DIACONIA
En el horizonte
del Reino
de Dios
Hacia el diaconado
de todos los creyente
Con una aportación de ULRICH BACH
y un prólogo de THEODOR SCHOBER
Colección «PASTORAL»
31
Editorial SAL TERRAE
Santander
Título del original alemán:
Diakonie im Horizont des Reiches Gottes
© 1984 by Neukirchener Verlag Neukirchen-Vluyn (R.F.A.)
Traducción de Constantino Ruiz Garrido
© 1987 by Editorial Sal Terrae Guevara, 20
39001 Santander
Con las debidas licencias
Impreso en España. Printed in Spain
ISBN: 84-293-0772-9 Dep. Legal: BI-803-1987
Fotocomposición: Mogar Linotype
San Millón, 14. Entresuelo 26004 Logroño
Impreso por Gráficas Ibarsusi, S.A. C.° de Ibarsusi, s/n 48004 Bilbao
Índice
Sin teología, la diaconía se trivializa y se reduce a una de tantas funciones sociales, desempeñada
por grupos comprometidos y por individuos expertos; es decir, pierde conciencia de su origen y
su finalidad bíblica y se hace dependiente de la concepción del hombre en boga, que puede
cambiar de un día para otro. Sin diaconía, la teología queda privada del testimonio vivo de la
transmisión ejemplar del amor de Dios al mundo a través de la comunidad, la cual no actúa en
propio provecho, sino que, como Cuerpo de Cristo que es, transmite al prójimo, en la fe, los
diferentes dones de gracia que ha recibido.
I
El año 1983 fue, en diversos aspectos, un año «jubilar» para la teología diaconal.
Lutero fue un gran predicador de la libertad cristiana: «...de donde se sigue que el cristiano no
vive en sí mismo, sino en Cristo y en su prójimo; de lo contrario, no es cristiano. En Cristo vive
por la fe; en el prójimo por el amor. Por la fe, se eleva por encima de sí hasta llegar a Dios; por el
amor, desciende de nuevo hasta llegar al prójimo, sin dejar de estar en Dios y en su amor...»
Lutero fue, además, un elocuente defensor del sacerdocio de todos los creyentes: «La fe significa
adentrarse en algo imposible; lanzarse al mar como si no hubiera agua; entregarse a la muerte
como si no hubiera muerte; arrojarse al cuello de Cristo como si jamás hubiera habido pecado.
Todos somos sacerdotes, si es que somos cristianos».
Y como había anclado su teología en la cruz de Cristo, Lutero fue un insuperable testigo del
amor, el cual no obtiene su fuerza del ser amado, sino de la cruz de Cristo, que es un fresco
manantial que calma la sed del sediento.
«El amor de Dios no encuentra un objeto ya existente, sino que lo crea. En cambio, el amor
humano nace porque ya existe el objeto. Por eso el pecador no es amado porque sea hermoso,
sino que es hermoso porque es amado. Así es el amor que nace en la cruz: no es un amor que se
dirija allá donde se encuentra el bien, para hacer uso de él en su propio provecho, sino que se
dirige allá adonde puede llevar algún bien a los que son malos y pobres».
Wilhelm Lóhe fue un testigo de la Iglesia Luterana para quien la vida se compendiaba en la
tríada formada por la adoración, el testimonio y el servicio.
«Si alguien quiere saber qué es exactamente lo que nos proponíamos, deberá fijarse en la
institución de las diaconisas, pero sin pensar que se trata simplemente de una especie de
enfermeras. Queríamos una Iglesia que fuera al mismo tiempo una Iglesia de hermanos y una
Iglesia apostólico-episcopal. Para nosotros, ser luterano no significa pertenecer a un partido. En
lo que somos verdaderamente luteranos de corazón es en lo que se refiere al sacramento y a la
doctrina de la justificación...
No somos luteranos en el sentido del Sínodo de Missouri ni de los "viejos luteranos". Si nos
preguntan si somos de la vieja escuela, respondemos que no; y si nos preguntan si somos
"modernos", también respondemos que no. La verdad es que somos a la vez totalmente antiguos
y totalmente modernos. Lo que, en el fondo, pretendíamos era prolongar el luteranismo en una
Iglesia de hermanos y, al mismo tiempo, apostólica y episcopal».
También Wichern luchó por la renovación de la Iglesia desde la fuerza del Evangelio. Según
Theodor Heuss, Wichern «no tuvo tiempo de ser un gran teólogo, porque tenía mucha prisa en
ser un buen cristiano». Y no sólo en el Kirchentag de Wittenberg, sino durante toda su vida, se
esforzó denodadamente por lograr que Cristo tomara forma en su pueblo.
El profesor Heinz Wagner ha reelaborado el proyecto de Wichern como un programa todavía por
realizar en nuestra Iglesia, y ha recordado las palabras de Wichern: «La misión interna no tiene
más punto de partida ni de llegada que la propia Iglesia». «La misión interna es asunto de la
comunidad». De donde deduce Wagner lo siguiente: «A todos se nos pregunta si lo confesamos,
si lo vivimos y si lo enseñamos. La meta sigue siendo la comunidad en su totalidad. Es decir, la
comunidad viva, en la que ya no pueden distinguirse las obras de la fe y las obras del amor».
II
1. La V Asamblea General del Consejo Ecuménico de las Iglesias, celebrada en Nairobi, hacía la
siguiente declaración: «Una Iglesia que aspire verdaderamente a estar unida en sí misma y a
recorrer con otros el camino hacia la unidad, tiene que ser una Iglesia abierta a todos los
hombres; y, sin embargo, hay miembros de la Iglesia que gozan de perfecta salud y que, debido a
sus ideas o a su marcado activismo, marginan, y a veces excluyen absolutamente, a las personas
física o mentalmente impedidas».
2. Con motivo del Año Internacional de los Impedidos (1981), el Consejo Ecuménico de las
Iglesias publicó diversos estudios, entre ellos una obra colectiva de la Comisión «Fe y
Constitución» con el título de «Nos necesitamos unos a otros. Los impedidos y la
responsabilidad de la Iglesia». ¿Qué consecuencias ha tenido este libro en la praxis de nuestras
comunidades?
3. El debate en torno al documento «Bautismo, Eucaristía y Ministerio», publicado
conjuntamente por las Iglesias que forman el Consejo Ecuménico («Texto de Lima»), nos insta a
preguntarnos cómo se hace realidad una comunidad diaconal.
Es oportuno y urgente hacer un estudio teológico del diaconado en relación con el bautismo, la
eucaristía y el ministerio, entendidos incluso en un sentido más amplio del que manifiesta el
«Texto de Lima» al hablar del diaconado. Y es necesario por las siguientes razones:
—Porque el diaconado no es una actividad cualquiera de los individuos o de los grupos, sino que
pertenece a la estructura misma de la Iglesia (¡Wichern!), lo mismo que el ministerio de los
pastores y los presbíteros. Por eso hay que acoger con satisfacción la equivalencia,
teológicamente fundada, entre el «pastorado», el presbiterado y el diaconado, y hay que hacer
que dicha equivalencia se traduzca cada vez más en la praxis eclesial.
4. El Seminario sobre la Diaconía organizado en 1982 por la Comisión para la Ayuda entre las
Iglesias y para el Servicio a los Refugiados, del Consejo Ecuménico de las Iglesias, resumió en
las siguientes palabras el resultado de sus trabajos: «En el contexto de nuestra sociedad
pluralista, con sus diversas culturas, religiones e ideologías, la actualización del ministerio de la
Iglesia con respecto a la sociedad humana deberá ir acompañada y sustentada por una pertinente
reflexión bíblica y teológica. La Iglesia ha de vivir para hacer realidad los valores del Reino de
Dios: verdad, libertad, justicia y paz, tal como los proclamó Jesucristo. La Iglesia será medida en
función de su servicio al Reino, a cuya edificación pueden contribuir todos y cada uno de los
individuos. Esperamos de la Asamblea General del Consejo Ecuménico de las Iglesias, que se
reunirá en Vancouver, que diga una palabra importante y proporcione una nueva e inequívoca
orientación práctica acerca del servicio que la Iglesia debe prestar».
III
Tal vez parezca un desahogo de erudición, pero también puede reflejar la extremada sencillez del
asunto, la siguiente anécdota: El rabino preguntó a su discípulo: «¿Cuándo empieza el día?»
Respondió el discípulo: «Cuando soy capaz de distinguir entre el terebinto y la palmera». «Eso
no es suficiente», replicó el rabino. A lo que repuso el discípulo: «¿Tal vez cuando consigo
distinguir entre un perro pastor y una oveja negra...?» Y concluyó el rabino: «Tampoco eso es
suficiente. Sólo será de día cuando consigas reconocer a tu hermano en el rostro de cualquier
otro hombre».
Introducción
Quisiera presentar estas consideraciones sobre la diaconía y sobre la comunidad diaconal con
una serie de observaciones de carácter personal. Yo no soy diácono ni experto en el tema de la
diaconía; tan sólo soy un teólogo que da clases en la Facultad de Teología Evangélica de una
Universidad. Pero mis consideraciones sobre la diaconía han tenido siempre su origen en
situaciones concretas. Situaciones que siempre han despertado en mí el irrefrenable deseo de
hacer salir a la teología del mundo académico e introducirla de lleno en el mundo de la vida real
y de los sufrimientos reales de la gente. Por eso me han interesado los problemas de la diaconía y
he tratado de darles la mejor respuesta posible. No he pretendido ampliar la teología sistemática
ni hacer más extenso mi campo de acción personal. Tan sólo he querido romper el círculo
cerrado de la teología, que siempre me ha resultado excesivamente angosto desde que, en 1958,
dejé mi actividad de «pastor» para enseñar en la Universidad.
La teología diaconal, que se encuentra en estado incipiente, supone un paso decisivo en esta
dirección. El método de comprensión e interpretación de la Escritura mostrará cuál es el camino
que conduce del texto a la acción. «Lo que no se traduce en acción no tiene valor alguno», solía
decir Gustav Werner, fundador de la «Casa Fraternal del Diaconado» de Reutlingen (Alemania).
La diaconía es la explicitación de la Escritura en la praxis, mientras que la teología diaconal, por
su parte, es la conciencia crítica de dicha praxis. Ambas tienen su propia dignidad y su propia
importancia, del mismo rango que la dignidad e importancia de la proclamación, la enseñanza y
la edificación de la comunidad. Sin ellas, las restantes actividades de la praxis cristiana y sus
formas de conocimiento teológico no sólo se empobrecen, sino que además no se orientan ya a
aquel a quien apelan: Jesucristo, de quien se dice: «Los ciegos ven y los cojos andan, los
leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la
Buena Nueva» (Mt 11,5).
Antes de reflexionar sobre la «diaconía en el Estado social, es menester echar una ojeada al
ámbito de tensión existente entre el Estado y la sociedad, que suele expresarse en las
denominaciones «sociedad industrial» y «Estado social». En realidad, no se trata tan sólo de
saber qué es lo que hace la diaconía cristiana, sino también cuál es su ubicación social.
La «sociedad industrial» fue analizada por Hegel, el cual la calificó de «sistema de las
necesidades». Consiste en la satisfacción recíproca de las necesidades mediante la
racionalización del trabajo común. Si este sistema se hace general y predominante, las personas
únicamente se asociarán como fuerzas productivas, como consumidores y como usuarios. Y
todas las demás caracterizaciones se hacen puramente casuales o superfluas. Alemán o italiano,
católico o protestante, hombre o mujer, el individuo, siempre y en cualquier parte, puede ser
abstractamente calificado como fuerza de trabajo y de consumo. Por eso la moderna sociedad
industrial trasciende a todas las sociedades que la han precedido, basadas en la tradición, y se
extiende por todo el mundo. Y como la necesidad y su satisfacción se estimulan mutuamente, la
desenfrenada carrera entre ambas habrá de extenderse a todas las materias primas, a todas las
fuerzas de trabajo y a todos los mercados del mundo. La moderna sociedad industrial responde a
una estructura imperialista.
En el siglo XIX, tanto Hegel como Marx se hallaban impresionados por un progreso que no
parecía tener límites. No estaban aún en condiciones de «pasar la cuenta» del sufrimiento
humano y de estimar en toda su gravedad los costos sociales de semejante desarrollo. Pero éstos
1
Otros dicen «Estado de bienestar [social]» (expresión preferida en el lenguaje de las Naciones Unidas), «Estado
benefactor», «Estado-providencia» (galicismo) o «Estado de previsión social». La expresión inglesa «welfare state»
no ha encontrado aún una traducción universalmente aceptada (Nota del Traductor).
pueden ser hoy perfectamente detectados en las cada vez mayores prestaciones sociales del
Estado, que convierten a éste precisamente en un «Estado social».
Hace mucho que la espiral formada por la necesidad y la satisfacción ha topado con los «límites
ecológicos del crecimiento»2. El que la historia humana tenga unos límites en la base
fundamental de la naturaleza era un hecho desconocido en el siglo XIX y, consiguientemente, rio
era tenido en cuenta. Pero este hecho nos dice abiertamente que no vivimos en «el país de las
posibilidades ilimitadas», sino que nos hallamos fundamentalmente en una situación de escasez.
Los costos ecológicos del lucro económico nos obligan a buscar un equilibrio en los gastos. No
puede ser tarea exclusiva del Estado, es decir, de la colectividad, pagar los costos ecológicos del
lucro económico. El «Estado social» no es un Estado que deba saldar 3 las facturas no pagadas
por la industria.
3. Segregación y aislamiento
El mundo es el campo de experimentación del Reino de Dios, y el amor sólo se puede practicar
cuando han quedado abolidos aquellos ordenamientos que producen competitividad, odio y
guerra, y se anticipa el «nuevo ordenamiento de todas las cosas». Entonces la diaconía no
consiste tan sólo en aliviar las necesidades, curar las heridas y realizar compensaciones sociales,
sino también en anticipar la nueva vida, la nueva comunidad y el mundo de la libertad. La
diaconía no se orienta entonces únicamente hacia el sufrimiento presente del hombre, sino
también hacia el Reino de Dios, hacia el verdadero futuro del hombre. Sin la perspectiva del
Reino de Dios, la diaconía no es más que un amor carente de ideas y únicamente capaz de
compensar y reparar. Ahora bien, sin diaconía, la esperanza del Reino de Dios se convierte en
una utopía carente de amor, en una utopía capaz únicamente de exigir y acusar. En el ejercicio de
la diaconía, por lo tanto, de lo que se trata es de poner en relación el amor con la esperanza, el
Reino de Dios con la necesidad concreta. Sin la esperanza del Reino de Dios, la diaconía pierde
su carácter cristiano y se convierte, tanto teórica como prácticamente, en uno de tantos servicios
del Estado social. Por el contrario, con la esperanza del Reino de Dios, la diaconía se hace
cristiana y conduce, por encima de las compensaciones sociales, a principios y experiencias de
renovación de la sociedad humana. Lo cual no significa, ni mucho menos, que haya de
abandonarse el trabajo con los niños, los ancianos, los enfermos, los impedidos y los marginados.
Todo lo contrario: para la esperanza, son justamente éstos los que constituyen el potencial
renovador de la sociedad, porque son precisamente ellos quienes experimentan de manera
particular la miseria de esta sociedad. Y es por todo ello por lo que precisamente en las
instituciones diaconales pueden formarse los «cuadros» de la nueva sociedad.
El principio natural de asociación, según Aristóteles, dice así: «los iguales tienden a asociarse
entre sí». La igualdad de especie, de sexo, de posición social, de situación económica y de moral
crea comunidad, porque garantiza la homogeneidad. Ahora bien, este principio es también la
causa del aislamiento social de los demás, de la segregación, del apartheid, de la xenofobia y del
antisemitismo, porque hunde sus raíces en el deseo irrefrenable de autoafirmación.
Las personas que son como nosotros nos tranquilizan, y las que son distintas de nosotros nos
ocasionan inseguridad. Por eso amamos a los que son semejantes a nosotros y evitamos a los
demás. La fe cristiana libera de la necesidad de autoafirmación, porque ha experimentado la
justificación por la gracia. Consiguientemente, el principio de la comunidad cristiana ya no es:
«los iguales tienden a asociarse entre sí», sino: «acogeos mutuamente como os acogió Cristo
para gloria de Dios» (Rom 15,7). Por eso la comunidad cristiana es comunidad de desiguales que
ya no experimentan sus diferencias como una amenaza mutua, sino como un enriquecimiento
recíproco. Tal tipo de comunidades constituyen la - configuración social viva de la justificación
por la gracia.
La diaconía cristiana debería liberarse de la idea de «ayuda», que en ocasiones llega a convertirse
en ideología, y no concebir su labor como «satisfacción de necesidades sociales» dentro del
«sistema de necesidades». Tampoco debería preceder o seguir al Estado en su marcha hacia el
«Estado social». Cuanto más consciente sea de que su origen se halla en la comunidad, tanto más
se orientará a la creación de comunidades independientes en el límite mismo del aislamiento
social, en las que se pondrá de manifiesto una alternativa respecto de la sociedad industrial y del
Estado social y en las que podrá intentarse y vivirse el estilo de vida alternativo. En el Nuevo
Testamento, esta nueva comunidad es calificada como la experiencia del Espíritu de la nueva
creación.
2
La diaconía en el horizonte
del Reino de Dios
La «Fraternidad diaconal de Nazaret» quiso, desde un principio, «trabajar por la grande y santa
causa de Su Reino»1. Concebía su tarea como un «servicio en el Reino de Dios», como una
verdadera «simiente de esta esperanza». Y en ello se incluía todo. Los hermanos no debían
abrigar ninguna otra intención. Por eso, al efectuar su ingreso, cada uno declaraba desear
«dedicar toda la energía de su trabajo profesional a la institución, sin limitarse a prepararse en
dicha institución para el ejercicio de una profesión futura, sino considerando desde el primer día
las labores a él confiadas para con los enfermos y necesitados como una vocación por el Reino
de Dios, comprometiéndose a ser plenamente fiel a ella»2.
La celebración del centenario del fundador de dicha institución nos brinda la ocasión de
rememorar aquellos comienzos y nos invita a «orientarnos hacia el futuro de Dios y la
consumación de su Señorío», como dice la tarjeta de invitación a la celebración de tal
efemérides.
1
Citado por EBENEZER, «Die Brüderschaft Nazareth.. Buchhandlung der Anstalt Bethel bei Bielefeld, 1902.
2
Ibid. p. 175.
3
W. BRANDT, Friedrich von Bodelschwingh 1877-1946. Nachfolger and Gestalter, Bethel 1967, pp. 89s.
contraste entre el cristianismo anglosajón y el cristianismo alemán reformado y luterano: «La
lucha crea entusiasmo; la cruz crea servicio». «Para nosotros, sin embargo, está muy claro que
debemos seguir el camino señalizado por las palabras "cruz" y "servicio"». ¿Deberá persistir esta
oposición entre la teología del Reino de Dios y la teología de la cruz, entre la emancipación y la
diaconía, entre la transformación del mundo y el servicio en el mundo?
Tesis 1ª: La diaconía en el horizonte del Reino es diaconía en el seguimiento del Crucificado, y
de nadie más.
Pero la diaconía en el seguimiento del Crucificado es diaconía en el horizonte del Reino de Dios
que despunta, y en ningún otro horizonte
Si hablamos del Riñó de Dios y de su Señorío, no estamos refiriéndonos a nuestras propias obras
y sus logros. De la historia de las obras humanas, lo más que brota es un reino humano, pero no
el Reino de Dios. Ni siquiera la• Iglesia puede hacer de este mundo un reino de gloria.
Si hablamos del Reino de Dios y de su Señorío, tampoco nos referimos, en la fe, al mundo
invisible del más allá ni concebimos nuestro servicio como si se tratara de llevar la cruz en
solitario por este valle de lágrimas.
¿Cómo podemos reconocer el Reino de Dios en Jesús y dónde podemos hallarlo con él?
4
J. MOLTMANN, Kirche in der Kraft des Geistes, München 1975, pp. 93ss. (trad. cast.: La Iglesia, fuerza del
Espíritu, Salamanca 1978).
