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Entrevista con Pedro Berriochoa Azcárate

El próximo viernes Pedro Berriochoa Azcárate estará con nostros para hablar del
caserío guipuzcoano.

El es de Urretxu, nació en 1958. Es profesor de Educación para Adultos en Herrera, e


imparte Antropología en la Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación de la UPV.
Acaba de publicar el libro ‘Como un jardín. El caserío guipuzcoano entre los siglos XIX
y XX’ (Servicio Editorial de la UPV).
A raíz de la presentación de su tesis y la correspondiente edición del libro, el pasado 29
de marzo, Félix Ibargutxi, del Diario Vasco, le hizo la siguiente entrevista.

–Las primeras palabras del libro son una cita de la Biblia, acerca de la Pasión: «Y a
uno que pasaba, de vuelta del campo, Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de
Rufo, lo forzaron a llevar la cruz».
–Es la última ayuda de Jesús: un campesino. Simón de Cirene era un padre de familia,
no un siervo, sino un hombre respetable. Puede parecer una boutade. Me alineo con
mis baserritarras y con todos los campesinos del mundo. Reivindico al casero frente a
mis compañeros historiadores, tan obsesionados con la modernidad del país y su
industria, sus identidades, su política y sus guerras de marras.
–Hablemos de la vaca. Este animal ofreció al baserritarra una sensación de
seguridad, según comenta en el libro. El casero no era dueño ni del caserío ni de sus
tierras, pero al menos tenía vacas, que sí eran mayormente suyas.
–La mayor parte de los caseríos eran arrendados. Normalmente, la parte metálica de la
renta se pagaba por la casa, y el resto se pagaba en especie, que era el grano, el trigo.
La división internacional del trabajo fue importante, porque, a partir del siglo XIX,
adjudica a las diferentes zonas del mundo una vocación, y a nosotros nos correspondió
la vocación de prados y ganadería. Y el casero aprovecha entonces esa parcela de
libertad que le otorgaba la renta para subrayar esa vocación ganadera.
–Realmente, en qué consistió la división internacional del trabajo?
–Fue una evolución del capitalismo del siglo XIX. Consistió en que se abrieron los
grandes mercados y, por ejemplo, comenzó a llegar grano mucho más barato de otras
partes del mundo. El precio de los cereales europeos se hundió. Las zonas europeas
húmedas se vieron obligadas a buscar otros horizontes, y se decidieron por la leche y la

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carne, sobre todo de vaca. Gipuzkoa fue pionera en esa vocación ganadera, que se
empieza a desarrollar a partir de la llamada crisis de fin de siglo de hacia 1870. La leche
no es un artículo «de siempre». Hasta el siglo XIX, la leche la tomaban los agricultores,
y en la ciudad apenas se consumía, pero a partir de entonces la alimentación mejoró y
los gustos cambiaron.
–Gipuzkoa ganó concursos de ganado bovino a nivel de España.
–Sí, los ganaderos y la Diputación acudían con las vacas a los concursos de La Florida
de Madrid. El premio de más resonancia fue, según parece, el de 1913. Este ocurrió
porque fue la primera provincia que empezó a importar machos de la vaca suiza
Schwitz. Las vacas ‘gorrias’ o pirenaicas de aquí se cruzaban con esos toros y se logró la
llamada raza Schwitz Guipuzcoana, que era un ‘tres por uno’: daba tracción, daba
carne y daba leche. Si la vaca ‘gorria’ daba siete litros, como mucho, al día, la suiza era
capaz de dar el doble. Además, daba terneros más precozmente. En cuanto a la
tracción, era algo más floja. Fue un modelo de vaca previo a la mecanización del
campo. Realmente, Gipuzkoa fue la vanguardia zootécnica de la España de comienzos
del siglo XX.
–En el libro usa usted una imagen curiosa, la de la vía láctea.
–Me refiero a una multitud de mujeres con sus burros que todas las noches, antes del
amanecer, bajan del caserío con las marmitas de leche. Van hasta los apeaderos de
tren, hasta el tranvía para trasladarse hasta San Sebastián. Igualmente, había un gran
flujo dentro de cada pueblo, de cada villa. En este caso, hay que hacer un canto
especial a la mujer. Era algo terrible: muchas bajaban descalzas con sus burros y
entraban en San Sebastián a las 6.30 de la mañana, cuando la gente se levantaba.
–¿Descalzas?
–Hasta llegar a una fuente o un charco, para entonces lavarse los pies y calzarse y así
poder entrar con toda dignidad en la villa. Podían ser recorridos de hasta 8 o 10
kilómetros.
–¿Cómo fue el paso de la Gipuzkoa cerealista a la Gipuzkoa forrajera?
–Los ilustrados de la Real Sociedad Bascongada ya sabían que se habían dado pasos en
Inglaterra y Francia para modernizar la agricultura. Pero no he encontrado ninguna
mención a la especialización vacuna entre la documentación de finales del siglo XVIII.
Parece ser que empieza en el siglo XIX. La alternativa tradicional de hasta entonces ya
era moderna, porque no conocía el barbecho. La tierra no descansaba, aunque el ciclo
era más bien cerealista: trigo, luego nabo y después maíz.
–Luego, ya entrados en el siglo XX, hubo algunos caseríos que cultivaron el trigo,
pero se enfrentaban a un problema difícil: los pájaros.
– Y todos los pájaros se concentraban en aquel casero que seguía cultivando el trigo.
Tendemos a pensar que Gipuzkoa era homogénea en cuanto a caseríos, pero no es así.
Ya Manuel de Larramendi, a mediados del XVIII, distingue entre el Beterri (más bien el
lado oriental de la provincia) y el Goierri. El lado interior y occidental de la provincia
siempre fue mucho más cerealista. He conocido el trigo en Erratzu Bekoa hasta 1970.
Pero era el único de la zona. Para la Guerra Civil ya se había casi perdido todo el trigo
en el oriente, pero luego tuvo un repunte, por aquello de la política autárquica de los
falangistas. El Estado obligó a volver a sembrar trigo.
–Hubo un gran error: la deforestación.
–La provincia ha sido pequeña y ha tenido una densidad enorme. Es decir, en buena
parte del XVIII y en el XIX hubo un maltusianismo claro. Faltaban caseríos para tantos

