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OLOGI A CONTEMPORA M

PSICOPATOLOGiA
GENERAL
GABRIEL P E S H A K S

EDITORIAL KAPELUSZ
B I B L I OT E C A DE P S I C O L O G I A C O N T E M P O R Á N E A

PSÍCOPATOLOGÍA
GENERAL

GABRIEL DESHAIES
Médico de Hospitales Psiquiátricos - Doctor en Letras

E D I T O R I A L K A P E L U S Z
Moreno 372 Buenos Aires
Título de la edición original:

PSYCHOPATHOLOGIE GENÉRALE
Publicada por Presses Universitaires de Francc, París (© , 1959)

Traducción de
BEATRIZ NOEMÍ PADULA DE NASSIF

T odos los derechos r e s e r v a d o s por (© , 1961).


E d i t o r i a l K a p e l u s z , S. A. - B u en os A ire s .
Hecho el depósito que e s t a b le c e la ley 11.723.

Publicado en junio de 1961.

LIBRO DE EDICIÓN AR GE N TI NA
)

Í N D I C E

Pa c .
Prejacio .................................................................................................................... 1

P rimera P arte

CONCEPTOS Y MÉTODOS

C apítulo i. L os puntos de vista ........................................................................... 5


1. Primer enfoque ................................................................................................ 5
2. Teorías y métodos .......................................................................................... 8
3. La indagación fundamental ......................................................................... 17

C apítulo ii . Noción de lo patológico ................................................................... 25


1. Interés del problema ................................................................................. 25
2. El estado mórbido .......................................................................................... 27
3. Los conceptos .................................................................................................. 31

Capítulo iii. De la terminología ........................................................................... 47


1. La heterogeneidad del vocabulario .......................................................... 47
2. Los errores formales ..................................................................................... 49
3. La trasposición analógica ............................................................................. 52
4. La desnaturalización terminológica .......................................................... 55

Secunda P arte

LA PERSONALIDAD MÓRBIDA

Capítulo i. Personalidad y personaje ................................................................... 59


1. La personalidad normal ............................................................................... 59
2. El personaje .................................................................................................... 62
3. Personalidad mórbida y personalidad anormal ...................................... 63

VII
Pío.
C apítulo ir. La conciencia mórbida ..................................................................... 67
1. La toma de conciencia ............................................................................... 68
2. La penetrabilidad ............................................................................................ 71
3. La actitud del enfermo ................................................................................. 73

C apítulo iii . El universo mórbido ......................................................................... 77


1. La experiencia delirante ............................................................................... 77
2. La personalización ......................................................................................... 81
3. La dcspersonalización .................................................................................... 83
4. El universo mórbido y el mundoreal ....................................................... 85
5. Evolución de la personalidad m ó r b id a ...................................................... 88

C apítuo iv . La expresión ............................................................................................ 91


1. Caracteres generales ....................................................................................... 91
2. La expresión corporal ................................................................................... 94
3. El lenguaje ........................................................................................................ 97
4. Los actos .......................................................................................................... 100
5. Las obras .......................................................................................................... 101

C apítulo v. La comunicación ................................................................................... 107


1. Relaciones entre la expresión y la comunicación ................................ 108
2. Formas de la comunicación ....................................................................... 110
3. El procedimiento de comunicación .......................................................... 112

C apítulo vi. El enjermo y el grupo social ........................................................ 115


1. El umbral de tolerancia de losgrupos ................................................... 115
2. El umbral de tolerancia del enfermo ...................................................... 118
3. Influencias sociales del enfermo .............................................................. 119

T ercera P arte

LAS ESTRUCTURAS PATOLÓGICAS

C apítulo i. Las formas temporales ......................................................................... 127


1. Tiempo y duración ........................................................................................ 127
2. La duración mórbida ................................................................................... 130
3. La evolución mórbida ................................................................................... 134

C apítulo II. Estructuras y nosografía ................................................................ 141


1. La o las locuras .............................................................................................. 141
2. La nosografía .................................................................................................. 143
3. Las estructuras ................................................................................................ 148
4. Diagnóstico y pronóstico ............................................................................... 155

VI H
P R E F A C I O

La rápida revisión de los conceptos, de los métodos y aun


de los valores, es una de las características de nuestra época.
La alteración de los géneros, las transposiciones de un orden
a otro, los ensayos sistemáticos, contribuyen con renovacio­
nes felices, suscitan descubrimientos, permiten superaciones,
pero también producen estériles o nocivas combinaciones, y
ocultan o descuidan muchos problemas fundamentales.
La psicopatología no escapa a ese movimiento. Esto acre­
cienta el interés por ella, sin facilitar en todos los casos la
tarea de quien desearía adquirir una visión clara y precisa
en ese campo.
Por sus problemas esenciales, la psicopatología. general
toca el fondo de la persona humana y los valores de la exis­
tencia social. Crea una perspectiva privilegiada para abordar
el estudio del hombre, sin ser, no obstante, ni exhaustiva ni
exclusiva.
En un espacio tan restringido, no podríamos tratar con
toda la amplitud deseable el conjunto de los fenómenos psí­
quicos mórbidos y sus concepciones doctrinarias. Sin embar­
go, queremos dar un panorama general y una orientación
crítica, definiendo cada vez que sea necesario la posición
lomada, sin largos argumentos ni pesada erudición. En estas
circunstancias debemos asumir deliberadamente el riesgo de
parecer muy breves en algunos puntos y avaros en las citas.
Aligerar, seleccionar, simplificar, son intenciones loables que
muy pronto encuentran sus límites, por poco que se tenga el

1
cuidado de no deformar nada y de guardar el contacto con
los hechos. Ciertamente, no hay más que una manera de pre­
tenderlo. La nuestra nos ha parecido buena, sin duda, puesto
que la hemos adoptado, y creemos no ser los únicos en juz­
garlo así.
Nos ha parecido útil ordenar una exposición de este gé­
nero de acuerdo con tres objetivos principales: en primer
lugar, los conceptos y los métodos, que definen la materia
y los medios del estudio; luego, la personalidad, centro y
forma viviente de la psicopatología; y, finalmente, las es­
tructuras patológicas, modalidades formales y evolutivas de
los procesos mórbidos, cuyos determinismos generales serán
examinados desde el doble punto de vista teórico y práctico.

2
P r i me r a Parte

CONCEPTOS Y MÉTODOS
Capítulo I

LOS PUNTOS DE VISTA

Toda exposición de psicopatología general participa a la


vez del interés y de las vicisitudes de la psicología y de
la patología, con sus implicaciones filosóficas confesadas,
inconfesadas o inconfesables. Por ello se impone aún más
la necesidad de definir en primer término la perspectiva
adoptada y los principales temas, conceptos y métodos utili­
zados. En este campo todavía incierto, una toma de concien­
cia propiamente metodológica es el ejercicio más saludable.
En la medida en que aspire a un conocimiento científico,
la psicopatología no se define por dogmas consagrados, sino
por los enfoques de una cierta indagación sobre el hombre
enfermo, de la cual no podrá desinteresarse el hombre sano,
o quien crea serlo, sin estar seguro de seguir siéndolo. Punto
de vista o enfoque que indican bien una orientación actual
y un objetivo más o menos lejano, cuya accesibilidad no está
inicialmente dada sino que debe conquistarse.

1. PRIMER ENFOQUE.

Parece simple atribuirle a la psicopatología general, co­


mo objeto, la patología mental. Ello supone dos postulados:
1° El psiquismo y sus perturbaciones constituyen un conjunto
de fenómenos bastante originales y autónomos en relación
con los fenómenos corporales, como para que el estudio di-

5
recto de éstos no sea suficiente para el completo conocimien­
to de aquéllos. No se trata aquí de un principio a priori
apoyado sobre el dualismo de cuerpo y alma, sino dé un
principio metodológico de apreciación de nuestros conocimien­
tos y de diferenciación cualitativa de los sistemas de los
fenómenos estudiados. 2 ° En ese estudio se utiliza una vía
de acceso especial, perteneciente al plano de la personalidad
humana, que se impone cualesquiera sean los otros métodos
empleados. Dicho de otra manera: si existe un “ hecho psi­
cológico humano” , existe un “ hecho psiquiátrico” que de­
termina un objeto y un método de estudio propios. Si estos
postulados pueden ser teóricamente rechazados en nombre de
una concepción ideal de la ciencia acabada, nos parecen casi
indispensables, a posteriori podríamos decir, en el caso de
una ciencia incompleta y quizá inacabable.
Admitido el dato psiquiátrico, se encuentra definido un
objeto que se pi'esenta como el objeto mismo de la psiquiatría.
Desde un principio muy adherida a la patología orgánica, la
psiquiatría se muestra hoy totalmente impregnada de psico­
logía, y hasta de sociología; y no desdeña las teorías, aunque
con suerte muy desigual. ¿La psicopatología se reducirá,
pues, a la psiquiatría? No, son hermanas gemelas, pero con
destinos, a pesar de todo, muy diferentes.
Aunque sea calificada de general, la psiquiatría sigue
siendo esencialmente médica. Tiene por objeto el estudio de
la patología mental; por fines, la terapéutica, la profilaxis,
la readaptación social; por método, el método experimental
provisto de los diversos medios medicinales, quirúrgicos y
psicológicos. Por cierto, no le está vedado al psiquíatra ali­
mentar ideas generales o edificar teorías, en cuyo caso se
pone en psicopatólogo, para lo mejor y para lo peor.
Corresponde a la psicopatología general elaborar los ma­
teriales de la psiquiatría en forma de teoría del conocimiento
de estos fenómenos especiales. Para hacerlo, necesita ampliar
las perspectivas y recurrir a nociones procedentes de otras
disciplinas. Si aquella teoría estuviese científicamente esta­

6
blecida, la psiquiatría sería su aplicación, con modalidades
técnicas diversas.
A pesar de la enorme cantidad de valiosos trabajos reali­
zados por neurofisiólogos, endocrinólogos, psiquíatras, psicó­
logos (analistas, conductistas, estadígrafos, etc.), y sociólo­
gos, ninguna teoría alcanza a dar cuenta exacta del conjunto
de los fenómenos psicopatológicos. Si bien la marcha del
pensamiento tiende hacia la unidad, resulta muy difícil, sin
duda, para el hombre, abarcar a todo el hombre. ¿Podría
uno asombrarse de ello cuando se conocen las transformacio­
nes sufridas en cincuenta años por la teoría de nuestros co­
nocimientos en física, por ejemplo? Así como los conceptos
de Dios, de Absoluto o de Verdad, ¿no conserva el concepto
de ciencia un valor mítico? Sin duda está en la condición
humana no poder “ desmitificarse” sino “ remitificándose” de
otra manera. Lo cual no excluye la posibilidad de un pro­
greso real.
A falta de una ciencia acabada en lo que a nuestro pro­
pósito concierne, el estadio de las investigaciones delibera­
damente orientadas se encuentra en pleno desenvolvimiento
y promete ser fecundo. Por eso, tan deseables son los ensayos
de sistematización a título de actualización o de hipótesis de
trabajo, como son enojosos y estériles los dogmatismos que
pretenden congelar en ellos mismos a los fantasmas de una
ciencia siempre superable o superada. Por consiguiente, la
enseñanza debe poner el acento menos sobre lo que es, y más
sobre lo que se hace y sobre su crítica. La tarea no es en
este caso más fácil.
En un primer enfoque, definiremos a la psicopatología
general por tres caracteres: 19 Aspira al conocimiento de las
estructuras esenciales de la personalidad mórbida y de
las causas de la patología mental. 29 Ofrece una perspectiva
a la vez teórica y crítica, abarcando todos los aspectos de
la actividad psíquica mórbida. 39 Tiende a integrar su saber
en el conocimiento científico total del hombre.
Estos enfoques, legítimos y necesarios, nos muestran has­
ta qué punto la psicopatología se encuentra ligada, por una

7
parte a la psicología y a la sociología, y por otra, a la medi­
cina y a la biología. Relaciones peligrosas a veces, pero in­
evitables, puesto que ninguna disciplina puede aislarse com­
pletamente del movimiento filosófico y técnico de la época.
A despecho de una especialización frecuentemente extremada,
cada disciplina estimula su vanguardia. . . y conserva su
retaguardia, cuya actividad de retardo no siempre carece de
utilidad.

2. TEORÍAS Y MÉTODOS

Apuntar, tender, aproximar, criticar, esperar, revelan una


cierta posición, sin constituir ni una teoría ni un método.
Esto es verdad; con todo, más vale no jugar que hacerlo con
cartas marcadas. ¿Significa esto rechazar toda doctrina?
Ciertamente que no.
Erigir en teoría legítima de la patología mental a tal
o cual doctrina, por valiosa que parezca desde determinados
ángulos, sería volver a suponer resueltos los principales pro­
blemas, disimular las lagunas, las contradicciones, las pro­
fundas incertidumbres, a cambio del muy magro beneficio
de una comodidad intelectual superficial y precaria. La
psicopatología puede y debe, por el contrario, alimentarse
en muchas teorías, y manejar muchos métodos. No se trata
de resucitar un eclecticismo académico, en el cual se sospe­
charía con justicia el escepticismo irónico o la vanidad. No
se trata de llegar a una síntesis hoy inoperante, pues ella no
pasaría de ser una unificación verbal que desnaturalizaría,
en mayor o en menor grado, las perspectivas propias de cada
doctrina. Se trata solamente y sobre todo, de preservar de
una falta de claridad perjudicial a los diversos aspectos de la
realidad y a sus correlativos procedimientos de estudio, con
vistas a una más eficaz integración ulterior.
Teorías y métodos se entrecruzan y con frecuencia se en­
gendran mutuamente. Grosso modo, los sistemas doctrinarios
valen en la medida en que orientan las investigaciones y es­
tablecen métodos; son falsos y a veces nocivos precisamente

8
en la medida en que se afirman como sistemáticos. Los ejem­
plos no faltan.
En el siglo xix, la psiquiatría fue estructurada aproxi­
madamente sobre el modelo de la medicina general; lo cual
ya era un progreso considerable. El esfuerzo apuntaba a la
descripción clínica y a la caza de las lesiones orgánicas. El
método anatomoclínico había llevado a Bayle, desde 1822,
a relacionar las perturbaciones intelectuales (demencia) con
las lesiones meningoencefálicas, cuya etiología infecciosa
fue posteriormente demostrada. Las afasias descriptas por
Broca y W em icke, provenían de lesiones cerebrales circuns­
criptas. La orientación biológica, el predominio acordado a
la causalidad física, invitaban a construir una psicopatología
que no fue otra cosa que una neuropatología. Por falta de
“ causas” tan visibles, las nociones de constitución, de heren­
cia, de degeneración, tuvieron un papel supletorio y permi­
tieron permanecer en el terreno orgánico. Entre las lesiones
y los síntomas, el psiquismo había desaparecido sin que se
dieran cuenta. La semiología mental era directamente apli­
cada sobre las estructuras orgánicas conocidas o supuestas.
Esa concepción señala una etapa histórica. Su sistema­
tización demasiado simplista, y artificial, fundada sobre
hipótesis erróneas de especificidad y de correlaciones psico-
orgánicas, no daría lugar a que la doctrina sobreviviera largo
tiempo. En cambio, el método anatomoclínico subsiste bajo
formas técnicamente perfeccionadas. Aplicado allí donde es
necesario y como es necesario, conserva todo su valor. La
histopatología, particularmente la nerviosa, la bacteriología,
etcétera, tienen siempre carta de ciudadanía en la psiquiatría,
donde continúa imponiéndose la investigación de los deter-
ininismos físicos. En esa perspectiva se colocan las indaga­
ciones experimentales de la neurofisiología, la psicocirugía,
y el estudio experimental de las drogas productoras de
perturbaciones psíquicas (que J. Delay bautizara, con sentido
preciso “ psicofarmacología” ) \ En el otro extremo, la psico-

1 Por comparación entre la clínica psiquiátrica y la toxicología. J. D elay


y J. T huillier : Psychiatrie experimentóle et psychopharmacologie. Semaine des
llôpitaux de Paris, 22-10-1956, página 187.
9
logia tradicional, volcada hacia los fenómenos de conciencia,
cultivaba el análisis reflexivo e intelectualista. Se manifes­
taba resueltamente dualista. El espíritu, dividido en faculta­
des bien ordenadas, era a veces brutalmente zarandeado por
la enfermedad o el pecado, surgidos como un perro en un
juego de bolos. Los imperativos metafísicos actuaban en el
seno mismo de la observación psicológica.
Abandonemos la doctrina y limitémonos al método: la
introspección. Por mucho que haya sido desacreditada por
los partidarios de una psicología científica, objetiva y experi-
mentalista, debe reconocerse que sería bastante vano querer
prescindir de ella. Sin confundir a Théodule Ribot con V íc­
tor Cousin, a Pierre Janet con Maine de Biran, a J. P. Sartre
con Théodore Jouffroy, la actitud introspectiva, ampliada o
profundizada tanto como se quiera, subsiste auténticamente
como método de análisis. La fenomenología existencialista
contemporánea lo prueba al querer restituir a su sencillez
primaria las experiencias vividas por el hombre, aun enfermo.
Cuando uno proyecta sobre los otros y sobre el mundo los
valores de conciencia y las significaciones, no hace casi otra
cosa que objetivar lo subjetivo, proclamando así la primacía
genética de lo objetivo socializado; el cual no toma, final­
mente, su sentido sino cuando vuelve a ser subjetivizado. Así,
no debe uno asombrarse de que en toda relación interhumana
se halle presente la introspección.
La necesidad de una objetividad rigurosa llevaba a apli­
car en psicología normal y patológica el método de las cien­
cias biológicas, entonces en pleno auge. El behaviorismo, a
la manera de Watson y de algunos de sus discípulos, ilustra
esa posición doctrinaria. El estudio objetivo del comporta­
miento humano considerando únicamente las manifestaciones
motrices y secretorias, se consideraba necesario y suficiente.
La psicología humana se reducía a una psicología animal
montada sobre una fisiología glandulomotriz. Este objetivis­
mo demasiado consecuente y demasiado estrecho tropieza de
inmediato con la orientación de los comportamientos, con la
finalidad de los actos, con la significación de las situaciones.

10
Todas estas nociones volvieron a introducir los valores sub­
jetivos de los cuales la doctrina pretendía prescindir. El
behaviorismo se ha suavizado, diversificando totalmente los
procedimientos de estudio de los comportamientos. Ahora ya
casi no se sabe si animaliza demasiado al hombre o huma­
niza demasiado al animal.
Después de los primeros trabajos de Pavlov y de Betche-
rew, que se remontan a unos cincuenta años atrás, la refle-
xología se constituyó en doctrina unificadora de la psicología,
la psicofisiología, y la psicopatología. El acopio de hechos
se ha enriquecido mucho gracias a los trabajos de los expe­
rimentadores rusos y americanos. Y, justamente, ha aumen­
tado la separación entre los hechos experimentales y la inter­
pretación teórica. La concepción de un sistema corticovisce-
ral en el cual la corteza cerebral juega el noble papel de un
mosaico funcional, en el que la asociación variable de las
neuronas, ligada a fenómenos químicos de asimilación y de
desasimilación, se traduce en procesos nerviosos de excitación
y de inhibición, es satisfactoria por la unidad del punto de
vista y la simplicidad de los conceptos. Y hasta un tanto
demasiado satisfactoria.
Del reflejo condicionado, en el sentido neurológico del
término, al comportamiento animal y a la conducta humana,
hay mucha distancia, aun admitiendo dos niveles de señala­
miento (primario, sensorial, común; y secundario, simbólico,
como el lenguaje), y toda la complejidad que se quiera para
los condicionamientos y descondicionamientos. La noción de
neurosis experimental y los hechos correspondientes ilustran
a la vez sobre el valor del método y la insuficiencia de la
teoría. Ya no se trata de mecanismos neurofisiológicos obje­
tivamente comprobados, sino de una conceptualización hipo­
tética formulada lógicamente a partir de las reacciones
nomportamentales mismas, y transpuesta en términos refle-
xológicos según los principios fundamentales de la doctrina.
Eon otras palabras, y en una posición bien diferente, vuelve
u encontrarse el verbalismo tan justamente reprochado a los
doctrinarios del paralelismo psicofisiológico o del psicoaná­

11
lisis, por ejemplo. La doctrina reflexológica no constituye
actualmente una teoría exacta y válida por sí sola en psico­
patología. Pero el método experimental de los reflejos con­
dicionados sigue siendo muy valioso.
El psicoanálisis ofrece una doctrina que tiene la ventaja
de abarcar al hombre sano tanto como al enfermo, a la psico­
logía social y hasta a la sociología, tanto como al individuo.
¿Podría ignorárselo cuando se ha infiltrado en todo y ha
llegado a edificar una teoría psicopatológica? Seguramente
no. ¿Se deduce de ello que deba adoptárselo como la única
doctrina válida y científicamente establecida? Sería cómodo
y perezoso creerlo. Los mismos psicoanalistas se ponen en
guardia contra un exceso de confianza o de facilidad. La
historia del movimiento psicoanalítico, comenzando por los
trabajos de Freud, muestra en qué medida continúa siendo
incompleta y frágil la sistematización doctrinaria, y cómo se
modifica según los autores, las épocas, y los fenómenos es­
tudiados.
La orientación del psicoanálisis se ha desplazado de lo
inconsciente, de lo reprimido, a lo reprimente, el yo y sus
defensas; después, hacia la relación objetai y las reacciones
del medio social. Los estadios descriptos en el desarrollo
instintivoafectivo responden a una e s q u e m a tiz a c ió n muy
discutible; no obstante lo cual sirven de referencias constan­
tes en la apreciación de los fenómenos patológicos. El sistema
de las tres instancias del aparato psíquico freudiano (el ello,
el yo y el super yo) permite todavía con bastante frecuencia,
una comedia mitológica de tres personajes que repiten una
situación triangular estimada por el análisis y el analista.
Se dice que sólo se trata de una manera cómoda de analizar
los conflictos dinámicos, de conceptualizarlos y de hablar de
ellos. Después de haber sido mucho, ¿no sería esto dema­
siado poco? El mismo comportamiento se interpreta en fun­
ción de la agresividad, de la culpabilidad, o de la angustia,
según que uno se incline a sistematizar en el sentido del ello,
del super yo o del yo. Si es necesario remontarse cada vez
más alto en el estudio genético de los fenómenos, de ello

12
resulta una teoría diferente del yo, y por consiguiente, un
ordenamiento estructural dinámico diferente de las neurosis
y de las psicosis. Por ejemplo, la histeria de conversión era
clásicamente concebida como el resultado de una regresión
a la fase genital infantil, vinculada al conflicto edipiano.
Esto no se niega hoy, pero se tiende a agregar allí una fija­
ción y una regresión pregenitales que terminarán, genética­
mente, por importar mucho más. Ahora bien, no es lo mismo
admitir o no un yo genital, un yo pregenital, o un yo fetal.
La parte de interpretación hipotética o gratuita sigue siendo
considerable y vuelve aleatorias o equívocas importantes ar­
ticulaciones de la teoría psicopatológica. La coincidencia de
los analistas (y aun es preciso que sean del mismo orden)
no demuestra aquí la exactitud de la teoría, pues se debe
en gran parte a la aplicación de los mismos principios y de
las mismas reglas interpretativas a través de un lenguaje téc­
nico común.
Si bien teoría y técnica están íntimamente ligadas, se ins­
piran la una en la otra, varían en conjunto como bien lo
muestran las posiciones freudiana, adleriana, jungiana y klei-
niana, los procedimientos de “ maternage” y de “ paternage” 1;
de tal modo que los métodos psicoanalíticos y de inspiración
psicoanalítica siguen siendo disociables de, las doctrinas,
como trató de demostrarlo Dalbiez hace veinte años. La teoría
psicoanalítica se muestra incompleta en psicopatología e in­
constante en el encadenamiento de hipótesis en cascada, por
lo cual hay dificultad en saber hasta qué punto éstas pueden
ser válidas. Esa teoría exige una nueva elaboración más es­
tricta, que posiblemente la alejará mucho de sus orígenes.
Por el contrario, el método proporciona siempre experiencias
y materiales de capital interés, por el estudio de las asocia­
ciones libres, de los sueños y de su interpretación simbólica,
por el análisis de la relación enfermo-terapeuta, con las reac­
ciones transferenciales e intertransferenciales. Indiscutible­
mente, el psicoanálisis conserva un valor heurístico.

1 Términos usados para designar la función maternal o paternal ejercida


sobre alguien por quienes no son sus verdaderos progenitores (N. de la T .).

1S
La invasión de los círculos médicos por los conceptos
psicoanalíticos pone en evidencia el movimiento extensivo de
la doctrina, sin fortalecerla más, sino al contrario. Hablar
de medicina psicosomática no aclara nada. Si “ psicosomá-
tico” quiere decir síntoma o síndrome físico determinado por
factores psíquicos — sin duda no como relación de causalidad
simple y directa, sino al menos como condición prevalecien­
te— , la expresión se refiere a dos órdenes distintos de fenó­
menos. Si se trata de una conversión del proceso psíquico
en síntomas físicos, como en la histeria, se está ante una
neurosis cuya naturaleza y método de estudio y tratamiento
pertenecen al dominio psicoanalítico. Si se trata de una
derivación corporal de un proceso psíquico inhibido, resul­
tante de una situación vivida conflictualmente sin alcanzar a
ser neurosis, como lo dicen P. Marty y M. Fain, por ejemplo,
se está ante una zona marginal del psicoanálisis que permite
tomar mucha libertad a la vez, con la doctrina y el método
psicoanalítico, y con la medicina. No hay aquí todavía ni
medicina ni método especialmente definidos.
Si “ psicosomático” quiere decir expresión física de una
perturbación psíquica, particularmente emocional, “ somato-
psíquico” debería, inversamente, ser admitido para designar
la expresión psíquica de una perturbación física; doble ver­
tiente o doble enfoque que en nada cambia lo que se sabe
de la medicina física y de la medicina mental. En efecto,
afirmar la unidad orgánica de los fenómenos corporales y
psíquicos y de sus perturbaciones, ver en la enfermedad un
acontecimiento de doble faz, cuya expresión se encuentra al
máximo en lo físico en un caso, y en lo psíquico en el otro,
es volver a reconocer la obra ideal de la medicina. De la
medicina “ general” , diríamos, si no hubiese en ello ambigüe­
dad; de la medicina “ sintética” , decimos en cambio, la cual
integrará las diversas “ especialidades” , incluso la psiquiatría.
Este punto de vista principal pertenece, desde Hipócrates, a
la vocación médica. La medicina moderna no puede dejar
de reencontrarlo, si es que ha estado a veces demasiado ale­
jada de él. Sería paradójico y muy nocivo hacer de ello el

14
patrimonio de una pretendida medicina psicosomática que no
podría ser más que la parte no específica de un todo.
Pretender atribuir al aspecto llamado psicosomático una
acepción y un valor antropológico, suscita dos críticas fun­
damentales. En primer lugar esto significa una reducción
arbitraria de los hechos y del valor patológicos en provecho
de un valor existencial que no es propiamente médico, sino
humano y hasta filosófico. Luego, y correlativamente, im­
plica una mutación de la perspectiva metodológica por la cual
la enfermedad no es casi más que un acontecimiento, una
ocasión de existir, una expresión de un ser, finalmente, nada
más que una significación, con lo cual bastará para confor­
marse. Comprender o creer comprender, pronto dispensaría
de explicar. Si bien es cierto que hay una filosofía de la
medicina, la medicina no es una filosofía.
Lo que hoy impropiamente se denomina psicosomática, no
responde ni a un objeto ni a un método propios \ No aporta
nada en psicopatología, por lo menos hasta el presente. Re­
descubrir que toda la medicina es psicosomática y somato-
psíquica permite una mejor visión de conjunto de los fenó­
menos patológicos. Si la patología física era con frecuencia
decapitada por recelo o por rutina metodológica, evitemos
ahora “ cefalizarla” en exceso. La medicina debe beneficiarse
con la información, y no sufrir de una deformación psicopa­
tológica. La misma observación se impone en psicología, la
cual corre el riesgo de una deformación médica, como lo ve­
remos a propósito del método llamado clínico.1

1 Se lo observa hasta, y sobre todo, en los trabajos caracterizados por


un loable esfuerzo de actualización sintética. Por ejemplo, Roland Pierloot, en
una perspectiva antropológica, define la “ medicina psicosomática” como una
manera totalitaria de considerar y de tratar el hombre enfermo acentuando
la significación psicológica de la enfermedad. La “ psicosomática” es la teoría
general de las relaciones de los fenómenos físicos y de los fenómenos psíquicos
con investigación especiál de la significación psicológica de los procesos somá­
ticos. La “ psicosomática clínica” responde al estudio concreto. La “ perturba­
ción psicosomática” , en sentido amplio, designa toda perturbación física de­
terminada por un factor psíquico; en sentido estricto, esa perturbación bajo
una forma definida. Problèmes gênéraux de psychosomatique clinique (Nau-
wclaerts, 1956). Lo menos que puede decirse es que estas definiciones no
son metodológicamente satisfactorias. No significan casi nada más que un
“ estado de espíritu” en relación con la patología.

15
La multiplicidad de perspectivas y de métodos, el interés
y la eficacia relativos de éstos, dan una impresión general
de riqueza insuficientemente acuñada, de fraccionamiento, de
incapacidad sintética. La elaboración teórica no ha progre­
sado tanto como la realización técnica. Basta comprobarlo
para no dejarse atrapar por la trampa doctrinaria, ni inmo­
vilizarse sobre las divergencias y oposiciones. La situación
consiste en saber ordenar un rompecabezas al cual le faltan
la mitad de las piezas. Sin embargo, se adivina y hasta se
desprende una cierta figura, atestiguando significativas con­
vergencias.
En este sentido, podría evocarse en psicopatología la uni­
dad que, a pesar de todo, Daniel Lagache percibe en psicolo­
gía. El autor muestra muy bien cómo las oposiciones con­
ceptuales del naturalismo y del humanismo se atenúan en
posiciones de repliegue o de compromiso, en el seno de las
escuelas y al contacto con los hechos. Para la psicología
experimental como para la psicología llamada clínica, hay
una ciencia de la conducta, es decir, de las respuestas signi­
ficativas a una situación, con vistas a reducir las tensiones
peligrosas para la unidad y el equilibrio del ser psicofísico.
Las leyes abstractas responden a la explicación naturalista;
las concretas, a la comprensión psicológica. Hay aun posi­
bilidad de integración del estudio experimental del aprendi­
zaje y del psicoanálisis de la conducta humana.
Integrar en una psicología general de la conducta las
contribuciones de P. Janet, J. B. Watson, S. Freud, K. Jas-
pers, combinando los métodos objetivos y subjetivos, consti­
tuye el esfuerzo seguramente menos imprudente y más fecun­
do. No es contradictorio admitir pluralidad de métodos desde
el momento que no se adopta la doctrina vinculada a uno
de ellos en particular. Pero este esfuerzo de superación
doctrinaria no constituye por sí mismo una doctrina suficien­
te; sólo da los medios y sobre todo la esperanza de alcan­
zarla. Estamos todavía en el período analítico del estudio
complejo del hombre sano y enfermo.
Superar las antinomias clásicas del cuerpo y del espíritu,

16
de la causalidad física y de la causalidad psíquica, del indi­
viduo y de la sociedad, caracteriza la orientación actual en
psicología y en psicopatología. Se la debe elogiar, pero no
sin reservas.
No basta con adoptar una perspectiva monista o globa-
lista para conocer todo, ni siquiera para conocer el todo.
Muchos se ejercitan en ello y creen hacer alta filosofía, enre­
dándose con el confusionismo y el verbalismo. Ésta es tam­
bién una manera fácil de eludir algunos problemas califi­
cándolos gratuitamente de falsos, y de soslayar los estudios
complejos y las exigencias tecnicometodológicas teniéndolas
por parciales, unívocas y perimidas. El uso de conceptos ge­
nerales tan valiosos como los de totalidad orgánica, cantidad
energética, inconsciente, regresión, condicionamiento, situa­
ción, conflicto, historia individual, etc., no exige una siste­
matización rígida y prematura, ni el rechazo de métodos de
estudio aplicables en una perspectiva singular. Por otra
parte, los procedimientos más diferentes están, en el fondo,
centrados sobre una indagación fundamental que conviene
precisar.
3. LA INDAGACIÓN FUNDAMENTAL

A esta tarea concierne lo relativo al enfoque del enfermo


y su enfermedad. En él deben distinguirse tres momentos.I.

I. ¿Cómo se coloca el hombre enfermo respecto del ob­


servador?
La patología mental se presenta como el objeto mismo
de la observación científica. Ahora bien, ella no adquiere
forma ni se expresa sino por el hombre y en el hombre. In
concreto, el objeto es el hombre enfermo; más exactamente,
tal hombre enfermo, verdadero objeto de la observación.
En cuanto al observador, éste no es una mirada descarna­
da, fuera del espacio y del tiempo. Es un hombre que obser­
va, un sujeto. Un primer vínculo se establece entre el obser­
vador y el enfermo: la relación sujeto-objeto, la más objetiva,
pero no la única.

17
En efecto, la intención deliberada de aprehender al en­
fermo como objeto no impide que éste sea también un sujeto.
A pesar de la enfermedad sigue apareciendo como sujeto, o
realmente lo es. En ambos casos se establece otro tipo de re­
lación: la relación sujeto (observador)-sujeto (enferm o). Re­
lación propiamente humana, que expresa un vínculo recípro­
co o que aspira por lo menos a la reciprocidad. Poco importa
que la comunicación sea total y valiosa, o parcial, deformada,
transformada. Lo esencial aquí es que ella exista, o que pueda
existir de alguna manera.
Por poco que el enfermo sea sujeto, el hecho determina una
inversión de la relación, convirtiéndose el observador a su
vez en un sujeto o hasta en un objeto para el enfermo, como
se ve en algunas estructuras psicopatológicas. El significado
de la relación se encuentra en este caso igualmente modificado.
La relación fundamental según la cual el observador y el
enfermo se colocan el uno frente al otro, se caracteriza, pues,
0
por la doble valencia sujeto-objeto, sujeto-sujeto (S < ).
s
Por ella se define y se consagra la cualidad patológica de uno
de los dos protagonistas.

II. Por consecuencia, se imponen, complementándose, dos


vías de acceso para el estudio del enfermo y de la enfermedad.
En psicopatología, la aprehensión de los fenómenos sería
insuficiente si fuese solamente objetiva o solamente subjetiva.
Ciertamente, el aporte subjetivo contradice los principios posi­
tivistas formulados por A. C o m t e . Pero no repugna a un
positivismo ampliado hasta tal punto que no excluya del orden
científico ciertas formas de realidad, aunque ellas sean de
naturaleza subjetiva. También conviene retomar la posición
sostenida por W i l h e l m D i l t h e y en psicología y aplicada con
fortuna en psicopatología por K a r l J a s p e r s . La misma con­
siste en distinguir dos especies de conocimientos: la compren­
sión y la explicación.
1° La comprensión es el conocimiento por interpenetra­
ción psicológica. Se trata, no de percibir, sino de experimen-

18
lar y de representarse lo que vive el enfermo. Actitud feno-
menológica en el sentido de recurrir a la vivencia original, no
en un sentido filosófico estricto. El método es aquí intuitivo,
y podría llamárselo de introspección, o mejor de “ transpec-
ción” . Jaspers distingue el aspecto “ estático” , actual: toma
de conciencia directa del estado de ánimo del enfermo (tris­
teza, angustia, onirismo, etcétera); del aspecto “ genético” :
encadenamiento intrínseco de los acontecimientos vividos, des­
arrollo histórico interno, significativo (por ejemplo, el sen­
timiento de culpabilidad engendra el deseo de castigo, el cual
lleva a la autodenuncia o al suicidio). Continuidad de un mo­
vimiento significativo comprendido justamente en razón de su
significación. Esta comprensión puede expresarse, sin embar­
go, en términos de causalidad y de explicación psicológicas
cuando los momentos o estados son diferenciados de modo que
el antecedente puede tenerse por causa del consecuente (la
culpabilidad provoca el deseo de castigo, causa del suicidio).
Esto no es demostrado, sino experimentado. Lo subjetivo (del
enfermo) se objetiva resubjetivizándose (en el observador) por
lu comunicación afectivo-intelectual realizada. Realismo de lo
concreto.
2° La explicación corresponde al conocimiento objetivo de
los hechos, de las relaciones de causalidad, de las leyes; domi­
nio de la abstracción extendido a todo aquello que no es el
aspecto subjetivo del psiquismo (en particular a los fenóme­
nos orgánicos observables y mensurables). Lo que no se llega
a comprender fenomenológicamente, se explica por la intru­
sión de una causalidad extrapsicológica.
Este último punto, sostenido con rigor por Jaspers, se
muestra discutible. Aceptable en una primera aproximación,
no tiene nada de absoluto y no podría imponerse a priori. La
incomprensibilidad de un delirio, por ejemplo, puede ser in­
herente a las expresiones y procesos psicológicos en sí mismos.
Kxigir, por el solo hecho de la incomprensibilidad, un factor
orgánico, desconocido, indemostrable, resulta de un postulado
que muy bien puede no aceptarse. A la inversa, la compren-
nibilidad de una psicosis no basta para probar la ausencia de

19
un factor orgánico. Más aún: no basta para explicarla psico­
lógicamente: un residuo, alguna cosa a la vez psíquica y ex­
trapsíquica, vuelve al enfermo a nuestros ojos un poco extrañe»
o extranjero. Esta observación vale sobre el plano fenomeno-
lógico. La comprensión que adquirimos de una neurosis corre!
siempre el riesgo de permanecer muy superficial, pues revi­
vimos a nuestra manera, con una infraestructura personal más
o menos diferente, lo que vive el enfermo. En cuanto a la hi­
pótesis psicoanalítica según la cual entre los dos sujetos se
opera un intercambio identificador inconsciente, en primer tér­
mino se reduce a una interpretación, y en segundo lugar no
m odifica en nada la objeción del coeficiente estructural per­
sonal. Ni siquiera el analista vive en profundidad la neurosis
del enfermo, y esto vale sobre todo para él. Desde el momen­
to en que se recurre a interpretaciones y a símbolos, se concep-
tualiza, se construye una mitología racional, se forja una ca­
dena de explicaciones, con lo cual se abandona lo vivido y su
comprensión.
En cuanto concierne a los fenómenos psicopatológicos, no
cabe entre explicación y comprensión una línea de división ri­
gurosa pues no se oponen más que en parte. La especificidad
humana de la significación no implica que todo lo que es hu­
mano sea significativo. Pretenderlo supone razones doctrina­
rias, que no tenemos que discutir aquí.
El acceso subjetivo y el acceso objetivo deben ser practica­
dos conjuntamente. Con frecuencia lo son, sin conocimiento
del observador, quien confiando en la forma objetiva de un
método no percibe las implicaciones subjetivas que el mismo
contiene en su aplicación, o bien, sumergido en la subjetividad,
no comprende que la usa en función de un sistema referencial
socialmente objetivado.

III. El método fundamental del análisis psicopatológico,


¿no es todavía y siempre el método experimental?
No es necesario remontarse hasta Claude Bernard (1865)
para probar el uso del método experimental en medicina, sea
ella física o mental. La importancia respectiva de la observa-

20
i-ion, de la hipótesis y de la experimentación, varía solamente
con las disciplinas y la selección previa de los fenómenos estu­
diados. Los métodos llamados clínicos están hechos sobre todo
de observación; los métodos llamados de laboratorio, están
hechos sobre todo de experimentación. De la más simple e
ingenua observación, a la experiencia técnicamente más delica­
da y compleja, los pasos siguen siendo esencialmente idénticos
y pertenecen al método experimental.
La psicopatología no escapa de tal método en ningún mo­
mento; aunque a veces tendría por lo menos interés en se­
parársele. Las reflexiones pertinentes formuladas por Paul
l'Vaisse en favor del método experimental en psicología 1 po­
drían aplicarse muy bien aquí, bajo reserva de una menor exi­
gencia de leyes generales y de una menor confianza en ellas
para llegar a la inteligibilidad de los fenómenos patológicos.
Es evidente el lugar preponderante que ocupa la observa­
ción. Ésta se realiza en forma directa o indirecta. En la for­
ma directa lleva sobre el enfermo, y lo hace de dos maneras:
ya sea que se aplique al comportamiento del enfermo, a los
signos exteriores más o menos materializados, y entonces posee
la común objetividad con la cual basta en “ ciencias naturales” ;
ya sea que conduzca hacia el estado subjetivo del enfermo. La
cualidad científica de la observación sería en este-último caso
discutible, podría considerársela como inferior, aunque no
como inexistente, puesto que, como hemos visto, la observación
subjetiva proporciona en definitiva un conocimiento penetra­
ble, intercomunicable y controlable al menos en parte. A me­
nudo vale tanto como el conocimiento de un comportamiento
t uvo sentido tiende hacia los valores subjetivos que se le reco­
nocen. La introspección, o mejor la transpección, aplicada con
mélodo, pertenece a la observación científica.
En la forma indirecta, la observación ya no enfoca el esta­
do ii c l u a l del enfermo, ni siquiera al enfermo. Anamnesis, bio-
I f i uí i i i , escritos, dibujos, testimonios de los otros, son ahora
si objeto.

1 I’ aiii, F raisse : Manual práctico de psicología experimental. Vers. cas*.


I illliiilnl Kapelusz, 1960.

21
Esa observación procede hasta tal punto del método expe­
rimental, que conduce necesariamente a la experimentación.
Se conocen las experiencias de neurofisiología y de psicolo­
gía del comportamiento en el animal. Ellas permiten definir
y modificar con una precisión controlada las condiciones pa­
tógenas y las situaciones. A su vez, los hechos de experiencia
suscitan hipótesis verificables por medio de nuevas experien­
cias. A partir de allí, la interpretación teórica y el razona­
miento por analogía transfieren al dominio de la patología hu­
mana, el conocimiento de una patología animal artificialmente
creada. Elaboración a veces muy fecunda, pero con frecuen­
cia errónea, carente de crítica suficiente en cuanto a las ideas
directrices, las situaciones reales y las técnicas aplicadas.
La experimentación sobre el hombre mismo es realizable,
aunque en condiciones moralmente aceptables pero técnicamen­
te mucho menos rigurosas que las que se aplican sobre el ani­
mal. Existen ya experiencias realizadas por la naturaleza, se­
gún la consagrada expresión, que descargan al observador de
toda responsabilidad, y lo proveen de hechos ricos en enseñan­
zas (reblandecimiento o tumor cerebral, accidentes, muertes,
suicidios, embarazo, duelos, nacimiento de gemelos, casamien­
to, huelga, servicio militar, guerra, encarcelamiento, etc.).
A decir verdad, basta modificar de una manera previamen­
te determinada la situación del sujeto, para realizar una especie
de experiencia. La práctica de los tests, por ejemplo, puede
tener aquí su valor, si se observan las reacciones globales del
sujeto, su conducta en la situación impuesta, y no solamente
los medios, los resultados codificados de los tests. D. Lagache
ha subrayado este aspecto significativo de la psicotécnica.
Lo mismo puede decirse en cuanto al examen clínico. Hay
en él una prueba para el enfermo y una fuente de comproba­
ciones para el psiquíatra. La particular experiencia del exa­
men físico, con las muy variadas reacciones que puede provo­
car, es a veces muy significativa. La prueba varía según que
se realice tête-à-tête, en presencia de una o varias personas
extrañas, o de personas conocidas o de la familia. Se puede
usar de la situación como de un reactivo afectivo. Procedimien-

22
to socializado de una experimentación entendida en sentido
amplio.
Algunas variaciones especiales ofrecen un interés semejan­
te: la hospitalización del enfermo, el aislamiento o la inclu­
sión en un grupo, el envío al taller, los permisos, las salidas
de ensayo. A veces se trata de verdaderas “ experiencias de en­
sayo” , que llevarán al enfermo a la curación o a la recaída.
Al enfermo y a su familia corresponde, a posteriori, la demos­
tración del fracaso o del éxito terapéutico.
Los primeros ensayos clínicos de tratamientos físicos, quí­
micos, quirúrgicos, y hasta psicológicos, tienen el valor de una
experimentación in anima nobili; de ordinario preparada por
una experimentación in anima vili, con el fin de descubrir y
controlar los eventuales riesgos orgánicos del tratamiento. La
experimentación clínica es necesaria para los progresos tera­
péuticos y muy útil para el conocimiento científico.
Hablar de experimentación o de observación clínica, como
nrabamos de hacerlo, no significa referirse a un método espe­
cial. Sólo califican al método experimental en su aplicación
médica, es decir, cuando tiene por objeto directo al enfermo en
Unto individuo y como caso concreto. El examen clínico con­
iste en el estudio directo del enfermo, con toma de contacto
nsicológico y físico; con muy limitado uso de instrumentación,
ipl¡cando los instrumentos al enfermo, y con un resultado in-
nediato. En psicopatología, en cambio, el examen es una ob-
uMvación psicológica metódica y continua, en la cual inter­
viene en primer término la relación establecida entre el psi-
|iiluirá y el enfermo.
Con todo rigor, no hay, pues, un “ método clínico” , sino
ni estado de espíritu, una actitud, una perspectiva clínica,
'nr el contrario, sigue siendo legítimo definir un “ método pa-
nlúgieo” , el cual consiste en el estudio de los fenómenos mór­
bidos al servicio directo de la psicología, como lo había
mure,Indo Théodule Ribot. Es evidente que la expresión “ psi-
nlogia clínica” se presta enfadosamente a confusión. Volve­
rmos sobre esto a propósito de la terminología.

23
Con o sin laboratorio, con o sin doctrina, con o sin técnica
especial, la psicopatología utiliza forzosamente el método expe­
rimental, como la medicina o la biología. Esto no excluye el
empleo de métodos matemáticos tales como la estadística, pero
a título complementario.
Después de haber precisado la posición metodológica adop­
tada, no se podría eludir la exigencia del análisis del concepto
fundamental de lo patológico.

24
Capítulo II

NOCIÓN DE LO PATOLÓGICO

El querer esclarecer demasiado los principios esenciales


di' una disciplina, aunque ella sea de orden científico puede
"i r imi riesgoso como explorar los móviles ocultos de una con­
ducía. Sin embargo, nos parece más riesgoso aún especular
nilii c ideas confusas y sobre un saber de límites indetermina-
ilin, si no indeterminables. Más allá de las palabras, aquí se
IiImnica un problema muy real, tanto más real cuanto que sus
in minos son vivientes, tanto más actual cuanto que se inserta
a cada instante en la historia humana.

