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Melancolía y paranoia

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Melancolía y paranoia
Fernando Colina

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Diseño de cubierta: Fernando Vicente

Reservados todos los derechos. Está prohibido, bajo las sanciones penales y el resarcimiento civil previstos en las
leyes, reproducir, registrar o transmitir esta publicación, íntegra o parcialmente, por cualquier sistema de
recuperación y por cualquier medio, sea mecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o por
cualquier otro, sin la autorización previa por escrito de Editorial Síntesis, S. A.

© Fernando Colina

© EDITORIAL SÍNTESIS, S. A.
Vallehermoso, 34 - 28015 Madrid
Teléf.: 91 593 20 98
http://www.sintesis.com

ISBN: 978-84-995861-1-3

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Índice

I. Introducción

Los ejes
Concepto de psicosis
La causa
Historia
La subjetividad
La esquizofrenia
Las voces
Diagnóstico: semejanzas y diferencias
Psicosis única
Psicosis universal

II. Melancolía

Antecedentes
Un ejemplo español
Recorrido del eje
Melancolía y deseo
La depresión
Tipos de depresión
Por su duración y su intensidad
Por su origen externo o interno
Por la carga o por el conflicto

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Por la estructura: neurótica o psicótica
La culpa
El lenguaje
La acción

III. Paranoia

Concepto y límites
La personalidad
El delirio no disociado
La esquizofrenia paranoide
El eje paranoico
Desconfianza
Interpretación
Intolerancia
Automatismo mental: autorreferencia y perjuicio
Supresión
La verdad

Bibliografía

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I

Introducción

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Los ejes

Esto es un ensayo sobre psicopatología. Un estudio que investiga las configuraciones de


la locura a lo largo de dos ejes que conciertan el placer y el sufrimiento humanos: la
melancolía y la paranoia.
Interrogar la clínica de este modo, entendiendo la psicopatología como la expresión
de dos cadenas ordenadoras de todos los síntomas, nos permite juzgar las psicosis como
categorías discontinuas pero también como eslabones de continuidad. Apunta a la doble
posibilidad de entenderlas simultáneamente como un trastorno único y múltiple, según se
enfoque a través de la óptica de aproximación que garantiza el eje, o desde la perspectiva
de separación de unas entidades con otras a lo largo de su recorrido. En cierto modo, con
ello no hacemos sino reconocer la importancia dialéctica del proyecto platónico.
Recordemos que, como afirmó Schopenhauer, «la aptitud para la filosofía consiste, tal y
como estipuló Platón, en reconocer lo uno en lo múltiple y lo múltiple en lo uno» 1. Pues
fue, en efecto, Platón quien, en Fedro, sostuvo que «si creo que hay algún otro que
tenga como un poder natural de ver lo uno y lo múltiple, lo persigo yendo tras sus huellas
como tras las de un dios» 2.
Frente a un modelo rígido de estructuras clínicas cerradas y excluyentes o de
categorías nosológicas independientes y autónomas, proponemos este otro, más fluido y
ligero, alejado de los modelos inflexibles, ya sean estructuralistas o nosológicos, y
tolerante tanto con los lugares comunes como con los independientes de las diferentes
figuras clínicas.
Podemos concebir entonces toda la psicopatología como una masa de síntomas
ordenada alrededor de dos collares, el melancólico y el paranoico, dispuestos de forma
que existan puntos de cohesión y separación también entre ambos. El eje melancólico
estaría representado por el deseo y la tristeza, en la medida en que ambos son hijos de la
soledad y de la culpa, mientras que el paranoico lo sería por el saber y la interpretación,
entendidos como vástagos de la división del sujeto y de la potencialidad atributiva y
acusatoria del pensamiento.
Este punto de vista no busca específicamente el diagnóstico positivo o diferencial de
cada entidad, sino revelar un denominador común en todas las formas de locura y de
normalidad. Un lugar compartido que se presenta, al mismo tiempo, como la cuna de
todas las diferencias posibles. Las distintas figuras de la melancolía y de la paranoia nos
ayudan a conocer al hombre, tanto en sus manifestaciones ordinarias como en todo el
espectro de la psicopatología. Le proveen de una dimensión compartida y habitada por
todos, de un espacio amplio que recorre la vida desde el extremo de lo que podemos
considerar usual y adecuado, hasta el de esas condensaciones específicas del malestar
que corresponden a los trastornos psicopatológicos tradicionales.

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Concepto de psicosis

Al igual que la física se cuestiona de continuo sobre la naturaleza de la materia, o las


matemáticas lo hacen en torno a la noción de número, la psiquiatría vuelve una y otra
vez a interrogarse sobre la condición de la psicosis, su objeto de estudio por excelencia.
La pregunta es recurrente. ¿Qué entendemos por psicosis? ¿Qué cabe decir acerca de
esta noción cuando la psicopatología está sometida a una simplificación ridícula, cuando
ha perdido su inocencia y tiene que justificarse ante un filisteísmo creciente? ¿Qué
podemos rescatar de la tradición psicopatológica ahora que hemos caído en la trampa de
la evidencia y la objetividad, olvidando que conocer un síntoma no es reducirlo a lo
simple sino desenvolver su complejidad? Si aceptamos con Ortega y Gasset que las
ciencias humanas «no son una ciencia, sino, si se quiere, una indecencia, pues es poner
las cosas y a sí mismo desnudos, en las puras carnes» 3, el clínico debería estar más
preocupado por indagar en el seno de la complejidad que por despejar lo evidente con
tanta desesperación. El clínico debe de ser, antes que nada, indecente.
Recordemos que el término «psicosis» se empezó a utilizar por Ernst Freiher von
Feuchtersleben en 1845, e intentaba designar las manifestaciones psíquicas de las
enfermedades de los nervios. Se decía, en conocido aforismo, que «toda psicosis es al
mismo tiempo una neurosis, pero no toda neurosis es igualmente una psicosis». Por
entonces, las neurosis eran todavía enfermedades nerviosas fisiológicas y generales,
calificación que permaneció hasta que, algo después, con Charcot y Freud, empezaran a
remitir a estados psicopatológicos disfuncionales, sin lesión orgánica del sistema nervioso,
ni siquiera transitoria. Este cambio, una verdadera inversión intelectual que cruza e
intercambia de posición ambos significados, nos anuncia con suficiente antelación la
permanente oscuridad de la propia noción, su carácter intersticial y fronterizo.
Como psicosis, hoy en día, entendemos unas alteraciones psíquicas graves y
profundas, casi irreversibles, que surgen del genérico y antiguo término de locura.
Alteraciones que no sabemos juzgar exactamente como enfermedades a semejanza de las
orgánicas, porque entre las más reconocidas hay inquietantes similitudes y transiciones, y
porque tampoco conocemos su soporte físico ni la posibilidad cierta de que ese estribo
material sea de rango causal o no. Pero, con todo, como de algún modo hay que hacerlo,
las acabamos identificando a grandes rasgos con desórdenes que giran en torno al delirio,
la soledad y la pérdida de identidad.

La causa

La psicopatología siempre se mide en las fronteras del síntoma. Cualquier teoría


psicopatológica demuestra su riqueza o su torpeza por la destreza con que aborda los

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límites de su materia, y ninguna frontera es más inquietante que la de las causas. Las
demarcaciones, por tanto, nos interesan porque ponen a punto nuestros instrumentos de
saber, los interpelan, muestran su fragilidad y sus posibilidades.
Para comprobar la dificultad de nuestro objeto de estudio, basta con aludir a la
causalidad para que inmediatamente se superpongan confusamente los hechos y se
multipliquen los puntos de vista. Por ejemplo, y aun al precio de forzar algo las palabras,
podemos distinguir cuatro aspectos que, con simple ánimo didáctico, separamos en torno
a los siguientes términos: etiología, motivo, génesis y origen. Si a la etiología la
identificamos por su condición somática y a la génesis por su índole subjetiva, los
motivos remitirían a los factores sociales o familiares y el origen, finalmente, nos llevaría
al polo causal más complejo desde el punto de vista teórico y argumental, toda vez que
alude a la concepción de la psicosis entendida como el efecto de un hundimiento del
lenguaje que deja al descubierto y en carne viva lo que Kant llamó cosa en sí, Freud
designó como pulsiones y Lacan acabó bautizando como lo Real, que quizá sea, este
último, el término más práctico que se ha incorporado al estudio de la psicosis durante las
últimas décadas.
La psicosis, por lo tanto, puede ser definida desde el ángulo causal como una
catástrofe personal surgida de una combinación, en proporciones desconocidas, de
constreñimiento biológico, embotamiento subjetivo, presión sociohistórica y bruto
accidente del lenguaje con liberación y disociación pulsional.
Sabemos, y nadie duda de ello, que ninguna frontera presenta un borde más
candente que la establecida entre el cuerpo y la mente, entre lo psíquico y lo físico.
Representa un enigma eterno, tan científico como filosófico o ideológico, que distingue o
confunde lo espiritual y lo material, la conciencia y el cuerpo. Dilema, tan irresoluble
como irreductible, que ya dividió a la psiquiatría naciente en dos corrientes antagónicas,
la de los somáticos y la de los psíquicos, y que lo sigue haciendo en el presente, sin
solución de continuidad, entre los partidarios de la biología, elevada a causa única, y los
defensores de los conflictos y la moral como factores determinantes en la génesis del
malestar psíquico.
Ahora bien, las psicosis mantienen también relaciones privilegiadas con el otro
extremo de la causalidad, el polo trascendental, del que nos valemos para referirnos a la
relación que toda perturbación mental pueda mantener con la esfera de lo místico y lo
sagrado. La idea de Dios es una representación inseparable de las psicosis, pues moviliza
muchas de las conexiones de la locura con nociones básicas de su psicopatología, como
son las de unidad, omnipotencia, milagro, más allá, perjuicio o referencia. Puede
afirmarse, casi sin contemplaciones, que el ateísmo psicótico no existe, dado que todas
las formas de enajenación guardan una íntima proximidad con el ámbito de lo divino.
Incluso se podría defender que los psicóticos, sin necesidad de ser creyentes, son los
únicos que soportan la existencia de Dios, pues están solos ante lo absoluto y se
enfrentan al terror sin precisar del auxilio de la fe ni del apoyo de ninguna Iglesia4. Quizá
por ese motivo se han relacionado siempre, desde el comienzo de nuestra civilización, la
locura con los castigos de los dioses5, o se han dividido los distintos modos de alienación

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según su asociación con distintas divinidades: la locura profética como una forma
inspirada por Apolo, la mística por Dioniso, la poética por las Musas, y la locura erótica
por Afrodita y Eros6.
Sea como fuere, en ningún caso la locura puede ser identificada sin más con una
causa deficitaria en torno a la pérdida de la razón. Este asunto nos compromete desde
que surgió el dilema clásico del alienismo acerca de si la locura era parcial o total, que fue
centro de las primeras discusiones de la psiquiatría naciente. El célebre artículo de Falret
sobre «la no existencia de la monomanía» 7 abrió el ámbito clínico a la ideología de la
enfermedad y al cultivo reductor de la nosología. Para dar ese salto se tuvo que anular al
loco y considerar que perdía totalmente la cabeza, excluyendo de un sablazo ese atisbo
de pensamiento que reconoce lo insólito de su condición y en cierto modo le conserva en
la normalidad. Así de elevado fue el precio que la psiquiatría tuvo que pagar en su lucha
por legitimarse a través de la actividad forense de las primeras décadas del siglo XIX. Un
gasto que heredamos merecidamente en forma de desprecio por la razón del psicótico y
de su gusto por la verdad.

Historia

La subjetividad

Además del debate sobre los límites de las causas, territorios donde lo físico y lo psíquico
aspiran a descubrir alguno de los misterios de su imborrable relación, advertimos que los
propios síntomas establecen una segunda frontera que atrae nuestro estudio, pues vienen
a convocar otras tantas dudas acerca de las semejanzas y diferencias entre la locura
antigua y la moderna. Tal separación induce a una pregunta sobre el tiempo histórico que
resulta en sí misma desafiante, pues equivale ni más ni menos que a interrogarse sobre la
historia del sujeto. Se nos presenta así una tarea altamente complicada, pues no solo
persigue una justa ubicación de los conceptos de locura y subjetividad, sino también
aprovechar la aportación que han brindado estas nociones al estudio de la evolución de
las mentalidades, del pensamiento o de las representaciones.
Bajo esta proposición no se intenta hacer una historia positivista de la enfermedad.
No pretendemos juzgar las enfermedades como sucesos naturales invariables, con
síntomas prefijados y repetitivos que solo se modifican en función de elementos
superficiales dependientes de cada momento histórico, como si las manifestaciones de la
locura simplemente se ligaran a los cambios en la frecuencia, tratamiento, recepción
social o vulnerabilidad poblacional. Se trata, por el contrario, de rebuscar en la
transformación intrínseca que a lo largo del tiempo muestran los trastornos mentales. O,
lo que es lo mismo, interrogarse sobre el cambio profundo de la subjetividad que viene

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producido por modificaciones específicas del espacio de la conciencia, de la simetría y
profundidad de las relaciones con los demás o del grado de individualidad e intimidad
adquiridas en el discurrir de las épocas. Variaciones que indefectiblemente modifican la
sustancia de la enfermedad psíquica y quizá incluso, y a la larga, el soporte físico que las
naturaliza y las hace posibles. Este planteamiento no alude, por consiguiente, a una
historia materialista de la psiquiatría sino a una historia genealógica referida a los
presupuestos que facilitan la pregunta sobre las condiciones de posibilidad de la
enfermedad. Apunta directamente a cierto tipo de preguntas que podemos identificar al
cuestionarnos, por ejemplo, sobre si la esquizofrenia ha existido en todos los tiempos y
países o si, al contrario, es más bien una experiencia de la modernidad que se inicia
recientemente en la cultura occidental y no posee equivalente exacto en las sociedades
primitivas o en la Antigüedad.
De esta suerte, los trastornos mentales no solo quedan sometidos a la eventualidad
de un desencadenamiento individual que exige un estudio clínico particular, sino además
a las condiciones de un franqueamiento histórico que los vuelve posibles y que reclama
un análisis de las circunstancias de la civilización que las sufre y las genera. Esta
perspectiva permite el estudio de la locura fuera del ámbito de las enfermedades
naturales, entendiéndola no al modo de sucesos físicos cuya lenta movilidad aparece casi
inmutable a nuestros ojos, tan solo alterada superficialmente por los cambios que
promueve en cada momento la cultura. La enfoca más bien como acontecimientos
móviles promovidos por la historia, que es quien condiciona los perímetros de la
identidad y establece la dimensión de los desgarramientos del sujeto que van sucediendo
en cada periodo. Proceso que conoce un protagonista muy especial, el de los locos
geniales, que encarnan la posibilidad de hacer coincidir el desencadenamiento de una
psicosis personal con el franqueamiento histórico que supone el descubrimiento de una
nueva herida.
La observación de las relaciones de la psicosis con la historia, tal y como ahora
sugerimos, nos remite indefectiblemente al trabajo de Foucault, primero en retirar el velo
que ocultaba en el pasado este saber. En su hipótesis inicial, en torno a la historia de la
locura, inauguró la inquietante posibilidad de que la psiquiatría hubiera construido su idea
positivista de enfermedad secuestrándola del seno de una malla discursiva más amplia en
torno a la locura y la sinrazón. Proponiéndonos así a los psicopatólogos contemporáneos
que no nos sustraigamos, hasta donde sea posible en cada presente, a la obligación de
intentar el camino inverso de devolver a la psicosis los vínculos que la unían a la locura.

La esquizofrenia

Ahora bien, en el ejercicio de esta empresa hay que tener en cuenta que la condición
histórica de la psicosis, que se abre con la perspectiva foucaultiana, no afecta tan solo,
como hemos avanzado, a la experiencia que los cambios culturales modulan en la
apariencia de los trastornos, sino que comprometen la existencia misma de alguno de

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ellos tal y como los conocemos en el presente. Por ello es tan importante sostener que
ciertas perturbaciones, como la esquizofrenia que tomamos aquí como modelo, corren
paralelas a la historia de la subjetividad y de la división del hombre. En suma, si podemos
mantener que la esquizofrenia es una alienación que debuta con la edad moderna es
porque para su desencadenamiento precisa de una identidad dividida. Esto es, de una
identidad más íntima y privada que solo encontramos en el hombre desde el momento en
que los modernos entregaron media cabeza a la ciencia, quedando desde entonces
divididos y escindidos, al modo que entendió Pascal, en dos mundos mentales
incompatibles, uno de figuras geométricas y otro de trazos finos y sutiles8.
El cambio introduce una discontinuidad en nuestro propio ser que hasta entonces
permanecía desconocida, por lo que supone de movimiento profundo que afecta a las
heridas de la subjetividad y a nuevas formas de soledad, de división y de melancolía. Es
en ese contexto donde la esquizofrenia puede ser defendida como un trastorno moderno,
toda vez que refleja una división y fragmentación del Yo de dimensiones inéditas,
sucedida en un ambiente de creciente individualidad e interiorización del hombre.
Cambios que conducen hasta el extremo de haber promovido sucesivamente distintos
proyectos voluntarios de deconstrucción, disolución y rechazo del principium
individuationis que van mucho más allá de la antigua renuncia de sí que propuso el
cristianismo. Una tarea en la que hasta ahora nadie parece haber superado a Nietzsche,
cuya psicosis no responde tanto a un accidente subjetivo como a un aparente proyecto
filosófico y vital.
Bien se ha dicho que, tras el precedente de Agustín, Rousseau, en sus Confesiones,
fue el primero en incluir la temporalidad en la construcción del sujeto, y se ha sostenido,
también con acierto, que Freud reguló estas modificaciones mediante un modelo
psicogenético de índole determinista. Pero la inauguración de la temporalidad
propiamente histórica en el seno del sujeto es un hallazgo de Foucault. Su historia inicial
de la locura y su posterior historia de la subjetividad despejan este nuevo espacio,
revelando un movimiento histórico impredecible y quebrado en la constitución del sujeto.
La genealogía foucaultiana incorpora una génesis nueva a la historia de las mentalidades,
en un intento hasta entonces desconocido por descubrir los cambios subjetivos en sus
continuidades y sus discontinuidades. El filósofo e historiador francés no trata tanto de
estudiar la mentalidad concreta de una época como de revelar qué condiciones la hacen
posible y la transforman, y en ese descubrimiento va dejando al desnudo la fragilidad del
sujeto y la hondura de su alienación. Por ese motivo, no es casualidad que la historia de
la subjetividad que inaugura Foucault tenga su inicio y su fin en la psiquiatría, pues la
locura es, a la postre, el caldo de cultivo de la historia del sujeto. La identidad se
construye a través de sus fracasos sustantivos, es decir, de la historia de su locura, donde
ésta no es un avatar circunstancial del sujeto sino su condición misma de posibilidad, su
premisa constitutiva. No por azar, como decíamos, el primer historiador de la
subjetividad empezó por la locura su estudio.
Siguiendo esta línea de desarrollo elegimos el núcleo esquizofrénico como ejemplo
del cambio de subjetividad, aprovechando que la esquizofrenia reina actualmente en

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medio de la psiquiatría. Ninguna otra alienación posee su profundidad, su riqueza
sintomatológica y, nos atreveríamos a decir, su rigor y su altura de miras. Además, se nos
hace aún más interesante cuando reparamos en que, en estos tiempos de clara hegemonía
del paradigma cientificista, podemos sostener que no conocemos su causa e incluso, si
adoptamos la voz del historiador, cabe proclamar que no la conoceremos nunca. Esta
afirmación, tan escéptica o tan realista, según se mire, se apoya en dos motivos. Uno de
ellos descansa en lo ya dicho, en el hecho de que la esquizofrenia no es una enfermedad
de la naturaleza sino de la cultura y, con más precisión, de la historia, y hay que tener en
cuenta que las ciencias humanas no son causales en el mismo sentido que lo son las
ciencias naturales y empíricas. No se nos puede ocurrir buscar algo parecido a la
esquizofrenia entre los contemporáneos de Sócrates o en las selvas de la Amazonia. No
es lo mismo estar loco en un siglo que en otro, ni entre los inuit que en Ginebra o en la
desembocadura del río Congo. Las psicosis, debemos recordar, no son entidades
naturales fijas sino procesos plásticos sometidos a una transformación constante.
El segundo motivo proviene de un hecho muy próximo y parecido. La esquizofrenia
no se limita a ser hija del espíritu científico sino que constituye el síntoma indiscutible de
la ciencia. No solo nace de los estratos más profundos de una época determinada, de ese
magma genealógico que cincela la mente y moldea a la persona, sino que señala los
límites infranqueables de aquello que la ciencia ignora de sí misma. Incluso creemos,
yendo temerariamente más allá, que la esquizofrenia es el nombre que se ha dado a la
experiencia humana cuando sobrepasa a la ciencia por dentro. Es a la mente lo que la
histeria es al cuerpo: un desafío a la causalidad física. Nos inclinamos, entonces, por dar
la razón a quienes piensan que la esquizofrenia no solo es una perturbación propia de la
modernidad, sino un síntoma nuclear –epistemológico y social– de la ciencia moderna,
capaz de abordar cualquier cosa menos esa consecuencia ciega y muda de sí misma.
Todo síntoma –que no debe confundirse con un defecto– señala el límite del
conocimiento de cada uno. Y para la ciencia el límite interno se llama esquizofrenia9.
A pesar de todo ello, no parece haber inconveniente para que, tras cualquier avance
de la neurofisiología, los ideólogos de la ciencia crean haber descubierto la causa última
del proceso, y podemos asegurar que no ha existido año en nuestra profesión que no
hayamos sabido de nuevas propuestas definitivas. Todas, por supuesto, inútiles, y casi
sería estúpido añadir el colofón de «hasta el momento», pues la esquizofrenia se sitúa
siempre, por definición, en el otro borde del conocimiento, más allá de la causa y más
acá de la ciencia, desplazándose a lo largo del tiempo como en una suerte de retroceso
que huye de la causalidad. Si por algo podemos identificar al sujeto y a la locura es por
su capacidad para escapar de la reducción científica. De hecho, si alguien realmente
piensa que puede definir la esquizofrenia o conocer su causa es que en cierto modo ha
perdido la razón. En el fondo, no es del todo temerario sospechar, casi como consuelo,
que solo los propios esquizofrénicos poseen el suficiente conocimiento de su dolencia, y
que se lo guardan con tanta maestría que hasta nos hacen creer que no tienen conciencia
de su enfermedad. Saben, como nadie, custodiar celosamente su secreto en medio de la
angustia y la soledad.

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La novedad de la esquizofrenia podemos referirla a distintos espacios de la
subjetividad que han ido cambiando a lo largo de los tiempos: la dinámica social del
deseo, las fórmulas educativas, la administración de los duelos, los ideales familiares y
colectivos, los estilos de crianza y educación, la intensidad del apego, los hábitos de
consumo, la relación con el cuerpo, el ejercicio de la obediencia y del poder, la idea y la
relación con Dios, el concepto de salvación y perduración, la imagen del pecado y del
mal, etc. Sin embargo, el factor más nuclear ante la locura, y sin duda el que queda más
al alcance de nuestro estudio, es el que viene señalado por las diferencias en el trato con
la palabra. Así, por ejemplo, si comparamos la situación actual con la Antigüedad es
necesario recordar que los griegos no tenían ningún término para lo que nosotros
llamamos lenguaje. Había una unión mayor entre la palabra y la cosa que lo hacía
innecesario. El sustantivo se sentía como parte de su portador, lo que en cierto modo
volvía nombres propios todos los nombres. Gadamer subraya en este sentido que «la
íntima unidad de palabra y cosa era al principio algo tan natural que el nombre verdadero
se sentía como parte de su portador» 10.
En cambio, los modernos conocemos una independencia creciente del lenguaje que
se concreta en una doble amenaza. En primer lugar, en la sensación de que el universo
lingüístico en el que hablamos, y que nos habla, ya no nos protege suficientemente. Es
como si estuviéramos bajo una bóveda de palabras que apenas llega a contener el vacío,
la nada y el desierto amenazante que se ha llamado lo Real y que no ha hecho nada más
que crecer y volverse más y más descarnado y amenazante desde la modernidad. Como
si a medida que la ciencia iba incrementando la precisión y claridad en la superficie del
mundo, el romanticismo hubiera ido abriendo un abismo en el corazón del hombre y un
territorio sin palabras en el interior de las cosas. En la realidad se ha excavado un hueco
que las palabras ya no aciertan a delimitar, y en el lenguaje ha nacido un nuevo silencio
que no se consigue interrumpir. La cosa en sí kantiana, la voluntad de Schopenhauer, la
oscuridad de Schelling, la pulsión de Freud o lo Real de Lacan dan testimonio de esa
experiencia radicalmente moderna y desconocida que conduce al hombre hasta los límites
del lenguaje, al lugar donde la representación no alcanza a revestir la realidad. En rigor,
incluso en la propia definición de ese vacío del que hablamos se hace presente la
dificultad para valerse del lenguaje, pues las palabras se ablandan en su intento de
acotamiento y se vuelven insuficientes. Ejemplo de todo ello es lo complicado que resulta
explicarlo sin caer en un embrollo lingüístico y conceptual. Así, mientras que para el
filósofo de Königsberg la cosa en sí –ese ámbito transfenoménico e inerte que no está
sometido al tiempo ni al espacio ni a la causalidad– fijaba los límites entre lo cognoscible
y lo incognoscible, para Freud con la pulsión o para Lacan con lo Real, que ya es un
espacio activo y amenazante, alcanza a constituir una de las dimensiones propias de la
experiencia humana, sellando así el fracaso de lo simbólico y abriendo las puertas a un
más allá del deseo, del placer y de la palabra.
Recordemos, por consiguiente, que venimos a la existencia en un universo hablado
donde la función de la lengua no es tanto conocer o comunicar sino sujetar al hombre en
el mundo. La lengua es el caparazón lingüístico que reboza la realidad para volverla

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cognoscible, de forma que, cuando se resquebraja, las cosas dejan de estar en su sitio
natural y se descolocan o avanzan hacia uno cargadas de una oscuridad inefable y
enigmática. No otra parece la tragedia del esquizofrénico, la de comportarse como un
poeta que alcanza lo más profundo de la palabra pero que, llegado a aquellas fuentes
inescrutables del verbo encuentra persecución y voces extrañas. «Todo se descomponía
en partes y cada parte en otras partes, y nada se dejaba abarcar ya con un concepto» 11,
escribe Hofmannsthal en una frase que puede servirnos como epítome de tal experiencia.
La segunda amenaza, que se deriva de la creciente autonomía del lenguaje, remite al
descubrimiento de la separación entre significante y significado, que probablemente solo
se le pudo revelar a Saussure12, pese a su evidente sencillez, cuando la palabra había
adquirido una materialidad más densa y compacta. Estamos ante una cosificación
intensificada del lenguaje que limita su capacidad simbólica y que, en el caso del
esquizofrénico, explica que experimente las palabras como cosas materiales, como
piedras que golpean las ideas e impiden el pensamiento.
Muchos de los fenómenos elementales que suceden en las psicosis, esto es, lo que
llamamos automatismo mental o síntomas primarios vinculados al lenguaje, son
subsidiarios de la pesadez e independencia del significante, a los que hay que atribuir la
aparición de una desconfianza nueva en la palabra. Una inseguridad que, como sucede
con toda carencia recién estrenada, paradójicamente proporciona la indiscutible certeza
de que el lenguaje toma una iniciativa distinta. De este modo, sentimos que las palabras
dejan de representar o transformar la realidad, como sucede habitualmente, y se
convierten ellas mismas en una realidad física y tangible, dotadas de un carácter más
material que simbólico. Tal metamorfosis vuelve también evidente la posibilidad, ya
psicótica, que anuncia Hofmannsthal, de transformarse «en puras cifras que me lo
revelasen todo» 13. La lengua se positiviza y, a la vez, se digitaliza y se entrega en brazos
de la exactitud matemática. «Todo empezó cuando las palabras se volvieron
matemáticas», recojo del testimonio con que un esquizofrénico resume su experiencia
atormentada.

Las voces

En el fondo de estos argumentos encontramos una explicación al hecho de que podamos


valorar la aparición de las voces alucinatorias como un síntoma nuevo en el escaparate
fenomenológico de las psicosis. En parte, porque la rotura de la palabra vuelve
ingobernable el murmullo de los significantes, pero también porque, como consecuencia
de otro cambio en la modernidad, han desaparecido en gran parte las creencias en diablos
y espíritus, lo que elimina a los habituales interlocutores entre el más allá aún teológico y
nuestra conciencia, y deja al individuo condenado a echar mano de su intimidad para
crearse él mismo su propia amenaza interior.
Las voces de los esquizofrénicos, desde este punto de vista, no son otra cosa que las
respuestas del sujeto a lo imposible, respuestas ante la presencia de ese Real que se ha

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vuelto peligroso y amenazador. Son experiencias donde el verbo campa a sus anchas sin
llegar a encarnarse en el discurso, son condensaciones verbales que surgen del
cortocircuito establecido entre la palabra fundida en materia y el lenguaje que acude con
urgencia a sofocar como puede, es decir, mediante la alucinación, la herida que se ha
abierto en el mundo y en la propia división del hombre. Las voces, en este caso, se
muestran como una lengua muda que empieza a recobrar el habla. Son un alfabeto
naciente y titubeante.
Así las cosas, las voces reveladoras de la psicosis poco tienen que ver con aquellas
anunciaciones que embriagaban a Agustín: «Pero cuando del bajío más secreto de mi
alma mi enérgica introspección dragó y amontonó toda la hediondez de mi miseria [...] he
aquí que oigo una voz de la casa vecina, voz de niño o de niña, no lo sé, diciendo y
repitiendo muchas veces con cadencia de canto: Toma, lee; tolle, lege» 14. Tampoco se
relacionan con la voz que le hablaba a Sócrates que, además de ser perfectamente
inteligible, nunca pasó por volverse intimidatoria: «Me habéis oído decir muchas veces
que hay junto a mí algo divino y demoníaco [...]. Está conmigo desde niño, toma forma
de voz y, cuando se manifiesta, siempre me disuade de lo que voy a hacer, jamás me
incita» 15. El psicótico del presente ya no tiene esta suerte. Carece de ese remedio
revelador que calma y repara «el pavoroso silencio de Dios» del que hablaba Agustín, o
que corrige amablemente nuestra conducta, según el sentir de Sócrates. Ahora ocurre
todo lo contrario. Pues, aunque con el tiempo pueda acabar encontrando cierta
complacencia en la compañía de las voces, la primera reacción que experimenta el
esquizofrénico es el horror de oírlas. El rumor inicial se ha convertido en palabras
alusivas que ningún otro formula, que carecen de emisor que las soporte. En este
comienzo se trata de palabras rotas, que se hacen sentir como el componente original que
comporta el significante a través del ruido y la materia. Palabras atemáticas y anideicas,
como indicaba Clérambault. Palabras, por consiguiente, desamparadas, incapaces de
organizarse en un discurso que no sea el de la construcción paulatina de lo delirante. A
estos efectos, cabe recordar la idea de que el lenguaje humano carece de límite exterior,
pues solo es posible salir de él al precio de lo imposible: el delirio. Afirmación de la que
no tenemos representación directa pero que deducimos de nuestra experiencia con
psicóticos.
Así las cosas, se entiende que la angustia del esquizofrénico no sea ni como la
nuestra ni como la del hombre premoderno. Nosotros, neuróticos medrosos y mediocres,
nos angustiamos por cualquier cosa, pero con nuestro temor egocéntrico no hacemos
sino advertirnos a nosotros mismos de que algo va por mal camino o que necesitamos
alguna tutela. Sin embargo, el esquizofrénico es centinela de la modernidad antes que de
su persona. Su angustia es una señal para la humanidad entera que nos alerta sobre el
destino que nos acecha. Advierte de lo que el hombre puede llegar a hacer desde que
cree infaliblemente en la ciencia. La esquizofrenia es un asalto a la razón que nos anuncia
los riesgos que se derivan de su exceso. Es un asesinato individual del alma, tal y como
Schreber escribe en el capítulo segundo de sus memorias, solo comparable a la
trituración de almas que, de modo riguroso y científico, se experimentó en Buchenwald.

22
«La historia de los campos de destrucción debería ser entendida por todos como una
siniestra señal de peligro», escribe Primo Levi en Si esto es un hombre16. La
esquizofrenia es tan inexplicable como el genocidio nazi. Ambos representan los límites
perplejos de la causalidad y nos obligan a delimitar concienzudamente las fronteras.

Diagnóstico: semejanzas y diferencias

Las psicosis constituyen un grupo de trastornos que se ordenan tradicionalmente en torno


a tres polos, el de la paranoia, la esquizofrenia y la melancolía. Sin embargo, esta
partición despierta de inmediato algunas dificultades de comprensión. La primera de ellas,
puesta especialmente de relieve por el protagonismo actual de las depresiones y el
trastorno bipolar, es el estatuto de la melancolía, siempre incómoda en este alojamiento
pese a su posible gravedad. Su inclusión entre las psicosis, como psicosis maníaco-
depresiva, resulta algo forzada ante la proximidad de sus dos compañeras, la
esquizofrenia y la paranoia, de momento mucho más compactas y semejantes. Sus
diferencias son llamativas. Es notorio que en la melancolía no hay delirio, en el sentido
de ideas delirantes primarias, y también lo es que resulta demasiado empática y
comprensible como para ir de la mano de sus hermanas. Lógicamente, ha sido la primera
en desaparecer de los nuevos discursos de la psiquiatría. Sin embargo, también podemos,
tal y como se propone a lo largo de este ensayo, mantenerla contra corriente, e incluso
situarla, según veremos, como el denominador común de todas las psicosis, a las que
tanto precede, en forma de vacío pulsional, como prosigue en la llamada depresión post-
psicótica, o se mezcla con ellas en las formas que reconocemos como esquizo-afectivas.
Sabemos que Freud mismo, en su artículo sobre Neurosis y psicosis de 192417,
tuvo la tentación de constituir con la melancolía una entidad clínica específica,
irreductible tanto a las neurosis como a las psicosis. La llamó psiconeurosis narcisista, y
se caracterizaba por un conflicto entre el yo y el súper-yo, a diferencia de la lucha entre
el yo y el ello de las neurosis, y de la del yo y la realidad, que, desde su punto de vista,
explicaba las psicosis. El uso, sin embargo, no se impuso, y la mayor parte de los
psicoanalistas actuales entienden la melancolía como una psicosis más.
El siguiente obstáculo que se nos presenta con esta separación de los tres tipos de
psicosis surge en las relaciones entre paranoia y esquizofrenia, amistad que cuenta con
una larga historia de encuentros y desentendimientos. Recordemos que una misma
realidad clínica, especialmente en los debates entre las escuelas francesas y alemanas de
finales del siglo XIX y comienzos del XX, ha servido a las distintas corrientes
psicopatológicas, en múltiples épocas y en diferentes países, para hacer de lo que hoy
reconocemos como esquizofrenia una variante grave de la paranoia, o de esta última una
forma evolutiva de la esquizofrenia.
Para una tradición de la psiquiatría claramente dominada por la génesis somática de

23
las psicosis, la paranoia fue siempre un frente difícil de abordar. Su contenido
relativamente plausible, la estructura lógica del discurso y su fácil vinculación a las
experiencias subjetivas del enfermo, incluso su ocasional carácter pasajero –las psicosis
abortivas o breves, el delirio sensitivo de Kretschmer, etc.– pusieron siempre en un
aprieto, y lo siguen haciendo, a la interpretación médica de las psicosis. No debe
sorprender, entonces, que el término tienda a desaparecer allí donde domina el modelo
biológico, o que al menos se adormezca su uso tal y como acontece actualmente con la
melancolía.
Para salvar todas estas trabas que impiden una conceptualización coherente de la
psicosis, se han propuesto múltiples alternativas. Un sinfín de opciones que nos
atrevemos a agrupar aquí bajo dos epígrafes diferentes, que no dejan de ser discutibles,
pero que resultan útiles para la precisión de muchos detalles psicopatológicos que, de otro
modo, quedarían olvidados. Remitimos, así, a la doble opción de una psicosis única y
universal.

Psicosis única

Frente a la multiplicación desbocada de los actuales manuales diagnósticos, resulta


oportuno defender la posibilidad de una sola psicosis, la existencia de una estructura
psicótica común –psicosis única si se prefiere emplear este término fuera de su contexto
biológico original– dentro de la cual cada psicótico elige entre distintas alternativas. No se
trata de defender una sola causa para las psicosis como hicieron los primeros teóricos de
la unicidad –a partir de la causa orgánica, por supuesto–, sino sostener la posibilidad de
que cualquier psicótico puede optar por una de sus formas prototípicas: melancolía,
paranoia o esquizofrenia. Se establece de esta forma un triángulo donde la paranoia
parece ocupar una zona intermedia entre una psicosis organizada en torno al deseo, la
melancolía, y otra alrededor de la palabra, la esquizofrenia.
Además, queda abierta la contingencia de que el enfermo incline sus preferencias
hacia alguna de las composiciones intermedias, ya sea la llamada esquizo-paranoide, la
esquizoafectiva o la paranoide-melancólica. Este tipo de iniciativas no cierran la
eventualidad de modificar la elección a lo largo del tiempo, pudiendo pasarse de una
forma clínica a otra en distintos momentos evolutivos, sin necesidad por ello de
abandonar la misma estructura. De este modo, nuestra propuesta teórica permite
entender que hay quien inicia su psicosis con síntomas melancólicos, pasa por
experiencias esquizofrénicas y termina con un cuadro típicamente paranoico. Los hechos
clínicos admitirían cualquier combinación sin necesidad de recurrir a la co-morbilidad,
concepto que ilustra perfectamente la pereza del pensamiento psiquiátrico. Se evita,
además, el torpe acto de enjuiciar la depresión postpsicótica como el resultado de la mala
suerte de quien después de una esquizofrenia contrae otra enfermedad, pues tal tristeza
no es sino la consecuencia del duelo del delirio y el retorno del psicótico a una inhóspita
realidad.

