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(REVISAR COINCIDENCIAS CON “REVISIÓN OCTUBRE”

Mallyak

Los charcos cubrían la calle de La Soledad a primera hora de la mañana. La noche había
transcurrido difícil para la posada de la esquina de El Gato. Una pareja de mediana edad,
ambos entrados en carnes, achicaba agua mientras intercambiaban palabras malsonantes.
Mallyak subía a toda prisa por la calle con las sandalias en la mano a riesgo de cortarse
los dedos de los pies, pero llegaba tarde y el Maestro odiaba a aquellos que se
retrasaban. Tras doblar la esquina de nuevo, saludó con la mano al panadero, que le
lanzó un bollo de leche mientras le recordaba que le debía dos Repollos de Zandae.
Estaba fascinada con los trueques pero las hortalizas no crecían tan rápido como un pan
de leche en el horno.
Giró en la esquina del Mandall y comenzó a oír los gritos ininteligibles de una mujer,
unas varas más adelante, al entrar por la calle de la Bendita, subiendo la cuesta hacia la
Plaza Fría se encontró un alboroto digno de los días del mercado de sal. Un corro se
formaba a la entrada del convento del Amor de Ten. Dos novicias lloraban en la entrada
limpiándose las lágrimas con sus hábitos de color miel mientras la matter suprema
azuzaba a otras tres para que entrasen dentro, y un hombre vomitaba contra la pared del
herbolario de enfrente. Malliak apartó la vista del vómito y pasó entre la gente que se
arremolinaba para ver lo que pasaba. En la primera ventana del piso de abajo un hombre

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colgaba ensartado de las púas de protección, un charco de sangre oscura teñía el suelo de
guijarros y el olor a metal candente le daba nauseas. Uno de los guardias de la Puerta
intentaba hacer que la gente se marchase sin éxito mientras que los Guardias por la
Seguridad llegaban a caballo a la escena del crimen.
No era la primera vez que sucedía pero sí la primera en la que nadie había visto nada ni
había rastro del responsable según hablaban unos hombres allí congregados. En una calle
tan transitada durante las mañanas un hombre atravesado por púas metálicas colgaba de
una fachada y nadie había visto nada. Las santas no salían nunca del convento, sólo la
matter suprema salía para acudir al herbolario a por hierbas medicinales de cuando en
cuando. Las púas de 30 centímetros que cubrían las ventanas de arriba a abajo
aseguraban la virginidad de las novicias y tenoras mayores y también se convertían en
un arma peligrosa en los conflictos que pudieran surgir en la calle de la Bendita, que no
eran pocos. Los ladrones que frecuentaban el mercado de enseres en el centro tenían que
pasar por esa calle y muchas veces surgían enfrentamientos territoriales a menudo.
Hoy sí que llegaba tarde, se puso las sandalias y siguió de camino al taller con la imagen
del hombre ensartado presente en sus pensamientos. Al llegar, el Maestro Marone le
dedicó una sonrisa burlona y sin decir nada le entregó El cubo. Otro día perdido.
40 pinceles sucios de pigmento y aceite. Predominaba el negro y el amarillo. Se imaginó
un pollito con zapatos. Si se daba prisa le daría tiempo a pintar una pieza, puede que una
bota o una capa larga.
A la hora de comer sacó el bollo de leche del bolsillo y se sentó en el bancal de la puerta
del taller. Los dedos agrietados y largos le olían a jabón de hierbas pero tenía las uñas
negras del oleo. El vestido que llevaba lucía mojado por la tarea, aunque no le importó,
el calor de aquel temprano verano se lo secaría en unos minutos.
Lareo llegó a la misma hora de siempre con nuevas muestras de pigmentos. Era un chico
alto y moreno, cuyos ojos azules hacían que no le pudiera apartar la mirada fácilmente.
– Hola Roja, ¿está tu maestro?
Le gustaba llamarla así cuando no estaba delante Marone. El hombre veía ridículo los
motes, que entre los jóvenes eran más habituales que en su época. Los bucles pelirrojos
la envolvían en una capa roja y alborotada, el pelo ya le llegaba por la mitad de la

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espalda, no sabía cómo había podido evitar tanto tiempo las tijeras de su tía.
– Búscalo dentro, ya sabes dónde. ¿Qué traes hoy?
El chico abrió la cesta y le mostró un frasco con pigmento rojo. –Es mineral. El padre
de Goana, el herrero, tenía un montón de puñales viejos, vio que habían criado oxido por
todo el filo y le llamó la atención el color tan intenso que tenían. Pensó que me podrían
interesar, llevo una semana trabajando en ello.
– Es un color precioso, espero que le guste al Marone y que me deje probarlo. – Le dijo
entusiasmada. – ¿Qué tal está tu madre?
 Ya no actúa como tal. El paso del tiempo la ha hecho empeorar, en vez de
olvidarse del dolor, lo lleva como una penitencia. Nunca tendré hijos, lo juro.– El
joven miraba al suelo mientras dibujaba círculos con sus zapatos gastados.
Mallyak lo observaba con apego, como el cariño que se le toma a un amigo de verdad, la
sensación de confiar en otra persona no era frecuente salvo con aquellos con los que se
había criado en las calles de Cypres. Le cogió la mano a Lareo y el joven le respondió
abriendo las comisuras hasta formar una sonrisa sincera.
El resto del día transcurrió tranquilo, terminó de limpiar todos los pinceles e incluso los
colocó por tamaños en los cuencos de la estantería. Pintó la bota derecha de un Yajuan
de la Casa Sur de un encargo de un viejo Prior de Ciudatta, y merendó unas nuezanas
con el Maestro antes de marcharse.
Estaba anocheciendo un martes caluroso cuando salió por la puerta del taller, el
miércoles era su día libre y le recorrió un escalofrío de inquietud pensando en lo que
haría al levantarse. Era feliz en su monotonía, se sentía útil aunque no sabía si para sí
misma o para la sociedad. Se le daban bien las personas, e intentaba sacarle partido a
esta habilidad para conseguir el máximo beneficio en el negocio que le encomendasen.
Apenas quedaban charcos en la calle, aunque sus largos dedos de los pies sentían las
gotas de agua que le salpicaban debido a las baldosas irregulares de las calles.
Los tenderos de los puestos de la Calle de Las Telas recogían su mercancía y se
deshacían de aquellas piezas estropeadas tirándolas en el suelo y olvidándose de ellas.
Malliak vio una tela verde arrugada al lado de una alcantarilla, esperó a que el tendero se
marchase y salió corriendo a por ella. Lo había aprendido de su tía, que era la mejor

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sastre que conocía y capaz de remendar tejidos de diferentes colores o grosores de forma
artística para crear prendas dignas de un noble; y así se ganaba el pan. –Las mejores telas
son las que salen gratis– Le decía muy a menudo.
La tía Sheana tenía clientes de varios pueblos al este, y de la propia ciudad. Gente que
ahorraba durante meses para poder pagarse un traje para su boda o la fiesta de los 14
años de sus hijos. No eran trajes nuevos, la mayoría de las veces se reciclaban de
prendas viejas, pero sí daban el pego, y aquella gente no se podía permitir un traje de
sastre profesional con telas de primera calidad. No es que su tía no fuera profesional,
pero nunca llegaría a trabajar para nobleza ni los gobernadores.
La tela estaba sucia y arrugada pero era increíblemente grande para ser basura. Miró a su
alrededor, sólo vio un par de mujeres haciendo lo mismo que ella así que se guardó la
tela en el bolso de cuero, se quitó las sandalias y salió corriendo.

Al llegar a casa, Zao la esperaba en el escalón de la puerta, era una gata negra con una
media luna en el lomo y le faltaba la mitad del rabo. Mallyak la encontró con 4 meses
herida y muerta de hambre en el callejón de las Lunas, la recogió y desde entonces vivía
con ellas. Su tía remendaba un fajín en una silla al lado del hogar, mientras una olla se
mantenía caliente con las brasas naranjas y grises. Tenía el pelo igual que Mallyak, más
corto y recogido con un moño descuidado, parecía mucho más joven de lo que en
realidad era, ligeras arrugas en la frente y bajo los ojos, labios carnosos y encarnados y
unos ojos almendrados como los de la muchacha aunque a diferencia de esta, Sheana
lucía un iris dorado que no pasaba en absoluto desapercibido en ninguna ocasión.
La miró por encima de las gafas y bufó –Vienes con los pies negros, un día te vas a
cortar el pie y ni la sangrina ni la azuelga te curarán la infección. ¿Tienes hambre? Hay
guiso de patatos y zonadas.
Mallyak sacó la tela y la extendió ante su tía. –Mira, es bastante grande, ¿crees que me
podrías hacer un vestido sólo usando esta tela?
– Es un color bonito, habrá que lavarla con agua fría y frotar esa mancha con la piedra de
lavar. Es bastante grande para ti, sí. ¿A caso tienes una ocasión especial?– se rió con
fuerza y siguió con el fajín.

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 Huele muy bien – Le dijo la joven ignorando su comentario pero frunciendo
duramente el ceño. – Voy a lavarme los pies, ¿Tenemos agua?
 Hay un balde con agua fría junto a la escalera. Puedes usarla toda, ya he filtrado y
guardado algo para beber. – Le contestó su tía sin levantar la vista del trabajo.

Después de cenar solía pasar el rato acariciando a Zao y mirando el fuego, el suave
pelaje de la gata junto con el vibrar de su pequeño cuerpo la trasladaba a un estado
mental agradable, resultaba ser un agradable preliminar para irse a dormir.

A la mañana siguiente se levantó dolorida, el colchón de paja le hacía polvo el cuello, a


veces prefería dormir sobre la tabla que lo sujetaba; era más estable. Zao continuaba
durmiendo en un rincón sobre un cojín de retales relleno también de paja, pero Mallyak
no podía quedarse en la cama, era su día libre y había mucho que hacer. Oyó a Sheana
tararear una canción en el piso de abajo, no acababa de acostumbrarse a aquello. Antes
vivían en una casa, si se podía llamar así, de un sólo piso, al lado de una tahona, aunque
contadas fueron las veces que pudieron disfrutar de buen pan mientras vivían allí.
Mallyak todavía iba a casa de la maestra Pypari a clase, allí aprendió los antiguos
números y letras, a cambio, su tía le cosía la ropa, era un buen trueque y la maestra lo
sabía, con su vestimenta aparentaba ser profesora en la zona original de la ciudad cuando
realmente vivía al sur y daba clases en su propia casa de adobe. Sobrina y tía dormían
juntas y la casa se componía de una única estancia con un hogar en una esquina, comían
lo que podían y los días de celebración se daban un capricho de zonadas con trozos de
carne de buey seca con tomillo silvestre y un huevo cocido para cada una que su tía
conseguía haciendo trueques. Ahora Sheana ganaba “demasiado para ser una mujer”, o
eso decía el alfarero que vivía al lado, y vivían en una casa de dos pisos, con dos
habitaciones, una sala común y un pequeño patio en la parte de atrás con un pequeño
huerto y una letrina. Mallyak había conseguido que un maestro pintor de la ciudad la
acogiera como aprendiz, cosa muy poco común. En la ciudad solo había tres Maestros de
las artes de los cuales sólo Marone aceptó enseñarle a cambio de no rechistar ni dejar de
asistir al trabajo por tonterías como los días de sangre. Mallyak hacía su parte y cada día

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aprendía algo nuevo, veía a su Maestro tratar con clientes, preparar los oleos y cuidar los
pinceles, limpiaba el taller y observaba como trabajaba Marone; muchos días también
dejaba que pintase pequeñas piezas de obras sencillas o poco importantes y poco a poco
la joven mejoraba su técnica.
Pero hoy era su día libre y no tenía tiempo que perder. Se asomó a la ventana circular de
su habitación y sintió el fresco de la mañana en la piel, el sol brillaba y las ardillas
saltaban en los árboles más cercanos del Bosque Azul, eran Sécloves, el envés de sus
hojas era de color azul, y el haz tenía un tono amarillento, al moverlas el viento el efecto
era hipnótico y ver a las colonias de ardillas cruzándolos a gran velocidad era todo un
espectáculo.
Bajó las escaleras seguida de Zao, que poco había tardado en desperezarse y correr tras
ella, así que le llenó el cuenco de agua y un plato con las sobras del pescado que les
regalaba el pescadero de la calle contigua, era un hombre corpulento y gangoso pero
sentía simpatía por Mallyak y su gata.
Su tía preparaba unas tortas de maíz mientras bebía un vaso de vino dulce.
 ¿Qué vas a hacer hoy, niña? – dijo Sheana entre trago y trago.
 Tengo que atender el huerto, llevarle los repollos al panadero y puede que visite a
Los niños. Tengo unas pinturas de agua para ellos.
Shaena le tendió un plato con tortas de maíz mientras gesticulaba con desaprobación y la
joven se sentó a la mesa mientras su tía fruncía el ceño. – Esos críos te sacarán las tripas
si te descuidas.
 Es posible que los niños del pozo sean un poco salvajes, pero ya conoces a Saco y
a los demás, algunos estudian como yo lo hacía, a cambio de trueques, y a la
mayoría los conozco desde que nacieron. Hay un par de criaturas de seis y siete
años y juraría que últimamente les acompaña también una niña que no tendrá más
de cuatro. No sé cómo lo hacen, cómo pueden sobrevivir... Yo te tuve a ti, si no,
ahora no sé que sería de mí. Puede que hubiera muerto hacía muchos años.
Su tía se agachó y le besó en la cabeza. – ¡Ja! No te hubiera costado nada arreglártelas
sin mí, eres una luchadora.
Mallyak no se consideraba una luchadora. Más bien siempre había sido una niña

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asustadiza y llorica, otra persona habría afrontado su vida con más valentía y honor, ella
se lamentaba de no haber tenido el valor de matar a su padre cuando tuvo ocasión. Ser
sólo una niña no era una excusa.
Cuando su padre mató a su madre ella debía de tener seis años. Aquel invierno vivían en
una posada a las afueras. Sus padres vendían obras de orfebrería, cintos y chalecos de
trabajo de cuero de cabra y zapatos de madera que intercambiaban con otro mercader de
la costa. Aquella mañana los gritos la despertaron. Cuando se dio cuenta de lo que estaba
pasando, ya había ocurrido. Su madre yacía en el suelo con su padre sobre su cuerpo sin
vida. Una neblina cubría el resto de la habitación, era su mente la que la provocaba, su
mirada estaba fija en la melena roja de su madre acostada sobre el suelo de madera vieja.
Vio el puñal a los pies del colchón de lana sobre el que dormían, el hombre que la había
engendrado se levantó y con los ojos inyectados en sangre y los dientes apretados le
golpeó la cara con una bota. Su propio padre. Su padre hasta entonces cariñoso y
comprensivo, o tal vez era lo que quería recordar, hacía tiempo que no pensaba en ello,
no quería olvidarlo, aun no, pero lo retenía en algún lugar de la razón para ocuparse de
ello en cuanto tuviera ocasión. Aquella mañana y tras el gran topetazo de la bota, la
pequeña Mallyak se desmayó. Cuando recuperó el conocimiento la habitación olía a
muerte, le dolía la cabeza y el cruel mundo lo fue todavía más cuando la vio en el suelo,
no había puñal, y su padre había desaparecido. Su madre, sus ojos amarillos, el pelo rojo
alborotado que le tapaba la mitad de la cara. Su madre.
Tenía el vestido desarrapado y un pecho blanco al descubierto. El frío de la crueldad
inundó la habitación. Y la niña, la llorica, la cobarde, se sumió en el llanto.
Después de todo aquello fue a vivir con su tía, y desde entonces no había vuelto a ver a
su padre. Un cobarde, sin ninguna duda, como ella.
No, no era ninguna luchadora.

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Cypres I

La niña cobarde recogió su plato y dio el último sorbo al vaso de vino dulce de su tía.
En el huerto los repollos de Zandae estaban listos para la recolección; les rebanó los
tallos a un par de ellos para el panadero y tres más para ellas y trasplantó una azuelga
que había comprado en el herbolario. Los patatos brotaban sin descanso, y los ajos que
habían traído de Playa del sol crecían por todas partes así que arrancó un par como
regalo para el panadero, por haberse retrasado en el pago. Lo preparó todo en una cesta
junto con las pinturas y un libro de hojas vacías que había conseguido gracias al
Maestro. Se puso un vestido de lino gris, cerrado y sencillo, con un bordado de ojo de
luna en la espalda; se despidió de su tía con un beso y salió por la puerta seguida de Zao.

Ivash era un muchacho fuerte y atractivo, y no disimulaba su atracción por Malliak, en


ocasiones le regalaba tartaletas de almendra sin recibir nada a cambio. Su madre quería
casarlo y una muchacha de 16 o 17 años espigada y con caderas anchas parecía una
buena opción para su hijo. Era una mujer voluminosa y pechugona, siempre cubierta de
harina y gritando órdenes a su marido, un hombre de sonrisa risueña y escuchimizado
que apenas hablaba. Le dieron las gracias por los ajos y le regalaron un pedazo grande de
empanada de asado.

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Ivash le sonrío – Me gusta tu vestido– Dijo mostrando unos dientes torcidos y grandes.–
es muy...bonito.– El chico se empecinaba en alagar a la joven siempre que iba por allí, su
corpulencia no coincidía en absoluto con su timidez.
–El mérito es de mi tía, es una artista.– No tenía ninguna intención de ser la mujer de
aquel hombre tan locuaz, las conversaciones se limitaban a su apariencia o a los
trueques, y a Malliak le aburrían los piropos. – Debo irme, el viernes le traeré a tu madre
el fajín que le encargó a mi tía.
–¡Aquí estaré el viernes!– Se despidió el muchacho enseñando de nuevo la desordenada
dentadura.

El sol comenzaba a calentar sobre Cypres, Zao caminaba delante de ella siguiendo el
rastro de otros animales mientras cruzaban la plaza del Soldado, allí los Guardias por la
Seguridad eran más frecuentes que en la zona occidental. Los niños vivían en la zona sur
del río, entre las calles Nueve y Diez, y todavía les quedaba un largo paseo desde la se
encontraban. Pararon en la fuente de la Vieja a beber y Mallyak compró algo de fruta en
un puesto dos calles más abajo, descansaron a la sombra del edificio de Voluntad y
Vigilancia mientras Mallyak comía y la gata jugaba con varios gatitos de una colonia
cercana.
Cuanto más al sur bajaban, más personas se encontraban por la calle. El pavimento se
convertía en barro mojado y excrementos de animales y personas, las casas eran más
pequeñas y la mayoría no llegaba a esa categoría. Salvo varias posadas y tabernas muy
concurridas a cualquier hora del día o de la noche, la mayoría de las edificaciones
carecían de estructura definida, eran más bien amontonamientos de adobe con ventanas
de madera y sin cristales. Mallyak había pasado mucho tiempo recorriendo esas calles y
estaba acostumbrada a la algarabía que se formaba, pero la gata solía meterse en su cesta
para evitar que la pisasen.
Muchos niños corrían desnudos de un lado a otro, ladrones, prostitutas y chicos de los
favores completaban el bizarro espectáculo gritando, orinando o copulando en las
esquinas. Allí no llegaban los Guardias por la Seguridad; y las bandas dirigían la zona.

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Pero eran la gente de siempre, y el pelo rojo de Malliak hacía que cualquiera que la
hubiera visto sólo una vez, la recordara.
–¡Mally!, ¡Mally!– Grito la voz de un chico. Saco estaba asomado en la ventana de una
posada y sonreía mientras movía el brazo agitadamente de un lado a otro. Un grupo de
siete u ocho niños, la mitad desnudos, salieron por la puerta y la rodearon. La chica sacó
la empanada de asado y se la tendió a las criaturas.
 Es para compartir, aquí tenéis también nuezanas y frutas rojas.– La muchacha les
dio la cesta de mimbre con la comida. –Saco; para ti tengo un libro y pinturas.– El
muchacho cogió los tesoros torciendo la cara y sacando la lengua. Era su manera
de sonreír. – Veo caras nuevas, ahora me lo cuentas; podemos ir al Pájaro Muerto,
tengo que hablar con Cota.
Saco abrazó a Mallyak con fuerza, apretó tanto que no podía respirar. – Han pasado
muchas cosas en la última semana Mally. Invítame a una jarra de cerveza y te lo cuento.
Dejaron atrás a los niños, comiendo los manjares y jugando con la gata; y bajaron la
calle hasta el Pájaro Muerto, la taberna que hacía esquina al final de la calle Diez. Los
pies se le hundían más en el barro a cada paso que daban.

De vuelta a casa no podía dejar de pensar en su conversación con sus amigos. Cota era
su hermana de la calle, su amiga, parte de su carne y de su pelo, como solía decir
Sheana. La muchacha se había criado prácticamente con ella y tenía diecisiete o
dieciocho años. Trabajaba en el Pájaro Muerto desde hacía un año, y vivía en una posada
de la calle Cinco. Era una joven de pelo lacio y oscuro y piel aceitunada, con la nariz
afilada, y en general atractiva, aunque lo compensaba con el genio de una tempestad.
Nadie se le acercaba si ella no lo permitía, y trataba sin reparo a los clientes más
desagradables que frecuentaban el tugurio. El Pájaro Muerto era un agujero, pero tenía la
mejor comida de la zona; así que siempre estaba a rebosar y Cota se llevaba unas buenas
propinas. Sus ahorros eran cosa suya, tenía sueños como cualquiera al otro lado de las
murallas. Pensaba largarse de aquel lugar algún día, como cualquier mujer que se
hubiera criado en aquellas calles. Pero mientras conseguía el dinero suficientemente para
comprarse un pasaje al fin del mundo, trabajaba día sí y día también en aquel hoyo

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alejado de la piedad de cualquier dios. Saco sin embargo, lucía siempre una sonrisa que
llegaba a poner nervioso al más calmado. Mallyak se había acostumbrado a ello, pero
reconocía que la aparente felicidad de su amigo era más enfermiza que natural. Saco
había nacido hacía unos quince o dieciséis años en la mismas calles que habían visto
morir a su madre. Hijo no deseado de una prostituta que todo el mundo parecía haber
conocido menos él mismo, pasó los primeros años en casa del curandero zheyn de la
calle Doce y tres años después pasó a formar parte de la banda de los desarrapados,
hijos todos ellos de la mugre y podredumbre de Cypres, y por tanto de la sociedad más
empobrecida del condado. Aquellos niños crecieron y se marcharon, otros morían y Saco
se quedó para cuidar a los más pequeños que llegaban de forma casual, recién nacidos a
la puerta de la posada donde hubieran pasado la noche. Pero ambos amigos habían
tenido la suerte de cruzarse en sus respectivas vidas y la tía de Mallyak tenía mucho que
ver con la supervivencia de algunos muchachos, incluidos ellos mismos.
Cota y Saco pusieron a Mallyak al día con los chismes de la zona; las aventuras
habituales en un lugar como aquel, las enfermedades se deslizaba por las calles
embarradas entrando en las casas sin invitación, o los niños que comenzaban a hacer
trueques con los comerciantes del mercado de sal. Pero había algo que preocupaba
realmente Saco. Se había visto a un hombre frecuentando varias posadas de las calles del
sur; nadie lo conocía y eso en sí mismo ya era extraño, no dormía dos días en el mismo
lugar; era fornido, con los brazos muy peludos, la cabeza afeitada, y esa arruga en la
nuca como si le sobrase piel. El propio muchacho se encontró con él en el mercado de
escanda de la Nueve. – El hijo de puta no le quitaba la vista de encima a la huérfana del
cuchillero; una de las niñas nuevas que viste antes.– Le había dicho Saco.
También hacía dos días una prostituta de la calle Siete apareció muerta, y le faltaban
todos los dedos de ambas manos. La banda correspondiente pedía justicia, pero no se
encontró al responsable. El forastero era el primer sospechoso, pero nunca aparecía
cuando le buscaban. Sin embargo siempre había testigos que se lo encontraban en el
mercado o en los callejones; – pero cuando avisaban a las bandas el cabrón desaparecía.
Como si le tragase la tierra.– Le había contado Cota.
Las calles del sur, aun sin responder a las leyes vigentes de la ciudad, tenían su propio

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orden. Y cualquiera podría pensar que la muerte de una prostituta en esa zona de la
ciudad era algo común. Pero no se había cometido ningún asesinato entre los habitantes
del sur desde hacía ocho años. El último ajusticiamiento se produjo tras el asesinato de
una posadera por parte de su ex-marido, y la banda responsable se encargó del asunto.
Tampoco estaba permitido el asesinato de forasteros, aunque sí estaba permitido el robo.
En una zona tan poblada había gente en todas partes, pero nadie había visto nada.
Mallyak no pudo evitar recordar el hombre ensartado en el Convento del Amor de Ten.
Ya no dejaba de pensar en ello. Que hubieran ocurrido dos asesinatos en los últimos días
era lo más habitual en una ciudad superpoblada, pero que nadie tuviera ninguna
información al respecto sólo podía significar dos cosas: La gente estaba demasiado
asustada para hablar. El asesino era la misma persona y por lo que se ve, invisible.
Zao corría delante de ella, ansiosa de llegar a casa. Anochecía en Cypres, y Mallyak sólo
pensaba en hombres peludos, prostitutas sin dedos y el olor nauseabundo de la sangre
fresca. Apenas probó la cena que su tía le había preparado. Subió a su cuarto, quitó el
colchón y se tumbó sobre la tabla. Pero no consiguió dormir.

Tras la noche en vela, la cabeza le zumbaba y su tía no estaba en casa al levantarse.


Desayunó un pedazo de bizcocho de manzana delicioso y un vaso de vino dulce y salió
por la puerta sin demorarse, todavía con el bizcocho en la boca.
El Maestro preparaba los aceites y las tablas cuando llegó. – Tienes cara de muerta, niña.
Mallyak asintió y ayudó a Marone a colocar las tablas en los caballetes. Hoy comenzaba
un encargo nuevo, un tríptico. Y a la joven le tocaría atender a los clientes todo el día.
Los días así acababa agotada, era una chica más bien callada, y tratar con los clientes del
Maestro le suponía un esfuerzo extra siendo mujer. Los encargos solían provenir de
hombres. En ocasiones acudían al taller religiosos, querían asegurarse de que se hacía
exactamente lo que pedían; al contrario, los nobles solían enviar a sus criados, para que
posteriormente el Maestro acudiera a la casa para tomar nota de todos los detalles. La
mayoría de las veces confundían a Mallyak con una criada, y no con una aprendiz; la
mitad de las veces exigían hablar con un hombre, aunque muchos finalmente accedían a
dialogar con la joven. Al medio día Lareo pasó por allí. Entró por la puerta con una cesta

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repleta de comida: pan de higos rojos, empanada de asado de codorniz, y calmanas
maduras, todo un banquete digno de un noble, Lareo solía darle sorpresas culinarias que
la joven no rechazaba. Aunque ahora podían permitirse comer bien, no solía tener la
oportunidad de comer codorniz o higos. Mallyak salió a la entrada. – Es la hora de
comer, vuelva dentro de una hora... ¡Hola! ¡Qué feliz me haces! Ya creía que era
otro...cliente.
El joven le mostró su mejor sonrisa. –Hoy no vengo con trabajo, me apetecía comer
contigo. El pan de higo y la empanada de asado son de tu panadero preferido.
Esto provocó que la joven se sonrosara. –¡Cállate! Su madre siempre me agarra de las
caderas y asiente como si fuera un caballo de torneo. – La muchacha hizo un gesto
exagerado colocándose las manos sobre las caderas y asintiendo con dramatismo. –Y el
pobre chico apenas puede hablar conmigo.
Lareo sonrió mientras colocaba la comida sobre la mesa de la entrada. – ¡Mierda! Debí
haberle dicho que eran para ti. ¡Me hubiera salido gratis!
La chica se puso seria. – Yo pago mi pan con oro o trueque. No me aprovecho de nadie.
 Perdona, no quería ofenderte. Era una broma. No pretendía...– Lareo se puso
colorado y miraba hacia el suelo.
Mallyak soltó una sonora risotada y la cara del muchacho se puso más roja aun, esta vez
por la incomprensión. – Relájate hombre. ¿Qué traes para comer? Ni te imaginas el
hambre que tengo. – Le espetó Mallyak sentándose en una banqueta.
Marone salió del taller y se sentó con ellos en la mesa. Era un hombre de unos cincuenta
años, muy alto y con una barriga prominente, su cara era amigable, y sonreía con
facilidad. Vivía en el piso de arriba del taller, y estaba soltero. Mallyak sentía pena por el
hombre en ocasiones, cuando se marchaba a casa y lo dejaba leyendo la hoja de noticias,
sumido en las palabras y como únicos acompañantes, sus cuadros.
El Maestro preparaba la comida con gran delicadeza, en muchas ocasiones practicaba
nuevas recetas y se las daba a probar a Mallyak; que alagaba el trabajo del Maestro con
las pinturas y las especias.
Compartieron juntos la comida que había traído Lareo, quien estuvo parloteando sobre
nuevos pigmentos en los que estaba trabajando. A Mallyak le aburría la conversación

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sobre las técnicas de fabricación de los pigmentos, pero sabía que algún día tendría que
hacérselos ella y debía prestar atención. Aunque lo que realmente le gustaba era probar
las pinturas resultantes y exponer su opinión a Lareo junto al Maestro, quien le daba
indicaciones sobre el espesor o fluidez que debía conseguir según el soporte utilizado.
Marone prefería encargar sus pinturas a un artesano como el joven aprendiz, le sobraba
el dinero que ganaba con el arte, no tenía hijos que mantener y sentía que pagando al
muchacho, colaboraba de alguna manera con su bienestar.
El día mejoraba por momentos. Se vio a sí misma observando al chico y al hombre
conversar. La brisa dulce del verano temprano entraba por la puerta abierta, y la quietud
la invadió. No había otro lugar donde quisiera estar en ese momento. Había olvidado por
completo la historia del asesinato del sur y sus cavilaciones sobre un criminal capaz de
desaparecer a placer.
Tras la comida, el maestro entró al taller a continuar con el trabajo. Lareo y Mallyak
recogieron la mesa y se sentaron en el bancal de la calle. Mientras no entrase ningún
cliente, podría disfrutar de la compañía de su amigo reposando a la sombra de la casa. –
Mi amigo Jonak trabaja en el Edificio de Voluntad y Vigilancia desde hace una semana.
– Le dijo el joven.
– ¿Y qué hace allí? Siempre me he preguntado para qué sirve ese edificio.
 Hace cuentas con números o algo así. Siempre se le dieron muy bien los antiguos
números y letras.– Le respondió el joven, sin darle importancia.
 Supongo que tendrá un buen sueldo, ¿es hijo de nobles?– Le preguntó la
muchacha mientras se recogía el pelo en un moño descuidado.
 Ja ja. ¡Claro! A ninguno de nosotros nos ofrecerían un puesto en ese ni en ningún
otro edificio. Su padre es un Caballero, creo que guardia personal de algún Barón.
Mallyak se sentó con las piernas cruzadas en el bancal. – Yo no querría un trabajo así.
Me gusta mi vida tal y como está. Y me encanta mi trabajo.
De pronto, un hombre con hábito marrón entró por la puerta del taller. Mallyak se
levantó de un salto y se despidió de Lareo con un abrazo. El muchacho se rió –
Recuerda. !Te encanta!
La tarde transcurrió sencilla y aburrida; mucho hablar y nada de mancharse las manos.

