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Existo, pero he desaparecido.

Es la única forma que hay para explicar mi caso, pues a pesar

de que he perdido mis sentidos, estoy consciente, como un ente omnipresente de una vida

extinta. He dejado de ser Lulú, ahora soy energía, vitalidad, capacidad; soy presencia, soy

elegancia del tiempo, soy el deseo, el último pensar que se evapora en un aliento. Ya no soy

yo, ni soy mi madre o mi abuelo, esto sobrepasa nuestras mentes y va más allá de los límites

conocidos.

En este terreno inexplorado, se va a desarrollar un sueño, del que soy partícipe pero no me

pertenece. Y está bien, no me molesta que esté siendo usada, mientras no sea para siempre.

Yo sé que no, por eso no tengo miedo. Nadie esperaba que Dios, o quien quiera que esté

detrás de esto, decidiera romper las reglas de una mortalidad poco flexible y nos arrastrara a

esta situación. De lo que estoy segura es que este quien quiera no impediría mi regreso y si

así fuera, mi abuelo lucharía hasta la sangre para devolverme a la luz si llega a descubrir que

regresamos a él.

Estamos aquí, juntos, más juntos que nunca y no podemos huir aunque quisiéramos. Sólo

queda cumplir el propósito implícito que se nos ha encomendado y que de cierta forma, todos

deseamos que en algún momento se realizara, mas nunca creí viviría para contarlo, al menos

no aquí, en el plano terrenal.

¿Por qué ahora? ¿Por qué no hace ocho años? Ya me cansé de seguir ciclando la pregunta y

pretender que no sé la respuesta. Ella es la respuesta, ella y su mágica atmósfera que nos

encantó a todos. Ella, que en su locura, profesa una religión que se murió un ocho de agosto,

pero que en su corazón sigue más vigente que nunca. Cada latido es una oración hacia una

dirección correspondida, que se acerca rápidamente al escuchar el tremendo tamboreo. Tal

parece que lo que necesitaba eran otros dos corazones palpitando a su ritmo, para poder atraer

por completo a su objetivo.


Sentí esta sincronización desde el momento en el que la conocí. Martes, en el que la toga y el

birrete me pesaban porque estaban cargadas de orgullo. Mi sonrisa no cabía dentro del marco

de las fotografías. Lo había logrado aunque innumerables noches me repetí que era

imposible. Las ojeras ya eran bolsas para guardar lágrimas, las frustraciones, las injusticias.

Ser mujer en un mundo de matemáticas parecen conceptos excluyentes y terminé creyendo

por repetición del contexto, que la mediocridad era mi única prenda.

Pero mamá estaba ahí para recolectar todos los sueños que yo creía muertos ; los puso de

nuevo en mis palmas para que le contemplara la cara y pudiera sentir piedad de su inocencia.

Ellos sólo querían vivir a mi lado, hacerme florecer como jamás en mis años, injusticia pura

que los dejara morir por no tener el valor de luchar ante la penumbra.

No fue fácil, pero lo hice. No fue lo que esperaba nadie, ni ellos, ni yo, ni los machitos del

fondo, pero mamá sí. Esa confianza fue el motor de mi espíritu y gracias a ella y a mí, ese

martes la gloria lo hizo resplandecer; por un segundo en la historia del mundo, fui la criatura

más feliz. Una carrera que más bien fue una odisea, me dañó hasta la última base de mi

estabilidad emocional, mas nunca la quebró. Así que mi porvenir sólo necesitaba restaurar

algunos daños para comenzar a construirse y todo el proceso comenzó desde que reconocí

que yo ya era más que un rechazo. Me convertí en una oportunidad.

La ceremonia terminó. Entre fotos, abrazos, felicitaciones y regocijo absoluto, estaba ella;

una anciana con ojos de sol, abiertos, buscándome. No me di cuenta hasta que la tuve

plantada frente a mí. Mamá la reconoció de inmediato, “una amiga de tus abuelos” dijo entre

dientes mientras ella se iba a acercando.

Lita, dijo que era su nombre. Una mujer que traía tatuados los años en las arrugas y que de

alguna forma, las lucía con elegancia, casi como si fueran otra prenda para vestir; traía

perfumado hasta el último pelo y el maquillaje le había robado todo el color a su cabello.
Nos platicó que su sobrino era Gerardo, un compañero de mi generación y que venía con él.