24
En este contexto, la experiencia será tanto más esquizofrénica cuanto más prime la
angustia psicótica unida a los fenómenos elementales, los síntomas primarios o los
componentes del automatismo, según la terminología que se prefiera utilizar, y tanto más
paranoica en cuanto se muestre más narrativa y sujeta a las vicisitudes de otro que se
ceba en su perjuicio. Tausk ya advirtió, en su precoz trabajo de 1919 sobre la génesis del
aparato de influenciar en la esquizofrenia, que «hay un grupo de enfermos que
renuncian por completo a satisfacer su necesidad de causalidad; simplemente se quejan
de sentimientos de transformación y de fenómenos extraños en su persona física y
psíquica, sin que por ello busquen su causa en una potencia hostil y extraña»,
configuración que a su juicio pertenece al periodo inicial de la demencia precoz, pero que
«también se los puede hallar en estadios evolutivos más avanzados» 18. Circunstancia
clínica que ejemplifica perfectamente Louis Wolfson, pues en su célebre autobiografía, El
Esquizo y las Lenguas19, describe un caso continuado de esquizofrenia que podríamos
llamar pura, por estar dominada por el sufrimiento y los síntomas del automatismo sin
apenas construcción delirante. En realidad, las posibilidades de inclinarse por el polo
paranoico o esquizofrénico se intercambian y mezclan, aunque parezca más natural, o
simplemente más frecuente, la evolución de la esquizofrenia hacia el clima paranoide que
a la inversa.
La opción esquizofrénica se caracteriza por la angustia psicótica y la presencia de
fenómenos elementales que, como dijimos refiriéndonos a Clérambault, son fenómenos
anideicos y atemáticos, inefables, provenientes de una energía abstracta que acompaña al
desfallecimiento del lenguaje y a la conversión de las palabras en materia, en cosas. El
polo paranoico, en cambio, se reconoce por el delirio, por el afán de causalidad, por la
presencia de otro que ejerce la persecución y la influencia en cualquiera de sus
extensiones y contenidos; componentes básicos, todos ellos, tanto del delirio
sistematizado no disociado como de la evolución paranoide de la esquizofrenia.
La estructura psicótica única se entiende como una entidad discontinua y discreta –
separada, diferente–, perfectamente delimitada frente a la estructura neurótica y a una
tercera estructura intermedia, en caso de ser ésta admitida como hacen algunas corrientes
en torno a la perversión y a las patologías límites. Ahora bien, puede entenderse que las
estructuras están herméticamente cerradas, o bien interpretarse que permanecen abiertas
sin perder su identidad estructural autónoma, si se acepta en este último caso que las
psicosis y las neurosis generan figuras clínicas que escapan del círculo original. Desde
esta última posibilidad, los casos llamados límites –borderline– también tendrían dos
posibilidades: se pueden presentar como formas fugitivas de las estructuras psicótica y
neurótica, a modo de hechuras inclasificables e irreductibles que viven exiliadas y en
tierra de nadie, o como componentes potenciales de una tercera estructura cuando los
teóricos los animan con una identidad propia y un carácter independentista a la espera de
un nombre más preciso.
En este tercer territorio, más difícil de definir, encontramos también todas las formas
de apariencia engañosa. Incluiríamos en él las neurosis que en el fondo son psicosis, pese
a su presentación clínica, y las falsas psicosis que, en realidad, disfrazan con sus

25
síntomas exagerados una estructura neurótica. Así sucede en ciertas manifestaciones de
«locura histérica», donde los síntomas disociativos acaban por reconocerse como
superficiales y pasajeros pese a su aparatosidad y apariencia psicótica. Y probablemente
también nos valdrían como ejemplo aquellos casos en que partidarios de ciertas
corrientes teóricas, sorprendidos ante algún tipo de detalles a-simbólicos, distintas
construcciones arbitrarias del lenguaje o la presencia de extravagancias extra-discursivas,
reconocen como «psicosis ordinarias». No debemos olvidar que, en este dudoso espacio,
también se insinúan todos los conceptos que se han aglutinado en torno al problema de
las psicosis latentes –de tan siniestro pasado estaliniano–, tales como las prepsicosis, los
síntomas prodrómicos, las psicosis incipientes, las personalidades esquizoides, las psicosis
blancas, los trastornos esquizotípicos, y tantos otros términos que en algunas
publicaciones se enumeran exhaustivamente para dar cuenta de estos procesos
intermedios que intentan perfilar y reconocer todas las formas de apariencia psicótica que
no se han decantado del todo o que están todavía a punto de hacerlo. Todas ellas se
conducen como supuestas figuras clínicas que ponen en duda cualquier intento de
simplificación o de reducción forzada a la bipolaridad neurosis versus psicosis, viniendo a
dar la razón a Jung cuando sostuvo que ante el enfermo mental no habitual el psiquiatra
carece de criterio20; razón que reafirmamos desde este estudio pues, en cierta medida,
todos los enfermos son especiales.

Psicosis universal

Para explicar las diferentes posibilidades que plantea la realidad psicopatológica también
cabe recurrir, alejándonos del anterior modelo de las estructuras cerradas y discontinuas,
a una hipótesis de continuidad, la que permite la existencia de una psicosis universal que
late potencialmente en cada uno de nosotros, pero que únicamente en algunos casos llega
a cristalizar en la clínica. Así comprendida, la psicosis sería una especie de pequeño
monstruo pulsional que podría entenderse psicogenéticamente, al modo de la «posición
esquizo-paranoide» de Melanie Klein, o bien como una consecuencia de nuestra
inmadurez consustancial, de la insuficiente «naturaleza» que aportamos a la vida.
Sentado esto, las neurosis no serían más que las suplencias naturales, apropiadas y
sanas, que nos impiden en cada momento enloquecer. Organizaciones en torno al deseo,
que se erige como parcial vencedor en su lucha contra la pulsión. Formaciones que
cuentan con la estabilidad suficiente como para configurar por sí mismas una disposición
distinta, la disposición neurótica, que nos impediría recaer en la «psicosis original» o nos
facilitaría adormecer la psicosis «subyacente», según expliquemos, respectivamente, la
psicosis universal en términos psicogenéticos o de inmadurez latente. A este respecto, la
idea de posición de Melanie Klein tiene la ventaja de permitir entender la psicosis como
una experiencia infantil que siempre amenaza con volver y aflorar. Al modo del modelo
jacksoniano que inspira el órgano-dinamismo de H. Ey, la psicosis no es reencontrada
por regresión, sino que brota desde el interior al disolverse los niveles superiores de la

26
conciencia.
En cualquier caso, la teoría de la universalidad defiende la continuidad gradual de la
patología. Entre psicosis y neurosis no habría ruptura estructural, sino que siempre cabría
una transición, un continuo que abre la posibilidad a la existencia de otras suplencias que
no son las neurosis estructuradas en sentido estricto. En ese lugar se incluirían no solo los
síntomas neuróticos histéricos u obsesivos relativamente alocados que facilitan una
identidad supletoria más allá de la neurosis típica –como los que constituían parte del
tercer compartimento del que hablábamos en referencia a la psicosis única–, sino también
determinadas tareas artísticas, ciertos trabajos mecánicos o solitarios, no pocas
afiliaciones a grupos dotados de fuertes creencias y sobresalientes figuras de autoridad, el
consumo de sustancias, así como la integración en algún medio marginal. En definitiva,
cualquier instrumento que sirva de protección a ese tipo de individuos para los cuales
aquello que nosotros reconocemos como normalidad supone, en sí mismo, una amenaza.
Ámbitos todos que, desde otro ángulo interpretativo, entendemos dentro de ese universo
plural de suplencias defendido por el último Lacan a través de su concepto de sinthome y
de la multiplicación de los Nombres del Padre.
Estas suplencias focalizadas, más tenues y elementales que el arreglo neurótico
estándar, logran salvaguardar la psicosis en un equilibrio precario durante un tiempo
determinado, en caso de que aflore finalmente una crisis, o bien se mantienen
«indefinidamente estables en su inestabilidad». Configuran formas clínicas que, en
muchas ocasiones, quedarían dentro del perímetro que se ha acotado antes, en el ámbito
de la psicosis única, para los estados límites, coincidencia motivada por la presencia de
importantes problemas comunes: inconsistencia de la realidad, dificultad en el manejo del
deseo –decaimiento melancólico, estímulo artificial mediante sustancias, derrota ante la
pulsión–, o las consecuencias derivadas del establecimiento de relaciones de objeto
parciales o anaclíticas –apego o independencia excesivos, vínculos de tiranía o
servidumbre–.
Sea como fuere, estas dos opciones diferenciadoras, no estrictamente nosológicas,
que estudian las psicosis tanto desde la continuidad como la discontinuidad, desde lo
común y lo diferente, vienen a oponerse a la inclinación de entender las distintas psicosis
como enfermedades naturales, autónomas y específicas, y, del mismo modo, se
enfrentan al intento de homogeneizar todas las expresiones clínicas bajo una dimensión
reductora. El mejor ejemplo de este último abuso lo tenemos en el trastorno bipolar,
diagnóstico que hoy podemos estirar como chicle dimensional sin saber a qué cuadro
clínico en concreto nos referimos, si a un problema neurótico o psicótico. Basta recordar
el énfasis actual por ampliarlo más y más, incluso llegando a definir una supuesta
depresión bipolar, para acoger bajo un mismo nombre y, lo que es peor, bajo la misma
prescripción farmacológica, un campo enorme que se extiende indiferenciado desde la
psicosis maníaco-depresiva a cualquier manifestación de la tristeza, despreciando los mil
matices de la clínica.
La clínica de las psicosis no descansa en los diagnósticos de enfermedad sino en el
estudio de las diferencias personales que sirven para afrontar y negociar la vida psicótica,

27
teniendo en cuenta para ello los tropiezos del enfermo pero también su intrépida
búsqueda de soluciones. Al psicótico hay que concederle la capacidad para transitar por
nuestros diagnósticos, usando una movilidad que se opone tanto a la multiplicación
exponencial de trastornos como a esas nosologías dimensionales, agigantadas y
absorbentes, que intentan digerir espectros psicopatológicos enteros.
En este contexto no podemos olvidar los abusos actuales del diagnóstico precoz de
psicosis. La detección temprana se puede definir como la identificación de aquellas
personas que están en peligro de desarrollar una psicosis, pues presentan los llamados
síntomas prodrómicos, subumbrales o subclínicos, pero que nunca han estado psicóticas
pese al riesgo contraído. Ahora bien, bajo esta aparente sencillez y buena intención se
esconde una impostura preocupante, porque ¿quién es capaz de predecir la evolución de
unos síntomas prodrómicos, ya de por sí muy difíciles de identificar? Si ni siquiera nos
ponemos de acuerdo en la identificación de los síntomas psicóticos estrictos, cómo se nos
ocurre pretender hacerlo casi en su estado embriológico. Además, la iatrogenia y la
estigmatización que pueden fácilmente generar este tipo de intervenciones, ya de por sí
anularían cualquier tipo de beneficio derivado de la prevención. Sin duda, el fin no
justifica los medios. No hay que salvar a nadie a cualquier precio, ni conviene aislar
poblaciones diagnosticadas de lo que aún no es observable, ni hacer un tratamiento
preventivo de lo que no se puede prever, y mucho menos medicar escandalosamente con
una suerte de vacunas neurolépticas. No debemos olvidar que ni todo es diagnosticable,
ni todo está sujeto a curación, ni estamos legítimamente autorizados para rectificar todo
aquello que se considera anormal o patológico. A fin de cuentas, la única prevención útil
y posible es una adecuada intervención social y unos buenos servicios infantiles de
psiquiatría.
Estas formas de las que hablamos, que se pretenden identificar y tratar, se han
llamado de mil modos: prepsicosis, micropsicosis, psicosis latente, simple, larvada,
líquida, blanca, atenuada, curable, frustrada, ordinaria, prodrómica, pseudoneurótica,
incipiente, etc. La proliferación, aquí como casi siempre, es indicativa de confusión, en
este caso de la confusión teórica y práctica que rodea al concepto. Recordemos, sin ir
más lejos, el sobresalto que nos causa el propio Bleuler cuando de repente acaba
diciendo que «hay también una esquizofrenia latente, y estoy convencido de que es la
forma más frecuente». Es sorprendente. Pero todavía llama más la atención cuando
añade que «suscitan la sospecha de esquizofrenia personas que son irritables, extrañas,
caprichosas, solitarias o exageradamente puntuales» 21. Estas afirmaciones abren la puerta
a todo tipo de abusos e interpretaciones, donde la extralimitación que se hizo de ellas en
el antiguo régimen soviético puede incluso quedarse corta ante el abuso que se propone
hoy ante nosotros. Pues no queda lejos la ligereza que encontramos en la «Guía de
Práctica Clínica sobre la Esquizofrenia y el Trastorno Psicótico Incipiente» 22, publicada
en 2009 por el Ministerio de Sanidad y Consumo Español. Allí leemos que los síntomas
prodrómicos más frecuentes descritos en los estudios retrospectivos fueron de la
siguiente índole: reducción de la concentración y de la atención, reducción del impulso y
la motivación, depresión, trastornos del sueño, ansiedad, retraimiento social, suspicacia,

28
deterioro funcional e irritabilidad. A éstos, se añaden los más inespecíficos, tales como
cambios en el sentido del yo, sentimientos de cansancio, letargia, falta de motivación,
depresión, ansiedad, preferencia por el aislamiento, excentricidad y dificultad para el
estudio o el trabajo. Por último, se añaden las manifestaciones prodrómicas que se
califican de más específicas, y que vienen a ser ideas o creencias inusuales, suspicacia,
grandiosidad, sensación de cambio en la apariencia de las cosas y dificultad para pensar
con claridad. Leídos estos datos, no cabe duda que el aserto marxiano de que la historia
repite primero como tragedia y después como farsa, es una opinión a considerar, pues el
desliz de Bleuler se queda pálido ante la imaginación cómica de los nuevos
psicopatólogos. La posibilidad que existe actualmente de ser diagnosticado de un
trastorno incipiente o de ser considerado como psicótico potencial es algo más que
preocupante.
Por otra parte, el posible abuso de los diagnósticos precoces corre paralelo al que se
deriva de la promoción de Unidades de Primeras Crisis. Esa alternativa de diferenciar las
primeras crisis de las sucesivas y darles un abordaje distinto, que se ha puesto en boga
progresivamente y que contiene tantas consecuencias prácticas, puede convertirse en un
peligro asistencial si rompe con la continuidad de cuidados, se desentiende de las crisis
posteriores y enfatiza demasiado en el tratamiento farmacológico.
Si lo pensamos bien, no hay síntoma que podamos describir en un trastorno límite
que no se pueda interpretar arbitrariamente como un signo prodrómico de psicosis. Lo
mismo da que hablemos de relaciones parciales, goces deslocalizados o de forclusión del
Nombre del Padre, pues no somos capaces de precisar ni anticipar más allá. Para
oponerse a estas extravagancias interesadas es importante reivindicar en estos casos la
semiología, porque hasta que no hay signos visibles de crisis todo resulta especulativo y
tendencioso. La fenomenología sigue siendo un acompañante imprescindible para el
psicopatólogo.
En realidad, al margen del posible acierto o del simple interés y beneficio material o
profesional que se obtenga con estos nuevos diagnósticos y los consecuentes modos de
intervención, estamos ante giros clínicos y gestos de poder constitutivos de la psiquiatría
que se entroncan en su historia. Pues la psiquiatría siempre ha estado obsesionada, y lo
sigue estando, por lo primario, lo esencial, lo nuclear, lo puro, lo cardinal, lo fundamental,
lo primitivo y lo naciente. Como si agarrándose a lo supuestamente genuino, pudiera salir
de su ignorancia y crecer desde su pequeñez ante la locura.

29
II

Melancolía

30
Antecedentes

Es oportuno preguntarse por la melancolía justo ahora, en el momento en que ha


desaparecido del discurso psiquiátrico, de sus conceptos y de sus técnicas narrativas. Su
eclipse revela la situación de la profesión psiquiátrica, dominada por el cientificismo y
alejada por completo de la tradición humanista. La triple inspiración, filosófica, literaria y
médica, que ha alimentado a la disciplina durante sus dos primeros siglos, se ha perdido.
Hoy domina un positivismo activo y encogido que finalmente ha usurpado todo el campo
de los saberes psicopatológicos y ha separado los dominios, antes complementarios, de la
naturaleza y la cultura.
El primer motivo que nos anima a su recuperación se entiende mejor si recordamos
que la melancolía representa por sí misma, como ningún otro concepto, la locura antigua,
la locura que antecede al siglo XIX y a la fundación de la psiquiatría. La melancolía es un
término que, pese a todos los esfuerzos en contra, se ha mantenido en pie, aunque es
cierto que en círculos profesionales cada vez más restringidos. Por añadidura, la teoría
humoral, sobre la que descansó su nombre durante más de veinte siglos, es ejemplo de
una sabrosa concepción precientífica que ni es fácil de desterrar, pese a su aparente
anacronismo, ni tampoco resulta recomendable hacerlo por completo. Su desarrollo
ofrece un testimonio revelador sobre una forma de entender los padecimientos del alma
donde la razón y la sinrazón convivían parcial y sabiamente indiferenciadas, aún no
divididas en dos campos incompatibles.
En sus orígenes, melancolía y locura fueron equivalentes. La melancolía antigua, la
melancolía de origen hipocrático, no limitaba su círculo a las pasiones tristes que
constituían su núcleo, sino que abarcaba confusamente todas las formas de enajenación.
Es decir, que integraba, con su perspectiva heteróclita y compuesta, el polo opuesto de
las actuales clasificaciones dominantes que, con procedimientos meramente
fenomenológicos basados en una supuesta evidencia y amparados bajo la justificación del
consenso, pretenden separar más allá de lo distinguible. Una concepción quizá confundía
demasiado, pero la otra, al contrario, diferencia hoy en exceso.
Sin duda, la cuestión de los nombres es siempre importante y reveladora. Buena
prueba de ello la obtenemos de la animadversión que despertó el término melancolía
desde los inicios de nuestra especialidad. La psiquiatría naciente intentó afanosamente su
desaparición, empeñada, bajo la excusa de una nueva ciencia, en poner un poco de orden
en una noción tan amplia e imprecisa. Bien es cierto que la ruptura con la teoría humoral
de la melancolía, herencia de Hipócrates y Galeno, se venía fraguando desde la primera
mitad del siglo XVII, pero no se rompió del todo hasta el siglo XVIII, y fue ya Esquirol,
en el XIX, quien le asestó el golpe definitivo. En este destierro de la teoría hipocrática se
quiso incorporar también la del término melancolía, con todo lo que eso traía aparejado
respecto a una tradición de pensamiento.
Esquirol intentó enseguida, con audacia neológica, recurrir al nombre de
«Lypemanía» para identificar la forma melancólica de sus monomanías. En el
Diccionario de ciencias médicas de 1819 se manifestó con inútil contundencia: «La

31
palabra melancolía, consagrada en el lenguaje vulgar para expresar el estado de tristeza
de algunos individuos, debe ser dejada a los moralistas y a los poetas que, en su
expresión, no están obligados a tanta severidad como los médicos» 1. Es evidente que, sin
que se conociera aún el alcance de la medida, estamos ante una declaración de principios
de lo que se avecinaba, pues demuestra con claridad que, más aún que por la amplitud
vaga del concepto, lo que molestaba a los neófitos de la nueva ciencia era el origen
filosófico o literario de la palabra, dominios de los que eliminan temerariamente la
seriedad y el rigor que admiten en las ciencias empíricas pero que excluyen de las
ciencias humanas.
Sabemos que Esquirol no obtuvo éxito en aquel primer intento, que sí logró en
cambio con la noción de furor, la otra gran forma de locura greco-romana. El furor era
referido al arrebato pasional que conduce a la alienación, en especial al tumulto de la ira,
que fue la pasión por excelencia durante la cultura helenística. El furor, del que Esquirol
dijo que era simplemente «un accidente, un síntoma, la cólera del delirio», quedó
reducido a un mero adjetivo y desapareció de la terminología técnica y de los usos
verbales de la profesión.
Quizá esta resistencia inicial de la melancolía al ataque perpetrado por los padres de
la materia fue su canto del cisne, pues hoy, dos siglos más tarde, tras quedar durante un
tiempo identificada provisionalmente con la psicosis maníaco-depresiva, se intenta dar a
ambas por desaparecidas tras el auge creciente y absurdo de la noción de bipolaridad. En
cualquier caso, este propósito inicial por parte de uno de los padres de la psiquiatría
representa un hito a la hora de naturalizar la nueva disciplina y tratar de romper con la
especulación humoral que, a la larga, no es sino una ruptura con la fuente humanista de
nuestros saberes. La melancolía, en este sentido, constituye un escenario revelador de
este combate ideológico con el que se estrena la ciencia psiquiátrica.
Comoquiera que sea, la melancolía se confunde con la historia de la psiquiatría2.
Pinel recomienda para fortificar el alma, mejor que las recetas de tónicos y
antiespasmódicos, la lectura de los filósofos antiguos: Plutarco, Séneca, Tácito y, más en
concreto, las Conversaciones en Túsculo de Cicerón3. La moderación de las pasiones,
entendida como primer principio ético de la Antigüedad, si seguimos en su texto a
Cicerón, es en verdad una lucha contra las causas de la melancolía, tal y como las
interpretaba el helenismo y según resuenan aún en Pinel y Esquirol.
La melancolía y la locura fueron sinónimos durante siglos en nuestra civilización
occidental. De hecho, es el único desorden mental cuyo nombre se entronca dentro del
lenguaje común. La melancolía fue la enfermedad del alma por excelencia hasta la época
moderna y, pese a todo, pese a la batalla desatada por el pragmatismo, sigue aspirando
decididamente a un importante papel en los conflictos de la humanidad. A fin de cuentas,
es la única que no ha cambiado de nombre, pese a todos los esfuerzos en contra, y la
única que define el malestar donde todos nos reconocemos. Hay una clara sintonía con
ella, dada su comprensibilidad y su continuidad natural con la tristeza. No por nada la
melancolía ha estado siempre en el centro de gravedad de las enfermedades mentales,
pese a que hoy comparta importancia en el discurso profesional con la esquizofrenia, más

32
reciente en su aparición, y mantiene su importancia aunque se la intente obligar a
desaparecer de la nomenclatura técnica.
La melancolía merece nuestro respeto. Su noción quizá esté muy alejada de nuestros
hábitos metódicos e inductivos, y resulte muy literaria y especulativa para los nuevos
ánimos esquirolianos, pero no hay que olvidar que la literatura y la especulación no
envejecen: dan cuenta de un dominio del hombre al que no podemos acceder por otros
medios. De su sostenimiento, que para unos se mostrará anacrónico y para otros
parecerá dueño de un futuro prometedor, trata precisamente este texto, desde el
momento en que, junto a la paranoia, es considerada como uno de los dos ejes
principales de la psicopatología.
Desde luego, hoy sorprende el orden irregular y desusado con que la teoría humoral
mezclaba todo. La causalidad que proponía resulta incongruente a ojos de un moderno
que ya se ha acostumbrado desde niño a los métodos experimentales y a los ideales
hipotético-deductivos. Recordemos, por lo pronto, que defendía dos tipos de causas, las
remotas y las inmediatas, que a su vez podían ser físicas, celestes, humanas y divinas.
En su célebre trabajo, que recupera la tradición hipocrática ampliada con las aportaciones
medievales, Ficino4 habla de una triple causa de la melancolía humoral: celeste –divina y
astrológica–, humana y natural. Bajo ese espíritu aprovecha en su estudio las simetrías
entre el microcosmos y el macrocosmos, superpuestas a la existencia de una simpatía
universal, para dar cuenta de las amplias correspondencias de la tristeza. Su principal
valor descansa en la generosa alegoría que nos propone, de gran riqueza interpretativa y
simbólica, ajena a los hábitos actuales, mucho más encogidos y reductores. Y aunque
resulte algo caótica y confusa para la mirada del hombre actual, tiene la gran ventaja de
no reducir la tristeza al concepto moderno de enfermedad, del que hay que saber
desprenderse de cuando en cuando para no quedar atrapados en su burda cientificidad.
Ahora bien, la desvalorización actual de la melancolía no se detiene en el desprecio
de los valores especulativos de la reflexión y en la censura del término, sino que alcanza
también a la excelencia que había acompañado siempre a los embargados por la tristeza.
El antiguo hombre melancólico de Aristóteles y Ficino, artista y creador, se convierte en
la segunda mitad del XIX en un degenerado, en un sujeto peligroso para la sociedad, que
rompe de este modo la continuidad de los lazos que, a través de la melancolía, unían al
genio propio del helenismo con el hombre renacentista y con los soñadores románticos.
El individuo excepcional, que encarnaba los valores del binomio genio-melancolía, es
condenado por la psiquiatría del XIX, en una época obsesionada por el igualitarismo, el
eugenismo, la productividad y el positivismo.
No obstante, aquí dejamos constancia de la obstinación de la melancolía por
permanecer entre nosotros y defender contracorriente el lirismo de la tristeza. Es verdad
que la melancolía, con el apoyo de Freud, que fue su valedor a lo largo del siglo XX –
siempre el psicoanálisis aparece como contrapunto y a la vez sostén de la psiquiatría–, ha
mostrado enérgicamente su resistencia y no ha desaparecido hasta fecha muy reciente. Y
no lo ha hecho, por supuesto, para la corriente que aún se muestra permeable al
psicoanálisis y se deja inspirar por la lectura de Freud. Por lo tanto, la pregunta obligada

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para los más optimistas es si este concepto, tan antiguo como nuestra cultura, no
reaparecerá una y otra vez, quizá con otro maquillaje pero sin perder intensidad, para
mostrarnos lo que la historia tiene de novedad pero también de repetición irrebasable.
A los nostálgicos de ella, a los melancólicos de la melancolía que se resisten a su
desvalorización, se nos tendría que preguntar por las ventajas de la permanencia de su
concepto y por las razones que nos animan para salir en su defensa frente al simplismo
de las propuestas positivistas. Se nos debería preguntar por qué creemos en su
invencibilidad.
Sin ir más lejos, podemos comenzar la defensa aludiendo, simplemente, a cierta
admiración respetuosa. En primer lugar, por su antigüedad. El tratado hipocrático Sobre
los aires, aguas y lugares, que podría ser obra del propio Hipócrates5, es el primer texto
de la literatura griega donde aparece la palabra melancolía y posee más de veinticuatro
siglos de historia.
En segundo lugar, porque la teoría humoral es poderosamente simbólica.
Precisamente, es ese contexto de sentido el que ha sido amputado, y lo ha hecho por mor
de los objetivos reductores de la ciencia, representados por la teoría de la evidencia, la
causalidad biológica y los modelos conductuales que excluyen la dimensión del deseo y el
sentido interpretativo de los actos. La teoría humoral, aunque se basaba en el fisicalismo
de la discrasia humoral, no era una teoría materialista al uso moderno pues se
acompañaba simultáneamente de consideraciones psicológicas, morales, mágicas,
teológicas e incluso astrológicas, con las que se entremezclaba de un modo inseparable.
Puede resultar una combinación algo insólita para nuestra sensibilidad actual, atenta a
otras formas de exactitud y a las exigencias del método experimental, pero sin duda
carece de la sencillez algo lerda, cuando no patética, de la psiquiatría actual. No
olvidemos que el ánimo triste era entendido desde una perspectiva múltiple que mezclaba
las cuatro cualidades –seco, húmedo, frío y caliente–, los cuatro elementos –agua, aire,
tierra y fuego–, los cuatro humores –sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra–, los cuatro
temperamentos –sanguíneo, colérico, melancólico y flemático–, en armonía con las
cuatro edades de la vida, las cuatro estaciones y los cuatro puntos cardinales. La sangre,
se decía, imita el aire, se incrementa en primavera y reina en la infancia. La bilis imita el
fuego, se incrementa en verano y reina sobre la adolescencia. La melancolía imita la
tierra, se incrementa en otoño y reina sobre la edad madura. La flema, por último, imita
el agua, se incrementa en invierno y reina sobre la vejez. Cuando estos humores no
escapan de la justa medida ni por exceso ni por defecto, el hombre está sano y en pleno
vigor.
Por su sincretismo, la teoría humoral permitía la transición desde la melancolía
poética y amorosa a la melancolía morbosa, puentes que hoy están obstruidos. Y como
arquetipo universal del sufrimiento daba respuesta al juego continuo de límites y
fronteras que se establece entre la locura y la normalidad. Por si fuera poco, la tristeza
aparecía también bajo una perspectiva moral, no solo natural. Punto de vista que, por
fortuna, alguna escuela psicoanalítica aún conserva, entendiendo en parte la depresión
más como un pecado, como una cobardía y una pérdida de coraje para asumir el propio

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deseo, antes que como una enfermedad.
La noción humoral de la melancolía, por si fuera poco, nos ayuda a entender la
permanente polaridad que, si nos fijamos, presentan todas las manifestaciones de la
tristeza. En su discurso convivían una melancolía noble y otra vulgar, una egoísta y otra
generosa, una salutífera y otra mortífera. El melancólico era dios y demonio a la vez.
Representaba, por un lado, la verdad directa y única, compaginándola, por el otro, con la
ironía que pone al descubierto las ilusiones, duplicidades y engaños de la vida. Era «el
sentimiento habitual de nuestra imperfección» 6, como sostenía De Jaucourt en la
Enciclopedia de Diderot, pero también de nuestra nobleza, según subraya Kant en Lo
bello y lo sublime: «La genuina virtud, según principios, encierra en sí algo que parece
coincidir con el temperamento melancólico en un sentido atenuado» 7. Por este motivo,
todo hombre que se sale de lo común es alguien que se sitúa en el límite de la
enfermedad pero que mantiene un equilibrio suficiente en el seno mismo del
desequilibrio, aunque siempre bajo un riesgo que formuló como pocos nuestro Sancho:
«Señor, las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres; pero si los
hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias8». La tristeza inactiva e inhibida
convivía con la melancolía artística y creativa, dando así respuesta, sin sorprenderse por
la coincidencia, a la pregunta de Aristóteles sobre por qué todos los hombres
sobresalientes eran melancólicos9. Su gran potencia especulativa, hija de la profunda
naturaleza de su padre Saturno, divino y al mismo tiempo brutal, le permitía entenderla
sin dificultad como un trastorno morboso pero también como un sentimiento noble, una
fuente de inspiración y un armonioso acorde de la locura. La bilis negra obligaba al
pensamiento a penetrar y explorar el centro de las cosas, pero también lo elevaba a las
zonas más altas porque se correspondía con el más lejano y espiritual de los planetas. En
definitiva, cabe decir, como resumen de estas tensiones, que el proceso creador estaba
constitutivamente ligado, como el sufrimiento y la angustia, a la dimensión de la nada y la
soledad, que es el espacio por excelencia de la melancolía.
Junto a estos bienes conceptuales, la melancolía representa por sí misma una
evocación de la historia de la psiquiatría. Frente a un naturalismo que se olvida de sus
antecedentes, la melancolía es portadora de la memoria de la locura como forma más
constante e invariable de la misma. Los profundos síntomas de la melancolía subsisten
inmutables, como un signo inalterable de la historia que se va moldeando poco a poco en
cada época. Su sustrato psicopatológico permanece refractario a los cambios y las
modas, si descartamos los males depresivos que cursan en su superficie. Curiosamente,
la esquizofrenia, mucho más moderna, varía en sus manifestaciones y se muestra como
una experiencia nueva, mientras que la melancolía permanece impertérrita. Quizá el
asunto no deba sorprendernos en exceso pues, hasta cierto punto, la misma historia es
melancólica, es decir, paradójica y repleta de altas dosis de memoria y ambivalencia.
Para concluir esta defensa de la legitimidad de la melancolía, cabe destacar que es el
centro de gravedad del deseo y sus estrategias. La vida discurre como una secuencia de
pérdidas y duelos inacabables. Somos melancólicos en cuanto que deseantes, por mortal

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necesidad. Esta pasión ascética de la melancolía explica la fascinación que llega a ejercer
sobre las conciencias con su secreta combinación de placer y sufrimiento. Tentación que
los psiquiatras empiezan a olvidar tanto como sus pacientes, contribuyendo con sus
discursos a la multiplicación desbordante de las depresiones, ejemplo clínico de la
intolerancia actual a la tristeza, y del olvido de que se trata de un sentimiento sagrado que
a veces nos atropella pero que también con frecuencia nos anima, como si la locura y la
tristeza tuvieran razones propias que la razón médica no comprende. Pese a la opinión
ilustrada de Spinoza, para quien «la tristeza, a diferencia de la alegría, es directamente
mala» 10, un mundo sin melancolía, es decir, sin nostalgia, sin aburrimiento, sin espera,
sin pereza y sin la inclinación constitutiva de pensar las cosas hasta el final, es un espacio
abonado para la emergencia exponencial de las llamadas depresiones. La depresión se
instala como síntoma del presente y, según se ha señalado, como cáncer mental de la
actualidad. Y tras la depresión, siguiendo la tendencia a una degradación paulatina de la
melancolía, el discurso médico promociona la serotonina como causa de la enfermedad,
sin darse cuenta del destino irónico que convierte a la discrasia serotoninérgica en una
réplica tardía, degradada y paupérrima de la discrasia humoral.

Un ejemplo español

En línea de continuidad con el cambio que propuso Esquirol se encuentra la obra de


López Ibor. En 1966, hace ahora poco más de cuarenta años, publicó Las neurosis como
enfermedades del ánimo. Un libro hondo, elegante, culto, bien escrito, que merece un
homenaje –quizá más justificado que la figura del autor– y cuya existencia debería causar
vergüenza a la prosaica psiquiatría actual, ramplona, comercial e inculta.
En aquel texto premonitorio, López Ibor defiende una concepción de las neurosis
como enfermedades del ánimo cuyo objetivo era muy claro: luchar contra el psicoanálisis
y su papel de sostén del concepto de melancolía. «Las neurosis –afirma con energía
antifreudiana– no son, fundamentalmente, conflictos instintivos, sino estados de ánimo
patológicos». Ésta es la tesis que arguye contra Freud, figura hacia la que le unirá
siempre una ambivalencia muy característica. En el mismo prólogo reconoce que se trata
de «un auténtico hito en la historia del conocimiento de las neurosis», añadiendo que «lo
que ahora se diga, no puede ignorar lo que él dijo y está influido, directa o
indirectamente, por él» 11. En realidad, su relación con Freud siempre fue así, muy
obstinada y combativa pero, en el fondo, ambigua. Ya su primer libro –escrito en 1936,
cuando contaba 30 años– trata sobre Lo vivo y lo muerto del psicoanálisis, cuyos
argumentos refundiría años más tarde, en 1948, en el más conocido La agonía del
psicoanálisis. En ese texto adelanta que el psicoanálisis está herido de muerte y
agonizante12, idea que acabará por completar proponiendo sustituir la psicodinamia por

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la timodinamia, pues, a su juicio, la verdadera psicología profunda es la endotímica13.
Comoquiera que sea, sus juicios son coherentes. Apoyándose en las concepciones
tectónicas de la personalidad de Lersch, así como en Dilthey, Kurt Schneider y Max
Scheler, parte del principio de que «la situación básica de toda neurosis es la angustia».
La angustia, a su modo de ver, es una manifestación endógena que reconoce como
núcleo de lo que identifica como timopatía ansiosa. La angustia, por consiguiente, es
vital y está enraizada en los sentimientos vitales que, por definición, se encuentran
anclados en la corporalidad. Desde este momento, una vez formulado este axioma, ya
puede sostener que cualquier síntoma psíquico, ya sea del orden de la representación o
del cuerpo, admite ser reducido a un origen ansioso que no descansa en un conflicto
intrapsíquico, o en una inadaptación del individuo a la realidad, sino en supuestas
alteraciones de fondo endotímico –Lersch– del sujeto.
El siguiente paso se muestra aún más ambicioso. Le basta con ampliar la perspectiva
endotímica a todo lo que denomina círculo timopático, para que en la práctica totalidad
de los cuadros depresivos y melancólicos encontremos su morada endógena. Con este
movimiento, todo el campo psicopatológico de las neurosis y las psicosis –salvo la
paranoia y la esquizofrenia, de criterio, en su opinión, «más riguroso y limitativo»–
queda absorbido bajo el denominador común del humor y del ánimo. «Cada vez me
siento menos inclinado a diagnosticar una depresión reactiva pura», llega a afirmar con
espíritu de autárquico conquistador. «Se pueden integrar las depresiones endógenas y
reactivas en la misma interpretación –añade igualmente–, lo cual es posible si se admite el
fondo endógeno de todas ellas, como yo propongo, y creo que las terapéuticas actuales lo
demuestran claramente» 14. De este modo, los psicofármacos –en aquel momento el
Anafranil– empezaron a servir como demostración y piedra de toque del carácter
endógeno de la psicopatología depresiva. Nada, a la postre, era reactivo, ni social, ni
conflictivo sino que todo resultaba puramente timopático y endógeno. Incluso era posible
llegar a defender que cualquier síntoma podía considerarse como un «equivalente
depresivo» –noción entonces naciente– provocando que, hasta cuando la realidad lo
desmentía, por no existir nada triste a la vista, fuera legítimo recurrir a una «depresión
sin depresión». Una depresión más o menos enmascarada que facilitaba mucho las cosas
y permitía diagnosticar a la normalidad misma de lo que se considerara oportuno en ese
dominio emocional: incluso una forma estrambótica de estar deprimido que consistía en
no percibir la propia depresión, y que merecía el mismo tratamiento que si realmente la
sintiera.
En un artículo posterior, Equivalentes depresivos, de 1979, se permite emular a
Esquirol y propone un nuevo bautizo de la melancolía: «Las melancolías se llaman hoy
depresiones, palabra que resulta menos opresiva y sobrecargada que la de melancolía y
que además tiene la ventaja de poder comprender cuadros más leves de la
enfermedad» 15. Estamos como se ve ante un planteamiento similar al del francés, pero
en este caso triunfante.
Paulatinamente, casi toda la psicopatología fue quedando reducida a una enfermedad
del humor. Lo más curioso del asunto es que se trata de una nueva doctrina humoral

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pero de concepción muy distinta a la renacentista. De los humores hipocráticos se pasa al
humor endotímico, que hereda el carácter unitario de la antigua teoría pero transforma
los humores en sentimiento, en humor básico. Ésta es su particular forma de biologizar
las neurosis: reducirlas a un fenómeno del humor. Y va al encuentro de la melancolía
para, en el último extremo, trocarla en depresión, en un humoralismo natural que por su
origen califica de somatógeno. De esta suerte, con un lenguaje delicado, una buena
escritura y una mejor cultura psicopatológica, puso López Ibor las bases para las cetrinas
generaciones siguientes, que han simplificado el procedimiento hablando de
neurobiología, neuropsicología, neurofisiología y neurociencias, aunque lo aprendieron de
la misma lengua paterna.
Por su parte, los grandes ideólogos actuales del «Trastorno bipolar» llevan a cabo un
recorrido paralelo. Comienzan asimilándolo a la «psicosis maníaco-depresiva», pero
pronto su espectro se debilita y se alarga a toda la psicopatología, como un diagnóstico
universal que cabe blandir en cuanto a uno le cambia el humor casi un poco al azar.
Naturalmente, bajo la misma lógica, enseguida surge el nuevo concepto de depresión
bipolar. La frecuencia de depresiones bipolares está subestimada, se atreven a decirnos.
Al menos un tercio de los pacientes con depresión mayor padecerían depresiones
bipolares, según la evidencia de sus investigaciones. Para estos autores cada vez es más
difícil diferenciar las depresiones unipolares de las bipolares, que son las que conviene
diagnosticar. Pronto todas lo serán. En este sentido, el propio López Ibor destacó ya que
«la pertenencia al mismo tronco común –de las depresiones reactivas y endógenas– se
encuentra reforzada por el hecho de que aparezcan en estos enfermos fases de euforia
inhabitual» 16. Huelga señalar que todo este sacrificio que se ha hecho del sujeto, de la
psicopatología y del sentido común se lleva a cabo, por supuesto, bajo un claro ánimo
prescriptor que lo tiñe todo con su prosaico discurso.
La estrategia de los actuales trastornos bipolares es idéntica por lo tanto a su
precursora humoral. Lo único que varía es que López Ibor, pudoroso lector de Freud y
de la psiquiatría clásica, parte de las neurosis en camino hacia la biología, mientras que
sus continuadores, más analfabetos, hacen el mismo camino en sentido contrario, van de
la biología a los síntomas. López Ibor aún sentía la obligación de justificarse ante el
psicoanálisis, mientras que los imperialistas actuales de la serotonina conquistan las
neurosis sin ningún pudor pero con mucho humor bioquímico.
Y mientras tanto, y a pesar de todo, la melancolía sonríe desde su pasado y su
refugio psicoanalítico, observando con agrado el retorno del término «humor» como
vestigio rebelde de su presencia genuina.