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Adoraba pintar. Pintar suponía el silencio y la paz. Hablar con clientes era en ocasiones
estresante. Se preguntaba qué haría cuando se convirtiera en Maestra. Se preguntaba si
podría ejercer la maestría en aquella ciudad. ¿Tendría clientes? Faltaba mucho para
aquello, claro. Así que no lo pensaba a menudo. Se limitaba en disfrutar al máximo los
días en los que pintaba, y en los que su Maestro le dejaba probar nuevos pigmentos y le
pedía su opinión como si realmente su veredicto fuera importante.
Al salir del taller decidió pasar por el mercado de la Plaza Mayor a comprarle un regalo
a Cota, la muchacha se sentía molesta porque no se veían demasiado, pero ninguna de
las dos chicas tenía apenas tiempo para el ocio. Estaba cerca su cumpleaños, y aunque ni
ella misma conocía la fecha exacta, sabía que había nacido cerca del solsticio de verano,
y quedaban pocos días para eso.
Mallyak se paró en varios puestos de bisutería artesanal, intentó regatear con un
comerciante sureño sin éxito, y finalmente compró un brazalete de cobre bruñido a un
hombre de un poblado del norte. El mercado estaba abarrotado para la hora que era, los
puestos estaban a punto de recoger, y la gente parecía aprovechar hasta el último
momento. El jaleo no era ni comparable con las calles del sur, aquí el ruido lo producían
los cascos de los caballos de los Guardias por la Seguridad, las risas de las mujeres
nobles contándose chistes verdes mientras se compraban prendas sureñas, y los
comerciantes anunciando a gritos su mercancía. – ¡Zapatos de cuero de nortón! – Gritaba
un hombre de piel curtida y pelo largo recogido en un moño elegante. – ¡Cestas de
mimbre de la mejor calidad! – Decía otro hombre de baja estatura y una barriga
abultada que le asomaba a través del chaleco.
Mallyak atravesaba la calle esquivando ancianas y caballos cuando un grupo de Niños
del Pozo apareció corriendo y dando empujones a los viandantes – ¡Ogro!, ¡No
dejaremos que nos comas hijo de puta!– Gritó uno de ellos. Los niños del pozo eran una
especie de banda infantil semejante a Los desarrapados. Vivían junto al pozo de
Damaco, justo al final de la calle Doce. Dormían en una choza de adobe que alguno de
ellos había ocupado por la fuerza hacía años. Mallyak siempre había intentado evitar
cruzarse con ellos, no tenían respeto por ninguna ley, ni siquiera respondían ante las
bandas del sur. La mayoría de ellos acababan encerrados o ahorcados antes de cumplir la

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mayoría de edad. – ¡Engendro! ¿Te gusta comer niños? ¡Comete esto!– Las piedras
volaron sobre las cabezas de la muchedumbre y Mallyak se giró para mirar. De pronto
apareció ante sus ojos el responsable de tal revuelo. Era un hombre altísimo, con una
espalda enorme y una ligera joroba, vestía con una capa de piel –¡Con este calor!–
Pensó Mallyak, y una falda por debajo de las rodillas. Se dio la vuelta y le pudo ver la
cara, era pálido pero de piel curtida, tenía el pelo largo, por los hombros, castaño y
enmarañado; una barba prominente y los ojos amarillos. –¡Amarillos!–. No conocía a
nadie que tuviera ese color de ojos, salvo su tía y su madre asesinada. Los niños le
lanzaban piedras cada vez más grandes y el pobre hombre se cubría con los brazos
mientras caminaba, aunque con su tamaño tales males sólo le provocaban cosquillas.
Avanzaba entre la multitud a pasos lentos, como un gigante. La gente se apartaba y no
disimulaban su asco. Mallyak se acercó a un comerciante de cajas de cedro. – ¿Quién es
ese hombre?
El comerciante le echó una mirada seca – ¿De dónde coño has salido, niña? ¿No has
oído hablar nunca de los Hombres que viven en las cavernas del mar?, las leyendas
dicen que comen niños, pero sólo de cintura para abajo y te echan mal de ojo, las
mujeres que viven con ellos son enanas y brujas.
Mallyak no pudo evitar reírse. – Bueno, está claro que no comen niños. El pobre
hombretón no sabe dónde meterse.
Mientras hablaba con el comerciante, un Guardia hizo sonar un látigo contra el suelo.
– ¡Largaos a vuestro pozo o a donde coño sea que viváis!– Les grito a Los niños del
Pozo.
Las criaturas salieron corriendo empujando a la gente a su paso. El supuesto ogro se
dirigió al Guardia – Gracias Señor.
 No me des las gracias, no sé qué haces por aquí, los tuyos no soléis venir por esta
ciudad, pero más te vale que no tardes en largarte. En Cypres tenemos la pena de
muerte para asesinos y violadores, y si me entero de que ocurre algo mientras te
paseas por mi ciudad, no dudaré en ir a por ti y decorarte el cuello con un lazo.
Mallyak dejó atrás al comerciante y se encontró cara a cara con el gran hombre. No pudo
evitar sentir un breve escalofrío; pero se dijo a sí misma que no era como los demás

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ignorantes de aquella ciudad, y que aquel ogro, no era tal. El gigante la miró y su cara se
tornó más blanca aún si cabe. La niña llorica se quedó quieta. El comeniños la miró de
arriba a abajo, abrió la boca y dijo – Que el camino salga a tu encuentro sionach –
Seguido de un leve asentimiento de cabeza.
El rostro de Mallyak se tornó del color de su pelo. –¿Qué?– La mayoría de la gente ya se
había dispersado y los comerciantes recogían sus puestos, pero las pocas personas que
quedaban en la calle, dirigían su mirada a la chica y al hombre. –¿Cómo me has
llamado?
El hombre se sintió confuso. – Tú, eres sionach. No comprendo.
La muchacha miró a su alrededor sintiéndose aturdida y observada. – Soy yo la que no
comprende. – Dijo mirando hacia los lados apresuradamente.– No creo que deba hablar
contigo, no pareces tener muchos amigos en la ciudad. No sé qué es un sio.... Lo que me
has llamado.
La joven se alejó del hombre bruscamente y este la agarró del brazo. – Eres nieta de
Loucia, tu madre es Nunn.
Malliak le miró a los ojos con la boca abierta. – Mi madre...está muerta, mi padre la
mató.– Dijo casi para sí.
El hombre no le soltaba el brazo. – Lamento oír eso, niña. Y lamento también que no
conozcas tu verdad. – Los ojos marrones de la joven buscaron el rostro castigado del
hombre. – ¿Qué verdad? ¿Quién eres?
El gigante le soltó el brazo. – No creo que deban verte hablar conmigo, como bien has
dicho, no parece que tenga muchos amigos por aquí. Estamos en una posada de ventanas
amarillas en la esquina de la calle Nueve con la plaza del Sol hasta el domingo por la
mañana; entonces marcharemos al norte. Si sientes interés, pregunta por Terkin. – El
hombre se alejó y la niña cobarde recuperó el control de su rostro. Miró a su alrededor y
apenas quedaban ya cinco o seis personas en torno a ella. Se pasó un mechón de pelo
tras la oreja y emprendió el camino a casa a paso ligero y sin mirar atrás.
La rutina que tanto le gustaba se iba disipando. No podía dejar de pensar en llegar a casa
y hablar con su tía. Ya no estaba cansada, ya no tenía sueño. Sólo quería saber que era un
Sio... lo que fuera. Y qué tenía que ver ella con los Hombres que vivían en las cavernas.

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Al llegar a casa, abrió la puerta y Zao fue a recibirla, no había ni rastro de su tía, aunque
había una olla en las brasas. Entró y fue directa a beber una jarra de agua fresca. Se
sosegó y decidió darse un baño. Pensaría con más claridad después de haberse
refrescado. Llenó dos cubos de agua fría del bidón de la cocina y los volcó en la bañera.
Se desprendió del vestido y se metió. Cogió un cubo más pequeño y se vertió agua por la
cabeza. Las temperaturas en Cypres empezaban a ser extraordinariamente altas para esas
fechas y su cuerpo soportaba mejor el frio del invierno, aunque caminar descalza era un
placer de la época estival. Cerró los ojos y sumergió la cabeza totalmente bajo el agua.
Su cuerpo blanco iluminaba el interior de la pila de madera oscura. Las rodillas
sobresalían y Zao jugueteaba con las ondas asomada por el borde. Mallyak sacó la
cabeza de golpe y una gata negra con una media luna en el costado salió corriendo con
los bigotes mojados. La muchacha sintió la necesidad de hablar, y se sentía levemente
contrariada por la ausencia de su tía. Se desenredó el pelo con los dedos y salió del agua.
Después del baño se vistió con una túnica de lino marrón claro y decidió averiguar qué
había en la olla. Su tía había preparado un guiso de patatos con romero silvestre y
repollos de Zandae. Amaba el romero, el olor le relajaba los sentidos. Se dejó caer sobre
los cojines de retales del suelo de la sala común, justo al lado de la ventana. Zao se le
acurrucó, y ambas se quedaron dormidas.
Las despertó el ladrido de unos perros en la calle. Alguien golpeaba la puerta con fuerza.
El día alboreaba cuando se levantó de un salto, y en un instante supo que algo había
pasado.
Abrió la puerta y al otro lado una mujer mayor encorvada y vestida con un traje elegante
a retales la miró desde abajo y dijo – Tú eres la chica de Sheana ¿no? No es bueno esto
que te digo. Han encontrado a tu tía. Esta...– Mallyak con rostro frio asintió. – Muerta.
¿Dónde está? Llevadme con ella.
Dejó a Zao dentro de casa y cerró con llave casi de forma inconsciente. ¿Estaba
soñando? ¿Seguía dormida sobre los cojines de la sala común con su gata en brazos?
Siguió a la vieja calle arriba, iba descalza y con la túnica vieja de lino. Al girar en la
esquina agarró del brazo a la vieja. – Espera – Y un vómito líquido le fue arrancado del
alma con la arcada violenta de la realidad más despiadada.

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La mujer la sujetó del brazo. – Tu tía no está muerta, niña. Por lo menos cuando me
marché. Solo moribunda. Mi hermana la encontró en la calle ocho, había ido a casa de
algún cliente, creo. Nadie vio nada, pero Sheana apareció tirada en el suelo sobre un
charco de sangre. Apúrate niña.
Mallyak se incorporó mareada, todo le daba vueltas. Siguió a la vieja a toda prisa,
tambaleándose por las calles de Cypres. Yendo cada vez más al sur. La gente la miraba,
notaba como se reían, se imaginaba que la señalaban mientras la anciana se paraba a
esperarla en cada esquina y le hacía señales con la mano para que avanzase más rápido.
Al pasar el puente del río Ceniza sintió un pinchazo en el pie derecho, de inmediato se
dio cuenta de que iba descalza. Recorrieron la Ocho y llegaron al final, justo cuando la
calzada es reemplazada por el barro y la mugre. Se miró el pie y lo vio lleno de sangre,
pero no le dolía. Ahora no.
Giraron en otra esquina y entraron en la calle Nueve. La vieja esperó a Mallyak y señaló
a la izquierda; llamó a la puerta, una mujer alta y delgada con una mancha violeta bajo el
pómulo salió a recibirlas. – ¿Esta es la niña de Sheana? Parece más bien una mujer.
 Eso es porque soy una mujer. – Le respondió Mallyak mientras entraban en la
casa.
 Sígueme.– Le dijo la vieja de la mancha.
Recorrieron un pasillo oscuro y frío, le faltaban parte de las baldosas del suelo. Aquello
había sido una casa noble, probablemente de alguno de los artesanos que prosperaron y
que primero se asentaron frente a las murallas pero poco quedaba de casi todo. Entraron
en un cuarto con una ventana, la luz de la mañana iluminaba la estancia. En la pared
contigua, una cama, y en ella postrada, Sheana.
Mallyak corrió a agacharse junto a su tía. – Tía, despierta. ¡Despierta!
La mujer abrió lentamente los ojos para mirar a su sobrina. Eran unos ojos apagados, el
esplendor amarillo había desaparecido. – Niña, ¿qué haces aquí?
 ¿Qué fue lo que pasó? ¿Quién te hizo esto?– Levantó la manta con la que habían
tapado a su tía hasta el pecho, y vio la fuente del mal. Tenía el vientre empapado
en sangre, y una tela a modo de venda apretaba el cuerpo de Sheana, pero la
sangre seguía brotando y tiñéndolo todo de rojo. Burbujeaba y desprendía un olor

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muy fuerte. La niña llorica sintió otra arcada; pero respiró hondo y se contuvo.
Quería correr, gritar. Quería matar. Pero en vez de eso, cogió la mano de su tía y la
apretó con fuerza.
 No recuerdo nada. Iba caminando, sentí un pinchazo en el vientre...– Su tía
hablaba con calma, con un hilo de voz pero en tono apaciguador.– Un dolor
intenso... Y ahora estoy aquí.– Sheana respiró con fuerza y tosió. La niña le limpió
la sangre y le dio un beso en la frente. La mujer volvió a hablar. – Escúchame
niña, puedes ser especial... Averigua tu verdad...– La joven se sintió confusa y
sorprendida – ¿Mi verdad? ¿Qué verdad?– El desconsuelo interrumpió sus
palabras. Abrazó a su tía y sintió el lento palpitar de su corazón. – ¡Te quiero! ¡No
me dejes sola! – Le dijo entre sollozos. Apretó más, se sumió en un abrazo eterno.
Se negaba a dejarla marchar, era su tía, su madre, su vida. Era lo único que la
mantenía a salvo desde que tenía recuerdos. Era su primer mejor recuerdo. Su
tranquilidad. El llanto la hacía atragantarse. –¡No!...–
 Te tienes a ti. Confía en tu juicio...– El corazón de la mujer pelirroja se apagó.
Sus ojos se tornaron oscuros; y la fuerza de su abrazo se desvaneció. Mallyak se
quedó abrazada a su tía el tiempo suficiente para juntar las fuerzas necesarias para
levantarse. Cuando estuvo preparada se incorporó, le cerró los ojos, y le dio un
último beso entre lágrimas.
Se giró y vio a las dos mujeres llorando. – Nosotras podemos ocuparnos del funeral.
Mallyak se limpió las lágrimas. – Mi tía no seguía ninguna fe.
 Podemos encargarnos de la cremación, si lo necesitas. – Le dijo la vieja de la
mancha en la cara.
 Gracias. Os lo pagaré hoy mismo. Querría guardar sus cenizas si es posible.
También os pagaré el colchón, está lleno de sangre. – Dijo la joven mientras se
recogía el pelo en un moño.
La vieja encorvada le puso la mano en el hombro. – Conocíamos a tu tía, era una mujer
luchadora y trabajadora. Eras su vida. Nosotras nos ocupamos, niña.
 No soy una niña.– Dijo mirando al suelo.– Os estoy eternamente agradecida. Esta
tarde os traeré el dinero necesario para la cremación. ¿Qué es eso?– Dijo Mallyak

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señalando algo que brillaba en el suelo.
 Es la flecha que tenía Sheana clavada en el vientre. Cuando la encontré, ella
misma se la había arrancado.
Mallyak cogió el fragmento de la flecha y se lo metió en el bolsillo de la túnica, ahora
llena de sangre de su tía. Se despidió de las mujeres y salió a la calle. El sol brillaba en el
cielo de Cypres, como si nada hubiera ocurrido. La calle Nueve emprendía su actividad.
Bandas, niños, prostitutas y ladrones de poca monta componían el tumulto diario,
mientras aprendices de maestro subían la calle en dirección al centro de la ciudad. El
nuevo día parecía estar ajeno a su desgracia y se burlaba de su tristeza.
Mientras caminaba no pensaba en nada. La herida del pie ya no sangraba, pero la hacía
cojear. Observaba a la gente a su alrededor con la vista nublada; un hombre bajito se
acercó a ella y le preguntó por la sangre de su túnica. Mallyak no respondió, se limitó a
seguir calle arriba sin ni siquiera mirar al hombrecillo. Una ligera brisa caliente le
acarició la cara. El sol le molestaba, llevaba los ojos entrecerrados, doloridos del llanto.
Metió la mano en el bolsillo y tocó la flecha. Pensó en su tía, en la sangre y la herida. En
el vómito y las lágrimas. Pensó en las viejas y en la cremación. En el fuego, el humo, la
sangre, las cenizas, los ojos amarillos, y el fuego otra vez.
Soltó la flecha. Ya estaba en el centro de la ciudad. Allí las miradas fueron más
habituales. La gente cuchicheaba y se apartaba a su paso. Sin duda debía tener una cara
horrible. Una chica con el vestido cubierto de sangre por el centro de la ciudad no era lo
más elegante que los habitantes del mundo de arriba se podían esperar. Pero ya no
importaban los demás. No volvería a hablar con Sheana. jamás. Las lágrimas le nublaron
los ojos. Decidió no volver a llorar nunca más. Llorar no le había traído nada bueno
nunca. Decidió que la niña cobarde había muerto.
En la Plaza del Soldado giró en el callejón de Las Lunas para evitar las miradas. Quería
llegar a casa cuanto antes.
La ventana seguía abierta, y Zao la esperaba en el alfeizar. Abrió la puerta y entró en
casa. Se sintió a salvo por un momento. Vio la olla que había dejado su tía en las brasas
del hogar, ahora cenizas. Y se dio cuenta de que sólo estaban ella y Zao. Nadie más iba a
entrar por la puerta. De pronto la inmensidad de la soledad cubrió la estancia con un

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manto negro. Cerró la ventana y se desnudó. Dio de comer a Zao unas trazas de carne
seca que guardaban en un tarro y se dio un baño. Tenía los pies llenos de porquería y los
dedos del pie izquierdo hinchados y cubiertos de sangre seca. Lo capicúa de la situación
la hizo estremecer.
Después del baño se cubrió los dedos del pie con un retal de lino que untó con una
mezcla de sangrina y azuelga machacadas y decidió colocar el colchón en su sitio e
intentar descansar.
No tenía sueño, pero consiguió dejar la mente en blanco durante un momento. Zao se
recostó sobre su pecho y el suave ronroneo de la gata le atravesó la piel e hizo que le
vibrase todo el tronco; relajando cada centímetro de su cuerpo.
Se trasladó mentalmente a otro lugar, por su memoria atravesaban imágenes del pasado.
Rara vez recordaba cómo era su vida antes del asesinato de su madre. Si pensaba en una
Mallyak pequeña, se visualizaba de la mano de su tía paseando por las calles del sur, o
recolectando moras silvestres de las zarzas junto al río Ceniza de camino al Bosque
Muerto; pero siempre en compañía de su tía.
De pronto comenzó a descubrir nuevos recuerdos. El mar. No recordaba haber visto
nunca el mar, sin embargo se le estaba mostrando. El sonido de las olas golpeando las
rocas. Los cangrejos escondidos, el olor del salitre. Una voz femenina. La arena entre los
dedos de los pies. El mar.
Abrió los ojos aun con el sabor salado sobre la lengua. Zao seguía durmiendo,
ronroneando.
Volvió a cerrar los ojos y sintió un susurro en el viento. Una lengua desconocida y una
canción.
El recuerdo se desvaneció y de pronto se vio en medio de la inmensidad de un bosque
verde. El olor de las hojas húmedas en el suelo. El tacto de la corteza vieja en las manos.
De pronto se vio a si misma corriendo por el bosque, sonriente. No era un recuerdo, era
una visión actual. Su pelo le bajaba por la espalda, largo, rizado y rojizo, brillante como
nunca. Llevaba una capa verde y un vestido negro de lana. Corría a través del claro
pisando las hojas y haciéndolas crujir. Se acercaba a los árboles de los extremos, algunos
eran robles y otros no los identificaba. La niebla cubría las zonas más alejadas de una

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llanura empinada. Se veía a si misma acercando su cara a los árboles, cerraba los ojos y
permanecía allí. Podía escuchar voces que no llegaba a comprender. De pronto se había
girado, parecía mirar hacia donde ella misma estaba observándose en sueños. Sonreía y
de pronto echó a correr en la misma dirección. La joven atónita ante su propia visión
intentaba girar la cabeza para ver quién estaba detrás de ella, pero no podía moverse
dentro del bosque, unicamente parecía estar viendo aquello que se le quería mostrar. La
Mallyak del sueño pasaba a su lado y la perdía. No le importó, decidió quedarse un poco
más en aquel lugar, lejos del dolor y la sangre, en aquel limbo que parecía se le había
dado. Aquella ensoñación consciente donde podía escuchar el sonido de los frutos al caer
sobre las hojas, el frío en la piel, como si se encontrase en aquel lugar en realidad. Podía
sentir sus pies sobre el suelo, pero no podía verlos.
Abrió los ojos. Zao se lamía el pelaje en su cojín. La luz que entraba por la ventana
anunciaba la caída del sol. Había dormido casi todo el día. Decidió levantarse. Sabía lo
que iba a hacer.
Se vistió con una falda larga azul oscuro y una camisola negra. Se recogió la melena en
un moño alto que rodeó con un lazo negro y se puso las sandalias de cuero. Bajó a la sala
común y tiró la túnica al hogar. Cogió la flecha y la guardó en una caja de cedro en la
cocina. Cogió el dinero para la cremación; le dio un beso a la gata entre las orejas y
salió a la calle.

Cuando Marone la vio aparecer por la puerta, su rostro reflejaba tristeza. – Niña, no
hacía falta que vinieras, me acabo de enterar. Tienes dos semanas libres. Por favor.
La joven cruzó el vano de la puerta del taller y se sentó en una silla. – No vengo a
trabajar. Y tampoco volveré dentro de dos semanas. Lo dejo.– Dijo con la mirada
perdida.
El hombre no podía ocultar su sorpresa. – ¡No lo puedes dejar! Esto no es tan sencillo.
No has acabado tu aprendizaje. ¡Por Ten! ¡No dejo que te vayas!– El maestro caminaba
intranquilo dentro del taller. – Muchos de mis clientes ya te habían cogido cariño. Has
tenido mucha suerte siendo mujer. ¡Es tu tía la que está muerta, niña! ¡Tú eres joven, no
eches tu vida a los perros!

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Mallyak se acercó a su Maestro y lo abrazó. – Me voy de la ciudad.
Marone la abrazó también. Tras tres años de aprendiz, Mallyak había cogido mucho
cariño al Maestro, era lo más parecido a un padre que podía tener.
 ¿Qué vas a hacer fuera de Cypres, niña? ¿Qué voy a hacer yo sin ti?
Mallyak se deshizo del abrazo y volvió a sentarse en la silla. – Tengo un aprendiz para ti,
es el mejor sustituto que podría tener.
El hombre movió la cabeza negativamente, la papada también se le movía graciosamente
cuando hacía eso. – No. Primero tendrá que pasar la prueba, ya lo sabes.
La muchacha sonrió alegremente. – La pasará con creces. Vendrá esta tarde para ello,
quiero dejarlo todo atado antes de irme.
La prueba de Marone era tan sencilla como pasar una mañana o una tarde con el
Maestro, haciendo exactamente lo que el hombre dijera, y demostrando unos
conocimiento básicos sobre los pigmentos y los soportes que se utilizaban en pintura.
Algo sencillo para Saco, al que Mallyak había instruido brevemente en las técnicas
pictóricas, desde que empezó a trabajar con Marone había compartido con el muchacho
sus conocimientos en casi todos sus encuentros desde entonces, y el joven hacía
pequeños retratos con carbón y papel que se compraba con el poco dinero que conseguía.
 Esto no es un adiós. Lo juro.– Dijo la joven saliendo por la puerta del taller.
 Un hasta luego, entonces. – Le respondió su gran Maestro con lágrimas en los
ojos.
 Esta tarde vendrá a verte Saco. Cuídale.
 Claro, niña.
Mallyak caminó por la calle Dos hasta la Plaza Mayor y bajó por la cuesta del Templo de
Lug hacia el segundo puente. Lo cruzó y giró tras el pozo, en dirección al Bosque Azul.
Quería despedirse de los árboles. Del frescor de su sombra. De las ardillas.. De las hojas
azules que su tía entretejía para crear abanicos. Y del agua del río, más cristalina en esa
parte del condado , al no estar tan contaminada por la ciudad.
Pasó entre los árboles, altos, frondosos, escuchando los pájaros y las ardillas; recordó el
sueño de aquella mañana, no había ninguna duda de que era otro bosque, un bosque más
viejo y con olor a otoño. Recogió una piedra plana en forma de corazón, se la metió en el

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bolsillo y dio media vuelta en dirección a las calles del Sur.
Las calles Ocho y Nueve estaban excepcionalmente vacías. Lo prefirió así.
La casa de las mujeres viejas tenía la puerta abierta. – Hola. Soy Mallyak.– Dijo tras un
carraspeo tímido.
Una voz sonó a lo lejos. – ¡Pasa niña! ¡En el patio!
Mallyak entró en la casa y atravesó el pasillo, dejó atrás la habitación donde había
muerto su tía sin girar la cabeza. Abrió una puerta al final y entró en un patio luminoso y
poblado de plantas. La mujer de la mancha violeta colocaba unas velas al rededor de un
altar a lo que parecía la diosa Luna. Se incorporó y le entregó a la joven un cofre de
madera recubierto de cobre pulido y el nombre de su tía grabado en la base.
 Aquí tenéis el dinero. Muchas gracias por hacer esto. Estoy en deuda con
vosotras.
La vieja tocó el pelo de la muchacha suavemente. – No nos debes nada.

Mallyak salió de la casa con el cofre metido en un cesto. Miró el sol, que apenas dejaba
ver varios rayos naranjas sobre los tejados. Bajó la calle hasta El Pájaro Muerto y entró.
El local estaba a rebosar. Se sentó en una de las mesas más cercanas a la puerta. Cota
estaba al otro lado de la barra sirviendo platos de asado y caldos fríos sin parar. Sus
miradas se cruzaron y la muchacha morena se acercó a Marissa, la dueña de la taberna;
le dijo algo al oído, la mujer asintió y Cota se dirigió a donde estaba Mallyak sentada. Se
dieron un largo abrazo que terminó con un beso en la frente por parte de la camarera. –
¿Cómo estás?–
 Me voy de la ciudad. Vengo a despedirme.– Dijo Mallyak sentándose de nuevo.
Su amiga abrió mucho los ojos y agitó la cabeza incrédula. –¿Qué estás diciendo? ¿Nos
vas a dejar? ¡No puedes!– Le contestó sobresaltada.
 No puedo quedarme. La casa... Yo... Quiero hacerlo.
Los ojos de Cota se llenaron de lágrimas. – ¿Es un adiós?
Mallyak sacó de la cesta su regalo. – Sé que volveré.– Mintió.– Pero no sé cuando.
Tampoco sé dónde voy a ir. Pero no puedo estar aquí.– Le tendió la bolsita de cuero con
el brazalete a la joven de piel morena. Cota abrió la bolsa y se echó a llorar. – Te quiero.

