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Justicia Cognitiva.

La responsabilidad social de la universidad ante los dilemas bioéticos contemporáneos

«La justicia social global no es posible sin una justicia cognitiva global» (Santos, 2007a:
11).

Esta afirmación, proclamada repetidamente por el sociólogo Portugal Boaventura de Sousa


Santos, invita a una interesante reflexión acerca de las innumerables inequidades,
estigmatizaciones y segregaciones sociales que resultan naturalizadas por el implacable
peso de nuestra epistemología objetivista. Comencemos a desenhebrar los múltiples hilos
que entretejen esta particular forma de vincular el lenguaje ético de la justicia con el
lenguaje epistemológico de la cognición.

La Objetividad y sus opacidades

Desde una definición clásica, la epistemología se refiere al modo en el cual justificamos las
creencias apoyándonos en razones (no motivos), sometiendo a prueba la evidencia obtenida
de manera metódica (no arbitraria) y objetiva (no subjetiva). Parecería obvio, entonces, que
el único saber que nos permite validar las creencias bajo tales condiciones es el
conocimiento científico.

Ahora bien: al adjudicarle objetividad a la ciencia, se la despoja de cualquier compromiso


valorativo. Se ha repetido hasta el cansancio que la ciencia se ocupa únicamente de hechos,
sin pronunciarse por tal o cual preferencia, interés, gusto o inclinación idiosincrásica o
axiológica. Por lo mismo, se asume que los juicios establecidos por el investigador están
asentados en observaciones no contaminadas por su subjetividad. Como se afirma en
Christiansen (2016),

Esa visión acerca del purismo observacional es altamente compartida por la mayoría de
nosotros, en tanto no dudaríamos en admitir la superioridad epistémica de la ciencia
alegando como virtud la pasividad del sujeto cognoscente (es decir, coincidiendo en que
la ciencia es mejor que otras formas de conocimiento porque sus descubrimientos se
deben a la imparcialidad de la investigación, sin intromisión de ideología alguna). Desde
esa misma óptica se le adjudica al sujeto que observa un papel pasivo/receptivo, ya que se
asume que ese conocimiento que posee es correcto en tanto representa fidedignamente lo
real.

Así, observar objetivamente implica una distancia o separación entre el sujeto y el objeto
(es decir, entre el que observa y el que es observado): lo que las cosas son, lo son de
manera independiente (sin injerencia alguna del sujeto que las estudia). El investigador
simplemente descubre cómo es el mundo, y entonces lo explica, lo predice y lo modifica
según la guía que ese conocimiento le otorga.

El Objetivismo es, a mi entender, el mejor aliado del pensamiento único. En sus entrañas,
reside ni más ni menos que el principio de tercero excluido, el cual, de acuerdo a la lógica
clásica bivalente, nos exige reconocer que, si una proposición es verdadera, su opuesta es
verdadera, sin que exista una tercera posibilidad.1 Dicho de otra forma: si hay dos
explicaciones de un fenómeno, y la propia es la correcta, entonces la otra tiene que estar
equivocada. En el mejor de los casos, quien cree detentar la explicación correcta, podrá
mostrar tolerancia hacia el que está hundido en el error (aunque, en tal circunstancia, esa
actitud tolerante no es sino un rechazo no consumado). Al ser sencillamente “tolerado”, el
otro no es respetado como un Otro en su auténtica Alteridad (es decir, como un sujeto con
derecho a la Diferencia). En el objetivismo, hay una pretensión de “colonización” del Otro
si no coincide con mi punto de vista (lo cual constituye, incluso, una violación de la
autonomía epistémica del Otro).

Considerado a la luz de estas apreciaciones, la epistemología Objetivista funciona como un


caldo de cultivo para inferiorizar al disidente, y tal degradación es, al mismo tiempo,
epistémica y social (al estar engañado, el otro pierde autoridad en el campo del saber pero
también queda vulnerado en el campo de las relaciones).