Recorrido del eje

La melancolía es una red mediadora que comunica entre sí el sufrimiento de los

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hombres. Es un prototipo universal del dolor. Un mal eterno donde todos nos
reconocemos, que se ofrece como matriz de cualquier aflicción. Aunque pueda parecer
excesivo proponer, como pretendemos, a la melancolía como la unidad profunda de todo
malestar mental, hay varios motivos para hacerlo, aparte de la razón histórica y nominal
a la que aludimos inicialmente.
Para empezar, antes de ocuparnos de las relaciones que mantiene con el deseo bajo
el rótulo de las neurosis, fijémonos en cómo la melancolía recorre y enlaza toda la órbita
de las psicosis. Bien es verdad que, considerada a este nivel siempre posee un aire algo
descentrado, pues en su forma mayor, llamémosla depresión psicótica, trastorno bipolar
o, más precisamente, psicosis maníaco-depresiva, da la impresión de ser una invitada
intempestiva respecto al resto de las psicosis, especialmente si la comparamos con la
esquizofrenia, protagonista moderna y principal de la locura. Mientras los síntomas
esquizofrénicos cursan con alucinaciones, automatismo y delirio, los melancólicos se
muestran demasiado comprensibles y parciales para permanecer cómodamente en el
mismo espacio de desvarío. No obstante, al disponer la melancolía como eje de la
psicopatología intentamos salvar precisamente ese problema, demostrando su ubicuidad
en todos los círculos del malestar. No debemos cifrar todo el problema en admitir que a
la psicosis de la palabra, la esquizofrenia, se opone la psicosis del deseo, la melancolía,
en la medida en que una acompaña al desgarramiento y la otra simplemente a la soledad,
como si la melancolía no fuera otra cosa que una psicosis más, que, aunque algo
inadaptada, resulta perfectamente identificable y bien diferenciada. Sin abandonar estas
premisas, también cabe la posibilidad de mostrar la presencia constante de la melancolía,
bajo alguna de sus cualidades y formas, en cualquier experiencia psicótica, pues la
detención del deseo que ella representa, ese duelo por pérdida de la libido al que alude
Freud en el Manuscrito G17 para definirla, es el denominador común más específico de
todas las formas de psicosis. De este modo, la melancolía sería una psicosis más entre las
otras y, a la vez, el acompañante imprescindible de todas.
A favor de este punto de vista colaboran algunas características intrínsecas de la
melancolía. La primera, su multiplicidad. Frente al dominio de unicidad que reivindica la
paranoia, siempre cautivada por el Uno universal y absoluto que templa el escenario
dividido del paranoico, la melancolía fue tradicionalmente el espacio de los pliegues, de la
dualidad y duplicidad de las cosas, de los engaños y las máscaras que disfrazan el deseo.
La melancolía, afín en este dominio a la proteica histeria, tiene muchas caras, figuras y
representaciones. Desde Burton a Freud todos los autores han dado cuenta
suficientemente de ello. «La torre de Babel nunca produjo tanta confusión de lenguas
como la variedad de síntomas que produce el caos de los melancólicos», escribe Burton
en su inclasificable Anatomía18. Mientras Freud, con un lenguaje muy diferente, insiste
en algo parecido: «La melancolía muestra diversas formas clínicas a las que no se ha
logrado reducir todavía a una unidad, y entre las cuales hay algunas que recuerdan más
las afecciones somáticas que las psicógenas» 19.
En segundo lugar, debemos atender a ese debate que siempre permanece abierto
acerca de la potencial profundidad o superficialidad de la melancolía respecto al resto de

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las experiencias psicóticas. Es cierto que desde el ángulo psicogenético podemos valorarla
como una manifestación menos regresiva que la esquizofrénica o la paranoica, a las que
se atribuye un desequilibrio de mayor gravedad, al menos en lo que se refiere al campo
yoico, a la esfera de la identidad, pero también se la considera más primaria, por contra,
si nos atenemos a la expresión pulsional, al territorio oscuro de las energías vitales. En
términos pulsionales, aludiendo a ese dominio previo al deseo y la palabra que nos
humanizan, hay una presencia de la melancolía en el seno de la pulsión misma que
parece subyacer a cualquier psicosis, como si la melancolía fuera la manifestación directa
de una pulsión que ha fallado en su articulación tanto con el deseo que anima los
intereses de la vida y nos guía en dirección al cuerpo de los demás, como con la palabra
que nos encadena al discurso social. Por ese motivo, algunos entienden la melancolía
como el fenómeno psicótico más primitivo y arcaico, el bajo fondo de toda psicosis, el
desierto original, la mudez más honda, la forma más extrema de alienación y soledad. O,
si se prefiere, como el espacio en blanco donde ubicamos el fracaso del trabajo psicótico,
pues así como el delirio da cuenta del esfuerzo del pensamiento, de la coacción a pensar
que comentaba Schreber20 como tarea fundamental del psicótico, el melancólico, cuando
no trasciende este nivel inicial que permite civilizar el torrente pulsional, se muestra
ocioso y perezoso –incluso cobarde– en cuanto a la producción efectiva y positiva de
síntomas. La melancolía, desde esta perspectiva, es la acedía del psicótico. Representa el
lado vacío y melancólico de la pulsión que no acierta a engarzarse en deseo ni
significación, y que apenas atina tampoco a hacerlo en acción o trabajo delirante, lo que
nos recuerda, de paso, que se sufre más por no desear que por un deseo insatisfecho. Es
desde este lugar, desde donde la melancolía interviene como agente comunicador de
todas las psicosis, enganchando la esquizofrenia con la paranoia, y a ambas con la
melancolía psicótica propiamente dicha, ésa que más o menos identificamos con la
psicosis maníaco-depresiva.
Sea como fuere, podemos entender la melancolía como una profunda experiencia
común, como una grieta por la que aparecen el resto de las psicosis, pero a la vez como
una psicosis independiente más, incluida o no con comodidad en la misma esfera que el
resto, con las que guarda un vínculo inseparable pero también una indesplazable
diferencia, y, además, cabe observarla como una experiencia de aparición posterior, en la
línea de lo que se ha llamado «depresión pospsicótica». Para dar cuenta de esta última
oportunidad, de su emergencia tras la recuperación de una crisis psicótica de otra índole,
en la que conviene detenernos un momento por su riqueza de matices y su oscuridad
conceptual, pensemos en primer lugar que la melancolía puede ser efecto del duelo del
delirio, es decir, el resultado de la pérdida de eficacia defensiva del pensamiento delirante
que, al desaparecer bajo el efecto de la curación, deja al enfermo inerme, inhibido y
ciego ante la vida, hundido en la «melancolía pulsional» que antes veíamos como
subsuelo de todas las psicosis. Recordemos al respecto este pasaje esclarecedor de
Huarte de San Juan: «Que en alguna manera me pesa de haber sanado, porque estando
en mi locura vivía en las más altas consideraciones del mundo, y me fingía tan gran señor
que no había rey en la tierra que no fuese mi feudatario. Y, que fuese burla y mentira,

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¿qué importaba, pues gustaba tanto de ello como si fuera verdad? ¡Harto peor es ahora,
que me hallo de veras que soy un pobre paje y que mañana tengo que comenzar a servir
a quien, estando en mi enfermedad, no le recibiera por mi lacayo!» 21.
Consideremos también que el surgimiento de esta melancolía puede proceder, ya no
de la destitución del delirante, sino del efecto de la medicación, pues a veces sus
síntomas parecen provenir directamente del abatimiento que inducen los neurolépticos,
sin necesidad de recurrir explicativamente a más causas. «¡Qué lástima que las
medicaciones que disminuyen la agitación y el insomnio favorezcan el estupor!» 22,
escribe Starobinski.
Por otra parte, no olvidemos tampoco que la recuperación, incluso si ha superado el
duelo del delirio, supone al psicótico volver a una inhóspita realidad, a reencontrarse con
el fracaso del deseo que definía su vida anterior. De manera que el retroceso de los
síntomas coincide con el repetido sometimiento del enfermo al lado de la pulsión vacía de
realidad, a su componente melancólico, en vez de hacerlo a favor de su aspecto activo y
vital, propulsor y precursor del deseo, del sentido y de la acción.
No obstante, la aparición de la melancolía tras un episodio psicótico admite otra
concepción distinta que volvemos a recordar. Pues también puede ser entendida, sin más,
como una de las opciones evolutivas posibles de una hipotética psicosis única, de una
estructura en la que, como señalamos, caben varias elaboraciones sintomáticas no
excluyentes que se pueden compartir de modo simultáneo o recorrerse sucesivamente. El
reencuentro con el vacío melancólico, en este caso, ya no sería entonces la erupción del
fondo melancólico que habita toda psicosis, ni siquiera sería un simple accidente
sobrevenido en el curso de la mejoría en ciernes de otras manifestaciones psicóticas no
melancólicas, sino que se trata de una auténtica elección sintomática ocasional, esto es,
de la decisión del mismo psicótico que en un momento puede favorecer las figuras más o
menos esquizofrénicas o paranoicas, pero que en otras circunstancias puede inclinarse
libremente, y de un modo flexible, por una elección melancólica. Con razón, entonces,
alguno de los delirantes más sobresalientes de la psiquiatría, como Wagner o Schreber,
fueron diagnosticados, en algún momento de su evolución, de melancólicos,
categorización que podría chocar aparentemente con el resto de su sintomatología, dada
la conocida fecundidad de su delirio y la sagacidad de su inteligencia delirante y
discursiva.

Melancolía y deseo

El síntoma universal, el síntoma por excelencia del gran círculo melancólico, es la


tristeza, como la desconfianza lo es en el eje de la paranoia. El origen de esa tristeza,
irremediable y natural, no es otro que la propia condición del deseo. La tristeza es el eco
del deseo, su llanto, su sollozo. Todo deseo concluye en placer pero también en

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insatisfacción y pérdida. Sin el lastre de la tristeza el barco queda mal estibado y se
escora con facilidad. Observada desde ese ángulo, la tristeza puede entenderse como la
respiración del deseo, la expiración e inspiración con las que se alternan el placer y el
dolor. El melancólico, siguiendo este razonamiento, tanto puede representar al hombre
fracasado en el deseo como a su héroe y vencedor más audaz.
Lo sorprendente de la dinámica del deseo, sin embargo, descansa en que esa misma
tristeza que señala nuestros límites, y con la que concluye cualquier deseo, se muestra
también como fermento y motor del siguiente. El deseo se organiza en una cadena
diacrónica que enlaza unos deseos con otros y que los separa, hasta donde es posible, en
unidades discontinuas, del mismo modo que articulamos el lenguaje de un modo
longitudinal pero bajo la condición intermitente y separada de las palabras. En esos
espacios en blanco hacemos el duelo de un deseo mientras intentamos dar forma,
contenido y fuerza al siguiente. Ese intersticio del deseo es el espacio melancólico de la
existencia, el alimento triste de la vida que despierta nuevas apetencias y evita que
caigamos en la locura, ya sea en el desatino de la esquizofrenia, que desde su
omnipotencia y soledad no acierta a dar el bocado suculento del deseo, o en el gozo
morboso de la melancolía, que no deja de rumiar la tristeza y alimentar la apatía.
La función última de cualquier deseo, por lo tanto, es diluirse en tristeza para dar pie
y continuidad a la siguiente apetencia. Por eso afirmamos que todo deseo concluye en
insatisfacción, en imposibilidad, en finitud y castración, sea cual sea su grado de éxito y
placer. Destino que ya apuntaba Aristóteles, siguiendo un lugar común que recorre toda
la Antigüedad, cuando afirmó que todo animal se entristece tras el coito. Juicio no menos
estremecedor que la conocida maldición que profiere el «¡ojalá se cumplan todos tus
deseos!», juzgando que no hay nada más penoso y temible que lograr cuanto se
pretende, a sabiendas de que sin pérdida que ofrecer al deseo como estímulo, nos
condenamos a la melancolía morbosa, a la degeneración de la tristeza que se olvida de
acicalar el tiempo y de dar sabor a la existencia.
La vida es un duelo continuo que no admite interrupción. Desde el destete y la
renuncia edípica, al envejecimiento y el conformismo del saber, el deseo viene marcado
por la falta que lo limita y que, al tiempo, tras un breve lapso de latencia y recuperación,
lo estimula a una nueva búsqueda que correrá la misma suerte e idénticos riesgos. Detrás
y delante de cada deseo hay un duelo. Una pérdida que, cual pecado original, siempre
nos precede y nos hace correr, sin darnos cuenta o con plena lucidez, tras un señuelo de
placer. Los antiguos representaban esta melancólica fatalidad con una buena provisión de
mitos, como fueron la tarea de Sísifo, el castigo de Tántalo o el tonel agujereado de las
Danaides, mientras que los modernos, más escuetos y matemáticos, se contentan con
hablar de la pérdida de un primer objeto –«a», según Lacan– que estamos condenados a
buscar mientras mantengamos una relativa salud mental y un aceptable buen aspecto.
También se puede recurrir, con este fin explicativo, al tradicional modelo psicogenético,
como hace Melanie Klein. Bajo su concepción, el niño, a lo largo del tiempo que cursa
entre los cuatro meses a un año, sufre una decepción original que le permite trascender la
posición esquizo-paranoide y completar su identidad, hasta entonces fragmentaria,

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alcanzando la posición depresiva. Tal desilusión sucede cuando acepta que la madre,
como toda persona en el futuro, constituye un todo que integra valores contradictorios, y
no corresponde a lo que el niño consideraba en la posición anterior, una madre plena y
todopoderosa aunque desdoblada de forma maniquea en una parte buena y otra mala,
según prestara o no sus favores en cada momento. Pese a la estabilidad que debemos a
esta integración, que paradójicamente convierte la percepción del objeto completo y total
en algo limitado y relativo, la pérdida de esos ideales absolutos generará un duelo que
nunca superamos pues, aparte de teñir la vida de una tristeza consustancial, la posición
adquirida permanece en una suerte de duermevela del que puede despertar en cualquier
ocasión. Desde este punto de vista, es decir, desde que la capacidad para deprimirse del
niño se convierte en un avance afectivo, todos somos melancólicos y debemos asumir de
continuo la decepción, la finitud y el desengaño. Con razón Winnicott subrayó que la
salud social es ligeramente depresiva23.
Así las cosas, la melancolía solo se torna enfermiza cuando el deseo deja de
aprovecharse de la tristeza para su propio progreso, como si se completara en una suerte
de complacencia gozosa con el dolor paralizando la vida y desentendiéndose de los
demás. El deseo se detiene cuando se cobija cobardemente bajo la protección de
Saturno, el dios melancólico de la saciedad, hasta quedarse sin iniciativas.
En la interpretación de Freud de Duelo y melancolía, impulsada desde el problema
suscitado por la pérdida del objeto y su posible sustitución, es melancólico quien no se
recupera, es decir, aquel que no es capaz de transformar la pérdida agobiadora en
estimulante falta. Esta metamorfosis del duelo señala su final y abre la posibilidad de
sustituir el objeto perdido. El deseo se recupera porque se pone de nuevo en marcha tras
la atracción desconocida de la falta, dejando de lado el recuerdo reconocible de lo que ya
ha perdido. Si esto sucede, entiende Freud que se supera la pérdida gracias a que la
identificación con el objeto perdido sirve de despedida, de olvido e incorporación del
muerto, así como de recuperación de las fuerzas para proseguir la vida algo a la deriva,
que es la vida sana y con expectativas. En caso contrario, la sombra siniestra y negra del
ausente cae sobre el propio Yo, como indica Freud, y le deja herido y a la intemperie, sin
posibilidad de borrarla con el olvido o la identificación. Cuando esto acontece, no
estamos tan solo ante una recuperación enlentecida, en la que se tarda en encontrar el
sustituto adecuado y que justifica a lo sumo la aparición de un ánimo deprimido, sino
ante una pérdida que afecta al Yo en su estructura, induciendo el sentimiento de
indignidad y el desprecio con que se trata a sí mismo. En la melancolía la pérdida se ha
hecho de este modo tan presente que ya no se acierta a buscar algo en forma de falta.
Por ello el deseo no arranca, pues se siente bloqueado, saturado y obstruido como si
estuviera en posesión hasta de lo perdido. De este modo, en vez de atender a la falta para
tensar el arco de la desilusión y volver a reencontrar en un sucesor lo que se ha perdido,
se tropieza con una montaña de residuos y con todo aquello que conforma lo más
abyecto del mundo. Melancólico, en su sentido estricto y en su nivel psicótico, es por
tanto el que ante determinadas pérdidas se desinfla y afofa, sin asumir la experiencia y
dejando una vía abierta por donde la libido sangra sin parar. Así queda condenado a

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perder las fuerzas, a convivir con los desperdicios y a volverse incapaz de reanudar la
existencia como si se hubiera suicidado mentalmente por no poder matar al muerto con
el olvido. El melancólico, concluye Freud con una frase soberana, «sabe a quién ha
perdido pero no lo que con él ha perdido» 24.
Ahora bien, en esta línea de argumentos en torno al deseo y la pérdida, caben dos
excepciones. Una, el amor pasional, la experiencia de un estado donde un solo objeto
acapara todo el deseo y lo deja bajo un estado de entusiasmo y como encogido,
indispuesto para reaccionar ante cualquier contrariedad o frente a otras solicitudes de la
vida. A pesar de esta parálisis, el enamoramiento, mientras se sostiene sobre su propia
alienación, es capaz de hacernos sentir la melancolía más feliz y gozosa que quepa
experimentar. Ninguna tristeza puede considerarse más dulce que la del enamorado, dado
que, durante su fulgor, la presencia y la ausencia conviven en un duelo que se inicia y se
supera al mismo tiempo. Cuando de repente falla, como suele ser su destino natural, será
la propia naturaleza del amor de los amantes la que determinará la posibilidad de caída en
una melancolía sin consuelo, que por su origen y su nobleza los antiguos tuvieron el buen
gusto de llamarla amorosa o heroica, ya sea por ser propia de un héroe o del mismo
Eros.
La segunda excepción es la cota marcada por los duelos imposibles. No de los que
concluyen en melancolía, sino de aquellos que causan una herida irrecuperable, sin más
sintomatología. No son pocas las ocasiones, en las que cabe criticar el excesivo
optimismo de Freud respecto a la resolución de los duelos, en el que quizá incurrió
forzado por el procedimiento de compararlos con la melancolía. En su concepción del
duelo normal, en efecto, el duelo termina bien y le ofrece al sujeto la vida como premio a
su renuncia del objeto perdido. Tras el dolor por abandonar la posición libidinal anterior
viene la victoria del principio de realidad: «Al final del duelo vuelve a quedar el yo libre y
exento de toda inhibición» 25, afirma. Sin embargo, como decíamos, matar al muerto no
es tan sencillo. A veces resulta imposible aunque no provoque culpa, reproches,
inhibición excesiva o morboso impudor. Quien experimenta esto conoce la procedencia
del dolor, sabe a quién ha perdido y lo que ha perdido con él, pero no lo considera
sustituible. La herida no cicatriza sin que, no obstante, le impida vivir. No se resuelve el
duelo pero tampoco se cae en la melancolía sino en una conciencia intensificada del
propio yo. Incluso cabe que se convierta en un rechazo activo del duelo para intentar
mantener en la memoria lo que se considera inolvidable. «Mi protesta personal contra la
obra cicatrizante natural e inmoral del tiempo» 26, proclama Améry, ante el progresivo
olvido de las víctimas del Holocausto, en un tono testimonial que nos puede servir de
ejemplo de duelo imposible. O este otro comentario de Barthes, quien, con ocasión de la
muerte para él más temida, alude a esta imposibilidad con un brochazo literario: «Suele
decirse que a través de su labor progresiva, el duelo va borrando lentamente el dolor; no
podía, no puedo creerlo; pues para mí, el Tiempo elimina la emoción de la pérdida (no
lloro), nada más. Para el resto todo permanece igual. Puesto que lo que he perdido no es
una Figura (la Madre), sino un ser; y tampoco un ser, sino una cualidad (un alma): no lo

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indispensable, sino lo irreemplazable27». En su Diario de duelo, el propio Barthes se
pregunta con sarcasmo de qué se le querría curar, ¿de una depresión?, y propone una
profunda alternativa: «No decir Duelo. Es demasiado psicoanalítico. Yo no estoy en
duelo. Tengo dolor» 28.

La depresión

Abriéndose camino entre las estrategias del deseo, la melancolía se ha incluido


subrepticiamente en el campo de las neurosis bajo la forma de depresión. La depresión se
ha convertido en la gran neurosis contemporánea, desplazando por un lado a las neurosis
clásicas de su hegemonía tradicional y, al tiempo, transformando la tristeza natural en un
acontecimiento morboso. Poco a poco la natural continuidad de la que hablábamos, entre
la tristeza cotidiana y la más intensa, que corresponde a las pérdidas y a los malestares
profundos de la vida, se ha roto en la sociedad contemporánea. En 1917, Freud todavía
consideraba dentro del campo de la normalidad toda acentuación de la tristeza que no
sobrepasara el nivel de duelo o aflicción, mientras que bajo el término de melancolía
recogía las formas ya específicamente patológicas. Freud alude a la normalidad del estar
triste de este modo: «Es también muy notable que jamás se nos ocurra considerar el
duelo como un estado patológico y someter al sujeto afligido a un tratamiento médico,
aunque se trata de un estado que le impone considerables desviaciones de su conducta
normal. Confiamos, efectivamente, en que al cabo de algún tiempo desaparecerá por sí
sola y juzgaremos inadecuado e incluso perjudicial perturbarla» 29.
Esta opinión de Freud sobre la naturalidad de los estados de duelo, por muy
coherente que nos parezca, resulta anacrónica si observamos el auge que hoy han
cobrado las depresiones, tanto desde el punto de vista de su incidencia como del
activismo terapéutico que se pone en marcha en torno a ellas en cuanto se entiende que
asoman la cabeza. Recordemos una vez más a López Ibor, precursor ideológico de esta
epidemia, quien entendía que el término depresión presentaba ventajas sobre el de
melancolía por poder abarcar cuadros más leves. En este sentido, es evidente que las
formas normales de tristeza se han ido borrando poco a poco de la representación social
y del discurso médico, para ser sustituidas por trastornos depresivos a los que con suma
facilidad se califica enseguida de «mayores», se entiende que para consolidar mejor su
carácter patológico. Al mismo tiempo, los denominados trastornos depresivos «menores»
o «breves recidivantes» son desplazados en la clasificación más extendida –DSM-IV–
dentro de los «trastornos depresivos no especificados» como formas marginales y, por lo
tanto, se supone que infrecuentes. La posibilidad, todavía más chocante, de poder
especificar un episodio depresivo mayor de «leve», como propone la amenazadora
clasificación, resulta aún más reveladora de la intención de sus artífices. Este movimiento

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simulador de agravamiento y presunta precisión, se completa con otro paralelo de
simplificación, como se constata en la maniobra por la cual la melancolía y las formas
psicóticas de depresión quedan incluidas también en el trastorno depresivo mayor como
una simple especificación adicional, bien como criterio de psicosis, en el caso de aparecer
ideas delirantes congruentes y alucinaciones visuales, o bien como melancolía si la
tristeza es cualitativamente distinta, hay un empeoramiento matutino y la culpabilidad es
inapropiada o excesiva. De este modo, hemos llegado al absurdo de que la psicosis llegue
a ser una simple adjetivación de la depresión, no algo sustantivo, tal y como
comprobamos al ver que la melancolía ya no posee el estatuto de las psicosis. En
cualquier caso, la intención es evidente: confundir los límites de la depresión con la
tristeza normal, para ampliar su espectro por arriba, y diluir la depresión propiamente
psicótica para que el concepto de depresión mayor pueda alcanzar también a las zonas
más profundas sin perder su unidad diagnóstica.
Sea como fuere, y al margen de la contribución de la propia psiquiatría en la
transformación social, sea como agente o en sí misma afectada, los límites de la
normalidad han variado tanto que casi se considera patológica cualquier forma de
tristeza. Nos hemos acostumbrado a que quede incautada inmediatamente bajo el
término de depresión. Este sorprendente cambio de mentalidad merece, cuando menos,
un intento de explicación. Recordemos para ello que la melancolía, aceptada aquí como
eje psicopatológico universal, y no solo como un cuadro psicótico, es el esqueleto del
alma y participa en el caudal de todos los deseos. En la ruta que va de la pulsión al deseo
hay un acompañante privilegiado, la melancolía, que cuando no se la reconoce, sino que
se la expulsa de nuestras nociones cotidianas como lo ha intentado desde sus orígenes la
psiquiatría, facilita la apertura de un espacio abonado, al menos discursivamente, para la
emergencia exponencial de las depresiones. La depresión se instala de este modo en el
tejido social, aprovechando que el rechazo de la melancolía facilita su ruptura con la
tristeza natural, convirtiéndose así en el síntoma por excelencia de la posmodernidad. Por
ese motivo, se entiende que si se ha reconocido al Renacimiento como la edad de oro de
la melancolía, la posmodernidad admita fácilmente el título de edad de oro de la
depresión.
Resulta, por otra parte, que vivimos en una sociedad inmadura sometida a la
psicologización creciente de todos los problemas, lo que potencia inevitablemente una
demanda inagotable de tutela, tratamiento y curación. Los individuos se creen
determinados enteramente por la naturaleza en sus expresiones más íntimas,
especialmente en cuanto trascienden el nivel de su control, lo que facilita que a las
primeras de cambio no acepten la responsabilidad que les incumbe sobre sus pasiones.
Ya no es tan importante como antes dar cuenta de la vida ante uno mismo sino ante un
psicólogo que la reconstruya y oriente. De este modo, los pacientes sin enfermedad real
se multiplican y, amparados por la interpretación biológica de sus malestares, muestran
una profunda intolerancia para aceptar cualquier causa subjetiva que los pueda inducir.
En este ámbito de demanda terapéutica y de explicación organicista hay que alojar el otro
gran generador de cuadros depresivos, ese imperativo social de gozar a cualquier precio,

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cuya primera consecuencia es el rechazo terminante de la tristeza y la impresión de que
estamos exonerados de cargos ante ella. A esta ecuación de derecho a la felicidad e
ingenua inocencia debemos el disparate moderno de la depresión. Hoy se entiende que
cualquiera se coge una depresión como se coge una gripe. La tristeza excesiva, en vez de
evocar una culpa y un examen de conciencia que concita nuestra responsabilidad, se
convierte en una depresión, en una excusa tranquilizadora y, hasta cierto punto, en una
cobardía moral –Lacan–. Hay una justificación fisiológica ante cualquier forma de
malestar que, en la medida en que nos exculpamos de pensar en nuestra contribución
gracias a la ciencia, resulta más cercana de lo que parece, pese a su laicismo, a la
confesión absolutoria.
Una forma de valorar el hecho de que el sublime impulso de la tristeza haya sido
desplazado por la ingrata depresión es la histerificación fácil que se ha producido de la
escena. El depresivo se caracteriza por convertirse cada vez menos en el protagonista de
la culpa, el duelo y la pérdida, y más en el agente infantil de una queja. El triste ya no se
lamenta sino que exige. Reivindica y protesta. Se siente víctima de lo triste, no
responsable de la tristeza. Demanda que le arreglen la vida que no sabe atender ni
diseñar. Lo que siente como depresión no es tanto un sentimiento de exilio o soledad sino
un estado de desvalorización ante las solicitudes de la realidad o ante la presencia de un
deseo que no puede satisfacer. Se lamenta de sí mismo pero sin el contenido de
indignidad y culpabilidad que exhibe la melancolía cuando se condensa en una forma
psicótica de enfermedad, ni del desencanto y el aburrimiento que acompañan a la tristeza
normal.
Con todo, se comprende que aumenten las depresiones al mismo tiempo que el
concepto de melancolía se debilita, entendiendo esta restricción del uso como la
contribución de la psiquiatría al proceso, pues la psiquiatría viene a legitimar esa
complaciente situación donde la tristeza guarda sus razones sin que la razón médica las
comprenda. La melancolía, en su sentido más amplio, ha dejado de ser un dominio de
interés del psiquiatra, como lo han sido tantos otros, abandonados con una ligereza tal
que ya no es más que un mero prescriptor, alguien limitado a diagnosticar, prescribir y
derivar. Una vez que se ha dejado la melancolía a filósofos y literatos, a los que se han
unido voluntariamente los psicoanalistas, los psiquiatras han perdido su función crítica y
se entregan complacientes a curar a una sociedad deprimida.
A favor de este proceso, de multiplicación, exoneración e histerificación colaboran
otros procesos sociales. El más llamativo proviene de la exaltada aceleración del deseo en
estos tiempos, una velocidad que no llegamos a controlar y nos empuja al fracaso
depresivo. Vivimos en una sociedad que se ha denominado a sí misma líquida, fluida,
frágil y efímera, donde imperan la levedad y la rapidez frente a lo sólido y lento. La
experiencia nos demuestra de continuo lo transitorio de cualquier logro. Vivimos en el
imperio de un presente inmediato que todo lo absorbe, que no podemos sino comparar
con un pasado en el que las cosas cambiaban tan poco o con tanta lentitud que la
melancolía llegaba, caso de hacerlo, en brazos de la acedía, el hastío y la pasividad. Tal
brevedad va, sin duda, unida a la falta de gusto por la autoconstrucción, por el

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autogobierno suficiente para llevar la vida en las propias manos como si fuéramos
artesanos de nosotros mismos, al modo de los grandes ideales de otros tiempos. De
aquellos, por ejemplo, que subyacían bajo la admonición de Séneca a su discípulo Lucilo:
«Te he prohibido deprimirte y desfallecer» 30. Casi como si temiera los efectos de aquella
afinidad entre el duelo y la ostentación que tanto preocupaba a los antiguos y que
Benjamin observa intensificada en las creaciones verbales del Barroco31. Recomendación
que podemos completar con esta otra que pone en solfa tantas actitudes actuales: «El fin
del duelo, quien no lo pone en la voluntad lo encuentra en el tiempo. Y es cosa
vergonzosa para el hombre de buen juicio que el remedio de la tristeza sea su propio
cansancio. Prefiero que dejes el dolor que no que él te abandone» 32.
Ahora, en cambio, el bienestar y la abundancia vuelven erráticos y artificiales los
deseos, y todo va tan rápido que te aburres y deprimes en cuanto levantas el pie del
acelerador. Y si frenas bruscamente sales despedido a la cuneta del mundo, empujado
por una inercia centrífuga que te aleja de la concurrencia general. Hoy en día, si no
deseas de continuo quedas excluido. El descanso y la lentitud representan sendos
equivalentes del fracaso. Y no digamos nada de la paciencia. Hasta el ocio se ha
convertido poco a poco en una obligación inexcusable, en un derecho que no se puede
postergar. Así se entiende que vivamos a toda velocidad pero bajo el espectro de una
depresión generalizada y de un hombre sin gravedad y con fatiga de ser. En este mismo
orden de cosas, se situaría también la mayor y más libre competencia de la sociedad, la
exigencia de triunfar o la creciente distancia entre lo que se es y lo que se quiere ser o
simplemente aparentar. A fin de cuentas, el deseo puede ser samaritano y candoroso pero
también egoísta y crápula. Nacido de la impotencia y la necesidad, el deseo tiene siempre
algo de inadaptado e intimidatorio. Todo deseo promueve una jerarquía ocasional y nos
enfrenta con alguien, de tal suerte que, o bien ensombrece el placer con sus remilgos, o
bien lo alimenta con los gustos del triunfo y la superioridad. El cuerpo del deseo es una
necrópolis de añoranza que nos cuesta sostener, es un monumento de memoria y muerte
que va dejando un rastro de víctimas a las que nuestro ejercicio de poder les sentó mal.
No debemos olvidar que también existen razones meramente crematísticas para
estos modernos movimientos del deseo. La promoción de antidepresivos y
estabilizadores del ánimo por parte de las empresas comerciales se ha acompañado de
una simplificación interesada de los síntomas psicológicos y de un arreglo de los
diagnósticos a favor de la penetración de los fármacos. Por una parte, la interpretación de
la depresión mayor pierde todo conato de valoración subjetiva, limitándose a criterios de
intensidad y tiempo de duración. Por otra, la llamada «distimia» se convierte en un
ejemplo de reducción de las neurosis a un equivalente de cronicidad, al mismo tiempo
que el «trastorno bipolar» reemplaza con su simplismo explicativo a la «psicosis
maníaco-depresiva» y la ensancha hasta los límites que soporten la indicación del
antidepresivo o el estabilizador del ánimo, realizándose un procedimiento similar al que
hemos descrito para la depresión mayor. La investigación y los discursos no quedan
orientados por las necesidades sanitarias de la población, sino por la rentabilidad del
mercado. De este modo, las categorías diagnósticas se vuelven insípidas y se multiplican

48
y manipulan como respuesta a preguntas que nunca se han formulado.
Un último motivo, de nuevo en la órbita de la histerificación de la tristeza, reside en
la favorable recepción social de las depresiones, en la benevolencia con que son
comprendidas. Dos aspectos que en realidad son las dos caras del mismo, pues la
histeria, siempre dispuesta a ocupar los campos sin simbolizar, capta enseguida el silencio
crítico y el desinterés subjetivo con que la sociedad trata la tristeza. En esa actitud social
encuentra un campo favorable para desarrollar sus grandes dosis de oscurecimiento
represivo, teatralidad y mimetismo, pudiendo utilizar a sus anchas la oportunidad que le
brinda el cuerpo para ubicar sus síntomas depresivos. Por esta rara habilidad que define a
la histeria, la de encajar en los espacios donde la sociedad prefiere adormecer la crítica y
no cuestionarse nada, su presencia diagnostica con gran precisión la vida social de
nuestro tiempo. La buena recepción actual de los síntomas histéricos, al menos cuando
adoptan la máscara de la depresión, hablan a favor de la falta de rigor y sentido de las
obligaciones que es tan característica de la época, de esa mezcla de inocencia y frivolidad
con que son abordados los síntomas subjetivos y las obligaciones personales. Si la
histeria medieval desenmascaraba los abusos de poder de la cultura eclesial –las brujas y
poseídos, los estigmatizados, el satanismo y la alianza con el diablo–, y la histeria
victoriana –la freudiana– denunciaba el abuso machista, la histeria actual revela la secreta
alianza entre la lógica del consumo y las estrategias del deseo.
En este sentido, cabe sostener que el consumo es al capitalismo lo que el deseo a la
salud. El triunfo del capitalismo no hay que interpretarlo solo como consecuencia de un
logro económico debido a la pujanza de la ciencia, al estímulo del comercio y a la libre
competencia. Hay también un factor más profundo que afecta a la intimidad. Su secreto
hay que buscarlo en una coincidencia sorprendente. Si el consumo es la clave de bóveda
del sistema capitalista, lo es porque coincide con la estructura del deseo de un modo
natural. La lógica del deseo que hemos descrito responde punto por punto a la dinámica
mercantil como la matemática se adapta milagrosamente a la realidad. El vigor del deseo
corre paralelo a los avatares del consumo bajo una simetría que no ha cesado de
incrementarse a lo largo de la modernidad. Un mundo acelerado donde los deseos se
suceden unos a los otros sin solución de continuidad, sin tiempo suficiente para que el
siguiente haga el duelo del que le precede, describe a la perfección lo que la oferta y la
demanda exigen mentalmente del hombre. Una obligación a menudo intolerable que se
traduce en un aumento de la incidencia de las depresiones, pues cuentan con la
comprensión general de una sociedad que, como la capitalista, no admite pérdida alguna
sin ganancia. La depresión es el aliviadero de las tensiones de la sociedad. La trampa
admitida para que el hombre pueda pararse y el sistema continuar. La vía de escape que
permite al capitalismo funcionar. Es a la economía psíquica lo que los paraísos fiscales y
la ingeniería inversora son para la economía del capital: un espacio de descanso y
falsedad.
Y, naturalmente, este beneplácito social supone anular la clínica fundada en la
sospecha, aquella con la que Freud enriqueció la psicopatología, para imponernos una
clínica basada en pruebas y evidencias, la única que podría engranarse con el discurrir del

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consumo y la velocidad. Este ingenuo pero interesado regreso a los ideales de la
fenomenología, cuando ésta aspiraba a llegar a una descripción pura que cumpliera con
una «vuelta a la realidad» inequívoca, nos ha hecho olvidar, bajo los brillos engañosos de
una supuesta evidencia, tres principios básicos sobre los que se sustenta la interpretación
de las depresiones. Primero, que siempre que hay depresión hay una pérdida, un duelo –
de personas, cosas o ideales– y no solo una alteración serotoninérgica. Segundo, que la
depresión es un síntoma y, como es notorio para la clínica de la sospecha, nadie
abandona con gusto sus síntomas. Y menos en este caso, cuando hay un respeto social y
un recreo en la tristeza a los que no es fácil renunciar. Mi pena es mi castillo, decía
Kierkegaard, como Chateaubriand hablaba de la alegría de estar triste. Y tercero, que
debajo de las quejas del depresivo siempre late un conato de acusación. El impudor del
melancólico, según Freud, descansa en ese disfraz donde encontramos la clave del grano
paranoico que acompaña a toda tristeza.

