ENIGMAS
Y CONSPIRACIONES
Agradecimientos .................................................................. 11
Cosas que no sabe nadie ..................................................... 13
5. Luchas fratricidas.
La mala reputación ................................................ 244
Érase una vez en América ........................................ 263
El azar de los Austrias ............................................. 281
Conquistadores y piratas .......................................... 298
Las fronteras de la herejía ......................................... 319
6. Esplendor y decadencia.
Siglo de Oro y conjuras .......................................... 336
La mala prensa y la pésima salud ................................ 356
gordo del pie de una mujer adulta: ¿de quién era? Si esto no fuera un
misterio de bastante calibre, aquí va otro para sabuesos senior: ¿quién le
sopló a Colón el camino al Nuevo Mundo? Lo llaman el protonauta,
pero su identidad está velada por el enigma. Moctezuma tuvo, eso es
seguro, una muerte teatral, pero no sabemos quién urdió el drama. Aun-
que era un iletrado, el mejor cronista de las Indias es Bernal Díaz del
Castillo, ¿quién es en realidad, quién usurpó su nombre y por qué?
Felipe el Hermoso, el yerno de Fernando el Católico, no pudo mo-
rir de muerte natural, lo envenenaron. ¿Quiénes? Pasaron sesenta y dos
años y el hijo de Felipe II murió de mala manera, lo mató la enfermedad,
se dijo, pero otros creyeron saber que fue su propio padre quien le dio
matarile. Es fácil afirmarlo, pero imposible demostrarlo. Solo sabemos
que la historia siempre sabe cómo hacerse inevitable.
¿Por qué un país que tenía acceso a las casi ilimitadas riquezas de
América acabó en la miseria? ¿Por qué el último rey Habsburgo de Es-
paña acabó teniendo fama de hechizado cuando los hechos no ofrecen
ninguna prueba? ¿Quién estaba detrás de la escena en la tangana que
tumbó a Godoy? ¿Qué poderosa mano mecía la cuna en la que, el día de
San Blas de 1794, se abortó la revolución española? ¿Quiénes fueron los
padres de los hijos múltiples de María Luisa de Parma? ¿Y los de su nie-
ta Isabel II? ¿Queda, por cierto, algo de borbónica en la sangre de los
Borbones?
Otro misterio: la muerte de Prim. ¿Sabe alguien de qué murió el
gran patriota? Se sigue diciendo que de varios pistoletazos, que le alcan-
zaron las balas es seguro, pero está lejos de serlo que el plomo le arran-
cara la vida. Parece que murió estrangulado. ¿Por qué?, ¿por quién?, ¿a
sueldo de quién? Conocemos los nombres de quienes dispararon sobre
Cánovas y Canalejas, los que quedaron en el lado oscuro fueron los in-
ductores. Los enigmas y conspiraciones anidan en tierra, mar y aire,
porque, ¿qué decir del hundimiento del Maine que nos birló la última
porción de la gran tarta colonial? ¿Y de los aviones que, en solo un año,
acabaron con las vidas de Sanjurjo y Mola y despejaron de obstáculos la
gloria del general Franco? ¿Casualidad o conspiración? No sabemos.
Pero sí que las apariencias engañan, que las conspiraciones conducen del
ronzal a la historia, que el poder, la gloria, el dinero o el sexo se esconden
Salvo que debió de ser una mujer muy especial, poco se sabe sobre la
Dama Roja y sobre el significado que sus enterradores quisieron dar a
la tumba de una de las mujeres más misteriosas de la Prehistoria europea.
La enterraron los magdalenienses en Cantabria hace diecinueve mil años.
Sus genes muestran que era negra. Cuando apareció en la cueva de El
Mirón se abrió una nueva ventana a través de la que fisgar en la vida de
nuestros antepasados, porque el estudio genético de restos de europeos
que murieron hace miles de años proyecta chorros de luz sobre la Prehis-
toria. Lo que vemos en el Paleolítico Superior, desde hace cuarenta y cinco
mil años hasta hace siete mil, es una historia de poblaciones que reem-
plazan a otras, migraciones en una escala dramática y un clima que esta-
ba cambiando de forma radical.