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No me dejes aquí... Sola...
Mallyak intentaba consolar a Cota cuando Saco entró por la puerta del Pájaro Muerto.
La reacción del muchacho fue impropia de él. No quería aceptar la noticia y se negaba a
despedirse de la joven. – Saco, tienes que venir conmigo. Le he dicho al Maestro
Marone que tenía un aprendiz para él. Tenemos que irnos ya.
El joven se sonrojó y saltó a los brazos de Mallyak. – ¡Por Ten! ¿De verdad? ¿Porque me
haces odiarte para luego decirme esto?– Dijo con una leve sonrisa, dudando si era
apropiada su repentina alegría.
Mallyak se despidió de Cota con un abrazo eterno, luego salieron de la taberna y
subieron por la calle hasta llegar al puente. – Primero vamos a mi casa.– Le dijo al
muchacho.
Al llegar a casa, Zao estaba nerviosa y no paraba de girar a su alrededor.
La muchacha guardó el cofre con las cenizas de su tía en el suelo, bajo una tabla de la
sala común. Dio de comer a la gata y se dirigió al muchacho. – También te dejo la casa.
El joven se puso blanco – ¿Qué? ¿Qué casa?– Dijo sobresaltado.
La muchacha miró al suelo y se echó a reír con timidez, se acercó a él y le cogió la cara
con las dos manos. – Es un préstamo. Esta casa siempre será de Sheana. Si algún día
vuelvo a la ciudad quiero poder venir aquí. Pero ahora es para ti. Quiero que vivas en
ella y que traigas a los críos más pequeños que viven en la posada contigo. Con el dinero
que te pague Marone podrás vivir aquí y manteneros. La casa es humilde, pero es mejor
que cualquier posada de las calles del sur. Me gustaría que la compartieras con Cota.
Hay dos cuartos y esta sala también se puede acondicionar para dormir. Hay un hogar y
en invierno podéis usar braseros para calentar el piso de arriba. Es un buen lugar. El
huerto da sus frutos; os dará para comer y podréis vender los excedentes o
intercambiarlos.
El muchacho no sabía qué decir. Besó a Mallyak en los labios. – ¿Cuándo te marchas?
La joven aunque ruborizada, ignoró el gesto –No estoy segura. Mañana tal vez.–
Respondió la niña mujer. – Ahora debemos ir a ver a Marone. Te quedarás allí con él.
Quiere hacerte una prueba.
 ¿Qué prueba? ¡Nunca me has hablado de una prueba!– Dijo el joven sorprendido.

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 Sólo debes hacer lo que él te diga y contestar a sus preguntas. Pero sabes tanto
como yo. De eso ya nos hemos encargado. ¡Le gustarás!– Mallyak pellizco la
barbilla de Saco de forma infantil para tranquilizarlo. – ¡Vamos!– Salieron de la
casa y se dirigieron al taller.
De vuelta en casa, decidió que sería la última vez que estaría allí. Cogió un bolso grande
de cuero; no quería llevarse demasiadas cosas, tal vez algunas prendas, unos pergaminos
y pigmentos de agua. Unos retales de lino blanco para los días de sangre y un bote con
preparado de azuelga y sangrina. Decidió meter varias tiras de carne seca y pan de
calabaza. Buscó en una montaña de ropa doblada que había en el cuarto de su tía. En
pocas casas disfrutaban de una variedad de vestimentas tan abundante. Encontró el fajín
de la panadera. No le apetecía pasar por allí, así que le dejó una nota a Saco para que se
ocupase de ello. Apartó la ropa de los demás clientes y escribió en un papel a Saco unas
instrucciones para entregar la ropa a sus dueños. y debajo de todo aquello estaba la tela
verde que le había dado a su tía días antes para que le hiciera un vestido. Desdobló la
tela y ante ella se reveló el vestido más precioso del mundo. Sheana la sorprendía en
ocasiones con nuevos atuendos, pero no esperaba que hubiera llegado a coser el vestido
verde en un sólo día. Dispuso ponérselo de inmediato. No era muy discreto en la ciudad,
pero en el campo pasaría desapercibida con él. Salvo por el escote. A pesar del calor
decidió cubrirse el pecho con un pañuelo largo y negro de gasa. Se puso las sandalias y
metió en el bolso las botas de cuero; también una capa de lana marrón y otro vestido de
color gris oscuro. Metió en un pequeño saco todo el dinero que guardaban en casa y se lo
introdujo en un bolso interior que su tía confeccionaba en todos los vestidos. Cogió
también un puñal que guardaba Sheana bajo el colchón de su cama. No era una experta
en armas pero parecía que a corta distancia podría serle útil.
La decisión de llevarse a Zao no fue de ella. Su primera intención era que la gata se
quedase en la casa, con Saco, Cota y los demás niños que acogieran. Pero la gata se
negaba a quedarse. Se metía en el bolso de Mallyak mientras esta lo preparaba todo. Se
despidió de ella abrazándola como si de un bebé se tratase y se marchó dejándola
encerrada en la casa. Pero la gata salió por la ventana del cuarto de su tía. Así que no
insistió más en esa separación y las dos marcharon calle arriba felices de tenerse la una a

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la otra; aunque separándose probablemente para siempre del refugio que las había
mantenido a salvo los últimos años.
Recorrió por última vez las calles de la ciudad en dirección al sur. Cruzó el puente y se
adentró en las calles que la vieron crecer. Dejó atrás la casa donde se despidió para
siempre de su tía. Dejó atrás el Pájaro Muerto y a sus amigos. En poco tiempo entró en
la Doce y en la esquina con la Plaza del Sol divisó una casa con las ventanas amarillas.
Llegó a la altura de la posada y se puso frente a la puerta. Mientras juntaba valor para
llamar, un chico más alto que ella, de unos diecinueve o veinte años abrió la puerta y
salió a la calle. Era un muchacho con el pelo castaño y rizado por los hombros; vestía
unos pantalones de cuero y una túnica gris. Tenía la piel muy blanca y unos pómulos
marcados. Sus ojos eran amarillos. Se quedó mirando a la chica con curiosidad y una
media sonrisa en la cara. Mallyak reunió el valor necesario para hablar. – Hola. Estoy
buscando a Terkin.
El joven la miró de arriba a abajo. – Sé quién eres niña sionach. Entra. Estamos en la
tercera habitación en el piso de arriba. Avisa a la posadera.– Le dejó la puerta abierta y
se marchó calle arriba.
Mallyak entró tímidamente en la posada, cerró la puerta y caminó por el pasillo. Llegó a
un cuarto común con chimenea. Era una casa bastante decente para estar situada en
aquella zona. En un sillón viejo de aspecto religioso, pelando patatos, había una mujer de
unos cincuenta años. La miró de refilón y dijo – Aquí no admitimos putas. No hay
trabajo para ti en La Gallina Ponedora.
 No soy prostituta, estoy buscando a Terkin, me ha dicho que se hospeda aquí –
Respondió la muchacha con la voz temblorosa –Soy...una amiga de la familia.
La mujer la miró con el ceño fruncido y una expresión de asco que parecía ser su
semblante habitual, mostrando los dientes podridos. – Está bien. Es la tercera habitación
en el piso de arriba. ¡Pero nada de dormir! Si quieres una habitación serán 3 monedas de
oro.
La chica subió por las escaleras hasta el piso de arriba pensando que tres monedas era
demasiado caro para aquella zona de la ciudad. Llegó al piso de arriba y llamó a la
tercera puerta que encontró en el pasillo.

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 ¡Hemos pagado una noche más!– Respondió una voz grabe al otro lado de la
puerta.
 Soy Mallyak, osea. La chica del mercado. La sio...– Dijo con un hilo de voz.
La puerta se abrió y allí estaba Terkin, con toda su enormidad. – ¡Qué sorpresa! ¡Al final
te has decidido a visitarnos! ¡Pasa!
La habitación era pequeña, con dos camas prácticamente pegadas, sin colchones, sólo
con un tramado de cuerda en la estructura. Mallyak se preguntó cómo dormiría el
gigante en aquel catre tan pequeño.
 Yo... Vosotros...¿Os vais al norte? Osea...¿Puedo...? Yo...¡Mi tía! Han asesinado a
mi tía. Y yo no puedo seguir aquí. Me marcho de la ciudad. Vosotros... ¿Puedo
acompañaros?
El hombre la miró sorprendido. –¿Tu tía? Creí que habían matado a tu madre.
Mallyak asintió – Sí. Mi padre mató a mi madre cuando yo era una cría. Pero mi tía ha
muerto ayer. La han asesinado... Con una flecha. Yo no puedo seguir aquí. Siento que he
de irme. Quiero ir al norte. ¡Tú! ¡Conocías a mi familia!
 Tranquilízate niña. ¿Quién ha matado a tu tía?
 No lo sé. Pero no quiero quedarme aquí. He atado todo lo que debía y estoy lista
para marcharme.– Dijo la joven desesperada. Dejó el bolso de cuero en el suelo.
Zao salió a investigar y Mallyak se sentó en una de las camas.
El hombre se sentó con dificultad en la otra cama. – Respira niña. Tómate esto.– Le
tendió una hoja arrugada con un olor amargo.– Te sentará bien. Te tranquilizará.
 No necesito tranquilizarme. Sólo quiero marcharme.– Pero cogió la hoja y la
masticó.
Terkin la observó con el ceño fruncido de preocupación. – Los caminos de las Montañas
Azules no son fáciles. Y menos para una niña y su gatito.
 Para una mujer y su gata.– Le corrigió Mallyak. – Antes de morir, mi tía dijo algo
sobre mi verdad. No sé qué es mi verdad. Sólo conozco una verdad, la verdad que
he vivido todos estos años... Y sólo sé que mi tía y mi madre tenían los ojos
amarillos. Como tú y tu hijo, o tu amigo... Tengo oro; si es eso lo que quieres por
llevarme con vosotros.

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 No queremos oro, muchacha.– Terkin se quedó pensativo. – Será un viaje largo.
Saldremos esta noche.
Mallyak esbozó una sonrisa de satisfacción y alivio. – Creí que os marchabais mañana.
El hombre se levantó de la cama y comenzó a meter paquetes en un saco enorme de
cuero. – Eso era antes de enterarnos de todos los acontecimientos desafortunados que
están sucediendo en la ciudad. Prepárate niña. Sólo quedan dos horas para el crepúsculo.

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El Valle Verde

En la cocina, Sonda preparaba el asado para la comida. Usaba el laurel y el tomillo que
le había comprado a un mercader sureño hacía unos días. Las liebres apenas tenían
carne, pero era lo único que traía para vender el comerciante cazador. Lo acompañaría
con unos patatos y ajos verdes. Y a quien no le gustase ya se podía ir al infierno. La
posada más cercana se encontraba a cinco millas al este y en un camino secundario. Y El
Valle Verde era el único lugar donde hacían noche los viajeros que se dirigían al norte
antes de cruzar Las Montañas Azules. Era un lugar oscuro y lleno de humedad, pero

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ofrecían una cama mullida y una comida copiosa, necesaria para juntar fuerzas antes de
atravesar la cordillera. Disponía de varias habitaciones dobles y algún cuartucho
individual. Así como una cuadra con paja para las bestias. Los viajeros solían quejarse
del mal trato recibido, pero la mayoría eran comerciantes que hacían ese viaje dos veces
al año, y siempre volvían. ¡Tan malo no sería!
Mientras hacía girar el espeso caldo parduzco de la olla, escuchaba la voz de un juglar en
el salón. Cantaba sobre unas águilas y sobre un duende que robaba en las casas de los
pueblos. Viajaba de casa en casa encima de las águilas que lo ayudaban a escapar con
sus tesoros.
En la barra había un grupo de comerciantes sureños con un acento indescifrable riendo
entre cerveza y cerveza y contando chistes verdes a la camarera. Tandra, era su sobrina
mayor, su padre la había mandado a trabajar a El Valle Verde para que se hiciera
responsable de sí misma, y para evitar que se escapase con el joven aprendiz del herrero
del pueblo. La muchacha tenía una melena rubia lacia y ojos claros, pechos abundantes y
caderas anchas, pero era una camarera pésima. En la posada también trabajaba Mandril,
un hombre callado de unos cuarenta años. Se encargaba del mantenimiento del local y la
única vez que lo había oído hablar fue aquella que se le calló el contenido de una olla
hirviendo encima de los pies. El grito tuvo que oírse hasta en lo alto del Pico Gris, desde
entonces en vez de caminar, se arrastraba torpemente por los pasillos como un ánima
pesarosa.
Apartó la olla del fuego y salió a fuera a avisar a Tandra. – La comida está lista. Entra a
ayudarme a servirla en los platos.
La muchacha entró a la cocina, no sin tropezar con un saco de patatos y estos
desperdigarse por el suelo. Sonda se llevó las manos a la cabeza, pero no servía de nada
decir nada a la joven. Era imposible. – No lo recojas. Sirve la comida.
Tandra vertió el contenido del oloroso potaje en varios cuencos de barro y se los llevó
fuera mientras Sonda cortaba el pan.
Salió a fuera a ayudar a Tandra, y mientras servía la comida a los comerciantes que
estaban ya borrachos en la barra, entraron por la puerta un grupo de tres forasteros, gente
para ella desconocida. Todo aquel que hacía esa ruta hacía parada en su posada; así que

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para ella eran de poco fiar hasta que se demostrase lo contrario. De cualquier forma no
eran comerciantes habituales de la ruta del norte.
Se trataba de un grupo poco común. Un hombre de aspecto aterrador por su tamaño; al
entrar por la puerta tuvo que agacharse para no golpearse la cabeza contra el marco, un
rapaz de la edad de su sobrina, y una chica un poco más joven, de cara afilada, y con la
cabeza cubierta, aunque dejaba entrever varios rizos rojos. Se sentaron en una mesa
junto a una de las ventanas exteriores y esperaron callados a que se les atendiera.
Sonda terminó de servir el resto de las mesas y se acercó a los desconocidos.
 ¿Los señores y la joven van a querer habitaciones?
El chico de la edad de su sobrina contestó – No somos señores. Pero sí, queremos una
habitación, mujer.
Tenía los ojos amarillos, como nunca los había visto. Probablemente debido a alguna
enfermedad. Sonda limpió la mesa.– Disponemos de habitaciones dobles e individuales.
Y la comida está incluida en el precio.
El hombre gigantesco asintió. – Sí, queremos comer. Y una habitación doble.
Sonda negó con la cabeza. – No admitimos más de dos personas por habitación.
La muchacha se echó el pañuelo que le cubría la cabeza para atrás, mostrando su pelo
rojo y dijo – Entonces yo me quedaré con una individual.
 Serán entonces siete y cuatro monedas de oro y por adelantado.– Dijo Sonda.
Los desconocidos pusieron el dinero sobre la mesa. Sonda lo recogió y les sonrió.
– Esperamos que los señores y la joven disfruten de su estancia en El Valle Verde.– Y se
retiró a la cocina. Ordenó a Tandra que sirviera la comida y que luego preparase las
habitaciones para los forasteros. La muchacha asintió. Sonda la agarró del brazo – Por
favor, intenta no tirar nada. ¡Me cuestas más de lo que gano!
El calor comenzaba a ser insoportable a los pies de las montañas. Sonda no quería ni
saber cómo lo estarían pasando en el sur. Las ventajas del verano en la posada eran
muchas; no gastaban en leña para la chimenea ni para los braseros de las habitaciones.
La ropa de cama era más ligera y más cómoda de lavar. Y había más clientes que en
invierno. Pasaban por allí muchos comerciantes y los trueques eran más frecuentes. Los
muros de El Valle Verde estaban construidos en piedra y eso refrescaba las habitaciones.

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Por el día, la cuadra mantenía las puertas abiertas, y por la noche cuando las
temperaturas bajaban, se cerraban. Pero en invierno era muy difícil mantener la cuadra
caliente para las bestias. Los caballos más viejos morían de frío aunque la posada no se
responsabilizaba de tales pérdidas. Los clientes sabían que las posibilidades de morir
congelado en El Valle Verde se reducían a la mitad. Y estaban dispuestos a arriesgar la
vida de sus bestias por su propia supervivencia.
Sonda se guardó el oro en el bolsillo del vestido y se dispuso a limpiar la cocina.
Recogió los patatos que la muchacha torpe había desperdigado por el suelo y vertió agua
caliente sobre la olla. Muchos de los clientes iban terminando de comer y se retiraban a
sus habitaciones. Al pié de la montaña poco había que hacer. Los viajeros se limitaban a
aprovechar las horas de descanso al máximo, solían quedarse una o dos noches,
compraban empanada casera para el camino. Si algo se le daba bien cocinar a Sonda, era
la empanada. La hacía de setas silvestres en otoño, de nueces y miel, de cordero asado en
alguna ocasión, y de sobras de las comidas. También vendían tiras de carne de cerdo
seca y cerveza de espelta en barricas pequeñas.
Tandra entró en la cocina con varios cuencos vacíos y restos de pan. – ¿Quiénes son los
que están sentados en la mesa de la ventana? El chico me ha dicho que era un príncipe y
luego se ha echado a reír.
Sonda se limpió las manos al mandil – Te he dicho mil veces que no preguntes a los
clientes. No nos importa la vida de nadie, aquí no nos metemos en los problemas ajenos,
tenemos nuestros propios asuntos. Mientras paguen y no armen revuelo no hay por qué
hablar con ellos. Eres demasiado ingenua; se ríen de ti y ni te das cuenta. Encárgate de
todo, voy a subir arriba.
Habían pasado unas cuatro horas desde que había bajado a la cocina y necesitaba darse
un baño. Durante la temporada de trabajo vivía con su marido en la Posada, en la torre.
Era prácticamente independiente del resto del edificio, consistía en una sala amplia y un
cuarto de aseo y letrina. De planta cuadrada y con ventanas en dos de los lados, la torre
era un buen lugar para vivir. No obstante El Valle Verde cerraba sus puertas durante dos
semanas al año, tiempo en el que Sonda y su marido viajaban al sur a casa de su hijo.
Dos semanas en invierno, que la posada quedaba a cargo de Mandril, el hombre callado

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de mantenimiento.
Subió las escaleras de la torre y abrió la puerta. Homan estaba donde lo había dejado, en
la cama y todavía durmiendo. Su marido padecía una parálisis en una de las piernas, y no
se las arreglaba demasiado bien levantando todo el peso de su cuerpo, que no era poco,
con la otra. Apenas bajaba de la torre y cuando lo hacía era para criticar el trabajo de
cualquiera que se le acercara; se sentaba en una mesa del comedor y daba órdenes a
Tandra golpeando el suelo con su muleta.
La mujer se acercó a la cama. – Despierta. Ya pasa del medio día.
El hombre se desperezó y se incorporó a duras penas. – Esta pierna me está matando
¡Joder!¡Qué calor!
La mujer abrió las ventanas para que entrase la brisa de la montaña. – Voy a darme un
baño frío. Puedes acompañarme si quieres. Tandra se ocupa del comedor, apenas hay
gente, sólo un grupo de recién llegados, supongo que se retirarán pronto a sus
habitaciones.
Homan se masajeaba la pierna con una mano mientras con la otra agarraba la muleta
para hacer fuerza e incorporarse. – De acuerdo. Luego bajaré al comedor. Puede que
salga a fuera un rato.
Sonda llenó la bañera con agua. Era una bañera muy grande, de madera de cedro y forma
circular; casi parecía que podría bañarse un caballo si se prestase la ocasión. Bajo la
posada había un pozo, y un sistema de poleas que permitía subir agua con un cubo desde
la cocina y desde lo alto de la torre; así como depósitos para los desechos que
comunicaban con la letrina.
La mujer se quitó la ropa y se metió dentro. – ¡Está congelada!... Pero es lo que
necesitaba.– Era una mujer madura con el rostro lleno de arrugas, el mismo número de
ellas que poblaban su entrepierna; pero sus pechos habían sobrellevado el paso de los
años y tres hijos amamantados sorprendentemente bien. El hombre tullido se acercó a la
bañera, se sentó en el borde y se dejó caer. El agua salpicó todo el suelo pero Sonda se
negaba a cargar con su marido e intentaba forzarle a moverse todo lo posible, aun
teniendo una movilidad limitada.
Homan se sentó frente a su mujer; cabían los dos uno frente al otro, con las piernas

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estiradas. El agua fría aliviaba los dolores de su pierna y le reconfortaba. – Podría estar
aquí metido todo el día, joder.– Dijo el hombre sumergiendo la cabeza en el agua.
Sonda cogió un jabón de hierbas y se untó con él. Después se acercó a su hombre y le
agarró el miembro. Homan hizo un gesto de placer y le acarició los pechos firmes. La
mujer se sentó sobre él y lo tomó a horcajadas mientras el agua salpicaba toda la
estancia. La madera de la bañera crujía acompañando a la pareja hasta el éxtasis.

A media tarde la posadera decidió bajar al comedor para que su sobrina descansara. La
mayoría de los clientes aprovechaban a dormir todo el tiempo posible durante su estancia
en El Valle Verde, así que el trabajo era más abundante a las horas de comer y cenar. No
obstante muchos comerciantes habituales en la posada solían juntarse en el comedor a
menudo y cualquiera era un buen momento para emborracharse. Sonda hacía negocios
con muchos de ellos, aprovechaba su paso hacia el norte para comprar especias o ropas
de verano; y el paso hacia el sur para comprar castañas y pescado en salazón.
Homan la siguió escaleras abajo, pero la mujer se adelantó para hacer el relevo a Tandra
cuanto antes. La joven estaba apoyada en la barra conversando con el joven del grupo de
los forasteros. El muchacho le acariciaba el pelo y la chica se reía con descaro. –Ya te
puedes marchar Tandra, nos vemos a la hora de la cena.– Le dijo la mujer mientras
recogía unas jarras de cerveza ya vacías junto al joven desconocido. – No obstante,
¿Podrías traerme una barrica pequeña de vino temprano de la bodega antes de
marcharte?

Tandra la miró con gesto aburrido, asintió y salió de la barra. Sonda se acercó al joven
desconocido. –Mi sobrina es una desvergonzada, es bien sabido en su aldea y por todo el
mundo en El Valle Verde. Tú al ser nuevo por aquí, entiendo que no me conozcas, así
que veo deber en decirte algo – La mujer cogió un paño y limpió la zona de la barra
donde se apoyaba el muchacho. – Como se te ocurra tocarle aunque sea un pelo más, te
corto los huevos y te los sirvo estofados con patatos y ajos verdes.
El chico la observó tranquilamente con sus ojos amarillos, hizo un gesto de asco con la
boca, y se marchó.

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Era frecuente que Sonda llevara a cabo tales intervenciones en la posada por su sobrina,
y es que la muchacha no sobresalía por su inteligencia y solían aprovecharse de ella. La
joven ya se había quedado embarazada una vez; aunque la mujer no se lo había contado
a su padre y habían entregado al bebé a un comerciante de una aldea al este del río Nev
el verano pasado; pero no parecía haber aprendido la lección y Mandril ya la había
pillado dos veces más fornicando en la cuadra entre los animales, la primera vez con un
albañil que había venido a reparar el tejado de la torre y la última vez hacía un mes y
medio con un muchacho unos años menor que ella; hijo de un comerciante habitual; en
este último caso era evidente que el chico había sido el seducido y no el seductor.
La mujer se puso a colocar las jarras de madera en el estante cuando Homan bajaba las
escaleras y se sentaba en una mesa cercana. El comedor estaba casi vacío.
 He oído un gato en la planta de arriba.– Dijo el hombre.
 ¿De qué habitación estás hablando?– Respondió Sonda. – Si quieres ayudar, te
invito a que vayas a decirles que los animales duermen en la cuadra.
El hombre frunció el ceño y se levantó de la silla. –¿Tengo que servirme yo mismo la
cerveza? – Caminó a duras penas hasta la barra y se sirvió en una jarra un poco de
cerveza de escanda de uno de los barriles. – Mujer, es un gatito. Cualquiera de tus
mugrientos clientes del sur es más sucio que cualquier animal, te apuesto lo que quieras.
Sonda estaba asombrada con las palabras de su marido. – Tú ya has visto al gato.
¿Verdad?
El hombre cogió la jarra de cerveza y se la llevó de vuelta a la mesa. – Es un gatito
bonito. Me he encontrado con una chica pelirroja en el pasillo, llevaba un saco de cuero
y estaba abriendo la puerta de su habitación cuando el gatito la delató y sacó la cabeza
por el bolso. La chica intentó ocultarlo pero ya lo había visto. Me dejó tocarlo. – El
hombre cambió su expresión marchita y enfadada por algo parecido a una sonrisa.
Sonda no cabía en su asombro. – ¡Si hubiera sabido el efecto que tiene un gato sobre ti
hace años...!
Fueron horas muertas en el comedor, Homan se tomó varias cervezas y Sonda lo
acompañó. A la hora del ocaso Tandra bajó de su habitación para ayudar a su tía con la
cena. La mujer iba a cocinar un potaje de garbanzos con carne dura y zanahorias. Las

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comidas y las cenas en El Valle Verde siempre solían ser calientes y abundantes. En
verano algunos viajeros preferían salir de noche, después de cenar. El camino de subida
al Pico Gris era tranquilo, y la empalizada que habían construido los pastores que vivían
en las montañas separaba el camino de las zonas boscosas así que los lobos no solían
acechar por la senda. La subida era agotadora, y una vez en la cima tras caminar toda la
noche se podía disfrutar de la salida del sol por la cordillera; y una explanada boscosa se
abría camino delante del viajero; que solía acampar antes de adentrarse en la espesura;
luego una caminata de medio día y más montañas por subir.
El Valle Verde era un negocio rentable, el legado de Sonda y Homan para con sus hijos;
que desde hacía cinco años no pisaban el lugar.
El comedor se iba llenando de clientes mientras Tandra cortaba las zanahorias y su tía
preparaba la carne para el estofado.
Un Homan sonriente jugaba con el gato mientras charlaba con los viajeros desconocidos.
El hombre de grandes dimensiones bebía pequeños tragos de la jarra de cerveza y el
muchacho mordisqueaba un trozo de carne seca; la joven pelirroja asentía con la cabeza
a algo que le decía el hombre, antes cascarrabias y ahora con mejillas encarnadas.
El potaje tardaría todavía, así que Sonda decidió preparar unos aperitivos rápidos.
Colocó en tantos platos como mesas ocupadas había en el comedor, cecina laminada con
pedazos de queso de oveja. Era un lujo que se podía permitir, la ruta del norte era muy
transitada, pero todavía había comerciantes que preferían girar hacia el este durante dos
días para pasar por la ruta del desfiladero; menos montañosa aunque el trayecto total era
más largo. Se sentía generosa, puede que por la alegría que veía en la cara de su marido
o tal vez por la prosperidad de su negocio. La cecina era festejada en el comedor
pidiendo otra ronda de cerveza. Con ella se aseguraba a los clientes de siempre, que
probablemente fuera su única oportunidad de probarla, era todo un manjar.
Sonda sentía que debía darse un respiro, era demasiado desconfiada; y su falta de
delicadeza podría reflejar hostilidad por su parte, pero nada más lejos de la realidad. Se
consideraba una mujer muy agradable. Era el mal genio de su marido y su torpe sobrina
con cerebro de guisante lo que la hacía enfurecer.
Una tal Navia, mujer de un comerciante de lana del norte se asomó a la puerta de la

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cocina. – Mujer, a mi marido y a mí nos gustaría comprar algo de esa carne seca especial
que has sacado. Nos encantaría llevarnos un poco para compartir con nuestros hijos.
Sonda hizo un gesto socarrón mientras removía el contenido de la olla. – No podrías
pagarlo. Es cecina, comida de Dioses y Reyes.
 Perdóneme Su Majestad, pues.– Le respondió la mujer norteña haciendo una
reverencia y saliendo de la cocina entre risas.
Tandra no pudo contener una ruidosa carcajada. Sonda cogió una cuchara de madera y la
golpeó en la cabeza con ella. – Acaba de cortar las zanahorias y luego sales a la barra.
Sin duda, era la última vez que servía cecina en la posada. Ya les podía partir un rayo a
aquellos roñosos cabrones.
El servicio de la cena fue tranquilo, su sobrina se limitó a servir cervezas y vino dulce y
Sonda sacaba los cuencos con el potaje. Algunos clientes pedían más cecina. – Era lo
único que teníamos señores. ¡Se han acabado las existencias!.– Contestaba la mujer con
su tono profesional. – Si tienen hambre lo comerán y si no lo quieren comer ¡ya se
pueden ir al infierno! – Pensó para sí.
Su marido disfrutaba acariciando al gato de la chica pelirroja, que se le había quedado
dormido en el regazo. La mujer no podía creer lo que veían sus ojos. Ojalá tales caricias
las experimentara en su cuerpo.
La noche había llegado al pie de la montaña y los clientes compartían relatos
mitológicos y aventuras de conquistas sexuales entre cerveza y cerveza. Algunos se
marchaban al norte aquella noche, otros marcharían al sur al alba; y los forasteros
saldrían por la mañana hacia el Pico Gris. Escuchó a Homan hablando con la muchacha
pelirroja. – No es lugar para gatitos la senda de la montaña.– Decía su marido.
La joven se reía. – Zao me sigue allá donde vaya, se las apaña muy bien cazando.
 No creo que cace liebres ni perdices. Ja ja. ¡Y no creo que tú comas ratones de
campo muchacha!
Las noches solían ser entretenidas en el comedor, a veces Mandril tocaba la flauta y
algunos clientes ya borrachos bailaban enérgicamente antes de caer redondos al suelo
entre risas y charcos de alcohol. Cuando había algún juglar en la posada, los
comerciantes sureños lo acosaban con peticiones y Sonda tenía que intervenir para

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tranquilizar a los comensales. No era la primera vez que un juglar acababa con un ojo
morado por no conocer alguna melodía.
Hacía turnos de una hora en la barra después de la cena, se turnaba con Tandra hasta la
media noche y ella se quedaba con los clientes más borrachos o rezagados. Nunca
faltaba cerveza y la mujer estaba encantada de que los clientes se gastasen todo su dinero
en la posada. Homan la acompañaba a veces, y escuchaban historias tristes de desamor e
historias de deudas, en muchas ocasiones ya las habían oído tal vez una o dos veces,
pero si el cliente quería beber y ser escuchado no se iban a negar a ganar más dinero.
El trabajo aquella noche acabó pronto: recogida de las habitaciones de los clientes que
partían rumbo al norte después de cenar, y algunos comensales que aún seguían en el
comedor.
Homan se marchó pronto, no soportaba el dolor de su pierna, el único remedio que lo
aliviaba era el aguardiente, pero el inconveniente era que acababa perdiendo el
conocimiento y cuando se despertaba horas después volvía a tener dolores.

