Podría ser que hay un tiempo en el que algunos escritores resurgen. Un tiempo que conjuga
azares y hace enfocar los libros que llevan décadas escribiendo. A este tiempo oportuno le
decían los griegos kairós, un tiempo que no participa del discurrir inminente y devorador de
los días, Kronos. A este tiempo oportuno se suma lo que a veces sucede cuando un autor se
muda de casa editorial: gana nuevo empaque, fuente, diseño, interlineado, caja, portada…
algo sucede con el contenido, como si este fuese susceptible a la forma que lo ordena, que
lo muestra. No cabe duda, distintas ediciones procuran distintas lecturas de un mismo libro.
Las editoriales enmarcan.
La revolución la chingó
De San Salvador a Managua, de Managua a Ciudad de México, cada militante fuera del
epicentro del conflicto armado será la prueba de dos fracasos: el revolucionario y el propio.
Porque pronto se darán cuenta de que la impersonalidad de los llamados «procesos
revolucionarios» cobra víctimas con nombres y apellidos; la concreción de la violencia.
Carmen, quien vive en D.F. con Antonio, y quien fue integrante del Partido, recibe a Juan
Carlos en su exilio, le da casa y cobijo y no tardará en ofrecerle cama; y es que Carmen ha
sido fiel a la militancia pero no lo puede ser de su marido Antonio, como si hubiese una
fuerza superior que siempre la llevase de regreso a las acciones políticas guerrilleras,
amatorias.
Quique López, un joven entusiasta revolucionario que sueña con poder regresar a la lucha
en El Salvador —esta vez armado—, trabaja en la agencia de noticias del Partido en
México, se desborda de emoción cuando le comunican su próximo regreso a la balacera
revolucionaria.
Con un estilo desprovisto de aspavientos, provocativo, filoso como una hojilla, recio, cada
línea de Castellanos Moya cuenta, dice, señala, denota la complexión de la violenciay da
cuenta a su vez de la onda expansiva de las ideologías que, como las bombas nucleares al
estallar, solo deja sombras de las cosas. Esta diáspora es la sombra de la militancia política
cuando es revolucionaria, cuando se pierde la conciencia del valor de la vida ajena y la
propia por querer fungir de ingeniero social. Estos personajes se acercan al absurdo, y
muchos de ellos al ridículo, aunque el narrador (o autor ¿cómo saberlo?) procura cierta
piedad en la severidad: los deja a su libre devenir triste y apocado. La apoteosis de La
diáspora, donde Castellanos Moya muestra una destreza técnica magistral e inusual para
una primera novela, se desarrolla en una escena de las últimas páginas en las que reúne a
todos los personajes durante una fiesta y, desde la perspectiva de «El Turco», un músico
despechado de la revolución, da cuenta de la incapacidad de asimilar las miserias, la
desesperación, la desilusión. El fracaso ha calado hondo. Entre tragos y canutos de
marihuana, El Turco, como si fuese el trazo que une los puntos y deja ver la figura en los
cuadernos de pasatiempos, va acercándose a sus compañeros militantes, molestándolos con
un cinismo insoportable para ellos, y mostrando la figura que se esconde o disipa cuando no
están juntos: el desarraigo, la pérdida, la ausencia de sentido vital.
Un sentido que estalló en el mismo momento en que los líderes de la lucha armada y
máximos dirigentes de las Fuerzas Populares de Liberación Farabundo Martí (FPL), Mélida
Anaya Montes, alias «Ana María», y Salvador Cayetano Carpio (Marcial), fueron víctimas
y victimarios de la revolución que pretendían: aquella asesinada a cuchillazos por orden de
Marcial, y el suicidio de este al descubrirse el crimen. Además, el asesinato de Roque
Dalton por balas disparadas desde el FMLN. Estas tres muertes no fueron leídas como
signo de la decadencia, como manifestación de una naturaleza violenta e implacable que
alienta a todas las revoluciones: ningún personaje puede lidiar con el resquebrajamiento del
partido al que han entregado sus vidas y la debacle moral que conlleva.