con la política de integración (cristiana) de la Corona hispana. En
teoría se trataba de un instrumento de diferenciación genealógica mediante
informes y «probanzas de méritos» e «informes» de pureza de sangre que se
articulaba menos con el color de la piel que con la «calidad» —esto es, repu-
tación, nobleza o pureza de sangre— de las personas. En la práctica se con-
virtió en un sistema de clasificación social que excluía a los neófitos cristia-

55 El autor ha desarrollado posteriormente una antropología histórica sobre estas


cuestiones, presentando un viaje por el sistema de parentesco europeo, sus nociones de
persona y las implicaciones políticas de estas interacciones; Porqueres, 2015.

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230 Sistemas de clasificación y exclusión social

nos por la impureza de su sangre (es decir, por ser descendientes de judíos, o
conversos, musulmanes, o de otra «secta recientemente convertida»).56 Lo
que aparece como una novedad es el hecho de que inscribiera en el cuerpo
de la persona marginada algo identificable, una marca reconocible. Los
judíos eran sospechosos de transmitir una herejía o deshonra basada en pato-
logías humorales ocultas (circuncisión, flujos menstruales) que podían con-
taminar a los demás cristianos.57 La suciedad, la impureza y la inmundicia,
como categorías discursivas y morales, sirvieron para justificar a determina-
das categorías étnico-sociales (p. ej., judaizantes o criptojudíos).
Aunque tras la expulsión de 1492 oficialmente no había judíos en
España, lo cierto es que se les continuaba identificando con los conversos
(o marranos, notados, confesos, tornadizos o neófitos).58 Prueba de ello
fueron los estatutos de limpieza de sangre. Un sistema de clasificación
estratificado de «cristianos viejos, de limpia sangre, sin raça ni mácula de
descendencia de judíos, moros ni conversos, ni de otras sectas de nueva-
mente convertidos» (Informe del Santo Oficio, 1626). Desde su aparición
en la Península Ibérica, historiadores y antropólogos (Albert A. Sicroff,
Verena Stolcke, Francisco de Borja Medina, S. J., Enric Porqueres, Jean-
Paul Zúñiga, Max S. Hering Torres, Robert Aleksander Maryks, Tamar
Herzog) se han interesado por los supuestos defectos que comportaban las
mezclas de «sangres» en la construcción de «razas» o categorías étnico-
sociales puras. El honor, en tanto que factor de integración, reforzó las
vinculaciones hereditarias entre familia y linaje. Pero al mismo tiempo
actuó como un principio discriminador de comportamientos. La sangre
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actuaba como símbolo de la continuidad e integridad de los linajes cristia-

56 Hering Torres, 2011: 11.


57 Los cristianos nuevos fueron estigmatizados a causa de anomalías somáticas que
justificaban su impureza con respecto a los cristianos viejos. Por ellas se conocía la identidad
de la persona judía, construyendo un cuerpo disidente que era preciso exorcizar. En primer
lugar, se consideraba que la circuncisión feminizaba sus cuerpos y reducía su virilidad. En
segundo lugar, se pensaba que los hombres judíos sufrían de flujos menstruales que, como
en el caso de las mujeres, resultaban tóxicos, impuros, por lo que no podían dejar de ser ju-
díos. Para un análisis de esta cosificación de la suciedad judía, véase la ponencia presentada
por Hering Torres, 2009a; Hering, 2008: 101-130; Hering Torres, 2009b.
58 Si uno de los objetivos de la fe había sido convertir al rabino en cristiano, a partir de
los siglos xiv y xv los judíos fueron considerados como aquellos enemigos que, aunque se
convirtieran, continuaban siendo enemigos (Caro Baroja, 1961: 104-106; Porqueres, 2011).

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De la sangre a la «raza» 231

nos.59 Cualquier mezcla con herejes y apóstatas comportaba una pérdida


de honra, lo que obstaculizaba el ascenso social de los cristianos nuevos (o
judío-conversos).60
Tras el descubrimiento de América los estatutos de limpieza de sangre
se aplicaron no solo a los judíos (1492) y moriscos (1609-1614) que recha-
zaron la oportunidad de integrarse en el nuevo orden religioso, sino tam-
bién a todos aquellos «hijos de la tierra» de sangre impura de quienes se
desconfiaba por estar «mezclados» (con negros, con indios). Los indios
se enorgullecían de su pureza de sangre pero muchos españoles considera-
ban que eran descendientes de las diez tribus de Israel.61 Asimismo la rápida
aparición de «mestizos» en todos los rincones del Nuevo Mundo difuminó
las líneas del linaje y el fenotipo como bases para la idea de «raza»
(Konetzke, 1946; Mörner, 1967; Wade, 1997). Por este motivo los españo-
les desconfiaron de los indios por pertenecer a linajes inferiores, identifi-
cándolos más con un lugar de residencia (reducciones, repartimientos), el
tipo de trabajo (encomienda) y el pago del tributo que con unas determi-
nadas características físicas.62 A mediados del siglo xvii, los «criollos» ame-
ricanos adquirieron un mayor protagonismo social, político y económico
en los Virreinatos americanos, afirmando su dignidad, riqueza y dere-
chos.63 Frente a la influencia de un determinismo climático nefasto que los
sometía a otros pueblos mejor dotados, pronto aparecieron crónicas, trata-
dos y poemas laudatorios que ensalzaban las capitales americanas, como
México o Lima, y a sus habitantes «criollos».64 La solución pasaba por
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59 Baerga, 2015: 24.


60 Maravall, 1979: 41.
61 Gliozzi, 1977: 49-110.
62 Como señala Pilar Sanchiz (1997: 183-184), a mediados del siglo xvi los indios de
la gobernación de Guatemala se situaban a un mismo nivel, o ligeramente superior, al
de los esclavos negros en la escala social.
63 A finales del siglo xvi, el padre jesuita Luis López opinaba lo contrario. A su jui-
cio, los criollos peruanos eran inferiores a los españoles por estar debilitados por el suelo,
la vegetación y el clima del Nuevo Mundo. Eran indolentes, holgazanes y poco dados al
trabajo (Monumenta Peruana, vol. 1, pp. 327-329, citado en Ares Queija, 2005: 138).
64 El deseo de autoafirmación de los intelectuales nacidos en Perú, como Pedro de
Oña (1570-1643), les llevó a exaltar las grandezas de su capital a principios del siglo xvii
como un espacio civilizado (civilitas) no exento de los efectos destructivos de la naturale-
za (agros) (Coello, 2008a: 149-169).

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232 Sistemas de clasificación y exclusión social

equipararlas a los pueblos y ciudades españolas en términos morales y


étnicos.
Para proteger los privilegios de los peninsulares se acusó a los «mezcla-
dos» de ser gente baja, ordinaria y sin linaje.65 Pero lo cierto es que había más
convergencia que divergencia entre los hijos (criollos) de la tierra y los penin-
sulares. Mientras se hacía necesaria una definición legal de los «criollos»
como españoles, los «mestizos» quedaron relegados a una categoría social
inferior por ser de menor «calidad», lo que impuso barreras socio-culturales
con respecto a las demás categorías de españoles y «criollos».66 El ideal de la
pureza de sangre exigió forzosamente el control de la sexualidad femeni-
na.67 El objetivo no era otro que evitar la infiltración de sangre impura en
el linaje familiar, de lo que se deduce que cualquier discurso «racial» estaba
atravesado por nociones de género. Cualquier individuo nacido fuera del
matrimonio era inmediatamente sospechoso de ser «mezclado» con mujeres
indias o negras. Del mismo modo, la preocupación por los matrimonios
clandestinos o inadecuados con el prestigio, rango y estatus se generalizó
después del Concilio tridentino.68 Casarse con «mestizos» o indios del
común constituía un ejemplo de uniones desiguales que en modo alguno
podían compararse con otros matrimonios, como el habido entre el con-
quistador y sobrino de Ignacio de Loyola, don Martín García Oñez de

65 En 1547, el obispo don Francisco Marroquín, cabeza de la diócesis de Guatemala,


ya mostró su preocupación por la proliferación de mestizos, indicando que una de las
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causas principales eran los matrimonios «desiguales». Por esta razón escribió una carta al
rey Carlos V, con fecha 20 de septiembre, en la que recomendaba que las doncellas se
casaran «conforme a la calidad» (AGI, Guatemala, 156, citado en Suñe Blanco, 1997:
372).
66 El médico chileno Alejandro Lipschütz (1944) creía en la realidad ontológica de
las razas, pero consideraba que la marginación de los «mestizos» no era una cuestión ra-
cial, sino que se debía eminentemente a prejuicios sociales que tenían que ver con su ori-
gen espurio, adulterino e ilegítimo.
67 Como ha señalado K. Burns, las primeras «novicias» de los conventos peruanos
fueron en su mayoría las hijas de ascendencia mixta de los primeros conquistadores y
pobladores antiguos, las cuales impedían la reproducción del linaje español por ser «mez-
cladas» e «ilegítimas» (1999).
68 Como señala Dedieu, fue durante el Concilio de Trento cuando se definió de
manera clara el matrimonio como uno de los siete sacramentos del dogma católico. La
presencia del cura certificaba su validez, así como la de dos o tres testigos, lo que conver-
tía definitivamente el matrimonio en un acto religioso y sacramental (Dedieu, 1981: 273-
274).

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De la sangre a la «raza» 233

Loyola y la princesa (ñusta) Beatriz Clara Coya, perteneciente a la familia


real inca, especialmente si el matrimonio aportaba una suculenta enco-
mienda como dote.69 Como apunta Berta Ares, la condición de hidalgo
—o noble— la transmitía el padre incluso a los ilegítimos habidos fuera del
matrimonio.70 A diferencia de las relaciones ilícitas, asimétricas o impuras
fruto del concubinato entre los primeros conquistadores y sus indias, las
uniones entre hidalgos con mujeres de las panacas reales y élites locales —y
al revés, las habidas entre miembros de la aristocracia incaica, como don
Cristóbal Paullu, y damas extremeñas como doña María Amarilla de
Esquivel— actuaban como una garantía de fidelidad política y religiosa.
Las informaciones de limpieza de sangre actuaron en este sentido no
solo como un mecanismo profiláctico de la calidad de los miembros de la
comunidad católica, sino como una herramienta de discriminación étnica
y social. La construcción del Estado moderno en Perú no puede desligarse,
según Irene Silverblatt, de la invención de toda una serie de categorías
raciales, planteando que los inquisidores, definidos como los primeros
burócratas modernos, asignaron dichas categorías raciales a sujetos colo-
niales para poderlos dominar mejor.71
Así, para contrarrestar el supuesto grado de inferioridad que habían
desarrollado en relación con su lugar de nacimiento, los «criollos» poten-
ciaron los rasgos somáticos o fenotípicos y las genealogías (reales o fabrica-
das) como indicadores de la pureza de sangre de un individuo. No solo
superaron sus debilidades físicas e intelectuales, sino que las trasladaron a
los «mestizos» en un intento de exorcizar los componentes negativos de su
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raça.72 Los límites sexuales se convirtieron en límites morales. Las supues-

69 Dunbar Temple, 1950: 117; Ares Queija, 2004: 15-39.


70 Ares Queija, 2005: 135; Zúñiga, 2002: 287-301.
71 El libro de Silverblatt plantea la relación entre la Inquisición española y la emer-
gencia del Estado moderno europeo. Para ello se basa en las tesis de Hanna Arendt sobre
las conexiones entre ideologías raciales («race thinking»), gobierno burocrático y la racio-
nalización de la violencia (como ausencia del poder institucional) en el imperialismo de-
cimonónico europeo, primero, y luego, en el auge del fascismo. Aunque la aplicación de
esta tesis nos parece discutible, lo que me parece interesante para nosotros son los capítu-
los 5 y 6, que hablan concretamente de la transmisión y procesamiento de los conceptos
de «pureza de sangre», «mácula», etc. Al respecto, véase Silverblatt, 2004: 55-75.
72 Para una discusión de los términos de «raça» y «linaje», véase Stallaert, 1998: 34;
Schwartz y Salomon, 1999: 443-478; Zúñiga, 1999: 425-452; Hering Torres, 2007: 16-27.

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234 Sistemas de clasificación y exclusión social

tas carencias de los indios y «mestizos» plebeyos —barbarie, fealdad, sucie-


dad y costumbres perversas, etc.— no afectaban a los «criollos» porque su
origen se vinculaba supuestamente con el grupo dominante.73
El problema de su (auto) marginación —la rivalidad hispano-criolla
de la que habla Bernard Lavallé—74 giraba en torno al grado de separación
que pudieran mantener con respecto a los «mestizos» e indios del Nuevo
Mundo.75 Dentro de un contexto de poder, y más concretamente de poder
político, los amancebamientos, barraganías o matrimonios mixtos violaban
la antigüedad y pureza de las estructuras familiares de los linajes.76 Para
preservar las barreras sociales entre «criollos» y «mestizos», se hacía impres-
cindible evitar las uniones ilegítimas que dieran lugar a relaciones desiguales
porque estas, a su vez, engendraban a terceros sospechosos de herejía.
Queda claro que los «mestizos» no eran una categoría social homogé-
nea. Como hemos apuntado anteriormente, los «mestizos» fueron contem-
plados como el resultado de las relaciones sexuales ilícitas entre españoles
(cristianos) e indias (paganas) que alteraban el orden (colonial) estable-
cido. Se les acusaba de tener costumbres licenciosas y su presencia amena-
zaba la «pureza criolla», basada en discursos de pureza moral y étnico-
racial, revistiendo al mestizo de un aura de pecado y contaminación que
era preciso exorcizar.77 El problema surgió cuando el aumento de la pobla-
ción mestiza obligó a los cristianos puros a diferenciarse apelando a la
pureza de sus linajes. Obviamente, el mestizaje se centró en el sexo y no en
otros tipos de relaciones —consentidas o ilícitas— porque cuestionaba la
reproducción de las categorías sociales —españoles, «criollos»— hegemó-
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nicas.78 Para evitar su proliferación, las oligarquías coloniales se pensaron

73 Como ha destacado Jean-Paul Zúñiga, el etnónimo español transmitía a sus des-


cendientes criollos una característica o calidad ontológica que se suponía inmutable
(Zúñiga, 2002: 149-168; Zúñiga, 2007).
74 Lavallé, 2007: 352-353.
75 Coello, 2008c: 37-66.
76 Ares Queija, 2005: 123.
77 Según la opinión del padre Acosta, los mestizos eran en su mayoría ilegítimos y
bastardos, nacidos de un padre español y una madre india, por lo que «los más salen de
viciosas, y depravadas costumbres» [Acosta, De Procuranda Indorum Salute (Salamanca,
1588), citado en Solórzano y Pereyra, 1972: 443].
78 El jesuita Diego de Torres Bollo y el franciscano Bernardino de Cárdenas, entre
otros, habían señalado a las indias fáciles como responsables de la proliferación de mesti-

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De la sangre a la «raza» 235

a sí mismas en términos de un cuerpo civil «criollo» cuya pureza social


había que defender. La preeminencia «criolla» se basaba en alianzas fami-
liares que reforzaban la honorabilidad de sus linajes al tiempo que los
defendían de intromisiones ilícitas. No solo se trataba de reproducirse eco-
nómicamente, sino también socialmente. A partir del siglo xvii, los indios
de Lima se trasladaron a las zonas rurales mientras que los negros y mula-
tos se convirtieron en las nuevas mayorías urbanas.79 Frente a esta situa-
ción, la mezcla se convirtió en el símbolo de la contaminación para todos
los beneméritos «criollos» que competían con los peninsulares por los car-
gos civiles y eclesiásticos en el Virreinato. La genealogía dio paso a un
discurso de pureza étnica que aseguraba la ausencia de sangre india, negra
o mestiza en las principales familias «criollas» al tiempo que legitimaba su
avecindamiento en las zonas urbanas (Lima, Cuzco, Arequipa).80
En los Virreinatos americanos, la demarcación social reforzó la uni-
dad de diversos grupos en los que supuestamente no había mezcla —espa-
ñoles, «criollos»— en detrimento de otros —«mestizos», mulatos— consi-
derados impuros. Se les acusó de ser gente desconocida, de baja extracción
social, de cuya limpieza se dudaba. Pero si el discurso metropolitano los
señaló con el dedo, fueron las autoridades civiles y eclesiásticas locales
quienes, como intelectuales orgánicos de las oligarquías «criollas», inventa-
ron a los «mestizos» sobre el terreno americano como categorías sociales
opuestas a los «criollos». Mientras se juzgaba que los orígenes mezclados
—o manchados— eran un obstáculo insalvable para acceder a los mejores
puestos administrativos, eclesiásticos y militares de las capitales virreina-
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les, como México o Lima, las autoridades coloniales permitieron a los


«mestizos» regentar parroquias rurales de indios, donde los «españoles»
apenas eran distinguibles del resto de «criollos» y «mestizos», quienes
constituían la élite gubernamental en un territorio habitado mayormente

zos en el Perú del siglo xvii. El resultado de esta mala conducta sexual de las mujeres indias
sería la contaminación de su progenie. Al respecto, véase Coello, 2008b.
79 Bowser, 1977: 114-115.
80 Las oligarquías peruanas se constituyeron a partir de genealogías y criterios de
pureza del linaje familiar mediante la distribución de cargos políticos y eclesiásticos. Di-
chas oligarquías se constituyeron alrededor de los atributos formales del estatuto criollo
mediante matrimonios, hábitos de órdenes militares, compra de cargos públicos, títulos
nobiliarios y conexiones con la Iglesia.

