Edvard Munch, es reconocido como uno de los grandes impulsadores que tuvo el
expresionismo de fines del siglo XIX. Sus obras transmutan una temática que van desde la
melancolía, la ira, la obsesión, la muerte y el fanatismo ideológico.
Desde muy niño sintió una especie de desarraigo y olvido; su padre, un protestante fanático
se comportaba de una manera cruel y férreamente dogmática contra la familia, y desde ahí,
Munch sintió en carne propia la fibra y la vena de la ideología recalcitrante, los pensamientos
mórbidos y la demencia ilógica de un fanatismo secular, donde el fanatismo y la ideología
eran secuaces de un mismo fin: el de la ignorancia. Día a día su salud era mellada en este
ambiente hostil, y Munch encuentra refugio en la madre, como su epígono de seguridad y
fijación corporal.
Munch se consideraba una especie de genio, su halo creativo y artístico era una suerte de
estado de tránsito o crisis pasajeras por las cuales el artista tenía que pasar, la tensión
constante de su psicología era una impostura dada y revelada solamente en la mente divina
del genio y el creador, y ya de por sí la locura y la genialidad eran dos hermanas siamesas que
nunca podían separarse.
De entre su estética, la del desarraigo cromático, las formas y las tonalidades de sus lienzos y
cuadros no se despojan del todo de la figuración y el icono de su materialidad, sino son
secuelas y esbozos esquemáticos de una semántica del despojo y la bruma, como ejes
simbólicos y de rayos tenues difuminados sobre la presencia irreal del espacio y el tiempo;
deshumanizando, y en cierto grado, deformando esta convergencia de los objetos, los seres y
las cosas, puesto que es una estética de la desintegración, no como un asunto temático, sino
todo lo contrario, como una especie de ideología remanente hacia el fracaso, la soledad y la
angustia existencial: un logos secreto que nos hablaba de su abandono psíquico y moral.
Y siento que Munch es un niño desterrado, no aminorado por el estatus ontológico, sino es
un ser que manifiesta cada vez un logos distante del entorno, y eso nos lo demuestra en sus
lienzos, en esas auras o destellos cromáticos alrededor de sus figuraciones, sus lienzo nos
reflejan la fijación de la madre hacia la materialidad de la cueva y la gruta, a lo intraterrenal
que es el arquetipo dado hacia esta maternalidad, hacia lo que se entiende como el privilegio
de acercarse a las dudas terrenales, y a las temáticas insólitas de la humanidad, de las que
nadie quiere hablar, tales como el miedo, el ansia, la neurosis y la soledad, como tapujos o
estructuras mentales, como topónimos recurrentes que se derivan de una gran fuente
originaria: el de la muerte.
Ya al final de su vida, Munch cumple a cabalidad el papel del Ermitaño, como el arquetipo
mitológico del aislamiento, desafiando al mundo con su introspección en términos de
renuncia y silenciamiento propio. Pero ante la pérdida de su objeto erotizado, se forma este
complejo de aislamiento, como un componente pasivo de introversión-intuitiva, como una
suerte de sublimación en regresión de sus emociones, porque la sabiduría está dada para
hacernos entender y ver su mundo, recalcando que la pérdida de su objeto puede ser ese
significante contrario a su concepto de vida, que puede desfallecer por momentos, por eso su
mundo siempre se encontraba en perpetuo duelo, y su objeto ya no necesitaba a sus propios
complejos y traumas, porque no retornaban como tal. Pero es en este estado de depresión
cuasi ontológica que lo llenaban de heridas y lágrimas, de gritos y desesperación, como el
canto moderno a la neurosis y deshumanización, como una suerte de profecía que iban a
moldear la actitud y la vida posterior de los seres humanos.
Bibliografía