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El “don de Dios” es el Espíritu Santo, promesa, viento, amor, que se torna realidad en
Pentecostés:
“Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: «Dame de beber», tú le habrías
pedido a él y él te habría dado agua viva…,. el que beba del agua que yo le daré no tendrá
sed nunca más, sino que… se hará en él fuente de agua que salta hasta la vida eterna”
(Jn 4:10,14) – le dice Jesús a la samaritana.
Ella, al oír estas palabras junto al brocal del pozo de Jacob, sintió que se le incendiaba el
alma.
En otro diálogo, esta vez con Nicodemo, aunque cambian los personajes, el mensaje es el
mismo:
“Lo que nace del Espíritu, es espíritu… El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero
no sabes de dónde viene ni adónde va: así es todo el nacido del Espíritu” (Jn 3: 7-8).
“El Espíritu es el que da la vida… Las palabras que yo he hablado son Espíritu y vida. Pero
hay algunos de vosotros que no creen” (Jn 6: 63-64).
Para acabar en el episodio de la Ascensión que nos relata el libro de los Hechos, diciendo:
“Se produjo de repente un ruido del cielo, como el de un viento impetuoso… Aparecieron,
como divididas, lenguas de fuego, que se posaron sobre cada uno de ellos, quedando
llenos del Espíritu Santo” (Hech 2: 2-3).
Pero es, sobre todo, San Pablo quien los describe con todo lujo de detalles. El capítulo 8
de la Epístola a los Romanos es un continuo latido, de la vida del Espíritu (Rom 8:1-7); es
el camino de vida que siguen los que de verdad recibieron “el espíritu de Dios” (Rom 8: 8-
13); es el gozo de sentirse “hijos de Dios”:
“Que no habéis recibido el espíritu de siervos para recaer en el temor, antes habéis
recibido el espíritu de adopción, por el que clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da
testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios; y si hijos, también herederos,
herederos de Dios, coherederos de Cristo, supuesto que padezcamos con él, para ser con
él glorificados” (Rom 8: 14-17).
Es el Espíritu quien cumple el plan de Dios sobre los elegidos (8: 28-39), y el que ora
por ellos:
“El mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir
lo que nos conviene; mas el mismo Espíritu aboga por nosotros con gemidos inenarrables”
(8:26).
Por dos veces repite que el cristiano es morada del Espíritu Santo (Rom 8: 9,11). Esta
será una de las verdades que recuerde a los Corintios:
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“¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si
alguno profana el templo de Dios, Dios le destruirá. Porque el templo de Dios es santo, y
ese templo sois vosotros” (1 Cor 3,16-17).
La tradición, basándose en el uso que hace San Pedro del texto “El Espíritu mora en
nosotros” (1 Pet 4:14), extendió esos dones a todos los fieles, de modo que en el
alma en gracia habita el Espíritu Santo con sus dones.
El Sínodo Romano del año 382 los enumera explícitamente (DS. 178).
La Liturgia de la fiesta de Pentecostés.
La encíclica Divinum illud munus del papa León XIII, es la carta magna
consagradora de la teología de los dones.
¿Qué es un “don”?
Los dones del Espíritu Santo son hábitos sobrenaturales, realmente distintos de las
virtudes, con los cuales el hombre se dispone convenientemente para seguir de una
manera pronta, directa e inmediata la inspiración del Espíritu Santo en orden a un
objeto o fin que las virtudes no pueden por sí solas alcanzar; por lo cual son a veces
necesarios para la misma salvación y siempre para la santidad de la vida cristiana. Están
conectados entre sí y con la caridad, de tal manera que el que está en gracia los
posee todos y sin ella no posee ninguno. Perdurarán en el cielo en grado perfectísimo.
Los dones de sabiduría y de entendimiento son los más perfectos y afectan de lleno a la
vida contemplativa.
Disponen al hombre para ser movido por la razón iluminada por la fe en orden a la
realización de actos sobrenaturales al modo humano.