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236 Sistemas de clasificación y exclusión social

por indios.81 Así pues, la acusación de pertenecer a linajes sucios —o impu-


ros— constituyó siempre un arma poderosa para denigrar al adversario y
alejarlo de las esferas del poder político y económico.
Autores como Tamar Herzog sostienen que las prácticas de exclusión no
pueden explicarse únicamente a partir de sistemas de clasificación basados en
la «raza», sino en otros discursos basados en nociones weberianas de pertenen-
cia y no pertenencia a comunidades políticas locales.82 Categorías legales como
vecinos y naturales podían aplicarse indistintamente a españoles, «criollos»,
«mestizos» e indios, independientemente de su carácter étnico, frente a los que
se consideraban extranjeros. Esto explicaría que el clérigo cuzqueño Juan de
Espinosa Medrano (1628/30?-1688), más conocido como el «Lunarejo», se
convirtiera en uno de los predicadores culteranos (Apologético a favor de
D. Luis de Góngora, Príncipe de los poetas líricos de España, Lima: 1662) de mayor
renombre de la catedral de Cuzco, a pesar de sus más que evidentes orígenes
«mestizos».83 Esta dualidad («español»/andino) contrastaba con los religiosos
«criollos» de Lima, los cuales celebraban sus orígenes hispanos en términos
excluyentes, esto es, sin mácula ni mezcla con otras naciones de Perú. En los
Tesoros verdaderos de Indias (Roma, 1681), el fraile dominico fray Juan Meléndez
comentaba que «el llamarnos criollos y no indianos es querer significar el
mucho aprecio y estimación singular que hacemos en descender de españoles
y de conservar en Indias la sangre pura española sin mezcla de otra nación».84
Ese «criollismo» se sustentaba en la alta apreciación que tenían de sí mismos y
la denigración de otros grupos mezclados (indios, «mestizos», negros, mulatos
y demás «castas»), evocando la sangre como substancia transmisora de la «cali-
dad» —o en su defecto, la impureza— de las personas.
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A comienzos del siglo xviii, los Virreinatos americanos estaban


integrados, además de la población indígena, por una población mayori-
tariamente criolla. Estos «criollos» comprendían tanto a los hijos de los

81 Rae, 2002: 55-81.


82 Herzog, 2012: 153-156. Para Weber, «la raza únicamente existe si aparece una
conciencia racial anclada en una pertenencia comunitaria y que puede desembocar en
una acción, por ejemplo en el despecho o la segregación, o a la inversa, en un temor del
tipo contrario» (Wieviorka, 1992: 40. La cursiva es nuestra).
83 Rodríguez Garrido, 1997: 120.
84 Fray Juan Meléndez, Tesoros verdaderos de Indias, citado en Pastor, 1996: 249-
250. Véase también Bauer y Mazzotti, 2009: 398-403.

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De la sangre a la «raza» 237

europeos de primera generación como a aquellos individuos mezclados


con indios que podrían ser incluidos en la categoría de «mestizos». Es
indudable que aquellos «hijos de la tierra» no constituían un grupo de
ribetes definidos, resultando difícil discernir el modo en que estas perso-
nas encauzaron sus intereses dentro de la sociedad en que vivían mediante
la delimitación de los márgenes sociales. Algunos burócratas españoles,
como Antonio de Ulloa (1716-1795), no disimulaban su desprecio hacia
los «criollos», a quienes consideraban degradados por el ambiente y la
mezcla con indios y negros («castas pardas»).85 En las Noticias secretas de
América (c. 1749), redactadas en colaboración con Jorge Juan y Santaci-
lia (1713-1773), se hacía eco de las palabras del general Caraffa, consta-
tando que:
Aquellos colegios son depósitos de sujetos de todas las naciones, porque
en ellos hay Españoles, Italianos, Alemanes, Flamencos, y todos viven con
unión entre sí, a excepción de Europeos y Criollos, que es el punto crítico en
donde no cabe disimulo.86

Una sociedad (colonial) que era consciente de su propia fragilidad


debía reflejar la jerarquía racial y socioeconómica de sus miembros según
la proporción de «sangre española».87 Como señala Cope, «all elites were
Spaniards, but not all Spaniards were members of the elite».88 Las prime-
ras pinturas (o «cuadros de castas») realizadas por Juan Rodríguez Fon-
seca (1715) en la Nueva España, respondían a los afanes clasificatorios
propios del cientifismo del siglo xviii.89 Las «castas» (castizos, moriscos,
«mestizos», mulatos) fueron el reflejo gráfico de las nuevas generaciones
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de «cuerpos mestizos» —individuos descendientes de padres de fenotipo


diferente— que empezaron a invadir la documentación oficial de los
Virreinatos del Perú y de la Nueva España.90 Si las «castas» habitualmente

85 Schwartz y Salomon, 1999: 444.


86 Juan y Ulloa, Noticias secretas de América, cap. vi, p. 430. Aquí se destaca la falta
de armonía y cohesión de la sociedad colonial. Véase también Numhauser, 2007: 73-124.
87 Cope, 1994: 24.
88 Cope, 1994: 25.
89 Katzew, 1996; Katzew, 2004.
90 Como es sabido, la Nueva España fue uno de los primeros lugares donde convi-
vieron españoles, esclavos negros e indígenas. En 1521-1534, había 8000 esclavos en Ciu-
dad de México. A lo largo de los siglos xvi y xvii se produjo un comercio sexual, creando

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238 Sistemas de clasificación y exclusión social

habían sido leídas como aquellos «mezclados» que desordenaban las tres
categorías del Nuevo Mundo (español, negro, indio), las pinturas de cas-
tas reordenaban la jerarquía racial, vigente en el periodo colonial, donde
los orígenes étnicos y la apariencia física determinaban la posición, el
prestigio y los derechos de la persona («pigmentocracia»).91 Se trataba,
pues, de poner un orden, no en el desorden racial, sino en el desorden
terminológico.92
Paralelamente las autoridades coloniales debían controlar (y proteger)
la genealogía de las élites españolas. La limpieza de sangre se secularizó
(aunque no completamente) para estigmatizar la mezcla con indios, pero
sobre todo con africanos o su progenie mulata (las llamadas «castas par-
das») que podía «contaminar» a familias de cristianos viejos (peninsulares,
«criollos») si no se establecía un severo control genealógico.93 Los africanos
eran descendientes de Cam y gentes portadoras del estigma de la esclavi-
tud a causa de la maldición de Noé. Debido a su origen incierto se hacía
imposible trazar la genealogía de su fe, «ya que, en muchos casos, la escla-
vitud cercenaba las relaciones de parentesco, lo que imposibilitaba la iden-
tificación de los ancestros».94 Por este motivo se hacía necesario fiscalizar
los enlaces matrimoniales con el fin de preservar la «calidad» de los con-
trayentes.95 En este sentido, la Pragmática Sanción para Evitar Matrimo-

nuevos fenotipos, nuevos «cuerpos mestizos». Las razas no existen, pero sí las característi-
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cas fenotípicas contenidas en los códigos genéticos. Así, en el siglo xvii aparecieron los
términos populares que se fijarán en la producción administrativa para «racializar» dichos
fenotipos (Peter Wade, citado en Baerga, 2015: 27-28). Por ejemplo, morisco, en la Nueva
España, hace referencia al color de la piel, y por tanto, su significado varió con respecto al
que tenía originalmente en la Vieja España (Zúñiga, 2011).
91 Castro Morales, 1983: 671-690. Para la construcción del «color como maleficio»
en las Antillas francesas, véase Bonniol (1992).
92 Como señala Zúñiga (2011), existía una gran variedad regional de nombres y «eti-
quetas raciales» que se aplicaban de manera variada según la región. Por esta razón era
necesario dar cuerpo intelectual a la realidad colonial por medio de taxonomías claras
sobre una realidad caótica y variada.
93 Martínez, 2008: 248.
94 Baerga, 2015: 170.
95 En el siglo xviii se pensaba que «mulatos, pardos, zambos y otras castas estaban
viciados desde su nacimiento y tenían malos hábitos, siendo la mayoría de ellos espurios,
adúlteros e ilegítimos» (Konetzke, 1962: 823-824). Para el caso puetorriqueño del
siglo xix, véase Baerga, 2015: 155-196.

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De la sangre a la «raza» 239

nios y el Abuso de Contraer Matrimonios Desiguales, de Carlos III, sancio-


nada en 1776 y aplicada en 1778 en la América española, pretendía
proteger la jerarquía social y racial de las élites hispano-criollas al propor-
cionar al pater familias un mayor control sobre los esponsales y matrimo-
nios de sus hijos. El objetivo consistía en asegurar la endogamia socio-
racial de clase que estaba siendo amenazada por el aumento de alianzas
matrimoniales entre personas «desiguales» dentro de la jerarquía social.96
El matrimonio se convirtió, pues, en «un proceso que producía o transfor-
maba identidades raciales».97
Paralelamente al desarrollo de una política de segregación racial, la
Corona alimentó la ilusión de la movilidad ascendente con las primeras
ventas de Reales Cédulas de Gracias al Sacar (10/2/1795). Durante siglos,
los monarcas españoles habían dispensado a judíos conversos, plebeyos e
ilegítimos de sus «oscuros orígenes». La administración borbónica orga-
nizó y sistematizó esta práctica, estableciendo tarifas uniformes para todo
el imperio. Así, todos aquellos plebeyos que pudieran pagar entre 500 y
800 reales podrían «borrar» los supuestos defectos o «máculas» que los
apartaban de la «gente decente» o «gente de razón».98 Sin embargo, como
ha señalado Baerga las cláusulas raciales de 1795 fueron añadidas al final,
lo que parece indicar que el objetivo no fue nunca provocar una reforma
racial, sino aupar a una persona (parda, mulata) de calidad inferior a una
superior.99
Llegados a este punto, cabe preguntarse ¿cuáles eran los indicadores
de limpieza de sangre de la época?, ¿cómo se establecía la «calidad» de una
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persona?, ¿qué significaba realmente una «desigualdad notable» en el siglo


xviii?, ¿y ser «blanco», «negro» o «pardo»? Los «cuadros de castas», como
expresión de un tipo de saber colonial, informaron la emergencia de las
«razas».100 En el debate de fondo había el origen de las diferentes especies

96 Marre, 1997: 223-230. Significativamente, «mulatos, negros, coyotes y personas


de castas y razas similares» quedaban exentos de dicha Pragmática porque ninguno de
ellos poseía honores sociales que proteger de un matrimonio desigual (Stolcke, 2008: 49-
50).
97 Baerga, 2015: 18.
98 Twinam, 2001: 16-20; Twinam, 2005: 249-272.
99 Baerga, 2015: 92.
100 Katzew, 1996; Stolcke, 2006: 371-392.

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240 Sistemas de clasificación y exclusión social

humanas. Los monogenistas, como el fraile benedictino Benito Jerónimo


de Feijoo y Montenegro (1676-1764), se situaban en la tradición judeo-
cristiana de la historia, basada en la unidad del género humano. Critica-
ban con vehemencia las teorías poligenistas, que situaban a los indios ame-
ricanos y, por ende, a sus descendientes «criollos», en una etapa anterior al
diluvio universal.101 Como señaló Jean Paul Zúñiga, los cuadros de castas
mostraban con meridiana claridad la idea de volver a la trama de origen.102
A finales del siglo xviii, dichos cuadros se convirtieron en las prue-
bas que necesitaba el filósofo Immanuel Kant (1724-1804) sobre la exis-
tencia de las «razas» humanas. Su naturalización bajo claves científicas
tenía su origen en el auge y desarrollo de las ciencias naturales durante la
Ilustración.103 Las teorizaciones sobre las «razas» naturalizaron la des-
igualdad étnico-social. Jean Jacques Rousseau (1712-1778) rechazó la
idea de un vínculo entre la desigualdad física y la social (Discurso sobre el
origen de la desigualdad entre los hombres, 1755). Por el contrario,
François-Marie Arouet, más conocido como Voltaire (1694-1778), justi-
ficó la inferioridad de los pueblos salvajes a partir del principio de dife-
renciación existente en la naturaleza. Un determinismo natural de carác-
ter divino establecía el principio de desigualdad que regía la evolución

101 Aureolus Theophrastus Bombast von Hohenheim (1493-1541), popularmente


conocido como Paracelso, afirmó que el Génesis (5, 1-2) contenía la afirmación de que
todos los seres humanos fueron creados por un único Dios. Sin embargo, eso no signifi-
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caba necesariamente que todos ellos descendieran de Adán. En Astronomia magna, Para-
celso escribía que «we are all descended from Adam. And I cannot refrain from making a
brief mention of those who have been found in hidden islands and are still little known.
To believe they have descended from Adam is difficult to conceive that Adam’s children
have gone to the hidden islands. But one should well consider, that these people are from
a different Adam. It will be difficult to maintain, that they are related on the basis of flesh
and blood» (Popkin, 1976: 58). Sin embargo, algunos cronistas peruanos, como Guamán
Poma, no descartaban el carácter adámico de los indios de Perú: «De los hijos de Noé,
destos dichos hijos de Noé, uno de ellos trajo Dios a las Yndias; otros dizen que salió del
mismo Adán» (Guamán Poma de Ayala, 1980: 18). Posteriormente, el padre Feijoo elabo-
ró una crítica furibunda a las tesis poligenistas, como las del hugonote francés Isaac de la
Peyrère (c. 1596-1676) contenidas en su libro Prae-Adamitae (Ámsterdam, 1655). La de-
fensa de los indios por parte de los criollos americanos era, en realidad, la suya propia
(Katzew, 2009: 80-82).
102 Zúñiga, 2011.
103 Para un contraste con la Ilustración escocesa del siglo xviii y la construcción de
«raza» como expresión del nuevo universalismo jerárquico, véase Sebastiani (2013).

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De la sangre a la «raza» 241

humana. De esta forma, la jerarquización de las sociedades y culturas se


derivaba, a su juicio, de «los diferentes grados de genio y esos caracteres
de las naciones, que tan rara vez cambian» (Ensayo sobre las costumbres y
el espíritu de las naciones, 1756).104 Así, frente a los postulados de Rous-
seau, la historia de la humanidad no sería otra cosa que la lenta emergen-
cia de la especie, cuyo máximo exponente estaría representado por la
aparición del hombre civilizado en contraposición al bárbaro o salvaje,
que vivía completamente inmerso en la animalidad, sometido a las leyes
del mecanismo universal, pasivo e indolente.
La revolución científica e industrial así como el imperialismo de
Occidente aportaron una nueva tecnología económica, pero también una
nueva tecnología del saber que acabó con la física newtoniana y rebasó el
tiempo de Kant. La incapacidad de aquellos intelectuales para desarrollar
un sistema de causalidad super-orgánica se reveló al plantearse la pregunta
por el proceso originario de las diversas especies, que empezaba a tomar
cuerpo. A principios del siglo xviii, algunos espíritus inquietos y empren-
dedores trataron de explicar las relaciones entre el medio físico y social. El
naturalista Jean-Baptiste Monet, caballero de Lamarck (1744-1829), for-
muló una teoría evolucionista completa y coherente. Su Filosofía zoológica
(1809) sugería que la ordenación jerárquica de los diversos tipos de orga-
nismos reflejaba una relación de parentesco. Las especies que no habían
podido evolucionar hasta la forma humana se explicaban conforme a una
serie de hábitos adquiridos en su entorno local, formando sistemas clasifi-
catorios que eran genealógicos. Lamarck establecía así una hipótesis evo-
lucionista que partía de un principio modificador de diferentes grupos ani-
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males, correspondiendo a una concepción progresiva que iba desde lo


inferior a lo superior, desde lo simple a lo complejo, y que conducía inevi-
tablemente a la transformación de unas especies en otras.
No obstante, sus tesis no tuvieron excesivo eco, debido en parte a las
críticas que recibió de Georges Cuvier (1769-1832), hombre de enorme
prestigio en su época, a pesar de ser triste protagonista de la intervención
sobre el cuerpo de Saartje Baartman, etiquetada como la Venus Hotento-