Tipos de depresión

Después de todo lo expuesto en torno a la tristeza, llega la hora de concretar qué


entendemos por depresión. Podríamos decir, en una primera aproximación, que se trata
de un estado clínico dominado por síntomas psicológicos muy característicos: ánimo
triste, acompañado o no de dolor moral o culpa, desinterés, anestesia afectiva, cansancio,
impotencia, infravaloración, pesimismo, inhibición, angustia, miedos, reproches a sí
mismo e ideas de autodestrucción. Síntomas que van acompañados de otros de orden
más físico, como insomnio, anorexia o distintas somatizaciones.
Sin embargo, y ahí continúa el problema, desconocemos suficientemente qué hay de
común entre la fase depresiva de una psicosis maníaco-depresiva, el vacío depresivo que
acompaña a los estados límites, la figura depresiva que puede adoptar la histeria o la
reacción depresiva puntual ante una dificultad de la existencia o un simple duelo. Sí
conocemos, por el contrario, que lo característico de hoy es que muchos pacientes
vienen a la consulta esgrimiendo una protesta más que un lamento, es decir, a quejarse
de algo sin haber llegado a construir un síntoma. Y también hemos comprobado que
acuden con más frecuencia sujetos que viven errantes, sin proyecto profesional ni
vínculos afectivos estables, con dificultades para asegurarse la conciencia de una
realidad.
En sí misma, la depresión no es una enfermedad ni merece ser tratada como tal, so
pena de ensombrecerla y volver imposible el reconocimiento de la persona que existe
detrás. Pero la costumbre de hacerlo se ha impuesto en la psiquiatría actual como un
hábito recalcitrante, que no puede superarse por el simple hecho de reconocerla como un
simple síndrome o síntoma, si no tomamos la actitud de dejar de tratarla implícitamente
con los modelos de la enfermedad física. Defecto, este último, en el que colaboran

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decididamente la multitud de guías y protocolos existentes, que confunden más que
aclaran y que a menudo tienen más de panfletos ideológicos que de instrumentos útiles.
La depresión debe entenderse como un síntoma plural que puede surgir en la totalidad de
los procesos psicopatológicos. Es suficiente pensar en cualquier momento en que se
dificulte la dinámica del deseo para que surja. Al fin y al cabo, medimos nuestro pulso
vital sobre el flujo del deseo, y el principal tropiezo de éste consiste en una tristeza
estancada que podemos llamar depresión. La depresión es un avatar del deseo y poca
cosa más.
Esta supuesta simplificación no evita, sin embargo, que sus apariencias y sus causas
sean tan variadas que imposibiliten cualquier clasificación coherente. Todas resultan
reductoras e insuficientes, en tanto que ninguna puede abarcar su enmarañada
heterogeneidad. Clasificar las depresiones es una misión tan utópica como clasificar a los
hombres, aunque a la vez sea una tarea inevitable para poder entender a quien la padece.
La utilidad de este esfuerzo se engrandecerá si, además, aceptamos que el esfuerzo
clasificatorio pone de relieve los límites de nuestra comprensión, lugares siempre tan
necesarios de explorar y conocer para confiar mínimamente en nuestro conocimiento.

Por su duración y su intensidad

Así las cosas, distinguimos que el cuadro depresivo puede ser menor, intenso o muy
intenso, al igual que sabemos que su duración puede ser corta, larga o muy larga. Tal es
el criterio clasificador más inmediato y elemental, el único que contemplan la mayoría de
los manuales. Lo que resulta imposible de predecir es la evolución temporal de cada
estado, aunque lógicamente tendamos a creer que uno leve dure menos y uno intenso
tienda a prolongarse más. Pero todos conocemos estados ligeros que no remiten y graves
que duran menos de lo previsto.

Por su origen externo o interno

La situación se complica cuando intentamos aplicar un segundo criterio clasificatorio


aprovechando las causas aparentes de la depresión. Es patente que muchas depresiones,
las que se han venido llamando reactivas hasta que se las ha empezado a bautizar
simplemente de adaptativas, están muy vinculadas a una circunstancia personal
inmediata. Otras tantas surgen aparentemente de forma inmotivada, «sin causa», se dice,
a partir de un origen ignorado que tendemos, por pereza mental, a encuadrar de tanto
más orgánico cuanto más profunda sea la depresión.
Este origen interno, que se estima la mayoría de las veces biológico, se reservó
inicialmente para las depresiones más fuertes, pues la desproporción que apreciamos en
ellas entre el posible desencadenante y la intensidad del efecto causado nos inclina a
pensar en un fundamento más determinante que la simple circunstancia biográfica. No

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deja de llamar la atención, no obstante, que tendamos a encontrar con más facilidad
motivos evidentes en la realidad vital cuando estamos medianamente tristes y no los
identifiquemos con la misma facilidad cuando nos encontramos gravemente deprimidos.
Por lo tanto, igual que asimilábamos las depresiones más duraderas con las más intensas,
tendemos a considerar estas últimas bajo el prejuicio de que son de causa biológica más
probable. O así ha venido sucediendo hasta hace unas décadas, cuando la ambición
explicativa de la organogénesis decidió tratar todas las depresiones, hasta las más leves y
neuróticas, como si fueran de causa física o, al menos, condicionadas por un soporte
cerebral al que, a juicio de sus mentores, merece la pena dirigir la acción terapéutica
principal.
En esta línea de conocimientos, con el fin de mantener intocable la hipótesis
biológica aunque no se dispusiera del avanzado discurso bioquímico actual, se blandió
también, durante varias décadas de la segunda mitad del siglo XX, el concepto de lo
endógeno, entendido como categoría intermedia entre la explicación somática y la
psicológica. Una tierra de nadie, a la que ya aludimos anteriormente, sobre la que se hizo
descansar el origen de las depresiones más graves, aquellas que se acompañaban de
polaridad matutina, anorexia, insomnio, abundantes somatizaciones y hasta de ideas
deliroides de ruina, perjuicio o hipocondría agregadas al sentimiento de indignidad, a la
inclemente culpa moral y a las inclinaciones autolíticas. Depresiones que, por otra parte,
quedaron asimiladas con la melancolía psicótica.
Otras concepciones psicológicas, fundamentalmente psicoanalíticas, también
explicaron el origen de las depresiones más graves recurriendo a motivos internos,
aunque en este caso estructurales, aludiendo a la configuración anómala de las instancias
psíquicas. La llamada estructura melancólica da cuenta de este esfuerzo conceptual que
intenta contrarrestar la ambición biológica, valiéndose para ello de cierta debilidad
psicológica originada en experiencias emocionales primitivas, del tipo de las que recoge
Freud bajo el rótulo de «narcisismo primitivo» o Melanie Klein en torno a la «posición
depresiva».
Sin embargo, no hay que olvidar otra complicación adicional, la de depresiones
aparentemente reactivas, incluso desencadenadas por motivos nimios, que activan una
depresión profunda –endógena–, como si una simple brisa inicial acabara arreciando una
tormenta descomunal, o incluso como si el sujeto estuviera predispuesto al hundimiento
ante la menor circunstancia, casi como anhelante de encontrar estados desfavorables para
poder así deprimirse con ganas e intensidad. El término de endorreactivo vino a bautizar
esta situación intermedia, una más de las que se repiten sistemáticamente, como una
pesadilla para el psicopatólogo, en todas las fronteras clínicas. En este caso se forjó para
destacar la interacción que puede establecerse entre causas externas e internas con el fin
de explicar las tristezas depresivas.

Por la carga o por el conflicto

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En tercer lugar, debemos aludir a otra diferenciación obligada, la que se establece entre
depresiones determinadas por un factor de carga, cuando el protagonismo lo determina el
factor cuantitativo, y las que están condicionadas preferentemente por un conflicto
intrapsíquico. Nos referimos, aludiendo a la carga, a esa tristeza que surge por el
agotamiento del deseo cuando no se puede soportar más la acumulación de sucesos
deprimentes, bien porque las energías son escasas desde el principio, como era el caso en
la psicastenia de Janet, o bien porque están agotadas por las desventuras continuas. Esto
las diferencia con la tristeza que se desencadena por conflictos íntimos que han impedido
por sí mismos la libre desenvoltura del deseo. En las primeras, la opresión la ejerce la
cantidad de energía perdida, mientras que, en las segundas, dominan las resistencias
derivadas de las contradicciones psíquicas. Por otra parte, esta distinción entre lo
cuantitativo y lo cualitativo, no viene sino a reproducir la primitiva separación de Freud
entre neurosis actuales y de transferencia. Aunque, como ocurría en las anteriores
diferenciaciones, las cosas nunca son tan simples ni se acomodan a separaciones
netamente duales, pues los conflictos internos también agotan las fuerzas, del mismo
modo que andar con pocas fuerzas nos vuelve más conflictivos.

Por la estructura: neurótica o psicótica

Llegamos, en cuarto y último lugar, a la diferenciación más importante, la que


lógicamente se establece entre las depresiones neuróticas y las psicóticas, pues no es sino
la estructura psicológica la que determina de modo más definitorio los síntomas. De las
últimas, las psicóticas, ya hemos hablado suficientemente. Nos falta atender a las
depresiones neuróticas y, más en concreto, a la subdivisión entre depresiones histéricas y
obsesivas. De entre ellas, las obsesivas, si atendemos a los niveles de la psicogénesis, son
las más próximas a los parámetros melancólicos de las psicosis, mientras que las
histéricas, salvo en sus formas más disociadas y enloquecidas, son las que mejor capean
las amenazas de la locura.
Sin duda, las depresiones histéricas dominan hoy el campo psicopatológico. En su
ayuda cuentan con la plasticidad con que la histeria irrumpe en los campos no
simbolizados, no conocidos, y los ocupa con el beneplácito de todos. A la vez, dispone a
su favor de la citada facilidad de la depresión para dar cabida a la queja y la
recriminación que ya de por sí identifican a lo histérico, actitudes que ensamblan muy
bien con esa cualidad melancólica, tan oportunamente señalada por Freud, de enmascarar
las acusaciones transformándolas en lamentos. Todo ello empuja a que el histérico
encuentre en la depresión un nicho social que ocupa con prontitud y más facilidad desde
el momento en que el recurso a la clásica erotización de la escena fracasa, bien por falta
de talento erótico y recursos estéticos o bien porque el ambiente deja de recibirlo, como
sucede ahora, con grata complicidad. Sin duda, el escenario de la histeria de Freud y
Charcot ha cambiado. La liberación sexual ha modificado la antigua represión y la ha
conducido a otros terrenos menos genitales y más engarzados con el poder y el dominio,

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cuyas manifestaciones han variado en la medida en que la igualdad sexual ha modificado
también las condiciones de la supremacía. Es aquí principalmente, en el juego histérico
de obedecer y mandar, de rebelarse y someterse, donde las expresiones de la rabia
narcisista, cargada de odio, resentimiento y envidia, se disponen a favor de la histeria,
alternando su queja y la enojosa castración de los demás con las manifestaciones de la
desidia y la impotencia más molestas.
En la depresión, la histeria se reencuentra con alguna de sus cualidades más
notables: con su capacidad de disfrazar y simultáneamente llamar la atención; con la
exhibición objetiva del dolor como máscara de la subjetividad; con la combinación
perfecta de goce e insatisfacción, de genio para seducir y al tiempo del gusto por
desagradar o rivalizar. Mediante la depresión el histérico no solo reclama atención y amor
sino reparación. Creyéndose víctima propiciatoria de la sociedad se convierte en su
acreedor, especialmente en los casos en que demuestra escasa condición para la entrega,
la abnegación y el sacrificio que tan adecuadamente representan la otra salida preferente
de la histeria: la de la inmolación. Una mezcla de acritud, intransigencia y cabezonería
hacen de la histeria la más firme candidata a disfrazar en lamentos depresivos sus
reivindicaciones más o menos resentidas.
Por su parte, la neurosis obsesiva modula de un modo distinto la depresión.
Principalmente, porque aporta un mayor aire de autenticidad y por la proximidad
psicogenética del canibalismo melancólico con la retención anal. Sus territorios
psicopatológicos son contiguos y los deslizamientos y superposiciones permanentes.
Recordemos, a estos efectos, que el «tipo melancólico» que describe Tellenbach en su
texto sobre La melancolía, presenta rasgos caracteriales que podrían aplicarse sin
dificultad a la neurosis obsesiva. Entre el tipo melancólico y la estructura anancástica la
vecindad es muy íntima, como ya mostró en sus trabajos pioneros Abraham. Señala
Tellenbach al respecto que cualquier desorden o alteración del espacio vital del
melancólico, que se siente incapaz de trascender o cambiar debido a un rasgo de carácter
que denomina includencia, puede desencadenar una crisis melancólica. Del mismo modo
que una suerte de apresamiento en sí mismo que encorseta al melancólico, de acuerdo
con otro rasgo que llama remanencia, le obliga a considerarse como si fuera una carga,
desembocando siempre en el equivalente de una pérdida dolorosa, ya sea de dinero,
amor o poder, que incita a caer en un estado depresivo. En dirección inversa, la
encendida relación del obsesivo con la culpa, facilita que ésta se avive con frecuencia
hasta generar un dolor moral implacable y melancólico.
Si atendemos bien, todos los elementos propios del obsesivo pueden aparecer en la
melancolía. El orden, la escrupulosidad, la constancia meticulosa, la intolerancia a las
interrupciones, el rigor ético, los excesos del recuerdo, el malestar ante la deuda o la
facilidad para transformar su angustia propia, de abandono, separación y pérdida, en
formas de angustia persecutoria, unen a ambos personajes clínicos en un territorio
común.
En el fondo, el melancólico y el obsesivo entrecruzan a menudo sus estrategias de
deseo. El primero, porque ante las dificultades que siente para ponerlo en marcha recurre

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a mecanismos muy parecidos a los que el segundo emplea ante su conflicto interno. Uno
ante la ausencia de deseo, otro ante la dificultad para darle respuesta, ambos echan mano
de la demora y los desplazamientos. Muchos de los métodos del melancólico para
sostener el deseo coinciden por lo tanto con los del obsesivo para dejarlo en suspenso sin
llegar a eliminarlo. Podemos para la ocasión recopilar los siguientes: la lentitud y la
desviación de la meta, que mantienen más tiempo el interés o permiten un margen de
control más amplio ante cualquier apremio; el gusto por las ruinas, que concede
privilegios al pasado para que sirva de freno al deseo o para mantener la expectativa ante
su comienzo; la atracción por las miniaturas, las pequeñas cosas de la vida o los
fragmentos incompletos, que remueven la ternura y las impresiones de la infancia,
dejando que los deseos se sientan libres o se desvíen hacia una edad donde todo era más
natural, sencillo y contento; la capacidad para perderse por las calles o por la vida,
atraídos por el ofrecimiento de poder buscar de nuevo la solución o la salida; la
impuntualidad, entendida como recurso para volver a quedar de nuevo o para facilitar el
desencuentro; el valor y la importancia dados a los objetos, que se amontonan
convertidos en fetiches de la memoria y del recuerdo; la atracción por el coleccionismo,
percibido como una forma de detener el tiempo y de estimular el deseo bajo el señuelo
de la dificultad, de la completitud y del placer de iniciar una colección apenas ha
concluido o está a medio concluir la que ya va muriendo.
Con todos los elementos enumerados que hemos puesto en juego, la aspiración
clasificatoria se encuentra muy comprometida, salvo que optemos por tremendas
simplificaciones que amputen la riqueza del síntoma y su sobredeterminación causal. Ya
dijimos que, hasta cierto punto, la clasificación de las depresiones que nos proponíamos
es imposible. Más que encasillar a toda costa nos conviene reconocer nuestra impotencia
y limitarnos a superponer distintos puntos de vista. De hecho, así lo hacemos en la
práctica, salvo cuando queremos reducir las cosas a un término o a un número.
Como resumen, cabe decir que cualquier depresión debe siempre someterse a cuatro
posibles diferenciaciones, esto es, debe juzgarse simultáneamente desde cuatro puntos de
vista: por la intensidad y la duración; por la endogeneidad o la reactividad; por la
importancia del problema cuantitativo o del conflictivo; por su ubicación entre las
neurosis o las psicosis.

La culpa

Cuando estamos cerca de completar el recorrido de la melancolía a lo largo del espectro


psicopatológico, aún nos queda sin atender alguna cuestión decisiva. Una, muy evidente,
reclama nuestra atención sobre un personaje cuya presencia sirve para vertebrar como un
hilo rojo todas las posibles averías de la tristeza. Nos referimos a la culpa. La culpa es un
actor siempre convocado que, además de prestar consistencia al eje melancólico, sirve de

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bisagra con el eje de la paranoia, pues ambos confluyen en la misma escena culposa. En
la melancolía se siente en su forma positiva, como carga, error o pecado, y en la otra, en
la paranoia, lo hace en su forma opuesta, batallando a favor de la inocencia. Pero no de
una inocencia angelical, sino de una inocencia desconfiada y hosca. En realidad, la
inocencia y la culpa mantienen en la clínica unas relaciones que se adaptan mal a
fórmulas excluyentes. Su presencia y ausencia se mezclan, se alternan y se vuelven de
continuo reversibles. Mantener que en la paranoia la inocencia es preferente mientras que
la culpa domina en la melancolía, además de ser correcto, es también impreciso e
insuficiente. Por esta ubicuidad ambivalente, la culpa es el broche principal que
establecemos entre los dos ejes que se exploran en este estudio, y la demostración de que
las psicosis son, entre otras cosas, enfermedades morales por encima de cualquier otro
componente.
El recurso explicativo que se remonta a los orígenes mitológicos de la culpa, esto es,
a las consecuencias derivadas de la expulsión del Paraíso, nos propone un punto de
partida inmotivado y absurdo, aunque quizá imprescindible. Nos confronta a un pecado
que no hemos cometido, a una falta original cuya presencia es tan inexplicable como
incombustible. La consecuencia más sorprendente de esta insistencia hereditaria es que
nos basta con sentir la adversidad para sentirnos culpables. Es más, es suficiente
contemplar el dolor del otro para que nazca gratuitamente la culpa en nuestro interior.
Por ello nunca se ha conseguido eliminar el valor de su testimonio, ni justificar nunca su
persistencia. Las dos rebeliones más sugestivas contra la culpa en nuestra cultura, las
protagonizadas por Job y por Kafka, debieron doblegarse finalmente a su arbitraria
imposición. Job concluyó su trágico desengaño con un «me retracto y arrepiento», en
tanto que Kafka hace ejecutar a K. en El proceso para que asuma morir «como si la
vergüenza debiera sobrevivirlo».
En las psicosis, la culpa comparece siempre sometida a una lucha sin cuartel por
conseguir la inocencia. Una lucha encarnizada y cruel que va dejando víctimas por las
cunetas de la vida, ya sea el cadáver moral de uno mismo, en el caso de la melancolía, o
la transformación del otro en un enemigo sin piedad, si nos referimos a la paranoia. En
ambos procesos lo que se pone en juego es la ambición de soltar como sea el lastre de la
culpa mediante uno de los dos recursos que están al alcance de la locura. El primero,
intensificando los autorreproches hasta la desvergüenza, hasta esa pérdida de pudor que,
como subrayamos más arriba, no viene a ser sino una forma enmascarada de acusar al
otro con sus quejas. La segunda, puramente paranoica, consiste en hacer de la inocencia
una convicción que convierte el mundo en un escenario de perjuicio y persecución. Pero
una convicción que, además, se reclama y reivindica: se exige a los demás que admitan
su evidencia, incluso que la formulen. La inocencia, en este sentido, no solo quiere ser
sentida sino que necesita ser reconocida, tarea a la que el paranoico dedica un combate
personal en el que apuesta la vida.
En suma, se entiende que la poca culpa conduzca al victimismo y a la inocencia,
pero también que su exceso nos aleje del otro por causas contrarias pero parecidas, pues
la mucha culpa es finalmente una fuente de disculpa, de capricho, de envidia, de

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desprecio y de ese sórdido sentimiento de impunidad irresponsable que brota de cualquier
dolor. «Se siente culpable, pues prepárate porque va a hacer lo que le dé la gana», dice
un conocido aforismo psicoanalítico. Un hombre triste puede ser un hombre arrepentido,
pero un hombre muy triste es alguien dispuesto a tomar cualquier determinación. La
exclusión del otro proviene entonces de dos fuentes, o de la desconfianza de quien se
siente inocente o del desprecio que engendra la mortificación insulsa y despiadada. La
fórmula de «sufro, luego acuso» da cuenta tanto de la melancolía como de la paranoia.
Una acusa indirectamente, tras la mortificación propia, y la otra de forma directa, pero el
principio acusador es el mismo.
La llamada cultura de la inocencia, bajo cuyo apelativo se distingue a la sociedad
actual, no quiere oír hablar de culpa y menos de responsabilidad, si no es de la de los
demás. Esta sordera afecta a los dos ejes psicopatológicos por igual, aunque en uno lo
haga al desnudo y en el otro disfrazado de un sentimiento de culpabilidad tan excesivo
que revela por sí mismo la impostura que le alimenta. Pese a todo, hoy tiende a
defenderse que las consecuencias de no hacer lo que se debe ya no se acompañan de
tanta culpabilidad como antes. Pues ahora lo que sigue a la inhibición ante el deber es el
decaimiento y ese descenso del termómetro vital que llamamos baja estima, dando así la
espalda a la opinión de Freud acerca de que «el precio pagado por el progreso de la
cultura reside en la pérdida de la felicidad por aumento del sentimiento de
culpabilidad» 33. Pero, no nos engañemos, en realidad solo se trata de una impresión
superficial, pues la culpa no llega en ningún caso a desaparecer. Nacemos con ella atada
al cuello y no hay espada que nos libere de su cordel. El sentido moral, una vez
adquirido, no se da por vencido nunca, por mucho que se maquille de consumo y bien-
estar. Por ello el fondo paranoico y depresivo de la comunidad contemporánea
permanece intacto, y sufrimos de la indigestión debida a los excesos de culpa, más que
de los defectos de su pretendida desaparición.
Lo que sí es notorio, en cambio, es la supina torpeza que demuestra el hombre del
presente para transformar la culpa en responsabilidad. Pues la culpa y la responsabilidad
no coinciden enteramente. De hecho, el segundo es un término más reciente, pues
aparece por primera vez en el Diccionario Usual de la RAE de 1803. Ambos se
distinguen del mismo modo que se separan en Max Weber la ética de la convicción y de
la responsabilidad. Mientras que la primera es superyoica y encaja mejor con una moral
de convicciones y principios, la segunda es más subjetiva y personal. En tanto que la
culpa es vertical, vive de certezas y no sale de uno mismo, la responsabilidad es
horizontal, dialógica y necesita forjarse de continuo. A la responsabilidad con respecto a
la culpa le sucede algo parecido que al pudor en relación con la vergüenza, que antes que
preocuparse por sí mismos cuidan de los demás. El pudor es una variante de la
vergüenza que intenta, antes que nada, no dañar. Es cierto que la culpa es la condición de
la responsabilidad, pero debe desaparecer para que ésta encuentre espacio y lugar. Si no
lo hace, la ahoga. La culpa debe comparecer para retirarse ante la responsabilidad
naciente. Ésa es su misión más singular. Al fin y al cabo, la responsabilidad es un intento
moral para escapar de dualidad culpa-inocencia.

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Ser responsable, por abundar en las diferencias, es ser dueño de la acción. La culpa,
en cambio, conduce a la pérdida de control, esto es, al exceso de actividad o a su inversa
inhibición. Pues responsable es el que puede ser titular de los propios actos sin necesidad
de encadenarse a la opinión o a las convicciones. Distinguimos con facilidad a éste del
culpable porque aquél inicia antes los esfuerzos de reparación, mientras que el otro los
paraliza para recrearse en su contrición. El responsable responde ante los demás,
mientras que el culpable prefiere hacerlo ante Dios.
Recordemos al respecto que la hermenéutica del síntoma nos ha desvelado poco a
poco que éste consiste siempre en una trampa tendida a uno mismo, en un signo del
fraude condescendiente con que habitualmente nos tratamos. Cualquier síntoma, en
efecto, representa un indicio de impotencia, una señal de que hay algo en nuestro interior
que nos sobrepasa y que ejerce una fuerza a la que cedemos. Pero, por otra parte, nos
revela también que hay algo en nuestro deseo a lo que no queremos renunciar, ni siquiera
al precio de ese aparente malestar. Por eso entendemos que todo síntoma sea a la vez
testimonio de un engaño, de una falsedad interior que se procura reprimir y cifrar, y al
tiempo de una verdad irreprimible que nos denuncia con su presencia. De esta suerte, no
hay ningún inconveniente en sostener que todos somos responsables de nuestros
síntomas. Lo cual no es lo mismo que sentirnos culpables por ello y caer bajo la
sospecha de que los hemos forjado a voluntad. La mejor prueba de los beneficios que
nos aportan los síntomas reside en la notoria resistencia que mostramos a abandonarlos,
dado que son nuestras defensas más familiares y consecuentes. Sin embargo, puesto que
no podemos desprendernos de su esclavitud, lo mejor, como objetivo de todo tratamiento
y de toda cura interior, es sentirnos responsables de su tiranía, y no atribuir su causa a los
demás o a las determinaciones físicas.

El lenguaje

Es cierto que el eje paranoico recorre con preferencia los caminos de la palabra, la
interpretación y la desconfianza, mientras que el melancólico se inclina por dar cuenta de
los avatares y dilemas del deseo. Sin embargo, no por ello debemos descuidar el papel
del lenguaje en la melancolía, especialmente en lo que se refiere a sus formas más
severas.
Es evidente que en la psicosis melancólica la palabra no sufre la fractura que
observamos en la esquizofrenia, ni se reconstruye según las artimañas mentales del
delirio. La ausencia de automatismo mental y fenómenos elementales desplaza el interés
a otro campo, que parece tener más que ver con un lenguaje colapsado que con su
destrucción esquizofrénica. La discontinuidad del significante no es, en este caso,
aprovechada para desintegrar la cadena del lenguaje sino para pegar o colmatar las frases
en un inútil coágulo.

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Podemos imaginar intuitivamente los problemas del lenguaje en la melancolía
representándonos que la cinta de palabras ha quedado obstruida, interceptada de un
modo similar a como le sucede al flujo del deseo cuando la tristeza le borra el camino a
seguir. Así como el deseo se retiene en la melancolía y no consigue conducir su interés
hacia los demás, da también la impresión de que las palabras tropiezan con una barrera
invisible en su intento de dirigirse al otro, debiendo retornar obligatoriamente al cuerpo.
El discurso del melancólico no parece capaz de alcanzar nunca al potencial interlocutor
que le escucha, puesto que es como si el trazado lineal del lenguaje se curvara enseguida
y se volviera circular y envolvente. Bajo este efecto repite las mismas fórmulas quejosas
e idénticos lamentos, en un espacio demasiado corto y en un tiempo que resulta
excesivamente breve para lo que son los turnos que permitimos en nuestros diálogos
habituales. Así, en el caso de la melancolía psicótica, todas las palabras vienen a decir lo
mismo, como si se hubieran vuelto pegajosas, pues no consiguen trascender el círculo
estricto y corto de miras al que las obliga la imperiosa repetición.
La vivencia de culpa e indignidad que invade al melancólico, el lamento y la queja
que le oprimen, convocan como un imán invencible a todas las palabras en su entorno.
Atraen el lenguaje hacia el cuerpo, que se comporta como una hoja en blanco donde
quedan escritos todos los pesares en un tono monótono, como si las palabras le
desollaran de continuo, en lugar de ser, como sucede cuando el deseo circula libremente,
un agradable lenitivo para la piel. Del mismo modo que, en referencia al hombre del
Renacimiento y del Barroco, se ha sostenido que vivía en un universo melancólico
escrito en su totalidad, que agobiaba al hombre con un entorno lleno de signos, el cuerpo
del depresivo se vuelve un texto más o menos denso e hiriente en función de su
gravedad. Un escrito hipocondríaco y dolorido que solo piensa en sí mismo, pero que
contagia con su tinta negra el mundo que le rodea, pues no puede evitar sentirse como
causante de dolor para sí mismo y para los demás. El cuerpo melancólico es perceptor
del sufrimiento pero también emisor. No es causa del deseo del otro sino de su dolor.
Un primer efecto de este cambio descansa en que detiene la intencionalidad
paranoica e invierte la línea causal del perjuicio. Pues el otro, entendido como potencial
enemigo, o desaparece oculto por el egoísmo del melancólico, que solo piensa en él y en
su tristeza, o se convierte en una víctima más del propio melancólico. El lenguaje se
vuelve hacia sí mismo, del mismo modo que lo hacen las ruinas en un paisaje o en la
calle los escombros, aunque, como sabemos, a veces, por su intensidad y profundidad, la
melancolía arranca la revelación del arte y del genio del seno mismo de la oscuridad.
Como el deseo del melancólico no encuentra al otro, se vuelve pronto hacia el
cuerpo donde se apaga y se somatiza. Podríamos decir que las palabras se corporeizan y
ganan pesadumbre al no poder transportar lejos de sí los significados, por lo que se
recubren de una pesadez llena de fatalismo que recuerda –con su cuadro clínico– a la
Melancolía de Durero. En el célebre grabado, el mundo, en ausencia de las respuestas
del otro, se torna escrito y poblado de signos amenazadores por su simbología y su
determinismo, como si se tratara de una biblioteca universal donde ya estuviera todo
dicho y escrito. Signos que no son intencionales, como en la paranoia, sino estáticos,

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grávidos, determinantes y desaprensivos, como huellas indelebles de la culpa y la
vergüenza que agostan y oprimen. Palabras que, al perder sus alas, rasgan y hieren la piel
del triste con su filo mortal. Palabras, también, cargadas de pesadumbre que, para
aligerarse, alientan la vocación de escritor que late en todo melancólico, que encuentra en
la escritura el modo de alinear las palabras para darles salida y aligerar la densidad de
todo lo que le rodea.
Es significativo que, incluso si la melancolía es recubierta por la manía, cuando el
lenguaje se desata y da lugar a una turbulencia continua de la palabra, nunca mejora la
comunicación. El espectáculo verbal del maníaco es semejante a un huracán de
significantes que se asocian por contigüidad o semejanza, pero que, en vez de llevarnos
en presencia del otro, solo traen un viento aciago de soledad y muerte. Consiste en un
lenguaje desovillado y raudo que no logra fijar ningún significado, ni promover ninguna
conversación, como si se tratara de la misma impotencia del melancólico pero con la
salvedad de que el discurso hubiera perdido sus amarras somáticas e intentara
desesperadamente volar sin alas, por simple propulsión. De este modo, cuando la
melancolía se invierte en un alarde final de impotencia maníaca, las palabras, alborotadas
y enardecidas, ni siquiera aciertan a inscribirse en la carne pero, en un esfuerzo
crepuscular, al menos se mantienen unidas sin incurrir en ningún descuartizamiento,
mientras sobrevuelan el cuerpo en un blablablá vacuo y maníaco –ideofugal– que
discurre sin freno y sin otra intencionalidad que emitir voces hasta formar una burbuja
que se le ofrece al maníaco de refugio idóneo aunque desamparado. Un lenguaje
metonímico que no dice nada, que es más bien mero propósito de pronunciar, ocupa
entonces el discurso del maníaco como si se tratara de un desbocado automatismo
lingual.

La acción

Llegados a este punto, y recordando antes que nada el aserto de Goethe en su Fausto,
«en el principio era la acción», debemos ilustrar la melancolía aludiendo a una de las
defensas más llamativas que existen contra la tristeza. Hasta ahora hemos considerado
tan solo y de modo preferente las formas de inhibición que suscita, por considerar que
son las que más fielmente soportan el peso de la desolación. No obstante, aunque en el
caso de la tristeza que secunda al deseo estamos delante de compromisos emocionales
subjetivos muy elaborados, en realidad respondemos ante el riesgo de su fallo o fracaso
del mismo modo que la etología ha descrito que sucede ante el peligro en el reino animal:
o con una tempestad de movimientos o con la inmovilidad. Frente al hundimiento
melancólico del deseo y la consiguiente alerta de la angustia depresiva, solo cabe una de
dos, o bien inhibirse, es decir, paralizarse y renunciar a todo salvo a la queja y al propio
desprecio, o buscar el refugio de la actividad.

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En el primer caso asistimos al equivalente de aquella dejación de deberes que
asaltaba a los monjes afectados por la acedía monástica y conventual de la Edad Media.
Una forma de tristeza –akèdia– que en la Grecia pagana designaba la privación de
cuidados de sí y de los otros, la negligencia, la indiferencia o el abandono de los muertos
sin sepultura, y que con el cristianismo llegó a adquirir el valor de un pecado, uno de los
capitales, antes de que se fuera decantando en la tradición gregoriana en simple pereza.
Esta quietud morbosa late en todas las experiencias melancólicas. Está presente en las
descripciones hipocráticas, en el taedium cordis romano, en el spleen del siglo XIX o en
la actual depresión, incluso en la célebre frase de Bartleby, el personaje de Melville, que
respondía a toda solicitud con la inquietante fórmula de «I would prefer not to». La
inhibición es una de las respuestas a la tristeza que ha hecho de la recomendación de
actividad, en lógico contraste, una de las principales medidas terapéuticas de la
melancolía y, en general, de todas las psicosis. La ocupación y el trabajo son el recurso
insustituible de la rehabilitación actual, pero pocos saben que lo fueron siempre. Burton
mismo sostiene, a principios del siglo XVII, que escribe sobre la melancolía para estar
ocupado en la manera de evitar la melancolía, pues a su juicio no hay mayor causa de
ella que la ociosidad ni mejor cura que la actividad34.
«La tristeza es más interior que la alegría. ¿Por qué?» 35, se pregunta Valéry sin
preocuparse por la respuesta. Quizá el motivo de esa ausencia de contestación estribe en
que, visto desde el ángulo del deseo, lo contrario a la tristeza no es la alegría, que tan
solo es el contrapunto que entona su ausencia, ni lo es la felicidad, que se limita a
describir un estado donde la tristeza y la alegría conservan una armonía satisfactoria. Lo
opuesto a la tristeza, su más certera negación, es algo más superficial y menos interior, es
la excitación, el entusiasmo de la acción, la turbulencia desesperada de la actividad.
La respuesta defensiva más inmediata ante el desamparo y la tristeza morbosa es eso
que se ha llamado manía, pensando en su connotación eufórica, pero que en realidad
solo indica un estado de excitación e hiperactividad inútiles, sin fin alguno, una situación
más próxima al furor y el movimiento continuo que al júbilo y el contento. Winnicott
hablaba preferentemente de inquietud y de estado ascensivo –frente a depresivo– para
dar cuenta de esta situación clínica. Del mismo modo que Lacan prefería considerar al
maníaco como un hombre excitado antes que eufórico.
Este paso a la acción, que lucha contra la tristeza como si se tratara del último
recurso a nuestro alcance, es visible en todo el eje melancólico. En el caso de la psicosis,
que es el más llamativo, está presente en todas esas formas de alternancia maníaca que
han dado identidad a la primitiva psicosis circular, a la posterior psicosis maníaco-
depresiva y al actual e insulso trastorno bipolar. En todos ellos, la comparecencia de la
manía, ya se entienda como una manifestación biológica o, al modo de Freud, como una
contracarga o una victoria pírrica sobre el otro que, en el fondo, sojuzga al Yo más que lo
libera, lo que se pone en marcha es una acción ininterrumpida y alocada que tiene más de
disipación que de celebración. El supuesto control y dominio del otro que se atribuye al
maníaco posee, ante todo, del ingrediente de desprecio e indiferencia que muestra quien
se ocupa desenfrenadamente de una tarea hueca. En la manía no hay alegría, ni orgía, ni

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felicidad, ni sublimación, ni transgresión, ni derrota de la censura, ni liberación de la
libido, ni levantamiento festivo de las prohibiciones. Hay, más bien, una exaltación ciega
y sorda, un exceso que se opone a un defecto que ya ha sucedido o amenaza con
hacerlo, pero que, pese a su carácter inverso, no posee ningún valor reparador.
El recurso a la actividad es un medio que utiliza el deseo, en todas las circunstancias,
como un modo de dar continuidad a lo que llamamos enfáticamente el ser. La
importancia del trabajo como elemento integrador de la vida psíquica, a menudo se
infravalora por la condición de castigo con que es tratado por la tradición bíblica, por las
severas obligaciones de la supervivencia que a veces le acompañan o por las
circunstancias de abuso y explotación que con frecuencia le rodean. En torno a este
problema, Freud reflexionó del siguiente modo: «La vida de los hombres en común
adquirió, pues, doble fundamento: por un lado, la obligación del trabajo impuesta por las
necesidades exteriores; por el otro, el poderío del amor, que impedía al hombre prescindir
de su objeto sexual, la mujer, y a ésta, de esa parte separada de su seno que es el hijo.
De tal manera, Eros y Ananké –amor y necesidad– se convirtieron en los padres de la
cultura humana, cuyo primer resultado fue el de facilitar la vida en común a mayor
número de seres» 36.
En resumidas cuentas, siempre que el deseo está comprometido, la acción se inhibe
o intensifica. Por ese motivo, no solo la manía sino que también el llamado «Trastorno
por déficit de atención e hiperactividad » tendrían una interpretación similar. De hecho, el
tan incorporado al lenguaje psiquiátrico actual «TDAH» debe verse como la reacción
infantil a un conflicto que retiene el deseo, y algo similar cabe decir de muchos
comportamientos de los llamados trastornos límites de la personalidad en la adolescencia
y la edad adulta. No sólo las psicosis, sino muchas conductas neuróticas o intermedias
entre psicosis y neurosis, encuentran en la hiperactividad un recurso ante el
estancamiento del deseo. El trastorno límite, como anunciábamos, puede entenderse
legítimamente como un problema para gestionar el deseo y engarzarlo con alguien. En
este caso, el obstáculo adquiere tal carácter e intensidad para estos individuos que solo
encuentra ante sí tres soluciones extremas. Una, fabricar el deseo de modo artificial con
el combustible que proviene del consumo de sustancias, que con su juego de goce y
placer suplen en falso la dialéctica natural del deseo. Otra, abandonarse en la depresión,
experiencia que está siempre presente en todos estos desórdenes bajo cualquiera de sus
manifestaciones y grados. Y, por último, suplir ese déficit de deseo por la liberación de
cualquier gesto pulsional. En ausencia del freno del deseo, la pulsión se adueña de la
conducta dando pie a la actividad desordenada, a la pérdida de control o a la
destructividad. En este triángulo de consumo de tóxicos, tristeza e impulsividad que
define las respuestas psicológicas de los trastornos límites, es evidente que los episodios
de actividad acelerada son el denominador común de todas ellas.
Concluyamos admitiendo que si la melancolía es la sede del deseo, no lo es menos
del amor, del placer, de la tristeza y, ahora, en último lugar, de la acción generosa que nos
empuja a luchar, a trabajar y a sobrevivir.