La vida en la posada comenzaba poco antes del amanecer. Mandril daba de comer a las
bestias a primera hora y abría todas las puertas para recibir nuevos clientes.
Sonda bajaba temprano a la cocina. Servía un desayuno básico de fruta, queso y pan; en
ocasiones también huevos duros. Los clientes que habían llegado la noche anterior solían
dormir hasta la hora de comer, pero los que salían por la mañana bajaban a tomar el
desayuno antes de marcharse. El trío de forasteros acompañados del gato se sentaron en
la barra para desayunar. Sonda les sirvió los platos con queso y fruta acompañados de
vino dulce. La mujer hizo amago de sonreír a los viajeros. – ¿Han disfrutado de su
estancia?
El chico acabó de masticar un pedazo de queso y manzana temprana y respondió – Ha
estado bien, podría haber disfrutado más de mi estancia, pero ha sido aceptable.
El hombre de gran envergadura, que tal vez fuera el padre del chico lo miró con el ceño
fruncido y luego contestó a Sonda. – Hemos disfrutado; en nuestro próximo viaje al sur
repetiremos; sin duda. Su marido es un hombre muy agradable, espero que se mejore;
¿Sabe si le ha servido lo que le he dado para la pierna?

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La mujer no entendía la pregunta. La noche anterior cuando se fue a dormir, Homan ya
roncaba con fuerza así que no había hablado todavía con él. – No se ha despertado
todavía, cuando baje se lo preguntaré. Le ayude o no con su dolencia, seguro que le está
muy agradecido. ¿Más vino?
El hombre negó con la cabeza y sonrió. Sonda fue a servir a las otras mesas, cuando
Tandra bajó las escaleras. – Vete preparando los patatos para la comida y saca el pescado
en salazón del arcón del fondo de la cocina.
Varios clientes nuevos acababan de entrar por la puerta, hombres conocidos, mercaderes
de telas del sur. Mandril acompañó a los caballos a la cuadra y los nuevos clientes
solicitaron a Sonda una habitación.
En la barra, el grupo que formaba el hombre gigantesco, el chico repelente y la joven
pelirroja terminaba su desayuno y se disponían a partir. – Muchas gracias por hospedarse
con nosotros, ¡que tengan buen viaje!
La muchacha pelirroja sonrió y asintió con la cabeza, el hombre le hizo una especie de
reverencia y el chico maleducado marchaba con prisa delante de ellos e hizo un gesto
con la mano.
La mañana estaba siendo más calurosa de lo normal. Abrió la ventana de la cocina y le
dio órdenes a Tandra sobre como preparar el pescado; la muchacha no podía ser más
torpe, no aprendía nada. Sonda se daba aire fresco con un abanico que había comprado a
un comerciante del sur; mientras observaba a la chica con desesperación. Cuando la olla
estaba puesta al fuego, puso a la muchacha a remover con una cuchara de madera el
contenido. – No dejes de remover o se pegará.– Y salió a la barra. Mandril estaba de
rodillas en el suelo fregando una mancha de vómito de un comerciante que ya estaba
borracho. Sonda miró a las escaleras y vio aparecer unos pies, los de su marido. Homan
bajaba las escaleras sin su muleta. La mujer salió de la barra y se dirigió corriendo a las
escaleras; una cosa era forzar que su marido se desplazase sólo a todas partes y otra era
dejar que se cayera rodando y se partiera la otra pierna. Cuando estaba llegando vio que
Homan bajaba sin sujetarse a ningún sitio, con una sonrisa exagerada en el rostro y
disfrutando de cada escalón. –¡No me duele mujer! ¡Por Ten! ¡Puedo mover la pierna!

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Arriba

Mallyak se sentía cansada. La subida hacia el Pico Gris era pronunciada y eterna,
llevaban ya cuatro horas caminando sin descanso con el sol casi sobre sus cabezas. La
senda era ancha, y la sombra sólo cubría una parte muy pequeña de la orilla del camino.
Terkin empujaba una carreta de madera donde llevaban la mercancía. Viajaban sin
caballos, únicamente con sus bultos y la carreta repleta de paquetes y bolsas de cuero.
Aius, el chico que resultó ser sobrino de Terkin, cargaba con una bolsa de cuero como la
de Mallyak pero con el doble de peso.

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 Sólo una hora más...– Mascullaba Terkin mientras empujaba la carreta. – Sólo una
hora y llegaremos al refugio.
El refugio estaba a medio camino en la subida, la senda se adentraba en el bosque hacia
el este y los pastores lo habían construido recientemente; se trataba de un techo de
madera, robusto, sujeto con columnas de planta cuadrada; Un espacio a la sombra donde
descansar y comer.
Habían pasado ya tres días viajando. El bosque Muerto supuso un reto; la oscuridad era
absoluta, la espesura de los árboles Nópalos en la copa era abrumadora, se mezclaban
entre ellos y formaban un techo de hojas y ramas, que amortiguaban parte de la lluvia y
también la luz del sol, apenas crecía hierba, sólo los matorrales de Bayas de Arena
sobrevivían en aquel lugar. La primera noche caminaron casi hasta el amanecer,
atravesaron el bosque iluminándose con una lámpara de aceite; escuchando a lo lejos el
sonido de los zorros y las águilas. Alejarse de la ciudad era lo más inteligente, los
últimos acontecimientos no hacían que fuera favorable atravesar las calles de Cypres; los
Guardias por la Seguridad estarían buscando responsables, y se contentarían con
ajusticiar a unos hombres de las cavernas para acallar el clamor de los ciudadanos.
Acamparon junto a un riachuelo y comieron algo de carne seca y manzanas antes de
dormir. Mallyak estaba cansada, apenas había hablado durante el camino, Zao dormía en
la carreta que empujaba Terkin y ella intentaba aparentar valentía con los ojos muy
abiertos.
 Entonces, ¿Vivís en cavernas?– Le había preguntado Mallyak a Terkin.
El hombre terminaba su trozo de carne seca y se tumbaba al lado del fuego para dormir.
– Llevas todo el camino callada y ¿hablas ahora muchacha?. Vivimos en cuevas, algunas
subterráneas, junto al mar. Pero ahora voy a dormir. Aius hace la primera guardia.
Intenta descansar.– Le había dicho el hombre.
La joven asintió y se acurrucó junto al fuego con Zao; se tapó con la capa de lana y se
quedó dormida al instante. Terkin la despertó al medio día. Continuaron el viaje rumbo
al norte, atravesando el Río Ceniza más al este de lo que ella conocía. Aius pescó una
trucha gorda con una red que llevaba consigo; él mismo preparó el pescado con unos
ajos verdes y peras que llevaban en la carreta, fue una comida deliciosa; cuando

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terminaron le dieron las sobras a la gata.
Terkin le contó que no eran salvajes, en las Cuevas tenían leyes, y todas las decisiones
importantes se votaban. Era un gobierno matriarcal. Las comunidades eran fuertes,
muchos vivían en las cuevas y otros en la superficie; tenían escuelas y talleres; y no
comían niños, ni personas, claro. No había rutas comerciales con las grandes ciudades,
eran casi autosuficientes; pero un par de veces al año varios de ellos viajaban al sur, o
más al norte para comprar útiles, hacer trueques y comprar algún libro. Mallyak no salía
de su asombro. – ¿Tenéis libros? ¡Ni siquiera yo tengo libros!
Terkin se había reído con fuerza ante la fascinación de la muchacha. – No tenemos
muchos, pero sí compramos uno cada año. Tenemos pescadores que comercian con otros
pueblos y conseguimos monedas de oro, con ello viajamos para comprar lo necesario,
entre otras cosas libros, sí. –
Aius apenas hablaba con Mallyak, en ocasiones le sonreía de forma forzada, pero no le
preguntaba nada. Con Zao se llevaba bien, y eso lo agradecía pero no sabía qué pensar
de él.
La joven estaba entusiasmada con conocer de una vez aquellas cuevas. Pero el viaje era
largo y tedioso. Después del festín de la trucha siguieron por rutas secundarias hacia el
valle, atravesaron extensiones infinitas de cultivos de secano casi sin cruzarse con nadie,
los caminos empedrados hacían que todos empujasen la carreta; los descansos eran
cortos y las caminatas prolongadas.
La última noche habían dormido en una posada, la única antes de atravesar las montañas
rumbo al norte. Terkin nunca se había alojado allí, para ir hasta Cyrpres desde los
pueblos de la costa habían viajado en barco hasta la costa occidental.
La cama en la posada le pareció la más mullida del mundo, el colchón era de lana y
aunque la habitación era húmeda y oscura, fue el mejor descanso de su vida.
El dueño de la posada era un hombre agradable. El lugar estaba lleno de viajeros y
servían grandes cuencos de comida. Terkin no dejaba de decirle que comiera todo lo que
le entrase en las tripas siempre que pudiera. – Nunca sabes qué puede pasar y hasta
cuando volverás a probar bocado y tú eres alta y estás escuchimizada niña. Nos quedan
casi 5 días más de marcha así que come todo lo que se te ponga por delante o te quedarás

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en los huesos.– Lo último provocó una carcajada sonora en Aius y un rubor incontrolado
en la muchacha.
Aquel día decidió hacer caso a Terkin y comer todo lo que podía. En el comedor de la
posada podías comer doble ración si todavía quedaba para cuando hubieras acabado el
primer cuenco, así que no lo pensó dos veces y comió doble de un potaje bastante denso
y viscoso pero contundente y sabroso y se ayudó de dos jarras de cerveza para tragar la
comida.
Su actividad en la posada consistía en comer y dormir, Zao hizo lo mismo y Los
hombres de las cavernas la imitaron. Al siguiente día a primera hora de la mañana y
después de desayunar ya estaban en marcha, cuesta arriba por la senda hacia el Pico gris;
y allí se encontraban cuatro horas más tarde, deseando llegar a aquel refugio del que
hablaban en la posada. Por fin atisbaron una señal en lo que era la cuesta más larga del
mundo, un tronco con una señal de madera clavada y una flecha grabada en bajo relieve
apuntando a la derecha. Terkin respiraba fuertemente por la boca mientras empujaba con
fuerza la carreta. –¡Por fin!– Mallyak y Aius lo ayudaron a empujar hasta llegar al
saliente. El suelo estaba empedrado, pero no inclinado. Empujaron un poco más hasta el
refugio y allí se dejaron caer al suelo bajo el techo que les protegía del sol.
Un descanso más que merecido, necesario para recuperar el aliento y beber agua.
Mallyak tenía ganas de dormir, quería quedarse tumbada para siempre en aquella sombra
rodeada de encinas y pájaros cantores. Cerró los ojos lentamente y se dejó llevar por el
sonido de la naturaleza y la brisa cálida que pasaba entre los árboles. – Niña, no te
duermas, no tardaremos mucho en seguir. Ya habrá tiempo de descansar cuando
lleguemos a la cima. – Le dijo Terkin entre trago y trago de agua. Mientras Aius vaciaba
la vejiga tras un árbol.
 No me voy a dormir, sólo quiero descansar... Para siempre...– Contestó la chica en
un susurro.
 Luego te costará más coger ritmo, espabílate muchacha.
De pronto Aius apareció corriendo entre los árboles. – ¡Arriba Mallyak! ¡Tío, se oyen
caballos en el bosque, muy cerca!
Terkin se incorporó y puso la mano sobre la espada corta que le colgaba del cinto. –Niña,

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levántate; estate alerta y no te separes de mí.
Los caballos se aproximaban al trote por el bosque. Mallyak se incorporó y recordó el
puñal que llevaba en la bolsa de cuero, lo buscó y se lo metió en un bolso externo del
vestido para ocultarlo.
En el claro aparecieron tres caballos de pelaje largo y oscuro, robustos y ágiles, y sobre
ellos, tres hombres sucios y corpulentos.
Aius se colocó a la izquierda de Terkin con Mallyak y la carretilla detrás.
Uno de los hombres se adelantó y sonrió. – ¡Saludos! ¿Sois comerciantes rumbo al norte
o rumbo al sur?
Terkin se adelantó y sin soltar la mano de la espada contestó. – No comerciamos con
nada, mi sobrino y yo volvemos a casa, rumbo al norte. Y estábamos a punto de
continuar nuestro viaje.
El hombre que había hablado se bajó del caballo. – ¿De qué zona del norte habláis?
Nunca os hemos visto por aquí.
Aius dio un paso al frente portando un hacha oxidada en su mano derecha, que por el
aspecto no parecía que la usase como arma; más bien para cortar troncos para leña con
dificultad. – ¿Qué os importa? ¿Por qué deberíais habernos visto?
El hombre mugriento soltó una sonora y ofensiva risotada. – Sin duda, sois forasteros,
porque no conocéis las tasas.
Terkin agarró a su joven sobrino de la muñeca haciéndole una señal de retroceder y se
dirigió con calma al hombre; que ahora estaba frente a él y también tenía su mano sobre
una espada mucho mayor que la de Terkin. – ¿De qué tasas estáis hablando?
Desconocíamos que hubiera que pagar por atravesar la cordillera, creíamos que ya es
bastante duro atravesarla; sobretodo sin caballos; como podéis comprobar. – El hombre
de las cavernas, que le sacaba una cabeza y media al hombre mugriento, señaló a la
carreta.
 Me llamo Xaos, estos son mis ayudantes de recaudación, Antar y Novan y...
¡Vaya! Por lo que veo lleváis más mercancía de la que creía. – Dijo el hombre
asqueroso señalando a Mallyak. – ¿Es vuestra? ¿Una prostituta para haceros más
ameno el camino? Eso se paga con un suplemento en el impuesto de nuestra

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montaña.
Mallyak metió la mano en el bolsillo del vestido y agarró el puñal de su tía con fuerza.
La cara de Terkin se encendió y dio un paso al frente. – Cuida tu lenguaje, estáis
hablando de mi hija; llevamos provisiones a nuestro pueblo y queremos continuar con
nuestro viaje de inmediato.
Los ayudantes del tal Xaos bajaron de los caballos y se pusieron a la altura de este.
 No os parecéis en nada, ¿No será que la quieres sólo para ti? ¿Os turnáis para
fornicar entre vosotros? Ya os he dicho que tendréis que pagar un suplemento por
llevarla. A no ser... Que nos la dejéis un rato; prometo ser bueno con ella. ¡Ja ja ja!
Y así podréis marcharos sin pagar las tasas. Es una buena oferta, yo la aceptaría si
fuera tú, gigantón.
Apenas le dio tiempo a terminar la frase cuando Terkin ya se había abalanzado sobre él
con su pequeña espada en la mano; Mallyak no sabía si la espada era realmente pequeña
o es que en la mano de Terkin una espada de tamaño normal parecía ridícula. Pero a
pesar de la corpulencia y altura del hombre, se manejaba tan rápido como cualquier otro
en combate. Sin darse cuenta, Mallyak se vio portando el puñal con la mano izquierda y
con la espalda pegada a la carreta; donde Zao se había refugiado al escuchar el sonido de
los caballos. Mientras ella miraba a un lado y a otro sin saber qué hacer, Terkin con su
espada y Aius con su inservible hacha asestaban golpes a Xaos y a sus ayudantes de
recaudación. Era un espectáculo confuso y torpe, los hombres de Xaos no manejaban
sus espadas con demasiada precisión, y los hombres de las cavernas daban la sensación
de no tener que recurrir a las armas con frecuencia; aunque sabían defenderse. A Mallyak
le temblaban las piernas y los brazos y tenía la sensación de haber vaciado la vejiga
involuntariamente, aunque poco le importaba. No paraba de mirar a un lado y a otro para
no perder de vista a los hombres que intentaban matar a sus compañeros de viaje. De
pronto Xaos grito. – ¡Novan coge a la chica!– mientras intentaba esquivar una estocada
de Terkin que le pasó rozando el costado. Mallyak vio que el hombre llamado Novan se
acercaba a ella espada en mano. – Tranquila muchacha, no te haré nada; todavía, ¡ja ja
ja! Suelta eso anda...
Mallyak intentaba lanzar cuchilladas mientras rodeaba la carreta y las lágrimas le

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recorrían las mejillas. – ¡No te acerques a mí!
El hombre sonreía mientras se acercaba despacio; su intención sin duda era quitarle el
puñal oxidado de su tía de las manos, y atraparla; pero no le iba a dejar que la cogiera
viva. – ¡No te acerques!
Novan era un hombre sucio y maloliente y con una sonrisa podrida y repugnante.–
¿Quieres matarme con eso? ¡Ja ja ja! Anda, dámelo...
De pronto vio como un hacha oxidada, unida a un brazo firme y delgado, aparecía por su
izquierda y se le clavaba al repulsivo hombre en el cuello. La sangre le salpicó la cara, el
cuello, el pecho, el vestido, los pies... Y el hombre se desplomó al suelo entre violentas
convulsiones. Detrás estaba Aius, mirándola jadeante; entretanto al fondo de la escena,
Terkin arrancaba su espada ensartada del estómago de Antar, el otro nauseabundo
ayudante de Xaos; mientras este último, sentado a los pies de una encina, herido,
entregaba su espada al gigante de las cavernas; con actitud mansa y pasiva.
Aius la miró de arriba a abajo y vio el puñal oxidado. – ¿Qué pensabas hacer con eso?–
Mallyak se limpiaba la cara con las manos. – Tu hacha también está oxidada.
– Tienes mucho que aprender. – El muchacho se fue en dirección a Terkin mientras
Mallyak buscaba a Zao en la carreta, entre varias telas de lino teñidas de rojo, la gata se
había quedado dormida. Dio gracias por ello.
Terkin le entregaba la espada del tal Xaos a Aius. – Es acero del bueno. – Y miró al
hombre herido. – No te mataremos, sólo nos estábamos defendiendo, no somos
verdugos. La herida no es grabe, te curarás. Yo que tú, no tardaría en marcharme de aquí,
la sangre atraerá a los lobos y quién sabe cuántas bestias más habrá por esta zona. Espero
que hayas aprendido algo.
Xaos jadeaba mientras se apretaba la herida con las dos manos. Terkin y Aius guardaron
las armas de los muertos en la carreta y la empujaron entre todos hasta la senda. Mallyak
miró a Xaos mientras se marchaban, le repugnaba aún más en aquel estado, no sintió
pena por él. Deseó que muriera. Deseó que los lobos se lo comieran aquella noche.

Continuaron el camino hacia la cima sin cruzarse con nadie y sin hablar. De vez en
cuando Aius miraba a Mallyak; esta no sabría adivinar con que actitud lo hacía. Tenía el

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vestido cubierto de sangre, inservible, tendría que teñirlo de negro si quería conservarlo;
aunque siendo optimista no serviría ni para retales de otro que hubiera podido coser su
tía. El olor a sangre le repugnaba, la gata no se le acercaba mucho, era un olor
nauseabundo, el vestido se estaba secando y endureciendo por el sol. Sentía un impulso
natural de desnudarse pero la vergüenza le podía. Se sentía una fracasada por no saber
defenderse ni usar un estúpido puñal. Había presenciado un combate a muerte y había
sobrevivido pero no gracias a ella.
Terkin y Aius empujaban la carreta sin hablar. La prisa por llegar arriba había crecido
tras el encontronazo con los recaudadores; Mallyak tenía la sensación involuntaria de ir
acompañada de dos asesinos; no en el punto de vista negativo, claro. Pero cualquiera se
daría cuenta de que no era su primera vez.
El sol se ocultaba tras las montañas, aun quedaban varias horas de luz pero sin duda iban
a ser poco calurosas con suerte.
Una hora después llegaban a la cima del Pico Gris sin poder creérselo. – En los mapas y
las conversaciones no resultaba tan duro...– Le dijo Aius a su tío empujando la carreta
hasta la orilla de un arroyo.
Terkin se sentó en el suelo mientras jadeaba lentamente – Debemos preparar un fuego
para ahuyentar a las bestias, estamos en campo abierto, no hay empalizadas ni verjas que
nos protejan. Niña, no te separes; y si quieres que tu gata no se convierta en la comida de
algún otro animal, mantenla junto a la lumbre. Esta noche hará frío, montaremos una
tienda y dormiremos bajo pieles.
Mallyak asintió y ayudó a Aius a buscar madera para hacer fuego. Luego decidió que ya
era hora de limpiarse la sangre y cambiarse de ropa. – Estaré detrás de ese árbol en el
arroyo, necesito lavarme y quitarme la peste de ese hijo de puta.
Terkin abrió los ojos sorprendido. –¿Desde cuándo hablas así? ¡Ja ja ja! Luego
hablaremos sobre lo que ha pasado hoy. No vayas muy lejos.
Mallyak se ocultó tras un sorpo que parecía brotar del río, las raíces se adentraban en el
agua y creaban preciosas ondas diminutas. Se quitó el vestido ensangrentado y se metió
en el agua. Estaba más fría de lo que esperaba, pero no tenía otra opción; se recogió el
pelo, se agachó y se quedó flotando en las aguas heladas del Pico Gris; cogió una piedra

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y frotó la piel con fuerza allí donde la sangre se había secado, incluida la cara. Luego se
secó con la capa de lana, se puso el vestido verde y se cubrió con la túnica entretejida de
lana gris que llevaba en el bolso. Se soltó el pelo y se puso las botas de cuero. Allí arriba
hacía un frío invernal.
En el campamento el fuego ya estaba encendido y Terkin pelaba unos patatos y los metía
en una olla, Aius afilaba su hacha mientras mantenían una conversación.
 Sabía que no era buena idea que viajara desarmado. Fue una jodida suerte tener el
hacha de la leña. – Decía el joven a su tío.
 ¿Quién podía predecir lo que pasó? Todavía no tienes una espada propia; no me
pareció que fuéramos a usar las armas. ¡Nadie me dijo nada de unas tasas
fronterizas! ¡Eran unos malditos ladrones sureños! Pero esta vez tuvieron mala
suerte.
Mallyak se sentó junto al fuego y puso la capa de lana cerca para que se secase. Zao se le
sentó encima. – ¿Podrías enseñarme a afilar mi puñal?– Le preguntó al muchacho.
El joven la miró perplejo – La pregunta es “¿Podrías enseñarme a usar un puñal?” ¡Ja ja
ja! ¡Maldita cría!
La muchacha se sintió avergonzada. Terkin le puso la mano sobre el hombro – ¿De
dónde sacaste el puñal?
 Era de mi tía, lo guardaba bajo la cama, pero nunca le vi usarlo. Antes de
marcharme de la ciudad lo recordé y pensé que sería buena idea llevármelo, pero
nunca he tenido que luchar. Aunque sí me gustaría aprender.
Aius parecía enfadado, Mallyak no llegaba a comprender la razón de su antipatía con
ella. Terkin se daba cuenta y lo ignoraba pero parecía cansado de la situación. – No sois
tan distintos, deberías de ser más amable con la chica si no quieres que en cuanto
lleguemos hable con Ornak y no te deje tocar una espada en un mes.
El muchacho miró a su tío con cara de pocos amigos pero siguió afilando su hacha.
Terkin miró a Mallyak sonriente – Ornak es el maestro de armas de las Aldeas del
Camino de Arena, Aius entrena cada día con él, es parte de la formación que tenemos
desde pequeños.
 ¿Y qué más formación tenéis? – Preguntó la chica mientras acariciaba a la gata.

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Terkin metió unas azuelgas y unas zanahorias moradas en la olla junto a los patatos y el
agua, y lo puso al fuego.
 Tenemos maestros y también maestras. Los niños aprenden desde pequeños a ser
independiente aunque familiares, aprenden a distinguir setas y plantas venenosas
así como medicinales en el bosque, frutos comestibles, y a hacer ungüentos
curativos, también las antiguas letras y números, cosas útiles como confeccionar
ropa o calzado, pescar o cazar.
Mallyak no sabía si había un lugar para ella en todo aquello, sólo sabía que provenía de
aquellas tierras y que tal vez cuando estuviera allí, sabría donde encajar.
Aquella noche cenaron el estofado de patatos y durmieron apilados en la tienda junto al
fuego y cubiertos de pieles. La gata se acurrucó junto a Aius, parecía ignorar el poco
aprecio que este demostraba por la muchacha.
A la mañana siguiente se despertaron con la salida del sol, los pájaros volaban sobre la
tienda, y una capa de escarcha cubría la llanura donde se encontraban, sin las pieles que
Terkin llevaba en la carreta habrían muerto de frío.
El hombre repartió unas manzanas pequeñas y recogió unas piedras blanquecinas y
gastadas del tamaño de la cabeza de Zao que estaban colocadas formando un círculo al
rededor de la tienda.
 ¿Qué son?– Preguntó la chica.
 Las coloqué ayer para protegernos de los lobos.
 ¿Cómo unas piedras van a protegernos de los animales salvajes?
 Eso puede que también lo aprendas.
Aius lo miró con disgusto pero no dijo nada, guardó en la carreta las pieles y la tienda y
fue a recoger agua al arroyo. Mallyak no se imaginaba aprendiendo cosas nuevas que no
estuvieran relacionadas con el arte; pero se sintió acogida cuando Terkin dijo aquello,
estaba deseosa de llegar de una maldita vez a aquellas tierras tan especiales y comprobar
si toda aquella gente tenían los ojos amarillos como su tía y su madre.
Terkin sacó un mapa y señaló la ruta que tomarían, la intención era atravesar el bosque
que se cernía ante ellos mientras el sol reinara en el cielo, era importante llegar al
Embalse de La Luna antes del anochecer para no ser presa fácil de los depredadores. Era

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el camino más corto pero también el más peligroso, poca gente se adentraba en aquella
senda, la mayoría rodeaban por el río hacía las montañas del este, lo que suponía casi
tres días más de viaje. Para Terkin cada día era demasiado valioso como para perderlo en
el camino; y el bosque era la mejor opción.
 Comeremos algo sobre la marcha, no pararemos hasta llegar al campamento.
Según parecía había un campamento oficial en el Valle de La Luna, un lugar bastante
seguro de los animales salvajes y los bandidos, frecuentado a menudo por los
comerciantes de la ruta y donde posiblemente podrían comprar provisiones.
 No perdamos tiempo chicos. Pongámonos en marcha. Cuanto antes salgamos, más
posibilidades habrá de llegar con el sol todavía alumbrándonos; no nos podemos
arriesgar a lo contrario.
Mallyak se cambió las botas por las sandalias, se echó el bolso de cuero al hombro y los
tres emprendieron el camino con Zao encabezando la marcha.

