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Moral católica, Sida, preservativo

Escrito por 20 Marzo 2009

El preservativo es fundamentalmente un instrumento anticonceptivo,


aunque en alguna ocasión pueda tener un empleo distinto que en este
artículo no se contempla, por quedar fuera de su objeto. En este sentido,
la sanción moral sobre el uso conyugal del preservativo no es una
excepción a la regla general, que se expone en un pasaje conocido de la
encíclica Humanae vitae, repetido después en numerosos textos
pontificios, e incluido en el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2370): es
intrínsecamente mala “toda acción que, o en previsión del acto conyugal,
o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se
proponga como fin o como medio, hacer imposible la procreación”.

El uso conyugal del preservativo


El preservativo es un medio “de barrera” -el más común de ellos-, pues
pone una barrera artificial entre las dos células que de unirse dan lugar a
la concepción. Es un instrumento anticonceptivo, y por tanto su empleo
convierte el acto conyugal en anticonceptivo. No se puede cuestionar la
gravedad del uso del preservativo por el hecho de que sólo sea un simple
globito de látex. En moral este tipo de argumentos falsea la cuestión, y
sería semejante a plantear cómo puede ser grave el uso de una bolsa de
plástico, cuando se ha utilizado para asfixiar a alguien, o sea, para
cometer un homicidio. En la valoración moral el instrumento empleado es
una circunstancia de un valor marginal para la estimación de la conducta.
Lo relevante es el acto mismo en su significado, y aquí se trata de una
acción anticonceptiva, siendo lo de menos el hecho de que para hacer
infecunda la unión el sujeto se coloca un preservativo o pasa por un
quirófano. Para entender la gravedad del acto, la cuestión decisiva no
está en detenerse en el instrumento empleado, sino en el significado de
la sexualidad misma y de la unión conyugal. La actividad sexual no es
simplemente un disfrute otorgado por la naturaleza, y que, sin mayores
significados, se pueda trivializar. La actividad sexual es una unión física y
afectiva tan radical -supone la entrega de una buena parte de la
intimidad, precisamente la sexual- que sólo puede responder a una
entrega sin reservas del afecto y de la vida misma. Sólo esa unión es
digna para ser sellada con una acción, que -y esto no puede olvidarse
nunca- es en sí misma, y es la única, apta para generar una nueva vida.
Buscar la manera de hacer imposible esa aptitud introduce una reserva
que convierte el acto en una entrega que ya no es total, y que
objetivamente abre la puerta para que la entrega se convierta en un mero
disfrute. En este sentido, al rebajarse, la acción se desnaturaliza.

Pero la inmoralidad no va más allá en este caso. No más, pues el uso del
preservativo carece de otros aspectos moralmente negativos que se
pueden observar en otras conductas sexuales inmorales. No hay riesgo
ninguno de provocar abortos, como sucede con gran parte de los
anticonceptivos químicos -son abortivos primaria o subsidiariamente, o
sea, cuando falla el pretendido efecto primario anovulatorio-, o con otros
instrumentos, como es el caso del DIU (dispositivo intrauterino).
Tampoco la desnaturalización que supone su uso va más allá de hacer
incompleto el acto, a diferencia de otras perversiones de la sexualidad
que desfiguran su ejercicio en otro sentido más radical, haciéndolo no ya
sólo incompleto sino también desviado. Es incompleto, claro está, en un
sentido no material -materialmente se introduce un elemento extraño-,
sino moral: se roba a la acción de una de sus dimensiones fundamentales
(afecta también a la llamada dimensión “unitiva”: quienes lo utilizan son
conscientes de que también hay una barrera, por tenue que sea, entre
ellos mismos en su intimidad). Esto no quiere decir que el uso conyugal
del preservativo sea una cuestión de poca monta: la sexualidad es lo
suficientemente importante como para que sea siempre grave una
acción que la utiliza mal. Pero, aparte de considerar que dentro de la
gravedad hay otras conductas peores, estas consideraciones no dejan
de tener repercusiones en la moral. Permiten, en primer lugar, que pueda
ser aceptable en casos de extrema gravedad una tolerancia -nunca una
aceptación propiamente dicha- cuando el otro cónyuge se empeña en
querer viciar la unión de este modo, aunque, obviamente, tiene que ser la
otra parte quien ponga la acción que vicia el acto, y nunca, aunque haya
presión en este sentido, uno mismo. Y, en segundo lugar, las precisiones
aquí expuestas permiten valorar adecuadamente la conducta cuando se
trata de uniones extraconyugales.

