A Cira Morano,
con quien desde el vínculo de la familia
llegué al vínculo de la amistad
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
1. No todos pueden con eso...
2. Un concepto problemático.
Taller de reflexión y diálogo 1.
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Taller de reflexión y diálogo 3.1.
3.2. Jesús, hombre célibe.
Taller de reflexión y diálogo 3.2.
3.3. El Reino de Dios tiene rostro humano.
Taller de reflexión y diálogo 3.3.
3.4. Célibes, no por Dios, sino con Dios, por su Reino.
Taller de reflexión y diálogo 3.4.
3.5. Habla la historia personal.
Taller de reflexión y diálogo 3.5.
3.6. La ineludible renuncia.
Taller de reflexión y diálogo 3.6.
3.7. La irrenunciable satisfacción.
Taller de reflexión y diálogo 3.7.
3.8. Dios es bello.
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Introducción
Sería muy conveniente comenzar por sorprendese un tanto. Por no dar por como algo
evidente y absolutamente natural una opción tan especial como es la del celibato. Tendríamos
que reconocer, en efecto, que es un fenómeno, hasta cierto punto, extraño. Por más que
acertemos a vivir con él desde la más completa normalidad y la casi irrelevancia. Tanto que no
estaría mal el comenzar esta reflexión ejercitándose una sabia y “metodológica” extrañeza. Un
dejar de sentir como algo “normal” lo que, bajo ciertos aspectos, habría que considerar casi
como una extravagancia.
Es para asombrarse, pues, que determinados hombres y mujeres pretenda dejar de lado
esas dimensiones básicas de su ser cuerpo y de su ser aspiración a un tipo radical e íntimo de
encuentro, que pretendan poner entre paréntesis una de las dimensiones más determinantes de
su ser. Una dimensión, por lo demás que, como todos sabemos, determina de un modo muy
decisivo al conjunto de la personalidad y que puede afectar notablemente su equilibrio o
desequilibrio.
Con razón Pedro y el resto de los discípulos se extrañaron y casi escandalizaron de las
propuestas de Jesús al respecto. Una vez más, éste les desconcertaba. El no poder separarse
de la propia mujer ya era un asunto duro de pelar. Permanecer sin unirse a ninguna, sin
embargo, parecía suponer llevar las cosas casi hasta lo insostenible. Jesús pareció
comprenderles en su perplejidad: “no todos pueden con eso... sólo los que han recibido el
don... hay quienes se hacen eunucos por el reinado de Dios. El que pueda con eso, que lo
haga” (Mt 19,12). No es cosa para muchos, evidentemente. Tan sólo para los que puedan. Y
hay que saber medir bien las fuerzas en este terreno, porque efectivamente, “más vale casarse
que quemarse” (I Cor 7, 9).
2. Un concepto problemático.
Sólo los que recibieron el don. Don especial, sin duda. Los psicoanalistas lo llamaron
sublimación, aunque todavía a estas alturas se las ven y se las desean para explicarse bien en
qué consiste el proceso. El mismo Freud, a pesar de que a lo largo de toda su obra no dejó de
referirse a este concepto, nunca llegó a encontrar una explicación satisfactoria que diera
cuenta de los mecanismos que implicaba. Se dice que hasta llegó a quemar un ensayo sobre el
tema, que se proponía incluir entre su “Metapsicología”.
De una parte, sin contar con el concepto de sublimación, Freud se quedaba sin la
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posibilidad de aclarar toda una serie de hechos importantes de la dinámica afectiva humana.
De alguna manera, sin comprender medianamente toda esa dinámica que nos diferencia y aleja
del mundo animal y que posibilita en que podamos poner en actos de cultura tanta pasión,
tanta energía y tanto trabajo y que podamos encontrar en ella tanta satisfacción, tanto gozo,
tanto placer y deleite. Desde el disfrute que experimenta el niño que juega poniendo en ello
una imaginación que ningún animal podría jamás equiparar, hasta el ingeniero que se emociona
viendo a un potente camión atravesar por primera vez el puente que levantó; desde el
estremecimiento de la escultora que se aleja extasiada al constatar la vida que inyectó en una
pieza de mármol, hasta el religioso que llora invadido por la felicidad y el convencimiento de
estar recibiendo la visita de su Dios. Mucho afecto, mucha pasión, mucho placer en todo ello.
Mucha energía también empleada en la conquista de esas satisfacciones que, al margen de
otras valoraciones de carácter filosófico o teológico que se puedan llevar a cabo, implican
unos componentes somáticos, emocionales, afectivos, que el psicoanálisis nos relacionó con el
deseo y con una modalidad del mismo que reconoció con el término de sublimación.
El caso es que desde Freud hasta nuestros días, cuando los psicoanalistas versan sobre
el tema se mueven con una particular cautela, expresando abiertamente sus dudas y dejando
ver cuánto se ignora al respecto. Algo que, ciertamente, contrasta con la alegría, el desparpajo
y la rotundidad con la que clérigos y religiosos se despachan al tratar del tema en sus
exposiciones o tratados de teología o espiritualidad. Probablemente, intereses de orden no
demasiado claros a la conciencia impulsan en esa dirección. El empeño por dejar claro lo que,
en realidad, resulta bastante oscuro no puede dejar de levantar sospechas. En particular, la
sospecha de que bajo la capa de la sublimación se esté recubriendo un discurso que lo que
pretende, consciente o inconscientemente, es alentar la represión. A veces, en efecto, parece
que es el único modo en el que “por las bravas”, se intenta alejar y poner la mayor distancia
posible respecto a una sexualidad que inquieta y cuestiona discursos, actitudes y
comportamientos.
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Taller de reflexión y diálogo 1.
Trae a tu mente las escenas más elocuentes de tu vida en la que experimentaste el gozo
emocionado, casi corporal, en la contemplación de la belleza, en realizar y finalizar una
empresa intelectual, en participar de una celebración cultural del tipo que sea. Fueron
momentos en los que la sublimación funcionaba en ti.
CAPÍTULO 1.
Comenzó Freud hablando de “libido”, como expresión psíquica, energética, del instinto
sexual. Consciente de que con este término, como con el de sexualidad, traicionaba también
algo importante de lo que percibía en la dinámica afectiva humana, comenzó de referirse a
todo este mundo con el término de “psicosexualidad”, en el que se incluía toda una realidad
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amplia y compleja que incluía todas las categorías comprendidas bajo el término Liebe (amor).
Con este término, ciertamente, se hubiera evitado la tópica acusación de pansexualismo que
desde entonces recayó sobre toda la teoría freudiana. Sin embargo, el cambio contó con la
oposición de ciertos críticos. Freud lo descartó pero permaneció insatisfecho con el empleo de
un término como el de sexualidad, tan determinado en la mente de todos por lo biológico y
corporal. Habló entonces de “Pulsiones de Vida” como conjunto de fuerzas, plurales, pero que
poseen en común la aspiración a mantener un vínculo, una unión, un contacto con diferentes
objetos de amor que van haciendo aparición a lo largo de la vida de los seres humanos. Eros,
fue desde entonces, una apelación habitual en los círculos psicoanalíticos para referirse a este
conjunto de pulsiones vitales que opera como motor de vida, de encuentro y de unión entre lo
viviente. Frente a él, Thanatos, representaría una fuerza contraria que aspira a la separación, a
la desvinculación y al abandono, si pudiera ser definitivo, en la búsqueda misma de la
desaparición total y de la muerte.
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Nuestra historia personal, en efecto, es la que irá construyendo a lo largo de los años
los objetos preferentes de atracción y de amor, singulares y de alguna manera únicos, para
cada uno. Como en aquella película de Gutiérrez Aragón La noche más hermosa, en la que
cada personaje, en una especial noche de eclipse, soñaba con hacer realidad el encuentro con
el objeto ilusionado de su vida. Para unos podía ser la mujer más hermosa, para otros, sin
embargo, aquel viejo plato de lentejas que su abuela cocinaba como nadie. Todo es el
resultado de un complejo juego de identificaciones y contra-identificaciones, de amores y
rechazos que configuran nuestro Yo singular y en el que los años de infancia desempeñan un
papel fundamental.
Para unos, en efecto, el objeto preferente de amor será una persona del otro sexo con
la que comprometerse a compartir la vida en un modo de acompañamiento íntimo, radical y
exclusivo. Para otros, puede ser, sin embargo, una persona del mismo sexo. Su historia le
determinó en tal sentido. Para otros puede, incluso, que se obsesionen con un objeto de amor
tan extraño como una prenda interior, un zapato o un perfume. El fetichista sabe de ello. Otros
preferirán amarse a ellos mismos con toda su radicalidad, como Narciso, muriéndose ahogado
en el intento de abrazar su imagen reflejada en el agua.
Otros, sin embargo, encontrarán su objeto de amor más alto, en la seducción estética,
en la pasión por el poder político, en la consagración a la investigación y a la ciencia. O a un
proyecto utópico de convertir la sociedad injusta e insolidaria en un Reino de Dios, donde
todos los seres humanos vivan en la fraternidad creada por un Dios Padre. Es el objeto de
amor que se hace posible por la misteriosa sublimación, a la que no puede acceder desde su
instinto biológico ningún animal. Como tampoco pueden acceder a la relación amorosa de
pareja, ni al fetichismo o, la mayoría de ellos, tampoco a la homosexualidad. Es la grandeza y
el riesgo del mundo afectivo sexual humano.
Y es que, lejos de las concepciones que en gran parte perviven aún en los rincones más
o menos amplios de nuestra mentalidad, nuestro mundo afectivo-sexual tiene mucho más que
ver con lo que ha ido derivando de nuestras experiencias de vida que con la configuración
biológica de un cuerpo de macho o hembra. El órgano sexual más importante del ser humano
-se ha dicho con razón- es el cerebro. Porque, efectivamente, es a nivel del Sistema Nervioso
Central que rige nuestro contacto con el mundo exterior, donde se va constituyendo ese
conjunto de afectos, emociones, impulsos, apetencias, rechazos y resistencias que en buena
parte determina nuestra relación con el mundo, con las personas e incluso con las ideas y los
proyectos. Detrás hay una biología, y un cuerpo, y unas zonas erógenas determinadas, en las
que la genital desempeña un papel particularmente significativo, pero detrás. Como una base y
un soporte para lo que se va a constituir como algo mucho más amplio y determinante en
nuestra vida: Eros, como motor de encuentro y unión con lo todo aquello que late en la vida.
La sexualidad humana, de este modo (a diferencia del instinto biológico animal, tan
preciso y tan limitado en sus mecanismos, desencadenamiento y realización) se expande en
toda la dinámica personal, de modo que todo nuestro ser, nuestro pensar y nuestro actuar se
encuentra, en un grado u otro, mediatizado por ella. Nuestro contacto con el mundo, con
nosotros mismo (en un sano o problemático narcisismo), con los otros por supuesto, en
tantos modos y registros como caben en las relaciones interpersonales: de amor erótico, de
amistad, de filiación o paternidad, de altruismo y acción social. También con Dios en la
aspiración a una unión, comunión y participación de su vida en la vertiente mística, amorosa,
de nuestra vivencia de fe. En la relación, incluso, con las ideas. ¿No es fácil comprobar, en
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efecto, que no todas nuestras ideas disponen de la misma intensidad en el modo en el que las
cargamos de afecto, de pasión o de entusiasmo? Por eso las buscamos, las defendemos, las
propagamos y las compartimos de modos muy diversos también. Nuestra relación con las
cosas, igualmente, se tamizan en nuestra relación con ellas de una diferente emocionalidad.
Unas nos dejan más fríos e indiferentes. Otras, sin embargo, movilizan en nosotros
sentimientos y afectos considerables. Son “objetos cargados”, queridos, retenidos, en
definitiva, amados. Todo, pues, en nuestra vida se colorea de esa sustancia que podemos
llamar libidinal, afectiva, deseante... de modo que nada hay en nosotros que no reciba su
determinación y su impacto.
3. ¿Cuáles son las dificultades que se encuentran en la vivencia y expresión del amor en
sus diversos registros? ¿cómo se intenta solucionar el conflicto?. Uno de los personajes dice:
Si me quisieras lo entenderías... ¿qué piensas a este propósito?.
Toda esta dinámica tiene lugar, además, sin que nosotros mismos podamos controlar y
ni siquiera saber qué es lo que de hecho tiene lugar en esa relación cálida que establecemos
con la vida por medio de nuestro mundo afectivo-sexual. Porque (y ahí se sitúa, sin duda, una
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de las aportaciones más decisivas y revolucionarias del psicoanálisis a la hora de
comprenderla) en gran medida ella va hundiendo sus raíces en el inconsciente, dejando, por
tanto, de ser perceptible para nosotros mismos, controlable según nuestro antojo, modificable
según nuestra conveniencia. Difícil cuestión ésta de aceptar, por lo que supone de herida para
nuestro narcisismo en su pretensión de conocer y manejar todo lo que se mueve en nosotros.
Pero como tan bellamente lo expresó Paul Ricoeur, cuando dos seres se abrazan, no saben lo
que hacen; no saben lo que quieren; no saben lo que buscan; no saben lo que encuentran.
Todo dependerá de la diversa estructuración defensiva que cada uno haya acertado a
elaborar en esta difícil dinámica. Pero habrá que admitir que cierto grado de conflictividad es
inherente a nuestra dinámica afectiva y habrá que saber aceptar serenamente que nunca se verá
del todo realizada nuestra permanente tarea de maduración personal. Pero sobre ello
volveremos a la hora de relacionar la madurez afectiva en el celibato con el tema central de
nuestro estudio, la sublimación.
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puedan ser muy liberadoras. En cualquier caso, dejando ver dimensiones pulsionales antes
completamente desconocidas.
Todo ello nos obliga a aceptar que nadie puede estar nunca plenamente seguro de
haber logrado un equilibrio y una estabilidad en este terreno. Nada está garantizado de por
vida en el ámbito de nuestro mundo afectivo sexual. En cualquier momento puede encenderse
un fuego que se creía apagado, desencadenarse una tormenta en el día más apacible y clareado
o venirse estrepitosamente abajo aquel edificio de aparente fortaleza, construido con empeño y
trabajo durante años.
Pero, además, es obligado también aceptar que todas aquellas aspiraciones rechazadas
en el ámbito inconsciente no permanecen en un estado de inerte o de mero reposo. Desde su
estado latente esas dimensiones afectivas juegan siempre un papel y una acción, tras el telón,
determinando el conjunto de la dinámica personal de quien las ignora, coloreando
pensamientos, generando atracciones y rechazos, movilizando defensas o misteriosas simpatías
y antipatías.
1. Repasa tu historia e intenta determinar tus grandes “amores”, aquellos en los que
pusiste más carga de afecto, ternura o de erotismo y pasión.
2. Intenta detectar en tu presente las ideas, las cosas y las actividades que en tu vida
están más cargadas de afecto, las que defiendes con pasión, las que se convierten, incluso, en
“puntos intocables”.
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¿qué otros aspectos de tu vida te dejan sospechar las motivaciones de orden inconsciente?
Eros busca siempre sus objetos de satisfacción. Tiende con fuerza a encontrar los
amores que fue configurando en su mente como posible respuesta y complementación a la
carencia que le constituye. Como en el mito de Platón, el ser humano aspira a reunirse con una
otra parte, de la que pareciera que fue desgajado. La media naranja, decimos. Y cada cual va
construyendo a lo largo de su singular historia unos modelos de amor, unas imágenes ideales,
unos “objetos buenos” imaginarios, íntimos, en buena parte desconocidos para uno mismo, al
tiempo que elabora resistencias, repugnancias y rechazos, tan importante también a la hora de
establecerse en una identidad determinada. Y así, nos encontramos, finalmente, con esa
dinámica particular de cada uno en la que, como antes decía, se aspira a encontrar la particular
y única “noche más hermosa”.
Pero si Eros persigue animoso el encuentro con sus particulares objetos de amor, se
verá, sin embargo, irremisiblemente frustrado en lo que constituye su demanda más radical:
anular, colmar y calmar la carencia que está en su base y que se origina en el hecho que todos
somos “seres separados”. Seres que en el día del nacimiento fueron separados del cuerpo
materno por el corte del cordón umbilical, pero que necesitarán de unos largos y complejos
procesos para asimilar profundamente esa separación que nos constituyó como sujetos
humanos.
Porque, en efecto, lo que constituye una realidad elemental y una evidencia física que
no escapa mínimamente a nuestra consideración (Yo no soy tú. Me eres, en una medida
infranqueable, distante y diferente) moviliza, sin embargo, una de las resistencias más
profundamente enraizadas en nuestro mundo afectivo. En alguna medida, persiste en nosotros
una aspiración permanente a la fusión, a la recuperación de un estado originario (cuya
representación prototípica vendría dada por la situación intrauterina) en el que no tendría lugar
distancia ni diferencia alguna. Somos de ese modo deudores de una satisfacción que
míticamente se tuvo. Y lo que fue realidad física, mediada biológicamente, el día de nuestro
nacimiento (la separación del cuerpo de la madre) no llegará a elaborarse psíquicamente sino
mucho más tarde. Sólo cuando se posea la capacidad para asumir una separación básica, sin
vuelta atrás, respecto al imaginario materno que nos convierte por eso en seres deseantes.
La separación será por siempre, sin embargo, brecha abierta, herida jamás plenamente
cicatrizada, falta de fondo, falta de ser, desfondamiento original constituyente que abre y
origina la fuerza de lo que llamamos el deseo. Dinamismo que, al mismo tiempo, nos
constituye como sujetos y que genera una aspiración latente a recuperar lo perdido. Siempre
de lo perdido canta el hombre, siempre de lo añorado, tal como escribió Agustín García
Calvo.
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paraíso que, por otra parte, nunca existió, sino en el mito elaborado por nuestra propia
fantasía. El deseo se muestra de esta manera como la ligazón a un pasado que ningún presente
acertará nunca a deshacer, aunque, a diferencia de la necesidad, no cierra en el presente y en
uno mismo sino que nos abre y nos empuja hacia el futuro y hacia lo otro.
En la sublimación son los objetos de Eros los que cambian en su naturaleza y finalidad.
No será ya una mujer ni un varón, ni será el encuentro de los cuerpos en la experiencia sexual
lo que marcará la dinámica esencial del célibe. Pero el objeto del deseo, ese oscuro objeto del
deseo, sin embargo, permanecerá como aspiración esencial de su dinámica personal. A la
búsqueda de ese objeto imposible el célibe no podrá renunciar, viéndose como todo sujeto
humano, por el hecho de serlo, en una aspiración ilusionante de lograr un apaciguamiento de
su carencia fundante de ser. Al mismo tiempo, tendrá que mostrar agallas para soportar la
imposibilidad de dar, de una vez por todas, con ese objeto ineludiblemente añorado. En
definitiva, necesitará mostrar una fortaleza y energía necesaria para asumir la ausencia que le
constituye y que le marca. Como el místico sabrá soportar, sin derrumbarse, la noche oscura,
el silencio de Dios, la soledad y el abatimiento. Y no se verá excluido de la posibilidad de que,
tal vez, algún día, como Jesús, tenga que exclamar ¿Dios mío, Dios mío, por qué me has
abandonado?
Por otra parte, sería muy importante tener en cuenta que esa aspiración última del
deseo humano no debe ser identificada alegremente con aquella otra aspiración que, en otro
orden muy diferente, expresó Agustín cuando decía: Mi corazón está inquieto y no
descansará hasta encontrar reposo en ti. Confundir esa aspiración básica del deseo, en su
registro afectivo-sexual, con la búsqueda trascendente de la realidad sobrenatural, tal como se
postula en más de un tratado sobre el celibato, resulta “tentador” en el sentido más exacto del
término: hacer cierta cosa que hay razones para no hacer (Diccionario de María Moliner).
