Es apropiado señalar que el pensamiento científico, tal como lo conocemos hoy en día no ha
existido desde siempre y hasta podemos decir que es reciente si uno tiene en cuenta la
cantidad de siglos de pensamiento racional en Occidente.
Ubicamos como mojón histórico el siglo VI antes de Cristo, como el momento en el que se
inicia el pensamiento griego antiguo y con él una historia de reflexión que desemboca en la
conformación de la ciencia moderna en el siglo XVII.
Estamos afirmando que hubo reflexión, pensamiento, conocimiento pero es recién entrado el
siglo XVII que dicho conocimiento toma determinadas características y se constituye en
pensamiento científico como tal. Dicho nacimiento no se produjo por salto ni
espontáneamente, es el resultado también de diversas determinaciones filosóficas, políticas y
sociales. Dice Koyré: “La ciencia moderna no ha brotado perfecta y completa de los cerebros
de Galileo y Descartes, como Atenea de la cabeza de Zeus. Al contrario. La revolución
galileana y cartesiana - que sigue siendo, a pesar de todo, una revolución- había sido
preparada por un largo esfuerzo del pensamiento. Y no hay nada más interesante, que la
historia de este esfuerzo, la historia del pensamiento humano que trata con obstinación los
mismos eterno problemas, encontrando las mismas dificultades, luchando sin tregua contra
los mismos obstáculos y forjando lenta y progresivamente los instrumentos y herramientas,
es decir, los nuevos conceptos, los nuevos métodos de pensamiento, que permitirán por fin
superarlos”.1
En términos filosóficos “se trata de la sustitución del teocentrismo medieval por el punto de
vista humano; de la sustitución del problema metafísico, y también del problema religioso,
por el problema moral; del punto de vista de la salvación por el de la acción”.2
Se han nombrado dos autores importantes: Galileo Galilei (1564-1642) y René Descartes
(1596-1650). El primero es sumamente relevante porque se considera que la física moderna
nace con él y acaba con Albert Einstein (1879-1955), y el segundo, Descartes, es el filósofo
que permite, a partir de su razonamiento, la inauguración de la ciencia misma.
1
Koyré, Alexandre, Estudios de historia del pensamiento científico, Madrid, Siglo Veintiuno de España
Editores, 1990.
2
Koyré, A., ob. cit.
Aquí nos detendremos unos instantes. Descartes es un filósofo que propone el famoso
cogito, denominado justamente cogito cartesiano (dubito, ergo cogito, ergo sum, léase:
dudo, luego pienso, luego existo) y que trata de fundamentar el conocimiento en la exclusiva
operación racional.
El proyecto cartesiano consiste en una reforma absoluta del saber que se inicia con la “duda”
como método. La duda, llamada hiperbólica va a recaer sobre todo lo que puede darse en el
sujeto como representación; es la experiencia más evidente que confirma la certeza del
sujeto como pensante. Es decir, todo el mundo (sensible por ejemplo), todos los
conocimientos, pueden ser puestos en “duda” pero de lo único que no se dudará es de que
se está justamente “dudando”, es decir, pensando. He allí la certeza del pensamiento
independiente de cualquier instancia (léase, fe, religión o Dios) que es necesaria para la
formulación de un cuerpo teórico racional y científico y, por ende, para el establecimiento de
la cadena demostrativa de la ciencia.
En definitiva, el famoso cogito (pienso, luego existo), aparte de sostener una existencia cuyo
fundamento es el “pensar” (existe porque piensa, podríamos decir), sirve de base para
fundar un pensamiento (una sustancia pensante) que no necesite otra instancia que la propia
razón para su articulación y su coherencia.
El Iluminismo, que se reconocía como heredero tanto del racionalismo francés como del
empirismo inglés del siglo anterior, partía de una fe absoluta en la razón y la observación
científica, y denunciaba las verdades inspiradas en la autoridad establecida, la revelación
divina o la mera tradición. La razón y la ciencia aportaban los elementos fundamentales para
que los hombres alcanzaran niveles de libertad y perfectibilidad ilimitados; los progresos de
las luces allanaban entonces el camino para que los hombres en constante proceso de
mejoramiento fueran felices, es decir, libres de las tinieblas de la ignorancia y la opresión.