El uso extraconyugal del preservativo


Fuera del matrimonio, el principio básico resulta evidente: es gravemente
inmoral cualquier unión sexual extraconyugal. En unos casos es más
grave que en otros -nadie duda de que el adulterio es peor que la unión
de dos solteros-, pero siempre dentro de la gravedad. O sea, en este
terreno nos encontramos con una raíz inmoral, puesto que no hay
derecho conyugal alguno que esgrimir, pues se trata de personas entre
quienes no debe existir relación sexual alguna.

Una unión sexual viciada de raíz, como ocurre con toda relación
extraconyugal, no puede contener una exigencia de ser completa. Pensar
de otro modo supondría entrar en una lógica de valorar positivamente el
“hacer bien el mal”, lo cual, cuando se trata de pecados de distinto
género (fraudes, difamaciones, homicidios, etc., etc.), aparece como
algo evidente su carencia de sentido. El pecado sexual no es una
excepción en este sentido: si lo fuera, tendríamos resultados tan
contrarios al sentido común como el considerar menos grave -aun dentro
de la gravedad, por supuesto- el que unos novios realicen una unión
sexual concreta, que el que se extralimiten en su afectividad dando
rienda suelta a un erotismo que no llega tan lejos. Por lo tanto, podemos
concluir que el empleo del preservativo en una relación sexual viciada ya
de antemano por realizarse entre personas no casadas entre sí es una
circunstancia que podemos considerar moralmente irrelevante.

El SIDA y la utilización conyugal del preservativo


Actualmente los principales datos sobre el SIDA (Síndrome de Inmuno
Deficiencia Adquirida) son conocidos por el gran público. Se trata de una
infección cuyo agente es el llamado VIH (Virus de Inmunodeficiencia
Humana), un retrovirus, que está en la frontera entre un ser vivo y un
conglomerado de moléculas orgánicas, el cual tras varios años de
incubación es letal, no en sí mismo, sino a través de enfermedades
asociadas. Éstas son principalmente dos: una particular neumonía
(neumocistosis carinii), y un cáncer de piel (sarcoma de Kaposi). También
es conocido que el virus no resiste la intemperie, de forma que el
contagio sólo puede producirse a través de fluidos corporales. Dejando
aparte algún caso aislado de accidente, y algún contagio por transfusión
de sangre contaminada -un fenómeno raro hoy día, gracias a los
controles que se practican-, las dos principales vías de contagio son el
uso en común de jeringuillas que forma parte del “ritual” de los
heroinómanos, y, sobre todo, el contacto sexual.

¿Es eficaz el uso del preservativo para evitar el contagio del VIH? Aunque
parezca que la respuesta es sencilla, conviene hacer algunas precisiones,
pues contestar con un “sí” o un “no” a secas puede llevar a engaño. Por
una parte, hay que decir que, estadísticamente, disminuye el contagio. Es
algo fácil de entender: cuando se pone una barrera a un flujo, la
circulación disminuye, por lo que en este caso el contagio también. Dicho
de otra manera: hay bastantes menos posibilidades de contagio en una
unión sexual determinada cuando en ella se utiliza un preservativo.

Sin embargo, conviene considerar este dato con prudencia. No se puede


convertir el uso del preservativo en la panacea contra la extensión del
SIDA, sencillamente porque no lo es. En primer lugar, porque la
disminución de probabilidades no supone su eliminación. El preservativo,
en su uso habitual como anticonceptivo, suele tener un porcentaje de
fallos que más o menos oscila entre el 8% y el 10%. A su vez, es también
fácil de entender que es menos eficaz como barrera ante un retrovirus
que ante los espermatozoides. Aquél es mucho más pequeño que éstos,
y, además, si atraviesa la barrera un muy escaso número de
espermatozoides está casi garantizado que no habrá concepción;
mientras que si atraviesa la barrera un muy escaso número de VIH, hay
más posibilidades de infección.

Hay otro factor a tener en cuenta, derivado de las puras leyes


estadísticas: las probabilidades dependen tanto del porcentaje como del
número sobre el que se aplican. Conforme aumenta el número sobre el
que se aplica el porcentaje, aumenta también la probabilidad real. Un
riesgo de contagio puede ser del 10% en un acto dado, pero si la
conducta de riesgo se multiplica, también se multiplica la probabilidad de
contagio a lo largo del tiempo. De cara al SIDA, esto significa que la
promiscuidad sigue siendo una alta conducta de riesgo, con o sin la
barrera de látex. Sobre este particular, se ha generalizado un cierto
engaño en Occidente. Las campañas que han incidido sobe el uso del
preservativo como prevención han coincidido con un significativo
descenso del número de muertes por enfermedades asociadas al SIDA.
Pero el factor que ha reducido drásticamente la mortalidad ha sido la
aparición de los llamados “cócteles retrovirales”, una combinación de
fármacos que contienen la infección y que convierten el SIDA en una
enfermedad crónica, aunque la aparición de cepas inmunes a estos
medicamentos -en cierto modo esperadas- crea nuevas amenazas.