Todo fluía como una conversación normal de una mujer de ochenta años, hasta que de su

bolso, sacó una caja mediana con un moño de regalo y la extendió hacia mí. A partir de ahí,

sentí una punzada en el corazón que significaba la sincronización de nuestros corazones.

Fue donde comenzó todo.

Mamá también lo sintió. Dio un brinco al ver el obsequio que se pudo haber confundido con

sorpresa, pero ahora sé que sintió lo mismo que yo. “Un pequeño detalle”, dijo sonriendo.

Decir que estaba confundida era poco, no sabía qué decir, me daba vergüenza aceptarlo pero

también . Mamá estaba igual, colorada hasta el hueso, pero ella tiene mejores habilidades

orales que yo, así que salió en mi defensa, rechazando el obsequio con un “Nombre, cóooomo

crees”.

Pero por mucho que le insistimos, ella insistía el doble. Nos ganó la batalla y tuve que

aceptar, aunque la señora era prácticamente más extraña que conocida. Mi voluntad tuvo que

torcer y cedí, agradecimos y continuamos con nuestra celebración. Lita se fue, pero su mirada

de sol no. Se quedó en mi mente durante el resto del día hasta que llegué a casa y, cuando

abrí el regalo, me cegó violentamente.

Cincuenta mil pesos. En efectivo. Los conté una, dos, veinte veces. Cincuenta mil pesos,

regalados a una persona que no conoce. Grité, no quería saber nada de ese dinero, a lo mejor

estaba maldito o poseído o venía del narco. Lo peor pasó por mi mente y cuando mamá se

enteró, pensó lo mismo.

Nuestras deudas comenzaron a llorar de felicidad porque por fin habían visto una cura a sus

heridas, pero no íbamos a dejarnos tentar tan fácilmente; en este país, es casi imposible

confiar en la pureza de una situación de telenovela.


Decidimos ir con Lita, a devolver el dinero y mínimo, obtener una explicación. Le mandé un

mensaje de texto a Gerardo, preguntándole por el número de teléfono de su tía. Mamá le

marcó, no necesitó decir ni una palabra para que de Lita saliera una invitación a comer el

jueves de esa semana en su casa.

Cuando llegamos, hasta el aire nos avisó que ese lugar era mágico. Nos acarició las mejillas y

plantó un cálido beso de bienvenida. Lita no tardó en atender la puerta de aquel majestuoso

recinto, lleno de plantas, pinturas abstractas, alebrijes colgando de las paredes para explotar el

lugar con sus colores. Todo estaba tan vivo y la anciana resaltaba por lo decrépita. Arreglada,

pero a punto de pasar al otro mundo. Es conocido que la muerte presume de su elegancia, por

lo que me hizo asegurar que si tuviera una forma humana, luciría como Lita.

A paso lento, la seguimos. Nos llevó a su sala, donde ya tenía tazas de café listas. La

conversación empezó con tintes casuales, hasta que la bomba salió de mi boca. Le pregunté

directamente sobre el dinero y le expliqué que no era por menospreciar el gesto, pero que

recibir una cantidad de efectivo como esa me hacía sentir incómoda. Lita se carcajeó, a punto

de ahogarse en su café. Nos confundimos aún más y al notarlo, rápidamente recuperó la

compostura.

Ahora ella era sorprendida, pues según nos dijo, pensaba que su lógica era demasiado obvia.

Entonces, como buena anciana, comenzó a explicarnos más de lo necesario. Empezó con su

marido, un hombre que se había concentrado toda la vida en hacer dinero y que su empresa

fue su verdadera esposa. Nunca fueron marido y mujer, por eso no tuvieron hijos, ni fotos

juntos, ni dolor cuando la muerte los besó. Estaban porque podían no porque querían y el

dinero era lo último que ella deseaba manejar, porque es una herramienta para los vivos y no

para los muertos en vida. Yo tengo mucho por vivir y por hacer ante sus ojos, así que darme

una partecita de lo que le sobraba era lo mínimo en lo que podía contribuir.


Su explicación sembró más dudas, pero mamá estaba demasiado perturbada como para tomar

la palabra, así que las riendas cayeron en mis manos nuevamente; De mi voz salió una única

pregunta que pudiera resumir todo lo que estaba pensando.