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Cypres II

La ciudad amanecía como de costumbre, con olor a nuez tostada y violetas, el sol
emergiendo tras el tejado del Edificio de Leyes y los cánticos de las lavanderas en las
casas de trabajo de la Calle Central.
Un día de verano en Cypres, cada día más triste que el anterior, cada día más opaco sin
desmerecer al sol, pero no era luz suficiente para Lareo.
El joven sentía pinchazos en la sien cada mañana al levantarse, aquel día despertó a su
hermano Thinan, que dormía a su lado, como cada día para ir a la escuela y preparaba un
desayuno de tortas de maíz y mermelada de ciruelas. Su madre ya llevaría varias horas
trabajando y asegurarse de que Thinan y Marag, su hermana pequeña, llegasen puntuales
antes de comenzar su jornada era su deber cada mañana. La niña siempre remoloneaba
en el desayuno y cuando se descuidaba los encontraba a ambos peleando en el suelo bajo
la mesa.
Aquel día la razón de la discusión venía por una niña de la escuela, amiga de Marag;
quien la defendía ante su hermano que parecía tener algún tipo de odio inexplicable
hacia la cría, probablemente le gustase y para llamar su atención fuera antipático por
puro capricho. Fuera lo que fuere a Lareo no le importaba, eran cosas de chiquillos y él

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tenía otras cosas más importantes en mente. Se aseguró de que sus hermanos se
comieran todo el desayuno y llevasen lo necesario antes de salir de casa.
Dos calles más abajo se encontraba la Escuela infantil para niños de las calles Central, la
calle Dos y la calle Tres. Allí estudiaban los hijos de los nobles, los militares, y los
artesanos y maestros más acaudalados. Ellos no eran nada de eso, claro, y por ello los
niños sufrían las burlas constantes de los críos más pedantes y ricos de la escuela.
Mahna, su madre, se había casado con su padre un año antes de que él naciera, el
hombre resultó ser un pobre diablo, pescador en los mares del oeste que se pasaba largas
temporadas en el mar y venía a la ciudad a dejar embarazada a su madre y beberse todo
el vino de cada una de las tabernas de la urbe. Así pasaron los años hasta que un día no
volvió. Un hombre que dijo ser su encargado en alta mar le trajo a su madre las únicas
pertenencias que le quedaban al hombre; que consistía en dos monedas de oro, una
botella de licor rancio y un pergamino que resultó ser falso sobre la posesión de una
cuenta en un banco de la ciudad. Al parecer se había caído por la borda en plena
tempestad debido a una borrachera que no lo dejaba nunca sólo.
Su abuelo había querido casar a su madre con un alto cargo militar sin éxito. Disfrutaba
de una posición aventajada en Cypres y desde la muerte de su padre había querido
hacerse cargo de la educación de sus nietos pequeños, Lareo al estar ya crecido no
necesitaba de esos favores según su abuelo.
Una vez se aseguró de que los críos entrasen en la escuela sin percances prosiguió su
camino en dirección a su primer trabajo; el taller de carpintería del Maestro Poth, donde
ayudaba en la construcción de muebles y en alguna ocasión estructuras para casas
nobiliares. La elaboración de pigmentos para maestros artistas no le aportaba mucha
riqueza, la mayoría de los maestros se fabricaban sus propios mejunjes y tenía que
trabajar duro para conseguir resultados destacados que llamasen la atención de los
artistas consagrados.
En el trabajo se le encomendó la tarea de lijar un armario que el Maestro había tallado y
montado para un convento de Ciudatta. Mientras pulía la madera no dejaba de pensar en
Mallyak, estaba enfadado; y eso no cambiaría nunca. Llevaba menos de una semana
fuera de la ciudad y le había parecido un año. No podía creer que no se hubiera

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despedido, aunque la disculpaba por haber estado en shock probablemente por la muerte
de su tía, otros días la odiaba como a nadie. Al día siguiente de la muerte de Sheana fue
al taller del Maestro Marone con una cesta de frambuesas silvestres del Bosque Azul que
se le calló al suelo en cuanto Saco le abrió la puerta. Nunca había sentido simpatía por el
chico, pero lo respetaba por Mallyak, aunque no entendía por qué la chica perdía tanto el
tiempo visitando las calles del sur si ya nada le quedaba allí.
Saco le había abierto la puerta de forma profesional y le había preguntado qué quería.
Sin duda el estúpido no lo recordaba aunque su amiga los había presentado hacía unos
años en el mercado y ya se habían cruzado varias veces más. No odiaba a Saco pero se
imaginaba que Mallyak lo prefería a él, y tenía la confirmación ante su cara. Le había
dejado la casa y el trabajo a aquel chico innecesario y ni siquiera se había despedido de
él. Por lo menos Marone le ofreció el consuelo de un vaso de cerveza después del trabajo
para explicarle al muchacho las razones de la chica para dejar la ciudad. Aquello no
había acabado, claro que no, no quería creer que hubiera abandonado su casa y su trabajo
y se hubiera marchado de repente, no quería creer que lo hubiera abandonado sin darse
cuenta del daño que le hacía. En los años que conocía a Mallyak nunca había
mencionado nada sobre su inquietud más allá de Cypres, sus únicas aspiraciones estaban
relacionadas con el arte y con su tía y no podía creerse que la muerte de Sheana hubiera
provocado en la muchacha deseos ocultos de huída o aventura. Eso sí que no. La mayor
aventura a la que Mallyak aspiraba era pasear más allá del Bosque Azul y presenciar la
puesta de sol con su gata, niñerías y diversiones poco peligrosas.
La jornada de trabajo fue dura pero productiva, antes de volver a casa debía pasar por el
taller de un pintor y comprar la cena en el mercado. El calor era insoportable a media
tarde, los niños jugaban en la fuente de la plaza Mayor; calle abajo en dirección a la calle
Cinco el caballo de un guardia yacía desmayado en el suelo a causa del calor, varios
guardias y un hombre pelirrojo le daban de beber mientras el animal se reponía. Se
acordó de Mallyak y de su pelo, largo y rizado; ondulante y suave como una manta
rojiza con la que poder cubrirse frente al fuego en invierno. Se obligó a dejar de pensar
en la chica, sintió ira y decidió que ya no le gustaba, no le gustaba su pelo rojo ni sus
ojos almendrados, no le gustaban sus pies descalzos ni su sonrisa al acariciar a su gata.

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Ya no pensaría en ella de esa manera, le importaría lo mismo que él a ella y no volvería a
hablar de ella con Marone. Cruzó la calle y atravesó la plaza de las Dulces Reinas repleta
de prostitutas a aquella hora. Las mujeres siempre le ofrecían sus servicios y lo
agarraban de la camisa al pasar; a muchas ya las conocía e incluso se paraba a charlar
con ellas de camino a algún taller, varias de ellas eran muy jóvenes, no mayores que él
aunque la mayoría de ellas negaban saber su edad como pasaba con gran parte de la
población del sur de Cypres. Ni siquiera Mallyak sabía decir con exactitud los años que
tenía. Sin querer ya estaba pensando en la muchacha de nuevo y se odio a sí mismo.
A última hora de la tarde ya había visitado a varios artistas, tenía encargos para una
semana y parecía que había un nuevo maestro en la ciudad, al oeste, que necesitaba de
pigmentos según le habían dicho, así que decidió visitarlo a ultima hora después de pasar
por el mercado. Compró fruta y pan de centeno, un barril pequeño de vino dulce de las
tierras del este y unos zapatos nuevos de cuero de nortón; dejó la mercancía en casa y se
dirigió hacía la calle de los Arbores a visitar al nuevo Maestro. Bajó dos calles y giró a la
derecha, atravesó un callejón oscuro, la calle de La Luna, y cuando se quiso dar cuenta
estaba frente a la casa de su amiga. Aquella parte de la ciudad era principalmente
residencia de artesanos y trabajadores prósperos distribuidos en casas adosadas y
pequeñitas; pequeños talleres o casas taller. Avanzó por la calle con el sol a su derecha
sin levantar la vista de la casita de Mallyak; sintió un leve olor a quemado y según iba
acercándose el humo se hacía más denso y gris. De inmediato vio que salía por el vano
de una ventana abierta y sin pensarlo dos veces corrió hacia la puerta que al empujar se
abrió sola, entró en la estancia y encontró una mujer morena de espaldas intentando
apagar el fuego golpeándolo con un trapo sin éxito. La joven giró la cabeza y vio al
muchacho de pie en la puerta. – ¡El barril! ¡Ayúdame!– Lareo vio en la puerta opuesta
de la habitación una tina grande llena de agua, Era un recipiente tan alto como su
hermano pequeño y pesaba dos veces más, la joven corrió a ayudarle y entre los dos lo
acercaron hasta las llamas y lo bascularon ahogando así el pequeño incendio que había
carbonizado varios enseres. La mujer desesperada se sentó en el suelo ahora encharcado
y entre jadeos articulaba difícilmente palabras sueltas, puede que en otro idioma. El
chico se recompuso y se sentó en una silla. –¿Quién eres tú? ¿Qué haces aquí?

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La muchacha lo miró con cara de pocos amigos. – Yo vivo aquí.
El chico se limpió el sudor de la frente con la mano. – Pensé que aquí vivía el tal Saco.
La chica se levantó del suelo, tenía la piel aceitunada y los labios gruesos, el rostro
cansado y las cejas recientemente quemadas. – Sí, y me va a matar cuando vea esto. – Le
tendió la mano izquierda al muchacho. – Soy Cota.
El chico le tendió también la mano y sonrió. – Lareo. ¿Eres la amiga de Mallyak? ¿Qué
ocurrió aquí?
La joven se encogió de hombros – Varios papeles de Saco se quemaron con una vela; no
debió haberlos dejado ahí. Y yo estaba en el patio, cuando entré el fuego ya se había
extendido. ¿Conoces a Mallyak?
Lareo abrió bien las ventanas y la puerta. – Yo la visitaba a menudo en su taller, trabajo
con algunos Maestros fabricando pigmentos. Iba de camino a un taller cuando vi el
humo. ¿Eres...? ¿Estáis casados?
La joven soltó una carcajada graciosa que retumbó en las paredes quemadas de la casa –
¿Saco y yo? Que vivamos juntos no significa que seamos una pareja romántica. Solo
compartimos intereses comunes y casa.
Lareo no sintió alivio al oír aquello. – Hablas muy bien para ser... – Según formulaba su
frase se daba cuenta de su error. La joven caminó hacia el chico con el rostro serio. – Si
has venido a insultarme puedes ahorrártelo, no soy una cría de la Central a la que puedas
amedrentar. Que haya nacido entre barro y mierda no significa que sea una rata de
alcantarilla, he trabajado toda mi vida para salir a delante y poder estudiar con algunos
de vuestros maestros más cultos. – Cota hacía gestos descarados y se señalaba con las
manos.–Los niños de las calles del sur tenemos nuestros recursos.
El chico no sabía que responder, sólo conocía a una mujer capaz de hacerle sentir así, y
una vez más se encontró pensando en su amiga ausente. – Lo siento. No quería...– El
muchacho titubeó – ¿Quieres...? Te invito a cenar.
Las palabras le salieron solas, no conocía a aquella muchacha, parecía peligrosa y
grosera, inteligente pero violenta al mismo tiempo, un poco mayor que Mallyak y vivía
en su casa. Había algo en ella que le gustaba aunque no sabía qué era.
La chica sonrió y se limpió la cara manchada de cenizas con un paño húmedo. –

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¿Quieres alimentarme chico? ¿Es porque piensas que tengo hambre, o porque quieres
verme comer?
Lareo no sabía cual era la respuesta correcta y se encogió de hombros. – Siento haberte
ofendido y te quiero compensar. Aunque primero quiero ayudarte a limpiar esto. No
quiero que tu amigo se enfade contigo.
La muchacha parecía molesta una vez más. – ¿Me acabas de conocer y ya me quieres
salvar? Eres todo un caballero. Pero si quieres invitarme a cenar, nos veremos para cenar.
El chico asintió complacido. – Podemos vernos en una hora en la plaza Mayor si quieres.
La chica se recogió el pelo en un moño mientras miraba con curiosidad a Lareo –
¡Quieres cenar en la zona noble! – Le miró a los ojos y le espetó una ruidosa carcajada.
Allí nos veremos entonces. Ahora déjame que arregle esto.
Lareo salió de casa de Mallyak y se dirigió al norte. Se había hecho tarde para visitar al
nuevo miembro de la comunidad artística así que decidió ir a casa y darse un baño antes
de cenar con la chica.
En casa los niños corrían escaleras arriba y abajo gritando y riendo mientras su madre
preparaba un estofado en el fuego. – ¿De dónde vienes?– Le dijo.
El joven se acercó y la besó en la mejilla – De trabajar, como cada día. – Se miró la ropa
y vio que estaba sucia de carbonilla. – He estado en casa de Mallyak y la chica que ahora
vive allí había provocado un incendio sin querer... Y es una larga historia. Me voy a dar
un baño y me marcho otra vez. ¿Necesitas que meta leña para la cocina?
Su madre sonrió y negó con la cabeza; Lareo le acarició el pelo suavemente antes de
subir las escaleras. Sus hermanos tenían una energía inagotable y daban gritos por toda
la casa. Lareo cogió una tina de agua y la llevó a su habitación para llenar la bañera. Se
daba cuenta de que la casa en la que vivían era acomodada, la de Mallyak no se parecía
en nada; era cinco veces más pequeña que la suya y ahora estaba quemada. El chico
nunca había entrado en una casa de las calles del sur, aunque sentía curiosidad por cómo
vivía la gente más pobre, sobretodo después de conocer a Mallyak y escuchar las
historias de la infancia de la chica. Desde pequeño le habían inculcado el miedo a pisar
aquella zona de la ciudad y prefería no ir más allá de la calle Siete.
Después del baño se vistió con un chaleco de cuero y unos pantalones de lino, ayudó a

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su madre a acostar a los niños y se marchó.
Estaba llegando a la Plaza Mayor y atisbó a la chica sentada en las escaleras del edificio
de Riqueza. Cuando se estaba acercando la saludó con la mano y la muchacha se
incorporó. Llevaba un vestido gris, largo y escotado, con una especie de capa fina hasta
la cintura de color marrón; el pelo recogido y un colgante dorado en forma de ojo de
luna. La joven no sonrió – ¿Dónde quieres cenar?
Lareo le ofreció una de sus mejores sonrisas – Hay una taberna dos calles al norte donde
hacen las mejores empanadas de la ciudad.
 Lo dudo mucho, donde mejor se come es en el sur de la ciudad, aunque tú eso no
lo sabes, claro. El ambiente es una mierda pero la comida es de calidad.
El chico la miró fingiendo curiosidad – Puede que otro día.
Dos calles más al norte las casas eran de piedra firme, con pinturas coloridas y tejados
sólidos; y Lareo notaba que la muchacha nunca había estado en aquella parte de Cypres.
La notaba nerviosa. La gente noble muy bien vestida los miraba con descaro, las mujeres
cuchicheaban. Cota provocaba esa reacción, pero la chica ignoraba los comentarios de
forma profesional. Era una joven alta, guapa y con unos pechos prominentes y firmes
que asomaban por encima del vestido y la capa. Pero su piel morena era lo que llamaba
la atención de la gente pudiente; la mayoría de la población noble nunca salía de la
ciudad, allí tenían todo lo que necesitaban y sus familias eran las fundadoras de Cypres.
Lo más lejos que viajaba aquella gente era a Ciudatta, una ciudad al oeste poblada en su
mayoría por religiosos y nobles y donde se encontraba el castillo del gobernador. Allí no
había calles del sur, las murallas que rodeaban la ciudad eran robustas y los guardias no
dudaban antes de disparar una flecha o asestar un golpe de espada. Aquí en Cypres era
distinto, se habían formado suburbios al sur, la zona más peligrosa se encontraba
atravesando el río Ceniza. La muralla rodeaba la ciudad original, edificios oficiales,
talleres, casas de nobles, artesanos y maestros. Más allá de la Séis se empezaron a
construir pequeñas casas pegadas a la muralla; eran casas de trabajadores humildes y
nuevos artesanos que llegaban a la ciudad, la población aumentó en la zona y se
construyó alguna taberna en las afueras, pero poco a poco se perdió el control, la gente
llegaba y se construía pequeñas casas de adobe y paja. Muchos hijos de campesinos

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querían trabajar en la ciudad y acababan estableciéndose allí y así se formaron las Calles
del sur, varias generaciones ya habían nacido y muerto allí y ahora Lareo paseaba por las
calles nobles con una chica de origen simple pero con una cultura sorprendente.
 Nunca había estado aquí. Y sinceramente, salvo por la arquitectura no me había
perdido nada. – Le dijo la muchacha observando las grandes casas con arcos de
medio punto y puertas de madera maciza con ricos grabados de escenas bélicas.
 ¿Sabes algo de arquitectura? Yo soy un completo ignorante. Entiendo un poco de
pintura por mi trabajo, pero el arte no es lo mío.
 Hace varios años estuve trabajando para un Maestro de la Cinco, a cambio me
enseñaba arte. Me dio conocimientos básicos de arquitectura y grabado, aunque
más teóricos que prácticos. Me costó convencerle para que me diera clases, el hijo
de puta decía que el que me dejase trabajar para él ya era toda una recompensa
para una chica como yo. Pero la verdadera artista es Mally, ella es capaz de
cualquier cosa con un pincel en las manos, yo sólo conozco la vida de los
artesanos que crearon belleza hace generaciones.
Giraron a la izquierda y se encontraron con El Hombre Audaz, un edificio de puerta
doble y dos lámparas de aceite a cada lado. Un grupo de hombres borrachos de alta cuna
vaciaban la vejiga contra la pared contigua y una pareja copulaba en una de las esquinas
donde no llegaba la luz de las lámparas. Lareo se sonrojó por la situación y la joven
parecía divertirse. – Esto ya se parece más a la Siete.– Dijo entre risas.– Es como estar
en casa.
Entraron por la puerta y el alboroto en el interior de la taberna era considerable. La barra
estaba llena de hombres con la cara enrojecida que entonaban una canción sobre un
burdel de las montañas del sur y la vieja arrugada que lo regentaba. Mientras, varias
camareras se movían diligentes llevando comida a las mesas.
 Podemos pedir unas empanadas para demostrarte que son las mejores de la
ciudad.– Le dijo el chico mientras buscaba una mesa libre con la mirada.
La muchacha se quitó la capa y sonrió. – Y unas cervezas para tragarlas, claro.
Se sentaron en una mesa redonda con un centro de mesa de velas de cera de abeja
fundidas. La multitud no les miraba, nadie reparaba en la joven chica de piel oscura y

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ella disfrutaba del bullicio.
La velada fue mejor de lo que Lareo hubiera imaginado, la muchacha resultaba bastante
agradable cuando se relajaba, e incluso sonreía sin motivo alguno.
 ¿Echas de menos a Mallyak? – Le había preguntado Cota.
 No se despidió de mí. – Le dijo el muchacho dolido.
La chica notó su disgusto e intentó animarle. – Yo apenas tuve tiempo para hablar con
ella, fue todo muy rápido. Me regaló esto antes de marcharse. – Le señaló un brazalete
que llevaba en el antebrazo izquierdo. – Nunca me lo quito.
 Hubo una cosa. En la cocina de casa de Mallyak encontré una vieja caja de
madera mientras buscaba un cuchillo para la carne. Dentro había una flecha rota
con sangre reseca. Creo que es... Lo que mató a Sheana. – La joven dejó de
sonreír. – Yo la conocía bien, Mally y yo nos criamos juntas. Sheana nos hacía
ropa a los demás niños que vivíamos en la calle, fue como una madre para
muchos de nosotros.
Mientras hablaban, un bardo se acercó a la mesa portando un violín. – ¿Quieren los
enamorados que les toque tal vez El sol de Otoño o La ninfa desnuda?
Lareo intentaba que el músico se marchase entre risas cuando un hombre corpulento de
brazos y pecho peludos y con la cabeza afeitada entró en la taberna cerrando la puerta
tras de sí con un portazo que hizo que un noble borracho se cayera del taburete.
El bardo se marchó y el muchacho miró a Cota sonriente, pero la chica se había tapado
el rostro con la mano mientras se metía en la boca el trozo de empanada que quedaba.
 ¿Qué pasa? – Preguntó Lareo.
 Es hora de largarse. Conozco a ese hombre. En la Once lo responsabilizan de la
muerte de una prostituta.
 Si es así, ¿Por qué no está muerto? Creía que allí abajo os tomabais la ley por
vuestra cuenta.
 Si estuviera muerto, Sheana seguiría viva y Mallyak puede que estuviera cenando
con nosotros ahora mismo. ¿Hay puerta trasera? – Le susurró Cota mientras se
agachaba bajo la mesa y apremiaba a Lareo a seguirla.

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 ¿Qué estás diciendo? – Preguntó Lareo mientras se tiraba bajo la mesa con Cota. –
¿Es quien la mató? ¿Cómo lo sabes?
 ¡Puerta Trasera! ¿Dónde? – Le instó Cota.
Lareo asintió y avanzó a gatas entre varias mesas seguido por la chica. Pasaron por
detrás de un biombo de madera con estampado de rosas de agua y esquivaron a las
camareras que seguían sirviendo comida a las mesas. La taberna estaba colmada de
gente, pero hasta que no salieron por la puerta trasera no se incorporaron
 ¿Por qué nos iba a seguir ese hombre? – Le preguntó el muchacho nervioso, ya en
la calle.
 No hay muchas mujeres como yo en esta ciudad. Y Saco y yo le hemos visto en el
sur, allí las bandas se encargarían de él, eso si llegasen a cogerle. Lo mejor es que
nos vayamos a casa. Nos separaremos en la Plaza Mayor. Es mejor que no te vea
conmigo.
 Estás loca si piensas que voy a dejar que te vayas sola a casa. No vivimos tan
lejos el uno de la otra. – Respondió el chico con el ceño fruncido.
 Oye, te agradezco mucho que quieras demostrar delante de mí esa mierda del
caballero y la dama, pero llegas tarde. – Cota se levantó el vestido y le mostró a
Lareo el puñal que llevaba sujeto con una correa al interior de su muslo izquierdo.
– Dejaré que me acompañes porque tal vez quiera disfrutar de tu compañía un
poco más, pero no tardemos más en irnos.
Lareo prefirió no abrir la boca y a paso ligero tomaron la esquina y bajaron varias calles
hasta la plaza mayor, una vez allí, sin hablar, siguieron caminando cada vez más rápido;
hasta que se encontraron corriendo por las calles oscuras de Cypres en dirección a la
casa de Mallyak.
Cuando llegaron a la Calle de los Artesanos notaron que algo iba mal. La puerta de la
casa estaba entreabierta. Cota empujó la puerta, había una lámpara de aceite encendida
en el suelo, la cogió y vio que a su alrededor estaba todo desordenado. Lareo entró con
ella. – Creí que habías recogido todo.
 Lo hice. Pero alguien ha estado aquí. Enciende el fuego.
Las sillas y la mesa estaban volcadas. Los cojines de retales de la tía de Mallyak estaban

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rotos, había lana y paja por toda la estancia. Un montón de papeles y lo que
probablemente era toda la vajilla de barro, en pedazos decorando el suelo de la
habitación.
Alguien había entrado allí buscando algo y no lo había encontrado. Algo que ya no
estaba. Algo que se había marchado hacía días.

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Ojos de Terkin

La montaña se cernía sobre sus cabezas. La última etapa cuesta arriba del viaje. Una vez
hubieran atravesado la Bruja Nevada ante ellos surgiría una verde llanura infinita y
preciosa, pero sobretodo segura. Aunque más adelante para llegar a la costa deberían
atravesar pequeños montes que no merecían la calificación de montañas por su facilidad.
Terkin no las tenía todas consigo respecto a la seguridad de la caravana. En El Valle de la
Luna se habían unido a un grupo de exploradores de las Islas Errantes, un par de
mercaderes sureños de telas finas, otro grupo de comerciantes de especias y dos norteños
adinerados de la ciudad de Uvain. La única ventaja que jugaba a su favor en aquel viaje
era el verano. En invierno aquella montaña era implacable con todo aquel que se atrevía
a cruzarla. El sabio Terkin nunca había atravesado aquella montaña, pero había oído
historias. Sus viajes al sur habían sido siempre a través del mar, medio que conocía a la
perfección, y hacía dos años habían atravesado las montañas de oriente, un camino
mucho más tranquilo pero también más largo.

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Abrían la caravana los mercaderes seguidos de los norteños, Terkin, su sobrino y la
muchacha de Cypres iban situados detrás de los comerciantes de especias y delante de
los exploradores, que cerraban el convoy.
Habían pasado dos noches en el valle, descansando y abasteciéndose de provisiones.
Habían salido del valle rumbo al norte hacía un día y medio. Cuanto más subían menos
calor hacía, y la dificultad para respirar se hacía más evidente. Por la noche habían
acampado en un pequeño altiplano al borde de un desfiladero. Los norteños de la ciudad
no se mezclaban con los demás pero el resto se reunía al rededor de un fuego y contaban
historias sobre viajes, la mayoría eran fanfarronadas aunque los hombres de las islas
sonaban totalmente creíbles, y es que llevaban viajando casi toda su vida por el
continente. Aius había agradecido la compañía de otras personas, Terkin notó que no
tenía muy buena relación con la chica, aunque sí con su gata. La muchacha tampoco se
sentía cómoda con él y Terkin estaba cansado de hacer de mediador.
Mientras subían por los caminos de gravilla, oían a la mujer del mercader entonar una
canción tradicional mientras recogía tomillo silvestre de la margen del camino. El
hombre sabio conocía aquella canción, la había escuchado en tabernas y mercados. Casi
podía tararear la letra para sí:
Vuelve a mí ser de los bosques,
canta conmigo amor verdadero,
susúrrame los más oscuros secretos
de los castillos, de los montes,
de las aldeas, de los puertos.
Ninfas, hadas, elfos, gnomos...
Atraviesa el río con mesura,
Atraviesa el valle con premura.

El recuerdo de la canción le hizo esbozar una sonrisa. Se dio cuenta de que Mallyak le
estaba mirando y también sonreía. La chica tenía la sonrisa de su madre. Hacía tanto que
aquella mujer se había marchado de Las Aldeas del Camino de Arena que no recordaba
el sonido de su voz. Y ahora tenía ante sí a su hija. Podría ser la hija de tantas mujeres

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que abandonaron su pueblo que sólo de pensarlo se estremeció de dolor. Terkin creía que
la transmisión oral de su cultura era algo fundamental para criar a una buena persona.
Intentaba pensar a menudo más allá del egoísmo de muchos que limitaban la formación
de una buena comunidad a la suya propia. Más allá de las fronteras inventadas por
aquellos era ridículo pensar, y probablemente era un lugar horrible habitado por gente
horrible. Pero ya quedaban pocos de los que pensaban así y aunque en el interior de sus
cavernas y en la superficie se trabajaba duro para mantener una tradición cada vez más
difícil de perpetuar, Terkin creía en la importancia de viajar y conocer otras tierras,
obviamente más allá de la necesidad de conquista que habían tenido los pueblos antiguos
hacía mil años, pero defendía una educación opcional y abierta que con toda seguridad
evitaría errores como los de la madre de la muchacha que tenía ahora delante. Con las
enseñanzas de las que eran poseedores en su tierra podrían haber fundado una
universidad y permitir el acceso a aquel conocimiento a forasteros dignos de conocerlos.
Lo había propuesto años ha en muchas reuniones del consejo pero las ancianas
matriarcas se habían negado en rotundo. Por supuesto la corrupción de la mente era algo
imposible de evitar, en cualquier sociedad ocurriría, hasta en la más sencilla y bondadosa
comunidad de mujeres u hombres de cualquier religión del continente. Pero como
miembro importante de la suya tenía voz en cualquier decisión relevante porque aunque
la última palabra la tuvieran Las Viejas, a estas les gustaba escuchar la opinión de los
maestros, y la suya era más que valorada en todos los temas menos en el de la educación,
por supuesto.
La chica pelirroja parecía contenta, la gata que la acompañaba la seguía a paso ligero y
de vez en cuando se paraba a olisquear algún rastro de animal. En aquella montaña el
paso de los lobos era más que habitual. Podría suponer un peligro si se cruzaran en su
camino con el estómago vacío. Por suerte el hombre gigante de ojos amarillos tenía una
vista impecable tanto a la luz del día como en las sombras de la noche y había avistado
varias cabras montesas lo suficientemente lejos como para no alcanzarlas con un arco y
que nadie más se percatara de su presencia, pero lo suficientemente cerca como para
servir de comida a los lobos que pudieran seguir su rastro. Estos que rara vez se dejaban
ver, aunque por las noches sus aullidos viajaban con el viento hasta el campamento.

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Tan inmerso iba en sus pensamientos que no se percató de la brusca parada del convoy.
 Tío, estamos parados. Voy a ver qué pasa. – Dijo Aius.
Los mercaderes del norte estaban bastante adelantados, llevaban un caballo con un carro
pequeño con mercancías. Y el carro de los comerciantes de especias que viajaban justo
delante de ellos no les dejaba mucha visibilidad.
Quedaban probablemente dos días de ruta subiendo la montaña maldita y medio día para
bajarla. Había odio historias sobre ella pero intentaba no hacer caso de las habladurías,
sobretodo porque la experiencia le había dicho que cuando debían advertirle de un
peligro real no lo hacían y otras muchas veces sólo eran mitos y leyendas inventadas por
alguien borracho en una taberna de mala muerte.
Sobre la montaña de La Bruja Nevada, que solo se cubría de nieve durante dos lunas,
había oído que una hechicera habitaba en una de las cuevas de la cima, que durante el
invierno se mantenía dormida, casi muerta, como en un letargo, pero cuando las nieves
desaparecían, salía a cazar con los lobos. Si viajabas solo tu destino estaba escrito en
aquella montaña. Pero el verdadero peligro estaba en despeñarte o en los propios lobos.
Aunque muchos aseguraban haber visto a la bruja asomarse entre las rocas observando
las expediciones, acechante, esperando a un viajero solitario y entrado en carnes que le
pudiera servir de alimento. Terkin estaba acostumbrado a aquellos relatos, con él y los
suyos se habían escrito muchas leyendas y por eso no prestaba atención a esos
testimonios. No es que no creyera en brujas, al contrario, había conocido a unas cuantas
a lo largo de su vida, pero no creía que una mujer viviera en una montaña tan alejada de
cualquier población, las brujas o hechiceras solían vivir en parte, gracias a las personas
desesperadas que acudían en su ayuda en busca de conjuros de amor o males de ojo.
De pronto vio a su sobrino que llegaba corriendo. – La mujer está enferma. ¡Se ahoga!–
No hicieron falta más palabras para que Terkin cogiera una bolsa de cuero que llevaba en
la carreta y subiera a paso ágil por el camino hasta la cabeza de la caravana.
Allí estaba la mujer que había estado cantando aquella canción que él conocía, tirada en
el suelo con su marido agarrándola de la cabeza y llorando.
Terkin se agachó junto a la mujer y se dio cuenta de que Mallyak y Aius estaban allí
también, observando.