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63
III

Paranoia

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Concepto y límites

El término paranoia lo adscribimos aquí a cuatro dominios distintos. Tres de ellos son
convencionales y responden a los usos más frecuentes de la psiquiatría. El primero alude
a la paranoia como un tipo de personalidad bien reconocido. El segundo se entiende
como sinónimo del delirio crónico no disociado. El tercero, por su parte, coincide con la
forma paranoide de la esquizofrenia. Por último, el cuarto campo de análisis, que es el
que más nos interesa y al que dedicamos buena parte de este ensayo, escapa del uso
habitual. Representa un eje paranoico que, al modo del melancólico ya estudiado, recorre
y condiciona toda la experiencia humana, tanto la que consideramos normal, pues todos
en cierta medida somos paranoicos, como la que calificamos de patológica.

La personalidad

Respecto a la personalidad paranoica, son bien conocidos los rasgos que la definen y la
facilidad con que se agrupan espontáneamente. Recordemos que esta forma de ser
identifica bien a quien ha orientado su narcisismo por el camino de la soberbia y de la
desconfianza morbosa. El hombre paranoico es egocéntrico, suspicaz, agresivo, reticente,
ambicioso, presuntuoso y despectivo. La paranoia, así entendida, representa una
condensación caracterial que admite todas las graduaciones posibles, desde los confines
de un mal hombre a los límites aureolados de un santo, desde la suspicacia de un genio a
los recelos de un pobre diablo. En algunos casos, cualquier construcción delirante, sea
persecutoria, de celos, litigante, interpretativa o una mezcla de todas ellas, viene
precedida de una identidad paranoica, aunque bien es verdad que ni todos los paranoicos
terminan delirando, ni todos los delirantes eran previamente paranoicos en cuanto a su
personalidad.

El delirio no disociado

Por psicosis paranoica entendemos, junto con la melancolía y la esquizofrenia, una de las
formas canónicas de psicosis de la factoría kraepeliniana, reconocible por ser el ejemplo
por antonomasia del desarrollo psicótico o del también llamado delirio crónico
sistemático o no disociado. Representa una referencia nosológica descrita
tradicionalmente como un cuadro clínico constituido por ideas delirantes persistentes y
sistematizadas, desarrolladas con orden, coherencia y claridad, que no afectan nada más
que a un campo del comportamiento y de la conciencia sin menoscabar el resto de las
facultades. Esta definición puede servir de contraste esclarecedor frente al resto de las
psicosis, por lo que la damos tácitamente por válida y la usamos con regularidad, pero en
sí misma, según se ha indicado repetidamente por los observadores más críticos, es de
difícil aceptación. La mayoría de las veces, la paranoia ni está tan sistematizada como

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creía Kraepelin, ni es tan persistente, clara y coherente como se pretende, ni es tan
inofensiva con el resto de las facultades como puede parecer.
Bien es cierto que, debido a su relativa comprensibilidad, al contener su delirio
ideas no extrañas, y constituir en muchas ocasiones, como hemos dicho, la simple
prolongación de un determinado carácter, se vuelve muy refractaria ante una concepción
estrictamente médica. Su causalidad biológica, ya de por sí indemostrable, aún queda
más en entredicho debido a la existencia de formas curables, breves o abortivas, muy
relacionadas con las circunstancias vivenciales del paciente, por lo que su ubicación
dentro de la nosología siempre ha sido muy discutida. A lo largo de la historia de la
psiquiatría la paranoia se ha convertido en piedra de toque de cualquier clasificación. De
hecho, uno de los contenciosos más reñidos del debate psicopatológico reside en el
problema de la posible comunicación y de los límites entre las tres categorías de psicosis.
Todas las escuelas han tomado posición al respecto y no hay posibilidad de hablar de la
locura sin una referencia expresa a la paranoia y sus fronteras. Los obstáculos para la
adecuada delimitación de cada una de las figuras kraepelinianas son múltiples, como
pudimos observar en la Introducción de este ensayo. Una dificultad que el estudio del eje
paranoico que proponemos puede allanar, pues supone establecer un hilo rojo que
protege la continuidad universal de todas las manifestaciones paranoicas, aunque, eso sí,
al precio de abrir nuestro saber al descubrimiento de nuevos problemas diferenciales.
Sin duda, un escollo insoslayable, difícil de vadear, proviene de los apuros que
sufrimos a la hora de perfilar la extensión de la personalidad paranoica y su potencial
prolongación con las psicosis. En algunos casos es evidente que bajo el despliegue
delirante subyace una personalidad paranoica previa. En otros, sin embargo, el hecho no
es tan notorio y el delirio construye sus ideas más o menos irreversibles sin que la
desconfianza y el desprecio exagerados le antecedan. En los llamados delirios breves
puede suceder lo mismo. Unos parecen propios de una personalidad paranoica que se ha
desgarrado pasajeramente y ha tenido que recurrir al delirio para restañar la herida, pero
en otras ocasiones son poco reconocibles estos detalles previos del carácter. El más
celebre de todos, el «delirio de relación sensitivo» de Kretschmer, se muestra
curiosamente mucho más dependiente de componentes obsesivos o melancólicos antes
que de los propiamente paranoicos, debido a su psicastenia, retención de ciertas
experiencias y sensibilidad a las humillaciones. Basta recordar aquí la proximidad
psicogenética de los rasgos anales con la melancolía, así como la vecindad del carácter
melancólico con el obsesivo, como tuvimos ocasión de recordar cuando comentamos el
libro La melancolía de Tellenbach, para aceptar, pese a todas las diferencias, un aire de
familia.

La esquizofrenia paranoide

Entendida como forma clínica de la esquizofrenia, comprende la variante más delirante y


alucinatoria de la misma. Frente a las formas simples, hebefrénicas, o las ya

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inencontrables catatonías, la modalidad paranoide destaca por su vigor productivo y su
riqueza sintomatológica, que alcanza su cenit en lo que se han llamado parafrenias. Su
perfil prototípico permanece hasta ahora bastante estable y es de sobra conocido, por lo
que no nos interesa aquí volver a reconstruirlo o rebatirlo. Tiempo habrá cuando su
anunciada desaparición terminológica en los años venideros obligue a una toma de
posición más decidida.
A pesar de esto, sigue siendo un impedimento racional importante distinguir a veces
entre la paranoia en sentido estricto –el delirio crónico– y la esquizofrenia, cuya
diferencia es evidente en los casos canónicos, según el modelo de las tres grandes
psicosis, pero confuso en otros muchos. Hay desarrollos delirantes que se acaban
esquizofrenizando, como hay esquizofrenias que de lo simplemente paranoide pasan a la
paranoia notoria. Recordemos al respecto la opinión ambigua de Bleuler: «La
esquizofrenia y la paranoia aparecen sintomatológicamente como nacidas de una misma
raíz –la esquizopatía–, a la cual se añade todavía, en la esquizofrenia, un proceso físico,
y en el caso de la paranoia, la formación delusiva psicógena consecutiva a la combinación
de un determinado carácter. Pero también este concepto tropieza, en la práctica, con una
dificultad. Khan, por ejemplo, supone que muchos paranoicos genuinos han sufrido
precozmente un proceso esquizofrénico que ha dejado un ligero defecto, sobre el cual se
establece la paranoia» 1. En realidad, las hipótesis clínicas de base biológica tienden al
recurso de primar la esquizofrenia, gracias a que sus síntomas primarios son poco
comprensibles, en tanto que las de fundamento más psicológico y hermenéutico, como la
que aquí nos anima, se inclinan por defender un eje paranoico común en el que la
esquizofrenia corona su extremo más desestructurado e incomprensible.

El eje paranoico

El cuarto dominio recoge la posibilidad de entender la paranoia como un ingrediente


sustancial del sujeto que, al modo de un eje ensamblador, se extiende por todos los
niveles y actos de la vida. La desconfianza exagerada, la interpretación abusiva y la
sensación de ser perjudicado recorren, como la tristeza lo hace en el caso del eje
melancólico, todas las formas de la existencia.
En esta ocasión vamos a perseguir por nuestra cuenta las manifestaciones de la
paranoia en distintos espacios conceptuales. En primer lugar, en torno a tres categorías
que se nos antojan tan básicas como universales, cuales son la desconfianza, la
interpretación y la intolerancia. Las tres configuran un triángulo paranoico que nos
envuelve y nos tiene a su merced, como si se tratara de un telón de fondo donde se
proyectan tanto la gesta servil y autoritaria del paranoico genuino, como la suspicacia
constitutiva de cualquier sujeto.
Más adelante, nuestro estudio intentará profundizar en el conocimiento de otros tres
elementos que pueden definirse como la prolongación de los anteriores en el plano
clínico. Uno se refiere al surgimiento y elaboración inicial de los componentes

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paranoides, tal y como se dan en el curso del desencadenamiento de las psicosis y, más
en concreto, en torno al automatismo mental que turba la conciencia durante la crisis
esquizofrénica. Sometiendo a cuidadoso escrutinio el automatismo, intentaremos
relacionar los fenómenos más elementales de la psicosis con las coloraciones de perjuicio
y autorreferencia.
Un segundo punto de vista aborda el estudio del mecanismo de la supresión, que
acude a explicar el pensamiento paranoico con mucha más riqueza y rigor que la
proyección, herramienta tradicionalmente comprometida, desde la obra de Freud, en el
origen de los contenidos persecutorios.
Por último, la cuestión intemporal de la verdad nos hará dudar una vez más sobre lo
que hay de error o de acierto en la paranoia. Pues a lo largo de todo el eje no acertamos
a distinguir claramente, sin que esto constituya un defecto, si las relaciones de la paranoia
con la verdad son en todo momento y por definición contradictorias y ambivalentes, o
bien es la propia verdad la que cede su abstracto heroísmo de perfección y se muestra
siempre a medias y dolida de ambigüedad.
En resumen, presentamos la desconfianza, la interpretación y la intolerancia como
las abrazaderas que cercan y modelan la paranoia, y, una vez afianzados los cimientos de
su ácida presencia, estudiamos las tres piezas que enseguida toman la delantera clínica: la
autorreferencia, la supresión y las formas sutiles y embarazosas que adopta lo verdadero.

Desconfianza

Cualquier dificultad que entorpece la vida despierta, como primera reacción y del modo
más natural, una muestra de desconfianza. Las interrupciones del placer o del deseo nos
obligan enseguida a interpretar y sospechar, pues la interpretación y la sospecha, como
veremos, viven y maquinan en inseparable unión.
Los ejemplos de este disturbio son continuos y tienen en la culpa, entendida como
vigía y fiscal interno de la moral, el primer obstáculo del deseo y, por consiguiente, un
primer estímulo para desconfiar. Todo deseo vibra bajo el efecto de la culpabilidad2, y la
culpa tiende con suma facilidad a buscar el alivio de la inocencia descargándose en una
figura exterior de la que se sospecha. Ningún otro alimento como la culpa nutre con tanta
eficacia el motor de la proyección. Cuando el deseo chirría en el desfiladero de la moral,
sabemos que pronto desconfiaremos de quien proceda. Es un hecho general e irrebatible
que el hombre reacciona como una víctima irritable en cuanto siente el cosquilleo de la
culpa en la conciencia.
En estas condiciones es lógico reconocer que, ante cualquier estorbo vital, la
reacción más cómoda y primitiva reside en pensar que algún ente, ya sea diablesco o
real, nos tienta con la seducción del mal y nos induce al error, o bien resolvemos que
alguien, que creemos obligado a hacerlo, no nos cuida, ni se preocupa de nosotros, ni nos

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ofrece una solución preventiva o terapéutica. Creencias muy frecuentes debido a que la
sociedad actual muestra una notoria tendencia a disculparse y hacer recaer en otro la
responsabilidad. En rigor, el mezquino victimismo, que quizá hoy haya visto incrementar
su osadía como en ninguna otra época, es hijo directo de la demonización antigua de la
vida. Donde antes había mártires o demonios, hoy hay lamentos y quejas contra el
mundo, las instituciones y las personas. De hecho, la sociedad contemporánea se modula
mediante una insólita combinación subjetiva de activismo acusatorio y sentimiento de
inocencia.
Durante muchos siglos, el cómodo recurso a la desconfianza estuvo facilitado por la
creencia general, compartida por todos los pueblos occidentales, acerca de que unos
entes intermedios entre los dioses y los hombres convivían junto a nosotros en el mismo
espacio físico y mental. Espíritus, demones –genios–, ángeles o diablos participaron de
nuestra experiencia como un hecho inequívoco y común, hasta que la razón ilustrada los
fue desplazando al campo de la ficción y la fantasía. Recordemos, en este sentido, que
Descartes, con quien identificamos un cambio decisivo en nuestra racionalidad, aún
estaba preocupado en pleno siglo XVII por la presencia de genios malignos que con
astucia y malas artes se interponían en el curso del pensamiento, como se lee al final de
su primera Meditación3. Al propio Descartes le acosa la pesadilla de que no se puede
confiar en los sentidos porque hay un dieu trompeur, instalado en el interior del
conocimiento, que nos traiciona en cuanto tiene ocasión.
De uno de sus antecesores inmediatos, Torcuato Tasso, también podemos tomar
ejemplo. En su escrito sobre El mensajero, compuesto durante su período de siete años y
medio de internamiento, por decisión del Duque de Ferrara, en el hospital de Sant’Anna,
sostuvo que en el orden impuesto por Dios y su ministra la naturaleza nada va de un
extremo a otro sin pasar por el medio. Así, al igual que la naturaleza odia el vacío y
reclama la ayuda del aire para penetrar entre los cuerpos y ocupar todos los intersticios,
los ángeles y demonios son necesarios para interponerse entre las especies inferiores y
superiores, entre lo mortal y lo inmortal, entre lo humano y lo divino4.
El historiador irlandés Peter Brown ha sostenido que el cambio más crucial que
ocurrió entre la Antigüedad tardía y el primer cristianismo fue la definitiva y violenta
aparición de los demonios como fuerzas activas del mal contra las que los hombres
debían pelear. Pues hasta entonces, el caso de demonio más conocido, el de Sócrates, se
refería a un genio protector que orientaba «con cierta voz» reprobatoria su decisión, sin
darle nunca consejos positivos5. De este modo tuvo lugar, a juicio de Brown, uno de los
virajes más profundos y misteriosos de la actitud del hombre hacia sí mismo, pues nace
una creencia en la absoluta división del mundo espiritual entre poderes malos y buenos,
entre ángeles y demonios, trasladándose de esta suerte al mundo occidental, a través del
judaísmo tardío, el legado más funesto del zoroastrismo persa6. Desde entonces, pecar
dejó de ser la comisión de un error, pues ya no era una simple equivocación sino el
resultado de haber cedido a la manipulación invisible de algún poder maligno.
Con la modernidad, sin embargo, se inició una etapa, aparentemente irreversible, en

69
cuyo transcurso los demonios han ido desapareciendo de nuestra imaginación y de
nuestros procedimientos mentales. Es curioso, si lo tomamos casi como su último
estertor, el análisis que Kant, más de un siglo después de Descartes, llevó a cabo en Los
sueños de un visionario, quizá el libro más curioso del filósofo y punto de partida de su
filosofía crítica. En él compara su obra con la de Emanuel Swedenborg, uno de los
intelectuales más influyentes de la época, que a los 56 años, a raíz de experimentar
algunas visiones y sufrir una transmutación mística, abandonó sus investigaciones
científicas y se dedicó a estudiar la realidad invisible, que consideraba densamente
poblada con toda suerte de seres espirituales. Kant, quien compartió parte del siglo con
Pinel, se vio obligado, en un momento determinado de su reflexión, a estudiar la locura,
dado el propósito que le animaba de examinar los límites de la razón como tarea nodal de
su filosofía. Y resulta significativo que en su estudio de Swedenborg, el «archivisionario
de todos los visionarios», capaz de mantener relación directa con los espíritus y las
almas, Kant vacilara entre encontrar similitudes de su metafísica con la obra del autor
sueco –«tan sorprendentemente semejante a mis quimeras filosóficas» 7–, o despacharle
«rápida y definitivamente a la enfermería». Como se ve, Kant aún titubeaba entre dos
mundos que se habían vuelto incompatibles, pero su duda ya era meramente
propedéutica y concluye poniéndose finalmente a favor de los ideales menos
supersticiosos de la Ilustración.
Ahora bien, todos estos campos intersticiales, hoy en buena parte atenuados y
secularizados, siguen presentes de modo latente en el metabolismo mental de los
modernos, como lo prueba el que rebroten con facilidad cuando el pensamiento está
comprometido en la claudicación de las psicosis. Todo delirio tiene un componente de
posesión e influencia que en la actualidad resulta más espectacular y morboso –más
psicótico– que en la Antigüedad, por no poder descargar su contenido en el colchón
mental que facilitaba la creencia común en espíritus intermedios.
De esta forma, la desaparición de diablos y espíritus nos confronta directamente con
la intencionalidad paranoica del Otro, que ha dejado de desplazarse a un intermediario
anímico y se convierte en un estricto sujeto de carne y hueso. Hasta entonces, la
sospecha poseía a su favor la condescendencia de una víctima propiciatoria, como en el
fondo lo eran el diablo y todo lo demoníaco, ejemplos primitivos de la fácil explicación
del Mal mediante su atribución a una figura hostil. Lucifer representaba el adversario
estructural y orgánico con que contaba siempre el pensamiento. Un enemigo institucional
y, como hemos visto, aún cartesiano. Era el rival ficticio que surtía de imágenes y
explicaciones a la desconfianza, es decir, que alimentaba la construcción imaginaria más
sencilla para encauzar el caudal paranoico del hombre. Era, en definitiva, el deus ex
machina que con su ventajismo y sus añagazas neutralizaba toda potencial falta de
sentido derivada del miedo y el dolor que acosan a los hombres.
En consecuencia, el diablo, en su doble papel de lenitivo y amenaza de la conciencia,
se convirtió en un instrumento del poder ideológico de la Iglesia, institución que nunca
supo vivir sin él y que quizá jamás pueda hacerlo. Y de un modo semejante, pero ya en
un mundo más materialista y secularizado, las ideologías totalitarias de la modernidad,

70
elevadas más tarde a la categoría de nuevas formas demoníacas y suspicaces de la
historia, llegaron a ser el mazo mistificador de las masas y el instrumento con que los
poderes estatales impusieron sus ideas a los ciudadanos a fuerza de despotismo y
propaganda. Al fin y al cabo, no hay tiranía que no se sostenga sobre la fabricación de un
enemigo externo, ni tirano que no esté asaltado por la peor de las desconfianzas.
En realidad, no podemos vivir sin una dosis de recelo. El hombre duda y vigila. La
desconfianza delinea los límites del pensamiento y sin ella nos extraviamos. Más acá y
más allá nos esperan el saber o la ignorancia. Hay un grano paranoico imprescindible
para la libre existencia, pues sin cierto componente de desconfianza somos vulnerables e
incluso ineptos. La desconfianza, a la postre, es fuente y sostén de lo diferente, y lo
diferente es el espacio noble de la convivencia. Es cierto que las diferencias causan
desconfianza, pero también es indudable que se nutren de sus barruntos para sostener la
sociedad. Sin capacidad para desconfiar ni conocemos a fondo a los demás ni
alimentamos el pensamiento con la crítica que le es imprescindible para avanzar. Ni
siquiera sabemos de nosotros mismos pues, en cuanto que posfreudianos, hemos dado
un paso más allá de los obstáculos y errores recogidos por Francis Bacon entre los ídolos
de la tribu, de la caverna, del teatro y del mercado, y ya no podemos conocernos sin
dirigir la óptica de la paranoia a las intenciones ocultas que trampean y modulan las
estrategias del deseo. Ahora el inconsciente nos tiende el complot interior que antes urdía
el diablo. El punto de Arquímedes de la sospecha se ha trasladado. En este orden de
cosas, con motivo del octogésimo aniversario de Freud, Thomas Mann escribió estas
palabras premonitorias: «El saber psicoanalítico es algo que transforma el mundo. Con él
ha venido al mundo una suspicacia serena, una sospecha desenmascaradora, que
descubre los escondites y los manejos del alma. Esa desconfianza, una vez despertada,
no puede volver a desaparecer del mundo» 8.
Desde entonces estamos obligados a investigar a un nuevo enemigo interior si
queremos averiguar los intereses que se ocultan en nuestra cabeza, del mismo modo que
contamos con las nociones de alienación y falsa conciencia para desvelar, si realmente
nos interesa, las condiciones de injusticia y desigualdad que hieren a la sociedad. De esta
suerte, la desconfianza sabia y saludable crece hacia el interior con la misma naturalidad
con que puede ser rebotada hacia fuera en forma de recelo y sospecha. Incluso hay
veces que se hipertrofia su función, ya sea interiormente en forma de neurosis obsesiva,
que duda y se encoge ante todo deseo no controlado, ya sea exteriormente, cuando la
paranoia confirma que el otro nos persigue y acosa. Las dudas del obsesivo y las ideas
persecutorias del psicótico son las figuras maestras de la desconfianza que enmarcan la
existencia de todos nosotros.
No obstante, hablábamos de una fibra paranoica en nuestra vida que se considera
universal. La desconfianza está tan arraigada en nuestra autocrática forma de razonar que
resulta tan sustancial y firme como lo es la tristeza en el feudo emocional. No sabemos
pensar sin recurrir enseguida a la interferencia de un enemigo o un sencillo rival, como no
podemos desear sin caer de cuando en cuando en la nostalgia, el desánimo y la congoja.
Pensar consiste, entre otras cosas, en sospechar de lo que vemos con el propósito de

71
descubrir, sobrevolando la realidad, la fórmula que descorra el velo de los caprichos de la
naturaleza. Incluso la investigación científica no deja de ser, en el fondo, más que un
simple y detallado desenmascaramiento de la razón premeditada de las cosas.
No somos concebibles sin enemigos. La guerra es la clave misma de la paz. Cada
uno es necesariamente el adversario de alguien. Comenta Plutarco que, cierto día, el
sabio Quilón le preguntó a uno que alardeaba de no tener enemigos «si no tenía tampoco
ningún amigo» 9. La enemistad nos provee de identidad y nos ayuda a regirnos por
pertenencias e identificaciones ya sean de club, nación, familia o partido, que son las que
nos permiten distinguirnos de lo otro, de la alteridad. Incluso, como especuló Nietzsche,
«el amigo debe ser el mejor enemigo. Resistiéndole es cuando tu corazón debe estar más
cerca de él» 10.
Vistos estos deslizamientos naturales entre la desconfianza normal y las psicosis,
estamos en condiciones de poder asumir mejor la advertencia que Artaud pregona en una
de sus obras: «Las naturalezas superiores, siempre un poco por encima de lo real,
tienden a explicarlo todo por la mala conciencia, a creer que nada es debido al azar y que
todo lo que sucede de malo es consecuencia de una mala voluntad consciente, inteligente
y concertada, cosa que los psiquiatras no creen jamás. Cosa que los genios creen
siempre» 11. Las inquietantes palabras de Artaud nos recuerdan que no es sencillo
establecer las fronteras entre la desconfianza normal y la patológica, entre la
desconfianza neurótica y la sospecha intencional y morbosa que caracteriza a las psicosis.
Al igual que sucedía con la melancolía, hay una paranoia amable y otra agreste, una
crítica y otra dogmática, y ambas formas caminan juntas pero también separadas en un
juego continuo de inversiones, desplazamientos y zigzags. Esta suerte de encuentros y
desencuentros entre ambas caras de la paranoia hacen más complicado comprender con
claridad ese paso adelante que da la desconfianza, de la mano de la interpretación y la
intolerancia, para franquear el umbral que conduce desde la sencilla sospecha a la
impresión de persecución y conjura ajenas.
Ahora bien, si la culpa y la inocencia las situábamos como agentes de la
desconfianza y cabrestantes entre el simple victimismo y la fabricación ya decidida de un
enemigo, algo parecido podremos decir respecto al dolor y la enfermedad. La
desconfianza nace como respuesta ante todo lo que no se puede tolerar, bien de modo
directo y primitivo, bien como reacción a la culpabilidad que intempestivamente despierta
y aviva todo dolor, tanto propio como ajeno. Desde la convicción mágica de estar
sometido al mal de ojo o a la creencia de que nada es casual, hasta la acusación al
médico de ser el causante del malestar, el tono de la desconfianza oscila entre lo normal y
lo patológico. La frase con que Nietzsche reconoce a los espíritus enfermizos, «sufro,
luego ellos son culpables» 12, identifica perfectamente la solución paranoica del dolor.
Reacción no menos extraña que la que nos induce a sentirnos víctimas siempre que nos
creemos culpables. «El efecto más visible de esta extraña experiencia de pasividad, que
yace en el corazón del obrar mal –escribe Paul Ricoeur–, es que el hombre se siente
víctima precisamente por ser culpable» 13. O, al revés, llegamos a considerarnos culpables

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cuando solo somos víctimas. La combinación imprevisible de dolor, acusación,
victimismo y culpa es, desde luego, unas de las más oscuras y siniestras del hombre.
En realidad, toda la convivencia humana descansa en una desconfianza mutua que
discurre entre el autoritarismo preventivo de Hobbes, necesario a su juicio para controlar
los aullidos amenazantes del lobezno vecino, y la democracia liberal, que a partir de
Rousseau surge como un arreglo afortunado ante la sospecha general. La democracia
parlamentaria, pese a todas sus galas, no pasa de ser nada más que una sublimación
paranoica, una suplencia que permite controlar –hasta cierto punto de explotación y
crueldad– la locura social, y posponer todo lo posible la declaración de guerra. Se
entiende entonces que, los ciudadanos contemporáneos de la denominada sociedad de la
vigilancia y la información, se sientan a veces manejados como marionetas obedientes y
se crean rodeados –sin que debamos despreciar la verosimilitud de sus conjeturas– por
entes invisibles que no responden al voluble quehacer de los espíritus demoníacos
tradicionales, las potencias engañosas de la Antigüedad, sino al arbitrio de hombres
malvados que se organizan en células clandestinas, sea en una «Roma secreta», en una
«misteriosa Judá», o sea en núcleos financieros, ahora llamados mercados, que conspiran
en contra nuestra y manejan en su provecho los hilos del mundo. Tales figuraciones
invisibles se desinteresaron primero de las trampas de la religión, y después de los
sofismas cartesianos del saber, para pasar decididamente a ocupar el trono de sospecha
desde donde hoy se atenta contra la propiedad y los derechos de cada uno. Sin embargo,
no debemos sorprendernos ante este impertérrito suceso, pues, si como señaló María
Zambrano14, la primera relación que mantenemos con los dioses es la de persecución, los
hombres no se merecen desde luego un trato menor.
Pese a todo, el arte de vivir descansa también en nuestra capacidad para intervenir
en sentido contrario. Reside en nuestra disposición para reconocer las limitaciones de la
vida sin necesidad de creernos traicionados, o para entender que los demás solo nos
prestan atención cuando les interesa para algo, sin que ese comprensible egoísmo
despierte nuestro resentimiento ni nos sintamos intencionadamente despreciados.

Interpretación

Observado desde el ángulo de la interpretación, el hombre encara un curioso dilema. Por


un lado, busca su seguridad creando sentido de continuo. El mundo solo le resulta
vividero mientras es capaz de significar lo que le rodea: «El núcleo de la realidad es el
sentido. Lo que no tiene sentido no es real para nosotros» 15, comenta Bruno Schulz. El
deseo de saber, que nos identifica como especie dentro de la naturaleza, salva de este
modo la angustia que provoca el vacío y las insuficiencias del lenguaje. Pero, por otro
lado, para asentarse en la realidad de forma segura, se ve en la obligación de interpretar,
que es un modo de detener el sentido y fijarlo en un significado más o menos duradero.

73
«Con el paso del tiempo, la palabra se endurece, coagula, deja de ser el conducto de
nuevos significados» 16, escribe de nuevo Schulz. Bajo esa tensión, entre el nomadismo
del sentido y el sedentarismo de la interpretación, cursa la vida y el equilibrio psíquico de
cada uno. Todos somos esclavos de esta atracción antagónica que busca asiento y
estabilidad sin éxito seguro. La falta de significado nos estimula pero también nos paraliza
o nos embrutece, mientras que la demasía nos confunde, del mismo modo que la
pobreza de interpretación nos vuelve inermes y fugitivos, en tanto que el exceso nos
colapsa y encoge. La franja de creación que tiene ante sí el hombre es muy reducida.
Ahora bien, si lo que hemos entendido anteriormente como desconfianza natural
surge de la esencia misma del deseo y el trato con los demás, la conflagración de la
sospecha es una desconfianza morbosa que ya se apoya sobre seguridades, convicciones
y certezas excesivas. La primera, la desconfianza simple, acompaña al sentido y a la
duda que le alimenta, a los que anima y custodia; en tanto que la segunda, la sospecha,
brota de la mano de la interpretación y se nutre y fortalece gracias a la supuesta mala
intención de quienes nos rodean. La producción de significado nos conduce a la saludable
tendencia, próspera como ninguna, de cambiar por dentro y dudar de nosotros mismos,
pero la sospecha nos encierra en una verdad que, sin saber a qué carta quedarse, solo se
alimenta del perjuicio que supuestamente recibimos.
Por este motivo, interpretar es cuando menos desconfiar, pues parte de la apertura
generosa del sentido, pero lo bloquea si cierra su contenido en una verdad que siempre
resulta del tres al cuarto e incluso, en los casos extremos, puede concluir en delirio. La
interpretación posee un egoísmo propio por el que tiende a reducir las cosas a su punto
de vista. Ése es su secreto poder, el de fijar y en ocasiones petrificar la comprensión,
pero también refleja su cruel destino, el de instalarse siempre en un lecho paranoico de
recelo y prevención. Cuando Hermógenes le propone a Sócrates que examine la palabra
«opinión» (doxa), la primera asociación que encuentra es con «persecución» (dio–xis)17,
lo que nos hace pensar que toda interpretación no solo persigue saber cómo son las
cosas, sino que también las cosas nos pueden perseguir a través de su interpretación.
Las conclusiones que se derivan de estas circunstancias son obvias pero
contundentes. La primera, que toda ideología posee un sustrato paranoico, lo que nos
sirve para recordar de continuo su potencial peligrosidad, sus falsas promesas de paz y
convivencia. Las grandes ideas, como igualdad, dios, nación o libertad, son banderines de
enganche que aplastan al ciudadano bajo el peso de su interpretación y le aprestan para la
obediencia, la exclusión y la guerra. La desconfianza brota como un manantial de los
sentimientos de pertenencia ideológica, como lo demuestra el hecho de que el delirio en
torno al linaje y la filiación, que son las pertenencias primeras, ocupe un lugar predilecto
en el temario de las psicosis. Y la segunda conclusión que se puede inferir afecta a la
virtud y la serenidad, pues de la tiranía que provocan las ideas parece deducirse que la
salud mental se mide por la capacidad para aplazar la interpretación y, sobre todo, para
debilitarla con un suave desplazamiento que no rompa la cadena del deseo ni corte la
ilusión ni reduzca la saludable combatividad.
La interpretación por lo tanto, tal y como la entendemos aquí, es un saber excesivo

74
y arrogante que elimina cualquier posibilidad de comprensión. Se aleja, por supuesto, del
uso psicoanalítico que escarba sobre el significado manifiesto para buscar otro escondido,
aceptando un análisis interminable que, sin desangrarse, reclama la superposición
consecutiva de cada resultado. Igualmente, se aparta del concepto hermenéutico de
interpretación, para el cual comprender algo es siempre hacerlo de un modo diferente,
dejando que lo no dicho pueda alcanzarnos. Recordemos que, a juicio de Gadamer, la
pregunta hermenéutica tiene como esencia descubrir y mantener abiertas de par en par
todas las posibilidades, incluido su acceso a lo contrario, para incorporar de este modo la
condición poética –e histórica– de la palabra. Una eventualidad que ayuda a no
congelarse rígidamente en el saber. «Mi tesis», comenta Gadamer, «es que la
interpretación está esencial e inseparablemente unida al texto poético, precisamente
porque el texto poético nunca puede ser agotado transformándolo en conceptos. Nadie
puede leer una poesía sin que en su comprensión penetre siempre algo más» 18. Mientras
la interpretación de la que tratamos aquí, la paranoica, dificulta la comunicación de unos
con otros debido a la rigidez del sentido y a la desconfianza que incorpora su
inmovilidad, la interpretación hermenéutica, por el contrario, se deja llevar por el vértigo
del sentido. Contra el filisteísmo y el bloqueo del paranoico se dirige, por lo demás, la
reflexión de Susan Sontag en Contra la interpretación, donde propone entender el arte
actual como producto de una huida premeditada de la interpretación para evitar que se
obstruya su valor creativo19.
Por definición, la idea paranoica es una idea rígida y sin inclinación por las
diferencias, que son el origen principal del entendimiento. Al paranoico no le atraen, no
son de su gusto. Después de todo, la interpretación surge ante lo diferente para apartarlo
de sí y segregarlo con uñas y dientes. El odio a lo distinto, a lo otro, es la cualidad
propiamente paranoica. El odio, en general, representa la saturación de significado, el
triunfo absoluto del pensamiento que acompaña a la muerte del saber. A consecuencia de
esta intolerancia, el paranoico no consigue evolucionar y diferenciarse dulcemente de sí
mismo, que es el logro máximo de la sabiduría, esa rara habilidad para cambiar que
constituye la esencia de la vida. Envejecer, a la postre, puede ser definido, por este
motivo temporal que nos retiene en un punto muerto, como una esclerosis paranoide. Así
lo demuestra la reticencia creciente e irritante de la gente provecta. Y aviejarse bien, si es
que esta posibilidad existe, consiste en la tarea de apartar cuanto sea posible las verdades
añejas para dejar que el sentido rejuvenezca. Envejecer adecuadamente es dejar que las
ideas de los demás cursen por encima de las nuestras para tratar de aprovecharlas y
ponerlas a nuestro servicio. Es ofrecer de oficio el consentimiento generoso a las nuevas
ideas sin necesidad de renunciar enteramente a las propias.
Con todo, podemos entender el pensamiento de dos maneras. En su versión más
débil, pensar equivale a interpretar, que es lo mismo que construir un universo racional
restringido o que tejer a medida un traje de sentido. En su acepción fuerte, en cambio,
nos aproxima a la contemplación, que tolera un valor más ingrávido y móvil de las
representaciones. Pensar, según esta poderosa indicación, no produce un saber científico
o práctico, ni tampoco descifra los enigmas del mundo. Sin embargo, es la única

75
operación que nos permite trascender la interpretación y escapar, aunque sea levemente,
de la condensación paranoica. Hay que descartar, por lo tanto, que la necesidad primaria
del pensamiento concluya exclusivamente en la verdad objetiva, donde se remansa en su
creencia de que maneja todos los hilos del saber, sino que también aspira a vagar por la
atmósfera ingrávida y relativamente lírica de la significación. La falacia principal que
debemos desvelar, según Hannah Arendt, y que en su opinión prima sobre las otras
falacias filosóficas, consiste en glosar el significado según el modelo de la verdad20.
«Nada hay tan nocivo como la verdad», obliga a decir Diderot al sobrino de Rameau21.
Los hechos son paranoicos si se rodean de un entorno de suspicacia y convergen
hacia una única interpretación, pero se muestran resistentes y contrarios a la paranoia
cuando divergen y hacen variar el sentido todo lo que pueden. Para una introducción a la
vida no fascista, Foucault propone hacer crecer la acción, el pensamiento y los deseos
mediante proliferación, yuxtaposición y disyunción, más que por la subdivisión y
jerarquización piramidal, que solo los reduce22. La tarea consistiría en leer la vida como
si se tratara de un texto y a ese texto aplicarle una lógica de la ambigüedad, es decir,
una lógica de la inversión y la ambivalencia opuesta al principio de no contradicción, al
modo, por ejemplo, con que Vernant intentaba descifrar la narratividad de los relatos
legendarios23. Gesto racional que se convierte por sí mismo en el postulado más
antiparanoico que existe. Recordemos que, para Unamuno, la paradoja es una
proposición tan evidente cuando menos como el silogismo pero menos aburrida.
Sea como fuere, cuanto concurre hacia la unidad se revela finalmente como
paranoico. El Uno es el signo por excelencia de la paranoia. «Yo siempre estoy en el
uno», confiesa con altiva convicción un delirante. Lo múltiple, en cambio, mete en
cintura al orgullo, al despecho y a la sospecha, que son las pasiones psicóticas por
excelencia. En su Epístola a Pítocles24, Epicuro se lamenta de que las personas que se
aferran a una única explicación no solo chocan con la experiencia sino que además nunca
logran la imperturbabilidad. Quien interpreta con rigidez, por lo tanto, y según el punto de
vista epicúreo, además de ofender a la inteligencia pierde la tranquilidad del ánimo por
querer atar todos los cabos. El hombre solo se muestra sereno si permite que las
interpretaciones se desdoblen y se multipliquen para enriquecer el sentido de las cosas sin
llegar, no obstante, a la confusión y el caos. De nuevo la contemplación aparece como
un ideal de la razón, en este caso potenciado por su relación con la quietud y el sosiego
de las personas.
Salvo en el caso extremo de la esquizofrenia, que está en la cuerda floja bajo la
amenaza permanente de fragmentación, la paranoia es el territorio combativo de lo entero
y de la unidad. El paranoico es un hombre que se siente instalado en el Uno de una vez
por todas y no admite fisuras ni fragilidad en su ambicioso conocimiento. Del brazo de la
unidad se opone a lo múltiple y a lo incompleto. A lo múltiple porque no mueve un dedo
a favor de lo relativo, revocable y parcial. Y a lo incompleto porque cree decir siempre
todo, cerrando la puerta a la ironía y a la contingencia. Se podría decir que el paranoico
es alguien muy activo cuando se trata de deducir, pero torpe si hay que ponerse a