1. INTERÉS DEL PROBLEMA

Concepto central para la psicología, la psicopatología, la


Ii in[iiintría y la medicina, la noción de lo patológico presen­
il! un doble interés, teórico y práctico.
I leude el punto de vista teórico, dicho concepto define la
•alegoría de fenómenos que constituyen el objeto propio del
i "iiiilin médico y psicopatológico. Señala las fronteras con
luí disciplinas vecinas. Condiciona y legitima la espeeifici-
iliiil de algunas indagaciones metodológicas. Determina una
I» iitpcriiva particular, provista de medios propios, que lleva
•i mi conocimiento del hombre y de su medio bajo uno de sus
M..|ii'i los psicobiológicos. Noción muy general, coextensiva a
9K
todos los seres vivientes, desde la célula vegetal hasta el
hombre.
Sin duda, sería instructivo seguir la historia del concep­
to de lo patológico a través de las épocas y de las civiliza­
ciones, a lo largo de la evolución del pensamiento y de la
tecnología médicos. Se lo vería desprenderse del animismo,
de la magia, de los mitos de un pensamiento prelógico o re­
ligioso, nacer y desarrollarse con el pensamiento científico,
partir del hombre que sufre en su cuerpo y extenderse a los
animales, a los vegetales, al espíritu mismo. En este sentido,
la noción de lo patológico parece una conquista filosófica
por la medida que de sí mismo toma el hombre en el curso
de su esfuerzo por alcanzar el conocimiento objetivo del mun­
do. El intento de definir allí lo esencial, aporta, pues, un
testimonio sobre el modo de conceptualización inherente a
una época, en este caso la nuestra.
Envuelta en el empirismo de la acción, esa noción reina
en profundidad, sin potestad constitucional. No se la podría
aplicar lógicamente a un caso concreto; pero rodea a éste de
un halo característico que le confiere su cualidad y guía la
acción. Sería inútil insistir sobre su importancia práctica en
medicina, en terapéutica, en higiene. Es el concepto de lo pa­
tológico, quien, en los informes medicolegales, afirma la muer­
te natural y disipa la sombra del asesinato y del asesino;
quien entrega a los tribunales o libera de ellos al delincuente
o al criminal, considerado o no responsable de sus actos; quien
interna al enfermo y lo priva de sus derechos de acuerdo con
la ley del 30 de junio de 1838 *; quien garantiza a la Segu­
ridad social su principal función. Las incidencias sociales
del concepto son, en verdad, considerables.
Sin embargo, a la enormidad de estos intereses no respon­
de Una conceptualización rigurosamente establecida. Hay aquí
dificultades extrínsecas e intrínsecas que nos mueven a partir
del estado patológico, más que de un principio o de una defi­
nición a priori.1

1 El autor se refiere a la legislación francesa (N. de la T.) ■

26
2. EL ESTADO MÓRBIDO

En el orden de lo concreto, lo patológico se impone como


un hecho. Experiencia vivida para el enfermo, conocimiento
objetivo para el observador. El mismo hecho es experimenta­
do bajo dos ángulos diferentes, de los cuales se debe a la vez
respetar la divergencia y buscar la medida común.
1° Para el sujeto, estar enfermo puede traducirse según
tres tipos de situación psicológicamente bien distintos.
En primer lugar, “ sentirse” enfermo. Es decir, experi­
mentar una cefalea, náuseas, una disnea, un temor; no po­
der dormir, hablar, trabajar, pasear, nadar, etcétera. Estar
enfermo es sufrir, padecer de una molestia o de una incapa­
cidad corporal, mental o social. Conciencia subjetiva de un
estado vivido como penoso y de una situación vivida como
una disminución de las fuerzas, de las capacidades de gozo,
de la presencia en el mundo social. Sentirse enfermo es aban­
donarse, huir, refugiarse bajo una tutela, tomar conciencia
de la muerte y temerla. También es tener conciencia del an­
terior estado de salud, valorizarlo, luchar, retomar un im­
pulso hacia el porvenir y descubrir en él una significación,
asir la vida y abrir en ella el abanico de los posibles.
Otra situación: “ saberse enfermo” sin sentirlo. Por ejem­
plo, una radiografía de control revela una tuberculosis pul­
monar incipiente; o una rutinaria toma de presión arterial
descubre hipertensión. .El sujeto no sufría de nada; se hubie­
se dicho que “ vendía salud” . Se observan entonces dos reac­
ciones opuestas. En la primera se produce una toma de con­
ciencia objetiva del estado mórbido. El sujeto, que no se
siente orgánicamente enfermo, se sabe virtualmente deficiente,
incapaz de cumplir todo lo que había proyectado. Comienza
ya a experimentarlo; se siente psicológicamente enfermo por
la desvalorización anticipada del futuro. Se somete al impe­
rativo de lo patológico bajo los auspicios del médico y del
tratamiento. En la segunda reacción, el sujeto se sabe enfer­
mo, pero rechaza ese saber proveniente de otros, precisamente

27
porque él no se siente en sí mismo enfermo. Tiende a conti­
nuar viviendo su aparente estado de salud, como si esto má­
gicamente preservara el porvenir. Lo vivido sustituye lo co­
nocido y mantiene durante un tiempo los valores positivos de
la existencia.
Finalmente, estar enfermo “ sin sentirlo ni saberlo” , se
presenta bajo dos modalidades muy distintas. En la primera,
la situación de enfermedad no es ni siquiera negativa: es in­
existente para el sujeto y para los demás. Por ejemplo, un
sujeto en buen estado de salud, portador de un cáncer vis­
ceral desconocido o no reconocido. Lo patológico ha tomado
allí cuerpo sin ser vivido en nada. Es a la vez real, por obje­
tivación retrospectiva, e inexistente, pues no se integra en la
situación actual. La segunda modalidad procede de la pato­
logía mental: inconsciencia del estado mórbido, del hecho de
la deterioración demencial, o no reconocimiento del estado
mórbido, viviendo el enfermo como real un delirio del cual
no puede experimentar la cualidad mórbida, por ejemplo. La
toma de conciencia subjetiva u objetiva del estado mórbido,
es entonces imposible en razón de ese mismo estado. La vi­
vencia de lo patológico impide experimentarlo como patoló­
gico y reconocerlo como tal.
En esos tres tipos de situación todo gira en torno de la
toma de conciencia subjetiva u objetiva de un cierto “ mal” ,
o dicho de otro modo, de un cierto “ valor” del organismo
como cuerpo y como personalidad.
2 ° ¿Ocurrirá lo mismo desde el punto de vista del obser­
vador? Comprobar el estado mórbido significa, en primer
término, buscar y hallar signos objetivos u objetivables, como
resultado del examen clínico y de los exámenes complemen­
tarios. En su “ pureza” objetiva, estos resultados no son signos
sino “ pruebas” .
Con el tensiómetro, yo verifico una tensión arterial de
18-12; con una reacción al calor en medio ácido compruebo
la presencia de albúmina en una muestra de orina. Como
fisiólogo y como químico registro los hechos tal cual se dan,

28
tomo conciencia de su existencia y afirmo su realidad obje­
tiva. Formulo, pues, un juicio de realidad.
Pero como médico, transformo la prueba en signo. Las
cifras de la presión significan hipertensión arterial, la albu­
minuria significa alteración de las funciones renales. Las
comprobaciones no tienen sentido médico si no están valora­
das. En otros términos, un juicio de valor se combina con el
juicio existencial.
Por cierto, la indagación: intelectual no pasa solemnemente
de un estadio a otro. Para el médico, prueba y signo son
aprehendidos en el mismo acto, y la formulación expresa en
un todo el juicio de existencia y el juicio de valor \ Ello no
impide que la calificación específica de la indagación mé­
dica, por objetiva que sea, tienda a un juicio de valor.
De manera general, este mal biológico no tiene existencia
extraorgánica. Queremos decir que no existe en lo que se
tiene por “ causas” iniciales: microbios, tóxicos, traumatismos,
acontecimientos, etc. Si el organismo no reaccionase por me­
dio de alguna perturbación a la presencia del bacilo de Koch
en los pulmones, no habría en él tuberculosis pulmonar y el
bacilo no sería ya patógeno. El hecho no vale más que por
la significación vivida por el sujeto, y por la manera particu­
lar con que éste reacciona ante él. Son las modalidades reac-
cionales del organismo quienes constituyen lo esencial del
proceso y de la expresión patológica. Es el sistema funcio­
nal, con su finalidad, quien se encuentra en juego, sobre nive­
les variables de complejidad según los casos.
La unidad orgánica y la concepción globalista actualmen­
te en auge, no sin razón, incitan a pensar que todo fenómeno1

1 La filosofía tradicional separaba mucho valor y realidad. Hoy se tiende


a confundirlos demasiado. Si los valores tienen una cierta realidad y las reali­
dades un cierto valor, ni la filosofía científica ni siquiera la psicología podrían
identificarlos. Hay “ pruebas” de realidad que no poseen ningún otro “ valor” ,
si se quiere, que el de realidad. Comprobar la existencia de una encina al
borde de un camino, puede carecer de todo valor afectivo, intelectual o uti­
litario. Se percibe y se juzga que se trata de un árbol y que ese árbol posee
las características morfológicas de la encina, y esto deja indiferente. Los va­
lores estéticos (el árbol es estimado como bello o feo), o utilitarios (el árbol
es estimado placentero o molesto por su follaje), no están necesariamente
ligados a la comprobación existencial.

29
patológico interesa al conjunto del organismo. Sin embargo,
no habría que exagerar hasta el punto de desconocer las con­
siderables diferencias de resonancia, de profundidad y de di­
fusión de los procesos patológicos, según el nivel o el siste­
ma funcional principalmente afectado. Un panadizo peri-
ungular superficial no interesa todo el organismo como una
fiebre tifoidea, por ejemplo; una epilepsia criptogenética,
una neurosis obsesiva, una demencia senil, no alcanzan al con­
junto de la personalidad de la misma manera e implican mo­
dificaciones estructurales y funcionales muy diferentes. Que
el organismo reaccione como un todo al fenómeno patológico
no significa que lo patológico comprometa a todo el organis­
mo. Cosa que podría creerse si se atendiera a algunos autores.
La cuestión también podría plantearse como una diferen­
cia casi de naturaleza al menos de forma y de definición en­
tre lo patológico físico y lo patológico mental. No podrían
concebirse cios naturalezas diferentes de lo patológico sin aban­
donar la perspectiva científica. Necesariamente lo patológico
se inscribe en el organismo. Si hay una patología del espí­
ritu es precisamente en la justa medida en que éste se encuen­
tra encarnado. Convendría conformarse con ella hasta tanto
se vean espíritus desencarnados. ¡En cuyo caso' la psicopato­
logía general correría el riesgo de complicarse todavía más!
¿Pero el concepto de lo patológico se define de idéntico
modo para la patología mental y para la patología física? Sí,
si se lo considera en lo esencial. De lo contrario habría con­
tradicción, sobre todo en una idea monista del hombre y una
concepción holística del ser somatopsíquico. Un sentido ge­
neral común a todos los fenómenos patológicos se desprende
de éstos, por relación con la manera como estamos obligados
a aprehenderlos. Este sentido general es necesario. Aunque
quizá no sea siempre suficiente para definir modalidades fe­
noménicas integradas en formas, y pertenecientes. a planos
muy distintos.
La definición de lo patológico en el orden de la semiolo­
gía clínica, toma otro aspecto en el orden histológico o quí-
m icofisiológico. Del mismo modo podrá entonces referirse a

30
otras coordenadas, si pasa del dominio corporal al dominio
mental. Para valer, debe adherir a la forma de los fenóme­
nos estudiados y corresponder a su escala de magnitud. Pero
parece prudente guardar como guía si no como modelo, a la
patología física. Si aplicada al psiquismo, y aun a la socie­
dad, la noción de patológico se desnaturaliza, es que los fe­
nómenos estudiados no tienen más nada que ver con la patolo­
gía. Hav una extensión abusiva de este concepto, que per­
vierte a otros valores.
De este análisis se desprenden dos conclusiones: 19 La
noción de lo patológico se expresa específicamente por un
juicio de valor. 2*? Este juicio de valor lleva necesariamente
sobre funciones o sobre un funcionamiento del organismo vi­
viente, bajo su aspecto biológico, y (por continuidad, no por
extensión verbal) bajo su aspecto psicológico, en tanto las
conductas manifiestan la actividad funcional global del ser.
Distinguir las modalidades de ese juicio de valor, ver en
qué puede concordar con una actitud y un método científicos,
conduce al examen de los conceptos propiamente dichos.

3. LOS CONCEPTOS

Múltiples como son, no puede decirse que sean ni muy


claros ni muy distintos en el espíritu de la mayoría.
Definir la enfermedad como la ausencia de salud, y la
salud como la ausencia de enfermedad, tal como se lee en los
mejores diccionarios, no va más allá de las palabras. Que
éstas sean a veces términos técnicos no cambia nada. La evi­
dente correlación de los términos “ salud” y “ enfermedad” no
elimina la obligación de definir cada uno de ellos, o al menos
uno, sin implicar al otro. ¿Sería.cuestión de utilizar una de­
finición del tipo “ operacional” ? Por ejemplo: la enfermedad
es lo que estudia y trata el médico; el médico es quien estudia
y.cuida las enfermedades. El psiquíatra es el médico que es­
tudia y trata las enfermedades mentales; las enfermedades
mentales son las enfermedades cuidadas por la psiquiatría.
Este tipo de definición administrativa de grupos de actividad

31
simplemente registrados, hace resurgir un verbalismo con el
cual uno ¡no podría conformarse.
Tanto el práctico como el teórico conciben el estado pato­
lógico de una determinada manera. Esa manera no es, por
otra parte, sólo una. Eos conceptos generales se desprenden
de ella, y para mayor claridad del análisis, nosotros los clasi­
ficaremos en dos categorías principales, según que expresen
una visión cuantitativa o una visión cualitativa del problema
considerado.

I. Co n cepto s c u a n t it a t iv o s

Visto bajo el aspecto cuantitativo, lo patológico admite la


medida y se deja envolver en conceptos simples, en apariencia.
Tales los conceptos que llamaremos estadístico y gradualista.
1° El concepto estadístico categoriza a la salud como lo
“ normal” , y a lo patológico como lo “ anormal” . Lo normal
es entonces definido por la ley estadística de la “ media” .
La patología traduce simplemente la “ desviación” de la me­
dia. Por ejemplo, el estudio estadístico del comportamien­
to sexual emprendido por Kinsey, tuvo por base a todos los
comportamientos posibles, sin distinción previa de los nor­
males y los mórbidos. Dicho estudio permitió sin más, de­
mostrar estadísticamente lo que los espíritus advertidos sa­
bían cualitativamente: que muchos actos sexuales reprobados
como vicios o pecados — o, a título de consuelo, considera­
dos mórbidos— , eran habituales, normales; a tal punto de
que su ausencia resulta hasta inquietante. Solamente los
actos más raros, anormales, son considerados patológicos. Pero
la campana de Gauss no basta para resolver la dificultad de
saber a partir de qué proporción comienza la anomalía.
Por otra parte, un concepto puramente estadístico sería
fácilmente refutable: la inteligencia superior, extraordinaria,
es anormal, y por lo tanto sería patológica; el sarampión, tan
frecuente, es normal, y por lo tanto no sería una enfermedad;
el embarazo triple, raro, sería patológico. La cuestión, pues,
no puede plantearse así. Y a se ha observado (Halbwachs)

32
hasta qué punto es criticable la aplicación del cálculo de pro­
babilidades a los fenómenos biológicos y sociales en razón de
su interdependencia y de su orientación determinada.
De hecho, las nociones de normal y anormal sufren de
ambigüedad. Lo normal, concepto cuantitativo de gran fre­
cuencia, está contaminado por la norma, concepto cualitativo
de regla, de modelo, de bello, de bien, de verdadero.
Esto se ve bien en la teoría de Quételet, para quien el
hombre medio responde al hombre ideal, creado según los
cánones de Dios. La media se confunde entonces con la norma.
Despojada de su ideología, esa teoría fue rehecha en for­
ma que reviste interés por G. Canguilhem. La media no es
ciertamente la norma, pero sí el índice de una norma. Lo que
se produce con mayor frecuencia es lo que responde a las
mejores condiciones realizables en un sistema dado, es decir,
a un equilibrio. Con todo, esa norma no tiene nada de abso­
luto. Las reacciones psicológicas, y aun las constantes fisioló­
gicas, varían con el medio biológico, con la actividad indivi­
dual. con el grupo social. Se trata, pues, de una normalidad
relativa respecto de un cuadro dado. La media se convierte
en el índice de una ¡norma adecuada a un medio restringido. El
índice de frecuencia corresponde entonces a un cierto valor
cualitativo, el mejor realizable en el sistema considerado. El
concepto de “ normatividad biológica” , sostenido por G. Can­
guilhem, es de orden cualitativo. Volveremos a encontrarlo
más adelante.
El concepto estadístico, “ valorizado” y “ relativizado” de
ese modo, merece ser retenido. Sin embargo, tal cual no bas­
taría para abarcar todo lo patolóeico. La relación esencial
entre la frecuencia y la cualidad del equilibrio o de la adap­
tación, sigue siendo precaria. Lo prueban la polinatalidad
y el aumento considerable de individuos ruines o tarados, en
algunas poblaciones sometidas a condiciones de existencia des­
favorables. Si la civilización moderna, como algunos lo pre­
tenden, convirtiera en neuróticos al noventa por ciento de los

33
hombres, el índice de la media señalaría la “ normaliza­
ción” de lo patológico.
La media expresa frecuentemente una apacible medio­
cridad. La normatividad no es proporcional a la frecuencia.
En realidad, la correspondencia entre la mayor frecuencia
y la mejor norma, o la “ buena forma” en el sentido gestaltista,
no se realiza en cada sistema sino en ciertas condiciones, de­
finidas éstas mismas por medio de criterios y de conceptos
extraños al orden estadístico.
29 Pasemos al concepto gradualista., o escalista diremos
nosotros porque afirma sólo una diferencia de grados entre
lo normal y lo patológico. Noción tradicional, clásica desde
Claude Bernard, sostenida por Broussais y retomada por
Auguste Comte. Ella permite a Th. Ribot establecer un mé­
todo psicopatológico en provecho de la psicología. Georges
Dumas y Henri Wallon se refieren a él. Freud mismo se
coloca en esa opinión, en resumidas cuentas fácil, pues­
to que admitiendo una identidad busca explicar lo descono­
cido por lo conocido, según la marcha general del pensamiento
científico.
No hay allí dos fisiologías de naturaleza diferente, sino
una sola. Las modificaciones patológicas presentan variacio­
nes en más o en menos. La variación patológica permanece
en continuidad con el movimiento fisiológico. Cada perfec­
cionamiento técnico da lugar a medidas más precisas. Tensión
arterial, glucemia, fórmula sanguínea, dosajes hormonales,
etcétera, y ciertos tests psicológicos de nivel intelectual y aun
proyectivos, definen y miden lo patológico. En más o en
menos, se trata aquí de continuidad.
Este aspecto cuantitativo de lo patológico, con todos los
métodos de medida que admite, es innegable. ¿Acaso el orga­
nismo humano no es una cantidad de materia y de energía?
¿N o son las nociones energéticas de importancia capital en
psicopatología y en neurofisiológía? Sin duda alguna. Pero
esto nó basta para captar todo lo patológico, ni el valor pro­
pio de lo patológico. Las mallas dé la red no hacen la natu­
raleza del pescado.

34
El principio de la continuidad en los cambios que se ope­
ran desde el estado de salud hasta el estado mórbido, no se
opone a la posibilidad de una diferenciación estructural y
de una mutación cualitativa. Así por ejemplo, el adormeci­
miento se realiza según variaciones continuas, mientras el
estado de sueño con su envoltura vegetativa difiere comple­
tamente de la actividad extravertida de la vigilia. La varia­
ción continua del calor se convierte en el índice cuantitativo
de una transformación, radical de la estructura y de las cua­
lidades del agua, la cual, de líquida, pasa al estado sólido
a 0 o, o al gaseoso a 100°.
La hipertensión arterial no se reduce a un mero fenómeno
cuantitativo. Implica modificaciones neurohormonales com­
plejas, con una nueva regulación. Como lo han mostrado al­
gunos trabajos de R. Leriche, la fisiopatología no se limita
siempre a ser sólo una fisiología más o menos desviada; ella
es también, sin duda más a menudo de lo que se cree, una
fisiología distinta, de algún modo nueva. La descalcificación
perifocal y la hipercalciuria persisten después de la consoli­
dación de una fractura del cuello del fémur. La personalidad
delirante, como lo ha destacado Ch. Blondel, parece a me­
nudo no tener nada en común con la personalidad normal.
Si no hay una dualidad de la fisiología en- el seno del
organismo mismo, es preciso reconocer al proceso patológico
una capacidad de innovación de estructuras funcionales dife­
rentes de las estructuras normales. A veces, estas recompo­
siciones ponen en evidencia insospechadas potencialidades del
organismo. Tales modificaciones y nuevas maneras de vivir
son intraducibies en términos cuantitativos \

II. C onceptos c u a l it a t iv o s

La noción de valor se expande en los conceptos cualitati­


vos, bajo una forma tan pronto negativa como positiva.1

1 Hemos tenido ya oportunidad de sostener esta posición en nuestra


Esthétique du pathologique (P. U. F., 1947).

35
A ) Valor negativo

1° El mal biológico no tiene existencia propia. Se lo


concibe por defecto, resulta de una ausencia de bien.
Karl Jaspers no niega que el médico formule un juicio
de valor en cada caso concreto y que afirme una disminución,
una deterioración, un peligro. Pero las enfermedades no son
otra cosa que las denominaciones de los conceptos de existen­
cia y de fenomenología creados por el médico. El concepto ge­
neral de enfermedad es inútil. Es un concepto general de “ no-
valor” , que comprende todos los valores negativos posibles.
Ahora bien, el mal biológico no consiste en una ausencia
de perfección, sino en una presencia de imperfección. Una
jiba hundida, en lugar de saliente, no es un agujero vacío.
Cuando Jaspers acepta sostener que tal fenómeno es desfavo­
rable a tal punto de vista, afirma una presencia y le confiere
un valor. No se trata de un “ no-valor” , sino de un valor
“ menor” o de “ otro” valor. Por ser negativos, estos valores
no carecen de existencia, y hasta producen efectos positivos.
No se trata meramente de un valor negativo cualquiera, mez-
clable con otros, sino de un valor determinado que tiene su
propio sistema referencial.
Si se asigna un interés al juicio de valor médico en cada
situación concreta, no se entiende por qué habría de negarse
todo interés a la conceptualización general de estos valores. En
la práctica y en la teoría uno se refiere constantemente a este
concepto general de enfermedad. Nosotros vemos allí las difi­
cultades, y por ello mismo la existencia y la utilidad psico-
metodológica. Jamás ha sido problema deducir de ello los
fenómenos patológicos. ¿Sería necesario precisarlo?
Se apreciarán mejor estas consideraciones después de
haber examinado tres nociones distintas que contribuyen a pre­
cisar el sentido general de lo patológico, especialmente en el
dominio mental: la integración,, la autonomía y la adaptación.
2° La integración, concepto antiguo y clásico, ha servido
muchas veces para definir la normalidad psíquica; por lo
menos de dos maneras.

36
Una de esas maneras consiste en concebir sistemas distin­
tos que se integran en un sistema superior, instituyéndose así
las funciones y actividades de lo más simple a lo más com­
plejo. Concepto muy empleado en la teoría asociacionista.
Freud se refiere a él en su teoría inicial de la sexualidad.
La enfermedad aparece entonces como determinada por la
falta de integración de las tendencias primordiales en una
instancia superior.
Según la otra manera de ver, la integración toma un sen­
tido holístico. No se trata ya de elementos y de síntesis, sino
de la integración del ser en una unidad, en una totalidad que
se ordena, adquiere una significación y determina una con­
ducta. Cuando la acción no está integrada, pierde su sentido,
la conducta se hace patológica, la unidad del ser se halla en
peligro.
El fracaso adleriano de la personalidad en su voluntad
de poderío y su ideal del yo, expresa aproximadamente la
misma cosa. La enfermedad llega a ser un fracaso de la
defensa y de la realización de sí mismo, una derrota de
última integración.
Kurt Goldstein toma de la teoría gestaltista las nociones
de forma, figura y fondo. Pero él concibe al organismo ente­
ro como una forma que posee su estructura y su finalidad
propias. Lo inferior y lo imperfecto no podrían explicar lo
superior y lo perfecto. Lo patológico resulta de una alteración
más o menos sistemática de los fenómenos normales. Más
precisamente, cuando hay un comportamiento “ desordenado” ,
con reacciones “ catastróficas” , ocasiona perjuicio al organis­
mo total. Hay amenaza, angustia por impotencia para hacer
frente a la situación,, “ peligro de no estar en estado de actua­
lizar la capacidad de rendimiento que le pertenece (a l orga­
nismo) esencialmente” . La enfermedad es una “ responsivi-
dad” defectuosa1; una. manera de ser inferior en razón de
una disminución de integración (descenso del nivel conscien­

1 Goldstein toma de Grothe (1921) el concepto de “ responsividad” : con­


cordancia entre las manifestaciones exteriores que responden a la situación
y la capacidad funcional orgánica.

37
te de la experiencia vivida, pasividad, pérdida de cohesión
del mundo, el cual se estrecha, sujeción a coerciones determi­
nadas y pérdida de libertad).
La desintegración llega a expresar la perversión o la
ausencia de la finalidad psicoorgánica; la cual no está aquí
concebida metafísicamente. De este modo se llega a apreciar
el valor de la conducta del ser por relación con su medio, y
el valor de las funciones del organismo por relación con él
mismo, poniéndose el acento sobre el aspecto negativo.
3° La pérdida de la autonomía es una noción empleada
implícitamente, cuando no explícitamente. Se refiere a una
concepción del hombre normal capaz de afirmarse como indi­
viduo, de imponerse como persona, de dirigirse consciente­
mente, de acuerdo consigo mismo e independientemente de
los demás.
La patología mental tiende a destruir y a reforzar a la
vez esta concepción. Cuando muestra la importancia insos­
pechada de los automatismos, la influencia capital que ejer­
cen sobre el desarrollo de la personalidad las estructuras or­
gánicas predeterminadas y los condicionamientos exteriores
preestablecidos, esa concepción invita a reducir la autonomía
a aquélla que podría tener una máquina capaz de funcionar
por sí misma. Cuando acusa la distancia entre la eficacia de
las conductas normales y mórbidas, entre los valores vividos,
entre la composición y la descomposición existenciales, incita
a considerar la autonomía como el índice de un poder y de
una libertad propios de la personalidad sana.
Permaneciendo sobre el plano psicológico, la disponibili­
dad interior y la independencia relativa frente a los otros,
representan una manera de ser, que se halla precisamente más
o menos alterada en el estado mórbido. Las compulsiones per­
sistentes del pasado vivido, la insuficiencia de maduración,
'la necesidad de tutela, el desbordamiento de los automatis­
mos, la insuficiencia del control personal, etcétera, represen­
tan otros tantos ataques a esa autonomía, bajo su doble aspec­
to interno e interindividual.

38
4 ° De uso más general y más deliberado, la noción de
adaptación no carece de elasticidad. Abarca fenómenos bas­
tante heterogéneos. Permite los conceptos de inadaptación
— incapacidad para adecuarse a un medio dado o para alcan­
zar un cierto nivel de actividad— , y de desadaptación — in­
capacidad para mantener la adaptación ya realizada. Estos
conceptos sólo pueden tener un sentido muy relativo; no valen
líÍÉs que en relación con un determinado sistema de referen­
cia, y varían con él.
Por una parte, el hecho mismo de la inadaptación o de la
desadaptación no basta para definir todo fenómeno patoló­
gico y solamente patológico. Un indio patagónico sería un
inadaptado en la Sorbona, un trapense lo sería en Hollywood,
etcétera. En um grupo de bebedores, el individuo sobrio se
desadapta y termina por hacerse excluir. Como consecuencia
de su maduración, un adolescente normal se desadapta en
parte de su medio familiar.
Por otro lado, no siempre la adaptación significa norma­
lidad, salud mental; la adecuación al medio expresa una mo­
dalidad de equilibrio cuyo valor real depende de la cualidad
del medio y de las causas de la adecuación. Antiguos aliena­
dos están perfectamente adaptados al servicio hospitalario, jus­
tamente porque sus condiciones de vida no son normales. La
estructura neurótica de una familia permite al miembro más
neurótico adaptarse al medio familiar bajo una apariencia
dignamente normal. El miedo de sí y de los otros, la pasivi­
dad, la sugestibilidad,, la debilidad de la personalidad, condi­
cionan muchos conformismos, tanto más ciegos cuanto más
procuran seguridad. Para algunos, los principios morales,
religiosos o políticos, constituyen reglas de conducta rutinaria
que desempeñan el papel defensivo de un parapeto.
Más todavía, la enfermedad misma responde al esfuerzo
adaptativo del organismo y de la personalidad para estable­
cer un estado de equilibrio, por una especie de compromiso
existencial. La neurosis, y aun la psicosis, representan una
manera de vivir lo menos mal posible en relación con la situa­
ción. Más adelante veremos cómo. El principio de compen­

39
sación y las situaciones deficientes no deben, sin embargo,
llegar a “ explicar” el estado normal por la adaptación feliz
a una psicosis latente, como lo insinúa Jung.
El criterio de adaptación no vale, pues, más que en con­
diciones definidas y en relación con la norma de un sistema
de referencia dado. Interesa tanto más que esta norma sea
auténticamente biológica y no contaminada por valores de
otra naturaleza. Cumplida esta condición, se separan los di­
versos sistemas de referencia y se identifica una cierta forma
común de adaptación, y correlativamente de desadaptación,
válida para la apreciación de lo patológico.
En este sentido, la prueba social de lo psicopatológico se
presenta como decisiva. La enfermedad expresa una ruptura
del contacto social, una separación del grupo humano. Del
valor biológico pasamos al valor social. Este último define,
entonces, la adaptación.
Algunos autores desarrollan esa concepción en un plano
netamente axiológico. F. Duyckaerts, por ejemplo, inspirán­
dose en Oswald Schwartz y en Charlotte Bühler, encuentra có­
modo invocar un “ instinto de creación” , que impulsa al indivi­
duo adulto a superar las oposiciones, y a realizar con los otros
relaciones constructivas, creadoras. La cooperación real con
vistas a una obra común se convierte en el valor supremo,
finalidad y signo objetivo de la evolución normal del hom­
bre. El enfermo mental es incapaz de alcanzarlo,, impotente
para decidirse, para actuar, para dar una significación a su
comportamiento cooperando positivamente con los demás.
Nada impide definir la normatividad por la creatividad.
Así se vuelve a construir el estado normal, la salud, de acuer­
do con un concepto normativo que lo sobrevalora según la
perspectiva de un ideal social particular: comunidad y comu­
nión humanas, solidaridad, progreso, finalidad social. Pero
este postulado no se impone más que otro, y como cualquier
otro puede ser rechazado. Sobre todo, no se ve en qué este
valor social sería más “ objetivo” que un valor moral, estético
o científico.
Es cierto que la cooperación, la obra común, son bienes

40
a desarrollar. Ellos atestiguan relaciones de grupo ordinaria­
mente incompatibles con un estado patológico manifiesto. Pero
entendámonos. La ruptura social está lejos de ser siempre
total, con frecuencia es parcial, y deja lugar para una tohia
de contacto diferente. La cooperación subsiste a menudo entre
enfermos y normales, y aun entre enfermos; persisten o se en­
tablan entre ellos lazos afectivos, al menos por un tiempo, cuyo
valor se muestra positivo y hasta cierto punto creador. Final­
mente, las relaciones negativas y las rupturas sociales no son
de ningún modo el patrimonio de la patología. Pertenecen
al dinamismo normal de las relaciones interindividuales. Las
luchas de intereses, de prestigio, los conflictos sexuales, las
enemistades, la agresividad, el odio, etcétera, son fenómenos
correlativos de las uniones amistosas, amorosas, etcétera. En
este dominio parece ser que no se puede construir nada sin
destruir a la vez alguna cosa.
Es necesario cuidarse de asimilar el bien biológico al bien
moral y al bien social, y el patológico al mal moral y al mal
social, por una especie de nuevo maniqueísmo.
El valor social de la cooperación no es, pues, ni co-extensi-
vo ni co-comprensivo a las nociones de salud y de enfermedad.
De este modo, la desintegración de las funciones, la coac­
ción de la personalidad y la pérdida de su autonomía,, así
como la desadaptación social, expresan bien el aspecto defici­
tario de la enfermedad; contribuyen a definirla, sin ser objeti­
vamente suficientes.

B) Valor positivo

El rápido análisis de los conceptos negativos ha dejado


ver un aspecto positivo .de los fenómenos patológicos, que aho­
ra conviene poner mejor en evidencia.
Sin pretender considerar a la enfermedad mental como un
;stado superior a la salud, como lo ha pretendido Kronfeld, se
lebe captar el valor exacto de las estructuras patológicas,, no
n aislándolas, sino volviendo a colocarlas en el conjunto or-
janopsíquico al cusí ellas pertenecen naturalmente.

41
Se percibe entonces que el estado mórbido resulta, a la vez,
de fenómenos deficitarios y de fenómenos positivos, que tra1
ducen una reorganización más o menos profunda del funciona­
miento del ser tendiente a perseverar en su ser, según la fór­
mula de Spinoza relativa a la vida.
Consideramos, por ejemplo, en el orden físico, el “ síndro­
me general de adaptación” de Selye \ El organismo que sufre
una agresión reacciona en tres fases sucesivas: 1° Una reac­
ción de alarma, con su primer estadio de “ shock” (perturbacio­
nes neurovegetativas por déficit y perturbaciones humorales),
y su segundo estadio de contra-“ shock” (reacciones inversas,
con descarga urinaria de los diecisiete cetoesteroides y de los
once oxiesteroides); 2 ° Fase de resistencia, señalada por el
conjunto de las reacciones generales del organismo adaptado
a los estímulos sufridos; 3® Fase de agotamiento si el stress
se prolonga demasiado. Reacciones generales, proceso irre­
versible.
El síndrome general de adaptación resume el conjunto de
las defensas no específicas del organismo. Hasta se ha queri­
do ver allí la enfermedad por excelencia, lo esencial de casi
todas las enfermedades, lo cual es una interpretación segura­
mente tan simplista como abusiva.
Tal cual es, este síndrome muestra un conjunto de reaccio­
nes coordinadas, morfológicas, funcionales y químicas, osci­
lantes, con una especie de exceso positivo en lugar de umi défi­
cit puro, que expresa a la vez la adaptación orgánica y los
síntomas mórbidos. Este valor positivo se hace negativo en el
curso de la fase de agotamiento.
Volvamos al plano psicológico. La teoría freudiana de la
neurosis o de la psicosis insiste sobre los mecanismos de fija­
ción y de regresión a los estadios más o menos antiguos del

1 El fisiólogo canadiense Hans Selye concibió el “ General Adaptation


syndrome” en 1936, como consecuencia de experiencias endocrinológicas. La
inyección de un extracto de un órgano cualquiera, o de una sustancia química,
determina en el animal la hipertrofia de las suprarrenales, la atrofia del tejido
timolinfático, y ulceraciones gaslroduodenales. Se trata de una reacción gene­
ral, no específica, a la agresión sufrida. El organismo se encuentra en estado
de stress: está bajo coacción y tensión defensiva.

42.
desarrollo instintivoafectivo de la personalidad, y sobre el
alejamiento de lo real, el fracaso y las frustraciones que de ello
resultan. Pero igualmente destaca los mecanismos defensivos
del yo, que se protege contra la saciedad directa de los impul­
sos reprimidos, por el sistema simbólico de los síntomas (an­
gustia, fobias, obsesiones, delirios), por la proyección psicótica
de los impulsos en lo real, por los comportamientos muy re­
gresivos que preservan al yo y le proporcionan satisfacciones
narcisistas. Todas estas estructuras funcionales toman un sen­
tido positivo; de ninguna manera se reducen a expresar la
ausencia de fenómenos normales. Se ve cómo la adhesión ini­
cial de Freud a un concepto cuantitativo y gradualista de lo
patológico ha sido superada por los hechos y su interpreta­
ción doctrinaria. También se ve cuánto equívoco revela la acti­
tud de los psicoanalistas que rehúsan definir teóricamente lo
patológico, cuando en la práctica se agotan por analizarlo y
reducirlo. Es que el problema conduce a puntos esenciales no
resueltos por la teoría, por lo cual resulta más fácil tener a
todo hombre por un neurótico o un psicópata ab ovo, que
definir los límites de las estructuras y de los mecanismos
patológicos.
La concepción organodinamista de la patología nerviosa
y mental, tan vigorosamente desarrollada por Henri Ey, sobre
la base de los trabajos de Hughlings Jackson, Freud, Pierre
Janet, Monakow y Mourgue, y de Goldstein, permite una visión
de conjunto que pone bien en su lugar el valor positivo de los
fenómenos patológicos. Reconociendo en el organismo una
energía y una jerarquía de las funciones nerviosas, el proceso
patológico pone en marcha dos tipos de fenómenos: los unos,
deficitarios, primarios, negativos, que resultan directamente
del proceso orgánico y expresan la disolución o desintegración
de las funciones (parálisis motriz, afasia, amnesia, etcétera).
Los otros, positivos, secundarios, expresan la liberación de las
funciones subyacentes al nivel alcanzado; resultan de la acti­
vidad subsistente en el nivel inferior, al cual se halla reducido
el sistema funcional (fobias, onirismo, delirio, comportamien­
tos infantiles, etcétera). Destaquémoslo, estos fenómenos po­
sitivos son concebidos como procedentes de la actividad res­
tante del sistema organopsíquico y de su esfuerzo compen­
satorio, no del proceso patológico mismo; tanta es la resis­
tencia a admitir que este último pueda tener en sí mismo otra
cosa que síntomas deficitarios.
Ahora bien, en la perspectiva holística y gestaltista de la
biopsicología contemporánea, no se podrían concebir dos se­
ries yuxtapuestas de síntomas positivos y de síntomas negati­
vos; ni aun cuando se tratase de un entrelazamiento. Es una
verdadera estructuración global en la cual armonizan en di­
sonancia los fenómenos positivos y negativos. Y el conjunto
de esa estructura constituye la forma patológica. Esta forma
evoluciona, va sea hacia una desorganización progresiva, hacia
una restitución funcional, o hacia una reorganización más o
menos vicariante y deficitaria.
Tal como lo ha mostrado Goldstein, la enfermedad deter­
mina otro género de equilibrio v una cualidad diferente de
la adaptación funcional a las situaciones. En este sentido,
G. Canguilhem restablece todo el valor cualitativo nositivo
de lo patológico, reconociéndole una normatividad biológica:
con normas sanas, cuando el organismo sigue siendo caoaz
de hacer frente a todas las situaciones, de correr riesgos des­
arrollando sus aptitudes v utilizando sus capacidades: con
normas patológicas, de cualidad inferior, cuando el organismo
pierde precisamente su capacidad normativa, creadora de
nuevas normas en nuevas condiciones.

III. V is ió n s in t é t ic a

De este análisis surge que casi no es posible, ni aun de­


seable, una definición rigurosamente lógica del concento de
lo patológico, a menos que se nrefiera la paja de las palabras
al grano de las cosas. Por el contrario, esa noción aparece
llena de sustancia y admite límites suficientemente definibles
en una orientación axiológica.
1? La noción de lo patológico procede de un doble juicio:

44
existencial y de valor; de los cuales sólo el juicio de valor
confiere la cualidad específica.
29 La unidad de lo patológico se afirma en el orden del
valor y en el orden de la estructura fenoménica. No hay una
patología física y una patología mental de esencia diferente.
La patología del espíritu se corporiza con evidencia, la pato­
logía del cuerpo se espiritualiza con discreción. Sólo difieren
y pueden diversificarse mucho las modalidades expresivas de
lo patológico, según los niveles y sistemas funcionales intere­
sados, según el tipo de organismo y su estadio evolutivo.
39 En patología mental, la enfermedad se define por los
cuatro caracteres siguientes: a) Una modificación de la re­
lación entre el potencial energético y la energía actualizada,
entre la cantidad total de energía y su distribución intraorgá-
nica. b) Una estructura funcional que comporta a la vez una
desestructuración y una reestructuración, c) Una alteración
más o menos importante de los valores del mundo vivido, d)
Una conducta desadaptada, con o sin esfuerzo readaptativo,
reduciendo o suprimiendo la eficacia social.
La enfermedad es orgánica en un cierto nivel estructural
del ser. Es psíquica en la medida en que ella alcanza a la
personalidad y esta última reacciona, con todas las consecuen­
cias relaciónales que de ello se desprenden.
La enfermedad es una manera de ser, más precisamente,
una manera de mal-ser.
49 Lo patológico representa un orden de valor biopsico-
lógico específico. Habría peligro en desconocerlo y riesgo en
desnaturalizarlo por contaminaciones con la ayuda de los va­
lores moral,, estético o social; y de esto la historia de las ideas
ya ha dado muchos ejemplos nefastos.
Centrando como se debe el concepto de lo patológico, pros­
cribiendo las metáforas y las analogías superficiales, obser­
vando un cierto rigor intelectual, debe preservarse a la medi­
cina y a la psicopatología de una abusiva “ moralización” ,
tanto como a la medicina y a la sociedad de una excesiva
“ psiquiatrización” .

45
El progreso de nuestros conocimientos no reside en una
confusión de los valores, sino en su discernimiento mejor ela­
borado. Quizás, en el futuro, la axiología biológica desapa­
recerá en el seno de las mutaciones de valores que podríamos
imaginar, pero no prever. Nosotros estamos muy lejos de ello.

46
C apítulo III

DE LA TERMINOLOGÍA

Si en verdad toda ciencia debe tener una lengua bien


hecha, la medicina en general y la psiquiatría en particular,
tal vez tendrían que desesperar de poder lograrla nunca. Sin
embargo, el valor de los términos y de las definiciones tiene
primordial importancia, puesto qjie connota el sentido de los
conceptos.
Si el concepto define la palabra, a la inversa se concluye
que la palabra induce o deforma el concepto. Además, la
dominante lógica de los términos científicos y técnicos no
siempre les impide cargarse de un valor afectivo, que surge
del prestigio de la disciplina a que pertenecen o de la autori­
dad del maestro que evocan, o de la cualidad peyorativa atri­
buida a un método o a una doctrina de la cual dependen.
Esto es particularmente evidente en el dominio de las ciencias
de las cuales no podría afirmarse que sean exactas.1

1. LA HETEROGENEIDAD DEL VOCABULARIO

La terminología psiquiátrica es muy heterogénea. Em­


plea palabras de la lengua corriente, en su acepción vulgar
(agitación, depresión, extravagancia, miedo, amaneramiento,
ansiedad, furor, calma, lucidez, gatismo, estupor, retardo,
perversión, etcétera). Esto constituye una especie de vocabu­
lario semiológico de la vida práctica, de la psicología vivida.

47
Cuando el sentido concreto está bien conservado en el uso
técnico, no hay motivo para lamentarse, puesto que expresa
una manera de ser del enfermo en una situación dada. La
palabra concreta, con su bagaje afectivo, posee en sí un valor
descriptivo. Desgraciadamente, lo que ella gana en valor des­
criptivo lo pierde en valor analítico, pues con frecuencia
abarca y confunde estados o situaciones muy distintos. Por
otra parte, evoluciona con la vida general del lenguaje, lo
que determina la separación progresiva entre el significado
concreto móvil y el establecido, convertido por eso mismo en
menos concreto y más técnico.
El empleo de términos médicos se descuenta en lo que
concierne al aspecto físico de la patología mental, e igualmen­
te en lo que toca a su cuadro constitutivo. Los sustantivos res­
ponden a los conceptos mismos: patología, enfermedad, afec­
ción, semiología, diagnóstico, pronóstico, patogenia, terapéu­
tica, etcétera. Basta con calificarlos especialmente: mental
o psíquico. Casi no hay lugar para insistir sobre ello. Esto
evidencia la toma de conciencia técnica del hecho psicopato-
lógico a través de una conceptuación médica, cuyo nudo se
afirma como esencial cualesquiera sean las ampliaciones ulte­
riores con las cuales hayan podido beneficiarse,, o perjudicar­
se, las nociones de psicopatología.
La fuente psicológica y filosófica, subterránea o surgente,
proporciona un aporte variable pero permanente. Un buen
ejemplo de ello sería la historia de las teorías de la afasia,
desde el esquema simplista de la psicología de las asociacio­
nes y de las facultades, hasta la teoría gestaltista. Otro tanto
podríamos decir de los fenómenos alucinatorios. El conduc-
tismo ha aportado sus vocablos, sin que ello haya impedido
a la fenomenología y al existencialismo ofrecer los suyos. Los
términos, ya usados en acepciones diferentes por los distintos
filósofos y en relación con posiciones determinadas, no han
visto mejorado su uso en manos de los psiquíatras.
Sin embargo, ha llegado a constituirse un vocabulario más
autónomo y más técnico. Por ejemplo: esquizofrenia, para-
frenia, paranoia, melancolía, síndrome de automatismo men­

48
tal, xenopatía, catatonía, sismoterapia, etcétera. Casi toda la
terminología psicoanalítica tiene un sentido técnico preciso
(inconsciente, fijación, represión, regresión, libido, complejo,
simbolismo, transferencia, proyección, introyección, objeto,
etcétera).
Los neologismos son bastante frecuentes, quizá más entre
los psiquíatras que entre los enfermos. Útiles o necesarios
cuando expresan con exactitud un hecho o una noción mal o
confusamente denominada, o innominada, no nacen siempre
en condiciones tan legítimas.
Mezcla de términos concretos y abstractos, con acepciones
diversas según las doctrinas y los autores, el lenguaje de la
psicopatología carece de especificidad. Con todo, tiende a
caracterizarse en un sentido técnico, sea por préstamo de dis­
ciplinas vecinas, sea por creación original. De ahí que sea
tanto más necesario definir los conceptos y el uso de los tér­
minos, en un dominio todavía demasiado fértil en expresiones
literarias, metafóricas, elásticas y confusas. El lenguaje cien­
tífico se esfuerza de continuo por reducir al máximo la apro­
ximación, el contrasentido, la impropiedad. La elaboración
de vocabularios técnicos y críticos constituye una tarea ingra­
ta, pero útil \
Algunos breves ejemplos mostrarán el interés de la
cuestión.

2. LOS ERRORES FORMALES

Tales errores atestiguan, o bien desenvoltura o ignorancia


lingüística, cosa lamentable y relativa por otra parte a la
evolución general de la lengua y de la pedagogía, o bien
relajamiento conceptual, que configura algo grave.
El pleonasmo se hace habitual. Hablar de “ tratamiento
psicoterápico” o “ radioterápico” , de “ psicoterapia psicoana-1

1 Es conocido el excelente Vocabulaire technique et critique de la phi-


losophie (P. U. F., 1947) de A ndré L alande ('hay trad. cast., Edit. El Ateneo,
Buenos Aires). Destacamos el Vocabulaire de la psychologie (P. U. F., 1951)
de H enri P iéron (vers. cast. en prep., Editorial Kapelusz) y el Manuel alpha-
bétique de psychiatrie (P. U. F., 1952), de A ntoine P orot .

49
lítica” , pasa inadvertido; sin embargo, tratamiento psicológi­
co o radiológico, o terapia psicoanalítica, serían menos pesa­
dos y mejor recibidos.
La “ personalidad psicopática” , expresión de la cual se
hace uso y abuso con otros enfoques, sufre de la misma afec­
ción pleonástica. Expresando ya la personalidad el ser psí­
quico, de ningún modo es necesario repetirlo en el calificativo.
Basta con decir personalidad mórbida o patológica.
La expresión “ psicoafectivo” llega al ridículo, puesto que
por definición la afectividad pertenece al nivel psíquico. En
tal caso también sería lógicamente necesario decir: una afec­
ción “ somatocardíaca” o “ somatohepática” , para confirmar
que el corazón y el hígado son órganos físicos.
Hablar de la “ personalidad de los iones” , es correr un
riesgo supérfluo cuando se dispone ya de la individualidad.
Los contrasentidos y los sin sentidos se multiplican de­
masiado fácilmente. Así han aparecido “ osteopatía” en el
sentido de tratamiento, y “ osteópata” en el sentido de médico.
Ahora bien, el uso médico quiere que estos términos signifi­
quen respectivamente, enfermedad de los huesos y enfermo
de los huesos; así como el cardiópata y el neurópata son los
enfermos tratados por el cardiólogo y el neurólogo. Era fácil
decir, en cambio: “ osteoterapia” y “ osteoterapeuta” .
Cuando se emplea “ organogénesis” y “ psicogénesis” , en
el sentido de desarrollo orgánico o psicológico de un proceso
mórbido, se incurre en un contrasentido frente al significado
exacto de desarrollo de los órganos o del psiquismo. Habría
que hablar de patogenia, y calificarla de orgánica o de
psicológica.
Los medicamentos llamados durante un tiempo “ ganglio-
pléjicos” , de ninguna manera actuaban sobre los ganglios
nerviosos. Luego fueron bautizados con el nombre de “ neuro-
pléjicos” , es decir capaces de “ golpear” , de paralizar, el sis­
tema nervioso como el ataque hemipléjico. Perfeccionados en
“ neurolépticos” se conforman ahora con suspender la activi­
dad nerviosa sin duda sobreentendiéndola como perturbada.