Razón y observación eran para estos pensadores la base de todo método científico, su
arraigada “profesión de fe”. A la vez, mantenían en grados diversos, según los autores y las
circunstancias, una postura -al decir de Zeitlin- “crítico-negativa”: “mantenían siempre una
2
actitud crítica frente al orden existente, el cual, según opinaban, ahogaba las potencialidades
del hombre”3.
Un impacto de enorme trascendencia causó la publicación, en 1735, del libro de Carl Linneo
(1707-1778), Systema Naturae (Sistema de la Naturaleza). En él, el botánico sueco
estableció una sistematización y clasificación, según criterios racionales, de todas las
especies vegetales conocidas hasta el momento, a la cual posteriormente sumó el reino
animal. Al Fundar una moderna nomenclatura botánica normalizada (basada en los sistemas
reproductivos de las diversas especies), Linneo ofreció un método ordenador que no
tardaron en imitar los demás sabios y que fue tenida muy en cuenta por los filósofos y
economistas que reflexionaban sobre el origen y desarrollo de las sociedades y los regímenes
políticos. Estos pensadores se convencieron de que el hombre era parte del sistema natural
y, por lo tanto, el comportamiento humano para ser explicado, debía ser sometido a la
misma rigurosidad científica que se comenzaba a aplicar a los fenómenos naturales.
La naturaleza aparecía como un caos, era necesario entonces ordenar ese caos a través de la
clasificación, presupuesto para su conocimiento. Linneo llamó a su sistema “el hilo de
Ariadna de la clasificación, sin la cual sólo existe el caos”.4 Una de las premisas del
Iluminismo fue la de “dominar la naturaleza”, pero dominio entendido en el sentido de
conocer sus leyes; y este conocimiento a su vez, redundaría en beneficio del hombre. Se hizo
evidente la necesidad de conocer, asimismo, las leyes que regían el surgimiento, desarrollo y
caída de sociedades y estados para poder contribuir al establecimiento de un orden social
basado en principios racionales que permitiera el libre desarrollo del progreso (concepto que
procede del Iluminismo, así como el de civilización) y las potencialidades humanas. El
modelo naturalista aportaba la base para formular estas leyes estableciendo clasificaciones y
comparaciones y prescindiendo de razones divinas o ultraterrenas, lo cual significó una
concepción profundamente revolucionaria. Recordemos que las monarquías justificaban su
dominación y el mantenimiento de determinado orden social, basándolos en la “voluntad de
Dios”.
3
Zeitlin, Irving, Ideología y teoría sociológica, Buenos Aires, Amorrortu, 1982, cap. 1: “El Iluminismo”.
4
Pratt, Mary Louise, Ojos Imperiales. Literatura de viajes y transculturación, Quilmes, Universidad
Nacional de Quilmes, 1997, cap. 2: “Ciencia, conciencia planetaria, interiores”.
3
John Locke (1632-1704) sostuvo que “en el principio, todo el mundo era América”, con lo
cual quiso expresar la importancia que tenía la observación de las sociedades primitivas para
la comprensión de los orígenes de la vida social. Los economistas y filósofos del siglo XVIII
tuvieron, como sostiene Meek, “un interés común, aplicar al estudio del hombre y de la
sociedad esos métodos científicos de investigación que habían demostrado, recientemente,
su valor e importancia en el campo de las ciencias naturales”.5 El criterio de clasificación y
compresión del desarrollo de las sociedades por estadios sucesivos, fue entonces establecido
a partir de la manera en que los hombres se agrupan para obtener alimento y subsistir. Lo
que el historiador escocés William Robertson (1721-1793) denominó modos de
subsistencia (caza, ganadería, agricultura, comercio) y que es claramente la prehistoria del
concepto modo de producción de tan fructífera utilización por parte de Marx en el siglo
siguiente (autor que analizaremos en la Unidad 2).