104 Voltaire, 1959.

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242 Sistemas de clasificación y exclusión social

te.105 El biólogo francés no aceptaba ninguna idea de evolución ulterior de


los seres vivos y, a pesar de reconocer la naturaleza biológica de los fósiles,
mantuvo una postura ambivalente. Como fiel representante del tradicio-
nalismo cristiano, su alternativa fue la teoría del «catastrofismo», en la cual
se postulaba que la Tierra, aunque antigua, padecía catástrofes periódicas
que asolaban cualquier tipo de vida. Este énfasis otorgado a las fuerzas de
la Naturaleza fue asimismo utilizado por Cuvier para justificar la inferior
capacidad y estatus de los «salvajes», los cuales se hallaban mucho más
determinados por ella.106
Por contra, el «uniformitarismo» geólogico de Charles Lyell (1797-
1895), crítico acérrimo de este mesianismo bíblico, trató de reconciliar el
papel del hombre con la naturaleza, preparando las condiciones necesarias
para el establecimiento y desarrollo de las teorías evolucionistas (Principles
of Geology, 1833). Uno de sus discípulos más aventajados, Charles Darwin
(1809-1882), publicó en 1859 un texto científico y revolucionario: On the
Origin of Species by means of Natural Selection. Basado en pruebas irrefuta-
bles, Darwin argumentó, entre otras cosas, que la adaptación de los seres
vivos al medio ambiente constituía el fundamento de la reproducción de
la vida, y que los animales, a través de una lucha por la supervivencia
(strug gle for life), producían una selección natural traducida en lo que sería
la supervivencia del más apto (survival of the fittest). Se trataba, en primer
lugar, de una serie de variaciones aleatorias que se producían en los orga-
nismos vivos y que se transmitían hereditariamente. Esta nueva economía
natural, basada en las relaciones competitivas entre los seres vivos y el
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105 En 1814 la Sociedad Científica del Museo de Historia Natural de París pide estu-
diar su cuerpo como muestra de «raza curiosa». Georges Cuvier remarcaría que los labios
sexuales de Baartman sobresalían de un modo parecido al observado entre los oranguta-
nes, lo cual demostraría el estadio inferior de aquella mujer. Finalmente, Saartje muere en
1815 a causa de una neumonía y de unas condiciones de vida insostenibles, tras ser exhi-
bida como objeto de feria. Pero a su muerte, el citado Cuvier realizó la autopsia y continuó
sus exploraciones obsesivas sobre la vulva, a las que se sumaría su hermano, que publicó
en 1824 un estudio llamado Histoire Naturelle des Mammiferes, donde situaba a Saartje en
el mismo orden que los primates. Pasados los años, y tras la creación del Museo de Etno-
grafía en el Palacio del Trocadero de París, los restos de Saartje (esqueleto y órganos en
formol) fueron depositados allí hasta que en 1937 el Musée de l’Homme del Palais de
Chaillot instaló a la Venus en las salas de antropología (Badou, 2000).
106 Wade, 1997: 10-11.

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De la sangre a la «raza» 243

medio natural, evidenciaba la existencia de un orden dinámico, no estable.


El evolucionismo se convirtió así en una síntesis explicativa de la realidad;
una síntesis que engulliría los conocimientos empíricos adquiridos por
otras ciencias con el fin de dotarlas de un fundamentalismo teleológico
positivo. En este sentido, la tentación de insertar los conceptos darwinia-
nos en las ciencias sociales y en la concepción misma de la historia humana
se refleja, como veremos a continuación, en el siguiente pasaje de On the
Origin of Species:
Como todas las formas orgánicas vivientes son descendientes directas de
las que vivieron mucho tiempo antes de la época cámbrica, podemos estar segu-
ros de que jamás se ha interrumpido ni una sola vez la sucesión ordinaria por
generación y de que ningún cataclismo ha desolado al mundo entero. Por tanto
podemos contar con alguna confianza, con un porvenir seguro de gran dura-
ción. Y como la selección natural obra por y para bien de cada ser, todos los
dones corporales e intelectuales tenderán a progresar hacia la perfección.107

Se imponía, de este modo, un pensamiento que Philippe Descola ha


caracterizado como «naturalista» (Descola, 2005). La evolución de la
sociedad empezó a integrarse en un marco general evolutivo, obedeciendo
a las mismas leyes y normativas de las ciencias naturales, si bien se acepta-
ban unos procesos de mayor complejidad que en modo alguno oscurecie-
ron los planteamientos poligenistas fuertemente arraigados en el universo
cultural de Occidente (materialismo providencialista).108 Fue a partir de la
segunda mitad del siglo xix, sobre todo, después de la aparición de
la famosa y anteriormente citada sección de The Descent of Man (1871),
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titulada «On the Extinction of Races of Man»,109 cuando se desarrolló una


sociología positiva de base evolucionista que reconstruía las secuencias del

107 Darwin, 1968: 479.


108 En 1859, cuando Darwin publicó su On the Origin of Species en Gran Bretaña, la
antropología física se convirtió en un paradigma unificado para el «estudio del hombre»
de la mano del médico y anatomista Paul Broca (1824-1880). Según el poligenista fran-
cés, «las diferencias culturales entre los seres humanos eran el producto directo de dife-
rencias en su estructura físico-racial y una de sus ambiciones era demostrar que las «razas»
humanas constituían de hecho especies distintas» (Stolcke, 1993a: 162).
109 Según Darwin, «extinction follows chiefly from the competition of tribe with
tribe, and race with race […] when civilized nations come into contact with barbarians
the struggle is short» (Darwin, 1901: 280-281).

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244 Sistemas de clasificación y exclusión social

cambio cultural y del racismo.110 La preocupación genealógica de las socie-


dades tradicionales se transformó definitivamente en la obsesión burguesa
por la herencia y el legado biológico.111 En este sentido, una interpretación
cientifista de la historia instrumentaliza la observación y la lógica formal
para descubrir las leyes fundamentales de la evolución humana, esto es, el
concepto de «raza» y su articulación con los procesos culturales.
Anteriormente los clásicos Das Mutterrecht (1861), de Johan Jacob
Bachofen, Ancient Law (1861), de Henry Maine, las Researches into the
early history of Mankind and the development of civilization (1865), o Primi-
tive Culture: Researches into the development of mythology, philosophy, reli-
gion, language, art and costum (1871) de E. B. Taylor, aplicaron este con-
cepto de evolución al estudio de los fenómenos socioculturales,
demostrando que las teorías evolucionistas no fueron un efecto dominó
acelerado tras la publicación del On the Origin of Species (1859), de Charles
Darwin. En la Inglaterra de mediados del siglo xix, la etnología se convir-
tió muy pronto en un marco perfecto para el estudio de la diversidad física
y cultural de los pueblos «primitivos». La acumulación de datos empíricos,
sobre todo arqueológicos y etnográficos, potenció la necesidad de elaborar
un principio general extrapolable que sirviera para entender la evolución y
el progreso de la cultura.
Paralelamente se fue gestando el evolucionismo social. El abogado de
Michigan y antropólogo Lewis Henry Morgan (1818-1881), uno de los
representantes más conspicuos de dicha corriente, publicó en 1877 un
texto clave: Ancient Society: or Researches in the Lines of Human Progress
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from Savagery, through Barbarism to Civilization. En el primer capítulo de


El orígen de la família, la propiedad privada y el Estado (1884), Friedrich
Engels reconocía sin ambages que «Morgan was the first person with
expert knowledge to introduce a definite order into the prehistory of
humanity», en un intento de esclarecer el misterio de las diversas formas
contemporáneas de la organización social primitiva.112 En su estudio,
Morgan popularizó una nueva división tripartita basada en una secuencia

110 Graham, 1997: 2.


111 Baerga, 2015: 38.
112 Engels, 1978: 23.

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De la sangre a la «raza» 245

tecnológica piramidal: salvajismo-barbarie-civilización. Estos tres «perío-


dos étnicos», de los que los dos primeros se dividían en tres subperíodos
—inferior, medio y superior—, fueron acuñados después de conocer los
términos de los arqueólogos daneses Christian Thomsen (1835) y su
alumno, J. J. Worsae (1849), quienes presentaron un esquema organizativo
de tres edades sobre la base material: «Edad de la Piedra, del Bronce y del
Hierro». El objetivo era reseguir el trazado de la historia humana a través
de las edades «primitivas» como un continuum dentro de una serie; no
obstante, al ser una suerte de determinismo mecanicista, el evolucionismo
unilineal negaba el carácter dinámico de los procesos sociales y la propia
Historia. Además, al aceptar un proceso escalonado idéntico para todas
las sociedades, resultaba vano estudiar cada grupo social en particular. Las
culturas tradicionales fueron generalmente consideradas de manera esta-
ble por mucho tiempo antes del contacto europeo. Nada habían hecho de
notable, nada habían producido de duradero antes de la llegada de los
europeos. Esto fue interpretado racialmente como una prueba de la falta
del intelecto creativo entre los salvajes modernos y, también, como una
muestra de la perfecta adaptación de dichas culturas a un medio ambiente
de bajo nivel productivo.113
La perversidad del análisis evolucionista estipulaba un orden subya-
cente bajo el desorden aparente de la diversidad cultural. El método analí-
tico utilizado por Morgan era «histórico-comparativo», con el cual trató
de reconstruir las fases progresivas del desarrollo humano utilizando datos
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113 Ello no significaba, insistimos, que existiera necesariamente una descualificación


racial previa. En efecto, Morgan no era en absoluto indiferente al ingenio político-social
de los nativos. Al igual que el jesuita José de Acosta con respecto a los incas —o el fran-
ciscano Bernardino de Sahagún con respecto a los mahuas—, Morgan se había interesado
por los principios básicos que regían el gobierno, la estructura social, las leyes de descen-
dencia o los sistemas religiosos de algunos de ellos, como la famosa Liga de los iroqueses,
reconociendo el lugar que ocupaban en la escala de la historia. Lo que alejaba a los «salva-
jes» de los «civilizados» era el grado —no la especie— de su capacidad mental intelectiva,
situándolos en una escala evolutiva desigual. Las tesis monogenistas de Morgan estable-
cían un ancestro común para toda la humanidad. Esa creación única garantizaba que
todos los seres humanos compartieran un mismo equipamiento mental y moral. La ac-
tualización de ese potencial dependía, en última instancia, de la mayor o menor perfec-
ción de las instituciones socio-políticas. Como apuntó en su célebre The American Beaver
(1868), si algunos mamíferos, como el castor, habían manifestado algún indicio de inte-
ligencia, ¡qué no cabría esperar del «indio salvaje»! (Valdés Gázquez, 1995: 129-154).

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246 Sistemas de clasificación y exclusión social

derivados de la observación de diversos grupos sociales en determinadas


áreas geográficas, observando las regularidades existentes en su distribu-
ción, sus elementos definitorios —el intercambio promiscuo, la organiza-
ción tribal, la ausencia de propiedad, etc.— así como la evolución y los
cambios observables en un marco natural. Esta perspectiva analítica,
puesta en práctica por John Lubbock (Prehistoric Times, as Illustrated by
Ancient Remaing and the Manners and Customs of Modern Savages, 1865) y
por J. F. McLennan (The Early History of Man, 1869) algunos años antes,
se fundamentaba en la instrumentalización atemporal de los diferentes
sistemas socioculturales utilizados como ejemplos equiparables para deter-
minar el origen de las culturas desaparecidas. Ese «presente etnográfico»
—o historia historizada— se consideraba como un dato base para poder
generalizar sobre variaciones de modelos culturales y conductas humanas
a través de una serie de leyes que era preciso descubrir.114 Sus análisis mos-
traban la necesidad de sustituir los métodos de las técnicas experimentales
y de laboratorio de las ciencias físico-naturales, estableciendo una línea
evolutiva paralela que justificara la unicidad psíquica del género humano
en la diversidad cultural dominante. Desde este punto de vista, los salvajes
modernos fueron incorporados definitivamente en la corriente de la civili-
zación en base a su perfección y crecimiento.
En busca de una realidad objetiva y controlable, la antropología deci-
monónica presentó o, mejor dicho, inventó el atraso y el «primitivismo» de
algunos pueblos como parte de un complejo funcional-organicista que los
ubicaba en el estadio inferior de desarrollo.115 La sociología funcionalista,
de la mano de Herbert Spencer (1820-1903), definió también la sociedad
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como un gigantesco sistema que evolucionaba linealmente, como un orga-


nismo vivo que incluía tanto lo «orgánico» como lo «inorgánico» (First
Principles, 1862). El estudio de la historia mostraba que la sociedad pasaba
por una serie de etapas continuas que iban de lo heterogéneo a lo homogé-
neo, plegándose sobre sí misma en un proceso de integración de la mate-

114 Stocking, 1968.


115 Los llamados «primitivos» fueron des-considerados como fósiles vivientes de los
ancestros humanos, como reliquias de los primeros estadios evolutivos de la humanidad:
eran gente sin escritura, cuyas tradiciones orales proporcionaban un conocimiento escaso
y superficial de su cultura, si bien compartían con sus homónimos «civilizados» un mis-
mo principio pensante (Valdés Gázquez, 1995: 10). Véase también Kuper, 1988.

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De la sangre a la «raza» 247

ria.116 La idea central de esta filosofía sintética se concretaba en un único


postulado ontológico: la ley de la unidad material.117 Por ejemplo, las fami-
lias se integraron, creando la «sociedad de clanes»; los clanes, a su vez, dieron
lugar a la «sociedad tribal», y las tribus integradas produjeron el nacimiento
de la «sociedad nacional». Morgan había llegado a parecidas conclusiones,
estableciendo una conexión genealógica entre todas las naciones que poseían
—o, mejor dicho, que parecían poseer— el mismo sistema clasificatorio. Sin
ir más lejos, la dicotomía societas (organización gentilicia: tribus salvajes y
bárbaras) y civitas (organización política: naciones civilizadas) no se alejaba
mucho de las elucubraciones de su coetáneo Spencer, quien también identi-
ficaba el Progreso con la aparición de instituciones más perfectas que facili-
taban la marcha ascendente de la sociedad: instituciones reproductoras,
como la familia, instituciones explicativas de la muerte, como las Iglesias,
instituciones coordinadoras de todas las partes del organismo social, como
el Estado, instituciones creadoras de riqueza, como las empresas capitalistas,
etc. Pero Morgan y Taylor eran esencialmente antropólogos sociales. Su
principal interés residía en establecer los estadios sucesivos del intelecto
humano, es decir, trazar un esquema organizativo-temporal que explicara,
en primer lugar, la diversidad de los distintos tipos humanos en términos
físicos y culturales y, en segundo lugar, la evolución mental de la humanidad
a lo largo de su historia. Para Spencer, en cambio, el factor decisivo consistía
en averiguar las conexiones entre la mentalidad primitiva, salvaje, y su
entorno físico, relacionando procesos mentales y comportamientos cultura-
les considerados poco avanzados. Todo ello tenía un contenido profunda-
mente moral. Es decir, la historia humana se seculariza definitivamente,
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revelándose como el equilibrio de dos principios antitéticos: por un lado, la


civilización, que evocaba un principio positivo de adaptación, esto es, el
triunfo de la perfección y el avance moral, y por otro, la existencia de espe-
cies humanas o «razas» (confirmadas por la doctrina racialista de Ernest
Renan, Arthur de Gobineau y Gustave Le Bon)118 perfectamente adaptadas

116 Graham, 1997: 2.


117 Iglesias, Aramberri y Zúñiga, 1980: 484.
118 El racialismo implicaba no solamente la existencia de «razas históricas», sino un
cientificismo que apelaba al determinismo inexorable de la «raza»: «el individuo es impo-
tente frente a la raza, su destino está decidido por sus ancestros y los esfuerzos de los
educadores son vanos» (Todorov, 1991: 186).

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248 Sistemas de clasificación y exclusión social

para vivir en diferentes áreas geográficas, aunque incapaces de alcanzar el


óptimo nivel de aquella.119
Spencer diseñó el famoso símil biológico: la sociedad es un organismo
en el cual los intelectuales representan la cabeza, los industriales, el cora-
zón, y los obreros, las manos. Este organismo tan solo podía perfeccio-
narse evolutivamente, pero su supervivencia dependía de la interacción
funcional de cada parte con el totum social. La obsesión por preservar el
orden interno adquirió connotaciones metafísicas y cuasi religiosas. En un
contexto en el que la confianza en el perfeccionamiento y mejora de la
sociedad nacía de la convicción de que el progreso científico y el progreso
moral estaban estrechamente vinculados, cualquier tipo de alteración
podía resultar fatal. Ni que decir tiene que la revolución socialista era letal.
Pero también lo era el intervencionismo estatal, el exceso de religión o la
no integración de un grupo social en las normas generales del sistema. No
es casual que el racismo como ideología surgiera en la Europa decimonó-
nica o en la sociedad racista de los Estados Unidos, una vez suprimida la
esclavitud, en favor de unas prerrogativas «naturales» que favorecían el
colonialismo europeo y la supremacía blanca.120
La oposición entre «colonizadores» —británicos, franceses— y los
«colonizados» —herederos de viejas «civilizaciones» enmudecidas— se
basaba, según Abdul R. JanMohamed, en una alegoría maniquea funda-
mentada en relaciones jerárquicas y a menudo represivas.121 Estas relacio-
nes, definidas como imperiales, definieron la realidad de un mundo
(moderno) en expansión, con diversos centros nodales compitiendo entre
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sí.122 Averiguar la diferencia entre las potencias occidentales y las socieda-


des extra-europeas había sido la principal tarea de los estudiosos que
acompañaron a Napoleón a Egipto, o de William Jones y la Asiatic Society

119 Como apunta George W. Stocking, «the idea of race is built not simply on the
notion of likeness but also on the idea of consanguinity. A race is a group of individuals
who share certain characteristics by virtue of their common ancestry. As physical anthro-
pology subjected these characteristics to more and more measurement, racial likeness
became a statistical rather than an individual phenomenon, and common ancestry be-
came almost a gratuitous assumption» (Stocking, 1968: 165).
120 Wieviorka, 1992: 80.
121 JanMohamed, 1985: 59-87.
122 Bayly, 2004.