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 ¿Le ha pasado más veces? – Preguntó al marido, que se ahogaba en un llanto
agudo y sonoro. – ¡¿Le ha pasado antes?!– Volvió a preguntar cogiendo al hombre
por el brazo.
El hombre se recompuso levemente, lo justo para responder. – A veces le pasa, desde
siempre. Pero nunca como hoy.
Terkin buscó en la bolsa de cuero mientras la mujer se ahogaba y se movía
enérgicamente en el suelo. El hombre de ojos amarillos sacó de su bolsa un bote de
arcilla negra, extrajo unas hiervas secas, largas y rizadas de su interior. – Sujetadla. – Les
dijo a Mallyak y a Aius. Ambos se agacharon y sujetaron a la mujer que se sacudía
violentamente. Terkin le puso las hiervas pegadas a la nariz. – Respira. – Le dijo. –
Tranquila. Respira, respira.
La mujer miraba a los ojos amarillos de Terkin con cara de terror mientras se ahogaba. –
Intenta respirar. Puedes hacerlo. – Le dijo mientras le tocaba la frente.
La mujer comenzó a respirar por la nariz y la boca al mismo tiempo y en unos segundos
cerró la boca y comenzó a respirar sólo por la nariz. Dejó de moverse y se relajó en
brazos de su marido. El hombre lloraba ahora de alivio. – Gracias.– Musitó.
Terkin guardó parte de las hiervas en el bolso y le dio un ramillete pequeño al hombre.
– Hoy de noche prepara agua caliente con las hiervas dentro, se teñirá de un color rojizo,
que lo beba todo. Son hojas de Esperter, crecen sobre las raíces de los nascos, tiene
suerte, porque el norte está poblado de ellos, que lo tome habitualmente para evitar los
ataques.
El sanador se incorporó y vio que a su alrededor se habían reunido casi todos los
miembros del convoy. – Sigamos. – Dijo a la multitud. Los exploradores y comerciantes
no dudaron en volver a sus posiciones, el hombre ayudó a su esposa a sentarse en el
carro y reanudaron la marcha.
Como una oruga, lentamente la expedición subía por los caminos de la montaña bajo la
atenta mirada del sol de medio día. Terkin notaba la curiosidad de la chica pelirroja, cada
vez tenía más confianza y estaba más sonriente, aunque el cansancio se reflejaba en su
rostro, había adelgazado en los últimos días. Después del incidente con los ladrones del
Pico Gris la muchacha comía menos y eso le pasaba factura a su ya escuchimizado

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cuerpo. Terkin buscó una pera carnosa en la bolsa de las provisiones y se la tendió a
Mallyak. – Has de comer más, niña. No pararemos hasta la noche, y el camino es arduo.
La joven cogió la pera y asintió antes de darle un primer mordisco. El hombre se sintió
complacido.
Aquella noche acamparon a pocas varas del punto más alto de la montaña. Los
exploradores pidieron permiso a Terkin para montar sus tiendas junto a ellos por miedo a
la bruja. Debían pensar que un hombre de sus dimensiones podría jugar en su favor ante
una invisible amenaza, sin duda. Aunque no quiso discutir y descansaron unos al lado de
otros.
Aquella noche el hombre de ojos amarillos soñó que estaba de vuelta en casa. Era joven
de nuevo y escuchaba los pájaros cantando sobre los árboles, el viento del otoño
peinaba la llanura y los niños correteando desnudos por el prado jugando con un
cabritillo. En el sueño salía por la puerta de su casa, y miraba al cielo; el sol estaba rojo y
parecía sangrar. De pronto una lluvia roja comenzó a teñir el prado y a bañar a los niños
en sangre, el cabritillo con el que jugaban moría y los niños lloraban y pedían ayuda a su
padre mientras la sangre les cubría de rojo. Terkin corría hacia sus hijos y los metía
dentro de casa, pero cuando entraba y los dejaba en el suelo, los niños también estaban
muertos. Él también lloraba, lloraba sangre y todo se teñía de rojo. Después de esto soñó
que dormía, y que cuando despertaba en la montaña, estaba completamente sólo, no
había rastro de su sobrino ni de la muchacha, tampoco estaban los exploradores ni los
comerciantes; decidía emprender el camino hacia el norte, pero cuando llegaba a la cima
de la montaña se encontraba con la bruja. Esta le decía que para poder pasar debía darle
algo a cambio. Terkin no tenía dinero pero la bruja no estaba interesada en ello, prefería
que le pagase con alguna parte de su cuerpo. Terkin decidía darle un dedo de la mano a
cambio de poder seguir su camino. La bruja le cortaba un dedo y le dejaba pasar, pero
cuando había caminado dos pasos notaba como se le hundían los pies en la tierra y no se
podía mover. Entonces la bruja le cortaba por la mitad. – ¡Contigo tengo comida para
todo un ciclo!– la oía decir mientras veía como de su barriga salían las tripas
sanguinolentas y se desmayaba. Después de aquello no volvió a soñar, o no recordaba
haberlo hecho. Las pesadillas eran ya frecuentes en los últimos meses pero a pesar de

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los malos ratos, intentaba no darles importancia una vez despierto.
Llevarían unas horas durmiendo cuando un ruido tremendo les despertó de golpe. La
luna estaba creciente y bañaba la montaña con una tenue luz plateada. Terkin y los
demás se incorporaron y escucharon el alarido de un hombre en el campamento de los
viajeros de Uvain. Uno de ellos corría en círculos con las manos en el pecho
desgarrándose la ropa. – ¡La tengo dentro! ¡La tengo dentro! ¡Quitádmela!– Gritaba
desesperado.
Los hombres que dormían junto a él lo miraron esperando que Terkin hiciera algo. Se
levantaron e intentaron tranquilizar al hombre, pero no paraba de correr de un lado a otro
arañándose la piel del pecho y chillando furiosamente. Todo el campamento se despertó
y miraban atentamente al hombre de la ciudad de Uvain, algunos intentaban cogerlo
mientras Terkin y Max, uno de los exploradores con más experiencia, intentaban
tranquilizarle con palabras de sosiego. Su compañero norteño le hablaba pero tampoco
surtía efecto. – Creo que se levantó para orinar pero cuando lo escuché de nuevo ya
estaba gritando desesperadamente que le ayudase a sacarle algo. – Le había dicho a
Terkin.
El hombre comenzó a correr por el camino de subida de la montaña a toda velocidad
entre gritos de súplica y dolor, Aius llegó a atraparlo pero se convulsionaba con tanta
violencia que no aguantó hasta que los demás llegaron. De pronto se acercó al precipicio
y sin mediar palabra se lanzó al vacío.
Todos los miembros del convoy estaban en shock, su compañero de viaje lloraba
mientras Tana, la mujer a la que Terkin había salvado la vida, intentaba consolarle.
Los exploradores y los comerciantes de especias hablaban sobre que no era la primera
vez que veían algo así. Y Aius decidió encender un fuego grande donde todos pudieran
calentarse, ya que habían decidido mantenerse despiertos el resto de la noche y salir al
alba.
Terkin era una hombre tranquilo y sensato, pero no estaba acostumbrado a los viajes con
tantos altercados y le preocupaba la muchacha, era una chica que se había criado en la
tranquilidad de una ciudad donde todo el mundo la conocía, nunca había tenido que
defenderse de ningún ataque y tenía miedo que el viaje la perturbase tanto que no

70
volviera a ser la misma. No obstante Mallyak estaba reaccionando de forma fría pero
amable, y ayudó a Aius con el fuego, pusieron una olla grande de Tana a hervir y
prepararon una sopa sencilla de hiervas relajantes que Terkin llevaba consigo,
acompañada de zanahorias y patatos.
El resto de la noche transcurrió sin incidentes. La sopa hizo su cometido y relajó el
ánimo de todos los viajeros, incluso haciendo que varios se durmieran junto al fuego.
Al alba reanudaron la marcha, llegaron a la cima de la montaña y comenzaron el
descenso sobre el medio día. La bajada era mucho menos fatigosa y más rápida. Todos
deseaban dejar atrás aquella montaña y su maldición, sin volver la vista atrás recorrieron
los caminos tortuosos entre encinas y secloves. Terkin recogió varias hierbas medicinales
y alguna seta silvestre comestible para la cena. Aius caminaba delante de la carreta y
sorprendentemente conversaba con Mallyak, que llevaba a su gata dormida en brazos
mientras asentía a algo que le decía el muchacho.
Al final del día llegaron a una llanura verde y alta. Pasaron la noche a los pies de la
montaña y a la mañana siguiente todos se encontraban de mejor humor. Aunque claro,
ninguno conocía mucho al viajero muerto, por lo que les resultaba más fácil sonreír. Sólo
su compañero portaba un rostro sombrío imperturbable que lo acompañó en su partida
cuando dejó la caravana en el camino que se desviaba al este, rumbo a Uvain.
Al resto del convoy que se dirigía a la costa, les quedaban varios días de viaje
atravesando Nuagal y Lugon.
La última noche que acamparon bajo el cielo, Terkin hizo un fuego y congregó a todos
los viajeros. Cenaron carne seca, frutos rojos y un guiso abundante de patatos y
manzanas. Una luna creciente, casi llena los observaba desde el cielo. Aius sacó una
flauta y comenzó a tocar. Terkin vertió un polvo gris sobre las llamas y las chispas del
fuego provocaron una ovación conjunta de varios de los exploradores. Compartieron una
botella de bebida de sidra fermentada entre todos, y bajo la luna el hombre de ojos
amarillos entonó cánticos ancestrales en idiomas antiguos. Aquella noche durmieron
todos juntos, bajo el manto de estrellas y la apacible mirada de la primera luna del
verano.

71
La despedida

La sal se acumulaba en las rocas negras de la orilla. Un cangrejo rojo se refugiaba de las
olas en una pequeña caverna mientras otros caminaban por la oscura arena de la playa de
Saohan buscando algo de comida. Kara observaba a los crustáceos mientras respiraba
profundamente llenando los pulmones del aire húmedo de la costa. Era un día atípico
de verano, una neblina densa y gris se entremezclaba con el humo de la antorcha de los
porteadores.
Kara sentía el frío de la mañana acariciándole la piel, la cabeza le zumbaba tras una
noche en vela discutiendo con las ancianas y sin llegar a ninguna resolución. Las
mujeres eran sabias pero también insistentes con sus ideas retrógradas y Kara no tenía

72
intención de dejarse guiar en aquellas circunstancias hacia un futuro que no veía ni
quería ver.
La multitud se aglomeraba tras ella en silencio, tal vez a la espera de un discurso. Los
porteadores arrastraban la balsa funeraria hacia el agua cuando una lluvia ligera
completó la triste escena.
Una anciana encorvada, vestida con una túnica negra y la cabeza cubierta por un pañuelo
se acercó a Kara – El ritual ha de comenzar. – Le susurró.
La maestra de la Luna asintió y dio un paso al frente. Tomó aire y comenzó – Nuestras
despedidas son bienvenidas para los otros. Que el mar te reciba en su seno, que las olas
te acompañen al otro lado y tus sueños eternos sean siempre plateados. – Kara era una
mujer de estatura media, con una larga melena enredada y castaña, con rizos
imperfectos. Sus ojos amarillos resplandecían en su rostro pálido y curtido. Llevaba ya
en este mundo 45 años, y su cuerpo no había traído hijos. Los rituales funerarios de las
ancianas matriarcas recaían sobre ella. La mujer que yacía muerta en la pila funeraria era
su madre.
 Hoy despedimos a una mujer valiente. A una gran maestra y Señora de los Mares,
madre comprensiva y mujer de un valor imposible. Hoy nosotros te despedimos
pero otros te reciben en tu nuevo hogar. Hoy los vientos del norte te llevarán
consigo, las llamas te besarán para siempre y las olas mecerán tu sueño eterno.
Adiós madre. Sahaidn Mathar.
 Sahaidn Mathar. – Repitieron al unísono todos los allí congregados.
Los porteadores encendieron la pira de la barca con una antorcha y la empujaron mar
adentro. La multitud entonó la canción ritual de despedida en aquellas tierras, en la
lengua actual; primero como un susurro y más tarde a plena voz. Varios niños jugaban en
la orilla, hacían dibujos en la arena con conchas mientras una niña danzaba en círculos
con algas pardas en la mano y cantando la dulce nana del Adiós.

Tenga el mar en su seno tu alma


llora conmigo, oh dulce hermana.
La tierra y el aire, el fuego y el agua,

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los dioses antiguos de tu alma en calma
te abrazan y lloran, sonríen y hablan.
La luna guía el viaje de tu alma.
las noches, los días, los ojos del viento,
el olor a salvia, el canto del fuego.
Volverás a vernos antes del lamento.
No mires atrás, es sólo un momento.

Kara susurraba la canción para sí, sin prestar atención a otra cosa que no fuera la balsa
en llamas donde dormía el cuerpo sin vida de su madre. Había pensado que aquel no era
un buen día para el ritual, pero debía celebrarse aquella mañana. Trece horas después la
noche se vestiría con luna llena y así Magdana podría viajar al otro lado sin perderse en
la oscuridad para siempre.
Kara podía divisar en la lejanía, el humo negro de la balsa que decoraba el horizonte, y
sólo esperaba que una ola apagase ya ese fuego maldito y se tragase para siempre a su
madre. La pira en llamas se separaba cada vez más de la costa hasta que apenas la
divisaba con detalle. Las olas hicieron su cometido y engulleron la balsa más allá del
confín, a medio camino entre las tierras de más al norte y la costa de Las aldeas del
camino de arena.
La multitud se dispersó con lentitud, los niños que jugaban en la arena dejaron de
hacerlo y se fueron con su madre que les llamaba en susurros. Las ancianas se
marchaban caminando por la orilla del mar, hacia la cueva abandonada de Texun, donde
no habitaba nadie ya desde hacía más de setenta años; aunque las matriarcas seguían
reuniéndose allí de vez en cuando a pesar de la humedad de aquel lugar.
Kara se quedó de pié con los pies descalzos hundidos en la arena y el viento peinando
violentamente su melena.
La última conversación con su madre flotó entre sus pensamientos, suponía que era lo
común en aquellos casos. Su madre había sido una mujer cariñosa, pero bastante
desapegada con su única hija. Aunque era una gran consejera para con los ciudadanos de
las aldeas y para ella.

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Kara tenía muy claro que no había nacido en aquel lugar para seguir el camino de su
madre, no quería formar parte del grupo de matriarcas ni ahora ni nunca y aquella
decisión no era del todo bien recibida por las ancianas. Como maestra de la Luna tenía
libertad para ir de aquí para allá, viajar al norte o al sur de aquellas tierras, tomar un
barco y cruzar el océano del este hasta más allá de las Islas del Mar en Calma si lo
deseaba. Pero convertirse en Matriarca la sometería a una vida tranquila y sosegada.
Tendría que estar siempre disponible para cualquier reunión improvisada y cualquier
decisión importante que surgiera durante la noche o el día. No había nacido en aquel
lugar para aconsejar o hacer cumplir leyes, no había nacido en aquel lugar para tomar
decisiones importantes en la vida de la gente que allí vivía. Había nacido como maestra
de la Luna, capaz de sentir, ver y escuchar cosas que otros no podían y no iba a
malgastar el resto de su probablemente larga vida ,si es que era verdad aquello que
contaban las antiguas escrituras, con un grupo de ancianas más o menos sabias, tomando
decisiones en una húmeda y oscura cueva a la orilla del mar.
Se había sumido tanto en sus pensamientos que no se dio cuenta de que la fina lluvia que
mojaba la playa había crecido convirtiéndose en una violenta tempestad. Tenía el pelo
pegado a la cara, las gotas le bajaban por la frente y tenía el vestido empapado.
Miró a su alrededor y no vio a nadie. Caminó de vuelta a casa bajo la tormenta de verano
más triste que hubiera vivido. El sendero de arena hacia la Cueva de Nunn le resultó
incómodo, el barro cubría las huellas de los carromatos, se le hundían los pies y
resbalaba constantemente. Se alegró de no haber llevado a Nav, su caballo.
Cuando estaba llegando la lluvia cesó y se encontró en el camino con un pescador, que al
pasar a su lado la saludó con una especie de reverencia, colocando la mano en la frente y
luego en el pecho. Kara asintió y subió la colina de Nunn.
Al entrar en la cueva percibió un penetrante olor a incienso proveniente de lo más
profundo de la cavidad. La cueva de Nunn era la de menor tamaño y menos profundidad
de la zona. Sólo quedaban dos cuevas habitadas. La otra, la cueva de Abhien se
encontraba a en la zona oriental, en la Cala de los Sionach, junto a la aldea de Daanish;
ambos lugares con mucho comercio pesquero. Aquella, más profunda y poblada, donde
vivían las matriarcas y varios maestros era un lugar menos tranquilo. Kara había vivido

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allí hasta los diecisiete años, que decidió establecerse en Nunn. Una maestra de la Luna
necesitaba cierta tranquilidad.
Bajó por la galería principal iluminada con lámparas de aceite. Se cruzó con Tahny, una
chica que vivía con su familia en una de las casas subterráneas; la joven la saludó como
el hombre del camino y Kara respondió con una leve inclinación de cabeza. Siguió por
otro conducto secundario con orificios a la superficie, las salamanilas trepaban por las
paredes húmedas a su paso. Al final del conducto llegó a una zona más abierta donde
varios hombres trenzaban cestas y una niña aprendía a tocar un xador con una maestra.
Kara saludó con un asentimiento de cabeza y giró a la derecha, llegó a una puerta de
madera de nogal, entró y cerró con llave. Era una estancia amplia con todas las
comodidades que una mujer de su edad podría necesitar. La casa carecía de hogar; las
tareas culinarias se desarrollaban en la plaza interior, tenía varios orificios también a la
superficie y esto permitía una correcta ventilación. En invierno vivían mucho más
calientes que los habitantes de las aldeas, y en verano muchos se iban con sus familiares
del exterior por no soportar la humedad. Pero Kara adoraba vivir allí, la humedad no le
molestaba en exceso, y disfrutaba de la soledad de aquel lugar, las noches estrelladas que
contemplaban a través de los agujeros de ventilación, y los sonidos de los hijos de los
dioses que podía escuchar a través de los túneles de la cueva; el eco de los murciélagos
que habitaban en las profundidades, y el agua pura que bebían y con la que se aseaban.
Pocas cosas eran mejores que nadar desnuda en el manantial contemplando las pinturas
ancestrales en las paredes de la caverna.
Aquel día permanecería encerrada allí, no quería tener que hablar con nadie. No saldría
hasta la hora de la Luna, esa cita no podía cancelarla. Decidió tumbarse en su cama y
leer el último libro que le había encargado a Candalin en su último viaje a la ciudad de
Lanaphenix. Necesitaba mantener la mente ocupada y el duro trabajo de descifrar los
vocablos de aquel lenguaje extraño le daría lo que quería.
Al otro lado de la puerta se oía a los niños que volvían de la aldea de Turan.
El libro que le había traído Candalin era pesado, encuadernado en lino y desgastado. Le
gustaba imaginar por cuantas manos habría pasado. En la primera página había un
grabado rúnico en tinta azul y firmado por alguien llamado Samahum Tall. Debajo

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rezaba una dedicatoria que Kara ya había traducido y decía: Para mi asahn, que había
averiguado que era el título de un aprendiz de sacerdote ritualista de Las Tierras
Doradas, y seguía: Que nunca el viento te impida caminar y ningún enemigo te consiga
derribar.
Había llegado ya a la quinta página, traduciendo notas a momentos de la vida de un
hombre llamado Khamath, que había vivido 450 años ha y había sido muy importante
entonces. El idioma de Las Tierras Doradas era complejo aunque con menos vocablos
que la lengua actual del continente, se parecía mucho más a las antiguas letras y la
traducción era muy tediosa debido a que muchas palabras variaban según la
pronunciación en cada contexto y según la persona que las pronunciase. Así que de cada
párrafo, Kara extraía dos y en ocasiones tres traducciones distintas, y decidía
posteriormente con cual quedarse.
Pasó el día pensando en diéresis y vocales abiertas, descifrando diagramas desconocidos
y párrafos biográficos y no se acordó de comer. Cuando se dio cuenta ya estaba
anocheciendo y al otro lado de la puerta la gente se congregaba al rededor del fuego a
cocinar y compartir la cena. Kara decidió comer algo de fruta fresca que guardaba de la
humedad en un arca de madera bajo un saliente de la roca madre de la cueva. Se puso
una túnica blanca hasta los pies sin nada más debajo salvo su puñal de plata guardado
cuidadosamente en una funda en la parte interior del muslo. Se cepilló la melena y se
lavo con el agua fresca de la palangana.
Cuando tras la puerta todo estaba en calma, cogió su cesta y salió de su estancia. La
cueva estaba en silencio y la calma podía sentirse en la piel. El canto de las ranas era el
sonido que la acompañaba mientras subía por la galería hacia la superficie. Ya en el
exterior un cielo plagado de estrellas, sin ninguna nube la recibía con los brazos abiertos,
y la luz de la luna más grande de los últimos ciclos le iluminaba el camino.
De camino al bosque recogía hongos tiernos y hojas verdes, frutos rojos de la orilla del
camino y cuarzos de luna que brillaban con luz propia.
Nunca había calculado el tiempo que tardaba en llegar al bosque, se guiaba por la
posición de la luna, así como por la del sol pero parecía llegar siempre cuando debía,
pues aquel día no fue distinto, y cuando la espesura comenzaba a dominar el terreno y el

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barro le llegaba casi hasta las rodillas, vio que caminando en círculos junto a un roble
anciano ya la esperaba Eileen. Su pelaje gris brillaba con la luz de la luna como un
espejo y Kara ya podía percibir su olor desde el camino de subida. La loba escuchó sus
paso y se giró hacia ella, se sentó sobre los cuartos traseros y espero a que Kara estuviera
a tres metros para ir en su encuentro. Mujer y bestia se adentraron juntas en el bosque de
Esus, dejando atrás el día de las noches para encontrarse con las sombras de los sueños.

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El Príncipe Dorado

Kamsha paseaba nervioso por el jardín. Miraba fijamente las baldosas doradas bajo sus
pies mientras intentaba relajar su mente con el sonido del agua de las fuentes sagradas.
Las noticias no habían sido claras y el jinete no había vuelto aun a Palacio.
Su padre descansaba en sus habitaciones, acompañado de las mujeres de su harén. El
joven no comprendía como podía olvidarse de los problemas tan fácilmente recurriendo
a los masajes y el placer.
Era un día soleado y caluroso en Mell Hayam; capital de Las Tierras Doradas, pero para
Kamsha no era un buen día. Se sentó en un bancal de piedra junto a una escultura de oro
fundido que representaba la batalla del Mal Hall. Los jardines Dorados no eran muy
frecuentados en verano. En realidad, era difícil mirar directamente cualquier pared
exterior del Palacio bajo la luz del sol. El resplandor era cegador, pero Kamsha creía que

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si sus antepasados lo habían construido así, así se debía quedar, y bajo su mandato se
pulirían las zonas más ennegrecidas para resaltar todavía más el resplandor de su
reinado. Recordaba los paseos junto a su madre por aquellos jardines, cuando lucían
esplendorosos. Había siempre trabajadores cuidando las exóticas plantas que su madre
hacía traer de las tierras del norte, un capricho caro y cuestionado por el rey cada verano.
Algunas sehaias moradas requerían de humedad constante para sobrevivir en un
territorio tan desértico, pero su madre insistía en no renunciar a aquellas flores
milagrosas; según decía. Con las sehaias ordenaba fabricar ungüentos para las venas
inflamadas de sus piernas, así como zumos que hacía beber al rey y a su hijo.
Lupama no era una mujer especialmente hermosa, pero Kamsha recordaba que al lado de
su padre, este parecía un mercader de pescado en salazón, con su barriga prominente y el
sudor siempre presente en la frente. Lupama tenía una voz muy menuda a juego con su
cuerpo y hablaba pausadamente con los sirvientes, les trataba con cordialidad
procedieran de donde procedieran. Siempre le decía que debía tratar con respeto a quien
le preparara la comida. Nunca llegó a entender por qué.
Kamsha se miró las manos con inquietud; el temblor era más intenso que de costumbre,
necesitaba un trago. Miró a su alrededor y no vio a ningún sirviente. – Bajo mi mandato
habrá sirvientes en los Jardines Dorados día y noche.– Pensó para sí.
Decidió ir él mismo a buscar una tinaja de vino y volvería a preguntar en las puertas si
ya se tenían noticias.
El interior del palacio estaba construido en mármol blanco de la mejor calidad, extraído
de las minas del sur de Las Montañas Doradas por maestros duendes mineros, o eso se
decía, pues aquel palacio llevaba en pie ocho generaciones de Kamsha.
Paso bajo un arco dorado en mitad de una estancia principal con lujosos cojines de telas
azules y doradas. Un sirviente que vestía a juego con aquella sala le hizo una reverencia
y de inmediato el joven príncipe decidió que no quería ir él mismo a por el vino. –
Tráeme una tinaja de Negro de Mashuan.– Le dijo sin ni siquiera parar la vista en él, y
siguió su camino hacia las puertas.
Cuando llegó, un guardia le hizo una reverencia – Mi señor príncipe, ha llegado un jinete
con noticias del oeste.

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Kamsha se puso aun más nervioso. – ¿Lo sabe mi padre?
 No, mi señor príncipe. El mensajero acaba de atravesar las puertas antes de su
llegada.
 Que alguien vaya a avisarle. ¿Dónde está el jinete?– preguntó con nerviosismo
apoyando una mano sobre el hombro del guardia.
 En las cuadras.
Kamsha le hizo una señal al guardia para que se incorporara y se dirigió regio hacia los
establos. Las piernas le temblaban a cada paso y quería vomitar. Sabía qué tipo de
noticias no podría soportar. Hacía dos días un jinete había traído un pergamino con
noticias pésimas sobre los acuerdos políticos que su padre se encontraba tratando con las
ciudades del oeste, más allá de las montañas una infinidad de pequeños gobiernos
desperdigados por el mapa hacía cumplir las leyes en aquellas tierras, en su opinión
aquello era un verdadero libertinaje y se preguntaba cómo los señores y barones podían
permitir tal descontrol de la población. Los deseos de su abuelo. también rey, habían sido
unificar un reino dorado por todo el continente, el viejo padecía una enfermedad que le
hacía perder la razón durante horas desde muy temprana edad, lo que provocaba que
apenas tuvieran en cuenta sus palabras y su padre había ascendido al poder con tan sólo
catorce años. No fue hasta cumplidos ya los cuarenta cuando tuvo un sueño premonitorio
en el que se veía a él mismo regentando lejanas tierras y rodeado de mujeres de piel
dorada. Cuando su mujer murió decidió comenzar a establecer contactos no sólo
comerciales con ciudades occidentales y tras diez largos años casi estaban a punto de
cerrar un acuerdo que convertiría a su hijo en el futuro rey de un reino que se extendería
desde el Mar de la sal de plata hasta más allá de las llanuras verdes del continente.
Inmerso en sus pensamientos vio acercarse al sirviente de los salones portando la tinaja
de vino. El joven criado le tendió una copa de vidrio azul rebosante del líquido negro. El
joven príncipe se llevó el vaso a los labios sin dejar de caminar y vertió por la garganta
el contenido, devolviendo el vaso vacío al sirviente y dejándolo atrás sin mediar palabra.
En el establo, el mensajero recién llegado se bajaba del caballo y al ver al príncipe se
precipitó al suelo en el intento de realizar una reverencia en el aire.
 Mi señor príncipe.

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 El mensaje. Rápido.– Le dijo cortante Kamsha.
El jinete sacó una funda cilíndrica de cuero y se la tendió al príncipe. El heredero sacó el
pergamino de su interior e hizo un gesto al mensajero para que se retirase. Pensó en abrir
de inmediato el mensaje pero oyó pasos tras él y se giró. Su padre, el monarca más gordo
que Las Tierras Doradas jamás habían tenido, vestía un faldón dorado hasta los pies y el
torso desnudo. Kamsha pensó que no era una visión muy espléndida de un rey, lucía
borracho y no sólo de poder.
El soberano del oro le tendió la mano al joven exigiendo el pergamino.
 Estaba a punto de llevártelo, mi rey.
 Claro, claro. Veamos qué dice.– Le respondió su padre tras un eructo avinagrado.
El rey se dio la vuelta y con paso torpe entró en el palacio de nuevo. Su hijo lo seguía
intentando disimular el temblor de su cuerpo. Llamó a un sirviente y bebió otra copa de
vino negruzco sin dejar de caminar tras su padre.
De pronto el monarca se detuvo y Kamsha lo imitó. El obeso rey terminó de leer el
pergamino y su rostro se tornó pálido. – ¿Qué ha pasado? ¡Mi rey!– Le dijo el joven sin
evitar tocar con la mano el brazo desnudo de su padre.
 Debemos salir de inmediato hacia el oeste. El gobernador de Hamn nos ha
traicionado. Y Ashana Pattisa está desaparecida. O eso dicen.– El hombre miró
fijamente el suelo de mármol del salón donde se encontraban. Kamsha no
aguantaba más la incertidumbre. – ¡Ashana Pattisa desaparecida! ¿Pero cómo? ¿Y
qué pasa con nuestra alianza? ¡Padre!
 Dicen que podría ser un asesinato. El pergamino no pone más. Y está firmado por
un sacerdote de la Lluvia.
Kamsha quería vomitar. – ¿Eso es un título oficial? ¿Qué está pasando? Debemos viajar
a Hamn. Debemos salir ya. Puede que sea un error. ¡Padre!
No podía creer a su padre. Sus planes de futuro dependían de aquella alianza. Su
prometida era la heredera de la compañía más importante de comercio de telas de canab;
un tejido de lujo cuya materia prima se extraía de las flores de canaibe, que sólo crecen
en la región de Hamn, más allá de las montañas Doradas; una zona de interior, en el
continente propiamente dicho. La conquista pacífica y su futuro gobierno dependían de

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aquella alianza.