Sin embargo, la cuestión de la moralidad es distinta de la de la eficacia.


Evidentemente, aquélla no se plantea en una relación extraconyugal, que
ya es inmoral por serlo. Pero en la conyugal, ¿puede ser moralmente
aceptable su empleo para evitar un contagio mortal? Antes de contestar
la pregunta, hay que precisar que el contagio se refiere a la pareja, no al
posible hijo. Éste corre un riesgo en el parto -no en el embarazo-, y, si las
condiciones sanitarias son adecuadas, el índice de contagio es realmente
bajo. No sucede lo mismo con el cónyuge, que se expone a un contagio
seguro si la relación -como es lo normal entre esposos- es continuada.
Estamos ante un problema que en la realidad es más complejo que en la
teoría, pues lo más habitual es que el cónyuge que ha contraído la
infección la transmita antes de que él mismo sea consciente de ser
seropositivo. También es frecuente ocultar al cónyuge esa condición
cuando se conoce, porque el contagio sólo ha podido provenir de una
relación extramatrimonial, y darla a conocer suele ser problemático y
desestabilizador.

Pero es cierto asimismo que esas circunstancias frecuentes no pueden


ser una excusa para no abordar la cuestión central. Y aquí hay que
afirmar que la posibilidad de contagio no convierte en aceptable el
empleo del preservativo. El motivo es que, como se señalaba
anteriormente, su uso vicia la relación conyugal. A lo que hay que añadir
que la unión conyugal es una actividad libre, no inevitable. En un caso así,
los esposos deben ponderar los riesgos a los que se exponen -que
disminuyen, pero en modo alguno desaparecen, con el uso del
preservativo-, y la conveniencia de engendrar nuevas vidas. Por fortuna,
el contagio ya no supone la condena a una muerte lenta, sino la carga
económica y personal de una enfermedad crónica y gravosa.

Conviene añadir que la posibilidad de contagio del SIDA no es el único


factor que en un momento dado puede provocar el deber de disminuir o
incluso abandonar la actividad sexual de los esposos. Existen
circunstancias, como una impotencia sobrevenida, que al imposibilitar
una auténtica unión conyugal obligan a cesar la unión sexual de modo
más tajante que la condición de seropositivo de uno de los cónyuges,
pues en este último caso no hay una obligación estricta de ese
abandono. Existen también otras enfermedades de transmisión sexual
que pueden llevar a una situación parecida. En todo caso, hay que
entender que, junto con el valor que tiene la vida y la salud, la sexualidad
tiene también unos valores propios, íntimamente ligados a la dignidad
humana, de los que no se puede abdicar. Y así como a nadie se le ocurre
que pueda ser aceptable que alguien en caso de extrema necesidad se
venda como esclavo para remediar la penuria, de la misma manera,
cuando están en juego valores fundamentales de la dignidad humana -y
la sexualidad es uno de ellos-, éstos no son disponibles, por no serlo la
dignidad misma de la persona. Entenderlo de otra manera situaría en un
contexto que trivializa la sexualidad, de forma que su valor moral sería
escaso, que es lo que sucede cuando se piensa que debe claudicar ante
otros valores más estimados, o incluso simplemente ante la perspectiva
de tener que abandonar una parte de una vida placentera.

Desde un punto de vista específicamente católico se podría añadir


alguna idea. Cuando se defiende una supuesta imposibilidad de cumplir
estas exigencias morales, no se está contando con la gracia. Hay que
reconocer que en algún caso esas exigencias suponen el heroísmo en la
virtud, pero esta altura moral, que supera las posibilidades del hombre
caído, no quedan fuera del alcance del hombre redimido. No es éste el
lugar de tratar de los cauces de la gracia de Dios, pero no está de más
mencionar que existen, que están al alcance de los fieles, y que permiten
una auténtica vida de la gracia que nos asemeja cada vez más con Cristo,
haciendo posible la victoria ante cualquier dificultad para cumplir lo que
la moral demanda. Además, no hay que olvidar que el heroísmo puede
venir exigido también en otros terrenos distintos del sexual; ser honrado,
por ejemplo, a veces requiere una fortaleza moral mayor de la necesaria
para vivir la moral conyugal.