50
El efecto sedante y regulador de la medicación queda aún mal
expresado.
La “ xenomanía” , más precisamente la “ anglomanía” , sin
entrar a considerar la mediocre calidad literaria de un texto
plagado de locuciones extranjeras, es rica en contrasentidos y
sin sentidos, en significaciones ambiguas, polivalentes, esto
es, confusas. Invocar errores de traducción, a menudo reales,
no justifica nada. Semejante incontinencia es tanto menos
aceptable cuando existen en nuestro idioma términos precisos
y convenientemente definibles. Desgraciadamente, los ejem­
plos abundan.
T o m e m o s la palabra stress. Ha tenido mucho predi­
camento en medicina en estos últimos años, y no dejó de ser
recibida ampliamente en psiquiatría. Ahora bien, se han
podido contar de ella una veintena de acepciones diferentes,
y muchas en el mismo Selye, en su descripción del síndrome
general de adaptación. Se ha considerado a este término co­
mo intraducibie, pero no por ello se persiste menos en su
empleo. Si tiene muchos sentidos, o si es intraducibie, ¿por
qué, entonces, utilizarlo? Una de dos: o se usa en reemplazo
de un término propio bien definido (agresión, compulsión,
traumatismo, etcétera), y es mejor emplear ese término; o su
uso sirve para evocar confusamente hechos o conceptos vagos
en la mente de quien lo emplea, y más vale reconocerlo, re­
flexionar e informarse.
Otra palabra llena de magia: pattern. Posee un sen­
tido general de forma, esquema, tipo, modelo, y hasta estruc­
tura; y un sentido, propio de la estadística, de cuadro o de
representación esquemática. Verdaderamente no se percibe
qué interés puede tener este término fuente de confusión,
cuando otros términos propios ofrecen todos los matices y
precisiones deseables.
Por tratarse de locuciones o de términos extranjeros con­
vendría, por el contrario, observar un gran rigor en la tra­
ducción. Su sentido debe ser bien definido, y no deben em­
plearse más que en ese sentido. Ciertamente, no hay motivo
para proscribir todo término extranjero que pueda ser técni­

51
camente útil, o responder a una moda, a una influencia social
general, a la cual una terminología aun con pretensión cien­
tífica no podría sustraerse completamente. Sin embargo, si
el vocablo extranjero no aporta nada, no hay por qué utili­
zarlo fuera de las citas de los autores; anteayer griegos, ayer
latinos, hoy ingleses, mañana tal vez rusos.

3. LA TRASPOSICIÓN ANALÓGICA

Sin condenar el razonamiento por analogía, a menudo fe­


cundo, es preciso desconfiar de una conceptualización super­
ficial y rápida por trasposición analógica de un término desde
un orden de hechos a otro orden. La extensión de la palabra
viene a justificar allí la extensión del concepto, cuando la
metodología exige lo inverso, con la ayuda de una verifica­
ción experimental o de una demostración racional.
Por ejemplo, la noción de “ traumatismo” en el sentido
de herida física fue traspuesta por Freud del plano somá­
tico al plano psicológico, con una acepción sexual, y después
más ampliamente emocional y afectiva. Así se ha pasado de
la herida a la conmoción, de la conmoción a la emoción,
de la emoción al afecto, y aun del traumatismo real al trau­
matismo fantasmagórico. La relación subsiste en el curso de
estas etapas trasposicionales y justifica suficientemente la
analogía como para que el término tolere dos acepciones
distintas, la propia y la figurada, sin que ello suponga o de­
muestre la identidad de las situaciones correlativas.
Partir de términos psiquiátricos y aplicarlos tal cual en
psicología normal y en caracterología, ha sido una de las
trasposiciones analógicas más enojosas, en que incurrieron
numerosos psiquíatras y psicólogos. Ella ha sido el origen
de muchos de los errores de interpretación, de muchas de las
oposiciones entre unos y otros, y ha constituido una verda­
dera falta de método. La terminología psiquiátrica con sus
propios significados, con frecuencia ya difíciles de definir,
no estaba adaptada a la descripción analítica de reacciones
psicológicas generales, que no hubiesen debido llevar gratui­

52
tamente la marca de estructuras mórbidas, y menos todavía
de caracteres nosográficos. Vencer la nosografía tomándole
sus elementos viene a ser una manera viciosa de cerrar el
círculo. La disociación del test no es la de la clínica, la
epilepsia de la clínica no es la del test, el carácter esquizoide
no es la estructura mórbida, esquizoide, etcétera. Sin duda,
psicólogos y psiquíatras saben hoy que emplean un vocabu­
lario común en sentidos diferentes, y se esfuerzan por realizar
la rectificación deseable. Esto no es una ventaja ni para los
unos ni para los otros. Indudablemente se produce una con­
taminación de los valores psicopatológicos con los valores
psicológicos y caracterológicos. Ello induce a extender abu­
sivamente los conceptos de psicosis y sobre todo de neurosis.
La intención de establecer una “ psicología clínica” par­
ticipa del mismo error inicial y corre el riesgo de tener efec­
tos desafortunados. Definirla como “ el arte y la técnica que
se refieren a los problemas de adaptación de los seres hu­
manos” (Asociación Americana de Psicología), le confiere
un carácter universal, del cual no pensamos que sea una ga­
rantía metodológica. D. Lagache adorrta y sostiene esta
posición, que amplía al extremo la perspectiva psicológica
toda, incluyendo en ella a la psicopatología. Esto puede va­
ler para quien es a la vez psicólogo y psiquíatrá o médico,
pero no como método de estudio o de enseñanza. Como ya
hemos visto, no hay un método clínico especial, sino un mé­
todo experimental común a un conjunto de disciplinas. La
legítima preocupación por acercarse a los hechos, a las reali­
dades vividas, no exige ninguna “ medicalización” , bien por
lo contrario. Decir psicología “ individual” , “ concreta” o
“ aplicada” , evitaría todo equívoco y haría menos fácil la
inflexión médica de la actitud psicológica. La “ psicotécnica”
no tendría entonces más que reunir a todos los “ testistas” y
experimentadores. La psicología englobaría el todo y no co­
rrería más la aventura de ser constreñida a los tests, a los
ejercicios de laboratorio, o a los juegos del análisis subjetivo.
¿Cuestión de palabras? No. Cuando se habla de “ psico-

53
clínico” se evoca infaliblemente a “ su enfermo” \ Proble­
mas y conflictos se mezclan; conflictos y tensiones, por el
hecho de su existencia, son ya sospechosos, y lo “ neurótico”
se desata automáticamente.
Para muchos autores, la “ psicología médica” es un “ ca­
jón de sastre” donde se mezclan psicopatología, psiquiatría,
neurofisiología, caracterología, práctica médica y medicole-
gal, etc. Sería ventajoso limitar su campo a la psicología de
la situación médica (m édico; relaciones con el enfermo, fami­
lia, jurisdicciones, colectividades; posición e influencia psi­
cológicas en la sociedad del médico y de la medicina) y a la
psicología de la historia de la medicina.
Cuando Melanie Klein trasporta al lactante los concep­
tos y los términos del psicoanálisis del niño y hasta del
adulto, comete una confusión que, por ser sin duda delibe­
rada, no por ello es menos condenable. Ella disfraza el estu­
dio objetivo de los fenómenos por una trasposición verbal
que presenta como conocido lo que no lo es. Describir así
en el lactante una primera fase de “ ansiedad persecutoria”
(espera de castigo ligada a la agresividad devoradora), y
una segunda fase “ depresiva” (conciencia de la independen­
cia del objeto m aternal); hablar de objeto “ parcial” , testi­
monio de un adultocentrismo excesivo; valorizar psicopatoló-
gicamente las fases primitivas del desarrollo normal; es gra­
tuito y resulta de una interpretación abusiva. O las palabras
pierden su sentido, o los conceptos se confunden.
Una analogía de comportamiento y una analogía entre
la noción psicológica de conflicto y la noción psicofisiológica
de contradicción, entre estímulos o condiciones experimental­
mente determinadas, han bastado para instituir las “ neurosis
experimentales” ; y con ellas la asimilación pura y simple
de las perturbaciones del comportamiento del perro, del gato,
del mono, a las neurosis humanas; no obstante existir un
determinismo manifiestamente distinto, una estructura psico­
lógica y una significación diferentes. El enfoque analógico 1

1 A. W. Brown no escapa a ello, en la obra de T. G. A ndrews, pág. 700.

54
de los fenómenos es por cierto interesante. Pero la identidad
del término lleva a la identificación de los conceptos. Y se
acaba por apoyarse sobre el concepto mismo de neurosis
experimental, sin siquiera considerar los distintos fenómenos
que el término involucra.
El mal uso de las palabras y de las ideas implica, a ma­
yor o menor plazo, una verdadera desnaturalización de las
unas y de las otras.

4. LA DESNATURALIZACIÓN TERMINOLÓGICA

Dicha desnaturalización proviene, ya de una extensión


abusiva, ya de un estrechamiento excesivo, ya de una distor­
sión intrínseca del sentido de los términos. Algunos ejemplos
dados precedentemente son significativos a este respecto.
La extensión del término “ neurosis” a caracteres alejados
de lo común, a reacciones ineficaces, a conductas fisiológicas
de satisfacción o de defensa, a comportamientos no confor­
mistas, a movimientos sociales, etcétera, carece de buen sen­
tido, si no de sentido, pues hay allí una significación histó­
rica. Concepto y término están en vías de desnaturalización.
El estrechamiento de la psicología y de la psicopatología
a la teoría y a la técnica de los tests, trajo el peligro de des­
naturalizar estas disciplinas tanto como su denominación. El
psicólogo se reducía de ese modo a “ testista” , la psicología,
a la técnica y al protocolo operatorio; el “ psicoterapeuta”
ya no tenía necesidad de ser médico o psicoanalista, como el
“ cliente” no tenía necesidad de estar “ enfermo” para ser
“ tratado” . Aun actuamos con anticipado optimismo ponien­
do nuestros verbos en pasado.
Locuciones tales como “ pre-angustia” , “ pre-lenguaje” , o
“ pre-psicosis” , son equívocas y están grávidas de un proceso
desnaturalizador. Si ellas se refieren al estado que precede
a la angustia, al lenguaje, a la psicosis, y ese estado se jus­
tifica como diferente por definición, conviene entonces expre­
sarlo de otro modo. Si ellas significan lo que precede, lo

55
que ya es bajo una forma menor o latente, la angustia, el
lenguaje, la psicosis, el indicativo “ pre” no sirve ya para
gran cosa. No se acostumbra llamar al óvulo, ni siquiera al
huevo, “ pre-embrión” .
El poder de las palabras es considerable, y sólo por el
artificio del análisis se las separa de los conceptos y de las
imágenes que les confieren una significación. De ese modo
se aplican nociones sin valor científico, y hasta se fundan
instituciones. Y aún más, uno se conforma con cambiar el
nombre de una realidad que no ha cambiado.
Cuando en psicopatología se observa una perspectiva mo­
nista, y se utilizan conceptos globalistas, muy pronto se vuel­
ve a retomar una terminología dualista y analítica. Tal
“ psicosomático” aísla un acontecimiento, jerarquiza una si­
tuación, acerca por un proceso de causalidad un síntoma
físico a una reacción psíquica; todo como si fuese un psiquía­
tra de comienzos de siglo, impregnado de la filosofía del
siglo xix. Hay contradicción entre los términos y los con­
ceptos. ¿La responsabilidad incumbe sólo a los términos?
Seguramente no. Existe una contrariedad, hasta una contra­
dicción conceptual interna.
El principal interés del estudio de los términos radica
en que pone en evidencia las dificultades del pensamiento.
La terminología merece mayores cuidados que los que
se le otorgan de ordinario. Y esto es igualmente cierto fuera
de la psicopatología.

56
Segunda Parte

LA PERSONALIDAD MÓRBIDA
C apítulo I

PERSONALIDAD Y PERSONAJE

AJbordar la psicopatología desde el ángulo de la perso­


nalidad permite obtener una visión central sobre la experien­
cia vivida por el enfermo y, de otro modo, por los demás.
Es entrar de repente al plano psicológico e interrelacional pro­
piamente humano; estar a nivel con la expresión y la signi­
ficación que determinan los fenómenos psíquicos mórbidos;
tomar un contacto directo con una realidad compleja y mo­
vediza, en la escala humana, que no abarcan bien los con­
ceptos universales.
La patología mental es la patología de la personalidad.
La psicopatología se convierte en la ciencia de la “ persono-
patía” , si así puede decirse. Pero todavía e s ‘preciso saber
qué se entiende por personalidad.

1. LA PERSONALIDAD NORMAL

Este concepto, menos claro de lo que podría parecer, va­


ría con las posiciones doctrinarias y heurísticas. Los autores
lo definen a menudo, con una comodidad un tanto despreo­
cupada, en función del objeto particular de sus investigacio­
nes. Si se quiere evitar abstraer algo arbitrariamente, o con­
fundirlo con carácter, persona moral, personaje, etcétera, se
impone una acepción global \1
1 Es conocida la definición de G. W. A llpobt : “ La personalidad es la
organización dinámica, en el individuo, de sistemas psicofísicos que determi­
nan ajustes particulares con su contorno” . Personality. A Psychological Inter-
pretation, Nueva York, 1937.
59
La personalidad puede definirse como la forma más
completa de la integración psíquica, reflejada en particular
por el sentimiento del yo, de su unidad e identidad, y por
una conducta individualizada. Gracias a ella somos el “ Yo-
sujeto” y el “ Yo-objeto” , consustancialmente unidos en el
“ para sí” hegeliano.
La personalidad aflora a la conciencia, y surge de lo in­
consciente. Es a la vez una condición, un signo, un valor,
y un resultado de la actividad psíquica autónoma y orientada.
Pertenece a la historia biológica y social del individuo. De­
pende de todo lo innato y de mucho de lo adquirido. Casi no
puede concebírsela ya como un sistema rígido, fijado de
una vez para siempre desde la edad de razón. Se presenta
más bien como una “ creación continuada” , en relación con
el dinamismo del ser viviente para sí y para otros, por sí y
por otros. La sistematización, la coherencia, la unidad, la
fuerza de la personalidad, progresan con la evolución indi­
vidual, como ya lo ha expresado Pierre Janet1. Constituida
y constituyente, ella tiende a aprovechar y a canalizar el
potencial energético, y a restringir la disponibilidad del in­
dividuo limitando sus conductas posibles en provecho de
conductas eficaces plenamente desarrolladas y sostenidas.
Presente en la actualidad de la situación, cargada de pasado,
tendida hacia el futuro, ella señala la continuidad histórica
del ser.
La personalidad caracteriza al individuo humano. Evi­
dentemente, no se reduce a un rasgo caracterial, ni su estudio
a una caracterología cuya visión permanece siempre parcial
y demasiado estática. El nivel superior de integración que.
ella expresa, involucra las aptitudes intelectuales tanto como
las tendencias instintivoafectivas y las capacidades volitivas.
La cohesión, la eficacia sobre lo real, y el valor de la per­
sonalidad, varían incontestablemente con el nivel intelectual.
La formación de la personalidad es compleja y ondu­
lante. El psicoanálisis, la psicología genética y la etnología,1

1 J a n e t , P ierre , L’évolution psychologigue de la personnalité, Chahi-


ne, 1929.

60
han aportado datos, interpretaciones, esquemas interesantes,
y suscitado nuevos problemas en lugar de los tradicionales.
Esto exigiría un largo desarrollo. Limitémonos a recordar
que la personalidad se construye por contracciones y dilata­
ciones sucesivas, conforme a líneas de fuerzas que progresi­
vamente se hacen continuas y determinan, en un cierto estadio,
una orientación definitiva. Este estadio no es alcanzado por
lodos los individuos a la misma edad, y sin duda varía se­
gún el tipo de estructura social.
La influencia social importa mucho hasta en estadios
bastante avanzados del desarrollo, y bajo modalidades diver­
sas, conscientes e inconscientes. Las múltiples identificacio­
nes o imitaciones e introyecciones en el curso del desarrollo
instintivoafectivo, introducen y sostienen, en la estructura­
ción de la personalidad, instancias inconscientes o para­
conscientes familiares, culturales y sociales, que ejercen una
influencia modeladora y determinan ciertas modalidades re-
accionales. La noción de “ personalidad de base” , formulada
por A. K ardiner1, considerada como fondo común a todos
los individuos formados conforme al estilo propio de la so­
ciedad a la cual pertenecen, nos parece más un armazón que
una base. Por otra parte, hay más que un simple matiz entre
“ base de la personalidad” y “ personalidad de base” . El sus­
trato fundamental de la personalidad es orgánico, no social.
Por “ operacional” que sea el concepto, parece trunco, pues
la personalidad básica y social debería completarse con una
personalidad individual, cuya relación estructural no podría
captarse plenamente. En efecto, en cada etapa del desarrollo
de la personalidad se realiza una construcción en la cual se
amalgaman los materiales de origen interno y de origen ex­
terno, sin que se distinga una personalidad basal. Si hay
una biología común a los individuos por su especie y su ge­
neración, esto no significa una “ individualidad de base” .
Uno no es solamente el hijo de su padre, sino también
el de la sociedad, o más bien de los grupos sociales a los

1 K ardiner, A., The Individual anfahis-Society% 1939

61
cuales se pertenece de buen o de mal grado. Uno sigue sien­
do, con todo, el hijo de sí mismo y de su progenie,, pues la
personalidad no se reduce al almacenamiento individual de
los alimentos sociales. Ella lo manifiesta cambiando de ré­
gimen nutritivo, pasando de un grupo a otro, sobrepasando
y excediendo los imperativos colectivos, configurándose un
fuero interno, viviendo los valores del mundo humano según
su propio estilo. Si la sociedad inviste a la personalidad con
sus normas, la personalidad re-crea a su vez sus propias nor­
mas, no en calidad, sino en forma y terminología a menudo
muy comunes.
2. EL PERSONAJE

La personalidad anuncia al personaje, es decir, al papel


que interprete en el grupo social, con relación a este grupo
y controlado por él. El personaje se vive bajo dos aspectos
distintos en respuesta a funciones diferentes, la una subjetiva,
la otra objetiva.
I 9 El ideal de sí, sobre cuya importancia han insistido
Freud y sobre todo Adler, expresa aquello que se desea ser,
y en consecuencia lo que se debe ser. Este valor normativo
significa una orientación definida de la personalidad, un fin
accesible o inaccesible según el caso, una perspectiva perma­
nente que sobrepasa lo que se es o lo sobreestima. Este per­
sonaje ideal, o subjetivo, es el lucero del alba que sirve de
guía al individuo en la elección y el cumplimiento de sus
conductas. Puede arrastrar a la persona al sacrificio de sí
misma y de lo real en una conducta heroica positiva, o ilu­
soria y bovarística, por ejemplo. El ideal de sí se limita
con frecuencia a la imagen sobreestimada de aquello que uno
cree habría podido ser. Lo cual aumenta la autoestima, pese
a lo que se es.
El personaje socializado y objetivado, actualiza la per­
sonalidad en un papel efectivamente insertado en la estruc­
tura social. La función psicológica de ese personaje puede
tomar valores diversos. Es conocida la distancia, a veces
considerable, que media entre la personalidad tal cual se vive,

62
y el personaje tal cual se interpreta. El papel tiene el valor
de una máscara social, de un medio exterior, de un instru­
mento de uso exclusivamente externo; personaje engañoso.
A la inversa, el personaje puede investir de tal modo a la
personalidad, que ésta queda reducida a « o ser más que su
personaje; personalidad engañada o identificación completa,
esto es el hombre de un solo papel, en quien la máscara
absorbe al rostro. En general, los compromisos son compa­
tibles con las reservas de disponibilidad en razón de la mul­
tiplicidad de papeles atribuidos al hombre, a la vez hijo,
padre, amante, jugador, trabajador, ciudadano, etcétera. Se­
gún los papeles, es ya dominador, ya dominado; ya activo,
ya pasivo; ya actor, ya espectador; ya comprometido, ya li­
berado. El predominio de un papel no impide desempeñar
los otros. Algunos se integran a la personalidad, otros si­
guen siendo exteriores y extraños a ella.
Por el personaje, ideal o subjetivo, y social u objetivo,
la sociedad impregna y moldea la personalidad. Por el per­
sonaje socializado, la personalidad se actualiza y entrega la
principal medida de su eficacia. El personaje es una forma
de expresión de la personalidad.
Bajo este punto de vista, existe una patología del perso­
naje. Ella aparece cuando el personaje es un fantasma neu­
rótico o psicótico, cuando constituye una coraza defensiva,
un refugio necesario, o cuando ejerce una coacción opresiva.
La degradación del personaje, el abandono sucesivo de los
diversos papeles (profesionales, familiares, etcétera), son
signos manifiestos del deterioro de la personalidad, de la
desinserción de las estructuras sociales. A falta de curación,
la terapéutica tiende a restituir al enfermo un papel, un per­
sonaje, aunque sea único y casi insignificante.

3. PERSONALIDAD MÓRBIDA Y PERSONALIDAD ANORMAL

A propósito de la calificación de estos tipos de persona­


lidad, vuelven a encontrarse las dificultades conceptuales que
hemos expuesto con motivo de la noción de patológico. Sin

63
entrar en el capítulo de la nosografía, que abordaremos en
la tercera parte de esta obra, debemos distinguir desde ahora,
en una perspectiva axiológica, las personalidades “ anorma­
les” de las que no lo son.
Se trata aquí, precisamente, de no confundir nunca anoma­
lía y enfermedad, variación singular y patología. Entende­
mos por personalidad anormal a la personalidad que se
aparta de la norma cuantitativa y cualitativa, de la mediana
del grupo considerado, sea por una insuficiencia o por una
excelencia global, sea por una estructura singular, original.
Estos caracteres se manifiestan y se acentúan en el curso del
desarrollo de la personalidad y se expanden con la culmina­
ción de ésta. Confieren a la personalidad un valor especial,
positivo o negativo en relación con la norma media del grupo.
En su determinismo no se registra un proceso patológico
aprehensible.
Esta escala de variaciones comprende las personalidades
excepcionales (inteligencia muy superior, genio, potencia ex­
traordinaria y eficacia del esfuerzo voluntario, sin signos
deficitarios), habitualmente valoradas en términos laudato­
rios; y las personalidades muy mediocres, desarmónicas, or­
dinariamente valoradas en términos peyorativos. Subrayemos
la incidencia del juicio de valor que niega autoridad a todo
concepto de patología con respecto a los “ espíritus superio­
res” , lo que constituye una petición de principio, y la admite
por lo contrario sin demostración, en lo que concierne a los
“ espíritus inferiores” . Toda originalidad individual un poco
acentuada parece sospechosa al grupo, el cual la experimenta
como un peligro para su coherencia, y tiende a reducirla por
coacción, o a neutralizarla por la exclusión de una mancha
moral o de una conversión médica. La medicina reemplaza
indebidamente a la moral. Ahora bien, un mediocre, un ton­
to, un orgulloso, un emotivo, un sensual, un introvertido (en
el sentido de Jung), un indolente, etcétera, no son forzosa­
mente, enfermos ni impedidos; son personalidades de valor
moral, psicológico o social diferentes, que no se podría con­
vertir en valor patológico sin poner antes en evidencia un

64
proceso mórbido actual u original. Que el grupo social se
queje o sufra con ello no prueba en nada su carácter patoló­
gico. De lo contrario, no habría más que decir: “ Quien no
es como yo está loco” .
La dificultad es evidente: ¿El mismo estado podría en­
tonces resultar o no de un proceso patológico, según las cir­
cunstancias? Molesta a primera vista, esta consecuencia no
es de ningún modo contradictoria, por poco que se reflexione
sobre ella. . . No poder levantar un peso de 30 kilos implica
una insuficiencia muscular que puede deberse, bien a una
falta de costumbre, causa no patológica, bien a una amiotro-
fia ocasionada por lesiones nerviosas centrales o periféricas.
Del mismo modo, la mediocridad intelectual puede derivar
de la calidad de los genes conforme a un determinismo fisio­
lógico, o depender de un proceso patológico que ha evolucio­
nado durante el desarrollo intrauterino o en la temprana
primera infancia. Así, pues, puede haber aquí un retardo
mental normal y uno mórbido. Más valdría entonces hablar
de ininteligencia o de inferioridad intelectual en el primer
caso, y reservar el concepto de retardo para el caso patológi­
co. Por otra parte, el término “ retardo” es inapropiado en
el primer caso, pues el desarrollo de la personalidad ha sido
lo que debía ser, en relación con las condiciones genéticas
iniciales.
Lo que algunos considerarían sin razón una sutileza teó­
rica, puede tener una incidencia práctica grave, particular­
mente de orden médicolegal. Ciertos individuos más o me­
nos “ anormales” , considerados ya como enfermos, ya como
no enfermos, se adaptan mal o difícilmente a las estructuras
sociales complicadas, rígidas y cerradas, que pesan cada día
más sobre el individuo y hacen todavía más artificial su
existencia. Este desnivel entre el individuo y la sociedad no
es en sí patológico: es el residuo del progreso o, al menos,
de la evolución. Todos los hombres no marchan al mismo
paso, felizmente.
Ciertamente, algunos casos particulares son difíciles de
apreciar y pueden constituir transiciones, Debe admitirse una

65
incierta psicopatología marginal, una psiquiatría de frontera.
Esto no dispensa, sino que exige más imperativamente, cen­
trar los problemas cuanto sea posible.
También nos parece igualmente peligroso integrar a título
de tipos particulares, las personalidades patológicas en el
cuadro de las personalidades anormales, por la contamina­
ción que entonces se produce entre lo anormal y lo patológico.
A pesar de sus esfuerzos, Kurt Schneider nos da un ejemplo
parcial de ello Después de haber definido la personalidad
anormal en un sentido muy extensivo, como una variación
cuantitativa con relación a la mediana, incluye en ella a las
personalidades “ psicopáticas” , caracterizadas las unas por el
hecho de sufrir su estado, las otras por el de hacérselo sufrir
a la sociedad. Reconoce en seguida que no hay ninguna ra­
zón para calificarlas de patológicas, e intenta separarlas ne­
tamente de las psicosis y establecerlas en una especie de
tipología. Pero en el estudio de casos particulares vuelve a
introducir parcialmente enfermos y enfermedades. Una mala
terminología agrava las cosas (psicópatas hipertímicos, de­
presivos, asténicos, etcétera).
Si bien la psicopatología conserva un derecho de mira
sobre las personalidades anormales, y tiene gran interés en
ampliar su campo de observación y de comparación, su prin­
cipal objeto sigue siendo la personalidad mórbida en el sen­
tido propio del término, es decir, la personalidad afectada
por un proceso patológico, durable o no, no importa en qué
etapa de su desarrollo.1

1 Schneider, K urt, Les personnalités psychopathiques, P. U. F., 1955.

66
C apítulo II

LA CONCIENCIA MÓRBIDA

Espontánea o reflexiva, inherente a la personalidad o


simple epifenómeno contingente, función particular de la ac­
tividad nerviosa o cualidad estructurada del funcionamiento
de todo el psiquismo, la conciencia plantea problemas psico­
lógicos y filosóficos fundamentales que no podemos abordar
aquí. Que la conciencia sea biológicamente una función de
“ vigilia” como lo destaca J. Delay, y que implique la inte­
gración de diversas funciones nerviosas, es cosa que no po­
dría honestamente ignorarse \ Este aspecto de la cuestión
no pertenece, sin embargo, a nuestra perspectiva, la cual
invita a considerar a la conciencia sobre todo, si no exclusi­
vamente, como actualidad de la experiencia. El excelente es­
tudio de Henri Ey sobre la estructura de la conciencia y su
desestructuración, propone una concepción psicopatológica
interesante sobre este problema que, debemos reconocerlo, aún
no ha sido resuelto 2.1

1 Los neurofisiólogos no lian terminado todavía de discutir sobre ello.


Algunos creen necesario distinguir, y hasta oponer, la “ conciencia” de nivel
superior y de virtud psicológica — como tal abandonable sin reparos a los
psicólogos y a los filósofos—, y la “ vigilancia” de nivel reflejo, especie de
correlato neurológico que evoca a veces el paralelismo de la belle époque.
En el último Congreso Internacional de Neurología (Bruselas, 1957),
se insistió sucesivamente sobre el diencéfalo, la sustancia reticulada, las unio­
nes subcorticales, la corteza, las interrelaciones corticosubcorticales. Aparte
de la médula, parece que un sistema funcional interviene en cada estado del
neuroeje, en la elaboración de los fenómenos conscientes.
E E y , H enri, estudio n9 27, t. III (1954).

67
1. LA TOMA DE CONCIENCIA

La toma de conciencia espontánea de los objetos y de sí


mismo se realiza normalmente, o casi normalmente, en algu­
nas estructuras patológicas, mientras que en otras se encuen­
tra alterada o llega a ser imposible.
Normal en su aspecto perceptivo, en las relaciones lógicas
y utilitarias establecidas entre los objetos, entre los objetos
y las personas, entre casi todas las personas o solamente en­
tre algunas, la toma de conciencia mantiene el orden objetivo,
pero toma, en mayor o menor grado, una significación per­
sonal modificada, inadecuada en relación con la situación
objetiva en la cual se encuentra el enfermo, o en relación con
lo que éste espera de ella. El obsesivo, el fóbico, el depri­
mido leve, el paranoico, el esquizofrénico en sus comienzos
o afectado en forma menor, no tienen perturbaciones de la
conciencia en el primer sentido habitual del término, al cual
groseramente llamamos perceptivo. Sin embargo, las presen­
tan en un segundo sentido, al cual no menos groseramente
llamamos significativo personal (valorización especial y mór­
bida de tal objeto, de tal conducta, relación, o desvaloriza­
ción de tal situación). La toma de conciencia significativa
personal está alterada, superficial o profundamente, según
la manera cómo la personalidad se perturba. El daño a la
conciencia implica para nosotros el ataque a la personalidad;
inversamente, el ataque a la personalidad supone un daño
a la conciencia; pero éste puede ser parcial y no afectar más
que al componente significativo afectivo (en cuyo caso se
habla de “ lucidez” conservada), o afectar al componente
perceptivo (en cuyo caso se habla de obnubilación, de con­
fusión) .
También la distinción clásica entre las formas cuantitati­
vas y las formas cualitativas de las perturbaciones de la
conciencia parece bastante artificial, y no tener casi más que
un interés pedagógico al hacer más cómoda la exposición.
Obtusión, obnubilación, confusión, estupor y coma, indican

68
bien los grados de masividad y de prráundidajL d^.trasto'rñVf'
de la conciencia bajo su aspecto deficitario. Pero a cada
grado, a cada forma globalmente deficitaria, corresponde una
alteración cualitativa, una variación estructural que transfor­
ma la toma de conciencia o la aniquila. La alteración de la
claridad de las percepciones va acompañada de una alteración
de las significaciones. La perversión de las significaciones
ejerce una influencia sobre las percepciones, que puede ser
discreta e imperceptible, o poderosa y evidente.
Aun patológica, la conciencia sigue siendo conciencia de
alguna cosa. Ya sea imaginante, o realizante, pasa constan­
temente de una forma a otra. Lo real se vuelve imaginario
y lo imaginario real, en un universo donde sólo cuentan las
significaciones subjetivas.
El deslizamiento del plano de lo imaginario al plano de
lo real, y el inverso, se efectúa tanto por interpenetración,
como por mutación. De ello resulta una estructura diferente
de la conciencia caracterizada en un caso por la alternancia
de una estructuración subjetivista y una estructuración obje-
tivista, con significaciones heterogéneas y discontinuas; y en
el otro caso, por la permanencia de una estructuración mixta,
con significaciones heterogéneas, intrincadas y continuas.
En el nivel de la conciencia mórbida, el juego- de la apa­
rición y de la utilización de los recuerdos responde a este
movimiento. En efecto, tres categorías de recuerdos interfie­
ren, y puede distinguírselos por su grado de autenticidad.
1? Recuerdos reales y normales, auténticos, que pertene­
cen a la biografía anterior al estado mórbido. Son recuerdos
neutros, poco significativos, de carácter descriptivo concreto,
ligados entre sí mucho más que a la situación presente del
snfermo; recuerdos cargados de afectividad que evocan acon-
;ecimientos conmovedores, hechos graves o benignos, pero
lotados de un valor sentimental o simbólico; recuerdos muy
intelectualizados que expresan juicios abstractos, esquemas
;xplicativos o significativos que resumen un período de la
;xistencia, una experiencia pasada. Su evocación depende de

69
circunstancias exteriores a la situación mórbida o, más a me­
nudo, se relaciona indirecta o directamente con esa situación.
2 ° Recuerdos delirantes. Se trata de recuerdos relativos
a las experiencias patológicas vividas. Son, pues, recuerdos
reales, pero mórbidos. Llevan a la conciencia el testimonio
de un pasado (patológico) y de su autenticidad, en suma
interna, con su realidad singular. Expresan el delirio pasado
y confirman el delirio presente. Son tanto recuerdos patoló­
gicos como recuerdo de lo patológico.
3*? Recuerdos deformados. La experiencia delirante actual
utiliza los recuerdos deformándolos en el sentido de la sig­
nificación existencial del momento. La deformación se hace
a la vez sobre los recuerdos delirantes más o menos recientes
y sobre los recuerdos normales antiguos; más sobre los unos
que sobre los otros, o de manera muy electiva o selectiva
sobre algunos, según la estructura psicopatológica y las capa­
cidades psicológicas del enfermo. La deformación puede lle­
gar hasta a crear “ falsos recuerdos normales” , si así puede
decirse, y “ falsos recuerdos delirantes” . Los falsos recuerdos
delirantes — falsificación de segundo grado en relación con
lo real— constituyen un delirio retrospectivo resultante de la
experiencia delirante actual. Ese delirio retrospectivo puede
aparecer bajo la forma de un caos oniroide en movimiento,
o bien puede traducir el esfuerzo obstinado de reconstrucción
de una personalidad profundamente alterada.
La manera como son revividos los recuerdos es muy sig­
nificativa en psicopatología, y sin duda también en psicología.
Con excepción de la calidad en cierta forma instrumental
de la fijación y de la evocación mnésicas, la selección y la
deformación de Jos recuerdos, aun sin sobrecarga simbólica,
dependen del dinamismo afectivo que les confiere una signi­
ficación actual utilizable en la situación dada del mundo real
o imaginario.
Tales modificaciones de la conciencia muestran ya que
ésta no siempre es accesible al observador.

70
2. LA PENETRABILIDAD

Desde Ribot, el principio mismo del método psicopatoló-


gico impone la noción de penetrabilidad de la conciencia
mórbida y de su identidad profunda con la conciencia normal.
Psicoanálisis y fenomenología contemporáneos alimentan la
misma exigencia, sobre la cual puja la psicología social. La
necesidad que tenemos de esa penetrabilidad no prueba, sin
embargo, su realidad.
Por bella que se haga la parte de la intuición simpática
y de las interacciones inconscientes, la conciencia normal mis­
ma no parece ser absolutamente penetrable, como se lo supone
por hipótesis o por principio. A fortiori cuando ella se alte­
ra. Por cierto, la conciencia mórbida se muestra penetrable
mediando algunas precauciones e indispensables reservas.
Refiriéndose a los estudios de K. Jaspers, más valdría pre­
guntarse hasta dónde ella lo es. La conciencia mórbida no es
siempre y en todo penetrable; y esto constituye por sí mismo
un carácter psicopatológieo de primer orden.
Se habla de penetrabilidad cuando uno llega, siendo otro,
a sentir y a representarse lo que vive el enfermo. En razón
de ello se comprende lo que él expresa en su lenguaje y en
su comportamiento. Se aprehende una significación, sea de
manera inmediata, sea con la ayuda de una traducción más
o menos laboriosa, y tanto menos fiel cuanto más laboriosa.
El neurótico a través de la interpretación analítica, el deli­
rante celoso o reivindicatorío, ofrecen una conciencia pene­
trable, si no límpida.
La penetrabilidad disminuye a medida que la personali­
dad se desorganiza y el enfermo vive experiencias más ínti­
mamente subjetivas, incomparables a las experiencias de la
conciencia normal y cuyo sentido se escapa. El estado mór­
bido no es ya comprensible, siguiendo la acepción jasperiana.
Recordemos la tesis de Charles Blondel, cuyo interés
subsiste a pesar de una falta de claridad que ha contribuido
mucho al “ envejecimiento” de la obra. Aparte del retardo

71
y las demencias, se dibuja un cuadro de psicosis con delirio
y ansiedad fundamental, cuyo determinismo debe ser común.
Las sistematizaciones delirantes no son de naturaleza lógica,
sino afectiva. Fundar esas perturbaciones afectivas sobre la
hipótesis de una perturbación cenestésica como han intentado
hacerlo Ribot, Deny, G. Dumas, Revault d’Allonnes, no re­
siste al examen; pues, por una parte, las capacidades emo­
cionales subsisten aún en la despersonalización, y por otra,
las perturbaciones de la sensibilidad visceral existen en cier­
tas afecciones nerviosas sin producir la alteración de la per­
sonalidad. Es lo “ psíquico puro” lo que aparece, irreductible
a la conciencia normal porque no encuentra para expresarse
ningún cuadro conceptualizado, el cual responde al lenguaje
común elaborado por la vida colectiva. La conciencia mór­
bida es la conciencia individual por excelencia. Se apoya
sobre una cenestesia subconsciente, la actividad orgánica, no
reducible a la suma de las sensaciones internas como lo que­
ría- Beaunis.
En síntesis, la desestructuración social y sobre todo la
emergencia de lo psíquico vivido en su pureza individual, y
como tal no integrable en un pensamiento comunicable sólo
en su forma socializada, caracterizarían la conciencia mór­
bida y explicarían su impenetrabilidad.
La clínica y el análisis psicológico confirman ese punto
de vista de Blondel, aunque limitándolo. No se aplica a toda
conciencia mórbida, ni al mismo enfermo de una manera
forzosamente constante.
Agreguemos que, fuera de las formas de conciencia mór­
bida penetrables en el mismo grado que la conciencia normal,
otras formas mórbidas se presentan todavía más penetrables
que esta última, en razón de una insuficiencia de control o dé
coerción, de una expresividad más espontánea, más directa
y ostensible, que exhibe motivos y móviles, deseos y temo­
res, angustia y agresividad.
Hay estructuras constantemente penetrables o constante­
mente impenetrables, pero también hay estructuras cuya evo­
lución implica fases de penetrabilidad y de impenetrabilidad,

72
según el dinamismo patológico. La melancolía y la esquizofre­
nia ofrecen ejemplos de ello. Algunas psicosis delirantes cró­
nicas pasan de una estructura penetrable y comprensible a una
estructura impenetrable e incomprensible.
Estas diferencias de penetrabilidad condicionan actitudes
distintas en los demás y en el enfermo frente a sí mismo.

3. LA ACTITUD DEL ENFERMO

La reacción consciente del enfermo frente a su estado


mórbido, se produce bajo una forma espontánea y bajo una
forma reflexiva. El enfermo tiene espontáneamente concien­
cia de lo que experimenta: su culpabilidad, la voz amenaza­
dora del perseguidor, el insulto despreciativo del que pasa,
el miedo a los cuchillos, la rareza de su estado, etcétera. Asi­
mismo, puede tomar una conciencia reflexiva; dicho de otro
modo, puede tomar, o no tomar, una cierta actitud frente a
su enfermedad. Pueden distinguirse tres posiciones princi­
pales:
1? La conciencia crítica de la enfermedad. El enfermo
reconoce el carácter mórbido de lo que siente, como el más
vulgar de los enfermos físicos. La fobia, la obsesión del
neurótico, son vividas como una perturbación enfermiza, in­
quietante, agotadora. La angustia primaria y el temor de
volverse loco, manifiestan a la conciencia del esquizofrénico
el peligro inminente del socavamiento de su personalidad.
La emergencia de lo insólito, el sentimiento de automatismo,
la depresión melancólica simple, las premisas de la manía,
la dismnesia de las cerebropatías, los síndromes subconfusio-
nales, son reconocidos como patológicos por el enfermo, que
con ello sufre a veces profundamente. Este exacto juicio de
valor lleva al enfermo a recurrir al médico, y a veces a la
fuga desesperada o al suicidio.
Aun cuando los síntomas sean explotados en un sentido
ífectivo o utilitario, y más todavía, aunque sean deliberada
) casi inconscientemente atenuados en una verdadera sobre-
dmulación, subsiste en el enfermo una conciencia clara u os­

73
cura de su enfermedad. Que se trate de una neurosis o de
una psicosis, esta actitud crítica no anula la conciencia de
estar enfermo y de manifestar un proceso patológico.
Cuando uno está verdaderamente loco, se dice que uno
lo ignora. Esto es verdad. Pero cuando uno se vuelve loco,
o cuando disminuye la locura, o cuando no se está demasiado
loco, uno puede muy bien darse cuenta de ello.
2 ° La conciencia mórbida de la enfermedad corresponde
a una actitud reflexiva de participación activa o de resigna­
ción en el sentido mismo del delirio. Las formas son aquí
variables.
Sea una actitud temática delirante, bien conocida y muy
frecuente. El melancólico o el paranoico, en quien la angus­
tia fomenta la formulación de una condena a muerte, toma
una actitud ansiosa y complementaria en relación con esa
formulación imaginaria; su conducta se vuelve lógica, de
acuerdo con aquello que él vive. El maniático erótico se-
xualiza su lenguaje y su comportamiento. El delirante ironi­
za o se encoleriza si se le discuten sus expresiones. El esqui­
zofrénico quiere matar a su padre o a su madre, antiguo
objeto de su agresividad; ha reflexionado largamente sobi-e
ello, y a veces pasa a la acción en un rapto impulsivo. La
conciencia es plenamente mórbida y puesta en forma según
la lógica interna del proceso psicopatológico. Hay allí una
unidad del pensamiento reconstituida de otro modo, y
una continuidad entre la vivencia subjetiva y la conducta
cumplida.
Sea una actitud de indiferencia, de neutralidad. El deli­
rante crónico, que delira por rutina, no presta mayor aten­
ción a lo que le pasa, no lo sufre más, no reacciona por ello.
Es necesario insistir para que el enfermo lo exprese, pero él
no se interesa más ni lo critica.
Sea una actitud positiva ante un objeto negativo. Por
ejemplo, el sentimiento de una enfermedad en realidad in­
existente. La hipocondría, la nosofobia, la negación de órga­
nos o de funciones, la trasposición imaginaria al plano físico

74
de una perturbación psíquica, ilustran, de distintas maneras,
esa actitud particular.
3? No se trata ya de actitudes, sino de la imposibilidad
de tomar una. Esta posición anula a la vez la conciencia crí­
tica y la conciencia mórbida de la enfermedad. La llamamos,
pues, inconsciencia mórbida.
Se han observado casos curiosos de olvido o de negación
de una enfermedad sin embargo evidente y molesta: la anosog-
nosia de una hemiplejía izquierda, y hasta de una ceguera.
Mas frecuente es la inconsciencia mórbida por deterioración
grave de la personalidad (demencia paralítica o senil avanza­
da, estupor), o por ausencia de la personalidad (imbecilidad
profunda). El coma determina un estado de inconsciencia
completa.

75
C apítulo III

EL UNIVERSO MÓRBIDO

El enfermo mental no se coloca tal cual fuera del mundo,


sino que, más bien, se ubica en él de distinta manera que
ú sujeto normal. Vive en un universo especial, construido
sobre su medida patológica. Los objetos y su distancia res­
pecto de él, son diferentes, están modificados y transforma­
dos. ¿El universo mórbido será el del sueño, y el enfermo
in soñador que no podrá despertar?, he ahí la tesis retoma­
da con brío por H. Ey. Analogías superficiales, profundas
isimilaciones parciales, episódicas identidades entre el sueño
y la locura, no permiten, ni aun con los rodeos de una teoría
crganodinamista que diferencia muchos niveles de estructu­
ración, reducir el universo mórbido al universo onírico. Esto
constituye uno de los problemas capitales de la psicopatolo­
gía, que sería vano intentar resumir en pocas líneas. Sólo
consideraremos algunos aspectos muy generales de orden es­
tructural y relacionai.1

1. LA EXPERIENCIA DELIRANTE

En este mundo proteiforme de la patología mental se


distinguen momentos de los cuales lo esencial es, en el fondo,
oomún a numerosas afecciones de la personalidad, ya sea
que ésta quede trastornada por un tiempo, o que se reorga­
nice durablemente en un sentido vesánico. Así puede descri-

77
birse en términos bastante generales una experiencia delirante
o subdelirante.
La experiencia mórbida fundamental provee la materia
y la forma patológicas. Ella afecta al conjunto de la perso­
nalidad, aun si la conciencia permanece clara y crítica, y la
conducta sigue adaptada a lo real. Pueden describirse en
ella dos fases evolutivas.
En una primera fase, la experiencia mórbida primaria
señala la erupción de la perturbación y el sobresalto de la
personalidad. Manera de vivir súbita e intensamente un ma­
lestar, una angustia, una rareza, una inminencia de muerte o
de catástrofe, una retracción, un estallido, un impulso des­
orientado, un aumento de energía sin salida. . . Falla inicial
por donde desborda lo imaginario, ese “ núcleo lírico de la
humanidad” , según la expresión de H. Ey. Lo que así es
“ vivido” se impone de entrada como un existente significa­
tivo, dato inmediato de la conciencia mórbida. Señala el
nacimiento del universo mórbido y asegura así su desarrollo
a través de “ momentos fecundos” de igual naturaleza. El
conocimiento del mismo es intuitivo \
Esta intuición mórbida toca el fondo mismo de la per­
sonalidad; posee el valor de una revelación. Tiene adhe­
rencia a la personalidad, aun sin adhesión de ésta. Esta
experiencia mórbida primaria, sobre la cual ha insistido jus­
tamente K. Jaspers, no es necesariamente delirante desde el
principio. Se impone como acontecimiento vivido. Se intro­
duce en la personalidad, que la circunscribe o la gobierna,
y no hay delirio; o invade a la personalidad, y hay delirio.
¿Por qué semejante diferencia? Fenomenológicamente, uno
toma las cosas como son y se esfuerza por comprenderlas. En1

1 Para unos (Laségue, Deny, Dide, Cuiraud), la intuición se identifica


con el sentimiento delirante. Para otros (R . T arcowla y J. D ublinead, L’in-
tuition delirante, 1931), la intuición no es más que un modo de expresión
del sentimiento delirante, un síntoma del automatismo mental, como la aluci­
nación o la interpretación. Parece posible admitir dos formas: una expresión
intuitiva secundaria y en alguna forma sintomática; y una expresión intuitiva
primaria que arroja a la conciencia la vivencia pura en su inmediatez. Este,
último sentido es el que empleamos aquí. Cf. J uuette B outonier, L’angoissc,
P .U .F ., 1945.