Nunn

Los rayos del sol entraron por la ventana oval golpeándole con dureza en los ojos y no
tuvo más remedio que despertarse. Se llevó la mano al rostro y se giró entre las
reconfortantes sábanas. Zao dormía entre sus pies cuando la mujer entró por el vano de
la habitación. Mallyak la observó mientras se agachaba a recoger trozos de cuero de
cabra para atarlos todos juntos con una cuerda sucia. – Buenos días.– Le dijo la joven. –
¡Dioses niña! Qué susto me has dado, no me acostumbro a tenerte aquí. ¿Ya te levantas?
Es pronto todavía.– Y salió de la estancia cargada con el cuero al hombro.
Mallyak se incorporó en la cama y la gata se despertó. Habían llegado a Turan hacía más
de una semana y le habían asignado a Nekla para que viviera en su casa temporalmente.
Nekla era la Maestra del cuero y la lana, lo que significaba que dedicaba su vida a coser
ropa para otras personas, la casualidad había hecho que compartiera hogar con una
costurera, lo que no le facilitaba en absoluto el olvidarse de todo lo que había dejado

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atrás. El viaje había sido más largo de lo que esperaba, nunca había viajado tan al norte,
en realidad nunca había hecho un viaje tan largo en ninguna dirección. Se sentía aliviada
de haber llegado ya al destino definitivo, o por lo menos esperaba que así fuera por un
tiempo.
La primera ciudad que habían atravesado en tierras norteñas fue Luagar, las expectativas
de Mallyak estaban muy por encima de lo que se encontró. Era una ciudad pequeña con
construcciones muy viejas y deterioradas, una torre solitaria era lo más parecido a un
castillo que se encontraron de camino. No era en absoluto una ciudad fortificada, si no,
más bien un cúmulo de casas y un número ingente de posadas amontonadas a los lados
del camino. Habían llegado en día de mercado y las gentes del lugar abarrotaban las
pequeñas calles de la urbe. Terkin se sentía feliz de estar en aquel lugar, estaba
entusiasmado porque la chica conociera la ciudad. Se hospedaron en una posada
conocida por sus guías, era un sitio oscuro no muy diferente de cualquier taberna de
mala muerte de Cypres. La gata estaba asustada y no salía del bolso de Mallyak para
nada. Pidieron una habitación para los tres y puede que fuera porque no se esperaba gran
cosa, pero la estancia la sorprendió gratamente. Parecía un lugar digno de un rey, o por
lo menos creía que un rey se hospedaría en un lugar así, era amplio y con habitáculos
individuales para cada uno. Sólo durmieron una noche, Terkin tenía prisa por llegar a la
aldea y se sentía relajado desde que se habían adentrado en tierras conocidas y no quería
gastar más dinero del necesario.
Mallyak se compró un broche en el mercado, allí el regateo era distinto al de Cypres, los
mercaderes eran más duros, pero el broche merecía la pena, Aius le había contado que
era un símbolo muy usado en atuendos y amuletos, atraía la energía del sol a su interior y
las aspas hacían que se dispersara para la protección del que lo portase. Era opaco y
gastado, probablemente habría pasado por muchas manos y eso le otorgaba más valor.
En menos de un día de camino desde Luagar llegaron a Lugon, una población de un
tamaño desmesurado. Debían cruzar la ciudad por la carretera principal que la
atravesaba, dejando a los lados de la misma, casas, templos, y numerosas posadas.
Ambas ciudades parecían destinadas unicamente para comerciantes. Aunque conocía por
alto los mapas del continente, nunca había llegado a estudiarlos con detenimiento, era

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una ciencia que no le gustaba en absoluto, prefería dedicar sus estudios al arte, así que
cuando lo creyó oportuno dejó de ir a casa de la maestra y su tía dejó así de coserle la
ropa gratis, cosa que agradeció porque la mujer no tenía unos gustos muy habituales en
cuanto a ropajes se refiere, le exigía a la tía de Mallyak unos bordados con muchos
detalles, soñaba con mudarse algún día al norte de la ciudad y quería comenzar
aparentando que vivía allí. Mallyak recordaba algunos de los mapas que habían
estudiado sin profundizar, pero nunca había pensado en viajar lejos así que le parecía una
pérdida de tiempo localizar las ciudades más allá de Ciudatta y los puertos. Si hubiera
sabido que su vida giraría tiempo después en torno a una inesperada aventura, se habría
interesado más en estudiar la geografía del continente, y ahora sentía una enorme
curiosidad por visitar otras ciudades y compararlas con Cypres, Luagar y Lugon.
Pensando en aquello se sintió como una verdadera aventurera y decidió cambiar su cara
para parecer más profesional y no sólo una niña acongojada por lo desconocido. Por la
calle principal transcurrían Innumerables carros tirados por caballos, y una multitud de
personas se habría camino de un lado a otro de la vía, cortando el paso y provocando
accidentes en muchas ocasiones. El caos reinaba en aquella ciudad. La niebla la
convertía en un lugar feo y gris, y para Mallyak no hubiera sido más bello si hubiera
brillado el sol en todo su esplendor. Sus acompañantes tampoco querían quedarse allí
más de lo necesario y continuaron el camino más allá de la ciudad, por las tranquilas
sendas que atravesaban pequeños bosques y altiplanos tapizados por verdes llanuras.
Las aldeas del camino de arena eran lugares apacibles y tranquilos, a primera vista para
el visitante puntual podían parecer lugares aburridos y extremadamente sosegados pero
en una semana Mallyak había aprendido a apreciar aquello y verlo como lo que era en
realidad, un lugar aislado con su propio orden y que aparentemente funcionaba. La gente
no solía ser violenta o desagradable sin motivo, aquellas personas parecían dar una
segunda oportunidad, perdonaban los errores pero tampoco dudaban en ser implacables
con aquellas personas que actuasen premeditadamente de forma destructiva dentro de su
comunidad.
Las matriarcas, o las viejas, como Terkin las llamaba, habían accedido a aceptar a
Mallyak en su sociedad sin poner ninguna salvedad. –No están como para permitirse

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rechazar a un visitante que quiere quedarse, las aldeas no están muy pobladas y sólo hay
dos cuevas que permanecen con vida, la gente emigra a las ciudades del interior y si son
inteligentes no rechazarán a nadie que quiera afincarse aquí.– Le había dicho su amigo.
Así que habían asignado a Mallyak con la Maestra costurera, y así podría aprovechar los
pocos conocimientos que había adquirido en confección de ropa y calzado con su tía,
para ser productiva.
Había pasado ya más de una luna desde que había abandonado Cypres y no lograba
recordar con claridad algunos detalles de los últimos días, parecía como si su mente se
hubiera relajado de tal forma que hubiera borrado recuerdos traumáticos. Aunque apenas
tenía tiempo libre para pensar en nada, de vez en cuando se sentía nostálgica.
El trabajo era duro, tenía que curtir las pieles que Nekla traía de la aldea de Naii, que se
encontraba al oeste. Desde que se levantaba hasta la hora de comer curtía la piel
mientras Zao holgazaneaba y perseguía ratones de campo en el exterior de la casa, y
después de la comida la mujer le daba clases de costura empleando un telar que ella
misma había construido. Al final del día acababa con las manos enrojecidas, que según
su maestra eran demasiado finas y poco a poco se endurecerían con el trabajo. Mallyak
sabía que no tenía manos de curtidora ni de tejedora, sus dedos se sentían más cómodos
blandiendo un pincel y cuando pensaba esto se sentía poco merecedora de aquella
oportunidad que le estaban brindando. Pero los días pasaban y se preguntaba cuándo
podría aprender otras cosas, cuándo conocería al maestro de armas del que le había
hablado Terkin y cuándo vería con sus propios ojos aquellas cuevas que hacían emerger
las leyendas más allá de las tierras del norte y más allá de la cordillera. Con estos
pensamientos se levantaba cada día en la confortable cama de la casa de Nekla y aquella
soleada mañana no era diferente. Se desperezó y se puso una túnica de lino y un pañuelo
para recogerse el pelo, en esto su maestra era muy insistente, debía recogerse el pelo
para trabajar y que este no le molestase en la cara. Nekla era una mujer mayor, que vivía
sola, según le había contado Aius, era viuda y nunca había podido tener hijos. – En su
último parto el bebé nació muerto y por poco los dioses también se la llevan a ella.– Le
había narrado el muchacho. Así que aunque en ocasiones sacaba a relucir un frustrado
instinto maternal con la muchacha, otras veces ejercía una jerarquía dura y exigente para

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con el trabajo.
Mallyak salió de su habitación y comprobó que su maestra ya había partido en dirección
a Naii así que recogió del suelo un montón de piel sin curtir, cogió un par de manzanas
tempranas que Nekla le había dejado y salió a la calle. La tina de trabajo estaba bañada
por la sombra que ejercía el muro occidental de la casa; era lo mejor de tener que curtir
la piel toda la mañana, las vistas eran preciosas, las llanuras se extendían más allá de
donde le alcanzaba la vista, las casas de sus vecinos estaban vacías y se respiraba
tranquilidad por los poros de la piel. Se escuchaba el mar no demasiado lejos y las
gaviotas se posaban en los árboles cercanos a la espera de alguna sobra. Un chillido la
asustó y se giró para comprobar que Zao estaba persiguiendo a un gato desconocido por
segunda vez desde que habían llegado. Mallyak se arrodilló sobre el cojín frente a la
bañera llena de agua con cortezas de nasco y comenzó su jornada mientras se comía la
manzana.. Los nascos eran árboles autóctonos de la zona norte del continente y soltaban
ciertas sustancias beneficiosas para el curtido de las pieles. Mallyak y su maestra cada
noche llenaban la tina de agua con cortezas, hojas y ramas de estos.
Habrían pasado dos horas cuando su maestra entró por el patio exterior con más pieles
sin curtir en un carro pequeño. – ¡Maldito sea Baham el digno! Estaba en el mercado de
Naii cuando llegué. Regateaba con el pastor por pieles de cabra ¡Y ya estaba cargando la
mitad en un carromato! ¡Por los dioses! ¿Qué le he hecho yo a ese malnacido?– Le dijo a
Mallyak mientras entraba el pequeño carro en el patio.
 ¿Quién es Baham el digno?– Le preguntó la chica esperando no errar con ello.
 Es un bastardo hijo de una rata, no es de por aquí, ¡Por los dioses que no! Pero yo
me encargo de abastecernos de ropajes y si no tengo pieles, este invierno
estaremos en problemas. ¿Es eso lo que quiere ese mal nacido? ¡Dioses! Compra
toda las pieles y por supuesto que le ofrece al pastor de cabras el doble que
nosotros. Eso es mala cosa niña. No hay más vendedores de pieles de cabra en
esta zona, no quiero tener que ir a comprar al mercado de Lugon, no nos podemos
permitir esa mala calidad. Aquí los inviernos son difíciles junto al mar. ¡Oh, sí, ya
lo descubrirás! ¡Por los dioses que no pienso ir a la ciudad!– Gritaba mientras
entraba en la casa. Tenía la cara enrojecida de la ira y Mallyak prefirió no decir

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nada más y continuar con su tarea.
El verano en todo su esplendor calentaba la zona del jardín de la casa de Nekla durante
toda la tarde. Mientras Mallyak seguía las instrucciones de su maestra a la perfección
para tejer una capa de lana, los rayos entraban por las ventanas y la gata dormía sobre el
suelo de madera. La tranquilidad mortuoria del lugar le ponía nerviosa y se dio cuenta de
que la vida en una aldea podía ser muy aburrida. El sonido del telar y las palabras de su
maestra – Uno, dos, y al tercero por debajo, uno, dos y vuelta otra vez.– acompañaban
sus pensamientos cuando escuchó la verja del jardín y casi de inmediato dos golpes
secos en la puerta y una voz. – ¡Nekla, soy Terkin!– y Mallyak no pudo evitar esbozar
una enorme sonrisa mientras miraba fijamente a la puerta. – Niña, tú sigue practicando.–
Nekla abrió la puerta y el hombretón entró por el pequeño vano. – ¿Cómo te va,
Mallyak?, ¿qué tal llevas el trabajo, Nekla? ¿Te está ayudando mucho está niña
descuidada? – La mujer le invitó a entrar y le ofreció algo de beber y comer pero Terkin
parecía que tenía prisa. Mallyak lo observaba desde el banco junto al telar con la
esperanza de que la maestra le diera un descanso. – Lamento decirte que me llevo a
Mallyak. Ya es hora de que conozca Nunn y La Cala. – La mujer mantenía el rostro
imperturbable, como si ya supiera que aquello no era definitivo, lo que molestó a la
chica, nadie le había contado nada, llevaba semanas en aquella casa sin saber nada más
de sus compañeros de viaje, y sin saber si era su definitivo hogar. Aunque en el fondo se
sentía aliviada y tenía ganas de correr. – Recoge tus cosas muchacha. ¡Oh!, mientras, sí
que tomaré un poco de ese bizcocho de frutas rojas del que me ofrecías, Nekla. – Le dijo
a la mujer mientras se sentaba a la mesa. Mallyak corrió a su ya no habitación y sin
poder dejar de sonreír metió su ropa en la bolsa de cuero. Cogió unas sandalias nuevas
que la maestra le había echo, los pañuelos y el puñal de su tía; así como un cojín de lana
que había hecho para Zao y el broche que se había comprado en Luagar. Salió corriendo
a la sala común y vio a Terkin con la boca llena y disfrutando del bizcocho. – Llévate un
pedazo, niña.– Le dijo la mujer envolviéndoselo en un paño de lino blanco. – Muchas
gracias Maestra Nekla. – Le respondió Mallyak dándole un escueto abrazo.
Con la puesta de sol, la muchacha pelirroja y el gigante de las cavernas salían por la
puerta del jardín de la casa. Mallyak se despidió mentalmente de aquella horrible bañera

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de curtir piel. No sabía qué le esperaba en su nueva casa pero la emoción de conocer
cualquier otro rincón de aquellas tierras lejos de pieles de cabrá era un alivio.
Seguía por el camino de arena al gran hombre que la había sacado de Cyrpres y con el
que había atravesado cordilleras y llanuras. Le había visto luchar, curar e invocar fuerzas
de la naturaleza para celebrar la primera luna del verano la última noche que habían
dormido a la intemperie, y se preguntaba qué más secretos guardaba bajo aquella colosal
estampa. Se vio a sí misma observando su cara desde abajo mientras el hombre tarareaba
una canción desconocida, parecía contento y caminaba despacio para su altura, pero sus
piernas avanzaban a grandes zancadas y Mallyak, aun siendo alta, no llegaba a
alcanzarlo sin esfuerzo.
Con la luz del crepúsculo llegaron a un cruce de caminos. – Si fuéramos al oeste
llegaríamos a Naii, pero hoy vamos a Nunn por el camino del noreste; dormiremos allí y
mañana veremos a donde te llevo pelirroja, ¡Ja ja! – Le dijo Terkin tocándole la cabeza
con sus enormes dedos. Durante el camino no se cruzaron con nadie, el paisaje era
totalmente diferente a Cypres y las tierras que Mallyak conocía bien. Las llanuras verdes
presidían la campiña, las huellas de carros y caballos decoraban el camino y de vez en
cuando un puñado de matorrales de frutas rojas decoraban la linde. Apenas ya sin luz
divisaron un cerro sobresaliente. No parecía haber vida a su al rededor, pero comenzaban
a oírse voces y un instrumento grabe acompañado de tambores rítmicos. – Ya estamos
llegando. – Le dijo su compañero.
Mallyak por su parte no quería hacer preguntas, estaba muy atenta a cada hierva que se
movía con la brisa del viento, y cada vez se oían más cercanas las voces y los tambores,
pero no veía la entrada a ninguna cueva, ni casas, ni la luz de ninguna hoguera en el
horizonte. El camino subía por la colina y giraba tras ella. Era una pendiente
pronunciada de golpe, Terkin subía a grandes zancadas y Mallyak se agarraba a las rocas
sobresalientes, la música sonaba fuerte y el corazón le latía acompañando el ritmo de los
tambores. Pasaron detrás de un pino alto y solitario, rocas cada vez más grandes y sin
darse cuenta, una enorme cavidad se abrió frente a ellos. De su interior brotaba la música
y el fulgor de un fuego interior proyectaba sombras enormes en las abruptas paredes. –
Ya estamos en casa.– Susurró Terkin con acento ceremonial. Curiosamente el gigante no

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tubo que agacharse para acceder a la caverna. Con paso decidido Mallyak penetró por la
abertura de la tierra sin quitar ojo a las sombras dibujadas; siguió a Terkin por la galería
descendente observando con minuciosidad cada recoveco que se formaba, pudo apreciar
la rica decoración del pasillo, que aun siendo un lugar arcaico era muy acogedor. Los
pies de la muchacha pisaban un suelo meticulosamente embaldosado y pinturas de
animales en colores rojizos adornaban las paredes húmedas que eran recorridas por
pequeños animales de color amarillo y con una cola sorprendentemente larga y
enroscada. Llegaron a una zona en la que el pasillo se bifurcaba en otros tres y Terkin
siguió por el central, al final del cual el sector se ensanchó llevándolos hasta una
habitación amplísima, tanto que parecía una plaza, también cubierta por baldosas, y con
vanos en el techo que comunicaban con el exterior, mucho más arriba de donde estaban
en ese momento. Un altillo en una esquina que formaba la plaza contenía las llamas altas
de un fuego que lo iluminaba todo, el humo ascendía por un vano mayor que parecía no
terminar nunca. A los pies de la lumbre un grupo de jóvenes tocaban instrumentos, dos
tambores y un instrumento de cuerdas que Mallyak no había visto antes. Le sorprendía la
normalidad de los ropajes, por alguna razón adornada por las leyendas que envolvían a
aquellas personas se las había imaginado vestidas con trapos y comiendo carne cruda,
aunque Terkin y Aius también venían de las cuevas, ya no los identificaba de la misma
manera. La joven sintió por un momento la angustia del encerrado, la sensación de que
la tierra aplastaba su cuerpo y le faltaba el aire en los pulmones, aunque las permanentes
corrientes que jugueteaban con su pelo le hacían constatar las innumerables aberturas de
aquella ciudad subterránea, el cosquilleo desde los pies a las sienes era intermitente y los
ojos se le empezaban a nublar. Terkin notó la angustia de Mallyak. – Niña, tranquila, es
una sensación natural y perfectamente normalizada entre nosotros, se te pasará en unos
minutos. – Pero Mallyak sentía que no podía respirar y el pánico y la vergüenza le
impedían calmarse. – No puedo... Yo... ¡Necesito salir! – La gente la miraba, un grupo
de personas desconocidas se acercaba a ellos. Comenzaba a sudar y sentía picor en el
cuello. – ¡Terkin! ¿Es ella la joven sionach? – Escuchó una voz de timbre dulce pero
gastada de una mujer adulta cuando ya no era capaz de enfocar con los ojos. – ¡Rápido!–
Esta vez era la voz de Terkin. – ¡Flor de Pétula!– Le escuchó decir como un eco en la

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lejanía rebotando contra las paredes húmedas del agujero.
Un sonido agudo la despertó, se encontraba tumbada en un camastro pequeño, el sudor
le perlaba la frente y un olor fuerte inundaba la estancia donde se encontraba. No había
sonidos de tambores, solo el chillido de un animal nocturno. La estancia estaba vacía y
oscura, Zao dormía profundamente junto a ella, vio como la luz de un fuego tenue
entraba por debajo de una puerta, se incorporó y se dispuso a salir. Estaba descalza y
decidió seguir así, no sabía donde estaban sus cosas ni dónde estaría Terkin, también
desconocía cuánto tiempo había pasado desde que había caído en aquel sueño; lo último
que recordaba era la voz de su amigo y la sensación de ahogamiento. Abrió la puerta en
la oscuridad, era gruesa y pesada, la luz naranja iluminó ligeramente la estancia y pudo
ver que un montón de flores granates y largas al rededor del camastro donde se había
despertado. Salió por la puerta y se encontró de nuevo en la plaza interior, esta vez vacía
y silenciosa. Volvió a escuchar chillidos; provenían de galerías descendentes. Caminó
decidida atravesando la plaza, el suelo estaba impecable, como si del salón de un palacio
se tratase. Dos galerías descendentes se abrían paso en las profundidades de la tierra,
otra vez los chillidos percutían en las paredes, accedió por el pasillo de su derecha.
Pisaba con decisión para evitar caerse en la oscuridad, después de varias varas volvió a
distinguir claridad, los chillidos intermitentes se oían cada vez más definidos y
comenzaba a distinguir también una voz humana. Siguió bajando cada vez con más
curiosidad, sus pies descalzos no hacían ruido así que aligeró el paso. Vio que la galería
terminaba de forma abrupta a unas varas de distancia, pues la luz refulgía en las paredes
de una estancia amplia. Escuchaba claramente la voz de una mujer hablando en un
idioma extraño, y por primera vez oía el sonido del agua. Caminó despacio y se arrimó a
la pared húmeda. Casi al final de la galería, dándose cuenta de que el camino se cortaba
de golpe, se agachó y acercó la cabeza al final de la tierra, lo justo para ver lo que había
al otro lado sin que la vieran. Por lo menos cinco varas de altura la separaban del agua,
pues un manantial cristalino se extendía bajo sus pies, el fulgor de las antorchas dibujaba
ondulaciones ambarinas sobre el agua. De pronto escuchó otro chillido, miró hacia arriba
y allí estaban, cientos de murciélagos de cabeza gris tapizaban el techo de la gruta.
Nunca había visto tantos murciélagos juntos, sin querer se asomó más de la cuenta. –

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Hola.– La mujer que había escuchado estaba en el agua, en la zona oriental de la cueva,
donde la profundidad era menor. Mallyak se sobresaltó. – Hola. Yo... Estaba... Mirando
los murciélagos.– Fue lo primero que se le pasó por la cabeza. La mujer estaba desnuda
y flotaba en el agua boca arriba. – Si quieres bajar vas a tener que saltar. Aunque tal vez
hayas tenido suficientes emociones por hoy.– Dijo entre risas. – ¿Te encuentras mejor–
Preguntó. – Sí, estoy bien. Creo que me quedaré aquí. – Le respondió Mallyak
sentándose con las piernas colgando en el barranco. Estaba segura de que la mujer era la
misma que había preguntado si era la sionach segundos antes de desmayarse. Continuó
nadando en la zona oriental del lago subterráneo, los murciélagos chillaban de vez en
cuando. – Suaim, liather esperteiadh.– Susurró la mujer , dirigiéndose a los animales. –
¿Vives aquí, en Nunn? – Preguntó Mallyak con curiosidad. La mujer tenía el pelo largo,
aunque no tanto como ella; era delgada y parecía alta, tenía unos ojos dorados que
resplandecían con el fuego de las antorchas, como los de todos los que allí habitaban.
Salió del agua y se sentó en una roca cercana. – Sí, vivo arriba, en una... casa, si se
puede llamar así; dentro de esta cueva. Es un sólo cuarto, pero amplio, y no necesito
más. ¿Dónde vives tú? – La pregunta le cogió desprevenida, la chica se quedó pensativa
mirando a los ojos amarillos de la extraña. No tenía casa. – No lo sé. – Respondió
sincera.
– Creía que te quedarías con nosotros aquí. Eso ha dicho mi hermano. – Le dijo la mujer
mientras se peinaba la melena con los dedos. – Por cierto, me llamo Kara, hermana de
Terkin.
Para Mallyak aquello lo cambiaba todo, ya no era una extraña, era la hermana de su
amigo, y aquello empapaba de confianza aquel encuentro. – Yo... Antes me desmayé, no
podía respirar. Se reirían de mí por ello, pero es que nunca... Había estado en el final de
la tierra.– Dijo una Mallyak con el rostro teñido de rojo sangre. – Linda, es algo común,
nadie se ha reído de ti. Y... ¡Ja, ja! Esto no es el final de la tierra. Probablemente haya
cuevas eternamente más profundas que esta, donde el calor del fuego hace que el agua
de los lagos subterráneos se evapore y los únicos que pueden acceder a tales lugares son
los espíritus de la misma tierra porque es su hogar desde la formación del mundo que
nosotros habitamos.

92
Mallyak permanecía callada, observando el cuerpo desnudo de Kara. En el rostro se
podían contar sus años pues no era más joven de lo que era su tía antes de morir, sin
embargo tenía un cuerpo aparentemente adolescente. Mientras tanto la mujer se vestía
con una túnica azul y un cinturón ancho de cuero en la cintura, y sin calzarse los pies
caminaba por la orilla rocosa del manantial para acceder a las galerías. Mallyak pudo
observar como descalza, trepaba por la pared que las separaba y que en cosa de segundos
estaba de pie junto a ella. La chica le sonrió con vergüenza. – ¿Otro día me
acompañarás? El agua está fresca y la humedad de arriba es más soportable con un baño
nocturno.– Dijo tras una sonrisa.
Juntas subieron por la galería en dirección a la plaza donde Mallyak se había desmayado.
La muchacha se sentía todavía aturdida; Kara la miró con delicadeza. – Debes descansar,
te hemos preparado un cuarto vacío para ti sola, el olor puede ser fuerte pero la flor de
Pétula es lo más recomendado para el mal de abajo. Intenta descansar sin prisas esta
noche, mañana estarás mucho mejor. – Entretanto habían llegado a la plaza y estaban
frente a la puerta del cuarto que Mallyak había abandonado. – Yo vivo allí. – Dijo Kara
señalando una puerta de gran tamaño en el extremo occidental de la plaza. – Mañana nos
veremos.– Esperó a que Mallyak entrara en la habitación para marcharse, la chica podía
ver la sombra de sus pies por debajo de la puerta. Se tumbó en el camastro junto a Zao y
respiró profundo tres veces, el fuerte olor de las flores de Pétula se deslizó por su
respiración, no le dio tiempo a pensar en nada cuando se encontró flotando en el mundo
de los sueños.