“¿Por qué yo, Lita?” estoy segura que lo dije casi gritando. Sus ojos de sol se abrieron, como

si algo gigantesco estuviera pasando detrás de ellos y se le fueran a caer de la cara. Se

nublaron, en un segundo dejaron de resplandecer para darle paso a los truenos. Comenzó a

llorar, nos asustamos, pero fue cuestión de tiempo para que recobrara la calma y la cordura y

fuera capaz de explicarnos exactamente lo que queríamos saber pero no sabíamos que

queríamos.

“ Tu abuelo, tu padre, fue mi persona favorita en el mundo. Nos conocimos en el parque de

la Marimba. Si uno quería salir a pasear por la tarde, había que seguir una regla no escrita:

las niñas caminaban rodeando hacia la derecha y los varones hacia la izquierda para que

pudiéramos vernos las caras y coquetear por si alguien nos gustaba.

Yo tenía quince años cuando lo vi por primera vez, vestido de blanco, con su traje impecable

y un bigote bastante feo. Pude haberlo ignorado, seguir mi camino junto a mis amigas que

iban en busca de una pareja para bailar, pero no contaba con que me encontraría con un par

de ojos de tecolote, tan negros y cautivadores que no podía dejar de ver. No fue amor a

primera vista, esa excusa barata sólo la usan los que se han enamorado, pero no han amado.

No, este amor fue de esos que te brinca el pecho y te quieres arrancar la piel para cubrir al

otro con ella. Este amor, que no me ha abandonado por más que intente quitarlo de encima.

Ya es parte de mi, de mis ojeras y mis sonrisas. Si pienso en él me duele, pero si no lo hago

me muero. No quiero irme de este mundo sin haber venerado a la única esperanza que me

queda como se merece.


Vaya que lo intenté por años, olvidarme de él. Nos separaron porque no tenía dinero; era un

normalista recién salido, sin plaza, de familia humilde y pequeña. Eso a mis papás no les

gustó, ya saben, el cuento de ricos y pobres de nunca acabar. Y antes era bien difícil

rebelarse contra los papás, porque significaba un destino gris y que en la calle te señalaran

o peor aún, te alejaran de cualquier rayo de oportunidad que se pudiera pudiera ofrecer. Te

dejaban marchitarte desde las penumbras y yo no era una flor que estuviera dispuesta a

desprenderse de su vanidad, pero así fue como me condené a una vida construida de

hubieras.

Me mandaron a la capital a casarme y a olvidar a Ricardo. Iba a irme sin decirle adiós ni a

mi sombra, pero de alguna manera él se enteró. Fue a buscarme dos días antes de irme,

estaba tomado y con los ojos hinchados, rojos de furia, igual que los míos. Entre sollozos y

reclamos, había un orgullo macho dañado, preguntándose por qué estaba a punto de

abandonarlo.

Pero no fue así, no del todo. Ese día me fragmenté y todo lo que me hacía mujer se fue con

él; me hubiera gustado haberle dicho que me esperara o que lucharía por él aunque me

costara la identidad, pero el miedo me ganó. Entonces ahí fue donde Ricardo se maldijo a sí

mismo, jurándose que no sólo tendría éxito en la vida, sino tendría también a la mujer más

buena y bella para compartirlo. Y no sería yo.

Evidentemente, ya saben de qué mujer estoy hablando. Cuando se casaron, mi marido

decidió regresar a Tuxtla a vivir. Lo primero que hice fue buscarlo, pero el que busca

encuentra, y no necesariamente será de su agrado. Me dijeron que llevaba tres meses de

casado, con una mujer extraordinaria, que desbordaba bondad y belleza.

Se los digo bien, todos los que conocían a Julieta la querían, incluida yo. Quería odiarla,

sumergirme en el veneno de mis celos, pero cuando llegué por primera vez a su casa me
recibió con tanta paz y calidez que no pude negarme a enredarme en su cariño, porque vi sus

purezas escondidas, vi a su corazón ser sobornado para dar más de lo que podía dar.

Sé que Ricardo la quiso pero no la amó. No se preocupen, no voy a desprestigiarlos frente a

ustedes. Sólo pienso que Julieta merecía algo más, porque ella era más que un ser humano,

tenía las alas amarradas y un día Dios quiso desatarlas. Se fue muy pronto, pero creo que el

único lugar digno para ella es gloria del cielo.

Siempre le voy a estar agradecida, por cuidar de Ricardo el tiempo que pudo, por perpetuar

la magia que la rodeaba. Gracias a ella, a ellos, están ustedes vidas mías. Ustedes son el

recuerdo firme de que mi amor no ha muerto; mientras haya una parte de él respirando, esto

sigue y seguirá palpitando. Y yo también.

