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Conjunto de verdades y misterios revelados por Dios o inspirados en la Escritura y que la
Iglesia ha recibido. Ese depósito ha sido dado a la Iglesia para que lo conserve, lo transmita
y lo clarifique; incluso para que lo desarrolle con el paso de los siglos, es decir en su
peregrinación por el mundo.
Se discute entre los teólogos si la Iglesia sólo lo ha recibido para conservarlo con tenacidad
y para transmitirlo con fidelidad o si también tiene la misión de desarrollarlo y de
desenvolverlo con creatividad.
Una respuesta es la negativa total: la Iglesia sólo transmite la doctrina recibida. La contraria
es la liberal: la Iglesia es dueña y lo desarrolla, adapta, cambia y reelabora de forma
conveniente, como hacen los organismos vivos.
SUMARIO: I. Enseguida llegaron las preguntas. II. El evangelio bajo la figura de un depósito.
III. El contenido del depósito de la fe. IV. El sujeto que recibe y conserva el depósito. V.
Creciendo como un grano de mostaza.
Al principio, las cosas resultaban sencillas. Transfigurados por la experiencia pascual, los
apóstoles se limitaban a contar a todos lo que les había sucedido a partir de su primer
encuentro con Jesús (cf He 2,1-36; 9,1-22). Lo contaban con su vida y con sus palabras (cf
DV 2, 8). Estaban llenos del Espíritu Santo y llegaron a entender por qué Jesús les había
dicho que él era el camino, la verdad, la luz, la vida… Iluminados por el don de la fe (cf Ef
3,18; Heb 10,32), se sabían perdonados, amados y acogidos tal como eran. Ahora les
resultaban elocuentes las palabras y las promesas de los antiguos profetas (cf He 2,17-28).
Para ellos, evangelizar se resumía en dar testimonio de lo que habían visto y oído, a fin de
que también otros hombres y mujeres vivieran experiencias de pascua semejantes a las
suyas. Su credo era sencillo: a Jesús de Nazaret, crucificado, Dios lo resucitó,
constituyéndolo Señor y Cristo (cf He 2,23-24.36). Y su conciencia de ser Iglesia, asamblea
del Señor, era muy viva y muy concreta, pues los bautizados “eran constantes en escuchar
la enseñanza de los apóstoles, en la unión fraterna, en partir el pan y en las oraciones…
Todos los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común” (He 2,42-44). Parecía sencillo.
Por otra parte, el paso de los años sin que se llegara a vislumbrar la esperada vuelta del
Señor y el crecimiento rápido de las comunidades provoc rpn la pérdida del amor primero
(cf í•p 2,4). Podemos ver cómo, en alguna áamblea, la eucaristía se había disociado de la
caridad (cf ICor 11,17-34); en otras, parece que existían divisiones y enfrentamientos (cf
Flp 2,2); y en diversas partes habían surgido grupos que, con el pretexto de estar ya
salvados, rechazaban la cruz de Cristo (cf Flp 3,18). Más tarde se llegará incluso a negar
“la venida en la carne” (cf 1Jn 2,22-23; 4,2) y que el Señor nos haya redimido (cf 2Pe 2,1).
La vida de las primeras comunidades no fue fácil. Y san Pablo, hombre realista y perspicaz,
era muy consciente de todos estos problemas. Por ello, cuando presiente que se acerca el
final de su ministerio (cf He 20,24-25), reúne a los presbíteros de Efeso para decirles:
“Cuidad de vosotros y de todo el rebaño del que el Espíritu Santo os ha constituido como
guardianes para apacentar la Iglesia de Dios, que ha adquirido con su propia sangre” (He
20,28).
Este es el contexto en que se escribieron las cartas pastorales. Si no son escritos de san
Pablo, parece indudable que recogen su legado y defienden que la tradición paulina ha de
mantenerse intacta frente a cualquier amenaza de falsificación. Pues la fe subjetiva, la fe
entendida como confianza y entrega confiada a Dios, tiene su base en la fe objetiva: en el
acontecimiento histórico-salvífico de Jesucristo. Si la intervención salvadora de Dios en y
por Jesucristo no es real en sí, tampoco lo será para nosotros.
En este contexto se presenta la tradición paulina como un depósito. Los códigos antiguos
conocían la figura jurídica de recibir algo en depósito, y establecieron leyes estrictas sobre
su custodia fiel y su devolución. También en la Biblia aparecen tales normas como parte
integrante del código de la alianza (cf Ex 22,1-12; Lev 5,21-26).
Por consiguiente, al presentar el legado de Pablo como un depósito, que se debe custodiar
y pasar a otros, el autor emplea un lenguaje conocido. E implícitamente nos viene a decir
tres cosas: 1) que la fe no la inventamos cada uno, sino que se nos ha confiado, 2) y que
tiene que entregarla a otros, 3) para que la sigan proclamando con fidelidad hasta que el
Señor vuelva. Cuando las pastorales se refieren al patrimonio de Pablo, sabemos que se
trata de un patrimonio que Pablo mismo ha recibido del Señor por mediación de la
comunidad (cf 1Cor 11,23; 15,3). Y vemos cómo el apóstol, consciente de que también él
es un mero depositario, acude a Jerusalén a contrastar con la Iglesia madre el evangelio
que predica, no sea que todos sus afanes y trabajos resulten vanos (cf Gál 2,1-2). Pues el
depósito que hay que conservar fielmente es propiedad del Señor. Consiste básicamente
en “la fe, que de una vez para siempre ha sido transmitida a los creyentes” (cf Jds 3). Por
eso vamos a examinar cuál es su contenido: qué abarca o encierra ese depósito.