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chicos que querían casarse. ¿Cómo se consiguió aumentar el número de caseríos?
Mediante una colonización del monte, a través de desamortizaciones de los bienes
comunales. Es decir, los municipios endeudados vendían parcelas públicas, situadas en
alturas impensables, y allí se construyeron caseríos. Es sabido que todo caserío
necesitaba helecho para la cama del ganado, y argoma y leña para hacer fuego en los
hornos de cal. Todo eso suponía una presión brutal sobre el bosque. Cuando se
desamortizó el monte comunal, los nuevos propietarios, temerosos de que hubiera
una reversión, lo primero que hicieron fue talar y vender los árboles, para sacar un
beneficio. Y antes de la Primera Guerra Mundial vinieron los dos grandes desastres
ecológicos, la tinta del castaño y el oídio del roble. En las fotos de Indalecio Ojanguren
de esa época se ve la provincia casi deforestada. Fue un desastre ecológico.
–La tinta del castaño fue un drama.
–La castaña era el pan de los pobres. Se podía comer hasta cuatro o cinco meses, si se
conservaba en su erizo y con una cierta humedad. Era el último ´manjar` de la cena. La
catástrofe fue incalculable: cientos de miles de castaños desaparecieron. La tinta entró
hacia 1870 y atraviesa todo el país de una forma inmisericorde. Hay que tener en
cuenta que el castaño valía además para producir carbón y para cestería.
–Pero luego el monte se recuperó.
–El Servicio forestal de la Diputación reforestó, pero sobre todo la solución vino de una
especie foránea: el pino insignis. El introductor fue Mario Adán de Yarza, que hizo
amplias plantaciones en Lekeitio y dio una conferencia famosa en Tolosa en 1913. Para
1948 ya había algunos pinos, que se habían talado, a los que siguió una segunda
plantación.
–Y el insignis salvó también muchos caseríos.
–Era como el cupón de las acciones. Caro Baroja dice que el casero no ama el bosque,
pero que en los apuros recurre a él para que le salve de la ruina.
–Y Caro Baroja dijo también que el baserritarra era un hombre que conocía muchos
oficios.
–Mi libro le debe mucho a Caro Baroja, a pesar de que fue un hombre individualista
que no creó escuela. Él nos hizo huir de esa idea del casero como alguien torpe,
retardatario, refractario al progreso, autista…, mientras nos aparece un casero que
conoce el mercado, que sabe de precios, y con una mujer con mucha mano izquierda
en las relaciones con los notables de la villa. El casero desarrolla una variedad de
actividades impensable en cualquier otro oficio: desde el manejo del ganado hasta
tareas agrícolas, pasando por el cuidado del bosque o por los trabajos artesanales de
reparación que había que hacer en casa. Podían ser veintitantas tareas diferentes, y a
pesar de todo tenía que soportar el desprecio de mucha gente.
–En 1867 ocurrió lo que usted llama «un alfa y un omega».
–En esa fecha se mató el último oso de Gipuzkoa, en Antzuola. Representa el fin de
una época, diríamos, salvaje. Pero ese mismo año aparecen las primeras quejas, en
Lezo, a propósito de las emanaciones de humo de la Real Compañía Asturiana de
Minas, que estaba en Capuchinos. Los labradores se quejan de «los gases deletéreos»
de esa empresa. Por un lado tenemos lo salvaje, por otro las primeras manifestaciones
de la industria.
–En el libro aparecen varias fotos, y la primera de ellas un grupo de personas
layando. Ese instrumento era algo sorprendente.

