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Decidieron entonces seguir el río […] hasta que, después de casi cinco días de viaje, y de noches

sofocantes como el día, se dieron cuenta de que el continuo retrueno de aquella marea se estaba
transformando. El río había ganado más velocidad, se dibujaban en su curso una suerte de
corrientes, rápidos que arrastraban trozos de basalto como pajillas, se oía una especie de trueno
lejano […]
Luego, cada vez más impetuoso el Sambatyón se dividía en una multitud de riachuelos, que se
introducían entre pendientes montañosas como los dedos de la mano en un grumo de fango; a
veces una oleada se sumía en una gruta para luego salir con un rugido de una especie de paso
rocoso que parecía transitable y arrojarse rabiosamente río abajo. Y de golpe después de un
amplio rodeo que se vieron obligados a hacer porque las orillas mismas se habían vuelto
impracticables, golpeadas por torbellinos de gravilla, una vez alcanzada la cima de una planicie,
vieron cómo el Sambatyón, a sus pies, se anulaba en una especie de garganta del infierno.

Eran unas cataratas que se precipitaban desde decenas de agujeros rupestres, dispuestos en
anfiteatro, en un desmedido torbellino final, un regurgitar incesante de granito, una vorágine de
brea, una resaca única de alumbre, un agitarse de esquito, un resonar de azarnefe contra las
orillas. Y por encima de la materia que el torbellino eructaba hacia el cielo, pero más abajo con
respecto a los ojos de quien mirara como desde lo alto de una torre, los rayos de sol formaban
sobre esas gotitas silíceas un inmenso arcoíris que, al reflejar cada cuerpo los rayos con un
esplendor distinto según su propia naturaleza, tenía muchos más colores que los que solían formar
el cielo después de una tormenta, y que a diferencia de aquellos, parecía estar destinado a brillar
eternamente sin disolverse jamás.

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