Actúan bajo la influencia de una simple gracia actual al modo humano, o sea sin
superar el mecanismo psicológico del hombre elevado por la gracia al orden
sobrenatural. Bajo la gracia actual, el hombre actúa como causa principal del acto
virtuoso correspondiente.
Se mueven por el dictamen de la razón iluminada por la fe, aunque siempre, bajo el
influjo de una gracia actual. Por eso mismo, en su funcionamiento se mezcla
inevitablemente un elemento humano: la propia razón natural, aunque sea iluminada
por la fe. Ahora bien, esa modalidad humana procedente de la razón natural es un
elemento extraño y enormemente desproporcionado a la naturaleza divina de las
virtudes infusas, sobre todo de las teologales. Éstas reclaman, por su misma
naturaleza, una modalidad divina para desplegar en todo su esplendor sus
maravillosas virtualidades.
El hábito de las virtudes infusas lo podemos usar cuando nos “plazca”,
presupuesta la gracia actual, que a nadie se niega.
Los dones del Espíritu Santo son ciertos hábitos sobrenaturales infundidos por Dios
en las potencias del alma para recibir y secundar con facilidad las mociones del
Espíritu Santo.
Por estos dones, el hombre se connaturaliza con los actos a que es movido por el
Espíritu en orden a la realización de actos sobrenaturales según un modo
sobrenatural o divino.
Son movidos por el Espíritu Santo como instrumentos directos suyos.
Obedecen a una moción especialísima del Espíritu, que los mueve y actúa al modo
divino o sobrehumano. Bajo la moción especial de los dones, el hombre pasa a ser
causa instrumental del acto, correspondiendo la causalidad principal al propio
Espíritu Santo.
El objeto formal: se actúa por razones divinas.
La causa motora de los dones es el mismo Espíritu Santo.
Estos dones vienen en ayuda de las virtudes infusas para que éstas puedan
alcanzar su perfección.
Los dones sólo actúan cuando el Espíritu Santo quiere moverlos y confieren al
alma la facilidad para dejarse mover, de manera consciente y libre, por el Espíritu
Santo.
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La finalidad de los dones del Espíritu Santo
Se dan como ayuda para salir airosos en los casos repentinos e imprevistos en
los que el pecado o el heroísmo es cuestión de un instante (por ejemplo, ante una
tentación repentina y violentísima en la que la victoria o la derrota es cuestión de un
segundo). En estos casos, el alma no puede echar mano del discurso lento de las
virtudes infusas en su modalidad ordinaria o humana, sino que necesita la moción
divina de los dones que actúa de una manera intuitiva e instantánea.
Se otorgan para perfeccionar el acto de las virtudes infusas, dándole la
modalidad divina.
De suyo las virtudes teologales son más perfectas que los dones, como enseña
[2]
Santo Tomás ; pero manejadas por el propio hombre en su modo humano no
pueden desarrollar toda su enorme virtualidad divina, necesitando para ello la
modalidad sobrehumana de los dones.
Son absolutamente indispensables para la perfección cristiana. Sin la moción
divina de los dones, las virtudes infusas no pueden desarrollar todas sus energías ni,
por lo mismo, elevar el alma a la santidad.
En el texto hebreo del profeta Isaías (11: 2-3) aparecen nombrados seis dones del Espíritu,
faltando el don de piedad. En cambio, en la traducción de la Vulgata ya aparecen
nombrados los siete dones. San Pablo, en la Carta a los Romanos, incluye la piedad como
uno de los dones del Espíritu Santo (Rom 8: 14-16).
Cada vez que recibimos un sacramento se produce en nuestro interior un cambio radical,
pues a través de ellos recibimos la gracia santificante y los dones del Espíritu Santo.
Cambios que acontecen en lo más profundo de nuestra alma, no de nuestros sentimientos.
Éstos son: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.
Es un don que nos capacita para “entender” las verdades de la fe de acuerdo con
nuestras necesidades. Nos ayuda a comprender la Palabra de Dios y profundizar en
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las verdades reveladas.