Mi vida depende de ustedes y su felicidad. No me teman, nosotras ya nos conocemos de hace

muchos años, somos viejas amigas aunque no lo sepamos. Nos queremos porque le tememos

a la soledad, al olvido, a la ausencia de una familia. Venimos del mismo exilio frío y es mi

misión prender una fogata y darnos calor.

Quiero, necesito que estén en contacto conmigo. A mi edad los días ya no se suman, mutaron

a una cuenta regresiva. No quiero irme de este mundo sin haberle dicho adiós a cada parte

de Ricardo y de nosotros. En especial de ti, Lulú. Lo puedo sentir, la cantidad de energía

que cargas de él es impresionante. Tal vez por eso siempre hablaba de ti, para dejar una

huella profunda y fosforescente que yo pudiera encontrar justo ahora. Te pareces tanto a él.

Tus ojitos, tu carita, tus manos. Hasta en la forma que caminas se te nota el apellido.

Quiero ganarme su cariño como una amiga, no como una abuela o madre.

¡Por favor, acéptenme en su vida, estoy a punto de ahogarme en mi soledad!”.

Lita se rompió en llanto, mamá y yo tratamos de nadar entre aquel mar de lágrimas pero nos

terminó hundiendo. Estábamos conmovidas, por nuestros recuerdos, por el abuelo, por el
hombre que fué conmigo y que no fue con la abuela y mamá, por su muerte, por su ausencia

y sus hubieras escondidos en sus años. Pero también nos había conmovido la anciana que

teníamos enfrente; cada palabra la dijo desde un lugar oscuro que no estaba seguro si la

reinaba la obsesión o la melancolía.

Antes de que pudiéramos descongelarnos de nuestra consternación, Lita se tranquilizó y en

un tono más pacífico nos volvió a insistir, “Juntemos nuestras vidas, por piedad”. Mamá, en

su afán de suavizar la situación, le prometió que haríamos lo posible, aunque personalmente

no estaba muy segura de ello, pero no me quedaba otra opción más que seguir la corriente.

Parecía que las palabras se me habían perdido en la conversación anterior.

El inicio de la conversación en la mesa se gastó en elogios a la comida, una plática banal

sobre el clima y quejas del transporte público. Quise hablar sobre el dinero y mi aún

persistente incomodidad al tenerlo, pero cuando tomé valor para mencionarlo, Lita ya me

había robado el turno.

Comenzó a hablar de mi abuelo y pienso que se aguantó mucho para hacerlo, pues el resto de

la tarde se consumió en él. Habló sobre sus aventuras, de cuando se veían a escondidas entre

las pochotas de su casa y se elevaban en ellas al cielo, tocando las nubes para saludar a Dios

en las alturas. También cuando mi abuelo le pidió que fuera su novia, le llevó un ramo de

margaritas, como ella. La tomó de las manos y le dio su primer beso. Y con el corazón en la

mano, alumbrado por la luz del amanecer, le dijo que la amaba porque no sabía sentir otra

cosa cuando veía sus labios.

Litia contaba los recuerdos como si los estuviera viviendo en ese mismo instante. Fue un

contagio y empalago de su nostalgia, mas no fue molestia alguna. Tengo un genuino aprecio

cuando las personas abren su corazón ante mi y deciden compartir una sección vulnerable de

su existencia, aún más cuando esta parte está relacionada a un pasado.


Es difícil admitirlo, pero tengo una fascinación por lo vivido. Me cuesta un cachito de mi

alma cada vez que tengo que “dejar ir” y más cuando se trata de una persona. En el reciente

año, decidí comenzar de cero, vivir con libertad y atándome únicamente a mi misma para no

perderme en el camino, porque acumular heridas y tóxicos ajenos era lo último que

necesitaba para mi bienestar. Los autores de libros de superación personal lo hacen ver

sencillo, pero el equilibrio interior es probablemente el reto más desafiante y doloroso con el

que me he topado en mi subsistencia.