Esta concepción unilateral no es, sin embargo, la que aparece en las cartas pastorales.
Aunque el autor no explica en qué consiste el depósito, por las pautas que deben guiar la
conducta de Timoteo y de Tito, deducimos que el depósito abarca: el misterio de Jesucristo,
por quien Dios nos ha manifestado su bondad, que nos ha salvado y nos ha renovado por
el Espíritu Santo (cf Tit 3,4-7); la certeza de que la Escritura, inspirada por Dios, lleva a la
salvación (cf 2Tim 3,14-17); la estructura ministerial de la comunidad y las condiciones de
los candidatos a los diversos ministerios (cf 1Tim 3,1-13; 5,17-22); la vida de oración de la
comunidad (cf 1Tim 2,1-8); el perdón de Dios, para “obtener la vida eterna” (cf ITim 1,16)…
El depósito no es un conjunto de verdades, sino un todo coherente, que abarca el kerigma,
las pautas de conducta de los creyentes, la vida de fe de la comunidad, sus estructuras
básicas, la vida de oración, el valor de la Escritura…
Si, por una parte, el Espíritu Santo que habita en nosotros constituye la ayuda necesaria
para guardar el depósito en su integridad (cf 1 Tim 1,14), por otra, el mismo Espíritu que
conduce a la Iglesia a la verdad plena (cf Jn 16,13), renovándola y rejuveneciéndola sin
cesar (cf LG 4), nos enseña a sacar de las arcas del Reino lo nuevo y lo añejo (cf Mt 13,52).
Y así podemos ayudar al hombre de hoy a descubrir que el evangelio habla de nosotros y
de nuestra vida.
Como dijo Juan XXIII, en el discurso de inauguración del Vaticano II, se trata de transmitir
la doctrina católica en su integridad, puesto que es verdadera e inmutable, pero
exponiéndola “según las exigencias de nuestro tiempo”, pues una cosa es el depósito de la
fe “y otra distinta el modo como se enuncian estas verdades” (Discurso del 11 de octubre
de 1962). Es decir, la fidelidad que nos está pidiendo el mundo moderno y la manera eficaz
de defender el depósito consiste en presentar el mensaje de tal forma que interpele al
oyente de hoy.
Pero, ¿por dónde empezar? El Vaticano II nos ha recordado que existe una jerarquía de
verdades (cf UR 11). Y en una situación también de crisis, san Ireneo señaló el núcleo más
profundo y central del evangelio mediante la Regla de fe: confesar con los labios y con el
corazón a Dios creador; al Hijo de Dios, que llevó a cabo la obra de salvación en nuestra
carne y al Espíritu Santo, enviado a los creyentes como “prenda de incorrupción” (Adv.
Haer. III, 24, 1).
Pienso que el hombre moderno necesita que le hablemos de Dios con la autoridad del
testigo y que le enseñemos a hablar con Dios: con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu
Santo. Es el núcleo central y vitalizador, que no puede ser descuidado por ningún creyente
y que el Vaticano II, un concilio con pretensión clara de ser pastoral, ha situado al comienzo
de la Lumen gentium (cf 2-4). Porque si el cristiano quiere decir algo original y provocador
al hombre moderno, tiene que hablarle de Dios con un nuevo lenguaje, compatible con
nuestra experiencia científica y secular del mundo en que vivimos, como nos recordó Pablo
VI en el discurso de clausura del mismo Concilio (7 de diciembre de 1965).
Pero la novedad del lenguaje no se refiere sólo a la presentación de la doctrina, sino que
requiere también nuevas formas de vivir y de expresar la caridad, la esperanza activa, la
vida de oración. De forma que las riquezas inagotables del evangelio, inéditas muchas de
ellas, vayan “pasando a la práctica y a la vida de la Iglesia que cree y ora” (DV 8). Y de igual
forma que todo el pueblo de Dios es depositario del evangelio -sujeto pasivo del depósito-
también el pueblo de Dios en su totalidad debe sentirse responsable de que el grano de
mostaza se convierta en árbol frondoso (cf Mt 13,31-32).
BIBL.: CONGAR Y., La tradición y las tradiciones, Dinor, San Sebastián 1996;
GEISELMANN J. R., Depositum fidei, en HOFER J.-RAHNER K., Lexicon für Theologie und
Kirche III, 236-238, Friburgo/Br. 1956-1965; Pozo C., Depositum fidei, en AA. V V.,
Diccionario teológico enciclopédico, Verbo Divino, Estella 1995; WICKS J., Introduzione al
metodo teológico, Piemme, Casale Monferrato 1994; Depósito de la fe, en LATOURELLE
R.-FISICHELLA R. (dirs.), Diccionario de teología fundamental, San Pablo, Madrid 1992,
291-304.
SUMARIO
1. Introducción;
2. Noción bíblica;
3. Percepciones históricas;
4. La moderna enseñanza católica;
5. Perspectivas ecuménicas;
6. Otras cuestiones.
Las Escrituras de Israel estipulan leyes sencillas de depósito como parte de los decretos
mosaicos de la alianza del Sinaí (Ex 22,6-12). Cuando un depósito es deteriorado o perdido,
el depositario debe certificar bajo juramento que él no ha malversado lo que le fue entregado
para su custodia. Un depositario infiel debe llevar a cabo una compensación doble cuando
sea declarado culpable de un abuso de confianza a propósito de un depósito. La ley ritual
de Israel establecía el modo en que un depositario infiel, arrepentido, tenía que restituir al
impositor y ofrecer un sacrificio expiatorio para conseguir el perdón del Señor, que es el
garante del contrato del depósito (Lev 5,26). El templo mismo recibía los depósitos de los
pobres como una obligación sagrada bajo la protección del Señor del mismo templo (cf
2Mac 3,7-30).