Hace diecinueve mil años, los humanos que vivían en Europa co-
menzaban a recuperarse de la etapa más dura de la última glaciación, que
había cubierto de hielo buena parte del norte del continente. Huyendo
de aquel frío de mil demonios, muchos de aquellos humanos se habían
refugiado en las cuevas del sur de Europa, sus pinturas en las paredes
revelan la sofisticación de aquella peña, pero se sabe muy poco sobre su
estilo de vida, cómo se organizaban o en qué creían. No hay hechos sino
interpretaciones.
este lío? Pues que la transición al tono de piel más claro aún estaría pro-
duciéndose en el Mesolítico y el cambio del color de los ojos sería ante-
rior. Hasta hace unos catorce mil años todos los europeos tenían la piel
oscura y los ojos marrones. Los primeros individuos con piel clara vivie-
ron hace unos trece mil años; después, con la llegada de los primeros
agricultores desde Oriente Medio se inauguró el Neolítico y la tez blan-
ca se hizo mucho más común. En otras palabras, los europeos fueron
negros durante la mayor parte del tiempo.
¿Quiénes fueron los primeros peninsulares blancos? En los Pirineos
habitaban montañeses que adoraban los cantos pintados —los azilien-
ses—, mientras que en las costas cantábrica y atlántica se establecieron
gentes que comían mariscos —los asturienses—. ¿Qué tienen que ver
unos y otros con nosotros? Genéticamente casi todo, étnicamente nada,
porque esa pregunta tiene una trampa, da por supuesto que los españoles
de hoy tenemos algo que ver con los que retrospectivamente tildamos de
españoles, como si el propietario de una finca tuviera que tener algún
parentesco con los propietarios anteriores. Frente a la tendencia, tan
propia de los historiadores románticos, a hablar de «nuestros» orígenes o
de «nuestro» pasado, es bueno recordar, como dice Leslie P. Hartley en
The Go-Between, que «el pasado es un país extranjero», ajeno a nosotros;
no es «nuestro». La creencia de que las claves de la identidad actual se
encuentran en la Prehistoria es muy discutible. De las afinidades genéti-
cas de un grupo humano con otro que ocupó el mismo hábitat hace
siete mil años no se sigue que entre ambos exista una continuidad étnica.
Vuelvo a la misteriosa Dama Roja del magdaleniense. El hecho
mismo de encontrar enterramientos de esa época ya es extraordinario;
son muy escasos y se concentran en un periodo más antiguo, el Grave-
tiense, hace más de veintiocho mil años. Después hay un periodo en el
que apenas existe nada y hace unos diecinueve mil años empieza a haber
más inhumaciones, pero aún son muy pocas: media docena en Francia y
solo el hallazgo de la Dama Roja de El Mirón en la Península Ibérica.
No sabemos qué hacían con los cadáveres, aunque en casos muy conta-
dos los enterraban en las cuevas.
Esta señora tenía entre treinta y cinco y cuarenta años cuando murió
y la rareza de su entierro hace suponer que debía de ser alguien especial.
El óxido de manganeso que cubre los huesos sugiere que por algún mo-
tivo dejaron descomponerse el cuerpo a la intemperie y después, antes
de enterrarlo, lo cubrieron con ocre. Esa pintura roja, hecha con óxido
de hierro, no se manufacturó con materiales autóctonos, lo cual es un
indicio más de que aquella gente dio un tratamiento VIP a las exequias
de la Dama Roja. La práctica de cubrir con tinte rojo los huesos de al-
gunos muertos es antigua y ni siquiera exclusiva de los sapiens; de hecho,
esta mujer cántabra debe su nombre a la mal llamada Dama de Paviland,
un esqueleto de treinta y tres mil años hallado en Gales y cubierto de
ocre. Se dieron prisa en ponerle nombre y finalmente resultó ser un
hombre.
Los cuidados especiales no libraron a la Dama Roja de sufrir algunas
vicisitudes impropias de un personaje que podría haber tenido algo de
sagrado. En algún momento tras el entierro, perros o lobos profanaron
la tumba y royeron la tibia. Los enterradores recuperaron el hueso y lo
volvieron a inhumar con el resto del cuerpo. Aunque el esqueleto está
bastante entero, faltan el cráneo y algunos huesos que probablemente
fueron conservados como reliquias. Mujer fatal, hay otros detalles intri-
gantes en la vida y la muerte de nuestra dama. El hallazgo de polen en
el enterramiento sugiere que entre los honores que dispensaron a la
difunta se encontraban las flores, aunque el polen podría proceder del
estómago de la muerta, que tal vez consumió las flores por su poder
medicinal. El esmalte de sus dientes, el sarro acumulado y su desgaste
nos hablan de la alimentación en el magdaleniense: alrededor del ochen-
ta por ciento de su dieta lo constituían animales terrestres como el cier-
vo o el íbice, el resto de la manduca eran salmones, pocos vegetales y
setas.