¿Qué es ese Evangelio? Si entendemos el Evangelio del Reino sobre el trasfondo del Antiguo
Testamento (Isaías 52)5, el Evangelio es el anuncio y el comienzo efectivo de la era mesiánica:
«Di a Sion: Tu Dios reina» (Is 52,7). Dios asume su Señorío sobre su pueblo y, como este pueblo
se encuentra cautivo y perdido en el exilio, esta toma del poder por parte de Dios constituye un
acto liberador y redentor, porque libera de la servidumbre humana y de la ausencia de Dios. Al
mismo tiempo, el Evangelio es llamada a la libertad: «Sacúdete el polvo... libérate del yugo de tu
cerviz, cautiva hija de Sion» (Is 52,2). Cuando Dios llega, lo imposible se hace posible: las
cadenas ya no sirven y puede uno liberarse de ellas y arrojarlas lejos; la debilidad ya no tiene
poder sobre uno y pueden recuperarse las fuerzas; el polvo ya no humilla y puede uno
sacudírselo. Allí donde Dios es Rey, el hombre es liberado y accede a la auténtica libertad. El
Evangelio es, por tanto, llamada al Reino de Dios y llamada a la libertad. «El tiempo se ha
cumplido, y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15).
Ya no se da aquí la moderna alternativa —de la que se resintieron tanto los piadosos principios
de la diaconía como el socialismo ateo del siglo XIX—: o existe Dios, y entonces el hombre no
es libre, o el hombre es libre, y entonces no existe Dios 6. La cercanía del Dios que viene al
hombre libera a los esclavos, a los enfermos y a los pecadores, haciéndoles capaces de ser libres.
No tiene aquí validez alguna la moderna deducción de que la libertad es propia del ateísmo,
mientras que lo propio de la fe es la «restauración».
Dado que el Evangelio proclama la llegada de Dios y la liberación del hombre, con él también se
inicia (según el Deuteroisaías) el éxodo definitivo hacia la tierra prometida de la nueva creación.
Es la salida de los hombres de la esclavitud que ellos mismos se han creado, para acceder a la
libertad del Reino. Y así como el primer éxodo de Israel de su esclavitud egipcia estuvo
acompañado de «signos y prodigios», así también el segundo éxodo —el éxodo definitivo y
escatológico— está acompañado de «signos y prodigios», de los que algo pueden decirnos los
que, habiendo participado en él, los han experimentado en la historia de Jesús, en la historia de
los Apóstoles y en toda la historia subsiguiente.
Tesis 2°: Reconocemos el Reino de Dios en Jesús cuando reconocemos su misión y dejamos que
ella actúe en nosotros; cuando escuchamos la llamada a la libertad y llevamos a cabo aquellas
obras con las que se inicia el futuro de Dios en nosotros
Pero ¿dónde podemos encontrar, con Jesús, el Reino de Dios? El Evangelio de Jesús nos remite
inequívocamente a «los pobres»7, de quienes las Bienaventuranzas afirman que les pertenece el
Reino. El que cura a los enfermos, acoge a los marginados y es «amigo de publicanos y
pecadores» nos muestra con absoluta claridad dónde se encuentra el Reino de Dios: no arriba, en
la «crema» de la sociedad, donde tan a gusto se hallan los ricos, los sanos y los listos, sino abajo,
en la oscuridad despreciada por todos. Jesús «agarra» a la sociedad, por así decirlo, por su
extremidad más inferior (Chr. Blumhardt).
5
. J. SCHNIEWIND, Euangelion, vol. 1, Gütersloh 1927, vol. 2, 1931; G. FRIEDRICH, «Euangelizomai»: ThWNT
II, pp. 705-735; P. STUHLMACHER, Das Paulinische Evangelium, l: «Vorgeschichte», Góttingen 1968.
6
La superación de esta funesta alternativa se anuncia en R. GARAUDv, Palabra de hombre, Madrid 1976, y H.
GOLLWITZER, Die Kapitalistische Revolution, München 1974 (trad. cast.: La revolución capitalista, Sala, manca
1977).
7
Para el concepto de «pobreza», cfr. G. GUTIÉRREZ, Teología de la liberación, Salamanca 1972, pp. 363ss.
La enfermedad es un signo de la endeble constitución del hombre. De principio a fin de la
actividad de Jesús, acuden a él personas afectadas por todas las enfermedades imaginables, desde
la fiebre hasta la ceguera, desde la parálisis hasta la lepra. Junto a Jesús nos encontramos con
toda la miseria del hombre. Los poseídos por el demonio, los lisiados, los paralíticos, los ciegos,
los hambrientos y los que sienten el peso de la culpa salen fuera de los oscuros rincones de la
sociedad en que se hallaban relegados y en los que se habían mantenido temerosamente ocultos,
porque advierten la vida que Jesús difunde en torno a sí con su amor. Y lo reconocen como el
Mesías, porque en él descubren su esperanza. No son ellos los que entran en el Reino de Dios,
sino que es el Reino de Dios el que viene a ellos en la figura del Hijo del hombre que los acoge.
¿Qué significa esto?
1. En primer lugar, que el Reino de Dios se inicia en este mundo con -Jesús y entre los pobres, los
enfermos y los marginados. Frente a un mundo de contrastes (sanos-enfermos, justos-pecadores,
ricos-pobres, fariseos-publicanos), el Nuevo Testamento se muestra parcial: los sanos no tienen
necesidad de médico; hay más alegría por un pecador que se convierte que por noventa y nueve
justos; el pobre Lázaro es acogido en el seno de Abraham, mientras que el rico va al infierno; el
publicano vuelve a su casa justificado... En un mundo unilateralmente inhumano, la Salvación no
tiene más remedio que ser también unilateral.
2. En segundo lugar, que, cuando los pobres, los enfermos y los despreciados son proclamados
bienaventurados, no se les hace objeto de la beneficencia, la compasión y la morid -ad cristianas.
En primer lugar, son los «herederos del Reino» (Mt 5,3) y los «hermanos» del Hijo del hombre
que habrá de juzgar al mundo (Mt 25). Antes que nada, deben ser respetados en esta su dignidad.
Son sujetos en el Reino de Dios, no objetos de nuestra compasión. Antes de cualquier ayuda está
la comunidad; antes de cualquier asistencia está la amistad.
Encontraremos con Jesús el Reino de Dios cuando entremos en comunidad con los pobres, los
enfermos, los que lloran y los abrumados por la culpa, los reconozcamos como ciudadanos del
Reino y seamos aceptados por ellos como hermanos. Ahora bien, todo ello significa, al mismo
tiempo, apartarse de los ricos y los sanos y criticar a los satisfechos y a los que se autojustifican:
apartamiento y crítica que, en el fondo, significan negarse a sí mismo.
¿En qué se concreta el Reino de Dios en las relaciones de Jesús con los enfermos? Como lo
expresa la antigua palabra «Salvador», Jesús trae a los pobres, a los enfermos y a los pecadores
el Reino de Dios como su salvación. Quien proclama con autoridad el tiempo de la salvación
«salva» (sana) también las heridas de la cólera8. Jasha y yashua, sozo y sotería significan
«salvar», «sanar» y «liberar». El proceso y su resultado, la acción y su efecto van
indisolublemente juntos. La salvación es curación concreta, y la curación es resultado concreto
de la acción de salvar. El Salvador sólo trae la salvación mediante su acción sanadora. En su
misión mesiánica, la evangelización y la diaconía constituyen un mismo frente: comienza la
nueva vida en la cercanía de Dios; cercanía que abarca todo sufrimiento y la misma muerte. Por
eso no pueden reintroducirse aquí las antiguas distinciones metafísicas tales como «tiempo-
eternidad, bienestar-salvación, acción-palabra, Estado-Iglesia, razón-fe», al objeto de
espiritualizar platónicamente la salvación. «Hoy ha entrado la salvación en tu casa» (Lc 19,9).
8
En alemán hay un solo verbo (heilen) para significar ambas acciones: «salvar» y «sanar». Se trata, pues, de un
juego de palabras que no es fácil de trasponer al catellano (Nota del Traductor).
Quien introduce separaciones en este terreno está separando lo que Dios ha unido y salvado. No
hay ninguna «miseria externa» que sea puramente «externa». «El cuerpo es para el Señor, y el
Señor para el cuerpo» (1 Cor 6,13). Ser salvado significa que lo que estaba separado, escindido y,
consiguientemente, deteriorado, vuelve a unificarse en un todo y queda reparado. Y esto es
aplicable a cualquier relación deteriorada, ya sea con Dios, consigo mismo o con la sociedad.
Acerca de la salvación, por lo tanto, debemos pensar de manera unitaria, porque la acción
salvífica exige un proceder unitario9. Pensar en categorías dicotómicas de «salvación-bienestar,
interior-exterior, temporal-eterno» no es pensar en la salvación, sino que es simplemente un
reflejo de la funesta manía de dividir 10. Quien no consiga superar esa manera de pensar a base de
separar, aislar y abstraer, tampoco podrá superar en la práctica el desdichado hábito de dividir.
3° Tesis: Por eso, la diaconía en el horizonte del Reino de Dios es una diaconía global y
unitaria. De lo contrario, no estaría en consonancia con el Reino, que es único, ni con el
Creador, que es único también. La diaconía unitaria es acción salvífica orientada a reparar
todas las disfunciones del hombre, aun las más desesperadas. Se esfuerza en superar y eliminar
cuantas barreras hay dentro del hombre, entre unos hombres y otros y entre los hombres y Dios.
La diaconía en el horizonte del Reino es servicio realista de la reconciliación (2 Cor 5,18): todo
lo que estaba separado vuelve a unirse; la paz suprime la discordia
Son muchos los que han mostrado su extrañeza por el hecho de que los fundadores de la diaconía
evangélica exigieran, como requisito para ingresar en ella, la pronta disposición al sufrimiento y
a la muerte. La «Fraternidad de Nazaret» así lo afirma expresamente: «Es el amor a Dios y al
Salvador el que proporciona la fuerza necesaria para hacer algo que el hombre natural no es
capaz de hacer: morir diariamente» (n. 17). «El trabajo de los hermanos exige una gran dosis de
olvido de sí mismo y de alegría de morir» (n. 25). Por lo que se refiere al «duro trabajo de cuidar
a los oligofrénicos y a los epilépticos», se afirma que tal trabajo «pone a cualquiera ante el
dilema de marcharse o de aprender dócilmente a morir cada día» (n. 39). Y este «morir cada día»
no significa, en modo alguno, un ejercicio piadoso de carácter arbitrario. Ni siquiera creo que se
trate de una expresión poética inspirada en la mística de la cruz: la experiencia de la enfermedad
incurable es una experiencia anticipada de la muerte que se comunica a todo aquel que vive con
enfermos incurables. ¿Qué es lo que puede esperarse cuando ya no queda nada que esperar?
¿Cómo se puede ayudar cuando ya no es posible prestar ninguna ayuda? En semejantes casos,
cuando no se puede proporcionar al enfermo la salud ni al desesperado la esperanza, cuando no
existe la menor perspectiva de éxito que pueda dar algún sentido a la vida, entonces la
enfermedad se le transmite al sano, la desesperación se apodera del que aún posee esperanza, y la
muerte clava sus garras en el que rebosa de vida. Y entonces, si uno no decide huir, comienza a
aprender lo que significa morir cada día. Muere en él el propio «yo», al que le gustaría saberse
justificado gracias a su trabajo, acompañado de algún éxito ocasional y de alguna forma de
agradecimiento. Muere el «Ego», que se construye a base de hacer y de tener. Y con harta
9
Cf. M. SCHEEL y W. ERK (Eds.), Artzlicher Dienst weltweit, Stuttgart 1974.
10
M. MULLER, Die praparierte Zeit, Stuttgart 1972, p. 33: «El pensamiento particularista es un pensamiento que
aísla, escinde y, en el fondo, se complace imprudentemente en sí mismo, pero que al mismo tiempo —centrado de
manera absoluta e irremediable en el "corte" que ha practicado— abriga la pretensión de ser un pensamiento
completo y capaz de producir autárquicamente todo lo necesario, incluso con violencia, si llegara el caso».
frecuencia, muere incluso la propia persona del que se consagra a este servicio, como puede
verse en el cementerio de Bethel, donde yacen en comunión definitiva diáconos y enfermos. ¿Se
ayuda de verdad a los enfermos incurables cuando enferman junto a ellos los que pretenden
ayudarles? ¿De dónde pueden sacarse las fuerzas para esa «alegría de morir» del propio yo, del
Ego y hasta de la mismísima vida?
El secreto de esa actividad sanadora que conduce a la salvación integral no es otro que éste: las
heridas se sanan con heridas. Jesús no ayuda a base de su dominio sobre la enfermedad, el
sufrimiento y la muerte, sino mediante su entrega al sufrimiento y su obediencia hasta la muerte
en la cruz. Los ídolos del poder y del éxito no prestan ninguna ayuda, y menos aún en el hospital.
En el fondo, el único que puede ayudar es el Dios que sufre, porque sólo él ama con absoluto
desinterés. «Eran nuestras dolencias las que él llevaba, y nuestros dolores los que soportaba...
Con sus heridas hemos sido curados» (Is 53,4s.). En la historia de la pasión de Jesús
reconocemos la pasión del amor divino. Del sufrimiento de Jesús recibimos la vida, y de su
muerte la salvación. Justamente aquí actúa creadoramente Dios de manera suprema, porque, en
virtud de su amor, asume el sufrimiento, la muerte y la reprobación de sus criaturas. Cuando
Jesús enmudece absolutamente en la cruz, en ese momento está hablándonos del modo más
intenso11.
11
J. MOLTMANN, Der gekreuzigte Gott, München 1975, pp. 255ss. (trad. cast.: El Dios crucificado, Salamanca
1977 (2.a ed).
12
Desgraciadamente, D. SOLLE (Leiden, Stuttgart 1973 [trad. cast.: Sufrimiento, Salamanca 1978]) no ha ido más
allá de estas dos posibilidades ante el sufrimiento.
13
Cfr. J. MOLTMANN y J.B. METZ, Leidensgeschichte. Zwei Meditationen zu Markus 8,31-38, Freiburg im
Breisgau 1974.
la palabra, aun cuando muera a consecuencia de ello. Pero ¿de dónde pueden sacarse las fuerzas
para esa aceptación libre y voluntaria del debilitamiento y la enfermedad?
No quisiera seguir hablando ahora del sufrimiento diaconal en sí, sino de ese otro elemento de la
diaconía, de ese fundamento sin el que no es posible aceptar debidamente aquella forma de
morir: la oración y la meditación14. Quien se lanza a la acción social o diaconal porque no ha
sabido realizarse de otra manera, no hará más que convertirse en una carga para los demás. La
acción social y la diaconía no son un remedio de la propia debilidad. En estos últimos años
hemos visto cómo algunos estudiantes trataban de compensar su vacío interior a base de hacer
buenas obras en favor de los demás, con lo cual no conseguían sino que los necesitados de ayuda
se sintieran aún más débiles. Quien pretende ayudar y hacer algo por los demás o por el mundo
sin haber ahondado en el conocimiento de sí mismo, en su libertad y en su capacidad de amar, no
tendrá nada que dar a los demás. Lo único que conseguirá —supuesta su buena voluntad y la
ausencia de toda intención poco clara— será transmitir el «virus» de su egocentrismo, sus
temores, su agresividad, sus ambiciones egoístas, sus prejuicios ideológicos, etc. Quien pretenda
llenar su vacío interior a base de prestar auxilio a los demás, no hará más que difundir ese su
vacío. ¿Por qué? Porque cada uno de nosotros influye en los demás no tanto con su acción cuanto
con su existencia; y esto es mucho más cierto de lo que los «activistas» estamos dispuestos a
admitir. Sólo el que se ha encontrado a sí mismo puede darse a los demás. Sólo el que ha
descubierto el sentido de su vida puede actuar con sentido. Sólo el que se ha liberado
interiormente del egoísmo, de la debilidad del «yo» y del miedo a la vida está en condiciones de
compartir el sufrimiento de los demás, asumirlo y liberar de él a sus semejantes.
La comunión con Jesús nos conduce al amor y a la oración, y ambas cosas se profundizan
recíprocamente15. Cuanto más vehementemente ame uno a la tierra, tanto más profundamente
experimentará como propia la miseria de los enfermos, de los desamparados y de los oprimidos,
porque el amor hace que resulte intolerable el sufrimiento de los demás. El que ama no puede
contemplar impasiblemente dicho sufrimiento ni puede acostumbrarse a él. Pero, además de
hacernos sensibles al sufrimiento de los demás, el amor nos conduce a perseverar en la oración.
Nos quejamos con los que sufren y gritamos con los que se duelen. ¿Y qué otra cosa significa
orar sino hacer llegar a Dios, a gritos, el lamento del pueblo abandonado, el clamor de los
heridos y el enmudecimiento de los afligidos? Y al contrario: cuanto más espontánea y
apasionadamente oremos y gritemos a Dios, tanto más profundamente nos adentraremos en el
sufrimiento de los pobres. La oración en el espíritu y el amor apasionado a la vida de los
enfermos se estimulan mutuamente y hacen que sea cada vez más profunda la experiencia del
Espíritu. Ni la oración sirve para compensar un amor decepcionado ni el compromiso dispensa
de la oración.
Tesis 4 «Diaconía bajo la cruz» significa compartir el sufrimiento, cargarlo sobre uno mismo.
Dicha diaconía incluye el morir día a día del propio yo, con su angustia. Por eso la diaconía
bajo la cruz tiene lugar en la presencia y el poder del Resucitado. Sólo la esperanza de la
resurrección nos dispone al amor desinteresado y al morir por los demás
La diaconía hunde sus raíces en la comunidad de Cristo. Para Pablo, la comunidad es el lugar
donde el Espíritu se revela en una variada abundancia de diversos dones (charismata)17. La
misma comunidad no es para él más que el movimiento comunitario del Espíritu Santo, que se
derrama sobre toda carne. No sólo los profetas, los reyes y los sacerdotes, sino todo el pueblo de
Dios —hombres y mujeres, amos y siervos— se verá colmado, en la era mesiánica, con la fuerza
de la vida y con las energías creadoras de Dios. En el acontecimiento de Pentecostés comienza a
hacerse realidad la profecía de Joel. Para referirse a estas fuerzas y tareas de la nueva creación,
Pablo evita, en 1 Cor 12, el uso de las expresiones «oficio», «profesión» o «función», y prefiere
emplear la palabra diaconía, que corresponde a la imagen de Jesús según Flp 2. El Señor,
encumbrado por encima de todas las cosas, es el humillado Siervo de todos. Mt 20, 25-28 lo
resume del siguiente modo: «Sabéis que los jefes de las naciones las gobiernan como señores
absolutos, y que los grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros, sino
que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros será vuestro siervo,... de la misma manera
que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por
muchos». Antes de que la comunidad actúe diacónicamente para con los demás, ella misma es
una comunidad diacónica. «O es ya una comunidad diacónica "entre sus miembros", o no es
comunidad»18. La comunidad carismática19 es comunidad diacónica, y viceversa. La ley del
dominio y la lucha por el poder cesan allí donde comienza uno a servir al otro con lo mejor de sí
mismo y viven todos comunitariamente del servicio de Jesús. Por eso la comunidad, como nueva
17
Véase el ensayo ya clásico de E. KASEMANN, «Amt and Gemeinde im Neuen Testament», en Exegetische
Versuche and Besinnungen, I, Gottingen 1964, pp. 109-134 (trad. cast.: Ensayos exegéticos, Salamanca 1978).
18
R. WETH. «Diakonie am Wendepunkt=: EuTh 36 (1976), pp. 263 ss. (especialmente, 273ss.). Véase también K.-
A. BAUER, «Der Weg der Diakonie»: ibid., pp. 280ss.
19
G. EICHHOLZ, «Charismatische Gemeinden, ThEx NF 77 (1959).
creación, se manifiesta en forma de reconciliación justamente allí donde anteriormente
prevalecían la división, la opresión y la muerte: como comunidad de judíos y gentiles, de griegos
y bárbaros, de amos y siervos, de hombres y mujeres, de fuertes y débiles, de sanos y enfermos;
como comunidad de vivos y muertos (Gal 3,28; Rom 10,12; 1 Cor 1,26; Rom 14,9). Por eso,
«comunidad diacónica» no significa —como sucede en cualesquiera otras asociaciones—
preocuparse de los que son semejantes a uno, sino derribar, en Cristo, los muros de separación
con los que unos se alzan por encima de otros.