Pero entre las muchas razones para cuestionar tal modo de pensar existe una muy
fundamental y es que de ese modo, estaríamos convirtiendo a Dios en un sucedáneo de una de
las fantasías más arcaica y regresiva: la de llegar a convertirnos en un ser que no sufriría ya de
ningún tipo de separación. Porque el ser infinito que colmaría el deseo nos proporcionaría el
todo ser y el todo tener. Imaginariamente, una felicidad completa, pero en la que la alteridad
no llegaría nunca a manifestarse. Dios, propiamente quedaría anulado, devorado, como una
parte de la única realidad que sería la nuestra, cerrados en una mónada solipsista, en la que
imaginariamente se situaría la felicidad. Algo así como entrar de nuevo en el seno de la madre
para ya no volver a nacer.
Pero no se nos reveló de ese modo el Dios de Jesús. Es un Dios que se nos presenta
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como un Otro que exige reconocimiento y respeto y que nos invita a la salida de nosotros
mismos en el respeto de la alteridad. Respeto que implica la renuncia a esa totalidad
devastadora a la que aspira el deseo infantil. En el amor humano, la aceptación de las
limitaciones del otro, la indulgencia con la que se logra aceptar la frustración que ese otro nos
provoca, deja ver una pasión que ha madurado y que se diferencia de esa típica idealización
del amor tan característica de la adolescencia y que tan fácilmente sucumbe y se derrumba ante
la frustración y los limites que el otro le impone.
Pero tan sólo cuando el deseo acierta a descentrarse de sí mismo y sabe reconocer su
pérdida, cuando enfrenta y admite el obstáculo que supone la diferencia, se pone en
disposición de salir de sí al encuentro de un tú, en el que a la vez se vive la presencia y la
ausencia y con el que, por eso mismo, se puede vivir la experiencia de la demanda y de la
ofrenda, del dar y recibir.
Es oscuro el objeto del deseo y es peligroso identificarlo con Dios. Porque a lo que
esencialmente aspira el deseo es a eliminar la separación constituyente de lo humano. El deseo,
en este sentido, es causado por un objeto faltante, no por una meta atrayente como podría ser
Dios. Es ligazón al pasado antes que aspiración de futuro, aunque, de hecho, se convierta en
motor de la inquietud y de la búsqueda permanente del ser humano. Motor de su búsqueda, sin
embargo, que no tiene por qué coincidir con el objeto último que, finalmente, se pueda
alcanzar. En definitiva, el Otro de nuestra fe no coincide, por más que hacia él nos sintamos
empujados, con el ese Otro oscuro al que aspira nuestro deseo.
También, por tanto, en la relación con Dios seguirá siendo verdad que el deseo ha de
morir a sus ciegas pretensiones para posibilitar el encuentro. Sólo en el reconocimiento de la
ausencia y de la no coincidencia, por tanto, entre la aspiración de nuestro deseo y Dios como
Otro que nos sale al paso, se abre la posibilidad de una auténtica relación. Para que no
confundamos a Dios con nuestro anhelo. Para que Dios mismo pueda también constituirse
ante nosotros como un otro libre y diferente y no como un mero alimento devorado por la
carencia que se niega a ser reconocida y aceptada.
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hayamos dicho no se haga mi voluntad sino la tuya, sólo quizás cuando en la oscuridad más
absoluta hayamos gritado Dios mío, ¿por qué me has abandonado? estaremos en plena
disposición de encontrar al Otro de nuestra fe que no coincide, por más que hacia él nos
sintamos empujados, con el Otro al que aspira nuestro deseo.
1. Móntate una película: imagina primero que vives aún en el seno de tu madre. Intenta
figurarte lo que podía ser tu existencia allí dentro. Repasa tus sentidos e intenta recoger en
ellos lo que en aquellos momentos prenatales podía ser su modo vivenciar.
2. Imagina después que asistes al día de tu nacimiento. Observa con atención los detalles y
procura revivir en ti el momento en el que cortan el cordón umbilical y te “anudan”. Intenta
experimentar lo que esto te supone en cuanto ser ya por siempre separado.
3. Rememora de nuevo los grandes capítulos de tu historia personal. Piensa, sobre todo, en los
períodos de la infancia y adolescencia. ¿Cuáles pudieron ser en tu vida los factores, las
personas, más determinantes de su dinámica afectiva?, ¿cuáles fueron tus modelos y anti-
modelos?
4. ¿Por dónde crees que se han ido fraguando tus simpatías y antipatías fundamentales, tus
atracciones más fuertes y tus rechazos más hondos?
5. ¿Qué piensas de aquellas teorías sobre el celibato que identifican el objeto último del deseo
con Dios?, ¿qué cabe pensar entonces del matrimonio?, ¿se contentan con menos?
6. ¿Reconoces a Dios como libre y diferente, no manejable, por tanto, a tu deseo?, intenta
valorar lo que el silencio y la ausencia de Dios ha podido significar en tu vida espiritual.
CAPÍTULO 2.
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Conviene recordar, no obstante, que no existe un acuerdo entre los especialistas en
cuanto a la categorización de esos objetos “socialmente valorados” que posibilitarían los
procesos de sublimación. Sabemos que Freud siempre tendió a considerar la investigación
científica (el deseo de saber, de modo más amplio) y la seducción estética como los dos
valores prototípicos mediante los cuales se lograría más idóneamente los procesos de
sublimación. En este sentido, fue Leonardo de Vinci la persona que, bajo su punto de vista,
mejor ilustraba la actividad sublimatoria. El humanista italiano, en efecto, pareció lograr un
equilibrio y estabilidad personal que le permitió rendir de modo sorprendente en estas dos
áreas, la científica y la artística, gracias a la sublimación de un mundo afectivo sexual bastante
problemático, debido a las difíciles incidencias biográficas y familiares que rodearon su
existencia. Freud, como otros autores, consideran que la orientación homosexual prevalente
en Leonardo encontró a través de su empeño y pasión por conocer e investigar y en su
creatividad para el dibujo y la pintura una derivación muy conveniente, que dio riqueza y
garantizó una estabilidad suficiente a la vida del famoso renacentista florentino. Ciencia y arte,
se presenta, pues, a los ojos de Freud como los dos medios privilegiados para la sublimación
de Eros.
Frente a la experiencia religiosa la postura de Freud fue diversa. Sabemos muy bien
que su posición respecto a la creencia fue siempre muy crítica y negativa y que, desde su
actitud de ateísmo beligerante, situó preferentemente a la religión del lado de la represión y,
por tanto, de la neurosis. Sin embargo, no le pudo escapar el hecho de que la experiencia
religiosa se muestra también como un campo particularmente favorable para derivar buena
parte del capital afectivo de las personas. En más de una ocasión reconoció, por tanto, la
capacidad sublimatoria que la religión ofrece también al ser humano.
Pero en este momento interesa resaltar que, si bien la experiencia religiosa puede
presentarse con todo derecho como valor que propicia la sublimación de nuestro mundo
afectivo, se nos presenta también como una de las dimensiones culturales que pueden venir a
favorecer de modo más intenso la represión. Más, ciertamente, que la actividad estética, la
lúdica o la intelectual, en las que no intervienen factores como el de lo sagrado que, tantas
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veces, ha parecido constituirse como elemento incompatible con las dimensiones pulsionales
de la sexualidad. También sobre ello vendremos más adelante.
Represión y sublimación se nos presentan pues como dos vías posibles, de mecanismos
y resultados muy diferentes, pero con las que la persona intenta llevar a cabo la difícil tarea de
manejar toda la carga pulsional que le es inherente a su constitución psíquica. Como vamos a
ver, el proceso de la sublimación es básico para la comprensión del fenómeno humano (el
animal no sublima) y plantea un problema muy de fondo, que es el de la capacidad para dar
una salida no neurótica a la inevitable insatisfacción de nuestros deseos libidinales.
1. ¿Qué actividades encuentras que a lo largo de tu vida te han propiciado más la actividad
sublimatoria? Repasa tus experiencias estéticas, lúdicas, intelectuales...
2. ¿Cuáles son tus sentimientos ante casos como el de Inés Blannbekin y sus experiencias
“místicas”?, ¿qué te hacen pensar sobre algunos modos de oración?
4. Valora lo que la sublimación ha jugado en tu vida dentro del área de la experiencia religiosa.
Valora los beneficios que ello ha significado para el conjunto de tu dinámica afectiva.
Todo ello significa que el “don de la sublimación” lo recibe todo ser humano por el
mero hecho de serlo. Llegar a ser humano supone, en efecto, poseer la capacidad para
sublimar pulsiones y derivarlas como lenguaje, símbolo, pensamiento y cultura. No se trata,
pues, como a veces parece sobreentenderse en ámbitos religiosos, de una capacidad particular
de seres especialmente dotados para las cosas espirituales o “sublimes”.
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Frente a todo ese conjunto de fuerzas que vitalizan, pero que desbordan también las
capacidades de control del niño, la sociedad y la cultura proporcionan la posibilidad de
canalizar buena parte de ella, ofreciendo valores que atraen nuestro interés. La cultura se nutre
de este modo y nosotros ganamos la posibilidad de integrar más fácilmente todo ese conjunto
de fuerzas que amenazan siempre con desbordarnos.
Así, por ejemplo, en el período de la segunda infancia, a partir de los seis o siete años
se inicia una etapa en la que los mecanismos de sublimación van a desempeñar un papel
fundamental. El niño o la niña se abren a un mundo más amplio que el de la familia, donde
tuvieron hasta entonces concentrado lo más denso de sus aspiraciones afectivas. La sociedad
lo aprovecha y mediante la escolarización ofrece todos un abanico de intereses donde los
pequeños podrán volcar buena parte de su energía pulsional, transformándolas mediante la
sublimación. Es época propicia para aprender, para abrir el campo de relaciones, para el juego
y la imaginación, para la catequesis, etc. Todas estas instituciones culturales se podrán así
beneficiar de ese capital energético que el individuo ha tenido que separar de su ámbito
familiar y que le crea el problema de encontrar una canalización adecuada para no verse
desbordado.
También el inicio de la vida profesional se presenta como una etapa en la que los
mecanismos de sublimación desempeñan un papel importante. De este modo, la sociedad se
beneficia y, simultáneamente, el sujeto encuentra una posibilidad para integrar mejor su mundo
afectivo sexual y consolidar la fortaleza de su propio Yo. La sublimación se deja ver así
también como uno de los mecanismos más influentes en la formación y desarrollo de la
personalidad. Porque si con la sublimación la cultura se nutre, mediante ella también el
individuo se va constituyendo a sí mismo.
El desarrollo inicial del Yo, de todo Yo, necesita, en efecto, ganar un espacio de
autonomía frente a las fuerzas instintivas y a los peligros de regresión que ellas siempre le
suponen. Para ello ese Yo, se ve forzado a neutralizar, a transformar su propia pulsionalidad
mediante el recurso de la simbolización. La sublimación, de ese, modo se constituye en un
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medio eficaz de atemperar la fuerza de las pulsiones primeras y de posibilitar, mediante la
simbolización, el trascender los objetivos originales de esas pulsiones, convirtiéndolos en
habilidades refinadas y creadoras. Se convierte así en una vía importante para la formación de
los rasgos de carácter. Una progresiva renuncia a pulsiones constitucionales, cuyo quehacer
podría deparar un placer primario al yo, parece ser una de las bases del desarrollo humano,
afirmaba Freud. Nos construimos, pues, nosotros mismos gracias también a ese mecanismo de
la sublimación.
Hasta dónde puede llegar cada sujeto en el propósito de sublimar su energía libidinal
no es cuestión que se pueda averiguar fácilmente. Y puede muy bien suceder que las
capacidades reales de un individuo no puedan seguir con facilidad lo que determinados deseos
o ideales de vida pretender imponer, en el caso que nos preocupa esencialmente, los ideales de
vida consagrada en el celibato. La sublimación, no lo podemos olvidar, no es una cuestión de
mera voluntad o de propósitos más o menos elevados. Se necesita de ellos, ciertamente, pero
sólo con ellos no se logra desencadenar y llevar a buen término el proceso. Dicho en pocas
palabras, se sublima lo que se puede, no lo que se quiere.
Toda una dinámica personal, construida a partir de las disposiciones naturales y, sobre
todo, a partir de la configuración que adquirió el propio Yo según las identificaciones y contra-
identificaciones que se llevaron a cabo (esos “quiero ser como” o “no quiero ser como” que
nos constituyen), van a permitir o van a obstaculizar el juego de las sublimaciones y el grado
en el que los diversos sujetos podrán llegar en la renuncia de unos aspectos u otros de su vida
sexual y afectiva. Es necesario insistir en que una vida célibe necesita, evidentemente, del
empeño personal. Pero que no basta el mero empeño para sostenerla. Los errores al respecto
pueden entrañar el pago de un alto precio. A los más débiles, a los que se pide más de lo que
pueden sublimar, sucumben a la neurosis, nos recordaba Freud.
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Taller de reflexión y diálogo 2.2.
1. Repasa actividades sublimatorias que estén a tu alrededor en la vida de las personas con las
que vives y con las que trabajas: en niños, adolescentes, adultos.
4. ¿Qué se te ocurre pensar sobre la frase: “Sublima el que puede, no el que quiere”?
El factor educación deja ver así su relevancia para hacer más o menos posible la
sublimación. Son los ideales del Yo los que, a través de las identificaciones que se van
realizando en el desarrollo de la personalidad, podrán atraer para sí parte de la energía libidinal
que se deriva hacia los nuevos objetivos culturales. Así pues, cuando los modelos de
identificación, a través de los cuales se construye y transforma el propio Yo, muestran
primariamente la realización directa de los deseos pulsionales, las capacidades para la
sublimación se van a ver seriamente disminuidas. Cuando, por el contrario, esos modelos de
identificación dejan ver incorporados los valores e ideales del propio contexto cultural, la
capacidad de sublimación no quedará garantizada, pero sí contará con más probabilidades de
realizarse.
Imaginemos los modelos de identificación que encuentra un niño o una niña en una
favela de Río de Janeiro, donde lo que aparece ante sus ojos es un mundo de sexualidad pura y
dura, de promiscuidad o de estimulación permanente al contacto erótico y genital. Lo que de
sí mismo va construyendo es, con toda probabilidad, una identidad en la que sus deseos
pulsionales van a tender una realización directa e inmediata. Podría ser también, que como
reacción defensiva, buscara por todos los medios evitar de sí mismo tales comportamientos,
recurriendo a la represión. Pero difícilmente iba a elaborar su mundo afectivo-sexual por la vía
de consagrarse a unos valores culturales que tan ausentes estuvieron en su vida como posibles
objetos de atracción.
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institución. Evidentemente, las condiciones para que la sublimación pudiera llegar a tener
lugar son muy diferentes. El juego, será siempre complejo y, sin duda, las variables que
intervienen son muchas y no siempre fácilmente detectables. Pero parece evidente que estos
factores educacionales juegan de un modo poderoso para favorecer o no los procesos de
sublimación necesarios en una consagración religiosa virginal. Si, en ocasiones, puede resultar
ilusoria e, incluso, destructiva la pretensión de imponer a todos los sujetos la misma normativa
sexual, con independencia de lo que Freud llamo la “economía libidinal” de cada uno, del
mismo modo habría que plantearse también la oportunidad de pretender equiparar a todos por
igual en la vida célibe, con independencia de los contextos socioculturales en los que éste se
pretende manifestar.
Para terminar este apartado sobre las relaciones existentes entre sublimación y factor
educacional, cabe plantearse también el papel que desempeña la formación de los jóvenes
religiosos y religiosas en tanto que propulsora de ideales que favorezcan sana y
convenientemente la sublimación. Cabe interrogarse, por ejemplo, sobre en qué medida los
ideales propuestos engarzan auténticamente en el Ideal del Yo de los formandos o quedan
como una superestructura más o menos superpuesta a su dinámica general. Como también
cabe preguntarse hasta qué punto se favorece convenientemente que el proyecto específico del
propio grupo religioso sea recogido por ese Ideal del Yo y sea investido, cargado de afecto, en
lo que tradicionalmente podríamos llamar el “amor a la propia vocación”. Un amor que,
ciertamente, deja ver una dimensión narcisista, pero que habría que considerar y valorar como
elemento favorable para enlazar con ese amor al Reino, en el que ya el individuo se olvida de
sí mismo para ponerse en función de los otros. Se ama la propia vocación como medio para
lanzarse al amor por el Reino. Un saludable narcisismo colabora, pues, con la dinamización del
amor a la alteridad. Volveremos también sobre el tema.
2. ¿Qué piensas sobre los modos uniformes que se pretenden en la vida celibataria eclesial con
independencia de los contextos socioculturales en los que se fragua la dinámica afectiva?, ¿ves
viable y razonable que el celibato tenga que ser el mismo en una cultura centroafricana que en
una centroeuropea?
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3. ¿Qué relación podrías señalar entre propuestas eclesiales sobre el celibato (como ley y como
carisma) y las actitudes de fondo de la institución eclesiástica sobre la sexualidad?, ¿qué efecto
crees que tienen esas propuestas?
4. ¿Cuáles son los sentimientos y afectos que alberga respecto a tu propia vocación y
carisma?, ¿Crees que en el periodo de formación fue suficientemente estimulado el amor al
propio carisma?, ¿Lo fue en sus aspectos fundamentales o en sus aspectos anecdóticos? ¿con
qué resultado?
La relación existente entre la capacidad sublimatoria y los ideales del Yo nos obliga a
considerar una cuestión importante. Me refiero a la impregnación narcisista que el proceso de
sublimación trae aparejado necesariamente. En efecto, para llegar a establecerse una
sublimación existe un paso obligado: aquel en el que se lleva a cabo una condensación de la
afectividad sobre por el propio Yo, en sus aspectos ideales. Según hemos visto, sin este paso
por el Ideal del Yo no hay sublimación. Pero no podemos olvidar que ese Ideal del Yo es una
estructura de la personalidad vinculada a la propia imagen, a la propia y querida imagen,
habría que añadir.
El Ideal del Yo, en efecto, es, por decirlo en término que todos podamos fácilmente
entender, como la “imagen guapa” que todos tenemos de nosotros mismos a modo de
prototipo o modelo de lo que nos gustaría llegar a ser. Cada cual va construyendo su propio
Ideal del Yo conforme a las identificaciones y modelos externos que vamos apropiando como
parte nuestra. Para unos su Ideal del Yo será ser particularmente inteligente al modo de un
pequeño Einstein. Para otros su Ideal se configurará conforme al modelo de la simpatía y el
éxito social, para otros en alcanzar la virtud de su santo más admirado. Todos, de una manera
u otra, vamos así configurando esas referencias ideales para nuestro Yo. Necesitamos de ellas
como motor de crecimiento y estímulo para avanzar más allá de lo que nuestro Yo real es en
cada momento. El Ideal del Yo introduce así una tensión saludable entre lo que somos
realmente y lo que nos gustaría llegar a ser. Cuando la tensión es extrema, sin embargo, nos
vemos confrontados al peligro de vivir en la insatisfacción permanente con nosotros mismos, a
ser víctimas de lo que vulgarmente ya se conoce como “sentimiento de inferioridad”. Nunca se
está a la altura, porque el Ideal del Yo ha puesto el listón excesivamente alto. Es lo que puede
ocurrir, por ejemplo, cuando un sujeto pretende una consagración en la virginidad para la que
su Yo real no está preparado.