Probablemente, el grupo humano que con tanto mimo despidió a la
Dama Roja fue el mismo que repobló el norte de Europa cuando los
hielos lo permitieron. Al menos eso hicieron los peces. La Península
Ibérica sirvió de refugio a los ancestros de los salmones que ahora viven
en el Mar del Norte y en el Báltico. El genoma sugiere que las poblacio-
nes actuales más cercanas a la Dama Roja son las de Escandinavia. Tal
vez por eso tengamos querencia por las suecas.
Fuego y bisontes
joso de algo más de un kilo de peso hay un grupo de neuronas con pro-
piedades especiales que otorgan lucidez sobre las percepciones sensoriales
y sobre las ensoñaciones y deseos. Los humanos de hace dos millones de
años tenían un cerebro de unos seiscientos centímetros cúbicos, más o
menos la mitad que el de los sapiens modernos.
¿Qué fue lo que impulsó la evolución del cerebro humano durante
estos dos millones de años? Francamente, no lo sabemos; pero sí que el
ergaster, combinando curiosidad y perspicacia, fue capaz de hacer lo que
era imposible para otras especies. Sus utensilios de cuarcita o de sílex
fundaron una cultura tecnológica. A fin de cuentas, la diferencia entre
fabricar cuchillos de piedra o smartphones es solo una cuestión de grado.
El primer hombre que dio forma a una piedra para ponerla a su ser-
vicio, fue el primer artista y el primer visionario. El excitante descubri-
miento de que las piedras podían convertirse en instrumentos capaces de
modificar el mundo exterior alumbró una idea alucinante en la mente
primitiva: podían hacer prodigios con instrumentos, se podía conjurar la
naturaleza sin esfuerzo. Fascinado por el poder de la voluntad —que
prevé y provoca cosas en la realidad que inicialmente solo existen como
idea en el cerebro— adjudicó un poder inmenso a los actos de la volun-
tad. La magia de la fabricación de instrumentos llevó a intentar la exten-
sión de la magia al infinito. Así nacieron los grafiti rupestres, una forma
ilustrada del conjuro. Una forma manual.
El ser prehumano se convirtió en humano porque disponía de ma-
nos con las que podía coger y sostener los objetos. El pulgar oponible de
la mano es la iniciadora de la humanización. Si somos tan diferentes del
resto de los mamíferos es porque les ganamos por la mano. Gracias al
pulgar oponible, la técnica acabó por convertirse en un modo de exis-
tencia, en una condición antropológica. Si los pies delanteros no se hu-
bieran convertido en manos, no solo no existiría el baloncesto, sino que
no existiría nada que sea humano. Y nada más humano que el arte.
Debía de ser por el año 1868, ni siquiera en este dato hay acuerdo,
cuando el perro del aparcero Modesto Cubillas, olfateando el rastro de
una presa, acabó aventurándose por una abertura en la montaña y quedó
atrapado. Cuando su amo desprendió algunas rocas para liberarlo, apare-
ció ante sus ojos una oquedad que parecía muy grande. Pero fuese y no
hubo nada. El gran hallazgo tuvo lugar once años después, cuando el
patrón de Cubillas, Marcelino Sanz de Sautuola, fue a la cueva acompa-
ñado por su hija María, de nueve años, que con sus asombrados ojos de
niña descubrió los grafitis: «¡Papá, mira, bueyes pintados…!». Aquella
exclamación refería, sin saberlo, que se habían adentrado en el útero de
la humanidad. Pinturas rupestres. ¿Qué significan? ¿Qué sentido tienen,
qué objetivo? ¿Magia simpática, atraer la caza, favorecer la fecundidad de
los animales, la fecundidad en general? Buenas preguntas de difícil res-
puesta.
El momento estelar del Paleolítico Superior en la Península es el
establecimiento de los magdalenienses en el Cantábrico. Venían del otro
lado de los Pirineos, en donde se extendían por la cuenca del Garona y
de sus afluentes el Dordoña y el Vézère. Sobre la ribera izquierda de este
río, en la preciosa región del Périgord Noir, hay un pueblo con un nom-
bre menos largo que su pasado, se llama Les Eyzies-de-Tayac-Sireuil y
apenas tiene mil habitantes, pero fue el Nueva York de la Prehistoria,
aunque lo que en Manhattan son torres allí son cuevas. Quiso el azar que
el mismo año que el aparcero Modesto Cubillas descubría Altamira, el
geólogo Louis Lartet descubriera los primeros cinco esqueletos de cro-
mañones, los ejemplares más antiguos conocidos de Homo sapiens, en un
abrigo rocoso, a mano derecha justo donde termina la calle principal de
Les Eyzies-de-Tayac-de-etc. A pocos kilómetros está Lascaux, una cue-
va primorosamente decorada por aquellos cromañones. Aquellos estetas
habitaron también las cuevas de Altamira, Tito Bustillo, Castillo y otras
muchas.