Tesis 5°: La diaconía particular para con los enfermos hunde sus raíces en la comunidad
diacónica. Esta particular diaconía se funda en el diaconado universal de todos los creyentes,
del mismo modo que el sacerdocio particular se funda en el sacerdocio universal de todos los
creyentes
Por eso sigue siendo poco satisfactoria la conocida definición de la diaconía como «abogacía
social en favor de los débiles». En el círculo de los fuertes, lo que necesitan los débiles no son
abogados, sino hermanos, hermanas y amigos que les amen. Fundamentalmente, la diaconía es
comunidad de fuertes y débiles, de «no-impedidos» e «impedidos».
20
J. MOLTMANN, «Die Rehabilitation Behinderter in einer Segregationsgesellschaft», en Sozialisation and
Rehabilitation. Wissenschaftliche Jahrestagung der Deutschen Gesellschaft für Sozialmedizin, 1973, Stuttgart 1974,
pp. 73ss. (es el capítulo 3 del presente libro).
Fuera del ámbito de los asilos e instituciones asistenciales, todavía no hemos reflexionado
suficientemente sobre el efecto sanador de la comunidad. La medicina científico-natural y
tecnocrática cura mediante el aislamiento, cuya máxima expresión es la unidad de vigilancia
intensiva. Ya hemos dicho que la diaconía en el horizonte del Reino es una diaconía integral y
global. Por eso ha de esforzarse en curar a través de la integración. «No sólo es necesaria la
participación de la comunidad en la curación de los males que se manifiestan en nuestra
sociedad, sino que la comunidad, como tal comunidad, posee facultades curativas». «En lugar de
la asistencia de carácter técnico habría que considerar más los contactos humanos, capaces dé
contrarrestar el miedo y el aislamiento»21. Precisamente los encuentros ecuménicos con las
medicinas africana y asiática nos han abierto los ojos a esta visión integral.
Por eso el diácono que posee una formación especializada no debe considerarse como un
funcionario ni comportarse como un especialista, sino que debe integrarse en la comunidad de
sanos y enfermos y estar humanamente dispuesto a convertirse con toda su existencia, por
ejemplo, en persona de referencia para los niños «impedidos». Ya en el siglo XIX, la división del
trabajo era considerada no sólo por Marx, sino, antes que él, por Schiller y Hólderlin, como la
causa principal de la alienación. Y es verdad que hoy resulta necesaria la formación
especializada; pero es preciso que dicha formación se integre lo antes posible en la totalidad: en
la totalidad de una persona y en la totalidad de una comunidad. La asistencia en grupo y la
integración en la comunidad constituyen ya de por sí una verdadera terapia en una sociedad
alienada por la división del trabajo y por el funcionalismo. Precisamente en el caso de los
enfermos se manifiesta con especial gravedad esa alienación de la sociedad, porque los enfermos
apenas tienen posibilidad de contrarrestarla con actividades de ocio y de distracción. Por eso
compete a la diaconía, en el nombre del Hijo del hombre, lograr que quienes se acercan a los
enfermos sean personas totales, personas en toda la extensión de la palabra que viven en la
comunidad de Cristo. Si el diácono se muestra como una persona total, no como quien ejerce una
profesión o representa un papel, entonces su personalidad expresará la totalidad del Evangelio,
tanto en sus palabras como en sus obras. El que tiene fe puede superar, mediante el compromiso
de toda su persona, la angustia de quien piensa únicamente en términos de funcionalidad y
competencia. Por eso, el que ha sido formado como diácono, pastor o profesor deberá superar lo
antes posible el profesionalismo y convertirse en una persona total. En el Reino de Dios ya no
hay predicadores; no hay más que personas que, entre otras cosas, también predican. En el Reino
de Dios ya no hay diáconos; no hay más que personas que, entre otras cosas, también sirven.
Mientras no se acabe con -el aislamiento cotidiano de los miembros de las iglesias entre sí, no
habrá experiencia alguna de la comunidad ni habrá diaconía en la comunidad. Porque «diaconía»
y «comunidad» son esencialmente inseparables: la comunidad nace cuando las personas viven
juntas en el nombre de Jesús y existen las unas para las otras con todas las fuerzas del Espíritu.
23
J. DEGEN, Diakonie and Restauration. Kritik am sozialen Protestantismus in der BRD, Neuwied 1975. Sobre este mismo
asunto, pero ampliándolo positivamente, cfr. G. HARBSMEIER y R. WETH, «Glaube and Werke» in der totalen kirchlichen
Arbeitswelt, Neukirchen-Vluyn 1977.
24
Este parece ser el grave peligro de las «Directrices para el diaconado y recomendaciones para un plan de acción»
aprobadas el 9 de abril de 1975 por el Consejo de la Iglesia Evangélica Alemana (EKD), publicadas en Diakonie im
Rheinland 13 (1976), pp. 16-19. El texto comienza haciendo una distinción —que ni es bíblica ni está basada en la
Reforma— entre «iglesia. y «comunidad», y acto seguido habla del «ministerio único y vertebrado de la Iglesia., al
que compete «desarrollar los dones concedidos a la comunidad» (1.2). A los colaboradores a tiempo completo se les
supone (3.lss.) «la disponibilidad a identificarse con la misión conjunta de la Iglesia». A los miembros «honorarios»
(3.2 ss.) se les ofrece «la participación en la misión conjunta de la comunidad». Al igual que la Iglesia, también la
diaconía es adaptada, en el texto, a los distintos niveles sociales: «La estructura de la sociedad actual exige que el
diaconado se adapte a los diversos niveles» (2.2.1). Estas directrices no contienen ni recomiendan ninguna
perspectiva de crítica ni terapia social. El texto tiende tan sólo a «eclesiastizar» la diaconía, no a «comunitarizar» la
Iglesia. La diaconía es integrada en la jerarquía —«el ministerio único y vertebrado.—, mientras que la comunidad
aparece únicamente cómo objeto de dicha jerarquía.
25
Véase, a este respecto, el excelente artículo de U. KLEINERT, «Thesen zur Professionalisierung des Diakons und
Diakonisierung der Gemeinde - schlietßt das eine das andere aus?»: Diakonie 2 (1976), pp. 180ss. Véase también A.
HOLLWEG, Gruppe, Gesellschaft, Diakonie, Stuttgart 1976.
26
Cfr. J. MOLTMANN, Neuer Lebensstil... (op. cit. en nota 14).
Pero, si existen las unas para las otras, entonces se sirven unas a otras con sus respectivos dones
y energías, haciendo realidad la «diaconía universal de todos los creyentes». Justamente ahí se
halla la raíz de toda diaconía cristiana, porque «diaconía» es la forma de vida de la comunidad de
Cristo, y la comunidad de Cristo se expresa públicamente en su vida diacónica. Por eso la
diaconía sólo puede estar viva cuando la Iglesia-pueblo se convierte en auténtica Iglesia-
comunidad y, en lugar de una Iglesia que presta asistencia religiosa «al pueblo», surge la
comunidad de Dios en medio del pueblo pobre.
Por eso la diaconía asociativa e institucional no podrá asumir todas las tareas que pretenden
confiarle las comunidades, las iglesias y el Estado. Tendrá que oponerse al principio de
delegación y decidirse seriamente a robustecer la diaconía comunitaria y a edificar la comunidad
diacónica. De este modo conseguirá no ser en modo alguno superflua. Porque existen
verdaderamente casos en los que la diaconía comunitaria y la comunidad diaconal deberán
asumir sobre la marcha actividades de asistencia y de ayuda, sin posibilidad de practicar la
«delegación». Se trata, especialmente, de los sufrimientos sociales, de los sufrimientos causados
por la sociedad, que sólo pueden ser remediados por la comunidad diacónica en el lugar y el
momento mismo en que se producen. Quien, en tales casos, elude el sacrificio y delega su propia
responsabilidad, es porque él mismo está enfermo, y ciertamente contagiará su enfermedad a la
sociedad en la que vive.
Para concluir, no quisiera ocultar que a las perspectivas que hasta aquí hemos ofrecido de la
diaconía va íntimamente unida una determinada visión de la sociedad en la que se practica la
diaconía. Por eso me remito de nuevo al encuentro mantenido entre von Bodelschwing y
Soederblom, del que hablé al principio. No creo que sea una buena alternativa eso de que «la
lucha genera entusiasmo y la cruz engendra servicio». De la misma manera que no pueden
separarse la cruz y la resurrección, así tampoco puede haber servicio sin esperanza ni esperanza
sin servicio. Ahora bien, ¿cuál es la esperanza concreta que asociamos con la diaconía en la
sociedad? Por «esperanza concreta» entendemos aquí determinadas expectativas que anidan en la
esperanza propia de la fe en la resurrección y en la vida eterna, a saber: la esperanza del amor,
que desea unir, curar y restaurar aquí abajo, en la tierra. Sin la imaginación creativa del amor,
que se despierta ante el su cimiento concreto, el servicio resulta ciego.
Contra esta sociedad enferma no hay más que un remedio: despertar la fuerza curativa de la
misma sociedad. No estamos soñando en una «sociedad sana», pero sí andamos buscando las
fuerzas curativas escondidas en este mundo apático y «tutelado». En mi opinión no hay más que
una alternativa: la reconstrucción de la sociedad desde abajo, la autogestión estricta, el trabajo
cooperativo, la democracia directa desde la base28. Lo que a veces se expresa hoy, tal vez de un
modo un poco irracional, en las iniciativas populares es la protesta contra el secuestro y la
alienación de la vida humana por parte de la burocracia. Pero los hombres deben volver a ser
sujetos de su propia historia si es que quieren experimentar su propia dignidad de hombres. En el
fondo, el gozo de la autodeterminación y el peso de la propia responsabilidad no pueden
delegarse en otros sin que se produzca una deshumanización. Sólo cuando las personas y los
grupos dejan de soportar la «benéfica» dictadura de la Administración y se hacen cargo de su
propio destino, puede iniciarse la curación de una sociedad enferma. Lo que entonces aparece
son vecinos que se agrupan para ayudarse y organizar sus propias diaconías. Aparecen las
comunidades de base, que despliegan su capacidad terapéutica en favor de los socialmente
marginados. Surgen las cooperativas y las organizaciones obreras de autonomía administrativa,
tal como fueron organizadas en Reutlingen, en el siglo XIX, por Gustav Werner, el padre de la
diaconía suabia, que las concebía como «el Reino de Dios en la sociedad industrial»29.
Si «el Reino de Dios se ha acercado, entonces el pueblo de Dios se agrupa en comunidades que
se convierten en sujeto de su propia historia con Dios.
27
E. FROMM, Die Revolution der Hoffnung, Stuttgart 1971, pp. 104ss. (trad. cast.: La revolución de la esperanza,
Madrid 1984 [7° ed.]).
28
Cfr., a este respecto, R. GARAUDY, La alternativa, Madrid 1976. Es sorprendente comprobar los puntos de
contacto existentes entre Garaudy y el pensamiento de Martin Buber y de Erich Fromm. El principio de la
autogestión es también muy parecido al principio de subsidiariedad correctamente entendido.
29
P. KRAUSS, Gustav Werner. Werk and Persónlichkeit, Reutlingen 1959. No disponemos aún de un estudio de la
teología de Werner.
Quien contemple la sociedad en el horizonte del Reino de Dios, verá que el pueblo se hace sujeto
de su propia historia y, junto al peso de la responsabilidad por sus enfermos y disminuidos,
conserva también la dicha de su libertad en comunidad con ellos.
El proceso de rehabilitación tiene dos facetas: los impedidos deben ser integrados lo más posible
en la vida de la sociedad, y ésta debe abrirse lo más posible a la dignidad y a los derechos
humanos de los impedidos. Del mismo modo que el sufrimiento de los impedidos representa para
los sanos un problema que éstos deben tratar de resolver, así también los obstáculos que los
sanos ponen a los enfermos representan para éstos un problema que sólo puede resolverse con la
colaboración de los propios enfermos. El amplio y multiforme trabajo de rehabilitación médica,
escolar, profesional y personal que se realiza con los impedidos físicos y psíquicos no debe, por
lo tanto, orientarse terapéuticamente sólo a los enfermos en nombre de la sociedad, sino que, por
el contrario, debe también orientarse terapéuticamente a la denominada sociedad «sana». Y
también las relaciones entre impedidos y no-impedidos tienen que hacerse sanas y humanas. Si
no se modifica la actitud vital de estos últimos, cualquier clase de ayuda a los primeros resultará
problemática.
1
Son notables las diferencias terminológicas que existen para designar a los «impedidos» y sus diversas
deficiencias. Así quedó reflejado en los sellos conmemorativos del «Año Internacional de los Impedidos», en los que
muchos países de habla española utilizaron expresiones diferentes para traducir el término inglés «disabled person».
Aquí se ha empleado la terminología —de aceptación más o menos universal— que figura en la obra Terminología
de la educación especial (edición revisada de 1983), UNESCO, Oficina Internacional de Educación, París-Ginebra
1983. (Nota del Traductor).
2
A. HAMER, Rehabilitation von unten, Mainz-München 1978.
1. La situación de los impedidos
«De cada 10.000 niños y adolescentes en edad de escolarización obligatoria (entre 5 y 16 años)
que hay en la República Federal Alemana, uno de ellos es ciego, cuatro padecen graves
deficiencias visuales, seis son sordomudos, 15 sordos (o «hipoacústicos»), 60 minusválidos
físicos, 60 minusválidos psíquicos, 150 padecen graves deficiencias de lenguaje («logópatas»),
25 son subnormales profundos, y unos 350 experimentan dificultades graves para el aprendizaje.
El número de los que padecen trastornos de comportamiento no se puede precisar con tanta
exactitud, pero no andaremos muy descaminados si afirmamos que, de cada 1000 niños y
adolescentes en edad escolar, 250 presentan problemas pedagógicos. Por lo tanto,
aproximadamente el 10% de los niños y adolescentes son "impedidos"» 3. Según el informe del
Comité Federal para Asuntos Familiares de 28 de marzo de 1968, tan sólo el 9,5% de los niños y
adolescentes impedidos que requieren educación especial gozan de una escolarización adecuada.
Evidentemente, siempre hay un considerable número de casos no declarados (y,
consiguientemente, desconocidos) de niños impedidos a los que se mantiene ocultos. La
vergüenza social que experimentan sus padres y familiares impide, por lo tanto, la posible
rehabilitación de estos niños. El número total de «impedidos», en especial los que padecen
trastornos cerebrales, aumenta, en lugar de disminuir.
Según los expertos, los gastos que ello supondría superarían, indudablemente, los gastos
ocasionados por el ejército federal. Sin embargo, «cuando se reconoció la necesidad de disponer
de un ejército federal, no hicieron falta muchos años para tomar las oportunas medidas
presupuestarias» (Müller-Schón). ¿Por qué, cuando se trata de ese verdadero ejército de
impedidos, ni el Estado ni la sociedad reconocen la necesidad de proveer a su ayuda? Las
consecuencias sociales y psicológicas de su impedimento físico son para los impedidos más
graves que el propio impedimento. La socialidad de un impedido resulta considerablemente
reducida cuando los trastornos visuales, auditivos o de lenguaje dificultan su participación en la
comunicación global. Quienes padecen algún impedimento de lenguaje («logópatas») no pueden
contar las cosas ni expresarse, a menos que haya alguien que tenga mucha paciencia, y esté
dispuesto a consagrarles su tiempo. Y como es difícil dar con este tipo de personas, el que padece
tal impedimento queda marginado. El impedido físico («minusválido») ve reducida su libertad
para el trabajo y el juego. Este tipo de minusvalías le obliga a quedarse al margen: «Ellos
pueden..., yo no». Los impedidos suelen ser víctimas de una educación errada. Son tratados
como niños y durante toda su vida se les considera menores de edad. Su dependencia,
3
A. MÜLLER-SCHON, «Die Stigmatisierten der Gesellschaft»: EuKomm (1971), p. 596.
desgraciadamente inevitable, resulta todavía más acentuada a causa de la humillante compasión
que suscitan. No son pocos los padres que optan por no informarles sexualmente, porque temen
que no van a saber qué hacer con su sexualidad. Finalmente, el profundo dolor de llevar una vida
improductiva es consecuencia, muchas veces, de un desconocimiento de las posibilidades reales
que existen. Por culpa del prejuicio de su inutilidad, se desaprovechan sus verdaderas
posibilidades. Si se quisiera, podría remediarse perfectamente la falta de trabajo y de
esparcimiento que padecen los impedidos.
Si a los impedidos se les recluye en centros especiales, bien sea por necesidad, bien por el deseo
de apartarlos, en la mayoría de los casos se acentúa su incapacidad: se les priva de comunicación
social, pierden su libertad de residencia y, con excesiva frecuencia, pierden también sus
posibilidades de desarrollo. Es verdad que se les presta asistencia, pero casi siempre tienen que
pagarla con la pérdida de su mayoría de edad. Es verdad que se les custodia, pero a costa de un
detrimento de su femineidad o de su virilidad. Y son muchos los que sienten con especial dureza
la imposibilidad a que se les somete, intencionadamente o por la fuerza de las circunstancias, de
experimentar el amor.
Hay personas que son «bien vistas», y suelen serlo las personas sanas y llenas de vida. A otras,
en cambio, «únicamente se las soporta», como suele decirse. Puede afirmarse, para resumir, que
las deficiencias sociales y psíquicas condenan a los impedidos a pertenecer al grupo de los que
son «únicamente soportados» (A. Hámer).
4
Esta misma estadística aparece, en un contexto parecido, en el capítulo siguiente.
personalidad... No consigue ver por encima de todo, en esa persona que tiene ante sí, a un ser
humano; únicamente ve su deficiencia, y extiende ésta a toda la personalidad del "impedido"»5.
Ahora bien, para no ser injustos, hemos de añadir que esta «reacción primitiva» no es sino una
reacción primaria y que, en cuanto se descubren otras posibles formas de encuentro, el miedo y
la inseguridad pueden dar paso fácilmente a otro tipo de reacciones mucho más humanas.
Jansen y Schmidt denominaron la situación del «impedido» en su entorno con la expresión del
«síndrome del leproso». Y según ellos los grupos de «impedidos» que suscitan un mayor
rechazo son los ciegos, los paralíticos, los deformes y los dementes.
Para el entorno, los impedidos constituyen una amenaza. No se ve en ellos la imagen de un ser
humano en la que a uno le gustaría reflejarse. El «impedido» distorsiona la imagen que
optimistamente solemos hacernos del presente y del futuro: la imagen de una persona sana, apta
para el trabajo, capaz de gozar de la vida, bendecida por el éxito y llena de energía. Por eso
algunos padres experimentan secretos sentimientos de culpa cuando traen al mundo a un hijo
«impedido». Este hecho hiere el sentido que ellos tienen de su propio valer. Y a causa de este
tipo de complejo de inferioridad, tratan de ocultar a su hijo y no le ofrecen las oportunidades de
que podría disfrutar si declararan su existencia a quienes pueden ayudarles. Como la obligación
de declarar estos casos, establecida por la República de Weimar, dio lugar a ciertos abusos por
parte de los partidarios de la eutanasia, todavía subsisten en Alemania ciertos temores que se
remontan a la época del nazismo.
Naturalmente, cada vez es más clara la impresión de que la asistencia institucionalizada a los
impedidos no es más que una coartada de nuestra sociedad, que únicamente es sana por lo que se
refiere al trabajo y al disfrute. A quien aboga abiertamente en la comunidad por el trabajo con los
impedidos, suele objetársele: «Ya hay centros e instituciones que se dedican a eso...». La crítica
global a la «función justificadora» que tal modo de argumentar tiene para una sociedad
5
JANSEN/SCHMIDT, Empirische Korrelate zwischen Einstellung der Umwelt und dem Verhalten
kórperbehinderter Kinder, Köln 1968.
capitalista suele ser, indudablemente, bien acogida; pero la mayoría de las veces el único efecto
que produce consiste en que hasta los colaboradores más comprometidos, que viven realmente
con los «impedidos», se sienten inseguros y pierden la esperanza.