En cualquier caso, lo que interesa resaltar en este momento es que ese Ideal del Yo es
una estructura de personalidad ligada al narcisismo Se constituye, en efecto, con los restos del
narcisismo infantil. Esa es su factura, el material con el que fue elaborado por cada uno. Lo
cual trae consigo, según vamos viendo, que el proceso de sublimación se vea necesariamente
ligado en sus inicios con la dimensión narcisista de la personalidad. Es un dato significativo
que no conviene olvidar, porque él nos plantea problemas y riesgos importantes a la hora de
evaluar los procesos de sublimación que el celibato implica.
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como héroe o heroína de las misiones, como líder que libera de la esclavitud y de la pobreza,
como pastor cuidadoso, rodeado y querido por su rebaño, como madre que cuida y protege
enfermos y desvalidos o en un encendido arrebato de contemplación y amor de Dios forma
parte, a veces crucial, del proceso por el que la sublimación se inicia en el sujeto.
La propia imagen, a través de los ideales que se fueron construyendo en las diversas
identificaciones previas, polariza el propio deseo pulsional y lleva a cabo su trabajo de
transformación de ese mismo deseo. Es así, en efecto, como se lleva a cabo esa misteriosa
desexualización de la libido que tantos quebraderos de cabeza dio a la hora de teorizar el
concepto de la sublimación. La cuestión importante, y que posteriormente retomaremos, es la
del obligado paso que luego habrá que llevar a cabo desde ese Ideal del Yo, que se ha hecho
depositario del afecto, hasta el nuevo objeto de amor que, para nosotros, no puede ser otro
que el del Reino de Dios.
Toda esta dinámica que examinamos encuentra, sin duda, una ilustración ejemplar en el
caso de un proceso como el que vivó Ignacio de Loyola en los inicios de su conversión.
Merece la pena que nos detengamos sumariamente en ello.
Ignacio había vivido en una dinámica, propia de la del caballero medieval, impregnada
de un narcisismo muy preponderante. Era ese “vano honor del mundo” al que tantas veces se
referiría en su vida posterior como uno de los obstáculos más importantes para acometer el
seguimiento de Jesús. La gloria, la mirada de los demás, el triunfo en la conquista de sus
empresas militares, cortesanas y mujeriegas constituía el motor básico de su existencia. Era,
probablemente, la propuesta más determinante de su Ideal del Yo. Al ver truncado de modo
repentino su antiguo ideal, Ignacio se vio sometido a una crisis existencial tan profunda que,
según el parecer de algunos especialistas actuales, le condujo a una situación cercana a la de la
psicosis. El proyecto donde había puesto todo su interés, su afecto, su pasión de caballero
medieval había quedado destruido repentinamente. La herida que le derrumbó en el campo de
batalla afectó así a su dinámica afectiva de modo más grave y más radical que a la pierna que
le obligó a retirarse a la casa solariega de Loyola. Todo un trabajo psíquico importante se
inició entonces en orden a reestructurar el conjunto de su personalidad. Es el tiempo de la
conversión.
Ante su mirada desfilan ahora unos nuevos héroes en los que nunca antes había
concentrado su atención. Son los santos cuyas biografías leía en su convalecencia. Nuevos
modelos de identificación que, paulatinamente, van instalando un renovado Ideal del Yo en su
interioridad. Nuevas hazañas también van apareciendo como posibles ante sus ojos: Santo
Domingo hizo esto; pues yo lo tengo de hacer. San Francisco hizo esto; pues yo lo tengo de
hacer... La vida de Ignacio va iniciando así un giro, del que ni siquiera él mismo podía
sospechar hasta dónde le llevaría. Todo cobra otro sentido, otro interés. Un mundo
radicalmente diferente se va configurando ante sus ojos. Y sin embargo, hay algo de base que
permanece aún idéntico en muy buena medida. Se trata de su estructuración fuertemente
narcisista.
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también ahora se sitúa ante la mirada imaginaria de los otros. “Se ve” de santo, como antes “se
veía” de caballero. Proyecta una mirada de sí mismo a la mirada imaginaria de los otros.
Todos unos profundos procesos internos tendrán todavía que llevarse a cabo para que,
finalmente, Ignacio renuncie a centrarse en su mirada y auto-contemplación heroica para pasar
a centrar su interés, su pasión, su preocupación y su afecto en una tarea y un proyecto
histórico, en el que la mirada ya no es de sí mismo ante el espejo, sino dirigida hacia los pasos
de Jesús a quien sigue en la realización de un proyecto histórico determinado.
El peligro será siempre el de permanecer por siempre ahí, en una idealización narcisista
de sí mismo (por más que esa imagen sea la de una impresionante entrega sacrificial), o
proseguir el proceso en un nuevo, transformado y real interés por los otros. Se puede ser
célibe por causa del Reino o se puede ser célibe por la causa del propio engrandecimiento
narcisista. Hay muchos célibes que, en efecto, mantienen una integridad perfecta en el terreno
de la castidad, pero tan sólo como expresión de una perversa concentración de su energía
libidinal en la imagen adorada de sí mismos. El proceso de sublimación quedó bloqueado en
sus primeros pasos. Pues si el Ideal del Yo juega como desencadenante del proceso
sublimatorio, luego, una vez iniciada la dirección que marca ese Ideal, el deseo pulsional ha de
desprenderse del propio Yo para volverse a la alteridad de un nuevo objeto, que es el que ha
de condensar la energía afectiva del sujeto. El Ideal del Yo se constituye, pues, tan sólo en
una estación de paso. Desde ahí, el deseo pulsional ha de emprender de nuevo su camino para
encontrar, fuera ya de uno mismo, su nuevo objeto de amor.
Del mismo modo, si en el apartado anterior me refería a ese saludable narcisismo que
habría que favorecer en el amor a la propia vocación como parte del Ideal del Yo de los
formandos, también en ese caso tendríamos que andarnos con precaución. Existe,
efectivamente, el riesgo, especialmente acentuado en nuestros días, de concentrar en esa
propia vocación y carisma lo más importante del proyecto. Nos encontraríamos así en la
absolutización de un medio, en la intensificación de un narcisismo que no juega ya como
trampolín para saltar a la alteridad, sino como fin que se encierra en la autocomplacencia.
Insisto que hoy vivimos un especial peligro de venir a caer en esa trampa.
1. Recapacita sobre tu propio Ideal del Yo ¿qué rasgos prevalente lo constituyen? ¿cuál es la
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imagen “guapa” que tú tienes de lo que te gustaría llegar a ser?
2. ¿De qué modo se ha establecido la relación entre tu Yo real y tu Yo ideal?, ¿hasta qué punto
esa relación favoreció tu crecimiento y hasta qué punto lo entorpeció por exceso o defecto de
Yo ideal?
3. Repasa el caso de Ignacio de Loyola. Trae a tu memoria otros casos en los que se perciba
una dinámica análoga: la del narcisismo de “ser santo”.
4. Evalúa la dinámica actual de “propaganda de la casa” que parece llevarse a cabo en muchos
grupos religiosos. Intentar delimitar los aspectos positivos y negativos del amor a la propia
vocación, al propio carisma.
La sublimación, en efecto, no puede nunca llegar a ser completa, a canalizar el cien por
cien de lo que es nuestro deseo pulsional. Siempre permanecerá un resto de nuestra
sexualidad, particularmente en sus dimensiones más genitales, que mantendrá viva sus
aspiraciones más originarias, sin que la sublimación pueda hacer nada por transformarlo y
derivarlo hacia otro tipo de actividad. Permanece, pues, en su aspiración primera de obtener
un placer sexual directo y en su registro más primitivo y natural.
Así, pues, parece como si la naturaleza, sabiamente, quisiera dejarnos una constancia
permanente e inmutable de nuestras raíces biológicas e instintivas. De ese modo, será más fácil
retener la lúcida aseveración de Pascal de que si cometemos el error de pensar que somos
ángeles, nos convertiremos en bestias.
Ahí queda, pues, siempre ese margen de nuestra condición biológica, en su dimensión
más primitiva e instintual, para que recordemos siempre que, a pesar del proceso típicamente
24
humano de la sublimación, vivimos enraizados también en el mundo animal. Siempre, por
tanto, se nos hará presente, de un modo u otro, nuestra condición de cuerpos deseantes en
ese nivel primero, biológico y genital. La sublimación no podrá hacer nada por remediarlo.
Gracias a Dios, habría que decir, porque, efectivamente, resulta siempre peligroso para el ser
humano olvidar el lugar de dónde procede y las raíces que le ahondan en la materia. La
genitalidad, pues, permanecerá siempre viva en quien se compromete por la vía celibataria y se
mostrará siempre abierta y disponible como virtualmente posible en un momento dado.
Ante este hecho innegable, surge la interrogación sobre las posibilidades de efectuar
una renuncia a esas llamadas de nuestra instintividad sexual sin daño psíquico alguno o si
necesariamente nos veríamos confrontados a una mutilación de nuestro ser, que no podría sino
dejar sus huellas traumatizantes. La idea vulgarizada de la represión como elemento patógeno
puede inducir, en efecto, a pensar en las consecuencias negativas que llevaría siempre consigo
la renuncia a satisfacer las demandas más primitivas de la sexualidad.
25
Sin embargo, se hace obligado afirmar que frente a las demandas pulsionales caben
diversas salidas y no todas de iguales repercusiones para la salud psíquica. Cabe, desde luego,
ofrecer la satisfacción demandada por el organismo. Cabe también la vía de la sublimación que
venimos analizando. Se puede emprender igualmente el camino de la represión, que elimina de
cuajo la posibilidad de una satisfacción. Sobre todo ello volveremos más adelante. Pero cabe
también llevar a cabo una renuncia a la pulsión que se hace de modo consciente, ya sea en
razón de determinadas circunstancias de la realidad o en razón de determinados principios
éticos del sujeto. En este último caso nos encontramos con una vía diferente de la de la
represión, tanto en su modo de funcionamiento como, sobre todo, en sus repercusiones sobre
la salud psíquica. Esa renuncia consciente a la pulsión puede constituirse, incluso, y en
determinadas circunstancias, como un pilar que ayude a iniciar los procesos de la sublimación.
Para ello, es importante, sin embargo, que la oposición al deseo se haga de un modo sereno,
no violento, ni llevada a cabo por unos rígidos y amenazantes sentimientos de culpabilidad. No
son los sentimientos de culpa los mejores amigos de la sublimación. Prefiere ésta entenderse
con los ideales y propuestas que el Yo le hace.
1. Intenta detectar en tu propia dinámica afectiva los componentes sexuales que no han sido
transformados por la sublimación y la relación que mantienes con ellos.
3. ¿Qué actitud crees que es la que se alienta en los períodos de formación respecto a las
dimensiones genitales de la sexualidad? Si crees que se ha evolucionado con el tiempo en este
aspecto, señala cuáles serían esos cambios y cuáles crees que estarían todavía por darse.
En sus orígenes dentro del área psicológica el término de sublimación fue extraído del
romanticismo alemán, en el que se empleaba para definir la elevación estética común a todos
los seres humanos y de los que algunos parecen especialmente dotados. Algo, como podemos
ver, vinculado a la capacidad para elevar la realidad material al reino espiritual de la belleza.
Nietzsche, en particular, hizo uso frecuente del término aplicándolo tanto al instinto sexual
como a los agresivos. Las buenas acciones, son malas acciones sublimadas, afirmó en alguna
ocasión.
Tampoco se ve, en efecto, por qué razón un valor cultural determinado tenga que ser, a
priori, más elevado que una realización del deseo pulsional, ni que siempre haya que considerar
como un éxito desexualizar las energías vitales en beneficio del culto a María o de cualquier
otro aspecto de la experiencia religiosa. Es un hecho reconocido que, desde el principio, el
concepto de sublimación se vio con un enorme peligro de incluir juicios de valor en su misma
comprensión psicológica. Y si esto ya ocurrió en los planteamientos más estrictamente
psicoanalíticos, el peligro ha sido aún mayor cuando el concepto fue manejado en los ámbitos
de la espiritualidad y la vida religiosa.
De ahí, que resulte inevitable la sospecha de que, con demasiada frecuencia, en muchos
cantos y cultos de la sublimación lo que se esconde, de hecho, es una poderosa y muy
problemática actitud defensiva frente a la sexualidad y a los fantasmas que ella suele llevar
aparejados. Es muy fácil encontrar en determinados discursos espirituales que hacen amplio uso
de este término psicoanalítico las huellas de un tipo de idealización de la virginidad que, en
realidad, poco tiene ya que ver con la sublimación y que responde más bien a un falseamiento
peligroso de lo que supone la renuncia a la sexualidad. Se idealiza la renuncia, es decir, se le
confiere una perfección interesada, sin interrogarse sobre una cuestión fundamental, si es que
se quiere hablar de sublimación: la de averiguar si esa renuncia responde o no a un proceso de
auténtica transformación de las fuerzas afectivas, única vía a través de la cual se puede lograr
una sana liberación de las mismas. En definitiva, con la mera idealización y los lirismos que la
suelen acompañar, se nos da gato por libre, cuando en la auténtica sublimación lo que nos
encontramos es al animal bien cocinado. Así, pues, “ni es oro todo lo que reluce”, ni todo se
puede sublimar, ni es sublimación de todo lo que se dice.
Porque la sexualidad y los fantasmas que ella despierta se encubren, en efecto, con
suma facilidad en muchos tipos de racionalizaciones. Las que la psicología ofrece gozan hoy de
especial prestigio. De ahí que no sólo en la teoría, sino también en la práctica se pueda estar
haciendo uso de determinados tipos de psicoterapias que, utilizando una teorización y unas
técnicas supuestamente científicas y “neutrales”, estén encaminadas de hecho a favorecer unas
pseudo-sublimaciones, que no son sino máscaras con las que encubrir defensas represivas.
1. En una gran comunidad religiosa llegaron unos gatitos. Al poco tiempo se convirtieron en el
objeto de los cuidados, cariños, mimos y caricias de buena parte de la comunidad. Se
disputaban el amor de los pequeños felinos. La rivalidad y los celos se dejaban ver claramente.
Y el afecto circulaba en estos vínculos de “amor”. Pero un buen día, alguien que no soportaba
tanta emoción y afecto al aire y a la vista de todos decidió cortar por lo sano: no dudó en matar
a todos los pobres gatillos. Podéis imaginar la rabia, el dolor y la tristeza de todos los que tan
repentinamente se vieron confrontados a un proceso de duelo: es decir, dar por perdido en el
interior algo que se ha perdido realmente fuera.
4. ¿Serías capaz de detectar relaciones en las que se dejen advertir la sublimación de dinámicas
sado-masoquistas en el campo de la vida religiosa?
5. Expresa tu opinión sobre el uso que en los ámbitos clericales se ha solido dar al concepto y a
la idea de sublimación. Se podrían citar textos o discursos sobre la virginidad en los que hayas
encontrado una tal idealización del tema que, en vez de contribuir a esclarecerlo, se tenga como
resultado un inducir sentimientos de culpa o el fomento de actitudes narcisistas.
2.7. La devaluación del celibato.
Si las defensas frente a nuestro mundo afectivo-sexual son eternas y se pueden encubrir
con racionalizaciones e idealizaciones de todos los tipos y conforme a todos los tiempos,
también es verdad que el deseo pulsional puede recurrir a otros muchos mecanismos,
racionalizaciones también, con las que sortear las dificultades que se le oponen y salir así
victorioso en sus pretensiones menos confesables. Tanto el tabú como la fascinación
acompañan y fácilmente plantean dificultades a la conveniente elaboración de las fuerzas
sexuales. Si hay teorías para reforzar encubridoramente a la represión, también las hay para
eludir las posibilidades de una sana y conveniente renuncia. Los nuevos tiempos dan para una
cosa y otra.
Son muchas las transformaciones que se han producido en nuestro tiempo respecto a la
idea y la vivencia de la sexualidad. Muchas de ellas generando unos sanos replanteamientos de
las conductas y actitudes de fondo y otras también dando lugar a graves falsificaciones y
manipulaciones de todo este mundo íntimo nuestro. Pocas revoluciones han tenido, en efecto,
el calado de los cambios que se han producido en las ideas y, lo que es más importante, en las
vivencias respecto a la sexualidad. Todo ello nos afecta, sin duda, a cada uno de nosotros e
influye, queramos o no, en nuestras posiciones y actitudes más hondas, despertando temores y
deseos que no siempre seremos capaces de identificar y de reconocer. Estamos muy lejos de
aquella glorificación de la pureza que se vivió en nuestros ambientes no hace tantos años como
nos puede parecer desde lo que hoy pensamos, vemos y vivimos en este campo. Hay una nueva
conciencia creciente sobre el papel importante que la sexualidad desempeña en la vida de las
personas así como de los mecanismos represivos y neurotizantes que durante tiempo
pretendieron mantenerla como una realidad demonizada.
Es un hecho innegable también que vivimos hoy una auténtica devaluación sociológica
del celibato consagrado y que los poderosos motivos y estímulos hace años existentes para esta
opción de vida se ven hoy muy debilitados y empobrecidos. En grandes sectores de la
población se ha pasado de considerarlo algo heroico y sublime, con un claro valor testimonial
escatológico, a algo incomprensible y desprovisto de sentido. Tanto que nos vemos obligados a
interrogarnos si es ya un objeto “socialmente valorado” que, como hemos visto, es una de las
características de los objetos de la sublimación.
Muchos jóvenes de hoy, según muestran los estudios, parece mostrar una gran
admiración por la vida religiosa. Pero al mismo tiempo encuentran en el compromiso por el
celibato una dificultad importante para pensar en ella como una posibilidad en sus vidas. Al
mismo tiempo, el celibato se ha visto sometido a fuerte crítica tanto dentro como fuera de la
Iglesia. Son miles los que han abandonado la vida religiosa o el ministerio sacerdotal activo
para contraer matrimonio. Los medios de comunicación han publicado historias sensacionales
de infidelidad y de abuso. De todas partes del mundo llueven preguntas acerca del significado y
del valor de la castidad sacerdotal y religiosa.
El hecho es que, incluso para los que siguen optando por la vía del celibato, lo hacen
desde una concepción de la sexualidad y de la virginidad muy diferente de la que existía hace
años. Son hijos de una nueva cultura al respecto. Sorprende comprobar, en efecto, que hoy los
jóvenes candidatos al sacerdocio o a la vida religiosa muestran una valoración muy diferente de
los comportamientos sexuales y que el sentido de la virginidad no se ve introyectado ni
valorado en la misma medida que hace no muchos años. Globalmente, no parece que la opción
por esa virginidad se constituya como un motivo central para llevar a cabo la opción por la vida
religiosa. En más de un caso se opta por la vida religiosa “a pesar” de que incluye la opción por
la virginidad y es con relación al voto de castidad donde suelen encontrar más resistencia. No
digamos en el caso de la opción por el sacerdocio al margen de la vida religiosa.
Por otra parte, en la opinión de buena parte de los candidatos a la vida religiosa o
sacerdotal la valoración que se hace y los sentimientos que se despiertan con relación a una
serie de comportamientos sexuales son notablemente diferentes de lo que podíamos encontrar
hace años. La masturbación, la homosexualidad, las relaciones prematrimoniales son valoradas
de modo muy diverso y, en general, con un tono menos dramático y con una evidente
disminución del rigor moral de antaño. Muchos de ellos han vivido experiencias en ese orden
de cosas sin la carga de culpabilidad que jóvenes de otra generación hubieran llegado a sentir.