78
este caso, se encuentran muy pronto los límites, y no se ob­
tiene, por ejemplo, ninguna explicación de esa diferencia
inicial.
A partir de esta experiencia mórbida van a modificarse
— muy superficial o muy profundamente, en el orden percep­
tivo o el orden relacionai, o en ambos órdenes— las signi­
ficaciones del mundo. Dejamos la experiencia mórbida fun­
damental no delirante (aquélla que sobre todo se atribuye
a los neuróticos), para considerar mejor la experiencia deli­
rante de entrada. Por ejemplo, el polvillo flotante en un
rayo de sol, es visto como “ polvillo en un rayo de sol” ; pero
experimentado como “ materia envenenada” enviada sobre el
enfermo por medio de los rayos solares. He ahí su signifi­
cación subjetiva, la única posible. Las partículas de polvo,
vistas como partículas de polvo, son percibidas como materias
envenenadas. Una melancólica mantiene las mismas relacio­
nes con su hija; la abraza, se deja abrazar, el aspecto formal
subsiste, pero la significación ha cambiado: la enferma no
puede ya amar a su hija, su hija ya no puede amarla, pues
ia enferma se siente indigna de ella. No es una modificación
serceptiva o relacionai la que condiciona la significación de­
cante; es la significación delirante la que califica la percep-
:ión y la relación. Esa caricatura mórbida del mundo pone
¡n evidencia el papel importante del valor afectivo en la
lonstitución de las formas perceptivas y relaciónales, lo cual
eúne a los trabajos de la psicología contemporánea.
La segunda fase de la experiencia delirante consiste en la
'laboración del delirio. Se trata de un verdadero trabajo de
a personalidad alterada, no aniquilada, que se construye un
iniverso todavía habitable para ella. Emplea sus capacida-
es subsistentes, su lenguaje habitual, sus conceptos sociali-
ados; se reorienta de acuerdo con su dinamismo interno más
menos desviado. De donde resulta un edificio de palabras
una serie de comportamientos que llevan la marca de las
índencias afectivas y de las deficiencias de capacidad. El
níermo busca y encuentra explicaciones, justificaciones, de-
ínsas. De donde resulta una superestructura delirante que

79
amplifica su universo y le asegura su mínimo vital. El es­
fuerzo de coherencia lógica, los valores afectivos expresados,
hacen más o menos comprensible todo o parte del desarrollo
delirante, si no su origen. Si el delirio es una construcción,
lo es a partir de datos iniciales que la predeterminan.
El carácter irreal del delirio, la “ evidencia” de sus ab­
surdos, han hecho que en otros tiempos se tuviera por deter­
minantes a la mediocridad intelectual y a la ausencia de
espíritu crítico en la producción del delirio. Por cierto, en
los hospitales psiquiátricos hay más sujetos de inteligencia
mediocre que de inteligencia superior. No obstante, es pre­
ciso señalar que los enfermos se reclutan en la población
general, cuyo nivel medio se aproxima a la mediocridad.
El nivel intelectual interviene efectivamente en la expe­
riencia delirante, pero en un sentido muy diferente. En primer
lugar, es necesario un mínimo de inteligencia; un imbécil
profundo no posee los medios para delirar. Dicho esto, hay
una manera tonta y una manera inteligente de delirar, casos
ambos en los cuales la estructura mórbida se mantiene idén­
tica. La diferencia reside en la riqueza o en la pobreza del
contenido y de la expresión. El enfermo inteligente expresa
más y desarrolla a fondo su delirio; toma de sus experiencias
mórbidas una conciencia y un conocimiento más agudo, más
fino, más profundo; extrae de ellas resonancias múltiples;
con ellas sufre o goza mucho más. En este sentido, la manera
de delirar podría tener el valor de un test de nivel intelectual.
Que un hombre considerado inteligente delirara com o un tonto
arruinaría su reputación.
Negar al delirante todo juicio y todo espíritu crítico sería
tenerlo por demasiado poco o atestiguar ignorancia en la
materia. A menos que haya deterioro grave o supresión de
todo contacto relacionai, el enfermo sigue juzgando y ejer­
ciendo su crítica, tanto como se lo permiten sus capacidades
anteriores. Sin duda, su juicio se ejerce a través de la situa­
ción delirante y a partir de su propio universo mórbido. Él
no juzga su delirio, sin el cual no sería ya delirante. Juzga
con su delirio, a pesar de su delirio. Por ejemplo, a veces

80
puede apreciar con exactitud un film, una novela, o un planteo
matemático y hasta el interés y la eficacia de la enfermera
o del médico que lo tratan.
La experiencia delirante culmina en dos principales tipos
estructurales según la manera como es vivida por el enfermo:
con o sin personalización.

2. LA PERSONALIZACIÓN

No se trata aquí de un síntoma, ni de un mecanismo pa­


togénico o psicológico, sino de una importante modalidad
estructural del delirio, de una modalidad existencial de la
personalidad mórbida.
La personalización de la experiencia delirante significa
la apropiación del delirio por el yo. La personalidad vive
su delirio como una forma que le pertenece, en la cual se
reencuentra con todo el aporte de su pasado real, hasta con
el impulso hacia el porvenir en la medida en que siga siendo
capaz de ello. Los fenómenos mórbidos siguen integrados a
la personalidad. Las experiencias más primarias, más intui­
tivas — sentimientos de ansiedad, de vacío, de caída, de mis­
terio, de transformación, etcétera— , son experimentadas como
estados o movimientos íntimos del yo, y reconocidas y hasta
reivindicadas como tales. El delirio es homogéneo con la
personalidad. Dicho de otro modo, hay continuidad de la per­
sonalidad normal en la personalidad mórbida, bajo su forma
global, con persistencia de la conciencia de esa personalidad.
Recordemos que K._ Jaspers define la conciencia del yo,
> de la personalidad, por cuatro caracteres: oposición a la
jonciencia del mundo exterior, sentimiento de identidad en
;1 tiempo, sentimiento de unidad en el instante, y sentimiento
le actividad. El sentimiento de existir, que K. Schneider no-
oriamente quería establecer como quinto carácter distinto,
!s considerado por Jaspers como una forma del sentimiento
le actividad. El solo hecho de tener conciencia de alguna
.osa, aunque fuese de su muerte, supone una conciencia de

81
actividad, y aun una actividad, por mínima que sea. No nos
parece útil discutir más esto.
La continuidad con la personalidad anterior merece ser
destacada. La psicosis se convierte en el drama de la per­
sonalidad mórbida, con todo su mundo de significaciones
personales envueltas las unas en las otras, y desplegándose
en espiral a través del mundo real. El sentido dramático de
este despliegue es aprehensible de inmediato.
A veces, el movimiento es tan gradual, se presenta tan
bien como una expansión lentamente madurada, que parece
confundirse con la evolución misma de la personalidad. La
psicosis se ofrece como un desarrollo de la personalidad, co­
mo si esta última la llevase en germen y ella fuese la fatal
orientación de su destino. La tragedia antigua a través de
Esculapio. La observación de algunos casos prueba este
punto de vista.
Un muchachito, por ejemplo, muestra un carácter suscep­
tible, posesivo; no comparte sus amistades. Este aspecto
afectivo se afirma en el curso de la adolescencia sin conflic­
tos graves. “ Tiene corazón” , dice su madre; “ sabe lo qué
quiere” , expresa su padre. El joven aprende un oficio, cum­
ple sin incidentes su servicio militar. Después se casa; para
ello elige una mujer dulce, pasiva, poco bonita, aunque esto
no garantiza el porvenir. Organiza su matrimonio con cui­
dado: ama demasiado a su mujer como para permitirle sus
relaciones de soltera, a las cuales elimina autoritariamente.
Un niño llega a punto para ocuparla. Nuestro hombre se
muestra orgulloso y feliz por ello. Se apega más todavía a
su hogar, reduce aún más las visitas, incluso familiares. Exi­
ge a su mujer una rendición cada vez más detallada de sus
actos y gestos. Un retraso banal, una laguna en un relato,
una observación imprevista, bastan para desatar una sospecha
celosa, prontamente calmada, que renace en cualquier opor­
tunidad y aun sin motivo. Comportamiento de celoso. ¿Pero
no era éste su carácter? Sin embargo, disputas, hostigamien­
to, impermeabilidad al “ razonamiento” del otro, inquisición,
interpretaciones inverosímiles, incesante búsqueda de indicios

82
y de pruebas de infidelidad, reconstrucción del pasado y ne­
gación de la paternidad, amenazas y brutalidades, provocan
el examen psiquiátrico y la internación. Psicosis pasional
de celos 1.
Esto produce la impresión de una maduración afectiva,
no de la aparición de un proceso en un momento dado. No
podría determinarse en qué momento el pequeño celoso “ nor­
mal” se ha convertido en el gran celoso “ enfermo” ; y sin
embargo el universo del segundo ya no es más el del prime­
ro. Volveremos a encontrar ese problema en el capítulo con­
sagrado a la causalidad.

3. LA DESPERSONALIZACIÓN

Aquí se consuma la ruptura, parcial o total, con la per­


sonalidad anterior. Un cierto número de fenómenos dejan
de estar integrados y de ser integrables al yo. La desvincu­
lación de una parte de lo vivido se expresa por un xenomor-
fismo de la conciencia mórbida.
Deben distinguirse dos aspectos que con frecuencia se
confunden cuando traducen, según los casos, dos grados o dos
estructuras diferentes.
I 9 Sentimientos de “ desrealización” (Mayer-Gross), que
expresan un alejamiento, una desvalorización de lo real, lo
cual se experimenta como poco existente o inexistente. El yo
no participa entonces activamente en el mundo, o no se siente
existir activamente a sí mismo. Vuelve a encontrarse el sen­
timiento de “ insuficiencia” (sentiment d’ incomplétude) , des­
crito por P. Janet. Desinterés personal más que despersona­
lización en el sentido en que vamos a entenderla ahora.
2 1? Sentimientos de extrañeza, de automatismo, de meca­
nización, de influencia, de coacción inhibitoria o estimulante,
de ideas parásitas, de posesión. “ Se me hace actuar, se me
impulsa” , “ las ideas me vienen de lo alto” , “ ya no estoy de
rcuerdo con mi cerebro” , “ ellos me obligan a pensar idiote­

1 L agache , D.: La jalousie amoureuse, P. U. F., 1947.

83
ces” , “ me vuelven histérico” , “ se me roba mi pensamiento” ,
“ ya no soy el mismo” , etcétera, son expresiones significativas.
Esto puede llegar hasta la negación de la identidad o de la
existencia misma. Estos sentimientos xenopáticos (Guiraud)
caracterizan una estructuración especial del pensamiento mór­
bido, en parte despersonalizado.
El aspecto de “ desrealización” parece próximo a la ex­
periencia mórbida primaria y, en algunos casos, puede expre­
sarla directamente. El enfermo no parece delirar, pues él
vive una perturbación de la cual se lamenta, que atribuye a
él mismo, y que aparenta criticar. La desvalorización subje­
tiva del ser y del mundo es un fenómeno precursor de des­
personalización, más bien que una verdadera despersonaliza­
ción en el sentido en que nosotros la entendemos.
El aspecto de despersonalización cumplido atestigua una
experiencia propiamente delirante, en la cual una parte de
la intimidad psíquica ya no es experimentada ni reconocida
como íntima, sino como exterior, extraña. Por otra parte, es
preciso cuidarse de tomar siempre al pie de la letra las ex­
presiones metafóricas que están lejos de responder siempre
a un auténtico fenómeno de despersonalización.
Cuando este último existe real y completamente, traduce
en general un rechazo, una exclusión, una no integración o
una desintegración más o menos considerable, una alteración
más o menos grave de la personalidad y no una despersona­
lización total. La obsesión, vivida como un cuerpo extraño,
es un objeto de lucha para el yo, que permanece por lo tanto
constituido. Los fenómenos de despersonalización en la es­
quizofrenia se definen, justamente, por relación con lo que
era la personalidad anterior, o con lo que es la personalidad
reencontrada. Es preciso, pues, que subsista un cierto senti­
miento de esa personalidad. ¿Puede ser un simple recuerdo?
Para que tal recuerdo persista y sea evocable en su pleno
sentido, todavía es necesario que persevere “ un ser” para
revivirlo, un existente en alguna medida unificado, esto es,
una cierta forma de personalidad. La conciencia de la divi­
sión interior implica que ésta no es completa, y que todavía

84
existe una forma global personal para vivir esa división y
testimoniarla. El movimiento de despersonalización no tiene
sentido, más que en tanto persiste la estructura global de la
personalidad. De lo contrario, en el límite, se llega a la
“ apersonalización” , a la abolición de la personalidad, que
ya no es mórbida sino inexistente.
Las relaciones de la personalidad con el mundo real va­
rían según la personalización o los grados de despersonali­
zación patológica.

4. EL UNIVERSO MÓRBIDO Y EL MUNDO REAL

Si es fenomenológicamente artificial oponer un mundo


interior a un mundo exterior, sin duda habría que abstenerse
de distinguir un universo mórbido y un universo real, aunque
aquí la grieta no se sitúe en el mismo nivel. Pero no hay
por qué ser prisionero de la perspectiva fenomenológica (ella
misma bastante amplia en su acepción psicológica), ni re­
chazar expresiones que por medio de una imagen ponen de
relieve un aspecto de lo real.
Se admitirá sin inconvenientes que el universo humano
es el de las significaciones, más o menos objetivadas, con
comportamientos más o menos eficaces en relación con los
medios físico y social. Cuando la personalidad se altera y
se debate, o se absorbe en un mundo subjetivo, debe buscarse
de qué manera general se equilibran o no, se ajustan o se
desajustan, las significaciones del mundo real y las del mun­
do patológico. Se perciben así tres tipos de relaciones.
1? La coexistencia de ambos universos, no siempre pa­
cífica. La imagen espacial de una yuxtaposición, o más bien
de una inscripción como aquélla de un círculo en un cuadra­
do, valdría casi tan poco como la imagen de un plano de
clivage, son demasiado estáticas. Los dos movimientos asi­
métricos y correlativos del péndulo y de las agujas del reloj,
serían más ilustrativos.
El enfermo vive en el mundo real y mantiene sus signi­
ficaciones esenciales. Lo explota, como puede, en su prove­

85
cho. Pero algunas significaciones sufren una desvalorización,
o una valorización especial, por el hecho de estar compro­
metidas en el universo mórbido. Por limitado, por protegido
que este último esté, tuerce la personalidad. El obsesivo cum­
ple su ritual mágico entre todo un conjunto de conductas
adaptadas a lo real y provistas de significaciones valiosas.
El psicópata pasional vive su pasión reivindicatoria, celosa,
erotomaníaca, mística, participando por otra parte de las
significaciones del universo real. Lo mismo ocurre con el
paranoico al comienzo de su psicosis. Los parafrénicos viven
en dos universos concéntricos y pasan con una facilidad des­
concertante de la esfera fantasmal más exuberante a la es­
fera realista más prosaica y más utilitaria. Podría creerse
que no se trata de la misma persona. Sin embargo, no hay
dos personalidades alternantes; solamente hay, y esto ya es
mucho, dos universos, dos niveles de significación: uno con­
trolado y controlable, en continuidad con las realidades exte­
riores; otro anárquico y clandestino, endógeno.
29 La proyección expansiva del universo mórbido implica
una contaminación más o menos extensa del universo real.
Las significaciones reales sufren en parte la conversión mór­
bida. El mundo real se estrecha, se hace discontinuo.
El maníaco fragmenta y colorea el mundo según su hu­
mor. El persecutorio extiende progresivamente el dominio
de sus significaciones patológicas.
A l movimiento expansivo del universo mórbido correspon­
de un movimiento retractivo del universo real. Éste conserva,
sin embargo, un sentido; el enfermo tiende aún a orientarse
hacia él. He aquí dos ejemplos:
Una mujer de cuarenta y cinco años, sombrero en la ca*
beza, valija en mano, con paso decidido, viene de Burdeos a
París para hacer internar a “ su doble” en nuestro Servicio.
Su doble, al cual lleva en la cabeza, no deja de injuriarla,
de contrariarla, se ha vuelto insoportable. Hasta un profano
se da cuenta de que esta mujer delira mucho. La lógica de
su universo mórbido la conducía a internarse a sí misma, por
necesidad de un refugio y de una ayuda. Estas significacio-

86
nes mórbidas no le han impedido conservar y utilizar todas
las significaciones dei mundo real, necesarias para concebir
y cumplir un viaje tan bien orientado.
Otra enferma, de treinta y ocho años, delirante alucinada,
encuentra sin embargo un empleo pedagógico. Lo deja pron­
to, pues entiende que no sería conveniente para los niños.
Esperará que cesen las alusiones y groserías sexuales que la
hacen avergonzar ante sus relaciones, las cuales no pueden
dejar de entenderlo como ella. Mientras tanto, quiere ser
útil. Al salir de nuestro servicio se une a una enferma que
ha conocido allí. Le encuentra una habitación en un hogar
de la Armée du Salut y se la paga. Sus esfuerzos prácticos
y su exposición sobre la situación de la enferma internada,
son dignos de una abnegada asistente social. Pero ella nos
confía, con una sonrisa calma y una serena certidumbre en
sus ojos azules, que ahora le es necesario partir hacia Nancy
para casarse con un sacerdote homicida recientemente con­
denado. El iuego de los dos planos de lo real v de lo imagi­
nario. entrecruzados o superpuestos en un sentido o en otro,
se observa admirablemente. Progresivamente los valores se
convierten en la dirección del universo mói-hjdo. Pero valores
importantes v medios eficaces del mundo real persisten de
manera notoria, como defensa y como especulación.
3 ° Llevamos, finalmente, a la absorción d d universo real
por el universo mórbido. En este caso hav animiilamiento del
mundo real v de sus relaciones. Un solo universo sivnifica-
tivo reina: el universo imaginario, único vivido por el enfer­
mo. baio el efecto de un dinamismo mórbido sin sentido o de
un pesado embotamiento. Simbolismo afectivo, pensamiento
sincrético, confusión del yo v del no-vo, autismo profundo.
El onirismo agudo y la esquizofrenia sirven como ejemplos.
Sesrún la dominancia de la significación mórbida, podría
describirse un universo angustiante, un universo acusador, un
universo persecutorio, un universo dionisíaco, un universo
caótico, etcétera. Extensivo o circunscrito, este valor mórbi­

87
do impregna la personalidad y basta para alterar directa o
indirectamente, en todo o en parte, las significaciones del uni­
verso real.

5. EVOLUCIÓN DE LA PERSONALIDAD MÓRBIDA

La personalidad mórbida evoluciona esquemáticamente de


acuerdo con tres líneas generales distintas.
Hay una evolución oscilante, en el curso de la cual, bajo
formas y en grados diversos alternan experiencias mórbidas
y experiencias normales, momentos de despersonalización y de
repersonalización, rupturas y nuevas tomas de contacto social,
aboliciones y resurrecciones de lo real.
Esa evolución puede tomar tres orientaciones diferentes,
según el estado en el cual culmina: estabilización relativa,
caracterizada por un amortecimiento de las oscilaciones y un
equilibrio de compromiso entre lo imaginario y lo real; o vía
regresiva, caracterizada por el predominio de las oscilaciones
negativas y de lo imaginario, que no llegan sin embargo a
la total desintegración de la personalidad; o vía progresiva,
en la cual la personalidad, llevada por oscilaciones positivas,
se reconstituye casi como antes.
Hay una evolución transfiguradora. Después de un pe­
ríodo oscilante más o menos largo de predominio regre­
siva, la personalidad recupera sus capacidades de integración
y de socialización, se reestructura de manera coherente y con­
sistente, pero con una orientación y un valor muy distintos
de los que poseía antes de la enfermedad. Las significacio­
nes mórbidas se fijan, el universo real se estructura subjeti­
vamente con coherencia y estabilidad con relación a ciertas
cristalizaciones mórbidas. Lo imaginario se halla vivido y
organizado en el plano de lo real. La personalidad se iden­
tifica plenamente con el personaje. Ha habido trasfiguración
delirante. Esta trasfiguración es a veces creadora durante
un tiempo, pero comúnmente no tarda en fijarse en rutinas
y formas estereotipadas.

88
Y hay una evolución clásica o destructiva, con desinte­
gración y disociación de la personalidad, que se fragmenta
y desaparece. No más personaje, no más figura, no más
personalidad.
Cualquiera sea el tipo evolutivo y la estructura patoló­
gica, la personalidad mórbida se expresa de manera singular,
problema que es oportuno considerar ahora.

89
C apítulo IV

LA E X P R E S I Ó N

Las posibilidades y los medios de expresión son eviden­


temente los mismos para el enfermo y para el sujeto normal.
En el caso del enfermo, no son utilizados, o no son utiliza-
bles, todas las posibilidades y todos los medios, o bien son
utilizados de una manera muy particular. La psicopatología
de la expresión humana da como conocido lo esencial de la
psicología y de la fisiología expresionales. Sin embargo, es
necesario precisar algunos caracteres generales antes de dar
un panorama sobre las principales perturbaciones de la
expresión.
1. CARACTERES GENERALES

La expresión debe entenderse en un sentido amplio y en


un sentido riguroso. En sentido amplio, como el conjunto de
los fenómenos por medio de los cuales se exterioriza la acti­
vidad psíquica del individuo, y por lo tanto se manifiestan
sus conductas. Sin expresión no habría conducta. En sen­
tido riguroso, los fenómenos expresionales son expresivos en
la medida en que poseen una significación. Sin significación
no habría psicología, como lo confirman la patología orgá­
nica y la psicopatología.
1° La expresión se realiza bajo una forma necesariamen­
te física o material. Ella depende por naturaleza del ins­
trumento orgánico y de los medios materiales de que dispone

91
el sujeto. Sin cuerdas vocales tónicas no hay canto; sin colo­
res no hay pintura.
Desde la forma más fisiológica hasta la forma más so­
cializada, la expresión se diversifica al extremo. Pero en
cada forma realizada no todo es igualmente expresivo, ni
siquiera expresivo. En un libro, lo significativo es el texto,
no el papel ni la encuadernación; pero la disposición tipo­
gráfica, el color de la cubierta, el tipo de encuadernación,
pueden ser expresivos independientemente del texto y en un
sentido diferente, o de acuerdo con el texto y en el sentido
de una valorización de este último.
La emoción de miedo puede expresarse por una reacción
motriz (grito, mímica, fuga), y por una reacción secretoria
(traspiración, diarrea, orina). La conducta global, la ex­
presión vocal y mímica, son directamente expresivas porque
poseen una orientación definida, y una significación para el
sujeto y para los demás. La reacción secretoria, concomi­
tante orgánico de la emoción, no es directamente expresiva,
porque no lleva en sí el sentido psicológico de la situación.
Diarrea, traspiración, incontinencia urinaria, descarga adre-
nalínica, hipoglucemia, taquicardia, etcétera, son el reverso
orgánico no específico de la emoción.
Esta diferencia recuerda la antigua teoría sobre la ex­
presión de las emociones de W illiam James y Lange, reto­
mada en un tiempo por Georges Dumas. El sentimiento
emocional se reduciría a la conciencia de las modificaciones
orgánicas, de donde la célebre fórmula: “ Estamos tristes por­
que lloramos, irritados porque golpeamos. . . ” Si se supri­
miesen todos los elementos orgánicos de la expresión emo­
cional, ya no habría emoción. Ciertamente, y casi por
definición; pero esto es plantear mal el problema. Las mo­
dificaciones orgánicas llamadas emocionales, no son especí­
ficas de las emociones. Pueden ser idénticas para “ senti­
mientos” diferentes, y contrarias para una misma “ emoción” .
Si, como dice Maurice Pradines, la emoción es inseparable
del desorden de lo orgánico, ella no es inseparable, en cam­
bio, de lo orgánico del desorden. Es la forma global de la

92
reacción quien toma un sentido determinado por relación
con una situación definida. La manera de vivir y de tomar
conciencia de esa situación tiene sólo un valor psicológico.
La patología lo señala con bastante nitidez, y debe pre­
venir contra los errores teóricos y prácticos. Los mecanismos
expresionales pueden actuar, una “ expresión” puede reali­
zarse, con ausencia de todo contenido y de toda situación
exterior psicológicamente significativos.
Así, pues, la expresión existe, en un todo o en parte, ya
sea inexpresiva, o si se prefiere insignificante, ya sea expre­
siva, o si se prefiere significativa. Este último aspecto en
particular retendrá nuestra atención.
2? Si se objetiva en la forma física o material por la
cual se actualizadla expresión se considera subjetiva por la
intención consciente del sujeto, o por la intuición compren­
siva que de ella tienen los demás. La correspondencia entre
el valor objetivo y el valor subjetivo es bastante evidente,
sin que necesariamente traduzca una relación de identidad,
muy por el contrario.
3° La expresión se caracteriza de otro modo, según sea
consciente o no. Espontánea e inconsciente, ella no se obje­
tiva, si así puede decirse, en la conciencia del sujeto, quien
la actualiza sin saberlo. Si toma conciencia de ella es sólo
secundariamente, por las consecuencias que se le revelan.
Esta forma expresional es muy valiosa para el observador
en razón de su ingenuidad. A veces informa a los demás de
lo que el sujeto mismo no está enterado.
Consciente, intencional, espontánea, la expresión se ob­
jetiva en la conciencia del sujeto, que la guía en mayor o
menor grado. En caso de ser reflexiva, es controlada, y a
menudo engañadora. Hay a veces un verdadero estudio de
la expresión, como en el caso del comediante. En general,
no todo lo que se quiere expresar se expresa necesariamente;
así como no siempre todo lo que se expresa es lo que se ha
querido expresar.
4 ° El estudio de la expresión mórbida lleva, por una
parte, hacia el análisis objetivo de las manifestaciones ex­

93
presiónales y de sus mecanismos (motores, neurohormonales,
etcétera), y por otra, hacia su sentido psicológico y patoló­
gico. El resultado depende, sin duda, del valor de lo expre­
sado, tanto como de la aptitud intuitiva del observador y de su
nivel intelectual y cultural.
Siguiendo el proceso patológico en consideración, la alte­
ración puede incidir más sobre la forma, o más sobre el
contenido de la expresión; o bien más sobre el mecanismo,
o más sobre la relación con la situación. Nosotros exami­
naremos algunos aspectos a propósito de cada modalidad
expresional principal, sin restringirnos a una exposición de
semiología psiquiátrica.

2. LA EXPRESIÓN CORPORAL

Siempre expresivo de alguna manera, el cuerpo es rico


en significaciones mórbidas, por la mímica, la actitud o el
movimiento. La observación es fácil y directa, ligada a la
realización motriz de las conductas. La ausencia misma de
expresión es en este caso significativa.
En muchos enfermos la mímica facial no está en nada
alterada. Sus medios expresivos y su valor se conservan y
poseen la misma eficacia que en el sujeto normal. Perma­
nece normal porque ella está de acuerdo con lo que vive el
enfermo, y lo refleja con exactitud bajo una forma habitual
y esperada. Mímica de indiferencia, de temor, de cólera,
de desconfianza, de tristeza, de perplejidad, de atenta cor­
tesía, de coquetería, de seducción. . . La significación pa­
tológica de lo expresado no altera la forma expresional: que
un melancólico llore con grandes lágrimas, que un maníaco
ría a carcajadas, no constituye una perturbación mímica.
Esa mímica puede permanecer, o llegar a ser, muy variada;
y “ adecuada” de ese modo, confiere un carácter espacial y
una cierta fuerza al lenguaje del enfermo, al cual confirma,
subraya, contradice o sustituye.
La patología de la mirada, por ejemplo, sería analizable
con todo lo que implica de objetivo y de intuitivo. “ Ver - ser

94
visto” , es una experiencia capital de la existencia en el mun­
do, como lo han mostrado los estudios fenomenológicos y
psicoanalíticos. La clínica de la mirada tiene ya un interés.
La ausencia de mirada puede tomar muchos valores: “ ausen­
cia vacía” del epiléptico, cuya mirada es fija, clara e inex­
presiva, pues el enfermo no tiene por un instante existencia
en el mundo; “ ausencia plena” de la mirada hacia adentro
del melancólico preso de la angustia, o del esquizofrénico
absorto en su autismo. Lo mismo puede decirse de la huida
de la mirada: “ huida recelosa” del mentiroso, del dubitati­
vo, del débil; “ huida que evita” del toxicômano o del homo­
sexual vergonzantes, del paranoico hostil, del esquizofrénico
opositor, del neurótico ambivalente. La “ agudeza” de la
mirada puede tener el valor agresivo de una lanza en el
paranoico esténico o en el esquizofrénico rencoroso, o el sig­
nificado de un desgarrador pedido de auxilio en el ansioso.
Contacto sutil con el mundo y con los demás, la mirada ex­
presa la actitud de la personalidad mórbida.
El aspecto cuantitativo de la mímica no es despreciable.
G. Dromard 1 ya había distinguido la amimia (ausencia de
toda mímica, en el parkinsoniano, en el confuso estupefacto,
etcétera), la hipomimia (disminución en el deprimido, en el
demente, etcétera), la hipermimia (exageración y movilidad
en el maníaco, el desequilibrado, etcétera), y la paramimia
(discordancia entre los elementos mímicos, parasitismo en
el esquizofrénico). Llegamos así a la mímica en sí misma
“ inadecuada” .
La risa y el llanto “ espasmódicos” , en los enfermos lla­
mados seudobulbares, ilustran perfectamente una expresión
emocional psicológicamente inexpresiva. Estímulos variados
determinan una liberación automática de esas expresiones,
derivadas de lesiones cerebrales, sin que ellas tengan relación
significativa con la situación ni con el humor del enfermo.
Aquí el valor psicológico se separa al máximo del mecanis­
mo orgánico expresional. Ese automatismo apsicológico s<*

1 D romard, G., Les mimiques chez les alienes. Alean, 1909.

93
vuelve a encontrar algunas veces en la mímica discordante
del esquizofrénico. Con mayor frecuencia quizá, esa mímica
inarmoniosa, contrastada, dislocada, expresa de manera sig­
nificativa la ambivalencia profunda del enfermo, su inca­
pacidad de elegir y de orientarse, su rechazo de todo com­
promiso en el mundo real, su miedo al contacto con los
demás.
El interés espontáneamente vuelto hacia la fisonomía no
debe hacer olvidar la importancia de la mímica gestual.
Comúnmente concordante con la mímica facial, puede a ve­
ces contradecirla por insuficiencia de control voluntario o por
derivación automática.
La gesticulación rápida y desordenada del maníaco con­
trasta con la escasez, la lentitud y el carácter incompleto de
los gestos del melancólico. Los modales lúdicros, saltones y
cálidos del maníaco difieren de los modales estilizados, fríos
y agrios del esquizofrénico. La señal de la cruz iterativa del
delirante religioso, el paso frío y estereotipado del esquizo­
frénico, tienen un sentido, y en todo caso constituyen un
síntoma expresivo.
Sería interesante trazar una psicopatología de la mano.
La mano muda y la mano que clama, la mano que toma, la
que da y la que rechaza, la mano abierta y la mano cerrada.
El simple gesto rutinario del apretón de manos posee un va­
lor significativo: el apretón vigoroso, jovial y repetido del
maníaco; el franco, esténico y grave del paranoico que acepta
a alguien: el ávido, a dos manos, del ansioso y del obsesivo;
el blando, lento y luego adherente del epiléptico; la mano
abierta, tendida lentamente como un plato, sin respuesta al
contacto, del esquizofrénico. La ausencia de respuesta al
ofrecimiento de la mano expresa un rechazo hostil o indife­
rencia por los otros, un retraimiento del mundo socializado.
Según que la mano sea ofrecida por el enfermo o solicitada
por él, el sentido de la relación varía. Hasta el indiferente
apretón de manos de la urbanidad mundana, significa por lo
menos la subsistencia de ese automatismo y•r la ausencia de

96
oposición franca; y por consiguiente una posibilidad de apro­
ximación psicológica.
Las actitudes en hipotonía o en flexión, y en hipertonía
o en extensión, expresan una tensión psicológica distinta y
diferentemente orientada. Las estereotipias de actitudes, co­
mo la de los gestos, poseen un valor patológico, si no siempre
psicológico.
3. EL LENGUAJE

Medio de comunicación por excelencia, y específicamen­


te humano, el lenguaje revela con infinitos matices la perso­
nalidad mórbida, y particularmente la perturbación del pen­
samiento \
1® La modalidad oral o escrita de la expresión del len­
guaje ofrece caracteres distintos. Más adelante hablaremos
de los escritos (obras). El lenguaje oral se presenta como
el más rico y significativo. Se inserta en un comportamiento
de conjunto del individuo, con todas las tonalidades emocio­
nales y afectivas implicadas por la relación con el prójimo.
La situación enfermo-médico es ya uní lenguaje, que el en­
fermo habla o no habla. Ella puede expresarse en términos
de conducta, en el sentido de P. Janet.
La actitud del enfermo con relación a su deseo o a su
capacidad de comunicación es lo que cuenta en primer tér­
mino. El rechazo completo se traduce por el mutismo. El
enfermo, consciente de la presencia del otro, se defiende de
ella rechazando el diálogo. Actitud de desconfianza, de hos­
tilidad, de temor, de retención preexplosiva, de falta de
interés, o de inercia, que se encuentra en los estados más
variados (deseauilibrio, debilidad, paranoia, esquizofrenia,
confusión, melancolía, manía, etcétera).
El control del lenguaje y del pensamiento se realiza de
una manera más dinámica en la reticencia. El enfermo se1

1 No trataremos la patología instrumental del lenguaje por lesión ner­


viosa (afasia, disartria, mudez, déficit mnemónico, etc.), no porque sea des­
preciable, muy por el contrario, sino por falta de espacio para hablar de ella.

97
muestra entonces capaz de separar lo anodino, que puede
ser dicho, de lo peligroso, que debe ser callado: sea por
conciencia de lo insólito y por comprensión, al menos parcial,
de la situación y de la eventual reacción del interlocutor; sea
por extensión delirante y por defensa contra el posible per­
seguidor; sea por retirada diplomática bajo el peso de la
coacción de lo real (tratamiento, internación, vigilancia), a
la cual el enfermo querría escapar, lo cual significa que ya
hay un cierto control de la situación.
A menudo el enfermo quiere expresarse y busca al inter­
locutor compasivo. Una verdadera incontinencia de la pala­
bra, la logorrea, lleva al enfermo a describirse incansable­
mente, a quejarse de sí mismo o de los otros, a defender su
causa, o a jugar con las palabras.
2 ° Es interesante examinar la forma y el contenido del
lenguaje. Ambos pueden seguir siendo normales a pesar de
la afección patológica. En este sentido no hay equivalencia
entre el lenguaje y la personalidad. Vuelve a encontrarse
aquí un carácter de la psicología normal, pero sólo en algu­
nas estructuras mórbidas. Un alcohólico lúcido, un neurótico
o un psicópata, expresan con lenguaje normal su biografía,
los acontecimientos exteriores, la descripción de los trastornos
experimentados (cefalea, astenia, anorexia, pesadillas, an­
gustia, etcétera).
La alteración del contenido del lenguaje, conservando una
forma correcta (vocabulario, sintaxis), indica una afección
más profunda de la personalidad. Tales son las tradicionales
“ ideas delirantes” de persecución, de grandeza, de celos, de
influencia, de posesión, etcétera. El pensamiento mórbido
emplea entonces el lenguaje normal con sus significados co­
nocidos y comunicables. Pero por poco que pi'Ogrese la per­
turbación, el lenguaje se vuelve rápidamente inadecuado al
pensamiento, primero en tanto contenido significativo, des­
pués en su misma forma.
La alteración formal puede ser superficial, como en el
lenguaje mal pronunciado, el “ estilo telegráfico” , o la asin­

98
taxis, en los cuales las palabras conservan su significado
normal. De otra manera se lo observa en el agramaíismo
(Kussmaul, Kraepelin), o en el paragramatismo (Bleuler),
que reflejan el profundo trastorno del orden verbal del pen­
samiento, encontrándose las palabras agrupadas de manera
más o menos incoherente e incomprensible, hasta llegar a la
“ ensalada de palabras” , la esquizofasia (Kraepelin, Bleuler).
Los neologismos son formaciones curiosas que responden
a una creación verbal mói’bida. Cuando la variación afecta
sólo el sentido, sin modificar la forma de la palabra, es me­
jor decir paralogismo. Por ejemplo, el “ infrascrito — con­
tinente— precursor” , expresión sincrética, o “ París bonitillo” ,
que a la vez expresan el lugar de residencia anterior, el pa­
lacio imaginario, y el deseo de estar en otra parte. Los neo­
logismos pueden ser puramente fonéticos, como aquéllos
que, con vigor, profería uno de nuestros enfermos: “ H ilfao” ,
“ foulecaft” , “ fracaltrouche” y “ rétorievtof” \ Muy a menu­
do son significativos y simbólicos y están dotados de un poder
mágico en relación con el tema central del delirio.
Paralelamente a la regresión de la personalidad se obser­
va generalmente una regresión filológica, haciéndose el len­
guaje de tipo infantil u onomatopéyico. Kraepelin, Freud y
Bleuler han comparado el lenguaje mórbido con las produc­
ciones oníricas, en razón de su subjetivismo, su expresividad
y su hermetismo.
3? La función del lenguaje se halla modificada en un
sentido a la vez positivo y negativo.
Si la función esencial del lenguaje es la significación y
la comunicación, y si, como hemos dicho, esa función puede
ser perfectamente conservada, la patología mental la altera
con mucha frecuencia y de una manera característica. De
ello resulta una alienación del lenguaje correspondiente a la
que sufre el pensamiento. La comunicabilidad del lenguaje
disminuye hasta llegar a ser nula. Se trata de un lenguaje1

1 Voces creadas por el enfermo, sin sentido en el lenguaje común. (N.


de la T.).

99
“ privado” , como lo califica K. Jaspers. Este aspecto negati­
vo y deficitario, que puede responder a una disolución com­
pleta del lenguaje como en los estados demenciales profun­
dos, coexiste en los delirios con una actividad positiva y con
una nueva modalidad funcional del lenguaje.
Aparecen entonces verdaderas funciones patológicas del
lenguaje, para uso interno o casi interno. Pueden distinguirse
por lo menos tres. 1. Una función expresiva desviada, cer­
cana a la función normal, que tiende a traducir lo inefable,
lo extraño, lo tabú, con la ayuda de fórmulas aproximativas,
raras y metafóricas, tomadas en su sentido propio. Esta
verbalización de la vivencia mórbida es el fruto de una exi­
gencia interna de la personalidad, tanto como de la necesidad
de comunicar la experiencia subjetiva. A veces parece tra­
tarse de producciones directas y no elaboradas de lo incons­
ciente, como en ciertas estereotipias o iteraciones verbales.
2. Una función mágica que asigna a las palabras un valor
extraordinario, oculto, conjuratorio, de iniciación; e indica
un uso regresivo del lenguaje. A veces se crea una lengua
nueva y exclusivamente personal. 3. Una función lúdrica
que confiere a las palabras, en su forma gráfica o fonética,
el valor de objetos y de juguetes, especie de idolatría de la
palabra que se convierte en un fin en sí y deja totalmente
de ser un medio de comunicación. Se ha visto en ello una
actividad arcaica y oral (Freud).

4. LOS ACTOS

El “ delirio de los actos” de los antiguos autores señala


la actualización de las tendencias de la personalidad mórbida
en una conducta objetivada, materializada. Esta forma de
expresión, la más inquietante y la menos tolerable para el
medio social, no es forzosamente la más grave ni siempre
la más rica en enseñanzas desde el punto de vista psicopato-
lógico. Si bien es aceptable que se conoce al hombre, aun
enfermo, por sus actos, debe considerarse que el acto no lo
dice todo, y que no todo en el acto es significativo.

100
Hay “ falsas conductas” , destacables por su automatiza­
ción y su adaptación mecánica a ciertas condiciones familia­
res y sociales. No expresan ni demasiada ni suficiente dete­
rioración de la personalidad, de hecho incapaz de orientarse
por sí misma, de tener una verdadera conducta psicológica­
mente significativa. Son conductas por poder o por sumisión.
La ausencia de conducta se manifiesta en la inercia com­
pleta, la agitación, la catatonía. Se dice que el enfermo ya
no actúa, sino que “ es actuado” . El pasaje de la forma acti­
va a la forma pasiva indica bien la degradación de la per­
sonalidad, la ausencia de control directivo, como si la libera­
ción de instancias inferiores sumergiese lo que resta de la
personalidad. Quizá convenga no tomar al pie de la letra
estas expresiones. Cuando el enfermo actúa sin conducirse,
su personalidad ya no tiene la misma estructura, su actividad
se regula entonces de otro modo. A decir verdad, la perso­
nalidad no “ es actuada” : o no existe más u obra de otra
manera, vive en totalidad bajo una forma empobrecida, re­
gresiva, más o menos desorganizada.
Por cierto, las conductas mórbidas son plenamente signi­
ficativas. A veces, bajo el fantasma delirante, expresan el
fondo trágico del ser en el mundo. La conducta suicida, plan­
tea un problema a la vez biológico, psicológico y metafísico \
El homicida introduce a otro en el universo mórbido, y en
el mismo acto lo destruye. Las conductas sexuales de absor­
ción o de rechazo del objeto, las conductas religiosas que
divinizan lo real o materializan lo divino, surgen del universo
fantasmagórico de los temores y de los deseos primitivos.

5. LAS OBRAS

Entendidas en sentido amplio, las obras materializan las


conductas, con o sin trabajo técnico según el caso; expresan
en grados distintos la personalidad mórbida.
La manera de vestirse, de decorar los ambientes, o de 1

1 D eshaies , G., Psychologie du, suicide, P. U. F., 1947.

101
alimentarse, reflejan a menudo los intereses patológicos del
enfermo. Tal fóbico lleva constantemente guantes para pro­
tegerse de los microbios. Una parafrénica megalómana ali­
menta sobre su cabeza a la almea Isis, es la madre de Hitler
y posee un aposento de oro en alguna parte del mundo; re­
chaza todo alimento animal, sólo lleva ropas de algodón, bor­
da con hilo dorado o plateado cruces gamadas sobre sus
mangas o sus pantuflas. Otra enferma, la “ divina Brahmat-
ma” , lleva una toga roja y sobre la cabeza una corona de
cartón dorado adornada con tiras metálicas; decora su cuarto
con paneles de color rojo, blanco y oro, que representan a
los profetas y los ciclos de la historia universal, y contienen
inscripciones mágicas, una de las cuales, permanente, es una
fórmula vengadora contra el Presidente del Consejo en ejer­
cicio, lo cual supone una atención vigilante hacia la ac­
tualidad.
Los escritos permiten considerar el grafismo, de interés
más bien secundario. La escritura desordenada, desigual,
vacilante y salpicada de tachas, del demente; las pequeñas
letras del parkinsoniano, las grandes letras ascendentes del
maníaco, sólo ofrecen un elemento muy pobre de apreciación.
La grafología no ha sido más fecunda. La escritura de al­
gunos enfermos es normal en la forma y en el fondo, y podría
engañar. Otros, en cambio, manifiestan con evidencia la
perturbación del pensamiento. A veces el lenguaje escrito se
muestra mucho más trastornado que el lenguaje oral. Las
memorias de algunos delirantes constituyen una autobiogra­
fía patológica muy instructiva; tal el conocido caso del pre­
sidente Schreber, analizado sobre sus escritos por Freud.
En estos últimos años la expresión plástica del enfermo
y de la enfermedad mental ha suscitado un creciente interés.
Ochenta años después de los primeros estudios, en 1950, en
el Primer Congreso Internacional de Psiquiatría, realizado
en París, se expusieron dos mil obras de trescientos cincuenta
enfermos originarios de dieciséis países. Robert Volmat hizo
un interesante análisis de las mismas. En realidad, muy
pocos de los enfermos hospitalizados pintan o dibujan espon­

102
táneamente. Su número ha aumentado por artificio desde
que la pintura y el dibujo han sido promovidos al rango de
“ terapia” . Según el valor, no estético sino expresivo, las obras
pueden distribuirse en dos grandes categorías.
En una primera categoría, no significativa, las obras pre­
sentan una banalidad desesperante, sobre todo cuando refle­
jan algún talento. El enfermo copia un modelo, sea un objeto
real o un objeto recordado. Fuera de la elección del tema
o de su repetición, la obra no ofrece ningún significado espe­
cial. Y esto ocurre aunque exista una actividad delirante a
veces bastante rica. La obra cumple una función de retorno
a una realidad afectivamente casi neutra, de derivación, de
verdadera distracción. Puede también convertirse en una
rutina que oculta a la personalidad mórbida bajo un perso­
naje “ robot” .
En una segunda categoría, significativa, las obras presen­
tan caracteres especiales y un valor psicopatológico, con cua­
lidades técnicas o sin ellas, con valor estético o sin él. El
mundo imaginario se encarna en un cuadro real. Sincretismo,
simbolización de las formas que recuerdan los mitos y los
sueños, a veces mezclados en una representación sexual muy
realista, satisfacen en una especie de catarsis las tendencias
de la personalidad mórbida, o resuelven algunas tensiones.
Ciertas deformaciones caracterizan mejor que otras tales
estructuras patológicas. En el esquizofrénico se han adver­
tido la reiteración, la simetría, la excesiva ornamentación, la
cargazón, la rigidez y la inmovilidad. En el obsesivo, en el
perverso y en el paranoico, serían notables el cuidado extre­
mo por el detalle y el movimiento ascendente o descendente.
En el maníaco, movimiento anárquico y gusto por el color
rojo; en tanto que el deprimido y el ansioso se inclinarían
hacia el azul y el verde. Subrayemos bien este hecho: ningún
carácter es específico, ni de una estructura patológica, ni de
un valor simbólico.
Se comienza a hablar de “ arte psicopatológico” \ Esto1

1 Sin duda bastaría la expresión “ arte patológico” .

103
haría suponer que es definible por relación con el arte nor­
mal. Pero aún sería necesario definir qué es el arte normal.
Cuando se conoce la variedad de sus expresiones, la relati­
vidad individual y social de sus valores, se comprende la
imposibilidad de oponer dos tipos de arte, a menos que se
imponga una norma artística con total arbitrariedad; lo cual
sería un doble error, estético y psicológico. Nuevamente se
toca el clásico problema de las relaciones del genio con la
locura. Así como se ha comparado el pensamiento mórbido
con el pensamiento primitivo (Freud, Jung, Kretschmer, Shil-
der, etcétera); y el arte patológico con el arte primitivo
(Lombroso, Kretschmer, etcétera); también se han asimilado
ciertas formas artísticas con formas patológicas.
La neurosis de Marcel Proust o de Edgar Poe, la epilep­
sia de Dostoievski o de G. Flaubert, la distimia de Gérard
de Nerval, la parálisis general de Guy de Maupassant o de
Nietzsche, han dejado huellas en sus obras aunque sólo fuera
por las experiencias mórbidas vividas y el sello impreso a
la personalidad. Sin embargo, la obra no es la expresión
pura y simple de la enfermedad. Casi siempre ella se
cumple a pesar de la enfermedad y más allá de ésta,
con medios técnicos independientes de la patología. En la
medida en que la obra expresa la personalidad, expresa, en
forma muy variable, la morbidez, pues ella puede exhibirla,
sublimarla o sobrecompensarla.
No podría ignorarse la distancia que hay entre lo pato­
lógico y lo artístico. La esquizofrenia aleatoria o la epilepsia
todavía más discutible de Van Gogh, ¿sería la responsable
del dinamismo atormentado, de las líneas y de los colores
de sus cuadros? Tal vez las últimas obras señalarían una
significativa acentuación. Pero ésta no sería comparable a
las últimas series de cuadros estereotipados de Utrillo, alco­
hólico debilitado, cuyo automatismo de repetición no bastaba
ya para producir resultados artísticos. Cuando la enfermedad
se trasparenta en la obra sobreviene la desvalorización ar­
tística.
El parentesco y las convergencias entre el surrealismo, el

104
arte abstracto, el cubismo y las producciones patológicas, de
ningún modo demuestran su identidad. El artista y el loco
no utilizan el onirismo y lo inconsciente del mismo modo,
ni les atribuyen las mismas significaciones. El mundo ima­
ginario de uno no es el del otro. Como lo señala Henri Ey,
es el delirio el que se hace obra estética y se confunde con
el enfermo mismo. El demente realiza, viviéndolo, el ideal
que no puede alcanzar el surrealista desprendido de su obra.
A la inversa, en la medida en que el enfermo realiza una
obra, como lo destaca J. Delay, utiliza un mínimo de técnica,
puesto que establece un compromiso entre lo consciente y lo
inconsciente, entre la inspiración y la técnica, a la manera
del artista normal.

