I –Introducción
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De animales a Dioses, Yuval Noah Harari
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Chaim Perelman, el imperio retórico
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sino que en ella reside el núcleo mismo donde se debate la posibilidad de convivencia
de los seres humanos.
Siguiendo esta directriz, Austin y Searle asumen que el lenguaje puede ser
entendido como una forma de acción: por su intermedio describimos, narramos,
agradecemos, elogiamos. Estas son acciones que provocan diferentes reacciones en los
interlocutores; por medio de los actos de habla podemos lograr interesar, agradar, aburrir,
atemorizar o irritar, entre otras cosas, a quién nos escucha.3 La argumentación es una de
las acciones más potentes y más interesantes del lenguaje, puesto que por su intermedio
podemos ejercer una influencia sobre el destinatario del mensaje. De hecho, la
argumentación siempre busca producir un efecto: generar la aceptación del interlocutor, al
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Analizando la relación entre lenguaje y acción, Austin y Searle descubren que existe una serie acciones que
sólo pueden llevarse a cabo por intermedio del lenguaje: jurar, prometer, apostar, bautizar pertenecen a un
grupo de acciones lingüísticas (realizativos). A partir de allí formulan la teoría de los actos de habla que
resulta de gran interés para las indagaciones sobre el lenguaje. John Austin, Cómo hacer cosas con palabras,
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que pretende convencer o persuadir. Este es uno de los usos más frecuentes que hacemos
del lenguaje; si bien se ha señalado largamente que resulta característico de la filosofía y
sin lugar a dudas del derecho, podemos advertir que se encuentra presente
permanentemente en el lenguaje cotidiano y atraviesa todos los campos de la praxis.
Argumentamos para justificar nuestra conducta y nuestros valores, para defender los
méritos de la novela que acabamos de leer o la película que nos gustó, argumentamos a
favor o en contra de las políticas del estado; advertimos así que vivimos inmersos en un
mundo de argumentos. Tal vez por ello para Hannah Arendt el discurso y la acción
constituyen las características propiamente humanas, nuestro inevitable sello, que pone de
manifiesto nuestra condición de seres sociales. “Una vida sin acción ni discurso -dice
Arendt- ha dejado de ser una vida humana”4.
4
Hannah Arendt, La condición humana, Editorial Paidos, Barcelona, 1996, pág.201)
5
Ibidem, pág. 16.
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Podemos entender entonces al discurso como una forma de acción en tanto posee
la capacidad introducir cambios en la vida de la sociedad. En su función argumentativa el
lenguaje despliega su mayor poder para provocar reacciones, inducir creencias, promover
acciones. Como señala Perelman, la argumentación no tiene como fin solamente la
adhesión intelectual, sino que busca a menudo provocar un cambio de actitud y generar una
disposición para la acción. La potencia de la argumentación reside entonces en su
capacidad de producir un impacto en la trama social y provocar consecuencias de
amplio alcance, muchas de las cuales resultan imprevisibles.
