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GIRO HERMENÉUTICO

Cristina Bosso
Publicado en el libro Conceptos para pensar el arte contemporáneo”, Griselda Barale y María
Gallo (compiladoras), Editorial Humanitas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad
Nacional de Tucumán, 2018

El giro hermenéutico presupone y complementa el viraje hacia el lenguaje que se está


operando en la cultura contemporánea, al que se conoce como giro lingüístico (ver entrada
en esta publicación). Este abre para la filosofía un nuevo campo de investigación y un nuevo
espectro de problemas que nos llevan a advertir la relevancia del lenguaje en nuestro trato
con el mundo y su poder en el proceso de construcción de sentidos. De este modo,
adquiere importancia la tarea de la hermenéutica, en tanto se hace patente la necesidad de
interpretar discursos, descifrar significados y descubrir los sentidos de un texto.
El término “hermenéutica” posee varios significados y diferentes alcances; en su
sentido más amplio, que es el que aquí intentaremos presentar, podemos identificar la
hermenéutica con la tarea de interpretación, que nos remite a la necesidad de buscar
sentidos latentes que no se nos aparecen de modo manifiesto. Para Michel Foucault, la
hermenéutica es un conjunto de conocimientos y técnicas que permiten que los signos
hablen y nos descubran sus sentidos (Scavino, 2010). Para Paul Ricoeur es el trabajo del
pensamiento que consiste en descifrar un sentido aparente, desplegar los niveles de
significación implicados en la significación literal (Ricoeur, 1995, p. 17). Ambas concepciones
se complementan y nos ofrecen un buen punto de partida para abordar este concepto
desde una mirada no reduccionista.
Paul Ricoeur señala dos raíces históricas que tratan el problema de la interpretación:
por un lado Aristóteles, que aborda el tema en el segundo tratado del Organon (De la
interpretación); por el otro la exégesis bíblica, que cobra auge en la Edad Media (Ricoeur,
1990). Sin embargo, la hermenéutica como método filosófico surge recién a comienzos del
Siglo XX, como resultado de la búsqueda de un método para las ciencias sociales que
permitiera emular los logros que venían alcanzando las ciencias naturales. Este es el
propósito de Dilthey, quien en 1909, en “Los orígenes de la hermenéutica”, intenta
fundamentar la validez universal de la explicación histórica y dar reglas para la
interpretación que le permitan a la historia alcanzar el status de ciencia. Pero sus resultados
exceden con creces su proyecto inicial; la hermenéutica pronto desborda la intención de
fijar reglas para interpretar textos en la medida en que comienza a hacerse patente la

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preeminencia de la función simbólica que atraviesa diferentes aspectos de nuestras vidas.
Desde este punto de vista, advertimos que no solo los textos requieren ser interpretados:
nuestro mundo humano se inscribe en una trama de sentidos, se encuentra constituido y
atravesado por signos, significados, significantes, señales y símbolos. La hermenéutica
amplía su alcance para dar cuenta de la potencia del lenguaje en la mediación de nuestro
trato con el mundo. Por ello sostiene Ricoeur (1995) que la hermenéutica no puede seguir
siendo una ciencia de especialistas, puesto que en ella se pone en juego el problema
general de la comprensión, que es nuestra primera y más originaria relación de nuestro
trato con el mundo. Es así que, más allá de la relevancia que ha adquirido esta corriente
filosófica, hablamos de un giro hermenéutico en la medida en la que comenzamos a advertir
que la función simbólica y la tarea de interpretar atraviesan nuestro trato con el mundo.
La interpretación del texto literario nos enfrenta a la tarea de comprender y
recuperar el sentido, el contexto y las circunstancias en las que este fue producido. Para
esto resulta necesario vincularlo con su contexto histórico y cultural, lo que nos permitirá
desentrañar su sentido e ingresar a un territorio muchas veces desconocido. Toda
interpretación se propone vencer una separación, una distancia entre el autor y el
intérprete, que puede así apropiarse del sentido del texto, ensanchando su horizonte
significativo. En efecto, los relatos ponen a nuestro alcance el universo, ampliando nuestra
mirada hacia civilizaciones desconocidas, épocas pasadas y mundos futuros, y permiten
conocer otras realidades y extender los límites de nuestra experiencia. Este proceso no es
inocuo para el sujeto, puesto que, en gran medida, contribuye a configurar nuestra
identidad. Somos lo que leemos, dice Vargas Llosa, poniendo de relieve la idea de que esta
experiencia puede marcarnos tanto como la experiencia vivida.
Como señala Ricoeur, el texto constituye el punto de unión entre el lenguaje y la
experiencia, puesto que en él se objetiva la existencia humana. La tarea de interpretar nos
permite ingresar a la subjetividad del autor, comprender sentimientos y pasiones,
emociones e ilusiones que se hacen patentes allí. Interpretar un texto nos permite
comprender algunos aspectos de la existencia humana que resultan inaccesibles a
descripciones que podamos realizar desde otros discursos. La vía de lo simbólico, por su
capacidad de aludir a múltiples sentidos, constituye una vía de acceso que muestra algunos
matices la vida humana que se resisten a ser diseccionados y disecados por el bisturí de los
discursos científicos, puesto que permite dar cuenta de las irreductibles paradojas,
contradicciones e inconsistencias que atraviesan al ser humano.
Por su posibilidad de ser interpretado de diferentes maneras, el lenguaje simbólico es
susceptible de recibir diferentes interpretaciones, desde diferentes puntos de vista,