A finales del siglo I d.C., Flavio Josefo se refería a los depósitos en su informe sobre el
código que Moisés dio para regular la vida de los israelitas en la tierra que iban a ocupar.
Un depositario está ligado por una solemne obligación: “El que recibe un depósito estímelo
digno de custodia como un objeto sagrado y divino, y nadie se atreva a defraudar a aquel
que se lo confió, … ni aun cuando él pudiera ganar con ello una indecible cantidad de oro”
(Antigüedades judías, IV, 38, n. 285).
Con este trasfondo de la obligación sagrada del depositario ante Dios de la custodia
concienzuda y fiel transmisión, las epístolas pastorales se refieren a la tradición paulina
como un depósito (paratheke) que debe mantenerse intacto y ser preservado de la
falsificación (1Tim 6,20; 2Tim 1,12.14). Además, el antiguo colaborador de Pablo, Timoteo,
ha de confiar él mismo lo que ha recibido a personas dignas de confianza, que sean a su
vez capaces de transmitir más adelante lo que les fue una vez entregado por el fundador
apostólico (2Tim 2,2).
Las cartas pastorales conciben el “depósito” como el resultado del polifacético ministerio
fundador de Pablo. No catalogan el contenido del depósito de Pablo, sino que insisten más
bien en su constante idoneidad y normatividad para la vida de la comunidad, bastante
después de la muerte del apóstol. Los pastores de la Iglesia contemporánea son
depositarios que deben proteger enérgicamente el patrimonio del apóstol con la propia
fidelidad en el anuncio de su evangelio (p.ej., Tit 3,4-7), ofreciendo instrucción sólida
(passim), enseñando las Escrituras inspiradas y eficaces (1Tim 4,3; 2Tim 3,14-17),
regulando la oración de la comunidad (ITim 2,1-6), eligiendo con todo cuidado a otros
ministros (1Tim 3,113; 5,15-22; Tit 1,5-9; 2Tim 2,2) y oponiéndose a doctrinas subversivas
y extrañas (ITim 3,4; 4,1-3; 6,3-5.2021; Tit 3,9-11; 2Tim 2-14). La actual situación, con su
poder de confusión, requería la auténtica reformulación de determinadas doctrinas; por
ejemplo, el significado de la ley (lTim 1,81 l), la universalidad de la redención de Cristo (1,15;
2,3-7) y el valor del matrimonio y de todos los alimentos (4,1-5). Todavía tiene una
importancia fundamental el ejemplo de la propia vida de Pablo, tanto como pecador
perdonado por la gracia de Dios (ITim 1,12-16) como aquel que sufrió por la causa del
evangelio (2Tim 1,815; 2,3).
Otras obras tardías del NT comparten la preocupación de que las Iglesias permanezcan
enraizadas en el vivificante suelo del depósito apostólico y lo preserven de la
contaminación. En Hechos, el último discurso de la obra misionera de Pablo encomienda
de modo tajante su herencia al colegio de ancianos de la Iglesia de Efeso (20,17-35). Como
Pablo’ presiente el fin de su ministerio (20,24), los pastores de Efeso deben cuidar de lo
que él ha enseñado sobre el arrepentimiento y la fe en el Señor Jesús (20,20-21). Por él
conocen ellos el entero designio de Dios, y a su luz deben “cuidar… dé todo el rebaño del
que el Espíritu Santo os ha constituido como guardianes (episkopoi)” (20,27-28). La
verdadera doctrina de Pablo es puesta en peligro por aquellos que tratan de pervertir la
verdad (20,29-30); por eso se imponen una vigilancia y cuidado renovados.
Al final del siglo II, san Ireneo impugnó la legitimidad de una serie de doctrinas gnósticas
muy extendidas, apelando a la “regla de fe” recibida de los apóstoles de Cristo y accesible
ahora en la predicación y profesión de fe bautismal de las Iglesias de fundación apostólica
(cf ! Regla de fe). Los gnósticos, por el contrario, propagan sus confusos mitos sobre la
caída cósmica y el conocimiento redentor en conventículos secretos, mientras que la
tradición única que viene de los apóstoles es preservada como una posesión pública en
numerosas Iglesias, en las que los apóstoles de Cristo habían nombrado presbíteros y
obispos muy instruidos para proseguir su ministerio de enseñanza. En Roma, por ejemplo,
en la Iglesia fundada por Pedro y Pablo, se puede aprender la economía de salvación en
Cristo y compartir “la única y la misma fe vivificante que ha sido preservada en la Iglesia
desde los apóstoles hasta ahora, transmitida en verdad” (Adversus haereses III, 3,3).
Así, a la vez que la Iglesia comenzaba a delimitar su lista oficial de escritos apostólicos
auténticos (cf l Canon bíblico), Ireneo enunciaba un principio correlativo, a saber: un modelo
de fe en Dios creador, en el Hijo de Dios, que en nuestra carne llevó a cabo la obra de
salvación, y en el Espiritu Santo, enviado a los creyentes como “prenda de incorrupción el
poder confirmante de nuestra fe y la escala de ascensión a Dios” (III, 24,1). Ateniéndose a
esta fe, en la Iglesia una persona puede leer todas las Escrituras de ambos Testamentos
con la firme seguridad de conocer su significado, es decir, el alcance pleno del designio
divino del que ellas dan testimonio. Fuera del ámbito de la regla de fe apostólica y eclesial,
los textos bíblicos no ofrecen alimento sólido, porque han sido desmenuzados por los
sabios gnósticos y sus trozos forzados a servir al extraño propósito de demostrar sus mitos.
