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¿A qué sabe Venezuela?

Hace muchos años, en un evento gastronómico en el Hilton, a un chef sueco le hicieron


esa pregunta y respondió: “¡A ají dulce!”. Efectivamente, uno de los elementos
fundamentales de la paleta organoléptica venezolana es esa variedad del género
capsicum, pero también lo es el café, el cacao, el ron, la yuca o mandioca; Venezuela sabe
a maíz, a fogón, a plátano; ¡Venezuela es un mango! Hace cincuenta años mis tíos vivían
en Argentina y un compañero de estudios le preguntó mi tío: ¿a qué sabe el mango? Era
una época cuando la globalización era una aspiración y no una realidad, así que en la
austral nación, deprimida y aislada económica y políticamente, aquella fruta tropical era
completamente desconocida; ahora bien, ¿cómo se traduce un sabor en palabras? Mi tío,
un hombre caracterizado por su laconismo, respondió: “sabe a ensalada de frutas”. Por
eso digo que Venezuela es un mango. En mi opinión, nuestro plato arquetípico es la
hallaca –muy a despecho de quienes defienden al pabellón como emblema gastronómico–
y esa hallaca fue descrita por uno de los políticos más relevantes en la Venezuela del siglo
XX como “la multisápida”. Si nuestra memoria gustativa crece alrededor de una fruta que
sabe a muchas frutas juntas y se integra socialmente en derredor de un platillo tan
extenuante de hacer, como complejo en capas de sabor, además de ser clásico
subterfugio para defender las artes culinarias maternas, e indisolublemente ligado a los
momentos de mayor recogimiento familiar; si es así como se forma nuestro sentido del
gusto, no podemos sino esperar que esta iniciativa avocada a desarrollar una narrativa
gastronómica nacional se extienda por varios y varios episodios.

La memoria gustativa de nuestro país está llena de sabores eclécticos, está especiada,
afrutada, madura, densa, dulce, es ácidamente refrescante, latente y sugestiva. Cada
sabor ha variado de generación en generación: desde el ácido y floral mucílago que los
aborígenes disfrutaban luego de quebrar la mazorca del cacao, pasando por aquel amargo
brebaje que sustituía al café o al té, para transformarse en una densidad especiada, hasta
llegar a nuestra mesa, hoy en día, como leche achocolatada. Siempre ha sido el mismo
cacao, pero en cada momento histórico dejó una huella distinta en el paladar de nuestros
pobladores.

En estos segmentos vamos a presentar cómo cada sabor de hoy logra desencadenar esa
cascada de sensaciones y recuerdos; cómo un olor nos transporta a un momento y a una
sensación; cómo logra una textura hacernos recordar un beso, un día triste, un
cumpleaños, un adiós. Pero para lograrlo también necesitamos nutrir nuestra cultura, no
solo gastronómica, necesitamos también manejar el léxico, requerimos conocer de
historia, geografía, lingüística y hasta política. Les aseguro que será un paseo anecdótico y
estimulante en el que todos esos tópicos, muchas veces aburridos, se dejarán colar como
un guarapo de papelón con limón.