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De la sangre a la «raza» 249

de Calcuta.123 Según los planteamientos de Edward Said (1935-2003), uno de


los retos de la cultura contemporánea consistió precisamente en saber
cómo se podían comparar sociedades y culturas diversas («civilizaciones»).
Su reputado Orientalism (1978) representó una crítica implacable a los
mecanismos imperialistas de la fabricación discursiva del «otro» que las
potencias coloniales habían forjado en el pensamiento occidental desde
finales del siglo xvii.124 Si los ilustrados del siglo xviii pensaban el «este»
(mundos extra-europeos; «Oriente») en términos de culturas incapaces de
evolucionar, fuera del tiempo «moderno», el «oeste», entendido como el
progreso inexorable de Occidente, justificaba su dominación (colonial)
por medio de la construcción de unas culturas exóticas, estáticas, dignas
de admiración. La relación entre Oriente, caracterizado por su inmovi-
lismo cultural, y Occidente, definido por el cambio social, reproducía
unas nociones dicotómicas (dominadores/dominados) de poder así como
diversos grados de hegemonía. Sin embargo, Said apostaba por una expe-
riencia cruzada (la de los occidentales y orientales) y por una interdepen-
dencia de los terrenos culturales, separándose del pesimismo foucaultiano
y proponiendo la acción política de los subalternos cuyas voces habían sido
excluidas y marginadas.125
En Culture and Imperialism (1993), Said llevó a cabo un estudio com-
plementario de su obra anterior. Por una parte, amplió el marco geográ-
fico de Orientalism (cuyas ideas estaban referidas fundamentalmente al
Oriente Medio) analizando diversos textos europeos sobre África, India, el
Lejano Oriente, Australia, el Caribe e Irlanda. Pero, por otro lado, Said
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introdujo la respuesta de los intelectuales africanos, asiáticos, americanos


y europeos (particularmente irlandeses) a la dominación occidental, esen-
cialmente anglo-francesa, que culminó con los procesos de descoloniza-
ción del llamado Tercer Mundo. Una obra, sin duda, ambiciosa, que se
preocupó no solo por la lógica hegemónica de la cultura imperial, sino
también por la respuesta de los colonizados a los proyectos del colonizador,
respuesta que años después James Lockhart definió como una combina-

123 Fradera, 2004: 5-7.


124 Said, 1978.
125 Fradera, 2004: 6.

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250 Sistemas de clasificación y exclusión social

ción de receptividad y resistencia.126 Al analizar algunas grandes piezas del


canon occidental (André Gidé, Joseph Conrad, Albert Camus, Ruyard
Kipling) Said prestó especial atención a sus contextos históricos concretos
y al trasfondo político (en un sentido amplio) que había en ellas.127 Por un
lado, como grandes narrativas de la imaginación creadora e interpretativa
occidental; y, por el otro, como marco de la relación histórica y particulari-
zada entre cultura e imperio. En relación con esto, uno de los ejes del poder
colonial británico fue el sentido del deber y responsabilidad ejercido por las
élites británicas durante el siglo xix.128 El poema de Ruyard Kipling, The
White Man’s Burden (McClure Magazine, 1898) fue sin duda una clara jus-
tificación ideológica del dominio colonial, entendido como una noble y
altruista empresa, que sirvió para legitimar el imperialismo británico y el
racismo occidental. Sin embargo, no hay que olvidar que frente a estas for-
mas diversas de proyectos imperiales y de aplicaciones particulares del racia-
lismo en los diferentes contextos coloniales, también aparecerían, aunque
minoritarias, denuncias anti-coloniales y anti-militares desde sectores
izquierdistas europeos, opuestos a la dominación colonial y a sus retóricas
racialistas;129 o expresiones individuales de artistas como el caricaturista
francés Jossot y su denuncia de los «sauvages blancs» (Jossot, 2013).
El racismo y la xenofobia representaron, sin ninguna duda, una de las
consecuencias más dramáticas de la construcción de la identidad nacional
española y europea. Los modelos raciales de hispanidad cobraron otra
modalidad con el racismo científico del siglo xix. En las islas Filipinas las
categorías raciales representaron una forma de acceso y control al poder
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municipal. Las «razas» no eran nociones monolíticas sino categorías con-

126 A una determinada política colonial, la respuesta del colonizado variaba, según
Lockhart (1999: 304-332), en función de variables diferentes: la posibilidad de asimilar
las nuevas directrices en el marco de su concepción del mundo y de la sociedad, el grado
de agresión que las políticas occidentales representaban para sus formas de vida tradicio-
nales, la habilidad en la negociación de los agentes colonizadores, etc.
127 Said, 1993.
128 En sus más recientes trabajos, Niall Ferguson (2003, 2004) apremiaba al «deber
moral» de los estadounidenses para que emularan la forja del orden mundial por el impe-
rio británico, tomando un papel más activo en la reconstrucción de la estabilidad global.
129 Sobre las críticas a las exposiciones y guerras coloniales en el caso francés, véase
Liauzu (1993). Para el caso de España, durante las guerras de Marruecos, véase López
García (1976) y Martín Corrales (2011).

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De la sangre a la «raza» 251

vencionales a través de las cuales se determinaba la ubicación de cada indi-


viduo dentro de la pirámide de poder de la colonia asiática. En aquellas
principalías donde los cargos de gobernadorcillo y cabeza de barangay
resultaron de interés, las élites locales utilizaron las identidades raciales
(ser natural o mestizo de sangley) en beneficio propio para evitar las usur-
paciones ilegales de estos puestos por parte de los peninsulares y mestizos
españoles. Por el contrario, en aquellas principalías donde los cargos muni-
cipales no eran deseados ni apetecidos se sucedieron los manejos de las
categorías raciales para evitar ostentar dichos cargos.130
En la España nacional-católica del siglo xx, el régimen del general
Franco (1939-1975) no exterminó a los judíos, como hizo el antisemitismo
nazi, sino que les privó de sus derechos de ciudadanía. En su Defensa de la
Hispanidad (1934), Ramiro de Maeztu (1874-1936), gran admirador de
Adolf Hitler, defendió el casticismo y la religión católica en la composición
«racial» de la población española, concebida como opuesta al judaísmo y
al islam.131 Este modelo generó notables paradojas en las experiencias colo-
niales más recientes de España en el Protectorado de Marruecos (1912-
1956), en los territorios coloniales del Sahara y en Guinea.132 Y es que «la
raza» en tanto que discurso evolucionista no era el criterio exclusivo de
clasificación en las situaciones coloniales, y el propio concepto variaba
según los países y las colonias.133 En Marruecos la retórica colonial espa-
ñola manejó categorías raciales polisémicas. Por un lado, compartía las
teorías de la raciología, comunes a otros contextos coloniales, que situaban
a los marroquíes en un nivel inferior de civilización. Por otro lado, la
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proximidad de España con Marruecos y la emergencia desde finales del


xix de diversas teorías que hablaban de una comunidad racial de las pobla-
ciones a ambos lados del Mediterráneo (por migraciones en sentido norte
y/o sur; Boëtsch, Ferrié, 1993) fueron utilizadas por los africanistas para
legitimar la colonización de África por España, de acuerdo con una
supuesta «hermandad hispano-marroquí» y con el testamento evangeliza-

130 Inarejos, 2015: 57, 70.


131 Ojeda, 2012.
132 Para un estudio comparativo del colonialismo español en Marruecos y Guinea,
véase Aixelà Cabré (2015).
133 Thomas, 1994: 53-54.

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252 Sistemas de clasificación y exclusión social

dor de Isabel la Católica (Mateo Dieste, 2003a, 2012b). De este modo,


esta particular retórica mezclaba el racismo con la religión católica, para
elaborar la fórmula de una «raza espiritual española».134
Del mismo modo, la superioridad e inferioridad de las razas, primero,
y luego, la degeneración de la «mezcla», justificaron «naturalmente» las
desigualdades morales y políticas en las nuevas repúblicas de América
Latina. Pero esas desigualdades no se basaban en hechos diferenciales sino
en voluntades socio-políticas discriminadoras y esencializadas. En Con-
flicto y armonía de las razas (1883), Domingo Faustino Sarmiento (1811-
1898) definía el descubrimiento de América como el contacto entre dos
razas: la caucásica, que representaba la encarnación de las «formas superio-
res del intelecto», y la indígena, considerada como raza pasiva, prehistórica
e incapaz para desarrollar ningún tipo de civilización. Pero los españoles,
en comparación con los anglosajones, eran asimismo considerados una
«raza» atrasada por sus vicios adquiridos: pereza, indolencia y tradiciona-
lismo absolutista, y sobre todo, por la mezcla entre razas que había obstacu-
lizado el progreso.135 Igualmente, otros intelectuales y políticos argentinos
del siglo xix, como José Ingenieros (1877-1925)136 y Carlos Octavio Bunge
(1875-1918),137 se adscribieron a unos planteamientos positivistas, lamar-
ckianos y social darwinistas para liberar la Argentina de la degeneración
racial; otros empezaron cada vez más a centrarse en bases científicas para
justificar la preeminencia de las «razas» más aptas por encima de las «más
débiles». Nuevos y más modernos argumentos desplazaron el prejuicio
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134 «O sea, que España se mezcló con todas las razas, sin tener sentido racista y uni-
tario, y sin prejuicio alguno. La esencia del catolicismo es antirracista», «La Falange y el
Día de la Raza», Yugo, Manila, 25-09-1938.
135 Sarmiento, 1915: 310. La cursiva es nuestra. Frente a la derrota de 1898, los mé-
dicos eugenésicos españoles, como Felipe Ovilo y Canales y Luis Sánchez Fernández,
adujeron un mestizaje deficiente como la causa de la escasa resistencia del soldado español
(Goode, 2009: 121-142).
136 Como señaló Aline Helg (1990: 42-43), el médico y sociólogo José Ingenieros
creyó en la teoría de la «correlación biogenética» entre clima, entorno físico, raza, institu-
ciones y creencias. De acuerdo con la selección natural y la desigualdad racial, las «razas»
de color eran naturalmente inferiores y no adaptables a la civilización «blanca».
137 En Nuestra América: Ensayo de psicología social (1903), el abogado argentino y
sociólogo Carlos Octavio Bunge trató de demostrar que la composición étnica determi-
naba el «carácter nacional» de los pueblos latinoamericanos (Bunge, 1918: 153).

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De la sangre a la «raza» 253

racial de la teoría de los «tipos» a cuestiones relativas a las diferencias psi-


cológicas, intelectuales y «morales» que justificaban la supremacía racial y,
por consiguiente, la total extinción de las «razas» inferiores.138 Mientras
que en el siglo xviii la «raza» era el término principal empleado para rela-
cionar la naturaleza con el salvaje, en el siglo xix el concepto de «civiliza-
ción» desplegó una jerarquía de valores a través de los cuales la cultura
europea, considerada superior, se definía a sí misma en relación con los
«otros», situándolos en los estadios inferiores de la gran cadena del ser
(O. Lovejoy, 1969). Aunque Charles Darwin lo había ya anticipado en su
famosa sección de The Descent of Man (1871), titulada «On the Extinction
of Races of Man», era necesario preguntarse acerca de la correlación entre
las teorías racialistas que legitimaban la supremacía blanca y la justificación
ideológica del colonialismo europeo.
Contrariamente a las explicaciones del racismo como un fenómeno pre-
moderno o irracional, el libro de David Theo Golberg, Racist Culture. Phi-
losophy and the Politics of Meaning (1993), analizó la racialización (o natura-
lización de las desigualdades sociales) de acuerdo con variaciones históricas
y discontinuidades difundidas desde las sociedades occidentales a los territo-
rios de ultramar. Una vez aceptado que la «raza» no es un atributo «natural»,
sino uno social e históricamente construido, el racismo, entendido como
doctrina ideológica de la desigualdad, no sería una patología de la ideología
liberal hegemónica sino su consecuencia necesaria.139 Del mismo modo, si
los conceptos de nación y sexismo surgieron como resultado del discurso
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138 En este sentido, el término «eugenesia», acuñado por Francis Galton (1883), se
utilizó para entender las leyes básicas de la herencia genética puestas al servicio de una
ideología racista que se orientaba a la mejora de la «raza» (Stepan, 1991: 1-4). Mientras
que la «solución final» fue la culminación de las políticas eugenésicas llevadas a cabo por
los nazis en la Segunda Guerra Mundial, la historia de la eugenesia en América Latina no
recibió la debida atención hasta la publicación del libro de Nancy L. Stepan, The Hour of
Eugenics (1991). De hecho la eugenesia ocupó un lugar importante como expresión sani-
taria de las teorías racialistas en la mayoría de países occidentales, y fue aplicada para la
mejora de las razas tanto en los propios países como en sus colonias. Para este ejercicio
comparativo, véase Bashford, Levinell, 2010.
139 Del mismo modo, Verena Stolcke (1992: 103-197) señaló que el racismo, es decir,
la «naturalización» de la desigualdad social, es una doctrina ideológica mediante la cual
se pretende reconciliar la ilusión de la igualdad de oportunidades con la desigualdad
realmente existente.

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254 Sistemas de clasificación y exclusión social

nacionalista y de género, los conceptos de «raza» y racismo son igualmente


parte de un discurso racializado que de ningún modo se halla fijado en el
tiempo.140 Por el contrario, las formaciones discursivas son siempre dinámi-
cas que dependen de coyunturas económicas, políticas, legales y cultura-
les.141 Metodológicamente Goldberg sitúa el origen de dicho discurso
durante la formación social e intelectual de la modernidad, remontándose
en la historia para entender cómo este modo (racializado) de representar las
configuraciones sociales se consolidó a lo largo de los siglos.
Aunque el pensamiento pre-moderno no pensó las diferencias de los
seres humanos en términos de temporalidades, lo cierto es que generó sis-
temas de clasificación excluyentes. Sin embargo, la expansión colonial
europea trajo consigo una nueva racionalidad centrada en explicar el ori-
gen de otros pueblos a partir de una evolución desigual. El racismo, defi-
nido como una meta narrativa del pensamiento occidental, fue la conse-
cuencia de un contexto epistémico cientifista que se fue desarrollando a
partir del siglo xvi.142 En un contexto de expansión colonial, el discurso
racial resultó extremadamente eficiente para institucionalizar una hege-
monía económica, racial y cultural en las regiones extra-europeas.143 Cla-

140 Del mismo modo, para Nicholas Thomas (1994: 14) el racismo se define como
una característica no-universal de las relaciones inter-étnicas.
141 Igualmente Peter Wade ha llamado la atención sobre la importancia de examinar
los conceptos de «raza» y etnicidad en sus contextos históricos. Sus significados cambian
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a lo largo del tiempo, y por consiguiente «we have to see both of them as part of an enter-
prise of knowledge» (Wade, 1997: 6-7).
142 Así se puede pensar también la interpretación que Zygmunt Bauman hizo del
nazismo y del exterminio judío, presentados no como un acto de locura colectiva, sino
como la trágica consecuencia de un modelo de razón instrumental de la modernidad (en
términos weberianos), que fue aplicado a la ciencia y a una lógica industrial de elimina-
ción de seres humanos (Bauman, 2008).
143 Al respecto, Walter Mignolo señaló que «mientras que la vida y las instituciones
de los europeos se configuraban en torno de la división de clases, en las colonias la vida y
las instituciones seguían respondiendo al racismo» (2007: 111). Sin embargo, también es
cierto que existió un racismo doméstico, centrado en determinados colectivos europeos,
situados al margen del modelo burgués ilustrado, como poblaciones campesinas o secto-
res urbanos que formarían parte de aquellos que De Martino denominaría como subal-
ternos. Además, hay que recordar que la antropología física condujo también sus investi-
gaciones entre diversas «minorías», grupos marginales de delincuentes y prostitutas, como
en los trabajos del criminólogo italiano Cesare Lombroso (1835-1909). De hecho, Lom-
broso incluía también a los anarquistas entre sus clasificaciones (Los anarquistas, 1894).