La “regla de fe” de Ireneo está presente en las Escrituras, y encuentra recta expresión en
la catequesis de las Iglesias y en sus diversos modelos de profesar la fe. Pero la regla no
es sin más idéntica a cada uno de éstos ni está formulada de modo exhaustivo por ellos.
La regla da origen a expresiones diversas en diferentes lugares, pero “el poder de la
tradición (dynamis tés paradoseos) es uno y el mismo” (1, 10,2). No es sólo el verdadero
significado de la enseñanza apostólica lo que estas Iglesias reciben y transmiten, pues
también “reconocen el mismo don del Espíritu, se esfuerzan por caminar en los mismos
mandamientos, preservan la misma forma de configuración eclesiástica, esperan la misma
venida del Señor y anhelan la misma salvación de la persona entera, es decir, cuerpo y
alma a la vez” (V, 20,1; cf IV, 33,8).
Ireneo, pues, pensaba en un depósito apostólico completo; pero, a diferencia del autor de
las cartas pastorales, él no ponía el acento en los deberes de los depositarios episcopales.
Subrayaba, en cambio, el gran beneficio derivado para los creyentes de la herencia de los
apóstoles, que “como en un rico almacén dejaron en la Iglesia copiosísimamente todo lo
que pertenece a la fe, de modo que todo el que lo desee pueda inspirarse en esta fuente y
beber el agua de la vida” (III, 4,1). La tradición apostólica de la verdad está en la Iglesia,
donde los cristianos creen en el pleno designio de Dios. “Guardamos y protegemos la fe
recibida de la Iglesia; pero ella actúa continuamente, por el Espíritu de Dios, como un
valioso depósito en una preciosa vasija, para rejuvenecerse a sí misma y a la propia vasija
que la contiene” (I1I, 24,1). El depósito apostólico, en opinión de Ireneo, es una posesión
espiritual global y vigorizante, hallada en el ámbito de la Iglesia, como un modelo de
creencia y como un estilo de vida.
Vicente de Lerins, que escribe en el sur de la Galia en el año 430 d.C., es principalmente
conocido por formular los criterios clásicos para comprobar si una doctrina pertenece a la
verdad revelada: “En la Iglesia católica debe ponerse todo cuidado en sostener firmemente
lo que ha sido creído en todas partes, siempre y por todos (quod ubique, quod semper,
quod ab omnibus)” (Commonitorium, 2). Las nuevas doctrinas son excluidas por su falta de
conformidad con lo que ha sido transmitido desde el principio como parte de la regla de fe
tradicional. Esta regla es el “sentido católico y eclesial de la Escritura” (ib), que los decretos
de los concilios generales dan a conocer. Sin embargo, Vicente no hace referencia al
concilio de Nicea y a su norma dogmática para entender los textos bíblicos sobre la relación
del Padre y el Hijo. Vicente atribuye gran importancia al desenmascaramiento de opiniones
particulares descaminadas, mostrando su divergencia de un conjunto de los puntos de vista
de maestros católicos venerados, cuyo consenso demostrará la autenticidad de la verdad
que transmiten (Comm., 27-28).
Vicente no excluye el desarrollo progresivo en la Iglesia; pero éste tiene lugar dentro del
ámbito estricto de la tradición pasada. No se puede renunciar a ningún principio del dogma
católico; lo que crece es la comprensión, el conocimiento y la sabiduría e la misma doctrina:
“in eodem scilicet dogmate, eodem sensu eademque sententia” (Comm.,23). Sin embargo,
si el depósito se toma como doctrina formulada, uno se pregunta naturalmente cómo aplicar
esta noción de progreso en el caso de una cuestión nueva que surge en una época y en
una cultura enormemente diferentes de la de la era apostólica.
No sorprende que Vicente de Lerins se sintiera ungido grandemente por el mandato dado
a Timoteo de guardar el depósito apostólico. Esta palabra, para Vicente, se aplica en su
época tanto a la Iglesia universal como a todos sus dirigentes, y debía imprimir un marcado
carácter. Porque el depósito “es lo que te ha sido confiado, no lo que tú has inventado; lo
que has recibido, no lo que tú has ideado; no un asunto de creatividad, sino de doctrina; no
una adquisición privada, sino una tradición pública; algo que te han entregado, no producido
por ti; un asunto que tú no creaste, sino que debes guardar; no como el maestro, sino como
quien se adhiere; no guiando, sino siguiendo. Guarda este depósito, dice. Preserva el
talento de la fe católica inviolado y totalmente intacto” (Comm., 22).
Como anglicano, John Henry Newman se opuso a la idea de que la Escritura fuera su propio
y suficiente intérprete. Contra la fragmentación doctrinal que surge del principio protestante
del criterio privado de interpretación, Newman apeló a la tradición y regla de fe derivadas
de los apóstoles, por las que la Iglesia comprende, libre de error, el “único sentido directo y
definido” de la enseñanza bíblica revelada.
