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Quilpué, 22 de octubre de 2019

De la rabia popular a la alternativa revolucionaria


Igor Goicovic Donoso

El 18 de julio de 2019, el Instituto Nacional de Estadísticas (INE), informaba al país que el


ingreso mediano de la población ascendía a 379.673 pesos; es decir, la mitad de los chilenos
sobrevive de manera precaria con no más de 520 dólares mensuales. A contrapelo de lo
anterior, el 1% más rico de la población (no más de 170.000 personas), concentran el 33%
de la riqueza total. Este mismo 1% más rico de Chile recibe 2,6 veces más ingresos que el
1% más rico en países como EE.UU., Canadá, Alemania, Japón, España y Suecia. Estos
antecedentes, que no son en ningún caso nuevos, abrieron un amplio debate público, debate
al cual no sólo concurrieron los economistas, dirigentes empresariales y políticos, sino que
también líderes sociales y trabajadores comunes y corrientes. Para todos se hacía evidente
que algo no funcionaba bien en Chile.
Pero como si la inequidad no fuera suficiente, las autoridades de gobierno se encargaron de
enrostrarle a los más humildes todo su desprecio y falta de escrúpulos. De esta manera, el
ministro de Economía, Juan Andrés Fontaine, al momento de comunicar a comienzos de
octubre el alza en el pasaje del metro, les demandó a los trabajadores “levantarse más
temprano” a objeto de acceder a tarifas reducidas, mientras que su par de Hacienda, Felipe
Larraín, le sugirió a la población “comprar flores”, ya que éstas habían bajado de precio en
el mes de septiembre. Esta actitud displicente frente a los pobres, contrasta ampliamente con
la postura genuflexa que normalmente adopta la clase política frente a los delitos cometidos
por los poderosos. Así, toda la población fue testigo del “juicio abreviado” que benefició a
los empresarios y dirigentes de la UDI en el caso de fraude al fisco conocido como Penta
(2013-2015), que culminó con penas de “clases de ética” para los principales inculpados, ha
sido testigo, también, de los millonarios desfalcos de fondos públicos protagonizados por los
altos mandos de Carabineros y del Ejército (2017), así como de las colusiones empresariales
de la industria farmacéutica, del papel higiénico y de procesadoras de pollos, entre muchas
otras. Todo ello en una sociedad en la cual los derechos sociales de los más humildes
(educación, salud, vivienda, previsión, etc.), se encuentran sistemáticamente negados.
Pero los trabajadores y el pueblo se cansaron. Se cansaron de la explotación, de la miseria,
del maltrato, la discriminación, el abuso y la burla. Como en muchas otras ocasiones fueron
los jóvenes los primeros en salir a las calles, ocupando las estaciones de metro, desbordando
los torniquetes y evadiendo el pago de los pasajes del transporte público. Pero luego sus
madres y padres, abuelos y abuelas, se tomaron la noche al ritmo de las cacerolas y al calor
de las barricadas. Manifestaciones multitudinarias y bulliciosas ocuparon el espacio público
superando completamente la capacidad represiva del Estado. El sátrapa de turno (como
probablemente lo hubiese hecho cualquier otro representante de las clases dominantes),
decretó Estado de Emergencia, sacó (al igual que la dictadura en su momento) a los militares
a las calles e impuso un estricto toque de queda. Más de 1.200 detenidos, sobre 88 personas
heridas y aproximadamente 14 fallecidas (varias de ellas asesinadas por la maquinaria
represiva), es el balance parcial de las movilizaciones.
La prensa oficial, vergonzosamente alineada junto a los poderosos, ha puesto el acento en los
desbordes delictuales, sin discutir ni analizar las causas profundas que incubaron y detonaron
el malestar social. Ni siquiera han intentado profundizar en las circunstancias en las cuales
perdieron la vida las personas caídas, de las cuales incluso (hasta el momento), no se conocen
sus identidades. Para esta prensa basura los partes oficiales resultan un antecedente
suficiente.
A pesar de la represión, a pesar de la desinformación, a pesar de las maniobras espurias de
quienes administraron el sistema en el pasado y que hoy pretenden obtener réditos de las
protestas, los trabajadores y el pueblo continúan movilizados. Las reivindicaciones son
amplias y se encuentran escasamente formalizadas. Son parte de una intuición extendida, que
pone de manifiesto que las cosas no andan bien, que es necesario cambiarlas, pero sin mayor
claridad respecto de la orientación y extensión de dicho cambio. Se hace imprescindible que
las organizaciones populares, aquellas que se han articulado en torno a la Central Clasista de
Trabajadores (CCT), asuman roles más protagónicos en la vertebración local, regional y
nacional de la protesta. No basta con coordinar acciones a través de las redes sociales, es
imprescindible coordinar políticamente los objetivos de corto y mediano plazo que debe tener
la movilización popular. Ésta, como ha quedado ampliamente demostrado en la historia, tiene
fases: de incubación, explosión, desarrollo y agotamiento. Podemos extender la fase de
desarrollo, pero ella no es sostenible en el mediano o largo plazo y, como también indica la
historia, las resacas de las derrotas suelen ser amargas y profundas.
Esta explosión de rabia y movilización popular nos deja varias lecciones. Primero, que pese
a todas las campañas de intoxicación mediática el sistema neoliberal sólo había arraigado
superficialmente entre los sectores populares. Para los trabajadores y el pueblo el modelo
económico y social impuesto por la dictadura y reafirmado por los sucesivos gobiernos
civiles es sólo un cascarón vacío, carente de soluciones para sus anhelos y necesidades.
Segundo, que las prácticas legalistas inveteradas, sobre las cuales se construyó
históricamente la izquierda, están obsoletas. Ni la parlamentarización de la política, ni los
espacios de la legalidad burguesa, tienen nada para ofrecerle a los sectores populares. Sólo
la movilización radical de masas y, en especial las diferentes formas de acción directa,
trastocan el escenario político, dividen y atemorizan a la burguesía y obligan a sus lacayos a
retroceder. Tercero, que sin organización y dirección revolucionaria del proceso político la
revuelta sólo se traduce en una explosión de descontento que, circunstancialmente, obliga a
un reajuste del sistema de dominación, pero que en estricto rigor no modifica sus rasgos
estructurales. Una salida de esta naturaleza no sólo nos devuelve a la marginalidad política,
también acentúa la desarticulación, desarme y desmovilización del campo popular.
Las tareas son múltiples y urgentes y la más relevante, sin lugar a dudas, es acompañar a los
trabajadores y al pueblo en sus movilizaciones y demandas, pero teniendo claro que depende
de los revolucionarios y sus organizaciones el generar las condiciones políticas para avanzar
hacia el cambio estructural que el país y la región necesitan.

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