La relación de los «no-impedidos» con los «impedidos» se asemeja a veces a un círculo vicioso:
cuanto más se aísla a los «impedidos», tanto mayor se hace la inseguridad en el comportamiento
de la sociedad con respecto a ellos; y cuanto menos se supera esta inseguridad, tanto más
acusado se hace el aislamiento de los mismos. Pero este círculo vicioso puede desaparecer como
si se tratara de un fantasma cuando se muestra a los sanos, tan llenos de inseguridad, maneras
viables de tratar humanamente con los enfermos, tan aislados y abandonados. Por poner un
ejemplo: el pasado verano, la Obra Juvenil de la Iglesia Evangélica de Württenberg organizó un
grupo de 19 minusválidos y 19 personas sanas para que pasaran unas vacaciones en Langeoog.
El grupo estaba decidido a hacer ver con toda claridad a los veraneantes, organizando, si era
preciso, manifestaciones en el paseo central del balneario, que allí se hallaban unos minusválidos
que tenían derecho a bañarse y a tomar el sol en la playa junto a los bronceados turistas. Pero no
hubo necesidad de hacer ninguna manifestación. La manera en que convivía aquel grupo
formado por «impedidos» y «no-impedidos», la naturalidad con que se bañaban todos juntos y
bailaban con sus sillas de ruedas en el salón del balneario, todo ello resultaba tan
manifiestamente encantador que los veraneantes se unían espontáneamente al grupo sin dar
ninguna muestra de repugnancia, miedo o compasión. Por supuesto que se trata de una situación
excepcional que no supone que vayan a suprimirse de un plumazo los centros especiales y
aislados y que resulte fácil crear una sociedad abierta a los «impedidos»; pero el caso muestra
inequívocamente que es posible superar la llamada «reacción primitiva» de los sanos con
respecto a los «impedidos».
Ahora bien, este principio produce unos efectos inhumanos y contrarios a la vida porque divide y
separa realidades que no pueden prescindir la una de la otra. A los impedidos les produce el
«síndrome del leproso» (Jansen/ Schmidt); y a los no-impedidos, el «síndrome del miedo». El
principio de que «los iguales tienden a asociarse entre sí» conduce hoy a un ideal de salud,
basado en la eficiencia y en la capacidad de disfrute, que inhibe y hasta destruye la humanidad
tanto de los que siguen dicho ideal como de los que no pueden aspirar a él. Y conduce, además, a
una auténtica devastación de la vida, que, deseosa de la más pura y simple igualdad y auto-
confirmación, pretende transcurrir, a ser posible, libre de todo dolor y de todo conflicto. Por eso
se intentan ocultar y mantener bajo un férreo control los desajustes sociales y las disfunciones
físicas.
Contra esta obviedad absolutamente innatural, es preciso proponer otro principio de humanidad:
el principio del reconocimiento del otro como distinto. Sólo este reconocimiento permitirá que
los que son «distintos» —en nuestro caso los impedidos y los no-impedidos— puedan vivir
juntos y pensar que sus diferencias son fecundas, de tal manera que aprendan —unos de otros y
unos con otros— a vivir una vida auténticamente humana. El ansia compulsiva de auto-
confirmación a través de los «iguales» repercute en agresividad social. Dicha ansia se basa,
indudablemente, en un temor atávico del ser humano; temor que ya no es ulteriormente reducible
y del que se derivan tanto el «inconsciente colectivo» (según dicen Jansen y Schmidt, tomando la
expresión de C.G. Jung) como las actitudes dependientes de la historia y de la cultura. Este temor
atávico, a su vez, hace que el hombre vea el sentido de su vida en la lucha por la existencia,
contra cualesquiera obstáculos y amenazas. Y esta lucha conduce siempre a la supresión del que
es distinto, especialmente del débil e impedido. Sólo cuando el mencionado temor atávico se
transforma en la libertad de la confianza originaria, puede convertirse la lucha de todos contra
todos en un trabajo común en pro de una existencia en paz. Entonces ya no se valora a las
personas en función de su salud o de su falta de salud, sino al revés. Entonces la aceptación del
«impedido» como persona humana y el reconocimiento de sus derechos humanos fundamentales
adquieren carácter prioritario. Los «impedidos» no pretenden ningún privilegio; únicamente
desean ser lo que son: seres humanos. Por eso han de rechazar ese espíritu de sumisión que se les
ha inculcado y hacerse conscientes de sus derechos y de su fuerza,
Ahora bien, un cambio en la actitud de los «no-impedidos» respecto de los «impedidos» significa
nada menos que un cambio en su actitud frente a la vida y frente a sí mismos. Ahí radica, en mi
opinión, el aspecto religioso del problema que los «no-impedidos» representan para los
«impedidos».
Mientras su temor atávico les haga venerar la imagen de un hombre caracterizado por la eficacia,
el disfrute, la belleza y el poder, los «no-impedidos» no dejarán de desarrollar reacciones de
defensa contra los débiles e ineficaces, los incapaces de disfrutar, los lisiados y los carentes de
belleza. Y se harán «apáticos» respecto del sufrimiento de los demás.
Como teólogo cristiano, quisiera añadir que el «Hijo del hombre» comenzó a edificar el Reino de
la humanidad según el Nuevo Testamento precisamente allí donde prevalecía eso que Jansen y
Schmidt han denominado el «síndrome del leproso»: él «rehabilitó» ante Dios y ante los hombres
a los ciegos, a los enfermos, a los impedidos, a los paralíticos y a los locos.
Desde entonces, las iglesias —a pesar de todas sus limitaciones— han intentado, en comunión
con ese Hijo del hombre, practicar el reconocimiento de esos tan despreciados ciegos, enfermos,
impedidos y locos como seres humanos amados y dignos de amor. Y sigue siendo misión de las
iglesias el prestar al hombre el servicio de liberarle mesiánicamente de la inhumanidad y la
deshumanización, aun cuando el Estado cumpla con sus obligaciones. Ahora bien, ¿cuál es la
actitud de las iglesias a la hora del acceso de las personas «impedidas» al sacerdocio? Hay que
reconocer que, en este punto, lo que suele prevalecer, en contra de la actitud del Hijo del hombre
para con los leprosos, es la imagen ideal del hombre incólume. Ahora bien, dado que, gracias a la
medicina y a las conquistas sociales, los impedidos en nuestra sociedad ya no mueren como
antes, sino que conservan la vida, esta sociedad necesita una imagen del hombre que sea capaz
de reconocer la vida humana de los impedidos, y deberá desechar los inhumanos y exclusivistas
ideales de la salud y la belleza física.
El derecho divino de quienes no responden al ideal humano propio del hombre inhumano y,
consiguientemente, son marginados y hasta liquidados, no es ningún sucedáneo que sirva para
compensar los derechos humanos que se les niegan, sino una verdadera fuerza capaz de hacer
valer en esta tierra tales derechos humanos. Esto ya lo están reconociendo las iglesias en sus
obras diaconales.
Del derecho fundamental del hombre ante el Dios del Hijo del hombre se derivan para los
«impedidos» unos concretos derechos humanos, de los que, para concluir, citaré únicamente dos:
1. El derecho a ser escuchados. En la lucha por la existencia, los débiles, los enfermos y los
cautivos siempre se han visto obligados a escuchar. Siempre se les ha considerado dependientes
y necesitados imperiosamente de los demás. Si de verdad queremos una existencia en paz, los
impedidos deben dejar de ser objeto de rechazo y de aislamiento, pero también de paternalismo y
de compasión, y han de ser escuchados como sujetos humanos, con sus particulares experiencias
y sus concretas posibilidades. Lo que ellos tienen que decir es también de vital importancia para
los llamados «sanos». Y el que ellos tengan algo que decir acerca de la autoconfiguración de su
propia vida puede a veces verificarse en el plano organizativo, por ejemplo a la hora de
autogestionar una institución destinada a ellos.
2. El derecho a hacerse adultos. En la lucha por la existencia, los «impedidos» suelen quedar
considerablemente privados de este derecho. Se les somete forzosamente a permanecer
indefinidamente en la infancia y en la minoría de edad. Se les obliga a ser pacientes y a aceptar
agradecidamente todo tipo de ayuda. Pero, si de verdad queremos una existencia en paz, los
impedidos deben ser reconocidos como seres humanos de pleno derecho. Lo cual supone no sólo
el derecho a ser amados, sino también el derecho a amar activamente. No puede hacerse del
impedido un ser capaz únicamente de renunciar, al objeto de que siga siendo eternamente digno
de compasión. El impedido tiene el mismo derecho a amar que el no-impedido (A. Hámer).
Y del mismo modo que el impedido no debe salir perjudicado a causa de su impedimento,
tampoco el no-impedido debe salir favorecido a causa de su salud.
Para que cambiara la actitud de la opinión pública respecto de los impedidos, sería conveniente
hacer alusión, en el artículo 3° de la Constitución alemana, a los «física o psíquicamente
impedidos», y sacar de ello las debidas consecuencias en el ámbito de la legislación social y del
comportamiento cotidiano de los ciudadanos.
Sólo cuando los no-impedidos dejen de ser un problema para los impedidos, podrán resolverse
los problemas de éstos. La superación de las barreras primarias del rechazo y la desconfianza, del
prejuicio y la dependencia, partirá de aquellos grupos en los que impedidos y no-impedidos
vivan juntos una vida auténticamente humana.
4
Liberaos y aceptaos
los unos a los otros
Autopresentación
Cuando, hace un año, la Obra Diaconal se dirigió a mí para preguntarme si estaría dispuesto a
tener esta ponencia en el Congreso mancomunado de impedidos y no-impedidos, respondí
espontáneamente que sí. Sí, porque un acontecimiento como éste es absolutamente necesario en
nuestra sociedad, que, de una manera irreflexiva y sin la menor sensibilidad, margina y pone
todo tipo de obstáculos a tantas personas. Hace ya muchos años que me preocupan los problemas
de la rehabilitación de los impedidos. He hablado con multitud de personas que se desesperan y
que, sin embargo, tratan de superar su desesperación. Y ello me deja atónito.
Después de haber dicho primeramente que sí, y luego, habida cuenta de mis limitaciones, haber
dicho que no, me decidí finalmente por el «sí». Me determiné a venir, y aquí estoy. Pero no para
hablar a los «impedidos» desde mi condición de «no-impedido», sino para intentar hablar como
persona con otras personas, y como cristiano con mis hermanos y hermanas.
He venido aquí firmemente convencido de que, en el fondo, no hay «impedidos»; lo único que
hay son seres humanos: seres humanos que padecen tal o cual dificultad, y en virtud de la cual la
sociedad de los fuertes y de los eficaces los ha declarado injustamente «impedidos» y los ha
excluido, en mayor o menor grado, de la vida pública, a. pesar de que se trata de seres humanos
dotados de la misma dignidad y los mismos derechos humanos que cualquier otra persona.
Vamos, pues, a dejar de fijarnos exclusivamente en las dificultades de la otra persona y de
obsesionarla con su problema a base de darle el calificativo de «impedida», y vamos a respetarla
en toda su dignidad, porque es igual que tú y que yo. Si he venido aquí, ha sido, por tanto, para
expresar esto, y les rogaría que me aceptaran como soy, que escucharan lo que yo sea capaz de
decirles, que fueran indulgentes con lo que no sepa decirles y que comprendieran mis
limitaciones.
Aceptarse a sí mismo, antes que a los demás
¿Cómo puede amar al prójimo quien no se ama a sí mismo? ¿Cómo puede soportar al prójimo
quien no se soporta a sí mismo? El que se aborrece a sí mismo, ¿no aborrecerá también a sus
semejantes? El que está lleno de ira contra sí mismo y contra su suerte, ¿no pretenderá también
verter su agresividad contra su entorno? El que se odia a sí mismo, ¿no odiará también a su
prójimo?
Deseo, por tanto, comenzar por el amor a uno mismo, para pasar a continuación al amor al
prójimo. Antes de hablar de la integración de los «impedidos» en esta sociedad y de la vida en
común, tratemos, pues, de buscar y hallar nuestro valor oculto.
Los esclavos oprimidos se rebelaron, lucharon contra sus amos y se liberaron. Los trabajadores
explotados organizaron su solidaridad creando sindicatos y haciendo valer sus derechos. ¿Existe
también una forma de liberar a los impedidos?
Existe esa forma de liberar a los impedidos, y debe existir, si es que los seres humanos desean
vivir humanamente unos con otros. Pero aquí, ante todo, hay que tener en cuenta una diferencia:
hay cargas que son impuestas a los hombres por otros hombres, y hay cargas que vienen
impuestas por la naturaleza. Hay impedimentos innatos que duran de por vida y que no pueden
ser corregidos ni eliminados. Esto es cierto. Y hemos de aprender a vivir con esos impedimentos
y a amarnos a nosotros mismos a pesar de ellos. Pero existen también impedimentos que los
hombres y las leyes que rigen la vida pública de esta sociedad de los «no-impedidos» añaden a
los impedimentos que ya, por causa de la naturaleza, padecen los «impedidos». Pues bien, con
este impedimento impuesto a los «impedidos» no puede estar nadie de acuerdo. Ni los
«impedidos» ni los «no-impedidos» pueden soportar vivir con semejante injusticia. Ulrich Bach
distingue acertadamente entre el hecho de verse perjudicado por un impedimento natural y el
hecho de «resultar perjudicado» por la sociedad de los demás seres humanos. De este
escandaloso impedimento —escandaloso por innecesario— que la sociedad pone a los
«impedidos» hemos de liberarnos; y hemos de hacerlo todos juntos, «impedidos» y «no-
impedidos», para que esta sociedad escindida se convierta en una sociedad más humana.
Quien no protesta contra esto, está dándose por vencido. La protesta de los «impedidos» contra
el impedimento social de que son objeto es una expresión del amor: del amor a sí mismo y del
amor al prójimo.
Es un signo de esperanza el que durante este año se hayan alzado en nuestro país —tal vez de
manera áspera y desabrida, pero, a fin de cuentas, de un modo inequívocamente audible— las
voces de los «impedidos». Durante demasiado tiempo se les ha predicado este mensaje: «Debéis
adaptaros, porque tenéis necesidad de otras personas y dependéis de ellas». Tenían que
aprenderse el papel de la persona humilde y eternamente agradecida si querían sobrevivir en el
mundo de los capacitados para la vida. Frecuentemente se les trataba como a niños pequeños,
como a menores de edad. Sólo les quedaba el recurso de afligirse por su suerte y de
autocompadecerse en silencio. Pero lo único que se consigue con ello es aprender a
autodespreciarse. Y así no se llega nunca a tener confianza en uno mismo.
Toda persona, incluso la persona impedida, es capaz de hacer mucho más de lo que cree. ¿Por
qué? Porque hay muchas cosas con las que uno no se atreve por miedo a la derrota. Ahora bien,
el que, por miedo, se repliega sobre sí mismo y se esconde, nunca aprenderá a poner a prueba y
explotar sus propias posibilidades. Sólo cuando uno se decide a superar sus limitaciones, aprende
a conocer cuáles son éstas.
Hay personas a las que todo les resulta imposible. «Eso no tiene sentido», dicen de antemano;
«eso no va a dar resultado»; «soy incapaz de hacerlo»... De este modo se ahorran muchos
conflictos y dolores, y también algunas derrotas. Pero también se queda uno sin experimentar lo
que verdaderamente es vivir.
Ahora bien, también hay personas que creen en lo posible. «Con Dios, todo es posible»: y con
esta enorme confianza, son capaces de orar. «Todo es posible para el que' cree»: y con esta
tremenda fuerza, experimentan todas sus posibilidades. Por supuesto que también conocen la
decepción y la derrota; pero poseen la suficiente energía espiritual para volver a levantarse
después de cada contratiempo. Quien comienza a creer se convierte en el hombre de lo posible. Y
entonces ya no se adapta a ningún papel que se le pretenda asignar. Los propios impedidos
también pueden liberarse precisamente de ese papel de «impedidos» que nuestra sociedad les ha
asignado. Y pueden hacerlo porque el poder de los prejuicios inhumanos es un poder de «tigres
de papel». Y este fantasma se desvanece inmediatamente en cuanto hay una serie de «impedidos»
que dejan de creer en él y rompen con él.
Desgraciadamente, hemos de reconocer que, sobre este particular, es enorme el miedo que a los
«no-impedidos» les infunden los «impedidos». Aquéllos desearían hacerlo todo por éstos, y se
preocupan de que se haga todo lo posible por ellos y no les falte de nada. Pero no quieren darles
su autonomía, porque temen que puedan hacerse daño a sí mismos y a los demás. «Libertad»,
«autodeterminación» y «sentido de la propia responsabilidad» han llegado a ser conceptos
extraños para muchos «impedidos», porque también son extraños para sus familiares y para
quienes cuidan de ellos.
¿Cómo pueden los «impedidos» llegar a ser personas adultas? No hay nada en este mundo que
incapacite y humille tanto a un adulto como el ser objeto de tutela constante por parte de sus
padres y el que éstos pretendan guiarle y cuidar de él perpetuamente. Es verdad que el
«impedido» tiene necesidad de la ayuda de otras personas, e incluso puede tener la suficiente
libertad interior para soportarlo. Pero la compasión, aun cuando sea bien intencionada, puede
resultar ofensiva. Y, de hecho, ofende cuando es expresión del temor de que el sufrimiento ajeno
le afecte a uno demasiado de cerca. Hay un amor diacónico que sabe ayudar al otro a conquistar
su propia dignidad y su propia vida. Pero hay también una tutela diacónica que impide
precisamente lo que debería liberar y sanar al «impedido».
De la protección a la amistad
De lo que se trata es de descubrir la propia vida y aprender a amarla: esta vida es mi vida, este
mundo es mi mundo, esta dificultad es mi dificultad, esta limitación es mi limitación... Para
aprender a amarse a sí mismo, con los propios «impedimentos» de uno mismo, en un ambiente
del que uno no recibe más que desprecio y compasión, hace falta una enorme independencia y
una forma totalmente nueva de orientar la vida.
No existe propiamente la diferencia entre «sanos» e «impedidos», porque toda vida humana es
limitada, vulnerable y débil. Nacemos necesitados de ayuda y morimos en el más absoluto
desamparo. Por eso no existe, en realidad, una vida «no-impedida». Tan sólo existen los ideales
de salud que se forja la sociedad de los «eficaces y fuertes», que hacen que unos determinados
seres humanos se vean condenados a ser «impedidos».
En nuestra sociedad, la «salud» significa «capacidad para trabajar» y «capacidad para disfrutar».
¿Y nada más? Pues no; prácticamente, nada más. Por eso, el que no puede trabajar y posee una
limitada capacidad de disfrutar es considerado como un «enfermo». En mi opinión, este ideal de
salud resulta profundamente inhumano y humillante para cualquier persona.
La verdadera salud es algo muy distinto: la verdadera salud consiste en tener la suficiente fuerza
para vivir, sufrir y morir. La salud no es un estado de mis órganos, sino la fuerza de mi alma para
arreglárselas con cualquier estado en que se encuentren mis órganos. ¿Cómo se adquiere esta
fuerza anímica y cómo se puede robustecer?
Esa fuerza anímica la adquirimos y logramos robustecerla cuando somos capaces de empezar a
amarnos a nosotros mismos. El amor de sí mismo produce fortaleza de espíritu, y ésta nos
proporciona energías para trasladar montañas y, si no lo conseguimos, al menos para no
arredrarnos.