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De la sangre a la «raza» 255

sificar racialmente a los seres humanos de acuerdo con categorías taxonó-


micas y biológicas fue la característica estructural de la modernidad.144 A
principios del siglo xix, el poligenismo substituyó al monogenismo predo-
minante en los siglos anteriores, y paralelamente una jerarquía social,
basada en categorías de inferioridad y superioridad racial, empezó a tomar
cuerpo en el discurso moderno mediante la ordenación de los datos huma-
nos sobre la variación fenotípica existente.145
Uno de los puntos fuertes de Goldberg consistió en identificar el ori-
gen de las dinámicas raciales con la expansión del modo de producción
capitalista, el secularismo y el individualismo posesivo en ultramar.146 El
liberalismo y la revolución científica modificaron la comprensión política
del concepto de «raza», y a partir del siglo xviii la imaginación europea
empezó a pensar a los «otros inferiores» en términos utilitaristas. Llegados
a este punto, los cuerpos humanos entraron en la lógica mercantil: «they
are classified, ordered, valorized, and devalued».147 Guiadas por la cre-
ciente globalización y el discurso racializado del Estado moderno, las tec-
nologías de clasificación operaron como dispositivos de control disciplina-
rio.148 Autores como Michel Foucault y Thomas W. Laqueur, entre otros,
nos recuerdan que los ideales igualitarios de las revoluciones liberales deci-

144 Según Goldberg (1993: 1, 70), la modernidad podría definirse como un creciente
individualismo personalizado, auto-consciente y atomizado a través del cual se naturaliza
gradualmente el pensamiento racial.
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145 A pesar de los problemas de inteligibilidad con respecto al encuentro con los
pueblos autóctonos del Nuevo Mundo (véase, al respecto, el famoso debate de Valladolid
entre Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de Las Casas, 1550), finalmente se impuso una
interpretación monogenista del origen de los seres humanos en la Europa de finales del
siglo xvi (Goldberg, 1993: 63).
146 Goldberg, 1993: 1. Igualmente Nicholas Thomas (1994: 13) reconocía sin am-
bages que el racismo había sido por largo tiempo el común denominador del colonialismo
europeo, «as a virtually built in and natural product of that encounter, essential to the
social construction of an otherwise illegitimate and privileged access to property and
power».
147 Goldberg, 1993: 54.
148 En su libro The Racial State, Goldberg argumenta que el Estado moderno se for-
ma a partir de la configuración racial: naturaliza la desigualdad de los «otros inferiores» y
los excluye para construir homogeneidad o negar la heterogeneidad. En este sentido, el
Estado racial se caracterizaría por el poder de incluir y excluir a sujetos (o ciudadanos) en
términos raciales, categorizándolos jerárquicamente según patrones fenotípicos (Gold-
berg, 2002).

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256 Sistemas de clasificación y exclusión social

monónicas justificaron la desigualdad entre los seres humanos como fun-


damento de una desigualdad «natural». Para que los pueblos colonizados
—mujeres, negros, indios— no pudiesen tener los mismos derechos que
los ciudadanos (blancos) metropolitanos, fue necesario «inventar» algo
que justificara racionalmente las desigualdades exigidas por el orden social
burgués dominante.
La modernidad fue siempre considerada positiva y, en términos racia-
les, fue siempre blanca o europea, relegando al «otro» africano al ámbito
de la esclavitud.149 Racionalizada de esta forma, la primacía del discurso
racista consistió en pensar a los «otros extra-europeos» a partir de relacio-
nes asimétricas de poder. La superioridad e inferioridad de las «razas»,
primero, y luego, el fundamentalismo cultural, parecían justificar «natu-
ralmente» las desigualdades morales y políticas entre los seres humanos.150
Para Howard Winant, el término «raza» no puede entenderse como un
fenómeno fuera del contexto histórico-social. ¿Cuáles son las condiciones
de creación de estas formaciones sociales racializadas?151 Evidentemente,
otras categorías sociales, como clase, género o nación, permearon la cons-
trucción social y pseudo-científica del concepto de «raza».152 La primera
clasificación, según Goldberg, fue siempre étnico-racial, lo que parecería
sugerir la existencia de un discurso (racializado) universal.153 A su juicio, la
idea o concepto de «raza» sería una categoría socio-cultural que progresi-
vamente fue derivando hacia un discurso fenotípico.
Pero si estos sistemas de clasificación fueron generados en gran parte
en el ámbito académico y por los científicos de la época, su difusión y
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recreación se vulgarizó por medio de un numeroso abanico de instrumen-

149 Baerga, 2015: 20-21.


150 Stolcke, 1995: 24.
151 Como señala Howard Winant (1992: 178), «the fact that 100 years after the end
of slavery blacks are still overwhelmingly concentrated in the bottom strata certainly
suggests that race is still a crucial determinant of economic success». Al respecto, véase
también Stuart Hall, «Raza, articulación…», en Restrepo, 2013: 33-34.
152 Partiendo de la crítica postcolonial, Robert Young (1995) llamó la atención sobre
los discursos científicos victorianos de la hibridez racial, planteando que, si en el siglo xx
la diferencia sexual fue racializada, la noción de «raza» fue asimismo sexualizada.
153 Como señala Young, la noción de raza «has been always racially constructed.
Culture has always been racially constructed» (1995: 54).

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De la sangre a la «raza» 257

tos de la nueva sociedad de masas, desde la publicidad, la literatura de


viajes, la fotografía y las postales, pero también a través de los espectáculos
de feria y las exhibiciones coloniales que se organizaron en Europa y Nor-
teamérica a partir del siglo xix (Bancel et ál., 2002). Verdadero escenario
en que los colonizados hacían de «indígenas», observados por las poblacio-
nes de la metrópoli, que asistían a un espectáculo que pretendía legitimar
el colonialismo y al mismo tiempo construía un conocimiento cotidiano y
perverso sobre la diversidad humana, clasificada en jerarquías raciales
naturalizadas.
¿Fueron las clasificaciones raciales una experiencia histórica exclusiva
de los imperios occidentales? En opinión de Edouard Conte y Cornelia
Essner, la noción de «raza», al igual que las propias categorías raciales, varía
considerablemente de un espacio sociocultural a otro. Cada cultura crea su
propio sistema de pensamiento y sus propias nociones de «raza», así como
su propio modo de resolución de las ambigüedades (mestizaje, criollismo) a
las que puede dar lugar.154 En este sentido, Peter Wade subrayó que las
«razas» existen no tanto como nociones monolíticas de adscripción social,
sino como categorías convencionales a través de las cuales los individuos
compiten continuamente por legitimidad. En lugar de analizar el racismo
como un paradigma histórico y filosófico «desde arriba», Wade (1997)
desarrolló un análisis comparativo con el fin de entender las relaciones
raciales en sus contextos específicos de producción social. Desde una pers-
pectiva histórico-antropológica, Wade analizó los comportamientos racia-
les como un campo relacional a través del cual los grupos étnicos se definen
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a sí mismos como dotados de un origen real o imaginario. La identificación


racial sería, pues, no tanto el resultado de un discurso racial hegemónico,
sino más bien de otros factores en juego, como las tensiones económicas, las
determinaciones de género y los intereses políticos «desde abajo». Desde
este punto de vista, toda identidad racial no es fija sino que se caracteriza
por su maleabilidad y fluidez. Como diría María del Carmen Baerga, las
identidades raciales no se imponen desde el poder, sino que son inestables,
contextuales y negociadas.155

154 Conte y Essner, 1995.


155 Baerga, 2015: 33-34.

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258 Sistemas de clasificación y exclusión social

Queda claro, pues, que las categorías raciales son ambivalentes y pue-
den cambiar dependiendo de coyunturas sociales y económicas. No son
estáticas sino dinámicas y dependen de cómo los individuos se definen a sí
mismos en unas «situaciones coloniales» específicas.156 En este sentido, el
estatus racial de un individuo puede ser negociado.157
Las líneas de investigación siguen abiertas, con sus planteamientos
diversos y no siempre coincidentes, que apuntan sin embargo hacia una
misma dirección: la necesidad de conceder un alto grado de autonomía al
estudio de las sociedades implicadas, enfocando el problema de la coloni-
zación desde una perspectiva más amplia que nos permita reformular con-
ceptos como identidad (y las categorías étnicas y/o raciales), globalización
y modernidad. Algunos historiadores, como Frederick Cooper (2005),
han expresado sus dudas acerca de la operatividad de tales categorías ana-
líticas, avisando que de no revisarlos a fondo podrían distorsionar fuerte-
mente los análisis sociales.158 Los estudios postcoloniales trataron, en pala-
bras de Dipesh Chakrabarty, de «provincializar Europa» a partir de una
simplificación del concepto de modernidad ilustrada.159 Sin embargo,
frente a la vulgata postmoderna, la deconstrucción que hace Cooper de la
modernidad tiene más que ver con lo que Talal Asad planteaba acerca de
escribir una antropología de las potencias occidentales. Es decir, tratar
de entender «the radically form and terrain of conflict inaugurated by it
(Western imperial power): new political languages, new powers, new
social groups, new desires and fears, new subjectivities».160 Y todo ello
desde una perspectiva comparada, que permita incorporar las aportacio-
nes concretas de la antropología y de la historia.
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156 El término corresponde al clásico artículo de George Balandier de 1951 en el que


definía el colonialismo como un proceso eminentemente histórico (Balandier, 1951: 44-79).
157 Baerga, 2015: 35.
158 Cooper, 2005: 7.
159 Chakravarty, 1992; Chakravarty, 2000.
160 Asad, 1992: 323-324.

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Capítulo 6
EPÍLOGO: EL DILEMA
DEL MULTICULTURALISMO

¡Ustedes no son bienvenidos!


(Robert Ménard, alcalde de Béziers, 2015)1

Constatamos que han existido múltiples respuestas al problema de la


antropología y la historia desde corrientes muy distintas, y en diferentes
momentos. Estas respuestas no son monopolio de ningún enfoque teórico,
escuela nacional o perspectiva metodológica. Consideramos importante
aprender de estas variadas propuestas, para que cada investigador pueda
elaborar su propia síntesis y generar su modelo de análisis: la escuela fran-
cesa de los Annales, los estudios en etnohistoria de los pueblos norteame-
ricanos, los estudios en historia religiosa europea, los primeros estudios
coloniales críticos, las aportaciones italianas desde la idea de microhisto-
ria, los estudios pioneros sobre etnohistoria y colonialismo de México,
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Perú, Brasil, así como muchísimos autores que a nivel individual, como
Julio Caro Baroja, han elaborado sus particulares caminos.
Tras la lectura de estas múltiples propuestas debería quedar claro que
la solución no pasa por unir dos disciplinas distintas, sino preguntarse por
qué existe esta fragmentación disciplinar. Evocando de nuevo la metáfora
del mestizaje, este concepto no desafía sino que más bien refuerza la idea
de que existen dos entidades distintas que se fusionan. Del mismo modo,
pensamos que la antropología histórica no es la mera suma de dos distin-

1 <http://internacional.elpais.com/internacional/2015/09/28/actualidad/144345
1409_279006.html>.

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260 Epílogo: el dilema del multiculturalismo

tos, con sus propios métodos (¿etnografía vs. análisis documental?), sino
una declaración de principios que sitúa las sociedades humanas en el punto
de mira del investigador. Retomando el brillante texto de Bernard Cohn
sobre cómo los antropólogos buscan datos para dar sentido a sus hipótesis,
mientras que los historiadores centran sus preguntas sobre cómo obtener
las fuentes, consideramos que estas dos preguntas son perfectamente asu-
mibles en una misma investigación, como creemos haber revelado a través
de este libro.2
Un idéntico espíritu profiláctico lo detectamos en los grandes maes-
tros y maestras del pensar histórico-antropológico, casi un temor, canoni-
zar «un método en antropología histórica». Entendemos perfectamente
estas dudas, y en parte las compartimos. No se trata de «ser» sino de
«hacer».
Tras la deconstrucción postmoderna, las ciencias sociales y humanas
se hallan en un momento de dudas y los caminos son diversos. No aboga-
mos aquí por un relativismo teórico, sino más bien por un eclecticismo
basado en el poder de los clásicos, renovados, repensados, que nos permita
entender mejor nuestro trabajo en relación con la acción social y las relacio-
nes de poder. En 1992, Jean y John Comaroff proponían unas interesantes
directrices generales para el análisis diacrónico de las estructuras sociales,
considerando igualmente los enfoques constructivistas de la acción social y
la agencia. En realidad, estos modelos teóricos que combinan la explicación
de la acción social y de las relaciones de poder estructurales están directa-
mente vinculados al desafío diacrónico: el estudio de estas dos dimensiones
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(agencia y constricción) permite de hecho observar cómo se generan y


transforman estos complejos sociales a través de la historia.
Hemos presentado otras propuestas, como la de la historiadora Ann
L. Stoler, que resultan muy sugerentes para acercarse a los archivos desde

2 Según Cohn (1987: 23-25), «la investigación histórica se basa en la búsqueda de


datos; la investigación antropológica se basa en la creación de los mismos. Por supuesto,
el historiador tiene que encontrar las fuentes en las cuales va a basar su trabajo. Si no
puede encontrarlas, no importa cuán buenas sean sus ideas ni cuán bien pensado el pro-
blema que quiere tratar […]. El antropólogo, al contrario, suele interesarse por un proble-
ma, descriptivo o teórico, y entonces la cuestión viene a ser qué tipo de materiales necesi-
tará para investigar el problema».

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Epílogo: el dilema del multiculturalismo 261

nuevos planteamientos e interrogantes. Si bien es cierto que cada investi-


gador se enfrenta al trabajo de archivo de formas diversas, las reflexiones
de Stoler y otros sobre su manera de abordarlo tienen un gran valor: el
archivo no es visto como un mero almacén de documentación, sino que es
posible considerarlo como un objeto de estudio en sí mismo, y como un
sujeto de la historia, a través de las personas que lo crearon, a través de las
personas que confeccionaron los documentos, a través de las personas de
las que nos hablan esos documentos o incluso, a través de las que hablan
en esos documentos. Interrogar el archivo como fuente resultante de la
interacción entre lo escrito y lo oral, tal y como han hecho Carlo Ginzburg
y Alan Macfarlane, permite reconstruir puntos de vista de personas con-
cretas y relaciones de poder. Se requieren, no obstante, unos útiles episte-
mológicos agudos para poder utilizar las propias fuentes de la dominación,
de la hegemonía de Antonio Gramsci, para hacer emerger la experiencia y
perspectiva de los excluidos por esas instancias de poder. Uno de estos
útiles es el análisis del lenguaje, reconstituyendo a las palabras en el tejido
de significados de su propia época, no el de la época del investigador. La
alerta antropológica frente al etnocentrismo, al carácter situado de nues-
tras palabras insertas en un sentido común, se desplaza al archivo para
contrarrestar un eventual cronocentrismo.
En estas reflexiones estamos escribiendo sobre la interacción entre el
presente y el pasado. Pero en dicha tensión dialéctica el tiempo que los
enlaza tiene diferentes lecturas. El debate sobre las nociones del tiempo y
de la propia historia, como una forma particular de pensar el mundo no es
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una reflexión menor. La falsa dicotomía entre tradición y modernidad,


proyectada sobre países distintos y distantes, sigue atravesando muchos
análisis de la realidad contemporánea.3 Emerge en este debate la fuerza
centrífuga de otros debates como el del relativismo y el universalismo.4
¿Hay una o diversas ideas (culturales) de la historia, en función de las

3 Según Löwenthal (1985), el pasado no solo está en el tiempo sino también en el


espacio, puesto que el pasado se ha construido no solo como tiempo distante sino como
lugar lejano. Y a la inversa, se interpreta que el acercamiento a ciertas realidades lejanas en
el espacio nos lleva a un viaje hacia el pasado. Geertz, 1991: 323. Véase también Ingold,
1996; Rakić, 2004: 231-232.
4 Para una defensa de los valores universalistas y una crítica a los relativismos, véa-
se Todorov, 1988: 5-11; Todorov, 1991.