1
La ley del tercer excluido (latín: tertium non datur) es un principio que establece que una proposición
solamente puede ser verdadera si no es falsa y solamente puede ser falsa si no es verdadera, porque el tercer
valor es excluido. Constituye uno de los pilares de la lógica clásica, junto con el Principio de no-contradicción
(“ninguna afirmación puede ser verdadera y falsa al mismo tiempo”) y el principio de identidad (“toda entidad
es idéntica a sí misma”, o “lo que es, es, y no puede no ser”).
De Sousa Santos ha comprendido lúcidamente este doble escarmiento. Al hablar de la
indiscutible hegemonía del Objetivismo Occidental, este autor alude a las “relaciones de
injusticia cognitiva”, ya que lo marca el trato desigual es el tipo de conocimiento que se
tiene (o que se ignora). Pero, entonces, en el acto mismo de defender la propia explicación
como “correcta”, se desencadena un ejercicio de poder. Como sostiene Aguiló Bonet (2009,
p. 2):

La característica básica de las relaciones de poder es que, lejos de fundarse en la mutua


complementariedad, el reconocimiento recíproco y la comunicación simétrica entre las
partes en relación, generan procesos de diferenciación desigual a través de los cuales se
equipara diferencia con inferioridad. El sujeto percibido socialmente como diferente con
relación a los patrones socioculturales vigentes de regulación es, de este modo,
estigmatizado y clasificado como inferior. La diferencia empírica de cualquier tipo —de
etnia, epistémica, género, orientación sexual, religión, biológica, por condiciones sociales
y económicas, entre otras— es utilizada para estatuir y justificar situaciones de
discriminación, exclusión y dominio de unos grupos humanos sobre otros. Así, mientras
unos grupos asumen posiciones de prestigio, superioridad, autoridad y mando, otros, por
el contrario, son sujetos a relaciones de obediencia, jerarquía y subordinación.

Siguiendo una trama argumental de tipo foucaultiano, hay que recordar lo señalado por el
filósofo francés cuando afirma que “los discursos dominantes que tienden a postularse
como verdaderos y encierran, por tanto, pretensiones de universalidad, tienen la capacidad
de producir efectos de poder en diferentes ámbitos de la vida social: el trabajo, los medios
de comunicación, la universidad, el hospital, el museo, entre otros” (Aguiló Bonet, p. 4). Lo
que deja claro que, ni el conocimiento que se defiende como “correcto”, ni los contextos o
lugares donde se produce, son inmunes a las prácticas de poder.

No obstante, la epistemología ha condenado dicho contexto al silenciamiento, bajo la idea


de que, si el conocimiento es objetivo, lo único que soporta el peso de la justificación de las
creencias y las teorías es la evidencia lógica y empírica. En contra de tal
descontextualización (con propósitos de despolitizar la imagen de la ciencia), De Sousa
(2014) subraya que “no hay epistemologías neutrales y las que pretenden serlo son las
menos neutrales” (p. 5). Las distintas formas de universalismo epistemológico han
perpetuado un colonialismo sin apariencia de colonialismo: “una dominación
epistemológica, una relación extremadamente desigual entre saberes que ha conducido a la
supresión de muchas formas de saber propias de los pueblos y naciones colonizados,
relegando muchos otros a un espacio de subalternidad” (p. 5). El concepto que usa para dar
cuenta de la erradicación de los saberes locales han sufrido es el de “epistemicidio”, el cual
ha homogeneizado la diversidad cultural y ha empobrecido dramáticamente la experiencia
social: “La pérdida de una autorreferencia genuina no sólo fue una pérdida gnoseológica,
sino también, y sobre todo, una pérdida ontológica: la de saberes inferiores propios de seres
inferiores. (p. 8). La idolatrada razón universal de la cultura moderna occidental deviene,
en la perspectiva de De Sousa, una razón indolente, que “tiende a utilizar la misma vara de
medir para todas las culturas, no reconociendo más parámetros y valores que los suyos
propios (..). Dado su carácter soberbio, olvidadizo y perezoso, la razón indolente (..)
produce la inexistencia de otras lógicas y estilos de pensamiento, acción y sentimiento a los
que no se molesta en [re]conocer y, si lo hace, es tan sólo para usarlos en beneficio propio”
(De Sousa, en Aguiló Bonet, 2009). Tal epistemología invisibiliza “excluye, ignora,
silencia, elimina y condena a la no existencia epistémica todo lo que no es susceptible de
ser incluido en los límites de un conocimiento que tiene como objetivo conocer para
dominar» (Santos, Meneses y Nunes, 2004a: 65). Desde la cosmovisión que el
cientificismo instaura, la generación de conocimiento se organiza bajo esquemas
interaccionales de tipo más bien jerárquicos y competitivos (antes que colaborativos y
cooperativos), reduciendo la concepción del mundo a la concepción científica (occidental,
eurocéntrica) del mundo. La ciencia moderna no deja lugar para los multiversos en los que
florecen los saberes alternativos. Simple y llanamente, los excluye, los descalifica, o los
ignora. “Lo ausente” o “lo inexistente” es discursivamente construido como tal (nada es, a
priori, importante o no-importante, sino a la luz de expectativas o deseabilidades
específicas).