76
divagar. Por ese motivo, la paranoia elimina el azar y la posibilidad de las coincidencias,
con lo que nada sucede en su mundo sin una intención expresa que le elige como
protagonista excepcional. Cada vez que se juntan dos, cree con seguridad que hablan de
él por algún motivo secreto.
Por otra parte, hay que tener en cuenta que debido a la huida de las formas plurales
de la representación, el paranoico observa como nadie los principios de la lógica formal y
del tercio excluso: o esto o aquello, o blanco o negro. La unidad, de la que es héroe y
víctima a la vez, reclama enseguida el orden bipolar para mantenerse entre los hombres y
no retirarse enteramente a la fragmentaria soledad del esquizofrénico. En el seno de esta
alternativa del sí o el no, es donde surgen las ideas de perjuicio y autorreferencia. Solo en
función de la oposición con que se miden todos los acontecimientos reconoce la
existencia de la alteridad. Entre ese otro, que le combate, y él mismo, que lo padece, no
hay mediación que tercie en la enemistad. En su cabeza no cabe más que este
enfrentamiento, en torno al cual gira el mundo y el resto de sus representaciones como si
se tratara de una aplicación infausta de los postulados lógicos. De este modo, el universo
se cierra en su propia certeza mientras que el otro se mueve hacia él y lo hace siempre
sobre un fondo de perjuicio, pues no hay nada como la persecución para elevar el alma a
las cumbres de la verdad con que colma sus creencias.
Debemos huir, por lo tanto, de la ingenua y cómoda idea de que el delirante
paranoico vive en dos mundos, uno morboso, ajeno al sentido común y las circunstancias
del entorno, y otro compatible con la realidad y las tareas sociales de la ciudad. Sucede
más bien que todo conspira hacia un único núcleo central, que irradia ideas de perjuicio
por los cuatro costados como primera elaboración de su energía vital. De tal modo que,
incluso cuando se dedica con naturalidad a las labores del trato social, el paranoico
mantiene una reserva significativa y prudente que proviene de su oscura convicción
personal. Por eso el mundo adaptado a la realidad, del que decimos simplificando las
cosas que el paranoico participa como cualquier otra persona, es en el fondo un mundo
en suspenso al que procura no contaminar con sus ideas paranoicas, pero al precio de
mantenerlo aislado –suprimido– del resto de la conciencia, gesto cuyas consecuencias
pronto tendremos ocasión de analizar. Esto nos recuerda que la consabida fórmula de
aliarse con la parte sana de los enfermos, despreciando la alienada, concluye pronto en
una ambición educativa por nuestra parte que choca con los ideales delirantes de los
enfermos y agudiza su malestar. Conviene enloquecer algo con los psicóticos, al menos si
queremos comprenderles. No para creerles y darles la razón, pues hay que renunciar a
entenderles, pero sí para aceptar en parte su punto de vista, pues es la única vía hacia su
tranquilidad que nos salva al tiempo de la más completa estupidez. «Cada vez que usted
me habla de curarme, Sr. Ferdière, –le escribe Artaud a su psiquiatra el 13 de agosto de
1943–, es como si recibiese una puñalada en pleno centro de mi corazón y mi
conciencia» 25.
Pero esto no es todo, pues desde el punto de vista del deseo, y no solo desde la
exigencia de los axiomas lógicos, también podemos entender la aparición repetida de las
sospechas. La psicosis la definimos como una estructura que ha vuelto la espalda a las

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estrategias deseantes que rigen la vida ordinaria del neurótico y que, a causa de este
fracaso, invierte el carácter intencional de la representación. Por eso, en vez de caminar
la representación del brazo del deseo hacia el otro y la realidad, es el mundo el que se
vuelve hacia uno en forma de persecución y referencia. En ese trayecto invertido, el
único modo de incorporar a los demás al ambiente propio es dotándoles de cierta
intencionalidad malsana. Solo así el psicótico acierta a salvar el enigma del deseo del otro
y, a la vez, eludir la incertidumbre del azar, que normalmente es el escolta de los
acontecimientos que mejor defiende nuestra libertad. Presos, por lo tanto, en la
determinación y la necesidad, la psicosis puede ser definida como el resultado de aplicar
el genio de la razón a la tarea de convertir las casualidades y las coincidencias en
causalidades e intenciones. Talento racional que pocos han destacado con el vigor
insospechado con que lo hizo Kant: «Estos enfermos son, en su desgraciado desvarío,
tan sagaces en interpretar lo que los demás hacen despreocupadamente como hecho con
vistas a ellos, que, solo con que los datos fuesen ciertos, habría que tributar toda suerte
de honores a su entendimiento» 26.
Sentado esto, entendemos que el gesto de escepticismo dinámico que identifica la
voluntad de pensar de otra manera a como venimos pensando representa perfectamente
el esfuerzo antiparanoico de la razón. Un tesón que se muestra contrario al del delirio,
que, valorado por su necesidad de cerrar el sentido y construir una explicación a
cualquier precio, acaba tropezando con una interpretación única e inamovible. Esta
circunstancia, que no debe ser confundida con la obstinación, es, por otra parte, la que
mejor identifica la razón delirante, muy por encima de cualquier otra propiedad
fenomenológica del tipo de la convicción irrebatible o de la improbabilidad de la
experiencia que sostiene.
Según cursa su existencia, el hombre se va volviendo prisionero en una torre de
representaciones, que será más o menos paranoica según la habilidad que muestre para
abrir ventanas que aireen el sentido y le permitan circular por su interior sin que se
derrumbe el edificio o quede inhábil por su rigidez. La interpretación, como dijimos,
tiende a la paranoia, en tanto que la creación de sentido nos defiende de ella a fuerza de
cambiar de idea hasta donde sea posible. Cambiar, en este caso, no por gratuidad
veleidosa o por el capricho de vestirse con las opiniones contrarias para sostenerlas, cual
vehemente converso, con idéntica y renovada fuerza, sino para deslizar las ideas y salvar
así el pensamiento de su peso, que es su mayor violencia. Además, a medida que el
sentido se tabica y encorseta en una construcción interpretativa, le crecen enseguida dos
patas supernumerarias, la de la acusación y la del perjuicio. Esto es una fatalidad, pero es
así de sencillo. Basta encerrar el sentido en la interpretación para que el conocimiento,
que siempre es algo desconfiado, encuentre un enemigo declarado al que hacer frente de
continuo. Por esa razón, cualquier juicio de atribución, que en todos los casos es una
constricción reduccionista, tiene algo de imputación y acusación que no debemos olvidar.
La interpretación es un arma que actúa a punta de palabra y representación. La
primera interpretación siempre es violenta27 y paranoica. Hasta cierto punto, la
representación ha sido definida como una forma de desafiar al mundo, de matar el objeto

78
y sustituirlo por un representante mental que queda, en principio, a nuestro servicio.
«Pero la lengua, como ejecución de todo lenguaje», llega a escribir Barthes, «no es ni
reaccionaria ni progresista, es simplemente fascista, ya que el fascismo no consiste en
impedir decir, sino en obligar a decir» 28. Se entiende así que toda interpretación sea una
expresión de poder que hay que cuidar desde dos ángulos distintos, desde el
estrictamente epistemológico, el de su relación con lo verdadero, y desde el ético o
ideológico que conlleva cualquier ejercicio de fuerza y dominio.
Dando un paso adelante, podemos mantener que el pensamiento paranoico ancla sus
valores sobre aquello que llamamos pomposamente lo verdadero: el odio y la ciencia. Es
más, en última instancia, la interpretación acaba instalada en el círculo que el odio traza
con el enemigo y la guerra. El problema del odio y la guerra está en la raíz de su poder
omnímodo: ser tanto una poderosa fuente como un violento aniquilador de sentido. El
protagonismo del odio, entendido desde esta perspectiva, es más poderoso que el del
amor, lo cual a primera vista puede parecer trágico, por enturbiar cualquier perspectiva,
pero en sí mismo solo es paranoico. Freud, con acentos presocráticos, lo subrayó a su
modo: «El odio, como relación con el objeto, es más antiguo que el amor. Nace de la
repulsa primitiva del mundo exterior» 29. El odio nos inculca el primer sentido de las
cosas, de las que el amor solo constituye su prolongación.
Desde esta perspectiva, la paranoia proviene de la transformación progresiva del
odio en conocimiento. Pues el odio, por encima de cualquier otro valor, es interpretación,
es la vitola cognoscitiva de la pulsión. A la postre, el delirio puede entenderse
perfectamente como una prolongación racional del odio. Recordemos, en apoyo de lo
dicho, que el universo del odio forma parte del pensamiento antes que de la acción. Una
frase de Benjamin puede justificar este punto de vista: «La más peculiar forma de
existencia del mal no consiste en obrar sino en saber» 30. Lo propio del odio, como de la
paranoia, es la interpretación. En esto hay que ser taxativos. El odio, al igual que la
paranoia, son fenómenos de la inteligencia, antes, si se nos apura, que de la afectividad.
Son la locura de la interpretación, el modo como el sentido se satura hasta convertirse en
certeza y convicción. Por eso representan el triunfo absoluto del pensamiento que, en el
fondo, como sucede con tantas otras victorias pírricas, no es sino la derrota del saber. El
delirio, en último extremo, es un odio concentrado y desdichado que no puede salir de sí,
que necesita del enemigo y la persecución para perpetuarse y evitar la agobiante soledad
del sinsentido. El odio es prisionero de la certeza y, como todos los cautivos, solo confía
en la persecución y la presencia del enemigo para sobrevivir. Alguien que odia es alguien
en posesión de una idea constante, inolvidable y, al margen incluso de su contenido, en sí
misma persecutoria. Se entiende ahora que tengamos que desconfiar, en el sentido más
positivo de la palabra, para no volvernos paranoicos. Debemos desconfiar de uno mismo
pero también de los demás, pues solo la desconfianza moviliza el sentido y nos libra de la
sospecha, que no es de la índole de la duda sino de la certeza.

79
Intolerancia

La intolerancia, junto con la interpretación y la desconfianza, constituyen los tres anillos


que ensamblan la paranoia a la condición humana. Sentado esto, lo primero y más radical
que cabe decir de ella es que su punto de mira apunta directamente al placer del otro. La
manifestación por excelencia de la tiranía, la primera entre todas las posibles, consiste en
reprimir el placer ajeno. Su papel es tan importante que quizá no sea equivocado
defender que nada hay menos llevadero que la delectación que los demás experimentan a
nuestras espaldas. Hasta tal punto es esto cierto que solo nos mostramos libres, y por lo
tanto tolerantes, cuando somos capaces de aceptar a aquellos que disfrutan sin nosotros.
Recordemos, como muestra de este origen de la intolerancia, las condensaciones de
poder en torno al machismo o a todos los ideales fálicos de la civilización romana, tan
presente aún en nuestra cultura, donde el ciudadano podía ser castigado si defendía el
placer mutuo en vez de contentarse con el que la mujer por obligación le proporcionaba.
Lo insufrible, al fin y al cabo, lo que peor soportamos, es que los otros se diviertan
o, al menos, si pensamos en una sociedad de bienestar y consumo como la actual, que se
diviertan más que nosotros y nos ganen en esa estúpida carrera. Así de escuetos son los
hechos, desde siempre y, quizá más, en un mundo donde domina la avidez de objetos
como nueva forma de concupiscencia. Se ha dicho incluso que el psicótico, que encarna
la extralimitación de este problema, sufre por el goce de los que le rodean, es decir, que
en su resistencia al placer del otro llega al extremo de creer que aquel no solo disfruta
más que él, sino que se satisface a su costa y goza con el mal que le genera, ya que por
esa intencionalidad malsana diferenciamos también el goce del simple placer. De este
modo orienta y transforma el deseo ajeno que tanto le incomoda, haciéndolo converger
en un enemigo que le ataca y le desprecia. Y, en un último grado, para cerrar un círculo
infernal de goces cruzados, de plenitudes pulsionales que parten de la intolerancia inicial
y no se avienen con la dialéctica del deseo, el propio delirante se complace, secreta y
diabólicamente, con el supuesto perjuicio que los malvados le causan. Bajo este goce
oculto, y al precio de la persecución y la soledad, consigue neutralizar en su imaginación
el agobiante deseo del otro y compartir al menos el goce de su perseguidor.
Esta ecuación trágica de goce por goce se debe al enigma que el psicótico siente ante
el deseo ajeno. Expulsado del dominio de las neurosis, esto es, de la seducción y la
dialéctica del deseo, no entiende lo que el otro pueda querer de él si no es pensando en la
invasión de su intimidad o en la violación de su territorio. Incapaz de preguntarse si el
que se aproxima lo hace porque «me quiere a mí», solo encuentra explicación a su
cercanía bajo la fórmula paranoica de «qué quiere de mí».
Así las cosas, si fuera cierto que debajo del deseo subyace la intolerancia como un
soporte natural de nuestros anhelos, que acompaña de la mano a la interpretación y la
desconfianza, lo sería porque el otro siempre comienza por ser enjuiciado desde el punto
de vista paranoico. Es decir, antes de que pueda ser incorporado a los intercambios de
deseo y se transforme en objeto amoroso, el otro se muestra como un enemigo potencial
que cabalga picando espuelas sobre el caballo desbocado de la pulsión.

80
Lo sorprendente, sin embargo, es que esta experiencia proviene de muy atrás y nace
de fuentes inesperadas. Pues el primer sentimiento de que el otro goza a costa de uno
proviene de la madre, que nos necesita para criarnos como si fuera un dios redentor que
requiere de sus fieles. El verdadero problema para el equilibrio emocional del hombre
reside en que la madre goza de él, suceso que inmediatamente pone en juego nuestra
futura capacidad para escapar lo antes posible de este fuego paranoico. En ese sentido,
toda la infancia no es otra cosa que un letargo impotente, un aplazamiento donde cada
uno afila las armas de la separación, y en cierto modo de la venganza, bajo un disfraz de
ingenuidad e ignorancia. Un esfuerzo que comienza en la decepción y puede concluir en
la intolerancia. Al fin y al cabo, la razón paranoica nace del agobio sentimental, del goce
que le proporcionamos a la madre con nuestra inmadurez. Esto puede parecer cruel o
desconsiderado pero, muy a nuestro pesar, somos paranoicos en cuanto que estamos
sometidos al goce materno. Quizá seamos esquizofrénicos, como apunta Lacan, por el
desfallecimiento forcluso del nombre-del-padre, pero es de temer que paranoicos lo
seamos por efecto de la otra cara de la moneda, por la presencia de una madre que
experimenta un deleite atónito junto al hijo cuando no hay ningún otro falo que la
distraiga, e incluso aunque lo haya.
La generosidad, el sacrificio y el afecto supuestamente incondicional que definen el
amor de la madre, en realidad se sustentan en el goce que obtiene en los años de crianza,
lo que obliga a los descendientes a una mezcla imponderable de gratitud y resarcimiento.
A veces, incluso, se da el caso de que la deuda reclamada por ella sea tan grande y
continuada que invierta su valor y solo se satisfaga por vía de la rebelión y la represalia.
Por eso, entre los menos ingenuos, algunos viven como si no tuvieran madre y no son
pocos los que ni siquiera hablan con ella. Se comprende en este sentido que Margarita
Duras llegara a escribir esta insólita declaración: «Creo que la madre, en todos los casos
o casi, en el caso de todas las infancias, en el caso de todas las exigencias que han
seguido a esta infancia, la madre representa la locura. Queda como la persona más
extraña y más loca que uno haya encontrado jamás» 31. En este orden de cosas, hay
quien ha podido sostener que nuestro afecto por la madre no es nada más que una suerte
de síndrome de Estocolmo, una humillante identificación con el agresor que nos obliga a
reconocer y perdonar a quien ha tenido en sus manos nuestra vida durante ese largo
secuestro protector que constituye la infancia, y que convierte toda independencia en una
lucha silenciosa contra el raptor.
En semejante círculo de dependencia, vulnerabilidad y sometimiento, que podemos
resumir bajo el epígrafe de la humillación, ninguna cualidad materna refleja tan bien el
fondo miserable de la condición humana como el gozo que obtiene del ejercicio de su
maternidad. Pues este tan alabado sentimiento de plenitud y felicidad, que le rodea con
su amable aureola, puede infundir en el hijo el convencimiento paranoico más siniestro.
En el libro Mi madre de Bataille, obra póstuma del autor, asistimos a una declaración de
intenciones portentosa: «Debes seguir siendo el hijo sumiso de aquélla cuya indignidad ya
conoces» 32.
En el consabido desvalimiento original del niño encontramos la causa de muchos

81
sentimientos primitivos. Recordemos que, como escribe Rousseau en su Ensayo sobre el
origen de las lenguas, «la primera palabra entre los hombres no fue ámame sino
ayúdame» 33. Si la infancia no fuera tan larga, y la indefensión originaria –Hilflosigkeit–
tan intensa, probablemente la paranoia que nos embarga no fuera tan descarnada. Pero
somos hijos de una experiencia traumática que enlaza el amor a una demanda vital que
reclama ayuda, como el deseo lo hace, más tarde, con la experiencia de la falta. La
prematuridad constitutiva y el desamparo entregan el cuerpo al libre albedrío de la madre,
que ejerce su poder con la soberanía protectora de un tirano. Y cuando el cuerpo ya se
vale por sí mismo y solo está a merced de la salud y del inconsciente, ella aspira a seguir
rigiendo nuestros deseos, incluso recurriendo, para imponerse, a la falsa moneda de la
culpa y al oprobio de la deuda, pues no hay nada comparable al ejercicio reprobatorio
para dar testimonio del pasado y recordarnos los débitos adquiridos. Obligaciones, por
otra parte, que solo vencen con la muerte, que es la única autorizada para traspasar el
pasivo a la descendencia. De hecho, cualquier herencia es por sí misma un acto de
violencia, ya que, sean cuales sean los bienes que se ceden, previamente se ha testado la
culpa en contra de la parentela. En ese estrecho círculo, que encorseta la vida y provoca
tantas rupturas familiares cuando los progenitores desaparecen, solo nos damos un
respiro si logramos una moratoria o si, en un acto de rebeldía, nos declaramos
insolventes como una manera feliz de resolver ese duelo mayúsculo que nos acosa.
«Ahora sé que mi duelo será caótico» 34, escribe Barthes tras la muerte de su madre el 2
de noviembre de 1977.
De esta suerte se conjuga uno de los binomios más esclarecedores de nuestra
condición: la actitud perversa de la madre y la respuesta paranoica del hijo. Entre estos
dos polos se orientan las elecciones humanas: entre una madre que usa al hijo como un
objeto a su servicio, de cuya servidumbre y dependencia le cuesta desprenderse, y un
hijo que traslada al resto de las personas con las que trata la experiencia paranoica que ha
experimentado en su niñez. Bajo el que se ha llamado imperativo kantiano de Sade, el
principio de que cada uno tiene libre derecho a gozar del otro, se articulan la posición
perversa de la madre y la elaboración paranoica del hijo, y con él, y a la postre, la de
todos los hijos que constituyen la humanidad. Bataille, de nuevo, resume esta explicación
recurriendo en su novela a una de las interpelaciones de la madre a su hijo: «Lo que te
une a mí y lo que me une a ti está ya unido hasta lo intolerable, y estamos separados por
la profundidad de lo que nos une» 35.
Ya sabemos, por consiguiente, cuál es el fondo que anima todas las persecuciones,
perjuicios y ambivalencias que reconocemos en el hombre. Todos los delirios provienen
directamente de esa madre que no solo disfruta con su niño en una suerte de éxtasis y
bienestar continuo, sino que utiliza también al hijo como un esclavo de sus vicios.
Incluyendo aquí entre los vicios las satisfacciones más naturales. Todos los placeres de la
madre, en cuanto que madre, más que placeres son goces con toda su carga ambivalente
de amor, destrucción y dominio.

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Automatismo mental: autorreferencia y perjuicio

Como hemos dicho, todo lo que llamamos paranoico es un trenzado de desconfianza,


interpretación e intolerancia, pero, además, esta imbuido de ideas de autorreferencia y
perjuicio. Desde las formas neuróticas o menores a las propiamente psicóticas, la alusión,
la intencionalidad, el daño y la acechanza concurren de continuo en la representación del
sujeto. En el fondo, no hay práctica humana que no nos empuje, de un modo u otro, a
ocupar el centro de la escena y, a poco que nos gane la inquietud, a imputar a los demás
alguna intención malévola. Igual que Montaigne sostuvo que hasta los más pobres tienen
sus magnificencias36, podemos afirmar nosotros que hasta los más humildes se sienten
observados por los demás y, en determinadas circunstancias, despreciados más allá de la
cuenta. Sin embargo, bajo la suspicacia simplemente neurótica no se traspasan ciertas
fronteras y la autorreferencia se circunscribe en torno al narcisismo natural y al arraigado
ejercicio de la proyección, que es el mecanismo principal que utilizamos para invertir las
intenciones y atribuir al otro el propósito que se cuece en nuestro interior. Este
procedimiento defensivo, aunque interfiere en el trato con los amigos y deforma la
realidad, tiene la particularidad de que se juega en el terreno del deseo y la
intencionalidad, sin comprometer la estructura íntima del lenguaje. Freud, pionero en
tantas cosas, escribió que la autorreferencia no es más que un intento de mostrar que la
proyección es correcta37.
Sin embargo, en el dominio de las psicosis y, más específicamente, en esa
intensificación extrema de la paranoia que llamamos esquizofrenia, todo lo relativo al
sentimiento de perjuicio sucede más allá de la proyección, en los límites de la palabra, allí
donde fracasa la estructura lingüística del sujeto. En efecto, los juegos de perjuicio y
autorreferencia que definen a la paranoia se mueven siempre alrededor del círculo del
deseo y de la lógica del conocimiento, salvo en esa frontera que traspasa hacia lo
llamado esquizofrénico. Allí, en cambio, en el espacio decisivo de las psicosis, las
alusiones psicopatológicas se vinculan directamente a los restos materiales de las palabras
–a los significantes– que, como veremos más adelante, se desprenden del lenguaje y del
control del sujeto desde los primeros momentos de la capitulación, configurando el
conjunto de experiencias que, tras Clérambault, conocemos como automatismo mental.
No obstante, antes de estudiar las vicisitudes de la autorreferencia en el seno de la
esquizofrenia conviene echarle un pulso al lenguaje. Y lo primero que descubrimos de
interés para nuestros fines, en cuanto zarandeamos un poco el término, es que podemos
entenderlo de dos modos distintos: como un instrumento y como un medio. Esta
separación que proponemos resulta imprescindible para comprender los acontecimientos
del esquizofrénico, pues nos ayuda a explicar por qué cuando aparecen los primeros
ruidos y voces de carácter alucinatorio, éstos se revisten rápidamente con la impresión de
amenazas hostigantes. En la superficie de la perplejidad y el vacío de significación, que
laten en la experiencia cumbre y automática de la psicosis, siempre surgen sentimientos e
ideas de inquina y alusión como primera elaboración mental.

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Conque hay una primera dimensión del lenguaje puramente instrumental que, al
margen de su función cognitiva, discurre en íntima unión con el deseo, al que vehicula y
encauza en el interior de las frases. Las palabras, así enjuiciadas, no solo concurren para
formular algo concreto sino que se convierten también en el testigo involuntario de
nuestra imperfección. Anuncian que el sujeto de la enunciación y el sujeto del enunciado
nunca coinciden del todo, mas no solo debido a la finitud del lenguaje y la insuficiencia
de sus recursos lógicos y mentales sino también a causa de nuestros deseos. Reflejan
bien el hecho de que siempre pinchamos en hueso, pues, por efecto de los deseos
inconscientes, decimos de continuo más de lo que queremos y menos de lo que cabe
esperar, como si otro hablara por nosotros y diera lugar a continuos equívocos y
deslizamientos de sentido. Testimonio, por otra parte, de que el deseo, por naturaleza,
siempre es insatisfactorio, incompleto y poco duradero.
Pero también hay otra dimensión, a la que en estos momentos recurrimos para
culminar la explicación, que entiende el lenguaje no como un instrumento del que
disponemos sino como un medio en el que se está. Debemos recordar, al respecto, que
nacemos entre las piernas del deseo y bajo la bóveda de un mundo hablado. Las palabras
nos preceden, como nos precede el deseo de nuestros padres y, más allá de ellos, el de
nuestros abuelos. Venimos a la existencia en un universo embadurnado por las palabras.
Antes de que cada uno hable su propio dialecto en el cuerpo de la lengua materna, las
primeras palabras nos son impuestas. Hay una violencia original del lenguaje que
impregna de sabor paranoico todos los idiomas, del mismo modo que hay un tejido
familiar del deseo que se nos impone y que, según decíamos, forja nuestra desconfianza
desde el primer momento.
En el marco de este medio lingüístico al que nos referimos, no se trata de desear ni
de comprender sino tan solo de sostener y vestir un mundo para hacerlo vividero. El
lenguaje no es ya ni el transporte del deseo ni un instrumento de conocimiento sino la
atmósfera en la que respira la voz. Por este motivo la función de la lengua no se reduce a
comunicar sino también a sostener. Se comporta como el correaje del sujeto, como
aquello que Schreber calificó certeramente de «sujeción a las Tierras», para referirse a la
lengua de los nervios38 y al modo de resistirse ante el poder de atracción que le
amenazaba.
Así las cosas, advenimos a un universo hablado que determina la constitución
lingüística de cada uno, donde los límites del mundo son los del lenguaje, y donde
conocemos las cosas gracias al favor de la palabra que las vuelve perceptibles y funda la
realidad con su condescendiente abrigo verbal. Más allá de este manto reina un horizonte
irrebasable y fuera del alcance de nuestra explicación. Un territorio que, según hemos
indicado, fue identificado por Kant como el espacio nouménico, la cosa en sí, y que más
tarde, cuando dejó de ser un límite inerte para entenderse como algo más bien telúrico
que nos amenaza tanto con su invasión como con su retirada, con su nada y con su
absoluto, se identificó con el dominio de la pulsión freudiana y, ya más elaborado, con lo
que Lacan presentó como Real –aquello no inscribible que no cesa de no inscribirse–,
haciendo de esta categoría y de su «parte maldita» –Bataille– un instrumento fructífero e

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imprescindible para el estudio de la locura.
En virtud del nuevo concepto, entendemos que la experiencia del psicótico gravita en
torno al desgarramiento del velo del lenguaje y a la emergencia angustiante de lo Real,
que irrumpe como un vacío que lo engloba todo y desplaza la realidad hasta que pierde
toda posibilidad de compartirla con sentido común. Con una intención probablemente
muy próxima, Kafka dejó dicho que «una herida del lenguaje es una herida en los
sentimientos y en el cerebro, es un oscurecimiento del mundo, una congelación» 39. A fin
de cuentas, el loco es el único que tiene experiencia de ese lado traumático e ignoto que
los cuerdos no aciertan a sentir, ni siquiera con la ayuda de las especulaciones teológicas
o con las vivencias más o menos místicas y sagradas que están a su alcance. Nosotros
carecemos de representación directa de ese círculo y solo el psicótico, a través del
testimonio de su locura, puede transmitirnos algo del silencio que amenaza al hombre
moderno, de ese punto negro, que como me comentaba un angustiado paciente, había
surgido en medio de la oscuridad del dormitorio. Un negro sobre negro que ilustra con
limpieza la experiencia de lo Real.
Por otra parte, debemos dar cuenta, como ya hicimos anteriormente, de un hecho
añadido que viene a complicar las cosas aunque las explique con mayor sencillez. Nos
referimos a que la palabra misma también posee una realidad física que queda
comprometida igualmente por la fuerza del vacío que aquí definimos. Pues lo Real se
muestra no solo como un límite exterior que trasciende el lenguaje sino también como
algo inmanente que participa en la textura de todas las cosas, incluida en este caso la
propia palabra y la entidad lingüística misma. Esta circunstancia justifica que, para el
estudio de los fenómenos elementales de la esquizofrenia, dejen de interesarnos las
dicotomías tradicionales del lenguaje, la de forma-contenido y la de referente-contenido,
para pasar a hacerlo la menos frecuentada de materia-contenido. Lo que llama la
atención en el automatismo mental es que los elementos materiales de la lengua se
fragmentan y desengarzan. Suceso que hace destacar la importancia del cuerpo de la
palabra –el significante– dentro de las manifestaciones clínicas de la esquizofrenia. Tal
protagonismo de la vertiente física del lenguaje se ve facilitado por poseer un carácter
lineal y discontinuo40, lo que permite que los significantes se independicen unos de otros
y, ya libres, irrumpan como cosas en la conciencia en lugar de encadenarse con
normalidad para transportar los valores semánticos que proceda. Cierto es que, a renglón
seguido de este trágico y singular suceso, el psicótico intentará hacer pie y embalsar la
vida con el delirio, que no es más que el intento de restitución del orden a las palabras,
aunque a menudo este esfuerzo tan característico de la locura apenas concluye en un
embalsamamiento narrativo. Porque si el delirio consiguiera restaurar del todo la
dependencia de los significantes entre sí, su valor diferencial41, tal y como inicialmente
pretende, estaríamos ante la cura definitiva del psicótico, ante la superación del delirio
con el delirio.
Pues bien, por efecto de la ruptura del lenguaje, al que damos aquí tanta
importancia, y del inmediato esfuerzo reconstructivo que se pone en marcha, las
palabras, además de aparecer como virutas lingüísticas que se desprenden en el momento

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del desencadenamiento psicótico, también se convierten en la primera mediación del
sujeto esquizofrénico con lo Real. Al principio, las alucinaciones se anuncian en forma de
restos de significantes, aún vacíos de contenido, que rozan entre sí y consuenan como el
rumor incoercible de la pulsión o como el silencio prorrumpido y melancólico de las
cosas. Pero este rumor asciende a murmullo cuando los escombros materiales de la
palabra reclaman significación, y termina concluyendo en voz cuando el esquizofrénico
vuelve a dar forma lingüística, mediante una suerte de bricolaje delirante, a los residuos
fragmentarios de letras que retumban e interfieren en su conciencia.
Como consecuencia de este proceso, las voces del esquizofrénico, que en sus inicios
no son más que el ruido corpuscular de los significantes, se convierten poco a poco, en
cuanto alcanzan un rudimento de sentido, en palabras alusivas, aunque aún sin otro que
las formule. Es decir, se comportan como si pudiéramos concebir al esquizofrénico en
ciernes como un personaje perseguido pero todavía sin persecución propiamente dicha.
Estas palabras, inicialmente desamparadas, incapaces aún de organizarse en un discurso
delirante, son ya claramente referenciales aunque no hayan celebrado todavía el
contenido de la extorsión ni reconocido la identidad del autor que causa el daño. «Las
voces son un puro absurdo, acompan ado de una nada desden able acumulacio n de
injurias» 42, sentenció oportunamente Schreber, como si quisiera subrayar con ello la
mezcla de sinsentido y perjuicio que está haciendo de las suyas.
El otro no se incorpora plenamente al significado hasta que el significante maltrecho
se reorganiza en palabra. Desde ese momento, las experiencias que Clérambault describía
con bellas imágenes, como el «devanado mudo del pensamiento», el «paso de un
pensamiento invisible», «la famosa palabra que no dice nada», se convierten ya en
posibilidad de voz. Y el destino de estas primeras voces y, en general, de las
pseudoalucinaciones, es repetirse en eco, eventualidad que para el psiquiatra francés
constituía el núcleo del automatismo. El eco es el testimonio de la palabra fracasada que
no acierta a incorporarse al surco continuo del lenguaje, y salta sin miramientos como un
disco rayado que impide todo encadenamiento posible, ni a la palabra ni al otro, pues
ambos están fuera de juego. Como si de este modo viniera todo el proceso a dar la razón
a Karl Kraus cuando señaló que «cuanto más de cerca se mira una palabra, más aparta
ella misma la mirada» 43.
Por otra parte, al quedar desengarzadas de la cadena de significación, las palabras
caen bajo la lógica de la desconfianza en la medida en que empiezan a sentirse como si
hubieran sido robadas o impuestas. Pierden con ello sus armas más efectivas, las del
secreto y la mentira, que son la esencia misma del lenguaje, y extravían su capacidad
para volver opaca e impermeable la conciencia44, que queda transparente y a la
intemperie sin acertar a batirse en retirada. Desde ese fatídico momento se impone la
dialéctica de evasión e invasión de las ideas, de intrusión y divulgación, ante las que solo
cabe, gracias a la ortopedia cicatricial del delirio, la tarea de construir discursos que hagan
de filtro o forjar obstáculos verbales que tapicen y oscurezcan la conciencia. En buena
parte, el trabajo del psicótico consiste en convertir las voces impuestas e intrusivas en
flatus vocis, en simples voces acompañantes que ya no le parezcan robadas o

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perjudiciales.
Este hecho nos recuerda cuál es la venganza sedienta del lenguaje: la constatación de
que si lo destruimos nos persigue. Al fin y al cabo, el lenguaje humano no tiene exterior y
solo salimos de él al precio de lo imposible: del delirio y la locura. Esta catástrofe nos
advierte también sobre la evidencia, no menos importante, de que en los límites del
lenguaje siempre se trama una confabulación, al igual que en los límites del deseo
veíamos nacer una intencionalidad sospechosa. Sea como fuere, resulta finalmente que
nunca es neutral lo que se ignora, máxime si esa ignorancia es insondable y
sobrecogedora como corresponde a la angustia psicótica, a ese horror que surge cuando
el subterfugio del lenguaje se desploma y deja espacios sin simbolizar en el cerco de las
cosas.
Queda, no obstante, un último campo a favor de la autorreferencia. Si las cosas, el
mundo, la realidad o los demás apuntan repentinamente hacia uno en los momentos
incipientes de la psicosis, como formuló Conrad bajo su concepto de anástrofe, el motivo
hay que buscarlo en otra de las consecuencias del hundimiento del lenguaje. Pues no solo
de las estrangulaciones del deseo o de las peripecias del descalabro significante nacen
intenciones descabelladas alrededor del psicótico, sino que también se puebla el entorno
de propósitos y voluntades ajenas cuando la realidad deja de ser sostenida por el
lenguaje. Sin el rebozo protector de la lengua, la realidad cede igualmente ante lo Real,
que se vuelve contra uno y le amenaza con el seco resuello del todo y la nada que nos
promete.
Durante la vivencia automática, el esquizofrénico experimenta una situación
angustiosa muy semejante a la que se describe en un cuento de Nabokov: «Cuando salí a
la calle, vi de repente el mundo tal y como es realmente [...]. Mi línea de comunicación
con el mundo se cortó, yo estaba completamente solo y el mundo lo estaba a su vez, y
ese mundo carecía de sentido. Vi la esencia real de todas las cosas» 45. Una vez más
constatamos que, desde el punto de vista de quien es interceptado por el automatismo, la
palabra deja de comportarse espontáneamente como la sombra de la realidad, según
estamos acostumbrados a pensar, y es la realidad más bien la que se erige en su sombra.
Así que cuando la palabra se derrumba o se disuelve en el curso de la psicosis, el
enfermo ve un mundo mucho más sombrío, angustiante en extremo y, por consiguiente,
desvergonzado, persecutorio y Real hasta lo inadmisible.