105
C apítulo V

LA C O M U N I C A C I Ó N

La comunicación, o relación con los otros, toma con justo


título una importancia de primer plano en la psicología y
la sociología contemporáneas. Ella supone un vínculo y el
pasaje de lo que es comunicado de uno a otro, y por lo tanto
alguna cosa en común que se considera como una identifica­
ción al menos parcial. De allí a construir el psiquismo sobre
la relación, y la personalidad normal y patológica sobre el
proceso de identificación, no hay más que un paso, fácil de
franquear después de los primeros estudios freudianos \
Relación interhumana, socializada y socializante — ya sea
superficial, banal o institucional, como en algunas relaciones
interindividuales o intergrupales; ya sea profunda, afectiva,
constitucional y hasta altamente espiritualizada en otras re­
laciones— , la comunicación se define por sus resultados cier-1

1 H lsnard, A. (Psychanalyse da lien intcrhumain, P. U. F., 1957), se


apoya sobre los trabajos psicoanalíticos y fenomenológicos para concebir el
“ vínculo interhumano” como una relación coexistencial primaría, una inter­
subjetividad anónima, sincrética, que predetermina la simpatía y la sociabili­
dad. Esa intersubjetividad anónima se estructura secundariamente en la iden­
tificación (resultante dialéctica de la conducta oral de absorción), cuya
estructura es psíquica; y se diversifica en posturas y conductas que poseen
significaciones y valores. De anónima, la intersubjetividad pasa a ser “ privada”
en la identificación binaria de dos o más individuos. Dialéctica de la “ pareja” ,
del drama humano (en el sentido de G. Politzer), objeto de la psicología con­
creta. Si la identificación sigue siendo común, hay “ participación.” (en el
sentido de Lévy-Bruhl), por predominio de la sociabilidad sobre la indivi­
dualidad, persistencia de una fuerte intersubjetividad anónima.

107
tos, pero también por un esfuerzo o un impulso, exitoso o
frustrado, en el individuo o en el grupo social.
La psicopatología confirma el valor de este concepto de
la relación interhumana, y por su parte reúne bajo él un
conjunto de fenómenos clínicos bien conocidos. Un análisis
desde el ángulo relacionai conduciría a reconstruir toda la
psicopatología, lo que no es ahora nuestro objeto. Solamente
abordaremos algunos aspectos generales concernientes a las
relaciones entre la expresión y la comunicación, y a las for­
mas de la comunicación.

1. RELACIONES ENTRE LA EXPRESIÓN Y LA COMUNICACIÓN

l 1? La relación con otro, y más precisamente la comuni­


cación, implica una interacción. Esta reciprocidad no es ne­
cesariamente equivalente, puede ser muy desproporcionada
y muy asimétrica; pero sin duda se ejerce una influencia
del uno sobre el otro y de éste sobre aquél, con un punto
común. La simple reacción unilateral ante una presencia no
establece una comunicación válida ni real. Las primeras
reacciones del lactante frente a su madre establecen relacio­
nes de contacto, de presencia, pero no comunicaciones. La
comunicación supone genéticamente una elaboración. De he­
cho hay necesidad de una estructura social y de una madura­
ción instrumental orgánica.
La comunicación exige algo expresado, por ende una ex­
presión, y por lo tanto algo expresable. Nosotros ya hemos
señalado que en la expresión no todo era expresivo ni
expresado.
2° De una manera general, la expresión tiende hacia la
comunicación, es decir, a establecer un vínculo con alguien.
Este objetivo puede tener tres aspectos diferentes. En el pri­
mer caso, la conducta se orienta hacia otro, el semejante, de
naturaleza real; y por lo tanto puede hablarse de realidad
objetiva, de comunicación verdadera y eficaz. En el segundo
caso se trata de un objeto real, pero antropomorfizado, de

108
una realidad de significación subjetiva, y de allí la existencia
de una seudocomunicación de valor mágico. En el tercer
caso se trata de un semejante o de un objeto imaginario, vir­
tual, simbólico, como en el sueño o en el delirio; realidad
subjetiva, seudocomunicación. Aun normal y hasta solo, el
sujeto que tiene una expresión espontánea tiende a orientarse
hacia un interlocutor, aunque sea interiorizado: dialoga con­
sigo mismo, juega la conducta de la comunicación. Realidad
subjetiva también, pero interiorizada y reconocida como tal.
En el límite, la expresión equivale a una manera de estar
en relación, real y eficaz, imaginaria y vana, esbozada o
cumplida. La psiquiatría se convierte en la patología de la
relación.
3? La necesidad de comunicación con el otro parece es­
pontánea y primordial, más en el orden afectivo que en el
intelectual. Vivir en comunión, conocer o reconocer al otro
y hacerse conocer por él, responden a un proceso de interpene­
tración, sobre el cual se discute siempre pero al cual se ad­
mite prácticamente. Simpatía, comprensión (einfühlung) ,
intuición bergsoniana, interpenetración de las conciencias, in­
tersubjetividad, etcéteia, tienen el mismo denominador común.
¿Acaso designan otra cosa, en el fondo, las supuestas trans­
ferencias de inconscientes, la identificación con la proyección
de sí en otro, la introyección del otro en sí por una especie
de asimilación o de apropiación fundamental? Cuando la
identificación es auténtica y í-ecíproca, ¿no es simplemente
que hay previa identidad? La identidad esencial y específica
de los horribles. Expresar a otro una forma idéntica en su
estructura, es reconocerse y comprenderse, es vivir la misma
cosa.
La capacidad de vivir la misma cosa no es, sin duda,
igual para todos; lo que tal vez explique, en parte, la unión
en aquellos que la poseen y se encuentian, y la desunión en
los otros. Seguramente ella difiere en el enfermo mental.
Esa identidad se encuentra disfrazada, alterada, o perdida
en el enfermo mental. El hombre normal no encuentra en él
la personalidad conocida o esperada; no se reencuentra en

109
él. A la inversa, el enfermo experimenta la necesidad de
comunicación cuando se hace cada vez menos capaz de satis­
facerla; ya no se reencuentra en otro debido a la distorsión
patológica de su personalidad. El enfermo se aliena ante
el otro; el otro se aliena ante el enfermo.
El desarrollo excesivo o caótico de la expresividad pato­
lógica aniquila la comunicación real en provecho de una
comunicación irreal, imaginaria o ficticia, que produce una
satisfacción irrisoria en el plano engañoso del universo
mórbido.
2. FORMAS DE LA COMUNICACIÓN

Si uno se atiene a lo esencial de la relación interindividual


y de lo comunicado, sea su promotor el médico o el enfer­
mo, se reconoce que el valor de esa relación no está riguro­
samente condicionado por los aspectos expresionales (mímica,
actitud, lenguaje). Un parpadeo, un gesto, una palabra, son
suficientes para establecer la comunicación, para transferir
de una persona a otra una significación, que una y otra saben
comprender o que experimentan como si la hubiesen vivido
del mismo modo. La elaboración intelectual y el discurso la
enriquecen, la prolongan, la diversifican, y constituyen una
superestructura que no examinaremos aquí.
Es posible distinguir cuatro formas de comunicación.
1? La comunicación verdadera y total. Todo lo expresado
es comunicado. El observador capta completamente la sig­
nificación de todo lo que el sujeto expresa. Forma normal
de la comunicación que, al menos por momentos, se encuen­
tra en algunos neuróticos y psicópatas. En general, la comu­
nicación verdadera sigue siendo, no obstante, parcial, si no
en su comprensión, en cuyo caso no sería ya auténtica, pol­
lo menos en su extensión. A menudo, una parte de lo expre­
sado escapa a la comunicación. Por ejemplo, el maníaco,
con su ritmo acelerado e irregular, ofrece desordenadamente
expresiones que no son comunicadas totalmente. Las que lo
son, especies de vivencias instantáneas, bastan para mantener
una relación válida, aunque discontinua.

110
2 ° La comunicación falsificante se apoya sobre un vínculo
solamente formal de la relación. Lo comunicado es falso
para uno de los interlocutores, y a veces para los dos. La
significación de lo expresado es tomada por el otro en un
sentido diferente; o el enfermo vive como si fuese comunica­
da la significación mórbida, mientras que el otro la toma
sólo como expresión de lo patológico. El paranoico y el es­
quizofrénico padecen a menudo esa falsificación.
En el caso particular de la simulación, lo expresado no
corresponde a lo expresable vivido. Esto es intencionalmente
falsificado. La comunicación ya no se apoya sobre una in­
tersubjetividad auténtica y valedera.
3 ° La comunicación suspensiva señala el empalme con
el otro, el impulso hacia el otro. Apenas lo expresado co­
mienza a trasmitirse, la comunicación se trastorna y se de­
tiene, a despecho de una tensión persistente del uno hacia
el otro.
Lo expresable ya no es expresado, o lo expresado ya no
es comunicable, debido a perturbación de la conciencia, a
una interferencia de fenómenos automáticos, a una irrupción,
a un subjetivismo total, etcétera.
4° Todavía más tenue se muestra la comunicación suges­
tiva. Ésta ya no es, o más bien no es todavía, una verdadera
comunicación, sino apenas un esbozo: un contacto, un cierto
encuentro, una expresión vaga a través de la cual el obser­
vador percibe la presencia de algo inexpresado. Lo inex­
presado responde a un rechazo de la comunicación, o a una
imposibilidad de la misma por incapacidad instrumental,
desocialización, o bien porque lo inexpresado es propiamente
inexpresable. Entonces puede producirse una especie de re­
sonancia afectiva en el otro, sin verdadera toma de concien­
cia de una significación definida, y por lo tanto sin posibili­
dad de conocimiento. Ejemplos de ello se encuentran en la
angustia profunda, el autismo, o el pensamiento muy pa-
ranoide.
Estas diversas formas deben ser reubicadas en el dina­

111
mismo relacionai. Se diferencian y se oponen, pero también
se suceden y se transforman en el mismo enfermo, según el
momento, el estado mórbido, y el interlocutor.

3. EL PROCEDIMIENTO DE COMUNICACIÓN

Consiste en un movimiento comprensivo que parte de lo


expresado y aprehende lo expresable, abarcando lo inexpre­
sado y aun lo inexpresable. En la medida en que la relación
revela una identidad, establece un vínculo eficaz entre el en­
fermo y los demás; en la medida en que manifiesta una
desemejanza irreductible, una heterogeneidad poco o nada
significativa, acusa la distancia vivida entre la personalidad
mórbida y los otros, “ la tierra de nadie” psicológica.
Concretamente, el procedimiento de comunicación es de
una flexibilidad extrema e implica todas las formas de la
comunicación. La experiencia clínica y el autocontrol del
observador — ya tenso, ya laxo, guardándose de pioyectar sus
propios afectos— facilitan la comunicación y el máximo
aprovechamiento de lo expresado. Cuando el enfermo toma
conciencia de que sus significaciones subjetivas son compren­
didas, el procedimiento es feliz y terapéuticamente eficaz.
Todos los aspectos expresivos del enfermo deben, pues,
ser observados y aprovechados. El modo de comunicación
sigue siendo útil y utilizable aun cuando la relación sea in­
completa y hasta irreal. Pero entonces conviene apreciar bien
los cambios de plano o de perspectiva que exige el manteni­
miento del contacto con el enfermo, primera exigencia del
procedimiento de comunicación. Dos ejemplos mostrarán ese
movimiento y sus dificultades.
Arlette, esquizofrénica de 45 años, es invitada a dibujar
un “ monigote” . Con bastante gracia dibuja una cabeza de
perfil, según la fórmula del juego infantil llamado “ 6-4-2” ;
esboza el cuello, y algunos cabellos con líneas separadas.
Simple reproducción de un juego de la infancia, aparente­
mente neutro y mecánico. Incitada a dibujar “ lo que se le
ocurra” , traza arriba y a la derecha de la gran hoja rectan-

112
guiar dispuesta a lo largo, un ancho semicírculo. Después,
muy abajo y a la izquierda, una pequeña figura alargada,
dividida en tres segmentos de los cuales el de más abajo se
prolonga por dos trazos distintos al polo inferior y está pro*
visto de otro trazo en el borde superior derecho. Esto se
parece vagamente a un insecto. Finalmente, desde el arco
del círculo hasta el insecto, Arlette traza tres líneas distintas
que convergen sobre la cabeza de aquél, y en seguida una
cuarta línea sobre la izquierda, interrumpida a mitad de
camino. El conjunto de este esquema podría evocar a un
hombre cayendo en paracaídas. Esta interpretación, proce­
dente del observador, sería de un simbolismo bastante vale­
dero para el caso.
¿Cuáles son los comentarios de Arlette? El semicírculo
es el hombre al cual ella está ligada. El insecto es la enfer­
medad misma. Las tres líneas convergentes son los fluidos
que se envuelven los unos en los otros y pesan sobre su ca­
beza. La línea interrumpida representa la cortadura de los
fluidos. Pequeña, dependiente, sometida a una potencia
exterior a ella misma, Arlette ya no experimenta su persona­
lidad como un todo cerrado que pueda oponerse al mundo.
El otro, el extraño y el extranjero, simboliza a la vez el padre
y el marido muertos, y es de allí de donde salen los fluidos
que vuelven a ligarla a ellos. Todo esto está representado
por un semicírculo, forma inacabada y abierta por arriba,
y la figura se apoya en el fondo, lo que parece significativo.
Puede observarse cómo la expresión (el dibujo) es ple­
namente expresiva, y lo expresado (lo significado) plenamen­
te comunicado. El observador ha podido captar la significa­
ción vivida por el enfermo en el curso de su actividad; ha
podido, empleando el mismo lenguaje en el mismo sentido,
establecer una verdadera relación con la reciprocidad afectiva
e intelectual que ella implica. Ha habido una verdadera co­
municación. Esta comunicación no siempre ha trasmitido toda
la experiencia mórbida. La enferma misma ha traspuesto en
un esquema espacial sólo una parte de lo que ella vivía. Por

113
la comprensión de este esquema hemos alcanzado esa parte,
o quizá sólo un fragmento de ella.
Henriette F . . de apellido de casada Tar. . de 70 años
de edad, presenta una vieja psicosis paranoide que hace difícil
la comunicación. “ M. F . . dice, ha desposado a una hija
Tar. . . Henriette, y Henriette Tar. . ., no tiene ningún paren­
tesco conmigo: Hermine de Reichstag, duquesa.. . Y o tengo
diecisiete padres, entre otros el rey Luis X IV ” . Tono imperati­
vo, actitud arrogante. Si se le piden detalles, Henriette protes­
ta y se encoleriza. Se calma tan pronto se la presenta como
“ la hija del rey Luis X III” . “ ¿Entonces es usted el príncipe?
Y o era la condenada del rey Luis F elip e.. . ” Pero nueva
cólera a propósito de una cuestión sobre su familia. “ ¡Me
importan tanto los príncipes como la . . . ! Soy la viuda del
marqués Guy de Pompadour, que ha muerto t ís ic o .. . ¡He
tenido veintisiete serpientes en la cabeza! Se veían los ojos
de la serpiente en mis ojo s. . . Mirad bien si veis los ojos
de la serpiente. Entonces veis los ojos de una loca furiosa,
T a r . . . Henriette. ¡ T a r . . . está loca, y hasta loca furiosa!
¡Jamás debió haberse casado con F. . . ! A l cabo de seis años
debió hacer caer la cabeza de su padre Tar. . pero tiene
tres padres por el lado de Tar. . . y tres por el lado de
Constantinopla. . . ”
Mímica, gestos y lenguaje, concuerdan aproximadamente
entre sí; el conjunto constituye la expresión. Lo expresado
no es significativo para otros sino de una manera muy par­
cial, y sobre todo por sus valores emocionales y afectivos.
Lo comunicado es más reducido todavía, pero abre un cami­
no hacia lo inexpresado y hasta lo inexpresable. La comuni­
cación varía en calidad, sobre todo a través de las formas
falsificante, suspensiva y sugestiva, pero a través de la es­
tructura y de los temas permite una cierta penetración en el
universo mórbido del enfermo.

114
C apítulo VI

EL ENFERMO Y EL GRUPO SOCIAL

Individuo concreto, el enfermo mental conserva forma, si


no siempre función, humana. Permanece inscrito en la so­
ciedad, ya sea que ésta desconozca o reconozca el estado
mórbido, ya sea que cargue con el enfermo o se desentienda
de él.
El psicópata plantea al grupo el problema de la aliena­
ción mental en toda su complejidad viviente. De ese modo
ejerce siempre una influencia sobre la colectividad, influen­
cia que desborda las formulaciones abstractas o demasiado
simplificadas.

1. EL UMBRAL DE TOLERANCIA DE LOS GRUPOS

El concepto de umbral de tolerancia interesa en alto gra­


do. De él depende, no la enfermedad en su naturaleza, pero
sí, en parte, su reconocimiento por un lado, y la exclusión
del enfermo por otro. El umbral es la resultante de dos com­
ponentes variables, el uno referido al carácter y a la inten­
sidad de las perturbaciones de la conducta, y el otro expresión
del grado de resistencia y de acomodación del grupo. Vale
decir, que él varía con la estructura del grupo y según la
función del individuo enfermo en el grupo. Así, el umbral
depende del tipo de civilización y del género de organización
social. El poco dotado, bien tolerado en un medio rural, por-

115
que se encuentra allí insertado y desarrolla una actividad
útil, o porque tiene la función del “ tonto del pueblo” (ele­
mento de comparación, juguete, espantajo), es rápidamente
excluido del medio urbano, lo que no significa que en las
ciudades no haya tontos ni débiles mentales. Un delirante
en conflicto permanente con sus vecinos termina por no ser
tolerado más, mientras que aislado en la campaña es sopor­
table, en razón de la distancia topográfica y psicológica que
puede establecerse frente a él.
La influencia de los dispositivos de indagación, de con­
trol y de seguridad, es aquí innegable. El llamado de alerta
se escucha mucho más rápidamente en las ciudades. La no­
ción misma de enfermedad y de peligro se establece en forma
más clara y más imperiosa. La posibilidad de medios de
protección es mucho mayor y más eficaz. De ahí la dismi­
nución del umbral de tolerancia en las sociedades industria­
lizadas, densas y muy “ evolucionadas” .
El grupo profesional reacciona de distinta manera según
su estructura. Coherencia, control riguroso, multiplicidad de
las relaciones sociales, exigencia de un rendimiento definido,
hacen bajar el umbral de tolerancia por relación con una
estructura profesional más floja. El trabajo en equipo difie­
re mucho, en este aspecto, del trabajo individual. Las con­
diciones técnicas desempeñan un papel evidente.
En el grupo familiar intervienen condiciones sobre todo
afectivas, pero también económicas. Hay familias que tole­
ran al enfermo en tanto realiza un trabajo remunerado, y lo
eliminan tan pronto se muestra incapaz de cumplirlo, aun
cuando su estado siga siendo compatible con una existencia
familiar. Otras, absorben el enfermo al máximo, lo encierran,
lo rodean, y manifiestan frente a él un umbral de tolerancia
extraordinariamente elevado. Captación afectiva que es en el
fondo un rechazo de la alienación, vivida como una ampu­
tación familiar. La inclusión familiar de un cuerpo, aunque
se haya vuelto extraño, parece menos intolerable que la ex­
clusión de un miembro de la familia.
La tolerancia familiar depende de otxos muchos factores:

116
parentesco, número de integrantes, riesgos sexuales o agre­
sivos, nivel económico, alojamiento, posibilidad de vigilancia,
etcétera. Habría que realizar estudios en este sentido. Con
bastante frecuencia una disminución o una elevación igual­
mente excesiva del umbral, tiene su origen en una estructura
familiar anormal, y de hecho por la neurosis o la psicosis
de uno o de varios miembros de la familia. La ambivalencia
de las parejas mórbidas intrafamiliares (enfermo y uno de
los padres, enfermo y hermano o hermana, cónyuges, etcéte­
ra ), explica que la familia tenga afectivamente necesidad
del enfermo y lo retenga en la medida en que ella sufre con
él. Inversamente, la exasperación, la impulsividad, la agre­
sividad dominante, pueden polarizarse sobre el enfermo, víc­
tima familiar cargada de anatemas y rechazada por el grupo,
como chivo emisario.
En el grupo hospitalario el umbral de tolerancia es, en
principio, elevado. Pero depende también del tipo estructural
del establecimiento. En una estructura hospitalaria general,
el psicópata es frecuentemente muy mal tolerado. Se nece­
sita una estructura especialmente adaptada a la patología
mental. ¿No sería exagerado hablar de tolerancia en un grupo
institucional creado precisamente para recibir psicópatas?
No, porque ante circunstancias diferentes, vuelve a encontrar­
se la noción de umbral.
Tradicionalmente, en los “ asilos” , los agitados, los seni­
les, los epilépticos y los laboriosos, estaban agrupados en
secciones o pabellones bien distintos. El agitado o el incon­
tinente, por ejemplo, eran intolerables y no se los aceptaba
en un pabellón “ decoroso” ; pero eran aceptados en el pabe­
llón destinado a casos semejantes. Se trataba entonces de una
segregación más que de una clasificación racional de los
enfermos, a la cual se tiende hoy en un sentido terapéutico,
no sin grandes dificultades de realización.
Aún hoy, en el interior de las estructuras hospitalarias
psiquiátricas, se distinguen umbrales de tolerancia variables,
según los grupos de enfermos, los grupos de enfermos y de
enfermeros, los grupos de enfermeros por relación con ciertos

117
tipos de enfermos o con ciertos enfermos. Por ejemplo, en­
fermeras perfectamente adaptadas al cuidado y la vigilancia
de ancianas incontinentes, se muestran inhábiles e intoleran­
tes con los enfermos válidos, desequilibrados o “ caracteria­
les” . Sin duda, la primera situación satisface necesidades de
autoridad y de protección maternal, y asegura una rutina
más regular, mientras que la segunda situación exige otro
tipo de actividad y una actitud psicológica distinta y más
controlada.
La categoría de los enfermos considerados peligrosos o
“ difíciles” , no sin razón por otra parte, está habitualmente
excluida de los servicios ordinarios. Estos enfermos son co­
locados en servicios especiales, donde no tiene por qué plan­
tearse el problema de la tolerancia. Sin embargo, una con­
tradanza entre estos servicios especiales y las prisiones
demuestra que algunos sujetos se vuelven alternativamente
intolerables en una y otra situación.
A través de lo expuesto se advierte el interés de esta no­
ción de umbral de tolerancia, así como su diversidad en la
práctica. Pero la situación que determina ese umbral implica
la presencia del enfermo, el cual reacciona ante la situación,
y manifiesta a su vez un umbral de tolerancia frente al grupo.

2. EL UMERAL DE TOLERANCIA DEL ENFERMO

La afección de la personalidad modifica con mayor o


menor intensidad la sociabilidad del enfermo, cuyo grado
de “ alienación” se estima según su grado de desocialización.
Como es sabido, no todos los enfermos mentales son “ aliena­
dos” , en el sentido riguroso del término. Con la mayor fre­
cuencia, la desocialización es incompleta, parcial, variable
con las fases patológicas, con la acción terapéutica, y con la
situación creada al enfermo. No debe asombrar la compro­
bación de que en el enfermo hay un umbral de tolerancia al
grupo, el cual varía con la estructura de la enfermedad y con
la del grupo. Los factores afectivos y la coherencia de la
personalidad mórbida, por una parte, y las acciones del gru­

118
po, por la otra, influyen directamente sobre la reacción del
enfermo.
Así, un neurótico puede mantener durante mucho tiempo
su actividad profesional, en la enseñanza por ejemplo, con­
trolarse y conservar relaciones aparentemente normales. Su
umbral de tolerancia es muy elevado con respecto al grupo
profesional, cuya disciplina le sirve de defensa. Por lo con­
trario, el nivel de tolerancia desciende muchísimo en la es­
tructura familiar, en cuyo seno se expresan la angustia y los
ritos de defensa. La familia se convierte en el objeto electivo
de una agresividad profunda bajo una doble forma, directa
y simbólica. El lazo afectivo del enfermo le hace intolerable
la familia, no así el camarada o el extraño.
Si bien la hospitalización y el medio hospitalario son
intolerables para algunos enfermos que los sienten como co­
acción, desvalorización, injusticia o persecución, muchos psi­
cópatas manifiestan ante ellos una notoria tolerancia. Esa
elevarla tolerancia no se explica sólo por la ausencia de
reacciones de fastidio por parte de los otros. Es, sobre todo,
el fruto de un cambio de situación que transforma el valor
de las relaciones, que aleja los conflictos familiares y el mun­
do significativo habitual, y ofrece una tutela médica tranqui­
lizadora, sin comprometer al enfermo más de lo que puede
o desea, y simplificando la existencia. El enfermo, que se
desocializaba cada vez más en las estructuras de la existencia
normal, se resocializa en la estructura psiquiátrica, menos
dcsadaptante para él.
La tolerancia perfecta a todas las situaciones atestigua
una total incapacidad de reacción. La personalidad ha des­
aparecido, el enfermo se ha convertido en un objeto, en un
autómata pasivo.

3. INFLUENCIAS SOCIALES DEL ENFERMO

Tales influencias son bastante importantes y diversas, a


veces evidentes y brutales, a veces disimuladas y sutiles. Pue­
den ser distribuidas en dos clases según su valor negativo
o positivo.
Cuando son negativas, las influencias sociales de las per­
sonalidades mórbidas expresan lo que podría llamarse las
divergencias sociopsicopatológicas.
Las reacciones llamadas antisociales, generosamente reco­
nocidas por los psicópatas, perturban el ord'«n en general, y
la estructura de los grupos en particular. Gritos, injurias,
amenazas, ruptura de objetos, robos, incendios, atentados
sexuales, conductas sacrilegas, golpes, muertes y suicidios,
forman una lista no limitativa de efectos destructores o per­
judiciales. En el fondo, lo esencial no está en estas manifes­
taciones espectaculares, en suma bastante raras si se tiene en
cuenta el número de enfermos en una población dada. Cuan­
do hablamos de la desocialización del enfermo, insistimos
justamente sobre el aspecto regresivo, neutralizante o defici­
tario, y por lo tanto mucho más sobre el valor asocial que
sobre el antisocial, de los comportamientos patológicos. Los
actos mórbidos son con frecuencia antisociales por defecto;
lo cual no significa que por ello sus efectos nocivos sobre el
grupo deban ser menores.
Aparte de los actos brutales, merece destacarse el efecto
psicológicamente desorganizador de la enfermedad mental
sobre el grupo. La degradación de la personalidad, los com­
portamientos desadaptados o parcialmente desocializados,
tienden a romper la estructura del grupo familiar: desvalo­
rización del padre como autoridad protectora ejemplar, des-
valorización de la madre como refugio seguro, y desvaloriza­
ción del hijo como símbolo de poder, como ayuda y garantía
de futuro. Uno de los caracteres más crueles de la enferme­
dad mental es, precisamente, el de transformar la personali­
dad e impedir la comunión afectiva: el ser amado ya no
ama, no es ya amable ni reconocible; ya no existe un presente
común, muy pronto ni siquiera habrá un pasado, y quizás
nunca más un porvenir. He ahí la desfiguración psicológica
total. Un vacío se abre en el grupo familiar, más deformante

120
que el vacío de la muerte, pues el dolor del duelo no puede
concluir.
La exclusión de un miembro del grupo no afecta sólo al
individuo excluido, sino que también perjudica al grupo, al
cual puede desorganizar completamente si el enfermo desem­
peñaba en él un papel principal. De todos modos, el enfermo
no puede ya llenar el o los papeles que de él se esperaban,
pues ha dejado de ser un objeto válido de identificación. Si
éste subsiste lleva a la asimilación de un mal y de una des­
gracia, y se corre el riesgo de consecuencias patológicas. Es
la muerte del personaje.
Todavía no hemos considerado las incidencias económi­
cas y materiales, que por cierto son muy importantes.
El efecto desorganizador de la psicopatía en el grupo
profesional, y de manera más general en la sociedad, es pro­
teiforme. De ella se desprende un mito oscuro y amenazador:
el del demente y la demencia, fuentes de un confuso temor.
El psicópata revela la locura y pone al descubierto la angustia.
Ese aspecto negativo, el más evidente, no es el único. La
enfermedad mental ejerce también una influencia positiva
que expresa lo que podría calificarse como convergencias so~
ciopsicopatoíógicas. Sus condiciones y efectos son con fre­
cuencia difíciles de determinar.
El psicópata puede desempeñar un papel inspirador o
polarizador en la colectividad a la cual pertenece. Cuando
las circunstancias históricas lo favorecen, impone su neurosis
o su psicosis, o la coloca al servicio de un movimiento social.
Sería fácil citar a Nerón o a Marat. En tiempos de la Inqui­
sición, en el siglo xvi, el magistrado Nicolás Rémy se des­
tacó por su conciencia profesional y su celo infatigable: se
dice que hizo quemar novecientos brujos. Se sentía perse­
guido por Satán en persona.
Con motivo de las guerras y sobre todo de las revolucio­
nes, los psicópatas se revelan como ardientes partidarios o
resueltos ejecutores. El grupo social desconoce el valor pa­
tológico de la conducta y la convierte en valor heroico. A
partir de un delirante paranoico o pasional puede desarro-

121
liarse, con mayor o menor amplitud, un movimiento de opi­
nión con objetivo reivindicatorío, político, justiciero, etcétera.
El desconocimiento de la enfermedad es tanto mayor en
cuanto el tema mórbido se relacione o se identifique con un
tema colectivo de actualidad, o en vías de ser explotado.
La reacción afectiva, el interés utilitario o polémico del grupo,
se unen para retener y explotar todo lo que es adecuado a
los fines colectivos. La personalidad mórbida engendra un
personaje mítico en acuerdo simbólico con las necesidades
del grupo.
Se plantea aquí la cuestión de la existencia de sociedades
patológicas. ¿Puede haber sociedades de dementes? Presen­
tado de una manera tan general el problema parece mal
planteado. Más vale preguntarse si hay posibilidad de gru­
pos sociales constituidos por psicópatas. La cosa es segura­
mente rara, si se conserva el sentido de los términos, y aun
tomando el de psicópata en su acepción amplia que comprende
neuróticos y desequilibrados. Algunas sectas religiosas han
sido fundadas o alimentadas por psicópatas, pero la estruc­
tura social de esos grupos seguía siendo a menudo floja o
lábil. Si los psicópatas se integran en estructuras especiales,
tales como los círculos espiritistas o teosóficos, el medio
prostitucional, las bandas de criminales profesionales, la Le­
gión Extranjera, las comunidades religiosas, los partidos po­
líticos, etcétera, ello no significa que los grupos considerados
estén constituidos exclusivamente por locos, y que su estruc­
tura sea mórbida. Esto muestra, por lo contrario, cómo la
estructura especial del grupo atrae, admite y tolera, a sujetos
anormales que encuentran allí condiciones posibles de adap­
tación a una existencia simplificada, inestable, rutinaria,
disciplinada, etcétera. En la mayor parte de estos ejemplos,
la estructura del grupo se impone al individuo y lo neutraliza.
Lo mismo sucede en los pequeños grupos que toleran, y
hasta utilizan, al psicópata poco desocializado. Los pequeños
grupos llamados artísticos reúnen una cierta proporción de
desequilibrados y enfermos entre los artistas, con o sin ta­
lento, y entre sus admiradores. Ocurre así que la enferme-

122
dad aporta su contribución posifiva'y'paTticipa bastante iró­
nicamente en la formación cultural de las gentes normales.
Se dice que en el hospital psiquiátrico los enfermos se
aíslan; y esto es verdad sólo en parte. En realidad y con
frecuencia, los enfermos se agrupan espontáneamente aunque
en pequeños círculos de tres o cuatro individuos. Es notable
que los enfermos transferidos conjuntamente a un nuevo ser­
vicio, pidan a menudo seguir juntos, por una especie de
solidaridad surgida de una situación común, que permite una
mejor defensa contra el nuevo ambiente.
Estas agrupaciones de enfermos poseen significaciones
muy distintas. Pueden responder a una reestructuración de
tipo normal: vinculación por la edad, los jóvenes con los jó ­
venes, “ bromeando” ; los viejos enfermos lúcidos, poco o nada
seniles, reconstituyendo una caricatura bastante pobre de
“ buena sociedad” . Vinculación afectiva por analogía de si­
tuación familiar o material, por simpatía individual, por
necesidad de comunicación, de proteger o de ser protegido.
A veces vinculación homosexual. El esbozo de relaciones he­
terosexuales, cuando las circunstancias lo permiten, a fortiori
de su realización clandestina y deliberada, muestra al menos
que estos enfermos no están totalmente desocializados.
A menudo la reestructuración social es de tipo patológico.
Los hipomaníacos se buscan y exasperan mutuamente. Jamás
forman una banda de mozos alegres como uno podría ima­
ginarse. Mariposean de grupo en grupo sin posarse en nin­
guno, pero pueden relacionarse más particularmente con tal
enfermo o con tal enfermero. Los delirantes paranoicos se
vinculan a veces con deprimidos y desequilibrados, y organi­
zan pequeños clanes vengadores. Los esquizofrénicos se aís­
lan por lo común, y no tienen más que contactos superficiales
e individuales. Si son arrastrados a un grupo no participan
activamente en él, salvo que se produzca una notable mejoría
del estado mórbido. Una esquizofrénica, por ejemplo, “ adop­
ta” a un imbécil que ella identifica con su hermanito, cuali­
dad afectiva que la autoriza a ocuparse de él, y hasta a
abofetearlo cuando el pequeño “ está sucio” o “ no obedece” .

123
Sustitutos delirantes y satisfacciones mórbidas son a veces
saludables para reconstituir una pequeña sociedad, a la vez
real por su estructura funcional, e irreal por sus significacio­
nes subjetivas. Es preciso estudiar a cada grupo si se quiere
saber hasta qué punto el mismo posee una estructura ver­
daderamente social y si es en realidad un grupo, o si no es
más que un seudogrupo, en el fondo amorfo, desprovisto de
interrelaciones individuales significativas y eficaces.
Formas de sociabilidad indiferenciada, que a veces re­
cuerdan la participación, se observan en algunos grupos de
enfermos. Si bien pequeño^grupos se alienan en la sociedad,
la sociedad no podría constituirse con alienados ni vivir
de ellos.

124
Tercera Parte

LAS ESTRUCTURAS PATOLÓGICAS


C apítulo I

LAS FORMAS TEMPORALES

Si se acepta que el tiempo constituye una de las “ dimen­


siones” esenciales del ser, se llega a comprender toda la
importancia de la estructura temporal de los fenómenos psi-
copatológicos. La alteración de esta estructura afecta la or­
ganización biológica, psicológica y social de la personalidad,
bajo un doble aspecto, objetivo y subjetivo.

1. TIEMPO Y DURACIÓN

Aun sin insistir sobre el estudio filosófico del ¡tiempo,


ni siquiera sobre los datos de la psicología experimental, se
convendrá en que la sucesión de los fenómenos establece un
orden estructural en el mundo humano, racionalmente explo­
tado por el hombre, quien por otra parte continúa reaccio­
nando espontáneamente, ya que su línea de vida es temporal.
Sobre este punto sigue siendo válida la distinción, bri­
llantemente renovada por H. Beígson, entre el “ tiempo” y
la “ duración” 1. El tiempo supone términos aislables y su­
cesivos, y puntos de referencia; toma una forma cuantitativa,
mensurable y objetiva: el reloj, el calendario, la cronología.
Tiene una existencia y un valor técnicos, y cumple una fun­
ción social indicadora y de regulación. Ese tiempo espacia-

1 B ebcson, H., Matiere et mémoire, Alean, 1889.

127
lizado abarca lo que ha sido y lo que será, mucho más que
lo que es. El instante que se anuncia todavía pertenece al
futuro; el instante presente ya es pasado. Lógicamente no
hay presente. Es ésta una inferencia demasiado lógica, que
contraría el sentido psicológico y se aviene mal con la ma­
nera de vivir de los hombres. Por alejado que pueda pare­
cer, este tiempo espacializado y racional no deja de ser una
referencia, al menos inicial, a los ritmos naturales del uni­
verso y del organismo viviente.
Al lado del tiempo espacializado, o junto con él, importa
psicológicamente una duración vivida. Tiempo íntimo, sen­
timiento del devenir, intuición de la duración homogénea del
yo, que la exteriorización espacializada divide en momentos
o estados sucesivos de conciencia, como decía Bergson. En
él se podría hacer la profunda toma de conciencia del mo­
vimiento vital, de los envolvimientos y desenvolvimientos del
ser. ¿La vida no es acaso un fenómeno que continúa, según
la expresión de F. Le Dantec? Estudiando la duración de
la cicatrización de un centímetro cuadrado de herida, Le-
comte du Nouy 1 mostró que, para un mismo proceso orgá­
nico, el tiempo fisiológico variaba y se prolongaba con la
edad del organismo. Pero entre la duración orgánica objeti-
vable y espacializable, y la duración psicológica subjetiva
sometida a las eventualidades, a las discontinuidades y a los
valores de la toma de conciencia, hay todo un mundo de
instrumentos y de procesos integrativos complejos.
La dificultad se hace sentir. Subsiste bajo diferentes
ángulos y lleva, en definitiva, a una diferenciación. J. De­
lay 2 distingue la memoria “ autística” , equivalente a la du­
ración bergsoniana; la memoria “ sensoriomotriz” , definida
por su implicancia fisiológica; y la memoria “ social” , o
tiempo homogéneo y mensurable. A los dos primeros niveles
responden, respectivamente, lJ* memoria “ mecánica” de Pra-
dines ( “ engrama” de Monakow y Mourgue), y la memoria
“ espontánea” , afectiva e imaginativa.
1 L ecom te du N o u y , Le temps et la vie, Gallimard, 1936.
12 D e la y , J., Les dissolutions de la mémoire, P. U. F., 1942.

128
Pierre Janet1 no deja de adoptar el sentimiento de la
duración. Lo concibe como el resultado de_una conducta de
esfuerzo o de una conducta de espera. La memoria es una
conducta del relato; si es consistente, provista de un orden
cronológico, constituye el pasado; si es inconsistente, es una
fábula proyectando el porvenir. La duración se convierte en
“ sentimiento regulador de la acción” , permitiendo al hombre
adaptarse a los cambios que se le imponen.
Fiel a la psicología del comportamiento, Paul Fraisse \
en un notable estudio, retoma la perspectiva de las conductas
temporales concebidas como modalidades de adaptación. De
esa manera distingue tres niveles de adaptación: 1° El “ con­
dicionamiento” al tiempo, de orden biológico; sincronización
del organismo a los cambios del medio por el juego de los
reflejos condicionados. 29 La “ percepción” del tiempo, por
integración psicofisiológica de estímulos sucesivos. 39 La
“ dirección” del tiempo, gracias a la representación de los
cambios y a la memorización reconstitutiva del pasado y an-
ticipadora del futuro. La acción presente se orienta según
el “ horizonte temporal” , es decir, el pasado y el futuro. El
autor, aunque critica la concepción bergsoniana por detenerse
sólo sobre los datos de la conciencia, por ignorar el conjunto
de la conducta, por desconocer las adaptaciones biológicas
puestas en evidencia por Pavlov, H. Piéron, o Kleist, reco­
noce sin embargo el carácter intuitivo de la apreciación de
la duración, y la existencia de un “ presente psicológico” ,
forma organizada de una actualización.
Y a sea cambiando de nivel, ya sea en el mismo nivel
(el más integrado, por cierto) se llega, pues, a distinguir, si
no a oponer, dos aspectos temporales: 19 El tiempo vivido
o duración psicológica: tiempo interior. 29 El tiempo espa­
cializado, socializado: tiempo exterior. La psicopatología
confirma el interés de esta distinción, que ella estudia en
otra perspectiva.

1 Janet , P., L’évolution de la mémoire et de la notien de temps, Cha*


hiñe, 1928.
9 F raisse, P., Psychologie du temps, P. U. F., 1957,

129
2. LA DURACIÓN MÓRBIDA

La duración se organiza o se desorganiza hasta desapa­


recer, según el proceso patológico en curso y la situación
vivida por el enfermo. Las perturbaciones de la sincroniza­
ción y del ritmo son particularmente significativas.
1"? El fenómeno que podría llamarse desincronización
psicológica es muy importante. Se presenta bajo dos formas:
categorial e intersubjetiva.
La desincronización categorial se caracteriza por la des­
organización de los cuadros socializados y espacializados de
la memoria (estados confusionales, demenciales). Aquí ya
no hay posibilidad de orientación de la conducta por rela­
ción con la historia realizada y con la historia futura. A
veces se observa un desnivel retrógrado, hacia el pasado, y
más raramente anticipado, hacia el porvenir. La expresión
de la perturbación supone una “ amplitud temporal” suficien­
te, variable con el nivel intelectual del enfermo. Como se
sabe, los niños pequeños no disponen de ninguna amplitud
temporal; y en los adultos débiles ésta no se extiende casi
más allá de los diez días pasados o futuros.
La desincronización intersubjetiva expresa el desacuerdo
entre lo que vive el enfermo y lo que viven otros, bajo la
especie temporal. Ya normalmente se manifiesta un asincro­
nismo entre el tiempo juvenil y el tiempo senil. Los jóvenes
viven una duración orientada hacia el futuro, plena de im­
pulsos, de deseos, de esperanzas: actitud de conquistadores.
Los viejos viven una duración ementada hacia el pasado,
cargada de recuerdos y de penas, signo del doblegamiento
vital, del estrechamiento progresivo del horizonte y de la
actividad: actitud de poseedores, después de desposeídos.
Ser contemporáneo no significa, pues, ser sincrónico, sobre
todo si se presentan perturbaciones mentales.
Cuando el vínculo con la acción real es incompleto o
desviado, el sentimiento de duración nace del “ obstáculo”
creado por la enfermedad. De ahí la prolongación de la

130
duración con tonalidad desagradable o penosa. Podría en­
contrarse allí una especie de equivalente temporal de la “ dis­
tancia al objeto” descrita por los psicoanalistas, distancia
temporal subjetiva.
La duración vivida mórbida posee sus acontecimientos
y su ritmo propios. La actividad delirante acelera, retrasa
o suspende la duración. Esta condición estructural desem­
peña un papel directo en la perturbación de la expresión y
de la comunicación.
La resonancia afectiva, o “ cronotimia” , si se desea un
término especial, también interesa: alargamiento de la du­
ración en el tedio, la tristeza y la depresión melancólica;
acortamiento en el goce, la hipomanía, los delirios plenos,
esténicos y expansivos. Con esta noción estarían vinculadas
las variaciones del “ sentimiento de envejecimiento” . Por una
parte, ausencia del sentimiento de envejecimiento, por falta
de retroceso histórico, como resultado de la no integración
de lo vivido mórbido y de la desincronización categorial. El
enfermo permanece en el período de los comienzos de la
enfermedad, como se observa en el esquizofrénico. No ha
envejecido subjetivamente porque no ha vivido históricamente.
En el otro extremo, el sentimiento de envejecimiento intenso,
por exceso de anticipación histórica. De golpe él enfermo
tiene diez o veinte años más: si es adulto se conduce como
viejo; por astenia, abandono, desinterés, depreciación o cas­
tigo, y particularmente en el ansioso y el melancólico. Hay
en ellos negación del futuro.
2 ° Las disritmias se manifiestan en diversas formas pa­
tológicas.
La fragmentación y la inmediatez de la duración, la mo­
vilidad, el rechazo del pasado, la dictadura del instante, son
características de la quisquillosidad centelleante del maníaco.
El enfermo “ no dura” , vive en el acto, y sus actos son rá­
pidos, múltiples e incompletos, sin relación con lo anterior
y sin perspectiva hacia el porvenir. Remolinea por debajo
del horizonte temporal.
La aceleración de la duración se encuentra en las fases

131
subexcitativas, más o menos eufóricas, a veces en el onirismo
y en los momentos fecundos del delirio, en el curso de las
cuales el enfermo vive muchos acontecimientos agitados o
actúa de manera precipitada, desordenada. La duración vi­
vida es rápida, aunque el tiempo parece secundariamente
desmesurado en relación con los datos cronológicos objetivos.
Las psicosis tóxicas experimentales producidas por la mes-
calina y el ácido lisérgico, producen tan pronto una acelera­
ción como un retardo de la duración.
El retardo en la hipocondría, la depresión y la angustia,
surge por una parte de la dificultad y de la rareza de la
acción, y por otra, de una especie de adherencia al presente
vivido como penoso, vacío o indisoluble. Recordemos la ex­
plicación clásica del sentimiento de prolongación de la dura­
ción en la intoxicación por el opio o el haschich, originado
en la multiplicidad de sueños en un tiempo muy breve, lo
cual produce la ilusión mnésica de prolongación.
La detención* de la duración, tan bien analizada por E.
Minkowski, se observa bajo forma de estatismo y de espa-
cialización en la esquizofrenia, y de cristalización en la me­
lancolía, cuyo delirio es temporal por excelencia. E. Min­
kowski caracteriza el delirio melancólico por la esclavitud
absoluta al pasado, la inmovilización (sentimiento de culpa­
bilidad, de autoacusación), la negación del presente (ideas
de ruina, de indignidad), la barrera del futuro (castigo, ca­
tástrofe inminente), la carencia de deseos y la falta de
esperanzas.
En la patología del duelo, considerada según la perspec­
tiva psicoanalítica, la división normal entre la muerte y la
vida no se realiza. Las penas del duelo se detienen. El
tiempo suspende su vuelo, y surge el acceso melancólico por
identificación ambivalente con el objeto desaparecido y la
vuelta agresiva contra el y o ; o el acceso maníaco: rechazo
de la muerte aferrándose al pasado, y conducta de triunfo.
También fuera de la melancolía, en la conducta suicida,
tal como la hemos descrito en otra parte, se encuentra esa
detención del devenir, con abolición de deseos y de esperan­

132
zas, aniquilación del futuro, alejamiento del pasado, sentido
a la vez como oprimente, insoportable, irrisorio y vano. Hay
negación del ser, supresión de la duración en el umbral de
la nada. Estos fenómenos no son constantes. El suicida vive
a veces una propulsión bacia un más allá experimentado
como un devenir, especie de impulso a partir de un pasado
que ha permanecido tenso.
3 ° La abolición de la duración se produce en las desor­
ganizaciones masivas o profundas de la personalidad (demen­
cia senil, estupor, catatonía, autismo profundo, accesos epi­
lépticos, etcétera).
El sueño profundo y el coma eliminan la duración. En
el coma por anestesia general, nosotros lo hemos verificado,
con frecuencia el sujeto se despierta creyendo que va a dor­
mirse para ser operado, cuando la operación ya ha sido
realizada. ¿Debe hablarse de reducción o de aceleración de
la duración? No, se trata simplemente de una suspensión de
la duración por detenimiento de la actividad psíquica: nada
capaz de registrar, nada para ser registrado. Separación sin
conciencia de la separación. Sin duda sucede lo mismo en
el instante de la muerte, pero a título definitivo. La eterni­
dad es ausencia de duración.
4 ° Por breve que sea, esta exposición muestra cómo la
duración mórbida pertenece intrínsecamente a la manera de
vivir de la personalidad; cómo el peso del pasado se aligera
o aumenta según la orientación del devenir; y cómo el deve­
nir se despliega o se repliega bajo la presión del pasado,.
Así hemos podido hablar de la duración mórbida sin
siquiera definir las clásicas perturbaciones de la memoria
(amnesia, dismnesia, paramnesia, hipermnesia), pues la ac­
tividad mnemónica se confunde con la organización de la du­
ración vivida. Sin que fuera una paradoja, podría uno pre­
guntarse ahora en qué medida la perturbación mental no sería
el resultado de una imposibilidad de “ olvidar” realmente
una experiencia pasada. Como dice H. Ey, las perturbaciones
de la memoria forman “ la sustancia fenomenológica de todos

133
los síntomas de las neurosis y de las psicosis” , efectos de “ la
alteración de los lazos que unen en el tiempo la forma de
existencia actualmente vivida, con la existencia oculta y con
la existencia posible”

3. LA EVOLUCIÓN MÓRBIDA

El desarrollo del proceso patológico en el tiempo debe


ser considerado bajo su aspecto objetivo. Los caracteres tem­
porales interesan para la definición de las estructuras patoló­
gicas, y también por su importancia práctica.
1° Los caracteres de intensidad y de extensión son por
lo común inversamente proporcionales. La intensidad de los
síntomas, su plena expansión, su multiplicación y su aspecto
explosivo, confieren al proceso una cualidad aguda. Aconte­
cimiento conmovedor u opresión brutal, la experiencia mór­
bida es, en este caso, testimonio de una turbación de la
personalidad en un sentido muy dinámico, con repetición fre­
cuente de los síntomas.
La extensión se limita, según los casos, a algunas horas,
algunos días o algunas semanas. Los paroxismos ansiosos o
epilépticos, las psicosis confusooníricas, los arrebatos deli­
rantes y los accesos distímicos, constituyen ejemplos de ello.
Si la intensidad sintomática, bajo su doble aspecto posi­
tivo y negativo, se aminora, si la repetición de los síntomas
demora, aumenta la extensión y los fenómenos toman un ca­
rá cte r subagudo. La extensión alcanza entonces semanas o
meses.
La evolución aguda o subaguda admite tres significaciones
distintas: a) Noción de psicosis aislada en la historia psico-
biológica del individuo, o de reacciones neuróticas o psicóti­
cas temporarias, b ) Noción de accesos manifiestos de un
proceso patológico habitualmente latente, c) Noción de mo­
mentos evolutivos en el curso de una psicosis o de una neuro­
sis constituida y durable. Accesos y momentos toman a veces1

1 E y , H., Étude N ° 9, t. II, pág. 66.

134
el valor de una verdadera crisis en el seno de la personali­
dad, que sale de ella más deteriorada y alienada, o a veces
mejor integrada.
Cuando los síntomas pierden su intensidad y se repiten
cada vez menos, la personalidad tiende a equilibrarse y a
estabilizarse en una estructura dinámica: compromiso entre
las deficiencias y las capacidades subsistentes. Diremos que
la evolución se hace subcrónica. La extensión puede fijarse,
groseramente, entre uno y tres años \
Más allá de los tres años, la evolución debe tenerse por
crónica. La estructura patológica se estabiliza, hay instala­
ción en la enfermedad, la sintomatologia tiende a fijarse.
Las fases agudas y subagudas se atenúan y se hacen más ra­
ras sin modificar los componentes principales del estado
mórbido. La extensión se prolonga sobre muchos años hasta
abarcar toda la existencia del enfermo.
Aquí conviene denunciar dos errores frecuentes y graves,
que consisten en confundir lo crónico con agravación y con
incurabilidad.
La agravación se aplica a un proceso agudo o subagudo,
y puede anunciar la muerte. Igualmente puede conducir a la
cronicidad. Pero la cronicidad no es necesariamente una
agravación. En primer término, porque los procesos con o
sin comienzo agudo están, por naturaleza, destinados a durar
largo tiempo. Y luego, porque la noción de agravación ex­
presa un juicio comparativo por relación con un estado ante­
rior. Ahora bien, el estado crónico puede constituir un me­
joramiento por relación con el estado subcrónico o agudo
anterior. La cronicidad puede ser grave, sin constituir un
agravamiento.
La cronicidad ya no es más sinónimo de incurabilidad.1

1 Todos estos “ plazos” se establecen únicamente a título indicativo, para


precisar las ideas. Varían en función de múltiples circunstancias, especial­
mente de la estructura mórbida. Un acceso confusional de seis meses es “ de­
masiado largo” y subcrónico, mientras que un acceso melancólico de un año
no es crónico. Observemos que el “ tiempo psiquiátrico” es notablemente más
prolongado que el “ tiempo médico general”, puesto que en clínica se habla
de psicosis “ agudas” que pueden durar un año.