Esta luz del Espíritu, al mismo tiempo que agudiza la inteligencia de las cosas
divinas, hace también más penetrante la mirada sobre las cosas humanas.
Nos mueve a elegir lo que nos puede ayudar para nuestra salvación y a rechazar lo
que se opone a la misma.
Ilumina también nuestra conciencia para saber tomar las opciones más adecuadas
en nuestra vida diaria.
Actúa como un soplo nuevo en la conciencia, sugiriéndole lo que es lícito, lo que
corresponde, lo que conviene más al alma.
Enriquece y perfecciona la virtud de la prudencia y guía al alma desde dentro,
iluminándola sobre lo que debe hacer, especialmente cuando se trata de opciones
importantes, o de un camino que recorrer entre dificultades y obstáculos.
4.- Fortaleza
5.- Ciencia
6.- Piedad
Sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios
como Padre y para con nuestros hermanos como hijos del mismo Padre.
Nos ayuda a mantener una actitud íntima y de niño con Dios.
Con relación a los demás hombres, este don, extingue del corazón aquellos focos de
tensión y de división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta
con sentimientos de comprensión, de tolerancia, de perdón.
Es también el don de piedad quien eleva y perfecciona el verdadero patriotismo.
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Es el temor a ofenderle debido al amor que le tenemos y al miedo al castigo si le
ofendemos.
Nos otorga un espíritu contrito ante Dios, conscientes de las culpas y del castigo
divino, pero dentro de la fe en la misericordia divina
El alma se preocupa de no disgustar a Dios, amado como Padre; de no ofenderlo en
nada, de “permanecer” y de crecer en la caridad.
Caridad: nos ayuda a ver a Cristo en los demás. Es por ello que les ayudamos a pesar de
que pueda suponer un sacrificio para nosotros.
Gozo: nace de la posesión de Dios. Nos hace ser personas agradables y felices;
buscando también hacer felices a los demás.
Paz: nos hace ser personas serenas. Mantiene al alma en la posesión de la alegría contra
todo lo que es opuesto. Excluye toda clase de turbación y de temor.
Paciencia: nos hace ser personas que saben controlar su carácter. No somos resentidos
ni vengativos. Este fruto modera la tristeza
Bondad: nos ayuda a nos criticar o condenar a los demás. Es una inclinación que nos
ayuda a ocuparnos de los demás y a hacer que ellos participen de lo nuestro.
Benignidad: nos ayuda a ser gentiles y no andar discutiendo con todo el mundo. Da una
dulzura especial en el trato con los demás.
Longanimidad: nos hace no quejarnos ante los problemas y sufrimientos de la vida. Nos
ayuda a mantenernos perseverantes ante las dificultades.
Fe: nos ayuda a defender nuestra fe en público y no ocultarla por vergüenza o miedo. Es
también cierta facilidad para aceptar todo lo que hay que creer, firmeza para afianzarnos
en ello, seguridad de la verdad que creemos sin sentir dudas.
Modestia: nos ayuda a ser cuidadosos y discretos con nuestro cuerpo, evitando ser
ocasión de pecado para los demás. Nos ayuda a preparar nuestro cuerpo para ser morada
de Dios.
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Templanza: nos ayuda a saber controlar nuestras pasiones y no dejarnos llevar por las
mismas. En especial refrena la desordenada afición de comer y beber, impidiendo los
excesos o defectos que pudieran cometerse.
Castidad: nos ayuda a ser cuidadosos y delicados en todo lo que se refiere al uso de la
sexualidad, y en general, de los placeres de la carne.
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Acabamos de este modo el capítulo 10, para en los dos siguientes artículos centrarnos en
nuestra fe en la Iglesia fundada por Jesucristo y las propiedades que ha de tener la
auténtica Iglesia (Capítulo 11). Y terminar esta serie dedicada a “Profundizar en nuestra fe”
con el Capítulo 12, hablando de la Resurrección final y del mundo futuro.
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