En el instante mismo en que sentí que había Alguien que me amaba y no estaba dispuesto a
abandonarme, me levanté, abandoné mi lóbrego rincón y comencé a amarme de nuevo. Mi vida
—incluso allí, detrás de las alambradas—volvió a ser importante para mí. Logré sobrevivir y
superar mi mortal tristeza. ¿Y qué es lo que aprendí entonces? Comprendí que Dios nos ama, y
que por eso debemos amarnos a nosotros mismos. Pero incluso esto es todavía demasiado
general. Dios nos ama a cada uno de nosotros tal como cada uno es; no de otra manera, sino
precisamente así: tal como cada uno es. Y por eso también nosotros podemos amar lo que Dios
ama: a nosotros mismos. Quien= a pesar de ello, se desprecia a sí mismo, no se desprecia en
realidad a sí mismo, sino a Dios. SI_ perfectamente que esta forma de entender desde el Dios
eterno la propia pequeñez suena- un tanto simple. Y sé también lo difícil que es llevarlo a la
práctica. Sin embargo, es la única alternativa que tenemos para orientarnos debidamente en una
sociedad que sólo recompensa a los fuertes y arroja de sí a los «impedidos».
El «impedimento» tiene siempre dos caras: de un lado está el «impedido», y del otro el que
produce el impedimento. Al primero se le arrebatan los derechos humanos; pero también el
segundo se priva de su propia humanidad, porque actúa de manera inhumana. Por eso también
los «no-impedidos» deben ser liberados en nuestra sociedad. ¿Y de qué hay que liberarlos?
La reacción primitiva es descrita del siguiente modo en las encuestas: «El "no-impedido" pierde
su equilibrio psíquico. La desacostumbrada visión de un cuerpo deforme no encaja con el
esquema que suele tenerse de lo que es un ser humano. La inarmónica visión, que hiere nuestra
sensibilidad estética..., puede ocasionar reacciones de rechazo y de repugnancia... En el "no-
impedido" se origina una sensación de gran inseguridad... No consigue ver, en esa persona que
tiene ante sí, a un ser humano; únicamente ve su deficiencia y extiende ésta a toda la
personalidad del "impedido"»1.
Para no ser injustos, hemos de añadir que esta llamada «reacción primitiva» no es sino la primera
reacción de muchas personas y que, en cuanto se descubren otras posibles formas de encuentro,
el miedo y la inseguridad pueden ser fácilmente superadas. Pero el miedo al encuentro sólo
desaparece con el encuentro mismo, con el trato (J. Seim). Por eso se deben buscar y facilitar
encuentros cada vez más frecuentes.
Sin embargo, ese miedo y esa inseguridad que provocan las personas «impedidas» han producido
numerosos mecanismos de defensa. A algunas personas «impedidas» se las trata como a
leprosos. Se las hace desaparecer del horizonte de la vida pública; y allí donde aparecen, la gente
sale huyendo. El mismo hecho de sustituir el reconocimiento humano mediante la asistencia
material en los centros especiales, donde los impedidos se encuentran «entre personas de igual o
parecida condición», puede responder a una parecida actitud de defensa. Algunas personas
compensan sus sentimientos de culpabilidad a base de dar dinero y todo tipo de regalos a las
instituciones para «impedidos». Como ya hemos dicho, el deseo de deshacerse de los impedidos
no suele andar muy lejano de la pretensión de compensarles por su alejamiento.
Ahora bien, cuanto más se margine a los «impedidos» de la vida pública, tanto menos se les
conocerá. Y cuanto menos se sepa de su vida, tanto mayor será el miedo que inspiren. Es
precisamente este miedo el que impide el encuentro y la vida en común con los «impedidos».
1
JANSEN/SCHMIDT, Empirische Korrelate zwischen Einstellung der Umwelt and dem Verhalten
körperbehinderter Kinder, Köln 1968.
Para superar este miedo se precisa nada menos que una actitud totalmente nueva ante la vida.
Mientras el miedo nos haga tender al ideal de la salud, la potencia, la productividad y la belleza,
seguiremos desarrollando actitudes defensivas respecto de las personas débiles, enfermas,
carentes de belleza e «impedidas». Quien equipara el «ser hombre» a la salud no soporta la
visión de una personó enferma. Quien identifica el «ser hombre» con la capacidad productiva
desprecia a las personas débiles. Quien busca en el ser humano la belleza considera como una
fealdad cualquier defecto físico. Ahora bien, ¿son auténticamente humanos esos valores de la
salud, la productividad y la belleza? Indudablemente, no, porque hacen al hombre
verdaderamente inhumano; porque nos fuerzan a rechazar y encubrir nuestras debilidades.
No es aventurado afirmar que el encuentro con los «impedidos» pone en tela de juicio estas
inhumanas ideas acerca de lo que significa «ser hombre». La arrogancia de la salud y la manía
de la productividad de quienes se consideran «aptos» conducen a la opresión y al desprecio de
los «débiles». Pero ¿cómo puede alguien fundamentar la sensación de su valía en la salud o en la
funcionalidad de sus órganos sin ser presa del miedo a perderlas? ¿Cómo puede alguien
considerarse irreprochable y perfecto por el simple hecho de no ser una persona «impedida»
cuando, en el fondo, sabe que no siempre ha de ser así?
La inseguridad que muchas personas sienten ante los «impedidos» es una inseguridad necesaria
y saludable, porque demuestra inequívocamente cómo son muchos los que rinden un culto
idolátrico y supersticioso a su propia vida. La inseguridad puede liberarnos de esta maniática
obcecación. Los «impedidos» ponen de manifiesto la falta de humanidad de los supuestamente
«sanos» y nos ayudan a ser humanos, porque nos obligan a no poner ya nuestra confianza en
nosotros mismos, en nuestra salud y en nuestra capacidad, sino en Dios. Son precisamente los
«no-impedidos» que se sienten inseguros los que deben descubrir en qué consiste el verdadero
amor a sí mismos, con el fin de liberarse de su egoísmo y de su angustiado autoaborrecimiento.
Y nadie puede ayudarnos en este sentido mejor que los «impedidos». Lo cual, una vez más,
suena como a muy fácil, aunque resulta muy difícil en la práctica. Pero es la única alternativa
existente en una sociedad que ha edificada su casa sobre la arena de la arrogancia de la salud y la
manía de la productividad y, consiguientemente, sobre el abismo del miedo.
¿Qué es un ser humano? ¿Quién es un ser humano en el pleno sentido de la expresión? Esto se lo
preguntan muchos. Y se lo preguntan porque tienen del ser humano una determinada imagen, un
ideal, y juzgan en función de dicha imagen. Pero, en último término, ¿quién responde a la
imagen ideal que se ha forjado del ser humano?
Si tratamos de dar con una respuesta cristiana a esta pregunta, deberemos abrir y leer el
Evangelio. Y lo primero que llama la atención es que, en el Evangelio, el ser humano aparece
como un ser enfermo, pobre y necesitado de ayuda. Basta contraponer esta imagen con la imagen
del hombre ideal de los griegos, rebosante de salud, de fuerza y de perfección, para advertir la
diferencia. En el Evangelio, la enfermedad es propia, por definición, del ser humano, porque allá
donde aparece el Salvador acuden inmediatamente los enfermos. En torno a Jesús se congrega
toda la miseria de la humanidad: endemoniados, ciegos, sordos, paralíticos, enfermos de cuerpo
y de alma y pecadores de toda clase. De los oscuros rincones de las ciudades y aldeas en que se
hallaban escondidos, de los desiertos adonde se les había relegado, salen los enfermos para
presentarse a Jesús. De manera que Jesús ve a los seres humanos con todos sus impedimentos
físicos y espirituales. Jesús no nos ve por nuestro «lado bueno», por nuestro lado fuerte, sano y
hermoso, sino por nuestro «lado sombrío», donde se manifiestan nuestras debilidades.
¿Por qué nos ve Jesús de ese modo? ¿Por qué acuden a él los enfermos? Sencillamente, porque
en él se manifiesta una vida dotada de un poder sanador contagioso. Por eso se repite una y otra
vez: «...y curaba a los enfermos», «...y expulsaba a los demonios». Pero también resultan curados
algunos enfermos que no hacen más que acercarse a Jesús o rozar con sus manos la orla de su
manto. Ahora bien, ¿cómo ayuda Jesús a los enfermos? ¿Con poderes mágicos? Así parecería en
ocasiones, aunque él repite una y otra vez: «¡Tu fe te ha salvado!» «¡Ve, y que suceda conforme
has creído!», le dice, por ejemplo, al centurión de Cafarnaún (Mt, 8,13), y en aquel mismo
instante quedó curado su criado. No son curaciones mágicas, sino curaciones por la fe. Por eso
conviene constatar, además, que Jesús no curó a todos los enfermos de su pueblo, sino tan sólo a
unos cuantos con los que se encontró; y a éstos los curó para que fueran signo de esperanza para
muchos.
Y nos preguntamos de nuevo: ¿cómo cura Jesús a estos enfermos? ¿En qué consiste el poder
sanador de su vida? La respuesta, absolutamente inesperada, la encontramos en el evangelio de
Mateo, 8,16-17:
«Al atardecer, le trajeron muchos endemoniados; él expulsó a los espíritus con su palabra y sanó
a todos los enfermos. Así se cumplió el oráculo del profeta Isaías: "Él tomó nuestras flaquezas y
cargó con nuestras enfermedades"».
El poder sanador de Jesús radica, pues, en su capacidad de sufrimiento. Jesús no sana eliminando
y haciendo desaparecer las enfermedades, sino cargándolas sobre sí. Las personas no resultan
curadas por los poderes sobrenaturales de Jesús, sino por sus heridas. Lo cual nos remite al vía
crucis de Jesús y a la cruz del Gólgota. En el fondo, toda la vida de Jesús es un vía crucis que va
desde Belén hasta el Gólgota; y mientras recorre esta vía que conduce al sufrimiento y a la
muerte para la salvación del mundo, Jesús va curando a los enfermos, acogiendo a los leprosos y
expulsando los malos espíritus. El Gólgota es el misterio del poder sanador de Jesús, como lo
han experimentado muchos enfermos antes y después de la muerte de Jesús. Pero el misterio que
se manifiesta en la vida y la muerte de Jesús no ha sido visto por nadie con tanta claridad como
lo vio el profeta Isaías —a quien se refiere san Mateo—, el cual, hablando del Siervo de Yahvé,
dice en su capítulo 53:
«No tenía apariencia ni presencia; le vimos, y no tenía aspecto que pudiésemos estimar.
Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante el
que se oculta el rostro; despreciable, y no le tuvimos en cuenta. ¡Y, con todo, eran nuestras
dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! ...Por sus heridas hemos sido
curados».
«Por sus heridas hemos sido curados»: he ahí lo esencial. Jesús sana no por su divinidad, sino
por su humanidad; no por su extraordinario poder, sino por su entrega y su abandono a nuestros
dolores y a nuestra muerte. Pera ¿cómo pueden sus sufrimientos sanar a los que sufren? ¿Cómo
pueden los desahuciados hallar salud en sus heridas? Suena tan absurdo si nos fijamos en las
posibilidades humanas... ¡Pero suena a verdadero y a liberador si nos fijamos en Dios!
«Lo que no es asumido tampoco es salvado»: así reza un axioma teológico de la Iglesia de los
primeros siglos. Era un principio fundamental para poder entender la verdadera humanidad del
Hijo de Dios: en Jesucristo se hizo hombre el mismísimo Dios, el cual asumió entera y
verdaderamente el ser del hombre y lo convirtió en parte de su propia vida divina. El Dios eterno
no sólo asumió e hizo suyo el ser limitado y mortal del hombre, sino también lo que éste tiene de
«impedido», enfermo, débil, desvalido e incapaz de vivir, porque cargó con nuestros
impedimentos y limitaciones y los convirtió en parte de su vida eterna. Asumió nuestras lágrimas
y las convirtió en expresión de su propio dolor. Así cura Dios todas las enfermedades y todas las
penas: haciendo propias todas y cada una de ellas.
Dios asume nuestra vida real, y la asume tal como es. No asume únicamente nuestra vida ideal,
la vida de nuestros «fantasmas» y de nuestros inhumanos ideales. Dios asume toda nuestra
caduca naturaleza humana, y la cura comunicándole su eterna naturaleza divina.
La curación consiste, pues, en comulgar, participar y compartir todas las cosas. Dios nos cura
tomando parte en nuestros dolores de tal manera que éstos se conviertan en parte de su amor
eterno. Así lo han descubierto y experimentado los enfermos y desahuciados de todos los
tiempos. Me viene ahora mismo a la mente el Cristo crucificado del Retablo de Isenheim, de
Matthias Grünewald. Dicho Cristo no sólo está retorcido y desfigurado por el dolor, sino además
completamente cubierto de bubones de la peste. «El cargó con nuestras dolencias»: esto es lo que
quiere decirnos esa imagen. Y es lo que les decía a los miles de apestados que eran llevados a
aquella iglesia y que se reconocían en aquel «varón de dolores», porque se había convertido en
alguien igual que ellos. Y al mirar aquella imagen, experimentaban la eterna e indestructible
comunión con el Dios crucificado; y en dicha comunión, que ni siquiera la peste podía impedir,
muchos de ellos experimentaron la curación.
Pero, además, tenemos la constante experiencia del otro aspecto de esta realidad: «Dios se hizo
hombre para que nosotros, los hombres, nos deificáramos». Con esta atrevida fórmula describía
la Iglesia de los primeros siglos el misterio de la santificación del hombre en la comunión con
Jesús. Lo de deificarse significa aquí: participar en la vida infinita y en el gozo indescriptible de
Dios. Dios asume nuestra vida humana y hace suyas nuestras debilidades e «impedimentos», a
fin de darnos parte en su propia vida y en su gozo. Dios llora con nosotros para que nosotros
lleguemos un día a reír con él. Por supuesto que ello no acaba con todas las limitaciones ni
suprime todos los impedimentos. Es verdad que en toda vida humana hay, probablemente, más
«signos y prodigios» de los que somos capaces de ver. Pero este «tiempo de sufrimiento» no es
todavía el tiempo de la «gloria futura». Ahora bien, ya en esta vida, aquí y ahora, puede
experimentarse la certeza de que la participación en la eterna vida divina «enjugará las lágrimas
de nuestros ojos, porque ya no habrá llanto ni dolor» (Ap 21,4). Si no hubiera esperanza en la
vida eterna, entonces también esta vida carecería de sentido.
¿Qué es el ser humano? ¿Quién es un ser humano en el pleno sentido de la expresión? Ahora ya
podemos responder a esta pregunta. El ser humano —todo ser humano— es la viva imagen del
Dios vivo. En Cristo crucificado podemos todos reconocernos, porque Cristo crucificado se
refleja en cada uno de nosotros, por muy «impedido» que esté. El Hijo del hombre crucificado es
la imagen visible del Dios invisible, y todos los hombres, incluidos los «impedidos», con todos
sus impedimentos, se hallan en comunión con él.
Ahora bien, el que es imagen viva del Dios vivo ha de ser considerado también amado de Dios. Y
el que es imagen viva y amada de Dios tiene que ser, necesariamente, gloria y resplandor de
Dios en este mundo. Y todo el que es imagen y resplandor de Dios en este mundo es bueno,
verdadero y hermoso, porque es conforme a Dios, fuente de todo bien, de toda verdad y de toda
belleza. Por supuesto que, de acuerdo con nuestros criterios humanos, muchas veces no
conseguimos ver en otras personas «apariencia ni presencia» alguna. Con arreglo a nuestro
propio gusto, ni siquiera descubrimos en nosotros mismos «aspecto alguno que podamos
estimar». Pero, con arreglo a los criterios de Dios, todos, incluidos nosotros mismos, somos
buenos y hermosos. En cierta ocasión lo expresaba Lutero del siguiente modo: «Los pecadores
son hermosos porque son amados. No son amados porque sean hermosos». El amor humano
busca la belleza y huye de la fealdad. Pero el amor divino hace justos a los pecadores y hace
hermosos a los feos y deformes. Y puesto que somos amados por Dios desde toda la eternidad,
por eso podemos también amarnos a nosotros mismos y descubrirnos como buenos, verdaderos y
hasta hermosos y sentirnos satisfechos de nuestro aspecto, porque cada uno de nosotros es un
reflejo de Dios en este mundo.
Son muchísimas las personas «impedidas», enfermas y deformes, en cuyo rostro y en cuyos
gestos se refleja la belleza de la gracia divina. Hay que tener esto muy en cuenta y hay que
olvidarse de los enervantes ideales de belleza de las revistas del corazón. Sólo así podremos
reconocer el resplandor de Dios. La belleza no es sino la transfiguración de la vida por el amor.
Quien consigue llegar a entender esto, no lo olvida jamás.
Hasta ahora, las personas supuestamente «normales» solíamos llamar «impedida» a una persona
que no puede hacer tal o cual cosa. Pero ésta es una definición nuestra que nosotros le
imponemos. ¿Qué sabemos nosotros de lo que esa persona puede hacer y nosotros no? ¿Estamos
seguros de que lo negativo de un «impedimento» es siempre exclusivamente negativo y carente
de sentido en la vida de esa persona? ¿No podemos siquiera intentar descubrir lo que puede
haber de positivo en dicho «impedimento»? Personalmente, yo debo agradecerle a un supuesto
deficiente mental el haber aprendido a escuchar el lenguaje de los árboles en nuestro ambiente
natural.
Por todo lo dicho, me atrevería a aventurar una tesis sumamente provocativa y, tal vez, hasta
escandalosa: Todo «impedimento» es, además, un don. Un don que nosotros no sabemos
descubrir, porque solemos fijarnos únicamente en aquello de lo que carece una persona. Pero, si
somos capaces de liberarnos por un momento de nuestra propia escala de valores, entonces
podremos verdaderamente comprender el valor de una vida distinta y su significado para
nosotros. Y podremos preguntarnos: ¿qué significado tiene para mí y para mi vida el
«impedido»? Y fácilmente descubriremos los dones que posee cada persona «impedida».
Si volvemos de nuevo a la Biblia, descubriremos el sorprendente hecho de que, entre los dones y
las virtudes (charismata) del Espíritu Santo, el apóstol Pablo no enumera tan sólo fuerzas y
capacidades, sino que habla también de sufrimientos, tribulaciones y aflicciones (2 Cor 4, 7ss.).
Y cuando habla de las personas a las que Dios ha elegido y llamado a su Reino, menciona ante
todo a los débiles, a los despreciados, a los necios y a los que no cuentan para nada. Es con ellos
con los que Dios construye su Reino para confundir y juzgar a los que se consideran fuertes,
nobles y sabios (1 Cor 1, 26ss.).
Los dones del Espíritu Santo acompañan ya a cada cual, sea cual sea su condición, en el
momento en que el Señor le llama: «Que cada cual viva en la condición que el Señor le asignó,
en el estado en que Dios lo llamó» (1 Cor 7, 17). Por eso, el ser judío es un don del Espíritu,
como también lo es el ser gentil. El estar casado y el no estarlo también son dones del Espíritu
que nacen de la vocación de cada cual en la comunidad de Cristo. Por tanto, también el estar
«impedido», sea en la forma que sea, es un don del Espíritu Santo, si es que una persona ha sido
llamada a ser imagen y resplandor de Dios en la tierra en tales condiciones.
A esta positiva forma de verlo nos lleva también la imagen paulina del Cuerpo de Cristo: la
comunidad es el Cuerpo de Cristo. En este Cuerpo hay muchos y distintos órganos: cabeza y
pies, boca y oídos, etc. Son muchos los miembros que cooperan, pero hay un solo Cuerpo. Ahora
bien, Pablo no da por sentado que dicho Cuerpo de Cristo rebose de salud, sino que hay
miembros débiles y miembros necesitados. Y al miembro débil le otorga Dios mayor «honor» y
esplendor (1 Cor 12,24), dado que de los miembros débiles se sirve especialmente para su Reino.
¿Por qué? Pues porque la comunidad es el Cuerpo no sólo de Cristo resucitado, sino también de
Cristo crucificado. En las portentosas energías del Espíritu Santo se manifiesta el poder de la
resurrección de Dios. Ahora bien, en los dolores, tribulaciones, aflicciones y sufrimientos del
Espíritu Santo se manifiesta el poder de la pasión de Dios. El Cuerpo de Cristo... es también
siempre el cuerpo del hijo del hombre, débil, desvalido y crucificado. Y las energías del Cristo
resucitado se viven siempre y únicamente en la comunión con los padecimientos del Crucificado.
Lo que nosotros llamamos «impedimento» es don del Espíritu Santo, porque puede
perfectamente ser reflejo del Cristo doliente.