Las campañas de prevención y el preservativo:


criterios generales
Más problemática se presenta la cuestión alrededor del preservativo
cuando se trata de valorar las campañas de prevención que realizan los
poderes públicos. El SIDA es una pandemia que la sociedad y sus
responsables deben combatir. Y la salud pública es sin duda una
competencia de los poderes públicos. Parece razonable que si la difusión
de preservativos contribuye a reducir la incidencia de la enfermedad, sea
una medida aceptable, máxime cuando se trata de algo barato y fácil.
Además, teniendo en cuenta que los focos de infección principales son
ambientes promiscuos donde el sexo que se practica es extraconyugal,
se podría pensar que no hay objeciones morales en difundir algo que no
afecta a la inmoralidad de la actividad de esos focos.

Sin embargo, no son éstos los únicos factores a tener en cuenta. El bien
común que deben perseguir las autoridades no se compone solamente
de bienes físicos, como la salud, sino también de bienes morales. La
sexualidad es un asunto privado sólo hasta cierto punto. La familia, en
primer lugar, por ser la célula básica de una sociedad estable, tiene un
indudable interés público, y es patente que sexualidad y familia tienen
mucho que ver. También tiene un incuestionable interés público la
educación, y la educación sexual es una parte importante de la misma.
Es cierto que es injustificable una intromisión de la administración pública
en las alcobas, pero también lo es que propague, directa o
indirectamente, una inmoralidad, que, además, va a tener de un modo u
otro una repercusión negativa en la sociedad.

Aplicados a esta situación, estos criterios básicos significan sobre todo


que, si bien es acertado intentar amortiguar las consecuencias negativas
de conductas promiscuas, no lo es fomentar esa promiscuidad u otro
tipo de inmoralidad con la excusa -sincera o no- de esa pretensión. Con
esta perspectiva hay que analizar las distintas campañas que se
promueven. Éstas deben cumplir por tanto un doble requisito: la
moralidad y la eficacia. No son, por otra parte, dos aspectos aislados, y
menos aún contrapuestos. La reducción de la promiscuidad reducirá
necesariamente la incidencia del SIDA, mientras que su incremento la
aumentará. Y en cuanto a la moralidad, hay que valorar no sólo la
intención de los promotores -por lo demás, no siempre fácil de
identificar-, sino, y sobre todo, los medios empleados.

De hecho, las campañas de prevención del SIDA en las que se incluye el


preservativo son variadas. Las más fáciles de evaluar son aquéllas en las
que el preservativo es prácticamente el único argumento. De ellas, las
más negativas son algunas en Occidente dirigidas sobre todo a los
jóvenes. En algunos casos parece que la prevención del SIDA no es más
que un pretexto, en el que el SIDA suele ocupar las primeras páginas de
los planes de actuación, para luego caer en el olvido en la mayor parte
del resto. Se trata de la difusión masiva del uso del preservativo entre
escolares y otros estudiantes, anunciándolo por vías publicitarias y
facilitándolo con medios como la distribución gratuita -incluso callejera-
o la instalación de máquinas expendedoras en centros docentes. Si a
esto se le une una pretendida educación sexual que se limita a
información sexual, en la que se incluyen aberraciones al mismo nivel que
conductas adecuadas y se oferta mediante un material gráfico que
resulta ser pornográfico, el resultado sólo puede calificarse de una
campaña de corrupción de jóvenes.
Lo que realmente se promociona en estas campañas es un estilo de vida
promiscuo, en el que el único valor sexual a tener en cuenta es la
seguridad física: el “sexo seguro”. Lo demás, para sus promotores, es
despreciable. El SIDA queda aquí como la pantalla propagandística para
evitar protestas, pues se trata de convertir a quien se opone en un
desalmado a quien no le importa que un joven contraiga una terrible
enfermedad. Y sobre su eficacia no suelen hacerse encuestas. Pero
basta para hacerse una idea el resultado de las encuestas -éstas sí
existen- sobre otro de los objetivos de estas campañas: evitar
embarazos de adolescentes. Éstos, lejos de disminuir, han aumentado, lo
que permite concluir la falta de eficacia en la prevención de una
enfermedad que tiene el mismo cauce de entrada. Por eso, habría que
llegar a la conclusión de que son precisamente los promotores de estas
campañas quienes no parecen muy interesados en la incidencia del SIDA
en los jóvenes, si ése es el precio a pagar por la difusión de un estilo de
vida disoluto e inmoral.