Lo que estaba ocurriendo esa tarde era que mi interior estaba colapsando porque dos

sentimientos contradictorios estaban peleando el trono de mi cerebro. Naturalmente, sentí

empatía con Lita, con su obsesión disfrazada de amor; soy joven pero los años son lo que

menos cuentan para comprender qué es amar y amar, es soltar, es saber quitarle presión a una

olla a punto de explotar. Como Lita, yo también dejé a un moribundo enamorado porque las

circunstancias se opusieron; he tratado de seguir, sorprenderme a mí misma de lo que puedo

ser capaz de lograr si me muevo hacia adelante. Pero por el otro lado de la moneda, aún

siento el magnetismo del ayer, succionándome, seduciendo mi mente para que ceda y viva

pensando en que no lo tengo más.

He trabajado doce meses en mí misma y cuando pensé que ya estaba con un pie arriba, la

escalera se derrumbó y me hizo caer en la verdad, que me he mentido por mucho tiempo.

Cayó la noche y nos retiramos. Aún tenía el fajo de billetes en mi poder y presentía que así

iba a ser hasta el final, porque para este punto regresarlo ya me parecía una grosería. Litia nos

abrazó, dijo que su cumpleaños era el siguiente martes y que estaría encantada de tenernos

ahí, a su lado ya que nadie de su familia extendida podría acompañarla y no deseaba cumplir

ochenta y tres años en plena soledad. Ni mamá ni yo aceptamos, pero tampoco negamos

nada; nos limitamos a agradecer por la comida, la charla y la hospitalidad.


Ya en el coche, mamá y yo platicamos de lo muy consternadas que nos encontrábamos. Le

cuestioné si ella sabía previamente algo de lo que la anciana nos dijo a lo que respondió con

un “Ni en mis más locos sueños me lo hubiera imaginado”. Comentó que siempre tuvo la

sospecha que Ricardo estaba por obligación en esa familia de tres y no por convicción, pero

que nunca faltó nada en su casa, bueno, le faltó cariño de parte de su papá, pero ella dice que

todo su afecto lo estaba guardando para mi sin siquiera saberlo. Respecto al dinero,

acordamos no tocarlo a menos que fuera una total emergencia porque de alguna manera, la

idea de gastarlo resultaba sucia y aprovechada.

Regresé a casa, con la cabeza punzante y agotada de tantas vueltas que dio y que seguiría

dando durante la noche. Todos los pensamientos se resumían en una sola pregunta:

¿Debía tomarle la palabra a Litia y adoptarla como parte de mi vida o al menos intentarlo? Se

veía como una ola de peligro hacia mi estabilidad y no estaba segura si podría manejar una

bola de nostalgia así sin que afectara mi estado de ánimo.

Sobrepensar no me ayudó en nada. Me fui a dormir y no pensé al respecto hasta el martes,

una hora antes de lo acordado. Al final, el impulso ganó y decidí ir a su cumpleaños. Claro,

sin decirle a mi madre, porque temía que fuera a juzgarme por mi decisión. La sorpresa fue

que ella también estaba ahí sin haberme dicho nada.

Al parecer, mamá se había conmovido igual o más que yo. Tal vez Lita no estaba tan

equivocada; las tres éramos del mismo frío y oscuro rincón de la nostalgia pero al menos,

entre mamá y yo, es un tema que sólo se toca cuando se necesita.

Con las miradas desviadas y las mejillas de tomate nos saludamos y a duras penas nos

dirigimos la palabra durante la cena, incluso si hubiéramos querido, Lita no lo hubiera

permitido. Fue una constante charla consigo misma, acompañada de incontables caballitos de

tequila y dos testigos muy confundidas. Con cada sorbo, la lengua se le alborotaba cada vez
más y siempre apuntando en la dirección de mi abuelo, desde un simple suspiro dedicado,

hasta una divagación en su mente etílica.

Mamá y yo nos reíamos de lo que decía y cómo actuaba; hasta eso, nos topamos con una

borracha buena copa y alivianada la primera mitad de la velada y como el sol se fue

ocultando, así también su vitalidad. Para las nueve de la noche estaba marchita, hablaba cada

vez menos, pero eso sí, sin quitar a Ricardo de la mesa.

Con los ojos aguados, volteó a mi dirección y comenzó a decirme cómo hasta en el momento

de la pérdida de su libertad, mi abuelo estuvo presente sin haber sido invitado. Lo llevaba en

su ramo de novia, que se vestía de margaritas tristes por haber sido cortadas. Nadie, ni

siquiera las flores del altar, estaban felices ese día, según nos contó. También nos dijo que

deseaba que mi abuelo se apareciera a interrumpir la boda o que un día antes, llegara a

raptarla de su habitación y se fueran volando hacia un futuro juntos. Claramente, eso no pasó.