Por eso hay en nuestra sociedad una diaconía de los «impedidos» que deberíamos ser capaces de
descubrir antes de hablar de la diaconía en favor de los «impedidos». La fuerza de una sociedad
siempre vendrá dada, única y exclusivamente, por la fuerza de sus miembros más débiles. Por
eso el respeto y el fortalecimiento de los miembros más débiles significa el fortalecimiento de
toda la sociedad. Todo «impedimento» desde el punto de vista de los hombres es también un don
desde el punto de vista de Dios. El «impedido» proporciona a los demás la inestimable
oportunidad de comprender lo vulnerable y débil que es la vida humana, pero también permite
comprender el carácter profundamente humano de su mundo vital. Gracias a los «impedidos»
pueden las demás personas llegar a conocer al Dios real, doliente y vivo que también a ellos les
ama infinitamente.
Comunidad sanadora
No podemos suprimir los «impedimentos», pero sí podemos superar la desfavorable situación
que suponen para los «impedidos». Podemos sanar las enfermizas relaciones entre «impedidos»
y «no-impedidos». Lo cual no se logra a base de solicitud y cuidados especiales, sino, ante todo,
a base de solidaridad y convivencia. De la vida en común brota la capacidad de ayudar y de
dejarse ayudar.
La amistad es la base de toda ayuda mutua, porque la amistad aúna el afecto y el respeto. Y
únicamente sobre esta base de reconocimiento y aprecio mutuos, la necesaria solicitud deja de
ser «tutela» y la ayuda recibida deja de ser humillante.
Siempre que hay personas «impedidas» y «no-impedidas» que aprenden a vivir juntas, se
desvanece el viejo reparto de «papeles» entre quienes necesitan ayuda y quienes la prestan. Unos
y otros aprenden a dar y a recibir recíprocamente, cada cual con sus propios dones y sus propios
límites.
La comunidad puede sanar a nuestra sociedad escindida por una y otra parte. Sólo en la
comunión recíproca experimentan el «impedido» y el «impedidor» una nueva humanidad.
¡Pongamos, pues, el máximo empeño en construir tal tipo de comunidad de «impedidos» y «no-
impedidos»!
Es ésta una tarea de las comunidades eclesiales. «Las comunidades sin "impedidos" son
comunidades "impedidas"», ha dicho el Consejo Mundial de las Iglesias. Y ello no sólo por la
falta de diaconía comunitaria, sino también porque aún no hemos descubierto a la comunidad
cristiana como comunidad diaconal. Y no hemos sido capaces de hacerlo porque no la hemos
vivido aún como comunidad carismática. Sin embargo, los dones del Espíritu Santo están ahí.
Lo que ocurre es que están «dormidos». Pero si conseguimos despertarlos, entonces se producirá
en toda comunidad eclesial una increíble abundancia de iniciativas, de fuerzas, de tiempo y de
dinero para la vida comunitaria de «impedidos» y «no-impedidos». Lo que muchas veces falta es
tan sólo la chispa que prenda el fuego.
Es cierto que la comunidad diaconal no hace superfluas las residencias e instituciones especiales
para los gravemente «impedidos». Pero sí puede rescatar de tales lugares a muchos «impedidos»
que han sido relegados allí única y exclusivamente porque resultaban molestos, y devolverles un
hogar y una familia. La diaconía en residencias e instituciones especiales no es más que una
solución de emergencia, a la que únicamente hay que recurrir cuando la comunidad diaconal no
está ya en condiciones de atender a sus miembros «impedidos».
Tampoco esta Obra Diaconal debe eximir a las comunidades de las tareas diaconales que les
competen, ni impedir que empleen en ellas sus energías. La Obra Diaconal nació y sigue
existiendo para enseñar la diaconía a las comunidades, porque éstas pueden lo que no puede
hacer una gran organización: crear comunión justamente allí donde los seres humanos viven y
sufren. Las tareas diaconales concretas que se realizan en las residencias y centros especiales
únicamente funcionan sobre la base de la «diaconía universal de todos los creyentes». Por eso
soy absolutamente contrario tanto a la estatalización como a la clericalización de la diaconía
cuyo futuro lo veo únicamente en las comunidades diaconales.
Permítaseme mostrar lo mismo desde otra perspectiva: como miembro de una comunidad
concreta. Y en este sentido he de decir que, si nuestras comunidades eclesiales se han
empobrecido y esclerotizado como lo han hecho, es porque han delegado demasiadas tareas en
manos de especialistas. Para la proclamación del Evangelio llamamos a un pastor o a un
sacerdote; para enseñar teología recurrimos a un profesor; para trabajar con los jóvenes, a un
diácono; y para cuidar a los enfermos, a una religiosa o a una diaconisa. Pensamos entonces que
ya está todo resuelto, y lo único que hacemos es observar lo bien que tales personas realizan su
trabajo. Como miembros de una comunidad, nos sentimos aliviados y, cuando queremos darnos
cuenta de lo mucho que nos hemos empobrecido, ya es demasiado tarde. Los miembros de la
comunidad no nos atrevemos ni a proclamar el Evangelio ni a trabajar con los jóvenes ni a
reflexionar teológicamente ni a comulgar con los «impedidos». «La Iglesia» debe ocuparse de
esas cosas, nos decimos, y nos limitamos a dar dinero en las colectas.
Sólo habrá una comunidad viva cuando los miembros de la comunidad nos responsabilicemos de
nuevo de esas tareas que hemos delegado y comencemos a poner a prueba y a tomar conciencia
de nuestras propias fuerzas para desempeñar dichas tareas. Lo que en el ámbito político son las
iniciativas populares deberían serlo en el ámbito eclesial las iniciativas de los cristianos:
iniciativas que pueden adoptar la forma de comunidades de «impedidos» y «no-impedidos», de
ayuda efectiva a los niños deficientes, de organizaciones de autoasistencia para adultos, de
creación de instalaciones, etc. No es preciso enumerar aquí todas las posibilidades. Si en las
grandes asambleas y congresos eclesiales se ofrece ya todo un «mercado de posibilidades»,
habría que recoger las sugerencias y descubrir en cada comunidad el mercado de las
posibilidades en ella latentes.
En realidad, diaconía y comunidad son inseparables: la comunidad surge allí donde las personas
comienzan a vivir juntas en nombre de Jesús y a existir las unas para las otras, cada cual con sus
diversos dones y debilidades. Y la diaconía brota allí donde se sirven unas a otras en nombre de
Jesús, se ayudan mutuamente a descubrir su vida y su libertad y viven juntas de este modo.
Diaconía y comunidad por lo tanto no son más que dos aspectos de una misma realidad: la
comunidad sanadora.
La comunidad sanadora les es necesaria a los «impedidos» para liberarse de su aislamiento y ver
cómo se les reconoce con la vida que les es propia.
Fue Alexander Mitscherlich quien, en otro contexto, acuñó la durísima expresión de «una
medicina sin humanidad. Si recogemos aquí dicha expresión, no es como acusación, sino como
indicio de un problema. En épocas arcaicas, la medicina era una parte de la religión. El
curandero era sacerdote, y viceversa, porque la vida en su totalidad era interpretada con símbolos
religiosos, y se regía y conservaba su equilibrio mediante prácticas mágico-rituales. Lo cual no
significa que la medicina fuera particularmente humana en el sentido en que nosotros lo
entendemos, porque tampoco lo era la religión; pero la enfermedad, el nacimiento y la muerte se
interpretaban realmente dentro de toda la concepción religiosa de la comunidad.
«La enfermedad, en la era de las ciencias exactas, es tan muda como los tejidos en que se
manifiesta» (P. Lüth). Al igual que todas las ciencias exactas, la medicina científica es posible
gracias al aislamiento de su objeto, a la abstracción que se hace de éste respecto de otros
contextos, al enmascaramiento a que son sometidos otros problemas y, consiguientemente, a su
objetivización. Únicamente en la medida en que se consigue aislar teóricamente a la enfermedad
del enfermo y comprender debidamente toda la cadena causal, desde la identificación del agente
patógeno hasta la determinación de todos los condicionamientos significativos del proceso
patológico, sólo en esa medida resulta posible una terapia atinada. La palabra clave, aquí, es
«aislamiento». Ante todo, se aísla al enfermo de su ambiente habitual y se le conduce a un
hospital, encerrándolo, si es preciso, en una unidad de cuidados intensivos. Luego se aísla la
enfermedad respecto del enfermo; es decir, se reduce al enfermo a una sintomatología típica. Y
una vez que se ha analizado la sintomatología típica de una enfermedad en «un caso»
determinado, que es como ahora se denomina al enfermo, entonces comienza la terapia indicada.
Todo este proceso es tan necesario como obvio.
Pero dicho proceso únicamente ha sido posible al cabo de una muy larga y ardua historia de la
autocomprensión del hombre. Y ese proceso, como ya hemos dicho, ha exigido un precio. Vamos
a evocar muy brevemente dicha historia, que comienza con la concepción dualista del hombre en
Occidente, según la cual el alma inmortal únicamente habita en un cuerpo frágil y mortal, como
si fuera una casa, una nave o una prisión. Este dualismo establece una distancia, a saber: la
distancia entre el «yo» del hombre y su cuerpo. El cuerpo es algo que el alma posee
temporalmente (desde el nacimiento hasta la muerte). Y aunque es verdad que el cuerpo se posee
más íntimamente que cualesquiera otras pertenencias, no deja de ser él mismo una pertenencia de
la que se puede disponer y que hay que dominar. Esta separación entre la existencia física —que
se es— y el cuerpo —que se posee—, este dualismo de alma y cuerpo, llegó a ser, y sigue
siéndolo, el fundamento de la era científica y técnica. Según Descartes, para el «yo» pensante el
cuerpo era una de tantas res extensae objetivamente reconocibles y dominables. Únicamente la
glándula pineal unía al cuerpo con la res cogitans. Lamettrie concebía el cuerpo como una
máquina que respondía al modelo de la técnica más avanzada de su época: la maquinaria de un
reloj. Nosotros hemos ido mucho más allá y concebimos el cuerpo como un «sistema abierto»,
como un circuito regulador de información sistémico-teórico (Bertalanffy) según el modelo de
nuestra técnica más avanzada: la de los ordenadores y la cibernética. Pero con ello no hemos
logrado superar la fundamental separación del cuerpo respecto de ese centro vital que
denominamos «alma», «yo» o «conciencia». Lo único que hemos conseguido ha sido acentuar el
aislamiento del enfermo respecto de su ambiente, el aislamiento del cuerpo respecto de la vida
por él vivida y el aislamiento de las enfermedades respecto del «sistema abierto» de su cuerpo.
Ya sé que estoy exagerando; pero, en principio, en las grandes clínicas las funciones fisiológicas
y patológicas se trasvasan a un «banco de datos» con el que se trata de establecer determinados
límites e identificar las posibles aberraciones, ignorando por completo la subjetividad del
enfermo. Y un síntoma de ello es la progresiva renuncia al diálogo entre médico y paciente. La
conversación junto al lecho del enfermo es sustituida por la información que proporciona el
procesamiento de datos. El paciente ya no es visto directamente, sino que es únicamente
representado mediante unos símbolos que van acompañados de unos determinados «indicadores
de dispersión» y «valores-límite» que sólo cuantitativamente permiten vislumbrar algo de la
individualidad del enfermo.
Por lo general, el proceso clínico, aparte de las isomorfías del sistema, no conoce ya la
subjetividad. El lenguaje humano se hace superfluo y es sustituido por datos codificados. Lo
cual, hablando en plata, significa que «la clínica es esencialmente muda» (P. Lüth); que ya no
habla con el paciente, sino, en el mejor de los casos —tras haberle aplicado el tratamiento y dado
el alta—, con el médico que lo ha internado, sin contar para nada con el paciente. Este se
convierte en puro objeto del proceso de datos y del tratamiento. Los trastornos de su sistema
vital, es decir, las enfermedades, se solucionan mediante las contramedidas oportunas.
El que padece una enfermedad debe acostumbrarse, ante todo, a ser un paciente mudo de la
propia clínica encargada de tratarlo. Debe amoldarse a los procedimientos y a las normas de
dicha clínica. Lo cual no siempre le resulta fácil, porque, a fin de cuentas, el enfermo es un ser
humano, no una cosa. Además, tiene que hacer frente personalmente a su sufrimiento, y para ello
le gustaría que le tomaran en serio como sujeto, con sus miedos, sus preocupaciones y sus
esperanzas. Pero ¿qué médico tiene tiempo, o puede tomárselo, para dedicárselo a él...? Si hay un
médico capaz de hacerlo, será un médico para unos pocos. Pero si es un médico que tiene que
atender a muchos pacientes, no puede permitirse tales cosas.
Si queremos una medicina humana, una medicina que intente servir a la humanidad del ser
humano y no sólo al buen funcionamiento de sus órganos, entonces habrá que invertir
absolutamente el sentido del proceso y, tras el largo camino del aislamiento del enfermo respecto
de su ambiente vital, el aislamiento del cuerpo respecto de su persona y el aislamiento de la
enfermedad respecto del sistema somático, emprender el camino igualmente largo de la
integración.
Al despertarse por la mañana, el hombre tal vez se diga a sí mismo: «Estoy enfermo. No me
siento bien...» Sólo una reflexión más atenta permitirá a continuación localizar el dolor y decir:
«tengo dolor de estómago». Lo primero es la experiencia de que se está mal; sólo después, una
vez tomada la debida distancia, pasamos a la experiencia del tener: «tengo dolor de estómago».
Por muy necesario que todo esto haya sido para la autonomía del ser humano, no por ello vamos
a dejar de sentir hoy las consecuencias de semejante unilateralidad. Sólo adquirimos conciencia
de nuestro cuerpo cuando éste se niega a obedecernos. Pero no tenemos un excesivo
conocimiento de él como lugar o ámbito de la conmoción afectiva de toda la persona, porque el
pathos ha sido degradado al nivel de lo patológico. La pasión vital de la vida aparece como el
aspecto enfermizo de la misma. La apatía y la ataraxia, tan ensalzadas por la antropología y la
ética de épocas pasadas, se han convertido en indiferencia frente al padecimiento propio y ajeno,
en frialdad de sentimientos y en rigidez afectiva. El mundo, ese mundo que dominamos y
explotamos, no tiene ya nada que decirnos. Los consejos de la ética clásica acerca del
autodominio, el desapasionamiento y el sentido del deber resultan inútiles. Frente a la
insuficiencia de los afectos y la miseria de las necesidades, frente a la general apatía, apenas es
necesaria la disciplina de la ética clásica. Pero, si ésta era una ética de la acción, lo indicado
habría sido, por el contrario, una ética de la receptividad. A lo largo de todas las luchas contra el
sufrimiento inhumano y la devastadora experiencia del dolor, debería haberse desarrollado un
concepto de lo que es una pasión dotada de un sentido humano y de lo que es la aceptación de un
conflicto y un dolor igualmente dotados de sentido humano. Una ética del pathos debería, sin
suprimir la independencia de la persona, enseñar al ser humano a exponerse, a dejarse afectar y a
desarrollar, desde una actitud de franca apertura y colaboración, la propia espontaneidad (G.
Bóhme).
Ahora bien, semejante ética del pathos exige, ante todo, una antropología que permita integrar en
el ser-cuerpo de la persona, juntamente con dicho cuerpo, todos los aspectos cognitivos y
terapéuticos derivados del hecho de tener-un-cuerpo. No sólo en el terreno económico y social,
sino también en el terreno médico, la categoría del «tener» ha prevalecido sobre la categoría del
«ser» humano. Pero si esta categoría del «ser» no adquiere de nuevo la prelación sobre las
categorías del «tener», la persona ya no podrá integrar como intrínsecamente propia la
materialidad del cuerpo objeto de análisis y de tratamiento terapéutico, y lo que se produce es
todo un sistema social de «portadores de funciones» aislados y carentes de humanidad. Por eso
forma parte del arduo proceso de la objetivización médica del cuerpo como algo meramente
físico, y del enfermo como mero portador de un cuadro morboso, el no menos arduo proceso de
la subjetivización del cuerpo físico como cuerpo personal y de la integración de la enfermedad y
del proceso curativo por el ser humano. En cierta ocasión dijo Ludolf von Krehl: «No existen las
enfermedades en sí. Únicamente conocemos personas enfermas» (Pathologische Physiologie). Y
aunque semejante afirmación pueda sonar a polémica y subjetiva, lo cierto es que, ante el enorme
desarrollo alcanzado por la «sintomatología» y la medicina especializada, es muy importante
tener siempre presente a la persona enferma e interesarse por la condición enferma o sana de su
humanidad. El problema de si la medicina que se practica en función de los datos obtenidos y las
medidas adoptadas en el «sistema abierto» del cuerpo físico desea realmente saber algo acerca de
la persona en cuanto tal, es un problema que va mucho más allá de la medicina y que concierne a
nuestro sistema social: ¿quiere el hombre saber algo acerca del hombre? ¿Y cuánto tiempo
estamos dispuestos a consagrar al ser humano en medio de toda esa serie de funciones y «roles»
sociales que a todos nos absorben más de lo debido?
Y significaría, por último, que las terapias médicas, tomadas las debidas precauciones,
cooperarían con las terapias sociopolíticas, culturales y religiosas, y que por eso deberíamos
intentar el arduo quehacer de la colaboración.
Porque ¿qué es la «salud»? ¿Acaso no se define siempre la salud en función de unas normas
sociales, culturales y religiosas? ¿Qué significa la salud para un estoico, para un caballero
andante, para un místico, para un monje, para un budista o para un hombre de negocios? ¿No son
dichas normas sumamente variables histórica y culturalmente? En la sociedad actual, ¿son
«saludables» en un sentido humano los criterios de salud? Sigmund Freud y otros muchos han
definido la salud como la capacidad de trabajar y disfrutar. Si un enfermo consigue recuperar la
aptitud para el trabajo y el disfrute, entonces se le puede considerar curado y se le da de alta. Este
criterio responde perfectamente a una sociedad basada en la producción y el consumo. La
definición que da de la salud la OMS (Organización Mundial de la Salud) dice así: «La salud es
un estado de bienestar general". Ahora bien, las personas que en nuestra sociedad son aptas para
trabajar y disfrutar ¿sienten ese bienestar general? Teniendo en cuenta la dimensión humana del
hombre, la curación médica no coincide necesariamente con el standard de salud de dicha
sociedad, sino que, dada la abundancia de sufrimientos sociales y personales en nuestra sociedad,
dicha curación puede ser más bien puesta en duda. La terapia médica, como parte de la terapia
integral del enfermo, no tiene por qué convertirse necesariamente en servidora y dispensadora de
los actuales criterios de salud de la sociedad, dado que dichas normas no pueden ser calificadas,
ni mucho menos, de «humanas» ni «saludables». La «medicina para la humanidad del hombre.
puede, más bien, ejercer funciones de crítica social. La humanización del hombre socializado,
planificado, computarizado y adaptado constituye una enorme tarea que la medicina debe llevar a
cabo, pero que no puede hacerlo por sí sola.
¿Cuándo comienza la vida humana? Durante mucho tiempo se ha pensado que, si se diera
respuesta a esta pregunta, se estaría respondiendo también de un modo científico y satisfactorio a
la pregunta acerca de la esencia de la vida humana. En el vacilante debate actual en torno a la
interrupción del embarazo, esta pregunta es de capital importancia tanto para el legislador como
para la moral. No quisiera en modo alguno entrar ahora en este debate, sobre el que se han
escrito montañas de libros, porque rebasaría los límites de este reducido ensayo. En este asunto,
lo único que querría dilucidar son esas dos dimensiones de las que he hablado: la vitalidad y la
humanidad de la vida.
¿Con qué fin —habría que preguntarse ante todo— debemos determinar la fecha? Parece haber
elementos que permiten al ginecólogo hablar de un período de gestación post menstruationem y
de otro post conceptionem o post ovulationem, para determinar la fecha del parto; y parece haber
otros elementos que permiten al médico forense averiguar quién es el padre de la criatura o
dictaminar sobre el carácter criminal de un aborto.