Se manifiesta sin más que los profundos cambios en la idea y la vivencia de la sexualidad que
marca a nuestra época afecta igualmente a quienes contemplan la posibilidad de un compromiso
en la vida religiosa.
Así, pues, parece que hoy en día resulta difícil sustraerse a la impresión de que el
celibato está como asediado desde frentes diversos, hasta el punto de que muchos llegan a
poner seriamente en duda su conveniencia y hasta su viabilidad. Es un hecho que en amplios
sectores de la población tiene lugar una suerte de mitificación de las relaciones sexuales,
considerada por muchos como remedio de todos los males o como un factor imprescindible de
madurez, normalidad y equilibrio personal. Igualmente, se extiende hoy la creencia de que una
renuncia tan radical como la del celibato tendría que entrañar necesariamente riesgos y peligros
imposible de sortear.
2. Ejemplifica la actitud de “glorificación” del sexo y de las relaciones sexuales a las que
actualmente asistimos. ¿Qué te parece, por ejemplo, que se publiquen libros sobre “mil maneras
diferentes de masturbarse”?
3. ¿Qué análisis y juicio se podía dar de la dimensión exhibicionista que se advierte en los
programas de T.V. como los de “Gran hermano” u otros parecidos?
4 ¿Cuáles serían para ti los aspectos más positivos que han tenido lugar en los cambios de la
idea y la vivencia actuales de la sexualidad?
5. ¿De qué modo crees que todo ello afecta a la vivencia del celibato? Si tienes posibilidad
podías ver y comentar la película “La Misa ha terminado de N. Moretti”: un joven cura se ve
asediado por todo este cambio al pasar de una pequeña comunidad rural a una gran ciudad.
8. ¿Qué piensas sobre la necesidad que algunos proclaman de repensar a fondo la vida religiosa
para acomodarla a unas referencias culturales nuevas en las que la sexualidad se considerada de
modo tan diferente?
Frente a estos estados de opinión y estas nuevas actitudes y vivencias íntimas respecto a
la sexualidad puede resultar problemática, en efecto, la afirmación de que una vida consagrada
en virginidad pueda desarrollarse en plenitud. Y, sin embargo, tanto desde el punto de vista
teórico como desde la constatación de los hechos, parece obligado afirmar que la sublimación
como proceso psíquico sigue haciendo viable una opción como la del celibato evangélico.
Pero es un hecho constatable para quien tenga ojos y quiera ver que el desequilibrio y la
madurez se encuentran igualmente repartido entre casados y célibes y que la psicología clínica
no ha podido diferenciar una patología específica del estado celibatario. Son muchos los
hombres y mujeres, por lo demás, los que a lo largo de la historia y en nuestro tiempo han
acertado a vivir en plenitud humana desde la renuncia al ejercicio de la sexualidad en sus
dimensiones eróticas y genitales y han manifestado una amplia capacidad para trabajar
creativamente y para relacionarse sin dificultades con los otros.
Fue reconocido por el mismo Freud que existen individuos que, sin daño alguno,
pueden infligirse la privación al ejercicio de la sexualidad mediante la vía sublimatoria. En ellos
vienen a coincidir psicoanalistas y psicólogos clínicos de diversas orientaciones, pero que
poseen en común una percepción honda de lo que es el complejo mundo afectivo sexual
humano y, en particular, de su admirable plasticidad. Gracias a ella, ese potencial se puede
canalizar en registros muy diferentes, según la psicodinámica particular de cada uno. El
celibato, sin duda, puede ser uno de ellos. Y es un dato cuya comprobación está al alcance de
todos el de la existencia de personas célibes que ponen de manifiesto una dinámica global de
personalidad no sólo equilibrada y estable sino también rica, estimulante y fecunda en su ser y
en su interacción con los otros.
Existen sujetos, en efecto, que pueden encontrar por la vía del celibato una serie de
importantes compensaciones que vienen a hacer más llevadera la carga de sus conflictos. Esos
conflictos van a estar ahí permanentemente, es posible que no lleguen nunca a ser personas que
destaquen por el grado de su madurez y plenitud de vida. Pero, al mismo tiempo, desde su
“pobreza psíquica” pueden lograr para sí mismos una relativa estabilidad, un grado suficiente
de felicidad y una posibilidad para ofrecer a la comunidad cristiana unos servicios muy dignos.
A propósito del equilibrio en la vida celibataria, P. Chauchard afirmaba, con razón, que
hay desequilibrados más equilibrados que los llamados desequilibrados: los que, conscientes de
su debilidad y su desequilibrio, sufren por ello, no se instalan en él y buscan, sin éxito total,
con caídas y retrocesos, el progreso hacia el equilibrio. Por el contrario, el equilibrado,
instalado y aparentemente sin problemas, de hecho está bloqueado neuróticamente y sólo tiene
un equilibrio aparente. Su pretendida fuerza es la represión de su debilidad.
1. ¿Que impresiones tienes sobre la mayor o menor sanidad psíquica entre clérigos y seglares?,
¿dónde crees que hay mayores conflictos, neurosis o desequilibrios personales?, ¿qué papel
jugaría, en un sentido u otro, el ejercicio de la sexualidad?
2. Trae a la memoria las personas que a tus ojos vivieron el celibato en fidelidad y mostraron
una plenitud de vida y una sanidad ejemplar en sus relaciones consigo mismo y con los otros.
3. Si viste o tienes ocasión de ver la película “Sacerdote” de A. Bird ¿qué juico te merece sobre
la visión que da la fidelidad al celibato?
4. ¿Qué aspectos negativos crees que ha traído en tu vida la renuncia a la sexualidad, aun
cuando creas que tal renuncia en el celibato ha merecido la pena y te haya proporcionado otros
elementos de equilibrio y desarrollo personal?
6. Piensa en personas célibes que, sin llegar a mostrar un grado eminente de madurez y plenitud
han encontrado en la vida consagrada un camino de estabilidad, felicidad y un modo de servir a
la comunidad de fe. Recuerda en sujetos desequilibrados que has conocido y que consideras
que son más sanos que muchos “equilibrados”.
CAPÍTULO 3.
Si la sublimación consiste en un cambio del objeto y del fin del deseo pulsional, para el
célibe cristiano su objeto no podrá ser otro sino el del Reino de Dios. De ese proyecto utópico
hace su objeto de amor, sin pasar por la mediación de la pareja, tal como hará el seguidor de
Jesús que opta por el matrimonio. El célibe centra lo más radical de su deseo en la construcción
de una sociedad digna del ser humano y digna de Dios y es ahí también donde pondrá sus
anhelos y donde encontrará también sus gratificaciones más importantes. Es la pasión por un
proyecto de transformación de la realidad humana que, dinamizado por la utopía, aspira la
constitución de una fraternidad entre todos los hombres y mujeres, como hijos todos de un
mismo Padre. Su historia personal, su dinámica afectiva, sus cualidades (que en fe llamará sus
“carismas”), todo a la vez confluye para elaborar una vocación personal en la que será
directamente el Reino de Dios el objeto de su pasión.
Objeto directo para su deseo. Porque para el seguidor de Jesús comprometido en una
vida de pareja, será igualmente el Reino su objeto último, condensador también de su
inquietud, de su interés y de su anhelo. Pero, a diferencia del célibe, lo hará por la mediación y
compañía de un objeto más cercano, único, un tú concreto con el que vivirá el ejercicio y
desarrollo de las dimensiones eróticas y genitales de la sexualidad, con la posibilidad, además,
de crear una familia. El célibe, sin embargo, opta por constituir el Reino como su más directo
objeto de atracción, sin mediación ni compañía de alguien que de modo único, íntimo y
exclusivo acompañe y comparta el proyecto. Eso es justamente lo que el célibe se verá remitido
a la tarea de sublimar. Porque quiere favorecer en su persona una especial disponibilidad
(quizás no necesariamente mayor) para ponerse en función de ese Reino. Disponibilidad, por
otra parte, que no le llega en cuanto que renuncia al ejercicio directo de la sexualidad, sino en
cuanto que renuncia a unas vinculaciones afectivas que conllevan consigo otras de carácter
social, económico, jurídicas, etc.
Son modalidades distintas. Nada más. Todo seguidor de Jesús tiene el Reino como
objeto nuclear de su existencia. Los “lazos del espíritu” se sitúan necesariamente para todos
creyente como más decisivos y determinantes en la vida que los “lazos de la carne”. Para el
casado y para el célibe. Se trata tan sólo, por tanto, de que cada uno entienda cuál es su mejor
camino, no en sí, sino para sí. Porque es muy fácil caer en la tentación de privilegiar la vía
celibataria como más digna y sublime, como más radical y operativa para la lucha por el Reino,
como una dimensión -se dice con lenguaje psicoanalítico incluso- “más acabada que la de la
vida conyugal”. Pero si de un modo u otro se cae en esa tentación (a veces tiene lugar de
modos muy sutiles), estamos, paralelamente, afirmando algo inaceptable: que es mejor la
renuncia a la sexualidad que el ejercicio de ella o, dicho de otra manera, que a Dios le gusta
que el ser humano renuncie a hacer el amor. Volveremos sobre la cuestión porque es
determinante a la hora de comprender la significación del celibato o de la vida de matrimonio,
así como para elaborar las imágenes de Dios.
Han sido ya muchos los modelos a través se los cuáles de ha ido configurando el perfil
de personalidad de cada uno. Gracias a esas identificaciones que fueron teniendo lugar desde la
infancia se ha ido constituyendo, en efecto, el propio Yo. Figuras parentales, maestros, ídolos
de aventuras literarios o cinematográficos, amigos y amigas idealizados, religiosos y religiosas
del entorno... de cada uno de ellos fuimos incorporando aspectos parciales más o menos
amplios y componiendo así con ellos nuestro propio Yo. Somos resultado de un conjunto de
identificaciones que se fueron produciendo desde el mismo día de nuestro nacimiento.
Entre esos modelos de identificación la figura de Jesús vino también a ocupar un lugar
importante desde algún día de nuestra vida. Apareció como hombre de poder para realizar
milagros, como varón de dolores que sufrió la persecución en nuestro favor, como valiente
defensor de los pobres y desvalidos, como misericordioso protector y sanador de los
enfermos... Cada uno de nosotros fuimos incorporando en nuestro interior y desde las primeras
catequesis infantiles o adolescenciales aspectos y rasgos de la figura de Jesús que armonizaban
bien con nuestro propio Ideal del Yo y con las identificaciones previas que ya habíamos
realizado. Jesús fue así tomando cuerpo en nosotros.
En el momento inicial de la vocación esa figura de Jesús cobró una relevancia única que
lo separó y puso aparte de todas las demás. Pretendimos que fuera nuestra referencia más
exclusiva. Seguir sus pasos, asumir un destino como el suyo, expandir la misma vida redentora
en favor de los otros, se presentó como el proyecto más íntimo y configurador de nuestra vida
en esos momentos. Toda nuestra dinámica afectiva recibió así probablemente uno de los
impactos más decisivos y configuradores de los habidos hasta entonces. Jesús, pasó así de ser
no sólo objeto de identificación, modelo a seguir; sino también objeto de amor, es decir, polo
que condensa la energía de nuestra afectividad. No se trataba ya de “ser como”, sino también y
sobre todo de “tener a”, como toda dinámica amorosa pretende. La dinámica del amor se
instaló así, guiando nuestro Ideal y condensando buena parte de nuestro mundo afectivo.
El amor pide una previa identificación, pero el amor maduro va más allá de ella. Es
apertura a una alteridad que necesariamente descentra al propio Yo, evitando el peligro de
permanecer en el estadio narcisista del pretender “ser como”, que caracteriza esencialmente a
los procesos de identificación. El asunto es importante y clarifica aspectos sustanciales de la
dinámica espiritual que se puede establecer en nosotros.
Efectivamente, hay personas para las cuales parece que Jesús se presenta
perpetuamente como modelo de identificación. Viven en el registro de la “imitación de Cristo”.
El ser como... concentra el trabajo más importante de su dinámica espiritual. Pero,
evidentemente, quien así se plantea las cosas se encuentra, probablemente sin percatarse de
ello, en una dinámica que hay que reconocer como esencialmente narcisista. Convierten a la
figura de Jesús en un aspecto de su propio Ideal y confrontados sólo con ese Ideal se encierran
en una sala de espejos donde, en realidad, no existen sino ellos mismos y sus imágenes ideales.
Es posible que Jesús sea, en efecto, la más importante de esas imágenes. Pero, en realidad, lo
han reducido a ser una imagen de sí mismos, idealizada en su Ideal del Yo. La dinámica del
narcisismo se ha instalado así bajo apariencia de alta espiritualidad.
Pero no hemos sido llamados a ser santos, sino a seguir a Jesús. Es decir, no hemos
sido llamados a confrontarnos con un modelo idealizado, sino a olvidarnos de nuestros propios
intereses en favor de los intereses de la persona amada, Jesús, siguiendo para ello sus pasos en
un proyecto apasionante y difícil que él denominó Reino de Dios. “Ven y sígueme” es su voz de
llamada, nunca fue la de “ven y sé como yo”. Nos invitó a trabajar apasionadamente en un
proyecto utópico y no a matricularnos en una escuela de ascética y mística, ni a proponernos un
curso de espiritualidad.
La dinámica del amor que descentra y transforma es, pues, la que tiene que constituirse
en la vida del célibe evangélico, más allá de la de la mera identificación que se concentra en una
mirada ante el espejo del propio Ideal. Más allá también de amores infantilizantes que le
convierten en una especie de sustituto de no sabemos bien a qué objetos inconscientes pueda
responder. Amores que se mantienen en un registro de pura emocionalidad, de la mera
dependencia afectiva, que reducen al otro a un pecho que alimenta y que paralizan al sujeto en
una pura pasividad regresiva. Una vez más los pseudomísticos y alumbrados de ayer y de hoy
tendrían que alertarnos sobre las trampas que el amor a Jesús puede también encerrar.
El amor adulto, haciendo resonar toda la emoción y el afecto propio del que ama,
acepta siempre la distancia que nos constituye como “seres separados”, con Jesús también, y
asume, por tanto, la alternancia de presencia y ausencia, de consuelo y desconsuelo, y, sobre
todo, se abre al interés del otro a quien se ama y, en esa apertura y sensibilidad al otro, se
dinamiza a sí mismo conforme a ese otro amor e interés.
1. ¿Cuál es, de hecho, la disponibilidad que has logrado tener mediante el celibato para tu
dedicación al Reino?
2. ¿Has pensado o sentido alguna vez que tu camino de celibato tenía en sí mismo más mérito,
o era más “alto” que el de la pareja?
3. ¿Qué lugar ha jugado y juega en tu vida Jesús como modelo de identificación? Compara con
otros modelos que en tu vida hayan sido especialmente significativos.
4. Dentro de tu identificación con la figura de Jesús ¿cuáles han sido los aspectos, los rasgos
que más han jugado para modificar tu persona?
5. Repasa tu historia desde la infancia: haz memoria de las primeras cosas que pudiste oír sobre
Jesús y las que en cada época de tu vida te determinaron más y mejor.
6. Revive especialmente lo que en los momentos iniciales de la vocación significó Jesús como
objeto de amor y no sólo de identificación.
Fue Jesús un hombre apasionado por la utopía del Reino de Dios. Los evangelios, en
efecto, nos lo dejan ver como un hombre absorbido por esa pasión radical de transformar un
mundo perverso en una sociedad digna del ser humano y digna de un Dios reconocido como
Padre de todos. Una pasión que, en Jesús, parece agrandarse en la medida en que encuentra
grandes poderes que se le resisten y se le oponen. Por eso, en esa pasión por el Reino, Jesús
supo identificar sus objetos de amor, al mismo tiempo que identificaba a sus enemigos. La
pasión por el Reino ama y se indigna, consuela y denuncia, cura y fustiga con el látigo. Tiene
como fuente y como fin el amor. Pero un amor lúcido y adulto que diferencia y discrimina, que
no le da igual ocho que ochenta y que tiene el coraje de reconocer que frente a la vida, existen
factores y agentes de muerte. La pasión que absorbe a Jesús, la que da sentido a su celibato, la
que ha de ser modelo de identificación para todo celibato cristiano, posee sus preferencias y sus
“debilidades”: son los más pobres, los más desfavorecidos, los marginados y excluidos, los
enfermos y doloridos los que ganan el corazón de luchador por el Reino. Son el objeto
primordial de amor, de pasión, de ternura, de inquietud e, incluso, en fuente de rebelión.
No parece, en efecto, que el celibato de Jesús fuera una opción con la que superar las
“limitaciones” del amor humano, ni una manera de controlar las necesidades y aspiraciones
afectivas, sino más bien, ese celibato parecía ser el medio de darle riendas sueltas en pos del
apetito de Dios y de su Reino. No vemos, por ejemplo, que existiera una persona de la que
Jesús sintiera la necesidad de preservarse como de un peligro. Gente de mala vida, publicanos y
pecadores son acogidos por él con una libertad que provocaba el escándalo. Recordemos una
escena: una mujer conocida públicamente como pecadora llora sobre sus pies, los seca con sus
cabellos, los cubre de besos y se los unge con perfume. No ignoraba Jesús, como pensó el
fariseo, que aquélla era una mujer de “mala vida”, es decir, lo que por “mala vida”
tendenciosamente se suele entender: sexualmente reprobable. Pero precisamente porque el
amor de aquella mujer, su pasión, fue tan grande que le impulsó a romper el tabú que la
marginaba socialmente, Jesús se sitúa de su lado y la privilegia frente al profesional de la
religión, casto con toda probabilidad (Lc 7, 36-50). De ese modo, nos vino a poner de
manifiesto que existe algo mucho más grave que un comportamiento sexual extraviado: la falta
de amor.
Pero es evidente, que comportarse así y manifestarse de ese modo sólo es posible desde
una posición personal muy libre frente a la sexualidad. Sólo así se pueden romper los tabúes
que la rodean y se puede proclamar que los “impuros” ganan en el Reino un lugar por delante
de los que se ajustan a la normatividad sexual vigente (Mt 21, 32). Es a partir de esta pasión
por el Reino desde donde el celibato de Jesús se convierte, pues, en un ideal para todo aquel
que quiera “hacerse eunuco por el amor del reinado de Dios” (Mt 19, 12).
1. Existen muchas películas sobre Jesús. Unas mejores que otras. Se puede elegir alguna de
ellas para un video-forum. Su visión puede llevarse a cabo desde esta clave concreta del
celibato que centró su dinámica afectiva. “El Evangelio según San Mateo” de Pasolini es, sin
duda, una de las mejores de cuantas se han realizado.
4. Pregúntate qué lugar ocupa en tu dedicación al Reino el más débil, el marginado, el pobre, el
enfermo, el excluido. Detecta cuánta pasión o indiferencia mueven en ti.
5. Pon delante de ti la escena de la pecadora pública que llora a los pies de Jesús en la casa del
fariseo (Lc 7, 36-50). Intenta actualizar esa escena hoy día y ponte en el lugar de Jesús. Te
podías imaginar en casa de un personaje importante del orden establecido. Allí hace aparición
en tu busca la “drogata”, el sidoso, la prostituta del Este, el alocado travestí... y la emprende
contigo. A ver cómo reaccionas...
Pero el Reino de Dios no puede ser una pura entelequia o construcción imaginaria. No
fue así para Jesús. Porque nos encontraríamos entonces de nuevo en una forma de idealización
que sólo pretendería satisfacer aspiraciones de orden narcisista.