Cuando Newman se hizo católico romano, la amplitud y fecundidad del depósito apostólico
ocupó un lugar central en sus reflexiones. Sus investigaciones sobre la crisis arriana y de
Calcedonia le convencieron de que la verdad revelada estaba llamada a desarrollarse bajo
la guía de una autoridad que enseña libre de error. Como explicó en An Essay on the
Development of Christian Doctrine (1845), el cristianismo es un hecho que queda grabado
en la mente que cree de una forma que conduce a una multitud de consecuencias. Es
dogmático, devocional, social y práctico a la vez, y ninguna expresión aislada sirve para
definirlo. La Escritura nos introduce en un vasto territorio que no podemos organizar o
describir en un simple catálogo. En el tiempo de la Iglesia, la exploración de muchas partes
de la revelación es una tarea de investigación, contemplación y la resolución de la
controversia. A veces han de declararse nuevos dogmas; pero, fundamentalmente, éstos
sólo manifiestan el conocimiento recién alcanzado por la Iglesia de lo que estaba implícito
en el depósito entregado al principio.
Lo que los apóstoles transmitieron tenía su propia unidad y cohesión; y así, una percepción
conduce con el tiempo a otra. Las grandes ideas, señala Newman, no se comprenden todas
a la vez, sino que se llega a su perfecta comprensión con el paso del tiempo. Las mentes
ilustradas y piadosas ofrecen campo a la palabra de Dios con su fuerza expansiva, ya que
genera nuevo conocimiento de sí misma en sus diversas partes y multiformes relaciones
con las diferentes esferas de la vida. La propia Escritura está llena de cuestiones que los
apóstoles no contestaron de forma inmediata. Pues dejaron que muchas decisiones
maduraran con el tiempo; por ejemplo, el canon bíblico, el bautismo de los niños recién
nacidos y el perdón de los pecados cometidos después del bautismo. Las respuestas a
estas cuestiones llegaron con los desarrollos graduales y homogéneos del depósito.
Newman consideraba que este dinamismo hacia el crecimiento por la explicitación del
contenido no debería ser aislado declarando que algún punto en el tiempo es el final de una
supuesta era clásica. De forma muy semejante a como la Palabra eterna se hizo hombre,
así también la palabra reveladora de Dios ha entrado decididamente en la historia.
Las mentes humanas, naturalmente, pueden torcer y deformar la verdad revelada; por
ejemplo, afirmando con imprudencia una sola doctrina en detrimento o exclusión de otras
verdades de fe. Por eso, Newman estableció sus famosos criterios o pruebas para cribar el
trigo de la doctrina de la paja, es decir, para discernir los verdaderos progresos del depósito
de las corrupciones. Los verdaderos desarrollos doctrinales preservan el mismo tipo de
doctrina que se halla en formulaciones más rudimentarias; se conforman a ciertos principios
permanentes profundamente enraizados en la mente que cree; asimilan con éxito otras
realidades valiosas, por ejemplo, sistemás filosóficos; dicen relación lógica a posturas
primitivas, incluso aunque el mismo desarrollo fuera un crecimiento más espontáneo;
completan anticipaciones anteriores y fragmentarias de lo que viene después; actúan de
modo conservador con respecto a desarrollos precedentes, ilustrando y confirmando el
cuerpo entero de pensamiento del que surgen; finalmente, los verdaderos desarrollos
manifiestan vigor y resistencia constantes, mientras que las corrupciones rápidamente
desaparecen de la escena.
La crisis modernista después dio lugar a una poderosa corriente de respuesta oficial que
configuró la teología normal de instrucción católica en los seminarios hasta 1960. Aquí el
depósito era considerado como la summa de verdades contenidas en la Escritura y en la
tradición apostólica. Este corpus doctrinal objetivo se cerró con la muerte del último apóstol,
y de ahí saca la Iglesia su enseñanza, encargada como está de preservar y explicitar el
significado de la herencia apostólica. Los factores personales e interiores en las vidas
espirituales de los creyentes son sólo incidentales para la propia revelación sobrenatural,
como lo es cualquier noción de una evolución histórica del verdadero significado de las
doctrinas (DS 3420-22, 3541).
En la encíclica Humani generis (1950), el papa Pío XII acentuó el papel normativo del
magisterio jerárquico en la formulación del contenido del depósito para la aceptación por
parte de creyentes y teólogos. Los últimos deben sumergirse en las fuentes apostólicas,
pero su investigación y enseñanza es estrictamente auxiliar: “Su tarea consiste en mostrar
cómo las enseñanzas del magisterio vivo se encuentran, bien sea explícita o implícitamente,
en la Sagrada Escritura y en la tradición divina” (DS 3886). Así, el depósito es un terreno
sobre el que la autoridad de la enseñanza jerárquica tiene determinados derechos
exclusivos. “Pues junto a estas sagradas fuentes, Dios dio a su Iglesia el magisterio vivo,
que está para clarificar y elaborar aquellos asuntos contenidos en el depósito de la fe sólo
de modo oscuro o implícitamente. La tarea de interpretar de modo auténtico el depósito fue
confiada por nuestro divino redentor, no a los cristianos individuales ni a los teólogos, sino
solamente al magisterio de la Iglesia” (DS 3886).
La constitución dogmática sobre la Iglesia, del Vaticano II, habló del depósito de la fe,
primero en conexión con el carisma especial de la infalibilidad, siendo esta última
esencialmente protectora del depósito contra el error y la desfiguración mediante
expresiones solemnes de la enseñanza de la Iglesia (LG 25,3). Los maestros oficiales, los
obispos y el papa, deben, sin embargo, estudiar atentamente los testimonios proféticos y
apostólicos sobre el depósito entregado de una vez para siempre, porque su enseñanza no
cae del cielo como nueva revelación, sino que pretende más bien clarificar y actualizar la
revelación definitiva ya dada (LG 25,5).
