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Infinitesimal / Pobres políticos

Juan Cristóbal Pérez Paredes

Vivimos una época aciaga. Por un lado, los ciudadanos no comprendemos que
políticos somos todos, ya que político es el que habita la ciudad y, por extensión, el que se
ocupa de los asuntos públicos con ahínco y ánimo de que las cosas vayan bien.

Sin embargo, por efecto de la evolución o involución de las palabras, "político"


comenzó a designar al funcionario del Estado, que es el sentido que le otorgamos hoy.
Hubo una época en la que admiré a los políticos, pues había entre ellos gente de iniciativa e
ingenio, preparación y aptitud.

Hoy forman una clase desprestigiada y decadente. Se convirtieron en aves de rapiña,


bufones soberbios y cínicos de poca monta. Su ignorancia de la política llega a ser supina a
un extremo que bien convendría seguir a pie juntillas el consejo de Charles de Gaulle: "He
llegado a la conclusión de que la política es demasiado seria para dejarla en manos de los
políticos".

Son ciegos y engreídos. Por lo primero, no ven más allá de su nariz y, aun así, toman
decisiones con tal liberalidad que da pavor. Montesquieu afirmó que reformar una ley
dejaría pasmado a cualquier hombre prudente, pues un cambio de tal magnitud suele
producir incalculables consecuencias en la sociedad, lo que obligaría a sopesar las
resoluciones una y otra vez. Nuestros políticos, en cambio, alzan la mano a diestra y
siniestra, exhibiendo una irresponsabilidad escalofriante.

Por lo segundo, me atengo a la consabida frase de Winston Churchill: "El político se


convierte en estadista cuando comienza a pensar en las próximas generaciones y no en las
próximas elecciones". Hombres y mujeres sin perspectiva del tiempo, eternamente
desfasados, hijos de la desmemoria y la invidencia intelectual. En estos lares, no he visto
jamás a un estadista.

En la China de la dinastía Tang, aquellos que aspiraban a ser funcionarios del


Imperio debían demostrar su valía en el campo de batalla, en el arte de las relaciones
públicas y, ¡oh!, en la capacidad para escribir poesía y cortejar a un dama, entre otras
aposturas.

¡Escribir poesía! Eso explica muchas cosas: el perfecto funcionamiento de las


actividades administrativas del Imperio y su increíble estabilidad. Era un requisito básico
que demostraba el espíritu refinado y sensible del aspirante. El político debía ser una
persona sofisticada.
Por lo anterior me atrevo a recomendar tres libros que todo buen político y
aspirante a político se impondrá como tarea urgente.

Comienzo por El príncipe de Nicolás Maquiavelo. Es un compendio de sabiduría


política como hay pocos. El italiano hace alarde sus conocimientos a propósito del ser
humano en tanto que zoon politikón.

Es un autor realista a más no poder: conocía a fondo el ruín talante de los políticos y,
por lo mismo, los mil modos de sacarles provecho para lograr resultados óptimos. Nunca
escribió la frase "el fin justifica los medios" pero, a fuerza de matizarla, resume con justeza
su ideario.

El fin justifica los medios siempre que el fin, invariablemente, sea virtuoso y es
virtuoso lo que fortalece a una sociedad. El valor supremo del político es la astucia, por lo
que debe actuar como lobo entre los lobos. Se entiende, así, que la ética religiosa no le va
al político: imaginen lo que le ocurría si actúa como un cordero en medio de la hambrienta
jauría.

"De aquí surge una controversia: si es mejor ser amado que temido o viceversa. Se
contesta que correspondería ser lo uno y lo otro, pero como resulta difícil combinar ambas
cosas, es mucho más seguro ser temido que amado", escribe Maquiavelo.

Es más fácil tracionar a quien se ama que a quien se teme. Entre la frase "A Yahveh
tu Dios temerás..." (Dt 10: 20) y la frase "..."porque Dios es Amor" (I Jn 4: 8), se cifra la
crisis de la religión católica y el consecuente derrumbamiento de la fe. Cuando Dios dejó
de inspirar temor y temblor, para usar las palabras de Kierkegaard, su autoridad se fue a
pique.

El otro libro que deseo recomendar es El espíritu de las leyes del barón de
Montesquieu. Se trata de una obra portentosa que cifra nuestra manera de entender la
política. En él Montesquieu describe el famoso equilibro de los poderes y todavía más: una
extraordinaria fenomenología del poder.

Dice que el político es capaz de todo para hacerse con el poder y luego para
conservarlo, por lo que las leyes deberán acotar los despropósitos de tamaña avaricia. No
obstante, el límite substancial debe provenir del propio político, a través de un meditado
control de los deseos frívolos e inagotables.

En las Cartas persas, otro de sus magnificos libros, se halla esta joya: "Toda ley es
voluntad del pueblo, pero no toda voluntad del pueblo es ley" (cito de memoria, por lo que
es probable que la sentencia contenga algún desliz).

Ambos libros, el de Maquiavelo y el de Montesquieu, fueron escritos con arte


asombroso y, por fortuna, contamos con traducciones impecables: el primero a cargo de
Antonio Hermosa Andújar, y el segundo traducido por Mercedes Blázquez y Pedro de
Vega, que han optado por el título Del espíritu de las leyes.

Pero si usted, señor político o aspirante a político, es irremediablemente perezoso,


siempre puede disponer del Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, un
fascinante libro del siglo XIX redactado por Maurice Joly.

En libro tiene una historia inaudita, ya que prácticamente fue exhumado del olvido
de manera accidental y hoy podemos gozarlo con todo derecho.

En el escenario de una playa desierta, Maquiavelo y Montesquieu sostienen varios


diálogos que constituyen una suerte de resumen de ambas visiones políticas y algo más:
una brillante polémica de ideas (polemos, guerra) que Joly desenvuelve con maestría.
Confieso que sólo después de leer este libro tuve el ánimo de aventurarme en las densas
páginas de El espíritu...

Dado que es bastante improbable que los políticos atiendan esta columna, agobiados
como están en amasar fortunas privadas y financiar con dineros públicos las próximas
elecciones de sus partidos, lo insto a usted, lector, para que hojee las tres obras: como
cualquiera que habite una ciudad, tiene usted la obligación política de ser un mejor
ciudadano.

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