Quince mil años después, las pinturas parietales aún hoy son un mis-
terio, pero es casi seguro que son fruto de una sociedad jerarquizada y
especializada. Algunos miembros del grupo podían permitirse no ir al
curro y dedicarse a la magia para propiciar una buena jornada de caza a
sus compañeros. Aquellos cromañones eran cazadores de aventura y salían
a emprender amplias batidas. Les tocaron, como a nosotros y a todas las
generaciones, tiempos crueles e inseguros. Hacía más frío que en una fá-
brica de helados y la caza era esquiva. Felizmente, lograron vencer la
adversidad elaborando un repertorio instrumental. Los cromañones eran
más listos que un Balón de Oro haciendo la declaración de la renta e in-
ventaron las barcas, las lámparas de aceite y los arcos. Ahora que nada
como el cincel, con él hicieron virguerías. Tallaron delicadas hojas, cu-
chillos, taladros, buriles y puntas. Además, aprendieron a trabajar el asta y
el hueso e inventaron el arpón, el anzuelo, la azagaya, la aguja y la flecha.
Como los magdalenienses eran más estetas que Oscar Wilde, además
de orfebres se hicieron virtuosos del arte parietal. Después de ellos, las
pinturas rupestres fueron decayendo hasta desaparecer en formas esque-
máticas. Es una pena que su inspiración artística se truncara. ¿Por qué?
Lo ignoramos. Solo en el prelitoral mediterráneo en época incierta, aun-
que posiblemente hacia los años siete mil a tres mil a. C., hubo una ré-
plica expresionista de la gran pintura animalística aquitanocantábrica. La
figura humana adquirió el papel de protagonista.
O sea, que hubo dos provincias fundacionales del arte en aquellos
nebulosos años paleolíticos: la aquitanocantábrica y la mediterránea.
¿Cuántos eran?: unos veinticinco mil, tal vez el doble pero no más. Eran
inmigrantes, llegaron durante la última glaciación, hace cuarenta mil años
o poco más, probablemente del norte, por eso se los llama magdalenien-
ses, por la cueva francesa de La Madeleine, pero no es descartable un
origen asiático (auriñacienses) o africano (solutrenses).
¿En qué idioma hablaba la gente de Altamira? Ni idea, pero tampo-
co importa mucho. Lo más fascinante de aquella peña sigue siendo su
misterio. Si no podemos descifrarlo, si no podemos rasgar el velo de su
secreto, disfrutemos de él en el virtuosismo de unas pinturas inquietantes.
Desde la aparición del sapiens hace unos doscientos mil años, las
andanzas de los humanos por el mundo son un catálogo de partes alimen-
ticias y agujeros llenos de nada. El horror a ese vacío lo llena el mito,
pero el auténtico corrosivo de los misterios es la realidad, por más que
siempre haya románticos que se resistan a sustituir la Biblia por el ADN
y el mito por la mitocondria. La genética es una ciencia cáustica y cuan-
tos más datos acumula más luminosos se vuelven los orígenes, para des-
gracia de los muy fans de los dioses y héroes ancestrales.
Los estados existentes y, sobre todo, las comunidades que quieren
llegar a ser estado, buscan legitimidad presentándose como encarnación
de un pueblo ancestral, natural y único. Sabino Arana, el fundador del
nacionalismo vasco, insistía en que el pueblo vasco se remontaba a siete
mil años. Su cifra no era caprichosa: siete mil años era el tiempo transcu-
rrido desde el Diluvio Universal y la división de la humanidad en pueblos
y lenguas, según el relato bíblico. El pueblo vasco no era solo una iden-
tidad natural con larguísimo arraigo, sino producto de la voluntad divina.