135
El concepto de curabilidad no pertenece, por otra parte, al
plano de la evolución natural del proceso mórbido. Se trata
de un concepto pragmático relativo a nuestros conocimientos
y al grado de eficacia de nuestros métodos terapéuticos. Hay
enfermedades agudas que son incurables y enfermedades
crónicas que son curables o pueden serlo en el futuro. La
parálisis general, crónica, incurable y mortal antes de la
malarioterapia y la estovarsolterapia, se ha convertido en una
demencia curable. La meningitis tuberculosa, aguda y mortal,
se ha vuelto curable con la estreptomicina. Cronicidad no
significa, pues, incurabilidad, a pesar del valor peyorativo
que implica habitualmente en medicina. Uno y otro concep­
tos tienen su uso legítimo. En relación con el estado actual
de nuestros conocimientos y de nuestra terapéutica, la noción
de incurabilidad debe ser aplicada al retardo mental, al des­
equilibrio profundo, a las viejas secuelas paralíticas, a la
demencia senil, a la demencia esquizofrénica declarada, etcé­
tera. Negarlo por motivos ideológicos o sentimentales sería
seguramente falso y estéril. Por el contrario, es preciso iden­
tificar bien los casos, ocuparse de ellos de otra manera, y
tomar las medidas sociales adecuadas.
2 ” La continuidad y la discontinuidad del proceso mór­
bido responden a tipos evolutivos y a estructuras muy dife­
rentes.
La evolución continua del desarrollo de una personalidad
mórbida, de una psicosis delirante crónica, de una demencia,
indica precisamente la permanencia de una manera patoló­
gica de vivir, y de un proceso más o menos activo. La evo­
lución sintomática es coextensiva al movimiento del proceso.
La evolución discontinua plantea a menudo problemas
muy complejos, especialmente los que se refieren a la perio­
dicidad patológica y a los ritmos biológicos (menstruación,
variaciones metabólicas, iónicas, etcétera). Ejemplos: la ci-
clotimia, la psicosis maniacodepresiva, la epilepsia, las for­
mas esquizofrénicas intermitentes. Esto plantea el problema
de la latencia de un dispositivo patológico, cuyas manifesta­
ciones se producirían por fases. Y también la cuestión de

136
la normalidad de la personalidad entre las fases patológicas.
¿N o podría tratarse de personalidades siempre mórbidas,
cuya enfermedad se haría evidente en el curso de ciertas
“ descompensaciones” ? Más que de procesos, ¿no podría ha­
blarse de personalidades con eclipses? La discusión no puede
ser delkrrollada aquí.
39 El comienzo y el final de la evolución mórbida también
deben ser considerados. El momento a partir del cual se
establece el comienzo de la evolución patológica corresponde
a lo? primeros síntomas objetivos o subjetivos reconocidos
como tales, sea en el tiempo mismo de su manifestación, sea
retrospectivamente.
Si el comienzo es brusco, la cosa parece fácil, y sin em­
bargo muy a menudo se encuentran ligeras modificaciones
que atestiguan la existencia de un período preparatorio ante­
rior. Si el comienzo es lento, con variaciones iniciales míni­
mas que se agravan y terminan por tomar un carácter fran­
camente patológico, se habla, según los casos, de período de
invasión, de maduración, de período preneurótico o prepsicóti-
co, o de período introductorio a la psicopatía, pero que forma
parte de ella como la introducción pertenece al libro. Ese pe­
ríodo, llamado prepsicopático o infraclínico, es a veces obser­
vado directamente. Ocasiones propicias de observación, así
como la experimentación, han proporcionado interesantes deta­
lles sobre esa fase inicial. Lo más frecuente es conformarse
con reconstruirla por la anamnesis, el testimonio del enfermo
y de los otros; a veces se la reconstruye arbitrariamente, según
la interpretación que se ha dado a la perturbación, o según
el principio explicativo doctrinariamente adoptado. Y a veces
hasta se la ignora porque las condiciones del examen o del
estudio no han permitido ponerla en evidencia. El análisis
del comienzo de las perturbaciones es particularmente rico
en enseñanzas.
Más fácil de observar, aunque no de definir, el final de
la evolución mórbida puede traducirse por un acontecimiento
cuya banalidad no excluye la gravedad: la muerte. Ofrecen
oportunidad para esa observación, el delirio agudo, la me­

137
lancolía (inanición, suicidio), la epilepsia y la demencia
arteriopática o senil.
La estabilización del proceso confiere a la personalidad
una especie de estatuto patológico, el cual autoriza una ma­
nera de vivir deficitaria o desvalorizada, cuyos caracteres y
condiciones llegan a ser invariables: ausencia de repeticiones
sintomáticas, de experiencias mórbidas nuevas, de fases re-
adaptativas o desadaptativas; estructuración lacunaria o rígi­
da, coacción o estrechamiento de la personalidad.
La curación exige la supresión completa y definitiva del
proceso mórbido. A l menos lógicamente, porque en los he­
chos deben admitirse algunas enmiendas. La desaparición
de los síntomas y la vuelta a una actividad funcional aparen­
temente normal, bastan para establecer una curación práctica.
Pero tras la curación de un acceso o de una fase patológica,
también puede subsistir un dispositivo o una disposición mer­
ced a los cuales las perturbaciones volverán a aparecer una
o muchas veces. La curación total, y no ya sintomática, no
determina en qué estado se encuentra el sujeto. Efectivamen­
te, se dan dos eventualidades.
Sea una curación sin secuelas, con restitutio ad integrum
de la personalidad anterior a la enfermedad. Es el caso de
la psicosis confusional aguda, del acceso maníaco, melancó­
lico, epiléptico, fóbico, etcétera.
Sea una curación con secuelas. En este caso se impone
una doble distinción. La curación no debe ser confundida
con la estabilización mórbida, cuyos principales rasgos aca­
bamos de describir, cuando subsiste un proceso patológico,
por poco activo que sea. A la inversa, la curación no debe
ser desconocida, ni las secuelas de la enfermedad confundidas
con los síntomas de la enfermedad, cuando esta última ha
desaparecido. Ya no se trata de enfermedad sino de dismi­
nución mental. Así como el retardo después de la encefalo­
patía infantil casi no se presta a discusión, otro tanto cabe
admitir en el caso de la esquizofrenia curada, por ejemplo.
El proceso se ha extinguido; no más delirio activo ni com­
portamientos característicos; el enfermo está globalmente

138
debilitado, se interesa por pocas cosas y de una manera pue­
ril, sus ocupaciones son baladíes; podría tomárselo por un
viejo débil mental. La deterioración es aquí adquirida y fi­
jada: hay una disminución. El mismo dato se observa en
Witiguos delirantes crónicos, en viejos maniacodepresivos,
en viejos neuróticos, en la ausencia de demencia senil, bien
entendida. El paralítico general tratado, curado e intelectual­
mente debilitado, ilustra claramente este hecho.

139
C apítulo II

ESTRUCTURAS Y NOSOGRAFÍA

Por más general que quisiera ser la psicopatología, no


podría descuidar — sin separarse peligrosamente de los hechos
y de los conceptos rectores— la determinación de las estruc­
turas psicopatológicas y su clasificación, cuyas dificultades
tienen un innegable interés especulativo y práctico. Por lo
menos tiene que plantearse el problema fundamental de la
unidad o multiplicidad de la locura.

1. LA O LAS LOCURAS

En patología física no se acostumbra concebir una enfer­


medad general única del organismo, que se manifestaría bajo
distintas formas según el sistema orgánico afectado, el estado
funcional del individuo, o la etiología. Aun cuando la ex­
tensión abusiva del “ síndrome general de adaptación” de
Selye haya llevado a algunos a ver allí “ la enfermedad” , en
lugar d e'u n síndrome reaccional entre otros. En principio,
la sistematización organofuncional, la histopatología, y la
etiopatogenia, bastan para distinguir y definir múltiples en­
fermedades. Se entiende por “ enfermedad” el conjunto evo­
lutivo de reacciones orgánicas en relación con una condición
definida, específica, endógena o exógena. Por ejemplo, la
sífilis desde el chancro inicial hasta la parálisis terminal, la
tuberculosis, sea ella pulmonar, ósea, digestiva o meníngea,

141
o la diabetes pancreática. Ciertamente hay muchas “ afeccio­
nes” de etiología dudosa o desconocida, de compleja pato­
genia, pero la expresión sintomática se individualiza en un
órgano o en un aparato lo bastante como para que pueda
encontrarse allí. La diferenciación de las funciones y su
espacialización morfológica facilitan mucho el análisis y la
clasificación.
Algo muy distinto sucede con la patología mental. Sin
duda ésta no carece de soportes orgánicos. Pero la espacia­
lización se efectúa en un solo sistema, el sistema nervioso,
cuyas funciones, bajo su aspecto físico, no se materializan,
o se materializan poco o mal, en el plano mismo del sistema.
La sistematización funcional neuropsíquica permanece incom­
pleta y muy a menudo utilizable sólo con la ayuda de hipótesis
o de vanas metáforas. Además, la expresión sintomática des­
borda la perturbación orgánica lesional o funcional. En fin,
con mucha frecuencia es imposible descubrir una lesión o un
trastorno funcional orgánico imputable.
¿Haría falta más para invocar “ un” trastorno del “ es­
píritu” , “ una” enfermedad del “ alma” ? Autores antiguos,
como los profanos, veían “ el loco” y hablaban de “ la locu­
ra” , en la época en que distinguían con facilidad el febril, el
hidrópico, el bocioso y el escrofuloso. Esta manera global
de aprehender la ruptura de relación del enfermo con el gru­
po social revela su insuficiencia por su indiscriminación y
su precariedad. Observación aplicable a algunos autores muy
modernos.
Pero esta situación no podía mantenerse. La historia de
la psiquiatría lo demuestra. Después de haber multiplicado
las locuras en la medida de los análisis, se tiende a reunirlas
de nuevo en un concepto global, por una voluntad de síntesis
que muy pronto se ahoga. Habría así, una sola enfermedad
mental por alteración global de la personalidad, con múl­
tiples modalidades clínicas. Las transiciones entre las formas
mórbidas, el pasaje de una forma a otra en el mismo enfermo
y en la misma familia, la multiplicidad de formas para una
misma causa aparente, la multiplicidad de causas posibles

142
para la misma forma mórbida, etcétera, predican en favor
de la unidad. ¿Habría, pues, que orientarse hacia una neu­
rología estricta, o evadirse hacia una psicología desencarna­
da? Inútil querella, ligada a una posición falsa y a una
visión simplista de la patología mental.
Sin duda, convendría no calcar nunca estrictamente las
formas psicopatológicas sobre los modelos de la patología
orgánica. El concepto de etiología tiene alguna responsabi­
lidad en este problema. Volveremos a hablar de ello con
motivo de la causalidad. Podría argumentarse en favor de
la infinita multiplicidad de las enfermedades mentales, que
en último término cada enfermo tiene la suya.
¿Qué es lo que se observa? El profano y el psiquíatra
no tienen una actitud idéntica frente al obsesivo y al deliran­
te paranoide, al maníaco y al demente. Si cada enfermo tiene
su manera particular de estar loco, toda una serie indefinida
de enfermedades piesentan el mismo tipo de trastornos y el
mismo estilo de conducta patológica. Esto justifica, pues, no
sólo la semiología establecida desde hace largo tiempo, sino
también el agrupamiento de los síntomas en diversos síndro­
mes; pero también la diferenciación de diversas estructuras
psicopatológicas, y la búsqueda de una nosografía racional.
Por lo menos deben admitirse, pues, “ afecciones” mentales
diferentes. El concepto de multiplicidad parece todavía me­
todológicamente más fecundo, porque tiende a diversificar los
estudios, sobre todo en el orden etiopatogénico.

2. LA NOSOGRAFÍA

Bieí^conocidas son las transformaciones y penurias de


la nosografía psiquiátrica, la cual desde hace un siglo oscila
entre una terminología heteróclita y una nomenclatura inaca­
bable. Discutirlo parece hoy cosa vana. Apenas se admite
la semiología, y sólo en la medida necesaria para atraer al
enfermo a una psicología terebrante o a un sutil análisis
biológico.
Los resultados de ello son sensibles. La desmesurada ex­

143
tensión del concepto de neurosis a casi todos los enfermos
mentales y a la mayor parte de las personas normales, así
como la exagerada extensión de la noción de esquizofrenia
a las tres cuartas partes de los enfermos mentales, suprimen
toda comparación válida entre las formas clínicas, y aun
entre las estructuras psicopatológicas. Ahora bien, el hecho
de que la investigación psicopatológica (psicoanálisis, análi­
sis existencial, experimentación, etcétera) no deba seguir pri­
sionera de cuadros establecidos para fines que no son los
suyos, no justifica de ninguna manera la supresión de todo
sistema clasificatorio. El interés teórico y práctico de la
clasificación persiste. Se impone un sistema de referencia,
aunque más no sea con vistas a un mejoramiento.
¿No se refiere uno continuamente a una nosografía im­
plícita, clandestina u oculta? La experiencia clínica de cada
uno, a medida que se amplía y se profundiza, recompone una
cierta nosografía, desplaza los acentos, valoriza o desvaloriza
los aspectos biológicos, psicológicos y sociológicos. Se trata
de una necesidad de método, que si bien no resuelve las
dificultades conceptuales de la cuestión, plantea e impone
el problema.
Sería necesario constituir unidades psicopatológicas y
clasificarlas de acuerdo con un determinado principio. Dol le
exigencia, doble escolio. Las unidades mórbidas son difieres
de definir con suficiente rigor; varían según el punto de
vista adoptado, y en realidad son muchos los puntos de vista
defendibles o aceptables. Los principios son múltiples: prin­
cipio de análissi semiológico (estático o dinám ico), principios
eliológico, anatomopatológico, patogénico. Recurrir a un
solo principio resulta muy insuficiente y muchas veces inope­
rante. ¿Por qué? Por falta de conocimientos científicos y
de perspectiva realmente sintética; por rebelión de lo indivi­
dual y concreto frente a los cuadros abstractos. He aquí al­
gunos ejemplos de esas vicisitudes y de esta necesidad.
El análisis semiológico y el concepto de evolución han
permitido establecer unidades muy distintas en extensión y
en comprensión, según la etapa y el lugar históricos. En el

144
caso de H. Ey, por ejemplo, tomemos la masa de los delirios
crónicos, El delirio crónico evolutivo de Magnan, se subdi­
vide con Kraepelin en demencia precoz (disgregación) y en
parafrenias (sin disgregación), cuando las monomanías pro­
ducen una parte de las parafrenias y la paranoia (delirios
sistematizados). En Francia, la esquizofrenia corresponde a
la demencia precoz; la psicosis alucinatoria crónica, a las
parafrenias sistemáticas y fantásticas; el delirio de imagina­
ción, a las parafrenias confabulatorias y expansivas; el deli­
rio de interpretación y los delirios pasionales, a la paranoia.
Después de Bleuler, la esquizofrenia absorbe a las parafre-
nias, y casi no deja subsistir más que el delirio de interpre­
tación bajo forma de paranoia (a veces él mismo absorbido,
así como la psicosis maniacodepresiva). H. Ey vuelve la
esquizofrenia a su lugar, restituye la parafrenia y la para­
noia, en la cual reúne el delirio de interpretación y las psico­
sis pasionales; constituyendo así tres grandes grupos en los
delirios crónicos.
La clasificación francesa tradicional surge de una mezcla
ce conceptos etiológicos, semiológicos y estructurales; retardo
mental, desequilibrio y constituciones psicopáticas (cielotimia,
mitomanía, paranoia, esquizoidismos, perversidad), psicosis
confusionales tóxicoinfecciosas y alcohólicas, psicosis maniaco-
depresiva, esquizofrenia (hebefrénico, catatónico, paranoide,
etcétera), delirios crónicos (psicosis alucinatoria crónica, de­
lirio de interpretación, delirio de imaginación y delirios pa­
sionales), demencias orgánicas (parálisis general, arteriopa-
tía, tumor cerebral, traumatismo, senilidad), epilepsia, neu­
rosis (histeria, neurosis obsesiva y neurastenia).
Después de haber criticado los ensayos nosológicos,
y habiendo apreciado las dificultades de una síntesis de las
enfermedades, K. Jaspers reconoce el interés de una clasifi­
cación didáctica. Elige el principio etiológico y divide las
psicosis en dos grupos, según que ellas tengan o no una causa
orgánica: 1° Psicosis “ orgánicas” , exógenas, cuyo diagnóstico
es posible y necesario. Son sintomáticas de procesos cerebra­
les (meningitis, tumores, esclerosis, hemorragia), de trastor­

145
nos fisiológicos (infección, agotamiento, uremia, hipertiroi-
dism o), de intoxicación (alcohol, m orfina). La epilepsia
pertenece en parte a este grupo. 29 Psicosis “ funcionales” ,
endógenas, idiopáticas, que constituyen el dominio del aná­
lisis comprensivo. La evolución y la estructura psicológica
llevan a dividirlas en: a) procesos incurables que trans­
forman la personalidad (esquizofrenia); 6) alienación de­
generativa (en el sentido de separación en relación con la
evolución norm al). Ya sean fases curables (psicosis mania-
codepresiva), ya sean reacciones anormales (psicosis reaccio-
nales), ya sea desarrollo de la personalidad (psicopatías).
Por otra parte, Jaspers distingue todavía los “ síndromes”
orgánicos (afasia, demencia), nerviosos (neurastenia, psicas-
tenia), afectivos (manía, melancolía), las perturbaciones de
la conciencia (delirio, confusión mental), y los síndromes
de la vida psíquica trastornada (paranoia, catatonía).
Ni siquiera teniendo en cuenta la época podría descu­
brirse una real virtud didáctica en esa clasificación. Por el
contrario, podría considerársela oscura, a pesar, o mejor di­
cho, por causa de su principio rector etiológico. La ignoran­
cia de una etiología exterior, evidentemente no prueba la
causa endógena de la enfermedad.
El sistema de recurrir al proceso endógeno, específico y
desconocido, es vigorosamente rechazado por Paul Guiraud.
A pesar de una coherente argumentación, el autor acepta, sin
duda con bastante facilidad, la afección de los “ centros neu-
rovegetativos encefálicos” como explicación de los delirios.
Su principio rector es anatomoclínico. Admite tres clases de
etiología, con frecuencia combinadas: la abiotrofia o la hi-
pobiotrofia celular genética (parte de la herencia); las causas
toxicoinfecciosas (alcohol, tuberculosis, virus neurotropos,
senilidad, etcétera); y los conflictos psicológicos graves y
reales, capaces de provocar trastornos orgánicos. A cada una
de esas etiologías responden las psicosis “ hormotímicas” en
las diferentes formas clínicas, o síndromes (esquizofrenia,
con su atimia y su dislocamiento del yo, delirios crónicos en
el yo vigoroso, psicosis maniacodepresiva). Guiraud admite

146
un segundo grupo formado por las demencias y las psicosis
constitucionales, en las cuales incluye, al parecer, la debili­
dad mental, los desequilibrios y las neurosis.
Aquí todavía la etiopatogenia, presentada como una pie­
dra de toque, se revela como una piedra de escándalo. Subra­
yemos sin embargo que P. Guiraud mantiene las formas
clínicas o síndromes clásicos, apoyándose sobre su estructura
y su evolución.
¿Sería más fructífero un principio patogénico en una
perspectiva homogénea? El psicoanálisis podría proveernos
de ilustración sobre ello. Esquemáticamente, las perturbacio­
nes psíquicas, condicionadas por la fijación y la regresión,
se estructuran según las relaciones establecidas entre las tres
instancias del aparato psíquico freudiano: 1® El conflicto
entre el yo y el ello, con fracaso de la represión del ello, en­
gendra las neurosis llamadas de transferencia (histeria, fo ­
bias, obsesiones). 2? El conflicto entre el yo y el super yo,
determina una neurosis narcisista (m elancolía). 3 ° El con­
flicto entre el yo y la realidad, sustraído y reconstruido bajo
una forma imaginaria y simbólica, caracteriza a las otras
psicosis (esquizofrenia, delirios crónicos). 4 ° Debilidad o
ausencia del super yo en las perversiones. Papel de las fija­
ciones infantiles, disposiciones variables del yo por relación
con las otras instancias y con la realidad en las neurosis de
carácter. ^
Semejante clasificación se ordena de manera satisfactoria.
Pero la satisfacción resulta superficial. Las estructuras psi­
copatológicas se vinculan mal con los procedimientos analíti­
cos que sólo tienen sentido en su movimiento concreto dentro
del seno de la situación analítica. Esquemas, hipótesis e inter­
pretaciones, convierten en precaria a una clasificación psico­
analítica que, por naturaleza, repugna a la nosografía. Como
vemos, todavía no es posible una nosografía patogénica.

147
3. LAS ESTRUCTURAS

A pesar de la actitud crítica o escéptica adoptada a este


respecto, persiste el peligro de sustituir lo real por entidades'
verbales, abstractas o lógicas, y de transformar la nosología
en nosomitología.
La posición tomada por H. Ey reduce el riesgo, sin volver
a caer en una confusa nebulosa \ Las enfermedades men­
tales son consideradas como tipos clínicos distintamente es­
tructurados y determinados por un proceso orgánico de
detención del desarrollo psíquico o de disolución del psiquis-
mo. Se debe, pues, distinguir claramente el punto de vista
del análisis estructural y el punto de vista del determinismo
causal. De ahí surge la necesidad de una doble clasificación:
la una clínica, la otra etiológica.
En la perspectiva organodinamista de las disoluciones
globales en niveles diferentes, H. Ey atribuye una capital
importancia a las psicosis agudas y a la patología de la con­
ciencia, lo cual lo lleva a practicar una neta dicotomía. 1° La
patología del “ campo de la conciencia” (actividad que orga­
niza lo vivido en acto), cuya desintegración se realiza en
tres niveles, a los cuales corresponden las psicosis agudas, en
tanto especies. En el nivel superior, desintegración temporal
ética (accesos maniacodepresivos, accesos excitativos o depresi­
vos de la epilepsia). En el nivel medio, desintegración de los
espacios representados y vividos (accesos delirantes y aluci-
natorios, estados oniroides, estados crepusculares epilépticos).
En el nivel inferior, próximo al sueño y al ensueño, la pre­
sencia del mundo ha desaparecido (psicosis confusooníricas).
2? La patología de la “ personalidad” (valor existencial y
lógico del yo, construcción de la persona) se expresa en las
psicosis y neurosis crónicas, igualmente distribuidas según
tres niveles de disolución, casi paralelos a los precedentes.
En el nivel superior, desequilibrio y neurosis. En el nivel
medio, esquizofrenia y delirios crónicos. En el nivel inferior,1
1 Estudio N° 22, t. III, de los Études psychiatriques.

148
demencias. El autor no da la clasificación de los procesos
patógenos, que se supone debe tener.
De lo expuesto retengamos aquí la posibilidad de definir
algunas estructuras psicopatológicas en un cuadro clínica­
mente valedero. De ese modo podrían caracterizarse estruc­
turas que resultan de un doble proceso de desintegración
(fenómenos negativos) y de reestructuración (fenómenos po­
sitivos), cualquiera sea la relación mutua de esas dos series
fenoménicas. Sobre todo cuando se admite que se trata de
una forma global, debe considerarse a la personalidad como
afectada siempre, poco o mucho. No nos parece que la pa­
tología de la conciencia sea separable, en profundidad, de la
patología de la personalidad. Un acceso maníaco o melancó­
lico, un arrebato delirante o confusional, expresan y trastor­
nan al mismo tiempo la personalidad, sin desorganizarla y
reorganizarla de una manera permanente, como en las psicosis
crónicas. Pensamos que, en totalidad, la patología mental es
la patología de la personalidad.
Las transiciones, las transformaciones de las estructuras
mórbidas, se comprenden entonces mejor, puesto que se expli­
can por la personalidad viviendo su experiencia procesal.
Salta a la vista que es absurdo asociar dos tipos de psicosis,
o una psicosis y una neurosis, en el seno de una misma per­
sonalidad, como podría ponerse una naranja y una banana
en el mismo plato. Es cierto que dos o más procesos pueden
coexistir y converger, pero en tal caso será para constituir
una forma única de expresión mórbida en el nivel de la per­
sonalidad, estructurada de una manera diferente y no de dos
maneras asociadas.
Veamos otra de las consecuencias. A despecho de la tra­
dición y de las disposiciones “ operacionales” que han esta­
blecido una división empírica entre neurólogos y psicoana­
listas, consagrados a las enfermedades mentales “ leves” , y
los psiquíatras, dedicados a las enfermedades mentales “ pro­
fundas” , no es entre “ neurosis” y “ psicosis” donde se ubica
psicopatológicamente el plano de división. ¿No es ya digno
de observación que todos esos “ nerviosos” , “ neuróticos” o

149
“ neurópatas” se caractericen justamente por la ausencia de
una enfermedad propiamente neurológica? Son los enfermos
más “ mentales” que existen, los más verdaderamente “ psicó­
patas” . Como por otra parte los psicoanalistas se dan ahora
a “ neurotizar” las psicosis, términos y conceptos terminan
por ser intercambiables. Todos esos tipos estructurales per­
tenecen al dominio de la personalidad mórbida que, en psi­
copatología y hasta en psiquiatría, no podría ser fragmentada
en territorios artificiales.
La división se efectúa entre el estado constituido y la
dinámica constituyente, entre las personalidades anormales
por un proceso patológico inicial, pero desaparecido, y las
personalidades mórbidas animadas por un proceso más o me­
nos activo o persistente. Esta distinción, que no es nueva,
debe intervenir en toda nosografía.
Sin emprender un análisis estructural, describiremos a
título indicativo y muy sumariamente, seis tipos estructura­
les principales, que no identificamos forzosamente con los
niveles de disolución.
I 1? La estructura oniroide : alteración superficial o pro­
funda Je la conciencia, emergencia del mundo onírico o su­
mersión por él, discontinuidad, distorsión y hasta supresión
de las relaciones con el mundo real (psicosis confusooníricas,
accesos delirantes).
2 ° La estructura distímica, en la cual la perturbación
del humor y de la afectividad puede tomar aspectos muy
diferenciados, particularmente de tres tipos:
a) Forma lábil, disponible, con sobrevaloración emocio­
nal subjetiva de los acontecimientos, relación con .el munde
conservada, comunicabilidad entera (ansiosos, hiperemotivos.
sentimentales, inestables).
b ) Forma ligada, adherencia afectiva a la forma mórbi­
da diversificada en tres aspectos estructurales distintos. La
forma traspositiva, con modificación parcial de la relación
con el mundo, en la cual la personalidad sigue inserta en
él (histeria). La forma compulsiva, en sobreimpresión sobre

150
el mundo real, con el cual se mantienen las relaciones, bajo
reserva de un estrechamiento del campo de la actividad y de
una reducción de la eficacia, reacción defensiva de la per­
sonalidad (neurosis obsesiva, fób ica ). La forma impulsiva,
ya sea “ extravertida” , con expansión eufórica en el mundo
real, superficialidad y discontinuidad de la comunicación
(m anía), ya sea “ introvertida” , con doloroso alejamiento del
mundo real, reducción y uniformidad de las relaciones, es­
trechamiento de la comunicabilidad (m elancolía).
3 ° La estructura disociativa: dislocamiento más o menos
completo de la personalidad, desaparición del personaje en
fragmentos inadecuados de diferentes personajes, distorsión
de la relación con el mundo, con ruptura parcial o total del
contacto, desprendimiento de lo real, retraimiento en un uni­
verso imaginario (esquizofrenia).
4^ La estructura paranoica sostiene lo real transformán­
dolo en un estilo subjetivo paralógico o parapasional. Valo­
rización simbólica de las relaciones con los otros, comuni­
cabilidad conservada (psicosis interpretativa o alucinatoria,
psicosis pasionales).
5*? La estructura parafrénica sostiene lo real y lo trans­
forma en parte en un estilo subjetivo paraonírico. Universo
imaginario con la comunicabilidad reducida o abolida, co­
existente en parte con el mundo real (parafrenias).
6° La estructura demencial con predominancia negativa.
Déficit global de la personalidad, reducción más o menos
importante de las capacidades y de las relaciones con el mun­
do, desinserción parcial o completa por desintegración.
Estas estructuras pueden, no asociarse, pero sí fusionarse
en una estructuración más compleja, de segundo grado. Por
ejemplo, estructura oniricodistímica, oniricodemencial, dis-
timoparafrénica. Permiten definir y clasificar, por referen­
cia a líneas de orientación general y a tipos de conducta, la
mayor parte de las enfermedades mentales, desde la neurosis
leve hasta la demencia profunda. Ellas definen una manera
de ser del enfermo, y también, hasta cierto punto, un deve­

151
nir. Las estructuras oniroides, distímicas, lábil e impulsiva,
generalmente no organizan la personalidad de una manera
estable y permanente; tienen un carácter agudo, subagudo
o discontinuo. La estructura distímica compulsiva culmina
frecuentemente en una regulación de la personalidad que
compromete su porvenir. Las estructuras disociativa, para­
noica y parafrénica, tuercen el devenir por mucho tiempo,
cuando no para siempre.
Si el plano psicopatológico en el cual se definen esas
estructuras no se confunde con el de la nosografía, esta úl­
tima no podría nunca inspirarse en aquél. Así, el cuadro
clínico de la nosografía se constituye partiendo de una pri­
mera distinción entre los fenómenos mórbidos animados por
un movimiento evolutivo, y los fenómenos anormales estruc­
turalmente fijados. Es fácil distinguir dos grandes grupos.
I 1? El grupo de las frenias, o “ psicodismorfias” , o “ fre-
nosis” , si se prefiere, reúne las anomalías que forman parte
constitutiva de la personalidad y que no evolucionan más que
con el desarrollo fisiológico de ella. Éstas no son, o ya no
son, enfermedades. Sólo su origen es patológico. Se trata de
disminuciones mentales, y se distribuyen en tres grupos.
a) La oligofrenia, o retardo mental, con sus grados clá­
sicos (debilidad, imbecilidad, idiotez), ocupa un lugar in­
discutible. Simplicidad aparente, complejidad real. Esto no
justifica ninguna confusión. El retardo se define por una
insuficiencia de capacidad global del desarrollo de la perso­
nalidad, que no alcanza el nivel al cual hubiese llegado de
no haber sufrido los efectos de un proceso patológico inicial.
La deficiencia intelectual, expresada, permite una grosera
aunque útil evaluación por medio de los tests. Ella no debe
hacer olvidar la deficiencia afectiva y volitiva. La persona­
lidad es constitucionalmente1 débil, poco coherente, poco
autónoma, poco eficaz, inconsistente o inexisten'e.
1 Para nosotros, la constitución no presupone un origen determinado.
Ella resulta de un complejo condicionamiento de hechos innatos y adquiridos,
desde los genes paternos hasta la inscripción de las agresiones físicas y de los
acontecimientos instintivoafectivos graves. Se fija poco más o menos ne varié-
tur en el último estadio de la maduración.

152
Deben evitarse dos errores. ^ rèt^irdor»^»^ el “ retraso
mental” , simple lentitud del desarrollo, que sin embargo lle­
ga a un nivel normal. El niño retrasado y calumniado se
convierte en un adulto normal, así como a menudo el niño
precoz y demasiado admirado pierde sus dones cuando al­
canza la madurez. La noción bastante abusiva de “ retardo
afectivo” , no debe confundirse con el retardo mental. Aquélla
es válida en el sentido de inmadurez instintivoafectiva, de
orden dinámico, y en un sentido puede ser menos extensiva
de lo que quisieran algunos psicoanalistas.
La deplorable noción de “ debilidad evolutiva” es con­
tradictoria en los términos. La debilidad se muestra fisioló­
gicamente evolutiva en la medida en que, en cada etapa del
desarrollo, se eleva el nivel de la capacidad, aunque quedando
siempre por debajo del nivel que debería tener. Después se
fija. La debilidad es un estado. Si se produce un descenso
progresivo de ese nivel, no es la debilidad quien evoluciona:
o hay evolución del proceso inicial, o hay proceso patológico
sobreagvegado, y en ambos casos hay psicopatía. No basta
ser débil para escapar a la encefalitis epidémica o a la es­
quizofrenia.
b) Las disoligofrenias, en sentido estricto, abarcan los
retardos “ complicados” con una desarmonía fundamental, con
un desequilibrio profundo (inestabilidad, impulsividad ex­
trema, etcétera).
c) Las disfreñios, sin retardo, corresponden a las perso­
nalidades anormales, sobre todo al desequilibrio psíquico.
El nivel intelectual medio, a veces superior, contrasta tanto
más con la falta de contención, de control, con la inestabili­
dad, la impulsividad, y la inadaptación W e o grave al medio
social. La conducta se caracteriza por xa repetición del mis­
mo tipo de reacción, del mismo género de situaciones con­
flictivas, de la misma especie de fracasos. Antes se veían
allí demasiados “ perversos” ; hoy se ven demasiados “ neu­
róticos” .
Las modalidades caracteriales un tanto acentuadas impli­
can un tipo reaccional, y por ende una cierta repetición de

153
situaciones análogas, sin que se trate forzosamente de un
determinismo patológico ni de una neurosis. Aquí encuentran
lugar una parte de las constituciones mentales clásicas.
2 ° El grupo de las psicopatías encierra todas las afeccio­
nes o enfermedades mentales, es decir, todas las modificacio­
nes psíquicas clínicamente provistas de un carácter evolutivo.
Ellas pueden distribuirse en dos grandes grupos: psicosis y
demencias.
a) Las psicosis son las afecciones caracterizadas por una
alteración parcial o total, superficial o profunda de la per­
sonalidad, con reestructuración positiva, rica o pobre, eficaz
o no. Un mayor delineamiento de su estructura invita a re­
partirlas en dos grupos, según que sean o no “ alienantes” .
Aquí la alienación se entiende en el sentido de carácter es­
tructural del trastorno, que interesa a la relación con otros,
al grupo social, y no en el sentido de enfermedad mental en
general. Si todos los alienados son enfermos mentales, no
todos los enfermos mentales son alienados.

a) Las psicosis no alienantes — que podrían llamarse


“ propriopáticas” , en tanto el sentimiento del yo subsista idén­
tico— se definen por el mantenimiento de las estructuras
principales de la personalidad y de sus relaciones con el
mundo real. Cuadro de las neurosis tradicionales (histeria,
neurosis obsesiva, fóbica, de angustia, etcétera), de los tras­
tornos leves del humor, y de las reacciones mórbidas llama­
das caracteriales.

P) Las psicosis alienantes — que podrían llamarse “ alo­


páticas” en razón de la alteración del sentimiento del yo—
perturban la conciencia de la personalidad de tal modo que
provocan en ellas una transformación de las relaciones con
el mundo real y una desocialización, menor o mayor.
Las unas son agudas o subagudas: psicosis confusooníri-
cas, psicosis delirantes agudas, psicosis maníaca, melancólica,
epiléptica. Las otras son crónicas con organización vesánica
de la personalidad: esquizofrenia, psicosis delirantes cróni-

154
cas de estructura paranoica (delirio de interpretación, delirio
alucinatorio, delirios pasionales), psicosis de estructura pa­
rafrénica.
b) Las demencias se definen por un debilitamiento inte­
lectual global, más o menos profundo, con deterioro de la
personalidad, estructura deficitaria y negativa. Demencia
senil (involución), demencia arteriopática, postraumática,
parálisis general, etcétera.
Esta clasificación clínica, que damos por válida y no por
perfecta, debe ser completada con una clasificación etiopato-
génica, de valor más práctico que científico. La elección de
un principio ordenador es arbitraria. La supuesta posición
interior o exterior de un fenómeno, tenido por causa patógena
inicial, responde a una visión simplista, como lo mostrare­
mos en el capítulo siguiente. Sin embargo, y a título de
ejemplo, damos una clasificación de este tipo que divide a
la etiología en dos grandes categorías:
1? Las causas exógenas: tóxicas (alcohol, morfina, óxido
de carbono, etcétera), infecciosas (sífilis, tuberculosis, virus
neurotropos, etcétera), traumáticas (conmoción cerebral, frac­
turas craneanas, etcétera).
2 ° Las causas endógenas: herencia, maduración (crisis
puberal), involución (menopausia, andropausia, senilidad).
Disendocrinias, trastornos vasculares, autointoxicaciones he­
pática y renal. Tumores cerebrales. Reacciones psicológicas
a una situación conflictiva, a un acontecimiento excitante.
Estructuras y nosografía sirven de sistema de referencia,
incompleto pero necesario, para la actualización de nuestros
conocimientos, para orientar el estudio y, sobre todo, para
guiar los pasos del diagnóstico, el pronóstico y la terapéutica.

4. DIAGNÓSTICO Y PRONÓSTICO

Específicos de la actitud médica, estos pasos, de evidente


interés práctico, proceden de los conocimientos teóricos y de

155
la experiencia clínica, sin estar al abrigo de las influencias
doctrinarias, a veces explícitas pero más a menudo implícitas.
1° El diagnóstico es la operación por la cual se determi­
na la existencia y la naturaleza de una enfermedad. Com­
prende tres etapas.
La primera etapa, la del diagnóstico clásicamente llamado
positivo, consiste primeramente en una aprehensión global
de la sintomatologia, en parte intuitiva. ¿Se advierte o no
un carácter patológico en tal conducta, en tal expresión del
pensamiento? ¿Qué valor se le atribuye? Después se buscan
sistemáticamente los signos más significativos, por aproxima­
ciones sucesivas. No se descuidan mientras tanto los carac­
teres particulares, cuyo conjunto y orientación toman a veces
un valor mórbido.
Aún menos que en medicina puede contarse en psiquiatría
con signos patognomúnicos, capaces de revelar por sí solos la
enfermedad y su origen. En realidad, no hay signos verda­
deramente específicos. Por ejemplo, la desorientación tem-
poroespacial se observa en una psicosis confusiona] aguda
infecciosa, en un síndrome postcrítico coinicial transitorio, o
en una demencia senil crónica. La discordancia, tan evoca­
dora de la esquizofrenia, vuelve a encontrarse a veces en la
histeria, en los estados maníacos o confusionales, en el retar­
do mental o en la simulación. Por lo demás, atenerse exclu­
sivamente a la presencia de los signos sería un error. Su
ausencia puede ser tanto más significativa que su presencia.
La ausencia de euforia en un síndrome excitativo, de angustia
en un síndrome depresivo, de discordancia de alucinación- s
o de onirismo en un delirio, tienen importancia primordial
en el cuadro clínico y el diagnóstico. Se advierte aquí el
interés de la noción de estructura. Sin perjudicar el análisis
semiológico indispensable, ella incita a tomar una visión de
conjunto de la personalidad mórbida, con sus fenómenos
positivos y negativos y el sentido de su movimiento.
A llí comienza la segunda etapa, la del diagnóstico dife­
rencial: determinación de la especie mórbida. En tal cir­
cunstancia uno se encuentra muy lejos de la actitud del bo­

156
tánico. Su punto de vista subsiste, lo cual no deja de tener
su importancia. El bizantinismo de algunas discusiones no-
sológicas de otro tiempo no permitía considerar al paso
diagnóstico como tal, y se caía en un exceso de análisis prac­
ticado sobre una errónea jerarquía de valores semiológicos
y una reificación de entidades arbitrarias. El hecho de que
se trate de síndromes en lugar de enfermedades, no dismi­
nuye en nada la importancia de esta etapa.
El diagnóstico etiológico señala la tercera etapa, cuando
ella puede cumplirse. Etapa rica, por cierto, en errores teó­
ricos y prácticos. Citemos algunos. Conocido un cierto nú­
mero de etiologías, se tiende a atribuirles la responsabilidad
de afecciones cuyo origen sigue siendo dudoso o desconocido.
Bastaría recordar el treponema pálido, el bacilo de Koch,
el colibacilo, los virus neurotropos, el alcohol, la hiperfolicu-
linemia. . . y, en el otro extremo, el complejo de Edipo, las
emociones, los conflictos; parches de una ciencia con lagunas.
Esta reducción sistemática a lo conocido falsea nuestros co­
nocimientos y cierra el camino hacia una fecunda investiga­
ción. Bajo el pretexto de que algunas formas mórbidas no
tienen etiología conocida, se las ignora o se las desmembra,
con el propósito de encontrar una paternidad ilegítima a
cada fragmento. Esquizofrenia, histeria, catatonía, etcétera,
han sido objeto de este proceso. Más valdría tener por des­
conocida, indeterminada o dudosa una etiología, que afirmar­
la sin haberla demostrado.
2? Establecer un diagnóstico implica reunir en un haz
hechos y conocimientos cuya significación no es solamente
estática. El diagnóstico muerde sobre el pasado y compro­
mete el futuro. Implica una probabilidad o una certeza sobre
la evolución de los trastornos. De ese modo facilita o prefi­
gura el pronóstico, previsión de la evolución mórbida. El
diagnóstico del acceso delirante supone el pronóstico de evo­
lución aguda y curable; el diagnóstico de retardo mental lle­
va necesariamente al pronóstico de cronicidad y de incurabi­
lidad. Ni matemático ni mágico, el pronóstico recae sobre
los casos individuales; y de tal modo se convierte en un arle

157
difícil y a veces peligroso. El destino de un enfermo no
puede deducirse, en todo y para todo, de la mera definición
nosográfica de su enfermedad.
Si bien el pronóstico sigue al diagnóstico, su enfoque es
más amplio. No es su simple explicitación, sino que consiste
en una revaluación del hombre enfermo considerado desde
el ángulo del devenir, confrontando la etapa actual de la
enfermedad, las capacidades anteriores del enfermo, su mo­
dalidad reaccional, la posibilidad y la eficacia de un
tratamiento, el margen eventual de readaptación según la
edad, el sexo y las condiciones sociales. Según los casos, el
pronóstico concretado puede resultar muy mejorado o muy
agravado en relación con el eje diagnóstico-nosográfico.
Evitar los diagnósticos que impliquen un pronóstico des­
agradable, por actitud conjuratoria que recuerda la del aves­
truz, o por simulación que esquiva responsabilidades, es inútil
y es un mal método. Por lo contrario, se debe precisar lo
más posible el diagnóstico y el pronóstico, rectificar los erro­
res, y revisar convenientemente los criterios empleados.
El pronóstico abarca tres niveles diferentes. Pronóstico
vital cuando hay riesgo de muerte (delirio agudo, agotamien­
to, suicidio, etcétera). Pronóstico funcional, o psicológico,
que enfoca la restitución de la personalidad anterior, la dis­
minución de una personalidad invalidada, la persistencia o
la completa disgregación de una personalidad mórbida. Pro­
nóstico social, que se ocupa especialmente de las reacciones
frente a los otros (tolerancia), y de las posibilidades de acti­
vidad profesional. Que el pronóstico social sea función del
pronóstico psicológico, no es cosa que se deduzca estricta­
mente. El acento debe ponerse sobre las condiciones del me­
dio social y sobre la noción de tolerancia recíproca.