Los contractualistas, filósofos políticos, sostenían que el origen del Estado se encontraba en
una suerte de pacto originario que los hombres hacían para defenderse entre sí, delegando
sus derechos “naturales” en una autoridad. Este contrato social sacaba a los hombres del
estado de naturaleza y los arrojaba de lleno a la vida social. Aunque las posturas políticas
variaban según los autores contractualistas (autoritaria y monárquica en el caso de Hobbes,
liberal en Locke y democrática en Rousseau), todos ellos coincidían en la hipótesis de un
contrato fundante no sólo del Estado, sino, también y simultáneamente, de la propia
sociedad. La sociedad era entonces una ruptura con el orden natural y esto era necesario
para la propia existencia de la humanidad según sostenía Thomas Hobbes (1588-1679) en
el siglo XVII, porque en el estado de naturaleza el hombre era según su célebre fórmula,
“lobo del hombre” (homo lupus homini), es decir, luchaba contra su semejante hasta la
mutua destrucción. En un sentido inverso, para el ginebrino Jean-Jacques Rousseau
(1712-1778), la sociedad, al alejar al hombre de la naturaleza, lo corrompía y degradaba.
Este pensador creía ver en las sociedades primitivas, que en ese momento los europeos
comenzaban a estudiar, hombres puros, no degradados e integrados a la naturaleza; lo que
se popularizó como el mito del “buen salvaje”. No creía, empero, que los civilizados pudieran
volver a estado prístino, por lo tanto, deberían fundar un nuevo orden por medio de un
nuevo contrato social, basado en la “voluntad general”, base de las posteriores teorías
democráticas.
En definitiva, para los teóricos del Siglo de las Luces, la reflexión sobre la relación de la
naturaleza y la sociedad bajo el método de las ciencias naturales era fundamental para
desarrollar un pensamiento social y político. La fundación de una teoría social y de una
sociología sobre nuevas y propias bases será la obra del siglo XIX.
5
Meek, Ronald L., Los orígenes de la teoría social. El desarrollo de la teoría de los cuatro estadios,
Madrid, Siglo Veintiuno Editores, 1981, Introducción.
4
del maquinismo y múltiples innovaciones técnicas y la producción de mercancías a gran
escala; la segunda con la destrucción del antiguo régimen absolutista y la fundación del
Estado-Nación moderno. Ambos movimientos barrieron con las supervivencias del feudalismo
en Europa y crearon las condiciones para la consolidación del capitalismo y su posterior
expansión hacia todos los rincones del planeta. Dice Hobsbawm: “El período histórico iniciado
con la construcción de la primera fábrica del mundo moderno en Lancashire y la Revolución
Francesa de 1789 termina con la construcción de su primera red ferroviaria y la publicación
del Manifiesto Comunista”.6
Estos cambios tan acelerados y abruptos, fundacionales del mundo moderno, conllevaron un
profundo trastocamiento de los estilos de vida tradicionales y sus valores asociados, las
relaciones sociales y las formas de dominación. Nuevas clases sociales, nuevas ideologías y
nuevos conflictos implicaron un renovado desafío intelectual. La necesidad de explicar el
nuevo orden, de justificarlo o cuestionarlo según los casos, marcaron el nacimiento de una
nueva ciencia, la ciencia de la sociedad o sociología.
Tal vez, el primer exponente de esta nueva ciencia sea el francés Claude-Henri de Saint-
Simon (1760-1825), particularmente con su obra Catecismo Político de los Industriales de
1823. Saint-Simon no entiende por industriales solamente a los propietarios de industrias,
sino que incluye en esa categoría tanto a capitalistas como a obreros y a todos los que
participan de actividades productivas, contraponiéndolos a las clases ociosas, rentistas o
improductivas. Si bien no advierte el conflicto de intereses entre las distintas “clases
productivas”, su intento es pionero en el análisis de las clases del nuevo sistema industrial y
el papel que en el mismo le cabe a los valores como fuerza organizadora y cohesionadora
junto con la ciencia y la planificación racional de las actividades productivas.