¿Qué valor posee de hecho la renuncia a una pareja y una familia cuando, al mismo
tiempo que se afirma que optar por el celibato para ser libres, se acaba viviendo en una
posición de miedo y con una dificultad llamativa para arriesgar algo por los otros? Miedo
mucho mayor, en ocasiones, que la que muestran muchos padres y madres de familia que se
comprometen sin dudar en huelgas, en manifiestos contra la injusticia, en actitudes de clara
rebeldía frente a muchos poderes establecidos. Quizás todos hemos podido ver célibes con más
miedo a perder un punto de su bien-amado status dentro de la orden o de la diócesis, que si se
vivieran encadenados por la presión de una familia numerosa a la que mantener. Al final, un
narcisismo regresivo les ganó el terreno que, quizás, una vez cedieron en favor de un ideal de
alteridad. El capital energético que situaron en ese ideal (aquel “amor primero”) volvió de
nuevo a resituarse en sus propias personas a falta de otras, las de una familia, que le hubieran
salvado de tal regresión.
El Reino de Dios tiene rostro humano. Tiene el rostro del publicano y de la prostituta,
del impuro leproso y del amenazante endemoniado, de la mujer hundida en su vergüenza de
hemorroisa y del enfermo postrado en su impotencia. El Reino de Dios tiene el rostro de todos
aquellos que el “orden” del sistema excluye y anatematiza. Tiene hoy el rostro del niño de la
calle, del indígena indignamente sometido, de la mujer violada fuera o dentro del matrimonio,
Vengo utilizando repetidamente el término pasión. Con él, en efecto, intento resaltar
una dimensión del mundo afectivo que no creo que haya que separar del celibato. La he
aplicado a Jesús y la sigo aplicando a esta concreción del celibato por el Reino. La pasión es un
empuje que lleva a la relación con otras personas, es una intensa sed de encuentro y, en el caso,
de intimidad. La pasión del celibato es la pasión del Eros, como pasión de relación, deseo de
unión y comunión, de amor a la vida, desde el convencimiento más profundo de que es esa vida
lo que Dios quiere para todos los hombres y mujeres con los que nos ha tocado vivir.
1. Delimita cuál es el aspecto del mundo en el que vives que se convierte especialmente en
espacio donde construir el Reino. Dale rostros y figuras a ese espacio.
2. Elige las palabras de Don Georgen, O.P. citadas en el texto e intenta detectar en ti mismo lo
que realmente son tus testimonios.
3. ¿Cuál es tu impresión sobre la capacidad de riesgo de los célibes en la Iglesia? Contrasta con
los riesgos que asumen muchos padres y madres de familia que no pretenden vivir esa
“libertad” para el Reino de la que tanto hablan los célibes. Piensa también en célibes que
arriesgaron de verdad. Hasta el final.
4. ¿Qué situaciones has vivido que habrían sido, de hecho, imposible en una vida de pareja y
familia?
5 ¿Viste la reciente película “Al límite” de Martin Scorsese? El Reino allí tiene el rostro de las
cloacas de Nueva York por la noche. Jesús se deja ver en ese enfermero que siente toda su
impotencia para lo que es su deseo y su necesidad más profunda: salvar, salvar a alguien en su
ambulancia camino del Hospital. ¿Cuál fue su mejor acto de salvación?
6. Si no has visto la película, recorre en tu mente por la noche las cloacas humanas de Madrid,
Barcelona, Sevilla o Bilbao. Date el paseo con Jesús.
7. Analiza y piensa en esa anestesia afectiva, esa insensibilidad ante lo humano, esa indiferencia
y estar “por encima del bien y del mal” que se deja ver en tantos célibes. La “pasión” parece
tener mala prensa también en el mundo eclesiástico. Y si es verdad que la pasión puede
mostrarse en talantes más fríos y más calientes, no puede faltar como vinculación profunda con
los desfavorecidos del mundo.
Es éste un discurso que late, con frecuencia, detrás de muchos modos de hablar sobre la
virginidad y el celibato. Tomemos, por ejemplo, los textos litúrgicos sobre la Consagración de
vírgenes. Allí encontramos un pensamiento que es sumamente revelador de este modo de
pensar la sexualidad y la renuncia a ella. Dios, se nos dice allí, desea atraer a las vírgenes más
íntimamente a sí. La renuncia al sexo opera, pues, por sí misma, una mayor intimidad con Él.
Todo ello parece que en razón de que Dios mismo es considerado más cercano a la virginidad
que a la sexualidad, en una extrapolación antropomórfica indudable y, desde luego, muy
discutible. A Dios mismo, en efecto, se le ve como la fuente purísima e incorruptible de la
virginidad y las vírgenes son consideradas por ello como imágenes de la misma
incorruptibilidad de Dios.
Pero hay más. En razón de la renuncia al sexo, las vírgenes se convierten en la porción
más escogida de la grey de Cristo, ya que Dios ama con predilección las almas vírgenes...
semejantes a los ángeles del cielo. El texto, revisado tras el concilio Vaticano II, parece prestar
cierto cuidado para no caer en una expresa desvalorización del matrimonio. Pero, finalmente,
éste parece que no alcanza, en comparación con la virginidad, poco más que el valor -según se
dice- de lo “lícito” y lo “legítimo”.
Escogidas, predilectas, en relación más íntima con Dios, las vírgenes consagradas
parecen manifestar, pues, la indudable preferencia de ese Dios por la renuncia del sexo sobre el
ejercicio, aunque sea “legítimo”, del mismo en el matrimonio. Es un texto particularmente
revelador (paso por encima del análisis feminista que justamente se podría emprender, también
del mismo texto). Evidentemente no es el único. Como ya comenté más arriba, también hoy
late el mismo discurso de fondo, incluso cuando se utilizan términos aparentemente más
actuales y “rigurosos”, como los extraídos de la misma psicología.
Sin duda, nos encontramos aquí con una cuestión muy de fondo que guarda relación
con ese carácter de fascinación y tabú que, como ya vimos, impregnan a la sexualidad humana.
Por constituirse fácilmente como símbolo mismo de la felicidad, el placer sexual se convierte en
una amenaza que hay que exorcizar. Especialmente cuando se puede contraponer al reino de lo
“sublime”, de lo “espiritual” y de lo “celeste”. Cuando Dios, además, es concebido consciente o
inconscientemente como un “padre” celoso, el sexo será la primera realidad a aniquilar. Parece
como si el placer pudiera venir a convertirse en el enemigo numero uno de ese Dios. Y lo mejor
que se le puede ofrecer, entonces, es la renuncia al mismo. Tal como parece expresarse a
propósito de las vírgenes consagradas. Pues como el texto litúrgico analizado parece dejar ver,
en efecto, que a Dios le gusta que el ser humano no haga el amor y que esa apetencia, que se
reconoce tan fuerte, sea “sublimada” en un desposorio con Él mismo.
Efectivamente, en ese mismo texto encontramos una vez más la tradicional idea de la
virginidad de la mujer es un camino privilegiado para convertirse en esposa de Cristo. Ella,
aspirando a la integridad angélica, se entrega al tálamo y al amor de aquél, que es, del
mismo modo, Hijo y Esposo de la virginidad. Los símbolos del velo y el anillo, corroboran esta
idea de las que se entregan como esposas consagradas a Cristo. Jesús se convierte, pues, en el
“esposo” de las vírgenes que le son consagradas. Ellas han renunciado a la pareja humana para
encontrar otra, situada en un nivel sublime, superior, espiritual.
Toda esta simbología es, con razón, muy cuestionada actualmente, porque a través de
ella se deja ver una concepción de la sexualidad, del amor humano y de Dios que ofrecen
muchas y graves dificultades. Merece la pena detenerse, aunque sea sumariamente, en ellas por
lo que se pone de manifiesto.
En primer lugar, esa simbología del desposorio no tendría que ser reducida
exclusivamente al campo femenino, en una aplicación, cuando menos, sexista. El psicoanálisis
nos ha mostrado, en efecto, que la posición femenina no es un asunto de mujeres, sino algo que
perceptible en tanto en hombres como en mujeres, y, según el psicoanalista J. Lacan, a veces,
incluso más intensamente detectable en hombres (en modo que nada tiene que ver con lo
homosexual). ¿O no es de ese modo como se percibe en los grandes místicos, tales como
Maestro Eckhart o Juan de la Cruz? El uno afirmaba que el hombre para hacerse fecundo es
necesario que sea mujer ya que sólo de este modo su alma podría abrirse a Dios, concebir y
dar nacimiento en ella al Verbo Divino. Y Juan de la Cruz vive en una plena identificación con
la esposa el amor con el amado.
Pero además, si hablamos según el espíritu del Nuevo Testamento, Cristo ha de ser
considerado como el esposo de toda la humanidad o como esposo de toda la Iglesia,
enamorado y entregado a toda ella y de cuyo desposorio, por tanto, gozan todos, hombres y
mujeres, célibes y casados por igual. No se trata, como tantas veces se ha dejado ver, de un
pretendido y dudoso privilegio de algunas mujeres sobre otras, que habrían de contentarse tan
sólo en tener como esposo a un pobre fulano de tal y tal...
Pero la cuestión más grave radica quizás en el hecho de que ese monopolio del símbolo
conyugal para los célibes consagrados y esos modos (hoy día más sutiles) de privilegiar la
opción por el celibato sobre la de la pareja, deja ver una concepción de Dios según la cual, el
placer sexual sería, cuando más, algo tolerado o permitido, pero no del todo noble como para
poseer también la categoría de lugar de encuentro con Él. Pero, por más que esto sea lo que se
deja ver en determinados discursos sobre el celibato, nada de ello parece corresponderse con
su sentido más evangélico.
La opción libre y personal por el celibato no puede ser entendida sino como una
disposición para vivir la entrega por el Reino bajo un modo específico de vivir el propio deseo
pulsional. Ese modo de vivir el propio mundo afectivo sexual se elige en razón de una dinámica
particular, de un discernimiento sobre el propio carisma recibido, según las palabras evangélicas
“el que pueda entender que entienda” o “el que pueda con eso que lo haga” (Mt 19,12). Es
una decisión, por tanto, que se lleva a cabo a partir de la escucha de una vocación personal y en
función del servicio al Reino, no en función de un sacrificio que se suponga gustoso a Dios. Lo
que hay que pensar que es gustoso para Dios es la disposición radical de servicio en el
seguimiento de Jesús, sea en la forma de celibato o en la de la pareja.
Esa decisión, igual que en el caso de quien opta en una dirección diferente, se realiza
enmarcada en un sistema simbólico determinado, en el que las imágenes de Dios como Padre o
Madre, de María y la Iglesia como representaciones igualmente maternales, de los hermanos o
hermanas de la comunidad, etc... recogen, condensan y recomponen, a su manera, las
aspiraciones en las que se fueron configurando a lo largo de su historia el propio deseo
pulsional. Es una opción por el Reino de Dios, no por Dios. Pero, evidentemente, por un Reino
que sólo es comprensible desde la fe en un Dios Padre y en el seguimiento de Jesús, inspirador
de una comunidad de hermanos que luchan por la utopía de una fraternidad universal.
1.La idea de que se es célibe no por Dios, sino con Dios por su Reino, es, como todas,
discutible. Discútela.
2. ¿Cuántas veces te dijeron, pensaste y sentiste que la virginidad, por sí misma, acercaba más
a Dios?, ¿qué restos crees que, no en el ámbito racional sino más hondo, quedan en ti todavía
que te inclinarían a sentir la sexualidad como algo menos digno de Dios?
4. ¿Qué piensas del celibato femenino como modo de convertir a la mujer en esposa de Cristo?,
¿qué se está diciendo con eso del celibato masculino o de la vida de pareja?
El deseo pulsional, en efecto, posee para cada cual una historia bien particular que
necesariamente se va a dejar ver en el modo singular de vincularse con el proyecto del Reino.
Cada uno es, tal como señala la sabiduría popular, “hijo de su padre y de su madre”. Es decir,
está marcado en su configuración personal por dos apellidos, dos leyendas, dos mitologías que
a cada uno le afecta de un modo singular, pero siempre decisivo. El mundo afectivo-sexual,
veíamos al inicio, se constituye para cada cual como resultado de una historia, de una particular
biografía que va a ir marcando las atracciones, los rechazos, las defensas, las aspiraciones más
características de cada personalidad. Cada uno posee un colorido absolutamente único, rico en
matizaciones dentro de su mundo íntimo de afectos y emociones. Su propia historia y, sobre
todo, sus vinculaciones interpersonales son las que han ido segregando ese particular mundo
con el que cada uno de nosotros enfrentamos la vida.
Nuestra particular opción por el celibato evangélico no puede ser ajena a esa coloración
especial de cada cual. Por eso, esa opción tendrá también para cada uno su particular
configuración. En ella estarán presentes, de un modo u otro, las huellas del pasado, las
determinaciones del propio inconsciente así como de sus fantasmas imaginarios.
Nadie va al encuentro del Reino desde la asepsia y la neutralidad absoluta, sino que,
como en el caso de la pareja, su encuentro con él y su modo particular de vincularse mostrarán
las marcas, los rastros, las cicatrices de su pasado, se dinamizará desde él y desde él también se
hará especialmente sensible a unos aspectos u otros de esa utopía global que le moviliza. Y si es
evidente que la elección de una pareja se lleva siempre a cabo desde la influencia del propio
mundo afectivo-sexual, desde las atracciones y rechazos que se han ido constituyendo a lo
largo de la propia biografía, hay que pensar que en el caso de celibato encontraremos una
dinámica parecida. Esa opción por el celibato no deja de ser una opción por un modo de vivir la
propia sexualidad, en la que esa misma sexualidad está jugando un papel determinante. Son
también las atracciones y rechazos más profundos los que juegan determinando, en un grado u
otro, la opción. En definitiva, el celibato es una opción por un modo de vivir la sexualidad en el
que esa misma sexualidad juega un papel determinante.
No puede ser de otro modo en el caso de una vocación por el celibato evangélico.
Desde el primer momento, como en el caso del flechazo amoroso, habla la historia personal del
sujeto. Esa historia configura también la peculiaridad con la que cada uno inicia su inclinación
y atracción por un proyecto determinado de vida consagrada. También como en el
enamoramiento, sin llegar a saber en ocasiones, qué elementos han jugado inconscientemente
para desencadenar tal atracción. Como en el caso de la relación de pareja también, la
confrontación con la realidad tendrá que ir diciendo su palabra sobre la posibilidad de articular
esa dinámica afectiva profunda que se movilizó en el primer momento, con la realidad concreta
y particular en la que se trata de llevar a cabo la realización del deseo.
1. Piensa de nuevo en tu historia: detecta los elementos más importantes que configuraron tu
relación al mundo afectivo sexual y lo que pudieron jugar más para tu opción por una
consagración en el celibato.
2. Trae a la memoria tus dos apellidos: deja que resuenen en ti a lo que cada uno de ellos te
remiten, las leyendas familiares que te trajeron, la mitología familiar que se te trasmitió a través
de cada uno de ellos.
3. De tus atracciones y rechazos profundos ¿cuáles crees que jugaron de modo más
determinante para tu opción por el celibato? ¿Pensaste esa opción como una renuncia a la
sexualidad o como un modo particular de vivirla?
4. ¿Cuáles serían, bajo tu punto de vista, los cambios más importantes que se han operado en ti
desde los momentos primeros de la vocación hasta la actualidad, desde el “primer flechazo”
hasta hoy?, ¿qué ha madurado y qué se ha perdido?
Según vamos viendo, la pasión por el proyecto del Reino tendría que unificar e integrar
de modo sustancial el mundo afectivo del seguidor célibe de Jesús. Sin embargo, nunca podrá
cubrir por completo la carencia de lo que es la aspiración radical y originaria del deseo
pulsional: anular, colmar y calmar la falta que está en su base y que se origina en el hecho que
todos somos “seres separados”.
El modo particular, sin embargo, en el que esa renuncia a la vida de pareja se llevará a
cabo va a depender esencialmente del modo en el que, previamente, se haya podido asumir esa
otra soledad constitutiva del ser humano que aspira a negar toda distancia y toda diferencia.
Para tener la posibilidad de renunciar madurativamente a un tú, es necesario, por eso, haber
efectuado previamente una renuncia por lo que fueron en la infancia los objetos primeros del
deseo. Unos objetos para los que se pretendía constituirse uno mismo como un todo y que, a la
vez, se presentaban como un todo que cubrirían el fondo sin fondo del deseo.
Sólo, en efecto, cuando se ha integrado la carencia de base, el otro podrá aparecer ante
nosotros como un otro y no como un objeto con el que cubrir y calmar un hambre sin fondo. Si
no es así, la relación con el otro, con cualquier otro, se verá marcada por una aspiración a
saciar la propia apetencia y encontrará en la actividad apostólica, en la relación comunitaria, en
la misma relación con Dios, un mero instrumento para satisfacerse y calmar la propia
necesidad. La alteridad no existe, ni tampoco podremos pensar que sea el Reino el motivo de la
renuncia, ni el objeto que condensa la energía desiderativa del sujeto. En definitiva, no se ha
llegado a ser “eunuco por el Reino de los cielos”. Se es, pura y simplemente, eunuco.
Taller de reflexión y diálogo 3.6.
1. Haz un ejercicio de imaginación viéndote en una feliz vida de pareja: repasa todo un día en
esa película donde vives acompañado de un ser querido. Detecta en ella lo que no tienes en tu
realidad de célibe.
2. Si has idealizado la vida de la pareja, intenta sorprender también en ella la soledad de los que
se unen de por vida.
3. En tu fantasía más íntima ¿qué lugar concedes a la relación sexual en tu idea de pareja?
4. Echa una mirada a tu soledad: identifica sus momentos y sus días. Evalúa como la asimilas y
los cambios que crees que se producen en un sentido u otro.
5. Tu relación a las figuras parentales ¿de qué modo determinaron tu opción por el celibato?,
¿cómo ha evolucionado esa relación filial?
6. Comenta, si lo conoces, el argumento de “La Regenta”. Además del texto escrito existe una
aceptable serie de T.V. en cuatro capítulos.
3. 7. La irrenunciable satisfacción.
Porque -hay que insistir en ello- desvinculada de sus funciones biológicas, el deseo
pulsional sigue siendo tal. Es decir, conserva las cualidades esenciales de la sexualidad y sigue
manteniendo la intención de Eros: deseo y gozo en la unión, intercambio de don, ofrenda y
demanda, confirmación de uno mismo y confirmación del otro también
En esa experiencia mística, por lo demás, el cuerpo, sin recluirse en una pura búsqueda
del placer, no es excluido del gozo. Siéntese grandísimo deleite en el cuerpo -dice Santa
Teresa en un reconocimiento que no le causa ningún temor- y grande satisfacción en el alma.
La corporalidad se hace así metáfora de la misma experiencia espiritual que se experimenta. Sin
que ello signifique, tal como desde una llamativa miopía médica tantas veces se pensó, que esa
participación del cuerpo venga a constituir la prueba flagrante de la represión y la neurosis.
El hecho es que la sublimación de Eros debe expandir Eros. Es decir, una dinámica
amorosa, no regresiva, operativa de la unión entre lo viviente, que es el objetivo fundamental
de Eros. Por ello el célibe sano sabe mantener y disfrutar de unas relaciones personales cálidas,
en las que más allá de la mera función apostólica o pastoral, mantiene la posibilidad de una
comunicación personal, de una intimidad en el contacto personal y de una capacidad para la
expresión de los sentimientos y emociones. Cuando lo que fluye en una dinámica de
intolerancia, de incomunicación, de sequedad emocional y afectiva o de endiosamiento
personal, hay que sospechar que Eros no está sublimado, sino intensamente reprimido en favor
de Thánatos. .