158
C apítulo III

LA C A U S A L I D A D

La causalidad psicopatológica no plantearía grandes pro­


blemas si su conceptualización pudiese conformarse con una
comprobación simplista del caso: éste divaga porque ha be­
bido demasiado; ése es epiléptico porque ha recibido un golpe
en la cabeza; aquél es idiota porque sus padres eran retar­
dados; el otro es melancólico porque ha perdido su empleo.
Esta elección superficial o arbitraria de la relación de cau­
salidad entre el estado mórbido y tal acontecimiento, reduce
a un esquema extremadamente simplificado todo un conjunto
complejo de fenómenos; esquema trazado sin sospechar todas
las determinaciones intermediarias entre la causa supuesta y
el efecto admitido, como si hubiese identidad lógica entre la
una y el otro. ¿Qué entender, pues, por causa?1

1. DE LA CAUSALIDAD A LA LEGALIDAD

La noción de causa no se presenta nunca clara y distinta


desde un principio, sobre todo en psiquiatría. He aquí el
caso de una enferma demente después de pequeños reblande­
cimientos cerebrales debidos a una hipertensión arterial ante­
rior,. resultante de una nefritis crónica, consecuencia de una
nefritis aguda, provocada por una intoxicación suicida cuan­
do padeció un desengaño amoroso. De ese modo podría uno
remontarse hasta la prima causa de Aristóteles, y hasta el

159
origen del mundo. Sin embargo, el continuo encadenamiento
de los fenómenos deja ver planos distintos, estructuras hete­
rogéneas, a las cuales se atraviesa o en las cuales uno se
detiene, según la perspectiva adoptada.
El concepto de causa es correlativo del concepto de efec­
to. Definir la causa como el antecedente invariable e incon­
dicional de un fenómeno, como lo hace J. Stuart M ili, signi­
fica ante todo establecer un orden de sucesión. Conviene, con
Kant, calificarlo más agregándole el carácter de una relación
real, necesaria e intrínseca. Ciertamente, la medicina ordena
sus conceptos con un rigor infinitamente menor que la lógica,
pero sin embargo no puede deformarlos demasiado sin qui­
tarles todo interés. La causa que desde el punto de vista
médico debe retenerse es la “ causa eficiente” , en el sentido
escolástico de fenómeno que produce otro fenómeno.
Cuando reconocemos a la sífilis como causa de la pará­
lisis general, afirmamos dos hechos. En primer término inte­
gramos ese síndrome neurodemencial como especie clínica
de una enfermedad parasitaria que tiene por agente al tre-
ponema pallidum. Después, atribuimos la demencia a la pre­
sencia del treponema en el organismo. El treponema es la
causa inicial y específica, el antecedente constante y necesario.
Pero el efecto terminal demencial no se encuentra conte­
nido en la causa inicial treponémica. Entre ambos existe
un largo intervalo de tiempo y de múltiples procesos orgá­
nicos, del cual son testimonio las alteraciones histológicas
difusas del encéfalo y de las meninges. La causa inicial pro­
duce efectos, a su vez causa de otros efectos, siguiendo un
proceso continuo de acción parasitaria y de reacciones orgá­
nicas. La disgregación demencial seguramente es el resultado
de esos procesos, sin que la euforia y el delirio megaloma­
níaco sea la expresión directa de la acción parasitaria ni
aun de una lesión bien definida.
Debe examinarse más de cerca la necesidad y la especi­
ficidad de la causa. En el ejemplo considerado, la causa
treponémica, si bien necesaria, no es siempre suficiente. La
meningoencefalitis demencial no aparece más que en ciertos

160
casos de infección sifilítica. Entonces se invoca, ya sea una
variación cualitativa de la causa (forma neurotropa del tre­
ponema), ya sea una diferencia en las condiciones orgánicas
(predisposiciones hereditarias o adquiridas, analergia) que
tornan más vulnerable al sistema nervioso. Se habla impro­
piamente de causas predispositivas, ocasionales, etcétera, que
son condiciones o circunstancias contingentes y particulares.
En cuanto a la especificidad de la causa, ésta puede ser
comprendida en dos sentidos distintos. Sea como determina­
ción constante de fenómenos idénticos, caso en el cual el
efecto caracteriza a la causa y la causa al efecto (herida por
disparo de revólver o por corto de cuchillo). Sea como especi­
ficidad de naturaleza, no de efecto: el alcohol etílico con
caracteres químicos, físicos y farmacodinámicos bien defini­
dos, provoca polineuritis, cirrosis hepática, gastritis, coma,
confusión mental, etcétera; fenómenos muy diversos que pue­
den proceder de otras causas. Es un caso habitual en
psiquiatría, donde existe heterogeneidad entre la causa ini­
cial y la sintomatologia.
Recordemos que la noción de causa es de uso tanto menos
frecuente cuanto más exacta y más desarrollada es la ciencia.
La causalidad cede su lugar a la legalidad de sucesión y de
simultaneidad. Si bien la medicina todavía no es apta para
traducir la patología en leyes de permanencia y de equiva­
lencia de ciertas dimensiones, debe destacarse la tendencia
contemporánea a formular correlaciones generales entre se­
ries o estructuras variadas 1. Se trata de un simple esbozo,
pues el hombre, a pesar de sus esfuerzos y de sus robots, no
ha llegado todavía a reducirse en una fórmula matemática.
Y uno estaría tentado de no lamentarlo demasiado 1 2.
La causalidad subsiste en psicopatología, y el determi­
nismo no puede formularse en leyes de valor científico. Sólo
tienen vigencia algunas reglas empíricas: la regla de la edad

1 El pensamiento causal es siempre considerado esencial en medicina.


Walther Riese ve en él el principio indispensable para una ciencia raciona!.
La noción de una causalidad biológica individual concierne simultáneamente
a la unicidad y a la determinación de los fenómenos orgánicos.
2 Cossa , P., La cybemétigue, Masson, 1957.

161
(G. de Clérambault), de acuerdo con la cual la esquizofrenia
predomina en la adolescencia, los estados confusionales en el
adulto joven, la paranoia y la parafrenia en el adulto ma­
duro, la demencia en la vejez; así como raramente las psico­
sis se dan en la infancia. La regla de las crisis evolutivas:
las crisis puberal y menopáusica; las descompensaciones in-
volutivas como fases favorables para la eclosión de trastor­
nos mentales. La regla de la repetición de los comportamien­
tos mórbidos y de las situaciones conflictuales bajo formas
semejantes o idénticas (accesos maníacos, melancólicos u ob­
sesivos, que comienzan de la misma manera; reincidencias
suicidas, agresivas, sexuales, toxicomaníacas, etcétera). Las
reglas pronosticas formulables en términos jacksonianos (H.
E y ) : hay tantas más posibilidades de curación cuanto más
rápido y más profundo es el proceso de disolución; la du­
ración del acceso es tanto más breve cuanto más profunda
y brusca es la disolución; la reincidencia es tanto más pro­
bable cuanto más elevado es el nivel de disolución; la cro­
nicidad del acceso es inversamente proporcional a la profun­
didad del nivel de disolución.2

2. LOS TRES ÓRDENES DE CAUSALIDAD

La historia de los conceptos y la naturaleza misma de


las cosas coinciden para hacernos distinguir esquemáticamen­
te, y poder articularlos luego mejor, tres órdenes de causali­
dad que corresponden al triple aspecto físico, psicológico y
social de los fenómenos psicopatológicos.

1? La causalidad física

La búsqueda de causas físicas y de una patogenia orgá­


nica para explicar y tratar las perturbaciones mentales, está
implícita en la vocación médica de la psiquiatría. La ma­
nera simplista como los autores más o menos antiguos la
han intentado no podría disminuir su interés. Por específi­
camente humana que pueda ser la psicopatía, no por ello el

162
psicópata deja de ser, en el fondo, un animal enfermo. Todo
el problema reside en dos cuestiones: determinar con exacti­
tud las causas físicas, y determinar en qué medida la pato­
genia orgánica respalda a la patología mental.
La comodidad de la subdivisión de las “ causas” en exó-
genas y endógenas no debe hacer olvidar su crítica. Con fre­
cuencia se tiene por endógeno a lo que no es visiblemente exó-
geno. Una causa considerada exterior no actúa sino en tanto
afecta al organismo y se interioriza. La diferencia consiste a
menudo en conceder privilegio a una de las etapas del movi­
miento que va de lo exterior a lo interior o viceversa.
Causas exógenas, como las infecciones, las intoxicaciones
o los traumatismos, provocan trastornos muy diversos, espe­
cialmente según el estadio de la evolución individual en el
cual se produce el acontecimiento patógeno (período intraute­
rino, nacimiento, infancia, adolescencia, vejez). Por ejemplo,
la incompatibilidad sanguínea fetomaternal (factor Rh) po­
dría acarrear un retardo mental, congênito y adquirido. Una
embriopatía podría provocar una esquizofrenia. Corrientemen­
te se admite para esta última enfermedad, una encefalitis, un
proceso cerebral abiotrópico (Kraepelin, Bleuler, Kleist,
Lhermitte, Guiraud, H. Baruk, H. Ey, P. Abély, etcétera). El
virus de la encefalitis epidémica provoca lesiones nerviosas
subcorticales y a veces psicopatías (perturbaciones instintivo-
afectivas o síndrome esquizofrénico). El saber médico (histo
y fisiopatológico) invita a admitir estas causas, por princi­
pio; aunque debemos confesar que es mucho más d ifícil ve­
rificar su existencia en los casos individuales.
Otro tanto podría decirse de las causas endógenas. Sin
embargo, la herencia, mecanismo biológico, más que causa
aislable, encuentra una justificada aceptación. Pero lo here­
dado (lo que es trasmitido por los cromosomas parentales),
es difícil de distinguir de todas las alteraciones sobrevenidas
después de la constitución del huevo, que son adquiridas. No
obstante, la frecuencia anormal de las similitudes psicopá­
ticas familiares ha orientado desde hace mucho tiempo las
investigaciones en un sentido genético. El método estadístico
encuentra allí una excelente aplicación, aunque muy delica­
da. El caso excepcional de los gemelos ha brindado ocasión
para interesantes estudios.
Clínicamente la más “ hereditaria” de las afecciones men­
tales, la psicosis maniacodepresiva, se ha manifestado en el
95 % de las parejas monocigotas cuando uno de los gemelos
era enfermo, y en el 26 % de las parejas bicigotas, contra el
23 % en el conjunto de los hermanos (Kallmann, 195 0 ). La
esquizofrenia afecta al 68 % de las parejas monocigotas cuan­
do uno de los gemelos es enfermo, y al 15 % de las parejas
bicigotas (Sm ith). Sin tomar estas cifras en su valor absoluto,
la diferencia se presenta significativa y destaca la existencia
de un factor hereditario. Un hecho importante es que la pro­
porción genética parece variar con las estructuras psicopáti­
cas; si bien ella no se le impone en totalidad y deja un mar­
gen, amplio o mínimo, para otros factores.
El mecanismo genético se efectúa por mutación cromosó-
mica, con un carácter de especificidad, como, al parecer, en
la oligofrenia fenilpirubírica y la idiotez amaurótica; o por
el azar de combinaciones cromosómicas normales, en cuyo
caso habría anomalía y nunca enfermedad. En materia de
psiquiatría, la interpretación factorial según las leyes de Men-
del y Morgan se parece demasiado a un juego de sociedad,
como para que sea útil exponer dominancias y recesiones.
Según Szondi, cuya teoría y t é c n ic a justifican am­
plias críticas, los cromosomas serían portadores del des­
tino individual al predeterminar las atracciones y repul­
siones individuales.
Sin volver a las concepciones tradicionales, ampliamente
superadas, algo debe conservarse del concepto de “ degeneres­
cencia” desarrollado por Morel y Magnan. Los azares ge­
néticos, sobre todo en caso de consanguinidad, pueden llevar
a veces a efectos acumulativos que disminuyen la potenciali­
dad energética del ser en el curso de las generaciones, sin que
se trate de “ razas” humanas teratológicas. Las familias de
corta longevidad, de fecundidad decreciente, de patología
vascular cerebral, representan hechos interpretables en ese

164
sentido. Por cierto que la humanidad hubiese desaparecido
hace mucho tiempo, si la regla no hubiese sido el retorno a
la mediana. Pero esta ley no tiene nada de absoluto; hay
estirpes que se debilitan, se alteran y mueren, y algunas de
ellas son psicopáticas.
El concepto de constitución, revitalizado bajo una forma
más plástica por la biotipología contemporánea, expresa una
predisposición para actuar y reaccionar de una manera dada.
Los tipos morfopsicológicos de E. Kretschmer, por ejemplo 1,
son aproximaciones sin constancia categorial en cuanto a la
relación morfopsicológica y al desarrollo caracteriopsicopáti-
co. La paciente búsqueda de índices de anomalías del des­
arrollo biopsicofuncional a la manera de J. Dublineau, ofrece
la ventaja de no prejuzgar sobre el carácter innato o adqui­
rido de los factores estudiados; ella culmina en tipos dividi­
dos en subtipos, y después en grupos y en subgrupos, pues
siempre se observan transiciones, que terminan por reducir a
poca cosa el sentido real de las diferencias matemáticamente
significativas. Caracterología y tipología parten del indivi­
duo y vuelven a él. Ellas pueden proporcionar una clasifica­
ción útil y descriptiva, pero no una clasificación sistemática
de las capacidades y movimientos funcionales, a fortiori de
las disposiciones patógenas.
En la evolución individual, las fases de trastorno, de des­
equilibrio y de descompensación, sobre todo de orden neuro-
hormonal, siempre han parecido propicias al desenlace de las
Derturbaciones psíquicas. Esto es verdadero. Son ejemplos
clásicos de ello, la crisis puberal agravable hasta la esquizo­
frenia, la menopausia ansiosa o delirante, la psicosis puer­
peral por insuficiencia hormonal, la andropausia depresiva,
hipocondríaca y abúlica, y el envejecimiento con debilitamien­
to demencial.
Sin embargo, el determinismo orgánico de los trastornos
1 El “ ciclotímico” , sintónico, realista, activo, de morfología “ pícnica”
(rechoncho, gordo, cubierto de pelos, calvo, de rostro redondo). El “ esquizo-
tímico” , frío, nervioso, idealista, autista, de morfología “ atlética” (grande, tórax
amplio), “ asténica” (alargado, nariz puntiaguda, mentón huidizo), o “ displás­
tica” (pequeño, eunucoide).

165
se mantiene a menudo vago, hipotético. La coincidencia suele
bastar para afirmar la relación de causalidad, razonamiento
superficial y sin valor. La eclosión de una psicosis en tal o
cual etapa del desarrollo no prueba ipso facto que la misma
resulte del movimiento mismo de esa etapa. Psicosis o factor
“ climatérico” , se dice en el caso de la mujer en período me-
nopáusico. Ahora bien, fisiología y fisiopatología varían
mucho según que la fase sea premenopáusica ( ¡y la “ previ­
sión” comprende a veces muchos a ñ os!), o trasmenopáusica
o postmenopáusica (aquí no se cuentan ni los meses ni los
años). Si hay perturbaciones hormonales controladas, trata­
das y curadas, sin que se mejore o se cure la psicopatía, se
mantiene sin embargo la relación de causalidad. La meno­
pausia también puede ser fisiológicamente normal, sin que
esto impida imputarle un papel psicológicamente patógeno.
La sospecha no constituye prueba. Se trata, pues, de fallas
metodológicas.
Lo mismo sucede con las psicosis llamadas involutivas,
seniles o preseniles, concepto pleno de fantasía, que admite
tanto la edad de 50 ó 40 años como la de 70 u 80, sin que el
estado fisiológico del sujeto lo justifique. No sería necesario,
fuera de la patología mental, establecer la evolución fisioló­
gica mediante constantes físicas, caracterizando las fases in­
teresantes de los tres grandes períodos de maduración (del
huevo hasta el término del desarrollo, hacia los 20 ó 22 años),
el período estable o de plenitud (sin duda breve, tal vez hasta
los 30 ó 35 años), y el de involución hasta la senilidad aca­
bada. Los puntos de referencia, o los criterios así obtenidos
permitirían apreciar el proceso involutivo acelerado.
El hipertiroidismo, la hiperfoliculinemia, una disendocri-
nia cualquiera, juegan a veces un papel directo en las psico­
patías, por lo demás casi siempre menores. Habría en este
caso motivo para asombrarse de la pobreza de su influencia,
si se considera la escasa eficacia de la hormonoterapia en las
grandes psicopatías. Una discriminación más fina quizá pro­
duzca mejores resultados en el futuro.
Con las investigaciones sobre los mediadores químicos de

166
la función nerviosa (adrenalina, acetilcolina, serotonina), pa­
rece esbozarse una concepción bioquímica de las psicosis.
En realidad, la causalidad física es raramente simple. En
general se admite una predisposición, adquirida o genética,
revelada o explotada con motivo de una acción tóxica, infec­
ciosa o traumática, por un efecto de adición o de convergen­
cia. Bastante a menudo la causalidad física es admitida por
analogía, o por hipótesis, sin que la prueba objetiva de ella
sea o pueda ser administrada. Entonces se postula como un
principio doctrinario, se presenta como una regla metodológi­
ca de investigación, y como línea de conducta terapéutica.
Finalmente, el determinismo fisiopatogénico mismo ha
sido aclarado muy pocas veces en todas sus fases y en todos
sus mecanismos, desde el impacto orgánico de la causa inicial
hasta los síntomas psíquicos. Éstos desbordan incoercible­
mente el proceso físico. La noción de “ desviación organoclí-
nica” , muy justamente subrayada por H. Ey y J. Rouart, se
impone a título heurístico tanto como especulativo.
Cuando G. de Clérambault, por ejemplo, concibió el deli­
rio como la florescencia de un síndrome de automatismo men­
tal constituido ya desde sus comienzos por fenómenos neutros,
anideicos, no integrados a la personalidad (desaparición o
vacío del pensamiento, pensamiento anticipado, enunciaciones,
devanadura de recuerdos, juegos verbales parcelarios, neutros,
extraños) atribuyó este síndrome automático primitivo direc­
tamente a la excitación de los centros nerviosos por un pro­
ceso orgánico cualquiera (trastorno circulatorio, de nutrición
o celular, anomalía del influjo nervioso, etcétera). Se advier­
te de la “ desviación” entre el delirio y la excitación nerviosa.
Aun aceptando teóricamente el centro y la excitación, no se
explica bien esa deyección de palabras despersonalizadas. Y
aun se explica menos todavía por qué ese parasitismo en las
ondas nerviosas no se mantiene tal cual en lugar de desarro­
llarse en delirio, cuando el amputado que sufre la ilusión de
su miembro fantasma no llega a ser un delirante.
Sobre ese plano de los fenómenos concretamente estudia­
dos, casi no se percibe una medida común entre el proceso

167
orgánico, funcional o lesional, y los fenómenos psicopáticos
tal cual se expresan y se experimentan. ¿De ello habría que
deducir la insignificancia del determinismo físico? El error
sería grave. Por el contrario, aquél connota muy útilmente
las insuficiencias y tal vez los límites de los procesos físicos,
al menos tal como han sido estudiados y concebidos hasta
ahora. En el estado actual de nuestros conocimientos, no se
ha explicado todo ni se ha comprendido todo cuando se ha
descubierto una etiología o una patogenia física.
La desviación parece no existir cuando se traspone la cau­
salidad del orden físico al orden psicológico.

2 ° La causalidad psicológica

Esta causalidad pertenece a la vida cotidiana: motivos,


móviles, responsabilidad, “ causas morales” , dominio de las
significaciones, ofrecen un campo dinámico, a la vez superfi­
cial por el empirismo y el pragmatismo de las tomas de con­
ciencia, y profundo por todo lo que las sostiene. A llí, el psi­
cólogo y el psicopatólogo se encuentran fácilmente; demasia­
do fácilmente.
La teoría psicoanalítica desarrolla un sistema de meca­
nismos que constituyen una causalidad interna y una patoge­
nia psicológica; con lo cual adhiere al sentido común; y se
aleja de él por el papel atribuido a lo inconsciente y a las
sustituciones simbólicas. Ciertamente, lo que se ha llamado
el “ biologismo” de Freud, se perpetúa bajo una forma dis­
tintamente elaborada en la mayoría de los psicoanalistas de
su escuela. Pero una vez postulado el principio previo del
sustrato orgánico, se lo abandona como un accesorio inútil
o inutilizable. El resto, es decir todo, se da en el orden del
psiquismo.
Ese psiquismo instituido en “ aparato” , se estructura con
la ayuda de tres instancias que diferencian en grupos de
fuerzas las pulsiones que tienden a descargarse (el ello, prin­
cipio del placer), las motivaciones y acciones de control y de
eficacia (el yo, principio de realidad), las motivaciones de

168
censura y de identificación normativa inconscientes (el supct-
y o ). El aparato posee su dinámica, su consistencia y sus
leyes propias. Se describen los estadios del desarrollo instin-
tivoafectivo, los movimientos de la libido, los mecanismos
de defensa del yo (anulación, aislamiento, proyección, subli­
mación, etcétera), y la significación simbólica de los sínto­
mas. Los dos procesos capitales de fijación de una parte de
la libido a un estadio del desarrollo infantil y de ulterior
regresión a ese estadio, explican la fenomenología de las neu­
rosis y de las psicosis, y facilitan al mismo tiempo, con la
ayuda de una serie de interpretaciones, su “ comprensión” .
Patogenia y hasta etiología son de idéntica naturaleza en la
expresión psicológica. El psicoanálisis es una patogenia psi­
cológica en movimiento.
¿Qué presupone este determinismo psicoanalítico? En
primer término un inconsciente concebido como una reserva
de energía psíquica y no orgánica. El ello es incognoscible
directamente, por definición. Uno se conforma con concep-
tualizarlo a través de las defensas, negaciones y enmascara­
mientos, que se considera lo implican y lo significan. Hipó­
tesis necesaria, aunque sin embargo concebible de olr.o modo.
En segundo lugar, el valor significativo y doble (mani­
fiesto e inconsciente) de todo síntoma. Esto se acerca mucho
a una petición de principio. En psicología normal no está de­
mostrado que todo acto, ni aun todo comportamiento, sea psi­
cológicamente calificado y calificable. Los automatismos se
actualizan de una manera no solamente inconsciente, sino in-
frapsíquica, sea aisladamente, sea incorporados en una con­
ducta significativa. Pueden haber tenido una significación,
pero ya no la tienen, y ya no se vinculan significativamente
al pasado ni al porvenir de la persona. Con mucha mayor
razón en patología mental. Muchos de los aspectos motores
reiterativos, estereotipados o cristalizados, están vacíos de
sustancia psicológica. El hecho de que hayan tenido un senti­
do simbólico no explicaría que lo hubiesen perdido ni que
persistiesen a pesar de todo. Lo mismo ocurre con los viejos
delirios paranoides o parafrénicos, no demenciales, y reto­

169
mados mucho tiempo después de haberse descargado de su
potencial afectivo y de su valor simbólico. Cada síntoma pre­
sentado por un maníaco, un esquizofrénico y hasta un obsesi­
vo, no es siempre significativo en su actualización, ni está
siempre inserto en el proceso patológico, menos todavía en el
esquema patogénico.
En cuanto al doble juego del sentido manifiesto y del
sentido oculto de la expresión, se reconocerá que deja un
importante margen a la elección y a la interpretación. El sen­
tido manifiesto también existe y a veces se identifica con el
sentido latente. La experiencia actual, tal cual es vivida, cuen­
ta en sí misma. ¿En el encadenamiento psíquico es necesario
remontarse al primer eslabón para comprender y explicar el
último? ¿El análisis retrospectivo hasta el huevo no es un
mito rico en ficciones?
En fin, la alteración del yo crea asimismo algunas inquie­
tudes. El yo sería demasiado “ débil” para reconocer y gober­
nar sus impulsos, de donde resulta desconocimiento y com­
promiso defensivo contra el peligro de una situación angus­
tiosa (neurosis); de donde, sumisión a los impulsos con des­
conocimiento de la realidad (p sicosis); de donde satisfacción
directa de los impulsos (perversiones). Se trata sobre todo
de una relación de fuerzas: la debilidad del yo puede ser
relativa con respecto a una fuerza muy grande del ello, o a
un excesivo rigor del super yo. Estas nociones energéticas
quedan confusas y a menudo vuelven a traducir en términos
con pretensión explicativa el registro clínico de una conducta.
Recurrir al biodinamismo primitivo del ser es sin duda legí­
timo, aunque ineficaz, pues pertenece al orden orgánico, y no
se sabe nada de él. P. Janet hablaba también de la fuerza
y de la tensión psicológicas; Monakow y Mourgue, de la
hormé.
La importancia atribuida a la fijación libidinosa, que acu­
de a la regresión en el momento del fracaso de una represión,
confiere a sus “ causas” un interés especial: frustraciones o
satisfacciones excesivas durante un estadio del desarrollo,
o exceso a la vez de frustraciones y de satisfacciones; o tam­

170
bién satisfacción simultánea de un impulso y de la necesidad
de seguridad (Fénichel). De acuerdo con esto, uno no se ex­
plica que todavía pueda haber individuos normales. En los
primeros meses de la vida el movimiento de la libido se con­
funde con las necesidades vitales. De modo que, según las
circunstancias, los mismos conceptos se orientan ya sea hacia
lo orgánico bruto, ya sea hacia el psiquismo diferenciado. Am­
bigüedad que sería loable por el equilibrio que logra por en­
cima de un hiato, si alcanzara a borrarlo. Y éste no es el caso.
A la noción de conflicto se le atribuye un valor patógeno
muy amplio. El carácter esencial del conflicto reside en una
oposición, una incompatibilidad, una lucha contra un obs­
táculo. Psicoanalíticamente, posee una cualidad psicológica
y se encuentra internalizado, sea primitivamente (conflictos
entre tendencias), sea secundariamente a una situación exte­
rior. Cuando el conflicto no ha sido resuelto o no es soluble
por las vías liquidadoras habituales que aseguran el mante­
nimiento del equilibrio funcional, emerge en el seno de la
personalidad y se hace patógeno. La incompatibilidad de las
motivaciones es muy generalmente concebible bajo la especie
de una contradicción entre la necesidad de satisfacción y la
necesidad de seguridad, o dicho de otro modo, entre los im­
pulsos del ello y las defensas del yo. En este sentido, toda
la existencia humana está hecha de conflictos alternativamente
resueltos por satisfacciones e inhibiciones de tendencias dife­
rentes. Es necesario aue se produzca un nudo interno para
que haya patogénesis.
¿P or qué este nudo? El conflicto exterior se liquida en
el acto. Si no el nudo se aprieta. Hablar de la igualdad de
las fuerzas en conflicto que inmovilizan y angustian al sujeto,
apoyándose para ello en la experimentación animal, sigue
siendo una imagen grosera sin duda muy alejada del proceso
real. Se vuelve entonces a los dispositivos psicológicos ante­
riores, o a una causalidad física. A partir de ese nudo se
estructura un desarrollo mórbido que conviene admitir co­
mo tal.
Concebir un proceso psicológico en sí mismo mórbido, no

171
es contradictorio en los términos. Sin embargo, H. Ey, entre
otros, rechaza con fuerza esa idea, y limita al plano orgánico
todo proceso patógeno, cuyos efectos propios serían siempre
deficitarios y negativos. La actividad psíquica, en sí misma
normal, pero desordenada por la intrusión procesal, se aco­
modaría a ésta y se expresaría, a causa de ella y a pesar de
ella, bajo la forma de fenómenos positivos. Ahora bien, si por
una parte se admite un sistema psíquico diferenciado por re­
lación con las otras actividades orgánicas, y por lo tanto dota­
do de una autonomía relativa, de un montaje estructural par­
ticular, y de un dinamismo canalizado bajo formas distintas;
y por otra parte se acepta la desorganización de ese sistema
por un proceso subyacente; no se podría negar que a partir
de ese trastorno, tan extrapsíquico como se quiera, la regu­
lación psíquica puede ser perturbada por su propia cuenta,
de donde resultan fenómenos positivos y negativos anormales,
por una causalidad secundariamente, pero propiamente psíqui­
ca. Lo contrario sería restituir en la clandestinidad al alma
cartesiana como a un piloto en su navio; posición filosófica
defendible a condición de que se la separe de la perspectiva
psicopatológica.
Comprendida de este modo, la causalidad psicológica en
nada se relaciona con la causalidad moral tradicional \
Aquélla integra todos los valores en lugar de subordinarse a
uno de ellos, sin descalificar a ninguno. A este respecto el
psicoanálisis ha abierto caminos decisivos. Los valores mora­
les subsisten sobre el plano psicosocial normal, y evolucionan
con la historia sociológica. Sufren una conversión patológica
cuando se insertan en un proceso mórbido. No es “ la moral”
quien actúa, sino el impulso, la tendencia, etcétera.
La prioridad genética de la conciencia psicológica sobre1
1 A costa de una cierta confusión de los valores, algunos mantienen
todavía el principio de una conciencia moral inmanente, en la cual la ofensa
y el reflujo crearían neurosis y psicosis, especialmente de odio, con retomo
al procedimiento del chivo emisario, como lo ha sostenido calurosamente Henri
Baruk (Psychiatrie mótale experiméntale, P. U. F., 1945). Por respetables que
fuesen los testimonios de Jesucristo, de Moisés y de Abraham, no sería posi­
ble considerarlos como decisivos, ni siquiera como compatibles con el punto
de vista psicopatológico.

172
la conciencia moral, sin ser necesaria en esta posición, nos
parece que debe ser mantenida. ¿Qué significa exactamente
considerar la conciencia moral como primitiva, como lo sos­
tiene D. Lagache? Que el mundo humano sea un mundo de
valores, es cosa que se acepta sin esfuerzo. Precisamente esos
valores no existen más que en la medida en que están dife­
renciados. La toma de conciencia del bien y del mal no se
efectúa por naturaleza y originariamente en estilo ético, es
decir, con la referencia normativa a lo que es aprobado o a lo
que moralmente debe ser. Cuando el lactante satisface su sed,
experimenta un vago estado agradable, un bienestar, y más
tarde un placer; cuando no puede satisfacerla, experimenta
un vago estado desagradable, un malestar, más tarde un des­
placer o un dolor. En esos estadios primitivos, la conciencia
valorizante es psicofisiológica, no moral, pues satisfacciones
y frustraciones no son sentidas como recompensas y castigos,
lo cual exigiría un mínimo de elaboración y de identificación
estructuradas. Si hay una axiología primitiva e indiferencia­
da, ella es psicobiológica y no moral. ¿No es la misma que
vuelve a encontrarse en algunos estados regresivos profundos,
valorados sin razón en términos morales, cuando el enfermo
es incapaz de utilizar ningún sistema referencial?
Aunque emparentada con la noción de conflicto, la noción
de reacción se distingue de ella por el ángulo desde el cual
enfoca la causalidad psicológica. La acepción muy extensa
del término no constituye en este caso una ventaja. Todas
las conductas son reaccionales, todas las modificaciones de un
organismo bajo el efecto de un estímulo son reacciones. Todas
las enfermedades físicas y mentales aparecen como reacciones
al medio biológico (interno y externo) y al medio social.
Hablar de reacción confusional, obsesiva, paranoica, esquizo­
frénica, etcétera, casi no tiene sentido, pues esto lleva nueva­
mente, o bien a considerar el síndrome como causa de sí mis­
mo, o'bien a atribuir a la personalidad el síndrome que ella
presenta. Jamás este género de tautología ha hecho progresar
mucho a la ciencia.
El interés de esta noción en patología mental conduce al

173
hecho de poder ligar específicamente una modificación de la
personalidad con una situación dada, acordando a esta última,
al menos en parte, un efecto patógeno. Éste sería el tipo de
la causalidad psicológica: la patología del acontecimiento.
Ahora bien, el acontecimiento no tiene valor en sí. No es se­
parable del sujeto que lo sufre o, mejor dicho, que lo vive;
su valor psicológico, eventualmente patológico, depende de
la manera como es vivido por el sujeto. La muerte de un
marido puede ser vivida como una catástrofe afectiva, como
una pena pasajera, como un contratiempo molesto, como un
hecho insignificante, o como un suceso feliz.
No siempre la reacción implica una especie de espera pa­
siva de la personalidad ante el posible acontecimiento. Con
frecuencia hay una acción primitiva hacia, o contra, que ates­
tigua una tensión de la personalidad, no sólo en la situación
presente, sino con vistas a una situación futura presentida, a
un suceso deseado o temido.
La emoción suscitada por el acontecimiento constituye una
“ reacción” psicoorgánica capaz de trastornar, a partir de la
cual puede establecerse un proceso mórbido. Sin embargo,
las emociones más vivas y más espectaculares no son las más
peligrosas. Además, no siempre el acontecimiento es vivido
bajo una forma emocional aguda. A menudo se trata de una
elaboración lenta, sobre la base de las consecuencias de una
situación dada: frustración afectiva total, desorganización de
un género de vida, desaparición de un objetivo vital, recaída
de un impulso sin compensación posible, etcétera.
La apreciación del papel patogénico sigue siendo delica­
da. Ningún suceso, por grave que sea, provoca necesariamen­
te una psicopatía. Además, el acontecimiento se limita a me­
nudo a revelar un trastorno inminente, o una perturbación
menor y desconocida. De ahí esas reacciones en apariencia
repentinas y desproporcionadas. ¡Cuántas “ reacciones depre­
sivas” ante un duelo, un divorcio o una ruptura, por ejemplo,
venían evolucionando casi en silencio desde hacía semanas y
meses! El suceso sólo ha roto el aparente equilibrio del medio

174
en el cual vivía el enfermo desconocido. Acontecimiento-
pretexto y acontecimiento-tema, no son acontecimiento-causa.
Los criterios pxecisados por K. Jaspers son válidos, aun­
que no obstante aleatorios: comprensibilidad del estado pato­
lógico reaccional, comprensibilidad de la relación entre el
contenido del acontecimiento y el contenido de la reac­
ción, variaciones concomitantes del estado reaccional y del
acontecimiento.
Sin embargo, el criterio general de “ comprensibilidad” ,
tan importante por más de una razón, no bastaría para defi­
nir la causalidad; pues no es ni necesario ni suficiente. Por
comprensible y significativo que sea un síndrome, puede tener
una causalidad física inicial (comportamiento sexual mór­
bido, delirio de persecución por encefalitis epidémica, tumor
cerebral). Por impenetrable y desprovisto de sentido que sea
un síndrome, su causalidad no es por ese solo hecho forzosa­
mente física (repliegue autístico reversible sin etiopatogenia
orgánica descubrible). Además, la comprensibilidad de una
psicosis y su determinismo psicológico, no son de ninguna
manera incompatibles con una causalidad física; así como
una causalidad física evidente (infección, intoxicación, trau­
matismo) no impide la comprensibilidad de las perturbacio­
nes significativas. La comprensibilidad es un criterio de orden
estructural, no de orden causal.
Clínicamente, en fin, las psicosis llamadas reaccionales
no poseen ningún carácter especial y no constituyen una enti­
dad nosográfica.
El desarrollo mórbido de la personalidad a partir de acon­
tecimientos vividos, y por medio de recomposiciones afectivas
en función del medio, dependientes ellas mismas de un proceso
psicológico, se muestra significativo y comprensible por el
análisis histórico completo de la personalidad en ciertas ob­
servaciones especiales (delirio de celos, paranoia de reivindi­
cación, de autocastigo), como lo han demostrado K. Jaspers,
Kretschmer y J. Lacan.
Reacciones y conflictos llevan a considerar un último or­
den causal, en el nivel mismo de la organización social.

175
3 ? La causalidad social
La causalidad social es difícil de estudiar, requeriría una
investigación estadística extraordinariamente desarrollada en
el espacio y en el tiempo, con unidades estadísticas bien defi­
nidas. No .existiendo datos exactos, la causalidad social es
apreciada de distinta manera según las posiciones subjetivas
o doctrinarias relativas a las relaciones del individuo con la
sociedad.
Después de no haber visto en el enfermo más que varia­
ciones fisicoquímicas, se tiende a considerar a éste en lugar
de la enfermedad, y aun al hombre antes que al enfer­
mo, concebido como la expresión refractada de la sociedad
en que vive. En la concepción marxista, aparte de las eviden­
cias biológicas, la psicopatía se convierte en un “ drama hu­
mano” , cuya significación procede de la situación del enfermo
en su grupo social, y de la estructura social misma. Contra­
dicciones y conflictos de la sociedad capitalista engendran
neurosis y psicosis. A tal punto que estas enfermedades no
habrían tenido oportunidad de existir en una acabada socie­
dad comunista, en la cual se cumpliría la desalienación del
hombre en todos los sentidos del término. Como estas circuns­
tancias tan optimistas no están a punto de concretarse en nin­
guna parte, debemos conformarnos con algunos datos apro-
ximativos.
o ) Las estructuras sociales, generales o especiales, ejer­
cen una cierta influencia.
Los trabajos etnológicos contemporáneos subrayan una
correlación entre el tipo de civilización y el desarrollo de las
perturbaciones mentales. Éstas serían raras en las socieda­
des de tipo primitivo; por ejemplo, tendencias paranoicas,
sin neurosis, en algunas tribus de Nueva Guinea y escasez
de neurosis y de psicosis entre los negros no evolucionados.
Por el contrario, las psicopatías se han difundido apa­
rentemente en la civilización occidental moderna. Algunos
han imputado el hecho al pasaje de la estructura patriarcal

176
y artesanal a la estructura urbana e industrial. En Europa
y en los Estados Unidos de América, las estadísticas lian
mostrado un considerable aumento de las enfermedades men­
tales \ En Francia, de 1835 a 1953, la población de los
hospitales psiquiátricos casi se ha decuplicado. Sería ingenuo
sacar de ello una conclusión firme en cuanto al acrecenta­
miento de la morbidez psiquiátrica, aunque hoy sea mal vis­
to contradecirlo.
En efecto, intervienen aquí múltiples factores convergen­
tes, imposibles de disociar estadísticamente. Unos son demo­
gráficos, otros medicosociales. Factores demográficos: el
crecimiento de la población puede multiplicar las posibili­
dades psicopáticas en una proporción superior a la de la tasa
de crecimiento (interpretable, reconozcámoslo, en el sentido
de una condición psicosocial). Sobre todo, la reducción de
la mortalidad infantil, implica la supervivencia de niños dé­
biles, frágiles y vulnerables, particularmente en el dominio
neuropsíquico. El considerable aumento de la longevidad
trae como consecuencia una tasa mucho más elevada de afec­
ciones preseniles y seniles (psicosis, especialmente demen­
cias). La disminución de la mortalidad general aumenta la
duración de la hospitalización.
Factores medicosociales: hace cincuenta años, la enferme­
dad mental no era definida como hoy, y las instituciones hos­
pitalarias no estaban ni tan desarrolladas ni tan diversifica­
das. Los conceptos de psicosis, y sobre todo de neurosis, han
tomado una extensión desmesurada, de suerte que ya no se
comparan los mismos hechos. La indagación sistemática que
realizan los servicios de higiene mental, los consultorios hos­
pitalarios, los controles escolares y profesionales, etcétera,
constituyen un toque de alarma permanente y eficaz en cuan­
to al número de candidatos a la enfermedad. Disminuye la1

1 "En los Estados Unidos, los psiquíatras y las psicoanalistas parecen


haberse hecho tan necesarios como una estación de radio o una máquina de
lavar. Sólo la U.R.S.S. habría visto disminuir sus enfermos mentales de 100
por cada 10.000 habitantes en 1936, a 70 en 1948. La reducción se habría
practicado sobre los trastornos túnicos, el alcoholismo y la sífilis. Nosotros
ignoramos si la comparación es válida.

177
tolerancia del grupo frente al presunto enfermo mental. La
educación seudopsiquiátrica del público lo incita a transferir
sobre el médico la responsabilidad de conductas que en otro
tiempo eran tratadas en el círculo familiar, profesional, et-
:étera. El desarrollo de la seguridad social y de la múltiple
utela a que se somete a los individuos, hace a estos últimos
nás dependientes y más dispuestos a recurrir a los tutores
inte la menor dificultad.
Las cifras brutas no significan, pues, gran cosa. Hay
ifectivamente muchos más sujetos considerados como enfer-
nos mentales, sin que de ello pueda inferirse un acrecenta-
niento idéntico, ni aun proporcional, de la morbidez psico-
lática. No obstante, de estos hechos se desprenden dos
>rincipios: 19 Una cierta estructura social, y más precisamen-
e la organización protectora, puede facilitar el acrecenta-
niento de formas psicopáticas menores, lo que en parte se
ipone a la extensión del concepto elástico de neurosis de
¡onflicto de nuestro tiempo, cuya imagen ha trazado Karen
íorney de manera exagerada \ 29 El aumento de las afee-
ñones neuropsíquicas involutivas, consecuencia biológica del
irogreso medicosocial.
Clases sociales, profesiones y nivel económico, son fac-
ores relacionados que nos proporcionan pocos datos valede­
ros. El alcoholismo mundano y semimundano con coñac y
vhisky equivale al alcoholismo proletario con vino tinto o
ginebra. Por el contrario, la morfinomanía, la cocainomanía,
jtcétera, nada tienen de democrático, al menos en las nació­
les occidentales. Ciertas técnicas o condiciones profesionales
leterminan mayor fatiga “ muscular” o “ nerviosa” , o bien
riesgos auto o exotóxicos, con repercusiones eventualmente
isíquicas. Pero los caracteres y las exigencias de algunas
profesiones (liberales, pedagógicas, etcétera), establecen ya
ma selección afectiva e intelectual; de modo que se hace
lifícil separar la influencia profesional, de lo que precisa­
mente ha influido sobre la elección de la profesión. Por
H orney , K aren, L a p e r s o n n a lité n é v r o tiq u e d e n o tr e te m p s , L ’Arche,
1953.

178
ejemplo, a un psiquíatra no le está prohibido volverse loco,
pero sería excepcional que la psiquiatría fuese responsable
de ello. La explicación general de las “ tensiones” y “ com­
peticiones” no podría aceptarse sin la crítica profunda de los
casos particulares.
La influencia de la religión es, asimismo, difícil de esta­
blecer, puesto que uno no se preocupa casi nunca por saber
cómo es vivida realmente la condición religiosa; no obstante
ser cosa capital. Sin duda, lo que cuenta es menos la religión
que el tipo de civilización, con lo que ella supone de etnici-
dad y hasta de organicidad (alimentación, sueño, género de
actividad, consanguinidad). Habría más enfermos mentales
entre los judíos que entre los protestantes; en particular más
neurosis obsesivas y perturbaciones tímicas que entre los ca­
tólicos, los cuales toman un indudable desquite con el alco­
holismo; esquizofrenia y retraso mental estarían equitativa­
mente distribuidos. No debe asombrar encontrar en la vida
religiosa a alguien que la ha adoptado por vocación mórbida.
Se dice que habría más trastornos mentales entre los
célibes, los viudos y los divorciados. Esto no prueba la in­
fluencia protectora de la estructura familiar. La familia
suscita numerosos conflictos, afectivos y materiales, a menudo
agravados por la deficiencia de uno de sus miembros. Los
más vulnerables, o los psicópatas, la evitan frecuentemente
o la abandonan debido a su enfermedad o a su fragilidad.
Las estructuras carcelarias ofrecen la misma ambigüedad
de interpretación. Delincuentes y criminales son, por una
parte, ya desequilibrados; las psicosis llamadas carcelarias
no tienen ninguna especificidad. En los campos de prisione­
ros o en los campos de concentración, dominan las exigencias
vitales y los más débiles mueren. A menudo el grupo adquie­
re una estructura coherente y defensiva contra el opresor, la
cual ya no deja disponibilidad para la evasión psicopática.
b ) Es indudable que los grandes acontecimientos provo­
can reacciones individuales y colectivas. Pero es preciso que
el individuo viva el acontecimiento social.
La guerra se ha hecho responsable de un cierto número

179
de psicosis emocionales, confusionales e histéricas, sin olvi­
dar la parte que le corresponde en el alcoholismo. En con*
junto, ella tendería más bien a disminuir la morbidez psi­
quiátrica. La caída de la tasa de suicidios en cada guerra
(1870-71, 1914-18, 1939-45) está asimismo establecida esta­
dísticamente. Estos hechos son paradojales sólo en apariencia.
Aparte del acontecimiento (entrada en la guerra, éxodo,
combate, armisticio), que transforma de repente o trastorna
la orientación de los individuos y de los grupos, se establece
una estructura psicológica y social de guerra. Esta estructura
torna dominantes las necesidades vitales y estimula la aten­
ción biológica. Simplifica el sistema relacionai, refuerza la
estructura interna de la colectividad nacional, orienta y des­
carga, real o simbólicamente, la agresividad profunda de los
individuos, y aleja el pasado y suspende el porvenir hasta
el término del conflicto internacional. La revisión de la
escala de valores, bajo el riesgo de muerte y de destrucción,
deriva y concentra los intereses sobre objetos reales y acce­
sibles. Desvaloriza las emociones de lujo, los conflictos
supérfluos, las tutelas abusivas y las identificaciones inefi­
caces. Evidentemente, también influye la dislocación de los
grupos familiares y profesionales.
Las revoluciones son por lo común poco propicias para
la recolección de estadísticas y el estudio científico. La gran
diferencia estructural con la situación de guerra reside en la
desorganización de la comunidad nacional. Por lo tanto, ha­
bría que estudiar a agrupaciones de estructura muy variada,
en función de su participación real en la situación revolu­
cionaria.
La influencia de la huelga, clínicamente admitida a título
individual, carece de manifestación estadística. Las huelgas
pueden desatar perturbaciones psíquicas, las más de las ve­
ces entre los predispuestos, con motivo de emociones conflic-
tuales, de alcoholización excesiva, o de disminución del um­
bral de tolerancia alcohólica.
c ) La influencia plástica de la estructura social se ejerce
sobre el contenido y sobre la forma psicopáticos.

180
Bien conocida, la plasticidad del tema ofrece sobre todo
un interés pintoresco. Los temas demoníacos y de hechicería
eran la regla en la Edad Media. Se los encuentra todavía en
las regiones ruráles donde subsisten creencias mágicas. Los
delirantes de las grandes ciudades manejan las ondas, las
radiaciones cósmicas, los satélites artificiales. La actualidad
es explotada en el sentido de la orientación delirante (franc­
masones, judíos, fascistas, comunistas, agentes, sacerdotes,
ministros, Papa, actores, cantores, etcétera).
Sobre la forma psicopática desempeñan a veces algunas
condiciones sociales, a decir verdad en forma limitada. Los
convulsos de San Medardo, la gran histeria de la época de
Charcot, ya casi no se observan. Sin embargo, hay siempre
histéricos. Pero ellos “ convierten” sus complejos a menor
costo, y parecen orientarse hacia formas más sutiles, dignas
del “ psicosomatólogo” y no ya del vulgar psiquíatra.
Las psicosis y neurosis llamadas “ colectivas” no consti­
tuyen de ninguna manera formas autónomas y específicas.
A partir de un individuo y del hecho de una situación espec­
tacular, por participación afectiva, imitación, exhibición, otros
individuos entran “ en trance” . Síndrome emocional' o histé­
rico; bajo reserva del empleo de danzas frenéticas y de drogas
capaces de producir accidentes tóxicos. El agrupamiento de
muchos enfermos no tiene nada que ver con la patología del
grupo.
Los rumores, los pánicos, las cóleras destructivas o los
impulsos fanáticos de la multitud, son movimientos colectivos
que arrastran y sumergen al individuo, en todos los tiempos
y en todos los medios. No hay derecho para invocar a su
propósito la patología, ni para calificarla de social, salvo por
una metáfora desgraciada \ El aspecto social de la psiquia-1

1 La emisión radiofónica organizada por Orson Welles, el 30 de octubre


de 1938, sobre el tema de la invasión de Estados Unidos por los marcianos,
tuvo éxito hasta el punto de determinar pánico entre los millares de oyentes
que, sin duda, no habían oído el comienzo de la trasmisión. Reacción emocio­
nal, error de juicio, propagación de una creencia errónea; pero, ¿cómo ver
allí una psicosis o una neurosis colectiva?

181
tría no puede ser confundido con una pretendida patología
social, o sociopatología.

3. EL DETERMINISMO MULTIDIMENSIONAL

Cada uno de los tres órdenes de causalidad que acabamos


de examinar, implica por una parte un cierto tipo de deter­
minismo, y por otra un aspecto particular de la patología
mental. ¿Hasta qué punto no sería esa significación física,
psicológica o social, la que se encontraría convertida en cau­
salidad por relación con el aspecto fenomenal respectivo?
A una operación de este género llevaría notoriamente el es­
fuerzo de reducción sistemática a la causalidad física o a la
causalidad social. Ahora bien, no existe ninguna relación
objetiva de causalidad entre tipos diferentes de significación.
Pero cada tipo de significación posee su orden de causalidad.
Solamente al nivel de cada orden de causalidad puede ar­
ticularse un determinismo común. Esto obliga a un cambio
de plano, del nivel de la significación al nivel de la causali­
dad, sin lo cual se corre el riesgo de inventar una causalidad
puramente verbal.
Por rápida que haya sido la exposición de los tres órde­
nes de causalidad, ella ha puesto en claro dos hechos intere­
santes: 1? El movimiento explicativo basado en la causalidad
física se detiene más acá de la zona en que termina la
comprensión; 2*? El movimiento comprensivo apoyado en la
causalidad psicológica o sociológica se detiene antes de alcan­
zar la zona en que termina la comprensión. Por consiguiente:
insuficiencia del doble movimiento explicativo y comprensivo.
Se tiende a desconocer este residuo cargándolo a cuenta de
un eventual mecanismo explicativo, lo que no parece tener
ya significación comprensible puesto que no se dispone de
ninguna explicación; o atribuyéndole una significación arbi­
traria a lo que no ha encontrado explicación objetiva. Esto
culmina en el camouflage de la zona vedada, en el rechazo
a descubrirla y estudiarla, cuando ella es sin duda el centro
principal de la actividad psicoorgánica.