Desde el punto de vista científico, el comienzo de la vida se deduce de una serie de determinados
procesos. Ustedes lo saben mejor que yo. Entre la fecundación y la anidación del óvulo pueden
transcurrir siete días completos, y sólo se puede hablar de embarazo al cabo de unos cuantos días
después de la anidación. Y aun después de ese momento, la vida in fieri se valora de diferente
manera, según que se tenga en cuenta el estado concreto del feto o la posibilidad de un futuro ser
humano. Quien, por las razones que sea, aboga por la libertad para interrumpir el embarazo,
tiende a conceder al feto de tres meses una vida, pero no aún una vida humana. Y quien, por el
contrario —prescindiendo de nuevo de sus motivos— está en contra de la despenalización del
aborto, ve ya en el feto de tres meses al futuro ser humano que ha de nacer.
Por eso, y en relación con el problema del carácter admisible o inadmisible de la interrupción del
embarazo, la simple constatación científica de la sucesión de procesos que conducen a la vida de
un ser humano debe contemplarse siempre a la luz de esa otra dimensión de la humanidad de la
vida, la cual no puede ser definida científicamente, porque -es cuestión únicamente de valoración.
Por eso el problema del origen de la humanidad no puede solventarse mediante la simple
determinación de la fecha del comienzo de la vid a en sus formas preliminares.
En mi opinión, existe una gran semejanza entre las circunstancias que rodean al comienzo y al
origen de la vida humana y las que rodean al final y a la muerte de la misma. Si en el primer caso
se trata de la aceptación humana de la vida, en este otro se trata de la renuncia humana a la
misma vida. Y topamos de nuevo con el problema de la relación existente entre el fallecimiento
clínico y la muerte del hombre.
Todo el mundo sabe que la vida humana es mortal, pero son muy pocos los que saben dónde y
cómo se muere hoy. Todo el mundo sabe que en cada momento y en las más diversas partes del
mundo fallecen personas, pero cada vez es menos frecuente la actitud consciente ante la muerte.
Antiguamente, la experiencia directa de la muerte de otras personas era una parte integrante de
toda la experiencia existencial. Los niños presenciaban en su propia familia cómo se moría de
una enfermedad o por causa de la edad. Hablaban con los moribundos, veían el cadáver y
experimentaban el luto. Hoy las cosas han cambiado. La mortalidad infantil se ha reducido, y las
expectativas de vida se han duplicado. Los enfermos graves desaparecen de la escena de la vida
activa y son internados en los hospitales. Cada vez es mayor el número de ancianos que viven
con ancianos en residencias para ancianos. De los funerales, con sus correspondientes rituales de
duelo, se encargan las empresas de pompas fúnebres. Con lo cual, la experiencia de la muerte
desaparece de los centros de la sociedad; la conciencia de la muerte queda desconectada de la
vida activa.
Con el aislamiento de los enfermos graves y de los ancianos, es decir, de los que ya se
encuentran a las puertas de la muerte, se pierde socialmente el contacto inmediato con la muerte;
y antes de que les llegue la muerte física, son muchos los ancianos y enfermos que experimentan
ya la muerte social, porque ya no hay nadie que se interese por ellos y han quedado rotos los
lazos que les unían a la sociedad. El jubilado cuyo cadáver en descomposición fue encontrado en
un piso de Berlín cuando ya llevaba cuatro semanas muerto, es un síntoma de esa muerte social.
Nuestros niños sólo experimentan la muerte violenta que se produce por accidente en nuestras
carreteras; pero se trata de una experiencia pasajera y sin ninguna reflexión y elaboración interna
de la misma. Para la opinión pública y para los automovilistas, prácticamente se reduce a un
lamentable incidente o a un entorpecimiento pasajero del tráfico, hasta que, finalmente, llega la
ambulancia con sus luces azules, se lleva a las víctimas y el tráfico recupera su normalidad. .Qué
clase de luto se ve hoy en la calle? «La persona vestida de luto ya no tiene status social» (Bally).
Ahora bien, si se evita el contacto con la muerte y con los moribundos, si desaparece el luto, con
el que se elabora internamente la experiencia de la muerte, ¿no nos hallaremos quizá sumidos en
un gigantesco y generalizado mecanismo de falseamiento de la realidad? En tal caso, la
consecuencia no puede ser sino una indiferencia cada vez mayor y una incapacidad de amar cada
vez más honda.
Por eso es verdaderamente lamentable el que cada vez haya más hospitales en los que se muere
en los pasillos, en la lavandería o en cualquier cuartucho atestado de cacharros. Ello significa
privarle al moribundo de su dignidad de hombre y hacer que muchas veces su agonía sea
doblemente penosa. Naturalmente, siempre se encuentra la excusa de que «se trataba de un caso
desesperado...».
Y es igualmente lamentable que haya personas que renuncien al derecho a su propia muerte y
deleguen en lo que Rilke denominó «la muerte de los médicos». En el propio marco de los
esfuerzos médico-técnicos, la muerte aparece a menudo como un caso de mala suerte, como un
fallo técnico o como un simple fallecimiento inevitable, ante cuya inminencia el médico ha
arrojado la toalla y ha optado por dedicarse a otros pacientes, porque «ya no se podía hacer
más». Pero entonces el morir ya no es un proceso humano en el que participan y acompañan al
moribundo otras personas como tales personas.
A este respecto, se ha discutido muchas veces si, cuando está seguro de ello, el médico debe
decir la verdad al moribundo, y cómo debe hacerlo. Ya sea que se niegue en teoría que esto es
competencia del médico, ya sea que en la práctica se intente eludir por todos los medios, lo cierto
es que, como han demostrado recientes encuestas, no se trata tanto de un acto de consideración
para con el enfermo, sino más bien de una expresión de la turbación que ello produce a los
propios médicos y enfermeras. Indudablemente, más del 60% de los moribundos saben
perfectamente cuál es su situación y no esperan más que unas palabras. Pero son pocos los que
han aprendido a decirlas...
Desde el punto de vista médico, la muerte puede considerarse un hecho cuando dejan de
funcionar determinados órganos vitales. Actualmente se considera la muerte irreversible del
cerebro como el signo inequívoco de la muerte del hombre. A partir de ahí, ya no hay obligación
alguna de «mantener la vida» del enfermo, en el sentido de prolongar el funcionamiento de los
demás órganos. Tampoco en el sentido de mantener la vida, por tratarse de vida humana, tiene el
médico obligación alguna de hacer volver a la vida, día tras día, al moribundo, para que noche
tras noche vuelva a experimentar la muerte, si es que no existen fundadas perspectivas de vida.
La muerte del hombre, es decir, la muerte de la persona, está íntimamente relacionada, como es
natural, con la muerte del cuerpo; pero también tiene otras dimensiones humanas. En la Edad
Media proliferó la literatura sobre el ars moriendi (el arte de morir). Lutero escribió un
conmovedor «Sermón sobre la preparación para la muerte. Hoy apenas se escribe esta clase de
libros. Ahora bien, ¿es el morir propiamente un arte que se pueda aprender? Por supuesto que no
es un arte que pueda aprenderse mediante el método de la «repetición., pero sí es un arte que
puede aprenderse mediante una determinada actitud ante la vida, ante el dolor y ante el que
agoniza, y también mediante la aflicción. ¿De qué se trata en el ars moriendi? Se trata del acto
humano de renuncia a la vida y de afirmación y aceptación de la muerte. Del mismo modo que,
en el amor, el hombre sale de sí mismo y afirma a otra persona con todas sus peculiaridades y
dificultades, haciéndose con ello vulnerable, así también la afirmación de la muerte es un acto de
entrega amorosa. Del mismo modo que la fe significa liberarse día tras día del propio miedo y la
propia codicia y entregarse confiadamente a Aquel que da la vida, así también la aceptación y
afirmación de la muerte significa liberarse definitivamente de sí mismo y entregarse
confiadamente a Aquel que reclama la vida que anteriormente había dado. Aceptación y renuncia
son los dos actos fundamentales que hacen humana la vida. Una persona puede darse, o
renunciar a sí, en la medida en que ha experimentado la aceptación, y puede aceptarse en la
medida en que ha experimentado la entrega y la renuncia. Para lo cual hacen falta otras personas.
Y hace falta, además, el misterio de ese inmenso amor del que proceden no sólo la vida y la
muerte, sino también la energía precisa para aceptar la vida y renunciar a ella. Este amor divino
que late en el fondo de la existencia hace que esta vida esté tan viva, y hace también que la
muerte sea tan fatal. Pero este amor de Dios, además, hace que esta vida tenga sentido en la
renuncia. Hace que tenga sentido la aceptación de las heridas humanas y, en definitiva, la
aceptación de la muerte. Las posibilidades que la medicina tiene de diferir el paso de la vida a la
muerte sólo se utilizan de un modo humano cuando el hombre vive la vida de un modo más
humano y consciente y, practicando el amor durante la vida, se prepara para la renuncia en la
muerte. La mera prolongación de la vida no tiene aún este sentido humano, del mismo modo que
la mera concepción y el nacimiento no hacen que la vida sea humana.
A propósito del nacimiento y la muerte de la vida humana, hemos hablado de la humanidad y del
sentido de dicha vida humana. Ha llegado el momento de concluir haciendo una pequeña
síntesis:
1. No es el mero vivir ni el sobrevivir lo que constituye el sentido de la vida humana; más bien,
la vida biológica se halla al servicio de la humanidad.
7. Para ello necesitamos también una comprensión global de la salud como humanidad llena de
sentido.
8. Y juntamente con todo lo anterior, necesitamos, por último, la colaboración entre las diversas
terapias en el ámbito médico, social y humano, en orden a lo que en un sentido último, amplio y
absoluto, es decir, teológico, merece el nombre de salvación (sotería, shalom) y de la cual sólo
podemos saber algo en esta vida gracias a la fe, la esperanza y el amor.
6
Cuatro tesis para comprender
la enfermedad y la salud
b) En la relación social. El estar enfermo significa un trastorno de las relaciones sociales, una
pérdida de calor humano, un aislamiento y un rechazo. El enfermo debe aprender a desempeñar
un papel nuevo.
En el Hijo del hombre sufriente y crucificado puede reconocerse a cualquier hombre que sufra o
que padezca desconsuelo y abandono, porque Cristo se ha identificado con todos. El asumió el
sufrimiento para sanar al que sufre comunicándole su presencia y su vida. «Lo que no es
asumido no es curado».
El Crucificado es la viva imagen del Dios invisible en la tierra. En él se compendian todos los
sufrimientos humanos, tanto físicos como psíquicos. Por eso, él se reconoce en todos cuantos
padecen en esta tierra, los cuales son su auténtica imagen.
Puesto que Dios se nos comunica a los hombres compartiendo nuestro sufrimiento, nosotros
obtendremos la salud y podremos sanarnos mutuamente a base de compartir, participar y
comunicar y de reconocernos unos a otros en la comunidad.
7
El «impedido»
como lugar teológico
por Ulrich Bach
Seguramente al lector le parezca, como a mí, que el tema suena un tanto árido: el «impedido»
como lugar teológico. Además, parecería como si los demás (los no-impedidos, los
colaboradores, los estrategas de la diaconía en uno u otro grado) no fueran lugar teológico, al
menos hoy. Ahora bien, la reflexión teológica sobre el «impedido» sólo puede realizarse
haciendo siempre referencia al «no-impedido», es decir, considerando a éste como objeto
simultáneo de la reflexión. Por eso quisiera formular el tema con algún mayor detenimiento. Y
voy a hacerlo recogiendo una frase de Eberhard Winkler en su artículo «Diakonie und
Menschenbild», publicado en la revista Die Zeichen der Zeit 12 (1982), p. 304: «Si nos tomamos
realmente en serio "el mensaje de la justificación", entonces deberemos acabar con la actitud de
superioridad, para con el necesitado de ayuda, por parte de quien la presta».
Por supuesto que no me gustaría que más tarde se me acusara de haber malogrado el tema. Por
eso quiero recalcar que el tema sigue siendo el mismo: «El "impedido" como lugar teológico».
Pero la frase de Eberhard Winkler será el hilo conductor que recorra todo mi artículo. Hilo
conductor que me resulta tanto más imprescindible cuanto que pretendo exponer tres
argumentaciones en cierto modo independientes entre sí.
En la primera parte querría hacer ver cómo este tema ha ido adquiriendo cada vez más
importancia para mí en los últimos veinte años. El que en esta parte presente también ciertas
referencias autobiográficas me parece imprescindible, dado que soy un desconocido para la
mayoría de los lectores. Esta parte, por lo tanto, responde también a la necesidad de.
presentarme.
En la segunda parte quisiera mostrar, como en una especie de meditación, que lo de «el
"impedido" como lugar teológico» no debe entenderse como si se tratara de un tema puramente
académico. En todo culto se nos pregunta si los colaboradores nos distanciamos teológicamente
de los «impedidos» o si tenemos suficientemente claro (tan claro que puedan verlo igual de claro
los «impedidos») que nos pertenecemos unos a otros y que no hay entre nosotros nadie que esté
más cerca de Dios que los demás. Como ya hemos visto que decía Eberhard Winkler, «si nos
tomamos suficientemente en serio el mensaje de la justificación, entonces déberemos acabar con
la actitud de superioridad, para con el necesitado de ayuda, por parte de quien la presta».
La tercera y última parre\ refiere todo lo dicho a un plano más sistemático, polemizando en
contra de una antropología escindida y postulando una antropología homogénea.
Pasemos, pues, a la relación autobiográfica, que dividiré en cinco apartados: puntos de partida,
interrogantes, nuevos impulsos, tesis e interpelaciones críticas.
I
1. Puntos de partida
Cuando, hace veinte años, llegué como colaborador al Instituto Ortopédico de Volmarstein, trabé
contacto con la forma habitual de ver la diaconía, que puede caracterizarse con estas dos frases:
«la diaconía es una labor social de titularidad eclesial» y «la diaconía es una labor social realiza
da por personas cristianamente motivadas». Como teólogo, ya desde el principio me interesó más
la segunda definición que la primera. Fui cayendo en la cuenta, cada vez con mayor claridad, de
que la base ideológica de nuestra diaconía la constituyen los siguientes elementos: a) todo cuanto
hay de válido en los principios de nuestra sociedad; y b) lo que dice Jesús en el capítulo 25 de
san Mateo acerca de los hermanos más pequeños, lo que dice en el capítulo 10 de Lucas acerca
del buen samaritano y lo que dice en otros muchos pasajes acerca del amor al prójimo.
Durante algún tiempo me pareció que esto era suficiente para fundamentar la ayuda diaconal a
los «impedidos». Pero sólo durante algún tiempo.
2. Interrogantes
Más tarde pasé a enseñar a los catecúmenos, y hablé con niños sanos e «impedidos» acerca de
Dios Creador. Leíamos en Lutero: «Creo que Dios me ha creado». ¿Debe aprender esto
únicamente el catecúmeno sano, o también el «impedido»? ¿O tal vez este último debiera decir:
«Dios quiso crearme sano también a mí, pero algo le salió mal. De manera que soy una especie
de producto divino defectuoso»? Si le hago hablar así, estoy haciendo de él —tomando como
base el Credo de nuestra Iglesia— un marginado, una persona distinta; lo cual sería (y anticipo
aquí una importante idea de la tercera parte) una «segregación basada en el Credo», cosa que no
puede hacerse en ninguna circunstancia. La integración tiene que darse incluso desde esta
perspectiva, desde el plano de nuestra confesión de fe: también el «impedido» es una criatura
querida por Dios tal como es. ¿Acaso no está escrito en la Biblia (Ex 4,10-12) que Dios creó al
vidente y al ciego, al que habla y al mudo?
O predicaba yo sobre los relatos evangélicos de los milagros: Jesús hace andar a los paralíticos.
O mejor, les hacía andar entonces. Pero ¿qué sucede hoy? Trasponiendo directamente estos
textos a nuestros días, tendríamos que decir una de estas dos cosas: o bien que Jesús ha fracasado
estrepitosamente con los «impedidos» de nuestro tiempo, o bien que hasta el más pequeño
avance terapéutico debe interpretarse como un milagro parcial (o como parte de un milagro).
O enseñaba teología dogmática a los futuros diáconos en el Martineum. ¿Cómo hay que hablar
sobre la «Iglesia»? La Iglesia se dirige al mundo con un encargo misionero y diaconal. Eso es lo
que decimos. Pero ¿no se corre con ello el peligro de desmembrar a la Iglesia? De un lado
estarían las personas que desempeñan el cometido misionero y diaconal, y del otro las personas
necesitadas de todo ello. De un lado los fuertes, del otro los débiles. De un lado los de arriba, del
otro los de abajo. ¿No deberían ser las cosas de otra manera totalmente distinta?
Si la Iglesia es la portadora del encargo misionero y diaconal, entonces debería estar muy claro
(al menos en la Iglesia evangélica, que habla del sacerdocio de todos los creyentes) que incluso
la persona más gravemente impedida tiene un encargo misionero y diaconal con respecto a los
no-impedidos, a los colaboradores y a los dirigentes de la institución.
No es difícil ver cómo brotan aquí importantes preguntas acerca de Dios, de Cristo, del mundo,
de la antropología, de la concepción de la Iglesia, etc. Preguntas que al principio no fui capaz de
responder; pero muy pronto comprendí claramente que, si nuestro trabajo con los «impedidos» (o
más en general: nuestra diaconía) no quiere enfermar gravemente de desnutrición espiritual o
religiosa (¿o quizá habría que decir: si no quiere seguir enferma?), entonces debemos al menos
tratar de no ahogar estas preguntas, sino de discutirlas abiertamente entre nosotros.
3. Nuevos impulsos
Debió de ser hacia 1965 cuando recibí, casi simultáneamente, tres impulsos que estimularon
enormemente mi reflexión:
Como preparación de una liturgia juvenil en Volmarstein, los jóvenes realizaron una encuesta
acerca de lo que significaba Jesús en la vida de cada uno. Uno de los residentes en nuestro
Instituto, un anciano gravísimamente impedido que hasta poco antes de morir se hacía llevar en
camilla a la Iglesia (llevaba ya decenios sin poder siquiera sentarse), respondió: «Cristo...: ésa es
la cuestión decisiva en mi vida». El futuro diácono que lo relató hablaba de este anciano como de
un venerado maestro. ¿Qué significa aquí «arriba» y «abajo»? Justamente aquel a quien había
que ayudar continuamente (para comer, para acostarse, etc.) era, de pronto, el que ayudaba, el
que daba, el que enriquecía, el que estimulaba y animaba a seguir adelante.
Cada vez me ha fascinado más la expresión paulina «Cuerpo de Cristo». Del mismo modo que el
cuerpo únicamente puede funcionar porque tiene diversos miembros (ninguno de los cuales es
más o menos importante, sino, en todo caso, más o menos considerado), lo mismo sucede con la
comunidad (1Cor 12).
Todos, cada cual en su lugar, son igualmente importantes. Concretamente, la persona gravemente
impedida es tan importante como el director del Centro. (He de reconocer que esta idea se me
antojó una especie de giro copernicano en nuestra concepción del diaconado).
4. Tesis
Desearía formular ahora, brevísimamente, tres tesis que indiquen al menos la orientación de mis
reflexiones ulteriores.
a) Dios no es el Dios placentero y comprensible que satisface nuestros deseos, sino el Dios
oscuro e impetuoso del desierto, cuya obra de amor, según la Biblia, culmina en el grito de
agonía de Jesús de Nazaret colgado de la cruz. Quien considere que esto es «comprensible», es
que para él no hay nada incomprensible.
b) Todo hombre, incluso el más gravemente «impedido», es una criatura que ha sido creada así
por Dios; y esto es verdad aun en el caso de que pueda haber causas (negligencia, fallo humano,
etc.) que expliquen tal impedimento. Por otra parte, todo hombre, aun el aparentemente más
sano, tiene sus limitaciones, sus debilidades y sus temores. «Para mí, las deficiencias pertenecen,
por definición, a lo humano». No se trata, pues, de definir la esencia del hombre únicamente a
partir de conceptos como «fortaleza», «salud», «autonomía», etc., para más tarde tratar de decir
también algo antropológicamente relevante acerca de las dimensiones de «debilidad»,
«enfermedad» (o «discapacidad») e «indigencia». Todos y cada uno de nosotros ya éramos
débiles e indigentes en los primeros meses de nuestra vida: tenían que darnos de comer y
cambiarnos los pañales, no éramos capaces ni de contar hasta tres ni de desempeñar una
profesión (que son las notas características de los más gravemente «impedidos»). ¿Acaso
entonces no éramos personas? Es evidente, por lo tanto, que las deficiencias pertenecen, por
definición, a lo humano. O, para decirlo con la espléndida expresión de Franz Rosenzweig que
yo escogí como título de mi colección de artículos: «nadie tiene tierra firme bajo sus pies». En el
mismo contexto, el propio Rosenzweig afirma un poco más adelante: «no hay autosuficiencia
que valga; a todos nos llevan» (vid. U. Bach, Boden unter den Füßen hat keiner. Plädoyer für
eine solidarische Diakonie, 1980, p. 219).