Eran el lamento, el duelo y la muerte de corazón por desangre los que llegaron a

acompañarnos a la cena. Llegaron para recordarle que ni siquiera tenía una fotografía para

usar como pañuelo en las noches de insomnio o para llenarla de labial rojo de tantos besos de

despedida. Eso fue lo que realmente me conmovió dentro de toda su palabrería dicha desde la

locura, pues mi juventud me ha permitido guardar recuerdos en fotografías, prácticamente de

cada etapa de mi vida, Inclusive de las que no quiero recordar pero están para mostrarme a lo

que nunca debo volver.

Las fotos son más que imágenes o recuerdos. Te narran una historia, un instante congelado en

la eternidad, dicen algunos. Son tan mágicas que tienen un efecto diferente en cada persona,

es cuestión de observarlas y sentirlas como propias para poder sumergirse en el mundo que

nos plantean y así, propagar ese sazón tan agridulce que le pone a la humanidad.
No pude imaginarme la vida sin ese contexto, mi memoria es mala y sólo poder fiar de ella

para recordar, probablemente la época más bella de una vida, me pareció tristísimo. Se me

apachurró el corazón de sólo pensar en la agonía que Lita debía sentir al ver que los años le

cobran factura y borran de a poquitos su memoria. Seguramente la búsqueda por platicarle a

alguien lo vivido con mi abuelo fue la forma que encontró para no olvidarlas.

La idea llegó a mi como si Dios me hubiera hablado al oído. Había pintado a mi madre, a mi

abuela, pero jamás a él. No me costaba nada, pensé. Además, era mi agradecimiento por el

dinero que me (nos) había dado. Estaba inspirada, le iba a pintar el cuadro esa misma noche o

sino, nunca lo haría, la vergüenza se hubiera interpuesto. No era una fotografía que Lita

pudiera besuquear, pero sí un buen símbolo para adorar.

Busqué entre los álbumes al joven Ricardo. No tardé en encontrar la foto perfecta, la de su

título universitario. Mi abuelo no era el hombre más hermoso, pero tampoco era desagradable

a la vista. Estaba fornido, de estatura normal y con el pelo relamido como todo buen godín,

nada fuera de lo común. Seguramente sus atractivos— aparte de los ojos de tecolote que tanto

menciona Lita—, eran su inteligencia e imaginación. Recuerdo que cada día que iba por mi a

la escuela, me cautivaba contándome historias que se sacaba de la manga sobre la gente que

caminaba en la calle. Choferes, peatones, animales, todos eran sus víctimas y yo la pequeña

gran espectadora de su fantasía. Cuando fui creciendo, las historias evolucionaron a

conversaciones largas sobre nuestra relación con el universo y nuestra misma existencia.

Él fue mi mayor maestro de vida, el único amigo de juegos, el papá que no esperaba tener.

Me dolía verlo fotografiado, pero mayor era el pesar que me provocaba el trazo de lo que

alguna vez estuvo frente a mí, sin necesidad de que algo inerte lo inmortalizara en arte. Él ya

era arte por sí mismo cuando estaba vivo.


Han pasado ocho años, pero sigo siendo la niña de trece que lo vio partir y le lloró cien días

seguidos. Ya no hay un agosto en el que no tiemble la tierra porque lo extraña y el cielo cae

para que las flores que tenga en su tumba se pongan sus mejores galas. Me dolía su rostro, el

que besé tantas veces antes de irme a dormir, sus manos, que me cargaron desde que salí a

explorar el mundo y me mantuvieron firme hasta que aprendí por mi cuenta, me dolían sus

orejas, sus cabellos blancos y sus labios. Me duele él, por dejarme con las ganas de

compartirle los pocos logros que he tenido y que muchos, son gracias a él.

Traté de no llorar. Mis lágrimas se escondieron entre los trazos y los hicieron aún más bellos.

El amor es milagro y esa pintura sería la materialización de ocho años de un cariño que ya no

tenía una dirección terrenal. Con solo ver el bosquejo a lápiz, me daba la sensación que

estaba mi abuelo, más vivo que nunca, parado frente a mi.

Toda la carga emocional se fue a mi muñeca. Ya me dolía, pero quería sumergirme en la

madrugada para terminar aquella encomienda propia . Forcé al cuerpo a seguir despierto para

comenzar a poner el color sobre el lienzo, sólo que el cansancio plantó su dominio y

exterminó a cualquier chispa de vitalidad que quedaba en mi. Sin darme cuenta ya estaba

tumbada por el sueño.