Cuando se trata del tercer mundo -África sobre todo-, las campañas
provenientes de Occidente centradas exclusivamente en el preservativo
suelen ser rechazadas con indignación. Los motivos aquí son distintos.
Lo que verdaderamente necesitan son antirretrovirales -medicinas-, y lo
que se percibe es que proponen una solución barata e imperfecta para
no poner a un precio asequible o simplemente distribuir los necesarios
medicamentos; en una palabra, frecuentemente se ven como un
sarcasmo. En cuanto a la eficacia, son conscientes de que si el
preservativo es la única arma, los resultados son muy limitados. Y en
cuanto a la moralidad, suelen saber que la promiscuidad atenta contra la
familia y socava la sociedad misma, con lo que un programa destinado a
paliar los efectos mientras promociona las causas es negativo en todos
los sentidos. A lo que hay que añadir que también son apreciadas como
campañas que buscan la aceptación del control de la natalidad, una
especie de neocolonialismo demográfico que en muchos lugares -y con
razón- se rechaza como indeseable.

En general, basta con analizar estos dos tipos para concluir que una
campaña de prevención del SIDA basada exclusivamente, o casi, en
promocionar el uso del preservativo es negativa en todos los sentidos.
Más agresiva o menos, dirigida al gran público o a estratos concretos de
la población, en el primer o en el tercer mundo, siempre, en mayor o
menor medida, es una promoción de una vida promiscua con unos
efectos limitados. Y conlleva graves omisiones, cuanto menos
sospechosas. No incide en la supresión o al menos el control de los
verdaderos focos de infección, que son los lugares o ambientes de
prostitución -homo y heterosexual- y de “sexo anónimo”. Y no
promociona en absoluto modelos de vida más sanos en todos los
sentidos, un factor verdaderamente decisivo en la lucha contra la
propagación de la pandemia.

Más honrados en su intención, y más eficaces en la práctica, son los


programas en los que el preservativo es sólo un factor de la campaña, y
no el más importante. Aquí destacan los programas conocidos como
ABC, siglas que responden a “abstinencia”, “fidelidad” y “condón” (en
inglés Abstinence, Be faithful, Condom), colocados en orden de
prioridad. Se trata en primer lugar de promover la abstinencia de los
jóvenes hasta el matrimonio, y la fidelidad a la pareja después. Se
proponen a la vez como valores morales y como medio eficaz de evitar el
contagio. Sin embargo, se entiende, a la vez, que hay algunos ambientes
y personas insensibles a este tipo de mensajes, y, dentro de esos
ambientes irreductibles, el objetivo es limitar los daños de unas
conductas que no hay más remedio que tolerar. Aquí el preservativo
puede jugar un papel válido a la vez que secundario, siempre teniendo en
cuenta las siguientes consideraciones:

1. Se engloba dentro de una promoción de


valores morales, y no dentro de una promoción
que supone su ausencia.

2. La propaganda y distribución de
preservativos es selectiva, no generalizada a la
población en su conjunto. No va dirigida a los
matrimonios ni a la población en general, sino a
los ambientes insensibles a llamadas morales,
que a la vez son focos de contagio.

3. No se trata estrictamente de una cooperación


al mal, por cuanto queda claro que no se quiere
legalizar ningún comercio sexual ni vida
desenfrenada, sino sólo paliar los efectos de
esas conductas desordenadas.

4. Los preservativos se distribuyen sólo de cara


a una actividad sexual en la cual su uso no altera
la moralidad de la actuación.

5. Su distribución se realiza con la debida


discreción. Aquí se puede poner el paralelismo
de la lucha contra el SIDA de cara a otro de los
grupos de población de riesgo: los drogadictos,
o, más precisamente, los heroinómanos. La
distribución discreta de jeringuillas consigue
paliar el contagio, sin otros efectos colaterales
indeseados; en cambio, la publicidad
indiscriminada se puede entender fácilmente
como una invitación a drogarse. No siempre
conviene difundir a los cuatro vientos lo que se
hace.

La reacción de más de uno -incluido algún gobierno- ante esta


promoción de la abstinencia y fidelidad, ha sido declararla inviable. Sin
embargo, cuando se ha aplicado, como ha sucedido en un país arrasado
por el SIDA como Uganda, en unas condiciones que no presagiaban su
éxito, ha tenido resultados significativos tanto con respecto a la
propagación del SIDA como a la estabilidad familiar. Empeñarse en lo
contrario no sólo es contrario a la evidencia, sino un signo de que no se
sabe ver en el hombre más que un animal dominado por instintos.

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