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Acertadamente señala Perelman que la necesidad de argumentar aparece en tanto
resulta imposible demostrar la verdad de un enunciado. En el ámbito de las ciencias
exactas, por ejemplo, la argumentación resulta innecesaria e incluso redundante, ya que la
verdad de un teorema o de un axioma queda demostrada de manera evidente para todo
aquel que pueda seguir el proceso deductivo. Pero sólo las ciencias exactas se manejan con
pruebas concluyentes; como señalamos en un comienzo, a las disciplinas que debaten
cuestiones relacionadas con los valores les está vedada la posibilidad de demostrar la
verdad de sus aseveraciones; éstas constituyen el dominio por excelencia de la
argumentación, que constituye la herramienta imprescindible a la que tenemos que recurrir
allí dónde la evidencia es discutible. “La filosofía, la moral y el derecho, dice Perelman, en
tanto no pueden demostrar sus supuestos, derivan su racionalidad del aparato
argumentativo, de las buenas razones que se pueden presentar a favor o en contra de cada
tesis que se presente.” (209).6
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Según señala Perelman, en sus orígenes la argumentación gozaba de poco crédito entre los filósofos. Para
los grandes maestros griegos, lo que importaba es descubrir la verdad. Y estaban convencidos de la
posibilidad de acceder a ella por la vía de la intuición. Es por esto que no se conforman con lograr la adhesión
de auditorio por el encanto de la palabra como lo hacen los sofistas, con todas las connotaciones peyorativas
que este término convoca. Frente a la luminosa tarea de develar la verdad, la argumentación es para Platón
una tarea menor, incluso sospechosa, puesto que puede inducir a errores y falsedades. Esta valoración se
mantiene a lo largo de la modernidad, que haciendo gala de un irreductible optimismo confía en la posibilidad
demostrar y fundamentar una verdad sin fisuras. La argumentación queda así restringida al estudio de las
figuras poéticas del lenguaje. Pero el transcurso del tiempo va mostrando que los ejercicios de la razón no le
ofrecen a la filosofía las anheladas certezas ni concluyentes demostraciones de la verada de sus enunciados.
Según señala Perelman, desde Hegel resulta difícil negar que la filosofía constituye un saber situado, y que
subsisten en ella indeclinables controversias.
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(éste parece ser el propósito de Wittgenstein, quién afirma que su propósito es argumentar en favor de otra
manera de pensar – LEECR).
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cede espacio a la argumentación. Para Perelman, esto trae aparejada la superación de la
racionalidad cartesiana en tanto advertimos que la filosofía no puede limitarse moverse en
el plano de la intuición y la deducción. Esto hace necesaria la ampliación del concepto de
razón, para dar cuenta de las posibilidades argumentativas de la razón práctica.
En una línea muy cercana, también Richard Rorty considera ventajoso ampliar el
concepto de racionalidad de modo que podamos usarlo para designar una serie de virtudes
políticas y morales tales como la tolerancia, el respeto por las opiniones de los demás, que
se fundan en la disposición a utilizar la persuasión antes que la fuerza. Este modo de
concebir la racionalidad no tiene mucho que ver con la búsqueda de la verdad, dice Rorty,
pero para él es la función más importante puesto que es la que resulta indispensable para
vivir en sociedad.8 Este enfoque apunta a mostrar a la razón como una facultad relacional
que abarca la dimensión práctica en tanto se encuentra directamente ligada a la acción.
Hablamos entonces de una “racionalidad argumentativa”, que no pretende descubrir
fundamentos últimos sino que trata de presentar argumentos que resulten atractivos y útiles
para la convivencia. Este sería uno de los efectos del giro lingüístico, a partir del cual la
filosofía se enfoca menos en cuestiones metafísicas y más en cuestiones de lenguaje.9
8
Rorty, Richard, Contingencia, ironía y solidaridad, Editorial Paidos, Barcelona, 1996, p. 58.
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Según señala Perelman, en sus orígenes la argumentación gozaba de poco crédito entre los filósofos. Para
los grandes maestros griegos, lo que importaba es descubrir la verdad. Y estaban convencidos de la
posibilidad de acceder a ella por la vía de la intuición. Es por esto que no se conforman con lograr la adhesión
de auditorio por el encanto de la palabra como lo hacen los sofistas, con todas las connotaciones peyorativas
que este término convoca. Frente a la luminosa tarea de develar la verdad, la argumentación es para Platón
una tarea menor, incluso sospechosa, puesto que puede inducir a errores y falsedades. Esta valoración se
mantiene a lo largo de la modernidad, que haciendo gala de un irreductible optimismo confía en la posibilidad
demostrar y fundamentar una verdad sin fisuras. La argumentación queda así restringida al estudio de las
figuras poéticas del lenguaje. Pero el transcurso del tiempo va mostrando que los ejercicios de la razón no le
ofrecen a la filosofía las anheladas certezas ni concluyentes demostraciones de la verada de sus enunciados.