Mi pequeño estudio estaba a un costado de la cocina, así que cualquier insignificante ruido

que se hiciera ahí, las paredes lo comunicaban. Eran las seis de la mañana, un estruendo entre

ollas y sartenes me despertó. Asumí que era mamá y con la pesadez del mundo, me levanté

para asegurarme que todo estaba en orden. Pero no fue así.

Mamá no estaba. Habían ollas tiradas en el suelo, comida sacada del refrigerador, pero ella

no. Le llamé. Su celular estaba en la recámara. Quería pensar que había ido a la tienda a

comprar leche. Pasó media hora y las señales eran nulas; era el inicio del calvario pues el más

grande de mis miedos se estaba materializando.


Salí a buscarla, llamé a las tías, primas, comadres, amigos, conocidos, vecinos, toda persona

que la conociera pero no hubo una respuesta positiva. Dieron las dos de la tarde. Lo peor ya

estaba asumido sin haberse digerido primero la realidad. Ya no sabía dónde buscar, me dolía

el cuerpo, los ojos, la pena. Tenían que pasar cuarenta y ocho horas para poder hacer una

denuncia pero la impaciencia me estaba comiendo las entrañas.

Comenzó a dolerme el pecho, justo en la zona del esternón. Pensé que era cosa de la

preocupación, un efecto secundario. No le presté mucha atención a la sensación pequeña, casi

imperceptible. Cinco o tal vez diez minutos después, comenzó a crecer exponencialmente.

Estaba en una llamada con Lita, cuando los espasmos alcanzaron hasta la punta de mis

cabellos y me hicieron gritar.

Caí al suelo, en el fondo escuché a Lita hablar, preguntando qué había pasado. Las fuerzas se

fueron, estaba engarrotada, inútil, enredada entre la desesperación. El aire se fue de mis

pulmones y sentí como la vida me comenzaba a abandonar. Fui apuñalada con un arma

invisible y si mi sangre no corrió por el suelo fue porque me negué a ceder ante el dolor.

Lloré, traté de gritar pero la única persona que podía ayudarme no estaba. Cualquier otro

dolor físico que se presentara no era comparable con la hoguera interna que mi madre inició

con su partida.

Mi padecer ocurrió en menos de cinco minutos, pero lo sentí como un lustro. En el final, ya

no sentía los dedos, me consumí en el mar que formaron mis sollozos; mandando a sus olas a

darme besitos en la frente como consuelo. Cerré los ojos, mentalizada a que la muerte me iba

a llevar más pronto que tarde. Solté un último suspiro al aire y me concentré en un recuerdo

feliz, en la voz de mamá en una carcajada, en su sonrisa de pelas y sus ojos de tecolote en los

que habito desde que nací. Si me iba a ir de este mundo, quería darle el soplo de vida a la

persona que me ha marcado en cuerpo y alma.


Solté aire.

Después, desaparecí.

Nada figurativo. Desaparecí, así tal cual.

Desaparecí para ascender a algo más que la vida, pero muy lejos de la muerte. El dolor físico

había desaparecido, en su lugar dejó un hueco que ni la consternación, la duda, la frustración

o la soledad pudieron llenar.

Una fuerza poderosa me llevó a lugares desconocidos, pero sentí que se encarnaban en lo

poco que quedaba de mi ser. Pude contar cien, tal vez ciento dos; las visitas eran tan rápidas

que a dura penas pude distinguir en qué me convertí. Fui moléculas, fui colores, fui sangre y

fui tendones.

Fui luz, gravedad, capilaridad y sentimientos; fui amor, soledad, años y celos. Fui y soy, pero

ya no soy. Soy un fractal roto esparcido por doquier y aunque en ese momento no había una

forma, la tendría dentro de poco.

No podía escapar aunque quisiera. Estaba siendo parte de un plan maestro bien planeado o

bien, concebido desde la punta más remota de la improvisación y que salió de control,

arrastrándome con él por pura suerte. Pero no era la única; mamá está aquí escondida al igual

que yo. Mamá o una parte de ella, pues asumí que estaba en mis mismas condiciones,

fragmentada.