La integración, pues, deberá ser siempre recíproca. No se trata de integrar al «impedido» en una
sociedad que, de ordinario, está formada por personas «no-impedidas». Nada de eso. Se trata de
que nos integremos unos con otros en una sociedad que, de ordinario, está formada por
«impedidos» y «no-impedidos».
5. Interpelaciones críticas
Voy a tratar de aplicar estas reflexiones, de un modo crítico y positivo, a muy diversas
situaciones.
d) Interpelación a la teología. ¿No debería la teología insistir más en el hecho de que la diaconía
es ya una dimensión de la obra salvífica de Dios (Dios crea libremente al hombre para que sea su
compañero y su interlocutor; Jesús se solidariza incondicionalmente con los hombres, sin
incurrir, por lo demás, en el orgullo de no pedir ayuda; nuestra esperanza dice: «y así estaremos
siempre con el Señor» [1 Tes 4,17])?
Ahora bien, si la diaconía es una dimensión de la obra salvífica, entonces, dado que esta obra
salvífica es el punto de partida y el centro mismo de toda teología, la diaconía debería ser
también una dimensión de todas y cada una de las disciplinas teológicas. ¿No es, pues, un
escándalo, por así decirlo, el que la diaconía aparezca únicamente (si es que aparece) como una
sub-sección de la «teología práctica»? En una palabra: ¿no debería la teología cultivar mucho
más el estudio de la diaconía?
e) Interpelación a la diaconía. ¿No debería la diaconía cultivar mucho más el estudio de la
teología? Dado que su propio nombre se deriva del hecho de que el propio Cristo se denominó a
sí mismo el «diakonos» (el que sirve) y exhortó a su comunidad a «diakonein» (a practicar el
servicio), ¿no debería la diaconía obtener los fundamentos conceptuales de su praxis
exclusivamente del Nuevo Testamento? En cualquier caso, es de temer que una diaconía que se
base únicamente en las connotaciones de «titularidad eclesial» y «motivación cristiana» resulte
teológicamente muy limitada.
Concluye con esto la primera parte de mi estudio, al que sigue ahora una sección
predominantemente «meditativa». Quisiera ponerle como epígrafes los tres conceptos siguientes:
«creación deteriorada», «culto» y «diaconía».
II
1. Hace algunos años se envió a los pastores de una determinada Iglesia de una región de
Alemania Occidental una diapositiva con la imagen de una niña de unos trece años y una
leyenda: «Creación deteriorada». ¿Por qué? Indudablemente, porque la niña de la diapositiva no
tenía brazos, sino unos cuantos dedos que salían directamente de los hombros. Creación
deteriorada.
En un artículo de Jürgen Seim publicado en la revista Evangelische Theologie (1981, pp. 338ss.)
bajo el título «La vida del impedido como vida humana» (y con el subtítulo de «Contribución al
"Año del Impedido"»), también se habla de los deterioros de la creación de Dios haciendo
explícita referencia a las discapacidades de los «impedidos». Lo cierto es que una discapacidad
grave no es ninguna tontería, sino todo lo contrario: es un peso que para muchos impedidos
resulta insoportable. Por eso es tan importante saber cuál es la visión, la valoración y la actitud
del entorno respecto de la discapacidad. Hay «impedidos» adultos que han soportado toda su
vida como una carga adicional el hecho de que su discapacidad haya sido considerada por sus
padres y familiares como una catástrofe total y absoluta. Y a nadie le gusta vivir como la
personificación de una catástrofe. Pero ¿no sucede algo parecido cuando los cristianos
consideramos la discapacidad como un deterioro de la creación? No es sólo que «mi»
discapacidad sea una pesada carga para mí; no sólo me resulta desagradable que mis semejantes
me miren estúpidamente y hagan comentarios, sino que además se me dice: «no es en absoluto
acorde con la voluntad de Dios el que carezcas de brazos o tengas que ir en silla de ruedas o estés
ciego. La "creación" es algo muy distinto. Lo que yo veo en ti es precisamente una "creación
deteriorada"». Y a ninguno de nosotros le gusta tener que vivir como la personificación del
deterioro de la creación de Dios.
2. De pronto pienso en nuestros actos de culto. Domingo tras domingo, repetimos en actitud
orante estas u otras palabras parecidas: «Reconozcamos nuestra indignidad; re- conozcamos que
hemos pecado, que nos hemos alejado del plan original de Dios. Y que lo hemos hecho de
pensamiento, palabra y obra». Con lo cual venimos a decir de todos nosotros que somos creación
deteriorada. Nadie de nosotros es como querría Dios que fuera. Nadie de nosotros es mejor que
el Apóstol, que de sí mismo afirma ser un aborto, propiamente incapaz de vivir (1 Cor 15,8).
Tampoco podemos salvarnos por nuestras propias fuerzas ni disponemos de un lugar en el que
podamos pisar terreno firme. Necesitamos un «refugio» (muchas veces no tenemos ni idea de lo
que decimos domingo tras domingo): «si quiero sobrevivir, si quiero que mi vida tenga sentido,
no tengo más remedio que escapar, debo huir. ¿Adónde? ¡A la infinita misericordia de Dios!»:
esto es lo que decimos. Pero significa lo siguiente: el que yo pueda salvarme no tiene
«fundamento» alguno en lo que yo pueda ser, tener, hacer o decir. El único «fundamento en el
que me baso» es la gracia que Dios nos otorga en Jesucristo. De esa gracia todos dependemos
por igual: no unos más y otros menos. Todos somos personificación del deterioro de la creación;
todos somos existencias devastadas, y tan sólo podemos balbucir: ¡Oh Dios, ten piedad de mí,
que soy un pecador!
3. Pero ¿no sigue siendo verdad lo que decíamos anteriormente: que a nadie de nosotros le
gustaría tener que vivir como la personificación del deterioro de la creación de Dios? ¡Y ahora
decimos que todos vivimos así y que nadie puede librarse de ello por sus propias fuerzas! ¿Cómo
nos las arreglamos para llevar esta carga? El saberlo ¿no resulta casi insoportable? Sólo es capaz
de soportarlo quien conoce a Aquel ante el cual lo confesamos. Sólo puede vivir sabiendo esto
(que únicamente podemos vivir por la gracia) aquel que es capaz de saber y creer que por la
gracia podemos efectivamente vivir. No necesitamos más que la gracia. «Te basta mi gracia»,
dice Jesús (2 Cor 12,9). Sólo después de haber confesado: «¡Oh Dios, ten piedad de mí, que soy
un pecador!», pudo el publicano regresar a su casa «justificado» (Lc 18,14). Cuando el Hijo del
hombre se encuentra con un «pecador», el resultado de dicho encuentro no es el aniquilamiento
del hombre, sino la confesión: «¡Hoy ha llegado la salvación a esta casa!» (Lc 19,9). Y la
pregunta es: ¿queremos vivir por la gracia o nos lo impide nuestro orgullo, porque no queremos
tener que agradecerle nada a nadie?: ¡Yo quiero ser mi propio dios, y no puede haber nadie por
encima de mí! ¡Yo quiero ser mi propio señor: no tengo nada que pedir, no dependo de nadie y
no tengo nada que agradecer a nadie! Pero entonces, naturalmente, tampoco puedo confesar que
he pecado ante Dios de pensamiento, palabra y obra. No puedo reconocer que soy «creación
deteriorada». Insisto una vez más: esto sólo puede confesarlo quien haya escuchado y
comprendido el «gozoso mensaje de las manos vacías» (Georges Casalis): yo no puedo aportar
nada, no necesito aportar nada, porque basta efectivamente con la gracia de Jesús.
4. Pero hay todavía otro modo de soportar la confesión de nuestra indignidad. Consiste,
sencillamente, en girar nuestro dedo índice y, en lugar de decir «yo», decir «aquél de allí». «¡Por
supuesto que hay creación deteriorada: no tienes más que mirar a "aquél de allí"!». Según sea el
lugar social e histórico que uno ocupe, «aquél de allí» podrá tener muy diferentes aspectos: unas
veces serán los no-fariseos, otras los fariseos; unas veces serán los jóvenes, otras los viejos. A fin
de cuentas, esto es lo de menos. Lo importante es que tengamos a quienes poder señalar como
«aquéllos de allí». Esto nos viene bien, porque automáticamente somos creación mejor, creación
no deteriorada, o creación menos deteriorada. Al menos así no tengo tanta necesidad como
«aquél de allí» de buscar refugio en Dios. Y todo esto significa que puedo volver a mirarme a mí
mismo. La mirada de desprecio o de compasión que dirijo a «aquél de allí» alivia un tanto la
mirada que dirijo al espejo para verme a mí mismo. Este es el ritual del «giro del dedo índice».
Ritual que se practica desde hace milenios: «Seguramente mi fe deja mucho que desear, pero
¿has oído hablar a "aquél de allí"? ¿Ese sí que es un hereje!» Si le califico de hereje, le llevo ante
el tribunal como hereje y, quizá, hasta le conduzco a la hoguera, entonces no sólo me siento más
firme en mi fe que «aquél de allí», sino que, curiosamente, me siento también más seguro que
antes (cuando todavía no había descubierto que «aquél de allí» era un hereje). Es bien sabido
que, en siglos pasados, no todos los dignatarios eclesiásticos eran un dechado de virtudes.
¿Cómo se las arreglaban? Si se descubría que «aquélla de allí» era una bruja, se la quemaba en la
hoguera y entonces quedaba demostrado que nuestra moral era más perfecta. ¿Será únicamente
pura maldad o tendrá una base objetiva el afirmar que, del mismo modo que antiguamente
quemaban a las brujas y se sentían mejores, así también se califica hoy a los «impedidos» de
«creación deteriorada» y se siente uno en conformidad con el Creador? Este ritual hace
innecesario verse a sí mismo como existencia devastada. Y al contrario: el que (desde la fe en la
gracia) tiene el valor de considerarse como una existencia devastada, sabe perfectamente que
nada hay en nosotros ,fique pueda prescindir de la gracia (como es bien sabido, Lutero decía que
los cristianos más santos siguen siendo pecadores en cada obra que realizan, por buena que sea).
No hay nada en nosotros de lo que podamos decir: «esto sí que es como Dios quiere; esto sí que
es realmente creación no deteriorada». Por eso resulta verdaderamente pueril constatar la
presencia de algún defecto en «aquél de allí» (la falta de un brazo, un bajo cociente intelectual, la
ceguera, etc.) y calificar ese hecho (precisamente ése) como un deterioro de la creación.
5. Es justamente aquí donde resulta especialmente obvia la utilidad de las palabras de Eberhard
Winkler: «Si nos tomamos realmente en serio el mensaje de la justificación, entonces deberemos
acabar con la actitud de superioridad, para con el necesitado de ayuda, por parte de quien la
presta». Por este camino sí podría surgir una verdadera comunidad. Pero para ello hay que
quitarle toda connotación particular al concepto de «creación deteriorada» y volver a emplearlo
en un sentido más general, para que pueda brotar la solidaridad entre unos y otros, que se
consideran todos ellos como personificación del deterioro de la creación, y que todos juntos
intentan vivir por la gracia de Jesús, hacer llegar a otros dicha gracia y también recibirla de ellos.
Hace años escribía Johannes Klevinghaus: «Tal vez sea en el "¡Señor, ten piedad!", que
recitamos todos juntos los unos por los otros, donde se verifica lo más esencial de la diaconía»
(Heil und Heilung. Gedenkbuch für Johannes Klevinghaus, ed. por E. Brinkmann, 1970, p. 62).
III
Llegados a esta tercera y última parte, volvemos de nuevo al tema con el que comenzábamos: «el
"impedido" como lugar teológico».
1. Muy raras veces es el «impedido» un tema del que se ocupa la teología. Si, por ejemplo,
elaboramos una antropología, estamos pensando en lo que llamamos «personas normales». Por
supuesto que al «impedido» se le tiene en cuenta en la teología, concretamente en la eclesiología.
Pero el tema no es propiamente él, sino la Iglesia: la Iglesia y su misión, la Iglesia y su
diversidad de carismas, la Iglesia y su diaconía, la Iglesia y su responsabilidad de cara al mundo,
etc. En toda esta temática, el «impedido» aparece siempre después de la conjunción «y»; es decir,
aparece como el débil, como el que es objeto de ayuda, como el «hermano más pequeño» (según
Mt 25) o como el que ha caído en manos de los asaltantes (según la imagen de Lc 10).
Consiguientemente, se le asigna, de manera inequívoca, un papel especial. No parece, pues, que
sea absolutamente necesario pronunciarse antropológicamente acerca del «impedido».
2. Sin embargo, a veces surge inevitablemente la pregunta antropológica: «Dígame usted algo
sobre la condición humana del "impedido"». Preferiría hacer caso omiso de determinadas formas
de expresarse que, indudablemente, pretenden sembrar la duda acerca de si una persona con
graves deficiencias mentales es realmente un ser humano. Por lo general, suele responderse sin
vacilar: «¡Naturalmente que todo "impedido", aun el más grave, es un ser humano!»
Pero la pregunta que viene a continuación es: «¿Y qué quiere decir eso concretamente? ¿Es el
"impedido" exactamente igual de humano que el "no-impedido"?» Curiosamente, esta pregunta
provoca la duda y la perplejidad. La respuesta que casi espontáneamente nos viene a los labios
es: «Jesús lo ha redimido exactamente igual». Pero la cosa se complica al confrontarla con los
artículos primero y tercero de nuestra confesión de fe: «¿Ha sido querido y creado así por Dios?
¿Ha sido investido por Dios de una misión para con los demás? ¿Será posible?» En resumidas
cuentas: se reconoce al «impedido» como persona, pero concretamente se piensa que hay
importantes enunciados teológicos que no le son aplicables (o se le pueden aplicar menos). Lo
cual quiere decir que no poseemos una antropología homogénea en la que tengan cabida por
igual el «impedido» y el «no-impedido», sino que tenemos tan sólo una antropología
«escindida».
3. Por una parte, me parece que esta antropología «escindida» constituye un verdadero insulto
para las personas impedidas. ¿Por qué determinadas afirmaciones de la confesión de fe, que
aprendí a aplicarme a mí mismo durante veinte años, no puedo ya aplicármelas sino parcialmente
desde que, siendo yo estudiante, tuve que sentarme en una silla de ruedas? ¿Entendemos de un
modo verdaderamente correcto nuestra confesión de fe cuando, a pesar de todas las diferencias
que pueda haber entre nosotros, no sirve para unirnos, sino que orilla, aísla, segrega y convierte
en «ghetto» a un grupo, transformándolo definitivamente en un grupo marginal? ¿Puede ser
conforme a la mente de Jesús una segregación basada en el Credo?
Por otra parte, esa misma antropología «escindida» me ha servido de motivación para reflexionar
teológicamente sobre la persona impedida. Y he llegado a la siguiente conclusión (propiamente
habría que repetir y profundizar ahora las «tesis» e «interpelaciones» que formulábamos en la
primera parte): una antropología «escindida» no es teológicamente defendible de ninguna de las
maneras. El «impedido» es considerado en los tres primeros artículos de nuestra confesión de fe
exactamente igual que el «no-impedido». Uno y otro han sido creados por Dios; uno y otro
forman parte de la misma creación caída; uno y otro (como «creación deteriorada») tienen
necesidad de la acción salvífica de Cristo; uno y otro son miembros del Cuerpo de Cristo; uno y
otro son deficitarios y dependen de otras personas; uno y otro han sido agraciados con dones
divinos; uno y otro aguardan la salvación. ¿Dónde está propiamente la diferencia,
teológicamente hablando?
4. Pero, si es cierto lo que acabamos de decir, ¿qué necesidad hay de hacer del «impedido» un
tema teológico si en realidad no constituye un tema aparte? La respuesta puede sonar un tanto
extraña: hay que hacer del «impedido» un tema teológico para que no quede relegado a un tema
aparte. O, por decirlo de un modo aún más paradójico: hay que hacer del «impedido» un tema
aparte para que no se convierta en un tema aparte. Ya ha quedado insinuado: si no lo
tematizamos, o si únicamente lo tematizamos «adicionalmente», entonces iremos a parar,
implícita o explícitamente, a una antropología «escindida».
5. El asunto es más serio de lo que parecía. Tal vez pueda alguien pensar que, a fin de cuentas, de
lo que se trata es de un problema de estructuración de diversas cuestiones teológicas. Para mayor
claridad, permítaseme repetir de un modo más «hiriente» lo que acabo de decir.
Los «teólogos de la negritud» nos acusan a los europeos de haber predicado a un «Dios de los
blancos» que no coincide con el Dios de la Biblia. El anuncio del «Dios de los blancos»
conduciría a quitarle teológicamente hierro al racismo existente (si es que no da lugar incluso a la
aparición de un racismo teológicamente fundado). Johannes Degen establece un paralelismo con
nuestro tema: hemos de reconocer «que hay un "dios de las personas no-impedidas"... que, al
parecer, insiste constantemente en que la humanidad pretendida por la creación se manifiesta en
las personas perfectamente sanas» (J. Degen, Unsichtbare Schranken, conferencia pronunciada
en 1981, p. 3 del manuscrito). Y si Johannes Degen nos insta urgentemente a esforzarnos por
«desmontar» a ese Dios de los no-impedidos, yo quisiera añadir: porque, de lo contrario,
acabaremos yendo a parar a un social-racismo teológico.
Estoy convencido de que las dos proposiciones que voy a formular a continuación coinciden
fundamentalmente en cuanto a su contenido. La primera es: «El "impedido" debe ser objeto de
una especial tematización teológica, a fin de que no se convierta en un tema aparte. Y la segunda
es: «Debemos esforzarnos por "desmontar" al Dios de los no-impedidos, porque, de lo contrario,
propiciaremos un social-racismo teológico». Hay cosas que, precisamente por prudencia, no sólo
deben ser dichas con claridad, sino también a gritos.
Si Dios, en Cristo, nos dice «sí» a todos de la misma manera; si nos invita a vivir realmente por
su gracia; y si aceptamos efectivamente este mensaje de justificación, entonces se habrá acabado
eso de que los que ayudan miren por encima del hombro a los necesitados de dicha ayuda; se
habrá acabado toda teología «escindida»; se habrá acabado todo social-racismo teológico.
Y tengo la impresión de que, como Iglesia, aún nos queda mucho por hacer en este terreno.
¡Manos a la obra!
Nota informativa
A excepción del capítulo 6, que es inédito, el resto de los capítulos, que aparecen por primera vez
en castellano, han sido publicados con anterioridad, en alemán, en las revistas y libros que a
continuación se especifican:
1. «Para una comprensión teológica del cometido actual de la diaconía», en Diakonie 2 (1976),
pp. 140-143.
2. «La diaconía en el horizonte del Reino de Dios», en Bethel 17 (1977), pp. 3-20.
4. «Liberaos y aceptaos los unos a los otros», en Nicht nur 1981. Diakonischen Initiativen für
Behinderte und Nichtbehinderte, 1982, pp. 42-56.
7. «El impedido como lugar teológico»: Conferencia de ULRICH BACH, pronunciada con
ocasión de la Asamblea Anual de la Obra Diaconal de la Iglesia Evangélica de Renania, de 1983,
se publicó más tarde en Deutsches Pfarrerblatt II/1984, pp. 61-65.