La alfabetización científica como recurso de solución de los problemas sociales

Desde los grados iniciales hasta los superiores, la actual experiencia de la escolarización
está signada por modelos educativos que le rinden culto a la epistemología objetivista y
universalista que hemos venido delineando. Inspirados en el ideal educativo incubado en la
Ilustración, los formadores cumplen entusiastamente con el deber de instruir
científicamente a sus alumnos, ya que la alfabetización científica es la única vía para
erradicar los prejuicios, las supersticiones y los temores propios del pensamiento
precientífico (y allanar, así, el camino hacia la alfabetización política requerida en una
democracia participativa).

Tal estilo de presentación adolece de varios sesgos invisibilizados; por ejemplo, representa
a la ciencia como un cuerpo de conocimiento consolidado, carente de problemas internos,
tensiones, conflictos, disensos, alianzas, coaliciones, etcétera. Pero, más grave aún es el dar
por sentado que “la comprensión científica es buena en sí misma y superior a otros tipos de
conocimiento, lo que serviría de justificación para afirmar que el público debe tener más
conocimientos científicos, dado que aquellos individuos con más conocimientos tienen
cierta superioridad moral y social” (Montañez perales, 329). Adicionalmente, la admiración
generalizada hacia la ciencia se perpetua con el discurso que, además de estilizarla, la
presenta como progresiva: si se insiste en su utilidad social, se refuerza la adhesión y
respaldo de la ciudadanía, a la vez que se relegitima su financiamiento con dinero público.

Cabe señalar también que la convicción de que debe enseñarse ciencia como medida
correctora del gran desconocimiento que el público tiene, le reasegura la autoridad
epistémica a la comunidad de expertos científicos, que tienen el compromiso de
pedagogizar a las masas (de cuyas contribuciones económicas depende en gran medida la
continuidad de las investigaciones y su estabilidad profesional). En contraparte a la
elevación del estatus cognitivo del especialista, decrece proporcionalmente el del lego (para
quien la sensación de insuficiencia de conocimiento e incompetencia se va volviendo
cotidiana). Fue principalmente la corriente positivista la que configuró la idea de que, quien
no posee conocieminto científico, arrastra un déficit cognitivo (que hay que subsanar).
Concebida bajo tal patrón comunicacional, la enseñanza de la ciencia es concebida como un
flujo unidireccional que va desde la comunidad científica hasta los ciudadanos pasando por
la prensa y los dispositivos de divulgación y popularización. Una cuestión por demás
trascendente es que, aquello que se enseña en torno a la ciencia, tiene como núcleo los
logros y descubrimientos, y no los contextos socio-políticos e institucionales en los cuales
florecen exitosamente. Tampoco se exhorta a una problematización de sus estrategias
metodológicas y procedimentales, ni de sus supuestos ontológicos, ni de sus fracturas
paradigmáticas, ni del proceso de construcción del conocimiento. La enseñanza de la
ciencia se ciñe a una transmisión del producto acabado, editado y sobresimplificado. Dado
el alto tecnicismo del lenguaje científico, se da por hecho que los políticos y el público solo
pueden captar representaciones muy simplificadas; esto les permite a los científicos
interpretar la ciencia para quienes no son científicos, mantener la jerarquía social de experto
y juzgar cuáles simplificaciones o traducciones son o no apropiadas; en consecuencia,
quedan habilitados para desacreditar públicamente como distorsiones otras representaciones
simplificadas, especialmente en casos de controversias (Montañes Perales).

Uno de los supuestos más poderosos, en este escenario, tiene que ver con la premisa de que,
en una democracia desarrollista, el Estado y sus agentes (como las universidades) tienen el
rol de mejorar las capacidades políticas de los ciudadanos mediante el aumento de su
alfabetización científica. La población a la cual tal misión debe dirigirse queda representada
como un conjunto de individuos susceptibles de asimilar conocimiento. Cada miembro de
ese sector es visualizado desde una perspectiva mecanicista, ya sea como un procesador de
información o como un depósito cognitivo de almacenaje de información. En definitiva,
cuanto mayor sea la diferencia de conocimiento entre los que saben ciencia y los que la
aprenden, mayor será la asimetría relacional entre ellos (a favor del científico).