Sin duda que el análisis de Drewermann es exagerado y que, como tantas veces se le
criticó, generaliza indebidamente. Pero es cierto que su crítica responde a unos modos de
relación interpersonal que no son demasiado extraños en el campo eclesiástico. Modos que,
ciertamente, no permiten vislumbrar esa expansión de Eros, del deseo pulsional que, sublimado,
ha de ser fuente de gratificación, de plenitud y gozo en la vida del célibe por el Reino.
2. ¿Consideras, de conjunto, que hay satisfacción en tu vida?, ¿sientes que tu mundo afectivo
vive gratificado, con unas satisfacciones básicas, que te hagan sentirte razonablemente feliz?
3. ¿Experimentas gozo en tus relaciones? ¿Vives en un intercambio donde sientes que das y
recibes? ¿Eres fuente de satisfacción a tu alrededor?
4. Repasa el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz: hazte cargo de todas las expresiones
que hablan de gozo, de felicidad, de placer, de sensualidad.
5. Identifica por dónde corres tu deseo pulsional sublimado en las relaciones con los otros y en
la relación íntima con Dios.
6. Si has leído o conoces las ideas fundamentales del polémico libro Clérigos de Drewermann,
comenta lo que de verdad crees que hay allí y con lo que no te sientes de acuerdo en sus
análisis sobre los modos de relaciones personales de los célibes.
3. 8 Dios es bello.
Nos hemos referido al místico para captar lo que la sublimación puede suponer como
canalización del deseo en su experiencia de relación con Dios. Pero el místico, también no
ofrece una lección que, quizás, nadie como él, imparte tan sabiamente. Me refiero a ese otro
aspecto importante de la sublimación, como es el de la experiencia estética, que siempre
mantuvo conexiones considerables con la experiencia religiosa. El místico las puso de relieve
de modo ejemplar, probablemente porque captó mejor que el teólogo la dimensión de gozo y
de fiesta que genera el encuentro con Dios. También porque su experiencia le obligó a asignar
un lugar de privilegio a la imaginación, en lugar de ceñirse exclusivamente a la razón y el
raciocinio o a la voluntad y la exigencia ética. El místico, en efecto, es testigo, como nos dirá
Juan de la Cruz, de un entender no entendiendo/ toda ciencia trascendiendo.
Por eso, el místico no sólo nos habla de la exigencia y de la búsqueda del bien. También
no remite al gozo y a la fiesta que desborda los límites de la razón. Desde ahí, su discurso llevó
a cabo una auténtica violencia creativa sobre el lenguaje. Era la única forma de poder decir lo
que desbordaba los límites que el pensamiento y el lenguaje normal les ofrecían y era el único
modo también de dar cuenta de la belleza que, de modo tan importante, marcaba su
experiencia. Esa dimensión, hoy por hoy, tan minusvalorada por la teología.
Y sin embargo, nos tendríamos que ver obligados a afirmar que, Dios, además de ser el
Bien y la Verdad, es también la Belleza. Además ser la llamada y el impulso al bien, a la verdad,
a la justicia, etc..., tiene que serlo también a la felicidad y a la belleza. Dios ha de ser
necesariamente bello.
El arte, decía Pablo VI, cuando se sufre y se siente en su autenticidad, es lenguaje del
espíritu... busca el espíritu, porque capta, con sus antenas invisibles su lenguaje misterioso. Y
también el Concilio Vaticano II nos recordó que “la belleza es quien pone la alegría en el
corazón de los hombres” (Mensaje del Concilio a la Humanidad).
La fe cristiana, más en particular, supo desde el principio mostrar una enorme capacidad
creativa en el campo estético. Es inmensa, en efecto, la belleza que la fe cristiana ha sido capaz
de producir. Porque esa fe se ha manifestado no sólo en la caridad, la profecía, el pensamiento
o la plegaria y el rito. Lo ha hecho con idéntica fuerza en la piedra de las catedrales, en el
mármol y la madera de las esculturas, en el color y la forma de la pintura, en los sonidos
infinitos de la música sacra, en el juego literario del poema, la narración o la acción dramática.
Ha vehiculado fe y ha canalizado un inmenso capital afectivo mediante el recurso a la
imaginación y a los sentidos. La fe se hizo así audible, visible, palpable, llegando a los cuerpos
y los afectos por una vía por la que la mera razón es incapaz de transitar. Fue lúcida, en este
sentido, la apuesta de la contrarreforma por llegar a las masas, en un empleo sistemático de los
sentidos por la medicación del arte. El barroco, en efecto, supuso una explosión de la
sensibilidad estética en favor de la fe religiosa: la pintura, la escultura, el teatro, la música, etc.,
ofrecieron a la fe un espléndido resorte de expresión. La catequesis contó así con el gran aliado
de la belleza y encontró en ella un medio único para tomar cuerpo en sus destinatarios.
La religiosidad popular, en este sentido, ofrecen una magnifica lección. Con mucha
frecuencia hace gala de una expresividad estética, aunque sea en registros muy tradicionales,
que es la que le confiere ese enorme poder de convocatoria que registran. En una expresión
como la de la Semana Santa andaluza, no parece que haya un solo sentido que quede al margen
de la experiencia: luz, color, movimiento, olor, música. Todo se aúna para ofrecer una
experiencia en la que lo religioso se envuelve y, sensorialmente, se transmite hasta el mundo
emocional y afectivo. Los procesos de sublimación cuentan así con más posibilidades de actuar
que en los fríos rituales litúrgicos celebrados en los destartalados espacios de muchos de
nuestros templos de hoy.
La misma formación de los religiosas y religiosos está hoy lejos de abrir el campo y la
sensibilidad a la dimensión humanista y estética de nuestro mundo. El placer de la literatura, de
la formación para la contemplación estética, para la creatividad y el fomento de una seria
formación musical, etc...no son impulsados como clásicamente se hizo en tiempos no muy
lejanos.
Sintomático resulta, por ejemplo, la falta de “escucha” para captar las dimensiones
religiosas latentes o, a veces, explícitamente presentes en el mundo del cine. Son pocos los
estudios que en las revistas de teología se dejan ver respecto a este medio de comunicación que
posee un impacto tan fuerte en las gentes de hoy. Parece como si el acercamiento a ese tipo de
comunicación constituyese un simple capricho, un lujo, cuando no un peligro o una
extravagancia no coherente con las exigencias religiosas y apostólicas que hay que acometer.
1. ¿Qué lugar concedes a la belleza en tu vida espiritual?, ¿qué medios pones para vivir tu
experiencia religiosa en un contexto estético?, ¿que uso hace en tu experiencia de oración de la
música, las imágenes, los olores, el colorido...?
2. Echa tu imaginación a volar para viajar por tantas obras de arte que la fe cristiana supo crear
en pintura, arquitectura, escultura, música, literatura...recréate en aquellas de tu predilección.
4. Resalta el factor estético que las manifestaciones de religiosidad popular que conozcas.
Analiza el papel que en ellas desempeñan cada uno de los sentidos. Compara con las
celebraciones litúrgicas más habituales.
6. ¿Sabrías citar tres películas a partir de los años 80 o 90 que por temática religiosa hubieran
merecido una reflexión teológica?, ¿tienes noticias de algún trabajo teológico publicado a partir
de alguna de ellas?
CAPÍTULO 4.
EQUÍVOCOS Y DESLIZAMIENTOS
Sin embargo, dada la enorme complejidad de los procesos psíquicos no siempre resulta
fácil determinar cuándo está jugando uno u otro dentro de la dinámica de un sujeto. La
capacidad de camuflaje que todos poseemos es inmensa. Y el hecho de que, la mayor parte de
las veces, intervengan en estas cuestiones mecanismos de carácter inconsciente, hacen más
difícil aún la diferenciación y el diagnóstico. Así, pues, aun a sabiendas de que siempre será más
fácil diferenciar en la teoría que en la práctica, vamos a señalar algunos puntos que puedan
orientarnos en esta cuestión de enorme relevancia a la hora de calibrar el sentido que pueda
tener el celibato evangélico.
El hecho es que tras el término sublimación se puede estar encubriendo una sutil,
inconsciente y embellecida huida de la sexualidad. En muchos discursos sobre el tema, tanto a
escala personal como teórico, parece dejarse ver, en efecto, la actuación de ese típico
mecanismo de defensa que es la racionalización. Se trata con él de utilizar una idea que es
verdadera, pero con el objetivo latente de ocultar otra verdad que duele. La zorra dice que las
uvas no estaban maduras. Era verdad. Pero con ello lo que realmente buscaba era ocultar su
impotencia para alcanzarlas.
Pero la represión en realidad tiene nada o poco que ver con la situación anterior. En ese
caso más bien habría que hablar de esa “renuncia a la pulsión”, de la que anteriormente hemos
hablado y que, por lo general, actúa como un mecanismo sano, en cuanto es controlado
conscientemente por el propio individuo, en razón de su adaptación a la realidad o por
motivaciones de orden ético.
2. ¿Qué uso sueles hacer del término represión aplicado a nivel psíquico?
La sublimación, sin embargo, según todo lo que llevamos visto, transforma el deseo, no
lo aniquila en la conciencia ni no expulsa de sí. Le ofrece una vía, mediante la transformación
de su objeto y de su finalidad. El objeto, en el caso del celibato, será el Reino. La finalidad: la
plenitud y satisfacción consiguiente a ese trabajo emprendido. Hay, según vimos también, una
ineludible renuncia, pero una irrenunciable satisfacción también.
Por ilustrarlo todavía con otro ejemplo particularmente chocante, pero por ello mismo
extremadamente revelador, podemos recordar el caso al que ya aludí: el de la mística austriaca
Inés Blannbekin que, como vimos, vivió obsesionada en su vida espiritual por saber dónde se
encontraba el “Santo Prepucio” de Jesús y que, finalmente, en una intensa vivencia de oración,
lo vino a encontrar en su misma boca. Todo un caso, pues, de torcida realización de deseos, de
extravío y síntoma neurótico, en un conflicto en el que el deseo permaneció sin modificar y que
sólo encontró la vía del camuflaje místico para lograr una satisfacción. La sublimación juega de
otro modo. Ha cambiado el objeto del deseo en una ineludible renuncia y ha transformado su
finalidad en otro tipo de satisfacción, ya deserotizada.
El problema, sin embargo, en que no siempre encontramos situaciones que de modo tan
claro expresen la diferencia y se nos ofrezcan como signos claros de evaluación y diagnóstico.
No siempre resulta fácil conocer cuál es el mecanismo psíquico determinante en las
motivaciones religiosas. Y el hecho, por ejemplo, de que a una persona consagrada no le
suponga problema alguno el trato con personas de otro sexo y que se muestre capaz de
afrontar situaciones que a cualquier otro le supondrían un despertar espontáneo de
movimientos eróticos no garantiza, ni mucho menos, que ese sujeto haya logrado una
sublimación de su deseo pulsional en razón de su pasión por el Reino de Dios. Si los
componentes eróticos no se activan conscientemente eso habla de que su deseo pulsional está
en otro lugar del que, originariamente, hubiera tenido. El problema radica en que ese otro lugar
puede ser tanto el proyecto y la pasión por el Reino (con su consiguiente transformación) como
el del oculto reino del inconsciente, en el que fueron marginados y excluidos de la conciencia,
pero permaneciendo vigente en sus objetos y fines. Un mismo comportamiento externo puede
responder, en efecto, a motivaciones muy diversas.
En cualquier caso, la dinámica tan diferente que siempre tiene lugar en los procesos de
represión y de sublimación han de dejarse ver, si no puntualmente, sí a la larga en los resultados
finales y en la dinámica más global de unos individuos y otros. Tendríamos que recordar de
nuevo que por los frutos se dejarán ver las dinámicas globalmente represivas o auténticamente
sublimatorias. La rigidez, la intolerancia, el autocontrol obsesivo, la dificultad para establecer
relaciones personales fluidas y esponjadas o, por el contrario, la búsqueda permanente de
gratificaciones en el contacto con los otros o con las cosas, los problemas de orden
psicosomáticos, la caída compulsiva en conductas sexuales de un orden u otro, etc., muestran
la cara de unos deseos pulsionales que no han acertado a derivarse por la vía de la sublimación,
sino que han debido ser violentamente rechazados como intolerables, mediante mecanismos
represivos de diverso orden. Es el caso de los que se hicieron célibes no por el Reino de los
cielos, sino por conflictos o por equivocación.
2. Compara la represión intra-psíquica con la represión social. Observa sus analogías: conflicto,
gasto de energías, incapacidad para el desarrollo y la creatividad.
3. ¿Qué imagen es la que te haces de un “reprimido”? Señala cuáles serían los signos de su
conflicto. ¿Cuáles serían sus efectos en la labor apostólica y en las relaciones pastorales?
4. ¿Reconoce que en tu vida, probablemente, se han producido procesos de represión, con sus
consiguientes efectos negativos?, ¿crees que esos efectos negativos llegan a entorpecer
seriamente tu proyecto de vida?, ¿de qué manera tu trabajo y tus relaciones humanas pueden
sufrir el impacto de tus antiguas represiones?
5. ¿Crees que el mundo religioso propicia la represión?, ¿en qué se manifestaría?
Lo que sí podemos afirmar es que es muy fácil equivocarse en la lectura del propio
deseo y que en una elección como es la del celibato, que concierne de modo tan íntimo y
directo a esa vida del deseo, caben autoengaños muy considerables. En ella fácilmente se
involucran elementos irresueltos de la vida afectiva infantil que permanecen en un nivel
inconsciente. Así, pues, tras las motivaciones más o menos explícitas del sujeto (como pueden
ser: un deseo de vivir un amor universal, la dedicación exclusiva al Reino y la misión, el
compromiso del corazón sólo para con Dios, la posibilidad de arriesgar la vida en situaciones
de peligro sin comprometerse más que uno mismo) pueden ocultarse otros móviles menos
nobles y verdaderos. Probablemente, una cierta involucración de motivaciones inconscientes
resulten ineludibles y, quizás, no quede sino aceptarlo con la modestia de quien se sabe
“hablado” y determinado más allá de la esfera de su conciencia.
Pero cuando las motivaciones inconscientes se constituyen en los factores de fuerza más
determinantes de la decisión, no cabe sino temer que ya no sea el Reino de Dios la utopía eficaz
que moviliza y determina esencialmente la vida del sujeto, sino que sean esos otros factores los
que marquen la dirección y el sentido fundamental de la vida del célibe.
Entre los elementos que más fácilmente se pueden inmiscuir en la opción por el celibato
se encuentran, sin duda, aquellos relacionados con las vinculaciones parentales de la infancia.
Son muchos los estudios que, desde distintas ópticas y con diversos instrumentales de análisis,
coinciden en esta dirección.
En el caso de los varones (sobre los cuales existen estudios más abundantes) la elección
del celibato parece presentarse con frecuencia como un modo de responder, explícita o
implícitamente, al deseo de la madre. Porque muchas veces, en efecto, ese deseo de la madre
no está marcado por el sello de la castración simbólica, es decir, de la renuncia a una totalidad
que viniera a colmar y satisfacer plenamente su deseo. Dicho en términos que ya conocemos,
por una dificultad para asumir su condición de estar constituida como un “ser separado”. En
esa situación, busca entonces en el hijo célibe un modo de colmar su propia falta, de
mantenerlo en exclusividad para sí, de convertirlo en un todo, a través del carácter sagrado que
le confiere la consagración sacerdotal. Toda referencia al padre es, de este modo, eludida.
Dios puede venir a confundirse, entonces, con la imagen de un padre o una madre
inalcanzable, como lo es en el deseo histérico dentro del campo religioso. Búsqueda de fusión
más que de auténtica comunión y que confunde a Dios con ese objeto imposible del deseo, que
ya analizamos en la primera parte de la exposición. Ese Dios no sería sino un sucedáneo del
deseo infantil de llegar a convertirse en un ser que no sufriría ya de ningún tipo de separación.
Ya aludimos también críticamente a la idea de hacer de Dios o de Cristo el esposo de las
vírgenes. Pero ¿qué se podría también decir de esa espiritualidad que centró tanto la
espiritualidad del célibe varón en la maternidad de María, cuando no en el desposorio espiritual
con ella?
Desde el conflicto edípico irresuelto se puede igualmente venir a confundir a Dios con
un padre celoso e incompatible con cualquier tipo de placer, tal como tiene lugar en la dinámica
obsesiva. De ahí, se puede venir muy bien a esa dudosa espiritualidad celibataria que puso
tanto hincapié en la problemática del “corazón dividido”. Ella dejaba claramente traslucir una
pretendida incompatibilidad entre Dios y el amor humano. Tema que, desde el punto de vista
teológico resulta inadmisible, como ya lo demostró fehacientemente Karl Rhaner y que, desde
el punto de vista psicoanalítico, parece evidenciar la proyección sobre la imagen de Dios de un
padre imaginario infantil que ve en el placer del hijo un atentado a su propia dignidad.
Cuando no se abandonó la casa del padre y de la madre para hacer el propio camino
queda inexorablemente bloqueado el acceso a la alteridad. El deseo pulsional no hallará
entonces otro lugar donde depositarse que no sea el propio Yo. Las relaciones interpersonales
quedarán situada así o en una clave de dependencia que pretende reducir, consumir al otro (o a
dejarse reducir o consumir por él) o bien se situarán en la clave del domino, del poder y del
control, sometiendo al otro como a un mero objeto de posesión. El campo de la espiritualidad
puede venir a prestar admirables servicios para camuflar esas pretensiones con argumentos y
legitimaciones nada contestables. Resulta revelador lo que, en una ocasión le oí afirmar a un
reconocido teólogo francés, sometido durante un tiempo a la experiencia psicoanalítica: Mi
celibato -afirmaba honestamente- no tuvo otro motivo sino el de erigir un inmenso
monumento a mí mismo, en honor de mi madre.
Cuando la opción por la vida consagrada responde de modo preferencial a ese orden de
motivaciones ocultas a las que nos venimos de referir, la vivencia del celibato no puede dejar de
mostrar una serie de tendencias, deudoras todas ellas de esas vinculaciones antiguas,
reprimidas. Podemos bien afirmar que quien no acertó a dejar la casa del padre y de la madre
para ir a un lugar desconocido, vivirá su relación al celibato y a los otros desde una serie de
fantasmas ligados a esas posiciones infantiles. Son lo que, podríamos llamar, “efectos
secundarios”.
Entre ellos creo que se podrían señalar tres como los más significativos. Por una parte,
podemos encontrar una actitud muy particular que fácilmente se adopta ante lo femenino. Una
actitud que puede ir desde una abierta y declarada misoginia, hasta el sospechoso canto al
“eterno femenino”. Por otro lado, podemos encontrar fácilmente el rastro de una ambivalencia
ante lo homosexual, que bascularía entre la homofilia y la homofobia. Por último, una de los
efectos secundarios más catastróficos para la vivencia del celibato habría que identificarlo con
la trampa del narcisismo. Repasemos, aunque sea sumariamente, cada uno de ellos.
1. Describe lo que, en un primer momento, fueron tus motivaciones más conscientes para optar
por la vida consagrada.
2. ¿Cómo han ido evolucionando tus motivaciones primeras hasta las que de hecho hoy
soportan tu proyecto vocacional?, ¿en qué lugar quedaron las antiguas motivaciones?, ¿qué
encuentras de positivo y de negativo en esa evolución?, ¿qué es lo que te gustaría recuperar de
aquellas antiguas motivaciones? ¿qué es lo que de ellas pueden permanecer todavía y que
consideras que habría que superar?