La sentí. Sentí su palpitar al son del mío y su atmósfera suave e hipnótica que dormiría hasta

a un elefante. Su presencia me dio seguridad. La incertidumbre no se fue, aunque no voy a

negar que la calidez maternal me apaciguó las ansias. En mi imaginación, estamos tomadas

de la mano, siendo fuertes la una para la otra, porque lo único que nos queda después de

haber perdido hasta la identidad, es nuestra unión.


Lo que sigue es una circunstancia abrumadora. La confusión de mis sentimientos nació al

momento de advertir el regreso de los sentidos, en un cuerpo que no es mío. Abrió los ojos,

estaba en mi estudio. Se vio las manos, morenas, grandes, con ampollas. Alzó la vista, el

lienzo en el que dibujé estaba en blanco.

—¿Qué?

Un monosílabo me bastó para reconocer la voz. Mi abuelo Ricardo, era su voz, viva, siendo

yo parte de él, de su reconstrucción. Corrió al espejo del baño, tocó sus arrugas, las caderas,

el pecho, los ojos profundos robados de un tecolote. Su corazón latía con la fuerza que le

proporcionaban el otro par que estaba en su interior.

Mi autoridad no existe, ni la de mi mamá. Es mi abuelo el que tiene las riendas y la decisión

de este designio.

Existo, pero he desaparecido. Es la única forma que hay para explicar mi actualidad, pues a

pesar de que he perdido mis sentidos, estoy consciente, como un ente omnipresente de una

vida extinta. He dejado de ser Lulú, ahora soy parte de la resurrección de un amante que

busca finalizar un ciclo que se dejó abierto por medio siglo.

El abuelo se baña, busca entre los cajones algo de su ropa vieja que no le costó mucho

encontrar, porque mamá fue incapaz de deshacerse de ella. Está llorando, sólo que no percibo

cuál es la emoción, asumo que él tampoco. Se sienta en la cama, limpia sus lágrimas y ve

hacia el cielo.

¿Creerá que nosotras estamos allá? ¡Abuelo, estamos aquí contigo! Por favor, siente

nuestros corazones latir al mismo tiempo que el tuyo. Que el de Lita, esta sincronización no

podía ser por una banalidad. Por ella estás aquí, deja de perder el tiempo y gástalo en

cumplir con el hubiera más grande de tu vida.


Qué más da si ella tiene una obsesión con su pasado. Es una anciana que predica la muerte

desde el día de su boda, el material ya no es recatable si está enterrado entre la miseria. Qué

más da si mi abuelo es la única rama de la que se puede agarrar porque todas las demás se las

cortaron violentamente. Una esperanza emana positividad, no importa si el origen es un

hombre que ya se ha ido.

El corazón le late fuertemente. Ya sabe a dónde debe de ir, así que se esfuerza por mantener

una imagen presentable y sudar lo menos posible. Necesita dinero, comienza a buscarlo entre

los cajones y se encuentra una bolsa de regalos con un moño y cincuenta mil pesos en

efectivo. Titubea, pero los toma.

Camina a la florería de la colonia, directo a la caja. Sabe perfectamente qué va a pedir.

—Margaritas, por favor.

Paga.

Detiene un taxi y le indica la dirección que había deseado decir cada vez que se sentía

desesperado. Se baja y de inmediato llega la mágica brisa del lugar a conquistarlo. Sonríe y

los ojos se le empiezan a llenar. Esto es familiar, la piel erizada, la mirada con destellos de

estrellas y las manos frías lo comunican mejor que él.

Sólo que hay un problema.

Esta fusión está acabando. Puedo sentir a la realidad penetrar mi existencia, estoy a punto de

volver. El abuelo toca el timbre y en su mano no sólo lleva flores, lleva las Margaritas de los

hubieras, las que hubiera deseado conocer. La Margarita esposa, la Margarita madre, abuela,

compañera, la destinada, la única. Para él, Lita era un apodo absurdo, la mitad de la mujer

que realmente amó. Que ama.

Estoy volviendo con fuerza, el abuelo comienza a sentirlo y se toca el pecho, pues la zona del

corazón comienza a dolerle. Se mantiene de pie, pero este dolor incrementa, no podrá
aguantar mucho. Cae al suelo, junto con sus Margaritas, pero mantiene la mirada hacia arriba

en espera de que atiendan la puerta.

Margarita abre la puerta. Busca con la mirada a alguien y se topa con la sorpresa.

—¡Ricardoooo!

Se lanza sobre él, llora en su pecho y le besa la existencia hasta que entre lamentos y hubieras

regados en el suelo, lo ve desaparecer entre sus brazos.

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