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262 Epílogo: el dilema del multiculturalismo

sociedades? ¿Hay sociedades históricas, pero sin ideas de historia enten-


dida como relato objetivo en el tiempo, en contraste con sus nociones
mitológicas del tiempo? La solución no parece clara, por la gran variabili-
dad cultural de esas nociones, y a la luz del debate analizado entre Mars-
hall Sahlins y Gananath Obeyesekere. La pregunta clave gira alrededor de
la posibilidad de manejar herramientas diversas para reconstruir las histo-
rias propias y las de «los otros», como por ejemplo los testimonios intere-
sados de los misioneros de la época moderna u otros agentes coloniales. La
expansión imperial europea puso sobre la mesa esta tensión entre las his-
toricidades y las mitologías; la paradoja es que aun imponiéndose una
visión lineal histórica del mundo sobre las mitologías locales, esa misma
historia «robada», en términos expresados por Jack Goody, era en realidad
la visión local y mítica de los agentes coloniales, de un modo similar al
apuntado por Louis Dumont.5
No tenemos la pretensión de homogeneizar las reacciones al colonia-
lismo por una suerte de mecanismos ocultos, sino que justamente quere-
mos mostrar el detalle denso de tener en cuenta casos donde interacciona
la sociedad local en toda su complejidad con la intervención colonial.
El resultado del encuentro (o del desencuentro) en muchos casos fue
diverso y violento y por ello consideramos útil introducir en ese estudio de
las situaciones coloniales los diferentes paradigmas sobre el poder y el con-
tra-poder. De aquellas situaciones resultaron dominaciones destructoras
que aún perduran, como acertadamente ha señalado Ann. L. Stoler en su
último libro Imperial Debris. On Ruins and Ruination (2013),6 dominacio-
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nes acatadas y también diversas acomodaciones, reconstrucciones dialécti-


cas que han generado aquello que muchos otros autores convienen en
denominar «modernidades múltiples».
A pesar de las particularidades de las diversas situaciones coloniales y
de las dialécticas de poder en colonias, protectorados, colonias de pobla-

5 «Nosotros mismos estamos obligados a volver nuestra mirada hacia atrás a nues-
tra cultura y sociedad moderna como una forma particular de humanidad, que es excep-
cional en la medida en que se niega a sí misma por su profesión de universalidad» (Du-
mont, 1987: 212).
6 Stoler, 2013: 1-35.

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Epílogo: el dilema del multiculturalismo 263

ción, plantaciones, gobiernos directos o indirectos, modelos más laicos o


más religiosos, merece la pena destacar que la comparativa de contextos
tan diversos como los analizados por John y Jean Comaroff, Roger
M. Keesing o Jan Vansina ofrece interesantes reflexiones sobre las formas
de contra-poder surgidas tras las revueltas armadas, articuladas en torno a
movimientos de revitalización, recreaciones de la «tradición» y acomoda-
ciones diversas. La transformación de estos escenarios a lo largo del siglo
xx es la muestra evidente de que las relaciones de poder son dinámicas y
van atravesando por diversos lenguajes e interpretaciones. Como ejemplo
de que no solo los académicos son testimonio de estos cambios, véanse las
palabras del cantante ivoriense Tiken Jah Fakoly (n. 1968), exiliado de su
país por sus canciones reggae de protesta:
Après l’abolition de l’esclavage
Ils ont créé la colonisation
Lorsque l’on a trouvé la solution
Ils ont créé la coopération
Comme on dénonce cette situation
Ils ont créé la mondialisation
Et sans expliquer la mondialisation
C’est Babylone qui nous exploite
On en a marre
L’Afrique en a marre marre marre.7

Desde que Émile Durkheim y Marcel Mauss remarcaron el poder de


los sistemas de clasificación, sabemos que las sociedades organizan sus
modos de pensamiento jerarquizando ideas, pero también personas.
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Hemos mostrado el paso de unos sistemas de clasificación como los esta-


tutos de sangre a otros dominados por las ideas de «raza», en sus múltiples
acepciones. La historia continúa y el siglo xx ha visto la recreación de
fórmulas, muchas de ellas contiguas y nuevas transiciones, con nuevos
eufemismos para «raza» como «etnia», y la eclosión de la cultura como
«medida de todas las cosas».
La noción de cultura, como diría Verena Stolcke, sigue siendo hoy día
tan ubicua como ambigua.8 En los últimos años la globalización econó-

7 Fakoly, 2003.
8 Todorov, 1988: 7; Stolcke, 2011: 6.

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264 Epílogo: el dilema del multiculturalismo

mica de la que hablaba el abogado y geógrafo brasileño Milton Santos


(2000) se asocia con una progresiva homogeneización cultural de las socie-
dades post-nacionales, que, sin embargo, ha ido acompañada de una
explosión de identidades locales, tanto culturales, como étnicas y/o racia-
lizadas.9 Los pueblos indígenas de América, Oceanía y del Pacífico sur
reclaman derechos políticos (etno-política) apelando a su autenticidad
étnica originaria mezclada con una retórica de carácter «salvacionista».10
Las migraciones transnacionales suscitan alarma en los países de destino,
cuyos nativos temen que los recién llegados erosionen su identidad cultural
y cohesión social con culturas «diferentes». Otros analistas ven en el mes-
tizaje cultural un antídoto contra los fundamentalismos identitarios, algo
así como la cara amable y tolerante del auge culturalista.
La literatura existente sobre el llamado multiculturalismo es abruma-
dora. Se trata de un fenómeno relacionado con ideologías y políticas esta-
tales que promueven la interacción y comunicación de los grupos étnicos
de una misma sociedad.11 En su libro Multicultural dialogue. Dilemmas,
paradoxes, conflicts (2010), Randi Gressgård se planteó la cuestión del mul-
ticulturalismo desde la problemática de la coexistencia de las diferencias
en un mismo espacio político nacional. Este debate («los seres humanos
son iguales, pero distintos») no es nuevo. A diferencia de los mitos de ori-
gen, las grandes narrativas de la historia (liberalismo, republicanismo) se
proyectan hacia un futuro (utópico) que disuelve al individuo en un ideal
de igualdad universal. El liberalismo (Locke, Smith) ha pretendido huma-
nizarlo a través de unas cualidades supuestamente universales que definen
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al ser humano como tal.


A lo largo del siglo xix los modernos Estados-nación europeos no
eran neutrales desde un punto de vista étnico ni tampoco desde el reli-
gioso. Deliberadamente tomaron partido por uno de los tres pilares en los
que se sustenta el enigma multicultural, a saber, la adscripción nacional.12
En primer lugar, los Estados-nación fracasaron en su aspiración de conse-

9 Santos, 2000: 23-36; Comaroff, 2011: 222.


10 Kuper, 2003: 389-402. En este sentido, Brasil es un ejemplo paradigmático de
revitalización étnico-política. Véase, al respecto, Pacheco de Oliveira, 1999: 21-59.
11 Baumann, 1996; Baumann, 1999.
12 Baumann, 2002: 230.

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Epílogo: el dilema del multiculturalismo 265

guir una ciudadanía universal, transformándola en una serie de derechos


(ius sanguinis, ius solis, o una combinación de los dos) que pasaron a ser «el
privilegio exclusivo de aquellos que eran reconocidos como nacionales de
un país determinado, con exclusión de todos los nacionales de cualquier
otro país constituido».13 Por esta razón, el 11 de noviembre de 2015, el
ultraderechista Robert Ménard, alcalde de la localidad francesa de Béziers,
espetó a tres refugiados sirios que no eran bienvenidos en su ciudad. Para
formar parte de la Unión Europea se precisa contar con vínculos de paren-
tesco o con un empleo estable; por otra parte, la condición de inmigrante
económico o refugiado político no es de ningún modo un «derecho
humano» universal.14
La segunda debilidad del Estado es su falta de neutralidad vis-à-vis la
identidad étnica.15 Tras los procesos de independencia los Estados-nación
latinoamericanos emergentes, en particular Argentina, Chile y Perú, invisi-
bilizaron a las «minorías étnicas» en los proyectos de construcción nacional,
lo que a mediados del siglo xx dio lugar a procesos de revitalización étnica y
etnogénesis.16 En la actualidad las democracias occidentales siguen constru-
yendo barreras para protegerse de la supuesta amenaza de «minorías étnicas»
extra-comunitarias. Unas «minorías» inmigradas, o refugiados políticos,
como los sirios, que actualmente se han convertido en apátridas, reclaman
los mismos derechos de ciudadanía (derechos, prestaciones sociales, etc.) que
aquellos que pertenecen a un Estado nación. Estas nuevas poblaciones móvi-
les (expatriados, refugiados, trabajadores inmigrantes) exigen derechos y
beneficios asociados a la ciudadanía con base en los mismos principios uni-
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versalistas de criterios (neo) liberales que situaron a las élites (blancas) en los
puestos dirigentes.17 Pero la mayoría de ellos no son bienvenidos, como ilus-
tra el epígrafe con el que abríamos este epílogo.
Desde esta perspectiva, uno podría pensar, ingenuamente, que el
multiculturalismo plantea una oportunidad para los grupos minoritarios
de acabar con las desigualdades de clase, raza, género y gozar de los mis-

13 Stolcke, 2001a: 135.


14 Baumann, 2002: 230.
15 Baumann, 2002: 230.
16 Kradolfer, 2011: 41-42.
17 Ong, 2011: 123-136. Véase también Stolcke, 2001a: 136.

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266 Epílogo: el dilema del multiculturalismo

mos derechos y oportunidades que los grupos dirigentes.18 De acuerdo


con la teoría jurídica del iusnaturalismo, todos los seres humanos son
naturalmente iguales y, por lo tanto, deben gozar de los mismos derechos
jurídico-políticos. Pero esta teoría no se corresponde con la realidad.
Autores como Michel Foucault y Thomas W. Laqueur, entre otros, nos
recuerdan que los ideales igualitarios de las revoluciones liberales decimo-
nónicas justificaron la desigualdad entre los seres humanos como funda-
mento de una desigualdad «natural». Para que los pueblos colonizados
—negros, indios— no pudiesen tener los mismos derechos que los ciuda-
danos (hombres blancos propietarios) metropolitanos, fue necesario
«inventar» algo que justificara racionalmente las desigualdades exigidas
por el orden social burgués dominante. Como vimos en el capítulo ante-
rior, la superioridad e inferioridad de las «razas», primero, y luego, el fun-
damentalismo cultural, parecían justificar «naturalmente» las desigual-
dades morales y políticas entre los seres humanos.19 En el caso de las
mujeres, la desigualdad se hallaba en un sexo considerado inferior. En el
caso del racismo decimonónico, la «naturalización» de las desigualdades
de género tenía que ver con una lógica genealógica indeleble («razas mal-
ditas») ligada a la modernidad y reforzada con el discurso científico. Pero
esas desigualdades no se basaban en hechos diferenciales sino en volunta-
des socio-políticas discriminadoras y esencializadas.
La tercera debilidad del Estado es su falta de neutralidad vis-à-vis la
diferencia religiosa: la cultura política de la mayoría de Estados está configu-
rada históricamente sobre la base de un credo religioso. Como señala Bau-
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mann, «los Estados pueden ser laicos con respecto a las religiones, pero
nunca pueden serlo con respecto a sí mismos: ya se trate de un Estado-
nación o de un multiestado-nación, ningún Estado puede ejercer su acción
sin una religión civil propia y específica».20 Para las élites occidentales, los
inmigrantes o refugiados extracomunitarios, especialmente los provenientes
de países musulmanes, como Siria, son portadores de unas culturas irreduc-
tibles al modelo occidental hegemónico. Se trata de un discurso que propor-
ciona las condiciones de posibilidad de esos derechos que se pretenden uni-

18 Nash y Marre, 2001.


19 Stolcke, 1995: 24.
20 Baumann, 2002: 230.

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Epílogo: el dilema del multiculturalismo 267

versales, fundamentalmente éticos, pero que, paradójicamente, refuerza los


binarismos entre el «nosotros» y los «otros». Los multiculturalistas ofrecen
un discurso «relativista» que supuestamente reconoce y protege a los «otros»
culturalmente distintos, pero los sistemas de clasificación social los convier-
ten en la negación de «nuestra» identidad cultural. En lugar de analizarlos
como realidades contextuales e históricas («anti-racionalismo»), las demo-
cracias liberales «inventan» a esos «otros», dotándolos de una condición
esencial, esto es, «ahistórica». Están, por tanto, «determinados cultural-
mente» al cuestionarse su capacidad para adaptarse a la vida pública occi-
dental, lo que favorece la aparición de todo tipo de prejuicios.
Sin embargo, la alternativa al multiculturalismo tampoco ofrece mejor
solución. El relativismo cultural reacciona frente al etnocentrismo multi-
culturalista, exigiendo la protección de las minorías culturales «en peligro
de extinción». Lejos de borrar las diferencias, esa tensión las reafirma a
partir de lo que Gressgård ha definido como un «pluralismo planificado».
El caso de las políticas noruegas de integración de las minorías étnicas es
significativo al respecto. La retórica liberal-democrática se mide a partir de
la capacidad de integración de las minorías —y sus «impurezas»— al orden
cultural hegemónico. En ese sentido, la capacidad de reconocerlas como
iguales pero distintas implica un inevitable proceso de asimilación y/o sub-
ordinación. Un acto de incorporación de sus «peculiaridades» culturales a
un modelo normativo previo, lo que conlleva la transformación de los
inmigrantes extra-comunitarios en «otros diversos» a partir de políticas
nacionales de integración y/o exclusión. La pluralidad y diversidad cultural
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debe ser, pues, normalizada y racionalmente controlada con el fin de estan-


darizar esas mismas diferencias culturales que pretende defender, lo que
convierte al «diálogo multicultural» en un auténtico monólogo.21 Así pues,
cabe preguntarse acerca de las posibilidades del «diálogo multicultural» que
no pase por un «pluralismo planificado» que reifique las diferencias en tér-
minos de clase, raza y género.22
Gressgård señala que las políticas de reconocimiento presuponen la
configuración del sujeto occidental y su universalización como paso pre-

21 Gressgård, 2010: 11.


22 Gressgård, 2010: 11-12.

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268 Epílogo: el dilema del multiculturalismo

vio para la asimilación de los «otros distintos» en un orden cultural hege-


mónico. En los capítulos 4 y 5 demostramos que la objetivación (y sub-
jetivación) de esos «otros» en bárbaros, salvajes, definió en buena medida
la historia del colonialismo europeo. Como apuntó Foucault, son nues-
tras categorizaciones las que permiten reproducir la subjetividad del ser
humano, especialmente en lo que se refiere a nociones de pureza e impu-
reza (M. Douglas, 1984). Las dinámicas entre el orden (pureza) y el
desorden cultural (impureza, caos) tienen que ver, según Gressgård, con
los espacios liminares. Dichos espacios marcan los límites entre lo que
Mircea Eliade definió como lo «sagrado» y lo «profano»; o lo que es lo
mismo, un caos que intenta disolver el orden cultural establecido. Las
migraciones y movimientos transnacionales suscitaron alarma en las
democracias liberales, cuyos ciudadanos temían que los recién llegados
pudieran corromper su identidad cultural y cohesión social nacional.23 Las
minorías étnicas no constituyen evidentemente ninguna «impureza pato-
lógica»; sin embargo, las democracias liberales se niegan a compartir los
privilegios adquiridos con dichas minorías. Al respecto, existen dos tipos
ideales de reacción. Mientras que el multiculturalismo británico apoya las
diferencias, el universalismo francés defiende la necesidad de disolverlas
en la República. En otras palabras, estos gobiernos europeos prefieren
integrarlas, adaptarlas, asimilarlas mediante un proceso de domesticación
cultural —«culturisation»— que disuelva sus peculiaridades en un nuevo
orden simbólico.
Como sugiere Manuel Gonçalves Barbosa, resulta indispensable una
amplia y profunda recomposición del papel educativo de la sociedad
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civil.24 Mientras que las políticas educativas de la aldea global se basan en


unos valores universales que supuestamente prometen la integración,
en realidad discriminan a todos aquellas minorías que no se ajustan a los
parámetros establecidos. No existen fórmulas educativas compartidas que
favorezcan la interculturalidad en términos pedagógicos, por lo que las
minorías étnicas son categorizadas como tradicionales e inferiores. Esta
falacia etnocéntrica es el resultado de la paradoja multiculturalista, basada
en un ideal moderno de igualdad natural que no se corresponde con la

23 Stolcke, 1995: 1-24.


24 Gonçalves Barbosa, 2011: 477-492.

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Epílogo: el dilema del multiculturalismo 269

diversidad (cultural, étnica) de los «otros» seres humanos.25 Para entender


esa paradoja fundacional entre el modelo republicano francés (esto es, la
supuesta homogeneidad cultural de la ciudadanía) y la diversidad (poli)
étnica existente, por ejemplo, en las nuevas repúblicas latinoamericanas,
hay que situar el multiculturalismo como producto indiscutible de la ideo-
logía moderna.26
En este sentido, los trabajos de Louis Dumont (1970; 1986) acerca de
la centralidad del individuo en la ideología occidental resultan indispensa-
bles para comprender los límites de la lógica ideológica de la modernidad.
En palabras del pensador francés, «la idea que nos formamos de otra cul-
tura no depende únicamente de los datos accesibles sino de nuestra forma
de interpretar esos datos y de nuestra forma de pensar en general».27 A
través de la contraposición entre el «holismo» propio de la India tradicio-
nal, y el «individualismo» de la sociedad occidental, Dumont consiguió
poner en perspectiva la modernidad y entender la configuración ideoló-
gica de la antropología desde fuera. Gressgård trata de hacer lo propio con
el fenómeno multiculturalista, concordando con Dumont que el problema
de la modernidad «occurs when holism is confounded with the egalitarian
principles, that is, when non-modern idea-values acquire meaning within
the modern political ideologies».28
Llegados a este punto, Gressgård se plantea la posibilidad de la heteroge-
neidad del sujeto individual en un modelo de comunidad basada en la bondad
de las diferencias, en lugar de una categoría universal de hombre/mujer. Para
ello se basa en la concepción kantiana del juicio reflexivo que pretende alcan-
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25 Este ideal moderno es precisamente lo que caracteriza, según Stolcke, a la empre-


sa antropológica: no el estudio de la diversidad cultural per se, sino «el dilema de cómo
reconciliar la unidad de la especie humana con la manifiesta diversidad cultural» (Stol-
cke, 1993a: 175).
26 Las nuevas constituciones «multi-étnicas» de Bolivia, Chile y Ecuador han cons-
tituido un intento de resolver este problema, pero reificando las etnicidades (De la Cade-
na, 2011: 397-430). Este tipo de reificaciones ha tenido lugar en diversos puntos del pla-
neta, como en Marruecos, donde el Estado marroquí creó instancias afines como el
Institut Royal de la Culture Amazighe (2001) para controlar la «berberidad» y evitar
eventuales movimientos de protesta socio-política de base identitaria. Véase Rachik,
2006.
27 Dumont, 1989: 13, citado en Stolcke, 2001b: 3-37.
28 Gressgård, 2010: 52.