El decreto sobre ecumenismo afirma que la continua reforma eclesial puede, de vez en
cuando, exigir poner al día la manera en que la doctrina.es enunciada. El depósito de la fe
permanece definitivo y perenne, pero su articulación por la Iglesia puede estar necesitada
de adaptación, basada en una mejor comprensión de las inagotables fuentes primitivas o
de las necesidades de una comunicación más efectiva (UR 6). En 1973 la Congregación
para la doctrina de la fe habló sobre el tema de la reformulación doctrinal. Esta actualización
magisterial puede necesitarse, primero, a causa de la trascendente sublimidad de los
propios misterios de salvación, que no se han comunicado de manera plena en ninguna
expresión aislada de la verdad. Segundo, porque siendo el lenguaje una realidad histórica,
incluso las formulaciones más penetrantes pueden con el paso del tiempo perder en su
eficacia comunicativa. Por eso pueden necesitar complementación o revisión, en orden a
resaltar más claramente esa beneficiosa fecundidad del mensaje de Cristo transmitido por
sus apóstoles (Mysterium ecclesiae, 5; EV 4,1674-76).
La constitución pastoral del Vaticano II sobre la Iglesia en el mundo actual se ocupa en un
capítulo del desarrollo cultural humano (GS 5362). Sin duda determinadas dificultades han
impedido una plena influencia creativa de la enseñanza cristiana y eclesial sobre la cultura
moderna. Aquí la constitución subraya la necesidad para la teología de contribuir a superar
estos obstáculos favoreciendo una mejor comunicación entre la Iglesia y la gente del mundo
moderno. Como señaló el papa Juan, el depósito y las verdades de fe son una cosa en su
significado y sustancia, pero la manera en que están formuladas puede evolucionar y
hacerse más enriquecedora para los diversos aspectos de la vida humana (GS 62,2).
Primero, el patrimonio apostólico entregado a la Iglesia es más que un corpus doctrinal que
se deriva de la revelación. Jesús enseñó y sus discípulos después llevaron a cabo un
ministerio de instrucción en las Iglesias que ellos fundaron. Pero los apóstoles fueron
personalmente formados también, siendo testigos de las obras de Jesús y compartiendo la
vida (conversatio) con él. Después, en las comunidades de aquellos que aceptaron el
evangelio, los apóstoles transmitieron los dones divinos por lo que decían, por cómo vivían
y por las estructuras (ministerios, formas de culto) que instituyeron (DV 7). Su multifacética
influencia creó un rasgo distintivo, que conforma tanto la creencia como la conducta: “Lo
que los apóstoles transmitieron comprende todo lo necesario para una vida santa y para
una fe creciente del pueblo de Dios”. Después de la era apostólica, lo que se transmite es
una forma global de fe y vida compartidas: “La Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto,
conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree” (DV 8). La tradición, pues,
crea un ámbito de la vida en comunión, con una multiplicidad de concretizaciones
ordenadas a la formación personal en sabiduría y santidad.
Segundo, aunque la revelación fundante de Dios, que fue otorgada de una vez para
siempre, se completó en Jesús y con sus apóstoles (DV 4), está intrínsecamente ordenada
al desarrollo y al progreso. Los mismos apóstoles fueron gradualmente conducidos por el
Espíritu Santo a esa plena comprensión de la salvación en Cristo expresada en los escritos
del NT (DV 7). En la era de la Iglesia, el significado del depósito apostólico también emerge
gradualmente y se va expresando de manera progresiva. Con el paso del tiempo,
numerosos factores influyen en el pleno proceso histórico de su desarrollo, no siendo el
menor de ellos la continua influencia del Espíritu Santo. “Crece la comprensión de las
palabras e instituciones transmitidas cuando los fieles las contemplan y estudian
repasándolas en su corazón (cf Lc 2,19. 51), y cuando comprenden internamente los
misterios que viven, cuando las proclaman los obispos, sucesores dé los apóstoles en el
carisma de la verdad” (DV 8).
El Vaticano II, sin embargo, no fue víctima de un optimismo propio del charlatanismo sobre
el progreso en la Iglesia, pues el mismo concilio estableció también la necesidad de
constantes intervenciones para reformar la disciplina y doctrina de la Iglesia (UR 6). Sin
embargo, Newman ha hecho, sin duda, una contribución decisiva, y se han aceptado modos
históricos de pensamiento que tienen que ver con la presencia del depósito apostólico en
la Iglesia. Discretamente, el estático clasicismo de Vicente de Lerins ha sido desechado.
Tercero, la importancia atribuida a la reflexión sobre la experiencia vivida, junto al sentido
de la fe sobrenatural de todo el pueblo de Dios (LG 12), manifiesta un notable cambio con
respecto a la enseñanza de Pío XII en la Humani generis. El depósito, declara el concilio,
es entregado a la Iglesia entera como base e inspiración de su vida, a imagen de la
comunidad apostólica ideal de Hechos 2,42: “La tradición y la Escritura constituyen el
depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado ala Iglesia. Fiel a dicho depósito, el pueblo
cristiano entero, unido a sus pastores, persevera siempre en la doctrina apostólica y en la
unión, en la eucaristía y la oración” (DV 10,1).