Decididamente, tal verticalidad epistemológica/ social fermenta en las instituciones que


resguardan el clásico culto al objetivismo; la Universidad es, quizás, la más descollante.
Etimológicamente, la noción de “Universidad” significa “aquella institución o espacio que,
siendo uno, está vuelto hacia todos los conocimientos, de los que ella misma es generadora,
atesoradora y transmisora” (Aguiló Bonet). Sin embargo, tal definición es, en muchos
casos, elocuencia pura:

el ideal de universalidad que esta institución entraña es retórica y semánticamente loable,


pero empíricamente engañoso. La universidad, que se constituyó como el lugar
privilegiado para la generación y transmisión de los saberes fue, paradójicamente, un
lugar en el que predominó la monocultura del saber, el exclusivismo científico, el racismo
epistémico y, como consecuencia de todo ello, un núcleo de producción de injusticia
cognitiva. La universidad participó activamente —y sigue haciéndolo— en la expulsión,
marginación y subordinación de conocimientos, narrativas y lenguajes no hegemónicos
(Aguiló Bonet).
La polémica queda planteada: ¿qué rol tienen hoy las universidades públicas en la
búsqueda desesperada de una solución científica para los más acuciantes dilemas sociales?

La universidad y los epistemicidios

Si hay que caracterizar de manera general la postura que la universidad mantiene respecto a
la colonización objetivista del pensamiento, cabe una palabra: alianza. Sus principales
funciones (docencia, investigación y extensión) no cuestionan, sino que alientan, las
prácticas de conocimiento que De Sousa ha identificado como “monocultivo” cultural
(centradas en el desprecio y la exclusión de los saberes que no pueden ser asimilados por la
arrasadora lógica científica). De manera general, y en especial en nuestra región, la
universidad está muy lejos de funcionar como “un centro epistémicamente intercultural y
emancipador, impulsor de la justicia cognitiva” (Avilo Bonet). Por el contrario, la
universidad se muestra receptiva a las demandas neoliberales y acomoda servicialmente sus
producciones académicas a lo que el libre mercado espera de ella. La pertinencia de las
investigaciones y de las producciones se miden genéricamente por su “impacto productivo”
(entendiendo la productividad en un sentido económico-técnico-material). La recurrente
exclusión de la filosofía y las humanidades en el mapa de las profesiones importantes
refleja un menosprecio y una infravaloración hacia aquellos conocimientos que no tienen
una incidencia directa y visible sobre las innovaciones industriales, empresariales y
comerciales.
Hay innumerables vías por las cuales los epistemicidios encuentran, en la universidad, un
caldo de cultivo para la multiplicación de las experiencias de injusticia cognitiva. Los
esfuerzos por liberarse de los tentáculos que tanto constriñen la autonomía universitaria
parecen nimios e imperceptibles en comparación con las fuerzas que empujan su desarrollo
hacia el exclusivismo científico-productivo.
El núcleo del problema no es que reine una indiferencia total hacia los proyectos de
emancipación (porque, de hecho, los hay en el ámbito de las humanidades y de las ciencias
sociales, aunque diseminadamente); la cuestión es que, usualmente, la emancipación es
tratada como un tema estrictamente jurídico, ético y social, pero no epistemológico. Y es
aquí, precisamente, que debe generarse un cambio profundo:
Para que la universidad pueda contribuir a fortalecer el proyecto de la globalización
contrahegemónica es necesario que produzca políticas epistémicas basadas en el
reconocimiento y valoración de los diferentes conocimientos en circulación. Se trata de
liberarse de las limitaciones que provoca la epistemología de la ceguera hegemónica para
adoptar una percepción más compleja y solidaria de la realidad fundada en la justicia
cognitiva (Aviló Bonet).

Tal viraje no es realizable, por supuesto, cuando se sigue alimentando “el mito arrogante de
un conocimiento científico único y universalmente válido” y cuando no se atiende “la
necesidad de reconocer en pie de igualdad modos y localizaciones de producción del
conocimiento originados en lugares diferentes a los tradicionalmente considerados como
sitios de formulación científica y epistemológica” (Aguiló Bonet). Esas continuidades,
epistémicamente viciadas y sólidamente institucionalizadas, no encajan dentro de una
coherente justicia cognitiva (la cual induciría a presentificar los saberes que han sufrido la
exclusión sistemática, el ostracismo epistémico y el frío rechazo de las elites académicas
que observan la realidad social desde su distante torre de marfil). En lo que concierne a este
punto, conviene recordar la queja de De Sousa, cuando advierte que “la reflexión
epistemológica no debe incidir sobre los conocimientos en abstracto, sino sobre las
prácticas de conocimiento y sus impactos en otras prácticas sociales”. Tiene que haber, en
ese sentido, algo esencialmente equivocado en la noción de “filosofía aplicada”, “ética
aplicada”, “conocimiento práctico” y conceptos similares.

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