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270 Epílogo: el dilema del multiculturalismo

zar un carácter moral universal, tratando de establecer conexiones entre la idea


de subjetividad y libertad. Una solución teórica a un problema real —la ten-
sión entre la garantía de igualdad de derechos, por un lado, y las diferencias
culturales entre «nosotros-occidentales» y los «otros-inmigrantes», por el
otro— que permita despojarse de los tribalismos y alcanzar un alto nivel de
tolerancia a través de un diálogo abierto y constructivo.29
La descolonización y los movimientos (contra) culturales que surgieron,
como el feminismo, el pacifismo, la lucha por los derechos civiles y el pensa-
miento postcolonial, cuestionaron la primacía del modelo hegemónico occi-
dental del hombre blanco (europeo) como sujeto único del pensamiento
político universal. Paralelamente en los pueblos indígenas han ido constru-
yendo sus identidades a partir de un intenso activismo político, no exento de
una esencialización de sus diferencias culturales.30 La internacionalización
de los movimientos indígenas ha proporcionado a estos grupos un foro de
debate que ha dado lugar a la re-etnificación de América, Asia, África y
Oceanía. La Declaración de los Derechos de los Pueblos Indígenas, adop-
tada el 13 de septiembre de 2007 por la Asamblea de Naciones Unidas,
supuso una revitalización identitaria de los pueblos autóctonos (referencia
común utilizada por la etnología francesa) que demuestra algo que ya sabía-
mos: que las identidades no son fijas ni inmutables, sino que se construyen
y reconstruyen según las dinámicas históricas que le son propias.31
En su libro Ethnicity, Inc. (2009), John L. y Jean Comaroff sostienen
que la construcción étnico-nacional no puede separarse de la corporativi-
zación de la etnia y la mercantilización de la cultura. Para los Comaroff,
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esta mercantilización de la cultura tiene carácter universal y se inserta en


un modelo neo-liberal que, paradójicamente, ha permitido a dichos gru-
pos reforzar y/o construir ex novo sus propias categorías étnicas («lo zulú»,
«lo san»). Una gestión empresarial de su patrimonio cultural tout court que
a través de la creación de parques temáticos, como Shakaland, ha permi-
tido popularizar dicha imagen y comercializarla en su propio beneficio. Al
explotar sus «tradiciones» al servicio del etno-turismo, estas industrias cul-

29 Gressgård, 2010: 63-65. Al respecto, véase también la propuesta de Montero,


2012: 90.
30 Comaroff, 2011: 213-214, 226.
31 Nash, 2002: 39-43.

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Epílogo: el dilema del multiculturalismo 271

turales no disuelven la supuesta «autenticidad étnica» de los pueblos mino-


rizados, sino que muy al contrario, reafirman sus etnicidades a otro nivel.
A un nivel que no es exclusivamente económico, sino político, al permitir
que las etno-naciones de los Estados poli-culturales puedan existir de
acuerdo con sus propios fines.32 Para ello no apelan al multiculturalismo
progresista y buenista, sino al lenguaje de la legalidad. Lo étnico se con-
vierte, así, no solo en algo que puede comprarse y venderse, sino también
en un lenguaje jurídico de atribución de derechos.33
Sin embargo, la empresa capitalista, basada en la ley de la oferta y la
demanda, ha transformado la cultura en mercancía, lo que ha provocado
recelos entre la comunidad científica. El caso del «capitalismo de casino»
muestra con claridad la transformación de las etnias en propietarias corpo-
rativas de un territorio y una cultura, y sus dirigentes, en miembros de
consejos de administración que administran con eficiencia el capital mate-
rial y/o simbólico. La proliferación de estas empresas étnicas ha generado
un debate acerca del tipo de independencia política y cultural de algunos
grupos étnicos, como los navajos o los seminolas, debido al control y a la
supervisión que ejerce el gobierno federal mediante la National Indian
Gaming Commission. Impulsados por el vacío legal norteamericano, que
ha permitido a los indios montar sus clubes y casinos en las reservas,
muchos clanes han obtenido un poder económico extraordinario. En
2006 los seminolas compraron la cadena Hard Rock Café por 965 millo-
nes de dólares (725 millones de euros), lo que plantea la cuestión de si los
casinos garantizan la preservación de las comunidades nativas o si, por el
contrario, representan tan solo una forma de integrar mejor a estos grupos
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en el sistema capitalista. Igualmente se plantean otras cuestiones relacio-


nadas con el etno-capitalismo, tales como los criterios de pertenencia a lo
«étnico» —la sangre, la genealogía, la propiedad— o cómo lo «étnico»
nace —o mejor dicho, renace— precisamente de la incorporación a ese
sistema capitalista (p. ej., el caso de los pomo o los me-wuk californianos).
La recuperación (o «redescubrimiento») de sus «tradiciones» nativas se pro-
duce a posteriori, es decir, como elementos diferenciadores de su identidad
en un espacio social dinámico.

32 Comaroff, 2009: 46-48.


33 Comaroff, 2009: 53-59.

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272 Epílogo: el dilema del multiculturalismo

Para los Comaroff, la perspectiva histórica constituye una herra-


mienta indispensable para comprender las dinámicas de (auto)reconoci-
miento de los grupos étnicos que viven en estos Estados plurinacionales (o
pluri-étnicos), donde los proyectos de revitalización étnica están incluidos en
un modelo de identidad nacional que excluye o limita cualquier tentación
soberanista.34 De nuevo, los Comaroff nos ofrecen dos ejemplos reveladores
de esta legalización de las identidades y sus consecuencias en Sudáfrica. El
primero, los cazadores-recolectores san del desierto del Kalahari, en Bost-
wana, consiguieron reconstituir su alteridad e identidad grupal a partir de la
explotación industrial del Hoodia gordonii (más conocido como xhoba), un
cactus con propiedades medicinales adelgazantes y vigorizantes (el «Viagra»
natural). La presentadora norteamericana Oprah Winfrey, la misma que en
verano de 2009 denunció públicamente que un establecimiento suizo de
complementos se había negado a atenderla por dudar de su «solvencia eco-
nómica», anunció que la solución a la obesidad se encontraba, quizás, en
Sudáfrica.35 Rápidamente muchas empresas farmacéuticas se interesaron
por la comercialización del xhoba, siendo Phytopharm la primera que lo hizo
con el nombre de P57. Sin embargo, los san no se conformaron y reclamaron
la propiedad cultural del producto. En 2001 se estableció un Consejo San,
bajo la tutela del Working Group of Indigenous Minorities in Southern
Africa (WIMSA),36 que velaba por sus derechos intelectuales y por el reparto
de los beneficios.37 Dos años después firmaron un acuerdo que les garanti-
zaba el 6% de los beneficios en forma de royalties. Los dispersos y casi extin-
tos bosquimanos del Kalahari se convirtieron en el orgulloso «pueblo san» a
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través del establecimiento de una etno-corporación que les proporcionó una


coherencia grupal. Ya no eran los desarrapados bosquimanos que languide-
cían en las chabolas del Kalahari, sino que ahora actuaban ante los turistas
como un pueblo dotado de identidad étnica.38

34 Carneiro da Cunha, 2009: 330-332; Calavia Sáez, 2011.


35 <http://www.bbc.co.uk/mundo/video_fotos/2013/08/130809_oprah_winfrey_
racismo_tienda_suiza_jp.shtml>.
36 Comaroff, 2009: 86-98.
37 En los años noventa, algunos grupos étnicos de Brasil reclamaron derechos inte-
lectuales sobre el uso de la ayahuasca, así como su parte de los beneficios (Carneiro da
Cunha, 2009: 314-17).
38 Calavia Sáez, 2011: 375-376.

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Epílogo: el dilema del multiculturalismo 273

El segundo ejemplo de los Comaroff es un caso distinto, puesto que


la identidad grupal de los bakofeng, una nación Bostwana, ya estaba cons-
tituida cuando, en la década de los sesenta, el rey Edward Lebone Molot-
legi I empezó a obtener cuantiosos beneficios de Bakofeng Minerals, una
empresa de la cual los bakofeng tenían el 25% de los derechos de explota-
ción de las enormes reservas de platino existentes en su territorio. La cues-
tión no radicaba tanto en la construcción de una identidad étnica, como
en el caso de los san, cuanto en la introducción de los bakofeng en la
modernidad. Los rituales de la monarquía bakofeng, ahora mucho más
modernos, se vieron enriquecidos con elementos tradicionales. Cierta-
mente, como apunta Calavia Sáez, no podemos pensar que cuando los
europeos se inventan una tradición a partir de la lógica de que cuanto más
antiguo, más auténtico, a eso se le llame Renacimiento, mientras que
cuando son los africanos o los indios quienes lo hacen, los acusemos de
falsificadores.39 En cualquier caso, esa «modernidad» acabó convirtiendo
Bakofeng, Inc., en una «rich nation of poor people»,40 por lo que la dimen-
sión socio-política de la etnicidad no puede soslayarse.
En cualquier caso, queda claro que la construcción étnico-nacional
no puede separarse de la corporativización de la etnia y la mercantilización
de la cultura. Una cultura compartida por miles, millones de personas,
convertidas en consumidoras de símbolos nacionales dotados de copyright
con los que se establece una identificación emocional. Tampoco de la his-
toria, que nos permite entender los procesos de construcción y resignifica-
ción de culturas y etnias esencializadas (¿auténticas?) con registro nota-
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rial.41 Las recientes reivindicaciones nacionalistas en Cataluña son claro


ejemplo de esta esencialización de la cultura, canonizando determinados
rituales, lenguas, costumbres, en detrimento de otras, consideradas poco
«étnicas».42 Los Comaroff señalan que esos sentimientos de pertenencia
nacional son (re)formulados en el interior de políticas neoliberales que
proyectan una imagen corporativa como tipo ideal de los grupos humanos
que poco, o nada, se preocupa por los costos sociales. Con respecto a la

39 Calavia Sáez, 2011: 375.


40 Comaroff, 2009: 110.
41 Calavia Sáez, 2011: 375.
42 Sobre la cuestión multicultural aplicada en Cataluña, véase Delgado, 1998.

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274 Epílogo: el dilema del multiculturalismo

nostalgia de las esencias y, consecuentemente, a la reificación de las iden-


tidades étnicas, cabe preguntarse, como hace Manuela Carneira da
Cunha,43 lo siguiente: ¿a quién pertenece la «cultura»?, ¿en qué medida
estas nuevas identidades asumen el pluralismo étnico que convive en un
mismo espacio social? Y más específicamente, ¿los ethno-futures garantizan
la integración de las diferencias culturales o, por el contrario, las reprodu-
cen, engendrando nuevos mecanismos de exclusión?
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43 «If culture was a concept that anthropologists patrimonialized over time, recent-
ly natives have turned the uses and traditional knowledge (culture) in strategic elements
for political purposes» (Carneiro da Cunha, 2009: 311-368).

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ÍNDICE

Agradecimientos............................................................................ 9
Introducción ................................................................................. 11
Un libro brújula ........................................................................ 12
Entre métodos ........................................................................... 14
Poder y colonialismo ................................................................. 16

Capítulo 1
Antropología e historia: una incómoda pareja de baile .................. 25
1.1. Intentos de aparejamiento ................................................... 28
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Capítulo 2
«Maestros del pensar» histórico-antropológico .............................. 77
2.1. Julio Caro Baroja: un clásico moderno .............................. 77
2.2. Sahlins: cultura, razón práctica e historia .......................... 84
2.3. Comaroff: etnografía y la imaginación histórica................ 91
2.4. Wolf: de nuevo antropología y poder ................................ 98
2.5. William Christian: visiones de antropología religiosa ........ 106

Capítulo 3
Epistemologías y métodos ............................................................. 119
3.1. Interrogando archivos ........................................................ 120
3.2. Etnografía del archivo colonial.......................................... 125

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330 Índice

3.3. Diálogos entre lo oral, lo visual y lo escrito........................ 133


3.4. Teoría social e historia ....................................................... 138
3.5. Historia, historias .............................................................. 142
3.6. Cronocentrismo, memoria y poder .................................... 147

Capítulo 4
Sistemas coloniales de poder y dominación ................................... 153
4.1. De las Indias Occidentales a las Indias Orientales ............. 156
4.2. Entre lo global y lo local ................................................... 166
4.3. Género, clase y «raza»: intersecciones coloniales ................ 175
4.4. Poder, resistencias y acomodaciones: enfoques diacrónicos 188

Capítulo 5
Sistemas de clasificación y exclusión social .................................... 209
5.1. Marginados, herejes e impuros .......................................... 211
5.2. De la sangre a la «raza»...................................................... 226

Capítulo 6
Epílogo: el dilema del multiculturalismo ....................................... 259

Bibliografía ................................................................................... 275


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Títulos de Ciencias Sociales
1 Luis Gracia Martín, El actuar en lugar de otro en Derecho Penal (1985).
2 Antonio Serrano González, Michel Foucault: Sujeto, derecho, poder (1986).
3 Ignacio Peiró Martín y Gonzalo Pasamar Alzuria, Historiografía y práctica social en
España (1987).
4 Fernando Pérez Cebrián, La planificación de la encuesta social (1987).
5 Yolanda Polo Redondo, Desarrollo de nuevos productos: aplicaciones a la economía es-
pañola (1988).
6 Eloy Fernández Clemente, Estudios sobre Joaquín Costa (1988).
7 Gema Martínez de Espronceda Sazatornil, El canciller de bolsillo. Dollfuss en la
prensa de la II República (1988).
8 José Ignacio Lacasta Zabalza, Cultura y gramática del Leviatán portugués (1988).
9 José M.ª Rodanés Vicente, La Prehistoria. Apuntes sobre concepto y método (1988).
10 Cástor Díaz Barrado, El consentimiento como causa de exclusión de la ilicitud del uso de
la fuerza, en Derecho Internacional (1989).
11 Harvey J. Kaye, Los historiadores marxistas británicos. Un análisis introductorio (1989).
12 Antonio Beltrán Martínez, Ensayo sobre el origen y significación del arte prehistórico
(1989).
13 José Luis Moreu Ballonga, El nuevo régimen jurídico de las aguas subterráneas (1990).
14 Santiago Míguez González, La preparación de la transición a la democracia en Espa-
ña (1990).
15 Jesús Hernández Aristu, Pedagogía del ser: aspectos antropológicos y emancipatorios de
la pedagogía de Paulo Freire (1990).
16 Alfonso Sánchez Hormigo, Valentín Andrés Álvarez. (Un economista del 27) (1991).
17 José Antonio Ferrer Benimeli y Manuel A. de Paz Sánchez, Masonería y pacifismo en
la España contemporánea (1991).
18 Gonzalo Pasamar Alzuria, Historiografía e ideología en la postguerra española: la rup-
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tura de la tradición liberal (1991).


19 Sidney Pollard, La conquista pacífica. La industrialización de Europa, 1760-1970
(1991).
20 Jesús Lalinde Abadía, Las culturas represivas de la Humanidad (1992).
21 Fernando Baras Escolá, El reformismo político de Jovellanos. (Nobleza y poder en la
España del siglo XVIII) (1993).
22 José Antonio Ferrer Benimeli (coord.), Masonería y periodismo en la España contem-
poránea (1993).
23 John Clanchy y Brigid Ballard, Cómo se hace un trabajo académico. Guía práctica para
estudiantes universitarios, 2.ª ed. (2000).
24 Eloy Fernández Clemente, Ulises en el siglo XX. Crisis y modernización en Grecia,
1900-1930 (1995).
25 Enrique Fuentes Quintana, El modelo de economía abierta y el modelo castizo en el
desarrollo económico de la España de los años 90 (1995).