El magisterio jerárquico tiene una contribución clave que realizar, a saber: la de interpretar
con autenticidad la palabra entregada, una palabra, sin embargo, a la que el propio
magisterio está subordinado, como oyente, protector y expositor oficial. Toda doctrina
oficial, propuesta en la Iglesia para ser creída, deriva de un depósito de fe dado por los
apóstoles (DV 10,2). Por eso, el magisterio no es un oficio aislado y soberano, ni crea la
enseñanza de la Iglesia ex nihílo. El propio depósito afecta a los creyentes de muy diversas
maneras y es accesible a través de la variedad de sus expresiones. Pero los peligros de
imprecisión que surgen de la auténtica abundancia de lo que se ha transmitido pueden,
cuando es necesario, obviarse mediante intervenciones magisteriales clarificadoras. Así, el
magisterio está al servicio de la contribución continua del depósito a la fe y la vida, ya que
cambia críticamente las expresiones eclesiásticas y teológicas y adapta la enseñanza de la
Iglesia a situaciones nuevas.
Una perspicaz referencia al depósito fue hecha por el papa Pablo VI en su discurso de
clausura del Vaticano II (7 de diciembre de 1965). El concilio estaba en ese momento
ofreciendo al mundo una imagen renovadora de la Iglesia, y al mismo tiempo una
presentación más clara, definida y ordenada de la herencia recibida de Cristo como un
depósito. “`Depósito’… meditado en el curso de los siglos, vivido y expresado, y ahora
aclarado en tantas de sus partes, establecido y ordenado en su integridad; depósito vivo
por la divina virtud de verdad y gracia que lo constituye, y por eso idóneo para vivificar a
quienquiera que lo acoja piadosamente y que aumente con él su propia existencia humana”
(CON. VATICANO II, Constituciones. Decretos. Declaraciones, BAC 252, Madrid 19674,
1067).
La revelación histórica en Cristo fue confiada como un depósito salvador por los apóstoles
a la Iglesia, tanto por escrito como en forma de tradición, que expresa el verdadero sentido
de las Escrituras. Los primeros concilios expresaron de forma dogmática el misterio central
de Cristo, mientras que los padres orientales, hasta Máximo el Confesor, expusieron la
misma revelación de modo sintético, y subrayaron la verdad de la divinización humana por
el Espíritu de Cristo resucitado. Hoy la tradición se actualiza en la Iglesia, y en cierto sentido
es la Iglesia, como forma de presencia revelada de Cristo a la fe (Staniloe). La tradición es
revelación salvadora, completa en sí misma; pero abre un espacio en el tiempo para nuestra
gradual apropiación por la fe y para la penetración teológica en su significado esencial.
El evangelio apostólico de Cristo es para los católicos la única fuente de toda verdad
salvadora y guía para la vida (DV 7, reafirmando el concilio de Trento); pero ya en la época
apostólica el evangelio produjo una riqueza de instrucción y formas diferentes de creencia
y de vida en el mundo. Este evangelio y enseñanza apostólica deben ser más adelante
expresados y aplicados a las vidas de los creyentes en medio de una gran variedad de
culturas. Así, para los católicos, el desarrollo dogmático continúa ofreciendo nuevas
expresiones del depósito original hasta mucho después de la edad patrística. Aquí se abre
un espacio para la continua interpretación del depósito tanto a través de la experiencia
espiritual como a través de la reflexión erudita y de oportunas intervenciones del magisterio
episcopal y papal.
Las Escrituras, para los protestantes, son el depósito apostólico, y tienen su centro luminoso
en el evangelio de la salvación no merecida. Este les da capacidad de autointerpretación,
que hace superflua cualquier hermenéutica de tradición o magisterio. En opinión del
prestigioso Oscar Cullmann, la Iglesia del segundo siglo d.C. reconoció el peligro de perder
el evangelio y respondió subordinando su vida entera, es decir, toda la tradición
eclesiástica, a la clara regla de tradición apostólica expresada en los libros del canon del
NT. Desde esa época en adelante la fe no osa expresarse con seguridad fuera de este
ámbito estrictamente trazado del depósito apostólico.
La doctrina católica considera también el evangelio de Cristo como un mensaje de eficacia
salvadora y reconoce que el NT tiene valor único como expresión de la predicación y fe
apostólicas. Pero los católicos están convencidos de que los abundantes dones
transmitidos por los apóstoles forman una compleja unidad en la que el evangelio no es
más que una parte. La herencia apostólica creó comunidades, es decir, centros de vida
colectiva iluminados por la enseñanza, inspirados por un ejemplo vivo, estructurados
institucionalmente y que realizan el culto según formas transmitidas. El evangelio es central;
pero es desde el comienzo prolífico, creando vida compartida y testimonio.
En 1990 se puede considerar que el diálogo ortodoxo-católico ofrece razones para prever
una futura reconciliación y restauración de la comunión. Las diferencias sobre la revelación
y el depósito parecen abiertas a una unión final en diversidad reconciliada, basada en un
futuro reconocimiento mutuo de la realidad eclesial de cada uno. El diálogo debe todavía
promover una mayor prontitud para ver la esencia cristiana que las dos comunidades
revisten de formas diversas, aunque no contradictorias, de predicación, sacramentos y
ministerio.
a) Aunque la Iglesia en su conjunto vive del depósito en su enseñanza, culto y vida, existe
también una presencia contemporánea de partes del depósito apostólico en los libros
escritos del NT. Las cartas apostólicas y evangelios tienen un lugar privilegiado en la vida
cristiana, especialmente en la oración personal y en la liturgia.