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ninguna de las cuales agota su sentido, ya que el símbolo es intrínsecamente multívoco. Es
por ello que perduran algunos textos que se convierten en clásicos; su contenido simbólico
es susceptible de sucesivas reinterpretaciones que los actualizan y los aproximan a
nosotros, y nos permite comprender algo más de nuestra existencia, de nuestro modo de
sentir y de pensar. Estos mantienen su vigencia porque nos dicen algo que continúa siendo
válido para nosotros a pesar del tiempo transcurrido. Las tragedias griegas, las obras de
Shakespeare, los relatos míticos, por citar algunos ejemplos, son historias paradigmáticas
que constituyen la via regia donde se muestran de manera simbólica muchos de los rasgos
de nuestra condición humana, nuestros deseos, angustias y temores.
Otro tanto ocurre con la obra de arte, cuya estructura simbólica nos interpela y nos
propone el desafío de interpretar sus sentidos. Como señala Heidegger (1996), la obra de
arte es una cosa que encierra algo más: la obra de arte es símbolo. Nos enfrenta al desafío
de descifrar sus sentidos, a descubrir contenidos que no son manifiestos, a interpretar sus
formas más allá de su significado literal. Requiere, por lo tanto, de la tarea de
interpretación. Esto resulta aún más evidente en el arte contemporáneo ya que, como
señala Zygmunt Bauman (1997), la idea de belleza que informa parte de la modernidad
sólida está en crisis, ha ido cediendo la intención de crear objetos bellos para embarcarse
cada vez más en la producción de contenidos altamente simbólicos, que disparan el
pensamiento y la imaginación. En la obra de Magritte, por ejemplo: la imagen de una pipa
con la leyenda “C’ est ne pas un pipe” escrita a mano, con la apariencia casi ingenua de
lámina de libro escolar dispara inmediatamente la necesidad de interpretar un mensaje
cifrado con inagotables códigos de lectura posible. Como dice Ricoeur, el símbolo da que
pensar.
El proceso de interpretar contenidos simbólicos nos abre a la experiencia de
descubrir nuevas significaciones. Más allá de esto, Ricoeur advierte que la comprensión de
expresiones simbólicas nos conduce a comprendernos a nosotros mismos, ya que existe un
vínculo entre la comprensión de los signos y la comprensión del yo. Dice el autor: “Toda
hermenéutica es, implícita o explícitamente, comprensión de sí mismo por el desvío de la
comprensión del otro” (Ricoeur, 1995, p. 21). Esto implica que, además de comprender una
época o la subjetividad de un autor, interpretar un texto nos permite interpretarnos a
nosotros mismos. La hermenéutica extiende así su campo de aplicación desde la
interpretación de un texto a la interpretación de nuestra propia existencia.
Como señala Ernst Cassirer, la adquisición del sistema simbólico coloca al hombre en
una nueva dimensión de la realidad, que supera el orden de lo natural. "El hombre ya no
puede escapar de su propio logro. Ya no vive solamente en un puro universo físico sino en