Supresión

Del mismo modo que entendemos la paranoia como un hilo que recorre las distintas
expresiones del sujeto, desde su condición más cuerda hasta sus expresiones más
enloquecidas, la supresión, entendida como la herramienta paranoica por excelencia,
podría definirse como el procedimiento divisorio mediante el cual la paranoia reina en el

87
dominio del hombre corriente. En el territorio delirante de la psicosis, en cambio, la
escisión se sigue imponiendo en su acepción más clásica. Desde este punto de vista, la
división del hombre, ya sea como escisión o como supresión, es un singular suceso que
recorre nuestra vida de principio a fin. Y así lo viene haciendo desde que las imágenes de
Jano o Sileno ocuparon la representación de los hombres, o desde que Platón anunciara
el castigo que puede acarrear el sentimiento de omnipotencia, pues, en ese caso, no solo
el andrógino queda seccionado en dos «como los lenguados», en hombre y mujer, sino
que cada uno de ellos se expone a «que, si no somos mesurados respecto a los dioses,
podamos ser partidos de nuevo en dos y andemos por ahí como los que están esculpidos
en relieve en las estelas, serrados en dos por la nariz, convertidos en téseras» 46.
No sin motivo, por lo tanto, homenajeamos en este estudio a la «división» como si
se tratara de un acontecimiento conmemorativo de nuestra condición humana. Cumplido
que nos permite reconocer que el estudio de la división, tal y como afecta expresamente
a la paranoia, que como vimos representa también el dominio algo desenfrenado y
reivindicativo de la unidad, constituye uno de los momentos más comprometidos de este
ensayo sobre la locura.
Decíamos, por tanto, que a esa circunstancia en que la división del sujeto se hace
paranoica la llamamos aquí supresión. Entendida al modo de un avatar divisorio,
representa el mecanismo paranoico más relevante. La deferencia que le dedicamos
supone, como primer compromiso, la necesidad de distinguirlo de inmediato del resto de
las formas de división, puesto que no estamos ni ante la separación horizontal de lo
reprimido, bajo cuyo palio Freud entendió las neurosis, ni ante el corte vertical de lo
escindido, al modo como solemos comprender los cuadros clínicos que cursan con
delirio, ni tampoco ante el territorio plagado de pliegues, desdoblamientos y duplicidades
que cobijan al melancólico. En este orden de cosas, se puede sostener que el neurótico
hunde en el inconsciente lo que no le conviene asumir, el esquizofrénico delira para
contrarrestar el apagón de realidad que sufre, el afligido melancólico pliega el mundo para
dejarse absorber por el pasado y no ver lo que hay más allá de sus narices, mientras que
nuestro paranoico, considerado en su acepción más amplia, hace uso de otra forma de
«ignorancia voluntaria» que calificamos de supresión. Mecanismo que responde, al igual
que los demás, a una vocación específica de desconocimiento, pues todas las formas
patológicas de división no son sino el efecto de la pasión humana por ocultar y
desconocer.
Como ya anunciábamos anteriormente, la supresión no es un mecanismo
propiamente psicótico sino el instrumento más adecuado para describir una forma de
inopia que comienza por la incompetencia racional del ciudadano normal, siempre
embebido por un acorde paranoico, y que amplía su presencia en el fracaso moral del
hombre moderno, ése que Hannah Arendt identificó como banalidad del mal, cuya
entraña no se aparta mucho, como tendremos ocasión de comprobar, de esta estrategia
supresora del conocimiento.
Recordemos que apenas había nacido la disciplina psiquiátrica cuando un debate
tormentoso zarandeó la que se anunciaba como apacible singladura tras la liberación de

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Pinel. La pregunta sobre si las locuras eran totales o parciales incumbía de lleno a los
psiquiatras, enardecidos entonces por el debate sobre la responsabilidad del loco y las
formas de división psíquica que permiten a alguien estar loco solo en parte, para algunas
actividades pero no para todas. Fue precisamente el reconocimiento del enfermo como
un «ser racional» –decisión que despertó el elogio de Hegel a Pinel47–, el que puso en
cuestión este problema. La valoración de la locura no como una pérdida de la razón sino
como una «contradicción del intelecto», según el planteamiento hegeliano, nos sirve para
ilustrar el papel de la división ya en los primeros debates de la psiquiatría. Así lo enjuicia
Gladys Swain cuando intenta descubrir antecedentes a la perspectiva psicoanalítica: «Lo
que Freud encuentra de este modo a través de la noción de escisión del yo, es lo que
podríamos llamar el problema originario de la psiquiatría, ese problema a partir del cual
se engendró nuestro conocimiento moderno de la locura: el problema de la distancia del
loco a su locura» 48.
La forma incompleta de enajenarse, donde la parte enferma convive
contradictoriamente con la sana, sin mezclarse ni confundirse, esto es, separadas e
incomunicadas, comprometía tanto a la salud como a la moral. Pues uno puede pensar
enseguida que la carencia de síntesis sucede, bien porque no se puede evitar su falta o
porque no conviene hacerlo, es decir, porque repercute en la capacidad funcional del
sujeto, en el primer caso, o en el rigor de su virtud cuando interviene cierto grado de
conveniencia. Esta locura parcial dificultó la comprensión de las psicosis y puso en crisis
el modo de entender la responsabilidad de los enfermos. Pero, en realidad, se trata de la
única manera que conocemos de enloquecer, pues la locura total supondría la existencia
de una suerte de superhombre que no encaja en la patología mental conocida. Desde ese
momento histórico que describimos, la separación entre lo que es voluntario o
involuntario ha atizado todas las discusiones sin encontrar nunca un claro vencedor. Cabe
pensar incluso que la duda acerca de si se está loco del todo o solo semiloco, o de si se
vuelve uno loco adrede o no, es una pregunta que al margen de que su enunciado sea
algo prosaico constituye el núcleo sustancial de las discusiones psicopatológicas. Se
entiende por ello que la simulación de la locura, la simulación no del falso loco que se lo
hace, sino del loco verdadero que simula la verdad de su locura, se convirtiera en la
piedra de toque de la clínica. Así se ha expresado Foucault respecto de esta cuestión: «El
problema histórico de la psiquiatría durante el siglo XIX es la simulación interna a la
locura, es decir, la simulación que ejerce la locura ante ella misma, el modo en que la
locura simula la locura, la manera en que la histeria simula la histeria, la manera por la
cual un verdadero síntoma es una forma de mentir y un falso síntoma una manera
verdadera de estar enfermo» 49.
En cualquier caso, el enigma de la división no ha hecho nada más que crecer desde
aquellas fechas inaugurales. De hecho, Freud comenzó sus investigaciones en un siglo, el
XIX, que conoció un enorme interés por todas las manifestaciones del desdoblamiento de
la conciencia. Él mismo inició sus estudios propiamente dinámicos recurriendo al
hipnotismo. Pero la época había mostrado, antes de su investigación, una desbordante
preocupación por el tema. Hubo una gran curiosidad acerca de las consecuencias

89
derivadas de la disociación, de las personalidades dobles o múltiples, así como hacia el
estudio del estrechamiento del campo de conciencia. La observación del psicopatólogo se
sentía atraída por las características partitivas de la personalidad, el dualismo romántico y
la emergencia de espacios subconscientes que venían a borrar los campos normales de la
conciencia. Estamos ante el dominio de la sugestión, el hipnotismo, el sonambulismo, la
disgregación y, más tarde, el inconsciente freudiano50.
Freud fue muy ambivalente en la conceptualización de la escisión. Empezó
estudiándola con motivo de la clínica del fetichismo, hasta que, al final del capítulo VIII
del Esquema del psicoanálisis, subrayó su presencia en las psicosis, al afirmar que el
asunto «no sería tan importante si no se pudiera aplicar también a otros estados más
semejantes a las neurosis y finalmente a las neurosis mismas» 51. De esta suerte se
invierte el camino que había seguido hasta entonces en su razonamiento, pues ahora
parte de constatar la escisión del Yo en las psicosis para luego recordarnos su presencia
en el fetichismo y, como novedad, reconocer también su protagonismo en las neurosis
mismas. Casi siguiendo la misma secuencia que, en 1924, le llevó a reconocer la
existencia de pérdida de la realidad en las neurosis mismas y no solo en las psicosis52,
desactivando de este modo su importancia para el diagnóstico diferencial entre la
dimensión psicótica y la neurótica, como él mismo había propuesto con anterioridad.
Así, el escenario que la escisión va tomando para Freud en este último abordaje se
muestra distinto, incluso podríamos decir que muy distinto. Pues, al comprobar que «el
fetichismo deja espacio para una cantidad mayor o menor de conducta sexual normal»,
Freud concluye que «no debemos pensar que el fetichismo represente un caso
excepcional en lo que respecta a la escisión del Yo; es solo una conducta especialmente
adecuada para estudiar el problema» 53. El fetichismo se ve de este modo rebajado a la
categoría de una simple ocasión propedéutica, mientras que la escisión, que éste siempre
había ejemplificado, alcanzaría en lo sucesivo una dimensión general, pues el Yo infantil
utiliza tanto la represión para liberarse de las exigencias instintivas indeseables, como la
negación de las percepciones cuando se encuentra bajo la necesidad de rehuir la realidad.
La escisión del Yo, concluye Freud, «es una característica universal de las neurosis» 54,
afirmación tajante que enseguida matiza para no apartarse de su pensamiento tradicional:
«Es realmente una característica universal de las neurosis que se halla presente en la vida
mental del sujeto en lo que se refiere a cualquier conducta particular, que existan dos
actitudes diferentes, contradictorias entre sí e independientes. En el caso de las neurosis,
una de esas actitudes corresponde al Yo, y la contraria, reprimida, al Ello» 55. Con esta
aclaración había vuelto sin más a la tópica original, a la división entre el Yo y el Ello,
eludiendo que hablaba de una división interna al Yo, por lo que se ve obligado de nuevo a
matizar, admitiendo que esas dos actitudes responden a una diferencia «esencialmente
topográfica y estructural, y no siempre es fácil decidir en cada caso individual con cuál de
las dos posibilidades nos enfrentamos» 56. El resultado de este tira y afloja continuo es la
conclusión de que no es fácil distinguir entre la escisión del Yo que corresponde a la
represión –si es que se puede admitir aquí este término de escisión– y la que acompaña a

90
la negación de la realidad propia del delirio.
Ahora bien, la supresión a la que nos referimos en este estudio –Unterdrückung, en
términos freudianos– ha sido definida como la operación por la que se tiende a hacer
desaparecer de la conciencia cualquier contenido intolerable, dejándolo permanecer como
algo inhibido o descartado sobre lo que no queremos saber nada. Se trata, por tanto, de
un movimiento diferente de la inmersión de los sucesos traumáticos en el inconsciente
mediante la represión, y tampoco coincide con el alojamiento en el preconsciente de las
representaciones fácilmente recuperables. Lo que se suprime queda en la conciencia pero
casi sin vida, en una situación aparentemente neutra pero apartado siempre del primer
plano, del plano tético de la terminología fenomenológica. La supresión procede como si
la capacidad de mirar hacia otro lado adquiriera una consistencia natural, casi refleja, que
no deja una huella clara, o, al menos, no la deja en el inconsciente freudiano –que se rige
por la ley del retorno de lo reprimido–, ni corresponde a la marca que imprime en la
subjetividad la negación de la realidad propia de la escisión delirante. Lo suprimido
quedaría simplemente abandonado y oscurecido, desprendido como un invisible lastre a
la deriva por el universo representativo, o precintado y custodiado como un bulto no
identificado en cualquier departamento de la sentina subjetiva.
Al fin y al cabo, y pese a que la coincidencia no sea exacta, este tipo de exclusión
responde más cercanamente al modelo de la escisión, o división vertical del psicótico,
que al de la represión, o equivalente horizontal del neurótico. Por ello, aun considerando
la escisión del Yo como un procedimiento distinto de la supresión, nos interesa la
investigación freudiana porque por primera vez se propone una interpretación
metapsicológica de lo que acontece en la conciencia con estos compromisos divisorios.
Freud entiende esta escisión como un proceso que se desarrolla sin salirse del campo de
la conciencia, pues se limita a establecer una censura, una incomunicación, una
ignorancia recíproca de una corriente del Yo con otra. Sin embargo, sobre las
características de este dique que separa las dos corrientes, Freud no dice casi nada a lo
largo de su obra. Únicamente existen algunos comentarios aislados y bastante herméticos.
Por ejemplo, el que aparece al final del primer capítulo de El Yo y el Ello, donde habla
de una parte del Yo que, aun siendo inconsciente, no lo es de ninguno de los dos modos
tradicionales, ni como latente o preconsciente, ni como reprimido, por lo que se siente
forzado a admitir «un tercer inconsciente» específico en el interior del Yo. Tal
descubrimiento le merece la siguiente consideración: «Viéndonos así obligados a admitir
un tercer inconsciente no reprimido, hemos de confesar que la inconsciencia pierde
importancia a nuestros ojos, convirtiéndose en una cualidad de múltiples sentidos que no
permite deducir las amplias y exclusivas conclusiones que esperábamos. Sin embargo, no
deberíamos desatenderla, pues en último término, la cualidad de consciente o no
consciente es la única luz que nos guía en las tinieblas de la psicología de las
profundidades» 57. Probablemente, el riesgo de desnaturalizar el inconsciente le inhibió de
proseguir algo más por ese camino. Y algo similar cabe decir de las consideraciones que
en el mismo tono aparecen en La división de la personalidad psíquica58 y en el capítulo
IV de Esquema de psicoanálisis: «Porciones significativas del Yo, y en particular del

91
Superyó, a las que no se les puede negar el carácter de preconscientes, se quedan, sin
embargo, en su mayor parte inconscientes en el sentido fenomenológico de la palabra» 59.
En nuestra opinión, algo de lo que se debate en estos textos podría enlazar, en suma, con
el inconsciente que corresponde a la supresión, al menos en lo que respecta al hecho de
que una parte del Yo pueda ignorar las operaciones de la otra parte, o, lo que es lo
mismo, que un contingente de la conciencia logre quedar aislado o escotomizado del
resto.
Comoquiera que sea, y antes de entrar en más detalles, resumiremos diciendo que la
supresión la podemos entender de dos formas distintas. La primera incluye el mecanismo
por el cual uno o varios campos enteros de la representación pueden quedar aislados de
la vida, separados e inactivos como islotes mudos e invisibles de la conciencia, al modo
de quistes incomunicados entre los circuitos del alma que, pese a conservar intacta su
insolencia consciente, mantienen un sepulcral y constante silencio. La segunda lectura, en
cambio, se presenta a nuestra comprensión como si dos o más modos de vivir, en
principio incompatibles, coexistieran sin aparente dificultad pero sin conocimiento entre
sí, volviendo posibles esas incongruencias tan humanas que permiten el cinismo y la
hipocresía, es decir, la convivencia aparentemente serena de vicios y virtudes como si no
tuvieran nada que ver entre sí. El misterio de las personalidades múltiples tendría aquí,
lógicamente, a través del soporte de la supresión, la residencia de su enigma constitutivo
y funcional. Y, junto a él, se aviva otro enigma, el de la moral, pues todo ello nos hace
pensar que la moral, si cabe enunciarlo así, no se opone al mal sino a la doble moral.
Afirmación que tampoco nos satisface del todo, pues la moral del hombre no puede
concebirse de un modo plano, sin duplicidades ni compromisos conflictivos. La
moralidad, a la postre, no es más que nuestra asunción de la división, el resultado del
salomónico reinado sobre nuestras dos cabezas que acepta el principio de que la moral es
doble pero en la medida en que se opone al primado de la doble moral. Un asunto, en
definitiva, que atormenta al hombre desde la Antigüedad. Recordemos que Araspas, el
protagonista de la Ciropedia de Jenofonte, le responde a Ciro que «evidentemente tengo
dos almas, pues si solo fuera una no podría ser al mismo tiempo buena y mala» 60.
El procedimiento que intentamos aquí precisar no se adapta al modelo de un deseo
prohibido que no se puede admitir, como ocurre con la represión, sino que se reconoce
más bien bajo el modo complaciente de ceder a un interés que molesta reconocer. Un
interés sin duda más cercano al egoísmo narcisista que gira en torno a la supervivencia, la
riqueza o el poder, que de cualquier otro deseo más íntimo e inconfesable, como son los
que se reprimen bajo el modelo clásico de la histeria. Asimismo, se trataría de una
ejecución más próxima al fenómeno de la escotomización, especie de mácula del saber
cuyo término –siguiendo a Laforgue– utilizó Freud a regañadientes para explicar la
perversión en su artículo sobre el Fetichismo, antes que al de la negación de la realidad
propio de la psicosis, que sería el otro mecanismo más parecido. Un instrumento también
más cercano al concepto de atomización, con el que Ferenczi quiso dar cuenta de los
fragmentos de personalidad que el niño construye para superar los estreses sobrevenidos
durante el desarrollo, que al despedazamiento propiamente psicótico, «pues cada uno de

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estos fragmentos se comporta como una personalidad separada que ignora, sin embargo,
incluso la existencia de las demás» 61.
Recordemos que, entre las estrategias de oscurecimiento de la conciencia estudiadas
por Freud62, la negación de la realidad que acompaña a la escisión del Yo, en especial
cuando la analiza en el caso de las perversiones, es la que se sitúa más próxima a la
supresión, pues se ejerce sin llegar a trascender al territorio del delirio, lugar donde ya
primaría la deformación de la realidad sobre la simple ignorancia. En el artículo sobre el
Fetichismo, de 1927, expone su conocimiento de dos casos en los que sendos jóvenes,
inmersos en pleno duelo, rechazaban sorprendentemente la muerte del padre sin llegar a
negar la veracidad del hecho. Para explicar este suceso contradictorio, Freud no echa
mano del recurso de la represión –aunque tampoco la rechaza– o de una negación de la
realidad coyuntural, aislada y oportunista, al modo de un hipotético microdelirio, sino
que opta por otra solución, por la coexistencia de dos corrientes incomunicables de la
vida psíquica, una que admite la muerte real del padre y otra que la rechaza:
«Demostrose, en efecto, que los dos jóvenes no habían escotomizado la muerte del
padre más de lo que el fetichista escotomiza la castración de la mujer. Solo una corriente
de su vida psíquica no había reconocido la muerte del padre, pero existía también otra
que se percataba plenamente de ese hecho; una y otra actitud, la consistente con la
realidad y la conformada al deseo, subsistían paralelamente» 63. En este reparto de dos
constelaciones psíquicas que mutuamente se ignoran y que eluden la esperada síntesis del
yo, consistiría la escisión que Freud reconoce en la perversión pero que, observamos,
está más cercana a la práctica de la supresión que a la ruptura que, a modo de desgarro,
acompaña al delirio. Así se desprende también de un comentario más tardío de Freud:
«Hay que confesar, afirma, que ésta es una solución ingeniosa. Las dos partes en disputa
reciben lo suyo: al instinto se le permite seguir con su satisfacción y a la realidad se le
muestra el respeto debido. Pero todo esto ha de ser pagado de un modo u otro, y este
éxito se logra a costa de un desgarrón del Yo que nunca se cura, sino que se profundiza
con el paso del tiempo» 64. En este caso, que ha servido de referencia continua para la
psicopatología psicoanalítica, el Yo primero se separa en dos, del modo como nos
suponemos que sucede en el mundo dividido del delirante, entre un Yo que delira y otro
que razona con sentido crítico, y después queda sometido al riesgo de una separación
creciente y definitiva, tal y como pronostican los que sostienen la evolución defectiva de
las psicosis.
Es en ese ambiguo dominio donde la supresión ejerce su oscuridad. No obstante, lo
que más nos intriga de ella no son estas escisiones duales que explican el delirio, el
fetichismo o la neurosis misma al provocar una división en dos de la vida psíquica, sino
el que parece el denominador común de la mayoría de estos procesos: la instauración de
compartimentos impermeables en la conciencia. En otras palabras, lo realmente
complicado es el hecho de que podamos comportarnos como si amuebláramos la cabeza
con distintos cajones que colocamos a nuestro antojo. Porque, o bien los abrimos o
cerramos a conveniencia, incluso mezclándolos, cuando somos dueños del proceso y

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disponemos plenamente de la mejor inteligencia y de todos los recursos mentales, o bien
nos ponemos a manipularlos de un modo oscuro y defensivo, tratando de que se ignoren
entre sí, pues nos dejamos arrastrar por la modorra, el provecho y la ignorancia, como si
no quisiéramos que la mano derecha sepa lo que hace la izquierda. El primer proceso
lleva a la lucidez mental, mientras que el segundo identifica en gran medida los hábitos
mentales de la paranoia, donde algunas partes del yo hacen como si se hubieran vuelto
ciegas y pudieran dar la espalda a la realidad para rellenar de proyección, interpretación y
desconfianza esos escotomas.
Sin embargo, ante la mera posibilidad de que la conciencia se pueble de
compartimentos estancos que puedan concluir en confusión mental o en crisis disociativa,
la tendencia paranoica más inmediata y simple consiste en disponer la cabeza en dos
mundos contrapuestos e incomunicables. Esta inclinación de nuevo a la dualidad explica
su aproximación renovada a la psicosis, en la que dominan las escisiones tajantes propias
del delirio pero, sobre todo, justifica la propensión maniquea con que separa todos los
asuntos. El paranoico simplifica el mundo reduciéndolo todo a dos puntos extremos de
amistad y enemistad, a dos polos contrapuestos que solo se atreve a corregir mediante su
vocación de unidad excluyente, esa muestra de convicción y totalitarismo que acompaña
siempre a los dualismos maniqueos como un contrapunto ineludible.
En realidad, si a la supresión le concedemos aquí tanto protagonismo no es, desde
luego, por las dificultades teóricas que suscita la delimitación de su concepto, que son
extraordinarias, o por lo complejo que resulta el reconocimiento de su función en la
práctica de cada sujeto. Lo relevante para nosotros es que la oscuridad que promueve
enlaza directamente con los instrumentos paranoides. Del mismo modo que detrás o
delante de la represión acecha la angustia, en el seno de la escisión psicótica brota el
delirio y, bajo los pliegues y doblamientos de la conciencia asoma la cabeza
grandilocuente de la tristeza, tras la supresión tropezamos con desconfianza,
interpretación, perjuicio, acusación, suspicacia y tiranía. Cuando se suprime, los
compartimentos de la conciencia se niegan a pasarse información unos a otros, como si
cada uno de ellos, víctima de su aislamiento, no acertara a desprenderse de su verdad
particular ni de su orgullo propio y se pusieran de espaldas el uno contra el otro.
Si uno se niega a reconocerse del todo, el resultado es que proyecta, acusa y
desconfía. Si alguien deja parte de su vida en un oscuro rincón y hace como que no
existe o no va con su persona, el precio a pagar es siempre de condición paranoide.
Como si temiera que alguien le acusara o desenmascarara su secreto, el ocultador ante sí
mismo se defiende tachando de culpable y perseguidor a quien corresponda. Quien
impermeabiliza parte de sí, creyendo tácitamente en la eficacia de su silencio y de su
ceguera, atrae las intenciones de los demás hasta caer en la sospecha. Aquel que no
acepta las imposiciones de la historia, que ha hecho del sujeto moderno un implacable
observador de sí mismo, se verá obligado a sustituir la dimensión de la autoconciencia
por las calamidades de la autorreferencia. De esta suerte, es inevitable que todos cuantos
suprimen en exceso estén condenados a convertirse en el centro de su pequeño universo,
convencidos de que el otro solo se preocupa por dirigirle y hurgar en su conciencia. Llega

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un momento en que los demás dejan de importarle si no es en la medida en que se
interesan por su vida y le convierten en víctima de sus maniobras.
En otro orden de cosas, no debemos pasar por alto un hecho clínico que viene a
ilustrar nuestro conocimiento sobre el modo de proceder supresivo. Nos referimos a lo
que realmente sucede en los casos de desaparición del delirio. Pues, cuando un delirio
psicótico se disuelve, desaparece o admite cierta aproximación crítica –que siempre se
debe considerar parcial y paradójica–, no podemos pensar que la negación de la realidad
que define el hecho delirante haya sido sustituida por un reconocimiento positivo de la
misma, ni que el enconamiento de la convicción haya quedado sometido a una generosa
palinodia. Debemos recordar que el psicótico nunca se desdice. El delirio, en estos casos
de evolución clínica favorable, sencillamente se oscurece y se oculta ante uno mismo,
pero no admite la retractación que se supone debe acompañar a una auténtica operación
crítica. A lo más que se asemeja este retroceso es a una supresión que enquista el delirio
y lo deja amartillado pero aislado en la conciencia, bien a modo de una tranquilizadora
reserva de sentido, bien como un motor paranoide inagotable que actúa desde el recinto
de su estancamiento. Toda curación del delirio deja esta huella paranoica que aquí
atribuimos a una consecuencia inevitable de la supresión. Ya se trate de una
susceptibilidad especial, de una suspicacia latente o de un aire de perjuicio que continúa
tras la experiencia delirante, incluso cuando la damos por concluida o superada, hablamos
de residuos clínicos de la supresión que vienen a sustituir la esperada rectificación del
delirio, imposible casi por definición pues lo delirante no puede escapar a la división que
lo causa. El reconocimiento de las voces alucinatorias como patológicas o como simples
invenciones no hace sino desplazar la división a otro lugar, quizá más localizado y más
sano, eso sí, pero donde persistirán más o menos calladas las voces verdaderas, las
realmente incorregibles.
Por el contrario, y ya fuera de este ejemplo, cuando los espacios mentales
mantienen su independencia pero no se ocultan entre sí, demostrando de este modo su
habilidad y su más alta inteligencia, es cuando las cosas alcanzan múltiples significados
para el sujeto y permiten ser observados desde distintos puntos de vista. Recordemos
que la multiplicidad de sentido que alentaba Epicuro es la condición que dificulta el cierre
interpretativo propio de la paranoia, y que esa misma multiplicidad es la que impide,
gracias a su transgresión continua, a su desdoblamiento y yuxtaposición permanente, que
las representaciones se aíslen y, en el mismo acto, se puedan volver perversas, si se
acepta aquí la aparición súbita de este intempestivo término tan próximo a la paranoia.
Pues la perversión, entendida en una acepción amplia y no meramente sexual, se
caracteriza por ejercer una supresión que, además de provocar un estrechamiento
mental, ignora los derechos del otro negándole su perspectiva particular. Por ello,
transgresión y perversión se contraponen, pues la primera suaviza los conceptos y los
principios axiomáticos de la acción, permite el acceso al otro, y a la vez, aprueba la
disyunción y subdivisión del sentido, mientras que en la perversión se trata de
compartimentar y estancar los espacios representativos, frenando el movimiento y las
diferencias semánticas. Ésta y no otra es la garantía que la fluidez del conocimiento

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brinda a la libertad.
Ahora bien, la cuestión decisiva que llegados a este punto nos interesa, es dirimir si
toda perversión es en el fondo paranoide. Ambos procesos clínicos, paranoia y
perversión, se asocian codo con codo en tanto que se sostienen en la supresión, en una
ignorancia voluntaria de algo que compromete nuestras relaciones con el otro y nos
dispone en su contra, bien porque abusamos perversamente de él o porque le
convertimos artificialmente en una amenaza paranoica. No hay supresión, decíamos, que
no se acompañe de una reacción maniquea, la cual, en su forma mayor, germinará en la
invención de un enemigo persecutorio –paranoia– o de una víctima a la que someter –
perversión–, y, en la menor, delegará la cuota de poder que le corresponde en una
autoridad ajena ante la que replegarse, siempre a cambio de que administre la tiranía en
su nombre. Cabe sospechar, por lo pronto, que el misterio de la servidumbre voluntaria,
que empezó alarmando a La Boétie y ha fraguado en el enigma moderno del fascismo,
no debe estar muy lejos de las formas de esta torpeza decidida y abnegada. La
obediencia perruna es un reflejo paranoide de la supresión, como lo es el refugio en las
ideologías totalitarias o absolutistas. Será paranoico quien previamente aceptó la
esclavitud, quien no se contenta con tener aliados y quiere tener compinches, o quien no
sigue el ejemplo de Gómez de la Serna, que se definió a sí mismo como «buen amigo de
sus amigos pero nunca su cómplice» 65. En definitiva, quien elimina de su capital de
apetencias el deseo de libertad. «Hay, no obstante, una cosa, una sola –escribe La
Boétie– que los hombres, no sé por qué, no tienen siquiera la fuerza de desear: la
libertad, ese bien tan grande y placentero cuya carencia causa todos los males» 66.
La única diferencia que encontramos, si se da por bueno este punto de vista,
proviene de que la forma paranoica cristaliza bajo la convicción de que el otro
supuestamente goza de mí, lo que satisface la necesidad morbosa de atraer persecución y
perjuicio contra uno mismo, mientras que en la variante perversa soy yo quien vacía al
otro de los derechos de su subjetividad para usarle en mi provecho. De esta suerte, el
otro es un enemigo de quien no quiero conocer otra cosa que los perjuicios que me causa
o un fetiche de tres al cuarto que manipulo y cosifico a mi antojo. Ambas posibilidades
resumen lo que se han llamado relaciones de objeto parciales, donde la alternativa es
evidente: que el otro goce de mí, de manera más o menos imaginaria, o yo gozo del otro
sin dar posibilidades a que el deseo fragüe en una experiencia guiada bajo el ideal del
encuentro y la simetría. Esta oposición une de forma indisociable las manifestaciones de
la paranoia y la perversión, dado que comparten el modo de desconocer e ignorar al otro,
aunque diverjan luego en cuanto a los modos de relacionarse con las instancias del placer
y del poder.
Pues bien, si hemos puesto sobre el tapete la idea de que esa forma espontánea de
no querer saber nada sobre lo que nos incomoda define perfectamente la condición
paranoica del hombre, y funda, según Lacan, una de nuestras pasiones más importantes,
la de la ignorancia, debemos aceptar ahora que dentro de su extensión natural hay
experiencias que adquieren especial relieve e intensidad. Una de ellas, bien conocida y
mil veces interrogada por su ejemplaridad, es la reacción de los participantes en el

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Holocausto. Sobre ella proponemos una pregunta acerca de la presencia de la supresión,
dirigida tanto a los ejecutores del hiperbólico asesinato, como a sus víctimas o a los
supuestos conocedores del crimen que escurrieron el bulto y permanecieron pasivos e
indiferentes a lo que ocurría a su lado. En todos descubrimos la contundente eficacia de
la supresión ante la dimensión inasimilable del drama. Y aunque, lógicamente, no se
puede comparar la moral de cada uno de los intervinientes –los verdugos, las víctimas y
la sociedad en su conjunto–, un común denominador paranoide les une más allá de su
participación en la misma tragedia.
Así las cosas, si no pasamos por alto la reflexión de Zygmunt Bauman en
Modernidad y holocausto67, donde interpreta el exterminio judío como un fracaso
específico de la civilización moderna, llama la atención, en primer lugar, que considere el
punto más estremecedor del suceso la facilidad con que la mayor parte de las personas se
adaptaron a situaciones que exigían crueldad o, por lo menos, algún grado de ceguera
moral. La aceptación de esa realidad, que por el peso de los hechos llega a considerarse
un suceso casi natural, nos permite comprender que, pese a descansar en distintos
motivos, la supresión incumbe a todos los afectados aunque no por igual.
A los verdugos, en primer lugar, porque, como tantas veces se ha dicho desde que
Hannah Arendt habló de la banalidad del mal, pronto se supo que esos hombres no eran
malos en un sentido absoluto, y en cuanto se quitaban el uniforme se comportaban con
normalidad. «Lo más grave en el caso Eichmann –escribe Hannah Arendt en referencia
al responsable del transporte de las víctimas, que fue ejecutado en Israel en 1962–, era
precisamente que hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron
pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente
normales» 68. Tal constatación de normalidad trae aparejadas consecuencias quizá
desproporcionadas pero sumamente coherentes. La primera de ellas, la trágica sospecha
de que cualquiera podía haber hecho algo semejante, conclusión que en parte desagrada
a la autora, por considerar fuera de lugar la pretensión de los que «no descansarán hasta
haber descubierto un Eichmann en el interior de cada uno de nosotros» 69. «Lo que
quería decir –insiste Arendt años después en referencia a esta posible interpretación– es
que el mal no es radical, no va a las raíces, que no tiene profundidad y que por esa
misma razón resulta tan terriblemente difícil pensar sobre él, pues el pensamiento, por
definición, quiere llegar a la raíz. El mal es un fenómeno de superficie, y en lugar de ser
radical es meramente extremo» 70. Malos, por lo tanto, no por fundamento sino
periféricamente, por la simple seducción de la realidad. La segunda consecuencia, a la
que ahora nos referimos, es la que destaca Agamben cuando subraya que una de las
lecciones de Auschwitz fue precisamente «entender que la mente de un hombre común
supone un esfuerzo mucho más arduo que comprender la mente de Spinoza o de
Dante» 71. Todos somos, al menos, igual de complejos y enigmáticos, podríamos añadir.
Comoquiera que sea, el alcance de estas referencias acredita nuestra irreductible
disposición paranoica y la facilidad con que cierta textura fascista puede brotar en nuestro
interior, sin necesidad de convertirnos en desalmados ni asesinos en serie. El examen de

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esa durmiente o aletargada capacidad supone un desvelamiento del alma difícil de realizar
y complicado de asumir, máxime cuando los instrumentos con los que contamos no nos
permiten concluir nada evidente, salvo que recurramos al juicio tan cómodo como
sumario de la pulsión de muerte. Si «Eichmann no era un Yago, ni era un Macbeth, ni
nada pudo estar más lejos de sus intenciones que resultar un villano» 72, si apenas cabe
afirmar que fuera «un estúpido», ni cabe atribuirle una «diabólica profundidad», del
mismo modo «tampoco podemos decir que sea algo normal o común». Entonces, si no
queremos abandonar el problema sin apenas abrirlo, ¿de qué anormalidad se trata?
Arendt se inclina por evitar cualquier respuesta, incluso comenta que «en realidad,
una de las lecciones que nos dio el proceso de Jerusalén fue que tal alejamiento de la
realidad y tal irreflexión pueden causar más daño que todos los malos instintos
inherentes, quizás, a la naturaleza humana. Pero fue únicamente una lección, no una
explicación del fenómeno ni una teoría sobre el mismo» 73. Pero, a la vez, como si
quisiera aceptar el diagnóstico de Karl Kraus, para quien «la culpa del genocidio la tiene
la frase tópica», subraya la presencia de una suerte de irreflexión en Eichmann reflejada
en el uso continuo de frases hechas, en un «horrible don de consolarse con clichés que
no lo abandonó ni en la hora de la muerte». «Cuanto más se le escuchaba, más evidente
era que su incapacidad para hablar iba estrechamente unida a su incapacidad para pensar,
particularmente para pensar desde el punto de vista de otra persona. No era posible
establecer comunicación con él, no porque mintiera, sino porque estaba rodeado por la
más segura de las protecciones contra las palabras y la presencia de otros, y por ende
contra la realidad como tal» 74. Cabe sugerir de nuevo, aun a riesgo de simplificar, que
esa protección tan segura no es otra que un efecto más de la capacidad de supresión.
Semejante torpeza, que sin estar reñida con la capacidad intelectual impide la
sobredeterminación de las palabras, la multiplicación del sentido y, por ende, la
aceptación del argumento de los demás, define holgadamente el mecanismo paranoide
más significativo. Esta ruptura con la función poética del lenguaje, tan definitoria de la
paranoia por sus apuros con la metáfora y su congelación rígida del sentido, ejemplifica
bien la capacidad de Eichmann para no saber sobre lo que no le interesa y, de paso,
presumir de ello con suficiencia y jactancia.
Al estudiar la lengua del Tercer Reich, Victor Klemperer llamó la atención, en su
diario de 1933, acerca de que «aparecen nuevas palabras o las viejas adquieren un
sentido nuevo y especial o se forman nuevos compuestos que no tardan en solidificarse o
en convertirse en estereotipos» 75. A lo que añade que «el nazismo se introducía más bien
en la carne y en la sangre de las masas a través de palabras aisladas, de expresiones, de
formas sintácticas que imponía repitiéndolas millones de veces y que eran adoptadas de
forma mecánica e inconsciente» 76. El fascismo duerme en esas madrigueras de la
palabra, en esos tópicos que son la barrera que les impide, a la acción, al pensamiento y a
los deseos, crecer por proliferación, yuxtaposición y disyunción, mecanismos que, como
ya vimos con anterioridad, Foucault defendía como formas de introducción hacia una
vida no totalitaria.

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En cuanto a las víctimas del Holocausto, los múltiples testimonios acerca de sus
compromisos morales y de las oscuras reacciones de las que dependía su vida, superan
con mucho la narración meramente histórica de los hechos. Los supervivientes urden
argumentos en los que el recurso de no querer saber nada de lo que no les convenía
llegaba a adquirir una dimensión extraordinaria, solo proporcional al imperio inflexible
que llegaba a ejercer el principio de conservación en esas condiciones extremas. A la voz
de sálvese quien pueda, la moral se resquebrajaba y las propias necesidades vitales
oscurecían, como un imperativo natural y sin necesidad de mayores esfuerzos, todo lo
que era necesario apartar de la conciencia para luchar exclusivamente por la
supervivencia. Así las cosas, se llegaba a establecer una zona gris donde podían invertirse
los papeles, convirtiéndose las víctimas en verdugos y los verdugos en víctimas. «La
mayor parte de los prisioneros, comenta Bettelheim, evitaban hablar de ello. Su reacción
era como si lo que hacían en el campo no contara, pues todo estaba permitido en la
medida en que permitía sobrevivir» 77. Muchos se comportaban, añade, como si su
existencia en el campo no tuviera ninguna relación con su vida real.
La fraternidad dejaba de ser un hecho cotidiano, presumible siempre, pese a todo el
pesimismo con que carguemos a la condición humana, para convertirse en una heroicidad
escasa. Tanto más relativa, por otra parte, en cuanto que era especialmente castigada. De
hecho, el propósito del antisemitismo nazi ha sido definido específicamente por Sebastian
Haffner como un desprecio a la solidaridad: «Este propósito constituye en efecto algo
novedoso dentro de la historia de la humanidad: el intento de anular, en el caso del
género humano, esa solidaridad primigenia que comparten todos los miembros de una
especie animal y que es lo único que los capacita para sobrevivir en la lucha por la
existencia» 78.
Según el recuerdo de Primo Levi, «la instauración automática y fatal de una
jerarquía entre las víctimas es un hecho sobre el que no se ha razonado lo suficiente; el
hecho de que en todas partes exista el prisionero que hace carrera a costa de sus
compañeros». Por ello, cuando se afirmaba que «por mal que fueran las cosas siempre
se encontrarían compañeros», la respuesta de Levi es contundente: «Encontramos
enemigos, no compañeros» 79. De hecho, según muchos testimonios y como sucede en
tantas otras comunidades ordinarias o forzadas, los prisioneros se agredían
permanentemente como si estuvieran obligados a dar continuidad a los tormentos en los
momentos de descanso. Wiesel comenta sorprendido que, en una ocasión en que pegan a
su padre, encima se encoleriza contra él como si fuera cómplice de los torturadores: «He
aquí lo que la vida concentracionaria había hecho de mí…» 80.
Es lógico creer que estos sucesos son hijos de las circunstancias extenuantes del
encierro, donde es fácil dejar constancia del papel de la urgencia vital, del desplazamiento
de la agresividad y de la ineludible identificación con el agresor. Sin embargo, hay otro
suceso incorregible igualmente presente pero mucho más difícil de explicar: la
culpabilidad sentida por los presos. Su elocuente presencia, sin dejar de ser un lugar
común en la reflexión sobre la psicología de los campos, sirve de testimonio sobre la

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conservación de cierto sentimiento de humanidad y del fracaso de la supresión y la
inocencia paranoicas radicales. En este caso la culpa permeabiliza todos los rincones de la
cabeza, impidiendo la creación de compartimentos estancos que pudieran quedar a salvo
de la autocrítica, al menos de la que provocarían algunas emociones inesperadas. Con
todo, la culpa, pese a sus beneficios racionales, también viene a hacer la puñeta al
supresor cuando éste es imprescindible para resistir, pues inhibe la necesaria hostilidad
hacia el verdugo y confirma la presencia de la sumisión. En un mismo gesto se reúnen la
culpabilidad del superviviente, la vergüenza ante lo no asumible y el bochorno de la
humillación, a los que viene a sumarse la culpa directa por el sufrimiento de uno mismo y
del dolor que se observa en los demás. Robert Antelme refiere una situación que le
conmueve de un modo enigmático, como si hubiera puesto en cuarentena toda su
capacidad explicativa. Un joven italiano, un estudiante de Bolonia, es designado para ser
ejecutado como represalia contra todo el grupo: «Lo conozco. Lo miro. Su rostro se ha
sonrojado. Lo miro bien. Todavía guardo ese rubor en mis ojos» 81.
Dijérase que en cada víctima asistimos a una lucha continua entre la inclinación de la
supresión paranoica a separar las ideas y la fuerza de la melancolía culposa a unirlas.
De un lado, la inocencia forzada, el oscurecimiento y la deslocalización del perseguidor;
del otro, la culpa, la lucidez y el reconocimiento exacto del lugar de la maldad. Todo bajo
unas dimensiones desconocidas que sugieren la aparición de una nueva sustancia ética
que justifica cualquier fracaso explicativo por nuestra parte, como le sucedió a Bettelheim
cuando llegó a reconocer que «al contrario de lo que esperaba, las personas que, según la
teoría psicoanalítica tal y como la comprendía, habrían resistido mejor los rigores del
campo, soportaban a menudo muy mal las tensiones extremas. Mientras que otras,
frágiles según la misma teoría, dieron ejemplo de coraje y de dignidad humana» 82.
Personas débiles quizá, podríamos aventurar, pero probablemente bien dotadas de
instrumentos supresores para borrar la realidad.
En último lugar abordamos el papel de la sociedad, cuyo modo de hacer la vista
gorda nos resulta mucho más familiar. El llamado silencio alemán es enjuiciable desde
múltiples perspectivas, desde el dramatismo de los crímenes, desde la diferente
proximidad de los testigos al delito o según el abordaje colectivo o individual del mismo.
En sí mismo no es diferente a otros muchos silencios en los que todos incurrimos, ya
sean laborales, familiares o políticos, aunque el escenario no es comparable por su
intensidad y su gravedad, y porque el delito está aquí dirigido, como se ha hecho habitual
destacar, contra el hombre, contra la Humanidad, contra lo más íntimo del alma.
Baumann es bastante condescendiente cuando sostiene que «la gente se negó a creer
lo que estaba viendo, y no por torpeza o mala fe, sino porque nada de lo que habían
conocido hasta entonces les había preparado para poder creerlo» 83. Actitud que no
coincide ni mucho menos con la de Primo Levi: «La mayor parte de los alemanes no
sabía porque no quería saber o, mejor, porque quería no saber [...]. Quien sabía no
hablaba, quien no sabía no preguntaba, quien preguntaba no obtenía ninguna
respuesta» 84. Este modo supresor de ejercer la oscuridad tiene un sabor universal.