Es una afirmación arrogante, pero nada original. No hace falta ser de
Bilbao para ser goropiano. La ingenua creencia de que el propio pueblo
es el más antiguo del mundo tiene un nombre, se llama goropianismo
porque el holandés Ioannes Goropius publicó, en 1572, un libro para
demostrar que todas las lenguas descendían del holandés. Naturalmente,
el goropianismo es anterior a Goropius como los yonquis son anteriores
a la farlopa. Pero Goropius fundó escuela.
Como denuncia su segundo apellido, Modesto Lafuente y Zamalloa
era vasco por parte de madre bilbaína, y solo un año coincidió con Sa-
bino Arana en su tránsito por la vida. Cuando Modesto murió, Sabino
tenía un añito. Ambos eran goropianos, ambos estaban de acuerdo en
que había naciones predestinadas a la gloria por la providencia. Ambos
eran románticos que hacían historia romántica y la historia romántica
suele ser falsa once veces de cada diez. Sabino creía que era Euskadi y
Modesto que era España. Así empieza Modesto Lafuente su colosal His-
toria general de España: «Si alguna comarca o porción del globo parece
hecha o designada por el grande autor de la naturaleza para ser habitada
por un pueblo reunido en cuerpo de nación, esta comarca, este país, es
la España».
*
Nombre que se ha dado a los autores de diversas obras que trataron de hacerlas
pasar por escritos de Aristóteles sin serlo.
lar que rodeaba la Tierra y en cuyas riberas eran posibles los prodigios;
cerca de allí se habían criado Hera y Hefesto, y cruzando su orilla podían
alcanzarse tras grandes dificultades lugares paradisíacos como los Campos
Elíseos.
Al principio, el extremo Occidente tenía contornos difusos, pero
poco a poco los límites señalaban un marco geográfico próximo a la
Península Ibérica. Dos de las doce pruebas de Hércules se desarrollan
aquí y otro grupo de héroes aparece localizado en los mismos confines:
los nóstoi, audaces guerreros que tras la guerra de Troya emprendieron
un largo viaje de regreso a sus hogares. Entre ellos estaba Odiseo. Ascle-
píades de Myrleia, que visitó la Península en el siglo i a. C., presentaba
como pruebas de la presencia del héroe homérico la existencia de una
ciudad llamada Odisea, supuestamente localizada en Sierra Nevada.
¿Quiénes fueron los primeros que disfrutaron de aquellos tesoros,
quiénes los pobladores que sucedieron a los magdalenienses de Altamira?
¿De dónde vinieron? El asunto es oscuro como la parte de abajo de una
sartén. Según el historiador judeo-romano Flavio Josefo, tras el fracaso
de la Torre de Babel y la aparición de las distintas lenguas como castigo
divino, los descendientes de Noé se dividieron en setenta y dos familias.
Una de ellas fue la de Túbal, quinto hijo de Jafet, que se asentó en Iberia
(a la que habría llamado Tharseya, que suena como Tarsis; o sea, Tartes-
sos) y fue por tanto el padre de los iberi, a los que «gobernó con imperio
templado y justo». El dato fue recogido por Jerónimo de Estridón, o sea
san Jerónimo, que lo trasmitió a san Isidoro de Sevilla y este a múltiples
historiadores, no necesariamente santos, hasta llegar nada menos que a
finales del siglo xix, época en la que Modesto Lafuente —y no solo él—
seguía mencionándolo como padre y fundador de la «nación española».
Flavio Josefo dijo lo que dijo, pero lo que no dijo es cómo llegaron a él
las noticias del Diluvio. Además, parece seguro que se refería a los íberos
asiáticos, situados al pie del Cáucaso, no a los íberos de por aquí.
Forzando un poco la etimología, de Túbal (que en hebreo significa
«el señor») se derivarían topónimos como Setúbal o Tudela. Túbal no
solo enseñó a su pueblo la metalurgia, el monoteísmo y la ley moral
natural, sino también su lengua, una de las setenta y dos surgidas del caos
babélico. Sus sucesores, los vascos, habrían permanecido aislados, inde-
*
Martínez de Zaldibia, Biblioteca, 1564.
Pues muy sencillo, porque si tuvieran razón los escépticos que descreen
de que se trate un mito autóctono se convertirían en aliados de los ar-
queólogos que creen que Pompeyo Trogo y Justino nos colaron como
propia una fábula que no era nuestra sino de la otra Iberia en la otra
punta del Mediterráneo.
Tanto Gárgoris y Habis como sus antepasados Gerión y Crisaor son
majestades míticas que reinaron en la desembocadura del Guadalquivir
sobre un estado próspero y feliz. ¿Qué tal una escapadita?