Empecemos con esa última frase: “se dejarán colar como guarapo de papelón con limón”.
Desgranemos esa mazorca de folclorismo. En Venezuela decimos que algo “se deja colar”
cuando es un líquido que, sin ser del total agrado, se ajusta a la circunstancia; así, en una
reunión donde no estaba planificado tomar alcohol o cuando no hubo planificación alguna
y la situación amerita algo más “cargado”, siempre sale el personaje que dice “yo tengo
esto”, lo que normalmente termina por ser un menjurje de dudosa procedencia con una
altísima graduación etílica; acto seguido, algún valiente -o suicida- acepta catar el brebaje
y declara: “se deja colar”. He ahí el prefacio de lo que muy seguramente se transformará
en un rosario de quejas, malestares y arrepentimientos a la mañana siguiente. “Dejar
colar” también aplica para bebidas no alcohólicas, frías o calientes, maridadas o no.
Entonces, ¿cómo se deja colar un guarapo? Primero definamos “guarapo”; guarapo es
cualquier cosa que resulte más liviana o clara de lo que se supone podría llegar a ser. Así,
hay ojos aguarapaos, el café puede ser un guarapo o puede degradarse aún más hasta
llegar a ser guarapo de borra, es decir, que esa infusión quedó demasiado fuerte de agua.
Una misma preparación, con las mismas proporciones entre sus ingredientes, puede ser
declarada guarapo en una región y bebida en otra, puede inclusive ser caracterizada de
formas distintas de una casa a la otra, inclusive perteneciendo ambas casa a una misma
familia; por eso debemos ser cuidadosos en cómo usamos las palabras. Una mentada de
madre puede ser un saludo o el preludio a una trifulca, decir que algo es un guarapo
puede ofender en lo más íntimo a una abuela amorosa.

Entonces, ¿es el papelón con limón un guarapo? Técnicamente no. Como hemos
advertido, el vocablo guarapo describe un líquido que es menos denso o concentrado de
lo podría ser. La dilución de las azúcares contenidas en la roca de papelón con el ánimo de
preparar una bebida no puede ser más densa de lo debido, pues se transformaría en un
almíbar, lo que no puede nunca emplearse como una bebida. Dicho esto, debemos hacer
una diferenciación geográfica: en el centro y el occidente del país, a la dilución del
papelón con la añadidura de zumo de limón se le llama jugo, pero en oriente se le
denomina guarapo. Esta dualidad sucede porque el oriental es más generalista que el
central; el oriente es menos formal y más de inspiración, es ocurrente y eso se traduce en
cómo emplea el lenguaje para connotar lo que sus sentidos le transmiten: el papelón con
limón semeja mucho a un guarapo de café; ergo, esa vaina es un guarapo.

Pero, ¿desde cuándo tomamos guarapo/jugo de papelón con limón? Bueno, desde que los
musulmanes salieron a pasar unas vacaciones en el mediterráneo y les gustó tanto que se
quedaron ochocientos años en la península ibérica. Eso les dio tiempo para establecer sus
costumbres, entre ellas la cultura gastronómica y los cultivos que la surten. Así llegaron la
caña de azúcar y el limón a España; luego España los trae a América, pero las condiciones
geográficas de estas tierras hacen que aquellos cultivos se transformen.

Venezuela se encuentra en el medio del mundo: justo sobre el Ecuador, entre corrientes
oceánicas y vientos que se arremolinan; a medio camino entre el norte y el sur del
continente. Es caribe, pero también es montaña. Es hogar de accidentes geológicos
interesantísimos, pero también es agua dulce que se solaza con casi trescientos
iridiscentes días año tras año; eso cambia la forma en la que los cultivos se desarrollan.
También sucede que hay plantas endémicas, ancestrales, de cuando todos nos
encontrábamos amorochados en Pangea, y esas especies se mezclan, hasta se hibridizan y
mutan, y esos híbridos y esas mutaciones se hacen estables y prolíficas. Esa caña fue
cambiando y lo sigue haciendo, aquí es más robusta porque dispone de más agua, pero
contrario a lo que se puede pensar, no es por ello menos dulce; ¡por el contrario! Esa
constante disponibilidad de agua y sol acelera el metabolismo de la planta y le permite
producir mucha más azúcar que se transformará en tantos y tantos productos; uno de los
primeros, pero menos refinados: el papelón. Diluya éste en agua tibia, agréguele el zumo
de limón persa y obtendrá un jarabe ligerísimo (aguarapao) que resulta tremendamente
refrescante.

Fíjate que hemos recorrido más de 1200 años de historia, hablamos del clima, de la deriva
continental, de biología, política, gastronomía y semiótica, todo eso en tan solo 10
minutos. Los próximos encuentros irán por caminos menos zigzagueantes, prometo
intentarlo.

Tengan buena vida y salud para disfrutarla.

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