De este modo, el modelo naturalista aplicado a la teoría social, que había tenido un sentido
revolucionario en la época del antiguo régimen (legitimado por el “derecho divino”), devino
6
Hobsbawm, Eric, La Era de la Revolución, 1789-1848, Buenos Aires, Crítica, 1997, Introducción.
5
en un recurso claramente conservador en la primera etapa de consolidación del nuevo orden
capitalista.
Con la segunda mitad del siglo XIX emergerán las tres figuras fundamentales de la sociología
moderna, los tres modelos clásicos: Karl Marx (1818-1883), Max Weber (1864-1920) y
Emile Durkheim (1858-1917), aunque sólo este último se autodefinirá como sociólogo y
será pionero en la fundación de la sociología como disciplina académica.
Ahora bien, dicho estudio puede abordarse desde diferentes perspectivas, como ya dijimos.
Es objetivo de esta cátedra elegir, como eje de análisis de las problemáticas sociales, la
perspectiva de la vida cotidiana.
Nos dice Norberto Lechner que para el pensamiento clásico la vida cotidiana, en tanto ámbito
de lo doméstico, representaba “una existencia inferior respecto del mundo público, la polis”.7
Luego, entrado el medioevo, será el cristianismo quien ofrezca una visión de la vida cotidiana
como “la existencia carnal-materialista del hombre, es decir, el ámbito del pecado”.8
En el marco de los estudios actuales la vida cotidiana se sitúa “[...] en el cruce de dos
relaciones. Por un lado, la relación entre procesos macro y microsociales. En lugar de reducir
los procesos microsociales al plano del individuo en contraposición a la sociedad, habría que
visualizar la vida cotidiana como una cristalización de las contradicciones sociales que nos
permiten explorar en la ‘textura celular’ de la sociedad algunos elementos constitutivos de
los procesos macrosociales. Desde este punto de vista, la vida cotidiana es
fundamentalmente el campo de análisis de los contextos en los cuales diferentes
experiencias particulares van a reconocerse en identidades colectivas. Ello remite, por otro
lado, a la relación entre la práctica concreta de los hombres y su objetivación en
determinadas condiciones de vida”.9
7
Lechner, Norberto, Los patios interiores de la democracia, Chile, Flacso, 1988, cap. II: "Estudiar la vida
cotidiana”.
8
Lechner, N., ob. cit.
9
Lechner, N., ob. cit.
6
límites del “sentido común” y que se hacen “visibles” cuando la reflexión científica puede
discernir la génesis y el horizonte de dichas determinaciones.
“Al enfocar la vida cotidiana aludimos a las experiencias que hacen aparecer la
construcción social de las pautas de convivencia social como un orden natural. El
estudio de la vida cotidiana apunta pues, en buena medida, a la crítica de la
producción y el uso de aquellas certezas básicas que llamamos ‘sentido común’”. 11
Será a lo largo de las diferentes unidades que nos abocaremos a enfocar la intersección de la
vida cotidiana con distintos conceptos provenientes de diversos marcos teóricos con el
objetivo de poder argumentar de qué manera, por ejemplo, la vida diaria de un individuo
encuentra su sentido en la significación colectiva.
Queremos, por último, transcribir una definición de vida cotidiana que Heller plantea en su
texto Sociología de la vida cotidiana: la vida cotidiana es “[...] el conjunto de actividades que
caracterizan la reproducción de los hombre particulares, los cuales, a su vez, crean la
posibilidad de la reproducción social”. Esta definición nos servirá como orientación para
abordar las diferentes problemáticas que te iremos planteando a lo largo de las unidades.
Juan Bustos
Claudio Zusman
10
Heller, Ágnes, Historia y vida cotidiana. Aportación a la sociología socialista, México, Enlace-Grijalbo,
1985.
11
Lechner, N., ob. cit.