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–Se conocía el arado de orejera, que es como una adaptación del arado romano, y
otros, pero para manejarlos hacía falta un terreno llano o mucha tracción. Y en
Gipuzkoa había demasiadas pendientes en las que, necesariamente, hacía falta la
mano del hombre –y de la mujer–. Se alineaban cinco o seis personas en fila, con una
laya en cada mano, se hincaba la laya, luego se hacía un pequeño baile adelante-atrás,
y después se daba la vuelta al terrón, a la ‘zoia’. Y detrás venían los que destripaban los
terrones, con la azada o el mazo. Era un trabajo hercúleo, que casi-casi escandalizó a
los extranjeros.
–El título del libro es curioso.
–Es un título que al comienzo me pareció un poco cursi, pero luego los lectores lo han
aceptado como una cosa extraña y chocante. La expresión aparece desde el siglo XVII,
desde Martínez de Isasti. La idea es que un lugar duro y casi estéril y a través de
generaciones de hombres y mujeres, a través del ‘lan-da-lan’ casero, se convierte en
un paisaje agrario hermoso.
–¿Y esa expresión de que el casero tiene un partido: su casa?
–El casero ha sido tachado de carlista, de seguidor de sus curas… Fue carlista porque
sus curas eran carlistas, pero si el dueño del caserío era liberal el casero votaba liberal.
Hasta la II República, el casero guipuzcoano no fue nacionalista. Solo en los años
inmediatamente anteriores a la guerra, el PNV encontró un modo de atraérselos, a
través del sindicato ENB (Euzko Nekazarien Bazkuna). Yo creo que el casero está
afiliado a su casa, a su familia.
–Comenta usted en el libro que Fraisoro fue «una excelente escuela».
–Se crea en 1896 y es, primeramente, una granja experimental. Después, una lechería
cooperativa que produce mantequilla. En 1905, se convierte en una escuela de la
Diputación de Gipuzkoa que tenía sus internos y que otorgaba el título de capataz
agrícola. Los alumnos tenían una alimentación, para la época, primorosa, y un
uniforme elegante. Las cosas que hacía la Diputación –casas de camineros, escuelas,
Fraisoro– eran todas impecables. Fraisoro fue una experiencia muy innovadora hasta
los años 20. Después cayó en una especie de rutina. Hay un ingeniero francés, Henry
Delaire, que está de director hasta 1911, y que es el que crea el Fraisoro vanguardista.
–La colección de libros ‘Auspoa’ ha resultado ser una fuente valiosa de información.
–A Antonio Zavala no se le ha reconocido todo su mérito. Aparte de bertsos, Auspoa
nos ofrece historias de vida. Compararía su labor con la Azkue o Barandiaran en otros
ámbitos. Zavala supo sintonizar con gente humilde que tenía muchas cosas que contar.
–Por ejemplo, gracias a Auspoa sabemos que el caserío Senpelarre de Errenteria, el
del bertsolari Xenpelar, era mísero.
–Vivir allí era morir. Senpelarre era de esos caseríos de la desamortización de los
bosques de Errenteria. Allí era imposible sobrevivir, y a las primeras de cambio fue
deshabitado. Creo que hoy en día está habitado, pero no para labores agrícolas.
–Allá por los años 70 del siglo XX se promulgó una ley por la que muchos caseríos
pudieron ser comprados por sus moradores.
–Fue con Suárez, en 1980. Según esa ley, los arrendatarios antiguos tuvieron un acceso
a la propiedad muy ventajoso. El arrendamiento fue realmente un problema agrario
que ocupó muchas mentes. Pero luego llegó el franquismo, y con la congelación de las
rentas, los arrendatarios pasaron a pagar unas rentas muy bajas. Y eso ocurrió también
con los arrendatarios urbanos. El problema es que aquellos baserritarras de la época

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anterior, al no ser propietarios, no acometieron reformas en los edificios y no
consiguieron un cierto decoro de vida.
–Los que tenemos cierta edad conocimos unos caseríos bastante poco habitables.
–Hubo un mito, que aparece en el bertso de Iparragirre: «baserri eder txuri-txuriak»; o
en aquella metáfora de Arturo Campión: «paloma en la pradera». Los caseríos, en
realidad, eran sitios inhóspitos, llenos de corrientes de aire, con mucho sitio para los
animales y poco para las personas; todos quietos en la cocina porque no se podía salir
por el frío invernal. Ha habido una mitificación enorme del caserío, que no se
corresponde con la realidad.
–El libro habla también de cultivos curiosos, como la achicoria y el mimbre.
–El mimbre tuvo mucha aceptación en nuestra zona, en Urretxu y Zumarraga. Mi
huerta, Matxinporta, cuando mi abuelo la compró en 1930, era un mimbral. Hubo
fábricas de muebles de mimbres: tras Justo Artiz, empezaron los Busca… Era un tipo de
mueble barato pero bastante elegante. Yo he comprado sillas de mimbre hechas en
Zumarraga en los 80.
–¿Y la achicoria?
–Se cultivó en Ormaiztegi, Zumarraga y otros pueblos. Era el café de los pobres. Hubo
fábricas de achicoria en Zumarraga, Tolosa… Luego, ya antes de la Guerra Civil, la
producción se trasladó a Segovia y a otros sitios. Incluso hubo sederías. En Gros hubo
una empresa, llamada Lembicicoa, la de un señor que producía capullos de gusano de
seda sobre la hoja el roble, en vez de la hoja de morera. El señor se llamaba Gregorio
Lopetedi. Fracasó. Un Julio Verne en el solar guipuzcoano.

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