Hace ya algún tiempo que, con razón, se comenzó a sospechar de las intenciones
ocultas que se podían encerrar en el canto, entre apasionado y romántico, del “eterno
femenino”. La idealización de la mujer, el panegírico de sus funciones maternales, la exaltación
de su dignidad específica y la insistencia en el carácter insustituible de su presencia en el ámbito
familiar, etc., han sido suficientemente denunciadas y puestas al descubierto desde ángulos muy
diversos a lo largo de nuestro siglo. No voy a insistir, por tanto, en ello. Aquí conviene tan sólo
señalar las motivaciones que desde las estructuras más inconscientes han podido jugar en la
génesis de esa ideología que, desde el punto de vista analítico, convendría calificar de
racionalizadora. Según ya vimos, de teorizaciones intencionadas que, como mecanismos de
defensa inconsciente, guardan el objetivo de ocultar verdades inconfesables.
Tendríamos que preguntarnos por la intención primera del varón en su exaltado canto
de lo femenino. Para ello, será necesario fijar previamente la atención en lo que podemos
considerar como las aspiraciones más profundas que sustentan la estructura afectiva de la
masculinidad. Separado físicamente de la madre desde el día de su nacimiento el varón no
logrará, sin embargo, hacer psíquicamente efectiva esa separación sino mucho más tarde y a
partir de complejos y dolorosos procesos psíquicos. En ellos, el Edipo juega como su momento
culminante, en el que, de modo definitivo, deberá quedar fijada esa separación y diferencia con
la originaria matriz materna. Tan sólo a partir de ahí, se verá asegurada la propia subjetividad
como entidad independiente, limitada y ya por siempre distante, desde la falta que esa
separación instaura.
La mujer no deja de ser la madre. No una madre cualquiera, sino una madre total,
absoluta, sin falta, sin aspiración ninguna en el orden de lo sexual, puesto que se piensa como
perfectamente colmada y satisfecha por el hijo. Es una mujer que, reducida a su condición de
madre, ha de mantener a distancia su propio deseo sexual.
Pero, como contrapartida, esta idealización de la mujer en el perpetuo canto del eterno
femenino tan típica en los ámbitos celibatarios eclesiásticos, corre pareja de la estigmatización
de la hembra, en cuanto que no se deje acomodar (en la realidad objetiva o en la fantasía del
célibe) a ese esquema impulsado desde su dinámica afectiva particular. Frente a María emerge
la representación de la Magdalena, como su necesario contrapunto simbólico. Ella es la mujer
peligrosa y degradada y que, en razón de ello mismo, se hace importante y querida. Frente a la
mujer madre-virgen, la mujer cuerpo-pecado. En realidad, como ha puesto de manifiesto
Marina Warner, no es posible mantener una fantasía sin su correspondiente oposición: Juntas
-nos dice- forman un díptico de la idea patriarcal cristiana sobre la mujer. No hay lugar en la
arquitectura conceptual cristiana para una mujer soltera que no sea virgen o prostituta2.
De ahí, que en cuanto ésta pretenda aparecer como sujeto autónomo, portadora de un
deseo y agente de una palabra, se ponga de inmediato en peligro la propia fantasmagoría. Es
necesario, entonces, denigrarla para combatirla en la propia interioridad amenazada. Siempre
hay recursos fáciles para ello. El desprecio pronunciado, el chistecisto o la broma hiriente que
descalifica, el prejuicio machista que se niega a remitir, todo ello, como sabemos, disimula un
profundo y arraigado temor que manifiesta uno de esos “deslizamientos” que fácilmente se
generan en la dinámica del célibe inmaduro.
2 Cf. M. WARNER, Tú sola entre las mujeres. El mito y el culto de la Virgen María,
Taurus, Madrid 1991, 307.
Taller de reflexión y diálogo 4.4.
1. Seguramente podrás traer a la memoria textos, discursos, mensajes que a lo largo de tus
años han llegado a ti ensalzando “el eterno femenino” ¿Qué rasgos fundamentales se resaltaban
en esos cantos a la mujer?, ¿qué intenciones guardaban?, ¿qué resultados tenían cuando la
mujer los hacía suyo y se configuraba conforme a ese “ideal”?
2 ¿Por qué razón tantas mujeres dentro y fuera de la Iglesia aceptaron y asumieron ese canto a
lo femenino?, ¿Qué beneficio lograban?, ¿Qué costo tenía para ellas?.
3. ¿Cuántas veces, en el rincón más machista de tu ser sentiste el rechazo por la mujer que se
expresaba en modos diferentes de lo que el modelo femenino imperante exigía? La pregunta
vale para varones y mujeres. Las respuestas, probablemente, difieren de modo notable.
4. Seguramente podrás traer a la memoria chistes, anécdotas, bromas que, de una manera u
otra, dejaban ver la misoginia clerical desde que cuatro o cinco clérigos se reúnen.
6. ¿Adviertes alguna relación entre la negación del presbiterado para la mujer y el hecho de que
el poder en la Iglesia esté en manos de hombres célibes?, ¿cuál sería?
Cuestión delicada y compleja, sin duda, ésta a la que nos vamos a referir ahora y a la
que nos acercaremos tan sólo en la medida en la que converja en nuestro tema del celibato
evangélico.
Frente a esa dimensión de nuestro deseo pulsional, cada sujeto maniobra como puede,
según las diversas circunstancias vitales y socioculturales en las que se desarrolla. De hecho,
sabemos que la homosexualidad ha sido organizada, reconocida y experimentada de modos
muy diversos a través del tiempo y del espacio por las diversas sociedades y culturas.
Una de las vías más importantes y, en muchos casos más saludables, para canalizar esa
dimensión sexual es, justamente, la de la sublimación. Freud se refiere frecuentemente a ella
para explicarnos el modo en el que los grupos sociales organizan sus componentes
homosexuales en favor de la cultura. Mediante la sublimación, en efecto, esa dimensión
homosexual puede derivar en la creación de lazos amistosos, solidarios, cercanos y cálidos
entre los seres del mismo género. Lo homosexual se convierte así en un integrador social.
Transformado el objeto y el fin de la pulsión homofílica, es decir, eliminada la intención erótica
en la relación con el otro del mismo género, cabe emplear toda la carga pulsional en vínculos de
camaradería, cordialidad, afecto y cercanía entre hombres o mujeres.
De hecho, Freud consideró que dos masas artificiales como son el ejército y la iglesia,
encuentran en los componentes homosexuales un medio extraordinario para garantizar su
cohesión. Hombres o mujeres se unen entre sí, establecen vínculos de cercanía y colaboración
para la consecución de un ideal común. La Iglesia Católica tuvo los mejores motivos
-afirmaba Freud- para recomendar a sus fieles el celibato e imponerlo a sus sacerdotes. La
razón es clara: el amor genital pone generalmente en peligro los lazos colectivos, mientras que
los inhibidos en su fin refuerzan y estabilizan este tipo de vinculación. Es importante, además,
hacer notar que en ningún momento intenta Freud señalar que en esas colectividades, militares
o religiosas, existan más o menos homosexuales declarados. La cuestión que plantea es otra: la
de la sublimación de la homosexualidad y sus funciones cohesivas dentro de los grupos
sociales.
El problema que se plantea entonces en el del manejo sano o patológico que homo o
heterosexuales podamos llevar a cabo de esa dimensión que, de un modo un otro, se hace
presente en nuestras vidas. De qué modo la afrontamos, la canalizamos, la sublimamos, la
reprimimos, etc. porque de ello se derivarán cuestiones importantes para la madurez de
cualquier sujeto, célibe o no.
La cuestión entonces parece plantearse en los modos en los que esta problemática
debería afrontarse. Parece claro que ha sido más bien la negación y ocultamiento de la situación
lo que, de hecho, ha resultado más dañina a todos los niveles: psíquico, personal, moral y,
pastoral, por supuesto. Son demasiados los datos que nos obligan a reconocer que cuando un
célibe no es capaz de reconocer y elaborar suficientemente su orientación homosexual, se cae
fácilmente en una dinámica impregnada de patología, de represión, de ocultamiento, de
desgarro y culpabilidad que consume toda la vida del sujeto, impidiéndole prácticamente toda
su proyectada dedicación al Reino.
Como cabe también que, a modo de reacción, reivindicar una especie de “orgullo gay”
en el seno de la vida religiosa (así parece ocurrir en algunos medios de la sociedad
Pero frente a los rechazos represores y a las idealizaciones falsificadoras cabe también
pensar en la posibilidad (y los datos también hablan en este sentido) de que una condición
homosexual pueda ser asumida e integrada en el resto de la existencia, con todos los "pros" y
los "contras" que puede comportar cualquier otra orientación de la afectividad. Habría que
decir aquí también que más vale un homosexual sano que un heterosexual neurótico o perverso
y que probablemente han sido muchos los hombres y mujeres homosexuales, que a lo largo de
la historia de la Iglesia, han vivido honesta y creativamente su vocación de célibes por el Reino.
Nunca sabremos lo que en su intimidad más profunda esto les significó de dolor y de grandeza,
al tener que afrontar esa dimensión de sus vidas en un clima de rechazo generalizado.
Tendríamos que reconocer que los problemas graves en este terreno se plantean cuando
la homofobia (de homosexuales que se niegan su condición o de heterosexuales que no integran
adecuadamente esa dimensión de su afectividad) se impone, impidiendo el afrontamiento lúcido
y valiente de algo que, nos guste o no nos guste, está ahí. Mejor sería decir que está “aquí”, en
cada sujeto, en la medida en la que, de una manera u otra, todos estamos concernidos. Pues
con razón afirmaba un reconocido psicoanalista que no daba nunca por curado a un sujeto
hasta que los elementos homofóbicos que pudieran existir no hubiesen remitido completamente.
Esta cuestión de la homofobia merecería también ser planteada con relación a los
formadores y acompañantes en la vida religiosa. Sus actitudes de fondo frente a lo homosexual
van a determinar, sin duda, de modo muy importante su acompañamiento, tanto de los
formandos homosexuales como de los heterosexuales. Y no es raro encontrar en los ámbitos
clericales (particularmente en los masculinos, siempre más obsesionados con reasegurar la
propia identidad sexual) una auténtica obsesión ante el tema. El asunto, a veces, cobra carácter
de auténtica fobia. Es decir, de algo que hay que alejar a toda costa, pero que, en el fondo,
está tan presente y es tan amenazante, que no se puede evitar el vivir permanentemente
perseguido por la cuestión. En pocos temas se podría afirmar con tanto fundamento “dime qué
te obsesiona y te diré quien eres”.
En definitiva, la cuestión homosexual está ahí como un reto para todos, en la medida en
que responde a uno de los núcleos más determinantes y conflictivos de nuestro mundo
afectivo-sexual y en la medida también en que, más allá de lo estrictamente sexual, pone de
manifiesto las actitudes más de fondo que se mantienen frente a lo humano. Funciona como un
test de tolerancia.
7 ¿Qué piensas de esas situaciones que, sobre todo en Estados Unidos, parecen darse de
comunidades religiosas identificadas de modo prevalente por la identidad homosexual?
8. Repasa los chistes, bromas, comentarios despectivos sobre la homosexualidad que se dan en
los ámbitos de la vida religiosa ¿pensaste que en ese momento podían estar presentes algunos
homosexuales? ¿te haces cargo de cuáles podían ser sus sentimientos al oír tales expresiones y
comentarios?
Sin duda, el efecto más catastrófico que puede tener lugar cuando la motivación por el
celibato responde a una dificultad para abandonar la casa del padre y de la madre es el del
narcisismo. Abandonar el hogar parental para hacer el propio camino significa, esencialmente,
aventurarse en la búsqueda de una alteridad desde el descentramiento del narcisismo infantil.
Abandonar la casa paterna es equivalente a abandonar aquella pretensión de ser “el rey de la
casa”, el objeto predilecto de amor incondicional de los otros, obligados a querernos como si
fuera por derecho y exigencia propia. Dejar la casa del padre y de la madre significa la
aceptación de ser uno más, diferente y limitado, carente y necesitado de los otros y, a la vez,
confrontado con la posibilidad de que esos otros nos gratifiquen o nos frustren, porque son
seres libres y diferentes. No es fácil. Por eso las posibilidades de “regresar” a un imaginario
hogar parental, en el que seguir siendo el centro de atención privilegiado permanece para
siempre vivas en todo sujeto.
Pero si la salida del hogar paterno cuenta siempre con serias dificultades en todo sujeto,
en el caso de quien opta por el celibato, esa ruptura de vínculos puede ser más problemática
todavía. La trampa del narcisismo le acecha con mayor facilidad.
Pero tenemos que recordar otro dato de los ya analizados a propósito de los procesos
según los cuales se establece la sublimación Ya vimos que para que ésta se lleve a cabo se hace
obligado un “paso” por el Ideal del Yo, es decir, por una estructura de la personalidad
constituida esencialmente de dinamismo narcisista. El peligro, advertíamos en ese momento,
era el de permanecer en esa posición egocéntrica, sin llegar a desarrollar el proceso de nueva
apertura hacia un nuevo objeto de amor, el Reino. Consagrarse, decíamos, para “ser santo”, en
lugar de para “seguir a Jesús”, manteniéndose en ese primer paso del proceso sublimatorio, sin
llegar a efectuar el necesario paso del descentramiento por el Reino.
Pero, cuando ese paso llegó a efectuarse, cabe también efectuar más adelante una
regresión a las primeras posiciones narcisistas. Así, por ejemplo, cuando las circunstancias
particulares en las que nos toca vivir la lucha por el Reino comienzan a perder su atractivo,
dejando de movilizar nuestro interés y nuestro afecto. Si, en esas circunstancias, no somos
capaces de descubrir nuevas metas, nuevos propósitos ilusionantes con los que recuperar de
nuevo el dinamismo sublimatorio por el Reino, todo nuestro campo energético volverá de
nuevo al Yo como lugar de partida y como nido en el que la afectividad encontrará el calor que
perdió en el proyecto antes acometido. Y es probable que ya ni siquiera con el objetivo
narcisista de “ser santo”, sino tan sólo de vivir tranquilo y en paz como una persona
descomprometida. El otro, los otros, los desfavorecidos y preferidos de Dios, dejan de cotizar
en el corazón. Ya no sensibilizan, conmueven ni movilizan a nada. El afecto regresa como el
caracol a su casa y tan sólo la propia realidad empobrecida es objeto de interés, de
preocupación, de búsqueda. Es el caso del típico religioso o religiosa que viven como un buen
solterón o solterona.
1. No amar a una mujer o a un hombre para amar a todos y al final, no amar a nadie. Comenta
esta frase que tantas veces se repitió.
2. ¿Crees que la renuncia a la sexualidad corporal aumenta la soberbia?, ¿ ómo piensas que se
dan las cosas en el ámbito protestante, por ejemplo, en el que los clérigos están casados?
Todo ello puede hacernos olvidar, sin embargo, que esa salud psíquica, siendo una
exigencia de la vida de fe, no puede ser condición ineludible de la misma. Son muchos los
santos y santas que están en los altares en los que se podrían fácilmente detectar zonas de
conflictividad psíquica, a veces, nada desdeñables. Y no deberíamos escandalizarnos, por lo
demás. Desde las zonas libres de conflicto, esos hombres y mujeres supieron ganar en el
empeño ilusionante del Reino de Dios en las circunstancias históricas particulares que les
tocaron vivir. Es probable, que si hubieran dedicado la energía que hoy se tiende a emplear en
la propuesta de maduración personal y desarrollo de la autoestima, no habrían realizado las
obras, tantas veces heroicas, que les hicieron convertirse en propuestas ideales para el resto de
los cristianos.
2. ¿Crees que la vida celibataria favorece más aún esa dinámica de psicologismo o lo ves
análogo a lo que puede ocurrir entre personas casadas?
3. ¿Qué piensas de esa sustitución de propuestas ideales que se pueden formular como el
cambio de ser santos a ser maduros?, ¿en qué manera crees que eso puede afectar también al
enfoque de la formación en la vida religiosa?
6 ¿Qué opinas del recurso que se hace a las psicoterapias en tu contexto particular de vida
religiosa?
4. 8. El culto de la autoestima.
Pero no podemos olvidar que será en la entrega al proyecto del Reino al que se ha
consagrado el célibe cristiano donde se podrá favorecer la autoestima más saludable, la que se
deriva del sentimiento de provocar bien, liberación, vida y felicidad en los que nos rodean.
Todo ello, sin cuidarse demasiado de que se promueva o no el sí-mismo. No parece, pues, la
vía de mirarse el ombligo la más pertinente para acceder a la autoestima.
Cabrá en algún momento o en alguna situación particular, qué duda cabe, detenerse a
considerar el impedimento que para ello nos puede venir desde una imagen negativa y
desvalorizada de nosotros mismos. La mirada, sin embargo, no deberá perder su norte. Desde
el momento en el que ese trabajo personal pierda su carácter funcional y provisorio, estaremos
pervirtiendo su sentido y equivocando la estrategia. Hoy día, bajo una importante presión
socio-cultural, el peligro de sobredosis nos acecha de modo importante. Las consecuencias
pueden ser graves. Como lo fueron para Narciso: ebrio de sí mismo, indiferente a lo que no
fuera su propia realidad personal, infecundo en la trampa de su propia imagen, no pudo hallar
sino la muerte en un encuentro, a modo de choque brutal y fatídico, consigo mismo.
2. ¿Cuáles crees que son las causas y las motivaciones más importantes para esta actualidad del
tema? Valora unas y otras.
CAPÍTULO 5
En esta situación, el ámbito de lo genital se alza como núcleo esencial para determinar y
evaluar la vida espiritual en su conjunto, así como el grado de compromiso por el Reino.
Muchas veces esto ocurre, además, sin que, a un nivel racional, se planteen así las cosas. Una
mínima formación teológica y espiritual nos preserva a este nivel teórico. Pero de hecho, en la
experiencia más íntima, resulta que es ahí donde se viene a situar el espacio más sensible de la
vivencia ética y espiritual. De modo significativo el valor y la significación de la pobreza o de
otros valores evangélicos quedan postergados a un lugar secundario, en favor de la “pureza” y
la fidelidad al celibato, entendido esencialmente como pureza en el ámbito de la genitalidad.
Pero si hemos comprendido que la sexualidad constituye una dimensión inseparable del
mundo afectivo y que la corporalidad y la genitalidad no son sino unos aspectos particulares (y
no lo más importantes de ella), entonces el problema del celibato no podrá ya ser considerado
como una mera cuestión de “castidad”, de “pureza” o de mera continencia y abstinencia
genital. Ésta será tan sólo una dimensión y, probablemente no la más importante, dentro de la
dinámica global del sujeto. La auténtica renuncia que el celibato cristiano exige, la más radical y
decisiva de todas es la de la renuncia a encontrar en un otro el lugar preferente con el que vivir
y expresar el propio deseo pulsional en un proyecto de vida en común. Un deseo pulsional que
el célibe, según hemos visto, sólo encontrará su objeto más adecuado en la pasión por construir
el Reino.