93
La Cala de los Sionach

A cada paso que daba se alejaba más de las llanuras y el viento jugaba con su pelo
retorciéndolo al rededor de su cuello. Cada cierto tiempo le gustaba mirar hacia abajo,
no le daban miedo las alturas, disfrutaba de las vistas y de estar más cerca de los pájaros.
No se podía decir lo mismo de Terkin, que subía tras ella la escalera hacia los
acantilados de Takhon, su enorme cuerpo se fatigaba y parecía que no era una ruta
habitual para él. Mallyak miraba los escalones de piedra mientras se sujetaba a ellos con
las manos y subía rítmicamente compaginando alegremente las extremidades mientras se
preguntaba como habían construido aquella escalinata sobre un terreno tan accidentado.
Habían salido de Nunn hacía un par de horas y el paseo había sido reconfortante; y
aunque su cuerpo parecía haberse acostumbrado a la morada bajo tierra, daba gracias por
volver a caminar sobre la mullida hierva de la superficie. Les acompañaban en este
paseo Tham y Lluna, unos mellizos que vivían con su madre en una de las estancias más
grandes de las galerías inferiores de Nunn, eran altos y rubios, de unos doce años y por
supuesto, sus ojos irradiaban con la luz del sol. Subían las escaleras delante de Mallyak,
y de vez en cuando la chica se giraba para hacerle señales con la mano de que se diera

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más prisa. Ya en la cumbre las vistas eran espectaculares, los mellizos corrieron hasta el
final de la tierra y Mallyak los siguió. Los acantilados eran sobrecogedores, las olas
rompían contra las rocas erosionadas con gran intensidad, las gaviotas volaban sobre sus
cabezas y Mallyak se dejó impregnar por el olor de la brisa marina. Terkin se unió a ellos
. – Tham, no te acerques tanto a la orilla, venid conmigo hay que seguir por el camino de
Saohan.
Siguieron por un estrecho sendero de arena junto al acantilado; iban en fila de uno y
Lluna no paraba de mirar a Mallyak con emoción, era como si supiera algo que la joven
desconociera, o si tuviera para sí misma alguna broma que sólo ella entendiera. Terkin la
seguía por detrás. – ¿Te está gustando el paseo? – Le preguntó. – Es precioso, también es
sorprendentemente porque tengo la sensación constante de haber estado aquí antes. ¿Es
así? – Dijo Mallyak esquivando un orificio en el suelo. – Claro, tus padres vivieron un
par de años aquí antes de cruzar las montañas, correteabas torpemente por estas praderas.
– Le espetó por primera vez su gran amigo.
Al final del sendero se extendía una enorme playa de arena blanca. La marea estaba baja
y se le antojó un desierto. Era la Playa de Sahoan. A lo lejos, en el horizonte podía ver
varios barcos en miniatura, como pequeñas pinceladas en un cuadro que está hecho para
mirar desde varias varas de distancia. Mallyak se desprendió de sus sandalias y continuó
descalza, sintiendo cada grano de arena en los dedos de los pies y respirando
profundamente aquel aire tan familiar.
En la zona occidental se encontraba una de las cuevas ya abandonadas, con la playa a las
puertas, era un lugar cuanto menos exótico; pero Terkin le había contado que la extrema
humedad de la cueva la había convertido en un lugar poco apropiado para vivir y fue la
primera en desalojarse hacía cientos de años. Cuando subía la marea, la cueva quedaba
oculta y varias galerías dentro de la misma, al este se situaban las primeras estancias
para vivir, que quedaban alejadas del agua, pero al mismo tiempo esto imposibilitaba
también la excursión fuera de ella. No era una casualidad que visitasen aquella cueva
con marea baja, Terkin era un perfecto conocedor de las fuerzas de atracción del agua y
las diferentes mareas, así como la forma en la que afectaban a las diversas playas y zonas
de pesca. Los mellizos estaban como locos de contentos por entrar en la caverna, sólo

95
les dejaban hacerlo en compañía de algún mayor. La entrada estaba aparentemente
situada al nivel del suelo, pero poco a poco la galería se elevaba y se formaban varios
escalones naturales de rocas erosionadas. El suelo no estaba embaldosado como en Nunn
y no parecía haberlo estado nunca, por lo menos en aquella zona. Los vanos en el techo
eran continuados y la luz natural del sol iluminaba los pasadizos a la perfección. Terkin
pasaba por entre las rocas de forma profesional, aun siendo unos pasillos reducidos.
Aquella cueva no era comparable con la que Mallyak ya conocía. No obstante, poco a
poco se iba extendiendo hasta formar una pequeña sala con varias galerías secundarias a
la izquierda. – Podéis explorar si lo queréis.– Dijo Terkin animando a los mellizos y a
Mallyak. – Yo me quedaré aquí sentado.– Y señaló un altillo de piedra sedimentaria
gastada por el paso del tiempo.
Las goteras eran constantes en aquel lugar, el sonido percutía en las galerías y generaba
una extraña canción de cuna. Mallyak se deslizó por una galería pequeña, por la que
tenía que caminar agachada, sólo eran un par de varas pero se le hizo eterna. Al final se
incorporó y se encontró con una especie de salón antiguo. Había un espejo quebrado y
con moho en una esquina, lo que parecía ser un camastro, y varias estanterías vacías, con
cerámica resquebrajada. La luz entraba por un vano exterior de un lateral al que la
muchacha se asomó con curiosidad. Pudo observar el mar en la lejanía, aquella ventana
comunicaba con la misma playa, pero no sabía distinguir en qué dirección se encontraba.
Una agobiante humedad invadía la estancia, pero pudo percibir otro olor camuflado;
parecía el perfume de una mujer mayor y de clase alta, de esas que se paseaban por el
mercado de comerciantes del sur de los miércoles en Cypres, rebosantes de orgullo y
abanicándose airadamente mientras conversaban entre ellas sobre la última moda en
refajos o sombreros. Le pareció que el olor se alejaba y lo siguió. En otra estancia
contigua escuchaba a Lluna cantando una canción desconocida para ella mientras su
hermano se reía con fuerza. Mallyak salió por el pequeño pasillo mientras respiraba
profundamente el olor almizclado del perfume. Cuando estaba a mitad de camino se fijó
en una abertura a su izquierda, una entrada que no había visto en su acceso a la
habitación. Se dio cuenta de que el olor no seguía hacia delante, si no que se había
parado frente a la pequeña entrada. Agachó la cabeza y se recogió el pelo para que no se

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le enganchase en las rocas; se arrastró imitando los movimientos de un lagarto por el
reducido túnel. El olor era cada vez más intenso cuanto más avanzaba. De pronto un
sonido de derrumbe la asustó y algo la empujó hacia a delante, tanto que su cuerpo se
deslizaba sin control y aterrizó sobre un suelo de madera causando un gran estrépito. Se
incorporó dolorida y se dio cuenta de que se había rasgado la túnica. Se limpiaba la
suciedad del vestido cuando se dio cuenta de que estaba en una habitación fuera de lugar.
Era un cuarto amplio y bien amueblado; aunque seguía dentro de la cueva, era evidente
porque el pequeño agujero entre las rocas por el que entraba la brisa marina lo
evidenciaba. Pero había una cama con un colchón de paja fijo, y aunque humilde, estaba
en perfectas condiciones. También un armario de madera con ricos dibujos tallados y de
la pared rocosa colgaba una espada pulida y brillante. Al otro lado sobre un tocón había
un jarrón de barro con varias flores blancas; de las que provenía el fuerte olor. Mallyak
se acercó al armario para tocar el grabado, era hermoso y muy delicado, se preguntaba si
lo habrían tallado en aquel mismo lugar, porque por aquel pequeño agujero no podrían
transportarlo sin causarle desperfectos. Tan sumida estaba en sus pensamientos,
acariciando los impecables detalles de la escena labrada que no se dio cuenta de que no
estaba sola en la habitación. – ¿Quién eres? – Dijo una voz masculina con acento
desconocido. Mallyak se sobresaltó y giró sobre sí misma. – Soy Mallyak. Pero ¿Quién
eres tú? ¿Qué haces aquí? El hombre aunque joven, tenía un aspecto demacrado, el pelo
mojado y de color rojo le tapaba la frente y le llegaba por los hombros aunque dejaba a
la vista unos ojos amarillos. Tenía la ropa empapada y estaba descalzo. – ¿Cómo has
entrado?– Preguntó caminando hacia atrás. – Por el agujero.– Le dijo la muchacha
asustada y señalando a la pared. El agujero por el que había entrado había desaparecido.
El muchacho desconcertado miraba a Mallyak con incredulidad, aunque no con tanto
asombro como lo hacía ella. – ¿Eres una hechicera? ¿Qué eres tú? ¿Has venido a
ayudarme? – Dijo esperanzado. – Yo no soy... ¿Ayudarte? ¿Qué te pasa?– Preguntó la
chica con curiosidad. – ¿No lo oyes? Estoy atrapado.– Dijo con voz entrecortada.
Mallyak puso atención y pudo escuchar el sonido del mar al otro lado de la estancia, una
92 puerta de madera muy robusta en la pared rocosa de la habitación y en la que no
había reparado hasta entonces, crujía por la humedad, el agua entraba por debajo

97
levemente. – El agua...– le dijo al muchacho señalando a la puerta. – Escucha mejor.– La
muchacha le hizo caso y se acercó a la puerta. Podía oír el mar muy cerca rompiendo
contra las rocas y voces de socorro en la lejanía. – El agua entrará, como lo ha hecho en
la galería inferior. Es la marea del quinto mes que predijo el Oráculo. Debimos irnos
cuando nos advirtió. Esto es una tumba. – Sentenció el chico. Mallyak no sabía qué
estaba pasando pero quería ayudar. – ¿Por ahí no hay manera de salir?– Dijo señalando a
la puerta. – La marea continuará subiendo hasta dejar esta cueva enterrada por completo,
es cuestión de tiempo. No hay salida por ahí.– Le contestó. De pronto un estruendo
como nunca había oído le taladró la cabeza. Miró al muchacho pelirrojo, su rostro era un
cuadro dramático que Mallyak no querría pintar. – Ya está aquí.– La puerta se soltó de
las paredes y una ola gris entró en la estancia desolándolo todo a su paso, en segundos
todo había desaparecido. La muchacha se tapó la cara con los brazos en un intento
imposible de escapar. De pronto todo volvió a la calma, un silencio absoluto la envolvía;
se encontraba de nuevo en la galería ascendente por la que caminaba agachada tras salir
de la primera estancia que había visitado dentro de la caverna. Corrió todo lo que pudo,
aún agachada para salir de allí y se encontró en la sala principal donde Terkin esperaba
sentado a que se cansasen de explorar. – Pero ¿Qué te ha pasado?– Le dijo mientras se
incorporaba. Mallyak se miró la túnica, estaba totalmente llena de barro y rasgada; al
igual que sus brazos y piernas, y suponía que también su cara. – ¡He visto a un hombre!
¡Una ola! Aquí...– Le espetó nerviosa. – Calma Mallyak. Dime qué ha pasado. Le contó
todo lo que había visto y para su sorpresa su amigo no se extrañó. – No eres la primera
que se encuentra con Somahn, pero hacía tiempo que nadie lo veía. Salieron de aquella
cavidad con los mellizos que apenas prestaron atención al despedazado atuendo de
Mallyak, y continuaron por un sendero que subía de nuevo a un acantilado de menos
altura. La joven no podía quitarse de la cabeza aquella experiencia aunque Terkin parecía
no darle importancia y seguía el paseo hablando de las flores que crecían a la orilla de la
costa y de sus propiedades curativas. Por el camino se cruzaron con un par de aldeanos
que hicieron una especie de reverencia 93 a su paso, o eso interpretó ella. Tal vez por
respeto a Terkin, ya que parecía ser parte importante de aquella comunidad, o por ser un
saludo tradicional en aquella zona. Decidió no pensar más en aquel encuentro, aunque un

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montón de preguntas le taladraban la cabeza y no quería parecer inquieta. Sonreía de vez
en cuando a los mellizos y respondía con negativas sus invitaciones de juegos infantiles.
Viéndolos correr por el camino se acordó de Los niños de las calles del sur y cómo
corrían descalzos por el barro, cómo muchos no tenían casa ni sabían si aquel día
comerían algo en buen estado o morirían de frío bajo la lluvia invernal, y llegó a la
inmediata conclusión de que ser un niño era más fácil en el campo que en su ciudad; o
por lo menos en aquel lugar. Recordaba cómo se buscaba la vida junto a Cota cuando
sólo eran unas crías y ofrecían sus servicios como limpiabotas; su tía entonces trabajaba
duro pero a veces no llegaba a conseguir lo suficiente para comprar comida para las dos,
así que ella tenía que trabajar y aunque lo veía como un juego, lamentaba los días que se
dedicaban a holgazanear tumbadas en las escaleras de alguna posada con el estómago
vacío. Los hombres a los que limpiaban las botas no eran de clase acomodada pero
sentían atracción por las niñas y se dejaban convencer fácilmente para gastarse unas
monedas de bronce. Cota y ella preferían hacer eso a robar como hacían muchos; no por
ética, como se podría pensar, si no por falta de astucia para dicho arte. Mallyak prefería
mil veces tener que adular a un hombre apestoso y gangoso mientras Cota le frotaba las
botas que los nervios que sentía con sólo pensar en robar a alguien en el mercado. La
única vez que lo había intentado, el corazón parecía salírsele por la garganta y la mano le
temblaba con tanta intensidad que el hombre al que intentaba quitarle la bolsa de
monedas se percató y le dio el tiempo justo de echar a correr antes de que le atizase con
la mano abierta; en parte le parecía bueno no poder hacerlo; así no tendría que mentir
premeditadamente a su tía cuando le preguntase de dónde había sacado el dinero. Y allí
estaban aquellos mellizos felices de paseo con un hombre gigantesco y una forastera que
como pelo tenía una manta roja que no se había cortado desde la última vez que lo había
hecho Sheana. Ya por el acantilado, continuaron por otro sendero junto al mar como el
anterior, con Terkin ya callado y Tham y Lluna sorprendentemente apacibles caminando
detrás de 94 Mallyak. De pronto encontró su cara pegada a la gran espalda de su amigo,
se había parado de golpe. – Bienvenida a la Cala de los Sionach. – Dijo con voz
ceremonial. Otra vez escuchaba aquella palabra que la perseguía desde que había
conocido a Terkin y por fin se encontraba en un lugar que llevaba aquel nombre con el

99
que la habían llamado en tantas ocasiones. Mallyak se asomó detrás de Terkin y
vislumbró bajo el acantilado una pequeña playa de piedras y arena blanca, de tamaño
mucho menor a la que habían abandonado. Una pequeña playa que probablemente fuera
lo que vinieran a visitar desde el principio, aquello tan importante que su amigo quería
enseñarle y que a ella, sintiéndose poco digna con ello, le parecía una playa hermosa, sí,
pero una playa al fin y al cabo.

100
Talentos

La Vieja Madre frotaba con fuerza una olla de peltre bajo la tina de agua caliente
mientras tarareaba la misma canción de todas las mañanas. Cota sentía nauseas con
aquella tonada. “Una vez más y le meto la cabeza bajo el agua.”– Se decía a si misma
mientras intentaba poner buena cara y seguir preparando el cordero para la comida. Era
una carne dura y difícil de saborizar pero aquello no era problema suyo. Por mucho
tomillo y pimienta que le echase a aquel estofado no dejaría de saber a madera, costaría
masticarlo tanto que habría clientes que no podrían tan siquiera darle un mordisco por la
carencia de dientes y lo pagarían con ella. Le gustaba cocinar, incluso le relajaba, pero
aquellas condiciones eran imposibles. La Vieja Madre solía atribuirse los méritos cuando
una comida gustaba tanto que los clientes pagaban otra ración, pero si Cota estaba
trabajando, la comida siempre corría a su cargo. La solía insultar mentalmente para
sentirse menos humillada, a veces surtía efecto.
 El perro de las mil manchas navegaba por el mar del oeste...– Tarareaba la Vieja
Madre.

101
Aquello no habría quien lo comiera. No sabía como aquella mujer había llegado tan lejos
con su negocio teniendo tan poca visión para comerciar. El timo estaba más que claro y
no era la primera vez que le vendían carne seca dándosela por fresca.
– Era un cordero delgado, nada más. Únicamente deberás darle más tiempo al guiso,
nada más. – Le había dicho la Vieja Madre después de que Cota llegase por la mañana.
El Pájaro Muerto era la taberna más mugrienta y peligrosa del sur con diferencia, Cota
era consciente de ello pero parecía que la Vieja no, pensaba que se encontraba en un
palacio de Ciudatta y cocinaba para las hijas del gobernador pero intentando darles gato
por liebre literalmente en ocasiones.
La carne seguía dura, la aderezó con salvia y más tomillo, y le echó sal aunque la carne
seca ya estaba salada, retiró las zonadas y los patatos del guiso antes de que se
deshicieran y se sentó sobre un tocón que había frente al fuego. Se miraba los dedos de
las manos llenos de cicatrices, se frotó las manos y sus ojos se encontraron con el
brazalete que le había regalado Mallyak. Se sumió en sus recuerdos mientras la carne
seguía en el fuego.
– Cota, hija mía, debes controlar el fuego nada más. ¿No te he enseñado nada? – La
apuró la vieja madre con un timbre de voz infantil que no era para nada amable por
mucho que sus palabras podían parecerlo. Cota se levantó y revolvió el guiso con
angustia, no podía sacar nada decente de aquella comida, era una verdadera mierda.
Pinchó la carne con un cuchillo, era lo más blanda que podía estar así que volvió a
incorporar las zonadas y los patatos y revolvió con soltura, apartó la olla del fuego con la
ayuda de un rodillo y le puso una tapa desproporcionadamente grande.
– Ya está, sólo necesita reposar.– Le dijo a la vieja madre secándose el sudor de la frente
con el dorso de la mano.
 Muy bien Cota, hermosa. Puedes salir a la barra a ayudar a la otra muchacha.
¿Cómo se llamaba? ¿Era Tara? Ah, ya recuerdo, Shandra. Vete a ayudar a
Shandra, eso es lo que tienes que hacer, nada más.
Cota asintió y se quitó el mandil de algodón sucio que llevaba puesto dejando al
descubierto un vestido nuevo de lino gris con un bordado de rana azul en la espalda.
En el comedor las gente se agrupaba contra la barra y en las mesas, la mayoría eran

102
borrachos habituales, dos o tres comerciantes desconocidos que bebían solos y alguna
prostituta que intentaba llamar su atención de la manera menos discreta. Shandra, la otra
camarera, llevaba trabajando menos de una semana en la taberna después de que la
anterior muriera por la enfermedad del vino. La joven se desenvolvía bastante bien y
Cota apenas tenía que decirle nada, era más bien La Vieja Madre la que solía joder la
marrana constantemente, por mucho que Shandra lo hiciera correctamente siempre había
algo que no le gustaba. Solía tratarse de cómo limpiaba la barra con con qué brazo cogía
la botella de licor cuando servía a los clientes.
Cota miró por encima de las cabezas y decidió ir a la puerta a ayudar a un ciego que
intentaba entrar por la puerta pero no paraba de chocarse con clientes.
 ¡Maldito tullido! ¿Qué coño te pasa?– Le gritó un hombre voluminoso y bastante
sucio.
El ciego se cubría con una capa y llevaba entre manos un recipiente de madera con
algunas monedas.
 ¿Le voy a ayudar a entrar, de acuerdo? ¿Qué quiere tomar?– le preguntó Cota al
hombre, sobresaltado de que alguien lo agarrase por el brazo.
 Un poco de cerveza y un plato de comida, puede usted coger lo que necesite de
aquí para pagarle, pero cuidado con ser muy espabilada, sé lo que llevo. – El
ciego señaló el bol de madera mientras dejaba que Cota lo sentase en una mesa
vacía.
Cota cogió una de plata y un bronce y se retiró a la barra. Robar a un ciego no entraba en
sus planes, y aunque lo hiciera, no sería para ella, así que cogió lo justo y se fue a por la
comida del hombre. Dentro de la cocina La Vieja Madre ya estaba sirviendo varios
platos del incomible guiso. – Uno más para el ciego que acaba de entrar.– Le dijo
mientras servía en un vaso la cerveza del desgraciado.
Mientras se dirigía de vuelta a la mesa del ciego con la comida, lanzaba miradas furtivas
a la puerta de entrada. Desde el día que habían encontrado la casa destrozada no había
vuelto a ver a Lareo, el trabajo apenas le dejaba tiempo últimamente para nada y Saco
tenía el mismo problema con el suyo, al parecer el maestro de Mallyak lo tenía
trabajando casi sin descanso porque pensaba que no estaba a la altura así que a su

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compañero de casa lo veía sólo por las noches. Mientras tanto ya se habían instalado tres
niños en la casa, Pez era el mayor, con 14 años, trabajaba en el río gris pescando
cangrejos con un comerciante de la Ocho. Los otros dos críos tenían 6 y 8 años, Flor y
Suelo, dormían en la habitación que había pertenecido a Sheana, una cama grande y más
cómoda que la que hubieran visto nunca, Cota dormía en la habitación de Mallyak con
Saco y Pez, en la sala común ya no quedaba ningún cojín de los que cosía su tía, todos
habían sido destruidos en el altercado de aquella noche, así que en su lugar cubrieron la
esquina del suelo bajo la ventana que daba a la calle con varias mantas de lana, Cota
solía tirarse sobre ellas después de comer, jugueteaba con la flecha que había matado a
Sheana imaginando las razones de su amiga para guardarla en aquella caja en la cocina.
Absorta en sus pensamientos no se dio cuenta de quien entraba por la puerta mientras
limpiaba el suelo de cerveza derramada. Cuando se levantó, su espalda golpeó algo y los
pedazos del vaso de barro se volvieron a caer al suelo. Se giró de inmediato y allí estaba
Lareo. – ¡Lo lamento!...¡Eres tú! ¿Qué tal?– Le dijo el muchacho pasando de un
semblante preocupado a una gran sonrisa ridícula y sincera.
 Ahora mismo me pillas un poco ocupada. Ya sabes, trabajando.– Le contestó de
mala gana la joven mientras volvía a recoger los trozos. – Puedes sentarte por
allí.– Dijo señalando una esquina de la taberna más despejada. – Pide algo y deja
una buena propina. En dos horas podemos comer juntos. Pero aquí no. Hoy no.–
Le dijo marcando las últimas sílabas con un tono de enfado en su voz.
 ¿Le has cogido el gusto a comer conmigo? Está bien, ¿puedo pedir una cerveza?–
Le contestó Lareo sin borrar la sonrisa de su ingenua cara.
 ¡Oh! Esa no es mi zona. Tu camarera es Shandra, la de las piernas largas y la piel
más clara. – Le señaló Cota guiñándole un ojo mientras se retiraba a la cocina.
 Cota, hija mía, el que nos vende el jamón ha dicho que vendría antes de la cena y
que quería hablar contigo sobre la mercancía. – Le dijo la Vieja Madre al entrar
por la puerta de la cocina.
 Hoy me marcho en dos horas, ya lo sabes. No voy a estar aquí para la cena. – Le
contestó la muchacha intentando ser agradable.
 Cota, hija mía, sólo quiere que estés aquí para poder hablar del jamón. Tú cocinas

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mucho aquí y quieres hablar contigo, es lo único que quiere.
Cota asintió con desgana mientras se sacaba varios platos del estofado para el comedor.
Le quedaban dos horas de servidumbre para su majestad la vieja escoria que reinaba en
aquel lugar y tenía ganas de atravesarla con el puñal que llevaba entre los muslos. Pasó
junto a la mesa donde Lareo bebía cerveza y el muchacho levantó el dedo reclamando su
atención mientras tragaba la cerveza apresuradamente con intención de decirle algo. La
joven asintió con la cabeza a su amigo, sonriéndole mientras salía en la otra dirección
para seguir con su trabajo.
Las dos horas se le hicieron tan largas que podían haber sido seis, la taberna se
abarrotaba a media mañana para servir comidas y sobretodo dar de beber a la mayoría de
los trabajadores del sur, así como a los comerciantes que llegaban todos los días y se
establecían en posadas cercanas. Todo el mundo sabía que la mejor comida solía servirse
en El Pájaro Muerto, aunque aquella mañana el banquete no fuera comestible para todos.
Cota no solía comer lo que cocinaba, se limitaba a echar mano a la fruta fresca que
compraban el mercado junto al río mientras trabajaba.
Cuando recogió sus cosas y se dirigió a la mesa donde había dejado a Lareo, el chico se
entretenía hablando con un hombre gordo y sucio, algo más que habitual, que reía con
fuerza mientras le golpeaba la espalda con una mano que bien podía ser una ristra de
fiambres adobados.
 Me voy a casa. Te invito a comer.– Le dijo Cota interrumpiendo al compañero de
mesa, que la miró con desprecio y se deslizó a la mesa de al lado con la cerveza
en la mano.
 Pensé que comeríamos aquí, Esto es una taberna.– Le respondió el muchacho
extendiendo hacia fuera los brazos con las palmas de las manos hacia arriba.
 Es mejor que hoy no pruebes la comida.
 Creía que por aquí se comía mejor que en ninguna parte, según dicen.– Le
respondió Lareo con tono jocoso.
 Hoy no. Créeme.
 Es una pena. Has conseguido que baje hasta aquí para nada.
 Yo no te he invitado. – Le respondió Cota ofendida.

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 Sé que no lo has hecho, pero es que quería... Después de lo ocurrido el otro día...
 ¡Dioses del mar! ¡Nunca habías estado al otro lado del río! No me acordaba.
El joven se sintió avergonzado. Lo último que quería probablemente era que la gente de
alrededor les escuchase. Cota sintió haber levantado la voz e intentó ser indulgente con
el chico. – Hoy la comida aquí es un asco. La he hecho yo, sé de lo que hablo. Salgamos
antes de que la Vieja Madre salga a recordarme mis jodidas obligaciones para con ella. –
Dijo mientras agarraba a Lareo por la camisa saliendo en dirección a la puerta.
 Así que... ¿Qué tal ha ido tu incursión en tierras desconocidas? – Le preguntó la
joven con un marcado acento zasorano.
 He de decir que he descubierto lugares sorprendentes.– Le respondió el joven
aventurero con tono teatral. – Bajaba por una de las calles, no sé cual era, pero me
he cruzado con no una ni dos, si no tres parejas fornicando contra las escaleras de
varias casas. He deducido que eran prostitutas pero lo más curioso del
acontecimiento era que nadie le daba importancia y la calle estaba abarrotada de
gente. – Mientras Lareo narraba su aventura subían por la nueve y se encontraban
ya cerca del puente.
 ¿No te habrás quedado embobado mirando a esa gente, verdad?
 La primera vez me resultó difícil hasta que me di cuenta de que era algo habitual
en este pueblo.
 ¿Pueblo?
 Creía que te gustaría.
 Esto no es un pueblo, son calles anexas a la muralla meridional de la ciudad. ¡Ja!
Ese es su nombre exacto.
Atravesaron la la Siete y giraron a la izquierda por el centro de la ciudad, el paisaje había
cambiado considerablemente y Lareo mostraba cierta relajación, ya que no sujetaba su
bolsa con la mano.
Cota tenía tanta hambre como un perro de la ocho y sus tripas le daban una serenata.
Vivir en la casa de Mallyak era muy agradable pero el camino hasta el trabajo era largo,
obviamente no tenía una montura y los coches no bajaban más allá del río Ceniza.

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El verano en Cypres comenzaba a ser insoportable, las prendas se le pegaban al cuerpo y
se cambiaba de ropa dos veces al día. La culpa era del vestido que llevaba, era de
algodón nuevo, confeccionado por Sheana, de muy buena calidad, pero más apto para el
invierno. De hecho todos los vestidos que Mallyak había dejado en casa eran perfectos
para cualquier noble ocasión, pero poco apropiados para una camarera en constante
movimiento y en contacto con toda la mugre del sur.
 Creo que te infravaloras. – Dijo Lareo sacándola de su ensimismamiento. – Creo
que deberías dejar ese trabajo, estás muy cualificada. ¿Por qué trabajas en ese
pozo de mierda?– Dijo con toda la rapidez que pudo para que Cota no lo
interrumpiera.
La joven se paró en seco, se encontraban cerca de casa de Mallyak, al lado del callejón
de las Lunas. – ¿Qué has dicho?– Dijo fingiendo exaltación. – Joder, se me olvidaba que
no entiendes el sarcasmo. ¿Dónde coño has nacido? Pareces del otro lado del mundo. Yo
no soy cyprense de nacimiento pero tengo entendido que el sarcasmo es la segunda
lengua oficial de estas tierras.
 Bueno, yo tampoco soy de por aquí. – Mintió él.
 No engañas a nadie con esa piel paliducha y ese pelo color saco. – Rió Cota.
 Y ¿Qué clase de nombre es Cota? – Preguntó él sin vergüenza.
Cota puso los ojos en blanco, estaban en la puerta de la casa, sacó la llave plateada que
abría la maciza puerta y ambos entraron en silencio.
– Cota no significa nada, es un nombre como otro cualquiera.
Dentro de la casa la temperatura era suave y agradable. – Voy a cambiarme, Puedes
encender el fuego, tengo huevos de gallinas del bosque negro y traigo panceta que cogí
en la taberna. No. No la he robado.– Sentenció mientras subía las escaleras hacia el
segundo piso. Por el camino tropezó con Flor y Suelo que bajaban corriendo los
escalones. – ¿Quién es?– Preguntó la niña.
 Este es Lareo, fabrica pinturas.– Les dijo Cota acariciándole la cabeza con cariño.
Los niños bajaron el último escalón de un salto y miraron a Lareo con curiosidad.
 ¡Hola! – Les dijo el muchacho sonriendo mientras encendía un pequeño fuego
para cocinar.

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Los críos se sentaron a la mesa. – ¿Nos vas a hacer la comida?– Preguntaron entre risas.
 Eso creo. – Contestó mientras colgaba un caldero pequeño sobre las brasas.
 ¿Cómo os llamáis?– Les preguntó mientras buscaba los demás utensilios
necesarios.
 Flor, y este es Suelo, como el suelo.– Le respondió la niña.
Lareo prefirió no preguntar sobre sus nombres. Mientras subía el gancho del caldero
para elevarlo un poco más Cota bajaba las escaleras, se había puesto una túnica suelta,
sin corpiño. Notó como Lareo evitaba mirarla directamente. – Los huevos están aquí.–
Dijo mientras señalaba junto a la escalera. Hay una trampilla en el suelo, ahí tenemos
una pequeña despensa. – Dijo con una pizca de orgullo.
Lareo se desenvolvía como un profesional en la cocina así que decidió dejarle hacer, de
vez en cuando estaba bien no cocinar.
 Pez ha dicho que traería un salmón tigre para cenar. Eso ha dicho esta mañana. –
Dijo Suelo mientras masticaba la panceta. – ¿Tú sabes pescar?
 Es posible. – Contestó el joven cocinero.
 Eso no puede ser. O sabes o no sabes. Yo no sé.
 Yo podría pescar un pez muy pequeño. – Dijo Flor con la boca llena.
 Tú no pescarías ni un pez enano. – Le respondió el niño con sorna.
 Un pez enano es más grande que un pez pequeño. – Rió la niña.
 Un pez enano es un pez muy pequeño, más pequeño. ¿Verdad? – Preguntó
mirando hacia Lareo.
 Sí, y un pez gigante es un pez muy poco pequeño.
 Demasiado complicado para ellos. – Le espetó Cota. – Si Pez pesca un salmón
tigre tendremos que hacerlo en salazón para que no se estropee. Pero eso no va a
ocurrir. Si ya habéis terminado podéis limpiar vuestros platos con cuidado de no
romperlos, no nos quedan muchos. Dejarlos después colocados junto al limonero
al sol.

Dos horas después Cota y Lareo bebían aguardiente de nogal sentados sobre las mantas

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de lana. El muchacho comenzaba a hacerla sentir cómoda. Sabía que en ocasiones, si no,
siempre, solía ser insoportable. Le importaba un soplón pero la gente sentía incómoda y
lo notaba. Por eso la huída de Mallyak había sido muy frustrante. Decidió que había
huido, no sabía por qué ni a donde, y habían pasado ya más de media docena de
semanas. Tenía la esperanza de tener pronto noticias de ellas, fuera a donde fuese,
tendría que poder enviarle un mensaje. Era su hermana, debía hacerlo.
Mientras tanto intentaba ahogar sus penas a base de licor rancio en la taberna y
aguardiente de nogal que destilaba Saco.
 No puedo decir otra cosa que gracias. Gracias por haberme dado de comer otra
vez. – Le dijo a Lareo con un acento más marcado de lo habitual.
 No tolero que me des las gracias. Tú me has invitado a la casa de Mallyak, osea, a
tu casa. A casa de Saco y de tuya. – Balbuceó de forma poco acertada.
 ¿Estás borracho, caballero?
 ¿Qué estamos bebiendo?
 Licor de vida y muerte. Juventud embotellada.
 Creo que no beberé más, estoy un poco mareado.
Cota decidió servirse otro vaso de aguardiente mientras asentía con la cabeza
graciosamente. – Un buen señor acompañaría a una dama en su viaje por los ríos de la
pena.
 He de advertirte que si una dama sigue bebiendo acabará cayéndose de la barca
sobre la que navega.– Le tendió el vaso a Cota para que le sirviera un poco más. –
El último.
A la mañana siguiente deseaba no haber encontrado la botella de aguardiente. Recordó
que había olvidado su cita con el hombre que vendía el jamón. Aquel día trabajaba por la
tarde y no quería pensar en lo que le esperaba cuando llegase. Se consoló pensando en
que su amigo debía de estar en la misma situación. Se levantó y esquivó los cuerpos de
Saco y Pez que dormían plácidamente sobre sus camastros y bajó las escaleras
intentando mantener la cabeza sobre los hombros sin precipitarse.

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