Pero ¿cómo concuerdan la exégesis crítica con la experiencia de gracia de los creyentes
que viven de las riquezas del depósito? ¿Cómo se relaciona la interpretación histórica y
literaria de la enseñanza de los autores apostólicos con la tradición doctrinal de la Iglesia
resultante de las intervenciones de aquellos que interpretan el depósito en virtud de su oficio
pastoral y “el seguro carisma de verdad”? El Vaticano II era sabedor de esta dualidad de
métodos interpretativos, y en DV 12 recomendó ambos. Pero la enseñanza del concilio en
este punto es más una yuxtaposición que una relación de cómo concuerdan los diferentes
métodos como una unidad coherente. Parece precisa mayor clarificación teológica sobre la
interrelación de los diversos caminos en los que percibimos hoy el contenido de la herencia
apostólica.
Pero hay una nueva irradiación de la luz de este mensaje religioso sobre el conjunto de la
vida humana -en las familias, en la sociedad política, en las profesiones-. El papa Juan
XXIII, en la apertura del Vaticano II, subrayó los beneficios potenciales del depósito para
humanizar y realzar la vida en este mundo. La constitución pastoral del concilio afirmó de
modo explícito esta conexión y representa un intento, de amplio alcance, de irradiar la luz
de Cristo sobre.una multitud de problemas humanos. El depósito, precisamente en su
condición de regalo y camino de divina salvación, realza también la dignidad humana,
conlleva obligaciones sociales y da al trabajo humano una nueva profundidad de significado
(GS 40,3).
Así, la enseñanza cristiana, en cada nivel, debe intentar mantener el equilibrio, ya que
pretende ofrecer una articulación global de la verdad que libera y ennoblece, traída al
mundo por Jesús y formulada por sus apóstoles como su preciado depósito entregado a la
Iglesia.
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J. Wicks
Se discute entre los teólogos si la Iglesia sólo lo ha recibido para conservarlo con tenacidad y para transmitirlo
con fidelidad o si también tiene la misión de desarrollarlo y de desenvolverlo con creatividad.
Una respuesta es la negativa total: la Iglesia sólo transmite la doctrina recibida. La contraria es la liberal: la
Iglesia es dueña y lo desarrolla, adapta, cambia y reelabora de forma conveniente, como hacen los organismos
vivos.
SUMARIO: I. Enseguida llegaron las preguntas. II. El evangelio bajo la figura de un depósito. III. El contenido
del depósito de la fe. IV. El sujeto que recibe y conserva el depósito. V. Creciendo como un grano de mostaza.
Para ellos, evangelizar se resumía en dar testimonio de lo que habían visto y oído, a fin de que también otros
hombres y mujeres vivieran experiencias de pascua semejantes a las suyas. Su credo era sencillo: a Jesús de
Nazaret, crucificado, Dios lo resucitó, constituyéndolo Señor y Cristo (cf He 2,23-24.36). Y su conciencia de ser
Iglesia, asamblea del Señor, era muy viva y muy concreta, pues los bautizados “eran constantes en escuchar
la enseñanza de los apóstoles, en la unión fraterna, en partir el pan y en las oraciones… Todos los creyentes
extravagantes respuestas del gnosticismo judío y de los falsos maestros (cf lTim 1,4-7; 4,1-7; 6,4-5).
Por consiguiente, al presentar el legado de Pablo como un depósito, que se debe custodiar y pasar a
otros, el autor emplea un lenguaje conocido. E implícitamente nos viene a decir tres cosas: 1) que la fe
no la inventamos cada uno, sino que se nos ha confiado, 2) y que tiene que entregarla a otros, 3) para
que la sigan proclamando con fidelidad hasta que el Señor vuelva. Cuando las pastorales se refieren al
patrimonio de Pablo, sabemos que se trata de un patrimonio que Pablo mismo ha recibido del Señor por
mediación de la comunidad (cf 1Cor 11,23; 15,3). Y vemos cómo el apóstol, consciente de que también
él es un mero depositario, acude a Jerusalén a contrastar con la Iglesia madre el evangelio que predica,
no sea que todos sus afanes y trabajos resulten vanos (cf Gál 2,1-2). Pues el depósito que hay que
conservar fielmente es propiedad del Señor. Consiste básicamente en “la fe, que de una vez para
siempre ha sido transmitida a los creyentes” (cf Jds 3). Por eso vamos a examinar cuál es su contenido:
qué abarca o encierra ese depósito.
.1. INTRODUCCIí“N. Una carta tardía de la era apostólica animaba a sus lectores a continuar luchando
“por la fe, que de una vez para siempre ha sido transmitida a los creyentes” (Jds 3). El “depósito” es el
término que engloba esta fe y el estilo de vida legado por los apóstoles y sus colaboradores a las Iglesias
fundadas por su proclamación de la buena noticia sobre Jesucristo. Los apóstoles dejaron como
herencia suya un modelo coherente de fe, enseñanza y modos de interpretación bíblica, de culto y
estructuras comunitarias de servicio y de vida en el mundo según la palabra y ejemplo del Señor Jesús.
Ateniéndose al patrimonio apostólico, expresado de manera especial en los escritos del NT, el pueblo
de Dios sustenta su fe en cada época, se esfuerza por vivir en santidad y renueva su percepción de la
verdad revelada (cf DV 8). Por su propia virtualidad, el legado apostólico viene a revestirse de formas
diferentes en sucesivas épocas, pues la Iglesia es guiada por el Espíritu para vivir según la norma e
inspiración dada al principio. Pero la fuente y norma de la enseñanza y vida de la Iglesia sigue siendo el
“depósito” dejado por aquéllos a los que Jesús envió como emisarios suyos para anunciar su revelación
y sus dones divinos.