Sin embargo, este desenfoque tan habitual no deriva tan sólo de fallos más o menos
importantes en la formación teórica de los sujetos. En este terreno de nuestro mundo afectivo
sexual sabemos que la teoría juega un papel importante, pero nunca llega a ser el más
importante ni el más influyente a la hora de configurar nuestras vivencias profundas. Todo el
sustrato inconsciente de la sexualidad juega con bastante autonomía e independencia de ese
nivel puramente racional. Y todos sabemos muy bien también que en este terreno pueden
coexistir las teorías más abiertas y avanzadas con los sentimientos más primitivos, infantiles e
irracionales.
Hay que pensar que esa tendencia a plantear el celibato sólo en términos de castidad
está generalmente muy favorecida por el hecho de que el placer erótico y genital genera con
frecuencia y de modo muy automático una intensa culpabilidad, mayor muchas veces que el de
las profundas infidelidades afectivas. Desde ahí, es fácil centrar la preocupación básica en una
mera cuestión de control corporal o genital y descuidar el examen sobre lo que son las
atracciones más profundas del corazón. Allí donde está auténticamente el “tesoro” de cada uno
(Mt 6,21).
Habría que recordar personajes como el retratado por Luis Buñuel en la película “Él”.
En una escena antológica, mientras un grupo de personajes sentados a la mesa discuten con
gran retórica y aire metafísico sobre la esencia del amor, el cura, bajito y gordinflón, afanado
concienzudamente en su comida, responde que para él el amor es el pollo que se está
comiendo. La escena ilustra de un modo grotesco y dramático una de las muchas posibilidades
que caben de ser casto sin ser célibe en absoluto. Como también el “Magistral” de La Regenta,
a quien ya hemos recordado en más de una ocasión, que camuflándose en el papel de director
espiritual tan sólo aspira al sometimiento y posesión de su dirigida. Estos personajes son,
probablemente, célibes castos. Pero si atendemos a la máxima evangélica de que donde está tu
tesoro, allí está tu corazón, no podremos nunca afirmar que sean célibes por el Reino de los
cielos. Ellos y, desgraciadamente, tantos otros, no del cine o de la novela, sino de la realidad,
hacen verdad lo que bellamente expresó M. Yourcenar cuando decía: Elogian la pureza porque
no saben cuánta turbiedad puede esconder la pureza.
2. Examina tu relación al celibato ¿lo entendiste también como una cuestión de castidad?,
¿dónde insistió la formación que recibiste?, ¿Crees que hoy día cambia suficientemente ese
enfoque en la formación de religiosos y religiosas?
3. ¿Qué significa para ti una falta de castidad?, ¿cómo la valorarías?, ¿qué significado le darías?
5. A la hora de pensar tu fidelidad al voto de castidad, ¿atiendes al lugar donde está tu corazón
y donde tienes situados tus tesoros?
Sabemos que nunca se sublima de una vez por todas y que nunca está garantizado el
mantenimiento de una sublimación previamente establecida. La compleja dinámica vital de cada
uno juega constantemente en favor o en contra de los logros sublimatorios que tuvieron lugar
anteriormente. Sabemos muy bien que en el campo afectivo–sexual vivimos siempre en un
equilibrio inestable. La porción del deseo pulsional que necesariamente permanece sin sublimar
puede, en efecto, verse estimulada en cualquier momento y, de modo progresivo o, incluso,
repentino, incrementarse hasta llegar a imponerse como exigencia ya ineludible para el sujeto.
Son situaciones en las que el deseo se reaviva en sus demandas más originarias y arrastra para
sí todo ese potencial que en un momento dado se acertó a sublimar. Todos podemos traer a la
memoria casos en los que una sólida dinámica celibataria se ha derrumbado de un modo y de
otro a partir de un enamoramiento repentino o progresivo o a partir de un decaimiento de los
intereses por el Reino, que en un momento supieron concentrar las energías fundamentales de
un sujeto.
Pero si la sublimación no está nunca garantizada de por vida, tampoco lo está completa-
mente cerrada a la posibilidad de acrecentarse, fortalecerse y estabilizarse. Porque si no reside
en nosotros la capacidad de sublimación que, según vimos, depende de complejos factores
biográficos y constitucionales, sí estaría en nuestras manos el propiciar una serie de
circunstancias que vinieran a reactivar las sublimaciones emprendidas y a favorecer aquellas
para las que estuviéramos potencialmente capacitados. La progresiva identificación y gozo en
la tarea apostólica o profesional, la vivencia comunitaria, la experiencia de la oración personal
o colectiva, etc., serían capítulos importantes a considerar por el individuo y por sus
responsables institucionales como elementos a cuidar y potenciar convenientemente.
No todo sujeto dispone de la misma “arquitectura” psicodinámica y, por tanto, de las
mismas vías para favorecer la sublimación. Un trabajo, pues, de suma importancia radicará en
la indagación sobre lo que para cada uno podrán ser esas vías preferentes de sublimación. Tarea
que durante los años de formación tendría que constituirse en objeto de una atención
prevalente y en la averiguación del propio deseo (no siempre fácil de descubrir) y el diálogo
con los responsables. De ese encuentro entre el deseo personal y las orientaciones
institucionales se irá haciendo luz para descubrir los campos específicos en los que, dentro de
las tareas comunes, cada sujeto encuentre el camino más positivo de cara a su estabilidad
afectiva. Sin duda, aquí nos encontramos con el problema que, probablemente, será eterno de
articular el deseo personal con las exigencias de la institución. Pero tan sólo cuando exista una
actitud de escucha y respecto entre el deseo y la exigencia, entre el individuo y la institución,
sin que ninguno de ellos pretenda imponerse anulando al otro, se hará posible la potenciación
de uno y de la otra.
Pero si hay que advertir de los peligros que pueden ocasionarse en detrimento de los
procesos de sublimación, también es cierto que esos mis procesos pueden verse favorecidos
desde las experiencias que a lo largo de los años van configurando la vida del célibe
consagrado. Cabe incluso que unas primeras y dudosas motivaciones para emprender el camino
del celibato pudieran verse modificadas a través de un trabajo personal, a lo largo del tiempo,
por la puesta en juego de factores internos y externos que propiciaran mejores y más sanos
procesos de sublimación ¿no es así como probablemente tuvo lugar en itinerarios religiosos
como los seguidos por una Teresa de Ávila o un Ignacio de Loyola?
1. Trae a la memoria casos que hayas conocido de dinámicas sublimatorias que se han
derrumbado cuando nadie lo podía sospechar. Reflexiona sobre los factores que pudieron
entrar en juego.
2. De nuevo una propuesta cinematográfica con Buñuel: Viridiana. También se podía subtitular
la película: el derrumbamiento de una sublimación. Si te es fácil, visionala con esa clave.
3. Analiza en tu vía las circunstancias en las que, de hecho, se vio favorecida la sublimación y la
vivencia del celibato y aquellas otras en las que encontraste más dificultad. Intenta determinar
los factores que jugaron en un sentido y otro.
4. ¿Has indagado sobre los factores que en tu caso más particular te ayudan a favorecer la
sublimación y cuáles la vienen a entorpecer?, ¿crees que se concedió importancia a esta
cuestión en la época de formación?, ¿has buscado ser sustituido por el superior en la búsqueda
de tus orientaciones de trabajo?, ¿lo dejaste todo en sus manos?, ¿o, por el contrario, no le
dejaste nada que decir?
5. ¿Qué piensas de esos casos en los que un cambio de destino obedece a que el sujeto o la
sujeto se encontraban ya muy contentos en el lugar donde trabajaban?, ¿Se dan hoy todavía
situaciones parecidas?
La experiencia religiosa, en su vertiente más íntima, aquella que bien podríamos llamar
vertiente mística como deseo de encuentro gozoso con Dios, se sitúa como uno de los
elementos claves, seguramente indispensable, en el apoyo de una dinámica sublimatoria en el
celibato evangélico. Ya vimos en la primera parte cómo la experiencia religiosa figura, a pesar
del primer parecer de Freud, como una de las vías prototípicas de sublimación. En quien lleva a
cabo una opción como la del celibato por el Reino, esa experiencia tiene que desempeñar, sin
duda, un papel de primer orden.
Ya dijimos que no somo célibes por Dios, sino por su Reino. No renunciamos al
encuentro íntimo, exclusivo con un otro en razón de que Dios tenga una preferencia específica
por el celibato. Renunciamos al ejercicio de la sexualidad con un otro único, no por Dios, sino
por su Reino. Porque hemos leído nuestra historia como llamada suya a este modo particular
de trabajar en su proyecto. Todo esto ya lo analizamos anteriormente. Pero no podemos olvidar
tampoco que si no renunciamos a una pareja por Dios mismo, sí lo hacemos por su causa. Y
esa causa, evidentemente, no podrá ganar terreno en nuestro corazón si Dios no está situado en
el centro de nuestra dinámica afectiva más profunda. La renuncia que el celibato evangélico
implica no es sostenible por eso, si no es desde una pasión por el Reino de los cielos que, a su
vez, brota desde una radical vinculación con Dios, para nosotros manifestado en la figura de
Jesús.
Por otra parte, como en el caso de Jesús, nuestra oración tendrá también el sentido de
clarificar y potenciar la praxis en la que intentamos realizar la utopía evangélica que embarga
nuestro mundo afectivo. Es una oración, por tanto, que surge al hilo de esa utopía y, con
especial intensidad, en aquellos momentos en los que el proyecto del Reino puede verse
entorpecido por valores ajenos o contradictorios con el deseo de Dios. Son los momentos de
duda, de oscuridad, de tentación, en los que se hace necesario volver a la fuente básica de
nuestra experiencia más originaria. Getsemaní, en este sentido, constituye un paradigma de
oración para todo seguidor de Jesús.
1. Analiza tu vida de celibato con relación a la mayor o menor vinculación que has sentido y
experimentado en tus relaciones con Dios. ¿Cómo ha jugado Dios para mover tu proyecto por
el Reino?, ¿cómo juega para mantenerlo?.
2. ¿Qué papel dinamizador juega hoy en tu vida la figura concreta de Jesús?, ¿de qué modo se
hace presente en tu vida, en tus ideas, en tu fantasía, en tus proyectos?
4. ¿Qué relación existe entre tus modos de orar y tu proyecto concreto de lucha por el Reino?,
¿Está tu oración en conexión con ese proyecto o la vives al margen de él?, ¿buscas en ella la
luz, la autenticidad y las referencias básica de tu trabajo?
5. ¿De qué manera tu oración influye en hacer carne de tu carne los valores en los que crees?,
¿de qué manera la oración te conforma y te transforma en seguidor o seguidora de Jesús?
Una cuestión importante radica en determinar por dónde circula lo que podríamos
denominar el “eje central” de nuestro deseo pulsional en sus más hondas estructuras, hasta qué
punto la pasión por el Reino, la identificación con la figura de Jesús y con su proyecto utópico
se constituyen en lo más determinante del deseo, hasta el punto de que sea eso lo que configure
esencialmente la personalidad del célibe evangélico.
Sería ilusorio, sin embargo, pretender que todo el deseo pulsional quedara absoluta y
plenamente integrado en la dinámica vocacional. Como lo sería también en la pretensión de que
una pareja se constituyera como condensador exclusivo del deseo de uno y otro de sus
miembros. Siempre permanecerán ramificaciones diferentes, pretensiones diversas y atracciones
independientes. La cuestión entonces radica en ver hasta qué punto esas otras aspiraciones del
deseo son de alguna manera solidarias y contribuyen al mantenimiento del eje central del deseo
o si se establecen como oposición y obstáculo para su mantenimiento y estabilidad. Hemos
aludido en otro momento al papel de lo estético como elemento coadyuvante de la sublimación
religiosa. Se podrían añadir otros. De este modo, el campo de lo lúdico, de las aficiones
personales, incluso, de unas convenientes gratificaciones físicas, podrían jugar también un papel
de relevancia (a modo de arbotantes de lo que sería el edificio central del deseo) en la dinámica
general del proyecto que se pretende.
Pero caben señalar algunos factores que en el contexto particular de la vida religiosa
deberían jugar un papel fundamental en el apoyo y mantenimiento de los procesos de
sublimación. Me refiero esencialmente al papel que tendría que jugar la comunidad religiosa y
las relaciones de amistad con el mismo y con el otro sexo. Dado que otros números de esta
colección abordarán estas cuestiones, me limitaré a una breve y sumaria indicación.
Esa comunidad, por otra parte, refleja y hace presente un carisma particular, el de la
propia Orden, Congregación o Asociación, estimulando un ideal que, sin convertirse en un fin
en sí mismo (ya hablamos de los narcisismos colectivos que enfatizan demasiado la “marca de
la casa”), debe vehicular al propio Ideal del Yo vocacional, estimularlo y propulsarlo hacia el
proyecto del Reino. De ese modo, la comunidad favorece esa dimensión sanamente narcisista
del Ideal del Yo vocacional que, si no se convierte en fin último, ayuda a mantener la dinámica
de la sublimación. El “aire” de familia proporciona una satisfacción saludable.
Pero no deberíamos de olvidar que si el talante de Jesús como hombre célibe y su modo
de conducirse en las relaciones humanas han de constituirse como el gran paradigma de toda
vocación a la virginidad o al celibato, también en este punto habría de ser tenido en cuenta. No
tuvo reparos en mostrarse acompañado habitualmente de algunas mujeres que compartían con
él el proyecto del Reino y que iban con él “de pueblo en pueblo y de aldea en aldea
proclamando la buena noticia” (Lc 8, 1-3). A veces, incluso, desconcertó por ello, pues un
maestro religioso que se preciara se rebajaba en cercanía y conversaciones con mujeres, tal
como él lo hizo con la samaritana. Todo parece indicar, por lo demás, que con alguna de esas
mujeres le unió una relación de especial profundidad y cercanía. Y si de tantas cosas le
acusaron, no parece, sin embargo, que en este delicado terreno diera pié para que quienes tanto
le odiaban pudieran hablar mal de él.
1. Analiza las ramas de tu deseo pulsional que no están centradas psíquica y directamente en el
trabajo del Reino: aficiones, descansos, relaciones familiares y amistosas, gratificaciones
físicas...¿De qué modo juegan como arbotantes del edificio central o de qué modo juegan
debilitando el eje central de tu opción?
4. ¿Cuántos amigos o amigas podrías contar dentro de tu propia familia religiosa?, ¿te sientes
respaldados por ellos?, ¿se jugarían algo por ti o tú por ellos?, ¿hasta dónde?
5. ¿Te diviertes con tus amigos o amigas?, ¿te relaja tu relación con ellos?, ¿participas de su
interioridad y le haces participar de la tuya con transparencia y veracidad?, ¿sabes afrontar las
crisis y conflictos cuando se presenten?
6. ¿Qué experiencias tienes de relación amistosa con el otro sexo?, ¿qué te han proporcionado
de riqueza personal y ayuda en tu vida de célibe?, ¿cuál es la opinión más generalizada a tu
alrededor sobre este tipo de relación?, ¿te sientes libre a la hora de mantenerlas, expresarte y
dejarte ver?, ¿juegas limpio contigo mismo y con la otra persona buscando siempre
transparencia y autenticidad?
Según hemos ido viendo a lo largo de todo este trabajo, el conjunto de datos hablan
tanto de la viabilidad como de la dificultad de un proyecto de sublimación de la sexualidad tal
como pretende el célibe cristiano. Efectivamente, no todos pueden con eso. Tan sólo los que
recibieron el don (Mt 19,12). Y probablemente estos son menos de aquellos a los que se les
exige por ley y menos también de a los que se les supone por el hecho de quererlo. Exigencia y
suposición que parecen poner de manifiesto una vez más las complejas y oscuras relaciones que
la institución eclesiástica mantiene en relación a la sexualidad. La ley del celibato, en particular,
sobre la que, a propósito, no he querido entrar a comentar, parece un exponente claro de esa
resistencia de fondo que se experimenta dentro de la institución eclesiástica para hacer
compatible el placer sexual y la experiencia de fe. Toda una representación de Dios muy
cuestionable, según ya vimos en algún momento, opera de fondo en esa resistencia.
Y una aventura, sabemos, que implica siempre emprender un camino que no está exento
de riesgos y cuyo final puede ser el de la consecución de un logro feliz, como también la de
acabar en un resultado catastrófico. Muy alto se pone la mira en toda aventura. En el celibato
también. De ahí que su riesgo sea igualmente muy elevado. Si el objetivo no se logra, la
catástrofe puede resultar devastadora: venir a desembocar en una profunda mutilación
personal, en un conflicto y una tensión fatalmente destructiva o en el aislamiento narcisista
donde ya el único interés y pasión no sea sino la que ronda alrededor de uno mismo. El logro,
el auténtico y quizás el mejor de todos los logros será el de la apertura, desde la particular
sensibilidad por el Reino, para el descubrimiento, el encantamiento y la dedicación al otro, a
cualquier otro, por el mero hecho de serlo.
BIBLIOGRAFÍA
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La formación de una afectividad célibe : Sal Terrae (1991) 881-837.
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Celibato, género y poder, en: C. BERNABÉ (dir.), Cambio de paradigma, género y
eclesiología, Ed. Verbo Divino, Estella, 1998, 109-130.
El deseo y sus ambigüedades: Sal Terrae 84/8 (1996) 607-620.
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¿Un desvalimiento también afectivo? Para una espiritualidad de los afectos en el
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Grandeza y miseria del celibato cristiano, Sal Terrae, Santander 1987.
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La pasión del celibato, en NELSON, J. - LONGFELLOW, S., (Ed.), La sexualidad y
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El significado del celibato en América Latina: Selecciones de Teología 22 (1983) 127-136.
URIARTE, J. M.,
Ministerio sacerdotal y celibato: Iglesia viva 91-92 (1981) 47-79.
El celibato se ve hoy día muy cuestionado desde una opinión generalizada que
considera el ejercicio de la sexualidad como algo imprescindible para la salud mental. De otra
parte, en el seno de la misma Iglesia Católica asistimos a una justa revalorización de la vida
matrimonial, que ha tenido su impacto también en esa cierta devaluación del celibato a la que
asistimos.
En el presente trabajo se intenta abordar la cuestión partiendo desde la psicología y,
más en particular, desde el psicoanálisis. Para ello se revisa en primer lugar el concepto de
sexualidad, término problemático donde los haya a la hora de entenderse y definirlo. De él
depende, sin embargo, el concepto de sublimación, base teórica ineludible en psicoanálisis para
comprender la renuncia en la que el célibe se compromete. Desde este punto de vista, el Reino
de Dios aparece como la clave fundamental y única que daría sentido al celibato evangélico. Es
fácil, sin embargo, equivocarse en este mundo complejo del deseo. De ahí, que se revisen
también los equívocos y riesgos más importantes que se pueden encontrar a la hora de
emprender esta opción de vida.
Entre las publicaciones más importantes del autor relacionadas con el tema se podrían
citar: Creer después de Freud, San Pablo, Madrid 1992; Ordenación de la afectividad y
mecanismos de defensa, en VARIOS: Psicología y Ejercicios Ignacianos, Ed. Mensajero-Sal
Terrae, Madrid 1991, vol. 1, 109-140; Mito y ciencia en el conocimiento de la sexualidad:
Iglesia Viva 174 (1994) 549-564; Celibato, género y poder, en: C. BERNABÉ (dir.), Cambio
de paradigma, género y eclesiología, Ed. Verbo Divino, Estella, 1998, 109-130; Psicoanálisis
clerical en J.I. González Faus - C. Domínguez Morano - A. Torres Queiruga, “Clérigos” en
debate, P P C, Madrid 1996, 61-128; El deseo y sus ambigüedades: Sal Terrae 84/8 (1996)
607-620 y Autoestima: peligro de sobredosis narcisista: Razón y fe 241 (2000) 45-58.