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26 Alfred D. Chandler, Jr., Escala y diversificación. La dinámica del capitalismo indus-
trial, traducción de Jordi Pascual (1996).
27 Richard M. Goodwin, Caos y dinámica económica, traducción y revisión técnica de
Julio Sánchez Chóliz, Dulce Saura Bacaicoa y Gloria Jarne Jarne (1997).
28 M.ª Carmen Bayod López, La modificación de las capitulaciones matrimoniales (1997).
29 Gregory M. Luebbert, Liberalismo, fascismo o socialdemocracia. Clases sociales y oríge-
nes políticos de los regímenes de la Europa de entreguerras, traducción de Álvaro Garri-
do Moreno (1997).
30 Ángela Cenarro Lagunas, Cruzados y camisas azules. Los orígenes del franquismo en
Aragón, 1936-1945 (1997).
31 Enrique Fuentes Quintana y otros, La Hacienda en sus ministros. Franquismo y demo-
cracia (1997).
32 Gaspar Mairal Buil, José Ángel Bergua Amores y Esther Puyal Español, Agua, tierra,
riesgo y supervivencia. Un estudio antropológico sobre el impacto socio-cultural derivado
de la regulación del río Ésera (1997).
33 Charles Tilly, Louise Tilly y Richard Tilly, El siglo rebelde, 1830-1930, traducción de
Porfirio Sanz Camañes (1997).
34 Pedro Rújula, Contrarrevolución. Realismo y Carlismo en Aragón y el Maestrazgo,
1820-1840 (1998).
35 R. A. C. Parker, Historia de la segunda guerra mundial, traducción de Omnivox, S. L.
(1998).
36 José Aixalá Pastó, La peseta y los precios. Un análisis de largo plazo (1868-1995) (1999).
37 Carlos Gil Andrés, Echarse a la calle. Amotinados, huelguistas y revolucionarios (La
Rioja, 1890-1936) (2000).
38 Francisco Comín y otros, La Hacienda desde sus ministros. Del 98 a la guerra civil
(2000).
39 Ángela López Jiménez, Zaragoza ciudad hablada. Memoria colectiva de las mujeres y
los hombres (2001).
40 Juan Carmona, Josep Colomé, Juan Pan-Montojo y James Simpson (eds.), Viñas,
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bodegas y mercados. El cambio técnico en la vitivinicultura española, 1850-1936 (2001).


41 Ève Gran-Aymerich, El nacimiento de la arqueología moderna, 1798-1945, traduc-
ción de Inés Sancho-Arroyo (2001).
42 Rafael Vallejo Pousada, Reforma tributaria y fiscalidad sobre la agricultura y la propie-
dad en la España liberal, 1845-1900 (2001).
43 Robert S. DuPlessis, Transiciones al capitalismo en Europa durante la Edad Moderna,
traducción de Isabel Moll (2001).
44 Carlos Usabiaga, El estado actual de la Macroeconomía. Conversaciones con destacados
macroeconomistas, traducción de Montse Ponz (2002).
45 Carmelo Lisón Tolosana, Caras de España. (Desde mi ladera) (2002).
46 Hanneke Willemse, Pasado compartido. Memorias de anarcosindicalistas de Albalate de
Cinca, 1928-1938, traducción de Francisco Carrasquer (2002).
47 M.ª Pilar Salomón Chéliz, Anticlericalismo en Aragón. Protesta popular y movilización
política (1900-1939) (2002).

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aplicaciones al estudio del poder y del colonialismo, Editorial UOC, 2016. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bull-ebooks/det
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48 Ana José Bellostas Pérez-Grueso, Carmen Marcuello Servós, Chaime Marcuello
Servós y José Mariano Moneva Abadía, Mimbres de un país. Sociedad civil y sector no
lucrativo en Aragón (2002).
49 Mercedes Yusta Rodrigo, Guerrilla y resistencia campesina. La resistencia armada con-
tra el franquismo en Aragón (1930-1952) (2003).
50 Francisco Beltrán Lloris (ed.), Antiqua Iuniora. En torno al Mediterráneo en la Anti-
güedad (2004).
51 Roberto Ceamanos Llorens, De la historia del movimiento obrero a la historia social.
L’Actualité de l’Histoire (1951-1960) y Le Mouvement Social (1960-2000)
(2004).
52 Carlos Forcadell, Gonzalo Pasamar, Ignacio Peiró, Alberto Sabio y Rafael Valls
(eds.), Usos de la Historia y políticas de la memoria (2004).
53 Aitor Pérez Ruiz, La participación en la ayuda oficial al desarrollo de la Unión Europea.
Un estudio para Aragón (2004).
54 Gloria Sanz Lafuente, En el campo conservador. Organización y movilización de propie-
tarios agrarios en Aragón (1880-1930) (2005).
55 Francisco Comín, Pablo Martín Aceña y Rafael Vallejo (eds.), La Hacienda por sus
ministros. La etapa liberal de 1845 a 1899 (2006).
56 Pedro Lains, Los progresos del atraso. Una nueva historia económica de Portugal,
1842-1992, traducción de Lourdes Eced (2006).
57 Alessandro Roncaglia, La riqueza de las ideas. Una historia del pensamiento económico,
traducción de Jordi Pascual (2006).
58 Kevin H. O’Rourke y Jeffrey G. Williamson, Globalización e historia. La evolución de
la economía atlántica en el siglo XIX, traducción de Montse Ponz (2006).
59 Fernando Casado Cañeque, La RSE ante el espejo. Carencias, complejos y expectativas
de la empresa responsable en el siglo XXI (2006).
60 Marta Gil Lacruz, Psicología social. Un compromiso aplicado a la salud (2007).
61 José Ángel Bergua Amores, Lo social instituyente. Materiales para una sociología no
clásica (2007).
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62 Ricardo Robledo y Santiago López (eds.), ¿Interés particular, bienestar público? Gran-
des patrimonios y reformas agrarias (2007).
63 Concha Martínez Latre, Musealizar la vida cotidiana. Los museos etnológicos del Alto
Aragón (2007).
64 Juan David Gómez Quintero, Las ONGD aragonesas en Colombia. Ejecución y eva-
luación de los proyectos de desarrollo (2007).
65 M.a Alexia Sanz Hernández, El consumo de la cultura rural (2007).
66 Julio Blanco García, Historia de las actividades financieras en Zaragoza. De la conquis-
ta de Zaragoza (1118) a la aparición del Banco de Aragón (1909) (2007).
67 Marisa Herrero Nivela y Elías Vived Conte, Programa de Comprensión, Recuerdo y
Narración. Una herramienta didáctica para la elaboración de adaptaciones curriculares.
Experiencia en alumnos con síndrome de Down (2007).
68 Vicente Pinilla Navarro (ed.), Gestión y usos del agua en la cuenca del Ebro en el
siglo XX (2008).

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69 Juan Mainer (coord.), Pensar críticamente la educación escolar. Perspectivas y controver-
sias historiográficas (2008).
70 Richard Hocquellet, Resistencia y revolución durante la Guerra de la Independencia.
Del levantamiento patriótico a la soberanía nacional (2008).
71 Xavier Darcos, La escuela republicana en Francia: obligatoria, gratuita y laica. La es-
cuela de Jules Ferry, 1880-1905, traducción de José Ángel Melero Mateo (2008).
72 María Pilar Galve Izquierdo, La necrópolis occidental de Caesaraugusta en el siglo III.
(Calle Predicadores, 20-30, Zaragoza) (2009).
73 Joseba de la Torre y Gloria Sanz Lafuente (eds.), Migraciones y coyuntura económica
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74 Laura Sancho Rocher (coord.), Filosofía y democracia en la Grecia antigua (2009).
75 Víctor Lucea Ayala, El pueblo en movimiento. La protesta social en Aragón (1885-1917)
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76 Jesús Gascón Pérez, Alzar banderas contra su rey. La rebelión aragonesa de 1591 contra
Felipe II (2010).
77 Gaspar Mairal Buil, Tiempos de la cultura. (Ensayos de antropología histórica) (2010).
78 Marie Salgues, Teatro patriótico y nacionalismo en España: 1859-1900 (2010).
79 Jerònia Pons Pons y Javier Silvestre Rodríguez (eds.), Los orígenes del Estado del
Bienestar en España, 1900-1945: los seguros de accidentes, vejez, desempleo y enferme-
dad (2010).
80 Richard Hocquellet, La revolución, la política moderna y el individuo. Miradas sobre el
proceso revolucionario en España (1808-1835) (2011).
81 Ismael Saz y Ferran Archilés (eds.), Estudios sobre nacionalismo y nación en la España
contemporánea (2011).
82 Carlos Flavián y Carmina Fandos (coords.), Turismo gastronómico. Estrategias de mar-
keting y experiencias de éxito (2011).
83 José Ángel Bergua Amores, Estilos de la investigación social. Técnicas, epistemología,
algo de anarquía y una pizca de sociosofía (2011).
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84 Fernando José Burillo Albacete, La cuestión penitenciaria. Del Sexenio a la Restaura-


ción (1868-1913) (2011).
85 Luis Germán Zubero, Historia económica del Aragón contemporáneo (2012).
86 Francisco Ramiro Moya, Mujeres y trabajo en la Zaragoza del siglo XVIII (2012).
87 Daniel Justel Vicente (ed.), Niños en la Antigüedad. Estudios sobre la infancia en el
Mediterráneo antiguo (2012).
88 Jeffrey G. Williamson, El desarrollo económico mundial en perspectiva histórica. Cinco
siglos de revoluciones industriales, globalización y desigualdad (2012).
89 Carlos Laliena Corbera, Siervos medievales de Aragón y Navarra en los siglos XI-XIII
(2012).
90 Enrique Cebrián Zazurca, Sobre la democracia representativa. Un análisis de sus capa-
cidades e insuficiencias (2013).
91 Ignacio Simón Cornago, Los soportes de la epigrafía paleohispánica. Inscripciones sobre
piedra, bronce y cerámica (2013).

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92 Ignacio Peiró Martín, Historiadores en España. Historia de la Historia y memoria de la
profesión (2013).
93 Gabriel Sopeña Genzor (ed.), Aragón antiguo: fuentes para su estudio (2013).
94 José Antônio de C. R. de Souza y Bernardo Bayona Aznar (eds.), Doctrinas y rela-
ciones de poder en el Cisma de Occidente y en la época conciliar (1378-1449) (2013).
95 Elisabel Larriba, El público de la prensa en España a finales del siglo XVIII (1781-
1808) (2013).
96 Emilio Benedicto Gimeno, José Antonio Mateos Royo, La minería aragonesa en la
cordillera Ibérica durante los siglos XVI y XVII. Evolución económica, control político
y conflicto social (2013).
97 José Ángel Sesma Muñoz, Revolución comercial y cambio social. Aragón y el mundo
mediterráneo (siglos XIV-XV) (2013).
98 Alain Hugon, La insurrección de Nápoles, 1647-1648. La construcción del aconte-
cimiento (2014).
99 Arno J. Mayer, Las Furias. Violencia y terror en las revoluciones francesa y rusa (2014).
100 Francisco Javier Ramón Solans, «La Virgen del Pilar dice…». Usos políticos y naciona-
les de un culto mariano en la España contemporánea (2014).
101 Ángel Alcalde, Los excombatientes franquistas. La cultura de guerra del fascismo español
y la Delegación Nacional de Excombatientes (1936-1965) (2014).
102 Raúl Susín Betrán y M.ª José Bernuz Beneitez (coords.), Seguridad(es) y derechos in-
ciertos (2014).
103 María Asunción Bellosta Martínez, Sentir la muerte hoy. El género al final de la vida
(2014).
104 Chabier Gimeno Monterde, Buscavidas. La globalización de las migraciones juveniles
(2014).
105 Jordi Canal, La historia es un árbol de historias. Historiografía, política, literatura (2014).
106 David Vila Viñas, La gobernabilidad más allá de Foucault. Un marco para la teoría
social y política contemporáneas (2014).
107 Javier Rodrigo (ed.), Políticas de la violencia. Europa, siglo XX (2014).
108 Jerònia Pons Pons y Margarita Vilar Rodríguez, El seguro de salud privado y público en
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España. Su análisis en perspectiva histórica (2014).


109 Fernando Arlettaz, Religión, esfera pública, mundo privado. La libertad religiosa y la
neutralidad del Estado en las sociedades secularizadas (2015).
110 Alessandro Roncaglia, Economistas que se equivocan. Las raíces culturales de la crisis
(2015).
111 Laura Sancho Rocher (coord.), La Antigüedad como paradigma. Espejismos, mitos y
silencios en el uso de la historia del mundo clásico por los modernos (2015).
112 José Ignacio Gómez Zorraquino, Patronazgo y clientelismo. Instituciones y ministros
reales en el Aragón de los siglos XVI y XVII (2016).
113 George L. Mosse, Soldados caídos. La transformación de la memoria de las guerras
mundiales (2016).
114 Domingo Gallego Martínez, Luis Germán Zubero y Vicente Pinilla Navarro (eds.),
Estudios sobre el desarrollo económico español. Dedicados al profesor Eloy Fernández
Clemente (2016).

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115 Maurice Agulhon, Política, imágenes, sociabilidades: de 1789 a 1989, ed. de Jordi
Canal (2016).
116 María José Estarán Tolosa, Epigrafía bilingüe del Occidente romano. El latín y las len-
guas locales en las inscripciones bilingües y mixtas (2016).
117 Raanan Rein y Joan Maria Thomàs (eds.), Guerra Civil y franquismo: una perspectiva
internacional (2016).
118 Eugenio García Gascón, Sayyid Qutb. Nostalgia del islam (2016).
119 Bernardo Bayona Aznar y José Antônio de C. R. de Souza (eds.), Iglesia y Estado.
Teorías políticas y relaciones de poder en tiempo de Bonifacio VIII (1294-1303) y Juan
XXII (1316-1334) (2016).
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ciencia
Sociales
Chabier GIMENO MONTERDE
Buscavidas. La globalización de las migracio-
nes juveniles
Jordi CANAL
La historia es un árbol de historias.
Historiografía, política, literatura
David VILA VIÑAS
La gobernabilidad más allá de Foucault.
Un marco para la teoría social y política con-
temporáneas
Javier RODRIGO (ed.)
Políticas de la violencia. Europa, siglo XX
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Margarita VILAR RODRÍGUEZ
El seguro de salud privado y público en Espa-
ña. Su análisis en perspectiva histórica
Fernando ARLETTAZ
Religión, esfera pública, mundo privado.
La libertad religiosa y la neutralidad del Estado
en las sociedades secularizadas
Alessandro RONCAGLIA
Economistas que se equivocan.
Las raíces culturales de la crisis
Laura SANCHO ROCHER (coord.)
La Antigüedad como paradigma.
Espejismos, mitos y silencios en el uso de la
historia del mundo clásico por los modernos
George L. MOSSE
Soldados caídos. La transformación de
la memoria de las guerras mundiales
Domingo GALLEGO MARTÍNEZ,
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Luis GERMÁN ZUBERO Y Vicente PINILLA (eds.)


Estudios sobre el desarrollo económico español
Maurice AGULHON
Política, imágenes, sociabilidades
De 1789 a 1989
M.ª José ESTARÁN TOLOSA
Epigrafía bilingüe del Occidente romano.
El latín y las lenguas locales en
las inscripciones bilingües y mixtas
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Guerra Civil y franquismo:
una perspectiva internacional
Eugenio GARCÍA GASCÓN
Sayyid Qutb. Nostalgia del islam
Bernardo BAYONA AZNAR y
JOSÉ ANTÔNIO DE C. R. DE SOUZA (eds.)
Iglesia y Estado. Teorías políticas y
relaciones de poder en tiempo
de Bonifacio VIII y Juan XXII

Coello, de la Rosa, Alexandre, and Dieste, Josep Lluís Mateo. Elogio de la antropología histórica: enfoques, métodos y
aplicaciones al estudio del poder y del colonialismo, Editorial UOC, 2016. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bull-ebooks/det
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ciencia
Sociales

E L O G IO DE L A A N T ROP OL O G Í A H I S TÓR IC A PA RT E
de una constatación primordial: que el estudio de la
sociedad no se puede emprender sin considerar el
peso de la historia y que las separaciones académi-
cas entre disciplinas deberían poder ser superadas
en beneficio del conocimiento. La antropología no
se puede limitar a situar su objeto en su contexto in-
mediato, sino que su propio sujeto de estudio es la
sociedad como un problema histórico. El libro mues-
tra los complejos intentos de superar esta separación,
presentando enfoques, metodologías y aplicaciones
directas al estudio de las relaciones de poder y los sis-
temas de clasificación social, con una especial aten-
ción a la reconstrucción de las situaciones coloniales.
Copyright © 2016. Editorial UOC. All rights reserved.

Prensas de la Universidad

Coello, de la Rosa, Alexandre, and Dieste, Josep Lluís Mateo. Elogio de la antropología histórica: enfoques, métodos y
aplicaciones al estudio del poder y del colonialismo, Editorial UOC, 2016. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bull-ebooks/det
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