Pero la inmoralidad no va más allá en este caso. No más, pues el uso del
preservativo carece de otros aspectos moralmente negativos que se
pueden observar en otras conductas sexuales inmorales. No hay riesgo
ninguno de provocar abortos, como sucede con gran parte de los
anticonceptivos químicos -son abortivos primaria o subsidiariamente, o
sea, cuando falla el pretendido efecto primario anovulatorio-, o con otros
instrumentos, como es el caso del DIU (dispositivo intrauterino).
Tampoco la desnaturalización que supone su uso va más allá de hacer
incompleto el acto, a diferencia de otras perversiones de la sexualidad
que desfiguran su ejercicio en otro sentido más radical, haciéndolo no ya
sólo incompleto sino también desviado. Es incompleto, claro está, en un
sentido no material -materialmente se introduce un elemento extraño-,
sino moral: se roba a la acción de una de sus dimensiones fundamentales
(afecta también a la llamada dimensión “unitiva”: quienes lo utilizan son
conscientes de que también hay una barrera, por tenue que sea, entre
ellos mismos en su intimidad). Esto no quiere decir que el uso conyugal
del preservativo sea una cuestión de poca monta: la sexualidad es lo
suficientemente importante como para que sea siempre grave una
acción que la utiliza mal. Pero, aparte de considerar que dentro de la
gravedad hay otras conductas peores, estas consideraciones no dejan
de tener repercusiones en la moral. Permiten, en primer lugar, que pueda
ser aceptable en casos de extrema gravedad una tolerancia -nunca una
aceptación propiamente dicha- cuando el otro cónyuge se empeña en
querer viciar la unión de este modo, aunque, obviamente, tiene que ser la
otra parte quien ponga la acción que vicia el acto, y nunca, aunque haya
presión en este sentido, uno mismo. Y, en segundo lugar, las precisiones
aquí expuestas permiten valorar adecuadamente la conducta cuando se
trata de uniones extraconyugales.
Una unión sexual viciada de raíz, como ocurre con toda relación
extraconyugal, no puede contener una exigencia de ser completa. Pensar
de otro modo supondría entrar en una lógica de valorar positivamente el
“hacer bien el mal”, lo cual, cuando se trata de pecados de distinto
género (fraudes, difamaciones, homicidios, etc., etc.), aparece como
algo evidente su carencia de sentido. El pecado sexual no es una
excepción en este sentido: si lo fuera, tendríamos resultados tan
contrarios al sentido común como el considerar menos grave -aun dentro
de la gravedad, por supuesto- el que unos novios realicen una unión
sexual concreta, que el que se extralimiten en su afectividad dando
rienda suelta a un erotismo que no llega tan lejos. Por lo tanto, podemos
concluir que el empleo del preservativo en una relación sexual viciada ya
de antemano por realizarse entre personas no casadas entre sí es una
circunstancia que podemos considerar moralmente irrelevante.
¿Es eficaz el uso del preservativo para evitar el contagio del VIH? Aunque
parezca que la respuesta es sencilla, conviene hacer algunas precisiones,
pues contestar con un “sí” o un “no” a secas puede llevar a engaño. Por
una parte, hay que decir que, estadísticamente, disminuye el contagio. Es
algo fácil de entender: cuando se pone una barrera a un flujo, la
circulación disminuye, por lo que en este caso el contagio también. Dicho
de otra manera: hay bastantes menos posibilidades de contagio en una
unión sexual determinada cuando en ella se utiliza un preservativo.
Sin embargo, no son éstos los únicos factores a tener en cuenta. El bien
común que deben perseguir las autoridades no se compone solamente
de bienes físicos, como la salud, sino también de bienes morales. La
sexualidad es un asunto privado sólo hasta cierto punto. La familia, en
primer lugar, por ser la célula básica de una sociedad estable, tiene un
indudable interés público, y es patente que sexualidad y familia tienen
mucho que ver. También tiene un incuestionable interés público la
educación, y la educación sexual es una parte importante de la misma.
Es cierto que es injustificable una intromisión de la administración pública
en las alcobas, pero también lo es que propague, directa o
indirectamente, una inmoralidad, que, además, va a tener de un modo u
otro una repercusión negativa en la sociedad.
Cuando se trata del tercer mundo -África sobre todo-, las campañas
provenientes de Occidente centradas exclusivamente en el preservativo
suelen ser rechazadas con indignación. Los motivos aquí son distintos.
Lo que verdaderamente necesitan son antirretrovirales -medicinas-, y lo
que se percibe es que proponen una solución barata e imperfecta para
no poner a un precio asequible o simplemente distribuir los necesarios
medicamentos; en una palabra, frecuentemente se ven como un
sarcasmo. En cuanto a la eficacia, son conscientes de que si el
preservativo es la única arma, los resultados son muy limitados. Y en
cuanto a la moralidad, suelen saber que la promiscuidad atenta contra la
familia y socava la sociedad misma, con lo que un programa destinado a
paliar los efectos mientras promociona las causas es negativo en todos
los sentidos. A lo que hay que añadir que también son apreciadas como
campañas que buscan la aceptación del control de la natalidad, una
especie de neocolonialismo demográfico que en muchos lugares -y con
razón- se rechaza como indeseable.
En general, basta con analizar estos dos tipos para concluir que una
campaña de prevención del SIDA basada exclusivamente, o casi, en
promocionar el uso del preservativo es negativa en todos los sentidos.
Más agresiva o menos, dirigida al gran público o a estratos concretos de
la población, en el primer o en el tercer mundo, siempre, en mayor o
menor medida, es una promoción de una vida promiscua con unos
efectos limitados. Y conlleva graves omisiones, cuanto menos
sospechosas. No incide en la supresión o al menos el control de los
verdaderos focos de infección, que son los lugares o ambientes de
prostitución -homo y heterosexual- y de “sexo anónimo”. Y no
promociona en absoluto modelos de vida más sanos en todos los
sentidos, un factor verdaderamente decisivo en la lucha contra la
propagación de la pandemia.
2. La propaganda y distribución de
preservativos es selectiva, no generalizada a la
población en su conjunto. No va dirigida a los
matrimonios ni a la población en general, sino a
los ambientes insensibles a llamadas morales,
que a la vez son focos de contagio.