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un universo simbólico. El lenguaje, el mito, el arte, la religión constituyen parte de este
universo, forman los diversos hilos que tejen la red simbólica, la complicada urdimbre de la
existencia humana. El hombre no puede enfrentarse ya con la realidad de modo inmediato.
La realidad física parece retroceder en la misma proporción en la que avanza la realidad
simbólica" (Cassirer, 1995, pp. 47-48). El hombre es, para él, un animal simbólico; este es el
rasgo que caracteriza a la vida humana y que posibilita el desarrollo de la cultura.
Cassirer pone de relieve la importancia de la función simbólica, cuyo alcance no se
reduce al marco de un texto, sino que atraviesa nuestro modo de estar el mundo. Desde
este punto de vista, podemos pensar el mundo, no como una suma de objetos materiales
que representamos y conocemos por medio del lenguaje, sino como un conjunto de objetos
que se van cargando y recubriendo de sentidos. Esto permite dar cuenta de la potencia de
la función simbólica que atraviesa todos los ejes de nuestra vida.
El giro hermenéutico nos permite advertir que la trama del lenguaje sostiene nuestro
mundo. Devenimos humanos por la adquisición del lenguaje simbólico, que marca una
delgada línea que nos distingue de otras especies, a partir de la cual la distancia se agiganta
hasta transformarnos en seres capaces de elaborar productos tan sofisticados como
culturas y civilizaciones, historias y relatos, la ciencia y el arte. En la adquisición de la
estructura simbólica se anclan los orígenes de la humanidad; es a partir de la creación de
significados que el hombre construye un mundo de sentidos, reglas y valores. Por ello,
como sostiene Ricoeur (1995), nos enfrentamos con la irreductible prioridad de la función
significante. Habitamos en un universo configurado lingüísticamente. Esto permite mostrar
el carácter no inmediato de nuestra aprehensión de la realidad, y con ello, la necesidad de la
tarea interpretativa.
El mundo humano se nos aparece como una trama de sentidos que se entretejen
conformando una compleja trama. Conviven en él símbolos tradicionales que no han
perdido su poder: el cielo, el sol, el agua, símbolos religiosos cuya potencia subsiste a lo
largo de muchos siglos. A la par de ellos, otros símbolos se consolidan: la bandera, las
insignias, la cruz esvástica, los símbolos patrios. El mundo contemporáneo es prolífico en la
producción de nuevos símbolos de estatus, de poder, de riqueza, también de
estigmatización. Como señala Mircea Elíade (1961), en el mundo moderno se produce una
revalorización a nivel profano de los antiguos valores sagrados. De este modo, en nuestra
sociedad objetos cotidianos se van cargando de sentido a tal punto que un atento análisis
nos revela que su valor en muchos casos no reside en su utilidad sino en la carga simbólica
con la que se loss va recubriendo. Una marca de un auto, un reloj, una cartera, adquieren

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una función simbólica. La hermenéutica nos permite develar y comprender un sinnúmero
de sentidos entre los que nos movemos a diario.
Construir sentidos e interpretarlos constituyen las dos caras el universo humano,
nuestro inevitable modo de estar en el mundo. El hombre puede actuar de modo irracional,
puede dejar de dormir, de comer, pero no puede dejar de interpretar. Como sostiene
Heidegger (1951), comprender no es un modo posible de la existencia humana: es nuestro
modo fundamental de ser. La hermenéutica se revela así como nuestra tarea fundamental.
Es en este sentido que Ricoeur señala que desbordando la aspiración de proponer un
programa epistemológico la hermenéutica se ha transformado en un camino para
interpretar la existencia humana misma.

Bibliografía
Bauman, Zygmunt (1997). Arte ¿líquido? Madrid: Sequitur.
Cassirer, Ernst (1995). Antropología filosófica. Buenos Aires: Megápolis.
Eliade, Mircea (1961). Mitos, sueños y misterios. Buenos Aires: Compañía General Editora.
Heidegger, Martín (1951). Ser y tiempo. México: Fondo de Cultura Económica.
Heidegger, Martín (1996). “El origen de la obra de arte”. En Caminos del bosque. Madrid:
Alianza.
Ricoeur, Paul (1990). Freud, una interpretación de la cultura. Madrid, Siglo XXI.
Ricoeur, Paul (1995). Hermenéutica y estructuralismo, Megápolis.
Scavino, Dardo (2010). La filosofía actual. Pensar sin certezas. Buenos Aires: Paidós.

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