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Refugiarse en la ignorancia, en la lejanía, en la impotencia, en el aturdimiento o en la
culpa colectiva, es el recurso más a mano que poseemos para caminar por los conflictos
humanos con orejeras de burro y una aparente legitimidad, como si fuéramos hábiles
encubridores de nosotros mismos.
Sin embargo esta oscuridad no cursa sin consecuencias. Del mismo modo que la
represión, según Freud, es fuente o consecuencia de la angustia, la supresión, esto es, la
ignorancia voluntaria, el aislamiento de las representaciones, la servidumbre pasiva, la
falsa conciencia, el autodisimulo o comoquiera que llamemos a este proceso, conduce
indefectiblemente a la desconfianza y a la forja de un enemigo con que sostener el
empeño.

La verdad

Pocas ocasiones hay tan reveladoras como la que propone la paranoia para observar de
cerca el estatuto subjetivo de la verdad. En efecto, los compromisos con la verdad de la
paranoia son múltiples y muy distintos, aunque se alejan de la idea tradicional que la
enjuicia como adecuación entre el pensamiento y la realidad.
Se ha sostenido que la verdad habita en la psicosis por distintas fuentes, y de todas
presume participar la paranoia en mayor o menor medida. En primer lugar, lo paranoico
se reclama verdadero gracias a la fuerza de su convicción, pues muchas veces las
verdades subjetivas quedan legitimadas por su intensidad más que por su exactitud. Su
dominio está plagado de dogmas y certezas que tienen, para el que las posee, el valor
incondicional de los axiomas. El pensamiento paranoide, como ya expusimos, se juega
bajo el código de la lógica binaria y del tercio excluso, donde las cosas son o no son, sin
componendas ni matices, lo cual casa bien con las rigideces de la certidumbre. Al fin y al
cabo, todos los dualismos, sea cual fuere su contenido, tienen un apresto paranoide.
Organizar la vida bajo emparejamientos duales, y a la cabeza de todos ellos el tan
socorrido de amigos-enemigos85, conduce inevitablemente a la soledad desconfiada, a la
guerra y, en último extremo, a la psicosis. Sabemos que hay verdades enajenantes y que,
entre ellas, las más efectivas son las que acompañan a la convicción y la dualidad.
Nietzsche lo supo el primero y, a estos efectos, dictaminó que no es la duda sino la
certeza la que nos arrastra a la locura86.
Si la psicosis es una experiencia accidentada y aciaga de soledad, se debe a que sus
convicciones poseen una verdad que la aparta radicalmente de los demás. La certeza que
adquiere no es de las que unen a los hombres, como sucede con la creencia ciega de la fe
o con la opinión sangrienta del espíritu nacional, sino que es una verdad estrictamente
individual que no se puede compartir con nadie. Tan solo se conoce un caso en que los
delirantes se unen y participan de un mismo delirio, y lo denominamos folie à deux. Pero
éste posee dos características que vienen a confirmar cuanto se ha dicho. La primera,

101
que de los dos implicados siempre es uno el que dicta el discurso mientras que el otro
obedece y repite sin más, eliminando la posibilidad de compartir equilibradamente las
opiniones. Y, además, nunca hay folie à trois. El paranoico no sabe contar, si por contar
entendemos pasar de dos. Pues cuando pasa de dos, los otros no se unen con el
paranoico, sino contra él. Desde ese momento, los demás pierden su condición de cifra,
la que permite contar a los amigos con los dedos de una mano, y se constituyen en un
conjunto que no se puede numerar.
Siguiendo nuestros argumentos, aparte de la intensidad de la convicción, una
segunda fuente de verdad la encontramos en la voluntad de sinceridad y transparencia.
Paranoico es quien se dice a sí mismo que nunca miente, o quien proclama alegremente
estar dispuesto a decirlo todo. Lo es quien actúa como si fuera capaz de saltarse
libremente las limitaciones de oscuridad y deformación que impone el propio
pensamiento, o como si el otro no le exigiera, al igual que al resto, una coartación de
pudor y respeto, una consideración de elegir bien lo que se dice en cada ocasión u optar
si es necesario por el silencio. Éste es el caso de algunos ímpetus paranoides guiados por
un anhelo desmedido de transparencia, como el de Rousseau, que en su afán de contar
toda la verdad se dio de bruces con la persecución. «Emprendo una tarea de la que
jamás hubo ejemplo y que no tendrá imitadores. Quiero descubrir ante mis semejantes a
un hombre con toda la verdad de la naturaleza, y este hombre soy yo» 87. En su caso no
se limita, como Kant, a rechazar incluso el derecho a mentir por filantropía88, sino que
se obliga a decir toda la verdad. Una verdad que, al no nacer del diálogo, pues surge
entera y redondeada de dentro, más que decirla o confesarla solo cabe espetársela a
alguien como sea. «Sí, lo digo y lo siento con una orgullosa elevación de espíritu, en este
escrito he llevado la buena fe, la veracidad, la franqueza tan lejos, más lejos incluso, al
menos así lo creo, de lo que jamás hizo nadie; sintiendo que el bien sobrepasaba el mal,
estaba interesado en decirlo todo, y lo he dicho todo» 89.
En cambio, la culpa, como contrapunto de la inocencia y la sinceridad, aunque en
cierto modo nos transparenta, al modo como lo hace la vergüenza, o nos anima a la
proyección, no es un sentimiento propiamente paranoico, pues bien entendida nos exige
dudar, arrepentirnos y preocuparnos por la enmienda. Es cierto que, como antes
defendíamos, la culpa genera desconfianza, y que no deja de ser el espía que trabaja a
favor de Dios para descubrir el Mal en el corazón de los hombres, pero representa un
sentimiento que la paranoia no tolera. Es la inocencia la que acompaña a la persecución.
El paranoico delira a cambio de su inocencia. La reclama con su deliro pues no soporta
cualquier atisbo de culpa que le recuerde el trauma de la angustia o que le aproxime al
otro empujado tan solo por la insoportable necesidad de reparar. Lo terrible es que el
precio que se paga por la inocencia descabellada siempre es la transparencia, pero ya no
como un ideal de verdad, sino como una diafanidad involuntaria que se sufre bajo el
tormento mental de la imposición, robo y difusión de los pensamientos, que son, todos
ellos, accidentes difícilmente tolerables de las psicosis.
Sentado esto, destaca la importancia que puede tener la mentira como antídoto de la
transparencia. La mentira no solo mata el alma, como defendió Agustín en el capítulo VI

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de su De mendacio90, pues también la salva con frecuencia. Agustín mismo llega a
reconocer que «la cuestión de la mentira es oscura en extremo y rehúye la intención del
investigador con sinuosos culebreos» 91. No es tan fácil como parece definirla e
identificarla.
La mentira nos interesa porque es la primera barrera que oponemos a la invasión y
la curiosidad de los demás.
Gozamos de intimidad y secreto gracias a nuestra capacidad de mentir, que es casi lo
mismo que nuestra facultad para hablar. De hecho, Umberto Eco definió la semiótica
como «la disciplina que estudia todo aquello que puede usarse para mentir» 92. Y entre
todas las mentiras, la menos útil, la más dañina, es la que Platón denomina «verdadera
mentira». Y como tal no se refiere a lo que denomina mentira en palabras, sino «a la
ignorancia en el alma de quien se está engañando» 93. La mentira que nos hacemos a
nosotros mismos no es provechosa para preservar la intimidad. El autoengaño, la mentira
involuntaria, es, con diferencia la más dañina, mientras que, lógicamente, ninguna es más
sana que aquel descarado ruego de Joan Crawford en Jonnhy Guitar: «Miénteme, dime
que me has estado esperando todos estos años».
Una tercera acepción nos invita a admitir que en la psicosis se experimenta una
verdad que no se alcanza por otros caminos. En el seno de la locura late un ánimo
investigador y revelador, de un tono con frecuencia teocrático, profético o inventor. Todo
aquello que sitúa a la locura como fuente de sabiduría está en juego en esta otra
constelación de la verdad. Sucede en la esquizofrenia, porque su experiencia roza muy de
cerca el fondo de donde surge el arte y la experiencia original y poética de la palabra,
pero también acontece en el resto del eje paranoico, pues si bien sus manifestaciones
menos radicales no poseen tanto crédito creativo, aciertan en cambio a vislumbrar el
punto verdadero de las cosas y de las intenciones de los demás. Canetti advirtió, en este
sentido, que «el paranoico tiene el don de adivinar las intenciones, sabe con exactitud lo
que hay detrás» 94. Y de un modo parecido, Barthes habló del «pequeño motor de la
paranoia» 95 para dar cuenta de ese relente receloso sin el cual el conocimiento
languidece.
En las psicosis, el mundo mental se manifiesta de modo directo, sin intermediarios,
dando cuenta, si no de la realidad material del mundo, sí al menos de los sentimientos en
su estado más efervescente y puro. Esto sucede en la paranoia delirante, especialmente
en el borde esquizofrénico, donde la verdad surge como un cortocircuito entre la angustia
y la representación, pero también hay testimonios de lo mismo a lo largo de todo el eje.
Es una cualidad del universo paranoide que su mundo interior ofrezca una verdad sin
metabolizar, cruda y despiadada.
La proximidad esquizofrénica a lo poético no es nada más que una consecuencia de
su acercamiento a lo Real, que ejerce la fuerza verídica de un acontecimiento. Lo Real
solo posee una significación, la que fragua en el instante en que la representación
contacta con su vacío pleno, exacto y sofocante. Por eso la experiencia se acompaña de
convicción y no admite discusión ni argumento sobre esa verdad decantada directamente

103
que, como la alétheia de Heidegger o la emanación plotiniana, retrocede y se retira cada
vez que se revela. Foucault propuso, en referencia a ese instante creativo, que «en lugar
de ver en el hecho patológico el crepúsculo en el que se hunde la obra al realizar su
verdad secreta, es preciso seguir este movimiento por el cual la obra se abre poco a poco
a un espacio donde el ser esquizofrénico adquiere su volumen, revelando de ese modo,
en el límite extremo, lo que ningún lenguaje, fuera del abismo en el que se sume, habría
podido decir, lo que ninguna caída habría podido mostrar si no hubiera sido al mismo
tiempo acceso a la cúspide» 96.
Sin necesidad de recurrir a estas especulaciones, Freud lanzó la duda sobre la verdad
del psicótico desde el primer momento que lo puso en su punto de mira: «El porvenir
decidirá si la teoría integra más delirio del que yo quisiera o el delirio más verdad de la
que otros creen hoy posible» 97. Fórmula que invertida, y leída desde el lado del enfermo,
resuena con todo su solemne vigor en este reproche de Artaud a su psiquiatra, el Dr.
Ferdière, intentando que entendiera cabalmente su poesía: «Tratarme como delirante es
negar el valor poético del sufrimiento que desde la edad de quince años surge en mí ante
las maravillas del mundo, y de este sufrimiento admirable del ser es de donde he sacado
mis poemas y mis cantos. ¿Cómo no consigue amar en la persona que soy lo que ama
usted en mi obra? Es de mi yo profundo de donde saco mis poemas y mis escritos y a
usted le gustan. Le suplico que recuerde su verdadera alma y comprenda que una serie
más de electrochoques me aniquilaría» 98.
Por otra parte, esta verdad surgida del seno de la locura guarda paralelismo con
aquella que Foucault llamó «verdad acontecimiento». Una manifestación que oponía a la
«verdad demostración» que, en el fondo y desde una perspectiva arqueológica,
consideraba una modalidad de la primera. El acontecimiento no responde a un modelo de
demostración científica sino de choque, de rayo o relámpago, que a Foucault no le sirve
tanto para dar cuenta de la capacidad creativa del psicótico como para conceptualizar la
verdad que se muestra en el momento de la crisis. En su seminario sobre el poder
psiquiátrico de 1974, retoma la idea de la medicina antigua en torno al valor verista de la
crisis. «No digo que ‘revele’ una verdad que permanecía escondida, sino que se produce
en lo que es su verdad propia, su verdad intrínseca. La crisis es la realidad de la
enfermedad volviéndose en cierto modo verdad» 99. Hasta el siglo XVIII, la crisis estuvo
asociada a la verdad y por ello no se proponía, como sucede ahora, yugularla de forma
sistemática. Dejar asomar la verdad era curativo por sí mismo. Había que conseguir un
equilibrio: ni evitar la crisis, que prolongaría la enfermedad, ni dejarla manifestarse de
forma demasiado vigorosa y violenta. Esta virtud prudente del punto medio es hoy
asimilable a la que se puede defender ante los síntomas de la psicosis, entendidos como
la expresión de la enfermedad pero también como la ortopedia más eficaz que pone en
marcha el propio enfermo. Tan perjudicial puede ser dejar evolucionar los síntomas
libremente, pese a la verdad que conservan, pues no podemos aceptar la psicosis cual si
fuera un idílico viaje liberador, como atajarlos de raíz y convertir a los psicóticos en
hombres desvitalizados, robóticos y aplatanados por el exceso de medicación.

104
Cabe, como cuarta y última fuente de verdad de la paranoia, que ésta surja por
efecto de la reivindicación. Requerimiento que, para el paranoico, no es de bienes o
dignidades, pues nada hay que le impida conseguirlas, sino de un nivel de justicia que
nunca alcanza pero que no pocas veces sirve para denunciar los abusos del mundo. Por
encima de cualquier otro, el universo de la ley, del padre y la autoridad, es el ambiente
más atractivo para el paranoico. La verdad de la ley retiembla en él. Su necesidad de que
se haga justicia brota de su interior como una reclamación permanentemente insatisfecha
en la que exige que le devuelvan lo que, en realidad, nunca ha tenido, o que le den lo
que, irremediablemente, ya nadie le puede dar. Víctima de la injusticia, real o imaginaria,
hace de su vida una tarea inacabable de lucha y reclamación. Siempre se siente
injustamente tratado, entre otras razones porque consigue inevitablemente que le traten
con arbitraria deslealtad, sin que sin embargo se sepa bien cómo lo consigue. En
cualquier caso, no es raro que el paranoico convierta su vida en una mezcla indisociable
de acusación e inocencia, de heroísmo y victimismo con el que pretende desenmascarar
las injusticias del mundo, tarea en la que no siempre fracasa, aunque a veces las causas
inicialmente justas que le motivan concluyan en un delirio final.
Si Van Gogh hubiera acertado con su afirmación de que «las enfermedades de
nuestro tiempo no son en suma más que un acto de justicia» 100, cabe pensar que el
paranoico sea el enfermo más afectado por este veredicto. En este sentido, el caso de
Michael Kohlaas, el personaje nacido de la imaginación de Heinrich von Kleist, es un
ejemplo desesperado de la verdad que, animando al moderno revolucionario, puede
transformarlo, muy a su pesar, en un paranoico justiciero. Kohlaas pasa de buscar justa
satisfacción por las ofensas recibidas a defender cruelmente, y sin que nadie se lo solicite,
la libertad del pueblo. Pero esos posibles atropellos no le importan en cuanto que
paranoico, pues le resulta mucho más importante comprobar que «en medio del dolor
que le causó ver hasta qué punto el desorden se había apoderado del mundo, una alegría
le recorría al considerar que el orden reinaba al menos en su pecho» 101.

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1982.
Wolfson, L., Le Schizo et les Langues, París, Gallimard, 1970.
Zambrano, M., El hombre y lo divino, México, FCE, 1973.

114
115
1 SCHOPENHAUER, A.,El mundo como voluntad y representación 1, Madrid, Alianza, 2010, p. 230.
2 PLATÓN, Fedro 266 b.
3 ORTEGA Y GASSET, J., «El hombre y la gente»,Obras Completas VII, Madrid. Alianza, 1983, p. 145.
4 PEREÑA, F., «Denegación y límite. Acerca de los llamados trastornos límites»,Rev. Asoc. Esp.
Neuropsiq., 2009, vol. XXIX, 103, pp. 29-30.
5 PADEL, R.,A quien los dioses destruyen. Elementos de la locura griega y trágica, Madrid, Sexto Piso,
1995.
6 PLATÓN,Fedro, 265 b.
7 FALRET, J.-P., «De la non-existence de la monomanie» (1854), en Des Maladies mentales et des asiles
d’aliénés, París, Baillière, 1884.
8 PASCAL, B.,Pensamientos, 512 [Lafuma], Madrid, Cátedra, 1998, p. 201.
9 «De hecho queremos decir que el capitalismo, en su proceso de producción, produce una enorme carga
de esquizofrenia sobre lo que hace caer todo el peso de su represión, pero que no deja de reproducirse
como límite del proceso», DELEUZE, G., GUATTARI, F.,El antedipo. Capitalismo y esquizofrenia,
Barcelona, Barral, 1973, p. 40.
10 GADAMER, H.-G.,Verdad y método, Salamanca, Sígueme, 1977, p. 487.
11 HOFMANNSTHAL, von H.,Carta de Lord Chandos, Madrid, Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos
Técnicos de Madrid, 1982, p. 31.
12 SAUSSURE, de F.,Curso de lingüística general, Buenos Aires. Losada, 1973, p. 129.
13 HOFMANNSTHAL, von H.,Carta de Lord Chandos, Madrid, Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos
Técnicos de Madrid, 19982, p. 34.
14 AGUSTÍN,Confesiones, VIII, 12.
15 PLATÓN,Apología de Sócrates, 31 D.
16 LEVI, P.,Si esto es un hombre, Barcelona, Muchnik, 1987, p. 9.
17 FREUD, S., «Neurosis y psicosis»,Obras completas,T. II, Madrid, Biblioteca Nueva, 1948, p. 408.
18 TAUSK, V., «Acerca de la génesis del aparato de influir en la esquizofrenia»,Escritos psicoanalíticos,
Barcelona, Gedisa, 1977, p. 185.
19 WOLFSON, L.,Le Schizo et les Langues, París, Gallimard, 1970.
20 JUNG, C. G., «‘Ulises’, un monólogo»,Locura: clínica y suplencia. Estudios psicoanalíticos, 2, Madrid,
EOLIA DOR, 1994, p. 36.
21 BLEULER, E.,Demencia precoz. El grupo de las esquizofrenias, Buenos Aires, Paidós, 1960, p. 252.
22 Grupo de trabajo de la Guía de Práctica Clínica sobre la Esquizofrenia y el Trastorno Psicótico Incipiente.
Fòrum de Salut Mental, coordinación. «Guía de Práctica Clínica sobre la Esquizofrenia y el Trastorno
Psicótico Incipiente». Madrid: Plan de Calidad para el Sistema Nacional de Salud del Ministerio de Sanidad
y Consumo. Agència d’Avaluació de Tecnologia i Recerca Mèdiques; 2009. Guía de Práctica Clínica:
AATRM. Nº 2006/05-2.
1 ESQUIROL, E., «Mélancolie»,Dictionnaire des sciencies médicales, vol. 32, París, Panckoucke, 1819, pp.
147-183.
2 «En caso de terror o desánimo persistentes durante un largo periodo, tal afección es melancolía»,
HIPÓCRATES,Aforismos, VI, 23.
3 PINEL, PH.,Tratado médico-filosófico de la enagenación del alma o manía, Madrid, Imprenta Real,
1804, p. 89.
4 FICINO, M.,Tres libros sobre la vida, Madrid, AEN, 2006, p. 26.
5 HIPÓCRATES, «Aires, aguas, lugares», Tratados hipocráticos, Vol. 2, Madrid, Gredos, 1997, § 10, p. 64.

116
6 JAUCOURT, de L., «Melancolía», en DIDEROT, D. (ed.),Mente y cuerpo en la Enciclopedia, Madrid,
AEN, 2005, p. 31.
7 KANT, I.,Lo bello y lo sublime, Madrid, Espasa-Calpe, 1982, p. 29.
8 CERVANTES,Don Quijote de la Mancha, Parte II, capítulo XI.
9 «¿Por qué razón escribe Aristóteles, todos aquellos que han sido hombres de excepción, bien en lo que
respecta a la filosofía, o bien a la ciencia del Estado, la poesía o las artes resultan ser claramente
melancólicos?», ARISTÓTELES,El hombre de genio y la melancolía. Problema XXX, Barcelona,
Sirmio, 1996, p. 79.
10 SPINOZA, de B.,Ética, parte IV, proposición XLI, Madrid, Editora Nacional, 1975, p. 308.
11 LÓPEZ IBOR, J. J.,Las neurosis como enfermedades del ánimo, Madrid, Gredos, 1966, p. 9.
12 LÓPEZ IBOR, J. J.,La agonía del psicoanálisis, Madrid, Espasa-Calpe, 1951, p. 15.
13 LÓPEZ IBOR, J. J., «La verdadera psicología profunda»,Actas Luso Esp. Neurol. Psiquiatri., supl. 2, vol.
24, agosto 1996, p. 118.
14 LÓPEZ IBOR, J. J.,Las neurosis como enfermedades del ánimo, Madrid, Gredos, 1966, p. 189.
15 LÓPEZ IBOR, J. J., «Equivalentes depresivos»,Actas Luso-Esp. Neurol. Psiquiatri., supl. 2, vol. 24,
agosto 1996, p. 63.
16 LÓPEZ IBOR, J. J.,Las neurosis como enfermedades del ánimo,op. cit., p. 191.
17 «Por lo tanto no sería desatinado partir de la siguiente idea: la melancolía consistiría en el duelo por la
pérdida de la libido». FREUD, S., «Manuscrito G: Melancolía»,Obras completas,T. III, Madrid, Biblioteca
Nueva, 1968, p. 679.
18 BURTON, R.,Anatomía de la melancolía T. I, Madrid, AEN, 1997, p. 379.
19 FREUD, S., «Duelo y melancolía»,Obras completas,T. I, Madrid, Biblioteca Nueva, 1948, p. 1.067.
20 SCHREBER, D. P.,Sucesos memorables de un enfermo de los nervios, Madrid, AEN, 2003, p. 58.
21 HUARTE de SAN JUAN, J.,Examen de ingenios para las ciencias, Madrid, Editora Nacional, 1977, p. 109.
22 STAROBINSKI, J.,Historia del tratamiento de la melancolía, desde los orígenes hasta 1900, Barcelona,
Geigy, 1962, p. 91.
23 WINNICOTT, D. W.,Realidad y juego, Barcelona, Gedisa, 1979, p. 109.
24 FREUD, S., «Duelo y melancolía»,Obras completas,T. I, Madrid, Biblioteca Nueva, 1948, p. 1.068.
25 FREUD, S., «Duelo y melancolía»,Obras completas,T. I, Madrid, Biblioteca Nueva, 1948, p. 1.068.
26 AMÉRY, J.,Par-delà le crime et le châtiment. Essai pour surmonter l’insurmontable, Arles, Actes Sud,
1995, p. 132.
27 BARTHES, R.,La cámara lúcida, Barcelona, Gustavo Gili, 1982, p. 134.
28 BARTHES, R.,Diario de duelo, Barcelona, Paidós, 2009, p. 83.
29 FREUD, S., «Duelo y melancolía»,Obras completas,T. I, Madrid, Biblioteca Nueva, 1948, p. 1.067.
30 SÉNECA,Cartas morales a Lucilio, Barcelona, Iberia, 1964, p. 96.
31 BENJAMIN, W.,El origen del drama barroco alemán, Madrid, Taurus, 1990, p. 132.
32 SÉNECA,Cartas morales a Lucilio,op. cit., 1964, p. 183.
33 FREUD, S., «Malestar en la cultura»,Obras completas,T. III, Madrid, Biblioteca Nueva, 1968, p. 55.
34 BURTON, R.,Anatomía de la melancolía T. I, Madrid, AEN, 1997, p. 45.
35 VALÉRY, P.,Cuadernos (1894-1945), Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2007, p. 503.
36 FREUD, S., «Malestar en la cultura»,Obras completas,T. III, Madrid, Biblioteca Nueva, 1968, p. 29.
1 BLEULER, E.,Afectividad, sugestibilidad, paranoia, Madrid, Morata, 1969, p. 191.
2 COLINA, F.,Deseo sobre deseo, Valladolid, Cuatro, 2006, pp. 24-26.

117
3 DESCARTES, R.,Meditaciones metafísicas, Madrid, Alfaguara, 1977, p. 21.
4 TASSO, T.,Los mensajeros, Valladolid, Cuatro, 2007, pp. 65-66.
5 DODDS, E. R.,Les Grecs et leurs croyances, París, Le Félin, 2009, p. 257.
6 BROWN, P.,El mundo en la Antigüedad tardía, Madrid, Taurus, 1989. pp. 66-70.
7 KANT, I.,Los sueños de un visionario, Madrid, Alianza, 1987, pp. 89-70.
8 MANN, T., «Freud y el porvenir»,Schopenhauer, Nietzsche, Freud, Barcelona, Bruguera, 1984, p. 249.
9 PLUTARCO, «Cómo sacar provecho de los enemigos»,Moralia, 86 C.
10 NIETZSCHE, F., «Así habló Zaratustra»,Obras Completas, Vol. III, Buenos Aires, Prestigio, 1970, p. 389.
11 ARTAUD, A.,Van Gogh, el suicidado de la sociedad, Madrid, Fundamentos, 1983, p. 34.
12 NIETZSCHE, F., «La genealogía de la moral», III § 15,Obras Completas,Vol, III, Buenos Aires, Prestigio,
1970 p. 991.
13 RICOEUR, P.,El mal. Un desafío a la filosofía y la teología, Madrid, Amorrortu, 2006, p. 27.
14 ZAMBRANO, M.,El hombre y lo divino, México, FCE, 1973, p. 27.
15 SCHULZ, B., «La mitificación de la realidad»,Obra completa, Madrid, Siruela, 1998, p. 327.
16 SCHULZ, B., «La mitificación de la realidad»,Obra completa. Ibidem, p. 329.
17 PLATÓN,Crátilo, 420 c.
18 GADAMER, H.-G.,Arte y verdad de la palabra, Barcelona, Paidós, 1998, p. 102.
19 SONTAG, S.,Contra la interpretación, Madrid, Alfaguara, 1996, p. 34.
20 ARENDT, H.,La vida del espíritu, Barcelona, Paidós, 2002, p. 42.
21 DIDEROT, D.,El sobrino de Rameau, Barcelona, Planeta, 1985, p. 7.
22 FOUCAULT, M., «Préface al Anti-Aedipus»,Dits et écrits III, París, Gallimard, 1994, p. 135.
23 JALÓN, M., COLINA, F., «Entrevista con Jean-Pierre Vernant»,Pasado y presente. Diálogos, Valladolid,
Cuatro, 1996, p. 49.
24 EPICURO,Epístola a Pítocles, 97.
25 ARTAUD, A.,Cartas desde Rodez, 3, Madrid, Fundamentos, 1980, p. 62.
26 KANT, I. Antropología, § 52, Madrid, Alianza, 1991.
27 AULAGNIER, P.,La violencia de la interpretación: del pictograma al enunciado, Buenos Aires,
Amorrortu, 1992.
28 BARTHES, R.,El placer del texto y lección inaugural, Madrid, Siglo XXI, 1984, p. 120.
29 FREUD, S., «Las pulsiones y su destino»,Obras completas,T. I, Madrid, Biblioteca Nueva, 1948, p. 1.036.
30 BENJAMIN, W.,El origen del drama barroco alemán, Madrid, Taurus, 1990, p. 227.
31 DURAS, M.,La vida material, Barcelona, Plaza & Janés, 1988.
32 BATAILLE, G.,Mi madre, Barcelona, Tusquets, 2007, p. 36.
33 ROUSSEAU, J.-J.,Ensayo sobre el origen de las lenguas, Madrid, Akal, 1980, p. 79.
34 BARTHES, R.,Diario de duelo, Barcelona, Paidós, 2009, p. 41.
35 BATAILLE, G.,Mi madre,op. cit., p. 98.
36 MONTAIGNE, de M., «De la experiencia»,Ensayos completos, III, Barcelona, Iberia, 1968, p. 247.
37 FREUD, S., «Manuscrito H»,Obras Completas, T. III, Madrid, Biblioteca Nueva, 1968, p. 689.
38 SCHREBER, D. P.,Sucesos memorables de un enfermo de los nervios, Madrid, AEN, 2003, p. 110.
39 JANOUCH, G.,Conversaciones con Kafka, Barcelona, Destino, 1997, p. 112.
40 «Este principio, el carácter lineal [que hace que los elementos se presenten unos tras otros], es evidente,

118
pero parece que siempre se ha desdeñado el enunciarlo, sin duda porque se le ha encontrado demasiado
simple; sin embargo es fundamental y sus consecuencias son incalculables», SAUSSURE de, F.,Curso de
lingüística general, Buenos Aires. Losada, 1973, p. 133.
41 Recordemos, de nuevo con SAUSSURE, que «en la lengua no hay más que diferencias, sin términos
positivos»,Curso de lingüística general,op. cit., p. 203.
42 SCHREBER, D. P.,Sucesos memorables de un enfermo de los nervios, Madrid, AEN, 2003, p. 235.
43 Citado por BENJAMIN, W.,Haschisch, Barcelona, Taurus, 1974, p. 82.
44 «La lucha por poseer secretos a espaldas de los padres es uno de los factores más potentes de formación
del yo». TAUSK, V., «Sobre la génesis del aparato de influenciar en el curso de la esquizofrenia»,Trabajos
psicoanalíticos, Barcelona, Gedisa, 1977, p. 198.
45 NABOKOV, V., «Terror»,Cuentos completos, Madrid, Alfaguara, 2001, p. 216.
46 PLATÓN,Banquete 193a.
47 HEGEL, G. W. F.,Enciclopedia de las ciencias filosóficas, § 408, México, Porrúa, 1990, p. 220.
48 SWAIN, G.,Diálogo con el insensato, Madrid, AEN, 2009, p. 56.
49 FOUCAULT, M.,Le pouvoir psychiatrique, París, Gallimard-Seuil, 2003, p. 135.
50 COLINA, F., «La escisión del Yo», en MIRA, V., RUIZ, P., GALLANO, C.,Conceptos freudianos, Madrid,
Síntesis, 2005, pp. 453-461.
51 FREUD, S., «Esquema del psicoanálisis»,Obras completas,T. III, Madrid, Biblioteca Nueva, 1968, p. 1.058.
52 FREUD, S., «La pérdida de realidad en la neurosis y en la psicosis»,Obras completas, T. II, Madrid,
Biblioteca Nueva, 1948, pp. 412-414.
53 FREUD, S., «Esquema del psicoanálisis»,op. cit., p. 1.059.
54 FREUD, S., «Esquema del psicoanálisis»,op. cit., p. 1.060.
55 FREUD, S., «Esquema del psicoanálisis»,op. cit., p. 1.059.
56 Ibidem.
57 FREUD, S., «El Yo y el Ello»,Obras completas,T. I, Madrid, Biblioteca Nueva, 1948, p. 1.194.
58 FREUD, S., «La división de la personalidad psíquica»,Obras completas, T. II, Madrid, Biblioteca Nueva,
1948, pp. 821-822.
59 FREUD, S., «Esquema del psicoanálisis»,Obras completas,T. III, Madrid, Biblioteca Nueva, 1968, p. 1.026.
60 JENOFONTE,Ciropedia, 6. 1. 41.
61 FERENCZI, S., “La confusión de lenguajes entre los adultos y el niño”,Problemas y métodos del
psicoanálisis, Buenos Aires, HorméPaidós, 1966, p. 147.
62 Recordemos que Freud, junto a la supresión (Unterdrückung) y la negación de la realidad (Verleugnung),
distingue también otros tres modos de oscurecer la conciencia: la represión (Verdrängung), la forclusión
(Verwerfung) y la denegación (Verneinung).
63 FREUD, S., «Fetichismo»,Obras completas,T. III, Madrid, Biblioteca Nueva, 1968, p. 509.
64 FREUD, S., «Escisión del Yo en el proceso de defensa»,Obras completas,T. III, Madrid, Biblioteca Nueva,
1968, p. 389.
65 GÓMEZ de la SERNA, R.,Automoribundia, Madrid, Guadarrama, 1974, Vol. II, p. 627.
66 BOÉTIE, de la E.,El discurso de la servidumbre voluntaria, Barcelona, Tusquets, 1980, p. 58.
67 BAUMAN, Z.,Modernidad y holocausto, Madrid, Sequitur, 2006, p. 14.
68 ARENDT, H.,Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, Barcelona, Lumen, 1999, p.
417.
69 ARENDT, H.,Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal,op. cit., p. 434.

119
70 ARENDT, H.,Escritos judíos, Madrid, Paidós, 2009, p. 585.
71 AGAMBEN, G.,Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo Sacer III, Valencia, Pretextos,
2000, p. 9.
72 ARENDT, H.,Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal,op. cit., 1999, p. 434.
73 ARENDT, H.,Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, Barcelona, Lumen, 1999, p.
435.
74 ARENDT, H.,Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal,op. cit., 1999, p. 80.
75 KLEMPERER, V.,LTI. La lengua del Tercer Reich, Barcelona, Minúscula, 2001, p. 52.
76 KLEMPERER, V.,LTI. La lengua del Tercer Reich, op. cit., p. 31.
77 BETTELHEIM, B.,El corazón bien informado, México, F.C.E, 1973, p. 178.
78 HAFFNER, S.,Historia de un alemán, Barcelona, Destino, 2001, p. 153.
79 LEVI, P.,Primo Levi en diálogo con Ferdinando Canon, Madrid, Anaya & Mario Muchnik, 1995, p. 47.
80 WIESEL, E.,La noche, Barcelona, El Aleph, 2002, p. 73.
81 ANTELME, R.,La especie humana, Madrid, Arena, 2001, p. 237.
82 BETTELHEIM, B.,El corazón bien informado, México, F.C.E, 1973, p. 41.
83 BAUMAN, Z.,Modernidad y holocausto, Madrid, Sequitur, 2006, p. 110.
84 LEVI, P.,Si esto es un hombre, Barcelona, Muchnick, 1987, p. 190.
85 Para Carl SCHMITT, la categoría política por excelencia es la de amigo-enemigo, pero «el enemigo político
no necesita ser moralmente malo, ni estéticamente feo; no hace falta que se erija en competidor
económico, e incluso puede tener sus ventajas hacer negocios con él. Simplemente es el otro, el
extraño»,El concepto de lo político, Madrid, Alianza, 1991, p. 57.
86 NIETZSCHE, F., «Ecce Homo»,Obras Completas, vol. IV, Buenos Aires, Prestigio, 1970, p. 291.
87 ROUSSEAU, J.-J.,Las confesiones, Madrid, Espasa-Calpe, 1979, p. 27.
88 KANT, I., «Sobre un presunto derecho de mentir por filantropía»,Teoría y Práctica, Madrid, Tecnos, 1986.
89 ROUSSEAU, J.-J.,Las meditaciones del paseante solitario, Barcelona, Labor, 1976, p. 68.
90 AGUSTÍN, «Sobre la mentira»,Obras, XV, Madrid, BAC, 1957, p. 484.
91 AGUSTÍN, «Sobre la mentira»,Obras, XV,op. cit., p. 470.
92 ECO, U.,Tratado de semiótica general, Barcelona, Lumen, 1977, p. 31.
93 PLATÓN,República 382 a.
94 CANETTI, E.,Masa y poder, Madrid, Alianza, 1983, p. 375.
95 BARTHES, R.,Roland Barthes por Roland Barthes, Barcelona, Kairós, 1978, p. 153.
96 FOUCAULT, M., «El ‘no’ del padre»,Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq., 1994; 14 (050), p. 485.
97 FREUD, S., «Observaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia (‘dementia paranoides’)
autobiográficamente descrito»,Obras completas, T. II, Madrid, Biblioteca Nueva, 1948, p. 692.
98 ARTAUD, A.,Cartas desde Rodez, 3, Madrid, Fundamentos, 1980, pp. 103-104.
99 FOUCAULT, M.,Le pouvoir psychiatrique, París, Gallimard-Seuil, 2003, p. 243.
100 GOGH, V.,Cartas a Théo, Barcelona, Labor, 1994, p. 332.
101 KLEIST, von H.,Michael Kohlaas, Barcelona, La gaya ciencia, 1980, p. 33.

120
Índice
Portada 2
Créditos 7
índice 10
I. Introducción 12
Los ejes 13
Concepto de psicosis 14
La causa 14
Historia 16
La subjetividad 16
La esquizofrenia 17
Las voces 21
Diagnóstico: semejanzas y diferencias 23
Psicosis única 24
Psicosis universal 26
II. Melancolía 30
Antecedentes 31
Un ejemplo español 36
Recorrido del eje 38
Melancolía y deseo 41
La depresión 45
Tipos de depresión 50
Por su duración y su intensidad 51
Por su origen externo o interno 51
Por la carga o por el conflicto 52
Por la estructura: neurótica o psicótica 53
La culpa 55
El lenguaje 58
La acción 60
III. Paranoia 64
Concepto y límites 65
La personalidad 65
El delirio no disociado 65

121
La esquizofrenia paranoide 66
El eje paranoico 67
Desconfianza 68
Interpretación 73
Intolerancia 80
Automatismo mental: autorreferencia y perjuicio 83
Supresión 87
La verdad 101
Bibliografía 106

122

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