Breve historia
El suplicio a los principales cabecillas de la Revolución Julia
El 29 de enero de 1810 las tropas realistas guarnecían fuertemente la ciudad, divididos en diferentes
puntos, cubriendo los cuatro frentes de la plaza Mayor (actual plaza Murillo) y cerrando sus esquinas con
artillería. El general Goyeneche, ejecutando una sentencia que el mismo firmó y expidió, mandó a colocar
un tablado con horcas frente al antiguo Loreto (sitio donde se encuentra actualmente el Palacio Legislativo),
para ejecutar a los principales cabecillas que se sublevaron contra la corona española el 16 de julio de
1809. A las ocho de la mañana, mientras sus compañeros esperaban recluidos dentro del Loreto, Manuel
Cosío fue sacado de la cárcel montado en un burro y, después de dar vueltas por la plaza pasó por debajo
de las horcas, siendo maniatado en la pileta que estaba en medio del lugar, para observar la muerte de
cada uno de los cabecillas.
El primero en ser ejecutado fue Murillo, quien fue traído arrastrado por un asno hasta el pie de la horca,
allí se descubrió el rostro, quitándose la capucha del saco de misericordia (saco viejo de bayeta blanc
Después del trágico final que se le dio a Figueroa, para
que no sucediera lo mismo con los demás sentenciados,
Goyeneche mandó a que muriesen al garrote, en el
siguiente orden:
Cuando Sagárnaga estaba a punto de ser ejecutado, su espada fue arrojada al aire como acto de degradación,
ya que antes de la revolución había servido como oficial de los ejércitos reales, pero ésta cayó clavándose
en el suelo, lo cual dio lugar a varios augurios populares.
Sobre la muerte de Gregorio García Lanza, un escritor anónimo narró lo siguiente: “Una mujer enlutada,
seguida de dos tiernos niños, se presenta ante Goyeneche. –Señor, le dice al tirano, salve la vida de mi
esposo por piedad a estos niños. –No, responde soberbio Goyeneche. La matrona clavaba una mirada de
odio en la turbada faz del déspota y repite en tono solemne: -Caiga la sangre de García Lanza sobre tu
frente. Y sale. Luego, con el corazón grande y varonil con que la dotó la naturaleza, espectó la trágica
ejecución de su esposo. Cuando el día declinaba, en ese solemne momento de eterna melancolía, la misma
mujer y un fraile sacaban, casi arrastrando, un cuerpo humano, con sigilo y precaución, del palacio de
Goyeneche. Los dos misteriosos personajes se dieron al templo de San Francisco. El fraile comenzó a abrir
un hoyo al pie del altar de San Antonio, mientras la mujer, con las manos plegadas, oraba. El fraile acabó
su tarea y la mujer descubriendo el rostro del cadáver le dio un beso en los yertos labios y cayó desmayada.
El cuerpo descendió al hoyo con un ruido sordo, el fraile repitió un responso y echó tierra enseguida. ¡Así
de sencillo fue el entierro de uno de los más ilustres protomártires de la independencia americana!. Esta
mujer era la señora Manuela Campos y Seminario”.
Una vez muertos los revolucionarios, Manuel Cosío, después de presenciar horrorizado la muerte de sus
compañeros, volvió a pasar por debajo de las horcas para luego ser regresado a la cárcel. Los espectadores
que contemplaron las ejecuciones, no se atrevieron a hacer burla ni comentarios desfavorables del
tremendo castigo. A las once del día, el cuadro que ofrecía la plaza era sombrío.
A las seis de la tarde descolgaron los cadáveres y estos fueron enterrados a pesar de la oposición del
obispo La Santa, que deseaba que se los eche al “cenizal” (el murallón que une la calle Ingavi con la avenida
Montes fue el antiguo Cenizal de la Paciencia, sitio en donde se depositaba la basura, que muchas veces
era arrojada al río Choqueyapu). Se mandó a cortar la cabeza de Murillo, para exponerla como escarmiento
en una pica en el camino a Potosí (cuenta la tradición que en ese lugar se ha levantado el Faro Murillo).
Lo mismo sucedió con la de Jaén, que fue colgada en el camino hacia Coroico. Los cadáveres de los
revolucionarios fueron recogidos piadosamente por diferentes clérigos, siendo llevados a distintas iglesias:
Murillo y Sagárnaga a San Juan de Dios; Figueroa al Sagrario; Graneros a El Carmen; Jiménez a Santo
Domingo; Catacora y Bueno a la Merced; y Lanza y Jaén a San Francisco.
José Miguel, hermano menor de Gregorio y Victorio (protomártires de la revolución del 16 de julio),
encontrándose en Córdoba, luego de la tragedia de sus hermanos, retornó a su ciudad natal. Desde 1812
hasta 1825, formó una guerrilla con la cual inició una lucha incansable contra las huestes españolas. Tuvo
el honor de recibir a los libertadores, de concurrir a la primera Asamblea Constituyente, de ser nombrado
comandante general de Chuquisaca y cuando se produjo el intento de asesinato contra el mariscal Antonio
José de Sucre, entonces Presidente de Bolivia, reunió refuerzos en Potosí y dispersó a los amotinados,
recibiendo en este encuentro una herida en el pecho. El mismo día, fue ascendido por Sucre a general de
división; pero las heridas sufridas tras varios combates impidieron su recuperación total y siete días después
rindieron su vida (Sucre, 30 de abril de 1828).
Conclusión
No se han incluido en esta pequeña publicación los nombres de varios de
nuestros héroes paceños que lucharon por la independencia: las heroínas
Vicenta Juaristi Eguino, Simona Manzaneda, Bartolina Sisa, Úrsula Goizueta,
Ramona Sinosaín, Manuela Campos y Seminario, Juana Sota Parada, María M.
Sagárnaga, Manuela Uriarte, entre otras; al igual que de los patriotas militares
y guerrilleros Andrés de Santa Cruz, José María Pérez de Urdininea, Juan
Copitas, Eusebio Lira, los hermanos Contreras, Rodríguez, Ramos, Gómez,
Herboso, Cari, Carreón, Monroy, entre otros tantos conocidos y un número
desconocido de héroes anónimos que participaron en la guerra y las batallas
por nuestra independencia, a los cuales les debemos respeto, honores y
gratitud.
Canto a Murillo
Letra y música: Luis Felipe Arce