182
Por el contrario, si se centra convenientemente cada orden
de causalidad, se obtiene un conjunto de mecanismos, de
dispositivos y de significaciones que conservan su valor pro­
pio y enriquecen nuestro conocimiento de la patología men­
tal. Por la naturaleza de las cosas, y sobre todo de la que
tratamos, se impone una división en la tarea del conocimiento,
aunque en este caso se haga sobre un objeto que siempre debe
tenerse por indivisible. Dificultad, contrariedad, pero no
equívoco ni contradicción, desde el momento en que se toma
una clara conciencia de ello.
En este sentido, hablaremos de un determinismo multidi-
mensional: causalidad en tres dimensiones, o causalidad en
perspectiva. Los conceptos y términos de la teoría gesta] tista
producirían aquí una confusión. Trasponer la causalidad en
términos de figura y de fondo, jugar ya con la una, ya con
la otra, para mantener la unidad de la forma — que esa
forma sea el conjunto del enfermo y de su medio, de la en­
fermedad y del enfermo, o del trastorno funcional y del sis­
tema orgánico— , equivaldría a suprimir toda causalidad y
a neutralizar los diferentes valores de los fenómenos consi­
derados. El exceso de conceptos termina por provocar la
desconexión de los fenómenos, cuyo análisis queda inconcluso.
Hablemos simplemente del campo histórico de la perso­
nalidad, en la cual distinguiremos tres modalidades estruc­
turales dinámicas: 1° La predisposición, formada por las
estructuras innatas y adquiridas en el curso de las experien­
cias vitales. Ella orienta en cierta forma al ser psicoorgánico.
29 La disposición, que responde a las disponibilidades actua­
liza re s y a la orientación dinámica presente de la persona­
lidad. 39 La acción procesal y la reacción de la personalidad,
hic et nunc. Cuando se produce el “ acontecimiento” , bajo la
especie psicológica o social (situación conflictual), es la dis­
posición actual y actualizadora la que juega, condicionada
ella misma por la predisposición. Le sigue una estructuración
procesal y reaccional psicoorgánica, cuya expresión aparente
determina los síntomas mórbidos.
Si se aísla artificialmente una serie de fenómenos, puede

183
describirse nn determinismo unidimensional, y hasta una
etiología única. Ejemplos: el traumatismo craneano, la frac­
tura, la lesión cerebral, la epilepsia. La ruptura amorosa,
la emoción catastrófica, la depresión ansiosa, el suicidio. Esta
sedación es con frecuencia útil para el estudio preciso y
detallado de los fenómenos.
Si se quiere explicar el conjunto de los fenómenos y com­
prender los sucesos, debe recurrirse a muchas dimensiones,
pues se trata de una personalidad que vive una manera de
ser nueva, a la vez enfermedad y desgracia. La epilepsia
llega a ser el epiléptico, con sus reacciones conscientes a la
enfermedad, la manera como se cuida y la incidencia sobre
la enfermedad, con su conducta; todos hechos heterogéneos
con respecto al trauma inicial y aun a la lesión cerebral. El
alcoholismo anterior, y por consiguiente la personalidad del
sujeto y hasta su medio social, han podido igualmente tener
una influencia patogénica. El suicidio responde significati­
vamente a la situación, pero la depresión ansiosa que ha per­
mitido el pasaje al acto puede proceder de una predisposición
distímica heredada, de una debilidad anterior de la perso­
nalidad, de una disposición neurótica actual, de un agota­
miento nervioso, de una disendocrinia, etcétera. De ese modo
se termina por reconstruir la historia biológica y psicológica
del enfermo, en una perspectiva que preferimos llamar sin­
tética antes que antropológica, pues el punto de vista debe
seguir siendo el del patólogo.
A pesar de importantes divergencias doctrinarias, este es­
fuerzo sintético se encuentra en muchos autores*l .

1 Sobre este punto coinciden el organodinamismo de Henri Ey, el bio-


logismo de P. Giraud y el psicobiologismo de Ádolf Meyer. Más amplio se
presenta el biodinamismo de Masserman. Este autor se aplica al estudio obje­
tivo general de los fenómenos, sin distinguir a priori el organismo y su medio,
lo normal y lo patológico. Todos los comportamientos y todas las interaccio­
nes, del animal al hombre, deben ser analizadas. Los resultados de la observación
humana y de la experimentación animal con el método reflexológico, concep-
tunlizadas con la ayuda de nociones conductistas y psicoanalíticas, llevan al
autor a formular cinco principios generales:
l 9 La motivación del comportamiento por necesidades orgánicas, al servi­
cio de la especie más que del individuo, aun cuando se trate de comporta­
mientos sociales. La conciencia aparece en la agudeza de la necesidad. Algunas

184
Si se quiere representar en un esquema la posición gene­
ral adoptada, o a adoptar, en lo que concierne a la patogé­
nesis mental, podría elegirse la imagen de una espiral orien­
tada según un eje vertical, psicoorgánico. En la extremidad
inferior del eje comienza la primera vuelta de espiral. Las
espirales se amplían y después se estrechan hasta la extre­
midad superior. Abajo, la causalidad física pura; arriba, la
causalidad social y psicológica. Si se golpea la espira infe­
rior o la espira superior, la espiral vibra; pero la vibración
será mucho mayor en el segmento inferior si el movimiento
viene de abajo, y mucho mayor en el segmento superior si
viene de arriba. La unidad del ser y la complejidad del
determinismo no impiden la dominancia de un orden causal
por relación con otro. Según su nivel, esta dominancia con­
fiere una significación patogénica totalmente diferente y exige
una distinta conducta terapéutica.

funciones subsisten a pesar de la desaparición de lo que las ha determinado.


2" La evolución del medio, es decir de la realidad, resulta de la totalidad de
los comportamientos adaptados, y depende de las capacidades orgánicas. 3'’ La
sustitución es un proceso general de derivación y de desviación por el cual
los comportamientos impedidos de cumplirse se satisfacen de otra forma. La
frustración, por ejemplo, engendra la agresividad. 49 El conflicto: la incom­
patibilidad parcial o total de dos o más motivaciones, provoca una tensión
cinética (angustia), sea con desadaptación, hesitación, extravío del comporta­
miento (neurosis), sea con sustitución completa y masiva, o simbolización
del comportamiento (psicosis).
A través de este resumen muy esquemático, se percibe simultáneamente
el interés de estos ambiciosos ensayos, y la fragilidad y el carácter incom­
pleto de la sistematización que pueden ofrecer.

185
C apítulo IV

LAS SIGNIFICACIONES TERAPÉUTICAS

La terapéutica o terapia — conjunto de conocimientos y


de procedimientos que permiten mejorar o curar las enfer­
medades— , encuentra en su propia definición su significación
más general. En psiquiatría la conserva, pero con implica­
ciones más complejas que responden a un saber diferente,
y sobre todo a un saber-hacer y a un deber-hacer cargados
del peso de la existencia del enfermo y de su valor en la
sociedad.
Teóricamente, la terapia psiquiátrica sería la aplicación
de los conocimientos psicopatológicos establecidos de una ma­
nera científica. Ocurre que un saber conduce deductivamente
a una aplicación terapéutica. En principio, se trata más bien
de hipótesis válidas, a veces vagas o falsas, de ensayos apro-
ximativos o de carácter experimental, de un empirismo de
buena ley, cuya feliz fecundidad sería inútil negar. De ese
modo se elaboran técnicas que, o bien por su forma o bien
por su género y su grado de eficacia, adquieren valiosa sig­
nificación desde el punto de 'vista de la psicopatología general.
Aquí se unen la práctica y la teoría. Por ejemplo, y el
hecho es digno de destacarse, la especificidad de la psiquia­
tría, cuyos diversos aspectos ya hemos subrayado, se confirma
o más bien se afirma con amplitud en la terapéutica. La
psicoterapia y la manera psicoterápica de emplear los mé-

187
todos físicos caracterizan a la psiquiatría en profundidad,
en un sentido consustancial y no solamente formal.
Esas significaciones se expresan en las conductas, en los
métodos y en los objetivos terapéuticos.

1. LA CONDUCTA TERAPÉUTICA

Ella no se produce por sí, ni es simple. Su valor varía


de acuerdo con múltiples condiciones, según cada caso, y
hasta con su propia evolución en función del mismo caso.
De ahí que deban examinarse la multiplicidad, la actitud
esencial y la relación fundamental de la conducta terapéutica.
1° Una relación fundamental específica define la con­
ducta terapéutica: la relación enfermo-médico. La autenti­
cidad terapéutica de la conducta exige esos dos términos en
relación. Aun cuando esté presente la intención, una relación
del tipo “ enfermo-no médico” o “ no enfermo-médico” , no
tiene la autenticidad deseada. Surgen dos objeciones: la
primera consiste en no ver allí más que una simple cuestión
de definición verbal; la segunda, en sostener que el acto te­
rapéutico desborda ampliamente la técnica y hasta el valor
médicos. Ahora bien, nosotros vemos allí una exigencia me­
todológica.
Tomemos la relación “ enfermo-no médico” . El tema es
corriente, no lo ignoramos: un psicólogo, un psicoanalista no
médico, hasta un charlatán curandero, pueden ser terapeutas
y establecer una relación terapéutica con un enfermo. Se
trata entonces de una sustitución de personaje, en la cual
se transfiere el valor médico de la relación sobre el terapeuta
no médico. Si se trata de un charlatán, simplemente hay
mistificación, falta de conocimiento, de técnica y de intención
orientada hacia el bien real del enfermo. En otro caso, psi­
cólogo o psicoanalista mantienen una relación valedera como
si fueran médicos. La mejor posición sería la delegación,
por parte del médico, del poder terapéutico al colaborador
cuya técnica él considera útil. El terapeuta puede encamarse

188
bajo diversas formas, pero su modelo es el médico y lo esen­
cial de la relación es de valor médico.
En cuanto a la relación “ no enfermo-médico” , a fortiori
“ no enfermo-no médico” , parecería muy supérfluo discu­
tirla si algunas posiciones doctrinarias especiosas no mantu­
viesen el equívoco. Es necesario un organismo viviente y una
enfermedad, sin los cuales no se trata más que de metáforas
o de falsas analogías. Se confunde entonces con una terapia
lo que es una pedagogía, una educación, una dirección mo­
ral, religiosa, espiritual o política, cuyas axiologías son dis­
tintas. Las nociones de patología social, de medicina de la
sociedad, de sociatría, etcétera, corresponden a conceptos
falsificados y falsificadores. Es, pues, de buena higiene in­
telectual, atenerse a la definición rigurosa de la relación
enfermo-médico.
En esta relación terapéutica deben considerarse dos per­
sonajes: el del médico y el del enfermo.
El personaje del médico se incorpora a menudo a los
mitos del médico, expresiones de creencias mágicas que tienen
un papel afectivo. El médico “ refugio” ejerce un derecho
de asilo a los ojos del enfermo, quien por él escapa a la
presión de lo real y se hace intocable, bajo la cobertura del
manto de Esculapio. El médico “ salvador” representa la po­
tencia del Bien. Se le invoca, se le ruega, se le suplica; él
concede, él consuela, él cura. Creer en su poder ya basta
para experimentar los beneficios. El médico “ Satán” prac­
tica sus maleficios descubriendo el mal, acrecentándolo,
creándolo. Las prescripciones o la hospitalización se convier­
ten en presiones malignas que expresan el poder indeseable
del personaje médico. La transición es frecuente en las es­
tructuras delirantes o neuróticas (termómetro-palo o pene,
poción-filtro maléfico, etcétera). Son los mitos del mago,
del brujo, del curandero, a los cuales no escapa todavía el
médico, aunque sea muy sabio, muy modesto y muy honrado.
El rostro afectivo del médico es, sin duda, lo que más
interesa al enfermo. Se exige de él confianza y seguridad,
neutralidad objetiva, comprensión, benevolencia y devoción.

189
Se sabe que puede simbolizar a la madre, al padre, al aman­
te. Esto no quiere decir que el rostro racional sea indiferente,
puesto que también existe el prestigio del saber científico
y de la aptitud técnica, que le confieren total autoridad para
imponer directivas y tomar decisiones a menudo vitales.
El enfermo, sobre todo el mental, presenta y vive un per­
sonaje que llama o rechaza la relación terapéutica. El recu­
rrir voluntariamente al psiquíatra ya es significativo: llamado
trágico del ansioso, del obsesivo o del esquizofrénico, que
sienten miedo de volverse locos. A veces este llamado, en
lugar de tener una intención terapéutica, se presenta por el
contrario como negativo y defensivo: pedido de un certificado
de salud mental. Con mucha frecuencia no hay llamado, sino
un rechazo obstinado, agresivo o desesperado, por inconscien­
cia o negación del estado mórbido, como ya hemos visto. A
menudo, entonces, el acto terapéutico debe ser impuesto al
enfermo, y se convierte en un acto unilateral que va más allá
de la ausencia de la verdadera relación médica.
En efecto, la relación terapéutica adquiere su pleno sig­
nificado cuando atestigua un recíproco vínculo entre el en­
fermo y el médico. Esta reciprocidad debe ser entendida con
mucha flexibilidad. No exige una igualdad en el vínculo ni
una identidad de contenidos. Incumbe al psiquíatra vincularse
del mejor modo posible y vincular al otro al máximo. Que
el enfermo acepte el contacto, que su estado permita una
interacción, y ya no es necesario más para que se establezca
una relación terapéutica, aun cuando dicha relación no posea
claramente esta significación para el enfermo. Veremos el
interés de estas consideraciones a propósito de la psicoterapia.
El polo activo y calificativo de la relación terapéutica
es el médico. De él dependen la forma y la realización de
la conducta terapéutica. Y ésta depende de diferentes “ elec­
ciones” , condicionadas ciertamente por el enfermo y la en­
fermedad, pero también por la actitud general del terapeuta.
2 ° Existe una actitud terapéutica, especie de toma de
posición sistemática con respecto al enfermo y a la enferme­
dad. Nosotros definiremos lo principal de esta actitud como

190
un optimismo acerca de la eficacia médica. Es preciso poner
atención en los contrasentidos. No se trata de una fe ciega
en una ciencia discutible, en una técnica imperfecta, en un
poder personal mágico o espiritual, o en instituciones impo-.
nentes en la forma y pobres en el fondo. La crítica vigilante
sigue siendo indispensable, pero no debe confundírsela con
un escepticismo sistemático.
El charlatanismo no tiene nada que ver en esta disposi­
ción pragmática. Hacer creer en poderes inexistentes, pro­
meter lo imposible, garantizar lo incierto, afirmar sin saber,
o explotar un prestigio falaz con fines personales, son algunos
de los rasgos extraños a la actitud terapéutica.
En la acción, cuando no en la reflexión, el terapeuta está
animado por un impulso positivo, lleva implícita una creen­
cia en la acción del hombre sobre el hombre y, más precisa­
mente, en una acción modificadora y directriz. Creer en el
hombre significa creer en sí mismo, creer en sí mismo signi­
fica creer en el hombre. Sin embargo, con los “ buenos sen­
timientos” no se hace mejor terapia que buena literatura. El
optimismo de la eficacia admite los juicios pesimistas cuando
se comprueba la insuficiencia o la ausencia de un tratamiento
en determinados casos o situaciones.
¿La actitud terapéutica impone un “ sentido de lo huma­
no” , una “ bondad” particular? Sin duda implica un carácter
de sociabilidad simpatizante y de entrega a una cierta modali­
dad de actividad altruista. No obstante, la extensión de una
moral de patronato y de una actividad de salvacionista en psi­
quiatría, no enriquecería la actitud ni aumentaría la eficacia
terapéutica. Después de haber desbordado de sexualidad,
algunos psicoanalistas parecen querer hoy desbordar de bon­
dad. Las enfermedades mentales no son asuntos de bondad
y de maldad, como tampoco de falta, de pecado o de castigo.
Esas nociones no pertenecen al plano de la actitud terapéutica
y no pueden servir para calificarla.
Si esas nociones y cualidades humanas exceden el plano
psicopatológico y se imponen teóricamente al terapeuta en
tanto hombre y ciudadano, ellas deben a su vez ser supera­

191
das por el hombre en tanto terapeuta y en la actitud tera­
péutica. El terapeuta controla constantemente su propia efec­
tividad, la mide en relación con el enfermo en cada situación
determinada. Si expresa una recompensa, un castigo, una
reprobación, un estímulo o una neutralidad indiferente, debe
ser de manera deliberada y en relación con el enfermo, y
no para satisfacer espontáneamente sus propias tendencias.
Sólo secundariamente, y en el seno de esta elaboración psico­
lógica, la bondad encuentra un lugar, siendo entonces con­
trolable y controlada. El terapeuta expresa una voluntad
técnica con una inquietud de eficacia.
En nombre de otro exceso, no convendría negar o recha­
zar todo vínculo afectivo del terapeuta. Con frecuencia he­
mos tenido oportunidad de observar hasta qué punto incide
en la comunicación ese lazo afectivo e intuitivo espontáneo,
inevitable en la relación terapéutica. Querer privarse de él
sería un error, y hasta una imposibilidad. Pero debe estable­
cerse una toma reflexiva de conciencia, con el fin de contro­
lar cuando menos los efectos eventuales. Frente al enfermo,
el terapeuta se esfuerza por permanecer disponible, realizando
los contactos y alejamientos deseables en relación con la
situación.
A l optimismo de la eficacia y al dominio afectivo, se
agrega la exigencia de una visión sintética que abarque el
devenir de la enfermedad y del enfermo en la sociedad. Aquí
hace falta una gran amplitud de espíritu y una plena dispo­
nibilidad de sí mismo. La universalidad psicológica del
psiquíatra no es cosa común.
3 ° La multiplicidad de tipos de conducta terapéutica, en­
tendida en relación con el terapeuta, no en relación con los
enfermos y las enfermedades, se revela como significativa.
No hablamos de las especializaciones secundarias en el cam­
po mismo de la psiquiatría, aunque éstas tengan que ver con
ello en parte. Mas, en general, tenemos en cuenta la orien­
tación personal de la conducta terapéutica considerada desde
su triple aspecto técnico, activo e interpsicológico.

192
Debido a condiciones muy variadas, que no podemos
analizar aquí, el psiquíatra se inclina hacia un tipo predo­
minante de conducta terapéutica., Fácilmente pueden distin­
guirse tres tipos según el aspecto técnico.
La orientación biológica y racional, más estrictamente mé­
dica, valora la conducta terapéutica hacia el polo orgánico,
la investigación y el tratamiento de las “ causas físicas” , la
elección de métodos curativos de determinación orgánica, el
predominio de una cierta racionalización de la relación mé­
dico-enfermo.
La orientación psicológica y afectiva desplaza el acento
hacia el polo psíquico y da el predominio a la psicoterapia.
En técnicas tales como el psicoanálisis freudiano, debe seña­
larse la importancia de la renuncia del psiquíatra a sus
poderes médicos regulares: suspensión de todo acto médico
somático, y limitación a una técnica puramente verbal. Para
auien tuviese vocación médica, la frustración podría ser di­
fícil de sobrellevar.
La orientación pedagógica y social inclina la conducta
terapéutica hacia las relaciones de grupos y los métodos di­
rectivos y reeducativos. Tiende a manejar al enfermo en fun­
ción del grupo, y a tomar un aspecto colectivo.
Desde el punto de vista de la actividad, la conducta te­
rapéutica puede ser expectante y semipasiva. La relación
terapéutica consiste para el médico en servir de instrumento
a la naturaleza curadora: detener lo que pueda dañar (pri-
mum non nocere), dar confianza al enfermo para curar na­
turalmente su enfermedad, saber esperar, aunque sea basta
la muerte, también natural. Ella supone un optimismo redu­
cido con respecto a la eficacia terapéutica. La conducta activa
y combativa admite mucbo más optimismo, v una continuada
intervención del terapeuta, auien jamás abandona la partida,
aunaue sepa nue está perdida de antemano.
La diversidad de esos tipos de orientación y de las dis­
posiciones correlativas, tiene una incidencia proniamcnte
psicológica sobre la relación terapéutica, que se beneficia
o sufre con ello. Si bien todo psiquíatra debe estar en con-

193
diciones para cuidar a todo enfermo mental, se comprueba
con bastante frecuencia una especie de selección entre ciertos
tipos de enfermos y ciertos tipos de médicos. La relación
terapéutica se establece mejor y con mayor eficacia entre al­
gunos tipos que entre otros.
Haciendo abstracción de las circunstancias y de los inte­
reses materiales, interviene aquí una condición interpsicoló­
gica, sin duda de orden más afectivo que intelectual. Por
ejemplo, la extendida repugnancia de los psicoanalistas a
atender a los psicópatas graves, posee ciertamente más de
una significación (temor al enfermo, temor de identificación
profunda con el enfermo, peligro presentido de la exhibición
de las tendencias y contenidos más o menos inconscientes,
etcétera). Una psicoanalista, por ejemplo, se vincula particu­
larmente con los esquizofrénicos y emplea con ellos un mé­
todo maternal, pero abandona toda terapia desde que ella
misma tiene hijos propios. Una resonancia afectiva particu­
lar, o una defensa contra una posibilidad de identificación,
hace que se “ comprenda” de mejor o peor manera a los an­
siosos, a los obsesivos, a los melancólicos, a los maníacos, a
los esquizofrénicos o a los parafrénicos. El escaso interés que
suscitan los dementes orgánicos, aparte de la ineficacia te­
rapéutica relativa en muchos de ellos, obedece sin duda a la
dificultad o a la ausencia de comunicación y de vínculo afec­
tivo; salvo cuando el demente llega a ser un objeto afectivo
de igual modo que el lactante.

2. LOS MÉTODOS TERAPÉUTICOS

Una visión de conjunto bastará para destacar las princi­


pales significaciones de los métodos terapéuticos, separando
en ellos los niveles de eficacia y los niveles de aplicaciones
terapéuticas.
A ) Los niveles de eficacia dependen directamente de los
conocimientos clínicos y científicos, y de la perspectiva te-
rápica. Fácilmente se distinguen tres niveles.

194
1? El nivel sintomático. El tratamiento actúa sobre los
síntomas, y por lo tanto sobre la expresión de la enfermedad,
no sobre lo que la determina. Lógicamente, parecería absur­
do atacar los efectos antes que las causas, como si se disipase
el humo en lugar de extinguir el fuego. Ahora bien, el tra­
tamiento sintomático posee más y mejor sentido de lo que
-a primera vista parece. El síntoma no se reduce a una apa­
riencia ilusoria y fortuita. Representa la forma accesible a
la observación directa, de la erupción del proceso patológico.
Es el último eslabón de la cadena; y su modificación implica
a veces un cambio útil, y hasta cierto punto patogénico, de la
cadena mórbida. Como se sabe, a menudo la expresión sin­
tomática engendra a su vez reacciones nocivas que es nece­
sario cortar.
2° El nivel etiológico sería más satisfactorio en virtud
del aforismo: sublata causa tollitur effectus. La extirpación
de un tumor cerebral, la supresión del alcohol, del trepone­
ma, etcétera, constituyen tratamientos racionales. En el or­
den orgánico, la eficacia de estos tratamientos destaca la
importancia del determinismo físico en la génesis de las per­
turbaciones psíquicas. Ofrecen además el interés de impedir
que la psiquiatría se “ desmedicalice” , si la osadía del tér­
mino se acepta, y esto es afortunado.
Sin embargo, en patología mental no siempre basta con
tratar “ una causa” conocida, para suprimir la enfermedad.
Un delirio puede evolucionar después de la supresión de
la causa tóxica o infecciosa, una psicosis puede desarrollarse
a pesar del retorno del equilibrio hormonal, una neurosis
puede expandirse a pesar de la extinción de la emoción su­
frida, un deseo reivindicatorío mórbido puede persistir a
pesar de la reparación del daño inicial, etcétera.
Esos resultados negativos confirman la complejidad del
determinismo en patología mental, y muestran hasta qué
punto la búsqueda obstinada y exclusiva de “ una causa” es
simplista y está encaminada a un fracaso, parcial o total.
39 A decir verdad, es el nivel patogénico el que ofrece

195
mayor interés. Admite una multiplicidad de causas para
un mismo mecanismo, una complejidad de mecanismos para
una sola causa, según el determinismo en juego. La acción
sobre una fase o sobre un punto de articulación del deter­
minismo patógeno, puede detener el proceso y reducirlo, sin
que la o las causas iniciales sean alcanzadas, ni siquiera
conocidas. Ejemplo de ello son los trastornos de la regulación
hormonal, nerviosa o afectiva. Sin duda, muchos tratamien­
tos son a la vez sintomáticos y patogénicos (por ejemplo, el
electrochoque, y a veces los neurolépticos).

B) Según el nivel de aplicación, los tratamientos toman


una forma y una significación distintas. Deben distinguirse
dos niveles que responden a la modalidad física o psicológica
de la determinación terapéutica.
a) La determinación física aspira a modificar directa
o indirectamente a la personalidad mórbida.
19 Indirectos son los tratamientos médicos generales (an­
tiinfecciosos, antitóxicos, endocrinos, etcétera), cuya acción
se aplica sobre ciertos procesos orgánicos, sin alcanzar el
substratum orgánico de la personalidad. El efecto sobre los
síntomas mentales se produce, podría decirse, por acu­
mulación.
29 Todos los otros son tratamientos que llamaremos espe­
ciales, para evitar los equívocos de la expresión “ somato-
psíquico” , o aun “ psicobiológico” , que responderían bastante
bien. Ellos tratan de modificar intrínsecamente la persona­
lidad por el juego de una determinación somática.
Las modificaciones orgánicas producidas por el trata­
miento van acompañadas de modificaciones funcionales de
la personalidad y procuran a ésta la posibilidad de reaccio­
nar, de expresarse, de desintegrarse y de reestructurarse.
Por una parte, el tratamiento modifica el equilibrio neuro-
hormonal, y por otra, provoca una experiencia somatopsíqui-
ca y hasta psicológica, gracias a la cual se intrincan los
efectos sintomáticos y patogénicos. Evocar el efecto patogé-

196
nico no implica que esos tratamientos sean específicos y
que cada uno de ellos responda al exacto conocimiento del
determinismo patógeno. Por el contrario, sus efectos son más
o menos generales, pero interesan más electivamente a esta
encrucijada somatopsíquica por la cual pasan, en la cual
culminan, o de la cual parten variados procesos. Aunque
no específico, hay allí un efecto patogénico común que cons­
tituye uno de los principales intereses doctrinarios y prácticos
de ese género de terapia \
Citemos los tratamientos llamados de choque. Esta no­
ción de choque indica bien el efecto general de desconcierto
orgánico. Piretoterapia, insulinoterapia y electrochoque, son
los métodos más empleados.
En la cura de Sakel (insulinoterapia), el adormecimien­
to, el coma, el sueño, realizan y facilitan importantes recom­
posiciones de la estructura psíquica. Disolución y regresión
con liberación y liquidación de los conflictos, y reestructu­
ración, son procesos admitidos y admisibles. Habría a la
vez reducción de las pulsiones y de los mecanismos de de­
fensa del yo. Se ha atribuido la eficacia del electrochoque
al hecho de que proporciona una experiencia de la muerte
que satisface bajo un modo fantasmal al masoquismo del
melancólico. En primer lugar, no se trata de una muerte;
en segundo lugar, no puede obrar como experiencia vivida
en lo que concierne precisamente al momento crítico incons­
ciente; finalmente, su eficacia se observa fuera de la me­
lancolía. Debe verse allí, sobre todo, una considerable des­
carga energética, que podría tener un valor libidinal. Se ha
hablado de destrucción de la posición narcisista mórbida,
seguida de movilización libidinal y de refuerzo de las defen­
sas del yo. En el momento de la fase postcrítica, puede igual­
mente manifestarse un proceso abreativo. Finalmente, la1

1 D elay , J. (Études de psyckologie medicóle, P. U.F., 1953), ve en el


choque neurovegetativo, humoral, hormonal, emocional, la reacción de alarma
del organismo cuyo mecanismo general interesaría el diencéfalo (con conexio­
nes hipofisiarias y frontales), encrucijada psicosomática, y no solamente so­
matopsíquica, como ya antes la había calificado H. Claude. Todas las acciones
de choque, biológicas y psicológicas, responderían a ese mecanismo común.

197
amnesia, a veces por retroceso defensivo de los afectos, pro­
cede esencialmente de un proceso nervioso. Por la atenua­
ción y el alejamiento de las experiencias mórbidas, ella
importa su “ desvitalización” , la ruptura entre el presente y
el pasado patológico, y la neutralización de los recuerdos
penosos. Es notable su efecto regulador tímico.
En la cura de sueño vuelven a encontrarse los fenómenos
regresivos arcaicos, una disminución de las defensas del yo,
y abreacciones (reviviscencias de experiencias pasadas). Si­
tuación del lactante.
La ¡quimioterapia posee efectos sintomáticos y a veces
patogénicos muy apreciables, especialmente con los neuro-
lépticos.
Mediante la psicocirugía se practican secciones de cone­
xiones nerviosas, extirpaciones de pequeñas zonas corticales
destinadas a modificar el funcionamiento córtico y subcorti­
cal y la actividad psíquica. De ello resulta a veces una mo­
dificación favorable de la personalidad en relación con su
estado mórbido anterior. Parecería que se tratase de una
nueva integración de la personalidad. La disminución del
control voluntario y del valor emocional y afectivo de las
reacciones, es frecuente y digno de ser observado \
Como se trata de modificar favorablemente la personali­
dad, ésta puede ser abordada por la vía psicológica, que es
la que mejor caracteriza la terapia psiquiátrica.
b) El nivel de aplicación psicológica implica una forma
terápica de la misma naturaleza, que se ejerce, en conse­
cuencia, en el plano mismo de la relación interhumana. Éste
es el vasto dominio de la psicoterapia. Nosotros la definire­
mos como el conjunto de las técnicas de forma y naturaleza
psicológicas, destinadas al tratamiento de las pertubaciones
psíquicas.
1° Presencia, contacto y comunicación verbal, son sus
caracteres comunes, a los cuales se agregan los caracteres1
1 Se invoca como explicación, la desconexión de la corteza frontal (Free-
man y Watts), la interrupción de circuitos nerviosos (Fulton), los fenómenos
de compensación fisiológica (Mai'er Gross), etcétera.

198
específicos de la relación terapéutica fundamental, de la
cual ya hemos hablado. Sin embargo, no es inútil insistir
en ello. La psicoterapia puede y debe ser distinta del consejo
psicológico, de la dirección moral, religiosa o espiritual. És­
ta es una extensión o confusión corriente en los países anglo­
sajones, que tiende a instaurarse en Francia.
Por cierto, la psicoterapia propiamente dicha, al reducir
los trastornos psíquicos, tiende a orientar la personalidad, a
proponer y a veces hasta a imponer una cierta forma de
existencia considerada como la única compatible con el esta­
do del sujeto, con su situación familiar, económica, etcétera.
El terapeuta se esfuerza por readaptar el enfermo a las reali­
dades, esto es, a la estructura social a la cual uno y otro
pertenecen. La posición psicoterápica depende, pues, de la
actitud pragmática del terapeuta en la sociedad, y a la vez
de su actitud filosófica, explícita o implícita. Son éstas im­
plicaciones tolerables y toleradas por necesidad de los hechos,
que en el plano del derecho no podrían exigirse en justifica­
tivos de una confusión de las perspectivas y de los valorees.
El objetivo de la psicoterapia y el poder legítimo del
terapeuta, se limitan a liberar al enfermo de sus restricciones
mórbidas, a permitirle recobrar su autonomía y xisar pqr sí
mismo de su “ libertad” reencontrada. Lo que está más allá
ya no es de orden terapéutico. El psiquíatra no debe usurpar
el prestigio de su personaje en provecho del papel de conse­
jero, que podría desempeñar con los mismos títulos que todo
hombre experimentado, no terapeuta. Así como el médico
no debe tomar partido en el ejercicio profesional, el psiquía­
tra no debe transformarse en conductor de almas en el des­
empeño de su ministerio.
La neutialidad médica que confiere a la medicina su
valor universalmente humano, se impone todavía más en
psicoterapia.
Para Karl Jaspers, “ el hombre tomado como objeto puede
ser cuidado con esmero, pueden emplearse con él una técnica,
un tratamiento y un arte; pero sólo la comunidad que esta­
blece la condición humana peimite al hombre reencontrarse

199
consigo mismo en su libertad” \ Entonces la relación supre­
ma se afirma como la “ comunicación existencial” que actua­
liza la historicidad del hombre por el proceso del “ esclare­
cimiento” . Ese proceso indica la marcha continua de la
psicoterapia, que determina en el enfermo una explicación
verídica de su caso; una toma de conciencia de lo que es,
como si se mirase en un espejo; y, como consecuencia, un
trabajo interior que lo torna “ trasparente” a sí mismo, y cuya
revelación le es hecha por la comunicación existencial.
El olvido de la relación terapéutica es manifiesto. La
relación médico-enfermo desaparece en una relación de hom­
bre a hombre, en una comunión de almas cuyo vínculo exis­
tencial encuentra en la trascendencia su profundo valor y su
garantía. El pensamiento de Jaspers muestra cómo la psico­
terapia podría ser el medio para un acceso espiritual. El
mismo autor advierte el momento en que se opera la con­
versión, y en que, por consiguiente, cesa la relación tera­
péutica. Ahora bien, a partir de allí ya no se trata pura­
mente de psicoterapia, sino de una búsqueda de la trascen­
dencia, que no se ajusta a la medida común de los enfermos
ni de los terapeutas. Esto permite ver hasta qué punto es
necesario un límite razonable y razonado en la teoría y la
práctica de la psicoterapia.
29 La relación psicoterápica supone la posibilidad de
una toma de contacto con el enfermo. Fácil con el neurótico,
dicha toma de contacto es a menudo muy d ifícil con el psi­
cótico. En ese caso, una primera fase de la acción psicoterá­
pica consiste en el efecto de presencia del terapeuta, que
impone progresivamente el contacto y provoca reacciones, de
lo cual resulta un esbozo de relación y, finalmente, comuni­
cación verbal. Para que la relación sea útil, es necesario que
el enfermo la tolere, después, que la acepte, y por último,
que si es posible colabore en su mantenimiento y desarrollo.
El terapeuta puede ser el pivote y el agente activo de esta
relación: también puede permanecer pasivo al máximo, trans-1

1 J aspers , K ar l , De ¡a psychothírapie, P. U. F., W."6, pág. 21.

200
firiéndose la actividad al enfermo. Esto puede responder a
las fases evolutivas de la relación o a modalidades técnicas.
El hecho de que tales medios resulten terapéuticamente
eficaces, demuestra por la acción concreta lo que mostraba
la observación, a saber: que la patología mental desborda
ampliamente los mecanismos fisiológicos definidos y los ins­
trumentos neurológicos, que ella pertenece al plano de la
personalidad, y que se puede intervenir en su determinismo,
al menos en parte, por el juego intencional de las conductas,
como en psicología normal, pero con valores diferentes.
3 ° Sería interesante examinar los diversos tipos de rela­
ción psicoterápica, así como las modalidades técnicas. Nos
limitaremos a destacar algunas diferencias teniendo en cuen­
ta la manera de concebir y de aplicar la psicoterapia.
No sin reparos nos atrevemos a hablar de psicoterapia
espontánea, no organizada en instrumento terapéutico, la cual
se ejerce casi sin que lo perciban ni el enfermo ni el médico.
Aquí interviene el prestigio médico. Los medicamentos y la
manera en que son prescriptos gozan de un privilegio un
poco mágico. La presencia del médico, las palabras tranqui­
lizadoras y banales, o las promesas pronosticando mejoría,
participan de aquel privilegio y corresponden al deseo del
enfermo de creer en la curación. Fortuna y felicidad de los
curanderos y charlatanes.
La psicoterapia metódica se muestra más exigente, aun
cuando se vale de una técnica muy simple. Distinguiremos
en ella cuatro géneros, según el aparato conceptual y técnico.
En primer término la psicoterapia directiva, llamada de
sostén y practicada por la mayoría de los psiquíatras, con
variantes que proceden sobre todo de su propia psicología.
No está desprovista de interés ni de eficacia cuando es el
fruto de una fina observación psicológica y de una buena
experiencia clínica. A pesar de su aparente banalidad, no
es ni fácil ni simple. Comprender al enfermo, darle confian­
za, explicarle justo lo que él puede captar, dar directivas en
el preciso momento en que son necesarias, dosificar las frus­

201
traciones y las satisfacciones conservando la distancia exacta
con respecto al enfermo y controlando su conducta y conocer
el valor afectivo simbólico, con frecuencia ambivalente, que
se representa a los ojos del enfermo, son aspectos propios de
una delicada misión. Debe ser tenida en cuenta la relación
del enfermo con los demás (familia, enfermero, otros enfer­
m os), y las relaciones del terapeuta con los otros, en la me­
dida en que ellos interfieren con la relación psicoterápica.
En la mayoría de los casos, esta psicoterapia llega a re­
forzar las defensas del yo. También puede reducirlas dismi­
nuyendo la presión del super yo, quitando al enfermo sen­
timientos de culpa y autorizando de ese modo satisfacciones
abusivamente reprimidas. No pretende modificar la persona­
lidad en profundidad.
La forma técnica puede ser simplemente verbal, o apo­
yarse sobre la hipnosis por sugestión, o sobre la subnarcosis
química. Gracias a un cierto grado de disolución, o de re­
ducción de las defensas, la personalidad puede descargarse
en una catarsis emocional, en una abreacción o una toma de
conciencia, que el terapeuta registra o aprovecha posterior­
mente. Los procedimientos gimnásticos, respiratorios o no,
inspirados o no en el yoga, y los procedimientos de “ relaja­
ción” todavía en boga, son psicoterapias de tipo muscular
y de carácter “ educativo” . Tienen éxito en la medida en que
movilizan afectos y proporcionan un soporte de esperanza,
de confianza y de derivación. La aceptación de una disci­
plina, aunque pequeña, y su observancia, significan el acata­
miento a una autoridad y un control de sí mismo, que es a
la vez un ejercicio de sí mismo.
La psicoterapia analítica freudiana establece esencialmen­
te una relación de transferencia. Doble transferencia, del
enfermo al analista espejo como lo quería Freud, pero tam­
bién del analista al enfermo, en lo que se llama contratrans­
ferencia. Fácil con los neuróticos, la transferencia era antes
considerada imposible con los psicóticos; pero hoy sin em­
bargo se la sabe posible, con un carácter diferente. El ana­
lista observa constantemente la actitud de neutralidad bené­

202
vola frente al enfermo. Realiza una comunicación verbal y
se apoya sobre las instancias que en la personalidad mórbida
siguen siendo adultas. Los sintomas son analizados en tanto
expresiones de las angustias y de las defensas del yo. Sus
mecanismos deben ser dilucidados y comprendidos por el
analista. El psicoanálisis pretende realizar el desmontaje de
la patogenia y el desarme del proceso mórbido, de lo cual
resulta la recomposición de las estructuras dinámicas de la
personalidad, el refuerzo del yo, nuevamente capaz de adap­
tarse a lo real, de satisfacer sus impulsos controlándolos, y
de soportar un super yo moderado.
El análisis toma significaciones diferentes según las fases
de la curación, esquematizables, según S. Nacht, en tres pe­
ríodos. A l comienzo, la relación analítica procura al enfermo
satisfacciones narcisistas, exhibicionistas y masoquistas, por
el hecho de poder describirse. Después, el carácter frustrante
de la situación analítica provoca reacciones ambivalentes. El
enfermo traspone y revive su neurosis infantil en la situación
analítica: es la neurosis de transferencia. La agresividad
que resulta de la insatisfacción de las necesidades se mani­
fiesta en la situación actual, lo que la desvía del sujeto. Ello
da lugar a liberación de energía hacia conductas positivas,
a disminución del masoquismo, a descondicionamiento de las
conductas neuróticas, a vigorización del yo. El último perío­
do, cuando la curación tiene éxito, se caracteriza por el
abandono de las satisfacciones fantasmales de la neurosis de
transferencia, el desinterés por la relación analítica, y la
realización de nuevos bloqueos. La neurosis infantil se ha
curado con la neurosis de transferencia.
Es lógico que el análisis freudiano ortodoxo sufra modi­
ficaciones técnicas cuando se trata de curar las psicosis. En
el esquizofrénico no hay solamente una regresión libidinal
parcial como en el neurótico, sino una regresión del yo, con
debilidad e incoherencia, y pérdida de las funciones sintéti­
cas. Es necesario, pues, restablecer primero la coherencia del
yo y obtener su participación. Para hacerlo, las modificacio­
nes técnicas y conceptuales llegan a ser tales que terminan

203
por desnaturalizar el psicoanálisis. Contra esto reaccionan,
no sin razón, los analistas que siguen a Freud.
Taúibién evocaremos en esta síntesis a las psicoterapias
paranalíticas, designando así a los métodos que, totalmente
inspirados en el psicoanálisis, practican una relación tera­
péutica de significación distinta.
Por ejemplo, la psicoterapia anaclítica, o “ maternage” .
El terapeuta realiza con el enfermo la relación “ buena ma­
dre-lactante” ; da, satisface, consuela (Sechehaye, Rosen).
El enfermo es el eje de la relación. El terapeuta no es ya
neutro, marmóreo; abandona la interpretación y no se obstina
en dilucidarlo todo; hace una regresión deliberada al nivel
del enfermo. El “ paternage” establece una psicoterapia re­
educadora en la cual el terapeuta entabla la relación “ buen
padre-niño” , actuando con una autoridad benevolente (Fe-
dern, Eissler). Se comprende que “ maternage” y “ paterna­
ge” puedan representar dos momentos sucesivos de un “ pa-
rentage” terápico.
Se llega así a considerar esas variaciones técnicas como
modalidades de los enfoques terapéuticos según el género de
afección mental, y también según el nivel regresivo alcanzado
por el enfermo. El terapeuta podría entonces adoptar la mo­
dalidad técnica en relación con sus aptitudes y sus intereses,
y el psicópata podría agotar muchos tipos de terapeutas antes
de curarse. A la postre, el psicoterapeuta se transformaría
en una especie de medicamento psíquico cuya naturaleza y
posologia estarían determinadas en función del estado del
enfermo. Esto se desprende, de la diferenciación psicoterá-
pica en la relación médico-paciente en sí, según la estruc­
tura psicopatológica y las capacidades dinámicas del enfermo.
Por consiguiente, son muchas las técnicas válidas de las cua­
les no se ha realizado todavía la síntesis teórica, a pesar de
lo que digan los doctrinarios.
Finalmente, la psicoterapia colectiva, de inspiración ana­
lítica o no, utiliza las interrelaciones en el seno de un grupo
y la influencia global del grupo sobre el individuo. En ese
sentido puede hablarse de “ socioterapia” . El psicodrama de

204
Moreno consiste en la dramatización de escenas con carga
afectiva. Preparado para grupos de niños, permite una es­
pecie de actualización experimental de efecto catártico, y una
movilización libidinal por el juego de símbolos e identi­
ficaciones.
La laborterapia (trabajo) y la ludoterapia (juegos, dis­
tracciones) — que forman parte de la “ terapia ocupacional”
o, diríamos nosotros, en la “ pragmaterapia” , de pragma en
el sentido de acción— , son psicoterapias basadas en la acción
dirigida. La influencia del grupo es, en tal caso, evidente.
Aspectos formales idénticos no poseen las mismas significa­
ciones ni el mismo valor terapéutico. Así, por ejemplo, el
condicionamiento estereotipado de un enfermo o de un grupo
de enfermos, ante una labor o un juego cualquiera, no signi­
fica gran cosa desde el punto de vista psicoterapéutico; se
trata de una automatización de tranquilidad, de seguridad,
o de rendimiento. El comienzo de ejecución y el control
adaptado de acciones y de interrelaciones aspiran a la reso­
cialización directa de los enfermos.
Como vemos, la terapéutica se revela como mucho más
variada y matizada de lo que podría creerse a priori. Las
técnicas están llamadas a modificarse. Los ejes principales
perduran. El predominio de la psicoterapia se afirma sin
excluir del todo ningún método psicobiológico o físico. Muy
por el contrario, lo que sabemos del determinismo patógeno
y de la eficacia de los diversos tratamientos, confixma la
legitimidad y la utilidad de una terapéutica multioperacional,
que no proscribe a priori ningún ensayo, ni ninguna técnica,
y que a posteriori, asocia una acción física y una acción
psicológica, con toda la flexibilidad deseable. El tratamiento
debe adaptarse a cada enfermo y a cada etapa de la enfer­
medad, lo que exige la predominancia de una terapia, ya
física, ya psicológica, y hasta una acción no médica, sino
educativa. Los ensayos experimentales deben merecer la más
amplia atención, pues son necesarios para los progresos te­
rapéuticos y aun científicos. Si hay un dogma en terapéutica,
es el de no tener ningún dogmatismo.
3. LOS OBJETIVOS TERAPÉUTICOS

Aunque evidentes a primera vista, los objetivos terapéu­


ticos podrían ser objeto de algún comentario según la exten­
sión que se dé a los valores patológicos y terápicos. Distin­
gamos solamente cuatro objetivos.
I 1? La aspiración fundamental es la curación de la
enfermedad. Aquí los criterios son múltiples, sin constituir
una fórmula aplicable desde un principio. En resumen, los
caracteres esenciales son: la normalización de la conducta, su
plasticidad adaptativa a las distintas situaciones, la aptitud
para satisfacer las necesidades en función de la realidad
objetiva, y el control de sí mismo. Curar al enfermo no con­
siste en ponerlo bajo tutela. La curación exige la liberación
de la enfermedad, del médico y del asistente social a la vez.
La noción del tiempo es primordial, sin que por ello sea
necesario establecer oposición entre una patología del acon­
tecimiento y una patología del destino, entre una curación y
una revisión histórica.
29 La readaptación social, implícita en la curación en la
medida en que el individuo estaba anteriormente adaptado
o era adaptable, representa en sí misma un objetivo distinto
y más estrecho. Ya no se trata de curar, sino de mejorar al
enfermo lo bastante como para que tenga un comportamiento
soportable por el grupo social, y una actividad más o menos
útil en ese grupo. La terapéutica interviene para obtener y
mantener ese resultado; y con frecuencia se asocia a métodos
reeducativos que a veces la suplantan por completo.
El valor de la readaptación depende del nivel obtenido:
conformismo rutinario con conductas simplificadas; coopera­
ción pasiva con eficacia limitada en el grupo; participación
activa con adopción personal y sostén de los valores de la
comunidad.
La reinserción social del enfermo curado, mejorado, o
del disminuido mental, está condicionada tanto por las es-

206
tructuras y los valores sociales, como por el estado psicoor-
gánico del sujeto. Esto desborda el marco de la psicopatología.
El psiquíatra tiene el derecho y el deber de exponer lo
que más convendría a los enfermos proponiendo todas las
medidas técnicas deseables. Como psiquíatra, no podría pre­
tender renovar la sociedad, y menos aún reconstruirla de
acuerdo con la perspectiva psicopatológica. No es en función
de los enfermos como debe evolucionar la sociedad. Pero una
sociedad suficientemente civilizada da su lugar a los enfermos.
3 ° La protección del enfermo contra sí mismo, cuando
ha perdido el control de sus actos, exige a menudo una me­
dida terapéutica de urgencia, que a veces determina la ne­
cesidad de una restricción moral o física. Por extensión, una
protección psicológica y social (bienes, vivienda, profesión,
cónyuge, etcétera) que acompaña o sigue a la terapéutica, y
alcanza el objetivo de readaptación social.
4r Indirectamente, el objetivo terapéutico aspira a pro­
teger a la sociedad, a través del enfermo. De allí la profi­
laxia de las reacciones llamadas antisociales; la limitación
de la desintegración de los grupos; el sostenimiento del sis­
tema de referencia de los valores de la colectividad.
Desde el acto terapéutico más simple, hasta el concepto
más intelectualmente elaborado, la psicopatología se enrique­
ce con significaciones diversas centradas sobre la personali­
dad y sus relaciones con los otros. La psicopatología general
se establece como una sistematización abierta de nuestros co­
nocimientos, de nuestras perspectivas y de nuestros métodos
relativos al conjunto de los fenómenos psíquicos mórbidos.
No constituye, pues, un sistema cerrado. Lo cual es una ga­
rantía para confiar en el futuro.

207
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210
La EDITORIAL KAPELUSZ S. A.,
dio término a esta obra el 28 de
julio de 1961, en F r jg e r io Artes
G ráficas, Perú 1257, Buenos Aires.

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