Según señala Perelman, desde Hegel resulta difícil negar que la filosofía constituye un saber situado, y que
subsisten en ella indeclinables controversias.
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discurso.10 Según señala Waisman la potencia de un argumento filosófico, a pesar de que
nunca demuestra algo de modo concluyente, reside en la capacidad de provocar un cambio
en toda nuestra perspectiva intelectual, de suerte que en consecuencia de ello, miles de
pequeños puntos entrarán o saldrán de nuestro campo visual.11 Este poder se ha hecho tan
evidente para el pensamiento contemporáneo que la teoría de la argumentación ha
desarrollado un área específica -la pragmático-normativa- que se ocupa de indagar la
capacidad de los argumentos para inducir creencias o disposiciones de ánimo en el
auditorio.12
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Perelman distingue niveles de análisis de la argumentación: el lógico, que analiza los argumentos como
productos textuales y se ocupa de analizar de la validez de los argumentos; el dialéctico, que se estudia los
procesos de confrontación de argumentos y el debate, y el retórico que se ocupa de los procesos de inducción
de creencias, acciones o actitudes en un destinatario. De los tres es la retórica la que expresamente se ocupa
de la función persuasiva de la argumentación, si bien en todos ellos se hace evidente la pretensión de ejercer
una influencia en el intelocutor.
11
(Waismann, F, “Mi perspectiva de la filosofía, en El positivismo lógico, A.J. Ayer (compilador), Mexico,
1965,
12
(Lenguaje ordinario y argumentación, Camilo Martinez y Danny Marrero, Pontificia U Javeriana, Bogotá)
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En este sentido resulta interesante señalar que para Rorty también la literatura
constituye una potente forma de argumentación moral. Este pensador pone de relieve la
dificultad intrínseca de argumentar de forma convincente para justificar que es mejor ser
solidario y no cruel. La literatura, en cambio, ofrece descripciones que logran superar el
vacío del lenguaje abstracto, nos permiten ponernos en el lugar del otro y comprender
situaciones y sentimientos. La literatura (a la que podemos sumar el cine) constituye por
ello para él una eficiente forma de argumentación y uno de los espacios propicios desde
donde fundar una ética colectiva.
Para concluir:
Según señala Perelman, hasta el siglo XIX la retórica era entendida como el estudio
de figuras ornamentales del discurso, y carecía de interés para la filosofía. El pensamiento
contemporáneo ha revertido esta valoración para dar cuenta de que la argumentación no es
un mero recurso estético sino que posee una fuerza capaz de persuadir y convencer, de
generar adhesiones y proponer nuevas perspectivas, de transformar puntos de vista; resulta,
entonces, de fundamental importancia para la vida política.
Advertimos así que el lenguaje posee una potencia letal. El discurso constituye la
fuerza que sostiene el poder y domina la trama de acciones humanas; en su función
argumentativa, ejerciendo una coacción no coactiva como dice Arendt, el lenguaje
despliega su poder para convencer, seducir, atraer, persuadir, generar acuerdos. Como se
desprende de los ejemplos anteriores, el discurso puede estar dirigido a la justificación de la
violencia, o puede apuntalar la lucha por una causa justa; resulta posible tanto argumentar
en favor de la imposición de ideas como, por el contrario, en favor del respeto de las
diferencias.
El lenguaje constituye así una poderosa herramienta que puede ser usada para
diferentes fines; la historia de la humanidad así lo demuestra: memorables discursos en
contra de la discriminación, con potentes argumentos en favor de la igualdad de derechos,
con Martin Luther King y Malcom X a la cabeza han operado profundos cambios en la
sociedad. Tan eficaz como ellos, la encendida oratoria de Adolf Hitler ha desatado una de
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las épocas más oscuras de nuestra era, predisponiendo a los hombres contra sus propios
pares, convenciéndolos de que residía en ellos el origen de todos sus males.